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biografías

El Libro de Oro
de Bolívar
Caracas, 2007
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biografías

El Libro de Oro
de Bolívar
Cornelio Hispano
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©Cornelio Hispano
© Fundación Editorial el perro y la rana, 2007
Av. Panteón. Foro Libertador.
Edif. Archivo General de la Nación, planta baja,
Caracas-Venezuela, 1010.
Telfs.: (58-0212)5642469
Telefax: (58-0212) 5641411

Correos electrónicos:
mcu@ministeriodelacultura.gob.ve
elperroylaranaediciones@gmail.com

Diseño de la colección: Kael Abello


Diagramación: Edarlys Rodríguez
Edición del cuidado de: Luis Lacave
Transcripción: Yaneth Mendoza H.
Corrección: Eva Molina

Hecho el Depósito de Ley


Depósito legal lf 40220068001814
ISBN 980-396-205-1
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Colección trazos y testimonios

En la historia no hay espacio para el silencio y el vacío. El recuerdo de los pro-


tagonistas del mundo ha sido perpetuado en el papel, allí están el estilo, la feria, la
herida, la cumbre y el abismo de vidas que se repiten en la lectura. Esta colección
hace honor a los hombres que por su fuerza e intuición han definido épocas; sus
cuatro series honran las huellas que conservan aroma y frescura, las voces que per-
manecen porque aún tienen mucho que decir. Biografías es la serie que condensa
estudios de investigación en torno a la vida y obra de los personajes que han
sellado el tiempo. Diarios nos trae a los autores desde sus escritos más personales,
nos acerca a ellos con la sutileza de quien atiende un acto de intimidad. Epístolas
reconstruye momentos de intercambio ideológico y sensitivo a través de las cartas,
recopila instantes revertidos en tinta para comunicar en su momento inquietudes
que contribuyen a la reflexión. Relatos de Viaje permite que el escritor nos tome
de la mano para llevarnos con él a países y regiones extranjeras; nos invita a cono-
cer geografías, climas, culturas, impresiones que se desprenden de sus propias
narraciones.
Hay líneas del tiempo que se dejan ver, colores y oscuridades que el olvido no
ha podido manipular del todo, esta colección se atreve a hurgar en los resquicios
de la memoria para obsequiarnos los Trazos y Testimonios de figuras inmortales.

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Introducción

Después de la Historia secreta de Bolívar donde he presentado al héroe en Capua


(quiero decir, bajo las palmeras de La Magdalena), coronado de mirtos y laureles
y en los brazos de la mujer amada, he aquí su complemento, natural y necesario:
El Libro de Oro de Bolívar, esto es, las más bellas y acrisoladas páginas de los anales
de su vida: dorados recuerdos de la infancia; sucesos sobre los cuales ha pasado ya
su brocha la leyenda; episodios que son como síntesis definitiva de su genio y
carácter; semblanzas trazadas en secreto por amigos y camaradas en las más ínti-
mas y descuidadas posturas; confidencias que guardó el tiempo, como en discre-
tos relicarios, en el corazón de fieles y apasionados admiradores, aun después de la
muerte; memorias idealizadas cum grano salis, de tinte otoñal, como flores de oro
entre las hojas de un libro de oraciones.

Al recogerlas con pasión, el autor puede haber errado en los detalles y aun
interpretado bizarramente la verdad histórica, pero ha sido leal a la verdad intelec-
tual, a esa nobleza y decoro de expresión que da como fruto una obra espontánea
y vivaz, de una virtud propia y perenne, como decía Tucídides, y no una mera
esgrima espiritual; en otros términos, ha querido que todas sus palabras tengan un
acento de heroica verdad, y que sus cualidades sean las que Luciano pedía al his-
toriador: Un buen sentido para las cosas del mundo, y una agradable expresión.

Porque la historia es un arte y una ciencia; la perfección de la forma es esencial,


y de ello nos han dado clarísimos ejemplos Agustín Thierry, Renán, Taine, maestros
consumados que creyeron que una frase mal construida corresponde siempre a su
pensamiento inexacto. Esa humilde parte del trabajo literario, que consiste en atenuar
y borrar, parte tan poco comprendida de las personas inexpertas que ignoran lo que

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cuesta al arte saberse ocultar, era la que más los atraía. De Thierry se cuenta que
el día que dejó de existir para la vida intelectual, despertó a su criado a las cuatro
de la mañana y le dictó un ligero cambio a una frase de la Conquista, que sólo el
podía desear mejor de lo que estaba. Las reminiscencias de los contemporáneos
pueden también discordar, y aun contradecir, pero su bondad estriba en ser uná-
nimes, precisas, admirablemente gráficas en cuanto al carácter del héroe y a la
impresión que en vida les causó y que después de la muerte conservaron clara y
profundamente única.

«La inexactitud, que es uno de los rasgos de todas las producciones popula-
res, dice Renán, se hace sentir particularmente en los Evangelios, que son biogra-
fías legendarias. Supongamos que, hace quince o veinte años, tres o cuatro viejos
veteranos del Primer Imperio se hubiesen puesto a escribir cada uno por su
cuenta, y ayudados sólo por sus recuerdos, la vida de Napoleón. Es claro que sus
relatos adolecerían de numerosos errores, de incontables discordancias. Uno colo-
caría a Wagram antes de Marengo; otro no vacilaría en escribir que Bonaparte
arrojó de las Tullerías a Robespierre; otro, en fin, omitiría las expediciones de
mayor importancia. Pero una cosa se destacaría firmemente con un alto grado de
verdad de esas ingenuas y sencillas narraciones: el carácter del héroe y la impreci-
sión que dejó en torno suyo. Por tal aspecto esas reminiscencias populares valdrían
mucho más que una historia solemne y oficial.»

«Tratemos en nuestros días, dice el mismo autor en otra de sus obras, con
nuestros innumerables medios de información y de publicación, tratemos de saber
exactamente cómo se desarrolló tal importante episodio de la historia contempo-
ránea, cuáles fueron los preliminares, qué móviles e intenciones los movieron, y no
lo conseguiremos. Por mi parte he tratado a menudo, como experiencia de crítica
histórica, de formarme una idea cabal de acontecimientos que han pasado ante
mis ojos, tales como los sucesos de febrero, de junio, etc., y nunca he logrado
quedar satisfecho. Es, pues, necesario escoger entre dos sistemas: o no escribir sino
historia general, no tratar sino las grandes líneas de la revoluciones políticas socia-
les y religiosas, las únicas que son rigurosamente ciertas, o desprevenirse sobre la
exactitud de los detalles, y aceptarlos, no como la verdad absoluta, sino como
rasgos de costumbres dignas de ser tomadas en consideración.»
Otro tanto puede decirse de los recuerdos que nos dejaron los compañeros de
Bolívar, sobre los cuales se ha escrito esta obra. Nada hay que agregar ya a los gran-
des capítulos de los Anales bolivianos. Menester sería que se descubrieran nuevos
documentos, que se redactaran otras memorias, y ya los archivos nacionales y
extranjeros no guardan secretos, ni quedan libertadores sobrevivientes para narrar-
nos, al amor de la lumbre, sus recuerdos de antaño. Ni es posible superar tampoco

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Introducción

la obra monumental del pasado. O’Leary, Blanco, Restrepo, Posada, Mosquera,


que vinieron y oyeron, amontonaron los elementos esenciales y dieron la primera
magistral impresión al bronce imperecedero. Baralt, Montalvo y Larrazábal, con
manos expertas y esmeradas retocaron las líneas, dispusieron las sombras, atilda-
ron y pulieron los pliegues de la estatua, dándole el continente de los antiguos
héroes; otros agregaron más tarde piedras al pedestal o cubriéronle con ramas sim-
bólicas, recién desgajadas, en las florestas natales. Olmedo embocó en su honor la
trompa homérica; Heredia pulsó su arpa; su salterio Ortiz, y Caro su latina lira.

Y luego, que no siempre en las acciones más brillantes se muestran mejor las
virtudes y los vicios de los hombres; un palique sin trascendencia, una réplica, un
gracejo nos permiten a menudo conocer mejor un carácter y un corazón que el
prolijo relato de batallas sangrientas, o de vastas operaciones estratégicas, o de asal-
tos de ciudades.

Al revés de la historia cabal y rígida, las Memorias, creadas por el genio francés,
la crónica, es como una anciana nodriza que conserva en sus labios joviales y can-
dorosos las desteñidas tradiciones de las cosas. Plutarco me encanta siempre, dice
Montesquieu: tiene episodios referentes a las personas verdaderamente deliciosos,
y Aristóteles prohibe que se lleven al drama héroes perfectos por temor de que no
interesen al público. Y, en verdad, los personajes irreprochables nos asombran o
nos atedian, y, como por lo general nos sentimos atraídos unos a otros por las
debilidades y flaquezas comunes, nada simpático nos parece quien no pecó nunca,
quien jamás erró, ni alguna vez se arrepintió o se contradijo, cosas todas propias
de los míseros mortales.

El Libro de Oro de Bolívar completa, pues, la Historia secreta y el delicioso Diario


de Bucaramanga. Sólo a través de esas páginas podemos hoy y siempre conocer a
Simón Bolívar tal como fue, mortal entre los mortales, hombres entre los hom-
bres. En vano lo buscaríamos en los graves autores que en los primeros tiempos de
la República cuidaron de presentárnoslo bajo el solio presidencial, o en el gabinete
de estudio, en ceremonioso frac, o en deslumbrante uniforme, tal sería como
buscar en Thiers o Mignet al apasionado Bonaparte de la Malmaison o de
Compiegne. Y a la manera que de este legendario emperador nada nos seduce hoy,
como no sean los secretos de su fuerza y los secretos de sus debilidades, sus aven-
turas galantes, liviandades, derroches, fracasos, pesares, sus cesáreas visiones, su
gloria sin par, y apenas si nos preocupan y distraen los itinerarios de sus marchas
a través de los desiertos del Nilo y las estepas rusas, o sus vastos planes de cam-
paña, o sus finanzas, o sus tratados leoninos, o sus códigos, del propio modo no
queremos saber más sobre la Constitución boliviana, ni sobre la pretendida

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monarquía en América, ni sobre la independencia del Perú y Bolivia, o el


Congreso de Panamá. La vida de un hombre, repito, no se compone solamente de
los acontecimientos notables que refieren las historias corrientes y oficiales, ella es
la serie continua de todas las sensaciones, pensamientos, sentimientos, acciones
grandes y pequeñas que han llenado sus días desde su cuna hasta su muerte. Y,
quizá, si después de un estudio profundo y desprevenido, se quisiera sintetizar en
una frase el carácter moral recóndito del Libertador, habría que decir que él, epi-
cúreo como Alejandro, como Lutero, como Goethe, como René, resumía en dos
cosas todas las bellezas y dulzuras humanas: la Gloria y el Amor.

C. Hispano

París, 1925.

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I
Las vísperas de la Revolución
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En aquel tiempo, o sea en los dos lustros que precedieron a la Revolución de


1810, la vida de la colonias ultramarinas de España era holgada, tranquila y
patriarcal, como era alegre y confiada, suntuosa y floreciente la vida de Francia en
ese gran siglo XVIII, mientras en las más bajas capas sociales ardían secreta y len-
tamente las chispas salidas de los cerebros de los filósofos y que habrían de estallar
de súbito en la maravillosa hoguera del 89. En el dichoso Virreinato de la Nueva
Granada habían disminuido, ya tardíamente, es cierto, los impuestos, pechos y
alcabalas; era próspero el comercio, después de un letargo tres veces secular; los
productos de la tierra, como el café y el cacao, enriquecían a los dueños de las
vastas haciendas donde trabajaban graciosamente y como bestias los esclavos; en
los potreros, dehesas y sabanas pastaban multicolores e innumerables rebaños,
gordos y lozanos, que excediendo al consumo empezaban a desfilar hacia las
Antillas en pingües intercambios mercantiles.

Así plácidos y monótonos y confiados transcurrían los días y los años y los
siglos en nuestro sumiso y feliz Nuevo Reino, renombrado desde sus orígenes
hasta hoy por la fertilidad de sus campos, sus ingentes riquezas naturales, enton-
ces como hoy, ocultas y custodiadas por dragones de siete cabezas, como las man-
zanas de oro del Jardín de las Hespérides; su incomparable posición geográfica
entre los dos Océanos, la sorprendente belleza de sus valles, florestas, bosques y
vírgenes montañas, y la mansa y pía condición de sus habitantes, impregnados,
desde entonces, de cierta encantadora melancolía religiosa u olvido de las cosas
ilusorias y perecederas de la tierra, que aún perdura intacta en nuestra alma nacio-
nal, a Dios gracias, por las tangibles y eternas del cielo.

Lo maravilloso llena la vida de los sencillos colonos que atribuyen a los santos
y al demonio una permanente intervención en los más minuciosos incidentes de
su plácida existencia. Aquí y allá, pesados conventos, sin fachadas, todos con nom-
bres de santos: San Francisco, San Diego, Santo Domingo, El Carmen, San
Agustín, Santa Clara, La Enseñanza, La Concepción, La Capuchina, en cuyos
muros converge toda autoridad, todo pensamiento y toda vida. Las campanas es
lo único que levanta la voz en la ciudad desierta y como dormida; la biblioteca

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teológica del convento el solo depósito de cultura, y el colegio principal, una


dependencia adyacente del claustro.

La librería no existe, la imprenta hace novenas, bulas, pragmáticas. El peripato y


el ergotismo agobian las inteligencias, y así el culteranismo de la idea prepara y acom-
paña al culteranismo de la frase. La metrópoli revela, sin embargo, su interés en con-
servar tal estado de cosas. «Un clero innumerable y ocioso pulula con el permanente
hervor de la planta asaltada de hormigas movido por la vulgaridad, la ignorancia, la
pasión fanática, la gula, la sensualidad y codicia que arrebata al indio infeliz las heces
que pudo dejar la usura del patrón.» La vida es triste y monótona, poblada de temor
supersticioso y disposición penitencial; cantan los gallos para que amanezca la murmu-
ración y el sol se pone para que ella atisbe más a cubierto.

La insuficiencia o falta absoluta de enseñanza en los planteles de la colonia,


era suplida por estudios solitarios, como lo reconocía el virrey Mendinueta al
estampar en la Relación dirigida a su sucesor, los siguientes conceptos que contes-
tan, de una vez por todas, a aquellos obcecados aun en nuestros días, que con el
mismo espíritu que inspiraba a los gobernantes españoles de aquella época, alegan
en favor de la cultura peninsular en sus colonias, la formación de inteligencias tan
poderosas como las de Caldas, Torres, etc. : «Los que la tienen, dice, refiriéndose
a la instrucción de los colonos (según el método y autores que prescribió la junta
de estudios el 13 de octubre de 1779), puede decirse que la han adquirido más
bien en sus gabinetes, a esfuerzos de un estudio particular, auxiliados de sus pro-
pios libros, que en los colegios y aulas públicas, estando en ellos limitada la ense-
ñanza a un mediana latinidad y a la filosofía peripatética de Gaudin, a la teología
y derecho civil y canónico.»

Acorde con esa Relación es una nota al Gobierno de Madrid, fechada en


Bogotá en los días del terror, en que al hablar del medio más eficaz, en su con-
cepto, para restablecer en las colonias sublevadas la autoridad del trono y del altar,
decía don Pablo Morillo, El Pacificador:

«A todos los individuos de ambos sexos que sabían leer y escribir, se les ha tratado
como rebeldes. En mi opinión, es medio del más seguro de contener los progresos del
espíritu revolucionario.»

Y cuando la ciudad de Mérida, en Venezuela, solicita, a mediados del siglo


XVIII, que se eleve su seminario a la categoría de universidad, el Gobierno de
Carlos IV contesta con tanta lógica como franqueza, que «Su Majestad no consi-
dera conveniente el que se haga general la instrucción en América».

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I. Las vísperas de la Revolución

Los escitas vaciaban los ojos a sus esclavos para que hiciesen girar la mula con
menos distracciones. Tal es el principio de los gobiernos tiránicos, y tal fue el que
España aplicó rigurosamente a sus colonias ultramarinas. La Inquisición se
encargó de cegar las almas, y a su sombra se fundaron en México, Lima y otras
ciudades universidades destinadas a cultivar y propagar la ignorancia. Trescientos
años duró aquel régimen en América y en la misma España existiría aún el Santo
Oficio hoy, si un rey extranjero y usurpador, de raza y lengua distintas, José
Bonaparte (apellidado Pepe Botellas), no lo hubiera abolido durante su corto rei-
nado. Complemento de la Inquisición era el comercio de indulgencias, renta del
clero romano y de la metrópoli.

El Papa entregaba al gobierno español, y éste a sus colonias, cinco especies de


bulas: la de vivos, la de difuntos, de huevos y lacticinios, de composición y la de la
Santa Cruzada. La penúltima tenía el maravilloso e inaudito efecto de hacer legí-
timo propietario al injusto detentador de la propiedad ajena.

Ahora, por lo que hace a nuestros antiguos hogares, una carta íntima y familiar,
publicada en la revista Popayán, va a darnos los colores, el ambiente y hasta el per-
fume de aquellos cuadros, o escenas rústicas de la más encantadora simplicidad:

«Como deseas pormenores de la familia, allá van unos cuantos (le escribía de
Popayán don Jerónimo, a su hermano el ilustre don Camilo Torres, residente en
Santa Fe, el 20 de octubre de 1807):

«Nuestras hermanas lo pasan grandemente en su retiro de Pandiguando, lla-


mado ahora comúnmente El Llanito; no se cansan, y, al parecer, no se cansarán
jamás de la relativa soledad del campo, y se consideran muy felices estando lejos
de las rivalidades mezquinas de esta ciudad. Ellas llevan un sistema de vida higié-
nico, metódico, tranquilo e igual, turnándose cada una, del primero al primero
del mes, en las faenas domésticas. Se levantan infaliblemente a las cinco, con dife-
rencia de minutos; llaman a las esclavas y rezan luego en un oratorio contiguo a la
cuadra (alcoba); pasan después a bañarse, casi diariamente, en una alberca espa-
ciosa —de cuatro varas de largo, tres de ancho y una y media de hondo,— cons-
truida de baldosas de piedra bien zulaqueadas, y situada detrás de la casita en un
declive suave, sombreado a uno y otro extremo con naranjos pintorescos y fron-
dosos, aunque vetustos, que existían allí desde marras. Un manantial abundante
de agua potable, siete varas distantes de ella, encerrado en alcubilla de cal y canto
y conducida por arcaduces de barro cocido, la surte durante la noche. Terminado
el baño, toman la espumosa leche al pie de la vaca, por vía de desayuno, y en
seguida van al jardín situado al frente de la casita y también al lado opuesto del

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pararrayo, abundante en rosales de distintas clases que producen flores de hermo-


sos y variados matices. Allí gozan mucho contemplado las flores y regando las
matas, bien entendido que el riego sólo lo hacen en el corto tiempo de verano, de
junio a agosto, pero no en estos meses de horrorosas tempestades y fuertes lluvias,
época en que el cielo se encarga de proveerlas de agua en demasía. A las ocho y
media se sirve el almuerzo, y durante este acto, como también en el de la comida,
departimos grata o tristemente y acaso con indiferencia, según las ocurrencias del
día. Como a las diez salimos juntos, ellas a pie a dar un corto paseo en el mismo
predio, y yo con mi paje, el negrito Lorenzo, a caballo para venir a ésta a evacuar
mis diarias tareas, y regresar a las tres y media a tomar la sopa. El resto del tiempo
hasta las diez de la noche — hora en que, después del rosario, nos retiramos a
nuestros respectivos dormitorios — lo distribuyen así: en costuras, remiendos de
ropa, medias y calcetines; en lecturas piadosas como el Evangelio en triunfo, Fray
Luis de Granada, Biblia, etc.; en lecturas profanas, y, entre varias que tienen, dan
la preferencia a Don Quijote que es su delicia, lo leen diariamente y no sería raro
que lo hayan aprendido de memoria, y, en fin, en otras menudencias caseras...

«Has de saber que nuestras hermanas lo hacen todo, por decirlo así, a son de
campana, debido a la recta dirección que supo darles madre, y también a la exac-
titud de sus caracteres...

«Luisa, Manuela, Andrea y Teresita —nombradas expresamente cada una por


orden recibida de ellas ayer — te envían por mi conducto, mientras ellas te escri-
ben, el muy sincero y cordial Dios te lo pague por el obsequio de cuatro mantones vaporo-
sos de seda de humo, que aún no han recibido por no haber llegado Barreyro...

«Desean también que les envíen algunos pares de medias de seda, caladas, de
color de rosa, muy desvaído, y amortiguado, casi blanco; y cuatro babuchas de
raso negro, grueso —llamado por doña Polonia paño de seda, —con cintas atercio-
peladas, muy angostas, de las cuales se sirven como adornos, cruzándolas varias
veces sobre el pie y la pierna hasta arriba de la pantorrilla en donde las atan.»

¡Que bello partido podría sacar de este preciso documento humano un


experto escritor a lo Flaubert, el autor de Salammbó y L’education sentimentale, para
delinear una linda novela colombiana de reconstrucción colonial!

No menos apacible que la del Nuevo Reino de Granada era la vida en la


Capitanía General de Venezuela, si hemos de creer al conde de Ségur, quien de
regreso de los Estados Unidos a Francia, visitó a Caracas y el valle que riega el
Guaire justamente aquel año de gracia en que vino al mundo el Libertador:

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I. Las vísperas de la Revolución

«Allí se respira un aire puro, embalsamado; allí parece que la existencia asume
una nueva actividad para hacernos gozar de las más dulces sensaciones de la vida. En
fin, a no encontrar monjes inquisidores, salvajes alguaciles, algunos tigres y los
empleados de un avaro intendente general, habría pensado que este valle es un rin-
concito del paraíso terrenal y que, por una cortés distracción, el ángel que guarda su
puerta, con una espada flamígera, nos había permitido la entrada (1).»

«Las familias de alto rango, como la de Bolívar —escribe hermosamente


Mancini, con acopio de documentos,— cuyas haciendas de los campos constitu-
ían principalmente su fortuna, preferían a la vida algo monótona de Caracas, la
más desahogada y señorial de su dominios.

«Durante el día visitaban las labranzas y plantíos, en compañía de los mayordo-


mos, alternando estas faenas, con la caza, los paseos a caballo, o las fiestas campes-
tres, al aire libre, a las orillas de los ríos. Por la tarde, cuando la campana de la capilla
tocaba el Angelus, desfilaban, ante la baranda de la imponente mansión, los esclavos
de la casa que venían a pedir a sus amos la autorización para un matrimonio, el favor
de apadrinar un recién nacido, de medicinar a un enfermo, de resolver un desa-
cuerdo. Tratados con dulzura los siervos amaban a su señor “amo”, como decían con
acento reconocido. En San Mateo, en Cura, las haciendas de los Bolívar, llevaban
ellos, filialmente, según el uso de entonces el nombre patronímico de don Juan
Vicente, quien dominaba sobre aquel pueblo sumiso como un rey patriarcal.

«A veces, después de la merienda, al caer la noche, formábase en rueda la


familia en el patio principal, bajo el cielo estrellado, alrededor de alguna negra
vieja contadora de cuentos. Casi siempre se trataba en ellos de alguna de las innu-
merables aventuras del Tirano Aguirre, figura legendaria de los primeros tiempos de
la conquista, cuya alma, manchada por horrorosos crímenes y convertida ahora en
una luz ambulante y nocturna, aparecía, como fuegos fatuos, en las llenuras de
Barquisimeto y de la Costa de Burburata, o, también sobre el samán del Buen
Pastor, árbol colosal y centenario, cuya copa inmensa, erguida sobre la margen del
Catucher, se divisaba desde la casa misma de Bolívar, y cuyos follajes se ilumina-
ban de súbito con resplandores fosforescentes. Bajo las atentas miradas de los
padres, la negra Hipólita, aya del “amito Simón”, sentada en la primera fila del
auditorio, se extasiaba con el relato, mientras el niño, maravillado, fijaba sobre el
narrador sus grandes ojos negros (2).»

La negra Hipólita fue la aya de Bolívar. Era ágil y montaba a caballo. Quería
entrañablemente a su amo, y estuvo con él en las batallas que se libraron en San
Mateo. Cuando Bolívar entró a Caracas el 10 de enero de 1827, subió, bajo palio,

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por la calle comprendida entre Sociedad y Las Gradillas, y, como divisara a Hipólita
entre la multitud, abandonó su puesto y se arrojó en brazos de la negra, quien lloraba
de placer. En el avalúo de la finca de San Mateo, hecho en 1721, consta que Hipólita
tenía entonces veintiocho años y su valor se tasó en 300 pesos, suma ésta la más alta en
que se valoraba un esclavo. Bolívar no la olvidó nunca; desde el Cuzco en 1825, le
escribe a su hermana Maria Antonia: «Te mando una carta de mi madre Hipólita para
que le des todo lo que ella quiere; para que hagas por ella como si fuera tu madre. Su
leche ha alimentado mi vida y no he conocido otro padre que ella (2).»

Los virreyes entran bajo palio, en procesión solemne, a las capitales de las
colonias, en tanto que son echadas a vuelo las campanas de cien iglesias y que un
severo desfile de munícipes con golilla, de graves oidores, de religiosos de todas las
órdenes y de doctores engalanados, alaba, con devoción cortesana, la gloria del
mensajero real. En las fiestas del culto pasan altares majestuosos, que los fieles, en
señal de penitencia, cargan sobre sus hombros, con imágenes de la Virgen, vesti-
das de terciopelo y resplandecientes de joyas, santos que se hacen reverencias como
ceremoniosos hidalgos, Cristos que lloran ante la multitud pasmada. En torno de
las andas, los monjes musitan melancólicas salmodias, y, dominados por un
sagrado furor, los hombres y las mujeres flagelan sus cuerpos hasta chorrear sangre.
El grito de dolor se confunde entonces con las monótonas preces, entre el éxtasis
religioso de los fieles.

Pero lo mejor de aquellos dichosos tiempos fue el establecimiento que se hizo


en América del Tribunal del Santo Oficio, viejo de muchos siglos en España, y con
el cual los reyes católicos buscaban un aliado para el dominio y aprovechamiento
de las colonias. La Inquisición perseguía los delitos contra la fe y contra el rey, con
poder absoluto, porque sus juicios eran secretos y no tenían apelación. La prohi-
bición de leer libros que pudieran ilustrar al pueblo estimulaba las delaciones aun
entre parientes, acabando con la paz de los hogares, y la franqueza y expansión del
trato social.

El Tribunal residía en Cartagena de Indias desde 1610, en que fue fundado


por Cédula de 8 de mayo, y tenía jurisdicción sobre el Virreinato, Venezuela,
Cuba y Puerto Rico. Constaba de dos inquisidores y un fiscal, todos españoles, y
los correspondientes alguaciles. En las ciudades principales había jueces delegados
e instructores de los procesos, y todo el personal se sostenía con el producto de
una canonjía suprimida en cada silla episcopal.

Estos tribunales americanos dependían de la Inquisición aragonesa, y de ahí


que se hallen en el Archivo de Simancas, y no en el de Indias, todos los procesos

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I. Las vísperas de la Revolución

de los santos Tribunales de México, Lima y Cartagena. Allí puede verse el catálogo
impreso de Oficio en 1790, por la Inquisición, en el cual figuran los nombres de
5.400 obras reprobadas y los nombres de los procesados con determinación de su
persona, origen, vida íntima, móviles secretos de sus actos y hasta su modo de
hablar y escribir.

Las causas sobre que se instauraban esos procesos son muy curiosas. Basta
citar algunos casos ocurridos en Venezuela donde la Inquisición fue mucho más
benigna que en parte alguna, porque los inquisidores que se enviaron allá eran
«unos hombres tranquilos, tolerantes y benévolos, y tan mansos que hasta jugaban
carnaval, y de seguro echaban su partida de solo o de tresillo».

Luis de Quesada, sastre, procesado en 1618 porque en Coro, comiendo con


un cura, le dijo que cuando decía misa mentía, fue desterrado de las Indias des-
pués de seis años de prisión que duró la causa.

Ana Rodríguez de Villena, de Cumaná, por echar la suerte de las Habas y rezar la
oración del Ánima Sola. Desterrada por sentencia de 25 de marzo de 1638.

El padre Juan Rivas, cura de Margarita, por haber celebrado el año nuevo con
el capitán de un buque inglés, ocho días después de las pascuas. Preso en 1653 y
conducido a Cartagena, donde probada su inocencia, fue absuelto el 6 de junio de
1658, después de sólo cinco años de prisión.

Los innumerables casos que siguen son semejantes y puede verlos el desocu-
pado y despreocupado lector en la conocida Historia del Tribunal del Santo Oficio de
Cartagena por J.T. Medina.

La Inquisición de Cartagena declaró a Francisco de Miranda en 1807


«indigno de recibir pan, fuego, ni asilo en su propio suelo, por haberse rebelado
contra su Rey y Señor», y el 13 de octubre de 1810 fulminó excomunión mayor
contra los «insurgentes».

No olvidó Miranda estos cariños del Santo Oficio, y en sus consejos a


O’Higgins le dice: «Ellos (los americanos) saben lo que es la Inquisición, y que las
menores palabras y hechos son pesados en su balanza, en la que, así como se con-
cede fácilmente indulgencia por los pecados de una conducta irregular, nunca se
otorga al liberalismo en su opiniones... No olvidéis ni la Inquisición ni sus espías,
ni sus sotanas ni sus suplicios.»

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Los «insurgentes» abolieron más tarde la Inquisición. Sobre tan gran suceso
escribe el padre Navarrete: «Hoy día en el mes de noviembre, el día once de dicho
mes (año de 1811), se quitó y abolió en esta Cartagena de Indias, y en nuestra
Caracas también se extinguió y abolió el día 22 de febrero de este año 1812 y pri-
mero de nuestra independencia absoluta, según el decreto de nuestro Gobierno
inserto en las gacetas de febrero (número 392).

«Y en estos últimos tiempos, ya la Santa Inquisición de España se había hecho


odiosa a nuestra misma sana, santa y sencilla América, cristiana, católica y espa-
ñola, porque a la verdad se estaba valiendo de la despótica corona española de este
Tribunal para adular a Francia, prohibiendo a todos las obras más excelentes que
pregonaban al mundo las indignas operaciones y escritos de los impíos franceses.

«¡Santa Caracas y Santo tu Gobierno independiente que ya quitaste la


Inquisición (4)!»

Los autos de fe eran suprema fiesta de aquellos felices tiempos y funcionaban


de acuerdo con el más riguroso ceremonial, nunca infringido. Los cronistas de la
época elogian el imponente espectáculo, y de los Anales de la Hermandad de San
Pedro mártir se toman los detalles que van leerse:

«La procesión fúnebre que conducía a los reos, compuesta del clero parro-
quial, inquisidores, ministros y familiares, avanzaba en medio de grupos de faná-
ticos y de monjes enternecidos que iban acompañando a los brujos, blasfemos,
herejes. Éstos marchaban montados en burros adornados de coraza con llamas,
aspas y demás preseas que les distinguían, y además cubiertos con un velo amari-
llo o verde, o bien con lúgubres ropas sobre las cuales se veían pintadas escenas de
los tormentos infernales; otros llevaban sambenitos de infamia que excitaban la
crueldad de las gentes. Iban acompañados del alguacil mayor y del alcalde de cár-
celes secretas hasta la iglesia, donde en el presbiterio, al lado de los Evangelios, los
esperaban los inquisidores. Delante había una mesa con tapete carmesí, y a la
derecha se situaba el alcalde del crimen. Al mismo lado se colocaba el estandarte
de la hermandad, cubierta la cruz con tafetán morado, precaución que sin duda
tenía por objeto no dejar ver al Cristo aquel espectáculo de horror que se perpe-
traba en su nombre y beneficio. A la izquierda estaba la cruz parroquial, también
tapada, y con los cirios apagados. El altar mayor, sólo tenías seis velas amarillas.

«En el centro de la iglesia, dentro de una jaula de madera, se colocaba a los


reos. Luego comenzaba la misa, y después del Introito se leía la sentencia. En
seguida subía al púlpito un sacerdote y demostraba, arrebatado por la ira divina,

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I. Las vísperas de la Revolución

la justicia del veredicto, y lo saludable del castigo. Acto continuo sacaban los reos
y los entregaban «al brazo secular», esto es, a la muerte a garrote y a ser quemados
vivos sobre un cadalso de piedra que llamaban “el quemadero”, previa, eso sí, la
imposición de las insignias y capotillo que les correspondían como reos de la
Santa Inquisición.

“Cuando condenados se acercaban al lugar del suplicio, una multitud


sedienta de sangre y de torturas, ebria de sol, lo mismo que en las corridas de
toros, aclamaban el holocausto y a los verdugos, bajo la impasible tribuna de los
santos inquisidores.

“La farsa, la grotesca mímica se mezclaba a la tragedia; el fasto oriental, al


terror místico; y la misma gran señora que danzaba al pavana en un salón aristo-
crático, respiraba, devotamente, el acre perfume de la carne carbonizada (5).”

A este cuadro, tomado de las fuentes más puras, y retocado por las plumas de
dos ilustres escritores de nuestra América, nada hay que agregar ni quitar, a no ser
el nimio escollo de que tal vez quedan no pocas ciudades en las antiguas colonias
ultramarinas de España que aún no han despertado del todo, y que, quizá para su
dicha, tarden aún en despertar del delicioso sueño colonial.

Justamente en estos días que vivimos un individuo que por su facha, gestos,
obsesiones, ira, vanidad y rencores no parece sino un malogrado inquisidor mayor
de aquella época, escribe sus Sueños, y nos da, tal es el poder de su evocación y de
su estilo, el color, el olor y hasta el sabor de aquella, para siempre perdida, Arcadia
española y católica.

Los tiempos, sin embargo, han cambiado; los falsos valores que la ciencia
derribó no se levantan más de la nada donde yacen; los dioses muertos no resuci-
tan ya; la civilización del mundo avanza siempre y nunca retrocede sino, a veces,
accidentalmente, pero sólo para dar un paso más largo, el progreso moral e inte-
lectual, a costa de grandes y tenaces esfuerzos alcanzado, es progreso adquirido
para siempre. Hemos abandonado por inútiles las antiguas armas con que insen-
satamente combatíamos el error, y hoy sabemos bien, y hemos empezado a prac-
ticarlo, que sólo por el lento esfuerzo de la instrucción pública se logra cambiar el
pensamiento y la voluntad de una nación. Habíamos olvidado, y hoy son nuestra
fe y esperanza y deben ser nuestro lema, las profundas palabras proféticas del gran
patriarca del siglo XVIII: «La humanidad camina lentamente hacia la verdad...»

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II
El nido del águila (1)
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Corrían los años de 1783 —refiere un antiguo cronista caraqueño— présa-


gos de tiempos tempestuosos que debían marcar el siglo XVIII entre los más gran-
des de la historia del mundo. Pero en las colonias españolas reinaba una paz
octaviana y la vida se deslizaba sin afanes en medio de la quietud doméstica y el
cuidado de la hacienda.

En la tranquila metrópoli de la Capitanía General de Venezuela, había en la


plaza de San Jacinto (hoy Plaza del Venezolano), entre las esquinas de San Jacinto
y Troposo, una casa maciza, de pesada y solidísima arquitectura, cuya serie de bal-
cones, cruzados por circulares barrotes de hierro, daban indicios de que nuestros
padres se cuidaban mucho de la seguridad individual.

En esa casa hay una extraña animación: es el día 30 de julio de 1783 y los
criados van y vienen afanosos trayendo y llevando sendas fuentes de confitura,
golosinas y botellas de lo puro. Todo indica que hay en la casa de San Jacinto uno
de esos sucesos que forman época en los anales de las familias.

En un salón casi cuadrado y cuyas paredes ostentaban ricas colgaduras de


damasco, estaban reunidas hasta doce personas, a cual más grave y ceremoniosa.
En el frente del salón, y arrellanado en una poltrona de terciopelo carmesí, coro-
nada por armas doradas complicadísimas y capaces de hacer estudiar dos horas
seguidas al más cumplido heraldista, estaba sentado un hidalgo cuya franca y
serena fisonomia apenas manifestaba cuarenta años, aunque es cierto que frisaba
ya en los cincuenta. Sus ojos azules, de luz pura, sus labios delgados y ligeramente
arqueados en el extremo, su peluca empolvada y rizada con exquisito esmero, mani-
festaban el tipo caballeresco y digno del hidalgo español del siglo XVIII. Era este
personaje don Juan Vicente Bolívar Jaspe y Montenegro, marqués del Aragua, viz-
conde de Toro, señor de Aroa, coronel perpetuo de las milicias de Aragua, caballero
cruzado, caballero de Santiago, regidor perpetuo y opulentísimo propietario de
Venezuela (2). A su lado estaba su digna señora, esposa doña María de la Concepción
Palacios y Blanco, casada en diciembre de 1772, departiendo, en reposada plática,
con su primo, el doctor don Juan Félix Jerez y Aristiguieta, canónigo doctoral de la

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

santa iglesia metropolitana y discreto provisor del obispado. Frente al marqués


estaba el digno y honrado peninsular don Francisco de Iturbe, y otros no menos
notables personajes completaban la escena de familia.

La marquesa, pálida y débil, demostraba haber salido de una penosa enferme-


dad, la cual era justamente la materia de la conversación. En efecto, el 24 de julio,
a las ocho de la mañana, la marquesa había dado a luz un niño, que era el cuarto
de la familia. Como fuese varón y como la señora hubiese tenido un embarazo
penosísimo, la feliz llegada del nuevo hijo había sido recibida con general júbilo y
satisfacción. Aquel día era el señalado para el bautizo del niño, y, como ya estuvie-
sen listos los convidados, el marqués se dirigió a un criado de libres, que estaba en
la puerta, diciéndole:

—Haz que enganchen el coche.

—Es inútil, Juan —contestó un caballero bajo de cuerpo y de serena y bella


fisonomía—. He hecho traer el mío y lo has de aceptar.

Bien, muy bien, Manuel; no en vano he dicho siempre que en la Corte apren-
diste a ser un discretísimo cortesano; acepto y vamos, porque Félix está ya viejo y
no ha de esperar mucho la colación.

Estas palabras eran dirigidas al conde Tovar.

—El señor canónigo es fuerte, señor marqués, y tratándose de cosas de fami-


lia no se ha de impacientar porque una hora más tarde se le sirva el chocolate.
Tales palabras dijo el joven marqués del Toro, que treinta años más tarde debía
figurar en la guerra de la independencia.

El viejo canónigo se dirigió entonces al señor de Bolívar, y, con la eterna son-


risa de su fisonomía angelical, le dijo:

—No te apures por la comida, Juan Vicente, que no es la gula el pecado que
me ha de llevar al infierno.
—Sí, como que apenas pruebas bocado y veinte veces ya te hemos dicho que
has de caer en cama con tantas privaciones —observó la marquesa, estrechando
amigablemente la mano de su primo el canónigo.
—No en balde el señor provisor es considerado como el sacerdote más vir-
tuoso de la Capitanía, dijo don Francisco de Iturbe, con profunda convicción.

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II. El nido del águila

Iba a replicar el canónigo, pero, en el momento, media docena de negras,


emperejiladas como ángeles de altar de Corpus, entraron trayendo al niño.

Salió la comitiva conduciendo al niño a la capilla de la Santísima Trinidad, pro-


piedad de la familia de los Bolívar, donde se le había de echar el agua bautismal.

El marqués entregó un papel al canónigo Aristeguieta, donde estaba escrito el


nombre del recién nacido, el cual debía ser Pedro, José, Antonio de la Santísima
Trinidad.

Quedaron solos los esposos conversando sobre la suerte del niño y formando
esos deliciosos castillos en el aire que sólo los padres saben hacer y que no deben
ser oídos por ningún profano.

Servida la mesa, a poco andar se sintió en la calle el ruido de la pesada carroza


del conde de Tovar, paramentada, con el escudo de sus armas y seguida de dos
lacayos, de lujosa librea, y la comitiva entró de nuevo en el salón trayendo al niño,
ya libre del pecado original.

El marqués del Toro y don Francisco de Iturbe condujeron al recién bauti-


zado y se lo entregaron a sus padres, los cuales con afectuoso júbilo lo colmaron
de cordiales caricias.

—¡Gracias a Dios! —dijo la marquesa—; su Divina Majestad permita que el


agua del bautismo le haga un santo.

—Dame ese niño, —añadió el marqués—, que quiero después de ti (diri-


giéndose al canónigo) echar la bendición paternal a mi Pedro José, cuyo nombre
me recuerda al venerado de mi tío el oidor, que en paz descanse.

—No le llames Pedro José —dijo a esta sazón el canónigo—, que otro
nombre le he puesto, y le has de llamar Simón.

—¿Y por qué has hecho ese cambio, Juan Félix?

—No sé cómo explicártelo, pero he sentido una voz interior, un extraño pre-
sentimiento, una inspiración que es seguro venga de lo Alto, que me ha dicho que
este niño será, andando los tiempos el Simón Macabeo de la América (3)...

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Suspensos quedaron todos los oyentes de tales palabras, pues al canónigo don
Juan Félix de Aristeguieta andaba ya en olor de santidad.

Aquel niño fue después Simón Bolívar, el Libertador.

Aquí agrega el cronista: El año de 1832, estando yo de muy tierna edad, oí


referir esta verídica escena al antiguo marqués del Toro, testigo del suceso; y en
1840, estando en una casa de campo llamada El Empedrado, a hora de las nueve
de la mañana, oí a la señora doña María Antonia Bolívar y Palacios, hermana
mayor del Libertador, referir el mismo auténtico suceso al reverendo padre Miguel
de Valdepeñas, religioso capuchino español, que decía la misa en capilla de doña
María Antonia.

Otrosí: En el mismo año 1783, y casi en el mismo mes en que vio la luz del sol
Simón Bolívar, el conde de Aranda, ministro de Carlos III, y plenipotenciario para
ajustar por parte de España los tratados con Francia e Inglaterra, relativos al reconoci-
miento de la independencia de las colonias británicas de Norteamérica, pronosticaba
a su rey, en nota oficial, la independencia de sus colonias ultramarinas, y es fama que,
al ratificar aquel monarca esos tratados, su primer ministro, el célebre don José
Moñino, le dijo: «Vuestra Majestad, con esa firma, ha perdido las Américas.»

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III
La casa de Bolívar (1)
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Tiempo es ya, señores míos, de que os presente la señora de la casa: doña


María de la Concepción Palacios y Sojo de Bolívar y Ponte. Tiene veintitrés años:
su belleza es fina y delicada como la de los lirios avileños. Porte gentil, silueta aris-
tocrática, y un aire indefinible de ingénita prestancia que la distingue entre todas
las de su rango. Su estatura, ni grande ni pequeña, es la que Shakespeare requería
para la bienamada: llega hasta el corazón de su marido. Ojos humildes, incons-
cientes de ser grandes y negros, de suave fulgor místico, a la sombra de luengas
pestañas, ojos candorosos y poder de su gloria. Negro también y ondulante y
copioso el cabello. Boca de dulzura y de gracia, donde es luz la sonrisa, la bondad
miel y música el acento. Tez de blancura alabastrina, con esa palidez de buen tono
de las jóvenes principales, creadas y florecidas, faltas de sol y mundo pero pulcras
de cuerpo y alma, en el recogimiento conventual de las viejas casonas coloniales.
La benignidad y la ternura le son connaturales, como el perfume a la azucena y la
dulcedumbre al panal. Jamás en su presencia se fustigó al esclavo sin que al punto
ella no detuviese, imperiosa o suplicante, el brazo del verdugo. Y alguna vez dio
sus pechos de madre joven al huerfanillo negro, y cerró los ojos del anciano que
encaneció sirviendo a la familia por más de tres generaciones. Por eso la veneran
los infelices como a una Isabel de Hungría. Y es de verla por esas calles, rumbo al
templo, con su real traje de terciopelo negro guarnecido de riquísimas blondas, en
su litera de patricia, dorada como un tronco. Pórtanla con orgullo sobre sus recios
hombros cuatro hércules africanos, y un gracioso grupo de doncellas mulatas la
precede, llevando una la alfombra, otra el abrigo, esta la sombrilla, y aquella, de
quince años —su ahijada y favorita— el devocionario y el flabelo de su buena ama
y madrina; todas limpias y honestas, tocadas de blanco, cubierto el núbil seno por
vistoso pañuelo de Madrás, de estreno la gaitera alpargata, y oloroso a jabón de
Castilla y a mastranto y alhucema la camisa de gala y el fustán dominguero.

«A fuer de Palacios y Sojo, también es ella filarmónica, y canta, y pulsa el arpa


y se atreve con la guitarra. En extremo pulcra y hacendosa, mantienen la casa,
según su habitual expresión, “como una tacita de plata”. Y aunque le sobran sir-
vientes, esta mujer insigne que ha heredado de sus mayores el culto por los santos
y por los héroes, sacerdotisa y reina del hogar, con sus propias manos cubre de

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

flores el altar doméstico, prende la lamparita de la Virgen, pone al sol las antiguas
banderas y limpia y abrillanta los aceros de las panoplias. Y a veces... como ante un
espejo mágico que le hiciera inefables revelaciones, se queda pensativa y como
soñando ante la hoja de una espada.

«Tres veces madre a los veintidós años, ya se advierte en ella esa ennoblece-
dora fatiga que sigue siempre a los grandes esfuerzos creadores, y por la cual el
mismo Dios, según dice en figura el Génesis, se sienta a descansar ante su obra. La
aparente debilidad de su constitución física, cierta expresión como de abatimiento
en su semblante, y su misma temprana y excesiva fecundidad anterior, harían tal
vez creer que se ha agotado en ella la sagrada fuente de la vida. Pero la omnipoten-
cia del Altísimo ha puesto prodigiosas y extraordinarias y reservas de energías fisio-
lógicas y morales en esta admirable criatura, predestinada a concebir en sus
entrañas el redentor de América.

«Estamos en octubre de 1782. Tres hermosos niños, fruto del más feliz con-
sorcio, alegran este hogar: María Antonia, la primogénita; Juana María, la
segunda, y Juan Vicente, orgullo de su padre, cuyo nombre lleva. ¿Qué más
pueden pedir al cielo los esposos Bolívar—Palacios, ricos, ilustres, poderosos,
amados y con prole ya suficiente para enaltecer la rama propia en el árbol genea-
lógico de la familia y de la raza?... Pero, Dios abre el libro de sus decretos eterna-
les, escribe en él un nombre, crea un espíritu, y hace un signo a uno de sus ángeles,
que al punto arranca del empíreo en vuelo hacia un rincón de América, hacia la
humilde y hermosa ciudad del cerro azul, los techos rojos y las palomas blancas.
El paraninfo excelso se detiene sobre esta casa, como para reconocerla y bende-
cirla. Bajo el plumaje iridiscente de sus alas radiosas, trae un alma dormida en su
seno como una estrella en un celaje, y penetrando, al fin, como en un santuario,
en esa alcoba, deja caer dulcemente sobre el altar de amor el divino regalo del
Altísimo.

«Y ahora, señores, permitidme un paréntesis. El instinto de los pueblos casi


nunca se engaña. Por muchos años el 28 de octubre fue celebrado en Venezuela
como un gran día de la Patria. Creyose al principio que ese día no sólo era el ono-
mástico del Libertador, sino también el de su natalicio. Más tarde una disposición
legislativa rectificó este error, trasladando la fiesta nacional al 24 de julio, verda-
dero aniversario del nacimiento del grande hombre. Pero yo me atrevo a creer que
lo que el sentimiento popular festejaba sin saberlo, y como por instinto, el 28
octubre, era un acontecimiento todavía más grandioso, cuya gloria nos envidia
toda la América: la encarnación del Genio de la libertad en el seno de una mujer
venezolana.

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III. La casa de Bolívar

«Nueve meses después, en esa misma alcoba, nace Simón Bolívar. Es un débil
niño que llora como todos los hijos de Adán, pero en ese peñado de arcilla
humana ha insuflado Dios el espíritu a cuyo aliento palpitará pleno de vida
heroica el corazón de un continente. Entremos, hermanos, a esa alcoba, pero en
silencio y de puntillas, no sea que despierte la joven madre. Profundamente que-
brantada por tan portentoso alumbramiento, bien ha ganado su descanso la
pobrecita. ¡Duerme, mujer gloriosa: duerme, madre, y sonríe en tu sueño, porque
ya es tuya la corona de la inmortalidad!

«Alumbra débilmente la estancia, ardiendo ante la imagen de San Ramón,


patrono de las puérperas, un cabo de cirio pascual, por cuya virtud, según una
antigua creencia, las que están a punto de ser madres esperan salir bien del duro
trance. A la luz del blandón votivo se descubre el precioso lecho, de áureo copete
gótico y soberbio pabellón de damasco, y sobre el lecho, entre finísimas holandas,
sedas, plumas y edredones, al lado de la madre dulcemente dormida, el inquieto
recién nacido pugna ya por salirse de sus pañales.

«Todo es contento y alegría en la casa, llena de parientes y amigos que han


venido a dar sus parabienes a don Juan Vicente y a su esposa. Desde el salón de
honor y la nupcial alcoba hasta el gallinero y la cocina trajinan por doquiera, con
diligencia insólita, sirvientes y esclavos. Distínguese entre éstos la negra Hipólita,
de antemano elegida para aya del niño. Hermoso tipo de su raza inteligente, vigo-
rosa, limpia, honesta, de carácter dulce y jovial, Hipólita es la flor de las esclavas.
Tiene veintiocho años y está evaluada en trescientos pesos. Es la misma de quien
un día el Libertador, en el apogeo de su destino y de su gloria, dirá a su hermana
María Antonia, recomendándosela encarecidamente, “y acuérdate que yo no he
conocido más padre que ella”. Ella, en efecto, será la humilde sombra de su infan-
cia huérfana; ella guiará los primeros pasos de aquel cuyas huellas serán naciones
libres; y cuando el Padre de Colombia, consumada su inmensa obra, descanse ya
bajo la limosna de tierra dada a sus tristes huesos de proscrito, la negra Hipólita,
que, inconsolable, le sobrevivirá por mucho tiempo, será sobre su tumba como un
lacrimatorio de basalto.»

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IV
Infancia y Juventud
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Rico al nacer, lo fue también el párvulo Simón Bolívar cuando al año, cuatro
meses y ocho días de haber sido bautizado, o sea el 8 de diciembre de 1784, el
canónigo don José Félix Aristeguieta le adjudicó un cuantioso vínculo (1). Dos
años y medio más tarde muere el coronel Bolívar (19 de enero de 1786), que-
dando el niño y sus hermanos bajo la tutela de la madre. Mas, como la ley espa-
ñola en tales casos favorecía los derechos del privilegiado, la Audiencia de Santo
Domingo, al tener noticia nombró al licenciado don Miguel Joseph Sanz, célebre
abogado de Caracas, de treinta y cuatro años edad, tutor ad litem del huérfano que
apenas contaba cinco.

El mismo Bolívar nos ha dado preciosas informaciones respecto a su primera


educación, en una carta dirigida a Santander de Arequipa, el 20 de mayo de 1825,
en la cual, refiriéndose a la obra del viajero francés Mollien (2), le dice: «Lo que
dice (Mollien) de mí es vago, falso e injusto. Vago, porque no asigna mi capaci-
dad; falso, porque me atribuye un desprendimiento que no tengo; e injusto,
porque no es cierto que mi educación fue muy descuidada, puesto que mi madre
y mis tutores hicieron cuanto era posible por que yo aprendiese, me buscaron
maestros de primer orden en su país. Robinson, que usted conoce, fue mi maes-
tro de primeras letras y gramática; de bellas letras y geografía, nuestro famoso
Bello; se puso una academia de matemáticas sólo para mí por el padre Andújar,
que estimó mucho el barón de Humboldt. Después me mandaron a Europa a
continuar mis matemáticas en la Academia de San Fernando; y aprendía los idio-
mas extranjeros con maestros selectos de Madrid; todo bajo la dirección del sabio
marqués de Ustaris, en cuya casa vivía. Todavía muy niño, quizá sin poder apren-
der, se me dieron lecciones de esgrima, de baile y de equitación. Ciertamente que
no aprendí ni la filosofía de Aristóteles, ni los Códigos del crimen y del error; pero
puede ser que Mr. de Mollien no haya estudiado tanto como yo a Lock,
Condillac, Buffon, D’Alembet, Helvetius, Montesquieu, Mably, Filanger,
Lallandes, Rousseau, Voltaire, Rollin, Berthel y todos los clásicos de la antigüedad,
así filósofos, historiadores, oradores y poetas; y todos los clásicos modernos de
España, Francia, Italia y gran parte de los ingleses. Todo esto lo digo muy confi-
dencialmente para que no se crea que su pobre Presidente ha recibido tan mala

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

educación como dice Mr. Mollien, y, aunque por otra parte yo no sé nada, no he
dejado, sin embargo, de ser educado como un niño de distinción puede serlo en
América bajo el poder español (3).»

Insoportable apareció desde su tierna edad el niño Simón Bolívar —refiere


un ilustre cronista caraqueño. No podían con él ni la madre, ni el abuelo, ni tíos,
pues obedecía a sus intentos y caprichos, se burlaba de todo, haciendo lo contra-
rio de cuanto se le aconsejaba. Inquieto, inconstante, voluntarioso, audaz, poseía
todas las fuerzas del muchacho a quien le han celebrado sus necedades, haciéndole
aparecer como cosa nunca vista.

Ni se le regañaba, y menos se le castigaba por sus numerosas faltas, siendo


inaguantable ante su propia familia y extraños.

En tan triste situación pensó la madre el niño, cuando éste cumplió los seis
años, confiar su educación a un maestro de sanas ideas que pudiera dulcificar su
carácter, y escogió para ello al mismo tutor Sanz, quien después de muchas excu-
sas aceptó al fin, llevándose el niño a su casa para que viviera allí como uno de sus
hijos. Entre el pupilo y el tutor mediaban treinta años de edad, lo suficiente, al
parecer, para que el buen señor pudiera imponerse a un discípulo tan tierno. Al
instalarse el niño en la casa del tutor, comenzó el padre Andújar, capuchino muy
erudito, a enseñarle los rudimentos de religión, moral, historia sagrada, que sabía
mezclar con graciosas historietas destinadas a captarse las simpatías del discípulo.
Correspondían al tutor las amonestaciones, los consejos, los castigos y hasta las
amenazas, pues Simoncito se reía de todo el mundo, a nadie obedecía, no gustán-
dole sino los aplausos necios que provocaban sus travesuras.

En los primeros días el tutor se manifestó suave y cariñoso, pero a medida


que este método fue siendo ineficaz, el tutor fue acentuando las amonestaciones
hasta que llegó a mandar con carácter paternal e imperativo.

—Cállese usted y no abra la boca, le decía Sanz, cuando en la mesa quería el


niño tomar parte en la conversación. Y el muchacho, aparentando cierta seriedad,
dejaba el cubierto y se cruzaba de brazos.

—¿Por qué no come usted? —pregunta el licenciado.

—Usted me manda que no abra la boca.

—Usted es un muchacho de pólvora —replica el tutor.

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IV. Infancia y juventud

—Huya, porque puedo quemarlo —contesta Bolívar—. Y muerto de risa se


dirige a la señora de Sanz y le dice: Yo no sabía que era un triquitraque.

—Ya no puedo con usted —le dice el maestro en una ocasión en que el dis-
cípulo estaba inaguantable—. Yo no puedo domar potros.

—Pero usted los monta —responde el discípulo, aludiendo al caballo zaino


que montaba el licenciado, y que de vez en cuando costaba trabajo hacerle subir
la rampa que unía el primer patio con el piso del corredor.

Como el licenciado tenía que asistir con frecuencia a los tribunales, dejaba
casi siempre a Simón encerrado en la sala alta de la casa, como castigo que le
imponía por sus repetidas picardías; pero como los niños, por malvados que sean,
inspiran siempre conmiseración a las madres, sucedía que la esposa del licenciado,
apiadándose de Simoncito, le hacía llegar por una de las ventanas de la prisión, y
mediante una vara larga, bizcochos y dulces, encargándole que no la comprome-
tiera con su marido. Al regresar el tutor, la primera pregunta que hacía a su esposa
era ésta:

—¿Cómo se ha portado ese niño?

—Ha estado tranquilo— contestaba la señora.

En seguida subía el tutor a la sala, abría la puerta y ponía en libertad al prisio-


nero.

—Se que te has portado muy bien en mi ausencia. Saldremos, por lo tanto, a
pasear esta tarde.

—¿Y a qué debo esto? —pregunta Simón.

—A los informes de mi mujer.

—¡Qué buena persona en su esposa, don Miguel!

—Sí, sí, muy buena porque te apadrina y consiente.

—Ja, ja ja —contesta el pilluelo, riéndose a sus anchas.

—¿De qué te ríes, tunante?

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

—De nada, señor, de nada. Me río porque me da la gana.

Demás está decir que el muchacho nunca comprometió a la señora que lo


obsequiaba, a hurtadillas, con tan buenos dulces.

Simón y el licenciado salían a pasear a caballo casi todas las tardes. El tutor
montaba su zaino y el pupilo un burro negro, muy pesado para andar. El maestro
aleccionaba al discípulo durante el paseo, aprovechándose de cualquier incidente
para darle una lección.

—Usted no será jamás hombre de a caballo —dice el licenciado a Simoncito


que no tenía compasión del asno.

—¿Qué quiere decir hombre de a caballo?— pregunta el niño.

El licenciado da una explicación satisfactoria, a la cual responde el niño:

—¿Y cómo podré ser hombre de a caballo montando en un burro que no


sirve para cargar leña?

—Así se comienza, replica el tutor.

El cronista agrega:

«Podría formarse una colección de dichos, chistes, contestaciones oportunas;


en ocasiones dignas de elogio, en otras dignas de censura, del niño Simón de
Bolívar, durante el tiempo en que estuvo bajo la vigilancia de don José Miguel
Sanz. Doña Alejandra Fernández de Sanz, esposa de éste, transmitió a su hija,
doña María de Jesús Sanz, después la esposa de don Cástor Martínez, cuanto con-
servaba de coro acerca de las picardihuelas de Bolívar. De labios de doña María de
Jesús, señora de gratos recuerdos para la sociedad de Caracas, supimos muchas de
estas historietas, y, todavía hoy, los nietos del tutor relatan incidentes que se han
ido conservando en la familia durante cien años (4).»

Hoy se lee en la puerta de la antigua casa de Sanz, en Caracas, esta ins-


cripción:

Siendo muy niño/Simón Bolívar/vivió en esta casa


como pupilo del ilustre/patricio/licenciado Miguel Joseph Sanz.

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IV. Infancia y juventud

Pero esta lucha constante entre el maestro en edad provecta y el pupilo de seis
años, no debía continuar. Un hombre de la seriedad de Sanz no podía constituirse
en mentor constante de un muchacho rehacio a todo consejo y con quien no le
ligaban vínculos de familia. Por otra parte su carácter no le permitió hacerse ver-
dugo de nadie. Por tanto antes de cumplirse dos años de enseñanza, don José
Miguel llevó a Simón a la casa de la madre y allí lo dejó para que continuara reci-
biendo lecciones de los profesores Andújar, Pelgrón, Vides, Andrés Bello y Simón
Rodríguez. Éste substituyó al tutor ad litem en el manejo de la fortuna que fue
donada a Bolívar por el canónigo Félix de Aristeguieta(5). Muerta doña
Concepción Palacios de Bolívar en 1791, su padre don Feliciano Palacios, conti-
nuó como tutor natural de Simón, y después, por muerte de don Feliciano, los
tíos Esteban y Carlos, hasta que el joven Bolívar se emancipó de todo pupilaje en
1796, fue nombrado cadete del batallón de voluntarios blancos de Valles de
Aragua el 14 de enero de 1797, subteniente del mismo batallón el 4 de julio del
año siguiente, y salió para Europa en 1799.

Once años después se encontraron don José Miguel y Bolívar. Anciano ya el


maestro y de veinticinco años el antiguo pupilo tronera y voluntarioso.
Tropezaban al comenzar una revolución, cuyas consecuencias nadie podía prever.
Sanz le juzgó lleno de talento, de imaginación, pero sin juicio, y le creyó incapaz
de grandes cosas. Los sucesos de 1810, 1811 y 1812 confirmaron la opinión de
Sanz, que era la misma, en aquel tiempo, de don Pedro Gual, amigo de Bolívar (6).

En las campañas de 1813 y 1814 Sanz no aparece ante Bolívar sino como el
veterano abuelo ante sus nietos belicosos: el hombre de consulta en casos insigni-
ficantes, y esto como homenaje debido más a los años que a la inteligencia.
Víctima de los sucesos del año terrible de 1814, acosado por la anarquía patriota,
más que por las huestes españolas, Sanz abandona en buena hora a Caracas y se
dirige a la isla de Margarita. Uno de sus contemporáneos, el general José Félix
Blanco, nos cuenta el trágico fin del ilustre patricio, en estos términos:

«Allí, en Urica, con el último ejército de la República, pereció uno de los


más virtuosos e ilustrados ciudadanos, aquel licenciado José Miguel Sanz que en
una época anterior hemos visto tan consagrado al servicio de su patria.
Perseguido por Monteverde, había gemido muchas veces en las mazmorras de
La Guaira y Puerto Cabello, hasta que la Audiencia española, establecida en
Valencia, le puso en libertad. Perdido el centro y el oriente de Venezuela a con-
secuencia de la batalla de La Puerta, emigró a Margarita, y allí se hallaba cuando
su amigo Rivas le llamó a su lado para oír sus consejos. La víspera de la fatal jor-
nada de Urica se avistaron y conferenciaron largo rato, separándose luego, para

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siempre, al empezar el combate, en que habían de morir el más feroz y bestial de


los caudillos realistas (Boves), y el más virtuoso de los patricios de la República.»

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V
La gorra del príncipe
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El marqués de Aragua, como ya se ha dicho, no tuvo el gusto de conocer al


Simón Macabeo de la América; poco tiempo después, tanto él como el canónigo,
bajaron a la tumba, el joven Bolívar, recibida la primera educación de sus maestros
Sanz, Bello y Rodríguez fue enviado a España, a recibir su educación, por su
abuelo materno don Feliciano Palacios Sojo.

En la Península obtuvo la posición que correspondía a su ilustre nacimento y


riquezas, y pronto sirvió en el cuerpo de caballeros de Su Majestad.

Un día jugaba con el príncipe de Asturias, después Fernando VII, de ingrata


memoria, y en uno de los saltos de volante arrojó la pelota con tan poca destreza
que, en lugar de formar la curva natural, fue en línea recta a la cabeza del príncipe,
despojándole de su gorra.

Confusos del suceso, los jóvenes cortesanos esperaban el castigo para el


joven Bolívar, y le aconsejaron que se ocultase, pero Bolívar contestó con
mucha sangre fría:

—Pues no lo hice a mal hacer, y si Su Alteza nos hace el honor de jugar con
nosotros al volante, nada tengo de qué arrepentirme.

Supo la reina lo ocurrido a la vez que la respuesta de Bolívar, y dijo con gene-
rosidad:

—Tiene razón el rapaz, y no hay motivo para castigarle; y pues el príncipe se


entrega a juegos infantiles con ellos, decidle que en otra ocasión se ajuste mejor la
gorra.

El joven marqués de Bolívar derribaba en 1798 la gorra al joven príncipe de


Asturias y veintiséis años más tarde el general Bolívar arrebataba al fanático y cruel
Fernando VII, hijo de un imbécil y una ramera, las mejores joyas de su corona (1).

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VI
En el Monte Sacro
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Don Manuel Uribe Ángel, patricio colombiano, refiere así la entrevista que
tuvo con don Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar, en Quito, en 1850.

«Un día recibí del doctor Pedro Antonio Torres, deán de la catedral de Quito,
el siguiente billete:

«Mi querido Manuel: Come hoy en casa un amigo viejo, y, como quiero que
seas de los nuestros, te espero precisamente a las cuatro de la tarde. Comeremos
más y comeremos menos. Tuyo, Pedro Antonio.»

«Asistí a la cita, y al entrar en el salón, el doctor Torres se puso de pie, y diri-


giéndose a un sujeto con quien conversaba familiarmente, dijo: —Don Simón,
tengo el gusto de presentar a usted a mi amigo el doctor Manuel Uribe Ángel.
Doctor, presento a usted a un antiguo compañero de armas, el señor don Simón
Rodríguez. Dirigiéndome entonces al anciano, a quien había sido presentado, no
creí hallar en los recursos de mi pobre educación una frase más amable y más ade-
cuada a las circunstancias que esta: —Señor don Simón, tengo mucho gusto al
conocer y saludar al maestro de nuestro Libertador.

«El viejo Rodríguez, con una risita que me pareció sarcástica, me contestó:

«—Fuera de ese, tengo algunos títulos para pasar con honra a la posteridad.

«—La mesa está servida —dijo el canónigo— amigos míos, vamos a comer.

«Sus relaciones llegaron después a ser íntimas. Don Simón almorzaba y comía
diariamente con Uribe Ángel, que, encantado, lo escuchaba discurrir sobre todas
las cosas divinas y humanas.

«Una tarde, paseando juntos y departiendo en mucha intimidad, se detuvo de


pronto don Simón y le dijo:

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

«—Para que sacies tu curiosidad, voy a referirte lo que pasó en Roma.

Un día, después de haber comido, y cuando ya el sol declinaba, emprendimos


con Bolívar paseo hacia el Monte Sacro (Sacrum Monte). El calor era tan intenso
que nos agitamos en la marcha lo suficiente para llegar jadeantes y bañados de
sudor. Llegados al mamelón, nos sentamos sobre un trozo de mármol blanco,
resto de una columna destrozada por el tiempo. Yo tenía fijos los ojos sobre la fiso-
nomía del adolescente, porque percibía en ella cierto aire de notable preocupación
y concentrado pensamiento. Después de descansar un poco, y con la respiración
más libre, Bolívar, con cierta solemnidad, que no olvidaré jamás, se puso de pie, y,
como si estuviera solo miró a todos los puntos del horizonte, y, a través de los
amarillentos rayos del sol poniente, paseó su mirada escrutadora y fulgurante
sobre la tumba de Cecilio Metelo, sobre la Via Apia y la campiña romana. Luego,
levantando la voz, dijo:

«—¿Conque este es el pueblo de Rómulo y Numa, de los Grecos y los


Horacios, de Augusto y de Nerón, de César y de Bruto, de Tiberio y de Trajano?
Aquí todas las grandezas han tenido su tipo y todas las miserias su cuna. Octavio
se disfraza con el manto de piedad público para ocultar la suspicacia de su carác-
ter y sus arrebatos sanguinarios; Bruto clava el puñal en el corazón de su protec-
tor, para reemplazar la tiranía de César con la suya propia; Antonio renuncia a los
derechos de su gloria para embarcarse en las galeras de una meretriz; sin proyectos
de reforma, Sila degüella a sus compatriotas, y Tiberio, sombrío como la noche y
depravado como el crimen, divide su tiempo ente la concupiscencia y la matanza.
Por un Cincinato hubo cien Caracallas; por un Trajano, cien Calígulas, y por un
Vespasiano, cien Claudias. Este pueblo dio para todo: severidad para los viejos
tiempos; austeridad para la República; depravación para los emperadores, cata-
cumbas para los cristianos; valor para conquistar el mundo entero, oradores para
conmover, como Cicerón; poetas para seducir con su canto, como Virgilio; satíri-
cos, como Juvenal; filósofos débiles, como Séneca; y ciudadanos íntegros, como
Colón; este pueblo dio para todos, menos para la causa de la humanidad:
Mesalinas corrompidas, insignes guerreros, procónsules rapaces, sibaristas desen-
frenados, aquilatadas virtudes y crímenes groseros; pero para la emancipación del
espíritu, para la extirpación de las preocupaciones, para el enaltecimiento del
hombre y para la perfectibilidad definitiva de la razón, bien poco, por no decir
nada. La civilización que ha soplado del Oriente ha mostrado aquí todas sus faces,
ha hecho ver todos sus elementos; más en cuanto a resolver el gran problema del
hombre en libertad, parece que el asunto ha sido desconocido y que el despejo de
esa misteriosa incógnita no ha de verificarse sino en el Nuevo Mundo?

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VI. En el Monte Sacro

«Y luego volviéndose hacia mí húmedos los ojos, palpitante el pecho, enroje-


cido el rostro con una animación casi febril, me dijo:

«—Juro delante de usted; juro por el Dios de mis padres; juro por ellos; juro
por mi honor y juro por la patria, que no daré descanso a mis brazos, ni reposo a
mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder
español.

«—Tú sabes, hijo, agregó don Simón, que el muchacho cumplió su palabra (1)...»

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VII
Bolívar y Humboldt
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En agosto de 1804 llegó a París el barón Alejandro de Humboldt, de regreso


de América, en cuyas regiones equinocciales, en compañía de un joven alumno de
la Escuela de Medicina y del Jardín de Plantas, Aimé Goujaud Bonpland, acababa
de hacer importantes descubrimientos científicos y de efectuar un viaje de 9.000
leguas. En aquellos días el sabio barón era el huésped predilecto de los salones de
París, y allí se encontró por primera vez con Bolívar, catorce años menor que él, y
a quien dispensó la más afectuosa acogida, pues el joven caraqueño estaba empa-
rentado con los mantuanos de Caracas, o sea las familias de la más alta sociedad,
que había colmado de atenciones al barón y de quienes él conservaba los más
gratos recuerdos. Los Ustáriz, los Toros, Ávila, Soublette, Montilla, Sanz y otros
más lo habían festejado en sus casas y en sus haciendas; don Andrés Bello lo había
acompañado a La silla del Ávila. La familia del futuro general Ibarra le recibió en
aquella finca de Bello Monte, en donde, el día de Reyes de 1800, se creyó Humboldt
transportado, como él mismo decía, “a una mansión de hadas” (1). Bolívar lo visi-
taba con frecuencia en París, y sentía despertarse en su corazón profunda admira-
ción por aquellos magníficos países cuyos innumerables y estupendos aspectos
describía el sabio alemán. Así, por primera vez, se revelaron al espíritu arrebatado
de Bolívar la flora y fauna, los tesoros naturales tan variados y tan ricos del Nuevo
Mundo. También le hablaba Humboldt de los sentimientos y de las aspiraciones
que había observado en esos pueblos, y era entonces cuando Bolívar lo escuchaba
con más sostenida atención.

—Señor Barón —exclamó un día el joven—, usted que acaba de recorrer el


continente americano y que ha podido estudiar su espíritu y necesidades, ¿no cree
que ha llegado el momento de darle una existencia propia, desprendiéndolo de los
brazos de la Metrópoli? ¡Radiante destino el del Nuevo Mundo si sus pueblos se
vieran libres del yugo, y qué empresa más sublime!

—Creo que la fruta está madura —respondió el barón—, pero no veo al


hombre capaz de realizar tamaña empresa.

—Puede ser que lo encontremos...

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

—Usted se dirige ahora a la Costa Firme? —preguntó Humboldt.

—Sí, señor barón, voy a buscar a ese hombre en mi patria.

—¿Y si no lo encuentra usted?

—¡Lo formaremos!

—Quisiera dar a usted el poder de Dios para tal empresa.

—Los pueblos —replicó Bolívar—, en los momentos en que sienten la nece-


sidad de ser libres son poderosos como Dios, porque Dios los inspira.

Estas profundas palabras traen a la mente aquellas que el 11 de marzo de


1828 decía Goethe a su confidente Eckermann:

«Existo como un poder demoníaco que impele al hombre a su gusto, cuando


éste cree obrar por sí mismo. En tales circunstancias el hombre debe ser conside-
rado como el instrumento del gobierno supremo del mundo, como la palanca que
ha sido juzgada digna de recibir el impulso divino (2).»

Los pueblos de América, en efecto, se conmovieron poco tiempo después, del


uno al otro extremo, como se conmueven y sacuden y truenan las cordilleras
cuando las agita el fuego que vibra en sus entrañas. El grito de libertad en inde-
pendencia lanzado primero en La Paz, el 16 de julio de 1809, después en Quito,
el 10 de agosto, más tarde en Caracas y en Bogotá, el 19 de abril y el 20 de julio
de 1810, abría la historia de esa guerra titánica que remató, el 9 de diciembre de
1824, en el campo de Ayacucho, un ejército heroico y compacto de colombianos,
venezolanos, argentinos, peruanos, bajo el genio y la espada de Bolívar.

Consumada la independencia, el barón Humboldt, meditando sin duda, en


los inescrutables designios del Eterno, escribía a su joven amigo de París, tres lus-
tros después de su encuentro:

La amistad con la cual el general Bolívar se dignó honrarme después de mi


regreso de México, en una época en que hacíamos votos por la independencia y
libertad del Nuevo Continente, me hace esperar que, en medio de los triunfos
coronados por una gloria fundada por grandes y penosos trabajos, el Presidente de
Colombia recibiría todavía con interés el homenaje de mi admiración y de mi
decisión afectuosa.

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VII. Bolívar y Humbolt

En otra ocasión le decía:

«En medio de las grandes y generosas acciones de Vuestra Excelencia, que son
la admiración de ambos hemisferios, su corazón ha permanecido siempre sensible
a los acentos de la amistad. Las cartas de Vuestra Excelencia me lo han probado;
las conservo como un monumento precioso de la benevolencia de Vuestra
Excelencia para conmigo, como el más hermoso título de gloria de una vida con-
sagrada a defender, con armas más débiles, es cierto, los progresos de la razón y de
una prudente libertad...

«Una voz interior me dice que nos volveremos a ver en esta vida, pero en ese
continente que debe su libertad, menos todavía a la gloria de las armas de Vuestra
Excelencia que a al noble moderación de su alma, y en donde espero terminar mis
días (3).»

No se cumplieron los pronósticos del sabio barón, pero sobrevivió a su amigo


hasta 1859, cuando la posteridad había consagrado ya, en última instancia, la
gloria del Libertador.

Veintitrés años después de la muerte de Bolívar, en 1853, en una conferencia


que por orden del lord Clarendon tuvo con Humboldt, en Berlín, el general
O’Leary, amigo y edecán que fue del Libertador, para tratar asuntos relacionados
con la apretura de un canal interoceánico por el istmo del Darién, Humboldt, des-
pués de haber departido con su interlocutor sobre esta cuestión, habló en seguida
de la América española y de Bolívar:

«Le traté mucho después de mi regreso de América, dijo, a fines de 1804. Su


conversación animada, su amor por la libertad de los pueblos, su imaginación bri-
llante, me lo hicieron ver como un soñador. Jamás le creí llamado a ser el jefe de
la cruzada americana. Durante mi permanencia en las colonias españolas, jamás
encontré descontento. Más tarde, al empezar la lucha, fue cuando comprendió
que me había ocultado la verdad, y que en lugar de amor existían odios profundos
que estallaron en medio de un torbellino de represalias y de venganzas. Pero lo que
más me asombró fue la brillante carrera de Bolívar, a poco de habernos separado,
cuando dejé París para seguir a Italia. La actividad, talento y gloria de este grande
hombre me hicieron recordar sus raptos de entusiasmo, cuando juntos uníamos
nuestros votos por la emancipación de la América española. Me había parecido,
por el estudio que había hecho de los diversos círculos de la sociedad americana,
que si en algún lugar podía surgir un hombre capaz de afrontar la revolución era
en Nueva Granada, que había dado manifestaciones a fines del último siglo, y

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

cuyas tendencias no me eran desconocidas. Mi compañero Bonpland fue más


sagaz que yo, pues desde muy al principio juzgó favorablemente a Bolívar, y aun
le estimulaba delante de mí. Recuerdo que una mañana me escribió diciéndome
que Bolívar le había comunicado los proyectos que el animaban respecto de la
independencia de Venezuela, y que no sería extraño que los llevara a remate, pues
tenía de su joven amigo la opinión más favorable. Me pareció entonces que
Bonpland también deliraba. El delirante no era él sino yo, que muy tarde vine a
comprender mi error respecto del grande hombre, cuyos hechos admiro, cuya
amistad me fue honrosa, cuya gloria pertenece al mundo (4).»

He aquí a Humboldt, “el genio de los descubrimientos”, como le llamó


Víctor Hugo, rindiendo homenaje póstumo al genio de la libertad de América.

Boussingault nos dejó este retrato íntimo del sabio francófilo y demócrata,
tildado de ateísmo, del «gato enciclopédico», como se le llama en París:

«Vivía en el muelle Napoleón, cuarto piso (muelle de la Escuela, número 26),


en un cuarto con vista hacia el Sena, casi enfrente de la Moneda. Tenía cincuenta
y cinco años. Su estatura era mediana; tenía los cabellos blancos, la mirada indefi-
nible y la fisonomía viva y espiritual. Estaba un poco picado de viruelas, enferme-
dad que contrajo en Cartagena de Indias. Tenía una parálisis del brazo derecho,
como consecuencia de la afección reumática que contrajo por dormir sobre un
lecho de hojas húmedas en las ribras del Orinoco. Cuando quería escribir o dar la
mano, tenía que levantar con la izquierda en antebrazo paralizado, a la altura nece-
saria. Su traje era del corte que se usaba en la época del Directorio: casaca azul con
botones amarillos, chaleco amarillo, pantalón rayado, botas con vuelta —las
únicas que había en París hacia 1821,— corbata blanca y sombrero hecho con lás-
tima.»

«Creía encontrar al chambelán del rey de Prusia en una habitación esplén-


dida, y fue, por lo mismo, grande mi sorpresa cuando entré a la casa del célebre
viajero. Trabajaba en una alcoba pequeña, que tenía una cama sin cortinas cuatro
sillas de paja y una gran mesa de pino en la que escribía. Toda la tabla de la mesa
estaba cubierta de cálculos numéricos y de logaritmos. Cuando ya no había espa-
cio para una sola cifra, venía el carpintero y pasaba una garlopa. No tenía libros, o
apenas uno que otros como las Tablas de Callet y El Conocimiento de los tiempos.

«Comía en Los Hermanos provenzales. Por las mañanas pasaba siempre una o
dos horas en el café de Foy, y se dormía allí después del almuerzo (5).»

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VII. Bolívar y Humbolt

Humboldt tuvo el honor de haber sido leído con entusiasmo por Napoleón
en aquellos días de la Malmaisón que siguieron al desastre de Waterloo.

Cuando el emperador se encontraba solo continuaba la lectura de un libro de


Alejandro de Humboldt: Los Viajes a las regiones equinocciales del nuevo Continente. Su
imaginación le transportaba a América. Soñaba en seguir las huellas del ilustre
sabio, en ocuparse en grandes trabajos científicos. Con Monje hablaba de sus pro-
yectos: «Necesito un compañero que me ponga rápidamente al corriente del
estado actual de las ciencias, luego recorreremos juntos el Nuevo Mundo, desde el
Canadá hasta el cabo de hornos, y en este inmenso viaje estudiaremos todos los
grandes fenómenos de la física del globo. Monje amaba profundamente a
Napoleón, y decía que jamás en el trono, a la cabeza de los ejércitos, le había pare-
cido tan grande, tan digno de admiración como en aquel momento en que derri-
bado por la suerte se erguía para empezar una nueva vida (6).»

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VIII
Bolívar en el terremoto de Caracas
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En 1812, año funesto, como el de 1814, para la independencia, los desastres


de los patriotas caraqueños tuvieron su coronamiento en el terremoto que redujo
a escombros las principales ciudades de Venezuela. El 26 de marzo, a las cuatro de
la tarde, apiñada la multitud en los templos con motivo de las festividades del
jueves santo, tiembla la tierra y se desploman las iglesias de la Pastora, Altagracia,
San Mauricio, la Merced, Santo Domingo y la Trinidad, bajo cuyos muros
mueren cuatro mil personas y en toda la ciudad de Caracas diez mil, sin contar los
heridos. Durante varios días se encienden hogueras para quemar los cadáveres;
todas las gentes corren sobrecogidas de espanto; unas, en procesión, entonan
cantos fúnebres; otras se confiesan en alta voz en medio de las calles.

En un pueblo fanático los sucesos más comunes son interpretados según con-
venga a los intereses de aquellos a quienes las masas populares están acostumbra-
das a respetar, y desgraciadamente, el clero, que ejercía en Venezuela, como en
todas las colonias españolas, decisiva influencia, y que era adverso, con raras
excepciones, a la causa de la independencia, aparentó ver en la terrible calamidad
«el azote de un Dios irritado contra los novadores que habían desconocido al más
virtuoso de los monarcas, Fernando VII, el ungido del Señor (7).»

Sólo Bolívar permanecía impasible en medio de la consternación general,


desoyendo los ruegos de sus amigos que temblaban por su vida, hasta que, sin
parar mientes en la creciente furia del populacho, azuzado por los frailes, corrió a
la plaza de San Jacinto, donde el loco frenesí de un monje había atraído millares
de devotos aterrados, y con voz imperiosa silencio. Mas, la expresión resuelta de
su mirada y su tono severo que asombraron a la espantada multitud, sólo sirvió
para provocar indignación del monje predicador que, a su vez, amenazó al intruso
con la cólera del cielo si persistía en interrumpir la prédica.

El sordo y siniestro murmullo del pueblo manifestaba ya su resolución de servir


de instrumento de la ira santa, cuando Bolívar, advirtiendo la crítica situación en
que se encontraba, y comprendiendo que una retirada daría pábulo a la superstición
y acrecentaría la influencia del clero, desenvainó su espada, y lanzándose sobre el

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improvisado púlpito, arrancó de él al monje, y arrastrándole, le amenazó con la


muerte inmediata si se atrevía a resistir.

Don José Domingo Díaz, furibundo realista y apologista de Boves, refiere el


soberbio suceso de aquel día en estos términos:

«Era el jueves santo, 26 de marzo de 1812, a las cuatro de la tarde. El cielo de


Caracas estaba extremadamente claro y brillante, una calma inmensa aumentaba
la fuerza de un calor insoportable; caían algunas gotas sin verse la menor nube que
las arrojase, y yo salí de mi casa para la santa iglesia catedral. Como cien pasos
antes de llegar a la plaza de San Jacinto, convento de orden de predicadores
comenzó la tierra a moverse, con un ruido espantoso, corrí hacia aquella, y algu-
nos balcones de la casa de correros cayeron a mis pies al entrar en ella; me situé
fuera del alcance de las ruinas de los edificios, y allí vi caer sobre sus fundamentos
la mayor parte de aquel templo, y allí también entre el polvo de la muerte, vi la
destrucción de una ciudad que era el encanto de los naturales y de los extranjeros.

«A aquel ruido inexplicable sucedió el silencio de los sepulcros. En aquel


momento me hallaba solo en medio de la plaza y de la ruinas; oí los alaridos de los
que morían dentro del templo; subí por ellas y entré en su recinto. Todo fue obra de
un instante. Allí vi como cuarenta personas o hechas pedazos o prontas a expirar por
los escombros. Volví a subirlas, y jamás se me olvidará este momento. En lo más ele-
vado de las ruinas encontré a don Simón Bolívar, que en mangas de camisas trepaba
por ellas. En su semblante estaba pintado el sumo terror, o la suma desesperación.
Me vio y me dirigió estas impías y extravagantes palabras: «Si la naturaleza se opone
a nuestros designios, lucharemos contra ella y la someteremos (8).»

Al lado de estas palabras, dice José Enrique Rodó, palidece la imprecación


famosa de Ayax de Telamón.

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IX
En Milán
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En un antiguo ejemplar de la revista Natura ed Arte, publicado en Roma en


enero de 1895, hay un artículo de Cleto Arrighi que refiere muchos episodios de
la campaña de Italia de Napoleón Bonaparte y su entrada en Milán en 1796, des-
pués de sus victorias contra los austriacos.

En aquel tiempo existía en Milán el célebre salotto de la condesa Melzi, tertu-


lia literaria y política, donde no era fácil ser admitido sin estar dotado de talento y
de sentimientos liberales.

Tertulianos de casa Melzi, eran pues muchos notables personajes en las artes,
en la política; y todos los extranjeros de renombre que llegaban a Milán solicita-
ban el privilegio de ser recibidos en aquel selecto centro de cultura que, no obs-
tante la sospechosa policía austriaca, había llegado a ser una especie de institución
milanesa.

Cleto Arrighi heredó de un tío suyo Bernardino, un manuscrito titulado Il


Cervelo di Giove, en el cual están apuntados los principales acontecimientos de que
fue teatro Europa y especialmente Italia y Lombardía del año 1786 a 1790.

En una de tales notas, y con fecha 13 de mayo de 1796, dice el autor del
manuscrito:

«En casa de Melzi me fue presentado anoche un bello joven de Caracas donde
nace el excelente cacao: él es Bolívar, en cuyo aspecto están las promesas de un
fecundo porvenir. Su conversación está llena de energía y de esperanzas. Odia a los
españoles, y, entusiasmado por los acontecimientos de ogaño, sueña con la liber-
tad de la colonia hispana y con ser él mismo libertador.

«Fue educado en Madrid y acaba de terminar sus estudios. Y está en Milán


desde dos días ha, pues ha venido con la esperanzas de presenciar la entrada de
Bonaparte triunfador. Me dijo haber encontrado raramente una ciudad más simpá-
tica, especialmente en su gremio decente y acomodado; me narró de haber visitado

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

a Nápoles, y en su viaje de regreso a Roma, haber sido capturado por cierto


Sicabolones con seis brigantes; pero fue soltado mediante poco dinero por haber
declarado que era un zuavo francés, amigo del Papa, y de haber venido a Italia para
tratar de perjudicar a Bonaparte.»

Hasta aquí el manuscrito:

De su lectura se desprende que Simón Bolívar, desde su adolescencia, culti-


vaba el proyecto de ser el Libertador de su patria, y no poco debió entusiasmarle
el espectáculo de la entrada de Bonaparte triunfador en la metrópoli lombarda,
pues en aquella época el joven general del ejército francés en Italia enarbolaba la
bandera de la libertad.

En el retrato de Bolívar que bosquejaba Arrighi se ve de pie la figura del


Libertador adolescente, en cuyo aspecto están las promesas de un fecundo porvenir.

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X
Bolívar e Iturbe
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Después de combatir en Francia por la causa del derecho, de la justicia y de


la libertad en el mundo, hasta dejar inscrito su nombre en los Anales de la
Revolución, y hoy en las tablas de gloria del Arco de triunfo de Napoleón,
Miranda se acordó de su patria y voló allí a prestar el contingente de su espada y
experiencia a los inexpertos republicanos, sus compatriotas.

Generalísimo de sus tropas, fue envuelto en una serie de desgracias, hasta la


capitulación que concluyó con Monteverde, en San Mateo, el 25 de julio de 1812,
y que, como todas las ajustadas por los españoles, fue inicua y cruelmente violada
apenas se entregaron a los patriotas.

Luego de firmar la capitulación, se retiró a La Guaira, donde tenía lista una


corbeta inglesa para embarcarse. Llegó a las siete de la noche del 30 de julio de
1812 solicitando hospitalidad en la casa del comandante del puerto, coronel
Manuel María Casas, quien con el gobernador político, el tristemente célebre
Miguel Peña, lo entregaron a los españoles por medio del coronel Simón Bolívar,
Montilla y Chatillón, quienes se encargaron de prenderlo. Miranda, sin protestar,
se dejó conducir a la prisión.

Bolívar nunca, ni en los últimos días de su vida, se arrepintió de haber prendido


al precursor, y, antes bien, se lamentaba de no haberlo fusilado por habérselo impedido
otros, y siempre consideró su acción como un deber patriótico. Argüía que si Miranda
creyó que los españoles observarían el tratado, debió quedarse para hacerlos cumplir su
palabra, y, si no, era un traidor por haber sacrificado su ejército.

De La Guaira, sin fórmula de juicio, fue enviado Miranda al castillo de


Puerto Cabello, de allí a Puerto Rico, y, por último, a Cádiz, donde como reo de
estado se le enceró en la Carraca. Allí, solitario, y en completo abandono, murió
el 19 de julio de 1816, después de cuatro años de martirio. En su persona el
gobierno español violó con descaro y sevicia la capitulación de San Mateo que él
mismo había declarado en su orden de 30 de enero de 1813 que debía cumplirse
fiel y religiosamente. Nunca se reprochó a Monteverde su crueldad y perfidia, y,

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

cuando en las Cortes generales de Cádiz se trató del asunto, y los diputados ame-
ricanos defendieron la causa de sus compatriotas oprimidos, sus protestas y recla-
mos no conmovieron a nadie.

Fue Miranda el primero que enarboló el tricolor colombiano en las costas de


América; amigo de Catalina II, no creía en nada, y de Bentham, que sólo creía en
la utilidad apreciada de tejas para abajo, despidió, a la hora de la muerte, al fraile
dominico que le ofrecía los auxilios de la religión, con estas desabridas palabras:
«Déjeme usted morir en paz.»

Librepensador en religión, era también Miranda francés hasta la médula de


los huesos y apasionado hasta tal punto por la Revolución, a la cual había servido
con su espada, que llegó hasta disculpar las matanzas de septiembre en París, y feli-
citó a aquellos de sus amigos de América que se llamaban jacobinos, declarando,
además, que habría preferido la devastación de la mitad del mundo al fracaso de
la Revolución francesa.

Como Jefferson, el ilustre secretario de Estado de Washington, y más tarde


dos veces presidentes de los Estados Unidos, y gran liberal, Miranda pensaba que
una revolución es buena siempre y nunca debe escatimarse; que nada significan
unos cuantos millares de vidas humanas perdidos en uno o dos siglos, puesto que
lo que más abunda en el mundo es gente; que la humanidad es una selva muy
frondosa para resentirse con la poda benéfica de sus ramas inútiles o marchitas;
que el árbol de la libertad debe refrescarse de cuando en cuando con sangre de
tiranos y patriotas, que es natural abono.

Y de mil amores hubiera acogido estas palabras de Tomás Carlyle, escritas en


Los Héroes, su obra maestra: «Cueste los sacrificios que cueste, reinados del Terror,
horrores de revoluciones como la francesa, cuanto de cruel y de horrible pueda
imaginarse, forzosa y necesariamente debemos volver por los fueros de la razón y
de la verdad. Paso a la Verdad, que se nos presenta revestida con todos los horro-
res y el fuego del infierno, puesto que así la queremos y así es ella.»

Miranda y Nariño, los precursores de la independencia, cruelmente persegui-


dos por la fatalidad. Por sus talentos, convicción y energías hubieran podido ser
los libertadores de Colombia, si uno más joven que ellos no hubiera nacido en esa
predestinación. Su misión fue la triste de todos los precursores: allanar el camino
a otro que habrá de llegar, y morir en el martirio y el olvido antes de ver florecer y
fructificar el árbol milenario que sembraron. Como el poeta alemán que hizo su
nido en la peluca de Voltaire ellos también pudieron exclamar al morir: «Colocad

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X. Bolívar e Iturbe

sobre mi tumba una espada porque fui un bravo soldado en la guerra por la liber-
tad del hombre.»

Por aquellos días de 1812 era Bolívar comandante de la plaza y castillo de


Puerto Cabello. Después de haberse batido heroicamente, hubo de abandonar
aquel sitio por la traición de los presos del castillo de San Felipe, a quienes se había
indultado generosamente la vida, y que aliados al oficiar Francisco Fernández
Vinoni, que mandaba la guardia aquel día, enarbolaron el pabellón español el 30
de junio, a las tres de la tarde.

Llegado Bolívar a Caracas, encontró la ciudad en poder de Monteverde,


quien, a pesar de la capitulación, estaba dedicado a llenar las cárceles de patriotas.
Bolívar fue encarcelado e iba a ser remitido a España para morir como Miranda en
la Carraca, cuando, al saberlo, don Francisco Iturbe, aquel honrado español que
estuvo presente en su bautizo, cuela donde Monteverde, y, demos la palabra al
mismo Bolívar para que nos narre el bello episodio:

«Yo fui presentado a Monteverde, dice, por un hombre tan generoso como yo
era desgraciado. Con este discurso me presentó Iturbe al vencedor: «Aquí está el
comandante de Puerto Cabello por quien he ofrecido mi garantía: si a él toca
alguna pena, yo la sufro, mi vida está por la suya (1).» Y el propio Iturbe continúa:
«Monteverde contestó al discurso citado: —Se concede pasaporte al señor
(mirando a Bolívar) en recompensa del servicio que ha hecho al rey con la prisión
de Miranda.» Hasta entonces Bolívar había estado callado, mas al oír estas pala-
bras, que dirigía Monteverde al secretario Muro, repuso en el acto que había apre-
sado a Miranda para castigar un traidor a su patria, no para servir al rey. Tal
respuesta descompuso a Monteverde, pero Iturbe intervino, terminando por decir
jocosamente a su amigo Muro: «Vamos, no haga usted caso de este calavera; dele
usted el pasaporte, y que se vaya (2).»

Al día siguiente, 27 de agosto, estaba Bolívar en la cubierta del bergantín


inglés Good Hope, surto en La Guaira, Iturbe lo abrazaba, mientras el capitán se
disponía a partir.

—Adiós, don Francisco —le dijo Bolívar, dándole un estrechísimo abrazo—.


Adiós, usted me ha salvado la vida, y, con ella, la independencia de América.
¡Gracias en mi nombre y en el de la patria!

—¿Qué, todavía piensas en esas locuras? ¿No ves que la causa de los insurgen-
tes está perdida?

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

—Sólo las almas débiles se abaten al primer revés, don Francisco de Iturbe; el
valor y la constancia corrigen la mala fortuna. Antes de diez años el pabellón espa-
ñol habrá dejado de flotar sobre aquella almena (señalando la bandera de Castilla).

Iturbe se retiró. Una hora después el Good Hope desplegaba sus blancas velas,
hinchadas por el viento, y suavemente se deslizaba sobre las ondas azules...

Don Francisco de Iturbe, cruzado de brazos, desde la playa veía alejarse el


bergantín, todavía al caer la tarde lo vieron allí meditabundo; pero cuando las
sombras de la noche borraron el punto blanco del horizonte, el español se retiró
murmurando:

«La profecía del canónigo se cumplirá... Juan Félix era un santo...»

Con lo cual se refría al pronóstico de don Juan Félix Jerez y Aristeguieta,


canónigo doctoral de la Iglesia metropolitana de Caracas, primo de doña
Concepción Palacios y Blanco, madre del Libertador, cuando este vino al mundo
y que el mismo Iturbe oyó ese día de labios del canónigo:

«Este niño será, andando los tiempos, el Simón Macabeo de la América.»

Bolívar, puesto que era noble, era agradecido; con su generosidad habitual fue
munificente con su benefactor, y siempre, en todas las circunstancias, recordó lo
que debía al español.

Al general Páez le escribe desde Caracas el 3 de julio de 1827: «Mi querido


general: Usted sabe cuántas son las consideraciones de amistad que debo a Iturbe,
y, estando ya al partir, no puedo menos de recomendarlo a usted como a mí
mismo. Véalo usted mismo como una persona que tiene mil derechos sobre su
afectísimo de corazón, Bolívar.»

Y a Cristóbal Mendoza, en la misma fecha: «Estando ya al partir no puedo


dejar de recomendar a la bondad y consideración de usted a mi amigo Iturbe.
Véalo usted siempre como una persona muy estimable. El mejor servicio que reci-
birá Iturbe será el que no se le niegue su pasaporte cuando se quiera ausentar.»

Así pagaba Bolívar, al despedirse de su tierra natal, para nunca más volver, el
beneficio que había recibido de tan hidalgo amigo en calamitosos días de su vida.
La ingratitud, partija de villanos, no podía manchar el gran corazón de Bolívar.

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XI
La guerra a muerte
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Todas las leyes españolas que regían en las colonias ultramarinas, las Siete
Partidas, la Vieja y Nueva Recopilación, las Leyes de Indias, las Reales Cédulas,
Órdenes y Proviciones estaban acordes en un punto: el último suplicio como pena
de la insurrección o delito de lesa majestad. En virtud de tal principio, las capitulacio-
nes se consideraban nulas porque los insurgentes eran inhábiles para tratar; los prisio-
neros eran sacrificados como traidores; se negaban los canjes y se ahorcaba a los
parlamentarios ante las filas patriotas. El terror era la ley pacificadora de las colonias.
Tan bárbaro estado social trajo consigo el odio inextinguible de los colonos hacia
España y sus instituciones, del cual fue la guerra a muerte la manifestación franca y
heroica.

El venezolano Vicente Salias es conducido al patíbulo, y antes de morir,


levanta los ojos al cielo, y grita, o, más bien, aúlla:

«¡Dios Todopoderoso! ¡Si en tu mansión celeste admites españoles, renuncio


mi derecho al cielo!»

Y el modo como las Justicias españolas ejecutaban sus sentencias, aún nos
estremece hoy a pesar del tiempo y a pesar del amor cada día más creciente hacia
la madre España. Quien quiera saber hasta dónde es capaz de grosera sevicia y de
brutalidad el corazón humano, que lea la sentencia pronunciada en Santa Fe de
Bogotá el 30 de enero de 1782 contra José Antonio Galán y sus compañeros, pre-
cursores de la independencia de Colombia. Y quien quiera saber hasta dónde se
llenaron de razón los adalides de la libertad de América, que ojee los documentos
oficiales de la Capitanía General de Venezuela, durante los doce meses de la dic-
tadura de Domingo Monteverde, en 1813, bajo el imperio de la «Ley del la con-
quista», y los del Nuevo Reino de Granada en los tres años de la pacificación de
Morillo, Enrile, Sámano Warletta, durante los cuales ensangrentaron los caminos
públicos las cabezas escarnecidas de los más insignes hijos de Bogotá, Cartagena y
Popayán. Y de cómo pensaban y procedían aquellos “pacificadores”, júzguese por
estos documentos:

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

El 17 de enero de 1813 escribe Monteverde a la Regencia de España:


«Desde que entré en esta capital y me fui imponiendo del carácter de sus
habitantes, conocí que la indulgencia era un delito, y que la tolerancia y el disi-
mulo hacían insolente y audaces a los hombres criminales... Bajo este concepto
deben ser tratados por la ley de conquista.»

Para el 3 de febrero del mismo año había empezado Zuazola a mutilar vene-
zolanos, mientras el canario Pascual Martínez asolaba la Margarita, y Tíscar anun-
ciaba en Barinas que sus tropas no darán cuartel a los rendidos. Al propio tiempo
despuntaba ya en los llanos la estrella fatídica de Boves.

El 18 de junio siguiente dice Francisco Cerveris a Monteverde, desde Río Caribe:

«No hay más, señor, que un gobierno militar; pasar todos estos pícaros (los
patriotas) por las armas; yo le aseguro a V. S. que ninguno de los que caigan en mis
manso se escapará. Todo gobierno político debe separarse inmediatamente; pues
no debemos estar ni por Regencia, ni por Cortes, ni por Constitución, sino por
nuestra seguridad y el exterminio de tanto insurgente y bandido. Yo bien conozco
que no se debe acabar con todos; pero acabar con los que puedan hacer de cabe-
zas, y, los demás, a Puerto Rico, a la Habana o a España con ellos (1).»

El 25 de mayo y el 14 de junio de 1816 publica el gobernador Salvador de


Moyó, primero en Caracas y luego en Cumaná, el siguiente bando:

«A fin de poner término a las maquinaciones con que por todas partes intentan
turbar la tranquilidad pública de las provincias de Venezuela los rebeldes españoles
Simón Bolívar, José Francisco Bermúdez, Santiago Mariño, Manuel Piar y Antonio
Brión, etc., etc., he tenido a bien decretar: que cualquier persona que aprehendiere viva
o muerta la de aquellos traidores, y cualquier otro de su especie, como Juan Bautista
Arismendi, en Margarita, será remunerado con la cantidad de diez mil pesos en que se
tasa la cabeza de cada uno de ellos, cuya cantidad se abonará por la real hacienda. Y
para que llegue a noticia de todos, imprímase y círculese.»

De más está decir que ni a Bolívar ni a sus tenientes se les ocurrió jamás, durante
la larga guerra que sostuvieron, poner a precio la cabeza de ningún jefe peninsular.

El mismo Juan Vicente González, iracundo censor del decreto de Trujillo, lo


dijo: «Con enemigos implacables necesitaba la revolución valerosas convicciones,
manos fuertes que con la espada o la pluma no temblasen nunca. Los furores de la

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XI. La Guerra a muerte

defensa debían corresponder a los furores del ataque: la represalia no era un dere-
cho, era un deber (2).»
La crueldad española tornó los corderos en lobos, y las palomas en serpientes. Y
Bolívar, comprendiendo que mientras la opinión del país favoreciese a los españoles la
independencia era imposible, resolvió echar entre América y España un abismo que no
pudiera llenarse sino con las inmensas moles de granito que se estaba ya elaborando en
su cerebro y que se llamaron después Boyacá, Carabobo, Bomboná, Junín, Ayacucho,
y ese insondable abismo fue la guerra a muerte: terrible necesidad de la época que aun
hoy mismo no podemos recordar sin estremecernos.

Las crueldades que precedieron y que siguieron a esa terrible declaratoria,


los fusilamientos colectivos, la carnicería de las batallas, prologándose años tras
años, acabaron con los últimos restos de sentimientos humanitarios de los con-
tendores. La necesidad del triunfo hizo que se antepusiesen a todos en mérito
los servicios militares, y que el prestigio de los hombres de espada y lanza
subiese hasta el punto de que se acostumbrasen a ver con desprecio a las demás
clases sociales. Y eso explica por qué los militares se consideraban tan amos de
la tierra como el mismo rey a quien acabábamos de expulsar. Los caudillos de
la revolución tuvieron que aceptar en sus filas a cuantos hombres malos y
corrompidos se presentaban a tomar servicio estimulados con el pillaje y con la
esperanza de repartirse más tarde los bienes de los españoles. Era preciso tole-
rar la licencia en los campamentos y la rapiña en los campos, so pena de ver
formarse en las filas claros que era imposible llenar. Y con esos elementos, y
sobre ese modelo de guerra implacable, desesperada, a muerte, se calcaron las
costumbres políticas de la naciente República. Bolívar mismo se lamentaba de
ello ante sus amigos de Bucaramanga, pero la verdad es que nunca tuvo valor
para desprenderse de aquellos elementos, abominables, si bien útiles y decisi-
vos en las batallas, pero funestos y corruptores en la paz.

Briceño

Antonio Nicolás Briceño era en Caracas, antes de 1810, según el historia-


dor realista José Domingo Díaz, un hombre ilustrado, prudente y moderado. Al
estallar la revolución, poco a poco fue exaltándose su carácter hasta el punto de
que la opinión pública le señaló con el apodo de El Diablo.

No obstante lo afirmado por Díaz, Briceño desde 1807 mostró el carácter


irascible que causó en 1813 su separación del ejército de Bolívar y la catástrofe
de que fue víctima. Casado con la joven y bella Dolores Jerez Aristeguieta y
Gedler, nieta de María Jacinta Bolívar y Ponte, se hallaba en aquel año en el

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Tuy administrando las fincas de la familia de su esposa, cuando sobrevino un


conflicto con su pariente Simón Bolívar por cuestiones de linderos de sus pre-
dios vecinos. Bolívar presentó acusación contra él y en esa demanda aparece la
siguiente relación: «Hallándome el día 24 de septiembre último (de 1807) con
mi servidumbre, rozando parte de mis tierras altas que cubren el frente de mi
hacienda, se apareció toda su esclavitud con machetes, puñales, garrotes, etc.,
y entre ellos uno nombrado Domingo José con un fusil cargado. Sin otro
saludo ni discurso comenzó Briceño la acción por sacar una pistola, prepararla
y mandar a mis esclavos que parasen el trabajo, porque de no hacerlo así les
tiraría con sus armas de fuego, y requiriéndoles muchas veces que los mataría,
les amenazaba y apuntaba sucesivamente; pero habiendo yo mandado a mis
negros que no dejaran el trabajo, volviéndose hacia mí, fue uno mismo a
decirme comenzaré por usted y apuntarme. Tres veces quiso ejecutar el tiro, y
cuando a la tercera le vi resuelto, no tuve otro partido que arrojármele encima
a fin de desarmarlo. Sus negros me arrebataron; y temí tanto un combate de
esclavos, que en lugar de atender a mi adversario sólo traté de contener ambas
esclavitudes que ya habían comenzado a tomar parte en la pelea...»

Las declaraciones de los testigos son favorables a Bolívar; de ellas se deduce


que éste no tenía armas, y que en la lucha con Briceño «logró con una mano
sujetarle la pistola y con la otra la daga o sable que llevaba, hasta que ambas
esclavitudes se atacaron». Uno de los testigos considera a Briceño «no sólo per-
judicial a don Simón, sino a todo el vecindario». Terminado el sumario, el capi-
tán general ordenó la prisión de Briceño el 11 de junio de 1818; pero este suceso
se complicó con la conspiración descubierta la víspera, para establecer una junta
de gobierno (3).

El 16 de enero de 1813 Briceño publica en Cartagena un plan sobre el


modo de hacer la guerra a los españoles. He aquí parte de este programa som-
brío que parece meditado por Azolino, tirano de Padua:

«2.-Como esta guerra se dirige a destruir en Venezuela la raza maldita de los


españoles, quedan ellos excluídos de la expedición, por patriotas y buenos que
parezcan, puesto que no debe quedar uno solo vivo...

«9.-Se considera como un mérito suficiente para ser premiado y obtener


grados en el ejército, el presentar un número de cabezas de españoles, y así, el
soldado que presentare veinte cabezas será ascendido a alférez vivo y efectivo; el
que presentare treinta, a teniente; el que cincuenta, a capitán, etc.»

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XI. La Guerra a muerte

Ocho individuos: tres venezolanos y los demás europeos, subscribieron, en


francés, el feroz pacto.
Con tal documento se presentó Briceño en Cúcuta exigiendo a Bolívar y al gene-
ral granadino Castillo, que lo aprobasen y lo tomaran por norma de conducta. Los dos
jefes, ¡tales eran los tiempos! lo aceptaron, con ligeras observaciones, y lo firmaron en
Cúcuta el 20 de marzo de 1813. Poco después, Briceño publicaba un bando decla-
rando la guerra a muerte, de acuerdo con su plan, y para cumplir sus amenazas deca-
pitó a dos españoles pacíficos de San Cristóbal y remitió las cabezas a Bolívar y Castillo,
con cartas cuya primera línea estaba escrita con sangre de las víctimas.

El 20 de mayo siguiente, Camilo Torres, presidente del Congreso de Tunja, dirige


a los venezolanos aquella célebre proclama que pareciese inspirada por la venganza
antigua:

«¡Venezolanos! reunidos bajo las banderas de la Nueva Granada que tremolan


ya en vuestros campos, y que deben llenar de terror a los enemigos del nombre
americano. Sacrificad a cuantos se opongan a la libertad que ha proclamado
Venezuela y que han jurado defender con los demás pueblos que habitan en el
universo de Colón. El odio debe haberse encendido en vuestros corazones para
perseguir hasta el escarmiento y la muerte misma a los tiranos (5)...»

El 15 de junio siguiente, Bolívar, como en obedecimiento al Congreso de


Tunja, a cuyas órdenes estaba, dicta en Trujillo su Decreto de guerra a muerte:
«Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis
activamente en obsequio de la libertad de América. Americanos, contad con la
vida, aun cuando seáis culpables (6).»

Con razón se ha dicho que el mundo no había oído antes, ni en boca de


Alarico ni de Atila, semejante grito de exterminio y de muerte.

Montados en caballos indómitos, sobre silla de cuero crudo; vestidos de


calzón corto, camisa ancha y suelta, sombrero de grandes alas, y armados de larga
y filuda lanza, aquellos escuadrones no recibían más disciplina ni conocían más
táctica que la de cargar al enemigo sobre el cual caían como un torrente y pasaban
como un huracán en el campo de batalla.

El Congreso y Gobierno granadinos nunca desaprobaron la conducta de Bolívar


en su campaña de Venezuela, y, antes bien, el 25 de septiembre de 1813, lo elevaron al
grado de mariscal de campo (7), y, después, dándose por satisfechos de su conducta, lo
hicieron capitán general de los ejércitos de la Nueva Granada (8).

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

¡Y extraordinaria coincidencia! El mismo día en que Bolívar dictaba su


decreto de guerra a muerte, a las ocho de la mañana, era fusilado en la plaza de
Barinas el coronel Antonio Nicolás Briceño, derrotado y preso en Guasdalito el 16
de mayo anterior. La historia ha conservado una carta dirigida de Cúcuta a
Briceño por su esposa, la bella Dolores Jerez, carta que Briceño recibió el 14 de
aquel mes de mayo:

«Mi amado Nicolás: ... Sobre lo que me dices de los desgraciados españoles
quiero que Dios ponga tiento en tus justicias... Como estamos todavía en este mar
inmenso y no sabemos por quién se decide la suerte, será mejor no cantar victoria
hasta el fin; el silencio es muy bueno en todos los casos, obrando al mismo tiempo
según lo dicte la prudencia... Algunas letras van borradas, porque hoy estoy triste
y te escribo llorando. Ignacita te manda tantas cosas que no caben en la pluma...
Tu invariable y muy constante, Dolores Jerez (9).»

Pero si Briceño fue cruel con sus enemigos, fue digno y heroico en su muerte.
Sin rodeos confesó a los jueces su pacto de Cartagena y su resolución de extermi-
nar a los españoles en Venezuela, y, por último, los intimidó describiéndoles el
invencible ejército de Bolívar y los auxilios que Nariño había enviado, «todos ani-
mados con la esperanza del triunfo».

Juan Vicente González, que con frase de fuego execró la guerra a muerte,
dice, refiriéndose a aquellos bravos que fueron sacrificados con Briceño:

«Todos fueron valientes aquel día, sin que ninguno diese a sus jueces el orgu-
lloso placer de verlos suplicantes y humillados. Cuando se comparece delante de
la victoria, el papel del hombre de valor es envolverse en su manto y morir.»

Inútil es agregar que los jueces españoles, según su costumbre en esos bárba-
ros tiempos, extremaron los refinamientos de crueldad en aquellos vencidos. El cadá-
ver de Briceño fue mutilado, y la cabeza y la mano derecha expuesta en escarpias fuera
de la ciudad. Así también fueron mutilados e infamados en Caracas los cadáveres de
José María España y José Félix Rivas. Así descuartizaron las Reales Justicias de Santa
Fe, el 30 de enero de 1782, a José Antonio Galán, y, más tarde, a Camilo Torres,
Maestro y Padre de la Revolución, el hombre que encarna el espíritu de nuestra nacio-
nalidad, el férreo inspirador de la guerra a muerte, bajo la cual cayó él mismo con
insigne gesto de apóstol y de mártir.

Luego viene la fabulosa campaña de 1813, en la que Simón Bolívar, al decir del
historiador español Pedro de Urquinaona, con trescientos miserables de Santa Fe

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XI. La Guerra a muerte

arrolló el famoso ejército de occidente, dispersando a Tiscar, destruyendo a


Izquierdo y encerrando a Monteverde en la fortaleza de Puerto Cabello (10).

Arismendi

Juan Bautista Arismendi era «un buen hombre moderado y de costumbres


pacíficas (11)», oriundo de la isla de Margarita, que, antes de 1810, fue un lugar
dichoso y tranquilo, morada de industriosos y sencillos pescadores. Perseguido por
el sanguinario Pascual Martínez, huyó a los montes y, acosado por el hambre, vino
a presentarse a su perseguidor, quien confiscó sus bienes, lo aherrojó con sus hijos, y
causó la muerte de su esposa. Un día los margariteños pierden la paciencia, lanzan
el grito de morir o ser libres, y el cobarde Martínez implora de rodillas la clemencia
de los vencedores, los hijos de sus víctimas. Arismendi sale de su prisión, puñal en
mano, y es proclamado gobernador de la isla. La venganza se apodera de él, el odio
petrifica su corazón y enciende su sangre, y aquel hombre, austero y pacífico, viene
a presidir las hecatombes de Caracas y La Guaira. Con terror se leen las notas oficia-
les en las cuales se comunicaba diariamente al jefe supremo el número de víctimas
sacrificadas en los días 14, 15 y 16 de febrero de 1814. La sangre de más de ocho-
cientos españoles, sin excepción de ancianos, enfermos y niños, sació la venganza del
feroz margariteño.

He aquí los oficios:

«Al comandante de La Guaira, José Leandro Palacios.

«Por el oficio de U. S. de 4 del actual me impongo de las críticas circuns-


tancias en que se encuentra esa plaza con poca guarnición y un crecido número
de presos. En consecuencia, ordeno a U. S, que inmediatamente se pasen por
las armas todos los españoles presos en esas bóvedas y en el hospital, sin excep-
ción alguna.

«Cuartel General Libertador en Valencia, 8 de febrero de 1814. A las ocho de


la noche. — Simón Bolívar.

Indéntico oficio despachó Bolívar, al mismo tiempo, al comandante de


Caracas, coronel Juan Bautista Arismendi.

Ved ahora, por estos oficios, tremendamente concisos, cómo se cumplió la


orden de Bolívar:
La Guaira, 13 de febrero de 1814.

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

«Al señor coronel Juan B. Arismendi. — Caracas.

«En el obedecimiento a orden expresa del Excmo. Sr. General Libertador, se


ha comenzado la ejecución de todos los presos españoles y canarios reclusos en las
bóvedas de este puerto, pasándose por las armas esta noche cien de ellos. — José
Leandro Palacios.»

Al día siguiente, 14 de febrero, dice Palacios a Arismendi:

«Ayer tarde fueron decapitados cinto cincuenta hombres de los españoles y


canarios encerrados en las bóvedas de este puerto, y entre hoy y mañana lo será al
resto de ellos.»

El 15 de febrero el mismo Palacios oficia a Arismendi:

«Ayer tarde fueron decapitados doscientos cuarenta y siete españoles y cana-


rios, y sólo quedan en el hospital veinte enfermos, y en las bóvedas ciento ocho
criollos.»

El 16 escribe Palacios al Libertador:

«Hoy se han decapitado los españoles y canarios que estaban enfermos en el


hospital, últimos restos de los comprendidos en la orden de S. E.»

Total: 517.

Por último, el 25 siguiente participa Arismendi, desde Caracas, al secretario


de la guerra:

«Se servirá U. S. elevar a la consideración del Excelentísimo General en Jefe,


que la orden comunicada por U. S. con fecha 8 de este mes se halla cumplida,
habiéndose pasado por las armas, tanto aquí como en La Guaira, todos los espa-
ñoles y canarios que se hallaban presos, en número de más de 800, contando los
que se han podido recoger de los que se hallaban ocultos...»

Horrorizados ante tales documentos escribe un historiador: «Es el ogro san-


griento (Arismendi), el Barba-Azul de la América, aquella monja de puñal en
mano de las antiguas leyendas.»

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XI. La Guerra a muerte

El 24 de febrero el secretario de Estado, Muñoz Tébar, dio en San Mateo, por


orden del Libertador, un manifiesto destinado a justificar las matanzas de Caracas
y La Guaira, impuestas por el derecho de las represalias.

Con igual derecho, dice Gil Fortoul, van a justificar sus barbaridades Boves,
y Rosete, y Morales. Exasperado Bolívar, no reflexionó que su nombre, lo mismo
que el de sus tenientes (Arismendi había sacrificado antes, en Margarita, 29 pri-
sioneros; Mariño, en Cumaná, 200; Campo Elías, en los Llanos, un número
incontable), y el de tantos héroes de la patria, iban a quedar en la historia de 1814
confundidos con los de aquellos vándalos, bajo la misma horrenda mancha del
crimen. Tristes tiempos, cuando hasta el genio enloquece y apaga él mismo la
antorcha que le guía al provenir (12).

Mas debe reconocerse que si aquellos insulares margariteños extremaron la


crueldad con sus perseguidores, no fue ciertamente por cobardía, de la cual es
casi siempre hija aquella; porque su heroísmo aún hoy nos espanta y no son
muchas, quizá, las páginas que en la historia de los pueblos registren episodios
como éste narrado por el general Morillo a su gobierno:

«Pasaban de 500 rebeldes, dice hablando del combate de Matasiete, de la


canalla más atroz y desalmada de la isla, los que defendían el Fuerte, hombres
feroces y crueles, famosos y nombrados entre los piratas de las flecheras, el
terror de las costas de Venezuela, y facinerosos, que cada uno contaba muchos
asesinatos y estaba acostumbrado a mirar la vida con desprecio. Estos malva-
dos, llenos de rabia y orgullo, con su primer ventaja en la defensa, parecía cada
uno de ellos un tigre, y se presentaban al fuego y a las bayonetas con una ani-
mosidad de que no hay ejemplo en las mejores tropas del mundo... No conten-
tos con el fuego infernal que nos hacían arrojaban piedras de gran tamaño, y
como eran hombres membrudos y agigantados, se les veía arrojar una piedra
enorme, con la misma facilidad que si fuera una pequeña. Nuestra caballería,
que para el momento de ocupar el reducto ya estaba prevenida, recibió a los
que salieron de él en unas lagunas poco profundas, donde todos se arrojaron y
allí pereció a sablazos aquella banda de asesinos feroces, que ni imploró la cle-
mencia, ni hubo uno solo que diera señales de timidez, en medio de la carnice-
ría que en ellos se hizo. Algunos que pudieron escapar, a pesar de la vigilancia
de los dragones, dieron en manos del Regimiento de Navarra que rodeaba
aquellas inmediaciones. De esta suerte se concluyó una acción tan sangrienta y
empeñada, que allí quedaron tendidos más de quinientos forajidos que ni aun
en el último momento quisieron rendirse (13).»

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Boves

Y es aquí, en medio del cuadro, donde debe presentarse la sangrienta figura


del héroe de la guerra a muerte. La tradición espantada ha conservado el retrato de
aquel bárbaro barbitaheño, y es singular que la descripción que del fiero Atila,
«nacido para la desolación del mundo», nos dejó el lombardo Pablo Diácono, sea
el retrato cabal de Boves: cuerpo mediano, ancho pecho, gesto feo, enorme cabeza,
la nariz y la boca como las de las aves de rapiña, ojos hundidos y turbios como el
mar, cuyas llanuras gustábale atravesar de mozo, mirada horrible que paseaba alre-
dedor como un tigre que se acuerda de su presa, la frente espaciosa y chata. Su
cuello, que tiraba hacia atrás y sus miradas que concentraba a veces, y a veces pase-
aba con inquieta curiosidad, daban a sus movimientos aquel imperio y fiereza de
que no le fue dado eximirse a sus mismos superiores. Distraído en medio de sus
pensamientos lúgubres, que visitaban sangrientos fantasmas, volvía en sí por una
sonrisa feroz o por miradas de fuego, que precedían a sus silenciosos furores. Él no
sabía de esas palabras enfáticas, de calculado efecto, que usan sus semejantes, ni
tronaba en una tempestad de amenazas crueles; frío como el acero, alevoso como
el halcón, hería inesperadamente, revelándose su rabia por pueblos desolados y en
cenizas, por millares de cadáveres insepultos.

No escasearán compatriotas que frunzan el ceño ante estas páginas que tratan
de revivir la sombra fatídica y mil veces maldita de aquel instrumento de la ira del
cielo, cuyo solo nombre aún sobrecoge de espanto a los rústicos habitantes de los
llanos de Venezuela; a aquellos respondo anticipadamente, por boca de uno de los
más delicados espíritus contemporáneos: «El moralista aparta al hombre del pacer
y atempera su orgullo, escribe Gebhart. El artista se interesa en todos sus instin-
tos; comprende y acepta todo en el alma, aun el mal. Otelo, estrangulando a
Desdémona, es bello, si bien criminal. El corazón humano tiene su funesta violen-
cia como la naturaleza; pero las borrascas de uno y otra, cualesquiera que sean sus
estragos, excitan siempre la simpatía del artista que reconoce, en las más agitadas
profundidades, la floración misteriosa de la fuerza viva (14).»

«El crimen mismo, agrega Renán, cuando va acompañado de cierto prestigio,


da una poderosa ideas de las facultades humanas e implica una grandeza de per-
versión de la cual sólo las razas fuertes son capaces. Hoy no sería indiferente lla-
marse Borgia.»

Vino Boves de piloto a La Guaira, fue preso y procesado en Puerto Cabello


pero sus malos manejos en un buque corsario, logrando que se le conmutase la
pena de presidio por la de confinamiento a la ciudad de Calabozo, gracias a la

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XI. La Guerra a muerte

intervención de los Joves, mercaderes de Puerto Cabello, de quienes, por gratitud,


imitó el apellido, cambiándole la primera letra. Esto es lo que refieren Briceño
Méndez y casi todos los historiadores de la independencia, pero el ilustrado escrito
venezolano don Laureano Vallenilla Lanz ha escrito, recientemente, estos párrafos,
sobre los orígenes de Boves:

«Por los datos que personalmente recogimos en España, sabemos que Tomás
Rodríguez Boves nació en Oviedo, provincia de Asturias, en el año de 1783. Su
apellido Bobes y no Boves, que es mala redacción, es muy corriente en aquellas
regiones y se aplica al natural de la Bobia, término orográfico muy común en
Asturias. Bobes se llama también una parroquia de Consejo de Siero. De manera
que siendo un apellido de procedencia geográfica, se le lleva siempre precedido de
otro patronímico, como Rodríguez-Bobes, Álvarez-Bobes, Fernández-Bobes,
García-Bobes, etc., apellidos estos que llevan muchas familias en España.

«En lista de los primeros sesenta alumnos que inauguraron el día 7 de enero
de 1794 el Real Instituto Asturiano, donde se dio enseñanza oficial de la carrera
náutica, figura el nombre de Tomás Rodríguez Bobes; en el libro que con tal
motivo escribió Jovellanos, titulado Noticia del Real Instituto Asturiano, está citado
en la siguiente forma: «Don Tomás Rodríguez Boves, natural de la ciudad de
Oviedo; edad, once años.» En el Apéndice III de la obra del señor Lama y Leña,
titulada Reseña del Instituto de Jovellanos de Gijón, figura como piloto, habiendo ter-
minado los estudios de la carrera náutica, y se registra así: «Tomás Rodríguez
Bobes, que empezó los estudios de náutica y pilotaje en 1794 y terminó en 1798.»
Fue, por lo tanto, piloto a los quince años, y en calidad de tal dicen los historiado-
res y la tradición que vino a Venezuela.»

En 1811 tenía tienda de ropa en Calabozo, y más tarde se alistó en las filas
patriotas, pero disgustado por motivos que se ignoran, se pasó al año siguiente a
las tropas realistas. Éstos lo nombraron oficial de Urabanos y comandante militar
de aquel pueblo, en 1813, y entonces empezó su carrera de crímenes.

En agosto de aquel año, jefe de numerosa banda de llaneros, sobre los cuales
ejercía diabólica fascinación, se dirigió al Bajo Apure, donde, tomando la voz del
rey y sacando de Guayana municiones, en cambio de ganados, formó su ejército. El
14 de octubre lo destrozaron los patriotas en Mosquitero; Boves se retira entonces a
Guayabal, a la izquierda del Apure, y hace arrancar las ventanas de hierro del pueblo
para fabricar lanzas. El 14 de diciembre desbarata a los patriotas en San Marcos y se
apodera de Calabozo y de todo el Llano bajo. El 3 de febrero de 1814 derrota en La
Puerta las tropas de Campo Elías, y se adelanta, rápido y feroz, sobre los valles de

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Aragua, cubriéndolos de sangre y de cadáveres. El 12 José Félix Rivas logra recha-


zarlo en La Victoria, pero Boves se rehace, y el 28, a la cabeza de siete mil hombres,
ataca a Bolívar en San Mateo. La batalla queda indecisa; Boves, herido, se retira a
Calabozo para reaparecer en San Mateo. La batalla queda indecisa; Boves, herido, se
retira a Calabozo para reaparecer en San Mateo el 20 de marzo; renueva el ataque
hasta el 25, y, ya a punto de apoderarse del parque republicano, Ricaurte le prende
fuego y vuela con él. El 30 de marzo, Boves contramarcha hacia la Villa de Cura, se
encuentra con Mariño en Bocachica, y, después de formidables cargas, retíranse
ambos; Boves camino de Calabozo, su madriguera.

En aquellos días escribe al justicia mayor de Camatagua este oficio:

Calabozo, 15 de mayo de 1814.

«Recibí los hombres y espero de su eficacia no deje uno solo útil, para con-
cluir con estos pícaros y luego descansar en el seno de sus familias. Boves. »

También en aquellos días terríficos se consuman las hecatombes de españoles


y canarios en La Guaira y Caracas, decretadas por Bolívar y ejecutadas por
Arismendi y Leandro Palacios. Boves, al ver el manifiesto publicado por Bolívar,
para justificar aquella carnicería, lo leyó, a caballo, en la mitad de la plaza de
Calabozo, y juró, ante el cielo y la tierra, que los vengaría pasando a cuchillo a
todos sus enemigos. El 28 de mayo, Bolívar derrota al capitán general Juan
Manuel Caligal en la llanura de Carabobo, pero, desgraciadamente, no se sacó de
esta victoria el fruto que pudo obtenerse, y ya se acercaba el desastre final del año
14, al año terrible de la Revolución.

Nadie pensó en que Boves, después de sus recientes fracasos, se rehiciese y


levantase repentinamente un ejército poderoso, compuesto de 5.000 lanceros y
3.000 infantes, divididos estos en tres cuerpos mandados por Ramón González,
Manuel Machado y Guía Calderón. El cuerpo selecto de infantería era la
columna Cazadores, fuerte de 800 hombres, y al mando de Rafael López. Las
tropas realistas llevaban divisa blanca, que, de lejos, se confundían con la ama-
rilla de los patriotas.

El anuncio de la aparición de Boves en los llanos fue como la trompeta del


juicio final; el terror corrió por los valles de Aragua y llegó hasta Caracas. Las
poblaciones emigraban en masa hacia Valencia y la capital, entonando letanías por
el camino, como para hacer más pavoroso aquel cuadro de desolación. En su trán-
sito, Bolívar, más de una vez, tuvo necesidad de detenerse para dejar pasar aquellas

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XI. La Guerra a muerte

procesiones de la desgracia que le miraban con ojos espantados, en que iba mezclada
la esperanza con el reproche de ser el autor de tantas calamidades.

A dos leguas de la Villa de Cura se halla una pequeña llanura cortada por las
ondulaciones del terreno y cercada por montes y cerros. Tanto a la entrada como
a la salida hay un paso estrecho con alturas a los lados. Esos pasos están cortados
por dos riachuelos y hacia el sur corre el Guárico: tal es La Puerta de los llanos.
Boves escogió, detenidamente, el campo como el más a propósito para esperar a
Bolívar, pues conocía el terreno, como que el 3 de febrero había derrotado allí a
Campo Elías.

En la mañana del 15 de junio de 1814 los patriotas se ven amenazados por


una nube de caballería, compuesta de zambos y negros, que avanzaban por la
sabana de Ocumare. Al propio tiempo Bolívar llega al campamento acompañado
de sus secretarios y el Estado Mayor. Boves ocupa la salida al llano, Bolívar la
entrada. Boves reta a Bolívar a combate singular, y éste no acepta. Rotos los
fuegos, las montoneras de Boves se estrellan contra el disciplinado batallón Aragua
y retroceden para volver a la carga con más furia. La artillería barre la llanura y
obliga a los realistas a replegarse. Carga López con sus Cazadores y llega cerca de
la artillería patriota, pero es rechazado, dejando tendida gran parte de su tropa.
Bolívar, al ver ganada la batalla, ordena una carga de caballería, que resulta débil e
indecisa. Impaciente luego, ordena una carga general. Marcha Aragua de frente,
síguele Barcelona en columna, cerrando el flanco izquierdo de los patriotas, a
tiempo que Cumaná toma el lado derecho. A este tiempo aparecen tres grandes
cuerpos de caballería realista y caen inesperadamente sobre la caballería patriota,
que huye, cobardemente. Intenta resistirle Barcelona, pero sucumbe cogido entre
dos masas de lanceros.

Aragua desaparece bajo las patas de los caballos de Boves, el pánico se apodera
de los patriotas, y los más piensan en la fuga.

En tanto, Cumaná se forma en cuadro. Boves ordena su destrucción, y aquel


duelo a muerte concentra la atención del ejército realista, que suspende la perse-
cución de los fugitivos. En fuga la caballería, el batallón emprende su retirada en
correcta formación. Aquel cuerpo perdido entre el bosque de lanzas enemigas, en
marcha hacia el sacrificio y agrupado al pie de su bandera, era la imagen de la
Patria, coronado por el martirio; del humo de sus fusiles salía el incienso del holo-
causto; sus divisas amarillas brillaban con los rayos de un sol de verano y parecían
dorados laureles que ornaran las frentes de aquellos héroes. En vano esperó un
amago siquiera de la caballería en derrota; cuando se agotaron los pertrechos,

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Cumaná hincó rodilla en tierra y resolvió vender cara la vida. Asaltada por dos
cuerpos de jinetes, fue roto el cuadro y consumose el sacrificio. Freites, su jefe,
viéndolo todo perdido, se dispara su pistola al pie de su bandera. Los realistas res-
petaron su cadáver, y López le hizo dar sepultura.

A las dos de la tarde mil cadáveres republicanos quedaban en el campo, entre


ellos los secretarios del Libertador, quien salvó la vida merced a las uñas de su
caballo, y se dirigió a Caracas (15).

Al amanecer del 19 Boves entra a Valencia, que capitula confiada en el jura-


mento de perdón hecho por él ante el Santísimo Sacramento. ¿Habrá necesidad de
agregar que el bárbaro, después de tomada la ciudad, pasó a cuchillo a todos sus
habitantes? He aquí la relación que de aquellos sucesos nos hace el historiador rea-
lista Heredia:

«En la noche siguiente (10 de julio de 1814) Boves reunió todas las mujeres
en un sarao, y entretanto hizo recoger los hombres que había tomado precaucio-
nes para que no se escaparan, y sacándolos fuera de la población (en el Morro), los
alanceaban como a toros sin auxilio espiritual. Solamente el doctor Espejo, gober-
nador político, logró la distinción de ser fusilado y tener tiempo para confesarse.
Las damas del baile se bebían las lágrimas y temblaban al oír las pisadas de las par-
tidas de caballería, temiendo lo que sucedió, mientras que Boves, con un látigo en
la mano, las hacía danzar el piquirico, y otros sonecitos de la tierra, a que era muy
aficionado, sin que la molicie que ellos inspiran fuese capaz de ablandar aquel
corazón de hierro. Duró la matanza algunas otras noches (16).»

El 6 de julio Bolívar desocupa a Caracas seguido de aquella pavorosa emigra-


ción de mujeres, ancianos y niños que preferían morir de hambre en las montañas
a caer en las garras de Boves. Sólo quedaron en la ciudad, según el mismo histo-
riador Heredia, testigo presencial de estos acontecimientos, el arzobispado y los
canónigos, las monjas y algunos frailes.

Boves escribe entonces al gobernador Quero, de Caracas, este lacónico oficio:


«Si a mi llegada a esa ciudad, que será dentro de veinte días, encuentro un
patriota, usted pagará con su cabeza.» El 8 de julio llega a Caracas la vanguardia
del ejército realista, y el 16 entra Boves y empieza en Coticita la matanza de los
patriotas que habían salido de sus escondites confiados en las nuevas promesas del
vencedor. Ensoberbecido con tantos triunfos, Boves escribe al capitán general
Cajigal: «He recobrado las armas, las municiones y el honor de las banderas espa-
ñolas que Su Excelencia perdió en Carabobo.» Dueño del mando supremo, se

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XI. La Guerra a muerte

apropió el título de Comandante General del Ejército, y se dirigió a oriente en


persecución de Bolívar.

Un día, refiere O’Leary, le presentan, en su marcha, un anciano enfermo y


descarnado, único habitante del pueblo de donde habían huído los demás al saber
su llegada. Después de algunas preguntas, a que el anciano respondió con dulzura
y veracidad, le mandó decapitar. Al instante salió de entre las filas un bello joven
que frisaba en los catorce años, y postrándose de rodillas ante el caballo del bár-
baro: «Os, ruego, exclamó, por la Santísima Virgen, perdonéis a ese pobre
hombre, que es mi padre; salvadle y seré vuestro esclavo». «Bien, dijo el monstruo,
sonriéndose al oír las súplicas fervientes del joven: para salvar su vida, ¿dejarás que
te corten la nariz y las orejas sin un quejido?». «Sí, sí, respondió el infeliz, os doy
mi vida, pero salvad la de mi padre». El muchacho sufrió con admirable serenidad
la horrible prueba; visto lo cual, Boves mandó que le matasen junto con el padre,
por ser este un insurgente, y aquel demasiado valiente, para permitir que le sobre-
viviera y se convirtiera también, más tarde, en insurgente.

«Extraño parecerá, agrega O’Leary, que en un país en donde pocos años después
hubo treinta puñales para hundirlos en el pecho del hombre a quien la mitad de la
América hispana debe su independencia, se hubiese permitido la consumación de tan
salvaje crimen sin la menor resistencia. ¡Tal es el pavor supersticioso que inspira un dés-
pota! ¡Aquel bizarro joven que tuvo el valor de ofrendar su vida para salvar la de su
padre fue cobarde para libertar la humanidad de aquel bandido (17).»

Hoy podríamos los colombianos repetir las mismas palabras del discreto
irlandés, al pensar en ese asesino de naciones llamado Teodoro Roosevelt. ¡Tantos
bizarros jóvenes que tendrían el valor de sacrificarse por sus padres y son cobar-
des para libertar a su patria de aquel bandido!

El 15 de octubre Boves entra a sangre y fuego a Barcelona, y por la noche, en


medio de espesas tinieblas contra las que lucha débilmente la funeraria luz de una
lámpara, comienza a oírse una música triste, que se hace de pronto bulliciosa y
alegre; en un momento la sala aparece iluminada, y damas caraqueñas muchas,
engalanadas por fuerza, aparecen, desoladas y llorosas, entre aquellos bandidos,
empapados con la sangre de sus hijos y esposos. Ya en las altas horas la música iba
debilitándose más y más; a poco un violín sonaba únicamente; después, todo era
silencio en el iluminado salón. Treinta músicos de Caracas, uno a uno, habían
dejado sus instrumentos para ser degollados (18).

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

El 3 de octubre entra al pueblo de Santa Ana y hace tocar a degüello, en el


cual perecieron quinientas personas, la mayor parte mujeres patriotas. El 16 ocupa
a Cumaná y pasa a cuchillo a todos los habitantes, inclusive a los niños y las muje-
res. El 15 de diciembre derrota en Urica a Rivas, Bermúdez, Piar, Monagas,
Cedeño, Zaraza, los más valientes jefes patriotas: mas, en medio del combate, al
arrojarse sobre las filas enemigas, al frente de su escuadrón de carabineros, cae, de
su impetuoso alazán, atravesado de un lanzazo (19).

Boves tuvo, sin embargo, una gran virtud: la gratitud. Por dondequiera que tro-
pezó con alguno de sus amigos a quien debiera un beneficio, le tendió la mano y lo
salvó, aun cuando fuera su enemigo político. Este espíritu infernal salvó del suplicio a
víctimas ya sentenciadas a morir. Parece que el lema de su escudo hubiera sido aquella
sentencia del Dean Swift: «El hombre que le dice a otro ingrato, le hace reo de todos los
crímenes.» Su guerra, y los medios de ejecutarla, confiesa su grande amigo y secretario,
el historiador realista José Domingo Díaz, fueron, en verdad, terribles (20). Dividía sus
cuerpos según los pueblos a que pertenecían los soldados, y así se llamaban Escuadrón
del Guayabal, Escuadrón de Tiznados, etc., dando esta clasificación por resultado una
emulación entre los cuerpos, que los había invencibles. Aquellos hombres feroces, dice
Díaz, le temían, le adoraban, y ejercía sobre ellos un poder mágico, especialmente entre
los de color, o castas africanas, a quienes ilusionaba con la esperanza de elevarse por la
destrucción de los blancos, que había perseguir con el nombre de insurgentes, y entre
los cuales sólo daba cuartel a los sacerdotes y a los músicos. A su voz surgían ejércitos y
morían los que se mostraban reacios a seguirle. «Era cruel por instinto y a sangre fría»,
dice Heredia, hablaba poco y no sonreía sino en presencia de una gran catástrofe, de
un horrible peligro o de una suprema desgracia. En tales circunstancias soltaba una
suerte de carcajada diabólica. Cuentan, sin embargo, las crónicas, que en una ocasión
nublaron las lágrimas sus ojos. Boves amaba, sobre todas las cosas, su caballo, un sober-
bio corcel negro charolado, su compañero en todas sus batallas, y al que había puesto
el nombre de Antinoo, en recuerdo de su padre. En la batalla de San Mateo, el 28 de
febrero de 1814, cayó muerto de un balazo el brioso animal, que tantas escenas san-
grientas había presenciado. Boves, transido de dolor, se abrazo a él, y, cuentan, que sólo
aquel día le vieron llorar sus soldados.

Páez, el llanero épico de las Queseras del medio, león de Apure, amaba tam-
bién, sobre todas las cosas, su caballo. En el combate de Mata de Miel, cuando las
balas españolas se lo mataron, dirigió a su ejército esta proclama: «Compañeros,
me han matado mi caballo, mi buen caballo, y si ustedes no están resueltos a
vengar ahora mismo su muerte, yo me lanzaré solo a perecer entre las dilas enemi-
gas.» A lo cual todos contestaron «¡Sí, general, la vengaremos (21)!»

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XI. La Guerra a muerte

Boves fue también un valiente, y así el héroe y el bandido se confundieron de


tal suerte en él, que habría sido difícil trazar una línea divisoria. Ágil, intrépido,
temerario, ambicioso de mando, rebelde, astuto, pérfido, frío como el hierro. La
fatiga, los peligros, la lucha con los elementos fortificaron su cuerpo, y la vida
aventurera de pirata, que llevó en su mocedad, y el aspecto constante de la muerte,
endurecieron su alma. Impasible en la derrota, ebrio en el triunfo, tolerante con
los excesos de sus parciales, feroz hasta el deliro contra sus enemigos, Boves inte-
gra en su espíritu el ímpetu salvaje del llanero y su astucia y su fatalismo con la
crueldad de Zuazola, Antoñanzas, Cerberis. Si la resistencia le irrita, aun le enfu-
rece más la adulación. En su primera entrada triunfal a Calabozo mata con su
propia mano al isleño que sale a vitorearle, celebrador de todos los triunfadores.
Sobrio, sólo poseía un caballo y su espada, y en el testamento que dejó apenas
pudo disponer, en favor de su novia (¡porque Boves amó!), de trescientos pesos
que le debía don Juan Vivente Delgado.

Sus huestes desoladoras estaban compuestas, exclusivamente, de venezolanos,


llamados pardos o mestizos, lo que confirma esta triste verdad enunciada por
todos los historiadores: La causa de la independencia no fue popular en ninguna
de las antiguas colonias españolas. Bolívar en San Mateo apenas mandaba un ejér-
cito de dos a tres mil soldados, la flor y la nata de la juventud de Bogotá y Caracas,
entre la cual figuraban no pocos jóvenes recién salidos de los seminarios y colegios,
mientras Boves reunía bajo la bandera real siete mil hombres del pueblo que gri-
taban con locura: ¡Viva Fernando! En Nueva Granada las multitudes contempla-
ban con indiferencia la lucha que sostenían un puñado de sabios, poetas y
abogados con la soldadesca de Calzada y de Morillo, sin comprender siquiera la
causa que sostenían los primeros y por la cual iban bien pronto a dar su vida en el
cadalso. En Chile fueron también minorías los Careras y los O’Higgins. Pero
donde más impopular fue la causa de la independencia y más odiosa de la revolu-
ción democrática complementaria, fue en el Perú. La obra iniciada allí por San
Martín y concluida por Bolívar, fue, pues, más de conquistadores que de auxilia-
res. El sentido de la revolución democrática era un mito para la masa peruana de
1822, y era profundamente odiosa para las clases aristocráticas que constituían
toda la vida de la colonia en los centros del litoral de aquel país, lo cual explica
aquella serie de veleidades y traiciones en que incurrieron los magnates peruanos.
Tales hombres, salvo raras excepciones, no lograron penetrar en la revolución, en
cuyas filas fueron a alistarse, un punto más allá de la guerra que ella hacía a los
españoles y el de su lanzamiento del suelo patrio, y cuando se les hizo vislumbrar
otra cosa, faltoles el valor, hijo de la convicción, apocose su ánimo, e irritados,
corrieron los unos en busca de las antiguas libreas, bajo las antiguas banderas, y se
vengaron otros de los imprudentes que iban a imponerles la libertad por la fuerza.

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

La guerra de independencia no tuvo, repitámoslo, raíces en las clases populares, ni


fue, por tanto, la sublevación del pueblo colonizado contra el pueblo colonizador.

La revolución de 1810 no tuvo carácter democrático, lo cual no debe sor-


prendernos, porque en todos los pueblos la inmensa mayoría la formaban los
débiles, los timoratos, los vacilantes, los esclavos del sentido común, incapaces de
penetrar el provenir de arrostrar sus peligros.

El 20 de julio de 1810, como el 5 de julio de 1811, fueron pues, en


Colombia y Venezuela (como han sido las conmociones semejantes en todos los
países del mundo), la obra de un pequeño grupo de hombres instruidos, de la
clase social elevada, contaminados de las ideas revolucionarias de Francia y los
Estados Unidos. La caballería de Boves, que llegó a contar más de 10.000 jinetes,
la formaron llaneros venezolanos que después debían seguir a Páez, y colombia-
nos y venezolanos eran la mayor parte de los soldados de Monteverde, Morales,
Barreiro, Sámano, Warletta, Cajigal. «Los pueblos se oponen a su bien, escribía
Urdaneta en julio de 1814 al Congreso granadino, el soldado americano es
mirado con horror; no hay un hombre que no sea un enemigo nuestro; nuestras
tropas transitan por los países más abundantes y no encuentran qué comer (22).»
Bolívar mismo dice, amargamente, en su despedida de Carúpano:

«Vuestros hermanos, no los españoles, han desgarrado vuestro seno, derramando


vuestra sangre, incendiando vuestros hogares y os han condenado a la expatriación.

«El ejército libertador exterminó las bandas enemigas, pero no ha podido ni


debido exterminar a unos pueblos por cuya dicha ha liado en centenares de com-
bates. No es justo destruir a los hombres que no quieren ser libres (23).»

En Colombia los pastusos como en Venezuela los de Coro y Maracaibo


fueron los más encarnizados enemigos de los libertadores, los más tenaces en con-
servar los hierros de la servidumbre, y, lo mismo en Colombia que en Venezuela,
los que se sentaron en los banquillos, o subieron las horcas, o salieron en destierro
para que los esclavos fueran libres y los desheredados alcanzaran los más altos pue-
blos de la República, fueron patriotas todos de ilustres nombres: los Santanderes,
Nariños, Torres, Caldas, Pombos, Valenzuelas, Cabales, Torices, Amador,
Castillos, García Rovira, López, Valencias, Portocarreros, y todos los austeros
patriarcas de la patria en Colombia; los Bolívar, Mirandas, Toros, Alamos,
Mendozas, Tovares, Montillas, Peñalveres, Soublette, Anzoátegui, y los “esos
monstruos venezolanos” enviados por Monteverde a los presidios de Ceuta.
Familias aristocráticas enteras se sacrifican por la independencia. En Venezuela

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XI. La Guerra a muerte

mueren veinticinco Rivas en veintidós meses, y de sola doña Catalina Tovar pere-
cen cuatro hijos. Esos varones insignes ennoblecieron la guerra y fundaron la
patria en América.

He aquí otro elocuente testimonio:

«La mayor parte de la plebe de este Reino, lejos de merecer jamás la nota de
insurgente en la revolución pasada, ha contraído un mérito nada común. Todos
hemos viso en los campos correr hasta las montañas más horribles de Teguas,
Mira-Flores, Coracolisal, y otras numerosas tropas de mozos que escogían más
bien el aventurarse a la suerte más infeliz, que tomar las armas contra el soberano,
en cuyo gobierno habían vivido en la más dulce paz, abundancia, libertad y fran-
queza. En las montañas de Honda pereció uno en las garras de un tigre; en el
Espinal se despeñó un infeliz que no pudo ver el precipicio, otro se atravesó las
entrañas con un estacón huyendo en un espeso bosque, otro en las inmediaciones
murió atado a la cola de un caballo que le hizo pedazos por no entregarse a la lista
de su verdugo alcalde. Los demás que no podían escapar iban amarrados unos con
otros a los cuarteles donde el hambre había fijado su residencia por orden del
gobierno. El estúpido Congreso ignoraba que uno de los elementos principales de
la política es convencer a fondo el carácter, genios, costumbres, educación y demás
circunstancias de los pueblos, y más cuando esos han nacido bajo un gobierno
suave y una religión que detesta la perfidia y revolución.

«No menos es de elogiar la fidelidad de los indios. Los de Iquira y Duytama


fueron cubiertos de prisiones antes que faltar al vasallaje debido al Rey, ni recono-
cer la independencia.» (Oración gratulatoria y parenética pronunciada el 10 de septiembre
de 1816 en la ciudad de Neyva en acción de gracias por el feliz éxito de las armas Reales en la
Reconquista del Nuevo Reino de Granada, por el Dr. Nicolás de Valenzuela y Moya,
Examinador Sinodal, Promotor Fiscal y Provisor, etc., etc.)

«Santa Fe de Bogotá, 1817. 1 folleto.»

Su sacrificio fue el de los primeros por su nacimiento y riqueza, como lo recono-


ció el furibundo liberalista español José Domingo Díaz en estos términos: «Allí (en
Caracas) por primera vez se vio una revolución tramada y ejecutada por las personas
que más tenían que perder: por el marqués del Toro y sus hermanos don Fernando y
don José Ignacio, familia de las principales, de grandes riquezas, que merecían la pri-
mera estimación de todos los mandatarios, y que, llena de un orgullo insoportable, se
creía y se tenía por superior a las demás; por don Martín y don José Tovar, jóvenes hijos
del conde del mismo nombre e individuos de la casa más opulenta de Venezuela; por

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

don Juan Vicente y don Simón de Bolívar, jóvenes de la nobleza de Caracas, el primero
con veinticinco mil pesos de renta anual y el segundo con veinte mil; por don Juan José
y don Luis de Rivas, jóvenes parientes de los condes de Tovar y de riquezas muy con-
siderables, por don Juan Germán Roscio, don Vicente Tejera y don Nicolás Auzola,
abogados que gozaban de la estimación de todos sus conciudadanos; por don Lino
Clemente, oficial retirado de la marina española y altamente considerado de todos; por
don Mariano Montilla, antiguo guardia de corps de S. M., y su hermano D. Tomás, los
jóvenes de la moda e individuos de una casa la primera en el lujo y esplendor; por don
Juan Pablo, don Mauricio y don Ramón Ayala, oficiales del batallón veterano, estimados
universalmente por la naturaleza de su casa, por el lustre de sus mayores y por otras pocas
de las mismas o casi iguales circunstancias. Allí no tuvieron la principal parte, ni repre-
sentaron el principal papel, los hombres de las revoluciones, los que nada tienen que
perder, los que deben buscar su fortuna en el desorden y los que nada esperan del impe-
rio de las leyes, de la religión y de las costumbres (24).»

Con tal año 1814, en que culmina el fantasma de Boves, «la cólera del Cielo que
fulmina rayos contra la patria», como le llamó Bolívar (25), queda sepultada la indepen-
dencia nacional. La situación en que quedaron las regiones azotadas por la guerra a
muerte la describen los mismos españoles, y así el doctor José Manuel Oropesa, asesor
de la Intendencia, dice: «No hay ya provincias, las poblaciones se acabaron. Los cami-
nos y los campos están cubiertos de cadáveres insepultos y abandonada la agricultura;
los templos polutos y llenos de sangre, y saqueados hasta los sagrarios.» El brigadier
don Manuel del Fierro escribe a un compatriota suyo el 29 de diciembre de aquel año:
«En las últimas acciones habrán perecido más de 12.000 hombres. Afortunadamente
los más son criollos, y muy raro español. Si fuera posible arrasar con todo americano
sería lo mejor. Si en las demás partes de América se encontraran muchos Boves, yo le
aseguro a usted que se lograrían nuestros deseos, pues en Venezuela hemos concluido
con cuantos se nos han presentado.»

Tal fue la rápida y corta carrera y el fin de José Tomás Boves, hombre extraor-
dinario, digno de haber figurado también en la siniestra galería de Pablo Jovio. Por
el coraje, la audacia, la tenacidad, la bravura sólo Bolívar fue superior a él, pero en
la crueldad ni tuvo rival.

Su tiranía sólo duró seis meses. Brilló en el cielo de la patria momentánea-


mente, como un planeta maléfico y repentino, y de su gloria militar sólo quedó un
reflejo sangriento, horror de realistas y de patriotas; la Real Audiencia, que no osó
contradecirle, escarnece su nombre; Morillo mira de reojo su memoria y afecta
despreciar con el despacho de coronel; pero la santa Iglesia metropolitana de

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XI. La Guerra a muerte

Caracas celebra, el 14 de febrero de 1815, «solemnes funerales por el ama del


señor comandante general don José Tomás Boves (26)».

Doscientas cincuentas mil víctimas costó la guerra a muerte, si atendemos a


los cálculos más imparciales. José Domingo Díaz calcula las pérdidas en
Venezuela, entre 1813 y 1814, en 131.000 muertos. Dauxion-Lavaysse afirma
que Venezuela contaba antes de la revolución del 19 de abril de 1810, 975.000
habitantes, y en 1825 sólo 659.000, de suerte que había perdido más de 300.000.
Un oficial de la Legión británica escribió en aquel tiempo: «Nunca hubo un perí-
odo, en ninguna edad ni país que recuerde la historia, de más premeditada carni-
cería y de mayor crueldad en la aplicación de torturas, peores que la muerte
misma (27).»

Arístides Rojas, en sus preciosas Leyendas históricas, bajo el nombre de Siluetas


de la guerra a muerte, ha descrito aquellas orgías de sangre humana, ofrecidas como
por espectros del Averno, arpías en forma humana, contubernio de chacal y de la
hiena. Es un cuadro ciertamente único en la historia, por el refinamiento de la
crueldad, el número de las víctimas y la duración de la tragedia. Allí la mutilación,
la tortura, el látigo, la soga, el hierro candente, los atroces sacrificios en masa, dic-
tado por la venganza; las bacanales, las lágrimas, la algazara soldadesca; los cadá-
veres desollados en las calles de las aldeas, a la orilla de los ríos, en los valles
solitarios; los ayes lastimeros, el hambre, la sed, el crimen con todos sus horrores
y voluptuosidades, los caballos manchados de sangre que conducen a los demo-
nios del cuchillo: Boves, Antoñanzas, que hacía andar con los pies desollados
sobre arenas de fuego, Ceballos, Dato, Fierro, Gabazo, Monteverde, Morales,
Moxo, Rosete, «el Degollador», Zuazola, «el Desorejador», Tíscar, Cerberis, «el
Flagelador», Urbieta, Náñez, Quijada, González, «el Descuartizador», Pascual
Martínez, Aldama, etc.

«Suponed, después de tan horribles escenas —habla el venerable Arístides


Rojas, cuyas excelsas virtudes perpetúa el mármol en el patio principal del Palacio
de las Academias de Caracas— suponed, después de tan horribles escenas, abierto
el templo del Señor y a los victimarios que lo llenan. Adentro está el sacerdote que
celebra el triunfo de los ejércitos españoles; pero afuera están la orfandad, los
mutilados, las cenizas aún ardientes, y las madres escapadas de la muerte, que
elevan sus plegarias al Dios de las misericordias (28)...»

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Retrato de Bolívar por un oficial británico

A aquellos tristes días de su vida corresponden estas pinceladas, trazadas por un


oficial británico, del cual sólo se sabe que perteneció al Primer Regimiento de lanceros
venezolanos. Conoció a Bolívar en la villa de Calabozo, en los llanos de Venezuela.

«Estaba rodeado de un grupo de oficiales del Estado Mayor y de coroneles de


diferentes cuerpos, cuyos trajes y rostros de diferentes colores ofrecían un con-
traste verdaderamente singular. Al fin tuve la dicha de conocer a ese hombre céle-
bre, cuya energía y perseverancia han dado la libertad a una gran parte de la
América del Sur. Es probable, en efecto, que esas colonias estarían aún en poder
de los españoles sin su patriotismo que libertó a Colombia y llevó sus tropas en
auxilio del Perú, de donde él arrojó igualmente al enemigo común.

«Cuando yo conocí a Bolívar tenía él treinta y cinco años; no era alto, pero
bien proporcionado y bastante flaco. Llevaba un casco, una chaqueta de paño azul
con vueltas rojas y tres series de botones dorados, pantalones y, a guisa de zapatos,
sandalias de cuero, o alpargatas.

«Tenía en la mano una lanza coronada de una pequeña banderola negra,


sobre la cual se veía bordado un cráneo blanco y huesos cruzados, con esta divisa:
Muerte o libertad. Los oficiales que lo rodeaban eran casi todos de color, excepto
los generales Páez y Urdueta.

«Pocos de ellos tenían chaqueta. Su vestido consistía en una camisa hecha de


pañuelos de diferentes colores, muy ancha y con grandes mangas; pantalones blan-
cos rotos, que les llegaban apenas a las rodillas, y un sombrero de cogollo u hojas de
palmera con penacho de plumas de color. Casi estaban descalzos, pero ceñían gran-
des espuelas de plata con rodajas de cinco pulgadas, a lo menos, de diámetro (29).»

Retrato de Bolívar por Páez

También a ese funesto año 1818 se refiere Páez en este retrato que nos dejó
del héroe:

«Hallábase entonces Bolívar en lo más florido de sus años y en la fuerza de la


escasa robustez que suele dar la vida ciudadana.

«Su estatura, sin ser procera, era no obstante suficiente elevada para que no la des-
deñase el escultor que quisiera representar a un héroe; sus dos principales distintivos

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XI. La Guerra a muerte

consistían en la excesiva movilidad de su cuerpo y el brillo de los ojos, que eran negros,
vivos, penetrantes e inquietos, con mirar de águila, circunstancia que suplía con
ventaja lo que a la estatura faltaba para sobresalir entre sus compañeros. Tenía el
pelo negro y algo crespo, los pies y las manos tan pequeños como los de una mujer
(30), la voz aguda y penetrante.

«La tez, tostada por el sol de los trópicos, conservaba no obstante la limpidez
y lustre que no habían podido arrebatarle los rigores de la intemperie y los conti-
nuos y violentos cambios de latitudes por los cuales había pasado en sus marchas.
Para los que creen hallar las señales del hombre de armas en la robustez atlética,
Bolívar hubiera perdido en ser conocido lo que había ganado con ser imaginado;
pero el artista, con una sola ojeada y cualquier observador que en él se fijase, no
podría menos de descubrir en Bolívar los signos externos que caracterizan al
hombre tenaz en su propósito y apto para lleva a cabo empresa que requiera gran
inteligencia y la mayor constancia de ánimo.

«A pesar de la agitada vida que hasta entonces había llevado, capaz de desme-
drar la más robusta constitución, se mantenía sano y lleno de vigor; de humor
alegre y jovial, carácter apacible en el trato familiar; impetuoso y dominador
cuando se trataba de acometer empresas de importantes resultados, hermanando
así lo afable del cortesano con lo fogoso del guerrero.

«Era amigo de bailar, galante y sumamente adicto a las damas, y diestro en el


manejo del caballo, gustábale correr a todo escape por las llanuras del Apure, per-
siguiendo a los venados que allí abundan. En el campamento mantenía un buen
humor con oportunos chistes, pero en las marchas se le veía siempre algo inquieto
y procuraba distraer su impaciencia entonando canciones patrióticas. Amigo del
combate, acaso lo prodigaba demasiado, y mientras duraba, tenía la mayor sereni-
dad. Para contener a los derrotados, no escaseaba ni el ejemplo, ni la voz, ni la
espada (31).»

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XII
Casacoima
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El 4 de junio de 1817 hallábase Bolívar en el Orinoco activando la salida de


algunas embarcaciones de la flotilla patriota, cuando casi desnudo fue sorprendido
por una partida de españoles de la fuerza de los Castillos, no quedándole más arbi-
trio que arrojarse a una laguna con sus compañeros, que lo eran: Arismendi, Pedro
León Torres, Soublette, Lara, José Gabriel Pérez, Briceño, Chompré, Martel y otros.
Aquel lugar era el estero de Casacoima, inmortal en la historia de Colombia.

«Era una de las noches más bellas y apacibles», escribe Juan Vicente González,
con estilo de oro.

«La luna de mayo asomaba por el oriente ceñida de púrpura y de nieve.


Prolongados palmares, la fecunda javia, el coco marítimo, se mecían dulcemente
al suave impulso de los aires. El majestuoso Orinoco paseaba en su inmenso lecho
sus turbias y caudalosas aguas: ningún acento, ningún ruido, sino el sordo que
arrojaban las aves nocturnas, o el del centinela que, con el arma al hombro y fija
la vista en el bosque, hollaba las hojas secas.

«Allá distante, a la sombra de un árbol que los naturales llaman Castaño del
Marañón, muchas personas platican alrededor de una hamaca colgada de fuertes
ramas. Tristes los unos, el más profundo abatimiento se pinta sobre sus frentes; los
otros parecen no pensar sino en lo que les habla desde la hamaca un personaje
ardiente y lleno de confianza.

«—Buena —dijo un hombre pequeño de estatura de ojo sagaz y penetrante,


de carácter pronto y arrebatado—, buena ha sido la tarde: una oí silbar tan cerca,
que si hubiera bajado un palmo, no tenían que pensar más en mí los margarite-
ños; varias anduvieron cerca de usted, general, y a fe que si no nos lanzamos en esa
laguna, que tiene más olor de sepultura de cocodrilos que de ensenada del
Orinoco, hubiéramos sido víctimas.

«—En verdad que es un trabajo de Hércules haberla atravesado —contestó


uno de aquellos señores, alto, de nariz perfilada, de vista intelectual y segura,

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

de aire cortés y en extremo reservado—; mucho temieron los enemigos el tal


lago, que a vista del hombre que les valdría más que la victoria, con sólo dos al
lado y desarmados no se atrevieron a seguirnos. No deja de decir mi cuerpo que
tuvieron razón. ¿Les parece a ustedes que debíamos ser más cautos en esto de
separarnos del ejército para ir a comer frutas?

«—¿Qué dice usted, general? El peligro está pasado y todavía me acuerdo


de las dulces piñas que hemos comido: excelentes son las piñas de la Esmeralda.
¿Y qué nos sucedió? Nos persiguió mayor número de hombres armados, fuimos
más valerosos y henos aquí salvos. ¿No es nuestra vida una serie de asechanzas,
riesgos y triunfos? Esto contestó, sentándose precipitadamente en la hamaca un
hombre, que si bien quemado por el sol, endurecido por la fatiga, manifestaba
en su cabello castaño y en sus ágiles movimientos, tener seis lustros apenas de
edad. En su aire grandioso e imponente, en sus miradas, ya melancólicas como
la luz de la luna que los alumbraba ya ardientes como el fuego de un meteoro,
bien se advertía ser el caudillo de la escasa tropa que le rodeaba.

«—Pero esto no es prudente, general, ni de la aprobación de sus soldados que


saben depende la existencia de la patria de la de usted —exclamó un oficial calvo,
de modales apacibles, de insinuante aspecto, en quien el juicio aventajaba a los
años— nuestra posición es lamentable —continúa— estamos más escasos de
tropas y de municiones que de vestuarios, y ya ustedes ven qué uniforme trae
nuestro general en jefe, el jefe de Estado Mayor y el general margariteño.

«—No tan malo —gritó el de la hamaca—. Perdí mi uniforme, pero me


hallo mejor con esta bata que me han regalado, mucho mejor que con las heri-
das de los pies; mañana me estreno la hermosa camisa de corteza de marina que
me regaló un cacique; galanos sí que están los dos generales que me acompaña-
ron, el de camisa de listas sobre todo... y arrojaba sendas risadas, viendo al que
primero rompió el diálogo envuelto en una ancha camisa de listado.

«Ya habrán conocido los lectores que era el Libertador, quien hablaba
desde su hamaca con los generales Arismendi y Soublette, el coronel Briceño y
varios oficiales del ejército.

«La luna estaba ya en la mitad del cielo, y Bolívar los animaba todavía
hablándoles de sus proyectos y esperanzas.

«—No sé lo que tiene dispuesto la Providencia decía—, pero ella me inspira


una confianza sin límites. Salí de los Cayos solo en medio de algunos oficiales, sin

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XII. Casacoima

más recursos que la esperanza, prometiéndome atravesar un país enemigo y con-


quistado. Se ha realizado la mitad de mis planes; nos hemos sobrepuesto a todos
los obstáculos, hasta llegar a Guayana. Dentro de pocos días rendiremos a
Angostura, y entonces... iremos a libertar a la Nueva Granada, y arrojando a los
enemigos del resto de Venezuela, constituiremos a Colombia. Enarbolaremos des-
pués el pabellón tricolor sobre el Chimborazo, e iremos a completar nuestra obra
de libertar a la América del Sur y asegurar nuestra independencia llevando nues-
tros pendones victoriosos al Perú: ¡el Perú será libre!...

«Sorprendidos, atónitos, se miraban unos a otros los oficiales que le cercaban;


nadie osaba pronunciar una palabra. Los ojos de Bolívar arrojaban fuego, y al hablar
de España, de su ruina, tormentas eléctricas parecían ceñir su cabeza, como la
cumbre del Duida cuya sangrienta y encapotada cima alcanzaba apenas a divisar.

«Un oficial —el capitán Martel— llamó al coronel Briceño y le dijo llorando:
— Todo está perdido, amigo: el que era toda nuestra confianza, helo aquí loco,
está delirando... ¡En la situación en que lo vemos, sin más vestidos que una bata,
y soñando en el Perú!...

Confortole Briceño, asegurándole que el Libertador se chanceaba para hacer


olvidar el mal rato que él y todos habían pasado aquella tarde...

«Mas, a los dos meses, Bolívar había tomado Angostura; dos años después la
Nueva Granda le aclamaba vencedor en Boyacá; cuatro años más tarde desbarata
en Carabobo el ejército de Morillo; a los cinco da libertad a Quito; ¡y al cabo de
los siete años sus victoriosas banderas ondeaban sobre las altas torres de Cuzco!

La visión profética de Bolívar sorprende en muchos episodios de su vida


extraordinaria. En ese mismo año de 1817, en medio de aquellos desiertos sin
límites, incomunicado con el mundo exterior, decreta la libre navegación del
Orinoco, a tiempo que el Congreso de Viena promulgaba el gran principio de la
libertad de los ríos internacionales. Y en 1815, hallándose en Jamaica, predice el
Canal de Panamá, inaugurado en nuestros días, el acrecentamiento actual del
comercio universal en el Pacífico y el despertar del Asia, o sea del Japón. Oídlo:

«Esta magnífica posesión (el istmo de Panamá) entre los dos grandes mares
podrá llegar a ser con el tiempo el centro del universo. Sus canales abreviarán las
distancias del mundo, estrecharán los vínculos comerciales de Europa, América y
Asia... Tal vez será un día el único punto en que se fije la capital de la tierra, lo que
Constantino pretendió hacer de Bizancio en el antiguo hemisferio (1).»

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

En su mensaje al Congreso de Angostura en 1819, al trazar con mano maestra


el plan que debían seguir los futuros historiadores de América, se anticipa a Hipólito
Taine, el profundo y original autor de Los orígenes de la Francia contemporánea...

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XIII
El paso de los Andes
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Boyacá

En más de una ocasión marchó Bolívar por los


Andes, hazaña semejante a la de Aníbal, sin
parecer atribuirle mayor importancia.

Carlyle

En mayo de 1819, después de la ruda campaña de 1818, otro año ingrato


para la causa de la independencia, Morillo, temeroso de la estación lluviosa que se
aproximaba, resolvió evacuar toda la región de Apure, que para realistas y patrio-
tas había sido tan aciaga. Con aquella retirada del jefe realista, coincidió el llama-
miento que desde su cuartel de Casanare hacía Santander a Bolívar para que,
remontando los Andes, invadieran juntos la Nueva Granada, presa de la ferocidad
de Sámano. Bolívar comprendió en el acto que aquella había de ser la más gloriosa
de sus hazañas; concibió un plan, dio órdenes a Páez y demás jefes patriotas que
quedaban en Venezuela, y abrió operaciones el 23 de mayo, día en que, bajo una
choza arruinada de la desierta aldea de Setenta, convocó a Junta de guerra a los
jefes del ejército: Soublette, Anzoátegui, Briceño, Carrillo, Rook, Plaza, etc., y se
decidió la invasión. «No había una mesa en aquella choza, dice O’Leary, que
acompaña a Bolívar, ni más asientos que las calaveras que la lluvia y el sol habían
blanqueado (1).» El Libertador habló y los convenció a todos; contaba entonces
treinta y siete años, y se hallaba en toda la plenitud de su vigor físico y mental.

El 26 de mayo emprendió la marcha el ejército, compuesto de los batallones:


Rifles, Barcelona, Bravos de Páez y la Legión británica; por todo, 1.300 hombres,
y los escuadrones Húsares, Llano arriba y Guías, fuertes de 800. Todo aquel ejér-
cito, observa un historiador, se componía de jóvenes.

Precisamente aquel día empezaron las lluvias. El 4 de junio pasaron el Arauca


y entraron en Casanare, donde los esperaba Santander, con dos batallones y dos
escuadrones de caballería, fuertes todos de 1.200 hombres. Los aguaceros eran

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

torrenciales, los arroyos, secos en verano, inundaban las sabanas, y los riachuelos
se habían transformado en ríos navegables. Durante siete días marcharon las
tropas con el agua a la cintura, sin abrigo, ni provisiones, pero con el fusil contra
el pecho. El 11 llegaron a Tame y se reunieron con Santander. De Tame a Pore
todo el camino era más un mar que un terreno sólido; el 22 llegaron al pie de los
gigantescos Andes, que parecían atrevesarse en su marcha como una barrera inac-
cesible. Los llaneros contemplaban con asombro aquellas cumbres, y se pasmaban
de que existiese un país tan diferente del suyo. A medida que subían crecía más su
sorpresa, porque lo que habían considerado por más elevada cima no era sino el
principio de otras más elevadas, desde cuyos picos divisaban todavía sierras azules
que parecían perderse en el firmamento. Hombres avezados en sus pampas a atra-
vesar a nado ríos caudalosos, a domar potros y vencer cuerpo a cuerpo al toro sal-
vaje, al cocodrilo, al tigre, desfallecían ahora ante el aspecto de esta naturaleza
extraña. Los caballos morían de frío y de fatiga, las acémilas que conducían el
parque se derrumbaban con su carga; llovía día y noche; unos se desertaban y
otros quedaban tendidos en los riscos.

«En semejantes alturas, la situación del ejército era realmente espantosa, narra
un oficial de la Legión británica; sobre sus cabezas se alzaban enormes bloques de
granito, y a sus pies se abrían insondables y voraces abismos. El silencio de esas
agrestes soledades no se ve turbado por rumor alguno, a excepción del grito del
cóndor y el monótono murmullo de los lejanos manantiales. Ocurre a menudo
que es preciso acostarse para evitar la impetuosa violencia del viento. El cielo,
constantemente de un azul obscuro, parece más cerca de nosotros que cuando lo
veíamos desde los valles; pero aunque el sol no esté velado pro ninguna nube, no
parece poseer calor alguno, y no da sino una luz pálida y enfermiza como la de la
luna llena.»

Sólo Bolívar se erguía firme en medio de tantos descalabros. «Reanimaba las


tropas, hablábales de la gloria que les esperaba y de la abundancia que rebosaba en
el país que marchaban a libertar. Los soldados le oían con placer y redoblaban sus
fuerzas.»

El mismo Bolívar describe así las penalidades de esa marcha: «Un mes entero
hemos marchado por las provincia de Casanare, superando nuevos obstáculos. La
aspereza de las montañas que hemos atravesado es increíble a quien no lo palpa.
Basta saber que, en cuatro marchas, hemos inutilizado casi todos los transportes
del parque, y hemos perdido todo el ganado que venía de repuestos. El rigor de la
estación ha contribuido también a hacer más pesado el camino; apenas hay día
que no llueva (2).»

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XIII. El paso de los Andes

El 27 la vanguardia dispersó la fuerza realista apostada en el desfiladero de


Paya, con lo cual quedó abierto a Bolívar el camino de la Nueva Granada. El 2 de
julio continuó su marcha el ejército. El paso de Casanare y el de aquella parte de
los Andes que quedaban atrás eran, dice O’Leary, en todo sentido preferibles al
camino que iba a atravesar el ejército. Tarde en la noche llegaron al pie del páramo
de Pisba, y allí acamparon. «Noche horrible aquella, pues fue imposible mantener
lumbre, porque la llovizna constante, acompañada de granizo y de un viento
helado y perenne, apagaba las fogatas tan pronto como se encendían. Como las
tropas estaban casi desnudas y la mayor parte eran de los ardientes llanos de
Venezuela, es más fácil concebir que describir sus crueles padecimientos. Al día
siguiente franquearon el páramo, lúgubre e inhospitalario. El efecto del aire frío y
penetrante fue fatal para muchos soldados; en la marcha caían repentinamente y
expiraban. Mas a medida que las partidas de diez o veinte hombres descendían del
páramo, Bolívar los felicitaba por el próximo término de la campaña, diciéndoles
que ya habían vencido los mayores obstáculos.»

El 6 llegó la vanguardia a Socha, primer pueblo de la provincia de Tunja, con


inmensa sorpresa del enemigo, que ni siquiera tenía noticia de la marcha del ejér-
cito por aquella vía. «Al ver los soldados desde allí las elevadas crestas de las mon-
tañas, cubiertas de nubes y brumas, que quedaban atrás, hicieron voto espontáneo
de vencer o morir, antes que emprender por ellas retirada.»

Con razón ha dicho el profesor Hiran-Bingham, quien recorrió el camino


abierto por el Libertador sobre los Andes de Colombia: «Al mirar las dificultades
de Bolívar en aquella famosa marcha, puede concluirse que todavía no se ha dicho
ni la mitad de lo que de ella puede decirse.»

Los realistas, al tener noticia del suceso de Paya, creyeron que el ejército ene-
migo era la división de Casanare, pues no podían imaginar siquiera que Bolívar
hubiera trasmontado los Andes en aquellas circunstancias.

Barreyro, comandante en jefe del ejército español de Nueva Granada, estaba


acuartelado en Sogamoso, con más de dos mil hombres, y al verse provocado
repentinamente por un ejército inesperado, se hizo fuerte en el puente de Gámeza,
pero fue desalojado, y se replegó hacia los molinos de Topaga. Siendo casi impo-
sible forzar aquella posición, bolívar lo obligó a abandonarla con un movimiento
de flanco que dio a los patriotas la posición del fértil y populoso territorio de Santa
Rosa, con comunicaciones a las provincias del Socorro y Pamplona. Grande fue su
alegría al contemplar la abundancia de aquella comarca. Los oficiales ingleses
recordaron su país natal, y los habitantes de aquellos pueblos se entusiasmaron a

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

la vista de los libertadores y les dieron todo cuanto poseían para equipar el ejército
que, alentado con tal generosidad, ardía en deseos de batirse. Al amanecer del 25
de julio, comenzaron los patriotas a pasar el río Sogamoso. Al mediodía, cuando
desfilaban por el Pantano Vargas, se presentó el enemigo, coronando las alturas del
frente. Ambos ejércitos se apercibieron para la batalla, que fue espantosamente
reñida, y cuando ya todo parecía inclinarse a favor de los españoles, una carga de
caballería dirigida por Rondón salvó el ejército republicano. Barreyro dijo en su
parte al virrey: «La desesperación (de los patriotas) les inspiraban un valor sin
ejemplo. Sus infanterías y caballerías salían de los barrancos, y luego trepaban con
furia las alturas que habían perdido. Nuestra infantería no podía resistirles. La
desesperación precipitaba a sus jefes y oficiales sobre nuestras bayonetas, y recibían
la muerte que merecían.»

Considerada desde el punto de vista militar, la batalla del Pantano de


Vargas decidió la campaña de la Nueva Granada; no fue un combate decisivo en
el sentido material de la lucha, paro cambió la situación de los combatientes y
obligó al español a estar a la defensiva, que era lo peor que podía hacer en aque-
llas circunstancias.

Barryro estableció su campamento en Tasco, con los restos de su ejército, y en


espera de los refuerzos que había pedido a Bogotá y los que creía en marcha de
Venezuela, pues no podía suponer que militar tan experto como Morillo se
hubiese dejado burlar por Bolívar.

Repuestas las tropas de Bolívar con los voluntarios y reclutas que llegaban al
campamento, tomó la ofensiva el 3 de agosto. El movimiento de Bolívar fue tan
atrevido, que desconcertó al contrario.

Ocupaba Barreyro la confluencia de los caminos de Tunja y Socorro; el ene-


migo marchó hacia Socorro, en la noche pasó el puente de Paipa y acampó a la
orilla derecha del río Sogamoso. Frente a frente estuvieron los contendores el día
4. En la noche, el republicano repasó el puente y emprendió la retirada, pero a las
ocho de la noche contramarchó sobre Tunja por el camino de Toca.

Al amanecer del 5 se vio, con gran sorpresa de Barreyro, que Tunja estaba en
poder del enemigo. Rápidamente marchó sobre esa plaza por el camino principal
de Paipa, y descansó, en la tarde, en el llano de La Paja, para continuar luego por
el páramo de Cómbita, llegando el 6 a legua y media de Tunja. Para el jefe realista
era menester a todo trance abrir sus comunicaciones con la capital e interponerse
entre Bolívar y Santa Fe, donde apenas había una escasa guarnición que no pasaba

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XIII. El paso de los Andes

de cuatrocientos hombres. El 7 marchó por el camino de Samacá, a pasar el


puente de Boyacá. Ese mismo día dio Bolívar orden de marcha hacia el punto
adonde se dirigía Barreyro, quien, al legar al puente, creyó tener delante un cuerpo
de observación, y no se apuró en su marcha, antes bien se detuvo a almorzar, y
cuando a las dos de la tarde pasó su vanguardia el puente, se vio que el enemigo
ocupaba con su infantería una altura que dominaba la posición.

Tenía Barreyro tres mil hombres, pues se le había incorporado Loño con el 3º
de Numancia y tres piezas de artillería. Rotos los fuegos, la vanguardia realista fue
obligada a repasar el puente. Quiso el español intentar un movimiento sobre su
derecha, y no pudo lograrlo; entonces se estuvo a la defensiva, formado sobre una
altura, coronada por la artillería y con cuerpos de caballería a los costados. La acción
comenzó sobre el puente, atacado por Santander y defendido por Jiménez. A este
tiempo dos cuerpos marcharon sobre los realistas, y el del centro, despreciando los
fuegos del flanco izquierdo contrario, atacó el grupo principal. Rudo y corto fue el
combre, porque la caballería republicana encontró vado en la parte baja del río y
cayó sobre un flanco y la retaguardia de los españoles, empelada en la defensa del
puente. Perdió Barreyro la posición, pero intentó defenderse en cercana altura, no
pudiendo lograrlo porque parte de su caballería huyó cobardemente. En vano trató
otro cuerpo de jinetes de contener la derrota, pues fue completamente despedazado.
Jiménez flaqueó al ver perdida la batalla y trató de retirarse, dejando libre el puente.
Santander entró rápidamente, y con una carga por la izquierda consumó el desastre
del español. No era posible retirarse porque tres masas convergían sobre él y
Barreyro, y así todo el ejército español, con artillería municiones, caballería, etc., se
rindió. Dos mil republicanos batieron en Boyacá a tres mil realistas el 7 de agosto de
1819, ¡y Colombia fue libre para siempre!

Y en fondo de este cuadro magnífico, homérico, en un ángulo y confusa-


mente, como solían los artistas del Renacimiento, véase esta frugal escena, verda-
deramente antigua: «Aquel día (el de Boyacá), al presentarse Rook a Bolívar, le
encontró sentado en un baúl, con su almuerzo delante, compuesto de carne asada,
pan y chocolate, sobre un rústico banco de madera. S. E. lo invitó a compartir con
él su pobre desayuno, que de contado aseguraba Rook ser el manjar más delicioso
que hubiese paladeado en su viada (3).»

La batalla de Boyacá puso virtualmente término a la guerra de independen-


cia granadina. Desde entonces las operaciones militares tuvieron un carácter secun-
dario; desde ese día el ejército de Morillo, encerrado entre las divisiones llaneras del
Orinoco y del Apure, y flanqueado por un país enemigo y libre, estaba condenado
a sucumbir. El movimiento envolvente de la Nueva Granada lo estrechaba en los

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

valles venezolanos vecinos del mar, que le eran hostiles, y encerrado así en sus últi-
mas defensas, la campaña que se emprendiese contra él sería decisiva. El doble
secreto estratégico de la guerra colombiana había sido descubierto por Bolívar. Uno
había sido ocupar los llanos, el otro atravesar los Andes y caer sobre el enemigo y
arrollarlo en sus fortificaciones del Nuevo Reino, que por su población, riqueza, fer-
tilidad de sus campos y patriotismo de sus habitantes, debía ser la base sólida de las
nuevas operaciones militares y la segura garantía del éxito final.

Así lo comprendió Morillo, cuando escribió al rey de España: «El éxito fatal
de Boyacá ha puesto a disposición de Bolívar todo el Reino y los inmensos recur-
sos de un país muy poblado, rico y abundante, de donde sacará cuanto necesite
para continuar la guerra en estas provincias (4).»

Y al ministro de Guerra el 12 de septiembre de 1819: «Bolívar en un solo día


acaba con el fruto de cinco años de campaña, y en una sola batalla reconquista lo
que las tropas del rey ganaron en muchos combates (5).»

El virrey Sámano, en parte oficial de 12 de agosto, se expresaba así: «Se ve que


todo lo erró dicho comandante general (Barreyro). Engañó a este Bolívar, pues
con un movimiento de su ejército, ni provisto ni observado, tomó la retaguardia
de Barreyro, ocupando a Tunja y quitándole la comunicación con la capital, pro-
vocando, además, a Barreyro con su aparente dirección a la capital, a que lo
siguiera, y, teniéndole prevenidas emboscadas, lo esperó en el camino proyectado
y lo despedazó, habiendo sido la acción el 7 del corriente en la casa de teja, o sea
de postas de Tunja, que está pasada esta, para Santa Fe.»

El 11 de agosto entró Bolívar en triunfo a Bogotá. Al fin realizaba el caudillo una


campaña acorde con su temperamento. Un avance rápido, marchas atrevidas e inespe-
radas, ataque brusco y concentración del ejército sobre un punto dado. Todo lo fió a la
infantería, y empleó la táctica del ataque de un flanco y la conversión de los fuegos.

De frente, la lucha de grandes resultados, porque Santander inutilizó la divi-


sión de Jiménez, con lo cual se debilitaron los flancos. Todas las energías obraron
sobre una ala, y allí cayeron grandes masas. Era la táctica de Napoleón, inspirada
quizá por los oficiales ingleses, que la habían aprendido con Wéllington.

Y sea esta ocasión de hacer justicia a la previsión de Morillo:

Desde el 9 de noviembre de 1816 decía a su gobierno: «Después de haberse


enterado de los recursos de Venezuela, de los de este Virreinato, de la influencia de

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XIII. El paso de los Andes

aquellas provincias con respecto a éstas, y del conjunto de todas con respecto a la
América, debo enterar a S. M. de que por ahora necesita Venezuela más tropa de
la que puede sostener, y que siendo sus habitantes más guerreros que los de aquí,
que desean la independencia, este Virreinato será atacado y tomado por aquellos
si no se les contiene a tiempo sobre este lado (6).»

Bolívar, por primera vez, alcanzaba un triunfo decisivo y trascendental. La


brillante campaña de 1813 y 1814 había sido coronada en La Puerta, por el más
pavoroso desastre. La campaña de los Llanos de 1818 fue, sin duda, una lucha
épica, pero sin resultados apreciables; un día vencedor, y los más en derrota, el
Libertador, al decir de los oficiales ingleses, parecía buscar la muerte, desesperado
de alcanzar la victoria.

Ocho años de revolución y sacrificios sin cuento no habían bastado para la


libertad de Venezuela y Nueva Granada, una épica y rápida marcha, dirigida por
el genio, la obtienen el 7 de agosto de 1819. Boyacá fue también la piedra angu-
lar de la independencia de América; sin Boyacá no se concibe Carabobo. Libre el
Libertador de enemigos en el norte y el oriente, dirige su caballo hacia el sur y con
él las topas vencedoras en cien combates, cuya marcha no debía ya terminar sino
en el delirio de Junín y en la gloria de Ayacucho.

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XIV
Los caballos de Bolívar
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¿Quién que haya leído la Ilíada no recuerda, entre tantos otros pasajes subli-
mes o armoniosos, aquel del Canto XV y versos de 262 a 270 en que el grande
Homero compara al pujante Héctor con un potro fogoso?

«Así como un caballo, preso en el pesebre, y por mucho tiempo nutrido de


cebada, rompe sus lazos y se precipita en la llanura, que hiere con sus cascos, hacia
el río de hermosa corriente, donde, soberbio, acostumbra bañarse: la cabeza
erguida, sus crines se agitan en torno de su cuello, y, orgulloso de su belleza, sus
corvas los llevan hacia los parajes conocidos donde pacen las yeguas; así Héctor,
apresurando sus pasos, reanima a los caballeros, cuando ha oído la voz del dios.»

¿Y quién que haya hojeado amorosamente la Biblia, libro que, según Byron,
después de los treinta años debe leerse todos los días, quién que haya saboreado ese
maravilloso Libro de Job, bello y elocuente entre todos los de la antigua Ley, no se
ha detenido a paladear, con amorosa delectación, aquellos versos, del 21 al 25, del
Canto XXXIX que dicen así, según la versión de don Francisco de Quevedo y
Villegas?:

«Cava sonora la tierra con las uñas; con atrevimiento se engríe; ostentoso, sale
a recibir las escuadras; no conoce el temor, y desprecia el resplandeciente concurso
de las espadas.

«Sobre él sonarán ronca la aljaba poblada de muertes; será vibrada impetuo-


samente la lanza, y el escudo embrazado será robusta contradicción a las heridas,
ardiendo con coraje humoso sobre la arena, que con los pies arranca, y clarín de sí
mismo no aguarda otra trompa.

«En el confuso rumor de cajas e instrumentos de la guerra el tropel de sus


galopes pronuncia: ¡Cierra!

«Erizadas las crines, y atentas las orejas, anticipadamente percibe las señas de
la batalla, los movimientos de los reyes, la aclamación de los soldados (7).»

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Más literal es la del helenista Cipriano de Valera, en su versión de la Biblia:


«Escarba la tierra, alégrase en su fuerza, sale al encuentro de las armas:

«Hace burla del espanto, y no teme; ni vuelve el rostro delante de la espada.

«Contra él suena la aljaba, el hierro de la lanza y de la pica.

«Y él con ímpetu y furor escarba la tierra, y no estima el sonido de la


bocina.

«Entre las bocinas dice: ¡Ea! y desde lejos huele la batalla, el estruendo de
los príncipes y el clamor.»

Fray Luis de León tradujo así:

«La tierra cava con el pie, arremete con brío, saldrá a los armados al
encuentro. Desprecia el temor y no se espanta ni se retrae de la espada. Sobre
él sonará el carcaj, hierro de lanza y escudo. Hervoroso y furibundo sorbe la
tierra, y no estima que voz de bocina. Cuando oye la trompa, dice: ¡Ha! ¡ha! y
de lueñe huele la batalla, el ruido de los capitanes y el estruendo de los solda-
dos (8).»

Por último, el Padre Felipe Scío de San Miguel, en su versión de la Vulgata


Latina de 1797, trasladó así:

«Escarva la tierra con su pezuña, encabritase con brío: corre al encuentro


a los armados.

«Desprecia el miedo y no cede a la espada.

«Sobre él sonará la aljaba, vibrará la lanza y el escudo.

«Con hervor y relincho muerde la tierra, y no aprecia el sonido de la trompeta.

«Luego que oye la bocina, dice: ¡Ha! huele de lejos la batalla, la exhorta-
ción de los capitanes, y la algazara del ejército.»

No cabe duda: la versión del Padre Scío es la mejor.

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XIV. Los caballos de Bolívar

Huelga decir que prefiero el alto relieve griego pero más natural, puro y her-
moso, y porque en él, al aparearlo con el pasaje judío, se destaca más admirable-
mente la incomparable y divina simplicidad y grandeza antiguas.

Bolívar fue admirable jinete y apasionado por los caballos desde su juventud,
al revés de Napoleón, que nunca fue buen caballero, y él mismo lo confesaba,
aunque amaba mucho sus caballos, cuyos nombres son bien conocidos: le Styrie, le
Timide, le Conquérant, le Soliman, l’Euphrate.

La predilección de Bolívar por los bellos caballos y los placeres de la equita-


ción es hoy día la última y más refinada elegancia en el gran mundo europeo y
norteamericano. En Inglaterra, la hija mayor del duque de Westminster se casa
con un jockey; Matilde Mac Cormick, nieta del millonario Rockefeller, toma por
marido al jinete suizo Guillermo Oser, veintisiete años mayor que ella; y la bellí-
sima princesa Yolanda de Saboya, primogénita de los reyes de Italia, acaba de des-
posarse con el conde Carlos Calvi de Bergolo, vencedor en el último concurso
hípico de Londres.

Incontables fueron los corceles, ricamente enjaezados, que le regalaron a


Bolívar las capitales adonde entraba vencedor, o sus amigos o admiradores que,
sabedores de su predilección, se apresuraban u obsequiarlo con el mejor ejemplar
de sus cuadras. Bolívar amaba con pasión sus caballos, y su edecán O’Leary nos
cuenta que inspeccionaba personalmente su cuido, y en campaña y en la ciudad
visitaba varias veces al día las caballerizas.

Para hacer con más comodidad sus viajes —escribe el historiador Restrepo—
tenía Bolívar excelentes mulas y caballos de silla; sobre todo cuando regresó del
Perú a Colombia trajo una recua de mulas soberbias por su hermosura y valentía
para viajar en nuestras montañas. Algunas de ellas le acompañaban desde Bolivia.
Pocos ejemplares habrá de caballerías que hayan pasado así a lo largo de la mayor
parte de la cordillera de los Andes (9).

No se encariñaba, sin embargo, con sus nobles corceles, y con la facilidad con
que los adquiría los regalaba a sus amigos. El 7 de mayo de 1827, hallándose en
Caracas, obsequió su caballo de batalla a Sir Alejandro Cockburn, ministro pleni-
potenciario de Inglaterra, enviado expresamente por el Gobierno británico a feli-
citarlo, y con quien hizo el viaje de regreso de Caracas a Cartagena (5 a 9 de julio).
«Me faltan palabras, dice Sir Cockburn al avistarle recibo del regalo, para atesti-
guar todo mi reconocimiento por el soberbio presente que S. E. se ha dignado
hacerme. El hermoso caballo de batalla que ha llevado al ilustre Libertador de

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Colombia a través de mil peligros, es digno de un soberano; y al rey, mi señor,


espero presentarlo.»

Este gusto por los buenos caballos acompañó al Libertador hasta el ocaso de
su vida.

El 15 de marzo de 1828 le escribe O’Leary de Ocaña: «He visto al señor


Quintana, quien me encarga diga a V. E. que le tiene el caballo muy gordo y muy
hermoso, el que V. E. quiso que le consiguiera (10)» y el 17 de septiembre del
mismo años su edecán Wilson, en viaje para Europa, y como para agradarlo, le
escribe de Cartagena participándole que vio en Mompozo un hermoso caballo
que quiso comprar para regalárselo, pero que el dueño no quiso venderlo: «Su
color es moro, azul celeste —le dice minuciosamente,— muy semejante a mi
caballo llamado El Fraile que regalaron a V. E. en Arequipa, y que luego V. E. dio
al general Velasco, con quien lo cambié por uno mío llamado El Venado; su paso
es muy suave, asentado y largo, su boca regular; entero, cola larga y canillas muy
finas, con cascos excelentes. Creo que a V. E. le agradaría.»

De acero tuvo que ser la constitución de aquel hombre sin par, que atravesó
tantas veces, a lomo de mula, nuestros llanos y montañas hasta los confines de
América, y efectivamente, cuando el médico francés, doctor Reverand, hizo en
Santa Marta la autopsia del cadáver de Bolívar, halló que sus posaderas eran dos
pedernales, ¡callos sagrados de veinte años de esfuerzos y fatigas por la libertad y
la patria!

En 1814, Camilo Torres, presidente del Congreso de Tunja, al saber que se


acercaba Bolívar, le envió un hermoso caballo de regalo, con lujosos arneses. En
Arequipa, La Paz, el Cuzco le hicieron iguales regalos, y Restrepo nos habla de las
soberbias mulas que trajo de Bolivia, las mejores, según él, que han trasmontado
los Andes; pero, entre todos los caballos del Libertador, el de más perdurable
recuerdo es el Palomo Blanco.

He aquí su historia tal como la narra un cronista colombiano:

«A principios de noviembre 1814 llegó Bolívar a Santa Rosa Viterbo. Iba a


Tunja a dar cuenta al Congreso de los sucesos desgraciados de la campaña de
Venezuela. A las desgracias de su patria se unía el rencor de sus amigos. Rivas y
Bermúdez lo persiguieron hasta Carúpano para prenderlo, y al llegar a Cartagena,
Castillo difundió las más negras especies contra su honor, atribuyéndole la pérdida
de Venezuela.

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XIV. Los caballos de Bolívar

El Libertador entró a Santa Rosa, en una bestia cansada, y no hallando


medio de reemplazarla, tuvo que esperar un día para que la mula reparara sus
fuerzas, después de lo cual contrató un peón para que le sirviera de guía, y
siguió hasta Tunja.

Durante el viaje, Bolívar trabó conversación con su guía.

—¿Por qué no me alquilaste tu yegua?— le dijo.

—Señor, porque podía abortar, y mi mujer ha soñado que ese potro... ese
potro... va a servir para un gran general, y sepa usted que a mi mujer nunca le
fallan los sueños. Cuando la señora Casilda lo dice, todo se cumple. En la villa la
llaman el Oráculo, aunque el cura la titula la Agorera.

Bolívar calló. Pocas horas después llegó a la ciudad, donde se le recibió con
muestras de grande aprecio, de lo cual el guía quedó aturdido. Pero fue mayor su
sorpresa cuando el Libertador, al despedirlo, le dijo sonriendo:

—A Casilda, que me guarde el potro.

Vino después la ocupación de Bogotá, el viaje a Jamaica, la expedición de


los Cayos, la guerra a muerte, el Congreso de Angostura, la campaña sobre la
Nueva Granada.

En la acción del Pantano de Vargas, envuelto Bolívar por los realistas, sufría
su ejército un fuego horroroso, pues se le había encerrado en una profundidad, sin
más salida que un estrecho desfiladero. Su destrucción parecía inevitable.

En tales circunstancias, los jefes del ejército rodearon al héroe, que, reconcen-
trado por un momento para resolver entre tirar por el desfiladero o atacar las altu-
ras, oye una voz que le despierta como de un sueño:

—Mi general, aquí tiene su potro; se lo manda Casilda.

Bolívar, al principio, miró con disgusto a aquel hombre impertinente, pero


un instante después reconoció a su antiguo guía, se acordó del encargo que le
había hecho, y, tomando aquel incidente como buen augurio, exclamó con acento
de victoria:

—¡A la carga! ¡A la carga!...

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Y antes de que le hubieran ensillado el hermoso bucéfalo, sus tenientes


Rondón, Infante, Pérez, Mujica, Mellao, a la cabeza de los escuadrones, trepan por
aquellos cerros y restablecen la batalla. Los realistas fueron desalojados de sus posi-
ciones, y días después se entregaron vencidos en Boyacá.

Cuando Bolívar regresó a Venezuela, en 1819, se detuvo en Santa Rosa, visitó


a Casilda y le dio las gracias por el potro, precioso animal. Blanco como un copo
de nieve, fuerte, eléctrico, mejor tallado que el de raza persa que para nada sirvió
a Napoleón en Waterloo.

—Señora —dijo Bolívar al despedirse—, ¿no ha vuelto usted a soñar con-


migo? Yo creo en sus sueños.

—Sí, señor —repuso la buena mujer—. Lo he visto a usted en mi potro


entrar a las ciudades, después de las batallas. Y efectivamente, Bolívar, después de
Carabobo, entró en el Palomo, a Caracas; después de Bomboná, a Quito; después
de Junín, a Lima. «Amaba su caballo como una parte de su ser, dice el cronista de
donde tomo estos apuntes sobre el Palomo Blanco. El noble bruto lo reconocía
desde lejos. Al ruido de sus pasos, al timbre de su voz, relinchaba, tendía plumí-
fera la cola, piafaba, en fin. Al montarlo temblaba de respeto (11).»

Durante su permanencia en la Magdalena, en sus soberbios días consulares,


lo acompañaba también su caballo, y de ello da fe el Diario del jefe del batallón de
Junín, quien al hablar de la marcha triunfal del Libertador a Lima, el día 16 de
mayo de 1826, dice: «El Libertador está a caballo, en medio de su Estado Mayor.
Monta su Palomo Blanco, etc...»

Cuando pocos días después se preparaba el héroe a regresar a Colombia, el


mariscal Santa Cruz le exigió, como un recuerdo de afecto, el Palomo Blanco.
Bolívar vaciló, pero no pudo negárselo; y cuentan que al día siguiente de la par-
tida de su amo, el caballo estuvo y triste, que días después languideció más y más,
y murió...

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XV
La entrevista de Santa Ana
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Por primera vez, en el venturoso año de 1820, vislumbraron los patriotas la


posibilidad de dar cima a la guerra de independencia por medios civilizados y
pacíficos. La revolución liberal de España, encabezada por el infortunado Rafael
Riego, por su destino tan semejante a Rienzi, el último tribuno, constriñe al
gobierno de la metrópoli a substituir el despotismo con el régimen constitucional
de 1812, y, como consecuencia, lo obliga a expedir instrucciones a los jefes de
ultramar en que los autoriza para entrar en conferencias con los republicanos de
América. Morillo las recibe en Caracas, en junio de aquel año, ordena publicar la
Constitución y de mala guisa se prepara a cumplir las instrucciones.

Con tales medidas don Fernando, el séptimo y último, o los que lo aconseja-
ban, se forjaban la ilusión de poder apaciguar del todo sus lejanas colinas, sin
advertir que no había pasado nada, sino diez años de feroz guerra a muerte, cuya
sangre caliente humeaba aún en las pampas venezolanas, y olvidando que después
de una revolución, por incruenta que sea, las cosas no vuelven a tomar el nivel de
antes, lo que fue siempre error fatal de los Borbones, por lo cual se ha repetido
tanto que nunca perdonan ni olvidan.

Refiere en sus Recuerdos el terrible amigo de Boves, José Domingo Díaz, que
cuando Morillo leyó las instrucciones de su gobierno sobre tratados con los insur-
gentes, exclamó indignado: «Están locos; ignorante lo que mandan; no conocen
el país, ni los enemigos, ni los acontecimientos, ni las circunstancias; quieren que
pase por la humillación de entrar en estas comunicaciones. Entraré, porque mi
profesión es la subordinación, y la obediencia (12).» Los jefes realistas, no obstante
que muchas veces habían mordido el polvo, aun creían que con los republicanos
de América no se podía tratar de igual a igual. Morillo, sin embargo, reprimió su
arrogancia natural, y desde el mismo mes de junio empezó a dirigirse, en términos
conciliadores, a los jefes patriotas, proponiéndoles la suspensión de hostilidades.

Una anécdota da idea cabal de la actitud del jefe supremo de la revolución


ante aquellas inesperadas propuestas de paz de los realistas. Un oficial español,
enviado con cartas a Trujillo, fue invitado a la mesa del Libertador, y como en el

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

curso de la comida se aventurarse a insinuar que Morillo exigiría previamente la


contramarcha de los patriotas a su antiguo cuartel general de la frontera grana-
dina, Bolívar replicó airado: «Diga usted a su jefe que él se retirará a sus posicio-
nes de Cádiz, antes que yo a Cúcuta.» Y, en seguida, escribió a Morillo el 20 de
noviembre: «El teniente coronel Pita ha tenido la imprudencia de decirme que V. E.
piensa que yo debo evacuar el territorio libre de Venezuela para volver a ocupar mis
posiciones de Cúcuta. No es el gobierno español el que puede dictar condiciones
ultrajantes, y últimamente ofensivas a los intereses de la República de
Colombia...» Morillo se apresuró a contestar así: «El carácter de Pita cerca de V. E.
no ha sido otro que el de un mero conductor del peligro que tuve la honra de diri-
girle, y las especies que haya producido, con mayor o menor ligereza, deben repu-
tarse como efecto de una conversación particular que ninguna influencia puede
tener en nuestras negociaciones.» Una transformación fundamental y repentina,
como sucede siempre en los grandes sucesos humanos, se había efectuado. Los
dioses vengadores, que en tales sucesos pronuncian siempre la última palabra, vol-
vían la espada al español, y a todo lo que él representaba entonces, y aun hoy sim-
boliza, en parte, de inveterada incomprensión e iniquidad.

Concluido el tratado de armisticio y regularización de las hostilidades, que


ponían fin a diez años de encarnizada guerra, subscrito por los plenipotenciarios
de los jefes supremos, en Trujillo, el 26 de noviembre de 1820, a las diez de la
noche, y rarificado por Bolívar en la misma casa donde siete años antes había fir-
mado el célebre decreto de guerra a muerte, el general español manifestó, por
medio de sus comisionados, que deseaba tener una entrevista con el Libertador,
quien la aceptó gustoso, designándose el pueblo de Santa Ana, situados a la mitad
del camino entre Trujillo, residencia de Bolívar, y Carache, donde estaba Morillo.
Ambos generales marcharon a aquel pueblo seguidos por algunos jefes y oficiales.
Al avistarse, se desmontaron y se precipitaron a darse estrechísimo abrazo.

Morillo había hecho preparar en la población una comida sencilla y delicada.


«El gozo, la buena fe y la sinceridad, dice el coronel español Vicente Bausáa, que
asistió a la entrevista, brillaban en los semblantes; la efusión íntima y verdadera del
alma aparecía en el rostro de todos los circunstantes. La comida, dispuesta por el
general Morillo, fue tan alegre y animada, que no parecía sino que éramos anti-
guos amigos. Bolívar brindó en varias ocasiones por la paz y el valor del general
en jefe y su ejército. El general Morillo, con toda la sinceridad de su corazón, y
hasta saltársele las lágrimas de placer, por la concordia y mutua fraternidad, y
todo, amigo, eran abrazos y besos. Los generales Morillo y Bolívar se subieron a la
mesa del convite para brindar por los valientes de ambos ejércitos, a lo que se
siguieron vivas a Bolívar y a Morillo. Se decretó levantar un monumento en el

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XV. La entrevista de Santa Ana

mismo lugar en que se abrazaron por primera vez los generales, y ellos mismos
colocaron la primera piedra con un juramento solemne (13).» La Torre, el más
hidalgo de los jefes peninsulares en la guerra de América, devolvió a Bolívar unas
pistolas magníficas perdidas por este en la sorpresa de Cosacoima.

En la mañana del 28 se dirigieron de nuevo Bolívar y Morillo al lugar donde


se abrazaron por primera vez; se estrecharon, repitieron sus promesas y sentimien-
tos, vitorearon alternativamente a España y Colombia, y se despidieron para siem-
pre. A las pocas horas de aquella despedida, Morillo escribió a Bolívar una
hermosa carta, que este contestó como sólo sabía hacerlo:

«No hay momento, le decía Bolívar, que nos recuerde alguna idea, alguna sensa-
ción agradable, originada de nuestra entrevista. Yo me doy la enhorabuena por haber
conocido hombres tan acreedores a un justo aprecio, y que a través de los peligros de
la guerra no podíamos ver sino cubiertos de las sombras del horror...

«Todos nuestros amigos comunes han agradecido sobremanera las expresio-


nes de aprecio con que usted los ha honrado, y las retornan con la más fina volun-
tad. Haremos, sin embargo, mención muy particular de nuestro general La Torre,
que nos ha agradado infinito; del elegante coronel Tello y del precioso amigo
Caparros, que nos ha enamorado tanto por su bellísima índole como por su expre-
siva fisonomía.»

Al propio tiempo, Morillo dirigía esta carta a un amigo:

«Carache, noviembre 28 de 1820.

«Mi estimado Pino: Acabo de llegar al pueblo de Santa Ana, donde pasé ayer
uno de los días más alegres de mi vida, en compañía del general Bolívar y de varios
oficiales de su Estado Mayor, a quienes abrazamos con el mayor cariño. Todos
estuvieron contentos; comimos juntos, y el entusiasmo y la fraternidad no pudie-
ron ser mayores. Bolívar vino solo con sus oficiales, entregado a la buena fe y a la
amistad, y yo hice retirar inmediatamente una pequeña escolta que me acompa-
ñaba, no puede usted ni nadie persuadirse de lo interesante que fue esta entrevista,
ni de la cordialidad y amor que reinó en ella. Todos hicimos locuras de contento,
pareciéndonos un seño el vernos allí reunidos como españoles, hermanos y
amigos. Crea usted que la franqueza y sinceridad reinaron en esta unión. Bolívar
estaba exaltado de alegría; nos abrazamos un millón de veces y determinamos
erigir un monumento para eterna memoria del principio de nuestra reconciliación
en el sitio en que nos dimos el primer abrazo Morillo...»

131
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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Y en nota secreta decía a su Gobierno:

«Nada es comparable a la incansable actividad de este caudillo. Su arrojo y su


talento son sus títulos para mantenerse a la cabeza de la revolución y de la guerra;
pero es cierto que tiene de su noble estirpe española rasgos y cualidades que le
hacen muy superior a cuantos le rodean. Él es la revolución.»

Hoy día existe en aquel sitio memorable un monumento sobre el cual reposa
la piedra histórica que aquellos hidalgos adversarios colocaron con sus propias
manos, en recuerdo de su primer abrazo, y en una de las plazas de Caracas se ven,
el letras de oro, grabadas sobre una lápida de mármol, estos versos de Alejandro
Carias, malogrado poeta caraqueño, escritos en el día del centenario de Venezuela,
en 1911, y a quien se los oí declamar ante el brazo renovado por los últimos des-
cendientes de aquellos héroes: don Aníbal Morillo y Pérez, conde de Cartagena y
marqués de La Puerta, y don Juan Vicente Camacho, último vástago de los
Bolívar de Caracas:

Laude

Este que ves, lector, mármol sencillo,


Te recuerda que en época lejana,
Ante la furia de contienda insana
Se abrazaron Bolívar y Morillo.
Piedra monumental de ilustre brillo
Da fe de aquel abrazo en Santa Ana:
Sepulcro alzado a la fiereza hispana
Y al decreto de muerte de Trujillo.
Juntos desagraviaron los guerreros
Al declinar su indómita bravura
Con los de Cristo los hidalgos fueros;
Y nos legaron como herencia pura
Dos españoles de Indias y de iberos,
Timbre de unión que en las edades dura.

En 1826, el librero francés P. Dufart publicó en París un libro con este título:
Mémoires du général Morillo, el cual contiene diversos documentos relativos a las
compañas del Pacificador en América.

Morillo hizo traducir al francés y dirigió la publicación de este libro, aunque


se empeñó por hacer aparecer lo contrario, según consta de una carta inédita

132
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XV. La entrevista de Santa Ana

publicada por un biógrafo, Diego Banario Arana (14). Parece que fue Wéllington
quien, en 1814, le recomendó al rey de España para que viniera a pacificar las
colonias insurrectas, probablemente para deshacerse de un elemento corruptor en
el ejército, que ordenaba el saqueo en las aldeas francesas que ocupaba (15).

En mala hora enviado a América, al decir de Menéndez Pelayo (16), llamán-


dose «defensor de la religión católica y de la moral cristiana», según el historiador
Restrepo (17), su cuchillo salvaje no perdonó, en los cinco años y medio de su des-
potismo en Colombia, las más altas inteligencias, ni las más excelsas virtudes.
Caldas, el sabio e inmaculado Caldas, y Camilo Torres, el maestro y padre de la
Revolución, fueron las víctimas de su ignorante ferocidad.

Don Pablo Morillo, conde de Cartagena, nació en Fuentes Secas el 5 de mayo


1778. Después de su entrevista con Bolívar, en 1820, desalentado de los pocos
éxitos obtenidos con sus métodos de guerra sin cuartel y persuadido de que era
inevitable el triunfo de los patriotas colombianos, entregó el mando a Latorre, se
retiró a Caracas y se embarcó para España, llevando a sus reales amos los más tris-
tes mensajes. Años después, el 27 de julio 1837, murió olvidado de todos, en la
estación de baños de Bareges, en Francia.

Su obcecación contra los hombres de luces le hizo decir, en su entrevista con


el Libertador, cuando este le reprochó las ejecuciones de Torres, Caldas y demás
próceres de Bogotá, que le había hecho un bien quitándole a esos abogados revol-
tosos que le tendrían trastornada a Colombia si vivieran, con lo cual a él le sería
más fácil vencerlo (18).

Páez, a quien aquello sonó también, escribió a Bolívar en 1826: «Usted no


puede figurarse los estragos que la intriga hace en este país, teniendo que confesar
que Morillo le dijo a usted la verdad en Santa Ana, sobre que le había hecho un
favor en matar a los abogados. Pero con nosotros tenemos que acusarnos del
pecado de haber dejado imperfecta la obra de Morillo, no habiendo hecho otro
tanto con los que cayeron por nuestro lado; por el contrario, les pusimos la
República en las manos y nos la han puesto a la española, porque el mejor de ellos
no sabe otra cosa (19).»

Tan mísera carta es muy digna del execrado fautor de la disolución de


Colombia, la grande, y la valiente juventud intelectual de esta República, fundada
en la horca, por el abogado Camilo Torres, no debe olvidarla nunca, si no quiere
bastardear de su raza y renegar de su sangre.

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XVI
El Negro Primero
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La guerra de independencia se hizo, y sólo podía hacerse, con gentes de toda


clase, condición y nacionalidad siempre que reunieran un solo requisito: estar dis-
puestos a dar su sangre y su vida misma en holocausto a la República. Entre los
horrores de la guerra a muerte la patria naciente no necesitaba filósofos, ni estadis-
tas, ni legisladores, ni abogados, sino hombres de acción, de espada, hombres
fieras capaces de luchar con los perros de presa que defendían a sangre y fuego la
causa de la tiranía española. Contra Morillo, Monteverde, Boves, Rosete, Zuazola,
Pascual Martínez, Tíscar, Enrile, Sámano, Warletta, de abominable memoria, era
menester soltar a José Antonio Páez, Juan Bautista Arismendi, Montilla, José
Francisco Bermúdez, Santiago Mariño, Manuel Piar, Antonio Brión, Antonio
Nicolás Briceño, Padilla, Maza, Cedeño, Plaza, Infante, el Negro Primero. Y hay
que reconocer que fue en Venezuela, teatro principal de la guerra a muerte, donde
surgieron en abundancia aquellos hombres, espanto de los realistas.

El Libertador lo declaró así en Bucaramanga en 1828, refiriéndose a algunos


de esos hombres de presa: «Se podrá decir que Mariño, Arismendi y Páez no son
dignos de los empleos que poseen y que no tienen las capacidades necesarias para
ellos. Esto es verdad si se les juzga desde 1826 hasta ahora y si sólo se tienen pre-
sentes sus talentos y actitudes; pero son sus servicios contra los españoles los que
les han valido sus empleos, y ellos son inmensos; hicieron esfuerzos prodigiosos y
obtuvieron grandes resultados. Entonces era lo que se buscaba y lo que se recom-
pensaba (20).»

De ahí que la auténtica figura de Bolívar nunca se destaque más enérgica-


mente a nuestros ojos como cuando lo contemplamos coronelito, pequeño de esta-
tura y flaco de carnes, y, sin embargo, férreo y terrible domador de aquellos
gigantes. ¿Por qué lo seguían? ¿Por qué le obedecían sumisos? ¿Por qué inclinaban
ante él su petulancia y sus aceros? ¿Por qué callaban como estatuas cuando al sonar
su voz de mando fruncía el entrecejo y relampagueaban sus ojos olímpicos?

Páez, el terror de los Llanos, el épico lancero, lo dijo con una frase heroica:
«¡Porque Bolívar era muy grande!»

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Y porque ellos eran como esos curtidos soldados de la vieja guardia, inmorta-
lizados por Raffet, bajo el Imperio de Napoleón: «Ils grognaient, mais le suivaient.»

Y entre las figuras legendarias, como un héroe homérico desfila el Negro


Primero, llamado así por los patriotas porque era el primero que mojaba la
“cuchara”, como llamaban los llaneros venezolanos la lanza que ilustró el León del
Apure. Su nombre era Pedro Camejo, su busto de bronce, al lado de los de
Cedeño y Plaza, sus compañeros de sacrificio en Carabobo, se alza en la plaza de
Caracas que lleva el nombre de la batalla que independizó para siempre a
Venezuela, y de su vida y milagros nos habla el general Páez en su Autobiografía, en
estas elocuentes frases:

«Entre todos los que murieron en Carabobo, al que con más cariño recuerdo
es a Camejo, conocido con el nombre de Negro Primero, y esclavo un tiempo.
Cuando yo bajé a Achaguas, después de la batalla del Yagual, se me presentó este
negro, que mis soldados de Apure me aconsejaron incorporase al ejército, pues les
constaba que era hombre de gran valor, y sobre todo muy buena lanza. Su robusta
constitución me lo recomendaba mucho, y a poco de hablar con él, advertir que
poseía la candidez del hombre en su estado primitivo, y uno de esos caracteres
simpáticos que se atraen bien pronto el afecto de los que los tratan. Había sido
esclavo de un propietario de Apure, quien lo había puesto al servicio del rey
porque su carácter le inspiraba algunos temores.

«Después de la acción de Araure quedó tan disgustado del servicio militar que
se fue al Apure, y allí permaneció oculto hasta que vino a presentárseme. Admitile
en mis filas, y tales pruebas de valor dio a mi lado, en todos los reñidos encuentros
que tuvimos con los españoles, que sus mismos compañeros le dieron el nombre
de Negro Primero. Estos se divertían mucho con él, y sus chistes naturales mante-
nían la alegría de sus compañeros, que siempre lo rodeaban.

«Sabiendo que Bolívar debía reunirse conmigo en el Apure, recomendó a


todos que no fueran a decirle que él había servido en el ejército realista. Esta reco-
mendación bastó para que a la llegada de Bolívar le hablaran del negro con grande
entusiasmo, refiriéndole el empeño que tenía en que no se supiera que él había
servido al rey. Así pues, cuando Bolívar lo vio por primera vez, se le acercó con
mucho afecto, y, después de felicitarlo por su valor, le dijo:

«— Pero, ¿qué le movió a usted a servir en las filas de nuestros enemigos?

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XVI. El Negro Primero

«Miró el negro a los circundantes como si quisiera enrostrarles su indiscre-


ción, y dijo:

«— Señor, la codicia.

«— ¿Cómo así? —preguntó Bolívar.

«—Yo había notado —continuó el negro— que todos iban a la guerra sin
camisa y volvían después uniformados y con dinero en el bolsillo. Yo quise ir tam-
bién a buscar fortuna, y más que todo a conseguir tres aperos de plata, uno para el
negro Mendola, otra para Juan Rafael y otro para mí. La primera batalla que tuvi-
mos con los patriotas fue la de Araure: ellos tenían mil hombres y nosotros tenía-
mos mucha más gente, y yo gritaba que me diesen cualquier arma con que pelear
porque estaba seguro de que venceríamos. Cuando creí que había terminado el
combate me apeé de mi caballo y fui a quitarle una casaca muy bonita a un blanco
que estaba tendido y muerto en el suelo. En ese momento vino el comandante gri-
tando: «¡A caballo!» ¿Cómo es eso —dije yo— pues no se acabó la guerra?

«— Acabarse, nada de eso. (Venía tanta gente que parecía una zamurada.)

«— ¿Qué hizo usted entonces? —dijo Bolívar.

«— No hubo más remedio que huir, y yo eché a correr en mi mula; pero el


maldito animal se me cansó y tuve que coger monte a pie. Al día siguiente fui a un
hato a ver si nos daban que comer; pero su dueño, cuando supo que yo era de las
tropas de Naña (Yáñez) me miró con tan malos ojos que me pareció mejor huir al
Apure.

«— Dicen —le interrumpió Bolívar— que allí mataba usted las vacas ajenas.

«— Por supuesto —replicó—; y si no, ¿qué comía? En fin, vino el mayor-


domo (así me llamaba a mí) al Apure y nos enseñó lo que era la patria y que la dia-
blocracia no era ninguna cosa mala; y desde entonces estoy sirviendo a los
patriotas.

«Estas conversaciones divertían mucho a Bolívar, y en nuestras marchas el


Negro Primero nos servía de entretenimiento. Continuó a mi servicio distin-
guiéndose siempre en todas las batallas. La víspera de la Carabobo, que él decía
que iba a ser la decisiva, arengó a sus compañeros, y para infundirles valor y
confianza, les decía, con el favor de un musulmán, que las puertas del cielo se

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

abrían a los patriotas que morían en el campo, pero que se cerraban ante los
que morían huyendo del enemigo.

«El día del combate cayó herido mortalmente a los primeros tiros (21).»

He aquí cómo describe don Eduardo Blanco, edecán de Paéz, e ilustre autor
de Venezuela heroica, la muerte de Negro Primero:

«En lo más encarnizado del combate, Páez, lleno de asombro, ve de pronto


salir de la nube de polvo que ocultaba a los combatientes a un jinete bañado en su
propia sangre en quien al punto reconoce al Negro más pujante de los llaneros de
su guardia.

«El caballo de aquel intrépido soldado galopaba sin concierto hacia el lugar
donde se encuentra Páez, pierde en breve la carrera, toma el trote y después paso a
paso, las riendas sueltas sobre el vencido cuerpo, la cabeza abatida y la abierta nariz
rozando el suelo que se enrojece a su contacto, avanza sacudiendo su pesado
jinete, que parece sostenerse automáticamente sobre la silla. Sin ocultar el asom-
bro que le causa aquella inesperada retirada, Páez le sale al encuentro, y apostro-
fando con dureza a su antiguo émulo en bravura, en cien reñidas lides, le grita
amenazándole con un gesto terrible: —¿Tienes miedo? ¿No quedan ya enemi-
gos?... ¡Vuelve y hazte matar!... Al oír aquella voz que resuena irritada, caballo y
jinete se detienen: el primero, que ya no puede dar un paso más, dobla las piernas
como para abatirse; el segundo abre los ojos que resplandecen como ascuas y se
yergue en la silla; luego arroja por tierra la poderosa lanza, rompe con ambas
manos el sangriento dormán, y poniendo a descubierto el pecho desnudo donde
sangran copiosamente dos heridas profundas, exclama balbuciente: —¡Mi gene-
ral! ... vengo a decirle adiós... porque estoy muerto... Y caballo y jinete ruedan sin
vida sobre el revuelto polo, a tiempo que la nube se rasga y deja ver nuestros lla-
neros vencedores lanceando por la espalda a los escuadrones españoles que huyen
despavoridos.

«Páez dirige una mirada llena de amargura al fiel amigo, inseparable compa-
ñero de todos sus pasados peligros, y, a la cabeza de algunos cuerpos de jinetes,
corre a vengar la muerte de aquel bravo soldado, y aquella violenta acometida
decide la batalla (22).»

Al saber su muerte Bolívar, la consideró como una desgracia, y se lamentaba de


que no le hubiese sido dado presentar en Caracas aquel hombre singular en la senci-
llez y sin par en el coraje; aquel negro inculto pero horoico que tuvo una frase digna

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XVI. El Negro Primero

de ser grabada en bronce y no menos enérgica que la de Dantón, pronunciada un


día de prueba y que se lee al pie de su estatua en el boulevard Saint-Germain de
París: Contre les ennemis de la Patrie, de l ’audace, encore de l ’audace, toujours de l’audace!

El Negro Primero, cuando en la batalla de Carabobo, en la gran carga al


cuadro del batallón Valencey, fue alcanzado por el general Cerdeño, exclamó:

«¡Delante de mí sólo el pescuezo de mi caballo!»

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XVII
Bolívar en el Chimborazo
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«Cuando se viaja desde la ciudad de Quito hacia el Páramo del Asuai, se ve


aparecer, sucesivamente, en una extensión de treinta y siete leguas, al oeste, las
cimas del Casitagua, Pichincha, Atacazo, Corazón, Ilianza, Carguairazo,
Chimborazo y Cunambay; al oriente, las cimas del Guamaní, Antisana, Pasuchoa,
Rimiñavi, Cotopaxi, Tunguragua y Capa-Urcu, que, a excepción de tres o cuatro,
son todas más elevadas que el Monte Blanco. En vano se buscaría un paraje que
ofreciese una perspectiva más magnífica; pero la más majestuosa forma de aque-
llas latas cimas es la del Chimborazo, cuya cumbre es redonda, como una colina.
Y así, desde las playas del mar del sur, cuando el cielo está azul y el aire es transpa-
rente, se ve surgir el Chimborazo, a lo lejos, semejante a una nube que se des-
prende de las cumbres vecinas y se levanta, sobre toda la cadena de los Andes,
como esa cúpula inmensa, obra del genio de Miguel Ángel, sobre los monumen-
tos antiguos que rodean el Capitolio (1).»

En junio de 1822, consumada la independencia del Ecuador con el triunfo


de Pichincha, el Libertador partió de Quito en dirección a Guayaquil. Bolívar,
amante de la Naturaleza, dice O’Leary, iba encantado en aquel viaje. Los pintores-
cos valles de Ibarra y Otabalo, a la vez, le deleitaron y le entristecieron, al recordar
que el lamentable estado de su país natal le había obligado a cambiar las dulces y
útiles tareas del filósofo por los arduos deberes y azarosa vida del soldado. En todas
las poblaciones de aquella provincia fue acogido con entusiastas aclamaciones. El
Cotopaxi, el Chimborazo y el Tunguragua jamás habían visto ovación semejante...

Aunque O’Leary no lo dice, ni ningún otro historiador que yo sepa, sin duda
fue en esta ocasión cuando Bolívar escaló la más lata y hermosa cumbre andina y
escribió aquel Delirio sobre el Chimborazo, digno de él, que siempre quiso unir su
nombre al de los grandes monumentos de la Naturaleza, o al de las ruinas de la
clásica antigüedad (2). En el Cuzco, que puede llamarse la Roma de la América,
visita los maravillosos despojos de su vieja civilización: el Templo del Sol, los restos
de palacios, de fortificaciones, de acueductos; las casas de campo de los Incas, con
sus baños y jardines; las ruinas de Ollantaytambo; el lago y la isla de Titicaca cuna
de Manco-Cápac, fundador del Imperio Inca, y la Meca de los antiguos peruanos;

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

al propio tiempo su historia sobre los lugares mismos que de ella fueron teatro, y
aprende sus fábulas heroicas. Bolívar, meditabundo, contemplaba con profunda
emoción aquellas ruinas que había hecho la avaricia.

En el Cuzco, capital del antiguo imperio del Perú, edificada por Manco-
Cápac, hijo del Sol, encontró el general Sucre el real estandarte que trajo
Pizarro en 1533, los pendones del Alto Perú y algunas banderas del ejército
español.

El Libertador fue recibido a las puertas del antiguo Templo del Sol, como
antes lo había sido Sucre. Era este templo tan suntuoso en metales y piedras pre-
ciosas que fue llamado Plaza de oro (Cori-Cancha). La entrada daba al oriente; su
suelo, sus muros y puertas estaban forrados de planchas y clavos de oro. Un sol de
oro puro resplandecía en el fondo del templo circuído de turquesas y esmeraldas.
Al pie del altar estaban las momias de los Incas, sentadas en sillas de oro. Enfrente
se veían grandes copas de plata, destinadas a las ofrendas; tinajas y jarras, también
de plata, guarnecidas de piedras preciosas. Jardines vastísimos rodeaban el templo,
adornados de magníficas fuentes que sombreaban frondosos árboles. Las vírgenes
del Sol vivían en palacios cerca del templo: ocupábanse en hilar la lana de las vicu-
ñas y tejerla para las colgaduras del santuario; preparaban el pan y el vino para las
grandes fiestas y guardaban el fuego sagrado que el sumo sacerdote encendía todos
los años en la fiesta del Sol.

El espectáculo de la divina Naturaleza detuvo siempre los pasos del caballo de


Bolívar y colmó su corazón de una alegría dionisíaca, de una suerte de emulación,
al decir de Rodó, que lo impulsaba a hacer de modo que entrara él mismo a
formar parte del panorama imponente y a señoriarlo como protagonista.

Un día de diciembre del año de 1829, en ruta para el norte, divisa, al caer de
la tarde, desde la más alta cima del Quindio, o Cordillera Central, el espléndido y
armonioso Valle del Cauca, semejante, en su configuración, a la caja de una guita-
rra, cuyo encordado de plata es el río que da su nombre al Valle, y Bolívar, fuera
de sí, pasmado ante tanta belleza, exclama: ¡Oh, sí! ¡Ni los campos de la Toscana! ¡Este
Valle es el jardín de la América!

En su ascensión al Chimborazo se percibe ese otro sentimiento que lo animó


toda su vida: el orgullo de subir, de pisar la frente del coloso, de llagar más arriba
que La Condamine, más arriba que Humboldt, donde no haya otra huella antes
que la suya (3).

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XVIII
El Delirio
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Yo venía envuelto con el manto del iris, desde donde paga su tributo el cau-
daloso Orinoco al dios de las aguas. Había visitado las encantadas fuentes amazó-
nicas, y quise subir al atalaya del universo. Busqué las huellas de La Condamine y
Humboldt: seguilas audaz; nada me detuvo; llegué a la región glacial; el éter sofo-
caba mi aliento. Ninguna planta humana había hollado la corona diamantina que
puso la mano del Eterno sobre las sienes excelsas del dominador de los Andes. Yo
me dije: este manto de iris, que me ha servido de estandarte, ha recorrido, en mis
manos, regiones infernales, surcado los ríos y los mares y subido sobre los hom-
bros de los Andes; la tierra se ha allanado a los pies de Colombia, y el Tiempo no
ha podido detener la marcha de la Libertad. Belona ha sido humillada por el res-
plandor del iris, ¿y no podré yo trepar sobre los cabellos canos del gigante de la
tierra? ¡Sí podré! Y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí,
que me parecía divino, dejé atrás las huellas de Humboldt empañando los crista-
les eternos que circuyen el Chimborazo. Llegó, como impulsado por el genio que
me animaba, y desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento; tenía a
mis pies los umbrales del abismo.

Un delirio febril embarga mi mente; me siento como encendido por un fuego


extraño y superior. Era el Dios de Colombia que me poseía.

De repente se me presenta el Tiempo, bajo el semblante venerable de un viejo


cargado con los despojos de las edades: ceñudo, inclinado, calvo, arrugada la tez,
una hoz en la mano...

« — Yo soy el Padre de los siglos; soy el arcano de la fama y del secreto; mi


madre fue la Eternidad; los límites de mi imperio los señala lo infinito; no hay
sepulcro para mí, porque soy más poderoso que la muerte; miro lo pasado,
miro lo futuro, y por mi mano pasa lo presente. ¿Por qué te envaneces, niño o
viejo, hombre o héroe? ¿Creéis que es algo vuestro universo, que levantaros
sobre un átomo de la creación es elevaros? ¿Pensáis que los instantes que llamáis
siglos pueden servir de medida a mis arcanos? ¿Imagináis que habéis visto la
santa Verdad? ¿Suponéis locamente que vuestras acciones tienen algún precio a

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

mis ojos? Todo es menos que un punto en presencia del Infinito, que es de mi
hermano.

Sobrecogido de un terror sagrado, ¿cómo, ¡oh Tiempo! respondí, no ha de


desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan alto? He pasado a todos los hom-
bres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos. Yo domino la
tierra con mis palabras, llego al Eterno con mis manos; siento las presiones infer-
nales bullir bajo mis pasos; estoy mirando, junto a mí, rutilantes astros, los soles
infinitos; miro sin asombro el espacio que encierra la materia, y en tu rostro leo la
historia de lo pasado y los pensamientos del Destino.

«—Observa —me dijo— aprende, conserva en tu mente lo que has visto;


dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del universo físico, del universo moral;
no escondas los secretos que el Cielo te ha revelado; di la verdad a los hombres...»

El fantasma desapareció.

Absorto, yerto, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso
diamante que me servía de lecho. Al fin, la tremenda voz de Colombia me llama;
¡resucito! me incorporo, abro con mis propias manos los pesados párpados, vuelvo
a ser hombre, y escribo mi delirio.

Al leer este admirable delirio romántico, que recuerda a René, uno piensa
como Olmedo, que si Bolívar se hubiera aplicado a hacer versos, su prodigiosa
imaginación habría excedido a Píndaro y a Ossián. También sus enemigos le reco-
nocieron esta excelsa vocación: «Bolívar dedicado a cultivar la literatura —dice el
terrible Arganil—, hubiera podido destronar a todos los oradores y poetas de su
tiempo, y, tal vez, volcar los tronos de los reyes con sus cantos (1).»

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XIX
La entrevista de Guayaquil
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I
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En la mañana del día 11 de julio de 1822 ofrecía el caudaloso Guayas un


panorama nunca visto antes, y que aun hoy reviste ante nuestros ojos los esplendores
de lo heroico. Centenares de velas blancas y millares de banderas y gallardetes de vivos
colores, desplegados al viento sobre las serenas ondas azules, daban a aquella bahía el
aspecto de un jardín de ensueño.

De pronto estalla la multitud, que aguarda impaciente, en solemne y clamorosa


aclamación, y las bandas militares entonan jubilosas marchas triunfales. Es que en una
revuelta del río se ha divisado una falúa resplandeciente que conduce al Libertador,
vencedor de España en Boyacá, Carabobo y Bomboná, en peregrinación hacia el anti-
guo templo del Sol, y a sus compañeros de gloria generales Sucre y Salóm, y sus edeca-
nes O’Leary, Wilson y Mosquera, mientras otra falúa salida del puerto, y en la cual se
encuentran los generales Salazar y Blanco, ministro plenipotenciario y vicealmirante
peruanos, alza menos para dirigir su saludo a Bolívar, que, puesto de pie y vestido de
gala, les corresponde, invitándolos, al propio tiempo, a trasbordar a su nave.

La comitiva sigue entonces su marcha, y, al acercarse a la rada, rompen las


baterías de la escuadra en una salva de veintiún cañonazos, y los comandantes de
las cañoneras arrían el pabellón celeste y blanco del Estado e izan el tricolor de
Colombia.

En la ciudad, las tropas forman calle de honor en toda la extensión del male-
cón, y la Municipalidad, acompañada de la saltas corporaciones públicas y del
clero y de los ciudadanos ilustres, espera al ilustre huésped en la monumental por-
tada del muelle. El alcalde le da la bienvenida. El Libertador se descubre, lo escu-
cha y contesta con aquella espontánea elocuencia que le era habitual. Al terminar,
los tres castillos del fuerte disparan veintiún cañonazos cada uno, siguiendo a ellos
las fragatas Protector y La Venganza y la corbeta Alejandro, mientras ensordecen
los aires los repiques de todos los templos de la ciudad, las músicas militares y las
aclamaciones del pueblo.

Tal, compendiadas las relaciones de los cronistas.

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

El general argentino Jerónimo Espejo, quien fue testigo de aquellos sucesos,


nos dejó este retrato de Bolívar, tomado del natural en aquellos días memorables:

«La estatura de Bolívar nos pareció de cinco pies o poco menos. En aquella
ocasión vestía su uniforme de gala, casaca de paño azul, toda bordada de oro, con
entorchados y charreteras de general; rica espada con tahalí dorado, pantalón muy
ancho de paño grana, con franja también dorada, grandes botas de montar con
espuelas, sombrero elástico, muy alto, festoneado de franja de oro por la orilla
exterior y orlado de plumas blancas por dentro, y un penacho de plumas de colo-
res diferentes, formando la bandera (azul, amarillo y encarnado). Una banda de
seda igualmente tricolor, con bellotas y galón de oro, le cruzaba el pecho a cuyo
lado izquierdo —que la banda dejaba libre— llevaba tres condecoraciones.

«Acompañaban al Libertador los generales Antonio José de Sucre y Salóm y


los ayudantes de campo Mosquera, Wilson y O’Leary.

«Nosotros, que anhelábamos estudiar al hombre extraordinario que por pri-


mera vez teníamos tan cerca, no desperdiciábamos ocasión alguna para compa-
rarle con nuestro San Martín.

«Lo que advertimos desde el primer instante fue la diferencia de estatura.


Bolívar era pequeño y delgado, mientras que San Martín era alto y corpulento.
Aquél ostentaba sus entorchados con profusión que contrastaban con la espartana
sencillez de San Martín, quien, en los actos más solemnes, se presentaba con su
sencilla guerrera de granadero, pantalón azul sin franja, sombrero forrado de hule
y siempre sin lucir condecoración alguna.

«El aspecto de Bolívar era poco simpático; generalmente bajaba la vista y tenía un
seño que le diferenciaba en mucho de la atractiva popularidad de San Martín (1).»

El 25 de julio, catorce días después del arribo de Bolívar, llegó San Martín a
Guayaquil, cumpliendo un anhelo de su corazón tiempo atrás expresado en su
Decreto de 12 de enero de aquel año, por el cual encargó del mando supremo del
Perú al conde de Torre Tagle: «La causa del Continente americano me lleva a rea-
lizar un designio que halaga mis más caras esperanzas. Voy a encontrar en
Guayaquil al Libertador de Colombia. Los intereses generales del Perú y de
Colombia, la enérgica terminación de la guerra que sostenemos y la estabilidad del
destino a que con rapidez se acerca la América, hacen nuestra entrevista necesaria,
ya que el orden de los acontecimientos nos ha constituido en alto grado responsa-
bles del éxito de esta sublime empresa.» El Protector no tuvo entonces la suerte de

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XIX. La entrevista de Guayaquil

encontrar al Libertador, y regresó a Lima en espera de mejor ocasión. Pocos meses


después, al saber que Bolívar marchaba hacia el Sur, le escribió desde Lima, el 13
de julio: «Mi alma se llena de pensamientos y de gozo cuando contemplo aquel
momento (el de entrevista) : nos veremos y presiento que la América no olvidará
el día en que nos abracemos.»

El 26 de desembarcó en San Martín. Un batallón abierto en filas le hizo los hono-


res. Al llegar a la suntuosa casa que se le había preparado, el Libertador, vestido de
grande uniforme, y rodeado de su Estado Mayor, le dio la bienvenida al pie de la esca-
lera (2) . Los héroes se abrazaron. «Al fin se cumplieron mis deseos de conocer y estre-
char las manos del renombrado general San Martín», exclamó Bolívar. San Martín
contestó que los suyos estaban cumplidos al encontrar al Libertador. En seguida subie-
ron del brazo.

En el salón de recepciones el Libertador presentó sus generales al Protector. Luego


empezaron a desfilar las corporaciones que iban a saludar a los héroes. Una disputa de
matronas y señoritas les dio la bienvenida en una bella arenga. Una joven de diez y
ocho años, la más hermosa del Guayas, llamada Carmen Garaycoa, ofreció a San
Martín una corona de laurel de oro esmaltado. Retirada la concurrencia, los héroes
quedaron solos y empezaron a pasearse por el salón. Poco después cerraron la puerta y
conferenciaron privadamente por espacio de hora y media. Terminada la conferencia,
Bolívar se retiró acompañado hasta el pie de la escalera por San Martín, y, por la tarde,
este pagó al primero su visita, que sólo duró media hora.

El 27 de julio, a la una de la tarde, San Martín se dirigió a casa de Bolívar, y


encerrados de nuevo permanecieron cuatro horas en conferencia secreta. A las
cinco de la tarde abrieron la puerta, y pues empezaban a llegar los invitados al gran
banquete con que el Libertador obsequiaba al Protector. Pasaron en seguida al
comedor, espléndidamente preparado, y Bolívar ocupó la cabecera, señalando el
puesto de su derecha a San Martín. Llegada la hora del champaña, inició Bolívar
los brindis, poniéndose de pie y con la copa en la mano. San Martín contestó
modestamente.

Terminado el banquete, el Protector se retiró a su casa a descansar, tornando


a salir a las nueve para asistir al baile a que había sido invitado por la Mu-
nicipalidad.

«Fue muy agradable, refiere un testigo, la impresión que nos hizo la casa del
cabildo por la brillantez del adorno de los salones, la espléndida iluminación, la
hermosura y elegancia de las damas guayaquileñas.»

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Bolívar se entregó con júbilo a los placeres de la danza, según su costumbre,


mientras San Martín se mantenía de pie, como mero espectador, sin tomar parte
en el baile, preocupado, al parecer, hasta que la una de la mañana se acercó a
Guido, su edecán , y le dijo: «Llame usted al coronel Soyer; ya no puedo soportar
este bullicio.» Luego se despidió del Libertador, sin que nadie lo advirtiera, lo que
probablemente había sido acordado entre ambos para no alterar el buen humor de
la concurrencia. Una ayudante lo condujo por una escalera secreta, y una hora
después la goleta Macedonia se hacía a la vela (28 de julio) (3).

Al día siguiente se levantó el Protector muy preocupado, y, paseándose sobre


cubierta, después del almuerzo, dijo a sus compañeros: “¿Pero han visto ustedes
cómo el general Bolívar nos ha ganado de mano?” Al llegar al Callao encargó al
general Cruz que escribiese a O’Higgins: «El Libertador no es el hombre que pen-
sábamos.» Palabras de vencido y de desengañado, dice Mitre, que compendian los
resultados de la entrevista (4). Apenas desembarcado, supo que, en realidad, había
habido una revolución en Lima y que Monteagudo había sido extrañado; asumió
el mando y desde aquel momento todas las medidas que dictó fueron encamina-
das a reunir el Congreso, alejarse de los negocios públicos y dejar el país entregado
a su propio destino.

Al mismo tiempo dijo a los peruanos en una proclama: «Tuve la satisfacción


de abrazar al héroe del Sur de América. Fue uno de los días más felices de mi vida.
El Libertador de Colombia auxilia al Perú con tres de sus bravos batallones.
Tributemos todos un reconocimiento eterno al inmortal Bolívar.»

Poco tiempo después, San Martín dirigió a Bolívar, desde Lima, el 29 de


agosto, esta carta confidencial, que al decir de Mitre «fue su testamento político y
el documento más sincero que haya brotado de su pluma y de su alma»:

«Querido general: Dije a usted en mi última, de 23 del corriente, que


habiendo reasumido el mando supremo de esta República, con el fin de separar de
él al débil e inepto Torre-Tagle, las atenciones que me rodeaban en aquel
momento no me permitían escribirle con la extensión que deseaba, ahora, al veri-
ficarlo, no sólo lo hará con la franqueza de mi carácter, sino con la que exigen los
grandes intereses de la América.

«Los resultados de nuestra entrevista no han sido los que me prometía para la
pronta terminación de la guerra. Desgraciadamente yo estoy íntimamente con-
vencido, o que no ha creído sincero mi ofrecimiento de servir bajo sus órdenes con
las fuerzas de mi mando, o que mi persona le es embarazosa. Las razones que usted

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XIX. La entrevista de Guayaquil

me expuso, de que su delicadeza no le permitía jamás mandarme, y que, aun en el


caso de que esta dificultad pudiese ser vencida, estaba seguro de que el Congreso
de Colombia no consentiría su separación de la República, permítame, general, le
diga no me han parecido plausibles. La primera se refuta por sí misma. En cuanto
a la segunda, estoy muy persuadido que la menor manifestación suya al Congreso
sería acogida con unánime aprobación, cuando se trata de finalizar la lucha en que
estamos empeñados, con la cooperación de usted y la del ejército de su mando; y
que el alto honor de ponerle término refluirá tanto sobre usted como sobre la
República que preside.

«No se haga usted ilusión, general. Las noticias que tiene de las fuerzas realistas
son equivocadas; ellas montan en el Alto y Bajo Perú a más de 19.000 veteranos, que
pueden unirse en el espacio de dos meses. El ejército patriota, diezmado por las
enfermedades, no podrá poner en línea de batalla sino 8.500 hombres, y de éstos,
una gran parte reclutas. La división del general Santa Cruz (cuyas bajas, según
escribe este general, no han sido reemplazadas a pesar de sus reclamaciones) en su
dilatada marcha por la tierra, debe experimentar una pérdida considerable y nada
podría emprender en la presente campaña. La división de 1.400 colombianos que
usted envía será necesaria para mantener la guarnición del Callao y el orden en
Lima. Por consiguiente, sin el apoyo del ejército de su mando, la operación que se
prepara por puertos intermedios no podrá conseguir las ventajas que debían espe-
rarse, si fuerzas poderosas no llaman la atención del enemigo por otra parte, y así la
lucha se prolongará por un tiempo indefinido. Digo indefinido, porque estoy ínti-
mamente convencido que sean cuales fueren las vicisitudes de la presente guerra, la
independencia de la América es irrevocable; podrían prevalecerse para perjudicarla,
y los intrigantes y ambiciosos para soplar la discordia.

«Con el comandante Delgado, dador de ésta, remito a usted una escopeta y


un par de pistolas, juntamente con un caballo de paso que le ofrecí en Guayaquil.
Admita usted, general, esta memoria del primero de sus admiradores.

«Con estos sentimientos y con los de desearle únicamente sea usted quien
tenga la gloria de terminar la guerra de la independencia de la América del Sur, se
repite su afectísimo servidor (5).»

Destruidas por San Martín, como lo veremos más adelante, ciertas cartas de
Bolívar, la que se acaba de leer tiene valor decisivo para juzgar la entrevista de
Guayaquil.

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Más tarde, San Martín hizo al marino francés Lafond de Lurcy este retrato de
Bolívar: «Los signos característicos del general Bolívar eran un orgullo muy acen-
tuado, poco en armonía con su costumbre de no mirar nunca de frente a la per-
sona que le hablaba, a menos que no fuese muy inferior a él, y su falta de
franqueza, lo que pude observar durante las conferencias que celebré con él en
Guayaquil, en las que jamás contestó a mis proposiciones de un modo concreto
sino con evasivas. El tono que empleaba para habar a sus generales era extremada-
mente altanero y antipático. Observé, y él mismo me lo dijo, que su confianza la
depositaba, antes que nadie, en los generales ingleses que tenía en su ejército. No
obstante, sus modales eran distinguidos y revelaban haber recibido una esmerada
educación; y, aunque en ocasiones su lenguaje fuera algo grosero, me pareció que
lo empleaba, deliberadamente, para darse un aire más militar. A los individuos de
tropa les permitía más libertades de las que prescribía la ordenanza, y en cambio a
los jefes y oficiales los trataba de un modo humillante.

«En cuanto a los hechos militares de este general, puede asegurarse que es el
hombre más eminente que ha producido la América del Sur; pero lo que más
caracterizaba el alma grande de este hombre extraordinario, era una constancia a
toda prueba en los diferentes contrastes que sufrió en tan dilatada como penosa
guerra en el espacio de trece años. En conclusión, puede asegurarse que una gran
parte de la América del Sur debe a los esfuerzos del general Bolívar su actual inde-
pendencia (6).»

Cinco años después, el 19 de abril de 1827, volvió a hablar San Martín de su


entrevista con Bolívar, en una carta dirigida desde Bruselas al general Guillermo Miller.

«En cuanto a mi viaje a Guayaquil, él no tuvo otro objeto que el de reclamar


del general Bolívar los auxilios que pudiera prestar para terminar la guerra del
Perú, auxilios que una justa retribución (prescindiendo de los intereses generales
de América) lo exigía por los que el Perú tan generosamente había prestado para
libertar el territorio de Colombia. Mi confianza en el buen resultado estaba tanto
más fundada cuanto que el ejército de Colombia, después de la batalla de

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Pichincha, se había aumentado con sus prisioneros, y contaba con 3.600 bayone-
tas; pero mis esperanzas fueron burladas al ver que en mi primera conferencia con
el Libertador me declaró que haciendo todos los esfuerzos posibles, sólo podría
desprenderse de tres batallones con la fuerza total de 1.070 plazas. Estos auxilios
no me parecieron suficientes para terminar la guerra, pues estaba convencido de
que el buen éxito de ella no podía esperarse sin la activa y eficaz cooperación de
todas las fuerzas de Colombia, así es que mi resolución fue tomada en el acto, cre-
yendo de mi deber el último sacrificio en beneficio del país. Al siguiente día, y a
presencia del vicealmirante Blanco, dije al libertador que habiendo dejado convo-
cado el Congreso para el próximo mes, el día de su instalación sería el último de
mi permanencia en el Perú, añadiéndole «ahora le queda a usted, general, un
nuevo campo de gloria en el que va usted a poner el último sello a la libertad de la
América». (Yo autorizo y ruego a usted escriba al general Blanco a fin de rectificar
este hecho.) A las dos de la mañana del siguiente día me embarqué, habiéndome
acompañado Bolívar hasta el bote, y entregándome su retrato como una memoria
de lo sincero de su amistad.

«Mi estadía en Guayaquil no fue más que de cuarenta horas, tiempo sufi-
ciente para el objeto que llevaba (7).»

Ahora, ¿sobre qué asuntos rodó la conversación entre Bolívar y San Martín en
las conferencias secretas de julio de 1822 en Guayaquil? He aquí la interrogación
inquietante que durante casi un siglo han venido haciéndose los historiadores de
América sin ponerse de acuerdo y obedeciendo sólo a sus naturales predilecciones
de nacionalidad. Bien que, sea dicha y verdad, no anduvieron desacertados los que
en Colombia y Venezuela, rastreando las ideas y los sentimientos del Libertador se
aventuraron a contestar, sin pruebas, es cierto, pero sí con ilustrada buena fe, el
trascendental interrogatorio, y precisamente a tiempo que don Bartolomé Mitre,
apologista argentino de San Martín, tocaba casi en el absurdo al tratar de penetrar
el misterio de aquellas conferencias.

Hoy el misterio no existe y el secreto dejó de serlo para todos los que aman la
historia. Dos documentos oficiales, auténticos, acordes con las fragmentarias reve-
laciones ya conocidas y hechas honradamente por el Protector, documentos cón-
sonos, además, entre sí, inapelables, rotundos, han venido a hacer luz meridiana
en uno de los sucesos más rodeados se sombras hasta ahora y más trascendentales
de la historia de América. Ninguna duda es posible ya, la discusión ha terminado.
La verdad, salvada en los signos de dos manuscritos amarillentos que han dormido
durante casi un siglo el sueño purificador de los archivos reservados, tienen la
palabra para decirnos de qué trataron aquellos dos grandes hombres en aquella

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XIX. La entrevista de Guayaquil

hora solemne de la emancipación del Nuevo Mundo, tan solemne que ellos
mismos consideraron que sus palabras no debían traspasar ni los muros del salón
donde se reunieron en Guayaquil, y cuyas puertas cerraron tras de sí. La verdad
histórica, desinteresada, augusta y grave, como voz de ultratumba, es, pues, la que
va a hacerse oír, y nadie osaría interrumpirla porque su virtud esencial consiste en
imperar sobre el error y las pasiones humanas.

En el año de 1909, desempeñando el autor de este ensayo el puesto de jefe del


Archivo diplomático de Colombia, dependiente del Ministerio de Relaciones
Exteriores, coleccionó en volúmenes, esmeradamente ordenados, foliados y anali-
zados en índices cronológicos, la correspondencia de la Secretaría General del
Libertador durante su permanencia en el Sur, cuando la campaña de Tarqui, en
1829, con la Cancillería colombiana, y entre aquellos documentos encontró,
como una rarísima joya, la nota que va a leerse, escrita en Guayaquil el 29 de julio
de 1822, día siguiente al de la célebre entrevista, y dirigida por J. G. Pérez, secre-
tario general del Libertador, al secretario de Relaciones Exteriores de Bogotá:

«Tengo el honor de participar a Vuestra Señoría que el 26 del corriente entró en


esta ciudad Su Excelencia el Protector del Perú, y tengo el de transmitir a Vuestra
Señoría las más importantes y notables materias que fueron el objeto de las sesiones
entre Su Excelencia el Libertador y el Protector del Perú, mientras estuvo aquí.

«Desde que Su Excelencia el Protector vio a bordo a Su Excelencia el


Libertador le manifestó los sentimientos que le animaban de conocer a Su
Excelencia, abrazarle y protestarle una amistad la más íntima y constante.
Seguidamente lo felicitó por su admirable constancia en las adversidades que
había experimentado y por el más completo triunfo que había adquirido en la
causa que defiende, colmándole, en fin, de elogios y de exageraciones lisonjeras.
Su Excelencia contestó del modo urbano y noble que en tales casos exigen la jus-
ticia y la gratitud.

El Protector se abrió desde luego a las conferencias más francas, y ofreció a Su


Excelencia que pocas horas en tierra serían suficientes para explicarse.

Poco después de llegado a su casa no habló de otra cosa el Protector sino de


lo que ya había sido el objeto de su conversación, haciendo preguntas vagas e inco-
nexas sobre las materias militares y políticas, sin profundizar ninguna, pasando de
una a otra y encadenando las especies más graves con las triviales. Si el carácter del
Protector no es de este género de frivolidad que aparece en su conversación, debe
suponer que lo hacía con algún estudio. Su Excelencia no se inclina a creer que el

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

espíritu del Protector sea de este carácter, aunque tampoco le parece que estudiaba
mucho sus discursos y modales.

«Las especies más importantes que ocurrieron al Protector en las conferencias


con Su Excelencia durante su mansión en Guayaquil, son las siguientes:

«1.a Al llegar a la casa preguntó el Protector a Su Excelencia si estaba muy


sofocado por los enredos de Guayaquil, sirviéndose de otra frase más común y
grosera aún, cuales pellejerías, que se supone ser el significado de enredos; pues el
mismo vocablo fue repetido con referencia al tiempo que hacía que estábamos en
revolución en medio de los mayores embarazos.

«2.a El Protector dijo espontáneamente a Su Excelencia, y sin ser invitado a


ello, que nada tenía que decirle sobre los negocios de Guayaquil, en los que no
tenía que mezclarse: que la culpa era de los guayaquileños, refiriéndose a los con-
trarios. Su Excelencia le contestó que se habían llenado perfectamente sus deseos
de consultar a este pueblo; que el 28 del presente se reunirían los electores y que
contaba con la voluntad del pueblo y con la pluralidad de los votos en la
Asamblea. Con esto cambió de asunto y siguió tratando de negocios militares rela-
tivos a la expedición que va a partir.

«3.a El Protector se quejó altamente del mando y sobre todo se quejó de sus
compañeros de armas que últimamente lo habían abandonado en Lima. Aseguró
que iba a retirarse a Mendoza: que había dejado un pliego cerrado (8) para que lo
presentasen al Congreso renunciando el Protectorado; que también renunciaría la
reelección que contaba se haría en él; que luego obtuviera el primer triunfo se reti-
raría del mando militar sin esperar a ver el término de la guerra; pero añadió que
antes de retirarse dejaría bien establecidas las bases del Gobierno; que éste no
debía ser demócrata en el Perú porque no convenía, y, últimamente, que debería
venir de Europa un príncipe aislado y solo a mandar aquel Estado. Su Excelencia con-
testó que no convenía a la América ni tampoco a Colombia la introducción de prín-
cipes europeos, porque eran partes heterogéneas a nuestra masa; que Su Excelencia se
opondría por su parte si pudiere; pero que no se opondrá a la forma de gobierno que
quiera darse cada Estado; añadiendo sobre este particular Su Excelencia todo lo que
piensa con respecto a la naturaleza de los Gobiernos, refiriéndose en todo a su dis-
curso al Congreso de Angostura. El Protector replicó que la venida del príncipe sería
para después, y Su Excelencia repuso que nunca convenía que viniesen tales prínci-
pes; que Su Excelencia habría preferido invitar al general Iturbide a que se coronase
con tal que no viniesen Borbones, Austriacos ni otra dinastía europea. El Protector
dijo que en el Perú había un gran partido de abogados que querían República y se

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XIX. La entrevista de Guayaquil

quejó amargamente del carácter de los letrados. Es de presumirse que el designio que
se tiene es erigir ahora la monarquía sobre el principio de darle la corona a un prín-
cipe europeo, con el fin, sin duda, de ocupar después el trono el que tenga más
popularidad en el país, o más fuerzas de qué disponer. Si los discursos del Protector
son sinceros, ninguno está más lejos de ocupar tal trono. Parece muy convencido de
los inconvenientes del mando.

4.a El Protector le manifestó a Su Excelencia que Guayaquil le parecía conve-


niente para residencia de la Federación, la cual ha aplaudido extraordinariamente
como la base esencial de nuestra existencia. Cree que el Gobierno de Chile no tendrá
inconveniente en entrar en ella, pero sí el de Buenos Aires por falta de unión y sistema
en él; pero que de todos modos, nada desea tanto el Protectorado como el que la
Federación del Perú y de Colombia subsista aunque no entre ningún otro Estado más
en ella, porque juzga que las tropas de un Estado al servicio del otro deben aumentar
mucho la autoridad de ambos Gobiernos con respecto a su enemigos internos, los
ambiciosos y revoltosos. Esta parte de la Federación es la que más interesa al Protector
y cuyo cumplimiento desea con más vehemencia.

5.a Desde la primera conversación dijo espontáneamente el Protector a Su


Excelencia que en la materia de límites no habrá dificultad alguna: que él se encar-
gaba de promoverlos en el Congreso, donde no le faltarían amigos. Su Excelencia
contestó que así debía ser, principalmente cuando el Tratado lo ofrecía del mismo
modo y cuando el Protector manifiesta tan buenos deseos por aquel arreglo tan
importante. Su Excelencia creyó que no debía insistir por el momento sobre una
pretensión que ya se ha hecho de un modo positivo y enérgico y a la cual se ha
denegado el Gobierno del Perú bajo el pretexto de reservar esta materia legislativa
al Congreso. Por otra parte, no estando encargado el Protector del Poder Ejecutivo
no parecía autorizado para mezclarse en este negocio. Además, habiendo venido el
Protector como simple visita sin ningún empeño político ni militar, pues ni
siquiera habló formalmente de los auxilios que había ofrecido Colombia y que
sabía se aprestaban para partir, no era delicado prevalerse de aquel momento para
mostrar un interés que habría desagrado sin ventaja alguna, no pudiendo el
Protector comprometerse a nada oficialmente. Su Excelencia ha pensando que la
materia de límites debe tratarse formalmente por una negociación especial en que
entren compensaciones recíprocas para rectificar los límites.

6.a Su Excelencia el Libertador habló al Protector de su última comunicación


en que le proponía que aunados los diputados de Colombia, el Perú y Chile en un
punto dado, tratasen con los comisarios españoles destinados a Colombia con este
objeto; el Protector aprobó altamente la proposición de Su Excelencia y ofreció

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enviar, tan pronto como fuera posible, al señor Rivadeneyra, que se dice amigo de
Su Excelencia el Libertador, por parte del Perú, con las instrucciones y poderes
suficientes, y aun ofreció a Su Excelencia interponer sus buenos oficios y todo su
influjo para con el Gobierno de Chile a fin de que hiciese otro tanto por su parte;
ofreciendo también hacerlo todo con la mayor brevedad a fin de que se reúnan
oportunamente estos diputados en Bogotá con los nuestros.

Su Excelencia habló al Protector sobre las cosas de Méjico, de que no pareció


muy bien instruido, y el Protector no fijó juicio alguno sobre los negocios de aquel
Estado. Parece que no ve a Méjico con una grande consideración o interés.

«El Protector ha dicho a Su Excelencia que pida al Perú todo lo que guste,
que él no hará más que decir sí, sí, sí, a todo, y que él espera que se haga en
Colombia otro tanto. La oferta de sus servicios y amistad es ilimitada manifes-
tando una satisfacción y una franqueza que parecen sinceras.

«Estas son, señor secretario, poco más o menos, las especies más notables que
han ocurrido en las diferentes sesiones de Su Excelencia el Libertador con el
Protector del Perú y aun he procurado valerme de las mismas expresiones que han
usado uno y otro. Yo creo que han obrado franca y cordialmente.»

Este es el documento Aquiles que puso fin a las controversias que durante
mucho tiempo se suscitaron en toda la América hispana sobre lo que antes se lla-
maba el secreto o el misterio de la entrevista de Guayaquil. Cuando se publicó por pri-
mera vez, la prensa de Buenos Aires pidió que se reprodujera en facsímile, y así lo
hizo el entonces jefe del Archivo diplomático, autor de este ensayo, junto con
otros documentos relacionados con el Protocolo Pedemonte-Mosquera.

La nota del secretario general del Libertador brilla por su sencillez y natura-
lidad, como que fue redactada cuando aun no se habían enfriado las impresiones
de tan grande hecho; y acorde con el fondo es su estilo familiar y confidencial,
prendas seguras ambas de su sinceridad e irrebatible verdad.

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El otro precioso documento en todo acorde con el anterior, es esta carta


privada, dirigida por el Libertador al general Santander, vicepresidente de
Colombia, encargado entonces del Poder Ejecutivo, también de Guayaquil,
poco después de la entrevista:

«Antes de ayer por la noche partió de aquí el general San Martín, después
de una visita de treinta y seis a cuarenta horas, que no se puede llamar visita pro-
piamente porque no hemos hechos más que abrazarnos, conversar y despedir-
nos. Yo creo que él ha venido para asegurarse de nuestra amistad, para apoyarse
en ella con respecto a sus enemigos internos y externos.

«Lleva 1.800 colombianos en su auxilio, fuera de haber recibido la baja de


sus cuerpos por segunda vez, lo que nos ha costado más de 600 hombres; así
recibirá el Perú 3.000 hombres de refuerzo por lo menos.

«El Protector me ha ofrecido su eterna amistad hacia Colombia; intervenir


en favor del arreglo de límites; no mezclarse en los negocios de Guayaquil; una
federación completa y absoluta aunque no sea más que con Colombia, debiendo
ser la residencia del Congreso Guayaquil; ha convenido en mandar un diputado
por el Perú a tratar de mancomún con nosotros los negocios de España con sus
enviados; también ha recomendado a Murgeon a Chile y Buenos Aires para que
admitan la federación; desea que tengamos guarniciones cambiadas en uno y
otro Estado. En fin, él desea que todo marche bajo el aspecto de la unión,
porque conoce que no puede haber paz y tranquilidad sin ella. Dice que no
quiere ser rey, pero que tampoco quiere la democracia, y sí el que venga un prín-
cipe de Europa a reinar en el Perú. Esto último yo creo que es por forma. Dice
que se retira a Mendoza, por que está cansado del mando y de sufrir a sus ene-
migos. No me ha dicho que trajera proyecto alguno ni ha exigido nada de
Colombia, pues las tropas que llevaba estaban preparadas para el caso. Sólo se ha
empeñado mucho en el negocio de canje de guarniciones, y por su parte no hay
género de amistad ni de oferta que no haya hecho.

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«Su carácter me ha parecido muy militar, y parece activo, pronto y no lerdo.


Tiene ideas correctas, de las que a usted le gustan; pero no me parece bastante deli-
cado de los géneros de sublime que hay en las ideas y en las empresas. Última-
mente usted conocerá su carácter por la memoria que mandó con el capitán
Gómez de nuestras conversaciones (9), aunque le falta la sal de crítica que yo debe-
ría poner a cada una de sus frases.

«Gracias a Dios, mi querido general, que he logrado con mucha fortuna y


gloria cosas bien importantes: primera, la libertad del Sur; segunda, la incorpora-
ción a Colombia de Guayaquil, Quito, y las otras provincias; tercera, la amistad
de San Martín y del Perú para Colombia, y cuarta, salir del estado aliado que va a
darnos en el Perú gloria y gratitud por aquella parte. Todos quedan agradecidos
porque a todos he servido, y todos nos respetan porque a nadie he debido. Los
españoles mismos van llenos de respeto y reconocimiento al Gobierno de
Colombia. Ya no me falta más, mi querido amigo, sino es poner a salvo el tesoro
de mi prosperidad, escondiéndolo en un retiro profundo para que nadie me lo
pueda robar; quiero decir que ya no me falta más que retirarme y morir. Por Dios,
que no quiero más; es por la primera vez que no tengo nada que desear y estoy
contento con la fortuna (10)».

He aquí algunos fragmentos de otras cartas inéditas de Bolívar a Santander,


relativas la entrevista de Guayaquil, subscritas, la primera, en esa ciudad, el 3 de
agosto, y, la segunda, en Cuenca, el 14 de septiembre, pocos días después de la
entrevista.

«... Antes que se me olvide, diré a usted que el general San Martín me dijo algu-
nas horas antes de embarcarse que los abogados de Quito querían formar un Estado
independiente de Colombia con estas provincias; yo le repuse que estaba satisfecho
del espíritu de los quiteños y que no tenía el menor temor; me replicó que él me avi-
saba aquello para que tomara mis medidas, insistiendo mucho sobre la necesidad de
sujetar a los letrados y de apagar el espíritu de insurrección de los pueblos. Esto lo
hacía con mucha cordialidad, si he de dar crédito a las apariencias...»

«... Yo le dije al general San Martín que debíamos hacer la paz a toda costa
con tal que consiguiésemos la independencia, la integridad del territorio y evacua-
ción de las tropas españolas de cualquier punto de nuestro territorio; que las
demás condiciones se podrían reformar después con el tiempo o con las circuns-
tancias. Él convino en ellos, y lo aviso para inteligencia de usted. La noticia sobre
los quiteños y esta otra no las comprendía mi Memoria, porque me parecieron
muy graves para que pasasen por las manos de los dependientes y secretarios; bien

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XIX. La entrevista de Guayaquil

que el mismo sentimiento tengo con respecto a otros a pesar de nuestra conversa-
ción, que el señor Pérez ha confiado a esos muchachos de la Secretaría...»

«Hoy he visto una carta del general Santa Cruz al coronel Heres, en que le
dice desde Piza que marchaba para Lima, aunque con poco gusto suyo porque las
cosas allí no ofrecen ni seguridad ni tranquilidad. Que el Protector había hablado
personalmente con él y hacía elogios de su compañero, hablando de mí. Que
Monteagudo fue preso por ladrón y agente de la intriga por la monarquía, que se
detesta en el Perú; se extiende a decir, añade, que también ha sido comprendido el
ministro de Haciendo y el director de Marina y que Torre-Tagle ha favorecido esta
declaración popular. Esta carta es anterior a la primera y así debe usted juzgar del
valor respectivo de las expresiones. Yo creo que el general San Martín ha tomado
el freno con los dientes y piensa lograr su empresa, como Iturbide la suya; es decir,
por la fuerza, y así tendremos dos reinos a los flancos, que acabarán probable-
mente mal como han empezado mal. Lo que yo deseo es que ni uno ni otro pier-
dan su tierra por estar pensando en tronos.

«Se dice que el general San Martín fue recibido en Lima con interés y
aplauso; pero esto no es extraño por mil razones, aunque realmente él no sea
popular en aquel país, como se vio en Guayaquil, donde fue bien recibido por el
pueblo de dientes para fuera (11)...»

Y esos documentos oficiales tienen espléndida conformación en otros que


nos legaron los propios parciales del Protector. Veámoslos.

El general Miller, quien fue leal y fiel a San Martín en vida y más allá de la
tumba, nos dice en sus Memorias ya citadas: «Con respecto a sus miras políticas,
San Martín consideraba la forma de gobierno monárquico-constitucional el más
adecuado para la América del Sur...»

El general Francisco Antonio Pinto, que fue uno de los chilenos más ilustres
que acompañaron a San Martín al Perú, escribió también: «En el día no es un
secreto lo ocurrido en la entrevista (de Guayaquil). Había preferido el general San
Martín para la organización política del Perú el régimen de una monarquía cons-
titucional...» «Para que le coadyuvara Bolívar o no hiciera oposición a este plan se
encaminó a Guayana tan luego como supo su llegada a ese pueblo (12).»

Los documentos que acaban de leerse, además de hacer luz meridiana res-
pecto de las célebres conferencias de Guayaquil, vienen a confirmar la relación que
el general Tomás C. Mosquera, edecán de Bolívar en aquellos días, hizo desde el

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

26 de octubre de 1861, y a probarnos que el argentino Guido, que desmintió a


Mosquera en la obra de Mitre, fue quien faltó a la verdad. Y es la oportunidad de
declarar que Guido, en su rectificación, adulteró también la relación de Mosquera
para mejor refutarla. «Felizmente vivo yo, dijo, para asegurar que “no es cierto que
hubiesen presenciado la entrevista ni Soyer ni yo”, porque sólo el general San
Martín y Bolívar estuvieron encerrados por más de dos horas.» Cuando Mosquera
no afirmó tal cosa, sino esta muy distinta: «Asistimos a esta conferencia el coronel
Pérez, secretario general del Libertador, y yo como secretario privado para redac-
tar un memorándum sobre los puntos en que se pusieran de acuerdo.» Y al final
repite: «Solamente yo vivo de los que pueden referir lo que pasó; y si Bolívar, San
Martín o Pérez han dejado algo sobre el particular, no lo sé, pero sí puedo asegu-
rar que en 1829, en el mismo Guayaquil, hablaba con el Libertador sobre esta
entrevista, cuando iguales ideas se promovían sobre la misma materia en esta
ciudad (Bogotá), y encontré al Libertador entonces poseído de las mismas ideas de
ser incompatible la monarquía con las necesidades de Colombia y del Perú (13).»

En la relación de Mosquera hay, además, preciosos detalles que por no cons-


tar en los dos documentos anteriores, conviene consignar aquí, pues ellos acaban
de esclarecer completamente los hechos:

«Y para finalizar, le manifestó (Bolívar a San Martín) que el placer que había
tenido de verle se le acibaraba, porque había recibido una carta de Lima, del
teniente coronel Juan Martínez Gómez, secretario de la Legación de Colombia, en
que le anunciaba una revolución que estallaría en Lima contra el Protector, por los
mismos jefes del ejército que él mandaba, y que no estaban de acuerdo con sus
principios políticos, prueba irrefragable de lo que acababa de decirle.

«El general San Martín leyó la carta que le dio el Libertador, tomó nota de
ella, y le dijo: “Si esto tiene lugar, he concluido mi vida pública, dejaré el suelo de
mi patria, me marcharé a Europa a pasar el resto de mi vida en el retiro, y ojalá que
antes de cerrar los ojos pueda yo celebrar el triunfo de los principios republicanos
que usted defiende. El tiempo y los acontecimientos dirán cuál de los dos ha visto
con más exactitud el futuro.»

El libertador le respondió: «Ni nosotros, ni la generación que nos suceda, verá


el brillo de la República que estamos fundando; yo considero a la América en cri-
sálida; habrá una metamorfosis en la existencia física de sus habitantes; al fin habrá
una nueva casta de todas las razas, que producirá la homogeneidad del pueblo. No
detengamos la marcha del género humano con instituciones que son exóticas,
como he dicho a usted, en la tierra virgen de América (14).»

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XIX. La entrevista de Guayaquil

San Martín, eminente conservador y español, por su educación política y su


disciplina de cuartel aspiraba sólo a cortar el vínculo colonial, pero carecía de
voluntad, de fuerza y hasta de instinto para la obra revolucionaria sin la cual la
independencia apenas habría sido una separación política y un pueril orgullo para
los criollos. Tan apegado se mostró a las antiguas prácticas, que después de reco-
ger los títulos dados por los reyes de España en el Perú, expidió otros creando mar-
queses, condes, barones y señores. En tanto que Bolívar, el más revolucionario de
todos los patriotas de América, creía que no bastaba romper con España, sino que
era indispensable romper también con todas sus tradiciones de gobierno y de
administración, y entre ellas con la tradición monárquica.

Pero Bolívar no sólo disintió de San Martín respecto de sus planes de substi-
tuir con monarquías independientes el régimen de la monarquía colonial, sino
que protestó contra ellos, y en tales términos, que treinta años más tarde inspira-
ban al segundo esta dolorosa queja, recogida y consagrada en la historia por su hijo
político el señor Balcarce: «Bolívar me trató con grosería.»

Esa dolorosa queja que está, además, confirmada por el amargo silencio que
siempre guardó San Martín, aun en medio de sus íntimos, cuando quiera que
rodaba la conversación sobre aquella entrevista. Tal hecho lo certifica Sarmiento,
y Mitre escribe: «San Martín, como vencido, quedó mortificado, y era un asunto
de que no le era grato hablar (15).» Había algo, sin duda, en aquel recuerdo que
hería lo más delicado de su amor propio y de su vanidad caduca, y para que se vea
que son los documentos inapelables los que lo acusan a través de los tiempos,
oigase esta confesión de su amigo y confidente y apologista, el gran argentino, de
venerable memoria, don Domingo F. Sarmiento: «Entre sus papeles (de San
Martín) existe una carta de Bolívar que han visto algunos americanos entre otros
don Manuel Guerrico. Como yo me empeñase en verla y comprendiese San
Martín que quería hacer uso de ella en complemento de la suya a Bolívar que
había publicado el almirante Blanc, la carta se empapeló y no pude verla (16). »

Preciosa confesión que ratifica Mitre cuando dice: «No hemos encontrado
entre los papeles dejados por San Martín las cartas de Bolívar a que hace referen-
cia (en carta a Guido, de 18 de diciembre de 1826, subscripta en Bruselas), entre
las cuales debía hallarse la contestación a su carta relativa a conferencia de
Guayaquil, que derramaría tal vez más luz sobre el asunto (17).»

No queda, pues, duda alguna de que San Martín destruyó esa y otras cartas
que Bolívar le dirigió después de la entrevista de Guayaquil, y lo más curioso es que
las copias de esas cartas tampoco aparecen entre los documentos que publicaron

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

O’Leary y Blanco-Azpurúa, tomándolos del archivo de la Secretaría General del


Libertador.

Y así como San Martín destruyó esas cartas, que, sin duda, no le hacían
honor, así también se empeñó siempre, después de su voluntaria expatriación de
América, en negar enérgicamente que hubiera pensado siquiera en la convenien-
cia de establecer la monarquía en el Nuevo Mundo. Pero la razón es clara: sus ideas
antirrepublicanas fueron la causa de su fracaso en el Perú y en Guayaquil, y lógico
era, y muy humano, que el Protector, aun en su ancianidad, recluído en su quinta
de Grand-Bourg, cerca de Fontainebleau, cuando oía hablar de monarquía, al
punto empezara a danzar como el oso de Fogazzaro...

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XX
Bolívar en Pativilca
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La costa del Perú está formada por un desierto de arena de quinientas leguas
de longitud, y cuya anchura varía desde siete hasta más de cincuenta millas, a pro-
porción que las diferentes ramificaciones de los Andes se aproximan o alejan de la
costa del mar Pacífico. Nada es comparable, dice el general Miller (1), a su melan-
cólico y árido aspecto, nada puede igualar el efecto desagradable que causa en la
imaginación del navegante la vista de aquel país al acercarse a tierra. Su superficie
presenta muchas desigualdades y tiene la apariencia de haber estado en otro
tiempo cubierta por el mar que baña sus escarpadas costas.

Unos cuantos de los ríos mayores que cruzan aquel desierto llegan hasta el
mar, mas los inferiores se consumen en el riego de plantíos o los absorbe el
desierto que los rodea, donde nunca llueve, donde ni aves, ni bestias, ni repti-
les se han visto nunca, y donde jamás crece planta alguna ni hay señales de
antigua vegetación. En algunos parajes borbollea un manantial de agua y a
poco trecho desaparece. Ningún extraño puede viajar allí sin ir acompañado de
un guía, porque toda las trazas que presenta el desierto al que una vez lo atra-
viesa es algún montón de huesos, restos de bestias de carga que han perecido en
él. Muchas veces el viento levanta inmensas nubes y remolinos de arena que
azotan y asfixian a los viajeros, los cuales generalmente van a caballo emboza-
dos, cubriéndose la cara. Cuando el viajero o su caballo se cansan, aquél echa
pie a tierra, y si el sol brilla con su acostumbrado ardor, extiende su poncho en
el suelo, debajo de la barriga de su cabalgadura, y se tiende sobre él para gozar
de la sombra que proyecta el animal, única que puede procurarse en aquellos
arenales sin oasis.

No es raro que los más vaquianos, o guías del país, se pierdan también, y
entonces el terror los vuelve locos. Si no encuentran nuevamente la senda o seña-
les que les dirigen, o no tienen la dicha de divisar otros viajeros en el horizonte,
inevitablemente perecen, y su suerte queda tan ignorada, como la de un buque
que se va a pique en medio de la soledad del océano. Un soplo de viento basta para
borrar en la arena la huella de un ejército, y los pocos puntos habitados están sepa-
rados por enormes distancias.

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

En aquel desierto, en el extremo de un valle angosto que se interna hacia los


Andes, y sobre el cual se levantan a cada paso enormes peñascos solitarios, está
situado, a tres jornadas de Lima, el pueblo de Pativilca. Dista cuatro leguas del
puerto de supe, y en el trayecto se encuentra otra pequeña aldea llamada Barranca.
Todo ese camino, dice Burdett O’Connor (2), es de pesada arena en la que se
hunden los pies de los transeúntes.

Allí se encontraba el Libertador, a principios de 1824, después de su marcha


a Trujillo, donde había tomado preso todo el ejército rebelde con sus jefes. Riva
Agüero y Herrera, quienes fueron despachados con grillos a Lima, entonces bajo
el Gobierno del marqués de Torre-Tagle y de don Juan de Berindoaga, presidente
y ministro de Guerra, respectivamente, dejados por Bolívar en esa capital. Sólo
una escolta de la Guardia lo custodiaba y los grandes generales de Colombia y del
Perú, los arrogantes oficiales del ejército, «vestidos de hermosos uniformes», que
atravesaban, departiendo, el gran patio de la casa que habitaba el Libertador.
Pocos días después, éste cayó enfermo a consecuencia de las largas jornadas hechas
en aquellos desiertos, de cielo inmisericordes.

Espinar, su secretario, decía con tal motivo a Tomás Heres, el 3 de enero de


ese año: «El Libertador llegó a este pueblo bastante malo y continúa nada bien.
Una complicación se síntomas se presenta, pero él rehúsa tomar medicinas: con
todo, hoy ha empezado a tomar purgantes ligeros. Todo, todo le desagrada, todo le
molesta, nos tienen con bastante cuidado.» Al día siguiente torna a decirle: «S. E. el
Libertador amaneció bastante despejado pero sumamente débil. Le sentaron mal
el suero y otros brebajes y le resultaron vómitos. Está decaído. Es menos su enfer-
medad que la falta de régimen que observa. Es un gran mal no tener respeto por
persona alguna (3).»

Bolívar mismo le da al general Santander estos pormenores de su enferme-


dad, en cara de 7 de enero:

«Es una complicación de irritación interna y de reumatismo, de calentura y


de un poco de mal de orina, de vómito y dolor cólico. Todo esto hace un conjunto
que me ha tenido desesperado y me aflige todavía mucho. Ya no puedo hacer un
esfuerzo sin padecer infinito. Usted no me conocería, porque estoy muy acabado
y muy viejo, y en medio de una tormenta como ésta represento la senectud.
Además, me suelen dar de cuando en cuando unos ataques de demencia, aun
cuando estoy bueno, que pierdo enteramente la razón, sin sufrir el más pequeño
ataque de enfermedad y de dolor. Este país con sus reproches en los páramos, me
renueva dichos ataques cuando los paso al atravesar las sierras (4).»

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XX. Bolívar en Pativilca

Por aquellos días lo visitó don Joaquín Mosquera, quien refirió así su entre-
vista a don José Manuel Restrepo:

«Ya había terminado yo en Lima mis funciones de enviado colombiano cerca


del Gobierno del Perú, en octubre de 1823, hallándose el Libertador en Huaras,
y, como usted recordará, corría entonces mucho riesgo Lima de ser ocupadas por
los españoles... Resolvió, pues, regresar a mi patria a dar cuenta de mi legación al
Gobierno de Colombia, y le escribí al Libertador anunciándole mi partida, y
pidiéndole las órdenes que debiera comunicarme. Me contestó que deseaba hablar
conmigo, y que, si urgía mi partida, fuese a tratar con él en Trujillo. Fui a Trujillo
por mar y, cuando llegué a esa ciudad, días que el Libertador había partido de allí
con destino a Lima. Me embarqué nuevamente en Huanchaco en la fragata fran-
cesa la Vigie, para volver a Lima, aunque temiendo ser apresado por algún corsa-
rio español. El capitán de la fragata arribó a Supe para adquirir noticias de los
corsarios que solían aparecer a la recalada del Callo. Yo desembarqué con él, y
hablando en la playa con un francés, que aseguraba que no se había visto corsario
ninguno, vino directamente a mí un indio desconocido, y, en su lenguaje rústico,
me informó que el Libertador estaba enfermo de muerte en Pativilca, de un tabar-
dillo que le habían causado los soles de los arenales de aquellas costas, al regresar
de Trujillo. Por el examen que hice al indio, me persuadí que era cierta la enferme-
dad del Libertador, y perdí al capitán que me enviara mi equipaje para irme a bus-
carlo. Tal resolución me libró de caer en manos del corsario español General
Quintanilla, que apresó la fragata Vigie luego que salió de Supe.

«Seguí por las tierras de Pativilca, y encontré al Libertador ya sin riesgo de


muerte, pero tan flaco y extenuado que me causó su aspecto una muy acerba pena.
Estaba sentado en una pobre silla vaqueta, recostado contra la pared de un
pequeño huerto, atada la cabeza con un pañuelo blanco, y sus pantalones de jin
que me dejaba ver sus dos rodillas puntiagudas, sus piernas descarnadas, su voz
hueca y débil y su semblante cadavérico. Tuve que hacer un grande esfuerzo para
no largar mis lágrimas y no dejarle conocer mi pena y mi cuidado por su vida.

«Usted recordará que en aquella época aciaga, el ejército peruano, fuerte de seis
mil hombres a las órdenes de Santa Cruz, se había disipado sin batirse, huyendo de
los españoles desde Oruro al Desaguadero; que el ejército auxiliar de Chile, por celos
con nosotros los colombianos, nos había abandonado regresando a su país; que los
argentinos entregaron a los españoles los castillos del Callao, y que no quedaban más
fuerzas que apoyaran en el Perú la causa de la independencia que unos cuatro mil
colombianos, situados de Cajamarca a Santa, a las órdenes del general Sucre, y como
tres mil peruanos que se organizaban y disciplinaban en el departamento de Trujillo.

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

La fuerza de los españoles en el Alto y Bajo Perú ascendía a veintidós mil hombres. Los
peruanos, divididos en partidos políticos y personales, tenían anarquizado el país.
Todas estas consideraciones se me presentaron como una falange de males para acabar
con la existencia del héroe medio muerto, y, con el corazón oprimido, temiendo la
ruina de nuestro ejército, le pregunté: ¿Y qué piensa hacer usted ahora? Entonces, avi-
vando sus ojos huecos, con tono decidido, me contestó: ¡Triunfar!».

«Esta respuesta inesperada produjo en mi alma sorpresa, admiración y


esperanzas, porque vi que aunque el cuerpo del héroe estaba casi aniquilado, su
alma conservaba todo el vigor y elevación que lo hacían tan superior en los
grandes peligros...

«En seguida le hice esta otra pregunta: ¿Y qué hace usted para triunfar?
Entonces, con un tono sereno y de confianza, me dijo: “Tengo dadas las órde-
nes para levantar una fuerte caballería en el departamento de Trujillo; he man-
dado fabricar herraduras en Cuenca, en Guayaquil y Trujillo; he ordenado
tomar para el servicio militar todos los caballos buenos del país, y he embar-
gado todos los alfalfales para mantenerlos gordos. Luego que recupere mis fuer-
zas me iré a Trujillo. Si los españoles bajan de la cordillera a buscarme,
infaliblemente los derroto con la caballería: si no bajan, dentro de tres meses
tendrán una fuerza para atacar. Subiré la cordillera y los derrotaré.”

«Yo permanecí tres días en Pativilca, mientras hizo escribir muchas cartas
para la Nueva Granada y Venezuela. El día de mi partida montó en una mula
muy mansa que tenía y salió a dejarme a la entrada del desierto de Huarmei,
para hacer un poco de ejercicio. Como mi equipaje se había atrasado, suspendí
allí mi marcha, y el Libertador, que estaba muy débil, se apeó y acostó sobre un
capote de barragán, y su edecán, Julián Santamaría, permaneció de pie oyéndo-
nos conversar sobre la situación triste del Perú, que me encargaba de describir
a Santander. Según usted sabe, para atravesar este desierto de arena se prefiere
la noche; eran, pues, las seis de la tarde, y el sol entraba y salía en el Pacífico, y
me daba no sé que idea melancólica de que era el sol del Perú que se despedía
de nosotros. El silencio majestuoso del océano, la vista del desierto que iba yo
a cruzar, la soledad de aquella costa y el aullido de los lobos marinos oprimían
mi espíritu, al dejar a mis compatriotas en una empresa tan ardua, en que
arriesgábamos al héroe y a nuestro ejército. Al llegar mi equipaje me dijo el
Libertador, tendido todavía en el suelo:

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XX. Bolívar en Pativilca

—Diga usted allá a nuestros compatriotas cómo me deja usted moribundo


esta playa inhospitalaria, teniendo que pelear a brazo partido para conquistar la
independencia del Perú y la seguridad de Colombia.

«Entonces, levantándose, me dio un abrazo; Santamaría me dio otro y nos


despedimos, sin hablar palabra, como si hiciésemos esfuerzos para no expresar
nuestra aflicción y nuestro cuidado por la patria.

«Más tarde, a mi llegada a Bogotá, supe cómo cumplió el Libertador su pro-


nóstico subiendo la cordillera y derrotando a los españoles en Junín (5).»

Después de leer episodio tan sublime y conmovedor, no puede uno menos de


repetir las palabras que escribió Renán al narrarnos la vida de Jesús, el fundador
del cristianismo: «Aquellos que nacen marcados con un sello de grandeza, van a la
gloria por una especie de atracción irresistible, de orden fatal, y todo conspira a
facilitarles el camino.»

Mosquera conservó siempre vivo el recuerdo de aquella despedida, como si


presintiera que a él correspondía también una parte de esa gloria: «Yo no olvido,
le escribe de Bogotá, el 28 de junio de 1830, al Libertador, que se acercaba a San
Pedro Alejandrino, yo no olvido aquella época del año 14, ni el viaje al Perú, “ni
la tierna despedida” en la cosa de Pativilca, ni mil otras sensaciones que han
impreso en mi corazón la gratitud, el patriotismo, la admiración y la amistad.»

Y todavía en la última carta que escribió a Bolívar, de Cartagena, el 10 de


diciembre (siete días antes de la muerte del héroe), cuando él también se expa-
triaba voluntariamente de Colombia, cargado de años y decepciones, con solem-
nidad antigua y acento de ultratumba, le dice:

«Recuerde usted el año de 14, nuestro viaje al Perú, nuestra despedida en la costa
de Pativilca, el funesto 25 de septiembre de 1828, y concluya usted lo que yo sentiré.

«Una fuerza irresistible y la tempestad que se ha descargado sobre mi cabeza,


sin que yo la provocase, ni haya podido evitarla, me impulsan a expatriarme. Al
fin, y sin recursos, voy a dejar esta tierra de tantos sacrificios, y el lunes 13 del
corriente mes perderé de vista las costas de Colombia para relegarme a los Estados
Unidos, como lo han hecho tantos hombres infelices de ambos mundos.»

Esta carta conmovedora no alcanzó a llegar a manos de Bolívar, postrado ya


en su lecho de muerte. ¡Qué heroicos tiempos, y cuan grandes hombres aquellos!

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Los Mosqueras (1)
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I
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Puede decirse, sin hipérbole, que la historia de la familia de los Mosquera es


la historia de Colombia, y esto desde la conquista, pasando por la colonia, la revo-
lución, la independencia y las tormentas de la República.

El tronco americano de la familia arranca del capitán don Francisco y de don


Cristóbal de Mosquera y Figueroa, conquistador y poblador, el primero, de los Quijos,
en el Reino de Quito, y gobernador de la provincia de Popayán. Fuera de duda parece
que los Mosqueras vinieron a la conquista del Perú y Quito después de haber servido
con sus armas a la de Florida en México, a la de Cuba, a la Chile. Descendía don
Francisco del duque de Feria y del de Alba, y era hijo legítimo de Iñigo López de
Sotomayor, biznieto del primero de los grandes de España nombrados.

A principios del siglo XVIII, en el año de 1707, nació en Popayán don José
Patricio Mosquera y Figueroa, descendiente de los conquistadores. Casó con doña
Teresa Arboleda, de cuyo matrimonio nacieron don Joaquín, don Manuel José,
don Marcelino y don José María.

Don Joaquín nació en Popayán en 1748; fue letrado y llegó a ser oidor en
Bogotá, y, como tal, sentenció en 1794 el proceso contra Nariño por la publica-
ción de los Derechos del hombre. Promovido al mismo empleo en México, de allí se
trasladó a España, en donde ascendió a diputado a las Cortes en 1809 por la
Capitanía General de Venezuela, a consejero presidente de las Cámaras de Indias,
y por último, a regente de España durante la cautividad de Fernando VII, y con
tal carácter puso el ejecútese a la Constitución liberal de 1812. Fue gran cruz de
Isabel la Católica y agraciado por Fernando con el título de duque del Infantado.
Casó en Cartagena de Indias con doña María Josefa Carcía y Toledo, y murió en
Madrid el 29 de mayo de 1830 a la edad de ochenta y dos años.

Don Marcelino era una suerte de Nemrod, hombre de gran talla y hercúlea
fuerza, empecinado cazador, camarada de buen humor en partidas de placer, prác-
tico en las faenas campestres, experto en minas y guacas, y de carácter resuelto y
emprendedor. Allegó crecido caudal trabajando en el Chocó, y casó con doña

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

María Josefa Hurtado y Arboleda, con la que tuvo dos hijos: don Rafael, que
contrajo matrimonio con doña María Josefa Hurtado de Igual, y tuvo por hija
única a Sofía, que casó en 1841 con don Julio Arboleda; y a doña María Josefa,
que fue mujer de don Joaquín Mosquera (hijo de don José María).

«Don José María, escribe don Manuel Pombo, nacido en Popayán el 9 de


abril de 1752, tenía el aspecto imponente y aristocrático de un hidalgo caste-
llano: copiosa cabellera, recia, aunque afeitada barba, grandes cejas, fuerte den-
tadura, sonoro y parsimonioso hablar, tranquilo continente, esmerado aseo en
su persona, era cristiano viejo, rico propietario, buen latino docto en varias
materias, la medicina entre ellas. Alcancé a verle, con su larga capa de paño de
San Fernando, con corbata siempre blanca, ostentando los grandes sellos de su
voluminoso reloj y el lustre siempre eximio de sus sólidos zapatos. Murió el 19
de junio de 1829. Fiel en sus tradiciones, debió ser para sus adentros realista;
pero en su calidad de patriarca de Popayán, dio esplendido hospedaje al
Libertador en 1821, y este le cobró grande estimación y cariño, que sirvió
mucho a la carrera de sus hijos. Casó don José María con doña Manuela
Arboleda y Arrachea gran señora, hermosa de figura, enérgica de condición,
altiva de porte, benéfica y caritativa con los pobres y severa en el gobierno de
su casa. Esta era tan espaciosa, cómoda y bien alhajada, cuanto lo permitían la
época y el lugar, y todo en ella anunciaba la holgura de recursos, la austeridad
de las costumbres, el régimen estricto, el orden y el aseo. De este matrimonio
nacieron, además de varias mujeres, don Joaquín, don Tomás, don Manuel
José, y don Manuel María, gemelos estos dos.»

Bolívar decía refiriéndose a la cuna de los Mosquera: «Popayán ha sido por


veinte ocasiones ocupada alternativamente por los patriotas y los enemigos.
Los recursos que sacó del Cauca el coronel Concha valen, por confesión del
mismo, dos millones de pesos. Popayán es patria de los tres Torres: Camilo,
Jerónimo y el general Ignacio; de Caldas, etc., etc., y de Popayán es hijo don
José María Mosquera, hombre lleno de dignidad y bien merecidos respetos,
que ha hecho servir a sus hijos de soldados y a sus expensas ha sostenido los
hospitales militares de la República por tantas veces... Si me hubiera sido dado
escoger padre no habría elegido a otro que a don José María Mosquera.»

Don Joaquín Mosquera, el del episodio del Pativilca, el presidente de


Colombia en 1830, fue el mayor de los hijos de don José María Mosquera y
Figueroa. Nació en Popayán el 14 de diciembre de 1787, y allí obtuvo el título de
doctor en jurisprudencia en 1805; fue rector y profesor en la Universidad del
Cauca en 1836.

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XXI. Los Mosqueras

Sus contemporáneos nos dicen que tuvo la más bella fisonomía de la antigua
Colombia, que unida a su ilustrada inteligencia, a la distinción de su modales, al
timbre armonioso de su palabra fluida, y a la gravedad de su aspecto, hacía que se
impusiese dondequiera se presentase.

De 1815 a 1818, en su garrida juventud, viajó por Europa. Cúpole la suerte


de ser discípulo predilecto del príncipe de los humanistas castellanos, de don
Andrés Bello, de quien recibió en Londres las primeras lecciones, de la lengua
inglesa, y a quien redimió muchas veces, munificente, de no pocas dificultades
pecuniarias. Amigo de don Bernardino Rivadavia, el patriota argentino, juntos
trabajaron a las órdenes del general Bernard en la construcción de las fortificacio-
nes de París; juntos presenciaron la caída del César de los tiempos modernos, a
quien, caliente todavía la sangre derramada en Waterloo, vieron, cruzados los
brazos, sobre la cubierta del Bellerofonte, en la bahía de Portsmouth, buscando en la
inmensidad de los mares el peñón donde, nuevo Prometeo, había de morir enca-
denado. Viajó después por Italia, se captó la amistad y el cariño de los Bonaparte
en desgracia, y el cardenal Fesh, al despedirse de él, en Florencia, le regaló un
soberbio busto de Napoleón por Canova, que hoy es tesoro de su única hija sobre-
viviente, doña Mariana Mosquera, viuda de Cárdenas.

He aquí una preciosa carta, inédita hasta hace poco tiempo, en la que don
Joaquín Mosquera refiere a su yerno, don Cecilio Cárdenas, de Popayán, el 27 de
febrero de 1863, cómo adquirió en Italia el célebre busto de Napoleón:

«El busto de Napoleón, de mármol, que poseo, obra del célebre Canova, es el
mismo que tenía en su museo el eminentísimo cardenal José Fesh, quien me lo
regaló en Roma en junio de 1832.

«Al adornarlo a usted quiero que sepa por qué me obsequió el cardenal con
esta prenda apreciable. La casualidad hizo que José Bonaparte se alojase en Nueva
York en Washington Hall, que era el hotel en que yo vivía, y fui introducido a su
conocimiento por don Tomás Giner, antiguo presidente de las Cortes de España,
que era amigo mío, y le hizo de mí informes favorables. Como yo me había
hallado en Londres cuando se entregó Napoleón al rey de Inglaterra en 1815, des-
pués de la batalla de Waterloo, y luego pasé a París, conocía bien los grandes acon-
tecimientos de aquella época memorable. Yo había recorrido también la América
meridional como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de la
República de Colombia cerca de los gobiernos del Perú, Chile y Buenos Aires, y
había desempeñado ya los destinos de senador de Colombia, presidente de la
Convención de Ocaña, miembro del Consejo de Estado del Libertador Bolívar en

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

1828, y presidente de Colombia en 1830. Por estos antecedentes pude yo satisfa-


cer la curiosidad de José Bonaparte sobre la transformación política de la América
española, manifestándole cómo había sido la consecuencia necesaria de los acon-
tecimientos que se habían sucedido desde la independencia de los Estados Unidos
del Norte, sostenida por Carlos III y Luis XVI, hasta la catástrofe del Gobierno
español en 1808. En las conferencias que celebramos en esos días, tuve la suerte
de ganar el aprecio de José Bonaparte, y al despedirme de él para París, en septiem-
bre de 1831, me dio cartas de introducción para el conde de Las Casas, compa-
ñero de Napoleón en Santa Elena, y un pliego importante de documentos en que
fundaba el derecho que creía tener al trono de Francia, y separadamente le escri-
bió por la posta recomendándome de una manera muy distinguida y encargán-
dole que me introdujese a sus amigos en París. Tuve en consecuencia muy buena
acogida en la familia del conde de Las Casas. Cuando partí para Italia en abril de
1832 fui portador de cartas de la familia del conde de Las Casas para la condesa
de Survilliers, mujer de José Bonaparte, y para su hija la princesa Carlota, que resi-
dían en Florencia. Cuando los visité en esta capital, la princesa Carlota me
informó que su padre les encargaba que me introdujesen a sus hermanos, que resi-
dían también en Florencia, Luis Bonaparte, Jerónimo Bonaparte y la princesa
Carolina, viuda de Murat. Les debí atenciones afectuosas, y Jerónimo y la princesa
Carolina me convidaron a comer en su palacio. A mi llegada a Roma hallé que me
habían precedido recomendaciones en mi favor para el cardenal Fesh y para el
príncipe de Musignano, hijo de Luciano Bonaparte y yerno de José Bonaparte. El
príncipe de Musignano me dio un convite en su villa y el cardenal me dio otro en
su palacio, y como vivían conmigo mis hermanos Tomás y Manuel María, don
Jerónimo Torres y el general Herrán, los convidó también y tuvimos que admirar
su magnífica galería de pinturas en la cual lucía el famoso busto de mármol de
Napoleón que poseo y dono a usted. Durante mi residencia en Roma tuve confe-
rencias largas con el cardenal, que se complacía en saber de mí los acontecimien-
tos de la revolución de la América española. Él me introdujo al conocimiento de
su hermana madama Leticia, madre del emperador Napoleón, que vivía en el
palacio Madona. Cuando me despedí del Cardenal para regresar a París, me regaló
el busto de Napoleón para que trabajase de él un recuerdo de su aprecio a mi per-
sona. Consérvelo usted, persuadido de que se lo obsequio por ser una obra maes-
tra de un escultor sin rival, y como una prenda de cordial aprecio que profeso a
usted como su amigo verdadero y satisfecho de haber adquirido en usted un hijo.»

Conserva también la familia Mosquera, en Popayán, un relicario con esta ins-


cripción: N. Viro inmortali, tallado en mármol (miniatura del sarcófago de granito
rojo en que duerme el gran emperador bajo la cúpula de los Inválidos), el cual con-
tiene un guardapelo de cristal con cabellos de Napoleón, que fueron obsequiados al

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XXI. Los Mosqueras

general Tomás C. Mosquera por la hermana del César, Carlota Napoleón. Una
carta publicada recientemente, en que se hace referencia al obsequio, y que tam-
bién conserva el hijo del general Mosquera, está escrita en papel de luto blaso-
nado, con la corona imperial en relieve y sellado el reverso del sobre con lacre
negro. La letra es pequeña, femenil y clara, y dice así:

«Je viens vous remercier, Monsieur le Général, de la lettre que vous m’avez
écrite, et des bonnes nouvelles que vous me donnez de ma sœur, qui n’a pas
manqué de me faire savoir l’empressement que vous avez mis à remplir les com-
missions dont vous aviez bien voulu vous charger pour elle; elle a été comme moi,
fort aise de faire votre connaissance, il en est de même de toutes les personnes de
ma famille que vous avez vues à Florence, et qui me prient de vous assurer du sou-
venir qu’elles vous conservent.

«J’espère qu’à votre retour ici, la santé de Maman lui permettra de vous
revoir; elle est bien touchée des vœux que vous formez pour son rétablissement...
Quant à moi, je suis charmée d’avoir pu vous donner des cheveux de l’Empereur
Napoleón. Je sais bien que vous en sentez tout le prix, et je vous donne ici l’assu-
rance que les cheveux me furent envoyés par son ordre de Ste-Hélène.

«Je vous prie de ne pas oublier que je conserve précieusement des cheveux de
Bolívar, pour lequel vous connaissez ma profonde admiration.

«Veuillez, Monsieur le Général, recevoir l’assurance de mes sentiments et du


plaisir que j’aurai à vous revoir à votre retour de Rome.

«Votre affectionnée,

«Charlotte Napoleón

Florence, le 7 avril 1832.


A Monsieur le Général C. de Mosquera.»

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Fue Joaquín Mosquera brillante ministro plenipotenciario de Bolívar en las


Repúblicas del Pacífico de 1822 a 1825, y es muy interesante una carta inédita
que desde Lima, en noviembre de 1825, escribió a don Santiago Arroyo y
Valencia, en la cual, hablando de Buenos Aires, dice:

«No puedo pasar en silencio las ventajas de Buenos Aires, esta ciudad no baja
de 60.000 almas de población... Por la mayor parte se observan los usos y modas
a la inglesa, por las relaciones frecuentes con esta nación y porque en sólo la
ciudad de Buenos Aires hay como 5.000 ingleses de todas clases y oficios.

«Esta ciudad está llamada a ser la moderna Cartago, sobre un teatro más
vasto, mejor situado y lo que es más en el siglo XIX; por sus luces y no por los
vicios de esa vieja Europa degradada por el feudalismo para poder ser libre.

«El carácter de los argentinos es el de la fachenda: tienen generalmente ener-


gía, son de muy buenas disposiciones; y hay una decencia pública digna del vir-
tuoso pueblo inglés. Allí no se ve ofendida la moral por esas indecencias que hay
en todos los lugares españoles que conozco; la civilización ha hecho en este país
progresos muy distinguidos; las ciencias y la filosofía son el ídolo de los jóvenes.
En fin, después de haber visto tanto malo en política y en moral, mi espíritu se
consoló al llegar a Buenos Aires.»

Uno de los rasgos más bellos de su vida fue la generosidad con que dio la
libertad a sus esclavos, en obedecimiento a la ley de 21 de mayo de 1851:

«La libertad simultánea de los esclavos ha hecho por acá el efecto que hace un
terremoto en una ciudad cuando la derriban, escribía a don Rufino Cuervo. Sin
embargo no me ha faltado resignación y ánimo generoso con los que fueron mis
esclavos. Merecían también que los tratase con benevolencia, porque me aman y
me respetan. Los convoqué a todos y los felicité por su libertad, explicándoles sus
derechos y deberes de hombres libres como pudiera haberlo hecho un abolicista
de los Estados Unidos, y les hice presente la necesidad de olvidar todos los usos e

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ideas del tiempo de la esclavitud y que se figuraran que yo era un extranjero a


quien conocían por la primera vez, y tratáramos de hombre a hombre como
libres.

«Mis sesiones duraron una semana en mi mina del Ensoloado y otra en la


Aguablanca de mi mujer, y los he complacido hasta la saciedad. Les he arrendado
las minas con todos sus establos a vil precio; les regalé las casas y plataneras repar-
tiéndolas por familias, y he dejado parte para los viejos y enfermos; les vendí fiadas
las herramientas y fraguas con largos plazos y a la mitad de precio de lo que piden
los comerciantes de ese cantón, y les dejó mis tierras para criar ganado pagando los
reales al año por cabeza. Los libertos robustos me pagarán un peso por mes y los
débiles a dos reales y hasta un real uno con otro.

«Son, pues, dueños de mis propiedades, quedándome una especie de domi-


nio útil que podrá darme la quinta parte de mi renta antigua, si me pagan, lo que
dudo mucho. No es posible explicar a usted todos los pormenores de mis teorías
practicadas en favor de la naturaleza ultrajada. He perdido mucho, pero me he ali-
viado del inmenso peso que gravitaba contra mí, contra mi carácter. La manumi-
sión de mis esclavos me ha manumitido a mí.

«Al despedirme les regalé unas cuantas reses gordas para una comida y les
enseñé cómo habían de hacer compañías para aprovecharse de mis mejores vene-
ros de mina. Tengo también unos pobres indios inocentes, a quienes no cobro
nada por terrajes, de modo que son colonos sin pensión; los padres, mujeres e
hijos me abrazan cuando llego, y cuando parto me regalan verduritas y algunas
frutas, y quedo muy pagado gozando de los encantos de la naturaleza primitiva,
exenta de los artificios de la sociedad.»

Otro rasgo de magnanimidad de Mosquera fueron los esfuerzos que hizo


cerca del Libertador en 1829 para lograr la libertad de Santander, encerrado en el
castillo de San José de Bocachica, a consecuencia de la conjuración de septiembre,
en la cual se le quiso injustamente complicar. Al pisar tierra europea, lo primero
que hizo Santander fue dirigirse a su buen amigo para manifestarle su gratitud por
el beneficio recibido.

El ilustre Rafael María Baralt, quien lo conoció por los años 1826 a 29, en
que residió en Bogotá como estudiante de filosofía y derecho bajo la protección
del don Luis Baralt su tío, natural de Maracaibo, presidente del Senado, en aque-
lla época, amigo de Bolívar y Santander, y cuya casa era centro de reuniones polí-
ticas donde concurrían diariamente los hombres eminentes de la República, el

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ilustre Baralt, que fue testigo de los derechos de aquellos años, entre otros la con-
juración de septiembre, y que conoció los hombres que le dieron cima y aun par-
ticipó de las pasiones de aquel tiempo como estudiante de San Bartolomé, foco
entonces de conspiración, Baralt nos dejó de don Joaquín Mosquera un admira-
ble retrato al cual pertenecen estas breves frases: «Era don Joaquín Mosquera
varón de un gran saber, doctrina y probidad, justo y patriota. Poseía grandes dotes
de oratoria a las que daba realce la compostura y natural gallardía de su persona.
Y era tan aventajado en las prendas morales que admirado sin envida y atacado
después sin odio, obtuvo respeto y estima hasta de sus propios enemigos.»

También don Miguel A. Caro dedicó a Mosquera en 1907 un hermoso


elogio con este subtítulo: «Testimonio sobre su carácter y ascendente personal.»
Cálidos recuerdos de la juventud.

Fue también don Joaquín Mosquera presidente y el mejor orador de la


Convención de Ocaña, y el último presidente de la Gran Colombia en 1830, en
que derrotado por una inicua revolución cuartelaria, abandonó de nuevo su patria
para salvarla de la guerra civil. De regreso al país, fue vicepresidente de la Nueva
Granada de 1834 a 35, época en que trabajó incansable en beneficio de la instruc-
ción pública y en que, en colaboración con don Lino de Pombo, escribió la
Citolegia y excelentes cuadros de lectura para las escuelas normales. Después fue
miembro prominente de los Cuerpos legislativos y por último, ciego (en 1858) y
nonagenario ciudadano, refugiado en su casa solariega de Popayán, donde vivió
los últimos años de la más gallarda y lozana ancianidad de que hay recuerdo ente
nosotros, y donde murió respetado de todos, el 4 de abril 1878.

«La frente espaciosa y serena, con su corona de cabellos de nieve, la inmovili-


dad y blancura de sus ojos sin luz, la varonil belleza de su formas, los puros linea-
mientos de su rostro, amarillento como los mármoles antiguos, le asemejaban,
cuando en medio de un grupo de jóvenes hacía el recuento de las glorias patrias, a
un rapso divino que recitase la Ilíada.» «Hombre bueno, recto, justo y que gozaba
de un físico digno de tan bello espíritu», escribe Bolívar a don José Rafael
Arboleda; y sus admiradores, cuando elogiaban su radiante y varonil hermosura de
efebo antiguo, decían que «su rostro era una urna de belleza».

Don Manuel José, dice Pombo, siguió la carrera eclesiástica y recibió en Quito
las órdenes sacerdotales: fue canónigo de Popayán hasta 1834 en que el Congreso
granadino lo eligió arzobispo de Bogotá. «Ninguna frente ha ceñido más digna-
mente una mitra: su presencia era imponente y noble, culto y elegante su trato, y
revestido con sus atavíos pontificales, llenaba la catedral con su majestuoso porte

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y su sonora voz. Buen jurista, mejor teólogo, escritor correcto, orador sagrado de
la escuela de Bossuet y Massillón, familiarizado con los autores clásicos y al
corriente de la literatura moderna, era, en la extensión de la frase, un príncipe de
la Iglesia.

«La Iglesia colombiana no tuvo antes ni tendrá después un mayor prelado


que el señor Mosquera: y fue preciso que nuestra política, siempre exagerada en
sus reacciones, exigiera de él lo que su puesto y su conciencia no podían conce-
derle, para hacerle desocupar el dosel que había honrado por quince años. Puesto
en pugna con ciertas leyes de 1851 y 1852, y afligido y enfermo, aceptó el desierto
antes que la trasgresión de sus deberes. Había nacido a principios del siglo y murió
en Marsella en diciembre de 1853.»

Don Manuel María fue de condición apacible y modesta, de buena figura y


atildados modales, ortodoxo en religión, versado en las letras clásicas sagradas y
profanas, gran conocedor de artes, y hombre de bien a carta cabal. Empezó su
carrera como gobernador de la provincia de Popayán, y en 1837 fue acreditado
ministro de Nueva Granada en Inglaterra y Francia, misión que desempeñó casi
consecutivamente por cerca de treinta años; regresó luego al país y murió en 1867.
Casó con la señora María Josefa Pombo y no dejó sucesión.

Él hizo construir, a sus expensas, y a su gusto, el túmulo elegante que con-


tiene la rica urna en que está encerrado el corazón de su hermano gemelo, el arzo-
bispo, y que adorna una de las capillas de la basílica primada de Bogotá.

Don Tomás es una figura histórica difícil de bosquejar, a pesar de lo acen-


tuado de sus rasgos, porque si tiene luz, tiene luz, tiene también sombras.
«Necesito adelantar una explicación, dice Pombo, como le conocí desde que abrí
los ojos, y era amigo de mi padre (quien le salvó la vida arriesgando la suya des-
pués del desastre de La Ladera en 1828), la frecuencia de su trato me permitía con
él cierto grado de franqueza, no obstante la enorme distancia de edad, rango y
merecimiento que nos separaba, y que él allanaba con lo accesible de su trato y la
benevolencia con que me favorecía.

«Dos anécdotas esbozan el hombre:

«Hablábamos un día del general Santos Gutiérrez, y le decía yo que me pare-


cía de la raza de los Bayardos.

«— ¿Y yo de cuál te parezco?

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XXI. Los Mosqueras

«— Eso es claro, general; usted es de la de los Guisas.

«— Oh, sí, te comprendo: inquietos, ambiciosos, pero de buena casa y gue-


rreros insignes: hasta estoy marcado con la misma herida que el Balafré.

«En la revolución de 1876 estaba en Bogotá, y un accidente lo redujo a la


cama. Le hallaba muy añoso, flaco, barbudo, sumergido entre las almohadas y las
cobijas, y hablaba conmigo cuando se presentó uno de los predilectos de enton-
ces, el doctor Rojas Garrido:

«— ¿Qué noticias nos trae usted, doctor?

«— Buenas, señor general: el Gobierno obtiene ventajas por todas partes; y


no podía esperarse otra cosa... triunfa la legalidad.

«El general guardó silencio, y lo rompió riendo:

«— Es o no es un grande argumento. Aquí no ha habido más legalidad que


mi espada; ella salvó la de Márquez, en 1840; al desenvainarla hubiera destruido
la de López, en 51; restableció la de 1854; y ya vio usted que ante ella sucumbió
la que decía representar Ospina, en 1860.»

El general Mosquera recibió una herida honrosa combatiendo denodado contra


los pastusos realistas en Barbacoas. En 1828 fue desgraciado, peor consecuente con sus
antecedentes y su lealtad al general Bolívar; en 1840 fue afortunado y terrible, pero
también fue consecuente y, con gran habilidad militar y en asocio del general Herrán,
recorrió el país de extremo a extremo a la cabeza de su ejército victorioso, y venció una
revolución poderosa, gobernando luego inteligentemente la Republica en su progre-
sista administración de 1845 a 1849. Consecuentemente también en 1854, contri-
buyó mucho al restablecimiento del régimen constitucional. Pero en 1860 cambió de
causa y fue él mismo, aunque a la inversa, de 1840; malo o bueno, derrocó el
Gobierno que representa la legalidad, esa tabla única de salvación que, según el gene-
ral Santander, tienen contra la anarquía las repúblicas hispanoamericanas, y abrió la era
de los gobiernos de hecho, del régimen arbitrario y personal, que han corrompido el
espíritu nacional y conducido al país al borde del abismo.

«Con esa natural inteligencia, su gran memoria, su característica actividad, su


roce con el mundo y su constante intervención en los negocios públicos, continúa
Pombo, el general Mosquera había adquirido conocimientos miscelánicos y gene-
rales en varias ciencias y en los más importantes ramos del gobierno y la política;

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así era que, cuando en ellos no tomaba la iniciativa, se ingería en todo y secundaba
los impulsos del progreso; siempre, eso sí, poniendo en primer término su perso-
nalidad, por lo que decía en cierta ocasión don José M. Plata, que debería llamarse
Tomás XIV.»

Venció a Juan José Flores, jefe supremo del Ecuador, en la batalla campal de
Cuaspud, y luego le tendió la mano de antiguo camarada, y con él festejó su
triunfo en alegre ágape campestre, en medio del cual, bromeando y queriendo
deslumbrarlo con su ciencia, como era su costumbre, le dijo: «Desde que observé
tus posiciones comprendí que no conocías el arte de la castrametación.» Palabra
que debió desconcertar y hacer sonreír a los que lo oían, y que, sin embargo, es
término técnico en la milicia.

De este prurito, muy explicable en Mosquera, de querer saberlo todo y ser él la


primera persona dondequiera que se encontrara, da fe esta obra verídica anécdota.

Comía Mosquera en casa de su hija, la señora Amalia de Herrán, en compañía del


doctor Joaquín Pardo Vergara, quien después fue obispo de Medellín, y se habló de las
virtudes heroicas de los santos de la Iglesia. Mosquera, después de oír las vidas de los
santos, interrumpiendo de pronto al narrador, contó por su parte muchos hechos de
su carrera militar y política que decía eran muy semejante cuando no superaban a los
que se atribuían a los santos, y hasta tal punto llevaba ya la panegírica comparación que
el doctor Pardo Vergara, mirándolo fijamente, le dijo:

—Casi estoy persuadido, general, de que usted en efecto es un santo.

—¡Y quién lo duda! —contestó secamente Mosquera (3).

El general Mosquera fue protagonista de nuestro turbulento escenario polí-


tico, llegó a la cumbre de los más altos puestos de su larga carrera pública; más de
una vez se vio dueño del país, y, caso único en nuestro historia, cinco años después
de muerto, obtuvo los honores de la apoteosis con la estatua que se le erigió en el
patio principal del Capitolio Nacional, cuya primera piedra colocó él.

«Su temperamento era rígidamente autocrático y dinástico, escribió Núñez


en 1883. A veces decía: «Yo no recibo el impulso, lo doy», aun en la época en que
se mostraba más ardiente liberal y democrática. Pero no tenía miedo a las transfor-
maciones, y en ese concepto distaba también mucho del espíritu estrictamente
conservador. Su verdadero ideal era el ruido, la gloria, con grandes dosis de orgulloso
patriotismo. Su inteligencia era casi febril; sus dotes fundamentales, la audacia, la

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XXI. Los Mosqueras

perseverancia y la energía. No tenía el valor físico de un Páez o de un Córdoba, pero


tampoco le volvía la espalda al peligro en ningún caso. Hombre de terribles momen-
tos de cólera en que hubiera podido reproducir a Tiberio. También era susceptible
de conmoverse hasta derramar copiosas lágrimas; pero la pasión del amor propio
aparecía en él superior a todos los demás afectos y pasiones.

«El temperamento de Mosquera no podía llamarse liberal. Era aun todo lo


contrario de liberal, aunque sin duda, contribuyó eficazmente a la realización de
grandes medidas liberales. Era un tipo por el estilo de César.

«Los hombres como el general Mosquera no resisten observación microscópica.


Él era de la talla de los dominadores, de los imperantes, desprovistos de escrúpulos.

«La estatua que acaba de levantarse en el patio del Capitolio Nacional es el


símbolo de un largo período histórico fundidas las más contradictorias tendencias,
las ideas más incompatibles, federación y centralismo, libertad y despotismo, tole-
rancia e intransigencia. En ese mudo bronce se ve y se palpa que para los aconte-
cimientos necesarios no hay dique eficaz posible; y que hay evidentemente ese
cierto no sé qué, de que hablaba Federico II, que se ríe con desprecio de los proyec-
tos humanos.»

Fue edecán y confidente de Bolívar, y más tarde su apasionado biógrafo;


como diplomático subscribió célebres tratados públicos; viajó por Europa y las
Américas con tren de aristócrata.

Tuvo ruidosas polémicas, publicó libros, folletos y memorias, trabajó mapas


e itinerarios, fue administrador del mariscal Sucre, malqueriente del general
Santander, y bien conocido es su histórico antagonismo con el general Obando,
quien vino, por las peripecias de su destino, a morir sirviéndole.

Casó joven el general Mosquera en primeras nupcias con la señora Marian


Arboleda; a su primogénito impuso el nombre del célebre capitán, Aníbal, y su
inteligente hija Amalia contrajo matrimonio con el benemérito general Pedro
Alcántara Herrán. En sus últimos años casó en segundas nupcias con la modesta
señora María Ignacia Arboleda, a la que dejó un hijo llamado Bolívar.

De todas maneras, y júzguese como plazca a cada cual, Mosquera ha sido el


único caudillo revolucionario victorioso en Colombia, después de Bolívar. Dos
veces se vio en el solio y dos veces condenado, la última traicionado por su propios
amigos, quienes lo apresaron inerme y dormido en su domicilio. Después de vida

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tan agitada y belicosa, murió como el más modesto aldeano, el 7 de octubre de


1878, bajo el techo de Coconuco, heredado de su mayores. Mosquera acompañó
a Bolívar como edecán en las conferencias de Guayaquil en 1822, con San Martín,
y fue, hasta su muerte, su leal amigo y venerador de su memoria hasta el punto de
atribuir su triunfo en Tescua sobre Obando a la espada que empuñaba, con la cual
el Libertador había vencido en Junín.

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XXII
Junín En el día
del centenario de Ayacucho
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La gran cordillera de los Andes se rompe en el Cuzco, a 3.468 metros de


altura, en dos grandes ramales que corren paralelos hasta reunirse en el Cerro de
Pasco, dejando en medio, en una longitud de 115 leguas, los valles por donde
corren el Jauja y el Apurímac, tributario del Ucayali. Allí, en ese valle de Jauja, se
dio la batalla de Junín.

En los meses de mayo y junio de 1824, Bolívar tenía establecido su cuartel


general en Huaras y Caraz. El 15 de junio, después de recibir los refuerzos que con-
ducían de Colombia Córdoba y Figueredo, y de remontar la caballería, dispuso que
todos los cuerpos levantaran sus campamentos y transmontaran la cordillera por
diferentes puntos. Él mismo con su Estado Mayor, por la vía de Olleros, Chavín,
Aguamina y Lauricocha, avanzó hasta Huanuco, donde hizo alto por algunos días,
siguiendo luego al Cerro de Pasco, punto de reunión de todo el ejército, que había
marchado cruzando los horribles desfiladeros de la Cordillera andina, con tanta
constancia y sufrimiento, dice el historiador realista Torrente, que sería una acto de
injusticia negarles el gran mérito contraído en esta campaña (1). El 1º de agosto se
encontró ese ejército en el Cerro de Pasco, y allí hizo el Libertador estos nombra-
mientos:

General Antonio José de Sucre, comandante en jefe.

General José María Córdoba, comandante de la vanguardia.

General José de La Mar, comandante del centro.

General Jacinto Lara, comandante de retaguardia.

General Andrés Santa Cruz, jefe de Estado Mayor General.

General Mariano Necochea, comandante general de caballería.

General Guillermo Miller, comandante de la caballería peruana.

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Coronel Lucas Carvajal, comandante de la caballería colombiana.

El Libertador pasó revista al ejército, compuesto de 7.700 hombres, el 2 de


agosto, en la pampa del Sacramento, extendiendo su línea de batalla de Nordeste
a Suroeste.

La división del general Córdoba ocupaba la derecha de la línea, el ejército del


Perú el centro, la primera división de Colombia, mandada por el general Lara, la
izquierda, y a la cabeza de las caballerías estaba el general argentino Necochea. El
Libertador se presentó acompañado de los generales Sucre, Lamar, Santa Cruz, y
Gamarra, y fue recibido con vivas demostraciones de júbilo.

Nada es comparable al entusiasmo de aquel día, en que todo contribuía a


aumentar lo romántico de la escena. Cerca de aquel valle habían sido batidos los
realistas cuatro años antes por el general Arenales; el panorama que ofrece la
meseta sobre la cual las tropas estaban formadas, y que se eleva majestuosamente
más de mil doscientos pies sobre el nivel del mar, es considerado por los viajeros
como el más hermoso del mundo. Al Poniente se levanta los Andes que a costa de
tantas fatigas acababan de transmontar; a Oriente se extienden, hacia los dominios
del Brasil, enormes ramificaciones de la cordillera, y al Norte y Sur cortan el hori-
zonte montañas cuyas inaccesibles cumbres se pierden en el éter azul. Es este valle,
rodeado de objetos y paisajes tan grandiosos, y a orillas del lago de Reyes, donde
nace el magno río de las Amazonas, estaban reunidos héroes de Caracas, Bogotá,
Quito, Lima, Chile, Buenos Aires; bravos soldados que se habían batido en
Maipó, en los Andes chilenos; en San Lorenzo, a las orillas del Paraná; en
Carabobo, en los valles venezolanos; en Bomboná, sobre los contrafuertes colom-
bianos; en Pichincha, al pie del Chimborazo. En medio de aquellos americanos,
valerosos adalides de la libertad, había también no pocos extranjeros, fieles aún a
la causa excelsa en cuyo obsequio habían perecido ya tantos compañeros. Allí,
entre los sobrevivientes de esas campañas, se hallaban bizarros oficiales que habían
combatido en las orillas del Guadiana y del Rin; que habían presenciado el incen-
dio de Moscou y la capitulación de París, y cuya sangre había empapado la fatal
campiña de Waterloo. ¡Esos eran los hombres que iban a decidir la suerte de
América en aquel gran día!

«El sol de la mañana era templado, refiere uno de los héroes de aquella jor-
nada; las encumbradas crestas de los Andes, cubiertas de nieve perpetua, despe-
dían rayos luminosos de colores varios e indefinidos, como los del iris, que se
reflejaban sobre las armas de los soldados, dándoles el aspecto ideal de legiones
oceánicas; un aire purísimo, que venía del lago encantado, agitaba suavemente las

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XXII. Junín

banderas; las bandas y las fanfarrias militares hacían vibrar el aire con sus ecos
marciales, inflamando el pecho de aquellos guerreros de la libertad.

«Los generales Sucre y Lamar saludaron al Libertador pidiendo la venia de


estilo para comandar sus ejércitos, y, poniéndose cada uno a la cabeza del suyo, les
mandaron ponerse al orden de parada. El Libertador recorrió las filas lleno de
satisfacción al ver en el semblante de cada hombre el entusiasmo y la decisión.
Transportado de gozo, y lleno de confianza en aquellos bravos soldados, entre los
cuales la mayor parte le habían acompañado en cien combates, se propuso marcha
lo más pronto posible sobre los españoles y presentarles batalla en su acantona-
miento de Jauja, el día 7 de aquel mes de agosto, como el presagio más seguro de
la victoria. Los generales Sucre y Lamar, pasada la revista de inspección, manda-
ron plegar sus ejércitos en columna cerrada, y el Libertador, colocándose enfrente
de ellos, les dirigió la siguiente alocución que es una perfecta obra de arte a lo cual
no se puede ni quitar nada:

«¡Soldados! Un nuevo día de gloria se os presenta: el 7 de agosto en Caracas,


el 7 de agosto en Boyacá y el 7 de agosto en las pampas de Jauja (señalándose con
el dedo porque se alcanzaban a divisar). Los enemigos que vais a combatir se
jactan de catorce años de triunfos; ellos, pues, serán dignos de medir sus armas
con las nuestras, que han brillado en mil combates. El mundo liberal os admira, y
la Europa entera os contempla con encanto, porque la libertad del Nuevo Mundo
es la esperanza del universo. El Perú y la América toda esperan de vosotros la paz,
hija de la victoria. ¿La burlaréis? ¡No! vosotros sois invencibles.»

«El ejército todo prorrumpió entonces en aclamaciones a la patria, a


Colombia, al Perú y al Libertador y sus ecos, repetidos por los farallones de los
Andes, parecían ya los himnos de la victoria cantados a la libertad de América
entera (2).»

A tiempo que el Libertador se preparaba para marchar a Jauja, el general


español Canterac, a la cabeza de fuerzas superiores concentró su ejército y marchó
sobre el Cerro de Pasco, donde supo que los patriotas habían salido de allí el 3 de
agosto por el camino de Raucas, y que se dirigían sobre Jauja por la orilla occiden-
tal de la laguna de Reyes. Con tal noticia, contramarchó rápidamente por la orilla
opuesta, con el designio de interponerse entre ellos y Jauja, hacía donde se dirigía
Bolívar a marchas forzadas para tomar la retaguardia de los realistas. El 6 de
agosto, a las dos de la tarde, al llegar a un punto elevado, vieron, repentinamente,
los patriotas a los realistas, que a distancia de dos leguas marchaban por los llanos
de Junín, un poco al sur de Reyes. Un viva clamoroso y simultáneo resonó por

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

toda la línea, y es imposible, dice Miller, uno de los héroes de aquel día, dar una
idea exacta del efecto que produjo la repentina vista del enemigo. Los semblantes
de los patriotas se animaron con el ceño y la expresión varonil del guerrero que ve
aproximarse el momento de la gloria, y con los ojos fijos y centellantes contempla-
ban las columnas enemigas, marchando majestuosamente al pie del sitio elevado
que ocupaban. El temor de que los realistas se escaparan sin poderlos atacar, pre-
ocupaba a la mayoría, y la caballería, particularmente, ardía de impaciencia.

Canterac continuó retirándose, y el Libertador, temiendo perder la ocasión


de atacarle de igual a igual, se adelantó con la caballería a las órdenes inmediatas
de Necochea, y le dio alcance a las cinco de la tarde.

La caballería patriota tenía forzosamente que atravesar un desfiladero, peli-


groso por el pantano que tenía a su derecha. Dos escuadrones se formaron en
batalla al entrar en la llanura y el resto en columnas entre las colinas y un riachuelo
donde no había campo para desplegar. Canterac hizo una hábil conversión y dio
una carga maestra antes de que pudieran mejorar su mala posición, y con tal
denuedo, que las columnas de la derecha, mandadas por Lecochea y Miller, ceja-
ron, se retiraron en confusión sobre el desfiladero, y se desordenaron. Sólo el
mayor Braun, comandante de los granaderos a caballo, sostuvo el choque de los
enemigos, y, cargando a su turno, puso en fuga a los que le acometían. A pesar de
las desventajas con que luchaba la caballería patriota, pudieron deshacerse los
escuadrones perseguidos merced al valor de los húsares del Perú que se mantuvie-
ron a pie firme, y entonces, guiados todos por el bravo Miller y por los coroneles
Silva, Carvajal, Bruix y el teniente coronel Suárez, enristrando sus lanzas, embis-
tieron a los escuadrones españoles. El choque fue tremendo; mas el arrojo de estas
tropas y de sus jefes restableció el combate y decidió aquella jornada gloriosa.

«Durante la batalla, escribe O’Leary, que se asemejaba a los combates de los


caballeros de los antiguos tiempos, y que sólo puede concebirse recordando los
tiempos heroicos, no hubo un solo disparo; el terrible silencio no fue interrum-
pido sino por la estridente voz de los clarines, el choque de las espadas y de las
lanzas, el galopar y piafar de los caballos, las maldiciones de los vencidos y los
lamentos de los heridos (3).»

Miller, héroe de la jornada, repite: «No hubo un solo disparo; sólo se hizo uso
de la lanza y el sable (4).»

Burdett O’Connor, otro de los héroes, agrega: «En esta batalla mandaba
Bolívar. No se oyó ni un solo tiro, peleó al arma blanca, y lo único que se oía era

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XXII. Junín

el choque terrible de las espaldas, los sables y las lanzas y los gritos de los comba-
tientes. Las formidables cargas de nuestros granaderos hacían temblar la tierra,
mientras en el cielo de Junín lucía brillante la estrella de Bolívar, la estrella del
triunfo (5).»

Al dar cuenta de esta victoria, don José Sánchez Carrión recordaba a los
peruanos, «la particular circunstancia de que al mismo sol del 7 de agosto, en que
S. E. el Libertador se embarcó para el Perú en Guayaquil, se ha anunciado al
pueblo peruano el primer triunfo de las armas libertadoras».

El ejército español sintió la fuerza del golpe que se le había asestado, pues así
lo reconoció su jefe, el general José Conterac, cuando escribió oficialmente al
virrey, gobernador y capitán general del Perú, del cuartel general en Huayucachi,
el 8 de agosto de aquel año: «Nuestra pérdida ha sido de poca consideración en el
número de hombres, pero sí ha influido extraordinariamente en el ánimo, parti-
cularmente en el de la caballería.» Repito que la fuga de nuestra caballería me
obliga a replegarme no sé hasta qué punto...

«Parecía, Excmo. Señor, imposible en lo humano que una caballería como la


nuestra, tan considerada, bien armada, equipada, montada, instruida y discipli-
nada y que manifestaba incesantemente vivos deseos de llegar a las manos con los
enemigos, lo que me pidieron con repetidas instancias aquella misma tarde al pre-
sentarse la enemiga, digo que parecía imposible que con tanta vergüenza huyese
de un enemigo sumamente inferior bajo todos respectos, y que ya estaba casi
batido por los mismos que después, por una fatalidad tan funesta como incom-
prensible, han echado un borrón a su reputación antigua y puesto en compromiso
el Perú todo. ¿Quién, Excmo. Señor, no se hubiera prometido la victoria más
completa, vista la superioridad física y moral de que nadie dudaba comprando
nuestra caballería con la enemiga (6)?»

El general, Canterac, en su parte oficial, expresa muy bien lo que nadie ha


podido explicarse nunca en los grandes sucesos de la historia que ha transformado
los destinos humanos o dado una nueva orientación al mundo: una fatalidad tan
funesta como incomprensible fue la que, contra todas las certidumbre, dio el
triunfo a los gringos en Maratón; a la Revolución, en Valmy; a los aliados, en
Waterloo, a Bolívar, en Boyacá y Junín, y últimamente a la causa de la libertad y
de la democracia en el Marne. Lo que prueba que la humanidad camina lenta pero
seguramente a la coronación de sus altos destinos pero seguramente a la corona-
ción de sus altos destinos a través de todos los obstáculos y supersticiones y contra
todas las flacas previsiones de los hombres.

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Junín fue la batalla decisiva de la libertad de América, y así lo han declarado


los mismos que se batieron en Ayacucho. Antes de Junín todo parecía perdido; un
ejército español numeroso e invicto se presentaba temible por todas partes; tantos
eran los escollos por vencer, las dificultades por zanjar, que San Martín, al saber la
llegada de Bolívar a Lima, decía, desde su retiro de Mendoza: «Yo creo que todo el
poder del Ser Supremo no es suficiente a libertar ese desgraciado país: sólo Bolívar,
apoyado en la fuerza, puede libertarla (7).»

Como consecuencia de la derrota, perdió el virrey las provincias de Tarma,


Lima, Huancavélica y Huamanga, una porción del Cuzco, todos sus almacenes, y
gran parte de su tropa, quedando el resto, según el historiador realista, en un
grado de abatimiento moral apenas concebible.

«El golpe de Junín fue mortal, dice el general español García Gamba, la con-
fusión y el terror fueron inexplicables.»

Junín disipó el hechizo que parecía ligar la victoria a los pendones de Castilla,
y demostró a los peruanos que sus opresores no eran invencibles.

Junín, en sus consecuencias, es un combate de importancia trascendental,


porque la confianza de la victoria pasó de los realistas a los patriotas, y él, en gran
manera, explica el éxito de Ayacucho.

Una corriente de pánico dominaba el ejército español. La infantería no era


una división que se retiraba, sino masas que huían dominadas por indescripti-
ble terror.

Los sables que destrozaron la caballería española en la pampa de Reyes, rom-


pieron el anillo más fuerte de la cadena que mantenía al Perú atado a la domina-
ción española.

Ayacucho fue su consecuencia, y, como tal, duró hora y media solamente;


pero a ella correspondió la suerte de ser la raya entre el pasado y el porvenir de la
América. Antes de esa batalla todo el continente era libre, pero su libertad no
estaba asegurada en ninguna parte mientras le quedara a España una autoridad en
el Perú, un fuerte en el Callao y un foco de piratas en Chiloé.

Tal es el significado humano de aquella jornada. Con ella se extingue un régi-


men de gobierno en todo un continente y se afianza otro que significa soberanía
de varias naciones y libertad de muchos millones de hombres.

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XXII. Junín

Boyacá y Junín son, pues, más que fechas memorables en la historia de los
pueblos, una gloriosa etapa en las grandes jornadas que para su dignificación ha
librado la humanidad. Carabobo y Ayacucho fueron también heroicas batallas,
pero, consecuencias lógicas, naturales, de las primeras que las prepararon (8). La
vida de Bolívar, por ser tan vasta, tan múltiple, por haberse desarrollado en países
tan diversos y lejanos, necesita, para ser concienzudamente conocida, más que un
hombre una literatura que se llamará bolivariana, como existe una napoleónica.
Mientras tanto, cualquier juicio sobre un aspecto de sus cualidades militares,
diplomáticas, políticas, literarias, filosóficas, será prematuro. No obstante, puede
aventurarse desde ahora la afirmación de que en ninguna época de su vida fue el
Libertador más grande que antes de esas batallas; que jamás fue tan constante ni
desplegó más brillantes, asombrosas facultades de gran capitán; de ahí que Boyacá
y Junín, es decir, la libertad de Colombia y del Perú, las primeras decisivas derro-
tas de ejércitos aguerridos y superiores en número y elementos, y después de trans-
montar los Andes y ante el mismo sol del 7 de agosto, son, por los titánicos
esfuerzos realizados, por los sorprendentes contrastes que marcaron entre la cruel
y tenebrosa servidumbre española y la inesperada y radiante libertad, y por su tras-
cendencia fundamental en los destinos de América, los más ínclitos e inmarcesi-
bles lauros guerreros de Bolívar.

¡Boyacá y Junín son reflejos divinos de la eterna armonía, de la eterna belleza,


como la Ilíada, como Hamlet, como Fausto!

Seamos sinceros: en los antiguos como en los modernos anales del mundo
hay pocos días tan gloriosos como Junín. Tan gloriosos, que para cantarlo digna-
mente, por un decreto especial de los Dioses, nació Olmedo.

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XXIII
La Apoteosis del Potosí
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Al aproximarse el viajero al Potosí, por cualquiera dirección, sale de los pro-


fundos barrancos de las montañas y descubre la villa al pie del célebre argentado
cerro, cuya forma es un cono de tres leguas de circunferencia en su base. Su cús-
pide tiene una elevación de más de 2.000 pies sobre la villa, y de 17.000 sobre el
nivel del mar. Su apariencia es de origen volcánico, y sus laderas tienen zonas de
diversos colores, como verde obscuro, anaranjado, gris y encarnado, y son riquísi-
mas en metales preciosos.

El clima del Potosí es desagradable: los rayos del sol abrasan al mediodía, y
por la tarde y a la noche el aire es penetrante y frío.

Habiéndose anunciado oficialmente la visita del Libertador al Potosí, el


general Miller, prefecto de aquella provincia, preparó la casa del Gobierno para
alojar al ilustre huésped. «Aquella casa era entonces dice un cronista, la mejor
y más suntuosa que había entre Lima y Buenos Aires. Cuartos bien proporcio-
nados, salones magníficos, adornados profusamente con florones dorados,
grandes espejos y elegantes arañas y candelabros. Como no se encontraban
alfombras, se cubrió el suelo con un riquísimo paño carmesí, se amuebló la casa
de nuevo, y no habiendo en la ciudad los más usuales artículos de lujo conoci-
dos en Europa, enviaron una recua de mulas a Tacna por vajillas, cristalerías
porcelanas, manteles, copia de vinos, champañas, cervezas, sidras, frutas y otros
artículos (1).»

Cuando el Libertador llegó a avistar clara y distintamente el célebre cerro del


Potosí, las banderas del Perú, Buenos Aires, Chile y Colombia tremolaron repen-
tinamente en la cumbre, y al entrar en la ciudad prendieron fuego a veintiún
petardos, cuyo estruendo, de cada uno, era igual al que hubieran hecho seis caño-
nes disparados a la vez. Este saludo estupendo produjo un efecto singular y gran-
dioso: los profundos valles de las inmediaciones, repitiendo una y mil veces los
ecos resonantes del estampido, parecían, al alejarse, que estallaba una furiosa tem-
pestad y que los truenos se sucedían unos a otros. Todas las campanas de las igle-
sias y conventos fueron echadas a vuelo a la vez y sin interrupción.

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Arcos triunfales, coronas de laurel, discursos, solemnes Te Deum, medallas de


oro y de palta, banquetes, bailes, fuegos artificiales, grandes iluminaciones y otros
signos de regocijo público siguieron durante las siete semanas que el Libertador
permaneció en el Potosí.

El 7 de octubre, en la noche, llegaron los plenipotenciarios argentinos seño-


res Alvear y Vélez, enviados por el Gobierno de las Provincias Unidas a saludar y
felicitar al Libertador. El 19 fueron recibidos en audiencia solemne. Uno de aque-
llos plenipotenciarios escribía a un amigo de Buenos Aires:

«He tenido el gusto de conocer al Libertador; he hablado con él en un baile;


es muy popular y muy afable con todos, caos que no traduce su aspecto a primera
vista; merece, sin ninguna duda, este grande hombre, el alto concepto que todos
tienen formado de él, según mi juicio, y el de todos los que tienen la fortuna de
tratarle...

«En el convite de que te hablo tuve el gusto de estar sentado a tres personas
del Libertador, al lado de nuestro estimado amigo Dorrego, y enfrente del gran
mariscal Sucre, general Miller, y constante patriota Lanza, de suerte que nada
perdí de cuanto sucedió en seis hora que duró la mesa. Desde la mitad de ella estu-
vimos como títeres sentándonos y levantándonos, tal era el torrente de brindis.
Los míos sólo pasaron de seis, y fue este el número de los que el Libertador dijo de
entrada, sin dar lugar a acabar lo que se bebía por uno, cuando decía el otro y
sucesivamente. Al fin de la mesa llegó hasta pararse sobre la silla en que se sentaba,
y decir: «Señores, estoy borracho» ; hizo una pausa muy graciosa y continuó lleno
de alegría. Se sentó y dijo después: «Hoy hemos ganado más que una batalla...»

«Hemos asistido a tres grandes bailes en los que el Libertador, todos los gene-
rales, oficiales y demás concurrentes, se confundían en las contradanzas y valses,
con la igualdad que les daba el título de ciudadanos. En todos ellos ha habido una
mesa espléndida, antes de ser tocada, y desierta media hora después muy particu-
larmente del vino y licores, con prevención de que tendría de largo la tal mesita
como cuarenta varas, quizá más, y de ancho como tres, y toda perfectamente
cubierta; pero amigo, aquí se dice hip, hip, hurra, hurra! y todos apuran el vaso, esta
es la vasija en que se brinda (2).»

Poco después de la entrada triunfal quiso subir Bolívar a la cumbre del impo-
nente cerro que da su nombre a la ciudad, y allá se dirigió el 26 de octubre de
1825, acompañando del mariscal Sucre, del general Guillermo Miller, prefecto de
aquel departamento, de los plenipotenciarios del Plata, enviados por el Gobierno

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XXIII. La apoteosis del Potosí

de Buenos Aires a cumplimentarle por el feliz éxito de la campaña libertadora, y


de su Estado Mayor.

Una especie de almuerzo, dice Miller, fue servido en lo alto del monte; hubo
brindis patrióticos, y el Libertador, contemplando allí sus victorias desde el
Orinoco, exclamó: «La gloria de haber conducido a estas frías regiones nuestros
estandartes de libertad, deja en la nada los tesoros inmensos de los Andes que
están a nuestro pies (3).»

«Sobre aquel famoso pico, agrega O’Leary, otro de los compañeros, desplegó
el Libertador las banderas de Colombia, Perú y La Plata. Mirando hacia el norte,
recorrió en espíritu la carrera gloriosa que había hecho, los sufrimientos que había
arrostrado, la grande obra que había consumado; quince años de pruebas, de alter-
nativas, derrotas y de victorias; con vicisitudes de desengaños y de esperanzas satis-
fechas... ¿Qué mucho, pues, que al posar su planta sobre la argentada cima del
Potosí, cual si fuese el pedestal de su fama, se sublimase a la contemplación ideal
de la América, libre, gloriosa, tranquila, humillados sus opresores, rodeada de ele-
mentos de prosperidad, rodeada de elementos de prosperidad, y apoyada, por los
votos del mundo liberal? Aquel día debió ser, ciertamente, el más feliz de la vida
de Bolívar (4).»

En efecto, desde aquella cima argentada, puestos los ojos de fuego, a la vez,
en el Atlántico y el Pacífico, vio el Libertador, tras quince años de lucha titánica,
desbaratados en los valles de América los ejércitos de Castilla y de León, vencedo-
res de Bonaparte, deshechas las escuadras españolas de Solomón, Morillo, Hore,
Miyares, Canterac, Odonojú, y tendidos entre el polvo de mil combates medio
millón de patriotas americanos. Desde aquella cumbre vio a Méjico, Centro
América, Cuba, Puerto Rico, Chile, la Argentina con los brazos tendidos hacia él
como a su salvador (5), a Santo Domingo y Panamá incorporadas voluntariamente
a la gran República; a Nueva Granada, Venezuela, Ecuador, Perú, Bolivia, postra-
das a sus pies bendiciéndolo y aclamándolo; desde allí señaló los lineamientos de
la actual geografía política de América con el nombre de uti possidetis jure, como la
constitución internacional de lo nuevos Estados; desde allí vio el Congreso de las
naciones reunido, a iniciativa de su genio creador, en el istmo de Panamá para
echar las bases, por primera vez en el mundo, del arbitraje internacional como
medio de dirigir conflictos entre naciones, uno de los mayores sueños de su vida,
y hoy, principio del derecho público americano, y del derecho público universal(6);
desde allí ofrecí a los pueblos libertados las tablas de su ley política: tal como la
creyó buena, así la reclamó; desde allí le echó en cara al doctor Francia su tene-
brosa tiranía y, recordando que el sabio Bonpland yacía aún en las cárceles del

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Paraguay, concibió la esperanza de libertarle; aun más propuso el restablecimiento


de aquella provincia a la Confederación del Plata, para de allí amenazar el impe-
rio del Brasil. Concibió otro proyecto más audaz todavía: libertar a Cuba y Puerto
Rico, atacar después de las posesiones orientales de la Península, fundar una repú-
blica en las islas Filipinas, del océano Índico, y, más tarde, llevar la guerra a la
misma metrópoli y fundar la república en España (7).

Al dar forma en su cerebro a tales sueños, al cumular razones, pesar, dificul-


tades, medios, probabilidades; sus ojos debieron relampaguear pasmosamente
como los de un inspirado del cincel al sentir palpitar entre sus mansos su obra
maestra. Como un artista creó él en el ideal y lo imposible, y puede reconocerle,
como Taine reconoció a Napoleón, por un hermano póstumo de Dante y de
Miguel Ángel. En efecto, por los contornos precisos de la visión, por la intensidad,
la coherencia y la lógica interna de su sueño, por lo profundo de su meditación,
por la grandeza sobre humana de sus concepciones, él también es su semejante y
su igual; su genio tiene la misma talla y la misma estructura, sino que Dante o
Miguel Ángel operaron sobre el papel o el mármol, en tanto que los héroes sobre
el hombre vivo, sobre la carne sensible y doliente, trabajaron.

La historia universal no sabe, en verdad, de guerrero cuyo caballo de batalla


haya ido más lejos y cuyo escenario militar dure más dilatado. Como capitán
igualó a Carlos XII en audacia y a Federico en constancia y pericia, superó a
Alejandro, Aníbal y César, por las dificultades que tuvo que vencer, y sus marchas
a través del continente fueron más largas que las de Gengis Khan y Tamerlán. Con
razón, pues, y con noble orgullo americano pudo escribir José Martí: «Bolívar
recorrió más tierras con las banderas de la libertad que ningún conquistador con
las de la tiranía.» En verdad, jamás mirada de hombre alguno ha abarcado impe-
riosamente más amplios espacios que la de Bolívar desde aquella cumbre andina,
en aquel día de gloria, nueve años antes entrevisto, proféticamente, en Casacoima,
y en verdad, de todos los héroes, antiguos y modernos, quizá Bolívar ha sido el
único que alcanzó la divina alegría de ver consumada la obra sublime de su misión
sobre la tierra.

Él mismo lo decía a Santander: «Es la primera vez que no tengo nada qué
desear, y que estoy contento con la fortuna.» Vencido el león de Iberia, emanci-
pada la América, fundada para siempre la democracia en el Nuevo Mundo, sólo
restaba el semidiós la apoteosis crepuscular de San Pedro Alejandrino.

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XXIV
Retrato de Bolívar por G. Miller
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El general Guillermo Miller, soldado de Wéllington, de San Martín, de Sucre


y de Bolívar, héroe de Junín y en Ayacucho, y comandante general del Potosí en
el tiempo de la entrada triunfal del Libertador, nos dejó este retrato de su jefe, pro-
bablemente trazado en aquellos días:

«El general Bolívar es delgado y algo menos de regular estatura. Se viste bien
y tiene un modo de andar y presentarse franco y militar. Es jinete muy fuerte y
atrevido y capaz de resistir grandes fatigas. Sus maneras son buenas y su aire sin
afectación, pero que no predispone mucho en su favor. Se dice que en su juventud
fue de bella figura, pero actualmente es de rostro pálido, pelo negro con canas y
ojos negros y penetrantes, pero generalmente inclinados a tierra o de lado cuando
habla (His eyes are dark and penetrating, but generally downcast, or turned askance, when he
speaks); nariz bien formada, frente alta y ancha y barba afilada; la expresión de su
semblante es cautelosa, triste y algunas veces de fiereza (The expressión of the counte-
nence is care-worn, lowering, and, sometimes, rather fierce). Su carácter, viciado por la adu-
lación es arrogante y caprichoso. Sus opiniones con respecto a los hombres y a las
cosas son variables y tiene casi una propensión a insultar; pero favorece demasiado
a los que se le humillan y con éstos no guarda ningún resentimiento.

«Es un apasionado admirador del bello sexo, pero extremadamente celoso.


Tiene adición a valsar y es muy ligero, pero no baila con gracia. Su imaginación y
su persona son de una actividad maravillosa; cuando no está en movimiento, está
siempre leyendo, dictando cartas, etc., o hablando. Su voz es gruesa y áspera, pero
habla elocuentemente en casi todas las materias. Su lectura la ha dedicado casi
exclusivamente a autores franceses, y de ella provienen los galicismos que tan
comúnmente emplea en sus escritos; escribe de un modo que hace impresión,
pero su estilo está viciado por una afectación de grandeza que desagrada.
Hablando tan bien y fácilmente como lo hace, no es de extrañar que prefiera escu-
charse a sí mismo, que oír a los demás y que mantenga la conversación en las
sociedades que recibe. Da grandes convites, y no hay nadie que tenga cocineros
más hábiles que él ni nadie que dé mejores comidas; pero es tan parco en comer y
beber, que rara vez ocupa su puesto en su propia mesa hasta que casi se ha acabado

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

de comer, habiendo comido antes probablemente en privado uno o dos platos


simples. Es muy aficionado a los brindis, los cuales anuncia del modo más elo-
cuente y adecuado, y es tan grande su entusiasmo, que frecuentemente se sube a
la silla o a la mesa para pronunciarlos. Aunque el cigarro es de uso corriente en
América del Sur, Bolívar no fuma y no permite fumar en su presencia. Nunca está
ni se presenta sin la comitiva correspondiente y guarda una gran etiqueta; y
aunque desinteresado en extremo en lo concerniente a asuntos pecuniarios, es
insaciablemente codicioso de gloria (15)».

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XXV
Bolívar en el Tequendama
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Hay en la cumbre de los Andes una llanura irregular, de ocho leguas de


Oriente a Poniente y diez y ocho de Norte a Mediodía. Esa vasta llanura andina es
la sabana de Bogotá, riquísima en pastos y tierras de labor, cubierta de innumera-
bles rebaños y de caseríos y ciudades, entre las cuales se yergue, al pie de los cerros
de Monserrate y Guadalupe, coronada de Blancas torres y amarillentas cúpulas de
la capital de Colombia. Bolívar solía decir que el clima de esta sabana es uno de
los más deliciosos del mundo, y el caballero Le Moyne, antiguo ministro de
Francia, quien vivió en Colombia desde 1828 hasta 1839, dice, en sus Memorias,
muy acertadamente, que lo más exacto para dar idea del clima de Bogotá, es decir
que se parece mucho al de París en los días de la primavera, o del principio del
otoño (1).

Desde los cerros que dominan esta ciudad, se ofrece a la vista un mar de verdura,
cercado en lontananza por la inmensa cordillera. El cielo es de un azul obscuro inma-
culado. Catorce torrentes y cien arroyuelos, que se desprenden de los montes, derra-
man sus aguas en el Funza, que discurre perezosamente por en medio de la sabana
espléndida, para lanzarse, como un león rugiente, por la cascada de Tequendama.

Juan de Castellanos, el más antiguo cronista del Nuevo Reino de Granada, quien
ya anciano, se recogió en su cuarto de Tunja a escribir, en sencillas estrofas, sus Elegías
de Varones ilustres; Juan de Castellanos, el más ingenuo de nuestros narradores de la con-
quista, vislumbrando, a través de los tiempos, las virtudes, por excelencia, de austeri-
dad, cultura y civismo de nuestro pueblo, y la incomparable fertilidad y copia de
nuestros campos y florestas, refiere que al penetrar los desmedrados españoles, por el
Opón, al Nuevo Reino, sabedores de las riquezas que los esperaban, se vistieron como
salvajes, de mantas coloradas, tocáronse con plumajes, y con voces altas y regocijadas,
clamaban al acercarse a los reales de la Tora:

¡Tierra buena! ¡tierra buena!


¡Tierra que pone fin a nuestra pena!
¡Tierra de oro, tierra bastecida!
¡Tierra para hacer perpetua casa!

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

¡Tierra con abundancia de comida!


¡Tierra de grandes pueblos, tierra rasa!
¡Tierra donde se ve gente vestida,
¡Y a sus tiempos no sabe mal la brasa!
¡Tierra de bendición, clara y serena!
¡Tierra que pone fin a nuestra pena!

Y es que, realmente, no hay quizá en el globo otro recinto en que a un


tiempo y perpetuamente se ofrezcan a la vista las flores de diversos climas, y tanta
variedad de aves. En la sabana de Bogotá reina una primavera eterna. Aquí como
en Pestum, todo el año florecen los rosales, hay geranios, violetas, anémonas, hor-
tensias, camelias azaleas, jazmines y Malabar, del Cabo y de la India; todas las
flores que brotan de la madre tierra. Pero, al bajar la cordillera, cambia la vegeta-
ción, y el que se asoma a gozar del paisaje descubre las palmeras, los naranjos, las
estancias de caña de azúcar y sus trapiches, a tiempo que divisa las rocas de Cincha
y de Canoas, coronadas por una selva de pinos y nogales, de robles y laureles.
Abajo revuelan, clamoreando, las guacamayas y papagayos habitados de la zona
tórrida, en tanto que arriba gime la paloma torcaz y se cierne en las nubes el águila
caudal.

El salto del Tequendama, al par que por el sol matinal, está irisado por las más
bellas leyendas. Ved, si no, cómo referían su origen los antiguos muiscas, prime-
ros habitantes de estas comarcas.

En los tiempos más remotos, decían, antes de que la luna acompañase a la


tierra, los habitantes de la meseta de Bogotá vivían como bárbaros, desnudos y sin
agricultura, sin leyes y sin culto. De improviso se presentó entre ellos un anciano,
con puntas y collar de hechicero, que venía de las comarcas situadas al este de la
cordillera de Chingasa, y cuya barba larga, blanca y espesa, le hacía aparecer como
de raza distinta de la de los indígenas. Se le conocía por los tres nombres de
Bochica, Nenqueteba y Zuhé, y asemejábase a Manco-Cápac. Enseñó a los hom-
bres a vestirse, a construir cabañas, a cultivar la tierra y a reunirse en sociedad.
Acompañábale una mujer a quien la tradición da también los tres nombres de
Chía, Yubecayguaya y Huitaca. De rara belleza y maligna en extremo, contrarió
esta mujer a su esposo en cuanto él emprendía para la dicha de los hombres. A su
arte mágica se debe el crecimiento del río Funza, cuyas aguas inundaron todo el
valle de Bogotá, pereciendo en este diluvio la mayoría de los habitantes y salván-
dose unos picos sobre las cimas de las montañas cercanas. Irritado el anciano,
arrojó a la hermosa Huitaca lejos de la tierra; convirtióse en luna entonces,
comenzando a iluminar nuestro planeta durante la noche. Bochica después,

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XXV. Bolívar en el Tequendama

movido a piedad por la situación de los hombres dispersos en las montañas,


rompió con mano potente las rocas, que cerraban el valle por el lado de Canoas y
Tequendama, haciendo que por esta abertura corrieran las aguas del lago de
Funza, reuniendo nuevamente a los pueblos en el valle de Bogotá. Edificó ciuda-
des, introdujo el culto del Sol y nombró los jefes a quienes confirió el poder ecle-
siástico y secular, retirándose luego, bajo el nombre de Idacanzas, al santo valle de
Izaca, cerca de Tunja, donde vivió en los ejercicios de la más austera penitencia por
espacio de dos mil años.

Los viajeros que han tenido ocasión de contemplar de cerca la gran cascada de
Tequendama, no se admirarán de que se atribuya a estas piedras, que parecen talla-
das por mano humana, origen milagroso por pueblos groseros; a ese antro estrecho
en que se precipita un río en una profundidad de 146 metros; a esos iris de los más
peregrinos y brillantes colores, que cambian a cada momento; a esa columna de
vapores que se levantan como densa nube, visible desde Bogotá, a cinco leguas de
distancia. El Pissavache y el Staubbach, en Suiza, tienen gran elevación, pero no es
considerable su masa de agua, y mal año para el Niágara y la cascada del Rin, que, al
contrario, ofrecen un enorme volumen de agua, pero cuya altura no pasa de 50
metros. El salto de Tequendama, dice Humboldt, reúne todo cuanto pide un sitio
para ser eminentemente pintoresco, y puede decirse que no existe cascada alguna
que presente igual proporción entre la altura considerable y la gran masa de agua.

«El Bogotá, después de bañar las aldeas de Chía, Funza y Fontibón, conserva
aún, cerca de Canoas, arriba del salto, una anchura de 44 metros, que es la mitad
de la del Sena, en París, entre el Louvre y el Instituto.»

«Redúcese mucho el río a la proximidad de la cascada, donde la grieta, que


parece formada por un terremoto, sólo tiene 10 a 12 metros de abertura.

«El camino que va desde Bogotá al Tequendama, pasa por la aldea de Soacha,
rica en cosechas de trigo. A corta distancia de Canoas se disfruta de una magnífica
vista, admiración del viajero por los contrastes que presenta. Acaban de dejarse
campos labrados y abundantes en trigo y cebada; míranse por todos lados azaleas,
begonias, y también encinas y álamos, y de repente se descubre, desde un sitio ele-
vado, a los pies, puede decirse, un hermoso país donde crecen la palmera, el plá-
tano y el bambú. El fondo de la cascada, o sea el recipiente donde se estrella el
agua con estruendo, escasamente se ve alumbrado por la luz del día. La soledad del
lugar, la riqueza de la vegetación y el rimbombante trueno que allí repercute,
hacen del fondo de la cascada de Tequendama uno de los sitios más bellos y salva-
jes de las cordilleras (2).»

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Se comprende, pues, que esta maravilla de la Naturaleza haya atraído siempre


ilustres visitantes. En 1827 la visitó el duque de Montebello. En 1832, el joven
Pedro Bonaparte, hijo de Luciano, príncipe de Canino, primo de Napoleón III, quien
vino a Bogotá con el general Santander. En 1842, el barón de Lita; más tarde, el barón
Gross; pero, de todos los visitantes del salto de Tequendama, ninguno ha dejado un
recuerdo tan perdurable como Bolívar, de ahí que en la portada ideada por Alberto
Urdaneta para el Papel Periódico Ilustrado destacara la sombra del Libertador sobre el
raudal espumoso del salto; de ahí que nadie que se acerca a aquel abismo sublime deje
de traer a su memoria el heroico episodio que nos relata don Juan Francisco Ortiz:

«En 1826, dice, el general Bolívar visitó el salto de Tequendama, y entusias-


mado con tan magnífica escena, no pudo contenerse y saltó, con botas herradas de
campaña y espuelas, a una piedra de dos metros cuadrados que forma como un
diente en la horrorosa boca del abismo... Un falso, un resbalón, hubieran bastado
para confundirle con las vertiginosa ondas...

«Aquel día acompañaban a Bolívar muchos amigos, y entre ellos muchos


militares. De regreso del salto, llegaron a la hacienda de Canoas, donde el señor
don Fernando Rodríguez, propietario de la hacienda, les tenía preparado un
refresco de frutas, vinos y colocaciones. Entre trago y trago empezaron a menu-
dear los brindis y un oficial llanero echó contra los chapetones uno que hizo reír a
carcajadas. Todos aplaudieron menos el dueño de la casa, que se quedó muy serio;
notando lo cual, díjole el Libertador:

«— Señor Rodríguez, ¿por qué no nos acompaña usted a hacer la razón?

«— Porque siendo español, no creo que eso sea razonable.

«— Ojalá tuviésemos muchos patriotas como usted, señor don Fernando —


le contestó Bolívar (2).»

Bolívar quiso unir siempre su nombre al de los grandes monumentos de la


Naturaleza, o al de las ruinas de la clásica antigüedad: sobre el monte sacro de la
campiña romana jura la libertad de su patria; con Humboldt sube al Vesubio;
entre las ruinas del terremoto de Caracas pronuncia una de sus palabras épicas y
memorables; atraviesa los Andes obscureciendo a Aníbal; escala el Chimborazo;
visita «las encantadas fuentes amazónicas», el templo del Sol en Cuzco, el lago
Titicaca, y una tarde, de inmarcesible gloria, levanta en sus propias manos el tri-
color colombiano sobre la cumbre del Potosí.

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XXV. Bolívar en el Tequendama

En el Tequendama, con temerario gesto de Prometeo, desafía el peligro y


parece decir al pavoroso abismo:
¡Soy tan bravo con tú, y no temo tu fascinación ni tu estruendo; más, si
sucumbo, tendré en tu grandeza tumba digna de mí, y a tu gloria, que es de la
Naturaleza, se unirá la mía; que es de la Humanidad!

Retrato de Bolívar por Herderson

A ese tiempo se refiere este retrato de Bolívar, trazado por Mr. Herderson,
cónsul general de la Gran Bretaña en Colombia, en nota al canciller Carning, de
28 de noviembre de 1826.

«La estatura del general Bolívar no es tan pequeña como generalmente se


dice. Es delgado, pero tiene las más finas proporciones. Su tez es ahora obscura a
causa de su vida pasada a la intemperie. Cuando no habla, su semblante toma el
tinte de la melancolía. Su pelo es negro, ligeramente rizado y tan bien dispuesto
por la Naturaleza, que deja despejada su ancha frente. Ojos obscuros y vivos.
Nariz romana. Boca notablemente bella. Barba más bien puntiaguda. Cuando le
hablan baja regularmente la vista, circunstancia que permite a su interlocutor
hablar sin ser perturbado por la viva penetración de su mirada. Su voz es algo
ruda, pero él sabe moderarla haciendo grata la conversación con su franqueza y
exquisita amabilidad. Su presencia es distinguida y atrayente, con todos es condes-
cendiente y afable. Cabalga y camina con gracia y baila el vals con animación y
elegancia. Tiene la destreza y tacto de un gran orador, llegando en ocasiones hasta
la elocuencia. La viveza de su ingenio, ya sea produciéndose en público, ya en con-
versaciones confidenciales, puede compararse con su decisión y presencia de
ánimo como general (4).»

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XXVI
Conjurados septembrinos
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Disuelta la Convención de Ocaña, que debía reformar la Constitución de


Cúcuta de 1821, Bolívar regresó a Bogotá, después de tres meses de permanencia
en Bucaramanga, y asumió la dictadura por medio de un decreto de fecha 27 de
agosto de 1828. Don Joaquín Mosquera, amigo íntimo del Libertador, refiere en
una carta dirigida a Larrazábal, de Popayán, el 4 de agosto de 1869, los esfuerzos
que hizo entonces como miembro del Consejo de Estado para que el Libertador
desistiera de la presidencia vitalicia que pretendía establecer en Colombia con el
asentimiento de los demás consejeros. El Libertador oyó a Mosquera, y expidió
sólo el citado decreto orgánico de 27 de agosto de 1828 (1).

Los adversarios de Bolívar, aprovechándose de la oposición que halló en la


juventud de Bogotá el decreto orgánico de la dictadura, formaron una junta revo-
lucionaria destinada a dar en tierra con el dictador, y, al efecto, se reunieron por
última vez, a las 10 de la noche del 24 de septiembre, en casa del poeta Luis Vargas
Tejada, joven exaltado, quien los arengó con toda la viveza de su imaginación, y
de allí salieron los conjurados aquella noche, distribuidos en partidas, a consumar
su intento. Unos debían sorprender el cuartel del batallón Vargas, otros, sacar de
su prisión al general Padilla para que encabezara la revolución, y los demás atacar
el palacio y prender a Bolívar. Las partidas debían obrar a un tiempo, al sonar la
campanada de las doce en el reloj de la catedral.

«Pocas noches, dice un cronista de aquellos días, habían lucido tan claras y
serenas sobre la sabana de Bogotá como la del 24 al 25 de septiembre de 1828. La
luna estaba en la mitad de su carrera, cuando rompió el silencio que reinaba en la
ciudad dormida la campana de las doce (2).»

Los conjurados se pusieron en movimiento. Libertaron a Padilla, pero este


resistió a salir, temblando ante la enormidad del crimen que se le proponía, ¡él,
que jamás había temblado en los combates! Atacaron el cuartel del batallón
Vargas, pero fueron rechazados. Por su parte, los asaltantes del Libertador, que
aguardaban la hora convenida en la plazuela de la iglesia de San Carlos, salieron al
oír las doce, botaron sus capas y se encaminaron, con los puñales desenvainados y

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

las pistolas amartilladas hacia el palacio, donde apuñalearon al centinela y a los


que guardaban la escalera. Luego penetraron en los salones y empezaron a buscar
a Bolívar. De labios de uno de los conjurados vamos a saber lo que ocurrió en
aquellos decisivos instantes:

«Brillaba la luna llena con una claridad émula de la luz del sol, y todo el
mundo había podido ver los conjurados armados que andaban por las calles, y
gran número de ellos que entraban a la casa de Vargas Tejada, o salían de ella. Sin
falta se sabría al día siguiente esta circunstancia; nuestro plan sería descubierto y
frustrado, y todos los comprometidos seríamos entregados a la cuchilla del ver-
dugo, o lanzados de nuestra patria, quedando ella privada de un jefe constitucio-
nal y de los defensores de sus derechos.

«Habíamos llegado a un punto de donde no podíamos retroceder sin perder-


nos, perder con nosotros la causa de la libertad en nuestro país...

«Doce ciudadanos, unidos a veinticinco soldados, al mando del comandante


Carujo, fuimos destinados a formar la entrada del palacio y coger vivo o muerto a
Bolívar. Iba con nosotros dos Agustín Horment, francés de origen, quien fue el
primero que, arrojándose a la puerta de palacio, hirió mortalmente al centinela y
franqueó el paso a los que lo acompañábamos. Entramos inmediatamente, sin
otra resistencia que la del cabo de guardia, quien recibió una herida mortal des-
pués de haber dado un sablazo al heroico joven Pedro Celestino Azuero. El resto
de la guardia, que ascendía a unos cuarenta soldados selectos mandados por un
valiente capitán, fue rendido y desarmado por la tropa que mandaba el coman-
dante Carujo, sin que hubiese necesidad de un solo tiro de fusil.

«Nos hallábamos, pues, en posesión del palacio y era preciso penetrar hasta el
dormitorio de Bolívar. Subí el primero la escalera, y, con riesgo de mi vida, desar-
mé al centinela del corredor alto, sin herirlo. Quedó libre el paso, y seguimos a
forzar las puertas que conducían al cuarto de Bolívar, guiados por el valiente joven
Juan Miguel Acevedo, que había tomado el farol de la escalera para alumbrarnos.

«Cuando hubimos forzado las primeras puertas, salió a nuestro encuentro, en


la obscuridad y desvestido, el teniente Andrés Ibarra, a quien uno de los conjura-
dos descargó un golpe de sable en el brazo, creyendo que era Bolívar. Iba a segun-
dar el golpe pero Ibarra gritó, y yo detuve al agresor, habiendo conocido a aquél
en la voz.

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XXVI. Conjurados septembrinos

«Zuláibar y P. C. Azuero empezaron a gritar vivas a la libertad, y Bolívar, alar-


mado, y sospechando lo que sucedía, se arrojó a la calle por una ventana, y fue a
ocultarse debajo de un puente del río de San Agustín. Cuando rompimos, pues, la
puerta de su cuarto de dormir, ya Bolívar se había salvado. Nos salió al encuentro
una hermosa señora, con una espada en la mano, y con admirable presencia de
ánimo y muy cortésmente nos preguntó qué queríamos; correspondimos con la
misma cortesía, y tratamos de saber por ella en dónde estaba Bolívar. Alguno de
los conjurados llegó poco después, y profirió algunas amenazas contra aquella
señora y yo me opuse a que las realizara, manifestándole que no era aquel el objeto
que nos conducía allí. Procedimos a buscar a Bolívar, y un joven negro, que le
servía, nos informó que se había arrojado a la calle por la ventana de su cuarto de
dormir. Nos asomamos algunos a aquella ventana, que Carujo había descuidado
de guardar, y adquirimos la certidumbre de que Bolívar se había escapado.

«Entretanto tronaba el cañón del batallón de artillería contra las puertas del cuar-
tel del Vargas, y un fuego vivo de fusilería se había empeñado en la calle entre los dos
cuerpos. Vi que se había frustrado nuestro plan, y me dirigí a la calle para escaparme
con Azuero, Acevedo, Ospina y otros... Permanecíamos en la puerta del palacio con-
sultando el partido que debíamos tomar, cuando oímos el fuego de fusilería en lapaza
de la Catedral... Yo me separé allí de los demás conjurados, y con el doctor Mariano
Ospina seguí hasta la esquina de la Casa de Moneda, de donde él tomó otro camino,
y yo me fui para mi casa a tomar mi caballo para huir de la capital (3).»

Bolívar estaba durmiendo en su cama al lado de Manuelita Sáenz, despertó al


ruido de los asesinos y al instante se vistió con rapidez, abrió el balcón que da
frente al teatro Colón, y saltó a la calle al mismo tiempo en que Horment y
Zaláibar forzaron la puerta y entraron en su alcoba disparando una pistola y blan-
diendo sus puñales. Afortunadamente no advirtieron el salto del presidente, y éste
pudo caer de pie sin lastimarse, vestido con una levita, en chinelas, que no hacían
ruido (4). Ya en la calle, tomó hacia el Oriente, dobló el Sur, y se ocultó en el
puente del Carmen, del cual salió al oír pasar una partida que lo vitoreaba, diri-
giéndose en seguida a la Plaza Mayor, donde fue recibido entre aclamaciones por
sus amigos y oficiales que lo abrazaban como a su padre. A las cuatro de la mañana
regresó a palacio; y aquí cedemos la palabra a don Joaquín Mosquera:

«Luego que se supo en la mañana del 26 de septiembre el atentado contra la


vida del Libertador, me apresuré a trasladarme al palacio del Gobierno, y
habiendo entrado hallé que el mayordomo de Su Excelencia, José Palacios, estaba
en cama con flexión en un brazo; que el doctor Moore, médico de cámara, estaba
también gravemente enfermo en cama; que de los edecanes del Libertador, el

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coronel O’Leary se hallaba ausente en una comisión; el coronel Santana había sido
despedido, y sólo le quedaba el joven Andrés Ibarra, gravemente herido en el
brazo derecho por el sablazo que le había dado Carujo, uno de los conjurados,
dejando manchada con su sangre la sal de recibo. Carecía, pues, el Libertador de
los servicios de todos sus familiares cuando más había menester de ellos.

Viniendo él a mi encuentro con un semblante pálido y melancólico, observé


que estaba afectado de una tos seca pulmonar, y, procurando no dejar conocer mi
alarma, le pregunté si ya se había dado un baño caliente a los pies, para mitigar aque-
lla tos y prevenir en tiempo las malas consecuencias de la humedad que durante la
noche había cogido en el río de San Agustín. Él me contestó: «No he aplicado nada
ni me he desayunado», y serían las nueve del día. Entonces le supliqué que se reco-
giese a su dormitorio, y habiéndose prestado a ello, le dí el brazo y le acompañé hasta
su lecho. Mientras se desnudaba fui a la cocina y ordené calentar un perol de agua
para darle un baño de pies y preparar una tisana caliente de amapolas con goma.
Cuando regresé a su alcoba lo hallé en su cama, y, después de informarle lo que había
ordenado y de expresarle mi deseo de que dejando al Consejo de ministros dictar las
disposiciones que requería la situación, se ocupase solamente en restaurar su salud,
sin premeditación alguna prorrumpí en estas palabras: «Mi general, si esto ha suce-
dido con el decreto orgánico provisorio, ¿qué habría sido si hubiese usted otorgado
la Constitución vitalicia? Entonces me contestó exhalando un suspiro: «¡Ah,
Mosquera! todo el tiempo que permanecí bajo el puente del Carmen pensaba en
todo lo que usted me dijo impugnando el proyecto de esa Constitución. Usted es el
único hombre que me ha hablado la verdad (5).»

La primera opinión del Libertador, según doña Manuela Sáenz, su querida,


fue la de perdonar a todos los conjurados; mas el héroe, desgraciadamente, prestó
oídos a los malos consejeros, y, desconociendo el dictamen del Consejo marcial
nombrado por él mismo para juzgarlos, fueron sumariamente condenados la
mayor parte y ejecutados catorce. El 30 de septiembre: Homent, Zaláibar, Silva,
Galindo López; el 2 de octubre: Guerra y Padilla, y el 14 del mismo mes Azuero
Hiniestrosa, un sargento y cuatro soldados del batallón de artillería. Los demás
conspiradores salieron para Cartagena y otros lugares a destierros y presidios,
penas por las cuales se les había conmutado la de muerte (6).

En carta al general Mariano Montilla de fecha 30 de septiembre 1828,


Bolívar le comunicaba estas afiliaciones de los conjuros que aún no se había
logrado aprehender:

«Están todavía por aprehender algunos de los principales conspiradores.

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XXVI. Conjurados septembrinos

«Carujo, oficial del Estado Mayor, hombre de poco más de cinco pies, origi-
nalmente rubio, pero de una tez marchita y como de veintisiete a veintiocho años.

«Florentino González, joven como de veintidós a veintitrés años, ojos casi


negros, pelo negro, cosa de cinco y medio pies de alto, desdentado adelante, ceji-
junto, boca grande y labios algo vueltos.

«Luis Vargas Tejada, delgado de cuerpo, cosa de cinco pies y tres o cuatro pul-
gadas de alto, cara extraordinariamente larga, distancia, de la boca al extremos de
la barba, bastante excesiva, la barba puntiaguda y poblada, al andar inclinado ade-
lante con el semblante siempre echado afuera; era uno de los secretarios de la
Convencion (7).»

Bolívar, vengado cruelmente por Urdaneta, jamás se restableció de la honda


y dolorosa impresión que le causaron los puñales de septiembre. Desde aquel día
llevó en su corazón la saeta envenenada que debía conducirlo al sepulcro.

Años más tarde se colocó sobre la ventana por donde se escapó Bolívar del
palacio de San Carlos una lápida de mármol con esta inscripción en letras de
oro:

Siste parumper spectatur Grandum


si vacas miraturus viam salutis
qua se liberavit
Pater salvatorque patriae
Simón Bolívar
In nefanda nocte septembrina
An MDCCCXXVIII

Uno de aquellos septembrinos era un adolescente forjado a la antigua, de las


más bella inteligencia y del más noble carácter, imberbe, frisaba apenas en los
veintiún años, cursante de jurisprudencia y tan aprovechado que al propio tiempo
era profesor de filosofía en San Bartolomé. Este joven de Platón llamábase Pedro
Celestino Azuero. Cuando para ponerlo en capilla lo sacaron de su prisión y lo
pasaron delante de la puerta de la de su amigo y condiscípulo Ezequiel rijas, al
verlo, le dijo: «¡Adiós amigo mío! ¡Hasta la eternidad! A mis amigos toca inmorta-
lizar mi nombre.» Al ser interrogado acerca de los móviles que lo habían condu-
cido a atentar contra la vida de Bolívar, expuso serenamente sus ideas y propósitos,
y confesó su participación. Más aún, ya en el patíbulo, como lo importunara un
sacerdote que porfiaba por confesarlo: «No me confieso, respondió, porque el

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

único remordimiento que llevo al sepulcro es el de no haber dado muerte al tirano


de mi patria.»

Otros de los conjurados eran también adolescentes nobilísimos de talento y


halagüeñas esperanzas:

Ezequiel Rojas, inolvidable y libérrimo maestro de una altiva generación


colombina: Florentino González, continuador del apostolado de don Andrés
Bello en las Repúblicas del Sur; Rafael Mendoza y Emigdio Briceño, más tarde
generales.

Luis Vargas Tejada, humanista de admirable precocidad, estudió el griego,


el hebreo y el árabe: fue uno de los fundadores de nuestro teatro nacional con
sus tragedias Sugamuxi, Sacquezazipa, Witikindo y Doraminta, todas en verso y
sobre temas indígenas; con la traducción del Demetrio de Metastasio y la come-
dia satírica Las convulsiones, poeta, dejó luminosas huellas de su ingenio en ensa-
yos en lenguas muertas y en francés, alemán e inglés (8). Escribió también un
monólogo patriótico, Catón de Útica, que fue popular en nuestros teatros. En
1828 fue electo por Bogotá diputado a la Convención de Ocaña, de la cual fue
secretario; disuelta esa Asamblea, y nombrado Santander ministro en los
Estados Unidos, lo designó a él como su auxiliar. La noche del 25 de septiembre
a tiempo de partir de su casa los conspiradores, les dio la siguiente estrofa que
todos copiaron en sus carteras:

Si a Bolívar la letra con que empieza,


Y aquella con que acaba le quitamos,
Oliva, de la paz símbolo, hallamos.
Esto quiere decir que la cabeza
Al tirano, y los pies, cortar debemos
Si es que una paz durable apetecemos.

Fracasada la conjuración, Vargas Tejada, perseguido, huyó hacia los llanos de


Casanare y se asiló en una caverna de la hacienda de Ticha, de propiedad del gene-
ral J.J. Neira, donde vivió como un troglodita durante catorce meses:

Un giro anual el sol ha completado


Desde que ausente y solitario moro
En mi lóbrega tumba confinado.

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XXVI. Conjurados septembrinos

De allí salió el 9 de diciembre de 1829 con propósito de dirigirse a los


Estados unidos, y, después de vagar por selvas vírgenes y desiertos, pereció aho-
gado en una avenida del río Vijua (9). Tenía veintisiete años.

Sobre tan valiente poeta y tribuno, llamado en buena hora el Chénier colom-
biano, escribió Menéndez Pelayo: «Era un tipo perfecto de conspirador de buena fe,
de tiranicida de colegio clásico, admirador de Bruto y de Catón, en cuya boca ponía
interminables romanzones endecasílabos contra el dictador y la dictadura.»

Sobre su trágica vida pasó como un Sino fatal que él expresó en unas lúgubres
estrofas A los poetas castellanos:

A los rigores de una suerte acerba


El hado me arrojó desde la cuna
Cual flor ignota entre la humilde hierba.

Privado del favor de la fortuna,


Mi ingenio sin apoyo y sin cultivo,
Vio transcurrir la edad más oportuna (10).

Don Mariano Ospina, otro de los septembrinos, empuñó el bastón de primer


magistrado de la República, y aun en su ancianidad no sintió remordimiento por
haber concurrido, puñal en mano, a la alcoba de Bolívar. Sobre ese antiguo presi-
dente de la Confederación Granadina nos dejó la vigorosa pluma de Carlos
Martínez Silva esta hermosa página:

«Durante la corta permanencia de don Mariano Ospina Rodríguez en


Bogotá, después de la guerra de 1876, tuve particular empeño en que él dictara sus
Memorias, que habrían sido de singular interés y de grande enseñanza, y a ese
efecto me propuse tocarle varios temas de nuestra historia política, con el propó-
sito de tomar al menos algunos apuntamientos.

«Uno de esos temas fue el de la conspiración del 25 de septiembre, y con la


natural timidez que el respeto me inspiraba, pregunté a don Mariano cuál había
sido su participación en aquellos sucesos. Con toda naturalidad y sencillez me dijo
entonces poco más o menos, lo siguiente:

«Era yo en aquella época un mozo entusiasta por la causa de la libertad y del régi-
men civil, pero de muy poca significación, pues apenas figuraba como empleado o

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

pasante de un colegio privado que tenía el señor Triana por San Victorino. Fui
desde el principio iniciado, por mi amistad con Zuláibar, en los planes que se
tramaban contra Bolívar para derrocar la dictadura. El definitivamente acor-
dado fue el de alzarnos en armas con un batallón con el cual se contaba, reti-
rarnos a Zipaquirá, o a algún otro punto cercano a la capital, librar un
combate, y si el triunfo nos favorecía, prender y juzgar a Bolívar con todas las
formalidades del caso. La idea de asesinar al Libertador por un golpe de mano,
no entraba por entonces en nuestros planes.

Hacía algunos días que no subía yo a la parte alta de la ciudad, y en la


tarde del 25 de septiembre vine a informarme de lo que pasaba. Me encontré
con un amigo de los iniciados, el cual me dijo que la conspiración había sido
descubierta, y que se había resuelto dar esa misma noche el golpe para asesinar
a Bolívar, agregándome que los conjurados reunidos en casa de Vargas Tejada.
Aquella noticia me contrarió vivamente, y en tal virtud me dirigí al lugar indi-
cado. Los principales comprometidos se habían ya retirado de la junta y a los
que en ella encontré les manifesté que yo no aprobaba en manera alguna el
pensamiento de asesinar a Bolívar. Dijéronme que era ya imposible cambiar lo
acordado, y que si yo tenía miedo podía retirarme. Esta palabra picó mi amor
propio, y resolví aceptar el papel secundario que se me señaló.»

«Hecha esta relación, y animado yo por la espontaneidad de don Mariano,


me atreví a hacerle una nueva pregunta en estos términos: Después de tantos años
y de tan larga experiencia, ¿cómo juzga usted hoy la conducta de los compro-
metidos en el 25 de septiembre?

«No me contestó directamente a esta pregunta don Mariano; pero percibí


en su mirada un brillo particular y su voz tomó un tono de energía calurosa al
decirme lo siguiente:

«Ustedes los de esta generación no pueden juzgar con imparcialidad aquel


suceso. Para eso sería necesario apreciar las circunstancias de la época. El pre-
dominio militar era entonces verdaderamente insoportable, y diarios los vejá-
menes y humillaciones a que eran sometidos, en especial por pare de los
venezolanos, los que no figuraban entre los sostenedores de la dictadura.»

«Esta respuesta me dio a entender claramente que don Mariano Ospina,


que fue siempre tan ardoroso amante de la libertad, no sentía remordimiento
por aquel que se ha llamado pecado de su juventud (11).»

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XXVI. Conjurados septembrinos

En aquel tiempo don Mariano Ospina, el que hizo echar a vuelo las campa-
nas de la catedral de Bogotá cuando llegó a esta cumbre andina la nueva de la
revolución libertaria del 48, en aquel tiempo, Ospina, sin duda, había leído ya a
Montesquieu y al Padre Juan de Mariana, quien nos dejó una página de oro que
podría ser la tabla de salvación de ciertos países de nuestra América, justamente de
los libertados por Bolívar. A esa discreta admonición debe tan Reverendo Padre la
inmortalidad que bien se merece:

«Es preciso, además, tener en cuenta que han merecido en todos tiempos
grandes alabanzas los que han atentado contra la vida de los tiranos. ¿Por qué fue
puesto en las nubes el nombre de Trasíbulo sino por haber libertado a su patria de
los treinta reyes que la tenían oprimida? ¿Por qué fueron tan ponderados
Aristogitón y Harmodio? ¿Por qué los dos Brutos, cuyos elogios van repitiendo
con placer la nuevas generaciones y están ya legitimados por la autoridad de los
pueblos?... Cayo sucumbió a las manos de Quercas; Dominiciano, a las de
Esteban; Caracalla, a las del yerno de Marcial; Heliogábalo, a las lanzas de las
guardias pretorianas. Y ¿quién, repetimos, vituperó jamás la audacia de esos hom-
bres?... ¿Quién creerá sólo disimulable y no digno de elogio a quien con peligro de
su vida trate de redimir al pueblo de sus tiranos? Importa poco que hayamos de
poner en peligro la riqueza, la salud, la vida; a todo trance hemos de salvar la patria
del peligro, a todo trance hemos de salvarla de su ruina... Y no sólo reside esta
facultad en el pueblo, reside hasta en cualquier particular que, despreciando su
propia vida, quiera empeñarse en ayudar de esta suerte la República... Es siempre
saludable que estén persuadidos los que mandan de que, si oprimen la República,
están sujetos a se asesinados, no sólo con derecho, sino hasta con aplauso y gloria
de las generaciones venideras (12).»

Los adolescentes conjurados de 1828, en la clarísima noche del 25 de sep-


tiembre, colocaron la primera piedra de la sociedad civil en Colombia, y la rega-
ron con su sangre, licor con que siempre se han rociado los cimientos de las
grandes conquistas de la conciencia humana; con su arrojo y denuedo fundieron
a perpetuidad, como un bronce invulnerable, nuestro genuino carácter nacional y
fueron lo verdaderos fundadores de nuestra República democrática y constitucio-
nal. Si Bolívar, son su maravilloso genio y su espada sin par, fue impotente para
destruirla, más lo serán, como hasta hoy lo fueron, los pigmeos que en el futuro
atenten contra ella.

En vísperas de la Conjuración de septiembre conoció Bolívar al médico y


naturalista francés François Désiré Roullin, nacido en Rennes en 1796, quien vino
a Colombia en 1821 a enseñar fisiología. Regresó a su partida en 1828, y murió

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

en París, de bibliotecario en Santa Genoveva. Roullin ejecutó dibujos de tipos nacio-


nales para el libro de viajes de Mollien, publicado en París en 1825; y admirador de
Bolívar, tomó en el palacio de Gobierno, el 15 de febrero de 1828, del natural y al
lápiz, un perfil del héroe que sirvió a Tenerani y a David para sus obras, que es uno de
los más preciosos documentos que de él nos quedan; y como complemento de su grá-
fico perfil escribió por aquellos mismos días este magnífico retrato (13):

«Es Bolívar hombre de talla poco menos que mediana, pero no exenta de
gallarda en sus mocedades, delgado y sin musculatura vigorosa; de temperamento
esencialmente nervioso y bastante bilioso; inquieto en todos sus movimientos,
indicativos de un carácter sobrado impresionable, impaciente e imperioso. En su
juventud había sido muy blanco (aquel blanco mate del venezolano de raza pura
española), pero al cabo le había quedado la tez bastante morena, quemado por el
sol y las intemperies de quince años de campañas y viajes. Tenía el andar más bien
rápido que mesurado, pero con frecuencia cruzaba los brazos y tomaba actitudes
esculturales sobre todo en los momentos solemnes.

«Su cabeza era de regular volumen pero admirablemente conformada, depri-


mida en las sienes, prominente en las partes anterior y superior, y más abultada
aún en la posterior. El desarrollo de la frente era enorme, pues ella sola compren-
día bastante más de un tercio del rostro cuyo óvalo era largo, anguloso, agudo en
la barba y de pómulos pronunciados. Sus cabellos eran crespos y los llevaba siem-
pre divididos entre una mecha enroscada sobre la parte superior de la frente y gue-
dejas sobre las sienes, peinadas hacia adelante.

«El perfil del Libertador era enteramente vascongado y griego, principal-


mente por el corte del rostro, la pequeñez de la boca, la amplitud de la frente y la
rectitud de la nariz muy finamente delineada. Tenía las cejas bien arqueadas y
extensas, donde se ponían de manifiesto los signos de la perspicacia y de la pron-
titud y grandeza de percepción. Como tenía profundas las cuencas de los ojos,
éstos, que eran negros, grandes y muy vivos, brillaban con un fulgor eléctrico,
concentrando su fuego cual si sus miradas surgiesen de profundos focos.

«Era Bolívar hombre de lenguaje rápido e incisivo, así en su conversación (en


la que no pocas veces fue indiscreto), siempre animada, breve y cortante (a veces
aguda), como en sus discursos y proclamas. Su réplica en la conversación era
pronta, frecuentemente brusca y en ocasiones hasta dura y punzante, y no pocas
veces, en circunstancias delicadas, contestó a cumplimientos, a súplicas interesa-
das o palabras lisonjeras, con agudezas muy oportunas, pero rudas y aun con terri-
bles epigramas (14). »

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XXVII
La Quinta de Fucha
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En sitio opuesto al de la célebre Quinta de Bolívar, en los parajes más pinto-


rescos de la sabana inmediata a Bogotá, sobre las vegas de los agrestes riachuelos
de Fucha y Tunjuelo, se ve blanquear, entre frondosos nogales, alisos, sauces y
eucaliptos, la antigua quinta de los Caicedos, que un día albergó al Libertador de
Colombia. Descendientes de los antiguos poseedores, la habitan hoy y la conser-
van con la veneración y cariño que inspiran, en nobles espíritus, las cosas consa-
gradas por gratísimos recuerdos históricos.

La Quinta de Fucha, que visité en estas hermosas mañanas de sol, galante-


mente invitado por sus actuales propietarios, es particularmente célebre por haber
subscripto allí el héroe su testamento político, como puede considerarse esa pre-
ciosa carta que allí meditó y escribió, casi a las puertas de la tumba.

Por aquellos días, el Libertador, en ejercicio de la Presidencia de la República,


se sintió visiblemente decaído: la agitación del ánimo, la tristeza, la desesperación
de ver perdido el fruto de sus esfuerzos, agotaban la poca energía física y moral que
le quedaba. Frisaba apenas en los 47 años y parecía un anciano. Érale, pues, for-
zoso separase del Gobierno y buscar tranquilidad en el campo, y, al efecto, en pri-
meros de marzo de 1830 encargó al general Domingo Caicedo del Poder
Ejecutivo y se retiró a la quinta de Fucha con dos o tres amigos de su confianza.

«Allá en su retiro, refiere Posada Gutiérrez, íbamos a verle los diputados y las per-
sonas notables de la ciudad. Una tarde en que me hizo el honor de invitarme a su mesa,
salimos solos a pasear a pie por las bellas praderas de aquella hermosa posesión, su
andar era lento y fatigoso, su voz casi apagada le obligaba a hacer esfuerzos para hacerla
inteligible; prefería la orilla del riachuelo que serpentea silencioso por la campiña: y, los
brazos cruzados, se detenía a contemplar su corriente, imagen de la vida.

— ¿Y cuánto tiempo —dijo de pronto— tardará esta agua en confundirse


con la del océano, como se confunde el hombre en el sepulcro, con la tierra de
donde salió? Una gran parte se evapora como la gloria humana, como la fama, ¿no
es verdad, coronel?

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

—Sí, mi general— contesté sin saber lo que decía, conmovido ante el anona-
damiento en que veía caer a aquel grande hombre.

De repente, apretándose las sienes con las manos, exclamó con voz trémula:

—¡Mi gloria! ¡mi gloria! ¿Por qué me la arrebatan? ¿ por qué me calumnian?
¡Páez! ¡Páez! Bermúdez me ultrajó en una proclama; pero Bermúdez fue, como
Mariño, siempre mi enemigo! Santander... La respiración anhelosa de Bolívar, la
languidez de su mirar, los suspiros que salían de su pecho, todo manifestaba la
debilidad del cuerpo y el dolor del alma, inspirando compasión y respeto. ¡Qué
terrible cosa es ser grande hombre (1)!»

Es esa Quinta de Fucha, poco tiempo antes de abandonar a Bogotá para


siempre, escribió el 6 de marzo de 1837 a Fernández Madrid, ministro de
Colombia en Londres, y su grande amigo y confidente, la célebre carta de que hice
mención agregando que puede considerarse como su testamento político, la justi-
ficación y defensa compendiada de sus actos, su propia apología, hecha a grandes
rasgos, como quien presentía que estaba ya próxima su partida de este mundo.
Bolívar en sus producciones confidenciales es donde más noble y magnánimo apa-
rece. He aquí este precioso documento, inédito hasta hace pocos años:

«Había pensado remitir a usted los documentos de mi vida pública, pero he


sabido por el coronel Wilson que el general, su padre, tienen la obra en diez y seis
volúmenes, y que puede usted pedírselos prestados para poder responder a las
calumnias que están prodigando contra mí.

«No vacile usted de negar positivamente todo hecho contrario a lo que usted
conoce de mi carácter.

«Primero. Nunca he intentado establecer la monarquía en Colombia, ni aun la


Constitución boliviana; tampoco; tampoco fui yo quien lo hizo en el Perú: el pueblo
y los ministros lo hicieron espontáneamente. Sobre esto lea usted el manifiesto de
Pando, de aquel tiempo, y este es un… que no ocultaría nada por favorecerme.

«Segundo. Todo lo que sea pérfido, doble o falso, que se me atribuyera, es


completamente calumnioso. Lo que he hecho y dicho ha sido con solemnidad y
sin disimulo alguno.

«Tercero. Niegue usted redondamente todo acto cruel contra los patriotas, y
si lo fui alguna vez con los españoles, fue por represalia.

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XXVII. La Quinta de Fucha

«Cuarto. Niegue usted todo acto interesado de mi parte, puede usted afirmar
sin rebozo que he sido magnánimo con la mayor parte de mis enemigos.

«Quinto. Asegure usted que no he dado un paso en la guerra, de prudencia o


de razón, que se pueda atribuir a cobardía. El cálculo ha dirigido mis operaciones
en esta parte y aun más la audacia. El hecho de Ocumare es la cosa más extraordi-
naria del mundo: fui engañado a la vez por un edecán del general Mariño, que era
un pérfido, y por los marinos extranjeros, que cometieron el acto más infame del
mundo, dejándome entre mis enemigos en una playa desierta. Iba a darme un pis-
toletazo, cuando uno de ellos. Mr. Bidau, volvió del mar en un bote y me tomó
para salvarme...

«No volveré a tomar el mando, porque ya me es insoportable. No se dirá que


he abandonado la patria, siendo ella la que me ha renegado del modo más escanda-
loso y criminal que se ha visto nunca. Yo no soy tan virtuoso como Foción, pero mis
nervios me igualan con él, y, sin embargo de que no me creo tan desgraciado como
aquél, algo se parece la ingratitud de nuestros conciudadanos.»

¡Admirable carta! Toda su vida pública está sintetizada en estas pocas líneas:
su amor a la libertad, su franqueza y la lealtad a su conciencia y a su inteligencia
en todo tiempo y en toda circunstancia; su magnanimidad; su desinterés recono-
cido por sus más encarnizados enemigos, realistas y patriotas; su valor a toda
prueba; su aversión al mando, y el celo por su reputación y por su gloria. «El
hecho es que mi situación se está haciendo cada día más crítica, sin tener espe-
ranza siquiera de poder vivir fuera de mi país de otro modo que de mendigo.» Esa
queja conmovedora es el más bello elogio de un hombre que habiendo fundado
cinco naciones, abandonando el patrimonio de sus padres, veía en perspectiva la
miseria como premio en su vejez. «No vacile usted en negar todo hecho contrario
a los que usted conoce de mi carácter.» ¡Cuánto vale esta frase para el historiador
imparcial! ¿Cuántos héroes de la humanidad hubieran podido pronunciarla, con
tal energía, en las puertas del sepulcro, como un reto a sus enemigos? La envida y
el odio se cebaron, sin embargo, en él en vida, y aun después de muerto, porque,
según él mismo lo dijo:

«Nadie es grande impunemente; nadie se escapa, al levantarse, de las mordi-


das de la envidia. Consolémonos, pues, con estas frases de crueles desengaños para
el mérito.»

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XXVIII
Los quijotes de la libertad
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Cuando el 6 de diciembre de 1830 deja Bolívar Santa Marta, por preceptos


de los médicos, y llega a la Quinta de San Pedro Alejandrino, con el cuerpo mori-
bundo y el alma transida de dolor, la hospitalidad española le ofrece, generosa-
mente, tranquilo y dulce asilo. ¡Crueles ironías del destino! ¡Un hidalgo español
salva a Bolívar de las garras de Domingo Monteverde en 1812, y un hidalgo espa-
ñol le da hospitalidad en la hora de la muerte (1)!

Al entrar Bolívar en la modesta casa que iba a sustituir los palacios de Lima,
Bogotá y las suntuosas mansiones de la Magdalena y la Plata, se dirige a la
pequeña biblioteca que ve en la sala y pregunta a su benefactor:

—¿Qué obras tiene usted aquí, señor Mier?

— Mi biblioteca es muy pobre, general —contesta don Joaquín—. Bolívar


echa una ojeada a los anaqueles, y exclama:

—¡Cómo! ¡si aquí tiene usted la historia de la Humanidad! ¡Aquí está Gil
Blas, el hombre tal cual es; aquí tiene usted el Quijote, el hombre como debiera ser.

Y, cuando una tarde, agobiado de pesar, en medio de sus fieles compañeros


en el patio de la quinta, bajo la sombra amiga de los dos frondosos tamarindos,
que aún existen, aquel gran corazón siente y acerca el hielo de la muerte, exclama
impía y amargamente:

—¡Jesucristo, don Quijote de la Mancha y yo hemos sido los más insignes


majaderos de este mundo!...

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XXIX
Muerte de Bolívar
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El doctor Alejandro Próspero Révérend, médico francés que asistió al Libertador


en los últimos días de su vida, dejó una interesante relación, a la cual pertenecen esto
párrafos:

«S. E. llegó a Santa Marta a las siete y media de la noche del día 1º de diciembre,
procedente de Sabanilla, en el bergantín nacional Manuel...

«El día 6, habiendo manifestado S. E. el deseo que tenía de ir al campo, salió S.


E. por la tarde en berlina para la Quinta de San Pedro...

«Un día que estábamos solos, de repente me preguntó:

— ¿Y usted qué vino a buscar a estas tierras?

— La libertad.

— ¿Y usted la encontró?

— Sí, mi general.

— Usted es más afortunado que yo, pues todavía no la he encontrado... Con


todo, añadió en tono animado, vuélvase usted a su bella Francia, en donde está ya fla-
meando la gloriosa bandera tricolor...

«En otra ocasión en que yo estaba leyendo unos periódicos, me preguntó el


Libertador:

— ¿Qué está usted leyendo?

— Noticias de Francia, mi general.

— ¿Que serán acaso referentes a la revolución de Julio?

—Sí, señor.
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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

— ¿Le agradaría a usted ir a Francia?

— De todo corazón.

— Pues bien, póngame usted bueno, doctor, e iremos juntos a Francia. Es un


bello país que, además de la tranquilidad que tanto necesita mi espíritu, me ofrece
muchas comodidades propias para que yo descanse de esta vida de soldado que llevo
hace tanto tiempo...

«Días después, ya muy grave el enfermo, el escribano notario de Santa Marta vino
a la quinta y se puso en medio de un círculo formado por los generales Montilla,
Carreño, Silva y los señores Joaquín de Mier, Ujueta y otras personas respetables, para
leer la alocución dirigida por Bolívar a los colombianos. Apenas pudo llegar a la mitad,
su emoción no le permitió continuar, y le fue preciso ceder el puesto al doctor Recuero,
auditor de Guerra, quien concluyó la lectura; pero al acabar de pronunciar las últimas
palabras “yo bajaré tranquilo al sepulcro”, Bolívar, desde la butaca donde estaba sen-
tado, dijo con voz ronca: “Sí, al sepulcro... es lo que me han proporcionado mis
conciudadanos... pero los perdono... ¡Ojalá que yo pudiera llevar conmigo el con-
suelo de que permanezcan unidos!” Al oír estas palabras, que parecían salir de la
tumba, se me oprimió el corazón, y al ver la consternación pintada en el rostro de los
circunstantes, a cuyos ojos asomaban las lágrimas, tuve que apartarme del círculo para
ocultar las mías, que no me habían arrancado cuadros más patéticos...

«Llegó por fin el 17 de diciembre. Eran las nueve de la mañana, cuando me pre-
guntó el general Montilla por el estado del Libertador. Le contesté que a mi parecer no
pasaría el día. Al oír estas palabras, el general se dio una palmada en la frente echando
una formidable blasfemia, al mismo tiempo que las lágrimas se asomaban a sus ojos...

«Cuando conocí que se iba aproximando la hora fatal, me senté a la cabecera


teniendo en mi mando la del Libertador, que ya no hablaba sino de un modo confuso.
Sus facciones expresaban una completa serenidad; ningún dolor o señal de padeci-
miento se reflejaba sobre su noble rostro. Cuando advertí que la respiración se ponía
estertorosa, el pulso de trémulo casi insensible, y que la muerte era inminente, me
asomé a la puerta del aposento y llamando a los generales, edecanes y los demás que
componían el séquito de Bolívar: Señores, exclamé, si quieren ustedes presenciar los
últimos momentos y postrer aliento del Libertador, ya es tiempo. Inmediatamente fue
rodeado el lecho del ilustre enfermo, y a pocos minutos exhaló su último suspiro
Simón Bolívar, el Campeón de la Libertad sudamericana, el Sol de Colombia.

«El Libertador murió de tisis tuberculosa (1).»

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XXX
Las camisas de Bolívar
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Desde los mismos tristes días de diciembre de 1830, purpurados con el ocaso
de San Pedro Alejandrino, la voz del pueblo, que es la voz de Dios, y la que ha for-
jado siempre las más bellas leyendas del mundo, sintetizó para la posteridad una
de las mayores y excelsas virtudes de Bolívar, el desinterés, en una frase admirable:
«Murió sin camisa.»

¡Y cosa extraordinaria y elocuente! En esta vez la leyenda fue intérprete fiel de


la verdad; la voz del pueblo no se equivocó, como casi nunca se equivoca al juzgar
a los héroes y apóstoles, a sus grandes benefactores.

Bolívar, al morir, no sólo no tenía «la camisa del hombre feliz», en busca de la
cual tantas veces, en todos los tiempos y naciones, inútilmente se ha recorrido el
mundo, sino que real y verdaderamente, el 17 de diciembre de 1830, bajo el techo
hospitalario de don Joaquín de Mier, Bolívar no tenía camisa, y la explicación y las
pruebas de tan sorprendente realidad histórica nos las dan su mayordomo y cama-
reros de confianza, su médico de cabecera y los que hicieron con él, a sus órdenes,
y después escribieron, la historia de Colombia.

El general Joaquín Posada Gutiérrez, su compañero y leal amigo hasta más


allá de la tumba, nos refiere en sus Memorias «que Bolívar empleaba la mayor parte
de su sueldo de Presidente de la República en socorros a las viudas, auxilios a los
militares y limosnas a los pobres vergonzantes: hasta su quinta, en las inmediacio-
nes de Bogotá, la regaló a un amigo suyo: el último soldado que acudiese a él, reci-
bía cuando menos un peso: espadas, caballos, hasta su ropa misma, todo lo daba.
Para ponerse en marcha de Bogotá en 1830, vendió su vajilla de plata, que sólo
produjo dos mil quinientos pesos, y sus alhajas, caballos y cuanto le quedaba hasta
reunir diez y siete mil pesos. Bolívar gozaba con delicia del placer de dar, que es el
placer de Dios (1)».

En el año de 1812 la aduana de Curazao le embarga su equipaje en que lle-


vaba todo lo que poseía entonces en dinero, alhajas y ropa de uso personal, y
Bolívar no reclama ni se detiene en su marcha a Cartagena, donde llega como el

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

paje de San Juan: «Ese rasgo, dice O’Leary, es característico de Bolívar. Nunca en
el curso de su vida pública esquivó los sacrificios pecuniarios, aunque estuviera
reducido a la más absoluta escasez (2).»

Otro día de 1816, en Jamaica, se le presenta un compatriota en extrema


miseria y desnudez. Bolívar llama a su mayordomo y le dice: «Entréguele usted
una de mis camisas.» A lo cual el mayordomo contesta: «General, sólo existe la que
Vuestra Excelencia lleva sobre el cuerpo (3).»

Refiere don José María Espinosa, llamado el abanderado de Nariño, en sus


Memorias, publicadas en Bogotá en 1876, al hablar de la entrada del Libertador a
la capital, después del triunfo de Boyacá, que habiendo salido él con Maza al
encuentro de los vencedores:

«Apenas habíamos andado dos leguas, cuando vimos venir un militar, bajo de
cuerpo y delgado, a todo el paso de su magnífico caballo cervuno...

«Maza reconoció a Bolívar, que había dejado en el Puente del Común su


escolta y edecanes y se había adelantado solo para entrar a Bogotá...

«Vestía uniforme de grana roto y lleno de manchas por todas partes, y la


casaca pegada a las carnes, pues no traía camisa. Así hizo la campaña de los
Llanos... Se conocía que hacía por lo menos un año que no se cambiaba la ropa...
Un sujeto salió a la calle Real en solicitud de una docena de camisas, fiadas, para
llevarlas a Bolívar...»

Al saber en 1821 que el gran ciudadano don Fernando de Peñalver, antes


acaudalado terrateniente de Venezuela, se halla en la miseria, le escribe desde
Guanare, el 24 de mayo: «He sabido con mucho sentimiento que usted se halla en
extrema pobreza, y como no tengo un maravedí de qué disponer, le envío a usted
la adjunta orden para mi criado, que tiene mi equipaje, para que se lo entregue, lo
venda y se socorra.» Inclusa iba esta orden para el criado: «Mi querido Dionisio:
Entregue usted al señor Peñalver todo mi equipaje, y reciba todo lo que él
devuelva; particularmente debe usted entregarle toda la plata labrada y cuantas
alhajas tenga usted mías.»

Su fiel mayordomo José Palacios, quien lo acompañó hasta San Pedro


Alejandrino, tenía razón de decir con amargura: «El equipaje de mi jefe y señor es
también víctima de la guerra a muerte.»

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XXX. Las camisas de Bolívar

Todavía en 1829, un año antes de su muerte, cuando en prematura vejez veía


acercarse su triste fin, escribía a su noble amigo el doctor Alamo: «Yo moriré como
nací, desnudo. Usted tiene dinero y me dará de comer.»

Podría hacer interminables las referencias, tomándolas de la correspondencia


del héroe o de las memorias escritas de sus compañeros nacionales y extranjeros,
entre todos Ducoudray-Holstein, Maillefer, etc., etc.

El 23 de julio de 1815 desembarcó en Santa Marta el general Morillo con el


ejército pacificador, compuesto de ocho mil hombres.

«Morillo refiere el historiador Restrepo, con el objeto de dar a los pueblos una
alta idea de su ejército, le pasó revista en Santa Marta, y varias veces hizo ostento-
sas paradas. Repartió premios a los realistas que más se habían distinguido, y al
cacique de Mamatoco, aldea de indios distante un cuarto de hora de San Pedro
Alejandrino, le puso él mismo en el pecho, en presencia de todo el ejército, una
medalla con el busto del rey (4).»

José de la Concepción Núñez y Manigua, alias Minca Aracataca, el último de


los caciques de aquella sierra, aunque no era realista, se había resignado a la domi-
nación española. Sus antepasados habían defendido sus tierras con bravura, y en
todas partes habían batido a los conquistadores. El cacique de Mamatoco, sin
embargo, no simpatizaba con la causa realista, pero tampoco con la de la
República, porque tanto la una como la otra lo desheredaban de sus derechos.
Mas, como era naturalmente pacífico y algo civilizado, se consagró a acrecentar
sus bienes sin pensar en reivindicaciones.

Morillo lo visitó en su pueblo: lo mismo mucho; le habló de Dios y del


rey, y, por último, le rogó concurriera a una cita para entregarle la condecora-
ción. Llegado el día señalado, el cacique, una vez en Santa Marta, compró
camisa, levita, chaleco y pantalones, arreglose lo mejor que pudo y se presentó
al Pacificador. Mas, al recibir la medalla, se sintió humillado, y, temeroso de la
censura de su tribu, no quiso volver a Mamatoco con insignias ni con vestidos
distintos de los de su raza, y todo lo dejó en Santa Marta, en casa de su amigo
don Faustino de Mier, donde años más tarde se veló el cadáver de Bolívar. Un
criado del señor de Mier recogió las prendas desdeñadas y las guardó en un
ropero de su amo (5).

El médico francés, doctor Próspero Révérend, que prestó sus servicios y


acompañó al Libertador en su última enfermedad, refiere que: «Después de la

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

autopsia y embalsamamiento del cadáver de Bolívar, el señor Manuel Ujueta, jefe


político, me hizo presente que nadie en la casa era capaz para vestir el cadáver, y a
fuerza de empeños me comprometió a desempeñar esta triste función. Entre las
diferentes prendas del vestido que trajeron, me presentaron una camisa que ya iba
a ponerle, cuando advertí que estaba rota. No pude contener mi despecho, y
tirando la camisa, exclamé:

«—Bolívar, aun cadáver, no viste ropa rasgada; si no hay otra voy a mandar
por una de las mías. Entonces fue cuando me trajeron una camisa del general
Laurencio Silva, que vivía en la misma casa (6).»

Silva, grande amigo de Bolívar, se hallaba anonadado, y a la noticia de que no


había camisa para el Libertador, corrió a su pieza, tiró del cajón de un armario que
allí había, buscó, rebuscó, creyendo que aquello le pertenecía, y encontró, al fin,
una camisa de olán batista, rica en encajes, pero amarillenta por los años, que
había llevado el último cacique de Mamatoco el día que lo condecoró Morillo, y
que ahora abrigaba el cadáver de Bolívar.

Tan ajustada a la verdad es la relación del doctor Révérend, que, efectiva-


mente, en el minucioso inventario de los «Bienes que dejó el Libertador en San
Pedro Alejandrino, aparecen inventariados «dos colchas, unos pantalones de paño,
un colchón, manteles usados, grandes y chicos, de dril, de algodón e hilo», etc.,
etc., pero no se hace mención de una sola camisa (7).»

Las réplicas de Bolívar, envueltas en la camisa de batista del último cacique de


Mamatoco, fueron primeramente sepultadas en una capilla privada de la catedral
Santa Marta; más tarde, por razones no muy claras, retiradas de allí y colocadas
bajo la cúpula de la misma catedral, donde permanecieron hasta el año de 1842,
en que fueron conducidas a Venezuela, en una ceremonia emocionante y para
siempre memorable, y enterradas en la capilla de la Santísima Trinidad de la cate-
dral de Caracas, panteón de la familia de los Bolívar. Por último, en 1876, el
Gobierno de Venezuela dispuso que fueran depositadas en la riquísima urna obse-
quiada por Colombia en 1842, y trasladadas definitivamente al Panteón Nacional
de Caracas, donde hoy se encuentran.

Bolívar murió, pues, no hay duda alguna, sin camisa, y nunca, en su breve y
maravillosa vida, encontró la del hombre feliz, porque Bolívar, como el hombre
feliz, no tenía camisa.

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Notas

Notas del capítulo I

1. Comte de Ségur. Memoires ou Souvenirs et Anecdotes, París, 1844.


2. Jules Macini. Bolívar et émancipation des colonies espagnoles, París, 1912.
3. Manuel Landaeta Rosales. La verdadera nodriza del Libertador. Caracas, 1915. Vicente Lecuna.
Papeles de Bolívar. Caracas, 1917.
4. Citado por Duarte Level. Historia patria. Caracas, 1911.
5. F. García Calderón. Las democracias latinas de América. J. E. Rodó. El Mirador de Próspero. Op. cit.

Notas del capítulo II

1. Obras consultadas: Terepaima. Recuerdos de antaño. Caracas, 1852. O’Leary. Memorias. Narración.
Caracas, 1888, tomo I, p. 4. C. F. Witzke. Bosquejo de la vida de Simón Bolívar desde su nacimiento hasta
el año de 1810. Caracas, 1912. Carlos Borges. Discurso pronunciado en la inauguración de la casa natal del
Libertador, en Caracas, el 5 de julio de 1921, etc.
2. Aristides Rojas. Orígenes venezolanos. Apéndice, páginas 117 y 118. «El Señorío de Aroa, el
Marquesado y Vizcondado de los Bolívar son títulos imaginarios... Lo único que heredaron
los hijos del coronel Juan Vicente Bolívar fueron las ricas minas de Aroa.»
Laureano Vallenilla Lanz rectificó tal afirmación de Rojas en su artículo Los Bolívar, marqueses
de San Luis. Caracas, 1913.
3. Hase escrito que debió el nombre de Simón a la voluntad de su primo el presbítero Aristeguieta,
quien quiso con ello recordar el Macabeo de la Biblia. Llamose también Simón porque con él era
quinto de la familia que llevaba el nombre del fundador de ella, Simón de Bolívar, natural del

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Vizcaya, establecida en la América española desde el siglo XVI, y destinado a Venezuela junto con
su pariente del gobernador Osorio, en 1586. A. Rojas. Almanaque de Rojas Hermanos, 1884.

Nota del capítulo III

1. Del discurso pronunciado por el presbítero Dr. Carlos Borges en la inauguración de la casa natal
del Libertador, restaurada por el Gobierno de Venezuela, el 5 de julio de 1921. Fiesta del
Centenario de Carabobo.

Notas del capítulo IV

1. Este vínculo estaba constituido así:


$25.000 valor de unas casas situadas en Caracas, en la esquina de las Gradillas.
26.000 valor de una hacienda en el valle de Tuy de Yare.
42.000 valor de una hacienda en el valle de Taguara.
32.000 valor de una hacienda en el valle de Macayra.
$ 125.000
Tomado por base que el vínculo del doctor Aristiguieta alcanzara a $125.000, y, agregando la
herencia de sus padres ($214.000 más o menos, en 1791), tenía Bolívar, cuando en el año de
1800 escribió desde Madrid a su tío don Esteban Palacios, un capital de $350.000, más o
menos, enorme caudal en aquellos tiempos y en estas colonias para un joven soltero de diez y
siete años. Sólo así se explica que hubiera gastado 150.000 francos en tres meses en Londres
y que hubiera sostenido un ten de príncipe en Madrid y Lisboa y perdido al juego, en una
noche, cien mil francos (Cf. Witzúe. Bosquejos de la vida de Bolívar, op. cit. Mancini, op. cit.)
2. G. Mollien, Voyage dans la République de Colombie. París, 1824. Esta obra fue ilustrada por Roulin,
el autor del célebre perfil de Bolívar.
3. Archivo Santander, op. cit.
4. Leyendas históricas de Venezuela por Arístides Rojas. Segunda serie, Caracas, 1891.
5. Véase la carta de Bolívar a T... de París, 1804.
6. Testimonios del ciudadano don Pedro Gual sobre los verdaderos motivos de la capitulación de Miranda en
1812. Bogotá. Un folleto. 1843.

Nota del capítulo V

1. Terepaima, op. cit. T. C de Mosquera, Memorias sobre Bolívar, ob. cit.

Nota del capítulo VI

1. Manuel Uribe Ángel. El Libertador, su ayo y su capellán. Libro del Centenario de Bolívar. Bogotá,
1884.

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Notas

Notas del capítulo VII

1. Refiere don Arístides Rojas que, pocos días antes de la muerte de Humboldt, Pablo de Rosti
le mostró un álbum de fotografías tomadas en Venezuela, entre las cuales figuraba el legenda-
rio samán de Güere que aún hoy se yergue entre Turmero y Maracay. Cuando el anciano sabio
vio el Samán, se llevó la mano a la frente, los ojos se le llenaron de lágrimas y, agitando en lo
más hondo del alma por aquel recuerdo, habló «de los días en que el entusiasmo juvenil ponía
un sello de belleza a sus estudios». «El Samán, agregó, se halla exactamente tal como lo vimos
Bonpland y yo, en cambio, ¿qué es de nosotros?...
2. Conversations de Goethe. París, Charpentier, II, 10.
3. O’Leary. Correspondencias con el Libertador. Humboldt a Bolívar. París, 29 de julio de 1822; 28 de
noviembre de 1825 y 21 de marzo de 1826.
4. Centenario de Bolívar. Bogotá, 1883.
5. Cf. sobre Humboldt: Arístides Rojas de Humboldt. Puerto Cabello, 1874. T. E. Hamy. Lettres
américaines d ’Alex de Humboldt. París, 1909. Alex de Humboldt. Correspondance scientifique et litté-
raire. París, 1865-69.
6. Pyerusse. Mémorial et Archives. (Citado por Houssaye, 1815, pág. 215.)

Notas del Capítulo VIII

1. J. F. Heredia. Memorias sobre las revoluciones de Venezuela. París, 1895.


2. J. D. Díaz. Recuerdos sobre la rebelión de Caracas. Madrid, 1829, pág. 39.

Nota del capítulo X

1. Carta de Iturbe a Larrazábal. Vida de Bolívar. Nueva York, 1883. Obsérvese que Mitre ha narrado
este episodio con evidente mala fe, en su Historia de San Martín. Tomo III, pág. 263.
2. Oficio al Congreso de Cúcuta, de agosto de 1821. Véase también la carta de Bolívar a Iturbe,
subscripta en Curazao el 19 de septiembre de 1821 pocos días después de llegar salvo a la isla.
O’Leary, XXIV.

Nota del capítulo XI

1. Citada por Gil Fortoul. Ob. ci., I, 214.


2. Cf. J. V. González, Biografía de José Félix Rivas, passim.
3. Papeles de Bolívar, o. c.
4. González. Biografía de Ribas publicadas en la Revista Literaria. Caracas, 1865. Biografía, edición
de Caracas, 1902. Biografía, edición de París (1913).
5. O’Leary, XIII, 229.
6. Ibídem, XIII, 251.

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

7. O’Leary, XIII, 429.


8. Ibídem, XIV, 42.
9. González. Op. cit., pág. 64.
10. P. de Urquinaona. Relación documentada, etc. Madrid, 1820.
11. Informe a la Real Audiencia, de 9 de septiembre de 1812.
12. Op. cit., tomo I, 227. El señor Vicente Lecuna, historiador venezolano, ha demostrado que
las ejecuciones de los presos, en febrero de 1814, fueron ordenadas como media militar indis-
pensable y no como efecto de venganza cruel. El Gobierno tenía el proyecto de embarcar a los
presos para las Antillas o las Bermudas, peor la derrota de Campo Elías en La Puerta, el 3 de
febrero, puso a los patriotas en la disyuntiva de matar a los presos o de perecer. Agréguese que
no habiendo guarnición suficiente en Caracas y La Guaira, se hubiera consumado la subleva-
ción proyectada por los presos. La herida de Boves en La Puerta, la rapidez con que manio-
braron los patriotas y la ejecución de los prisioneros salvaron la República y la vida de todos
los libertadores. Una proclama de Bolívar subscrita en Puerto Cabello el 28 de enero de 1814,
publicada por primera vez por Lecuna, confirma la magnanimidad de Bolívar en aquel año
terrible. Cf. Papeles de Bolívar publicados por Vicente Lecuna. Caracas, 1917, 1 vol.
13. Rodríguez Villa. Biografía de Morillo, t. III y IV, passim.
14. Emile Gebbart. Souvenirs d’un vieil Athénien. París, 1911.
15. Cf. Duarte Level. Las derrotas. Caracas, 1911.
16. J. F. Heredia. Memorias, etc., op. cit., p. 203.
17. Narración, tomo I, pág. 188.
18. J. V. González, obra citada, pág. 101. Rojas. Leyendas, tomo I, pág. 54.
19. Boves fue víctima de la venganza de Ambrosio Bravante, hijo de Antonio Bravante, de
Calabozo, cuya bella hija de quince años fue violada, en presencia de sus padres, por Boves, y
luego entregada a la soldadesca. (Ramón I. Montes, Dos épocas de Boves. Caracas, 1844.)
20. Recuerdos sobre la rebelión de Caracas, op. cit., passim.
21. A. Rojas. Obras escogidas. París, 1907, pág. 405.
22. Memorias. Op. cit., pág. 132.
23. Proclamas de Bolívar de 13 de abril y 7 de septiembre de 1814. En el excelente estudio de
Vallenilla Lanz, La guerra civil de la independencia. Caracas, 1911.
24. Op. cit.
25. Respuesta al gobernador de Curazao, 1813. Proclama de 2 de octubre de 1818.
26. Gaceta de Caracas, número 3. En el museo privado del señor Domingo Garbán, en Caracas, he
visto un ejemplar de las lujosas invitaciones que con tal motivo se pasaron.
27. Voyage aux îles de Trinidad, de Tobago, de la Margarita, etc. Londres, 1828.
28. Leyendas históricas. Primera serie, pág. 61. Cf, el reciente estudio del doctor Lisandro Alvarado: Los
delitos políticos en la historia de Venezuela. El Cojo Ilustrado. Caracas, 1908. Números 65, 78 y 166.
29. Excursiones d’un officier anglais dans le Vénézuela pendant la guerre de l’indépendance.
(Campaings and Cruizes in Venezuela. London, 1832.) Revue des Deux-Mondes. Ve vol., 1er février. 3e
livraison. París, 1832. Existe una traducción francesa de este libro, publicada en París en 1837.

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Notas

30. Efectivamente, en el Museo Bolivariano de Caracas existen unas botas de Bolívar que parecen
de un niño, más que del héroe de América.
31. Autobiografía del general José Antonio Páez. Nueva York. 1867. Vol. I, pág. 139.

Nota del capítulo XII

1. Carta a Hislop, ya citada.

Notas del capítulo XIII

1. Cf. O’Leary, ob. cit. Manuel Briceño. La campaña de Boyacá (Papel Periódico Ilustrado. Boyacá,
1883). L. Duarte Level. Historia Patria. Caracas, 1911. Memorias de un oficial de la Legión britá-
nica, obra publicada por primera vez en inglés con este título: Campaings and Cruises in
Venezuela and New Grenada, etc. London, 1831, 3 vol.; más tarde vertida al francés. Esta obra
contiene la mejor descripción quizá del paso de los Andes por Bolívar, a lo menos en lo que
se refiere a la Naturaleza y a las dificultades que opuso a la marcha del ejército. Mitre y
muchos otros historiadores se inspiraron en esas páginas para sus narraciones.
2. Oficio al vicepresidente del Congreso de Angostura.
3. O’Leary, ibídem.
4. Rodríguez Villa. Biografía de Morillo. Tomos III y IV.
5. Op. cit., t. IV, pág. 50.
6. Op. cit., t. III, pág. 229.

Notas del capítulo XIV

1. Obras de Quevedo. (Sancha) Madrid, 1794.


2. Exposición del Libro de Job. Madrid, 1779.
3. Historia de Colombia. T. III, p. 607.
4. Apéndice a las Memorias de O’Leary, pág. 120.
5. Luis Capella Toledo. Leyendas históricas. Bogotá, 1884, 3 vol.

Notas del capítulo XV

1. Recuerdo sobre la rebelión de Caracas. Madrid, 1829.


2. Blanco-Azpurúa. T. VII, 246, 471.
3. Blanco-Azpurúa. T. VII, 516. Cf. también: A. Rojas. Obras. Eduardo Posada. Boletín de Historia
y Antigüedades. Bogotá, septiembre 1902, y la Biografía de Morillo por A. Rodríguez Villa. Madrid
1910.
4. Carta a Wéllington Morillo subscripta en San Juan de Luz el 23 de diciembre 1813.

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

5. Menéndez Pelayo. Antología de poetas hispanoamericanos.


6. Historia de Colombia, t. 431.
7. Memorias sobre Bolívar, por T. G. de Mosquera. Nueva York, 1853, 2.a parte.
8. O’Leary. Documentos, t. II, pág. 58.

Notas del capítulo XVI

1. Diario de Bucaramanga. París, 1912.


2. Autobiografía del general José Antonio Páez. Nueva York, 1867.
3. Eduardo Blanco, Venezuela horoica. Caracas, 1904.

Notas del capítulo XVII

1. A. de Humboldt. Vues des Cordillères, etc. París, 1816. Tomo I.


2. Ignoro en qué momento se apoyó Julio Mancini para decir que, «fue probablemente en 1824
cuando Bolívar escribió, después de haber efectuado la ascensión al Chimborazo, el célebre Delirio»...
Op. cit, pág. 149. Pero no ignoro que hay dudas acerca de la ascensión de Bolívar al
Chimborazo y acerca del aturo del Delirio.
3. Dos veces pasó el Libertador pro el Valle del Cauca bajo arcos de triunfo. La primera en 1822,
en su marcha al Perú y en compañía de don Joaquín Mosquera. Entró al Valle por la vía de La
Plata y Caloto, y llegó a Cali el 1.º de enero de ese año. El 11 siguiente pasó a Buga, cuyas
autoridades lo recibieron bajo palio. El 14 visitó a Palmira, el 16 regresó a Cali y el 22 siguió
a Popayán. La segunda vez que el Cauca vio pasar al Libertador fue en 1829, de regreso de la
campaña de Tarqui. Entonces recorrió todo el Valle de sur a norte, llegando a la hacienda de
Japio, de propiedad de don José Rafael Arboleda, el 18 de diciembre, y a Cali el 20. Visitó
nuevamente a Buga y Cartago, donde se alojó en casa del general Murgueitio, y llegó el 15
de enero de 1830 a Bogotá. El general Obando acompañó al Libertador en este viaje desde
Pasto hasta Cartago.

Nota del capítulo XVIII

1. Cf. Cartas del Olmedo a O’Leary. Puvonena. op. cit., t. II.

Notas del capítulo XIX

1. Entrevista de Guayaquil (1822) por el coronel de artillería Jerónimo Espejo, antiguo ayudante de Estado
Mayor en el ejército de los Andes. Ilustrada con dos retratos. Buenos Aires. Imprenta de Tomás
Goodby. Librero editor. 1873.
2. Relación de Guido y Manuel Rojas en desacuerdo con otros cronistas que dicen que Bolívar
fue hasta el muelle a recibir a San Martín.

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Notas

3. Tal es la relación de Rufino Guido, recogida por Espejo. San Martín en carta a Miller, cinco
años después, dice que Bolívar lo acompañó hasta el bote y lo obsequió con su retrato.
4. Historia de San Martín, etc. Buenos Aires, 1887-88, 3 vols. Tomo III, pág. 602. — La obra de
Mitre es cosa ya juzgada por la crítica contemporánea imparcial; su propósito, al describirla,
fue agigantar a su compatriota San Martín empequeñeciendo a Bolívar, para lo cual utilizó
fuentes espurias emanadas de los calumniadores y detractores de Bolívar que huyeron venci-
dos o desalentados en lo más sangriento de la lucha que él sostuvo hasta el fin y hasta el
triunfo. Vicente Lecuna, erudito crítico militar, y Rufino Blanco-Fombona, venezolanos, han
escrito juicios definitivos sobre la obra de Mitre. Cf. Hispania, Londres, números 16, 18, 21 y
23, de abril, junio septiembre y noviembre de 1913. Pero Mitre fundó la escuela en su país, y
después de él son muchos los escritores argentinos que han continuado adulterando la histo-
ria de América para exaltar a San Martín. En estos mismos días, en una conferencia dictada
por el señor Estanislao Ceballos, ex ministro de Relaciones Exteriores de la República
Argentina, en el Institute of Politics en Williamstown Mass, Estados Unidos, acaba de hacer esta
extraña declaración, reveladora de una inexplicable ignorancia de los más trascendentales
hechos de la historia americana: «San Martín fue el Libertador de los territorios en los cuales
fueron definitivamente organizadas siete Repúblicas: Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia,
Chile, Perú y Ecuador.»
Cuando San Martín, después de terminar su carrera pública en 1822, en la entrevista de
Guayaquil, abandonó su patria y se fue a vivir tranquilamente a una quinta cerca de París, no
se habían librado aún la batallas de Junín y Ayacucho (agosto de 1823 y diciembre de 1824),
que libertaron la tierra de los Incas, ni había nacido Bolivia, inmortalizados para siempre con
el nombre de su egregio fundador.
5. Se publicó esta carta por primera vez en Quinze ans de Voyages autour du Monde, por G. Lafond de
Lurcy, París, 1840, tomo II, página 139. Lafond acompañaló a San Martín en la entrevista de
Guayaquil y continuó siendo su amigo y corresponsal hasta 1847. En 1844 publicó en París sus
interesantísimos Voyages dans l ’Amérique espagnole pendant les guerres de l’Indépendance, París, 1844.
6. Gabriel Lafond de Lurcy. Voyages dans l ’Amérique espagnole, etc. París, 1844.
7. Publicada por primera vez en los Estudios históricos-numismáticos. Medallas y monedas de la
República Argentina, por Alejandro Rosa. Buenos Aires, 1898.
8. Pliego cerrado del Protector en que dice: «Nombro, hasta tanto se reúna la representación de
los pueblos libres del Perú, al general en jefe del ejército unido, don Rudecindo Alvarado,
quien entregará el mando a la persona o personas que dicha representación nombre para el
Poder Ejecutivo, teniendo presente para este nombramiento que respecto a que la reunión del
Congreso debe tardar poco tiempo, puede desempeñar los intereses del Estado el que manda
la fuerza, dando por este medio un centro más a la impulsión para consolidar la independen-
cia absoluta del Perú» Mss. (Arch. San Martín, volumen LXI). Mitre, Historia de San Martín,
etc. Buenos Aires: 1887-1888. Tomo III, pág. 613.
9. Se refiere a la nota reservada, subscripta en Guayaquil el mismo día 29 de julio de 1822.
10. Archivo del general Santander. Documentos inéditos. Tomo V.

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

11. Archivo del general Santander. Documentos inéditos. Tomo V.


12. Citado por Ernesto de la Cruz (chileno), en su excelente estudio: La entrevista de Guayaquil,
1913.
13. Exacto. Véanse las cartas de Bolívar dirigidas en aquellos días de 1829, de Guayaquil a
Popayán, a O’Leary, Páez y Antonio L. Guzmán.
14. T. C. de Mosquera. La entrevista de Guayaquil. Artículo publicado en El Colombiano de Bogotá,
el 26 de octubre de 1861, y reproducido en el tomo XII, pág. 753, de los documentos Blanco-
Azpurúa.
15. Op. cit, T. III, pág. 639.
16. Bolívar y San Martín (1847). Sarmiento narra en ese artículo la entrevista que tuvo con San
Martín en Grand-Bourg. Obras de D.F. Sarmiento. Tomo II, pág. 371, y tomo XXII, pág. 11.
17. Op. cit. T. III, pág. 642.

Notas del capítulo XX

1. John Miller, Memoirs of general Miller, in the service of the Republic of Perú. London, 1828.
2. Recuerdos de Francisco Burdett O’Connor, etc. Tarija, 1895.
3. O’Leary, Memorias. Correspondencia.
4. Archivo Santander. Cartas inéditas de Bolívar. Bogotá, 1917.
5. Carta de don Joaquín Mosquera a don José Manuel Restrepo, subscripta en Bogotá el 2 de
agosto de 1854. Blanco-Azpurúa. T. IX, 343.

Notas del capítulo XXI

1. Obras consultadas: Repertorio Colombiano. Bogotá. Tomo XX. Año 1899, Manuel Pombo.
Escritos varios publicados en La Tribuna, Bogotá, 1914. M. Arroyo Diez. D. José María
Mosquera. (Revista Popayán, 1915). Guillermo Valencia. Don Joaquín Mosquera. Popayán, 1895.
Un folleto. —Debo los documentos inéditos que cito en este ensayo a la amistad del nieto de
don distinguido caballero, quien justamente dos días después de haberme dado las últimas
copias de cartas de su abuelo, falleció inesperadamente en esta ciudad. Consagro aquí, a tan
excelente, amigo, un cariñoso recuerdo. Nota: Este libro fue escrito en Bogotá.
2. C.f. Carta de don José María Cárdenas a don Santiago Arroyo, de Popayán, subscripta en Bogotá,
el 7 de diciembre de 1826. (Documentos inéditos publicados por don Cecilio Cárdenas.)
3. Estas dos últimas anécdotas me fueron comunicadas por el señor J. M. Cárdenas Mosquera.

Notas del capítulo XXII

1. Mariano Torrente. Historia de la Revolución Hispano-Americana. Madrid, 1830. T. III, pág. 475.
2. M. A. López. Recuerdos históricos. Bogotá, 1878.
3. O’Leary. Memorias. Caracas, 1883. T. XXVIII, pág. 268.

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Notas

4. Memoirs of Gl. Miller and A. London, 1828.


5. Recuerdos de Burdett O’Connor. Tarija, 1895, op. cit., pág. 76.
6. Recuerdos de Burdett O’Connor. Tarija, 1895, op. cit., pág. 76.
7. Gonzalo Bulves. Historia de la expedición libertadora del Perú. Santiago de Chile, 1888.
8. «La campaña de Carabobo, dice José Veríssimo, obra maestra de talento militar, rivaliza con
las más famosas de Napoleón.»

Notas del capítulo XIII

1. Memoirs of general Miller, etc. London, 1828.


2. Gaceta Mercantil. Buenos Aires, jueves 17 de noviembre de 1825.
3. Obra citada. Tomo II, pág. 276.
4. Narración. Tomo II, pág. 405.
5. Cf. Alejandro Álvarez. La diplomacia de Chile durante la emancipación y la sociedad internacional ame-
ricana. Madrid, 1916.
6. Así lo declaró, en 1911, un Congreso de sabios, el Congreso Internacional del arbitraje, reu-
nido en los Estados Unidos.
7. Estos no eran meros sueños de Bolívar, eran empresas factibles en que no sólo él sino también
Santander y otros pensaban seriamente. Para ello contaban, aparate de un ejército sin par en
América, que había recorrido en triunfo medio mundo occidental, con una escuadra magnífica
en ese tiempo, compuesta de buques tan buenos como las fragatas Colombia y Cundimarca, de 62
cañones cada una; la Venezuela, de 38; las corbetas Ceres, Boyacá y Urica, de 29, 22 y 21; varios ber-
gantines como el Bolívar, Marte, Independiente, Confianza, Vencedor, La Fama, Pichincha y Farándula, casi
todos de 18 cañones; muchas goletas, como La Espartana, La Atrevida, La Antonia Manuela, La
Leona, El Terror, etc., y gran número de flecheras, balandras, faluchos y embarcaciones menores.
La escuadra era potente y capaz de conducir un ejército a cualquier puerto de América o de
Europa, y su tripulación, experimentada en cine combates tan heroicos como el del Lago de
Maracaibo, no dejaba qué desear.

Nota del capítulo XIV

1. Memorias citadas. II, 294.

Nota del capítulo XXV

1. La Nouvelle Grenade, Op. cit.


2. Al. de Humboldt. Vues des Cordillères et Monuments des peuples indigènes de l’Amérique. París, 1816.
3. J. F. Ortiz. Reminisencias. Op. cit.
4. Citado por Villanueva L. M. en A. IV, 249.

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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

Notas del capítulo XXVI

1. Blanco y Azpurúa. Documentos, T. XIV, pág. 297.


2. J. F. Ortiz. Reminiscencias. Ob. cit.
3. Florentino González : Los conjurados el 25 de septiembre. Narración escrita en París de 1841 al
1845 y publicada en Neogranadino de Bogotá en 1853. Blanco-Azpurúa. T. XIII, pág. 84.
4. Véase la carta de don Joaquín Mosquera a su primo don Santiago Arroyo, de Popayán, fechada en
Bogotá el 29 de septiembre de 1828, cuatro días después de la conjuración. La Revolución. Bogotá,
octubre 6 de 1910.
5. Carta de don Joaquín Mosquera a Felipe Larrazábal, fechada en Popayán el 4 de agosto de
1869. Blanco-Azpurúa. T. XIV, pág. 297.
6. Parte del proceso original de la conjuración existe en la Biblioteca Nacional de Bogotá.
Sección Pineda.
7. O’Leary. Narración. T. III, p. 382.
8. S. Lepesffidor, cultísimo alemán que residía en Bogotá en aquel tiempo, decía que las poesías
de Vargas en el idioma de Goethe tenían naturalidad, belleza y corrección.
9. Tal ha sido la creencia general hasta estos días en que nuevos documentos nos han dado otra versión
más aceptable sobre la muerte de Vargas Tejada. Según esos documentos, el poeta, después de dejar la
hacienda de Ticha, atravesó los departamentos de Boyacá, Santander y parte del Magdalena, hasta
llegar, ya reunido con otros compañeros, a la aldea de Diegopata, donde un señor Arguaya enca-
minó a los fugitivos a La Paz para que luego ganasen el mar; pero un movimiento de tropas les obligó
a ocultarse en una cueva situada en el punto llamado La Tomita, donde algún tiempo después, por
la delación de un tal Reyes Villero, fueron sorprendidos y villanamente asesinados. (Cf. Biblioteca de
Sudamérica. Entrega 6a, Bogotá, 1914, publicada por el doctor Adolfo León Gómez.)
10. Véase entre otros estudios sobre Vargas Tejada, el excelente de José Caicedo Rojas, publicado
en el Anuario de la Academia Colombiana. Año de 1874. Tomo I.
11. Escrito en Bogotá el 18 de julio de 1900.
12. Obras del Padre Juan de Mariana. De rege et regis institutione, caps. VI y VII.
13. Parece que existe un libro de Roullin con este título: Histoire naturelle et souvenirs de voyage; mas
ni en la Biblioteca Nacional de Francia logré hallarlo.
14. Blanco y Azpurúa. Documentos. T. XIV.

Nota del capítulo XVII

1. Memorias. T. I, pág. 250.

Nota del capítulo XXVIII

1. J. M. Samper. El Libertador Simón Bolívar. Buenos Aires, 1884. A. Rojas. Leyendas. Op. cit., t.
I, pág. 35. Simón Camacho. Recuerdo de Santa Marta. Caracas, 1842.

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Notas

Nota del capítulo XIX

1. Autopsia del cadáver del Exmo. Sr. General Simón Bolívar. Blanco-Azpurúa. Tomo XIV, 470-477.
En febrero de 1796 nació en Falaise (Normandia) Alejandro Próspero Révérend. Estudió en
el Liceo de Caen. En 1814 se alistó como soldado en un cuerpo de caballería del ejército de
Napoleón e hizo la desgraciada campaña del Loire. En 1820, radicado en París, estudió medi-
cina. Partidario ardiente de las ideas republicanas y creyéndose inseguro en Francia, se dirigió
a Colombia y arribó a Santa Marta en 1824; allí fue médico del hospital militar, miembro de
la Junta de Sanidad, cirujano mayor del ejército en 1830, año en que llegó el Libertador
enfermo a Santa Marta y en que Révérend de encargó, de asistirlo. Del 1.º al 17 de diciembre
publicó treinta y tres boletines relativos al Libertador, y tres horas después de muerto este hizo
la autopsia al cadáver. En 1842, cuando fueron repatriados los restos de Bolívar, a Révérend
le tocó identificarlos. Después, en 1838, desempeñó en Santa Marta el Consulado de Francia.
En 1866 publicó en Francia una colección de documentos titulada: La última enfermedad, los
últimos momentos y los funerales de Simón Bolívar, Libertador de Colombia y del Perú. En 1867 se acuñó
en Venezuela una medalla de oro con esta inscripción: «Congreso de 1867. Venezuela agrade-
cida a A. Próspero Révérend.» Más tarde se le condecoró con el busto del Libertador y se le
asignó una pensión. Regresaba de París, cuando murió en Santa Marta, el 1.º de diciembre de
1881, a los 85 años de una vida consagrada a los más bellos ideales.

Notas del capítulo XXX

1. Op. cit. Tomo I, pág. 315.


2. Memorias. T. XXVII, pág. 82.
3. A. Rojas. Obras, pág. 542.
4. Historia de la Revolución de Colombia. Tomo I, cap. X.
5. Capella Toledo. Leyendas. T. III, pág. 23.
6. A. P. Révérend. La última enfermedad, los últimos momentos y los funerales de Simón Bolívar, Libertador
de Colombia y del Perú, por su médico de cabecera. París, 1866.
7. Boletín de Historia y Antigüedades de la Academia de Historia. Bogotá, 1902. T. I, pág. 41.

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Índice

INTRODUCCIÓN 9

I. LAS VÍSPERAS DE LA REVOLUCIÓN 13

II. EL NIDO DEL ÁGUILA 25

III. LA CASA DEL BOLÍVAR 31

IV. INFANCIA Y JUVENTUD 37

V. LA GORRA DEL PRÍNCIPE 45

VI. EN EL MONTE SACRO 49

VII. BOLÍVAR Y HUMBOLDT 55

VIII. BOLÍVAS EN EL TERREMOTO DE CARACAS 63

IX. EN MILÁN 67

X. BOLÍVAR E ITURBE 71
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Cornelio Hispano El Libro de Oro de Bolívar

XI. LA GUERRA A MUERTE 77

Briceño 81

Arismendi 85

Boves 88

Retrato de Bolívar por un oficial británico. 100

Retrato de Bolívar por Páez 100

XII. CASACOIMA 101

XIII. EL PASO DE LOS ANDES 109

XIV. LOS CABALLOS DE BOLÍVAR 119

XV. LA ENTREVISTA DE SANTA ANA 127

XVI. EL NEGRO PRIMERO 135

XVII. BOLÍVAR EN EL CHIMBORAZO 143

XVIII. EL DELIRIO 147

XIX. LA ENTREVISTA DE GUAYAQUIL 151

I 153
II 161
III 169

XX. BOLÍVAR EN PATIVILCA 177

XXI. LOS MOSQUERAS 185

I 187
II 195

XXII. JUNÍN EN EL DÍA DEL CENTENARIO DE AYACUCHO 205


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Índice

XXIII. LA APOTEOSIS DEL POTOSÍ 215

XXIV. RETRATO DE BOLÍVAR POR G. MILLER 221

XXV. BOLÍVAR EN EL TEQUENDAMA 225

XXVI. CONJURADOS SEPTEMBRINOS 233

XXVII. LA QUINTA DE FUCHA, TESTAMENTO POLÍTICO. 245

XXVIII. LOS QUIJOTES DE LA LIBERTAD. 251

XXIX. MUERTE DE BOLÍVAR 255

XXX. LAS CAMISAS DE BOLÍVAR 259

NOTAS 265
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