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CONTRIBUCIÓN AL ESTUDIO DE LAS IDEAS ORTOGRÁFICAS EN

ESPAÑA[1]
Abraham Esteve Serrano
(Universidad de Murcia)

0. INTRODUCCIÓN.

La razón que nos ha inducido a realizar el presente estudio


ha sido la inexistencia de un trabajo en el que se perfile el
nacimiento y evolución de la ortografía española como parte de
la ciencia lingüística, desde que Antonio de Nebrija la tratara en
su Gramática (1492) hasta las últimas normas al respecto
formuladas por la Real Academia Española de la Lengua.
En el campo de la historia de la ortografía de nuestra
lengua han investigado con anterioridad: Rufino José Cuervo
(1895), Benjamín Escudero de Juana (1923), H. Leicht (1934),
Ángel Rosenblat (1951), Fernando Pardinas (1953), Augusto
Malaret (1955), Bernard Dulsey (1958), Carmelo Garigliano
(1959) y F. Tollis (1971).

1. PRINCIPIOS ORTOGRÁFICOS.

1.1. Estado del problema hasta mediados del siglo XVII.-


A lo largo de la historia de nuestra ortografía aparece una idea
predominante: acomodar la escritura a la pronunciación de la
lengua. Este presupuesto formulado por Nebrija, primero de
nuestros tratadistas, en su Gramática Castellana (1492) y en
las Reglas de Orthographia (1517), apoyándose en la autoridad
de Quintiliano, fue aceptado por la inmensa mayoría de los
autores que trataron acerca de la ortografía en los siglos XVI y
XVII: Alejo Vanegas (1531), Bernabé de Busto (1533),
Francisco de Robles (1621), Juan de Valdés (1535), fray Andrés
de Flórez (1552), Antonio de Torquemada (1552), Anónimo de
Lovaina (1555), Martín Cordero (1556), Cristóbal de Villalón
(1558), Anónimo de Lovaina (1559), Ambrosio de Morales
(1560), Juan de Robles (1564), Pedro de Madariaga (1564),
Fernando de Herrera (1580), Juan Sánchez (1586), Benito Ruiz
(1587), Malón de Chaide (1588), Mateo Alemán (1609),
Sebastián de Covarrubias (1611), Jiménez Patón (1614), Juan
Pablo Bonet (1620) y Nicolás Dávila (1631).
En 1563 se levanta la voz de fray Miguel de Salinas, quien
propone que se escriba anteponiendo el principio de uso al de
pronunciación, y en favor de su teoría aduce la siguiente cita de
Quintiliano perteneciente al libro I, capítulo VI, de
las Instituciones: «verum orthographia quoq (sic); consuetudine
servit, ideoque saepe mutata est». El cronista mayor de las
Indias y capellán de Felipe II, Juan López de Velasco (1585),
intentó armonizar el criterio de pronunciación con el de uso,
formulando el triple principio pronunciación-uso-razón, siendo la
función de esta última de indudable eficacia a la hora de aceptar
el uso, cuando éste ofrece soluciones antagónicas. La obra de
López de Velasco supone un hito capital en la evolución y desa-
rrollo de la ortografía castellana, no sólo por la influencia que
ejerció en su época, sino también por el hecho de que sus
teorías encontraron una feliz acogida entre los ortógrafos del
siglo XVIII, especialmente en el seno de la Real Academia, si
bien esta corporación no ha reconocido plenamente y de forma
explícita lo mucho que debe en materia ortológico-ortográfica al
tratadista que nos ocupa.
Adeptos a las teorías de López de Velasco se mantuvieron
López Madera (1601), Pérez de Nájera (1604), Cristóbal
Bautista de Morales (1623), Ambrosio de Salazar (1627), Diego
Bueno (1690) y Damián de la Redonda (1640).
1.2. Los primeros intentos de reforma radical y sus
consecuencias. La ortografía de la Real Academia.- El hecho de
que Gonzalo Correas llevara hasta sus últimos límites el
principio ortográfico de pronunciación, como lo demuestra la
teoría expuesta en su Arte de la lengua Española
Castellana (1625),Trilingüe de las tres artes de las tres lenguas
castellana, Latina i Griega (1627) y Ortografia kastellana Nueva
y Perfeta (1630), provocó una fuerte reacción entre los
ortógrafos etimologistas, quienes, encabezados por Juan de
Robles (1631) y Bravo Grajera (1634), esgrimieron la idea de
que era necesario respetar la grafía originaria en aquellas voces
procedentes principalmente del griego y del latín. La propuesta
fue tenida en cuenta en el siglo XVII por el obispo de Osuna,
don Juan de Palafox (1679), y en el XVIII por González de Dios
(1724), Salvador José Mañer (1725), Carlos Ros (1732),
Gutiérrez de Terán y Torices (1733), José del Rey (1734); pero
la razón de su éxito en el siglo de la Ilustración viene dado por
el entusiasmo con que fue acogida por la Real Academia en
el Discurso Proemial de 1726, en el que se antepone el principio
etimológico al de pronunciación y uso. En la Orthographia de
1741 la Academia cambia de criterio determinando que la
escritura debía regirse en primer lugar por la pronunciación,
«porque donde ella entera y plenamente rige, no tiene lugar ni
el origen ni el uso» (pág. 112), y en su defecto se consideraría
la etimología, siempre y cuando el uso constante no haya
seleccionado una grafía distinta a la originaria. Los tres
principios se aplican, pues, según una jerarquía de valores
determinada.
La doctrina expuesta por la Academia fue paulatinamente
ganando adeptos en los siglos XVIII y XIX, entre los que se
encuentran: Benito Martínez Gómez Galloso (1743), Antonio
Fernández de San Pedro (1761), fray Luis de Olod (1766),
Benito de San Pedro (1769) Diego Sánchez Molina (1789), José
Balvuena y Pérez (1791), Juan J. López y León (1803), Julián de
Golmayo (1816), Santiago Delgado (1817), Tomás Ballester de
Belmonte (1826), Juan J. Barrera (1841), Diego Clemencín
(1842), Francisco Pons y Argentó (1850), Angel M. Torredillos
(1853), Felipe Antonio Macías (1859), José M. Palacios (1861),
Juan de Medina y Godoy (1862), Tomás Hurtado (1864),
Reimundo de Miguel (1869), Fernando Gómez de Salazar
(1870), Antonio María Flores (1874), Sopetrán (1874), Cristóbal
Reyna (1876), Matías Selleras (1876), Simón Aguilar (1877),
José Hilario Sánchez (1883), Sebastián Rodríguez y Martín
(1885), Marcelino Palacios (1887), Baldomero Rivodó (1890),
Ramón Martínez García (1896). La influencia de la Academia
adquirió tal preponderancia que incluso en las reediciones de
obras pertenecientes a autores ya fallecidos, los encargados de
su publicación actualizaban las reglas de ortografía aparecidas
en los mismos, de acuerdo con las normas académicas vigentes
en este momento; tal es el caso de la sexta edición
del Compendio Mayor de Gramática Castellana (1884), de Diego
Herranz y Quirós.
Desde el primer momento, junto a los defensores de las
teorías ortográficas de la Academia, aparece el grupo de los
detractores, que no se avienen a aceptar más fundamento para
la ortografía española que el principio de pronunciación, y de
acuerdo con él escriben sus tratados: Antonio Bordázar (1730),
Hipólito Valiente (1731), Esteban Terreros y Panda (1786),
González Valdés (1791), Hervás y Panduro (1785) y Miguel A.
de la Gándara (s. a.).
En 1843 una asociación de maestros fundada en Madrid,
que se denomina a sí misma Academia literaria i científica de
Profesores de Instrucción Primaria, se propone adoptar en su
magisterio un sistema ortográfico basado únicamente en la
pronunciación sin prestar la menor atención al uso y a la
etimología. Estos maestros intentan llevar a la práctica la teoría
defendida en el siglo XVII por Correas, en el XVIII por Hipólito
Valiente en su Alfabeto o nueba qoloqazion de las letras
qonocidas en nuestro idioma Qastellano para qonseguir una
perfecta qorrespondencia entre la esqritura y pronunziazión, y
en el XIX y principios del XX por los ortógrafos reformistas, de
los que nos ocuparemos más tarde.
La innovación no fue bien acogida en los medios oficiales,
y la reacción contraria no se hizo esperar. El Consejo de
Instrucción Pública hizo partícipe del problema a la reina Isabel
II, y ésta, por Real Orden, impone como ortografía oficial la
enseñada por la Academia de la Lengua. La ley no impide que
cada persona en particular, e incluso en la publicación de obras,
use la ortografía que considere más adecuada, pero los
maestros deberán acogerse inexorablemente en sus enseñanzas
a la teoría expuesta por la Academia y seguirla dentro de la más
pura ortodoxia; en caso contrario, indica la ley, serán
suspendidos en su magisterio. La Revolución septembrina de
1868, que motivó la caída de Isabel II, afectó profundamente a
la vida cultural del país. Una de las medidas adoptadas por el
nuevo gobierno fue declarar la libertad de enseñanza; el artículo
4.º de la ley de 14 de octubre de 1868 relativa a los planes
pedagógicos determina que «los maestros emplearán los
métodos que crean mejores en el ejercicio de su profesión», y
en virtud del decreto de 21 de octubre del mismo año, el
sistema ortográfico de la Real Academia pierde el principio de
autoridad que le había caracterizado desde 1844. Será preciso
esperar a la Restauración para que vuelva a ser considerada de
derecho la ortografía académica como oficial de la nación.
Alfonso XIII, por Real Decreto de 26 de febrero de 1875, y en el
artículo l.º del mismo, señala: «Quedan derogados los artículos
16 y 17 del Decreto de 21 de octubre de 1868. Volverán a regir
respecto de textos y programas las prescripciones de la Ley de
9 de septiembre de 1857.»
1.3. Las reformas ortográficas en los siglos XIX y XX.- Las
reformas radicales de la ortografía española propuestas en los
siglos XVII y XVIII no tuvieron éxito; por ello cuando, en el
primer tercio del siglo XIX, un gramático tan prestigioso como
Vicente Salvá reflexiona en torno al problema ortográfico en la
parte tercera de su Gramática de la Lengua Castellana según
ahora se habla (1831), adopta una actitud realista. Se
caracteriza Salvá por la mesura y el equilibrio dentro de la línea
que defiende la pronunciación como base ortográfica: «sería de
desear que no hubiese más regla para la ortografía que la
pronunciación: porque es la primera regla de ortografía
castellana según asienta el docto Nebrija, que así tenemos de
escribir como pronunciamos i pronunciamos como escribimos»
(pág. 354). De acuerdo con este principio propone una reforma
paulatina argumentando que «a las mismas personas ilustradas
desagradan y repugnan las grandes novedades ortográficas»
(pág. 354).
En contraposición con la actitud equilibrada de Salvá,
seguida por Mariano Rementería (1839), contrastan las teorías
de los ortógrafos reformistas de la pasada centuria y comienzos
de la actual, que proponen sistemas de escritura en los que
cada fonema es representado solo y exclusivamente por una
letra. Los reformistas españoles de este período vienen
encabezados por Mariano Basomba y Moreno (1837), quien
advierte: «no es el capricho, sino el conbenzimiento de ce las
lenguas deben escribirse según se pronunzian» (pág. 7), lo que
me ha llevado a crear un nuevo sistema ortográfico.
Propuestas de reforma radical fueron formuladas por
Mariano Cubí y Soler (1852), Rafael Monroy (1865), Ezequiel
Uricoechea (1872), Francisco Ruiz Morote (1875), Tomás
Escriche y Mieg (1890), Fernando Araújo (1894), Jimeno Agius
(1896, 1897).
El tema de la ortografía se convirtió en cuestión polémica
en los últimos años del pasado siglo, llegando a preocupar a
uno de los más genuinos representantes de la llamada
Generación del 98, don Miguel de Unamuno, quien aborda el
problema en el artículo Acerca de la reforma ortográfica
castellana(1896). Enjuicia Unamuno con su agudo espíritu
crítico las actitudes extremas, tanto de etimologistas como de
fonetistas, mostrándose partidario de lo que él llama escuela
positivista, representada por Andrés Bello.
Al iniciarse el siglo XIX las posibilidades de que un sistema
de ortografía reformada triunfara eran prácticamente nulas; a
pesar de ello en los primeros años de la centuria se escuchan
aún ecos de las ideas ortográficas que desde Nebrija habían
pugnado inútilmente para que la escritura del castellano sólo
estuviera supeditada, en buena lógica, a la pronunciación del
mismo. Tal es el caso de Onofre Peligro y Valle, que propone
en Nueva ortografía del idioma castellano (1905) un sistema
fonológico, y de Alejandro Juliá (1915) y José Gómez (s. a.).
1.4. Don Julio Casares y las «Nuevas Normas».- Don Julio
Casares merece un lugar de honor en la relación de filólogos
españoles que en los últimos tiempos se han preocupado de la
cuestión ortográfica. Ya en sus primeros escritos sobre el
tema, El fetichismo de la ortografía (1941) y La reforma
ortográfica (1941), expone la necesidad de continuar, sin prisa
pero sin pausa, la tarea de reforma hasta conseguir un sistema
caracterizado por la sencillez y la eficacia, de forma que
cualquier persona que hable con corrección no encuentre
dificultad a la hora de expresarse por escrito. Considera el
principio etimológico como un escollo inútil y argumenta contra
los que lo defienden: «eso de pretender que las letras sirven
para cosa distinta de la representación adecuada de los sonidos
es no sólo ajeno a la finalidad esencial de la escritura, sino
contrario a veces a esa misma finalidad» (La reforma..., págs.
262-263). En 1919 la Real Academia admitió entre sus indivi-
duos de número a don Julio Casares, quien desde el seno de
esta Corporación continuó pugnando para que la idea de la
reforma fuera adquiriendo cuerpo. Sus presupuestos no
encontraron una acogida favorable; sin embargo, la dilatada
presencia del ilustre filólogo en la Academia hizo posible que
cristalizara en ella la idea de la reforma, que si bien no ofreció
soluciones espectaculares, supuso un paso más en la lenta
marcha hacia un sistema ortográfico más coherente.
En 1951 presentó Casares el informe Problemas de
Prosodia y Ortografía en el "Diccionario" y en la "Gramática". El
proyecto pasó a la Comisión Mixta, superando favorablemente
la prueba, y la reforma entró en vigor el 1 de septiembre de
1952. Las Nuevas Normas (1952) tuvieron una amplia
resonancia, especialmente en Hispanoamérica, dando lugar a
una amplia bibliografía sobre el tema, en la que se critica,
elogia o simplemente comenta las reformas sancionadas por la
Real Academia. En el segundo Congreso de Academias de la
Lengua Española, celebrado en Madrid en 1956, se consideraron
las Nuevas Normas, y Casares, en la ponencia número 23 de la
Comisión II, se quejó ante las Academias correspondientes de
que ninguna de estas Corporaciones, excepto la colombiana,
hubieran emitido de forma oficial su juicio en relación con la
reforma, y pide que éstas expresen su conformidad o
disconformidad con cada uno de los puntos, que pueden ser
objeto de controversia en materia de ortografía y prosodia. Tras
las oportunas consultas y realizados los cambios pertinentes, el
texto definitivo de las Nuevas Normas fue declarado preceptivo
a partir del 1 de enero de 1959. Sin embargo, la Academia
continuó publicando su Gramática sin que el apartado
«Ortografía» sufriera nueva redacción. Las modificaciones
resultado de la reforma se indicaban en un apéndice, obligando
así a un incómodo cotejo de textos, que en ocasiones podía
llevar a conclusiones falsas, sobre todo en personas no
especializadas en la materia. A la vista de estos inconvenientes
y de la petición formulada a la Academia en el IV Congreso de
Academias, se publicó en 1969 un tratado
de Ortografía,separado de la Gramática, en el que aparece
coordinada la doctrina tradicional con las recientes
innovaciones; esta doctrina aparece ya incorporada alEsbozo de
una Nueva Gramática (1973).
1.5. La reforma ortográfica en Hispanoamérica.-
La reforma ortográfica en Hispanoamérica se vio motivada por
circunstancias de orden lingüístico, pero favorecida por otras
sociales y políticas. Los iniciadores del movimiento renovador
fueron Andrés Bello y Juan García del Río con el artículo
conjuntoIndicaciones sobre la conveniencia de simplificar y
unificar la ortografía en América (1823). No se muestran
partidarios de las reformas violentas, sino de ir familiarizando
paulatinamente a la sociedad con el empleo de grafías que se
relacionen unívocamente con sonidos pertinentes del habla.
La Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad
de Chile acogió con gran entusiasmo la doctrina ortográfica de
Bello y, tomándola como base, propuso un sistema de escritura
reformada en 1844, que fue reconocido por el Gobierno como
oficial del país. A pesar del esfuerzo realizado por la
Universidad, la reforma no consiguió imponerse; el propio Bello,
como rector, se dirigió al ministro de Instrucción Pública en
1851 para comunicarle que esta institución docente no insistiría
más aconsejando la reforma. Igualmente insinuó Bello que la
enseñanza de la peculiar ortografía chilena fuera suspendida en
las escuelas primarias.
1.5.1. Los «neógrafos».- La cuestión ortográfica volvió a
surgir en Chile durante la última década del siglo XIX por
iniciativa de los llamados «neógrafos», que entran en pugna con
la Academia Española y piden una reforma más radical. Entre
ellos merece ser destacado Rodolfo Lenz, quien, en su
artículo Ortografía castellana (1894), dirige durísimos ataques
contra los miembros de la Academia y pone en tela de juicio la
competencia de los mismos en materia gramatical, afirmando
rotundamente que no existía entre ellos ningún filólogo
consumado y, por tanto, cualquier obra que produjera en este
campo adolecería de imperfecciones graves. Esta situación
quedaba probada, en opinión de Lenz, con la ortografía
académica, cimentada en principios no válidos: «la escritura no
debe ser más que la expresión gráfica, visible, de la palabra
hablada; para este fin se ha inventado, i no para lucir
conocimientos científicos, etimológicos» (pág. 24).
Echeverría y Reyes, con el Prontuario de la ortografía
castellana usada con particularidad en Chile (1895), y Eduardo
de la Barra, autor de unaOrtografía fonética (1897), mantienen,
pese a lo adverso de la situación, la bandera de la reforma.
En 1914 la Facultad de Filosofía y Humanidades propone al
gobierno el abandono a nivel oficial de la ortografía chilena en
favor del sistema preconizado por la Academia Española. Contra
esta idea se levanta la voz de Amunategui y Reyes, que
defiende con toda energía la conservación de un modo de
escribir que consideraba como propio de su país, y le dedica al
tema tres obras: La reforma ortográfica ante nuestros poderes
públicos, ante la Academia Española i ante el buen
sentido (1918), Ortografía razonada (1926) y ¿Cuál es la
ortografía que más favorece a nuestra raza? (1927).
En 1927 volvió a debatirse en los medios oficiales chilenos
la conveniencia de adoptar la ortografía académica como oficial
del país; el ministro de Instrucción Pública presionó ante el
gobierno del presidente Ibáñez con el fin de acelerar el proceso
de unificación ortográfica entre todos los hispanohablantes. El
12 de octubre de 1927 los chilenos, por Decreto del presidente
de la República, se ven obligados a utilizar en la enseñanza y en
los escritos de carácter no personal la ortografía de la Real
Academia Española.
1.6. Los Congresos de Academias y la cuestión
ortográfica.- La Academia de la Lengua Española y las
Correspondientes de los distintos países hispanohablantes
decidieron celebrar reuniones periódicas con el fin de tratar en
ellas los problemas más acuciantes surgidos en torno a la
lengua común. El primer Congreso se celebró en Madrid en
1951, y el sexto y último, hasta ahora, tuvo lugar en 1972 en
Caracas. Una constante en estos Congresos ha sido la lectura de
ponencias relacionadas con la reforma ortográfica por parte de
académicos no pertenecientes a la Española: Adolfo Berro
García (1952 y 1956), Gustavo A. Mejía Ricart (1952), Roberto
Restrepo (1952), Adolfo Tortoló (1960), Celia Mieres (1972).
Incluso se ha dado el caso de que sea toda la Corporación la
que respalde la propuesta; tal es el caso de la ponencia «Cosas
de prosodia y ortografía españolas o hispánicas» (1969),
firmada por la Academia Filipina.
En la Resolución XIV del primer Congreso se pidió a la
Academia Española que «prosiga la reforma de la ortografía
castellana con el propósito de acomodar la voz escrita a la
palabra hablada y de este modo simplificar la escritura y
facilitar el aprendizaje de las reglas»; no obstante, el tema de la
reforma ortográfica no parece que sea preocupación acuciante
entre los actuales académicos de la Española.

2. REPRESENTACIÓN GRÁFICA DE LOS FONEMAS ESPAÑOLES.

2.1. Representación gráfica de los fonemas vocálicos.- Los


fonemas vocálicos /a/, /e/, /o/, /u/, se representan en la
escritura castellana con las grafías a, e, o, u, respectivamente.
Para el fonema /i/ alternan i e y. Se escriben
con y determinadas voces de origen griego por atención al
principio etimológico; contra esta práctica protestaron Antonio
de Nebrija (1492) y Antonio de Torquemada (1552), entre
otros. Por el contrario, López de Velasco, los ortógrafos
etimologistas y la Real Academia, en la primera edición de
su Ortografía (1741), defienden el uso de y en tales casos.
La Academia, en 1741, preceptuó que se escribiera
con y la semiconsonante que forma parte de los diptongos
decrecientes ai, ei, oi, y la vocal del decreciente wi; en 1754
formuló las excepciones a esta regla general, y en 1815
especificó el uso de la y para representar el segundo o tercer
elemento átono de un diptongo o triptongo, respectivamente,
en posición final de palabra. Se escribe igualmente con y el
fonema /i/ cuando funciona como conjunción.
Los sistemas de ortografías fonológicas aparecidos durante
los siglos XIX y XX, y otros reformistas más moderados
rechazaron las soluciones ofrecidas por la Academia para
representar el sonido vocálico i; todos ellos coinciden en
proponer sólo y exclusivamente la grafía denominada i
latina como índice del tonema vocálico, destinando la y
griega para representar en la escritura la articulación palatal
africada. Como principales defensores de esta teoría se pueden
señalar: García del Pozo (1817), García del Río y Andrés Bello
(1823), Basomba y Moreno (1835), Mariano de Rementería
(1839), Juan José Barrera (1841), Juan de Becerril (1881),
Escriche y Mieg (1890), Peligro y Valle (1905), Alejandro Juliá
(1915), Berro García (1956) y Rodolfo M. Ragucci (1956).
2.2. Representación gráfica de los fonemas
consonánticos.- 2.2.1. El fonema no líquido, oral difuso y grave
/b/, se representa gráficamente por medio de las
letras b y v. Respecto al uso de estas dos grafías los tratadistas
han adoptado tres posiciones claramente definidas:
a) Los que relacionan la b y la v con dos sonidos distintos
del habla y, por tanto, remiten a la pronunciación como guía
capaz de indicar con absoluta claridad cuándo debe utilizarse
una u otra grafía. En este grupo hay que distinguir entre los que
no llegan a proponer reglas ortográficas: Antonio de Nebrija
(1492, 1517), Bernabé de Busto (1533), Francisco de Robles
(1533), el Licenciado Villalón (1558), Anónimo de Lovaina
(1559), Juan de Miranda (1566), Juan de la Cuesta (1589),
Mateo Alemán (1609), Miguel Sebastián (1619), Juan Bautista
de Morales (1623), Gonzalo Correas (1625), Nicolás Dávila
(1631), José de Casanova (1650), fray Luis de Matienzo (1671),
Antonio de Alvarado (1718), Pedro Pineda (1726), Ezequiel
Uricoechea (1872) y aquellos que juzgan oportuna la
formulación de normas que ayuden a regularizar en la escritura
el uso adecuado de b y v: Antonio de Torquemada (1552),
Pedro de Madariaga (1565), López de Velasco (1582), Benito
Ruiz (1587), Pérez de Nájera (1604), Francisco Cascales
(1634), Tomás de Cerdaña (1645), L'Abbé de Vayrac (1714),
Pérez Castiel (1726), José Blasi (1751), Benito de San Pedro
(1769) y Mariano José Sicilia (1827).
b) Los que admiten que ambas grafías sólo es posible
relacionarlas con una articulación consonántica, pero a pesar de
ello creen conveniente su presencia en la escritura alegando
razones de etimología y uso: Bravo Grájera (1634), Diego
Bueno (1690), Sánchez Montera (1713), Salvador José Mañer
(1725), Real Academia (esta Corporación admitió la igualación
ortológica b-v en el Diccionario de autoridades de 1726 y en
la Ortografía de 1741; sin embargo, en la Ortografía de 1754
propone que se intente diferenciar b y v en la pronunciación,
asignándole a la primera un valor bilabial oclusivo y a la
segunda fricativo. No volvió a reconocer plenamente la igua-
lación hasta la Gramática de 1911. Las primeras reglas
orientadoras para el uso de la baparecieron en el Discurso
Proemial de 1726 y fueron completadas en las ediciones de
la Ortografía de 1754, 1770, y Gramática de 1870. Con relación
a lav propuso reglas en la Ortografía de 1754, con
modificaciones en la de 1815, Prontuario de 1844
y Gramática de 1870), José del Rey (1743), García del Pozo
(1825), Andrés Bello (1835), Felipe Macías (1859) Tomás
Hurtado (1864) y Gómez de Salazar (1870).
c) Y la de aquellos que, tras denunciar la igualación, bien
aconsejan que se elija la grafía de acuerdo con el uso; tal es el
caso de Ambrosio de Salazar (1627); que se escriba
indistintamente b y v, como propone Juan de Villar (1651), o
que se excluya la v del alfabeto español, teoría en la que
coinciden Basomba y Moreno (1835), Cubí y Soler (1852),
Rafael Monroy (1865), Juan de Becerril (1881), Escriche y Mieg
(1890), Fernando Araújo (1894), Eduardo de la Barra (1897),
Jimeno Agius (1896), Peligro y Valle (1905), Roberto Restrepo
(1951), Adolfo Tortoló (1960) y Celia Mieres (1974).
Entre los tratadistas consultados que
igualan b y v proponiendo consecuentemente la utilización de
una sola grafía, sólo el padre Lorenzo de Hervás y Panduro
(1795) es partidario de conservar la v y excluir la b.
2.2.2. En el castellano hasta finales del siglo XVI existían
dos fonemas /s/ africado dental sordo y /z/ africado dental
sonoro, representados gráficamente por ça, ce, ci, ço, çu y za,
ze, zi, zo, zu, respectivamente. Esta es la doctrina que se
desprende de los tratados de Antonio de Nebrija (1492),
Bernabé de Busto (1533), Francisco de Robles (1533), Juan de
Valdés (1535), Antonio de Torquemada (1552), Anónimo de
Lovaina (1555), Anónimo de Lovaina (1559), Pedro de
Madariaga (1565), López de Velasco (1582), Benito Ruiz
(1585), Juan de la Cuesta (1589), Mateo Alemán (1609). Pero a
consecuencia de los cambios fonéticos que alteraron de forma
tan profunda el consonantismo español, tras un período de
confusión, desapareció la oposición distintiva sorda/sonora que
los caracterizaba en favor de la articulación sorda; nos dan
testimonio de este hecho Jiménez Patón (1614), Gonzalo
Correas (1625), Juan de Villar (1651), Sánchez Montero (1713).
Los tratadistas en su mayoría se mostraron reacios a admitir la
igualación y continuaron aconsejando el uso de las
gráficas c, ç, z de acuerdo con una pronunciación inexistente:
Miguel Sebastián (1619), Juan Pablo Bonet (1620), Cristóbal
Bautista de Morales (1623), Ambrosio de Salazar (1627), Juan
de Robles (1631), Damián de la Redonda (1640), Sánchez
Arbustante (1672), Pérez Castiel (1727).
La Real Academia, en el Diccionario de
Autoridades (1726), mantiene dos actitudes contradictorias
respecto a la pronunciación de c y z. En elDiscurso
Proemial, tras admitir la igualación, prescindió de la ç y
conservó c (ce ci) y z (za, zo, zu). En la misma obra considera
estas grafías índice de dos sonidos distintos, como se desprende
de las descripciones ofrecidas al principio de los capítulos en
que trata las voces que comienzan por c y por z(describe
la z como más áspera y fuerte que la c). Idéntica opinión
sostuvo en 1827 Mariano José Sicilia, y en 1872 Ezequiel de
Uricoechea, quienes pretendieron que volviera a incorporarse
la ç al alfabeto castellano. En la Ortografía de 1741 se reafirma
la Academia en el criterio de igualación, pero en la edición de
1815 volvió a defender la distinción, siendo preciso esperar a
la Gramática de 1880 para que la Academia excluya totalmente
cualquier alusión a una posible diferencia.
Los ortógrafos partidarios de un sistema de escritura que
responda únicamente al principio de pronunciación han tratado,
a lo largo de los siglos XIX y XX, que la z se especialice como
representante única de la articulación fricativa interdental
sorda, siguiendo en este sentido a Gonzalo Correas (1625). Tal
es el caso de Gracia del Río y Andrés Bello (1823), Basomba y
Moreno (1835), D. A. M. de Noboa (1839), Mariano de
Rementería (1839), Cubí y Soler (1825), Rafael Monroy (1865),
Ruiz Morote (1875), Juan de Becerril (1881), Tomás Escriche y
Mieg (1890), Fernando Araújo(1894), Eduardo de la Barra
(1897), Jimeno Agius (1896), Peligro y Valle (1905), Adolfo
Berro García (1956) y Adolfo Tortoló (1960).
2.2.3. De entre las grafías que se distribuyeron
primitivamente la representación del fonema palatal africado
sordo de creación romance /c/ el uso seleccionó ch. Este
grafema complejo fue aceptado por la casi totalidad de
tratadistas; a modo de ejemplo puede citarse a Antonio de
Torquemada (1552), Anónimo de Lovaina (1555), el Licenciado
Villalón (1558) Anónimo de Lovaina (1559), López de Velasco
(1582) y Real Academia. Sin embargo, ya Antonio de Nebrija,
en la Gramática (1492), y más concretamente en el cap. VI,
«Del remedio que se puede tener para escribir puramente cas-
tellano», argumenta acerca de la conveniencia de buscar una
grafía distinta de ch para representar el nuevo sonido romance,
dado que al indicarlo en la escritura con letras que de por sí
tienen ya una función determinada en la ortografía española, se
quebranta el principio de Quintiliano: una letra para cada
sonido. Nebrija es consciente de la dificultad que supone toda
reforma ortográfica y de la necesidad de que exista un principio
de autoridad aceptado por todos para que ésta se lleve a feliz
término; no se decide a iniciarla personalmente, sino que indica
una solución provisional: «I mientras para ello no interviene la
autoridad de Vuestra Magestad o el común consentimiento delos
que tienen poder para hacer el uso, sea la ch con una tilde
encima» (pág. 25). Pedro de Madariaga es el primer tratadista
que recoge la idea lanzada por Nebrija y propone incluir una
nueva letra en el alfabeto, «pues diversa pronunciación y es
bien acomodada la c, al revés desta manera Y si los maestros
de leer la ponen en sus abedecedarios causarán grande
elegancia y provecho» (págs. 83-84). Esta misma solución sería
propuesta en 1609 como original por Mateo Alemán. Benito Ruiz
(1587) y Gonzalo Correas (1625) consideraron que, dado que
las letras c-h integrantes de la compleja ch pierden el valor que
como independientes les caracteriza en favor de la nueva
unidad grafémica, es conveniente que este hecho se indique en
la escritura, fusionando las dos simples. Nuevas propuestas y
en la mima línea que las anteriores fueron formuladas en el
siglo XIX por D. A. M. de Noboa (1839), Escriche y Mieg (1890)
y Fernando Araújo (1894).
2.2.4. El fonema oclusivo dental sonoro /d/ se indica en la
escritura mediante la grafía d en todos los casos. Se han
ocupado de este grafema y del valor fónico que representa,
entre otros: Antonio de Nebrija (1492), Antonio de Torquemada
(1552), Anónimo de Lovaina (1559), López de Velasco (1582),
Mateo Alemán (1609), Jiménez Patón (1614), Juan Pablo Bonet
( 1620), Gonzalo Correas (1625), Ambrosio de Salazar (1627),
Pedro Pineda (1726) y la Real Academia. Fray Andrés Flórez
(1552) incluye en el alfabeto la forma δ como alógrafo
de d, advirtiendo que debe utilizarse en medio y fin de parte y
nunca al principio. Es probable que relacionara la grafía δ con
un sonido peculiar de la d, aunque no lo indica.
2.2.5. El grafema f es índice ortográfico del fonema no
líquido, oral, difuso y grave /f/, si bien en ocasiones y por
respeto al principio etimológico se llegó a escribir ph en voces
de origen griego. Esta práctica fue censurada por un número
considerable de ortógrafos españoles: Juan de Valdés (1535),
Antonio de Torquemada (1552), el Licenciado Villalón (1558),
Anónimo de Lovaina (1559), Pedro de Madariaga (1565), Benito
Ruiz ( 1587), Mateo Alemán (1609), Jiménez Patón (1614),
Gonzalo Correas (1625), Antonio de Bordazar (1727); aunque
otros la recomendaron: López de Velasco (1582), Bravo Grájera
(1634) y la Real Academia desde 1726 hasta 1803.
2.2.6. El fonema líquido, oral, denso y grave /g/ del
castellano venía representándose tradicionalmente por medio de
la grafía g (ga, go, gu) y de gu(gue, gui). Tanto Nebrija (1492)
como Antonio de Torquemada (1552) indicaron la conveniencia
de simplificar el uso de la g, con el fin de que este grafema
quedara especializado como representante del sonido velar
sordo. La propuesta no tuvo eco en el siglo XVI y fue preciso
esperar a la siguiente centuria para que Mateo Alemán (1609)
insistiera en la necesidad de especificar y fijar adecuadamente
el empleo de esta letra.
La fuerza del uso pudo más que las propuestas de reforma
y la doctrina tradicional fue defendida en sus tratados por López
de Velasco (1582), Juan Sánchez (1586), Benito Ruiz (1587),
Jiménez Patón (1614), Ambrosio de Salazar (1627), Juan de
Robles (1631), Damián de la Redonda (1640), Sánchez Montero
(1713), Félix de Alvarado (1718), Salvador J. Mañer (1725),
Real Academia Española (en todas sus publicaciones), Gómez
Gayoso (1743), Rodríguez de Aumente (1770), Juan J. Barrera
(1841), Vicente Salvá (1852), etcétera.
Durante los siglos XIX y XX, Y por tercera vez en la
historia de la ortografía, un nutrido grupo de tratadistas
pretenden especializar la g como índice de un solo valor fónico.
En este sentido se declaran Andrés Bello y García del Río
(1823), si bien consideran oportuno que en la primera etapa de
la reforma se continúe utilizando la u muda antes de e, i, para
prescindir de ella más tarde. Idéntica opinión sostiene el doctor
D. A. M. de Noboa (1839). Estas actitudes suponen una
excepción dentro de la postura adoptada por los restantes
autores de ortografías fonológicas, los cuales prefieren imponer
la reforma en su totalidad desde el principio, como lo
demuestran las declaraciones formuladas al respecto por
Basomba y Moreno (1835), Mariano de Rementería (1839),
Rafael Monroy (1865), Juan de Becerril (1881), Escriche y Mieg
(1890), Eduardo de la Barra (1897), Peligro y Valle (1905),
Alejandro Juliá (1915), Berro García (1965), Rodolfo M. Ragucci
(1956).
2.2.7. Las grafías g (ge, gi) y j (ja, je, ji, jo, ju)
respondían originariamente a una articulación fricativa sonora,
en tanto la x se relacionaba con una consonante palatal fricativa
sorda, como lo demuestran los datos facilitados por Antonio de
Nebrija (1492), Antonio de Torquemada (1552), Licenciado
Villalón (1558), Anónimo de Lovaina (1559), Pedro de
Madariaga (1565), López de Velasco (1582), Juan Sánchez
(1586) y Benito Ruiz (1587). Pero a fines del siglo XVI, y tras la
lógica etapa de confusión originada por el proceso que igualó
ambas consonantes, al desaparecer el rasgo de sonoridad en el
antiguo fonema /z/, se produjo un estado de vacilación
ortográfica en el que los tratadistas más acordes con el principio
de pronunciación intentaron poner orden: Mateo Alemán (1609)
propuso la i como índice de la consonante que había sobrevivido
a los cambios fonéticos, en tanto Gonzalo Correas (1630) creyó
más oportuno utilizar la x.
A pesar de la clara denuncia de igualación formulada por
Alemán y Correas, muchos de los tratadistas del siglo XVII
continuaron sosteniendo la antigua distinción y,
consecuentemente, aconsejando el empleo de las tres grafías
afirmadas por el uso. Tal es el caso de Ambrosio de Salazar
(1627), Juan de Robles (1631), Francisco Cascales (1634) y
Damián de la Redonda. De una forma paulatina la realidad
lingüística se fue imponiendo y los ortógrafos acomodaron su
teorías a la pronunciación eliminando la x y conservando g (ge,
gi) y j en atención al uso: Tomás de Cerdaña (1645), Sánchez
Arbustante (1672), Antonio Bordazar de Artazú (1728); sin
embargo, hubo tratadistas que por llevar el principio de origen y
uso a sus últimas consecuencias continuaron aconsejando el
empleo de la x; en este sentido se manifiestan: Sánchez
Montero (1713), Salvador J. Mañer (1725), Pérez Castiel,
Gómez Blasi (1751). El representante más prestigioso de este
grupo fue la Real Academia, que en el Discurso Proemial de
1726 dio reglas para el uso de g, j, x, reglas que sufrieron
modificaciones en las ediciones de la Ortografía de 1741 y 1754.
En 1815 la Academia sólo mantuvo el uso de x en posición final,
caso relox, box, carcax; en el Prontuario de 1844 se suprimen
estas excepciones. En la Gramática de 1870 y 1880 completó
las reglas ortográficas respecto al empleo de g y j, sin que
después haya vuelto esta Corporación sobre el tema. Mención
aparte merece el actual uso de la x en voces como México,
Texas yOaxaca.
Los autores de ortografías reformadas aparecidas en los
siglos XIX y XX no aceptaron la doctrina académica de
utilizar g (ge, gi) y j para indicar en la escritura la articulación
consonante velar fricativa sorda, recomendando todos ellos que
se escriba únicamente con j: Andrés Bello y García del Río
(1823), García del Pozo (1825), Basomba y Moreno (1835), D.
A. M. de Noboa (1839), Mariano de Rementería (1839), Cubí y
Soler (1852), Rafael Monroy (1865), Ruiz Morote (1875), Muñoz
Tebar (1875), Juan de Becerril (1881), Escriche y Mieg (1890),
Eduardo de la Barra (1897), Jimeno Agius (1896), Peligro y
Valle (1905), Amunategui Reyes (1920), Berro García (1956),
Rodolfo M. Ragucci (1965), Serrano Sánchez (1958) y Adolfo
Tortoló (1960).
2.2.8. El fonema no líquido, oral, denso y grave /k/ se
representaba normalmente por medio de las grafías c, qu, y en
casos aislados por k y la grafía latinizante ch. De esta situación
nos da ya noticias explícitas don Enrique de Villena en El Arte de
Trovar. Antonio de Nebrija (1492) plantea el problema e intenta
buscar la solución más acertada. Con el firme propósito de sim-
plificar la ortografía castellana, propone que la función que
hasta ese momento se había adjudicado a cuatro grafemas sea
desempeñada en lo sucesivo únicamente por la
letra c, argumentando en su favor: «Porque de la k ninguna
duda, sino que es muerta; en cuio lugar, como dize Quintiliano,
sucedió la c, la cual igual mente traspassa su fuerza a todas las
vocales que se siguen. De la q no nos aprovechamos sino por
voluntad, por que todo lo que agora escrivimos con q podríamos
escrivir con c, maior mente si a la c no le diessemos tantos
oficios cuantos agora le damos» (págs. 21-22). La propuesta de
reforma formulada por Nebrija no tuvo éxito, y el uso de las
grafías c y qu permanecía sin fijar en 1535, según los datos que
nos proporciona Juan de Valdés. Antonio de Torquemada (1552)
indica que debía utilizarse la c en las
cambinaciones ca,co, cu y qu ante e, i, interponiendo entre la
consonante y dichas vocales una u muda; de idéntica opinión es
Licenciado Villalón (1558) y la mayoría de los tratadistas de
esta época. Mateo Alemán (1609) acepta la distribución de
grafías anteriormente expuestas, pero con la condición de que
se elimine de la escritura la u muda de que, qui. Gonzalo Co-
rreas (1630) rompe con la tradición que venía rechazando el
empleo de la k y propone esta grafía como único representante
en la escritura del sonido oclusivo velar sordo. La reforma no
pudo vencer la fuerza del uso, si bien éste no era ni general ni
constante en relación con el problema ortográfico que nos
ocupa, y así continuó hasta el siglo XVIII, en que la Academia
intentó poner orden: en la Ortografía de 1741 dictó normas
sobre e! empleo de c, q, k, que fueron completadas en la
edición de 1754 y reformadas en 1815, siendo las preceptivas
en la actualidad.
Los ortógrafos reformistas durante el siglo pasado y el
actual han adoptado tantas soluciones como grafías se habían
repartido la función de representar en las escritura el fonema
/k/: Basomba y Manero (1835) aconseja que se escriba
siempre c; D. A. M. de Noboa (1839) coincide con el criterio
propuesto por García del Río y Andrés Bello (1823) de utilizar
la q; el grupo más numeroso opta por la solución defendida en
1630 desde Universidad de Salamanca por Gonzalo Correas; lo
constituyen Juan de Becerril (1881), Eduardo de la Barra
(1897), Peligro y Valle (1905), Alejandro Juliá (1815) y Rodolfo
M. Ragucci (1956).
2.2.9. La grafía l es índice en la escritura del fonema
líquido lateral difuso /l/. La grafía cultista ll no fue aceptada por
los ortógrafos españoles, ni siquiera por aquellos que han tenido
en cuenta el principio etimológico: López de Velasco (1582) y la
Real Academia en 1741 ya la reprueban, dado que puede
confundirse con el valor de /l/ asignado en castellano a este
grafema complejo.
2.2.10. El fonema consonántico líquido, lateral y denso /l/,
de creación romance, se representa en la lengua escrita
mediante la grafía compleja ll, según uso universal y constante.
Así lo indican en sus tratados Antonio de Torquemada (1552), el
Licenciado Villalón (1558), Anómino de Lovaina (1559), López
de Velasco (1582), Mateo Alemán (1609), Antonio de Bordazar
(1730), Real Academia (1741, 1754, 1815). Antonio de Nebrija
(1492) y Gonzalo Correas (1630) formularon propuestas de
reforma; el primero, simplificando la grafía, «quitemos el pie a
la segunda», y el Maestro extremeño, indicando que se
escribieran las dos grafías unidas mediante una raya. En el siglo
XIX volvieron algunos ortógrafos a insistir en la conveniencia de
la reforma: Basomba y Moreno (1835), D. A. M. de Noboa
(1839) y Mariano de Rementería (1839) ofrecen,
respectivamente en sus tratados como solución las letras L, Δ,
l’.
Los hablantes «yeístas», al igualar en la pronunciación los
fonemas /y/ y /l/, no pueden recurrir al habla para determinar
cuándo es preciso utilizar la grafía ll. El primer tratadista que se
hizo eco del problema ortográfico originado por este modo de
pronunciación fue Mariano José Sicilia (1828), quien propuso
reglas orientadoras en este sentido. Con posterioridad a Sicilia
sólo hemos encontrado dos autores que se detienen en dar
normas respecto al uso de las grafías ll - y; Amenodoro
Urdaneta (1876) y Gómez de Salazar (1876).
2.2.11. Mediante la letra m se representa gráficamente el
fonema nasal, difuso y grave /m/, siendo suficiente con atender
a la pronunciación para utilizarla adecuadamente, si
exceptuamos aquellos casos en que por aparecer p o b puede
confundirse su sonido con el de la articulación alveolar nasal
sonora n. Juan de Valdés (1535) indica que él antes
de p y b pronuncian n: «Bien sé que el latín quiere la m, y que a
la verdad parece que está bien, pero como no pronuncio
sino n, suelo ser descuidado en esto, y assi, por cumplir con la
una parte y con la otra, unas vezes escrivo m y
otras n» (páginas 83-84). Antonio de Torquemada (1552) y
López de Velasco (1582) no se muestran satisfechos con las
razones dadas en su tiempo para que se escriba m en vez
de n antes de p y b; no obstante, aceptan esta costumbre
atendiendo al principio de uso. Licenciado Villalón (1558),
Anónimo de Lovaina (1559) y Benito Ruiz (1587) aceptan sin
comentarios la doctrina tradicional.
Mateo Alemán (1609) rechaza el empleo de m antes
de p y b y en la misma línea se encuentra Gonzalo Correas
(1630), quien indica que «fue para el griego antoxo, para el
latino deskuerdo, aunke, eskusable, rrezibirlo para nosotros
engaño» (pág. 58); tras la afirmación tajante pasa a exponer
las razones que, en su opinión, invalidan esta norma en
castellano: «no basta que parezka ke suena m ante b, p ke lo
mesmo pareze en diversas diziones konkurrentes, en baxo un
pollo. I komo aki no se á de mudar, tanpoko alli: ke no ái mas
rrazon en medio de dizion, ke entre divisas, pues tan xuntas se
pronunzian, komo una dizion» (pág. 26). Navarro Tomás ha
comprobado en sus estudios de pronunciación española que en
contacto con las consonantes p, b iniciales de palabra la n final
de una palabra anterior se pronuncia corrientemente m, sin que
en este sentido pueda advertirse diferencia alguna entre
expresiones comocon padre y compadre, pronunciadas
ambas kompadre. Esta afirmación viene a dar la razón a
Correas, que consideraba idénticas ambas pronunciaciones y
que, por tanto, no aceptaba el hecho de escribirlas con grafías
distintas.
Los tratadistas del siglo XVII no se ponen de acuerdo en el
problema que nos ocupa: mientras Juan de Robles (1631) alude
a la costumbre de escribirm antes de p, b, m, si bien no la
considera cuestión fundamental, llegando a admitir que se
escriba n, Francisco Cascales (1634) aconseja como preceptivo
el uso de m en los tres casos indicados. Otros autores como
Tomás de Cerdaña (1645), José Casanova (1650) y Sánchez
Arbustante (1672) aceptan escribir m ante p, b, pero no
ante m. Juan de Villar (1651), más radical, se opone a la
costumbre de escribir m antes de p, b, m. La Real Academia, en
laOrtografía de 1741, preceptúa que se escriba m antes
de h, p, m, argumentando que «aunque no se conserve con
todo rigor el sonido de la m, de alguna manera se pronuncia»
(pág. 182); en la Gramática de 1770 cambia de criterio y decide
que ante m siempre se escribe n. En el Prontuario de 1844
incluye la Academia una nueva norma reguladora del uso
de m, indicando que «también suele preceder inmediatamente a
la n, como indemne, himno, alumno»(pág. 12). La Gramática de
1880 completa las reglas sobre la m en los siguientes puntos:
1) Debe escribirse m antes de v en caramvobis; esta norma
sólo tuvo validez hasta 1917. 2) La m en ciertas palabras es
letra inicial precediendo inmediatamente a la n, como
en mneumotécnica; las Nuevas Normas de 1952 establecieron
que en este tipo de voces se admitirían las grafías sin m, junto
a mn, registrándose en el Diccionario formas dobles, cada una
en su correspondiente lugar alfabético.
2.2.12. El fonema nasal difuso y agudo /n/ se indica en la
escritura, según uso general y constante, con la grafía n. La
corriente ortográfica española de tradición latinizante introdujo
el uso de escribir doble n en aquellas voces que originariamente
la tenían. Esta costumbre fue criticada por un autor tan poco
sospechoso de reformista como López de Velasco (1682). La
Real Academia, en el Discurso Proemial de 1726, y debido al
criterio etimologista que animó a la primera publicación de esta
corporación en materia ortográfica, propuso reglas para el
empleo de la doble n. En la Ortografía de 1754 redujo la
Academia el número de voces que en su opinión admitían la
grafía doble, dando como norma ortográfica que se atendiera a
la pronunciación.
2.2.13. Para representar originariamente en la escritura el
fonema nasal denso /n/ de creación romance se utilizaron varias
grafías (ni, in, ng, nig, n, nn, ñ), pero el uso seleccionó la ñ. La
teoría expuesta por Nebrija se ve condicionada por la tradición
lingüística: en primer lugar no incluye la ñ como letra del
alfabeto afirmando, en la Gramática (1492), que la n tiene un
oficio «ageno» cuando se utiliza en la escritura «doblado o con
la tilde encima, que suena en las primeras letras destas
diciones, ñudo, ñublado o en las siguientes desta saño,
señor». En la Ortografía (1517) sostiene idéntica teoría y da los
mismos ejemplos, pero escritos con nn. El autor Anónimo de
Lovaina de 1559 es el primero entre los tratadistas consultados
en considerar a la ñ como letra con valor propio e
independencia de la n, con la que hasta entonces se le había
venido relacionando. En 1587 Benito Ruiz propone que la
articulación nasal sonora se indique en la escritura mediante
dos nn trabadas y unidas por arriba, en tanto Gonzalo Correas
(1630) aconseja que la tilde debe quedar unida al resto de la
grafía mediante una pequeña raya. Ninguna de las dos
aportaciones obtuvo el respaldo del uso.
2.2.14. El fonema no líquido oral difuso y grave /p/ se
indica gráficamente mediante la letra p, siendo, por tanto,
suficiente con atender a la pronunciación para su correcta
escritura. Sólo ha ocasionado problema ortográfico la escritura
del grupo ps-, grupo que la lengua hablada había simplificado,
pero que determinados sectores inmovilistas en materia
ortográfica parecían añorar. La Academia, en la Ortografía de
1741, no se mostró muy exigente en relación con este punto:
«no es grande error ni reprehensible falta de omitir la p, para
nosotros ociosa, aunque hace bien quien sabiendo el origen,
copia legalmente sin desfigurar la voz» (págs. 184-185). Esta
actitud de tolerancia absoluta no la mantuvo la Academia por
mucho tiempo; en 1754 indica algunas voces del
tipo pseudoprofeta que debían escribirse con ps-
. La Ortografía de 1815 suprime las observaciones referidas al
uso de la p inicial seguida de consonante, de donde se deduce
que no preceptuaba el empleo de esta grafía en dicha
circunstancia. Sin que haya aparecido en publicaciones
posteriores de la Academia norma alguna al respecto, se ha
visto incrementado el Diccionario con voces que se mantienen
fieles a su forma gráfica originaria. LasNuevas Normas (1952)
dictaminan la convivencia en el léxico de la Academia de formas
dobles del tipo pseudo/seudo, psicología/sicología,
psicosis/sicosis.La Ortografía de 1969 recoge esta innovación
advirtiendo que considera preferible conservar la p.
2.2.15. Las grafías r, rr se reparten en castellano la
función de representar en la escritura a los fonemas líquido,
vibrante, flojo /r/ y líquido, vibrante, tenso /r/ con arreglo a la
siguiente distribución; -r-, -r para el flojo y -rr- (posición
intervocálica), r-, -r- para el tenso (en posición inicial o interior
tras n,1, s). El primer tratadista entre los consultados que no
acepta en su totalidad el empleo de las grafías r y rr y como el
uso las había fijado es Juan Martín Cordero (1556), quien cree
conveniente que tras consonante y en posición interior de
palabra el fonema /r/ se indique mediante la grafía com-
pleja rr. Benito Ruiz (1587) y Gonzalo Correas (1630) coinciden
en la idea de que se escriba la articulación simple con la grafía
sencilla y la múltiple con doble rr, cualquiera que sea su
posición en el grupo fónico, pero de forma que los dos signos
queden unidos. Mateo Alemán (1609) prefiere conservar
la r para la consonante múltiple y utiliza una nueva grafía, 2
para la simple.
La Real Academia, ya en el Discurso Proemial de 1726,
se muestra partidaria de seguir en este punto las normas
consolidadas por el uso general, si bien fue perfeccionando su
teoría en las ediciones de la Ortografía de 1741, 1754 y de
la Gramática (1870). En relación con la grafía latinizante rh de-
fendida por Bravo Grájera (1634), la Academia se muestra
partidaria de admitirla en la Ortografía de 1741 (en casos
como rheúma, rhitmo, rhemero); sin embargo las rechaza en la
de 1754.
Nuevos intentos de reforma en torno al uso de la
grafía r y rr han tenido lugar en los siglos XIX y XX; Mariano de
Rementería (1839) aporta la solución que estima más
conveniente para representar el sonido múltiple siempre con r y
el simple con r. Juan de Becerril (1881) y Echeverría y Reyes
(1895) coinciden en que se especifique la rr como única grafía
válida para indicar la vibrante múltiple. Basomba y Moreno
(1835), D. A. M. de Noboa (1839), Rafael Monroy (1865), Ruiz
Morote (1875), Ezequiel Uricoechea (1872), Peligro y Valle
(1905) están de acuerdo con la anterior propuesta, si bien
optan por simplificar la grafía rr en r.
2.2.16. Hasta finales del siglo XVI el castellano contaba en
su sistema consonántico con una s sorda /s/ y otra sonora /z/.
Para la perfecta ortografía de estos fonemas era suficiente con
atender a la pronunciación; la s sonora se escribía siempre con
la grafía sencilla; por el contrario, la articulación sorda era
representada en posición intervocálica con -ss- y en posición
inicial y final con s. Este uso lo atestiguan Antonio de Nebrija
(1517), Francisco de Robles (1533), Juan de Valdés (1535),
Antonio de Torquemada (1552), Licenciado Villalón (1558),
Anónimo de Lovaina (1559), López de Velasco (1582) y Juan
Sánchez (1586).
Al perder el fonema /z/ el rasgo distintivo de sonoridad,
ambas articulaciones se igualaron y, consecuentemente, fue
preciso efectuar un reajuste ortográfico en el que se prescindió
del grafema complejo ss. El primer tratadista que acogió y
defendió la reforma fue Mateo Alemán (1609), seguido de
Gonzalo Correas (1630). La Real Academia en el Discurso
Proemial (1726), pese a admitir la igualación de las dos
consonantes, mantiene la antigua y desfasada distribución de
grafías en la escritura y dicta reglas indicadoras de los casos en
que debía escribirse ss. En la Ortografía de 1763 decide la Aca-
demia suprimir la ss alegando que su uso es contrario a la
pronunciación.
Otra cuestión que en su afán etimologista ocupó a la
Academia fue la de la s líquida: en el Diccionario de
Autoridades (1726) acordó escribir con slíquida las voces que
comenzaran por sc-, sm-, sto; la Ortografía de 1741 suprime la
norma de 1726 y sólo indica que debe escribirse s líquida en los
nombres extranjeros; en 1754 ofrece como
ejemplos Stonhop y Stokolmo, y en la edición de 1815 suprime
el empleo de s líquida.
La grafía x responde al valor histórico de es, pero en
español sólo se ajusta al valor literal que este punto representa,
en casos muy marcados de dicción culta y enfática en
pronunciación corriente se pronuncia como una simple s. Ya
Nebrija (1492), y con él la mayoría de ortógrafos españoles, se
mostró contrario a admitirla con este valor en la escritura del
castellano. En favor de la x actuaron los ortógrafos
etimologistas que poco a poco fueron introduciendo su uso, y
sobre todo la Academia, que la admitió en la Ortografía de
1741, preceptuando que se pusiera sobre la vocal siguiente un
acento circunflejo para no confundirla con la consonante
gutural. Esta norma tuvo vigencia hasta 1815, que al excluir de
la escritura castellana la x con valor de j se hizo innecesario el
acento circunflejo. En la Ortografía de 1815 la Academia
permitió que se pudieran escribir con s voces que hasta ese
momento habían conservado en el léxico académico la
grafía x, como estranjero, estraño, estremo. Esta actitud duró
muy poco; en el Prontuario (1844) rectifica en los siguientes
términos; «con mejor acuerdo ha creído que debe mantenerse
el uso de la x en los casos dichos, por tres razones; la primera,
por no apartarse sin utilidad notable de su etimología; segunda,
por guzgar que que só color de suavizar la pronunciación
castellana de aquellas sílabas se desvirtua y afemina; tercera,
porque con dicha sustitución se confunden palabras de distinto
significado, como los valores expiar y espiar, que significan cosa
muy diversa» (pág. 17). La doctrina académica sobre el uso de
la x, a pesar de que es aceptada por la totalidad de
hispanohablantes, tuvo sus detractores; entre ellos, Eduardo de
la Barra (1897), quien especifica que dado que es un signo para
dos sonidos debe descomponerse en sus elementos, y como
consecuencia propone las tres reglas siguientes: «1. Si la x se
encuentra entre vocales debe escribirse ks, eksistir; 2. Si sigue
consonante pierde la k, estranjero, espósito; 3. Si termina en
vocal suena ks, omniks, duks, feniks» (pág. 53). Peligro y Valle
(1905) sigue la teoría expuesta por De la Barra en las dos
primeras reglas.
2.2.17. El grafema t es índice en la escritura española del
fonema no líquido oral difuso y agudo /t/, si bien en algunas
voces y por atención al principio de origen se ha
utilizado th, grafía duramente atacada por Gonzalo Correas
(1630), pero admitida, entre otros, por López de Velasco (1582)
y la Real Academia, que la aconsejó desde 1726 a 1754.
2.2.18. El fonema no líquido, denso y agudo y se
representa ortográficamente mediante la grafía y, según una
tradición que viene atestiguada por Antonio de Nebrija (1915),
Alejo Vanegas (1531), Juan de Valdés (1535), López de Velasco
(1582), Mateo Alemán (1609), Jiménez Patón (1614) Y la Real
Academia. Gonzalo Correas (1630) identificó la consonante
palatal fricativa con la i semiconsonante, primer elemento
constitutivo de los diptongos crecientes ia, ie, io, iu, y
consecuentemente indicó que se escribiera con i latina. Idéntica
teoría sostuvo en 1875 González Valdés. En aquellos casos en
que la articulación palatal fricativa sonora procede de la
consonantización del primer elemento del diptongo ie se indica
ortográficamente por medio de hi-,aunque la Academia admite
formas dobles como hiedra/yedra, hierba/ yerba.

3. LA GRAFÍA «H» EN LA ESCRITURA DEL ESPAÑOL.

La grafía h se ha utilizado en la escritura española con tres


valores distintos: 1. La h etimológica de origen latino, que no
responde a particularidad fónica alguna. 2. La h signo de
aspiración, producto de la evolución fonética de la f inicial
latina, a la que hace referencia Antonio de Nebrija (1492), Alejo
de Vanegas (1531), Bernabé de Busto (1533), Francisco de
Robles (1533), Juan de Valdés (1535), Antonio de Torquemada
(1552), Licenciado de Villalón (1581), Anónimo de Lovaina
(1559), Pedro de Madariaga (1565), López de Velasco (1582),
Juan Sánchez (1586), Benito Ruiz (1587), Simón Abril (1590),
Pérez de Nájera (1604), Mateo Alemán (1609), Sebastián de
Covarrubias (1611), Jiménez Patón (1614), Miguel Sebastián
(1619), Juan Pablo Bonet (1620), Bautista de Morales (1623),
Ambrosio de Salazar (1627), Gonzalo Correas (1630), José de
Casanova (1630), Bravo Grájera (1634), Damián de la Redonda
(1640), Tomás de Cerdaña (1645). 3. La h ante -ie, -ue, que si
en principio fue diacrítica, para indicar que las grafías i, u no
poseían valor consonántico, sino el propio de los primeros
elementos de los diptongos citados, más tarde se especializó
como representante de los fonemas /y/ y /wa/,
respectivamente. La existencia del fonema /wa/ viene
atestiguada ya por Juan de Valdés (1535) y Licenciado Villalón
(1558). Correas determinó (1630) que se indicara en la
escritura mediante la señal del lene o aún mejor por medio de
la grafía g. Ezequiel de Uricoechea (1872) propuso sustituir el
grupo hue- porwe-; Mariano de Rementería, en 1839, por úe-, y
Escriche y Mieg (1890), por üe.
Los tratadistas españoles consultados defienden el valor
de la h aspirada de una forma continua, desde Nebrija (1492)
hasta Félix Antonio de Alvarado, en 1718, si exceptuamos a
Francisco Sobrino (1697). Creemos que la fecha de desaparición
real de la h aspirada, como fenómeno característico del español,
no coincide con la proporcionada por los ortógrafos de finales
del siglo XVII y principios del XVIII, ya que la Real Academia en
1726 y Antonio de Bordazar dos años más tarde confirman la
teoría sostenida por Sobrino en 1697.
La Real Academia, lejos de prescindir de la h, al
comprobar que ésta había de dejado de indicar una aspiración,
determinó que continuara escribiéndose juntamente con la h de
origen latino. Esta determinación ha suscitado graves protestas,
especialmente en la voz de los ortógrafos reformistas que han
pretendido, sin llegar a conseguirlo, que se excluya la h del
alfabeto castellano: Rafael Monroy (1865), Ruiz Morote (1875),
Juan de Becerril (1881), Fernando de Araujo (1894), Escriche y
Mieg (1890), Eduardo de la Barra (1897), Jimeno Agius (1896),
Peligro y Valle (1905), Alejandro Juliá (1915), Berro García
(1956), Adolfo Tortoló (1960), Academia Filipina (1960) y Celia
Mieres (1974).

4. REPRESENTACIÓN GRÁFICA DEL PROSODEMA ACENTO

El prosodema acento se indica ortográficamente mediante


la tilde (') escrita sobre la vocal de la sílaba que se pronuncia
con mayor intensidad en una palabra. Los tratadistas españoles
hasta mediados del siglo XIX, a excepción de Nebrija,
interpretaron erróneamente la naturaleza del acento castellano
creyéndolo tonal o de duración. Los primeros ortógrafos sólo
aconsejaban acentuar de forma gráfica las voces cuando de no
hacerlo así podía derivarse una confusión; en esta cuestión es
muy explícito Mateo Alemán: «no se debe usar salvo la
necesidad ofreciéndose duda en el significado» (fol. 45 r v). La
Real Academia y los restantes autores tratados: Antonio de
Bordazar (1728), García del Pozo (1855), Vicente Salvá (1830),
Mariano José Sicilia (1832), Andrés Bello (1835), Mariano de
Rementería (1839), Escriche y Mieg (1890) y Eduardo de la
Barra (1896) utilizan el denominado método excepcional, que
exige escribir el acento en aquellas voces que se apartan de la
regla general en acentuación prosódica.

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[1] Resumen de la tesis doctoral dirigida por el profesor doctor don Antonio Roldán Pérez,
catedrático de Gramática General y Crítica Literaria de la Universidad de Murcia. Fue leída el
10 de julio de 1974 ante el tribunal formado por los profesores Rubio García, Baquero
Goyanes, Roldán Pérez, García Berrio y Flores Arroyuelo. Obtuvo la calificación de
sobresaliente «cum laude».

Publicaciones de la Universidad de Murcia


UNIVERSIDAD DE MURCIA,1977

Depósito Legal: M. 22.982-1977


Imprime: Escuela Gráfica Salesiana - Madrid

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