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biografías
El Libro de Oro
de Bolívar
Caracas, 2007
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biografías
El Libro de Oro
de Bolívar
Cornelio Hispano
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©Cornelio Hispano
© Fundación Editorial el perro y la rana, 2007
Av. Panteón. Foro Libertador.
Edif. Archivo General de la Nación, planta baja,
Caracas-Venezuela, 1010.
Telfs.: (58-0212)5642469
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Introducción
Al recogerlas con pasión, el autor puede haber errado en los detalles y aun
interpretado bizarramente la verdad histórica, pero ha sido leal a la verdad intelec-
tual, a esa nobleza y decoro de expresión que da como fruto una obra espontánea
y vivaz, de una virtud propia y perenne, como decía Tucídides, y no una mera
esgrima espiritual; en otros términos, ha querido que todas sus palabras tengan un
acento de heroica verdad, y que sus cualidades sean las que Luciano pedía al his-
toriador: Un buen sentido para las cosas del mundo, y una agradable expresión.
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cuesta al arte saberse ocultar, era la que más los atraía. De Thierry se cuenta que
el día que dejó de existir para la vida intelectual, despertó a su criado a las cuatro
de la mañana y le dictó un ligero cambio a una frase de la Conquista, que sólo el
podía desear mejor de lo que estaba. Las reminiscencias de los contemporáneos
pueden también discordar, y aun contradecir, pero su bondad estriba en ser uná-
nimes, precisas, admirablemente gráficas en cuanto al carácter del héroe y a la
impresión que en vida les causó y que después de la muerte conservaron clara y
profundamente única.
«La inexactitud, que es uno de los rasgos de todas las producciones popula-
res, dice Renán, se hace sentir particularmente en los Evangelios, que son biogra-
fías legendarias. Supongamos que, hace quince o veinte años, tres o cuatro viejos
veteranos del Primer Imperio se hubiesen puesto a escribir cada uno por su
cuenta, y ayudados sólo por sus recuerdos, la vida de Napoleón. Es claro que sus
relatos adolecerían de numerosos errores, de incontables discordancias. Uno colo-
caría a Wagram antes de Marengo; otro no vacilaría en escribir que Bonaparte
arrojó de las Tullerías a Robespierre; otro, en fin, omitiría las expediciones de
mayor importancia. Pero una cosa se destacaría firmemente con un alto grado de
verdad de esas ingenuas y sencillas narraciones: el carácter del héroe y la impreci-
sión que dejó en torno suyo. Por tal aspecto esas reminiscencias populares valdrían
mucho más que una historia solemne y oficial.»
«Tratemos en nuestros días, dice el mismo autor en otra de sus obras, con
nuestros innumerables medios de información y de publicación, tratemos de saber
exactamente cómo se desarrolló tal importante episodio de la historia contempo-
ránea, cuáles fueron los preliminares, qué móviles e intenciones los movieron, y no
lo conseguiremos. Por mi parte he tratado a menudo, como experiencia de crítica
histórica, de formarme una idea cabal de acontecimientos que han pasado ante
mis ojos, tales como los sucesos de febrero, de junio, etc., y nunca he logrado
quedar satisfecho. Es, pues, necesario escoger entre dos sistemas: o no escribir sino
historia general, no tratar sino las grandes líneas de la revoluciones políticas socia-
les y religiosas, las únicas que son rigurosamente ciertas, o desprevenirse sobre la
exactitud de los detalles, y aceptarlos, no como la verdad absoluta, sino como
rasgos de costumbres dignas de ser tomadas en consideración.»
Otro tanto puede decirse de los recuerdos que nos dejaron los compañeros de
Bolívar, sobre los cuales se ha escrito esta obra. Nada hay que agregar ya a los gran-
des capítulos de los Anales bolivianos. Menester sería que se descubrieran nuevos
documentos, que se redactaran otras memorias, y ya los archivos nacionales y
extranjeros no guardan secretos, ni quedan libertadores sobrevivientes para narrar-
nos, al amor de la lumbre, sus recuerdos de antaño. Ni es posible superar tampoco
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Introducción
Y luego, que no siempre en las acciones más brillantes se muestran mejor las
virtudes y los vicios de los hombres; un palique sin trascendencia, una réplica, un
gracejo nos permiten a menudo conocer mejor un carácter y un corazón que el
prolijo relato de batallas sangrientas, o de vastas operaciones estratégicas, o de asal-
tos de ciudades.
Al revés de la historia cabal y rígida, las Memorias, creadas por el genio francés,
la crónica, es como una anciana nodriza que conserva en sus labios joviales y can-
dorosos las desteñidas tradiciones de las cosas. Plutarco me encanta siempre, dice
Montesquieu: tiene episodios referentes a las personas verdaderamente deliciosos,
y Aristóteles prohibe que se lleven al drama héroes perfectos por temor de que no
interesen al público. Y, en verdad, los personajes irreprochables nos asombran o
nos atedian, y, como por lo general nos sentimos atraídos unos a otros por las
debilidades y flaquezas comunes, nada simpático nos parece quien no pecó nunca,
quien jamás erró, ni alguna vez se arrepintió o se contradijo, cosas todas propias
de los míseros mortales.
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C. Hispano
París, 1925.
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I
Las vísperas de la Revolución
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Así plácidos y monótonos y confiados transcurrían los días y los años y los
siglos en nuestro sumiso y feliz Nuevo Reino, renombrado desde sus orígenes
hasta hoy por la fertilidad de sus campos, sus ingentes riquezas naturales, enton-
ces como hoy, ocultas y custodiadas por dragones de siete cabezas, como las man-
zanas de oro del Jardín de las Hespérides; su incomparable posición geográfica
entre los dos Océanos, la sorprendente belleza de sus valles, florestas, bosques y
vírgenes montañas, y la mansa y pía condición de sus habitantes, impregnados,
desde entonces, de cierta encantadora melancolía religiosa u olvido de las cosas
ilusorias y perecederas de la tierra, que aún perdura intacta en nuestra alma nacio-
nal, a Dios gracias, por las tangibles y eternas del cielo.
Lo maravilloso llena la vida de los sencillos colonos que atribuyen a los santos
y al demonio una permanente intervención en los más minuciosos incidentes de
su plácida existencia. Aquí y allá, pesados conventos, sin fachadas, todos con nom-
bres de santos: San Francisco, San Diego, Santo Domingo, El Carmen, San
Agustín, Santa Clara, La Enseñanza, La Concepción, La Capuchina, en cuyos
muros converge toda autoridad, todo pensamiento y toda vida. Las campanas es
lo único que levanta la voz en la ciudad desierta y como dormida; la biblioteca
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«A todos los individuos de ambos sexos que sabían leer y escribir, se les ha tratado
como rebeldes. En mi opinión, es medio del más seguro de contener los progresos del
espíritu revolucionario.»
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Los escitas vaciaban los ojos a sus esclavos para que hiciesen girar la mula con
menos distracciones. Tal es el principio de los gobiernos tiránicos, y tal fue el que
España aplicó rigurosamente a sus colonias ultramarinas. La Inquisición se
encargó de cegar las almas, y a su sombra se fundaron en México, Lima y otras
ciudades universidades destinadas a cultivar y propagar la ignorancia. Trescientos
años duró aquel régimen en América y en la misma España existiría aún el Santo
Oficio hoy, si un rey extranjero y usurpador, de raza y lengua distintas, José
Bonaparte (apellidado Pepe Botellas), no lo hubiera abolido durante su corto rei-
nado. Complemento de la Inquisición era el comercio de indulgencias, renta del
clero romano y de la metrópoli.
Ahora, por lo que hace a nuestros antiguos hogares, una carta íntima y familiar,
publicada en la revista Popayán, va a darnos los colores, el ambiente y hasta el per-
fume de aquellos cuadros, o escenas rústicas de la más encantadora simplicidad:
«Como deseas pormenores de la familia, allá van unos cuantos (le escribía de
Popayán don Jerónimo, a su hermano el ilustre don Camilo Torres, residente en
Santa Fe, el 20 de octubre de 1807):
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«Has de saber que nuestras hermanas lo hacen todo, por decirlo así, a son de
campana, debido a la recta dirección que supo darles madre, y también a la exac-
titud de sus caracteres...
«Desean también que les envíen algunos pares de medias de seda, caladas, de
color de rosa, muy desvaído, y amortiguado, casi blanco; y cuatro babuchas de
raso negro, grueso —llamado por doña Polonia paño de seda, —con cintas atercio-
peladas, muy angostas, de las cuales se sirven como adornos, cruzándolas varias
veces sobre el pie y la pierna hasta arriba de la pantorrilla en donde las atan.»
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«Allí se respira un aire puro, embalsamado; allí parece que la existencia asume
una nueva actividad para hacernos gozar de las más dulces sensaciones de la vida. En
fin, a no encontrar monjes inquisidores, salvajes alguaciles, algunos tigres y los
empleados de un avaro intendente general, habría pensado que este valle es un rin-
concito del paraíso terrenal y que, por una cortés distracción, el ángel que guarda su
puerta, con una espada flamígera, nos había permitido la entrada (1).»
La negra Hipólita fue la aya de Bolívar. Era ágil y montaba a caballo. Quería
entrañablemente a su amo, y estuvo con él en las batallas que se libraron en San
Mateo. Cuando Bolívar entró a Caracas el 10 de enero de 1827, subió, bajo palio,
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por la calle comprendida entre Sociedad y Las Gradillas, y, como divisara a Hipólita
entre la multitud, abandonó su puesto y se arrojó en brazos de la negra, quien lloraba
de placer. En el avalúo de la finca de San Mateo, hecho en 1721, consta que Hipólita
tenía entonces veintiocho años y su valor se tasó en 300 pesos, suma ésta la más alta en
que se valoraba un esclavo. Bolívar no la olvidó nunca; desde el Cuzco en 1825, le
escribe a su hermana Maria Antonia: «Te mando una carta de mi madre Hipólita para
que le des todo lo que ella quiere; para que hagas por ella como si fuera tu madre. Su
leche ha alimentado mi vida y no he conocido otro padre que ella (2).»
Los virreyes entran bajo palio, en procesión solemne, a las capitales de las
colonias, en tanto que son echadas a vuelo las campanas de cien iglesias y que un
severo desfile de munícipes con golilla, de graves oidores, de religiosos de todas las
órdenes y de doctores engalanados, alaba, con devoción cortesana, la gloria del
mensajero real. En las fiestas del culto pasan altares majestuosos, que los fieles, en
señal de penitencia, cargan sobre sus hombros, con imágenes de la Virgen, vesti-
das de terciopelo y resplandecientes de joyas, santos que se hacen reverencias como
ceremoniosos hidalgos, Cristos que lloran ante la multitud pasmada. En torno de
las andas, los monjes musitan melancólicas salmodias, y, dominados por un
sagrado furor, los hombres y las mujeres flagelan sus cuerpos hasta chorrear sangre.
El grito de dolor se confunde entonces con las monótonas preces, entre el éxtasis
religioso de los fieles.
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de los santos Tribunales de México, Lima y Cartagena. Allí puede verse el catálogo
impreso de Oficio en 1790, por la Inquisición, en el cual figuran los nombres de
5.400 obras reprobadas y los nombres de los procesados con determinación de su
persona, origen, vida íntima, móviles secretos de sus actos y hasta su modo de
hablar y escribir.
Las causas sobre que se instauraban esos procesos son muy curiosas. Basta
citar algunos casos ocurridos en Venezuela donde la Inquisición fue mucho más
benigna que en parte alguna, porque los inquisidores que se enviaron allá eran
«unos hombres tranquilos, tolerantes y benévolos, y tan mansos que hasta jugaban
carnaval, y de seguro echaban su partida de solo o de tresillo».
Ana Rodríguez de Villena, de Cumaná, por echar la suerte de las Habas y rezar la
oración del Ánima Sola. Desterrada por sentencia de 25 de marzo de 1638.
El padre Juan Rivas, cura de Margarita, por haber celebrado el año nuevo con
el capitán de un buque inglés, ocho días después de las pascuas. Preso en 1653 y
conducido a Cartagena, donde probada su inocencia, fue absuelto el 6 de junio de
1658, después de sólo cinco años de prisión.
Los innumerables casos que siguen son semejantes y puede verlos el desocu-
pado y despreocupado lector en la conocida Historia del Tribunal del Santo Oficio de
Cartagena por J.T. Medina.
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Los «insurgentes» abolieron más tarde la Inquisición. Sobre tan gran suceso
escribe el padre Navarrete: «Hoy día en el mes de noviembre, el día once de dicho
mes (año de 1811), se quitó y abolió en esta Cartagena de Indias, y en nuestra
Caracas también se extinguió y abolió el día 22 de febrero de este año 1812 y pri-
mero de nuestra independencia absoluta, según el decreto de nuestro Gobierno
inserto en las gacetas de febrero (número 392).
«La procesión fúnebre que conducía a los reos, compuesta del clero parro-
quial, inquisidores, ministros y familiares, avanzaba en medio de grupos de faná-
ticos y de monjes enternecidos que iban acompañando a los brujos, blasfemos,
herejes. Éstos marchaban montados en burros adornados de coraza con llamas,
aspas y demás preseas que les distinguían, y además cubiertos con un velo amari-
llo o verde, o bien con lúgubres ropas sobre las cuales se veían pintadas escenas de
los tormentos infernales; otros llevaban sambenitos de infamia que excitaban la
crueldad de las gentes. Iban acompañados del alguacil mayor y del alcalde de cár-
celes secretas hasta la iglesia, donde en el presbiterio, al lado de los Evangelios, los
esperaban los inquisidores. Delante había una mesa con tapete carmesí, y a la
derecha se situaba el alcalde del crimen. Al mismo lado se colocaba el estandarte
de la hermandad, cubierta la cruz con tafetán morado, precaución que sin duda
tenía por objeto no dejar ver al Cristo aquel espectáculo de horror que se perpe-
traba en su nombre y beneficio. A la izquierda estaba la cruz parroquial, también
tapada, y con los cirios apagados. El altar mayor, sólo tenías seis velas amarillas.
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la justicia del veredicto, y lo saludable del castigo. Acto continuo sacaban los reos
y los entregaban «al brazo secular», esto es, a la muerte a garrote y a ser quemados
vivos sobre un cadalso de piedra que llamaban “el quemadero”, previa, eso sí, la
imposición de las insignias y capotillo que les correspondían como reos de la
Santa Inquisición.
A este cuadro, tomado de las fuentes más puras, y retocado por las plumas de
dos ilustres escritores de nuestra América, nada hay que agregar ni quitar, a no ser
el nimio escollo de que tal vez quedan no pocas ciudades en las antiguas colonias
ultramarinas de España que aún no han despertado del todo, y que, quizá para su
dicha, tarden aún en despertar del delicioso sueño colonial.
Justamente en estos días que vivimos un individuo que por su facha, gestos,
obsesiones, ira, vanidad y rencores no parece sino un malogrado inquisidor mayor
de aquella época, escribe sus Sueños, y nos da, tal es el poder de su evocación y de
su estilo, el color, el olor y hasta el sabor de aquella, para siempre perdida, Arcadia
española y católica.
Los tiempos, sin embargo, han cambiado; los falsos valores que la ciencia
derribó no se levantan más de la nada donde yacen; los dioses muertos no resuci-
tan ya; la civilización del mundo avanza siempre y nunca retrocede sino, a veces,
accidentalmente, pero sólo para dar un paso más largo, el progreso moral e inte-
lectual, a costa de grandes y tenaces esfuerzos alcanzado, es progreso adquirido
para siempre. Hemos abandonado por inútiles las antiguas armas con que insen-
satamente combatíamos el error, y hoy sabemos bien, y hemos empezado a prac-
ticarlo, que sólo por el lento esfuerzo de la instrucción pública se logra cambiar el
pensamiento y la voluntad de una nación. Habíamos olvidado, y hoy son nuestra
fe y esperanza y deben ser nuestro lema, las profundas palabras proféticas del gran
patriarca del siglo XVIII: «La humanidad camina lentamente hacia la verdad...»
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El nido del águila (1)
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En esa casa hay una extraña animación: es el día 30 de julio de 1783 y los
criados van y vienen afanosos trayendo y llevando sendas fuentes de confitura,
golosinas y botellas de lo puro. Todo indica que hay en la casa de San Jacinto uno
de esos sucesos que forman época en los anales de las familias.
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Bien, muy bien, Manuel; no en vano he dicho siempre que en la Corte apren-
diste a ser un discretísimo cortesano; acepto y vamos, porque Félix está ya viejo y
no ha de esperar mucho la colación.
—No te apures por la comida, Juan Vicente, que no es la gula el pecado que
me ha de llevar al infierno.
—Sí, como que apenas pruebas bocado y veinte veces ya te hemos dicho que
has de caer en cama con tantas privaciones —observó la marquesa, estrechando
amigablemente la mano de su primo el canónigo.
—No en balde el señor provisor es considerado como el sacerdote más vir-
tuoso de la Capitanía, dijo don Francisco de Iturbe, con profunda convicción.
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Quedaron solos los esposos conversando sobre la suerte del niño y formando
esos deliciosos castillos en el aire que sólo los padres saben hacer y que no deben
ser oídos por ningún profano.
—No le llames Pedro José —dijo a esta sazón el canónigo—, que otro
nombre le he puesto, y le has de llamar Simón.
—No sé cómo explicártelo, pero he sentido una voz interior, un extraño pre-
sentimiento, una inspiración que es seguro venga de lo Alto, que me ha dicho que
este niño será, andando los tiempos el Simón Macabeo de la América (3)...
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Suspensos quedaron todos los oyentes de tales palabras, pues al canónigo don
Juan Félix de Aristeguieta andaba ya en olor de santidad.
Otrosí: En el mismo año 1783, y casi en el mismo mes en que vio la luz del sol
Simón Bolívar, el conde de Aranda, ministro de Carlos III, y plenipotenciario para
ajustar por parte de España los tratados con Francia e Inglaterra, relativos al reconoci-
miento de la independencia de las colonias británicas de Norteamérica, pronosticaba
a su rey, en nota oficial, la independencia de sus colonias ultramarinas, y es fama que,
al ratificar aquel monarca esos tratados, su primer ministro, el célebre don José
Moñino, le dijo: «Vuestra Majestad, con esa firma, ha perdido las Américas.»
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La casa de Bolívar (1)
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flores el altar doméstico, prende la lamparita de la Virgen, pone al sol las antiguas
banderas y limpia y abrillanta los aceros de las panoplias. Y a veces... como ante un
espejo mágico que le hiciera inefables revelaciones, se queda pensativa y como
soñando ante la hoja de una espada.
«Tres veces madre a los veintidós años, ya se advierte en ella esa ennoblece-
dora fatiga que sigue siempre a los grandes esfuerzos creadores, y por la cual el
mismo Dios, según dice en figura el Génesis, se sienta a descansar ante su obra. La
aparente debilidad de su constitución física, cierta expresión como de abatimiento
en su semblante, y su misma temprana y excesiva fecundidad anterior, harían tal
vez creer que se ha agotado en ella la sagrada fuente de la vida. Pero la omnipoten-
cia del Altísimo ha puesto prodigiosas y extraordinarias y reservas de energías fisio-
lógicas y morales en esta admirable criatura, predestinada a concebir en sus
entrañas el redentor de América.
«Estamos en octubre de 1782. Tres hermosos niños, fruto del más feliz con-
sorcio, alegran este hogar: María Antonia, la primogénita; Juana María, la
segunda, y Juan Vicente, orgullo de su padre, cuyo nombre lleva. ¿Qué más
pueden pedir al cielo los esposos Bolívar—Palacios, ricos, ilustres, poderosos,
amados y con prole ya suficiente para enaltecer la rama propia en el árbol genea-
lógico de la familia y de la raza?... Pero, Dios abre el libro de sus decretos eterna-
les, escribe en él un nombre, crea un espíritu, y hace un signo a uno de sus ángeles,
que al punto arranca del empíreo en vuelo hacia un rincón de América, hacia la
humilde y hermosa ciudad del cerro azul, los techos rojos y las palomas blancas.
El paraninfo excelso se detiene sobre esta casa, como para reconocerla y bende-
cirla. Bajo el plumaje iridiscente de sus alas radiosas, trae un alma dormida en su
seno como una estrella en un celaje, y penetrando, al fin, como en un santuario,
en esa alcoba, deja caer dulcemente sobre el altar de amor el divino regalo del
Altísimo.
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«Nueve meses después, en esa misma alcoba, nace Simón Bolívar. Es un débil
niño que llora como todos los hijos de Adán, pero en ese peñado de arcilla
humana ha insuflado Dios el espíritu a cuyo aliento palpitará pleno de vida
heroica el corazón de un continente. Entremos, hermanos, a esa alcoba, pero en
silencio y de puntillas, no sea que despierte la joven madre. Profundamente que-
brantada por tan portentoso alumbramiento, bien ha ganado su descanso la
pobrecita. ¡Duerme, mujer gloriosa: duerme, madre, y sonríe en tu sueño, porque
ya es tuya la corona de la inmortalidad!
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Infancia y Juventud
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Rico al nacer, lo fue también el párvulo Simón Bolívar cuando al año, cuatro
meses y ocho días de haber sido bautizado, o sea el 8 de diciembre de 1784, el
canónigo don José Félix Aristeguieta le adjudicó un cuantioso vínculo (1). Dos
años y medio más tarde muere el coronel Bolívar (19 de enero de 1786), que-
dando el niño y sus hermanos bajo la tutela de la madre. Mas, como la ley espa-
ñola en tales casos favorecía los derechos del privilegiado, la Audiencia de Santo
Domingo, al tener noticia nombró al licenciado don Miguel Joseph Sanz, célebre
abogado de Caracas, de treinta y cuatro años edad, tutor ad litem del huérfano que
apenas contaba cinco.
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educación como dice Mr. Mollien, y, aunque por otra parte yo no sé nada, no he
dejado, sin embargo, de ser educado como un niño de distinción puede serlo en
América bajo el poder español (3).»
En tan triste situación pensó la madre el niño, cuando éste cumplió los seis
años, confiar su educación a un maestro de sanas ideas que pudiera dulcificar su
carácter, y escogió para ello al mismo tutor Sanz, quien después de muchas excu-
sas aceptó al fin, llevándose el niño a su casa para que viviera allí como uno de sus
hijos. Entre el pupilo y el tutor mediaban treinta años de edad, lo suficiente, al
parecer, para que el buen señor pudiera imponerse a un discípulo tan tierno. Al
instalarse el niño en la casa del tutor, comenzó el padre Andújar, capuchino muy
erudito, a enseñarle los rudimentos de religión, moral, historia sagrada, que sabía
mezclar con graciosas historietas destinadas a captarse las simpatías del discípulo.
Correspondían al tutor las amonestaciones, los consejos, los castigos y hasta las
amenazas, pues Simoncito se reía de todo el mundo, a nadie obedecía, no gustán-
dole sino los aplausos necios que provocaban sus travesuras.
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—Ya no puedo con usted —le dice el maestro en una ocasión en que el dis-
cípulo estaba inaguantable—. Yo no puedo domar potros.
Como el licenciado tenía que asistir con frecuencia a los tribunales, dejaba
casi siempre a Simón encerrado en la sala alta de la casa, como castigo que le
imponía por sus repetidas picardías; pero como los niños, por malvados que sean,
inspiran siempre conmiseración a las madres, sucedía que la esposa del licenciado,
apiadándose de Simoncito, le hacía llegar por una de las ventanas de la prisión, y
mediante una vara larga, bizcochos y dulces, encargándole que no la comprome-
tiera con su marido. Al regresar el tutor, la primera pregunta que hacía a su esposa
era ésta:
—Se que te has portado muy bien en mi ausencia. Saldremos, por lo tanto, a
pasear esta tarde.
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Simón y el licenciado salían a pasear a caballo casi todas las tardes. El tutor
montaba su zaino y el pupilo un burro negro, muy pesado para andar. El maestro
aleccionaba al discípulo durante el paseo, aprovechándose de cualquier incidente
para darle una lección.
El cronista agrega:
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Pero esta lucha constante entre el maestro en edad provecta y el pupilo de seis
años, no debía continuar. Un hombre de la seriedad de Sanz no podía constituirse
en mentor constante de un muchacho rehacio a todo consejo y con quien no le
ligaban vínculos de familia. Por otra parte su carácter no le permitió hacerse ver-
dugo de nadie. Por tanto antes de cumplirse dos años de enseñanza, don José
Miguel llevó a Simón a la casa de la madre y allí lo dejó para que continuara reci-
biendo lecciones de los profesores Andújar, Pelgrón, Vides, Andrés Bello y Simón
Rodríguez. Éste substituyó al tutor ad litem en el manejo de la fortuna que fue
donada a Bolívar por el canónigo Félix de Aristeguieta(5). Muerta doña
Concepción Palacios de Bolívar en 1791, su padre don Feliciano Palacios, conti-
nuó como tutor natural de Simón, y después, por muerte de don Feliciano, los
tíos Esteban y Carlos, hasta que el joven Bolívar se emancipó de todo pupilaje en
1796, fue nombrado cadete del batallón de voluntarios blancos de Valles de
Aragua el 14 de enero de 1797, subteniente del mismo batallón el 4 de julio del
año siguiente, y salió para Europa en 1799.
En las campañas de 1813 y 1814 Sanz no aparece ante Bolívar sino como el
veterano abuelo ante sus nietos belicosos: el hombre de consulta en casos insigni-
ficantes, y esto como homenaje debido más a los años que a la inteligencia.
Víctima de los sucesos del año terrible de 1814, acosado por la anarquía patriota,
más que por las huestes españolas, Sanz abandona en buena hora a Caracas y se
dirige a la isla de Margarita. Uno de sus contemporáneos, el general José Félix
Blanco, nos cuenta el trágico fin del ilustre patricio, en estos términos:
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La gorra del príncipe
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—Pues no lo hice a mal hacer, y si Su Alteza nos hace el honor de jugar con
nosotros al volante, nada tengo de qué arrepentirme.
Supo la reina lo ocurrido a la vez que la respuesta de Bolívar, y dijo con gene-
rosidad:
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VI
En el Monte Sacro
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Don Manuel Uribe Ángel, patricio colombiano, refiere así la entrevista que
tuvo con don Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar, en Quito, en 1850.
«Un día recibí del doctor Pedro Antonio Torres, deán de la catedral de Quito,
el siguiente billete:
«Mi querido Manuel: Come hoy en casa un amigo viejo, y, como quiero que
seas de los nuestros, te espero precisamente a las cuatro de la tarde. Comeremos
más y comeremos menos. Tuyo, Pedro Antonio.»
«El viejo Rodríguez, con una risita que me pareció sarcástica, me contestó:
«—Fuera de ese, tengo algunos títulos para pasar con honra a la posteridad.
«—La mesa está servida —dijo el canónigo— amigos míos, vamos a comer.
«Sus relaciones llegaron después a ser íntimas. Don Simón almorzaba y comía
diariamente con Uribe Ángel, que, encantado, lo escuchaba discurrir sobre todas
las cosas divinas y humanas.
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«—Juro delante de usted; juro por el Dios de mis padres; juro por ellos; juro
por mi honor y juro por la patria, que no daré descanso a mis brazos, ni reposo a
mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder
español.
«—Tú sabes, hijo, agregó don Simón, que el muchacho cumplió su palabra (1)...»
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VII
Bolívar y Humboldt
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—¡Lo formaremos!
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«En medio de las grandes y generosas acciones de Vuestra Excelencia, que son
la admiración de ambos hemisferios, su corazón ha permanecido siempre sensible
a los acentos de la amistad. Las cartas de Vuestra Excelencia me lo han probado;
las conservo como un monumento precioso de la benevolencia de Vuestra
Excelencia para conmigo, como el más hermoso título de gloria de una vida con-
sagrada a defender, con armas más débiles, es cierto, los progresos de la razón y de
una prudente libertad...
«Una voz interior me dice que nos volveremos a ver en esta vida, pero en ese
continente que debe su libertad, menos todavía a la gloria de las armas de Vuestra
Excelencia que a al noble moderación de su alma, y en donde espero terminar mis
días (3).»
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Boussingault nos dejó este retrato íntimo del sabio francófilo y demócrata,
tildado de ateísmo, del «gato enciclopédico», como se le llama en París:
«Comía en Los Hermanos provenzales. Por las mañanas pasaba siempre una o
dos horas en el café de Foy, y se dormía allí después del almuerzo (5).»
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Humboldt tuvo el honor de haber sido leído con entusiasmo por Napoleón
en aquellos días de la Malmaisón que siguieron al desastre de Waterloo.
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VIII
Bolívar en el terremoto de Caracas
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En un pueblo fanático los sucesos más comunes son interpretados según con-
venga a los intereses de aquellos a quienes las masas populares están acostumbra-
das a respetar, y desgraciadamente, el clero, que ejercía en Venezuela, como en
todas las colonias españolas, decisiva influencia, y que era adverso, con raras
excepciones, a la causa de la independencia, aparentó ver en la terrible calamidad
«el azote de un Dios irritado contra los novadores que habían desconocido al más
virtuoso de los monarcas, Fernando VII, el ungido del Señor (7).»
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IX
En Milán
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Tertulianos de casa Melzi, eran pues muchos notables personajes en las artes,
en la política; y todos los extranjeros de renombre que llegaban a Milán solicita-
ban el privilegio de ser recibidos en aquel selecto centro de cultura que, no obs-
tante la sospechosa policía austriaca, había llegado a ser una especie de institución
milanesa.
En una de tales notas, y con fecha 13 de mayo de 1796, dice el autor del
manuscrito:
«En casa de Melzi me fue presentado anoche un bello joven de Caracas donde
nace el excelente cacao: él es Bolívar, en cuyo aspecto están las promesas de un
fecundo porvenir. Su conversación está llena de energía y de esperanzas. Odia a los
españoles, y, entusiasmado por los acontecimientos de ogaño, sueña con la liber-
tad de la colonia hispana y con ser él mismo libertador.
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X
Bolívar e Iturbe
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cuando en las Cortes generales de Cádiz se trató del asunto, y los diputados ame-
ricanos defendieron la causa de sus compatriotas oprimidos, sus protestas y recla-
mos no conmovieron a nadie.
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X. Bolívar e Iturbe
sobre mi tumba una espada porque fui un bravo soldado en la guerra por la liber-
tad del hombre.»
«Yo fui presentado a Monteverde, dice, por un hombre tan generoso como yo
era desgraciado. Con este discurso me presentó Iturbe al vencedor: «Aquí está el
comandante de Puerto Cabello por quien he ofrecido mi garantía: si a él toca
alguna pena, yo la sufro, mi vida está por la suya (1).» Y el propio Iturbe continúa:
«Monteverde contestó al discurso citado: —Se concede pasaporte al señor
(mirando a Bolívar) en recompensa del servicio que ha hecho al rey con la prisión
de Miranda.» Hasta entonces Bolívar había estado callado, mas al oír estas pala-
bras, que dirigía Monteverde al secretario Muro, repuso en el acto que había apre-
sado a Miranda para castigar un traidor a su patria, no para servir al rey. Tal
respuesta descompuso a Monteverde, pero Iturbe intervino, terminando por decir
jocosamente a su amigo Muro: «Vamos, no haga usted caso de este calavera; dele
usted el pasaporte, y que se vaya (2).»
—¿Qué, todavía piensas en esas locuras? ¿No ves que la causa de los insurgen-
tes está perdida?
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—Sólo las almas débiles se abaten al primer revés, don Francisco de Iturbe; el
valor y la constancia corrigen la mala fortuna. Antes de diez años el pabellón espa-
ñol habrá dejado de flotar sobre aquella almena (señalando la bandera de Castilla).
Iturbe se retiró. Una hora después el Good Hope desplegaba sus blancas velas,
hinchadas por el viento, y suavemente se deslizaba sobre las ondas azules...
Bolívar, puesto que era noble, era agradecido; con su generosidad habitual fue
munificente con su benefactor, y siempre, en todas las circunstancias, recordó lo
que debía al español.
Así pagaba Bolívar, al despedirse de su tierra natal, para nunca más volver, el
beneficio que había recibido de tan hidalgo amigo en calamitosos días de su vida.
La ingratitud, partija de villanos, no podía manchar el gran corazón de Bolívar.
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XI
La guerra a muerte
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Todas las leyes españolas que regían en las colonias ultramarinas, las Siete
Partidas, la Vieja y Nueva Recopilación, las Leyes de Indias, las Reales Cédulas,
Órdenes y Proviciones estaban acordes en un punto: el último suplicio como pena
de la insurrección o delito de lesa majestad. En virtud de tal principio, las capitulacio-
nes se consideraban nulas porque los insurgentes eran inhábiles para tratar; los prisio-
neros eran sacrificados como traidores; se negaban los canjes y se ahorcaba a los
parlamentarios ante las filas patriotas. El terror era la ley pacificadora de las colonias.
Tan bárbaro estado social trajo consigo el odio inextinguible de los colonos hacia
España y sus instituciones, del cual fue la guerra a muerte la manifestación franca y
heroica.
Y el modo como las Justicias españolas ejecutaban sus sentencias, aún nos
estremece hoy a pesar del tiempo y a pesar del amor cada día más creciente hacia
la madre España. Quien quiera saber hasta dónde es capaz de grosera sevicia y de
brutalidad el corazón humano, que lea la sentencia pronunciada en Santa Fe de
Bogotá el 30 de enero de 1782 contra José Antonio Galán y sus compañeros, pre-
cursores de la independencia de Colombia. Y quien quiera saber hasta dónde se
llenaron de razón los adalides de la libertad de América, que ojee los documentos
oficiales de la Capitanía General de Venezuela, durante los doce meses de la dic-
tadura de Domingo Monteverde, en 1813, bajo el imperio de la «Ley del la con-
quista», y los del Nuevo Reino de Granada en los tres años de la pacificación de
Morillo, Enrile, Sámano Warletta, durante los cuales ensangrentaron los caminos
públicos las cabezas escarnecidas de los más insignes hijos de Bogotá, Cartagena y
Popayán. Y de cómo pensaban y procedían aquellos “pacificadores”, júzguese por
estos documentos:
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Para el 3 de febrero del mismo año había empezado Zuazola a mutilar vene-
zolanos, mientras el canario Pascual Martínez asolaba la Margarita, y Tíscar anun-
ciaba en Barinas que sus tropas no darán cuartel a los rendidos. Al propio tiempo
despuntaba ya en los llanos la estrella fatídica de Boves.
«No hay más, señor, que un gobierno militar; pasar todos estos pícaros (los
patriotas) por las armas; yo le aseguro a V. S. que ninguno de los que caigan en mis
manso se escapará. Todo gobierno político debe separarse inmediatamente; pues
no debemos estar ni por Regencia, ni por Cortes, ni por Constitución, sino por
nuestra seguridad y el exterminio de tanto insurgente y bandido. Yo bien conozco
que no se debe acabar con todos; pero acabar con los que puedan hacer de cabe-
zas, y, los demás, a Puerto Rico, a la Habana o a España con ellos (1).»
«A fin de poner término a las maquinaciones con que por todas partes intentan
turbar la tranquilidad pública de las provincias de Venezuela los rebeldes españoles
Simón Bolívar, José Francisco Bermúdez, Santiago Mariño, Manuel Piar y Antonio
Brión, etc., etc., he tenido a bien decretar: que cualquier persona que aprehendiere viva
o muerta la de aquellos traidores, y cualquier otro de su especie, como Juan Bautista
Arismendi, en Margarita, será remunerado con la cantidad de diez mil pesos en que se
tasa la cabeza de cada uno de ellos, cuya cantidad se abonará por la real hacienda. Y
para que llegue a noticia de todos, imprímase y círculese.»
De más está decir que ni a Bolívar ni a sus tenientes se les ocurrió jamás, durante
la larga guerra que sostuvieron, poner a precio la cabeza de ningún jefe peninsular.
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defensa debían corresponder a los furores del ataque: la represalia no era un dere-
cho, era un deber (2).»
La crueldad española tornó los corderos en lobos, y las palomas en serpientes. Y
Bolívar, comprendiendo que mientras la opinión del país favoreciese a los españoles la
independencia era imposible, resolvió echar entre América y España un abismo que no
pudiera llenarse sino con las inmensas moles de granito que se estaba ya elaborando en
su cerebro y que se llamaron después Boyacá, Carabobo, Bomboná, Junín, Ayacucho,
y ese insondable abismo fue la guerra a muerte: terrible necesidad de la época que aun
hoy mismo no podemos recordar sin estremecernos.
Briceño
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«Mi amado Nicolás: ... Sobre lo que me dices de los desgraciados españoles
quiero que Dios ponga tiento en tus justicias... Como estamos todavía en este mar
inmenso y no sabemos por quién se decide la suerte, será mejor no cantar victoria
hasta el fin; el silencio es muy bueno en todos los casos, obrando al mismo tiempo
según lo dicte la prudencia... Algunas letras van borradas, porque hoy estoy triste
y te escribo llorando. Ignacita te manda tantas cosas que no caben en la pluma...
Tu invariable y muy constante, Dolores Jerez (9).»
Pero si Briceño fue cruel con sus enemigos, fue digno y heroico en su muerte.
Sin rodeos confesó a los jueces su pacto de Cartagena y su resolución de extermi-
nar a los españoles en Venezuela, y, por último, los intimidó describiéndoles el
invencible ejército de Bolívar y los auxilios que Nariño había enviado, «todos ani-
mados con la esperanza del triunfo».
Juan Vicente González, que con frase de fuego execró la guerra a muerte,
dice, refiriéndose a aquellos bravos que fueron sacrificados con Briceño:
«Todos fueron valientes aquel día, sin que ninguno diese a sus jueces el orgu-
lloso placer de verlos suplicantes y humillados. Cuando se comparece delante de
la victoria, el papel del hombre de valor es envolverse en su manto y morir.»
Inútil es agregar que los jueces españoles, según su costumbre en esos bárba-
ros tiempos, extremaron los refinamientos de crueldad en aquellos vencidos. El cadá-
ver de Briceño fue mutilado, y la cabeza y la mano derecha expuesta en escarpias fuera
de la ciudad. Así también fueron mutilados e infamados en Caracas los cadáveres de
José María España y José Félix Rivas. Así descuartizaron las Reales Justicias de Santa
Fe, el 30 de enero de 1782, a José Antonio Galán, y, más tarde, a Camilo Torres,
Maestro y Padre de la Revolución, el hombre que encarna el espíritu de nuestra nacio-
nalidad, el férreo inspirador de la guerra a muerte, bajo la cual cayó él mismo con
insigne gesto de apóstol y de mártir.
Luego viene la fabulosa campaña de 1813, en la que Simón Bolívar, al decir del
historiador español Pedro de Urquinaona, con trescientos miserables de Santa Fe
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Arismendi
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Con igual derecho, dice Gil Fortoul, van a justificar sus barbaridades Boves,
y Rosete, y Morales. Exasperado Bolívar, no reflexionó que su nombre, lo mismo
que el de sus tenientes (Arismendi había sacrificado antes, en Margarita, 29 pri-
sioneros; Mariño, en Cumaná, 200; Campo Elías, en los Llanos, un número
incontable), y el de tantos héroes de la patria, iban a quedar en la historia de 1814
confundidos con los de aquellos vándalos, bajo la misma horrenda mancha del
crimen. Tristes tiempos, cuando hasta el genio enloquece y apaga él mismo la
antorcha que le guía al provenir (12).
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Boves
No escasearán compatriotas que frunzan el ceño ante estas páginas que tratan
de revivir la sombra fatídica y mil veces maldita de aquel instrumento de la ira del
cielo, cuyo solo nombre aún sobrecoge de espanto a los rústicos habitantes de los
llanos de Venezuela; a aquellos respondo anticipadamente, por boca de uno de los
más delicados espíritus contemporáneos: «El moralista aparta al hombre del pacer
y atempera su orgullo, escribe Gebhart. El artista se interesa en todos sus instin-
tos; comprende y acepta todo en el alma, aun el mal. Otelo, estrangulando a
Desdémona, es bello, si bien criminal. El corazón humano tiene su funesta violen-
cia como la naturaleza; pero las borrascas de uno y otra, cualesquiera que sean sus
estragos, excitan siempre la simpatía del artista que reconoce, en las más agitadas
profundidades, la floración misteriosa de la fuerza viva (14).»
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«Por los datos que personalmente recogimos en España, sabemos que Tomás
Rodríguez Boves nació en Oviedo, provincia de Asturias, en el año de 1783. Su
apellido Bobes y no Boves, que es mala redacción, es muy corriente en aquellas
regiones y se aplica al natural de la Bobia, término orográfico muy común en
Asturias. Bobes se llama también una parroquia de Consejo de Siero. De manera
que siendo un apellido de procedencia geográfica, se le lleva siempre precedido de
otro patronímico, como Rodríguez-Bobes, Álvarez-Bobes, Fernández-Bobes,
García-Bobes, etc., apellidos estos que llevan muchas familias en España.
«En lista de los primeros sesenta alumnos que inauguraron el día 7 de enero
de 1794 el Real Instituto Asturiano, donde se dio enseñanza oficial de la carrera
náutica, figura el nombre de Tomás Rodríguez Bobes; en el libro que con tal
motivo escribió Jovellanos, titulado Noticia del Real Instituto Asturiano, está citado
en la siguiente forma: «Don Tomás Rodríguez Boves, natural de la ciudad de
Oviedo; edad, once años.» En el Apéndice III de la obra del señor Lama y Leña,
titulada Reseña del Instituto de Jovellanos de Gijón, figura como piloto, habiendo ter-
minado los estudios de la carrera náutica, y se registra así: «Tomás Rodríguez
Bobes, que empezó los estudios de náutica y pilotaje en 1794 y terminó en 1798.»
Fue, por lo tanto, piloto a los quince años, y en calidad de tal dicen los historiado-
res y la tradición que vino a Venezuela.»
En 1811 tenía tienda de ropa en Calabozo, y más tarde se alistó en las filas
patriotas, pero disgustado por motivos que se ignoran, se pasó al año siguiente a
las tropas realistas. Éstos lo nombraron oficial de Urabanos y comandante militar
de aquel pueblo, en 1813, y entonces empezó su carrera de crímenes.
En agosto de aquel año, jefe de numerosa banda de llaneros, sobre los cuales
ejercía diabólica fascinación, se dirigió al Bajo Apure, donde, tomando la voz del
rey y sacando de Guayana municiones, en cambio de ganados, formó su ejército. El
14 de octubre lo destrozaron los patriotas en Mosquitero; Boves se retira entonces a
Guayabal, a la izquierda del Apure, y hace arrancar las ventanas de hierro del pueblo
para fabricar lanzas. El 14 de diciembre desbarata a los patriotas en San Marcos y se
apodera de Calabozo y de todo el Llano bajo. El 3 de febrero de 1814 derrota en La
Puerta las tropas de Campo Elías, y se adelanta, rápido y feroz, sobre los valles de
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«Recibí los hombres y espero de su eficacia no deje uno solo útil, para con-
cluir con estos pícaros y luego descansar en el seno de sus familias. Boves. »
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procesiones de la desgracia que le miraban con ojos espantados, en que iba mezclada
la esperanza con el reproche de ser el autor de tantas calamidades.
A dos leguas de la Villa de Cura se halla una pequeña llanura cortada por las
ondulaciones del terreno y cercada por montes y cerros. Tanto a la entrada como
a la salida hay un paso estrecho con alturas a los lados. Esos pasos están cortados
por dos riachuelos y hacia el sur corre el Guárico: tal es La Puerta de los llanos.
Boves escogió, detenidamente, el campo como el más a propósito para esperar a
Bolívar, pues conocía el terreno, como que el 3 de febrero había derrotado allí a
Campo Elías.
Aragua desaparece bajo las patas de los caballos de Boves, el pánico se apodera
de los patriotas, y los más piensan en la fuga.
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Cumaná hincó rodilla en tierra y resolvió vender cara la vida. Asaltada por dos
cuerpos de jinetes, fue roto el cuadro y consumose el sacrificio. Freites, su jefe,
viéndolo todo perdido, se dispara su pistola al pie de su bandera. Los realistas res-
petaron su cadáver, y López le hizo dar sepultura.
«En la noche siguiente (10 de julio de 1814) Boves reunió todas las mujeres
en un sarao, y entretanto hizo recoger los hombres que había tomado precaucio-
nes para que no se escaparan, y sacándolos fuera de la población (en el Morro), los
alanceaban como a toros sin auxilio espiritual. Solamente el doctor Espejo, gober-
nador político, logró la distinción de ser fusilado y tener tiempo para confesarse.
Las damas del baile se bebían las lágrimas y temblaban al oír las pisadas de las par-
tidas de caballería, temiendo lo que sucedió, mientras que Boves, con un látigo en
la mano, las hacía danzar el piquirico, y otros sonecitos de la tierra, a que era muy
aficionado, sin que la molicie que ellos inspiran fuese capaz de ablandar aquel
corazón de hierro. Duró la matanza algunas otras noches (16).»
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«Extraño parecerá, agrega O’Leary, que en un país en donde pocos años después
hubo treinta puñales para hundirlos en el pecho del hombre a quien la mitad de la
América hispana debe su independencia, se hubiese permitido la consumación de tan
salvaje crimen sin la menor resistencia. ¡Tal es el pavor supersticioso que inspira un dés-
pota! ¡Aquel bizarro joven que tuvo el valor de ofrendar su vida para salvar la de su
padre fue cobarde para libertar la humanidad de aquel bandido (17).»
Hoy podríamos los colombianos repetir las mismas palabras del discreto
irlandés, al pensar en ese asesino de naciones llamado Teodoro Roosevelt. ¡Tantos
bizarros jóvenes que tendrían el valor de sacrificarse por sus padres y son cobar-
des para libertar a su patria de aquel bandido!
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Boves tuvo, sin embargo, una gran virtud: la gratitud. Por dondequiera que tro-
pezó con alguno de sus amigos a quien debiera un beneficio, le tendió la mano y lo
salvó, aun cuando fuera su enemigo político. Este espíritu infernal salvó del suplicio a
víctimas ya sentenciadas a morir. Parece que el lema de su escudo hubiera sido aquella
sentencia del Dean Swift: «El hombre que le dice a otro ingrato, le hace reo de todos los
crímenes.» Su guerra, y los medios de ejecutarla, confiesa su grande amigo y secretario,
el historiador realista José Domingo Díaz, fueron, en verdad, terribles (20). Dividía sus
cuerpos según los pueblos a que pertenecían los soldados, y así se llamaban Escuadrón
del Guayabal, Escuadrón de Tiznados, etc., dando esta clasificación por resultado una
emulación entre los cuerpos, que los había invencibles. Aquellos hombres feroces, dice
Díaz, le temían, le adoraban, y ejercía sobre ellos un poder mágico, especialmente entre
los de color, o castas africanas, a quienes ilusionaba con la esperanza de elevarse por la
destrucción de los blancos, que había perseguir con el nombre de insurgentes, y entre
los cuales sólo daba cuartel a los sacerdotes y a los músicos. A su voz surgían ejércitos y
morían los que se mostraban reacios a seguirle. «Era cruel por instinto y a sangre fría»,
dice Heredia, hablaba poco y no sonreía sino en presencia de una gran catástrofe, de
un horrible peligro o de una suprema desgracia. En tales circunstancias soltaba una
suerte de carcajada diabólica. Cuentan, sin embargo, las crónicas, que en una ocasión
nublaron las lágrimas sus ojos. Boves amaba, sobre todas las cosas, su caballo, un sober-
bio corcel negro charolado, su compañero en todas sus batallas, y al que había puesto
el nombre de Antinoo, en recuerdo de su padre. En la batalla de San Mateo, el 28 de
febrero de 1814, cayó muerto de un balazo el brioso animal, que tantas escenas san-
grientas había presenciado. Boves, transido de dolor, se abrazo a él, y, cuentan, que sólo
aquel día le vieron llorar sus soldados.
Páez, el llanero épico de las Queseras del medio, león de Apure, amaba tam-
bién, sobre todas las cosas, su caballo. En el combate de Mata de Miel, cuando las
balas españolas se lo mataron, dirigió a su ejército esta proclama: «Compañeros,
me han matado mi caballo, mi buen caballo, y si ustedes no están resueltos a
vengar ahora mismo su muerte, yo me lanzaré solo a perecer entre las dilas enemi-
gas.» A lo cual todos contestaron «¡Sí, general, la vengaremos (21)!»
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mueren veinticinco Rivas en veintidós meses, y de sola doña Catalina Tovar pere-
cen cuatro hijos. Esos varones insignes ennoblecieron la guerra y fundaron la
patria en América.
«La mayor parte de la plebe de este Reino, lejos de merecer jamás la nota de
insurgente en la revolución pasada, ha contraído un mérito nada común. Todos
hemos viso en los campos correr hasta las montañas más horribles de Teguas,
Mira-Flores, Coracolisal, y otras numerosas tropas de mozos que escogían más
bien el aventurarse a la suerte más infeliz, que tomar las armas contra el soberano,
en cuyo gobierno habían vivido en la más dulce paz, abundancia, libertad y fran-
queza. En las montañas de Honda pereció uno en las garras de un tigre; en el
Espinal se despeñó un infeliz que no pudo ver el precipicio, otro se atravesó las
entrañas con un estacón huyendo en un espeso bosque, otro en las inmediaciones
murió atado a la cola de un caballo que le hizo pedazos por no entregarse a la lista
de su verdugo alcalde. Los demás que no podían escapar iban amarrados unos con
otros a los cuarteles donde el hambre había fijado su residencia por orden del
gobierno. El estúpido Congreso ignoraba que uno de los elementos principales de
la política es convencer a fondo el carácter, genios, costumbres, educación y demás
circunstancias de los pueblos, y más cuando esos han nacido bajo un gobierno
suave y una religión que detesta la perfidia y revolución.
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don Juan Vicente y don Simón de Bolívar, jóvenes de la nobleza de Caracas, el primero
con veinticinco mil pesos de renta anual y el segundo con veinte mil; por don Juan José
y don Luis de Rivas, jóvenes parientes de los condes de Tovar y de riquezas muy con-
siderables, por don Juan Germán Roscio, don Vicente Tejera y don Nicolás Auzola,
abogados que gozaban de la estimación de todos sus conciudadanos; por don Lino
Clemente, oficial retirado de la marina española y altamente considerado de todos; por
don Mariano Montilla, antiguo guardia de corps de S. M., y su hermano D. Tomás, los
jóvenes de la moda e individuos de una casa la primera en el lujo y esplendor; por don
Juan Pablo, don Mauricio y don Ramón Ayala, oficiales del batallón veterano, estimados
universalmente por la naturaleza de su casa, por el lustre de sus mayores y por otras pocas
de las mismas o casi iguales circunstancias. Allí no tuvieron la principal parte, ni repre-
sentaron el principal papel, los hombres de las revoluciones, los que nada tienen que
perder, los que deben buscar su fortuna en el desorden y los que nada esperan del impe-
rio de las leyes, de la religión y de las costumbres (24).»
Con tal año 1814, en que culmina el fantasma de Boves, «la cólera del Cielo que
fulmina rayos contra la patria», como le llamó Bolívar (25), queda sepultada la indepen-
dencia nacional. La situación en que quedaron las regiones azotadas por la guerra a
muerte la describen los mismos españoles, y así el doctor José Manuel Oropesa, asesor
de la Intendencia, dice: «No hay ya provincias, las poblaciones se acabaron. Los cami-
nos y los campos están cubiertos de cadáveres insepultos y abandonada la agricultura;
los templos polutos y llenos de sangre, y saqueados hasta los sagrarios.» El brigadier
don Manuel del Fierro escribe a un compatriota suyo el 29 de diciembre de aquel año:
«En las últimas acciones habrán perecido más de 12.000 hombres. Afortunadamente
los más son criollos, y muy raro español. Si fuera posible arrasar con todo americano
sería lo mejor. Si en las demás partes de América se encontraran muchos Boves, yo le
aseguro a usted que se lograrían nuestros deseos, pues en Venezuela hemos concluido
con cuantos se nos han presentado.»
Tal fue la rápida y corta carrera y el fin de José Tomás Boves, hombre extraor-
dinario, digno de haber figurado también en la siniestra galería de Pablo Jovio. Por
el coraje, la audacia, la tenacidad, la bravura sólo Bolívar fue superior a él, pero en
la crueldad ni tuvo rival.
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«Cuando yo conocí a Bolívar tenía él treinta y cinco años; no era alto, pero
bien proporcionado y bastante flaco. Llevaba un casco, una chaqueta de paño azul
con vueltas rojas y tres series de botones dorados, pantalones y, a guisa de zapatos,
sandalias de cuero, o alpargatas.
También a ese funesto año 1818 se refiere Páez en este retrato que nos dejó
del héroe:
«Su estatura, sin ser procera, era no obstante suficiente elevada para que no la des-
deñase el escultor que quisiera representar a un héroe; sus dos principales distintivos
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consistían en la excesiva movilidad de su cuerpo y el brillo de los ojos, que eran negros,
vivos, penetrantes e inquietos, con mirar de águila, circunstancia que suplía con
ventaja lo que a la estatura faltaba para sobresalir entre sus compañeros. Tenía el
pelo negro y algo crespo, los pies y las manos tan pequeños como los de una mujer
(30), la voz aguda y penetrante.
«La tez, tostada por el sol de los trópicos, conservaba no obstante la limpidez
y lustre que no habían podido arrebatarle los rigores de la intemperie y los conti-
nuos y violentos cambios de latitudes por los cuales había pasado en sus marchas.
Para los que creen hallar las señales del hombre de armas en la robustez atlética,
Bolívar hubiera perdido en ser conocido lo que había ganado con ser imaginado;
pero el artista, con una sola ojeada y cualquier observador que en él se fijase, no
podría menos de descubrir en Bolívar los signos externos que caracterizan al
hombre tenaz en su propósito y apto para lleva a cabo empresa que requiera gran
inteligencia y la mayor constancia de ánimo.
«A pesar de la agitada vida que hasta entonces había llevado, capaz de desme-
drar la más robusta constitución, se mantenía sano y lleno de vigor; de humor
alegre y jovial, carácter apacible en el trato familiar; impetuoso y dominador
cuando se trataba de acometer empresas de importantes resultados, hermanando
así lo afable del cortesano con lo fogoso del guerrero.
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XII
Casacoima
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«Era una de las noches más bellas y apacibles», escribe Juan Vicente González,
con estilo de oro.
«Allá distante, a la sombra de un árbol que los naturales llaman Castaño del
Marañón, muchas personas platican alrededor de una hamaca colgada de fuertes
ramas. Tristes los unos, el más profundo abatimiento se pinta sobre sus frentes; los
otros parecen no pensar sino en lo que les habla desde la hamaca un personaje
ardiente y lleno de confianza.
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«Ya habrán conocido los lectores que era el Libertador, quien hablaba
desde su hamaca con los generales Arismendi y Soublette, el coronel Briceño y
varios oficiales del ejército.
«La luna estaba ya en la mitad del cielo, y Bolívar los animaba todavía
hablándoles de sus proyectos y esperanzas.
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XII. Casacoima
«Un oficial —el capitán Martel— llamó al coronel Briceño y le dijo llorando:
— Todo está perdido, amigo: el que era toda nuestra confianza, helo aquí loco,
está delirando... ¡En la situación en que lo vemos, sin más vestidos que una bata,
y soñando en el Perú!...
«Mas, a los dos meses, Bolívar había tomado Angostura; dos años después la
Nueva Granda le aclamaba vencedor en Boyacá; cuatro años más tarde desbarata
en Carabobo el ejército de Morillo; a los cinco da libertad a Quito; ¡y al cabo de
los siete años sus victoriosas banderas ondeaban sobre las altas torres de Cuzco!
«Esta magnífica posesión (el istmo de Panamá) entre los dos grandes mares
podrá llegar a ser con el tiempo el centro del universo. Sus canales abreviarán las
distancias del mundo, estrecharán los vínculos comerciales de Europa, América y
Asia... Tal vez será un día el único punto en que se fije la capital de la tierra, lo que
Constantino pretendió hacer de Bizancio en el antiguo hemisferio (1).»
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XIII
El paso de los Andes
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Boyacá
Carlyle
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torrenciales, los arroyos, secos en verano, inundaban las sabanas, y los riachuelos
se habían transformado en ríos navegables. Durante siete días marcharon las
tropas con el agua a la cintura, sin abrigo, ni provisiones, pero con el fusil contra
el pecho. El 11 llegaron a Tame y se reunieron con Santander. De Tame a Pore
todo el camino era más un mar que un terreno sólido; el 22 llegaron al pie de los
gigantescos Andes, que parecían atrevesarse en su marcha como una barrera inac-
cesible. Los llaneros contemplaban con asombro aquellas cumbres, y se pasmaban
de que existiese un país tan diferente del suyo. A medida que subían crecía más su
sorpresa, porque lo que habían considerado por más elevada cima no era sino el
principio de otras más elevadas, desde cuyos picos divisaban todavía sierras azules
que parecían perderse en el firmamento. Hombres avezados en sus pampas a atra-
vesar a nado ríos caudalosos, a domar potros y vencer cuerpo a cuerpo al toro sal-
vaje, al cocodrilo, al tigre, desfallecían ahora ante el aspecto de esta naturaleza
extraña. Los caballos morían de frío y de fatiga, las acémilas que conducían el
parque se derrumbaban con su carga; llovía día y noche; unos se desertaban y
otros quedaban tendidos en los riscos.
«En semejantes alturas, la situación del ejército era realmente espantosa, narra
un oficial de la Legión británica; sobre sus cabezas se alzaban enormes bloques de
granito, y a sus pies se abrían insondables y voraces abismos. El silencio de esas
agrestes soledades no se ve turbado por rumor alguno, a excepción del grito del
cóndor y el monótono murmullo de los lejanos manantiales. Ocurre a menudo
que es preciso acostarse para evitar la impetuosa violencia del viento. El cielo,
constantemente de un azul obscuro, parece más cerca de nosotros que cuando lo
veíamos desde los valles; pero aunque el sol no esté velado pro ninguna nube, no
parece poseer calor alguno, y no da sino una luz pálida y enfermiza como la de la
luna llena.»
El mismo Bolívar describe así las penalidades de esa marcha: «Un mes entero
hemos marchado por las provincia de Casanare, superando nuevos obstáculos. La
aspereza de las montañas que hemos atravesado es increíble a quien no lo palpa.
Basta saber que, en cuatro marchas, hemos inutilizado casi todos los transportes
del parque, y hemos perdido todo el ganado que venía de repuestos. El rigor de la
estación ha contribuido también a hacer más pesado el camino; apenas hay día
que no llueva (2).»
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Los realistas, al tener noticia del suceso de Paya, creyeron que el ejército ene-
migo era la división de Casanare, pues no podían imaginar siquiera que Bolívar
hubiera trasmontado los Andes en aquellas circunstancias.
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la vista de los libertadores y les dieron todo cuanto poseían para equipar el ejército
que, alentado con tal generosidad, ardía en deseos de batirse. Al amanecer del 25
de julio, comenzaron los patriotas a pasar el río Sogamoso. Al mediodía, cuando
desfilaban por el Pantano Vargas, se presentó el enemigo, coronando las alturas del
frente. Ambos ejércitos se apercibieron para la batalla, que fue espantosamente
reñida, y cuando ya todo parecía inclinarse a favor de los españoles, una carga de
caballería dirigida por Rondón salvó el ejército republicano. Barreyro dijo en su
parte al virrey: «La desesperación (de los patriotas) les inspiraban un valor sin
ejemplo. Sus infanterías y caballerías salían de los barrancos, y luego trepaban con
furia las alturas que habían perdido. Nuestra infantería no podía resistirles. La
desesperación precipitaba a sus jefes y oficiales sobre nuestras bayonetas, y recibían
la muerte que merecían.»
Repuestas las tropas de Bolívar con los voluntarios y reclutas que llegaban al
campamento, tomó la ofensiva el 3 de agosto. El movimiento de Bolívar fue tan
atrevido, que desconcertó al contrario.
Al amanecer del 5 se vio, con gran sorpresa de Barreyro, que Tunja estaba en
poder del enemigo. Rápidamente marchó sobre esa plaza por el camino principal
de Paipa, y descansó, en la tarde, en el llano de La Paja, para continuar luego por
el páramo de Cómbita, llegando el 6 a legua y media de Tunja. Para el jefe realista
era menester a todo trance abrir sus comunicaciones con la capital e interponerse
entre Bolívar y Santa Fe, donde apenas había una escasa guarnición que no pasaba
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Tenía Barreyro tres mil hombres, pues se le había incorporado Loño con el 3º
de Numancia y tres piezas de artillería. Rotos los fuegos, la vanguardia realista fue
obligada a repasar el puente. Quiso el español intentar un movimiento sobre su
derecha, y no pudo lograrlo; entonces se estuvo a la defensiva, formado sobre una
altura, coronada por la artillería y con cuerpos de caballería a los costados. La acción
comenzó sobre el puente, atacado por Santander y defendido por Jiménez. A este
tiempo dos cuerpos marcharon sobre los realistas, y el del centro, despreciando los
fuegos del flanco izquierdo contrario, atacó el grupo principal. Rudo y corto fue el
combre, porque la caballería republicana encontró vado en la parte baja del río y
cayó sobre un flanco y la retaguardia de los españoles, empelada en la defensa del
puente. Perdió Barreyro la posición, pero intentó defenderse en cercana altura, no
pudiendo lograrlo porque parte de su caballería huyó cobardemente. En vano trató
otro cuerpo de jinetes de contener la derrota, pues fue completamente despedazado.
Jiménez flaqueó al ver perdida la batalla y trató de retirarse, dejando libre el puente.
Santander entró rápidamente, y con una carga por la izquierda consumó el desastre
del español. No era posible retirarse porque tres masas convergían sobre él y
Barreyro, y así todo el ejército español, con artillería municiones, caballería, etc., se
rindió. Dos mil republicanos batieron en Boyacá a tres mil realistas el 7 de agosto de
1819, ¡y Colombia fue libre para siempre!
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valles venezolanos vecinos del mar, que le eran hostiles, y encerrado así en sus últi-
mas defensas, la campaña que se emprendiese contra él sería decisiva. El doble
secreto estratégico de la guerra colombiana había sido descubierto por Bolívar. Uno
había sido ocupar los llanos, el otro atravesar los Andes y caer sobre el enemigo y
arrollarlo en sus fortificaciones del Nuevo Reino, que por su población, riqueza, fer-
tilidad de sus campos y patriotismo de sus habitantes, debía ser la base sólida de las
nuevas operaciones militares y la segura garantía del éxito final.
Así lo comprendió Morillo, cuando escribió al rey de España: «El éxito fatal
de Boyacá ha puesto a disposición de Bolívar todo el Reino y los inmensos recur-
sos de un país muy poblado, rico y abundante, de donde sacará cuanto necesite
para continuar la guerra en estas provincias (4).»
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aquellas provincias con respecto a éstas, y del conjunto de todas con respecto a la
América, debo enterar a S. M. de que por ahora necesita Venezuela más tropa de
la que puede sostener, y que siendo sus habitantes más guerreros que los de aquí,
que desean la independencia, este Virreinato será atacado y tomado por aquellos
si no se les contiene a tiempo sobre este lado (6).»
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XIV
Los caballos de Bolívar
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¿Quién que haya leído la Ilíada no recuerda, entre tantos otros pasajes subli-
mes o armoniosos, aquel del Canto XV y versos de 262 a 270 en que el grande
Homero compara al pujante Héctor con un potro fogoso?
¿Y quién que haya hojeado amorosamente la Biblia, libro que, según Byron,
después de los treinta años debe leerse todos los días, quién que haya saboreado ese
maravilloso Libro de Job, bello y elocuente entre todos los de la antigua Ley, no se
ha detenido a paladear, con amorosa delectación, aquellos versos, del 21 al 25, del
Canto XXXIX que dicen así, según la versión de don Francisco de Quevedo y
Villegas?:
«Cava sonora la tierra con las uñas; con atrevimiento se engríe; ostentoso, sale
a recibir las escuadras; no conoce el temor, y desprecia el resplandeciente concurso
de las espadas.
«Erizadas las crines, y atentas las orejas, anticipadamente percibe las señas de
la batalla, los movimientos de los reyes, la aclamación de los soldados (7).»
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«Entre las bocinas dice: ¡Ea! y desde lejos huele la batalla, el estruendo de
los príncipes y el clamor.»
«La tierra cava con el pie, arremete con brío, saldrá a los armados al
encuentro. Desprecia el temor y no se espanta ni se retrae de la espada. Sobre
él sonará el carcaj, hierro de lanza y escudo. Hervoroso y furibundo sorbe la
tierra, y no estima que voz de bocina. Cuando oye la trompa, dice: ¡Ha! ¡ha! y
de lueñe huele la batalla, el ruido de los capitanes y el estruendo de los solda-
dos (8).»
«Luego que oye la bocina, dice: ¡Ha! huele de lejos la batalla, la exhorta-
ción de los capitanes, y la algazara del ejército.»
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Huelga decir que prefiero el alto relieve griego pero más natural, puro y her-
moso, y porque en él, al aparearlo con el pasaje judío, se destaca más admirable-
mente la incomparable y divina simplicidad y grandeza antiguas.
Bolívar fue admirable jinete y apasionado por los caballos desde su juventud,
al revés de Napoleón, que nunca fue buen caballero, y él mismo lo confesaba,
aunque amaba mucho sus caballos, cuyos nombres son bien conocidos: le Styrie, le
Timide, le Conquérant, le Soliman, l’Euphrate.
Para hacer con más comodidad sus viajes —escribe el historiador Restrepo—
tenía Bolívar excelentes mulas y caballos de silla; sobre todo cuando regresó del
Perú a Colombia trajo una recua de mulas soberbias por su hermosura y valentía
para viajar en nuestras montañas. Algunas de ellas le acompañaban desde Bolivia.
Pocos ejemplares habrá de caballerías que hayan pasado así a lo largo de la mayor
parte de la cordillera de los Andes (9).
No se encariñaba, sin embargo, con sus nobles corceles, y con la facilidad con
que los adquiría los regalaba a sus amigos. El 7 de mayo de 1827, hallándose en
Caracas, obsequió su caballo de batalla a Sir Alejandro Cockburn, ministro pleni-
potenciario de Inglaterra, enviado expresamente por el Gobierno británico a feli-
citarlo, y con quien hizo el viaje de regreso de Caracas a Cartagena (5 a 9 de julio).
«Me faltan palabras, dice Sir Cockburn al avistarle recibo del regalo, para atesti-
guar todo mi reconocimiento por el soberbio presente que S. E. se ha dignado
hacerme. El hermoso caballo de batalla que ha llevado al ilustre Libertador de
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Este gusto por los buenos caballos acompañó al Libertador hasta el ocaso de
su vida.
De acero tuvo que ser la constitución de aquel hombre sin par, que atravesó
tantas veces, a lomo de mula, nuestros llanos y montañas hasta los confines de
América, y efectivamente, cuando el médico francés, doctor Reverand, hizo en
Santa Marta la autopsia del cadáver de Bolívar, halló que sus posaderas eran dos
pedernales, ¡callos sagrados de veinte años de esfuerzos y fatigas por la libertad y
la patria!
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—Señor, porque podía abortar, y mi mujer ha soñado que ese potro... ese
potro... va a servir para un gran general, y sepa usted que a mi mujer nunca le
fallan los sueños. Cuando la señora Casilda lo dice, todo se cumple. En la villa la
llaman el Oráculo, aunque el cura la titula la Agorera.
Bolívar calló. Pocas horas después llegó a la ciudad, donde se le recibió con
muestras de grande aprecio, de lo cual el guía quedó aturdido. Pero fue mayor su
sorpresa cuando el Libertador, al despedirlo, le dijo sonriendo:
En la acción del Pantano de Vargas, envuelto Bolívar por los realistas, sufría
su ejército un fuego horroroso, pues se le había encerrado en una profundidad, sin
más salida que un estrecho desfiladero. Su destrucción parecía inevitable.
En tales circunstancias, los jefes del ejército rodearon al héroe, que, reconcen-
trado por un momento para resolver entre tirar por el desfiladero o atacar las altu-
ras, oye una voz que le despierta como de un sueño:
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XV
La entrevista de Santa Ana
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Con tales medidas don Fernando, el séptimo y último, o los que lo aconseja-
ban, se forjaban la ilusión de poder apaciguar del todo sus lejanas colinas, sin
advertir que no había pasado nada, sino diez años de feroz guerra a muerte, cuya
sangre caliente humeaba aún en las pampas venezolanas, y olvidando que después
de una revolución, por incruenta que sea, las cosas no vuelven a tomar el nivel de
antes, lo que fue siempre error fatal de los Borbones, por lo cual se ha repetido
tanto que nunca perdonan ni olvidan.
Refiere en sus Recuerdos el terrible amigo de Boves, José Domingo Díaz, que
cuando Morillo leyó las instrucciones de su gobierno sobre tratados con los insur-
gentes, exclamó indignado: «Están locos; ignorante lo que mandan; no conocen
el país, ni los enemigos, ni los acontecimientos, ni las circunstancias; quieren que
pase por la humillación de entrar en estas comunicaciones. Entraré, porque mi
profesión es la subordinación, y la obediencia (12).» Los jefes realistas, no obstante
que muchas veces habían mordido el polvo, aun creían que con los republicanos
de América no se podía tratar de igual a igual. Morillo, sin embargo, reprimió su
arrogancia natural, y desde el mismo mes de junio empezó a dirigirse, en términos
conciliadores, a los jefes patriotas, proponiéndoles la suspensión de hostilidades.
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mismo lugar en que se abrazaron por primera vez los generales, y ellos mismos
colocaron la primera piedra con un juramento solemne (13).» La Torre, el más
hidalgo de los jefes peninsulares en la guerra de América, devolvió a Bolívar unas
pistolas magníficas perdidas por este en la sorpresa de Cosacoima.
«No hay momento, le decía Bolívar, que nos recuerde alguna idea, alguna sensa-
ción agradable, originada de nuestra entrevista. Yo me doy la enhorabuena por haber
conocido hombres tan acreedores a un justo aprecio, y que a través de los peligros de
la guerra no podíamos ver sino cubiertos de las sombras del horror...
«Mi estimado Pino: Acabo de llegar al pueblo de Santa Ana, donde pasé ayer
uno de los días más alegres de mi vida, en compañía del general Bolívar y de varios
oficiales de su Estado Mayor, a quienes abrazamos con el mayor cariño. Todos
estuvieron contentos; comimos juntos, y el entusiasmo y la fraternidad no pudie-
ron ser mayores. Bolívar vino solo con sus oficiales, entregado a la buena fe y a la
amistad, y yo hice retirar inmediatamente una pequeña escolta que me acompa-
ñaba, no puede usted ni nadie persuadirse de lo interesante que fue esta entrevista,
ni de la cordialidad y amor que reinó en ella. Todos hicimos locuras de contento,
pareciéndonos un seño el vernos allí reunidos como españoles, hermanos y
amigos. Crea usted que la franqueza y sinceridad reinaron en esta unión. Bolívar
estaba exaltado de alegría; nos abrazamos un millón de veces y determinamos
erigir un monumento para eterna memoria del principio de nuestra reconciliación
en el sitio en que nos dimos el primer abrazo Morillo...»
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Hoy día existe en aquel sitio memorable un monumento sobre el cual reposa
la piedra histórica que aquellos hidalgos adversarios colocaron con sus propias
manos, en recuerdo de su primer abrazo, y en una de las plazas de Caracas se ven,
el letras de oro, grabadas sobre una lápida de mármol, estos versos de Alejandro
Carias, malogrado poeta caraqueño, escritos en el día del centenario de Venezuela,
en 1911, y a quien se los oí declamar ante el brazo renovado por los últimos des-
cendientes de aquellos héroes: don Aníbal Morillo y Pérez, conde de Cartagena y
marqués de La Puerta, y don Juan Vicente Camacho, último vástago de los
Bolívar de Caracas:
Laude
En 1826, el librero francés P. Dufart publicó en París un libro con este título:
Mémoires du général Morillo, el cual contiene diversos documentos relativos a las
compañas del Pacificador en América.
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publicada por un biógrafo, Diego Banario Arana (14). Parece que fue Wéllington
quien, en 1814, le recomendó al rey de España para que viniera a pacificar las
colonias insurrectas, probablemente para deshacerse de un elemento corruptor en
el ejército, que ordenaba el saqueo en las aldeas francesas que ocupaba (15).
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XVI
El Negro Primero
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Páez, el terror de los Llanos, el épico lancero, lo dijo con una frase heroica:
«¡Porque Bolívar era muy grande!»
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Y porque ellos eran como esos curtidos soldados de la vieja guardia, inmorta-
lizados por Raffet, bajo el Imperio de Napoleón: «Ils grognaient, mais le suivaient.»
«Entre todos los que murieron en Carabobo, al que con más cariño recuerdo
es a Camejo, conocido con el nombre de Negro Primero, y esclavo un tiempo.
Cuando yo bajé a Achaguas, después de la batalla del Yagual, se me presentó este
negro, que mis soldados de Apure me aconsejaron incorporase al ejército, pues les
constaba que era hombre de gran valor, y sobre todo muy buena lanza. Su robusta
constitución me lo recomendaba mucho, y a poco de hablar con él, advertir que
poseía la candidez del hombre en su estado primitivo, y uno de esos caracteres
simpáticos que se atraen bien pronto el afecto de los que los tratan. Había sido
esclavo de un propietario de Apure, quien lo había puesto al servicio del rey
porque su carácter le inspiraba algunos temores.
«Después de la acción de Araure quedó tan disgustado del servicio militar que
se fue al Apure, y allí permaneció oculto hasta que vino a presentárseme. Admitile
en mis filas, y tales pruebas de valor dio a mi lado, en todos los reñidos encuentros
que tuvimos con los españoles, que sus mismos compañeros le dieron el nombre
de Negro Primero. Estos se divertían mucho con él, y sus chistes naturales mante-
nían la alegría de sus compañeros, que siempre lo rodeaban.
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«— Señor, la codicia.
«—Yo había notado —continuó el negro— que todos iban a la guerra sin
camisa y volvían después uniformados y con dinero en el bolsillo. Yo quise ir tam-
bién a buscar fortuna, y más que todo a conseguir tres aperos de plata, uno para el
negro Mendola, otra para Juan Rafael y otro para mí. La primera batalla que tuvi-
mos con los patriotas fue la de Araure: ellos tenían mil hombres y nosotros tenía-
mos mucha más gente, y yo gritaba que me diesen cualquier arma con que pelear
porque estaba seguro de que venceríamos. Cuando creí que había terminado el
combate me apeé de mi caballo y fui a quitarle una casaca muy bonita a un blanco
que estaba tendido y muerto en el suelo. En ese momento vino el comandante gri-
tando: «¡A caballo!» ¿Cómo es eso —dije yo— pues no se acabó la guerra?
«— Acabarse, nada de eso. (Venía tanta gente que parecía una zamurada.)
«— Dicen —le interrumpió Bolívar— que allí mataba usted las vacas ajenas.
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abrían a los patriotas que morían en el campo, pero que se cerraban ante los
que morían huyendo del enemigo.
«El día del combate cayó herido mortalmente a los primeros tiros (21).»
He aquí cómo describe don Eduardo Blanco, edecán de Paéz, e ilustre autor
de Venezuela heroica, la muerte de Negro Primero:
«El caballo de aquel intrépido soldado galopaba sin concierto hacia el lugar
donde se encuentra Páez, pierde en breve la carrera, toma el trote y después paso a
paso, las riendas sueltas sobre el vencido cuerpo, la cabeza abatida y la abierta nariz
rozando el suelo que se enrojece a su contacto, avanza sacudiendo su pesado
jinete, que parece sostenerse automáticamente sobre la silla. Sin ocultar el asom-
bro que le causa aquella inesperada retirada, Páez le sale al encuentro, y apostro-
fando con dureza a su antiguo émulo en bravura, en cien reñidas lides, le grita
amenazándole con un gesto terrible: —¿Tienes miedo? ¿No quedan ya enemi-
gos?... ¡Vuelve y hazte matar!... Al oír aquella voz que resuena irritada, caballo y
jinete se detienen: el primero, que ya no puede dar un paso más, dobla las piernas
como para abatirse; el segundo abre los ojos que resplandecen como ascuas y se
yergue en la silla; luego arroja por tierra la poderosa lanza, rompe con ambas
manos el sangriento dormán, y poniendo a descubierto el pecho desnudo donde
sangran copiosamente dos heridas profundas, exclama balbuciente: —¡Mi gene-
ral! ... vengo a decirle adiós... porque estoy muerto... Y caballo y jinete ruedan sin
vida sobre el revuelto polo, a tiempo que la nube se rasga y deja ver nuestros lla-
neros vencedores lanceando por la espalda a los escuadrones españoles que huyen
despavoridos.
«Páez dirige una mirada llena de amargura al fiel amigo, inseparable compa-
ñero de todos sus pasados peligros, y, a la cabeza de algunos cuerpos de jinetes,
corre a vengar la muerte de aquel bravo soldado, y aquella violenta acometida
decide la batalla (22).»
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XVII
Bolívar en el Chimborazo
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Aunque O’Leary no lo dice, ni ningún otro historiador que yo sepa, sin duda
fue en esta ocasión cuando Bolívar escaló la más lata y hermosa cumbre andina y
escribió aquel Delirio sobre el Chimborazo, digno de él, que siempre quiso unir su
nombre al de los grandes monumentos de la Naturaleza, o al de las ruinas de la
clásica antigüedad (2). En el Cuzco, que puede llamarse la Roma de la América,
visita los maravillosos despojos de su vieja civilización: el Templo del Sol, los restos
de palacios, de fortificaciones, de acueductos; las casas de campo de los Incas, con
sus baños y jardines; las ruinas de Ollantaytambo; el lago y la isla de Titicaca cuna
de Manco-Cápac, fundador del Imperio Inca, y la Meca de los antiguos peruanos;
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al propio tiempo su historia sobre los lugares mismos que de ella fueron teatro, y
aprende sus fábulas heroicas. Bolívar, meditabundo, contemplaba con profunda
emoción aquellas ruinas que había hecho la avaricia.
En el Cuzco, capital del antiguo imperio del Perú, edificada por Manco-
Cápac, hijo del Sol, encontró el general Sucre el real estandarte que trajo
Pizarro en 1533, los pendones del Alto Perú y algunas banderas del ejército
español.
El Libertador fue recibido a las puertas del antiguo Templo del Sol, como
antes lo había sido Sucre. Era este templo tan suntuoso en metales y piedras pre-
ciosas que fue llamado Plaza de oro (Cori-Cancha). La entrada daba al oriente; su
suelo, sus muros y puertas estaban forrados de planchas y clavos de oro. Un sol de
oro puro resplandecía en el fondo del templo circuído de turquesas y esmeraldas.
Al pie del altar estaban las momias de los Incas, sentadas en sillas de oro. Enfrente
se veían grandes copas de plata, destinadas a las ofrendas; tinajas y jarras, también
de plata, guarnecidas de piedras preciosas. Jardines vastísimos rodeaban el templo,
adornados de magníficas fuentes que sombreaban frondosos árboles. Las vírgenes
del Sol vivían en palacios cerca del templo: ocupábanse en hilar la lana de las vicu-
ñas y tejerla para las colgaduras del santuario; preparaban el pan y el vino para las
grandes fiestas y guardaban el fuego sagrado que el sumo sacerdote encendía todos
los años en la fiesta del Sol.
Un día de diciembre del año de 1829, en ruta para el norte, divisa, al caer de
la tarde, desde la más alta cima del Quindio, o Cordillera Central, el espléndido y
armonioso Valle del Cauca, semejante, en su configuración, a la caja de una guita-
rra, cuyo encordado de plata es el río que da su nombre al Valle, y Bolívar, fuera
de sí, pasmado ante tanta belleza, exclama: ¡Oh, sí! ¡Ni los campos de la Toscana! ¡Este
Valle es el jardín de la América!
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XVIII
El Delirio
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Yo venía envuelto con el manto del iris, desde donde paga su tributo el cau-
daloso Orinoco al dios de las aguas. Había visitado las encantadas fuentes amazó-
nicas, y quise subir al atalaya del universo. Busqué las huellas de La Condamine y
Humboldt: seguilas audaz; nada me detuvo; llegué a la región glacial; el éter sofo-
caba mi aliento. Ninguna planta humana había hollado la corona diamantina que
puso la mano del Eterno sobre las sienes excelsas del dominador de los Andes. Yo
me dije: este manto de iris, que me ha servido de estandarte, ha recorrido, en mis
manos, regiones infernales, surcado los ríos y los mares y subido sobre los hom-
bros de los Andes; la tierra se ha allanado a los pies de Colombia, y el Tiempo no
ha podido detener la marcha de la Libertad. Belona ha sido humillada por el res-
plandor del iris, ¿y no podré yo trepar sobre los cabellos canos del gigante de la
tierra? ¡Sí podré! Y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí,
que me parecía divino, dejé atrás las huellas de Humboldt empañando los crista-
les eternos que circuyen el Chimborazo. Llegó, como impulsado por el genio que
me animaba, y desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento; tenía a
mis pies los umbrales del abismo.
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mis ojos? Todo es menos que un punto en presencia del Infinito, que es de mi
hermano.
El fantasma desapareció.
Absorto, yerto, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso
diamante que me servía de lecho. Al fin, la tremenda voz de Colombia me llama;
¡resucito! me incorporo, abro con mis propias manos los pesados párpados, vuelvo
a ser hombre, y escribo mi delirio.
Al leer este admirable delirio romántico, que recuerda a René, uno piensa
como Olmedo, que si Bolívar se hubiera aplicado a hacer versos, su prodigiosa
imaginación habría excedido a Píndaro y a Ossián. También sus enemigos le reco-
nocieron esta excelsa vocación: «Bolívar dedicado a cultivar la literatura —dice el
terrible Arganil—, hubiera podido destronar a todos los oradores y poetas de su
tiempo, y, tal vez, volcar los tronos de los reyes con sus cantos (1).»
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XIX
La entrevista de Guayaquil
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I
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En la ciudad, las tropas forman calle de honor en toda la extensión del male-
cón, y la Municipalidad, acompañada de la saltas corporaciones públicas y del
clero y de los ciudadanos ilustres, espera al ilustre huésped en la monumental por-
tada del muelle. El alcalde le da la bienvenida. El Libertador se descubre, lo escu-
cha y contesta con aquella espontánea elocuencia que le era habitual. Al terminar,
los tres castillos del fuerte disparan veintiún cañonazos cada uno, siguiendo a ellos
las fragatas Protector y La Venganza y la corbeta Alejandro, mientras ensordecen
los aires los repiques de todos los templos de la ciudad, las músicas militares y las
aclamaciones del pueblo.
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«La estatura de Bolívar nos pareció de cinco pies o poco menos. En aquella
ocasión vestía su uniforme de gala, casaca de paño azul, toda bordada de oro, con
entorchados y charreteras de general; rica espada con tahalí dorado, pantalón muy
ancho de paño grana, con franja también dorada, grandes botas de montar con
espuelas, sombrero elástico, muy alto, festoneado de franja de oro por la orilla
exterior y orlado de plumas blancas por dentro, y un penacho de plumas de colo-
res diferentes, formando la bandera (azul, amarillo y encarnado). Una banda de
seda igualmente tricolor, con bellotas y galón de oro, le cruzaba el pecho a cuyo
lado izquierdo —que la banda dejaba libre— llevaba tres condecoraciones.
«El aspecto de Bolívar era poco simpático; generalmente bajaba la vista y tenía un
seño que le diferenciaba en mucho de la atractiva popularidad de San Martín (1).»
El 25 de julio, catorce días después del arribo de Bolívar, llegó San Martín a
Guayaquil, cumpliendo un anhelo de su corazón tiempo atrás expresado en su
Decreto de 12 de enero de aquel año, por el cual encargó del mando supremo del
Perú al conde de Torre Tagle: «La causa del Continente americano me lleva a rea-
lizar un designio que halaga mis más caras esperanzas. Voy a encontrar en
Guayaquil al Libertador de Colombia. Los intereses generales del Perú y de
Colombia, la enérgica terminación de la guerra que sostenemos y la estabilidad del
destino a que con rapidez se acerca la América, hacen nuestra entrevista necesaria,
ya que el orden de los acontecimientos nos ha constituido en alto grado responsa-
bles del éxito de esta sublime empresa.» El Protector no tuvo entonces la suerte de
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«Fue muy agradable, refiere un testigo, la impresión que nos hizo la casa del
cabildo por la brillantez del adorno de los salones, la espléndida iluminación, la
hermosura y elegancia de las damas guayaquileñas.»
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«Los resultados de nuestra entrevista no han sido los que me prometía para la
pronta terminación de la guerra. Desgraciadamente yo estoy íntimamente con-
vencido, o que no ha creído sincero mi ofrecimiento de servir bajo sus órdenes con
las fuerzas de mi mando, o que mi persona le es embarazosa. Las razones que usted
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«No se haga usted ilusión, general. Las noticias que tiene de las fuerzas realistas
son equivocadas; ellas montan en el Alto y Bajo Perú a más de 19.000 veteranos, que
pueden unirse en el espacio de dos meses. El ejército patriota, diezmado por las
enfermedades, no podrá poner en línea de batalla sino 8.500 hombres, y de éstos,
una gran parte reclutas. La división del general Santa Cruz (cuyas bajas, según
escribe este general, no han sido reemplazadas a pesar de sus reclamaciones) en su
dilatada marcha por la tierra, debe experimentar una pérdida considerable y nada
podría emprender en la presente campaña. La división de 1.400 colombianos que
usted envía será necesaria para mantener la guarnición del Callao y el orden en
Lima. Por consiguiente, sin el apoyo del ejército de su mando, la operación que se
prepara por puertos intermedios no podrá conseguir las ventajas que debían espe-
rarse, si fuerzas poderosas no llaman la atención del enemigo por otra parte, y así la
lucha se prolongará por un tiempo indefinido. Digo indefinido, porque estoy ínti-
mamente convencido que sean cuales fueren las vicisitudes de la presente guerra, la
independencia de la América es irrevocable; podrían prevalecerse para perjudicarla,
y los intrigantes y ambiciosos para soplar la discordia.
«Con estos sentimientos y con los de desearle únicamente sea usted quien
tenga la gloria de terminar la guerra de la independencia de la América del Sur, se
repite su afectísimo servidor (5).»
Destruidas por San Martín, como lo veremos más adelante, ciertas cartas de
Bolívar, la que se acaba de leer tiene valor decisivo para juzgar la entrevista de
Guayaquil.
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II
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Más tarde, San Martín hizo al marino francés Lafond de Lurcy este retrato de
Bolívar: «Los signos característicos del general Bolívar eran un orgullo muy acen-
tuado, poco en armonía con su costumbre de no mirar nunca de frente a la per-
sona que le hablaba, a menos que no fuese muy inferior a él, y su falta de
franqueza, lo que pude observar durante las conferencias que celebré con él en
Guayaquil, en las que jamás contestó a mis proposiciones de un modo concreto
sino con evasivas. El tono que empleaba para habar a sus generales era extremada-
mente altanero y antipático. Observé, y él mismo me lo dijo, que su confianza la
depositaba, antes que nadie, en los generales ingleses que tenía en su ejército. No
obstante, sus modales eran distinguidos y revelaban haber recibido una esmerada
educación; y, aunque en ocasiones su lenguaje fuera algo grosero, me pareció que
lo empleaba, deliberadamente, para darse un aire más militar. A los individuos de
tropa les permitía más libertades de las que prescribía la ordenanza, y en cambio a
los jefes y oficiales los trataba de un modo humillante.
«En cuanto a los hechos militares de este general, puede asegurarse que es el
hombre más eminente que ha producido la América del Sur; pero lo que más
caracterizaba el alma grande de este hombre extraordinario, era una constancia a
toda prueba en los diferentes contrastes que sufrió en tan dilatada como penosa
guerra en el espacio de trece años. En conclusión, puede asegurarse que una gran
parte de la América del Sur debe a los esfuerzos del general Bolívar su actual inde-
pendencia (6).»
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Pichincha, se había aumentado con sus prisioneros, y contaba con 3.600 bayone-
tas; pero mis esperanzas fueron burladas al ver que en mi primera conferencia con
el Libertador me declaró que haciendo todos los esfuerzos posibles, sólo podría
desprenderse de tres batallones con la fuerza total de 1.070 plazas. Estos auxilios
no me parecieron suficientes para terminar la guerra, pues estaba convencido de
que el buen éxito de ella no podía esperarse sin la activa y eficaz cooperación de
todas las fuerzas de Colombia, así es que mi resolución fue tomada en el acto, cre-
yendo de mi deber el último sacrificio en beneficio del país. Al siguiente día, y a
presencia del vicealmirante Blanco, dije al libertador que habiendo dejado convo-
cado el Congreso para el próximo mes, el día de su instalación sería el último de
mi permanencia en el Perú, añadiéndole «ahora le queda a usted, general, un
nuevo campo de gloria en el que va usted a poner el último sello a la libertad de la
América». (Yo autorizo y ruego a usted escriba al general Blanco a fin de rectificar
este hecho.) A las dos de la mañana del siguiente día me embarqué, habiéndome
acompañado Bolívar hasta el bote, y entregándome su retrato como una memoria
de lo sincero de su amistad.
«Mi estadía en Guayaquil no fue más que de cuarenta horas, tiempo sufi-
ciente para el objeto que llevaba (7).»
Ahora, ¿sobre qué asuntos rodó la conversación entre Bolívar y San Martín en
las conferencias secretas de julio de 1822 en Guayaquil? He aquí la interrogación
inquietante que durante casi un siglo han venido haciéndose los historiadores de
América sin ponerse de acuerdo y obedeciendo sólo a sus naturales predilecciones
de nacionalidad. Bien que, sea dicha y verdad, no anduvieron desacertados los que
en Colombia y Venezuela, rastreando las ideas y los sentimientos del Libertador se
aventuraron a contestar, sin pruebas, es cierto, pero sí con ilustrada buena fe, el
trascendental interrogatorio, y precisamente a tiempo que don Bartolomé Mitre,
apologista argentino de San Martín, tocaba casi en el absurdo al tratar de penetrar
el misterio de aquellas conferencias.
Hoy el misterio no existe y el secreto dejó de serlo para todos los que aman la
historia. Dos documentos oficiales, auténticos, acordes con las fragmentarias reve-
laciones ya conocidas y hechas honradamente por el Protector, documentos cón-
sonos, además, entre sí, inapelables, rotundos, han venido a hacer luz meridiana
en uno de los sucesos más rodeados se sombras hasta ahora y más trascendentales
de la historia de América. Ninguna duda es posible ya, la discusión ha terminado.
La verdad, salvada en los signos de dos manuscritos amarillentos que han dormido
durante casi un siglo el sueño purificador de los archivos reservados, tienen la
palabra para decirnos de qué trataron aquellos dos grandes hombres en aquella
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hora solemne de la emancipación del Nuevo Mundo, tan solemne que ellos
mismos consideraron que sus palabras no debían traspasar ni los muros del salón
donde se reunieron en Guayaquil, y cuyas puertas cerraron tras de sí. La verdad
histórica, desinteresada, augusta y grave, como voz de ultratumba, es, pues, la que
va a hacerse oír, y nadie osaría interrumpirla porque su virtud esencial consiste en
imperar sobre el error y las pasiones humanas.
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espíritu del Protector sea de este carácter, aunque tampoco le parece que estudiaba
mucho sus discursos y modales.
«3.a El Protector se quejó altamente del mando y sobre todo se quejó de sus
compañeros de armas que últimamente lo habían abandonado en Lima. Aseguró
que iba a retirarse a Mendoza: que había dejado un pliego cerrado (8) para que lo
presentasen al Congreso renunciando el Protectorado; que también renunciaría la
reelección que contaba se haría en él; que luego obtuviera el primer triunfo se reti-
raría del mando militar sin esperar a ver el término de la guerra; pero añadió que
antes de retirarse dejaría bien establecidas las bases del Gobierno; que éste no
debía ser demócrata en el Perú porque no convenía, y, últimamente, que debería
venir de Europa un príncipe aislado y solo a mandar aquel Estado. Su Excelencia con-
testó que no convenía a la América ni tampoco a Colombia la introducción de prín-
cipes europeos, porque eran partes heterogéneas a nuestra masa; que Su Excelencia se
opondría por su parte si pudiere; pero que no se opondrá a la forma de gobierno que
quiera darse cada Estado; añadiendo sobre este particular Su Excelencia todo lo que
piensa con respecto a la naturaleza de los Gobiernos, refiriéndose en todo a su dis-
curso al Congreso de Angostura. El Protector replicó que la venida del príncipe sería
para después, y Su Excelencia repuso que nunca convenía que viniesen tales prínci-
pes; que Su Excelencia habría preferido invitar al general Iturbide a que se coronase
con tal que no viniesen Borbones, Austriacos ni otra dinastía europea. El Protector
dijo que en el Perú había un gran partido de abogados que querían República y se
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quejó amargamente del carácter de los letrados. Es de presumirse que el designio que
se tiene es erigir ahora la monarquía sobre el principio de darle la corona a un prín-
cipe europeo, con el fin, sin duda, de ocupar después el trono el que tenga más
popularidad en el país, o más fuerzas de qué disponer. Si los discursos del Protector
son sinceros, ninguno está más lejos de ocupar tal trono. Parece muy convencido de
los inconvenientes del mando.
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enviar, tan pronto como fuera posible, al señor Rivadeneyra, que se dice amigo de
Su Excelencia el Libertador, por parte del Perú, con las instrucciones y poderes
suficientes, y aun ofreció a Su Excelencia interponer sus buenos oficios y todo su
influjo para con el Gobierno de Chile a fin de que hiciese otro tanto por su parte;
ofreciendo también hacerlo todo con la mayor brevedad a fin de que se reúnan
oportunamente estos diputados en Bogotá con los nuestros.
«El Protector ha dicho a Su Excelencia que pida al Perú todo lo que guste,
que él no hará más que decir sí, sí, sí, a todo, y que él espera que se haga en
Colombia otro tanto. La oferta de sus servicios y amistad es ilimitada manifes-
tando una satisfacción y una franqueza que parecen sinceras.
«Estas son, señor secretario, poco más o menos, las especies más notables que
han ocurrido en las diferentes sesiones de Su Excelencia el Libertador con el
Protector del Perú y aun he procurado valerme de las mismas expresiones que han
usado uno y otro. Yo creo que han obrado franca y cordialmente.»
Este es el documento Aquiles que puso fin a las controversias que durante
mucho tiempo se suscitaron en toda la América hispana sobre lo que antes se lla-
maba el secreto o el misterio de la entrevista de Guayaquil. Cuando se publicó por pri-
mera vez, la prensa de Buenos Aires pidió que se reprodujera en facsímile, y así lo
hizo el entonces jefe del Archivo diplomático, autor de este ensayo, junto con
otros documentos relacionados con el Protocolo Pedemonte-Mosquera.
La nota del secretario general del Libertador brilla por su sencillez y natura-
lidad, como que fue redactada cuando aun no se habían enfriado las impresiones
de tan grande hecho; y acorde con el fondo es su estilo familiar y confidencial,
prendas seguras ambas de su sinceridad e irrebatible verdad.
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«Antes de ayer por la noche partió de aquí el general San Martín, después
de una visita de treinta y seis a cuarenta horas, que no se puede llamar visita pro-
piamente porque no hemos hechos más que abrazarnos, conversar y despedir-
nos. Yo creo que él ha venido para asegurarse de nuestra amistad, para apoyarse
en ella con respecto a sus enemigos internos y externos.
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«... Antes que se me olvide, diré a usted que el general San Martín me dijo algu-
nas horas antes de embarcarse que los abogados de Quito querían formar un Estado
independiente de Colombia con estas provincias; yo le repuse que estaba satisfecho
del espíritu de los quiteños y que no tenía el menor temor; me replicó que él me avi-
saba aquello para que tomara mis medidas, insistiendo mucho sobre la necesidad de
sujetar a los letrados y de apagar el espíritu de insurrección de los pueblos. Esto lo
hacía con mucha cordialidad, si he de dar crédito a las apariencias...»
«... Yo le dije al general San Martín que debíamos hacer la paz a toda costa
con tal que consiguiésemos la independencia, la integridad del territorio y evacua-
ción de las tropas españolas de cualquier punto de nuestro territorio; que las
demás condiciones se podrían reformar después con el tiempo o con las circuns-
tancias. Él convino en ellos, y lo aviso para inteligencia de usted. La noticia sobre
los quiteños y esta otra no las comprendía mi Memoria, porque me parecieron
muy graves para que pasasen por las manos de los dependientes y secretarios; bien
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que el mismo sentimiento tengo con respecto a otros a pesar de nuestra conversa-
ción, que el señor Pérez ha confiado a esos muchachos de la Secretaría...»
«Hoy he visto una carta del general Santa Cruz al coronel Heres, en que le
dice desde Piza que marchaba para Lima, aunque con poco gusto suyo porque las
cosas allí no ofrecen ni seguridad ni tranquilidad. Que el Protector había hablado
personalmente con él y hacía elogios de su compañero, hablando de mí. Que
Monteagudo fue preso por ladrón y agente de la intriga por la monarquía, que se
detesta en el Perú; se extiende a decir, añade, que también ha sido comprendido el
ministro de Haciendo y el director de Marina y que Torre-Tagle ha favorecido esta
declaración popular. Esta carta es anterior a la primera y así debe usted juzgar del
valor respectivo de las expresiones. Yo creo que el general San Martín ha tomado
el freno con los dientes y piensa lograr su empresa, como Iturbide la suya; es decir,
por la fuerza, y así tendremos dos reinos a los flancos, que acabarán probable-
mente mal como han empezado mal. Lo que yo deseo es que ni uno ni otro pier-
dan su tierra por estar pensando en tronos.
«Se dice que el general San Martín fue recibido en Lima con interés y
aplauso; pero esto no es extraño por mil razones, aunque realmente él no sea
popular en aquel país, como se vio en Guayaquil, donde fue bien recibido por el
pueblo de dientes para fuera (11)...»
El general Miller, quien fue leal y fiel a San Martín en vida y más allá de la
tumba, nos dice en sus Memorias ya citadas: «Con respecto a sus miras políticas,
San Martín consideraba la forma de gobierno monárquico-constitucional el más
adecuado para la América del Sur...»
El general Francisco Antonio Pinto, que fue uno de los chilenos más ilustres
que acompañaron a San Martín al Perú, escribió también: «En el día no es un
secreto lo ocurrido en la entrevista (de Guayaquil). Había preferido el general San
Martín para la organización política del Perú el régimen de una monarquía cons-
titucional...» «Para que le coadyuvara Bolívar o no hiciera oposición a este plan se
encaminó a Guayana tan luego como supo su llegada a ese pueblo (12).»
Los documentos que acaban de leerse, además de hacer luz meridiana res-
pecto de las célebres conferencias de Guayaquil, vienen a confirmar la relación que
el general Tomás C. Mosquera, edecán de Bolívar en aquellos días, hizo desde el
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«Y para finalizar, le manifestó (Bolívar a San Martín) que el placer que había
tenido de verle se le acibaraba, porque había recibido una carta de Lima, del
teniente coronel Juan Martínez Gómez, secretario de la Legación de Colombia, en
que le anunciaba una revolución que estallaría en Lima contra el Protector, por los
mismos jefes del ejército que él mandaba, y que no estaban de acuerdo con sus
principios políticos, prueba irrefragable de lo que acababa de decirle.
«El general San Martín leyó la carta que le dio el Libertador, tomó nota de
ella, y le dijo: “Si esto tiene lugar, he concluido mi vida pública, dejaré el suelo de
mi patria, me marcharé a Europa a pasar el resto de mi vida en el retiro, y ojalá que
antes de cerrar los ojos pueda yo celebrar el triunfo de los principios republicanos
que usted defiende. El tiempo y los acontecimientos dirán cuál de los dos ha visto
con más exactitud el futuro.»
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Pero Bolívar no sólo disintió de San Martín respecto de sus planes de substi-
tuir con monarquías independientes el régimen de la monarquía colonial, sino
que protestó contra ellos, y en tales términos, que treinta años más tarde inspira-
ban al segundo esta dolorosa queja, recogida y consagrada en la historia por su hijo
político el señor Balcarce: «Bolívar me trató con grosería.»
Esa dolorosa queja que está, además, confirmada por el amargo silencio que
siempre guardó San Martín, aun en medio de sus íntimos, cuando quiera que
rodaba la conversación sobre aquella entrevista. Tal hecho lo certifica Sarmiento,
y Mitre escribe: «San Martín, como vencido, quedó mortificado, y era un asunto
de que no le era grato hablar (15).» Había algo, sin duda, en aquel recuerdo que
hería lo más delicado de su amor propio y de su vanidad caduca, y para que se vea
que son los documentos inapelables los que lo acusan a través de los tiempos,
oigase esta confesión de su amigo y confidente y apologista, el gran argentino, de
venerable memoria, don Domingo F. Sarmiento: «Entre sus papeles (de San
Martín) existe una carta de Bolívar que han visto algunos americanos entre otros
don Manuel Guerrico. Como yo me empeñase en verla y comprendiese San
Martín que quería hacer uso de ella en complemento de la suya a Bolívar que
había publicado el almirante Blanc, la carta se empapeló y no pude verla (16). »
Preciosa confesión que ratifica Mitre cuando dice: «No hemos encontrado
entre los papeles dejados por San Martín las cartas de Bolívar a que hace referen-
cia (en carta a Guido, de 18 de diciembre de 1826, subscripta en Bruselas), entre
las cuales debía hallarse la contestación a su carta relativa a conferencia de
Guayaquil, que derramaría tal vez más luz sobre el asunto (17).»
No queda, pues, duda alguna de que San Martín destruyó esa y otras cartas
que Bolívar le dirigió después de la entrevista de Guayaquil, y lo más curioso es que
las copias de esas cartas tampoco aparecen entre los documentos que publicaron
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Y así como San Martín destruyó esas cartas, que, sin duda, no le hacían
honor, así también se empeñó siempre, después de su voluntaria expatriación de
América, en negar enérgicamente que hubiera pensado siquiera en la convenien-
cia de establecer la monarquía en el Nuevo Mundo. Pero la razón es clara: sus ideas
antirrepublicanas fueron la causa de su fracaso en el Perú y en Guayaquil, y lógico
era, y muy humano, que el Protector, aun en su ancianidad, recluído en su quinta
de Grand-Bourg, cerca de Fontainebleau, cuando oía hablar de monarquía, al
punto empezara a danzar como el oso de Fogazzaro...
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Bolívar en Pativilca
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La costa del Perú está formada por un desierto de arena de quinientas leguas
de longitud, y cuya anchura varía desde siete hasta más de cincuenta millas, a pro-
porción que las diferentes ramificaciones de los Andes se aproximan o alejan de la
costa del mar Pacífico. Nada es comparable, dice el general Miller (1), a su melan-
cólico y árido aspecto, nada puede igualar el efecto desagradable que causa en la
imaginación del navegante la vista de aquel país al acercarse a tierra. Su superficie
presenta muchas desigualdades y tiene la apariencia de haber estado en otro
tiempo cubierta por el mar que baña sus escarpadas costas.
Unos cuantos de los ríos mayores que cruzan aquel desierto llegan hasta el
mar, mas los inferiores se consumen en el riego de plantíos o los absorbe el
desierto que los rodea, donde nunca llueve, donde ni aves, ni bestias, ni repti-
les se han visto nunca, y donde jamás crece planta alguna ni hay señales de
antigua vegetación. En algunos parajes borbollea un manantial de agua y a
poco trecho desaparece. Ningún extraño puede viajar allí sin ir acompañado de
un guía, porque toda las trazas que presenta el desierto al que una vez lo atra-
viesa es algún montón de huesos, restos de bestias de carga que han perecido en
él. Muchas veces el viento levanta inmensas nubes y remolinos de arena que
azotan y asfixian a los viajeros, los cuales generalmente van a caballo emboza-
dos, cubriéndose la cara. Cuando el viajero o su caballo se cansan, aquél echa
pie a tierra, y si el sol brilla con su acostumbrado ardor, extiende su poncho en
el suelo, debajo de la barriga de su cabalgadura, y se tiende sobre él para gozar
de la sombra que proyecta el animal, única que puede procurarse en aquellos
arenales sin oasis.
No es raro que los más vaquianos, o guías del país, se pierdan también, y
entonces el terror los vuelve locos. Si no encuentran nuevamente la senda o seña-
les que les dirigen, o no tienen la dicha de divisar otros viajeros en el horizonte,
inevitablemente perecen, y su suerte queda tan ignorada, como la de un buque
que se va a pique en medio de la soledad del océano. Un soplo de viento basta para
borrar en la arena la huella de un ejército, y los pocos puntos habitados están sepa-
rados por enormes distancias.
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Por aquellos días lo visitó don Joaquín Mosquera, quien refirió así su entre-
vista a don José Manuel Restrepo:
«Usted recordará que en aquella época aciaga, el ejército peruano, fuerte de seis
mil hombres a las órdenes de Santa Cruz, se había disipado sin batirse, huyendo de
los españoles desde Oruro al Desaguadero; que el ejército auxiliar de Chile, por celos
con nosotros los colombianos, nos había abandonado regresando a su país; que los
argentinos entregaron a los españoles los castillos del Callao, y que no quedaban más
fuerzas que apoyaran en el Perú la causa de la independencia que unos cuatro mil
colombianos, situados de Cajamarca a Santa, a las órdenes del general Sucre, y como
tres mil peruanos que se organizaban y disciplinaban en el departamento de Trujillo.
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La fuerza de los españoles en el Alto y Bajo Perú ascendía a veintidós mil hombres. Los
peruanos, divididos en partidos políticos y personales, tenían anarquizado el país.
Todas estas consideraciones se me presentaron como una falange de males para acabar
con la existencia del héroe medio muerto, y, con el corazón oprimido, temiendo la
ruina de nuestro ejército, le pregunté: ¿Y qué piensa hacer usted ahora? Entonces, avi-
vando sus ojos huecos, con tono decidido, me contestó: ¡Triunfar!».
«En seguida le hice esta otra pregunta: ¿Y qué hace usted para triunfar?
Entonces, con un tono sereno y de confianza, me dijo: “Tengo dadas las órde-
nes para levantar una fuerte caballería en el departamento de Trujillo; he man-
dado fabricar herraduras en Cuenca, en Guayaquil y Trujillo; he ordenado
tomar para el servicio militar todos los caballos buenos del país, y he embar-
gado todos los alfalfales para mantenerlos gordos. Luego que recupere mis fuer-
zas me iré a Trujillo. Si los españoles bajan de la cordillera a buscarme,
infaliblemente los derroto con la caballería: si no bajan, dentro de tres meses
tendrán una fuerza para atacar. Subiré la cordillera y los derrotaré.”
«Yo permanecí tres días en Pativilca, mientras hizo escribir muchas cartas
para la Nueva Granada y Venezuela. El día de mi partida montó en una mula
muy mansa que tenía y salió a dejarme a la entrada del desierto de Huarmei,
para hacer un poco de ejercicio. Como mi equipaje se había atrasado, suspendí
allí mi marcha, y el Libertador, que estaba muy débil, se apeó y acostó sobre un
capote de barragán, y su edecán, Julián Santamaría, permaneció de pie oyéndo-
nos conversar sobre la situación triste del Perú, que me encargaba de describir
a Santander. Según usted sabe, para atravesar este desierto de arena se prefiere
la noche; eran, pues, las seis de la tarde, y el sol entraba y salía en el Pacífico, y
me daba no sé que idea melancólica de que era el sol del Perú que se despedía
de nosotros. El silencio majestuoso del océano, la vista del desierto que iba yo
a cruzar, la soledad de aquella costa y el aullido de los lobos marinos oprimían
mi espíritu, al dejar a mis compatriotas en una empresa tan ardua, en que
arriesgábamos al héroe y a nuestro ejército. Al llegar mi equipaje me dijo el
Libertador, tendido todavía en el suelo:
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«Recuerde usted el año de 14, nuestro viaje al Perú, nuestra despedida en la costa
de Pativilca, el funesto 25 de septiembre de 1828, y concluya usted lo que yo sentiré.
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Los Mosqueras (1)
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I
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A principios del siglo XVIII, en el año de 1707, nació en Popayán don José
Patricio Mosquera y Figueroa, descendiente de los conquistadores. Casó con doña
Teresa Arboleda, de cuyo matrimonio nacieron don Joaquín, don Manuel José,
don Marcelino y don José María.
Don Joaquín nació en Popayán en 1748; fue letrado y llegó a ser oidor en
Bogotá, y, como tal, sentenció en 1794 el proceso contra Nariño por la publica-
ción de los Derechos del hombre. Promovido al mismo empleo en México, de allí se
trasladó a España, en donde ascendió a diputado a las Cortes en 1809 por la
Capitanía General de Venezuela, a consejero presidente de las Cámaras de Indias,
y por último, a regente de España durante la cautividad de Fernando VII, y con
tal carácter puso el ejecútese a la Constitución liberal de 1812. Fue gran cruz de
Isabel la Católica y agraciado por Fernando con el título de duque del Infantado.
Casó en Cartagena de Indias con doña María Josefa Carcía y Toledo, y murió en
Madrid el 29 de mayo de 1830 a la edad de ochenta y dos años.
Don Marcelino era una suerte de Nemrod, hombre de gran talla y hercúlea
fuerza, empecinado cazador, camarada de buen humor en partidas de placer, prác-
tico en las faenas campestres, experto en minas y guacas, y de carácter resuelto y
emprendedor. Allegó crecido caudal trabajando en el Chocó, y casó con doña
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María Josefa Hurtado y Arboleda, con la que tuvo dos hijos: don Rafael, que
contrajo matrimonio con doña María Josefa Hurtado de Igual, y tuvo por hija
única a Sofía, que casó en 1841 con don Julio Arboleda; y a doña María Josefa,
que fue mujer de don Joaquín Mosquera (hijo de don José María).
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Sus contemporáneos nos dicen que tuvo la más bella fisonomía de la antigua
Colombia, que unida a su ilustrada inteligencia, a la distinción de su modales, al
timbre armonioso de su palabra fluida, y a la gravedad de su aspecto, hacía que se
impusiese dondequiera se presentase.
He aquí una preciosa carta, inédita hasta hace poco tiempo, en la que don
Joaquín Mosquera refiere a su yerno, don Cecilio Cárdenas, de Popayán, el 27 de
febrero de 1863, cómo adquirió en Italia el célebre busto de Napoleón:
«El busto de Napoleón, de mármol, que poseo, obra del célebre Canova, es el
mismo que tenía en su museo el eminentísimo cardenal José Fesh, quien me lo
regaló en Roma en junio de 1832.
«Al adornarlo a usted quiero que sepa por qué me obsequió el cardenal con
esta prenda apreciable. La casualidad hizo que José Bonaparte se alojase en Nueva
York en Washington Hall, que era el hotel en que yo vivía, y fui introducido a su
conocimiento por don Tomás Giner, antiguo presidente de las Cortes de España,
que era amigo mío, y le hizo de mí informes favorables. Como yo me había
hallado en Londres cuando se entregó Napoleón al rey de Inglaterra en 1815, des-
pués de la batalla de Waterloo, y luego pasé a París, conocía bien los grandes acon-
tecimientos de aquella época memorable. Yo había recorrido también la América
meridional como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de la
República de Colombia cerca de los gobiernos del Perú, Chile y Buenos Aires, y
había desempeñado ya los destinos de senador de Colombia, presidente de la
Convención de Ocaña, miembro del Consejo de Estado del Libertador Bolívar en
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general Tomás C. Mosquera por la hermana del César, Carlota Napoleón. Una
carta publicada recientemente, en que se hace referencia al obsequio, y que tam-
bién conserva el hijo del general Mosquera, está escrita en papel de luto blaso-
nado, con la corona imperial en relieve y sellado el reverso del sobre con lacre
negro. La letra es pequeña, femenil y clara, y dice así:
«Je viens vous remercier, Monsieur le Général, de la lettre que vous m’avez
écrite, et des bonnes nouvelles que vous me donnez de ma sœur, qui n’a pas
manqué de me faire savoir l’empressement que vous avez mis à remplir les com-
missions dont vous aviez bien voulu vous charger pour elle; elle a été comme moi,
fort aise de faire votre connaissance, il en est de même de toutes les personnes de
ma famille que vous avez vues à Florence, et qui me prient de vous assurer du sou-
venir qu’elles vous conservent.
«J’espère qu’à votre retour ici, la santé de Maman lui permettra de vous
revoir; elle est bien touchée des vœux que vous formez pour son rétablissement...
Quant à moi, je suis charmée d’avoir pu vous donner des cheveux de l’Empereur
Napoleón. Je sais bien que vous en sentez tout le prix, et je vous donne ici l’assu-
rance que les cheveux me furent envoyés par son ordre de Ste-Hélène.
«Je vous prie de ne pas oublier que je conserve précieusement des cheveux de
Bolívar, pour lequel vous connaissez ma profonde admiration.
«Votre affectionnée,
«Charlotte Napoleón
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II
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«No puedo pasar en silencio las ventajas de Buenos Aires, esta ciudad no baja
de 60.000 almas de población... Por la mayor parte se observan los usos y modas
a la inglesa, por las relaciones frecuentes con esta nación y porque en sólo la
ciudad de Buenos Aires hay como 5.000 ingleses de todas clases y oficios.
«Esta ciudad está llamada a ser la moderna Cartago, sobre un teatro más
vasto, mejor situado y lo que es más en el siglo XIX; por sus luces y no por los
vicios de esa vieja Europa degradada por el feudalismo para poder ser libre.
Uno de los rasgos más bellos de su vida fue la generosidad con que dio la
libertad a sus esclavos, en obedecimiento a la ley de 21 de mayo de 1851:
«La libertad simultánea de los esclavos ha hecho por acá el efecto que hace un
terremoto en una ciudad cuando la derriban, escribía a don Rufino Cuervo. Sin
embargo no me ha faltado resignación y ánimo generoso con los que fueron mis
esclavos. Merecían también que los tratase con benevolencia, porque me aman y
me respetan. Los convoqué a todos y los felicité por su libertad, explicándoles sus
derechos y deberes de hombres libres como pudiera haberlo hecho un abolicista
de los Estados Unidos, y les hice presente la necesidad de olvidar todos los usos e
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«Al despedirme les regalé unas cuantas reses gordas para una comida y les
enseñé cómo habían de hacer compañías para aprovecharse de mis mejores vene-
ros de mina. Tengo también unos pobres indios inocentes, a quienes no cobro
nada por terrajes, de modo que son colonos sin pensión; los padres, mujeres e
hijos me abrazan cuando llego, y cuando parto me regalan verduritas y algunas
frutas, y quedo muy pagado gozando de los encantos de la naturaleza primitiva,
exenta de los artificios de la sociedad.»
El ilustre Rafael María Baralt, quien lo conoció por los años 1826 a 29, en
que residió en Bogotá como estudiante de filosofía y derecho bajo la protección
del don Luis Baralt su tío, natural de Maracaibo, presidente del Senado, en aque-
lla época, amigo de Bolívar y Santander, y cuya casa era centro de reuniones polí-
ticas donde concurrían diariamente los hombres eminentes de la República, el
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ilustre Baralt, que fue testigo de los derechos de aquellos años, entre otros la con-
juración de septiembre, y que conoció los hombres que le dieron cima y aun par-
ticipó de las pasiones de aquel tiempo como estudiante de San Bartolomé, foco
entonces de conspiración, Baralt nos dejó de don Joaquín Mosquera un admira-
ble retrato al cual pertenecen estas breves frases: «Era don Joaquín Mosquera
varón de un gran saber, doctrina y probidad, justo y patriota. Poseía grandes dotes
de oratoria a las que daba realce la compostura y natural gallardía de su persona.
Y era tan aventajado en las prendas morales que admirado sin envida y atacado
después sin odio, obtuvo respeto y estima hasta de sus propios enemigos.»
Don Manuel José, dice Pombo, siguió la carrera eclesiástica y recibió en Quito
las órdenes sacerdotales: fue canónigo de Popayán hasta 1834 en que el Congreso
granadino lo eligió arzobispo de Bogotá. «Ninguna frente ha ceñido más digna-
mente una mitra: su presencia era imponente y noble, culto y elegante su trato, y
revestido con sus atavíos pontificales, llenaba la catedral con su majestuoso porte
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y su sonora voz. Buen jurista, mejor teólogo, escritor correcto, orador sagrado de
la escuela de Bossuet y Massillón, familiarizado con los autores clásicos y al
corriente de la literatura moderna, era, en la extensión de la frase, un príncipe de
la Iglesia.
«— ¿Y yo de cuál te parezco?
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así era que, cuando en ellos no tomaba la iniciativa, se ingería en todo y secundaba
los impulsos del progreso; siempre, eso sí, poniendo en primer término su perso-
nalidad, por lo que decía en cierta ocasión don José M. Plata, que debería llamarse
Tomás XIV.»
Venció a Juan José Flores, jefe supremo del Ecuador, en la batalla campal de
Cuaspud, y luego le tendió la mano de antiguo camarada, y con él festejó su
triunfo en alegre ágape campestre, en medio del cual, bromeando y queriendo
deslumbrarlo con su ciencia, como era su costumbre, le dijo: «Desde que observé
tus posiciones comprendí que no conocías el arte de la castrametación.» Palabra
que debió desconcertar y hacer sonreír a los que lo oían, y que, sin embargo, es
término técnico en la milicia.
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Junín En el día
del centenario de Ayacucho
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«El sol de la mañana era templado, refiere uno de los héroes de aquella jor-
nada; las encumbradas crestas de los Andes, cubiertas de nieve perpetua, despe-
dían rayos luminosos de colores varios e indefinidos, como los del iris, que se
reflejaban sobre las armas de los soldados, dándoles el aspecto ideal de legiones
oceánicas; un aire purísimo, que venía del lago encantado, agitaba suavemente las
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XXII. Junín
banderas; las bandas y las fanfarrias militares hacían vibrar el aire con sus ecos
marciales, inflamando el pecho de aquellos guerreros de la libertad.
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toda la línea, y es imposible, dice Miller, uno de los héroes de aquel día, dar una
idea exacta del efecto que produjo la repentina vista del enemigo. Los semblantes
de los patriotas se animaron con el ceño y la expresión varonil del guerrero que ve
aproximarse el momento de la gloria, y con los ojos fijos y centellantes contempla-
ban las columnas enemigas, marchando majestuosamente al pie del sitio elevado
que ocupaban. El temor de que los realistas se escaparan sin poderlos atacar, pre-
ocupaba a la mayoría, y la caballería, particularmente, ardía de impaciencia.
Miller, héroe de la jornada, repite: «No hubo un solo disparo; sólo se hizo uso
de la lanza y el sable (4).»
Burdett O’Connor, otro de los héroes, agrega: «En esta batalla mandaba
Bolívar. No se oyó ni un solo tiro, peleó al arma blanca, y lo único que se oía era
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XXII. Junín
el choque terrible de las espaldas, los sables y las lanzas y los gritos de los comba-
tientes. Las formidables cargas de nuestros granaderos hacían temblar la tierra,
mientras en el cielo de Junín lucía brillante la estrella de Bolívar, la estrella del
triunfo (5).»
Al dar cuenta de esta victoria, don José Sánchez Carrión recordaba a los
peruanos, «la particular circunstancia de que al mismo sol del 7 de agosto, en que
S. E. el Libertador se embarcó para el Perú en Guayaquil, se ha anunciado al
pueblo peruano el primer triunfo de las armas libertadoras».
El ejército español sintió la fuerza del golpe que se le había asestado, pues así
lo reconoció su jefe, el general José Conterac, cuando escribió oficialmente al
virrey, gobernador y capitán general del Perú, del cuartel general en Huayucachi,
el 8 de agosto de aquel año: «Nuestra pérdida ha sido de poca consideración en el
número de hombres, pero sí ha influido extraordinariamente en el ánimo, parti-
cularmente en el de la caballería.» Repito que la fuga de nuestra caballería me
obliga a replegarme no sé hasta qué punto...
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«El golpe de Junín fue mortal, dice el general español García Gamba, la con-
fusión y el terror fueron inexplicables.»
Junín disipó el hechizo que parecía ligar la victoria a los pendones de Castilla,
y demostró a los peruanos que sus opresores no eran invencibles.
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XXII. Junín
Boyacá y Junín son, pues, más que fechas memorables en la historia de los
pueblos, una gloriosa etapa en las grandes jornadas que para su dignificación ha
librado la humanidad. Carabobo y Ayacucho fueron también heroicas batallas,
pero, consecuencias lógicas, naturales, de las primeras que las prepararon (8). La
vida de Bolívar, por ser tan vasta, tan múltiple, por haberse desarrollado en países
tan diversos y lejanos, necesita, para ser concienzudamente conocida, más que un
hombre una literatura que se llamará bolivariana, como existe una napoleónica.
Mientras tanto, cualquier juicio sobre un aspecto de sus cualidades militares,
diplomáticas, políticas, literarias, filosóficas, será prematuro. No obstante, puede
aventurarse desde ahora la afirmación de que en ninguna época de su vida fue el
Libertador más grande que antes de esas batallas; que jamás fue tan constante ni
desplegó más brillantes, asombrosas facultades de gran capitán; de ahí que Boyacá
y Junín, es decir, la libertad de Colombia y del Perú, las primeras decisivas derro-
tas de ejércitos aguerridos y superiores en número y elementos, y después de trans-
montar los Andes y ante el mismo sol del 7 de agosto, son, por los titánicos
esfuerzos realizados, por los sorprendentes contrastes que marcaron entre la cruel
y tenebrosa servidumbre española y la inesperada y radiante libertad, y por su tras-
cendencia fundamental en los destinos de América, los más ínclitos e inmarcesi-
bles lauros guerreros de Bolívar.
Seamos sinceros: en los antiguos como en los modernos anales del mundo
hay pocos días tan gloriosos como Junín. Tan gloriosos, que para cantarlo digna-
mente, por un decreto especial de los Dioses, nació Olmedo.
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La Apoteosis del Potosí
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El clima del Potosí es desagradable: los rayos del sol abrasan al mediodía, y
por la tarde y a la noche el aire es penetrante y frío.
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«En el convite de que te hablo tuve el gusto de estar sentado a tres personas
del Libertador, al lado de nuestro estimado amigo Dorrego, y enfrente del gran
mariscal Sucre, general Miller, y constante patriota Lanza, de suerte que nada
perdí de cuanto sucedió en seis hora que duró la mesa. Desde la mitad de ella estu-
vimos como títeres sentándonos y levantándonos, tal era el torrente de brindis.
Los míos sólo pasaron de seis, y fue este el número de los que el Libertador dijo de
entrada, sin dar lugar a acabar lo que se bebía por uno, cuando decía el otro y
sucesivamente. Al fin de la mesa llegó hasta pararse sobre la silla en que se sentaba,
y decir: «Señores, estoy borracho» ; hizo una pausa muy graciosa y continuó lleno
de alegría. Se sentó y dijo después: «Hoy hemos ganado más que una batalla...»
«Hemos asistido a tres grandes bailes en los que el Libertador, todos los gene-
rales, oficiales y demás concurrentes, se confundían en las contradanzas y valses,
con la igualdad que les daba el título de ciudadanos. En todos ellos ha habido una
mesa espléndida, antes de ser tocada, y desierta media hora después muy particu-
larmente del vino y licores, con prevención de que tendría de largo la tal mesita
como cuarenta varas, quizá más, y de ancho como tres, y toda perfectamente
cubierta; pero amigo, aquí se dice hip, hip, hurra, hurra! y todos apuran el vaso, esta
es la vasija en que se brinda (2).»
Poco después de la entrada triunfal quiso subir Bolívar a la cumbre del impo-
nente cerro que da su nombre a la ciudad, y allá se dirigió el 26 de octubre de
1825, acompañando del mariscal Sucre, del general Guillermo Miller, prefecto de
aquel departamento, de los plenipotenciarios del Plata, enviados por el Gobierno
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Una especie de almuerzo, dice Miller, fue servido en lo alto del monte; hubo
brindis patrióticos, y el Libertador, contemplando allí sus victorias desde el
Orinoco, exclamó: «La gloria de haber conducido a estas frías regiones nuestros
estandartes de libertad, deja en la nada los tesoros inmensos de los Andes que
están a nuestro pies (3).»
«Sobre aquel famoso pico, agrega O’Leary, otro de los compañeros, desplegó
el Libertador las banderas de Colombia, Perú y La Plata. Mirando hacia el norte,
recorrió en espíritu la carrera gloriosa que había hecho, los sufrimientos que había
arrostrado, la grande obra que había consumado; quince años de pruebas, de alter-
nativas, derrotas y de victorias; con vicisitudes de desengaños y de esperanzas satis-
fechas... ¿Qué mucho, pues, que al posar su planta sobre la argentada cima del
Potosí, cual si fuese el pedestal de su fama, se sublimase a la contemplación ideal
de la América, libre, gloriosa, tranquila, humillados sus opresores, rodeada de ele-
mentos de prosperidad, rodeada de elementos de prosperidad, y apoyada, por los
votos del mundo liberal? Aquel día debió ser, ciertamente, el más feliz de la vida
de Bolívar (4).»
En efecto, desde aquella cima argentada, puestos los ojos de fuego, a la vez,
en el Atlántico y el Pacífico, vio el Libertador, tras quince años de lucha titánica,
desbaratados en los valles de América los ejércitos de Castilla y de León, vencedo-
res de Bonaparte, deshechas las escuadras españolas de Solomón, Morillo, Hore,
Miyares, Canterac, Odonojú, y tendidos entre el polvo de mil combates medio
millón de patriotas americanos. Desde aquella cumbre vio a Méjico, Centro
América, Cuba, Puerto Rico, Chile, la Argentina con los brazos tendidos hacia él
como a su salvador (5), a Santo Domingo y Panamá incorporadas voluntariamente
a la gran República; a Nueva Granada, Venezuela, Ecuador, Perú, Bolivia, postra-
das a sus pies bendiciéndolo y aclamándolo; desde allí señaló los lineamientos de
la actual geografía política de América con el nombre de uti possidetis jure, como la
constitución internacional de lo nuevos Estados; desde allí vio el Congreso de las
naciones reunido, a iniciativa de su genio creador, en el istmo de Panamá para
echar las bases, por primera vez en el mundo, del arbitraje internacional como
medio de dirigir conflictos entre naciones, uno de los mayores sueños de su vida,
y hoy, principio del derecho público americano, y del derecho público universal(6);
desde allí ofrecí a los pueblos libertados las tablas de su ley política: tal como la
creyó buena, así la reclamó; desde allí le echó en cara al doctor Francia su tene-
brosa tiranía y, recordando que el sabio Bonpland yacía aún en las cárceles del
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Él mismo lo decía a Santander: «Es la primera vez que no tengo nada qué
desear, y que estoy contento con la fortuna.» Vencido el león de Iberia, emanci-
pada la América, fundada para siempre la democracia en el Nuevo Mundo, sólo
restaba el semidiós la apoteosis crepuscular de San Pedro Alejandrino.
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XXIV
Retrato de Bolívar por G. Miller
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«El general Bolívar es delgado y algo menos de regular estatura. Se viste bien
y tiene un modo de andar y presentarse franco y militar. Es jinete muy fuerte y
atrevido y capaz de resistir grandes fatigas. Sus maneras son buenas y su aire sin
afectación, pero que no predispone mucho en su favor. Se dice que en su juventud
fue de bella figura, pero actualmente es de rostro pálido, pelo negro con canas y
ojos negros y penetrantes, pero generalmente inclinados a tierra o de lado cuando
habla (His eyes are dark and penetrating, but generally downcast, or turned askance, when he
speaks); nariz bien formada, frente alta y ancha y barba afilada; la expresión de su
semblante es cautelosa, triste y algunas veces de fiereza (The expressión of the counte-
nence is care-worn, lowering, and, sometimes, rather fierce). Su carácter, viciado por la adu-
lación es arrogante y caprichoso. Sus opiniones con respecto a los hombres y a las
cosas son variables y tiene casi una propensión a insultar; pero favorece demasiado
a los que se le humillan y con éstos no guarda ningún resentimiento.
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Bolívar en el Tequendama
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Desde los cerros que dominan esta ciudad, se ofrece a la vista un mar de verdura,
cercado en lontananza por la inmensa cordillera. El cielo es de un azul obscuro inma-
culado. Catorce torrentes y cien arroyuelos, que se desprenden de los montes, derra-
man sus aguas en el Funza, que discurre perezosamente por en medio de la sabana
espléndida, para lanzarse, como un león rugiente, por la cascada de Tequendama.
Juan de Castellanos, el más antiguo cronista del Nuevo Reino de Granada, quien
ya anciano, se recogió en su cuarto de Tunja a escribir, en sencillas estrofas, sus Elegías
de Varones ilustres; Juan de Castellanos, el más ingenuo de nuestros narradores de la con-
quista, vislumbrando, a través de los tiempos, las virtudes, por excelencia, de austeri-
dad, cultura y civismo de nuestro pueblo, y la incomparable fertilidad y copia de
nuestros campos y florestas, refiere que al penetrar los desmedrados españoles, por el
Opón, al Nuevo Reino, sabedores de las riquezas que los esperaban, se vistieron como
salvajes, de mantas coloradas, tocáronse con plumajes, y con voces altas y regocijadas,
clamaban al acercarse a los reales de la Tora:
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El salto del Tequendama, al par que por el sol matinal, está irisado por las más
bellas leyendas. Ved, si no, cómo referían su origen los antiguos muiscas, prime-
ros habitantes de estas comarcas.
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Los viajeros que han tenido ocasión de contemplar de cerca la gran cascada de
Tequendama, no se admirarán de que se atribuya a estas piedras, que parecen talla-
das por mano humana, origen milagroso por pueblos groseros; a ese antro estrecho
en que se precipita un río en una profundidad de 146 metros; a esos iris de los más
peregrinos y brillantes colores, que cambian a cada momento; a esa columna de
vapores que se levantan como densa nube, visible desde Bogotá, a cinco leguas de
distancia. El Pissavache y el Staubbach, en Suiza, tienen gran elevación, pero no es
considerable su masa de agua, y mal año para el Niágara y la cascada del Rin, que, al
contrario, ofrecen un enorme volumen de agua, pero cuya altura no pasa de 50
metros. El salto de Tequendama, dice Humboldt, reúne todo cuanto pide un sitio
para ser eminentemente pintoresco, y puede decirse que no existe cascada alguna
que presente igual proporción entre la altura considerable y la gran masa de agua.
«El Bogotá, después de bañar las aldeas de Chía, Funza y Fontibón, conserva
aún, cerca de Canoas, arriba del salto, una anchura de 44 metros, que es la mitad
de la del Sena, en París, entre el Louvre y el Instituto.»
«El camino que va desde Bogotá al Tequendama, pasa por la aldea de Soacha,
rica en cosechas de trigo. A corta distancia de Canoas se disfruta de una magnífica
vista, admiración del viajero por los contrastes que presenta. Acaban de dejarse
campos labrados y abundantes en trigo y cebada; míranse por todos lados azaleas,
begonias, y también encinas y álamos, y de repente se descubre, desde un sitio ele-
vado, a los pies, puede decirse, un hermoso país donde crecen la palmera, el plá-
tano y el bambú. El fondo de la cascada, o sea el recipiente donde se estrella el
agua con estruendo, escasamente se ve alumbrado por la luz del día. La soledad del
lugar, la riqueza de la vegetación y el rimbombante trueno que allí repercute,
hacen del fondo de la cascada de Tequendama uno de los sitios más bellos y salva-
jes de las cordilleras (2).»
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A ese tiempo se refiere este retrato de Bolívar, trazado por Mr. Herderson,
cónsul general de la Gran Bretaña en Colombia, en nota al canciller Carning, de
28 de noviembre de 1826.
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XXVI
Conjurados septembrinos
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«Pocas noches, dice un cronista de aquellos días, habían lucido tan claras y
serenas sobre la sabana de Bogotá como la del 24 al 25 de septiembre de 1828. La
luna estaba en la mitad de su carrera, cuando rompió el silencio que reinaba en la
ciudad dormida la campana de las doce (2).»
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«Brillaba la luna llena con una claridad émula de la luz del sol, y todo el
mundo había podido ver los conjurados armados que andaban por las calles, y
gran número de ellos que entraban a la casa de Vargas Tejada, o salían de ella. Sin
falta se sabría al día siguiente esta circunstancia; nuestro plan sería descubierto y
frustrado, y todos los comprometidos seríamos entregados a la cuchilla del ver-
dugo, o lanzados de nuestra patria, quedando ella privada de un jefe constitucio-
nal y de los defensores de sus derechos.
«Nos hallábamos, pues, en posesión del palacio y era preciso penetrar hasta el
dormitorio de Bolívar. Subí el primero la escalera, y, con riesgo de mi vida, desar-
mé al centinela del corredor alto, sin herirlo. Quedó libre el paso, y seguimos a
forzar las puertas que conducían al cuarto de Bolívar, guiados por el valiente joven
Juan Miguel Acevedo, que había tomado el farol de la escalera para alumbrarnos.
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«Entretanto tronaba el cañón del batallón de artillería contra las puertas del cuar-
tel del Vargas, y un fuego vivo de fusilería se había empeñado en la calle entre los dos
cuerpos. Vi que se había frustrado nuestro plan, y me dirigí a la calle para escaparme
con Azuero, Acevedo, Ospina y otros... Permanecíamos en la puerta del palacio con-
sultando el partido que debíamos tomar, cuando oímos el fuego de fusilería en lapaza
de la Catedral... Yo me separé allí de los demás conjurados, y con el doctor Mariano
Ospina seguí hasta la esquina de la Casa de Moneda, de donde él tomó otro camino,
y yo me fui para mi casa a tomar mi caballo para huir de la capital (3).»
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coronel O’Leary se hallaba ausente en una comisión; el coronel Santana había sido
despedido, y sólo le quedaba el joven Andrés Ibarra, gravemente herido en el
brazo derecho por el sablazo que le había dado Carujo, uno de los conjurados,
dejando manchada con su sangre la sal de recibo. Carecía, pues, el Libertador de
los servicios de todos sus familiares cuando más había menester de ellos.
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«Carujo, oficial del Estado Mayor, hombre de poco más de cinco pies, origi-
nalmente rubio, pero de una tez marchita y como de veintisiete a veintiocho años.
«Luis Vargas Tejada, delgado de cuerpo, cosa de cinco pies y tres o cuatro pul-
gadas de alto, cara extraordinariamente larga, distancia, de la boca al extremos de
la barba, bastante excesiva, la barba puntiaguda y poblada, al andar inclinado ade-
lante con el semblante siempre echado afuera; era uno de los secretarios de la
Convencion (7).»
Años más tarde se colocó sobre la ventana por donde se escapó Bolívar del
palacio de San Carlos una lápida de mármol con esta inscripción en letras de
oro:
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Sobre tan valiente poeta y tribuno, llamado en buena hora el Chénier colom-
biano, escribió Menéndez Pelayo: «Era un tipo perfecto de conspirador de buena fe,
de tiranicida de colegio clásico, admirador de Bruto y de Catón, en cuya boca ponía
interminables romanzones endecasílabos contra el dictador y la dictadura.»
Sobre su trágica vida pasó como un Sino fatal que él expresó en unas lúgubres
estrofas A los poetas castellanos:
«Era yo en aquella época un mozo entusiasta por la causa de la libertad y del régi-
men civil, pero de muy poca significación, pues apenas figuraba como empleado o
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pasante de un colegio privado que tenía el señor Triana por San Victorino. Fui
desde el principio iniciado, por mi amistad con Zuláibar, en los planes que se
tramaban contra Bolívar para derrocar la dictadura. El definitivamente acor-
dado fue el de alzarnos en armas con un batallón con el cual se contaba, reti-
rarnos a Zipaquirá, o a algún otro punto cercano a la capital, librar un
combate, y si el triunfo nos favorecía, prender y juzgar a Bolívar con todas las
formalidades del caso. La idea de asesinar al Libertador por un golpe de mano,
no entraba por entonces en nuestros planes.
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En aquel tiempo don Mariano Ospina, el que hizo echar a vuelo las campa-
nas de la catedral de Bogotá cuando llegó a esta cumbre andina la nueva de la
revolución libertaria del 48, en aquel tiempo, Ospina, sin duda, había leído ya a
Montesquieu y al Padre Juan de Mariana, quien nos dejó una página de oro que
podría ser la tabla de salvación de ciertos países de nuestra América, justamente de
los libertados por Bolívar. A esa discreta admonición debe tan Reverendo Padre la
inmortalidad que bien se merece:
«Es preciso, además, tener en cuenta que han merecido en todos tiempos
grandes alabanzas los que han atentado contra la vida de los tiranos. ¿Por qué fue
puesto en las nubes el nombre de Trasíbulo sino por haber libertado a su patria de
los treinta reyes que la tenían oprimida? ¿Por qué fueron tan ponderados
Aristogitón y Harmodio? ¿Por qué los dos Brutos, cuyos elogios van repitiendo
con placer la nuevas generaciones y están ya legitimados por la autoridad de los
pueblos?... Cayo sucumbió a las manos de Quercas; Dominiciano, a las de
Esteban; Caracalla, a las del yerno de Marcial; Heliogábalo, a las lanzas de las
guardias pretorianas. Y ¿quién, repetimos, vituperó jamás la audacia de esos hom-
bres?... ¿Quién creerá sólo disimulable y no digno de elogio a quien con peligro de
su vida trate de redimir al pueblo de sus tiranos? Importa poco que hayamos de
poner en peligro la riqueza, la salud, la vida; a todo trance hemos de salvar la patria
del peligro, a todo trance hemos de salvarla de su ruina... Y no sólo reside esta
facultad en el pueblo, reside hasta en cualquier particular que, despreciando su
propia vida, quiera empeñarse en ayudar de esta suerte la República... Es siempre
saludable que estén persuadidos los que mandan de que, si oprimen la República,
están sujetos a se asesinados, no sólo con derecho, sino hasta con aplauso y gloria
de las generaciones venideras (12).»
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«Es Bolívar hombre de talla poco menos que mediana, pero no exenta de
gallarda en sus mocedades, delgado y sin musculatura vigorosa; de temperamento
esencialmente nervioso y bastante bilioso; inquieto en todos sus movimientos,
indicativos de un carácter sobrado impresionable, impaciente e imperioso. En su
juventud había sido muy blanco (aquel blanco mate del venezolano de raza pura
española), pero al cabo le había quedado la tez bastante morena, quemado por el
sol y las intemperies de quince años de campañas y viajes. Tenía el andar más bien
rápido que mesurado, pero con frecuencia cruzaba los brazos y tomaba actitudes
esculturales sobre todo en los momentos solemnes.
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XXVII
La Quinta de Fucha
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«Allá en su retiro, refiere Posada Gutiérrez, íbamos a verle los diputados y las per-
sonas notables de la ciudad. Una tarde en que me hizo el honor de invitarme a su mesa,
salimos solos a pasear a pie por las bellas praderas de aquella hermosa posesión, su
andar era lento y fatigoso, su voz casi apagada le obligaba a hacer esfuerzos para hacerla
inteligible; prefería la orilla del riachuelo que serpentea silencioso por la campiña: y, los
brazos cruzados, se detenía a contemplar su corriente, imagen de la vida.
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—Sí, mi general— contesté sin saber lo que decía, conmovido ante el anona-
damiento en que veía caer a aquel grande hombre.
De repente, apretándose las sienes con las manos, exclamó con voz trémula:
—¡Mi gloria! ¡mi gloria! ¿Por qué me la arrebatan? ¿ por qué me calumnian?
¡Páez! ¡Páez! Bermúdez me ultrajó en una proclama; pero Bermúdez fue, como
Mariño, siempre mi enemigo! Santander... La respiración anhelosa de Bolívar, la
languidez de su mirar, los suspiros que salían de su pecho, todo manifestaba la
debilidad del cuerpo y el dolor del alma, inspirando compasión y respeto. ¡Qué
terrible cosa es ser grande hombre (1)!»
«No vacile usted de negar positivamente todo hecho contrario a lo que usted
conoce de mi carácter.
«Tercero. Niegue usted redondamente todo acto cruel contra los patriotas, y
si lo fui alguna vez con los españoles, fue por represalia.
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«Cuarto. Niegue usted todo acto interesado de mi parte, puede usted afirmar
sin rebozo que he sido magnánimo con la mayor parte de mis enemigos.
¡Admirable carta! Toda su vida pública está sintetizada en estas pocas líneas:
su amor a la libertad, su franqueza y la lealtad a su conciencia y a su inteligencia
en todo tiempo y en toda circunstancia; su magnanimidad; su desinterés recono-
cido por sus más encarnizados enemigos, realistas y patriotas; su valor a toda
prueba; su aversión al mando, y el celo por su reputación y por su gloria. «El
hecho es que mi situación se está haciendo cada día más crítica, sin tener espe-
ranza siquiera de poder vivir fuera de mi país de otro modo que de mendigo.» Esa
queja conmovedora es el más bello elogio de un hombre que habiendo fundado
cinco naciones, abandonando el patrimonio de sus padres, veía en perspectiva la
miseria como premio en su vejez. «No vacile usted en negar todo hecho contrario
a los que usted conoce de mi carácter.» ¡Cuánto vale esta frase para el historiador
imparcial! ¿Cuántos héroes de la humanidad hubieran podido pronunciarla, con
tal energía, en las puertas del sepulcro, como un reto a sus enemigos? La envida y
el odio se cebaron, sin embargo, en él en vida, y aun después de muerto, porque,
según él mismo lo dijo:
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XXVIII
Los quijotes de la libertad
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Al entrar Bolívar en la modesta casa que iba a sustituir los palacios de Lima,
Bogotá y las suntuosas mansiones de la Magdalena y la Plata, se dirige a la
pequeña biblioteca que ve en la sala y pregunta a su benefactor:
—¡Cómo! ¡si aquí tiene usted la historia de la Humanidad! ¡Aquí está Gil
Blas, el hombre tal cual es; aquí tiene usted el Quijote, el hombre como debiera ser.
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XXIX
Muerte de Bolívar
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«S. E. llegó a Santa Marta a las siete y media de la noche del día 1º de diciembre,
procedente de Sabanilla, en el bergantín nacional Manuel...
— La libertad.
— ¿Y usted la encontró?
— Sí, mi general.
—Sí, señor.
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— De todo corazón.
«Días después, ya muy grave el enfermo, el escribano notario de Santa Marta vino
a la quinta y se puso en medio de un círculo formado por los generales Montilla,
Carreño, Silva y los señores Joaquín de Mier, Ujueta y otras personas respetables, para
leer la alocución dirigida por Bolívar a los colombianos. Apenas pudo llegar a la mitad,
su emoción no le permitió continuar, y le fue preciso ceder el puesto al doctor Recuero,
auditor de Guerra, quien concluyó la lectura; pero al acabar de pronunciar las últimas
palabras “yo bajaré tranquilo al sepulcro”, Bolívar, desde la butaca donde estaba sen-
tado, dijo con voz ronca: “Sí, al sepulcro... es lo que me han proporcionado mis
conciudadanos... pero los perdono... ¡Ojalá que yo pudiera llevar conmigo el con-
suelo de que permanezcan unidos!” Al oír estas palabras, que parecían salir de la
tumba, se me oprimió el corazón, y al ver la consternación pintada en el rostro de los
circunstantes, a cuyos ojos asomaban las lágrimas, tuve que apartarme del círculo para
ocultar las mías, que no me habían arrancado cuadros más patéticos...
«Llegó por fin el 17 de diciembre. Eran las nueve de la mañana, cuando me pre-
guntó el general Montilla por el estado del Libertador. Le contesté que a mi parecer no
pasaría el día. Al oír estas palabras, el general se dio una palmada en la frente echando
una formidable blasfemia, al mismo tiempo que las lágrimas se asomaban a sus ojos...
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XXX
Las camisas de Bolívar
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Desde los mismos tristes días de diciembre de 1830, purpurados con el ocaso
de San Pedro Alejandrino, la voz del pueblo, que es la voz de Dios, y la que ha for-
jado siempre las más bellas leyendas del mundo, sintetizó para la posteridad una
de las mayores y excelsas virtudes de Bolívar, el desinterés, en una frase admirable:
«Murió sin camisa.»
Bolívar, al morir, no sólo no tenía «la camisa del hombre feliz», en busca de la
cual tantas veces, en todos los tiempos y naciones, inútilmente se ha recorrido el
mundo, sino que real y verdaderamente, el 17 de diciembre de 1830, bajo el techo
hospitalario de don Joaquín de Mier, Bolívar no tenía camisa, y la explicación y las
pruebas de tan sorprendente realidad histórica nos las dan su mayordomo y cama-
reros de confianza, su médico de cabecera y los que hicieron con él, a sus órdenes,
y después escribieron, la historia de Colombia.
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paje de San Juan: «Ese rasgo, dice O’Leary, es característico de Bolívar. Nunca en
el curso de su vida pública esquivó los sacrificios pecuniarios, aunque estuviera
reducido a la más absoluta escasez (2).»
«Apenas habíamos andado dos leguas, cuando vimos venir un militar, bajo de
cuerpo y delgado, a todo el paso de su magnífico caballo cervuno...
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«Morillo refiere el historiador Restrepo, con el objeto de dar a los pueblos una
alta idea de su ejército, le pasó revista en Santa Marta, y varias veces hizo ostento-
sas paradas. Repartió premios a los realistas que más se habían distinguido, y al
cacique de Mamatoco, aldea de indios distante un cuarto de hora de San Pedro
Alejandrino, le puso él mismo en el pecho, en presencia de todo el ejército, una
medalla con el busto del rey (4).»
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«—Bolívar, aun cadáver, no viste ropa rasgada; si no hay otra voy a mandar
por una de las mías. Entonces fue cuando me trajeron una camisa del general
Laurencio Silva, que vivía en la misma casa (6).»
Bolívar murió, pues, no hay duda alguna, sin camisa, y nunca, en su breve y
maravillosa vida, encontró la del hombre feliz, porque Bolívar, como el hombre
feliz, no tenía camisa.
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Notas
1. Obras consultadas: Terepaima. Recuerdos de antaño. Caracas, 1852. O’Leary. Memorias. Narración.
Caracas, 1888, tomo I, p. 4. C. F. Witzke. Bosquejo de la vida de Simón Bolívar desde su nacimiento hasta
el año de 1810. Caracas, 1912. Carlos Borges. Discurso pronunciado en la inauguración de la casa natal del
Libertador, en Caracas, el 5 de julio de 1921, etc.
2. Aristides Rojas. Orígenes venezolanos. Apéndice, páginas 117 y 118. «El Señorío de Aroa, el
Marquesado y Vizcondado de los Bolívar son títulos imaginarios... Lo único que heredaron
los hijos del coronel Juan Vicente Bolívar fueron las ricas minas de Aroa.»
Laureano Vallenilla Lanz rectificó tal afirmación de Rojas en su artículo Los Bolívar, marqueses
de San Luis. Caracas, 1913.
3. Hase escrito que debió el nombre de Simón a la voluntad de su primo el presbítero Aristeguieta,
quien quiso con ello recordar el Macabeo de la Biblia. Llamose también Simón porque con él era
quinto de la familia que llevaba el nombre del fundador de ella, Simón de Bolívar, natural del
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Vizcaya, establecida en la América española desde el siglo XVI, y destinado a Venezuela junto con
su pariente del gobernador Osorio, en 1586. A. Rojas. Almanaque de Rojas Hermanos, 1884.
1. Del discurso pronunciado por el presbítero Dr. Carlos Borges en la inauguración de la casa natal
del Libertador, restaurada por el Gobierno de Venezuela, el 5 de julio de 1921. Fiesta del
Centenario de Carabobo.
1. Manuel Uribe Ángel. El Libertador, su ayo y su capellán. Libro del Centenario de Bolívar. Bogotá,
1884.
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Notas
1. Refiere don Arístides Rojas que, pocos días antes de la muerte de Humboldt, Pablo de Rosti
le mostró un álbum de fotografías tomadas en Venezuela, entre las cuales figuraba el legenda-
rio samán de Güere que aún hoy se yergue entre Turmero y Maracay. Cuando el anciano sabio
vio el Samán, se llevó la mano a la frente, los ojos se le llenaron de lágrimas y, agitando en lo
más hondo del alma por aquel recuerdo, habló «de los días en que el entusiasmo juvenil ponía
un sello de belleza a sus estudios». «El Samán, agregó, se halla exactamente tal como lo vimos
Bonpland y yo, en cambio, ¿qué es de nosotros?...
2. Conversations de Goethe. París, Charpentier, II, 10.
3. O’Leary. Correspondencias con el Libertador. Humboldt a Bolívar. París, 29 de julio de 1822; 28 de
noviembre de 1825 y 21 de marzo de 1826.
4. Centenario de Bolívar. Bogotá, 1883.
5. Cf. sobre Humboldt: Arístides Rojas de Humboldt. Puerto Cabello, 1874. T. E. Hamy. Lettres
américaines d ’Alex de Humboldt. París, 1909. Alex de Humboldt. Correspondance scientifique et litté-
raire. París, 1865-69.
6. Pyerusse. Mémorial et Archives. (Citado por Houssaye, 1815, pág. 215.)
1. Carta de Iturbe a Larrazábal. Vida de Bolívar. Nueva York, 1883. Obsérvese que Mitre ha narrado
este episodio con evidente mala fe, en su Historia de San Martín. Tomo III, pág. 263.
2. Oficio al Congreso de Cúcuta, de agosto de 1821. Véase también la carta de Bolívar a Iturbe,
subscripta en Curazao el 19 de septiembre de 1821 pocos días después de llegar salvo a la isla.
O’Leary, XXIV.
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Notas
30. Efectivamente, en el Museo Bolivariano de Caracas existen unas botas de Bolívar que parecen
de un niño, más que del héroe de América.
31. Autobiografía del general José Antonio Páez. Nueva York. 1867. Vol. I, pág. 139.
1. Cf. O’Leary, ob. cit. Manuel Briceño. La campaña de Boyacá (Papel Periódico Ilustrado. Boyacá,
1883). L. Duarte Level. Historia Patria. Caracas, 1911. Memorias de un oficial de la Legión britá-
nica, obra publicada por primera vez en inglés con este título: Campaings and Cruises in
Venezuela and New Grenada, etc. London, 1831, 3 vol.; más tarde vertida al francés. Esta obra
contiene la mejor descripción quizá del paso de los Andes por Bolívar, a lo menos en lo que
se refiere a la Naturaleza y a las dificultades que opuso a la marcha del ejército. Mitre y
muchos otros historiadores se inspiraron en esas páginas para sus narraciones.
2. Oficio al vicepresidente del Congreso de Angostura.
3. O’Leary, ibídem.
4. Rodríguez Villa. Biografía de Morillo. Tomos III y IV.
5. Op. cit., t. IV, pág. 50.
6. Op. cit., t. III, pág. 229.
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1. Entrevista de Guayaquil (1822) por el coronel de artillería Jerónimo Espejo, antiguo ayudante de Estado
Mayor en el ejército de los Andes. Ilustrada con dos retratos. Buenos Aires. Imprenta de Tomás
Goodby. Librero editor. 1873.
2. Relación de Guido y Manuel Rojas en desacuerdo con otros cronistas que dicen que Bolívar
fue hasta el muelle a recibir a San Martín.
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Notas
3. Tal es la relación de Rufino Guido, recogida por Espejo. San Martín en carta a Miller, cinco
años después, dice que Bolívar lo acompañó hasta el bote y lo obsequió con su retrato.
4. Historia de San Martín, etc. Buenos Aires, 1887-88, 3 vols. Tomo III, pág. 602. — La obra de
Mitre es cosa ya juzgada por la crítica contemporánea imparcial; su propósito, al describirla,
fue agigantar a su compatriota San Martín empequeñeciendo a Bolívar, para lo cual utilizó
fuentes espurias emanadas de los calumniadores y detractores de Bolívar que huyeron venci-
dos o desalentados en lo más sangriento de la lucha que él sostuvo hasta el fin y hasta el
triunfo. Vicente Lecuna, erudito crítico militar, y Rufino Blanco-Fombona, venezolanos, han
escrito juicios definitivos sobre la obra de Mitre. Cf. Hispania, Londres, números 16, 18, 21 y
23, de abril, junio septiembre y noviembre de 1913. Pero Mitre fundó la escuela en su país, y
después de él son muchos los escritores argentinos que han continuado adulterando la histo-
ria de América para exaltar a San Martín. En estos mismos días, en una conferencia dictada
por el señor Estanislao Ceballos, ex ministro de Relaciones Exteriores de la República
Argentina, en el Institute of Politics en Williamstown Mass, Estados Unidos, acaba de hacer esta
extraña declaración, reveladora de una inexplicable ignorancia de los más trascendentales
hechos de la historia americana: «San Martín fue el Libertador de los territorios en los cuales
fueron definitivamente organizadas siete Repúblicas: Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia,
Chile, Perú y Ecuador.»
Cuando San Martín, después de terminar su carrera pública en 1822, en la entrevista de
Guayaquil, abandonó su patria y se fue a vivir tranquilamente a una quinta cerca de París, no
se habían librado aún la batallas de Junín y Ayacucho (agosto de 1823 y diciembre de 1824),
que libertaron la tierra de los Incas, ni había nacido Bolivia, inmortalizados para siempre con
el nombre de su egregio fundador.
5. Se publicó esta carta por primera vez en Quinze ans de Voyages autour du Monde, por G. Lafond de
Lurcy, París, 1840, tomo II, página 139. Lafond acompañaló a San Martín en la entrevista de
Guayaquil y continuó siendo su amigo y corresponsal hasta 1847. En 1844 publicó en París sus
interesantísimos Voyages dans l ’Amérique espagnole pendant les guerres de l’Indépendance, París, 1844.
6. Gabriel Lafond de Lurcy. Voyages dans l ’Amérique espagnole, etc. París, 1844.
7. Publicada por primera vez en los Estudios históricos-numismáticos. Medallas y monedas de la
República Argentina, por Alejandro Rosa. Buenos Aires, 1898.
8. Pliego cerrado del Protector en que dice: «Nombro, hasta tanto se reúna la representación de
los pueblos libres del Perú, al general en jefe del ejército unido, don Rudecindo Alvarado,
quien entregará el mando a la persona o personas que dicha representación nombre para el
Poder Ejecutivo, teniendo presente para este nombramiento que respecto a que la reunión del
Congreso debe tardar poco tiempo, puede desempeñar los intereses del Estado el que manda
la fuerza, dando por este medio un centro más a la impulsión para consolidar la independen-
cia absoluta del Perú» Mss. (Arch. San Martín, volumen LXI). Mitre, Historia de San Martín,
etc. Buenos Aires: 1887-1888. Tomo III, pág. 613.
9. Se refiere a la nota reservada, subscripta en Guayaquil el mismo día 29 de julio de 1822.
10. Archivo del general Santander. Documentos inéditos. Tomo V.
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1. John Miller, Memoirs of general Miller, in the service of the Republic of Perú. London, 1828.
2. Recuerdos de Francisco Burdett O’Connor, etc. Tarija, 1895.
3. O’Leary, Memorias. Correspondencia.
4. Archivo Santander. Cartas inéditas de Bolívar. Bogotá, 1917.
5. Carta de don Joaquín Mosquera a don José Manuel Restrepo, subscripta en Bogotá el 2 de
agosto de 1854. Blanco-Azpurúa. T. IX, 343.
1. Obras consultadas: Repertorio Colombiano. Bogotá. Tomo XX. Año 1899, Manuel Pombo.
Escritos varios publicados en La Tribuna, Bogotá, 1914. M. Arroyo Diez. D. José María
Mosquera. (Revista Popayán, 1915). Guillermo Valencia. Don Joaquín Mosquera. Popayán, 1895.
Un folleto. —Debo los documentos inéditos que cito en este ensayo a la amistad del nieto de
don distinguido caballero, quien justamente dos días después de haberme dado las últimas
copias de cartas de su abuelo, falleció inesperadamente en esta ciudad. Consagro aquí, a tan
excelente, amigo, un cariñoso recuerdo. Nota: Este libro fue escrito en Bogotá.
2. C.f. Carta de don José María Cárdenas a don Santiago Arroyo, de Popayán, subscripta en Bogotá,
el 7 de diciembre de 1826. (Documentos inéditos publicados por don Cecilio Cárdenas.)
3. Estas dos últimas anécdotas me fueron comunicadas por el señor J. M. Cárdenas Mosquera.
1. Mariano Torrente. Historia de la Revolución Hispano-Americana. Madrid, 1830. T. III, pág. 475.
2. M. A. López. Recuerdos históricos. Bogotá, 1878.
3. O’Leary. Memorias. Caracas, 1883. T. XXVIII, pág. 268.
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Notas
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1. J. M. Samper. El Libertador Simón Bolívar. Buenos Aires, 1884. A. Rojas. Leyendas. Op. cit., t.
I, pág. 35. Simón Camacho. Recuerdo de Santa Marta. Caracas, 1842.
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Notas
1. Autopsia del cadáver del Exmo. Sr. General Simón Bolívar. Blanco-Azpurúa. Tomo XIV, 470-477.
En febrero de 1796 nació en Falaise (Normandia) Alejandro Próspero Révérend. Estudió en
el Liceo de Caen. En 1814 se alistó como soldado en un cuerpo de caballería del ejército de
Napoleón e hizo la desgraciada campaña del Loire. En 1820, radicado en París, estudió medi-
cina. Partidario ardiente de las ideas republicanas y creyéndose inseguro en Francia, se dirigió
a Colombia y arribó a Santa Marta en 1824; allí fue médico del hospital militar, miembro de
la Junta de Sanidad, cirujano mayor del ejército en 1830, año en que llegó el Libertador
enfermo a Santa Marta y en que Révérend de encargó, de asistirlo. Del 1.º al 17 de diciembre
publicó treinta y tres boletines relativos al Libertador, y tres horas después de muerto este hizo
la autopsia al cadáver. En 1842, cuando fueron repatriados los restos de Bolívar, a Révérend
le tocó identificarlos. Después, en 1838, desempeñó en Santa Marta el Consulado de Francia.
En 1866 publicó en Francia una colección de documentos titulada: La última enfermedad, los
últimos momentos y los funerales de Simón Bolívar, Libertador de Colombia y del Perú. En 1867 se acuñó
en Venezuela una medalla de oro con esta inscripción: «Congreso de 1867. Venezuela agrade-
cida a A. Próspero Révérend.» Más tarde se le condecoró con el busto del Libertador y se le
asignó una pensión. Regresaba de París, cuando murió en Santa Marta, el 1.º de diciembre de
1881, a los 85 años de una vida consagrada a los más bellos ideales.
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Índice
INTRODUCCIÓN 9
IX. EN MILÁN 67
X. BOLÍVAR E ITURBE 71
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Briceño 81
Arismendi 85
Boves 88
I 153
II 161
III 169
I 187
II 195
Índice
NOTAS 265
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