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ESTRADA, J. A.

: “Las primeras comunidades cristianas”

Divide a la evolución del cristianismo en dos períodos principales:

a) Período “espiritual”.
b) Período “institucionalista” (cuyo momento determinante se da con el Edicto de Milán
en 313 bajo Constantino).

Esta periodización se corresponde con la que se puede establecer tomando en cuenta la relación
entre Roma y el cristianismo, coincidiendo el período espiritual con la época de las
persecuciones y el período institucionalista con la de la tolerancia y el fin de las mismas. Además,
también se puede establecer un paralelo con respecto a los dos grandes períodos
historiográficos de los inicios del cristianismo: a) Hasta el 313 es el período de los apologetas,
que predican la defensa del cristianismo de los ataques de los intelectuales romanos. b) Desde
el 313 ya no hay de qué defenderse, por lo que es un período de activa producción teológica y
de reflexión sobre el dogma cristiano (acá surgen con fuerza las disidencias).

El período espiritual no necesita la institucionalización por la creencia de la inminente salvación


con el retorno de Cristo. Pero el problema es que en la práctica esto no pasa, y aún vertientes
como la de Pablo, que le confiere a la idea del retorno un valor más espiritual y simbólico, tienen
problemas. Por lo tanto se hace necesaria la institucionalización, que deriva en una
reorganización del cristianismo. A partir de acá se dan las disputas entre los distintos credos, en
defensa cada uno de que el propio es el cristianismo “verdadero”. Las primeras resoluciones de
estos problemas van a venir de la mano de los emperadores, que definen cuál es el credo
ortodoxo. Así, Teodosio declara la ortodoxia nicena. Antes de esto no existe una ortodoxia, sino
que son diferentes facciones que se disputan interpretaciones sobre los hechos. Los
movimientos de tipo profético eran un problema para el cristianismo que pretendía
institucionalizarse, ya que las distintas realidades imposibilitaban la construcción y el
mantenimiento de una jerarquía eclesiástica.

Se pueden delinear tres grandes corrientes del cristianismo primitivo:

1) La Tradición Judeo-Palestinense: Su centro neurálgico era Jerusalén; se esforzaban por


mantener la vinculación con Israel y el templo, ya que seguían viéndose como parte
integrante de Israel y no querían romper con el judaísmo porque defendían a Jesús como
mesías prometido del judaísmo. Tenían como líder a Santiago.
2) La Corriente Judeo-Cristiana Helenista: Su ciudad clave era Antioquía. Es el de la mayoría
de la diáspora del Imperio romano, mucho más liberales y abiertos que los
palestinenses. Su teología estriba en la superación del culto, del templo y del sacerdocio
judío y eran la corriente judeo-cristiana más receptiva al apóstol Pablo. Tenían como
líder a Esteban, el primer mártir del cristianismo.
3) La Corriente Pro-Pagana: Es el grupo más radical y tenían como líder a Pablo, quien a la
larga fue el de mayor influjo en el cristianismo primitivo y tuvo en Roma su centro
fundamental de difusión, en el que vivió y murió Pablo. Representa la superación de
Israel y la ruptura mayor con sus tradiciones, tomando distancia de los judeo-cristianos
y siendo tajantes respecto de la superación de la Ley, la circuncisión y el mismo Israel.
Pablo era para muchos un apóstol radical, que había roto completamente con el
judaísmo. La superación de la Ley resultaba inadmisible para quienes querían preservar
las tradiciones y mandatos del Antiguo Testamento. Representa la corriente más pro
pagana y menos pro judía.

Es en este contexto de disputas que surgieron las primeras autoridades, los apóstoles, testigos
de Cristo resucitado, inspirados a asumir un liderazgo en las comunidades. Los apóstoles tenían
un origen carismático y experiencial, no son delegados de las comunidades ni sus
representantes, sino personas que afirmaban haber tenido un encuentro con Cristo resucitado,
del que derivaban su autoridad. Lógicamente las comunidades cristianas copiaron las
estructuras y funciones de las sociedades de las que provenían: judías y helenistas, y asumieron
de ellas los títulos para sus dirigentes y las funciones y tareas que éstos ejercieron. Por un lado,
estaban las comunidades de origen hebreo, como la iglesia de Jerusalén. En ellas había un
gobierno colegial de ministros a los que se llamaba «presbíteros»; eran representantes de las
familias principales, encargados de las comunidades y miembros importantes en las sinagogas.
Junto a estas comunidades estaban las iglesias de mayoría gentil o pagana, gobernadas por un
colegio de obispos y diáconos, términos ambos usuales en la sociedad romana. Una de las claves
del éxito cristiano en la sociedad romana está en su excelente organización, inspirada en la
estructura administrativa del Imperio.

La doble estructura organizativa y jerárquica presbiteral-episcopal del cristianismo resultaba


inviable a largo plazo. Es por esto que en el último cuarto del S.I se dio un doble proceso: por un
lado, se tendió a la homogeneización de la estructura ministerial, por otro se buscó una
legitimación teológica a las estructuras ya existentes que, de ser posible, se vinculara al mismo
Jesús, a pesar de que éste ni creó ni fundó ministerios locales, entre otras cosas porque tampoco
fundó iglesias. Así culminó el complejo proceso institucional de dos siglos: la comunidad perdió
protagonismo a favor de sus dirigentes y éstos concentraron el poder, desbancando a los
profetas, maestros y demás carismáticos. Finalmente, se impuso la tríada de obispos,
presbíteros y diáconos con una graduación y una subordinación cada vez más delimitada y
jerárquica, creando el perfil de la carrera clerical. Entonces, a finales del S.II, se desarrolló la
teología de la sucesión apostólica, sobre la base de los obispos como seguidores y sucesores de
los apóstoles.

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