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La imagen de la Concepción del Monasterio de

Nuestra Señora de Guadalupe (Cáceres, España)


y la Virgen de Guadalupe de Tepeyac (México):
historia de encuentros y desencuentros.

The Image of the Conception in the Monastery


of Our Lady of Guadalupe (Cáceres, Spain)
and the Virgin of Guadalupe in Tepeyac
(Mexico): a History of Agreements and
Disagreements.

______________________________________________________________

José Julio García Arranz

Universidad de Extremadura, Cáceres (España)

Resumen

Prácticamente desde el momento en que la célebre representación pictórica de Nuestra Señora de


Guadalupe fue instalada en el primitivo santuario homónimo ubicado en el cerro de Tepeyac (al
norte de Ciudad de México), surgieron testimonios que vincularon a esta imagen con una
escultura mariana, conocida como Nuestra Señora de la Concepción o del Coro, que se conserva
en la iglesia del cacereño Monasterio de Guadalupe, en España. Tales conexiones, fundadas en las
coincidencias formales e icónicas existentes entre ambas obras, han sido proclamadas por
diversos historiadores, en especial los estudiosos del cenobio extremeño, que reclaman la
paternidad artística de la talla cacereña sobre el lienzo mexicano a la vista de la mayor antigüedad
de la primera. Sin embargo, al mismo tiempo, esa aparente familiaridad ha sido contestada por
otros eruditos e investigadores mexicanos que desvinculan ambas efigies, esencialmente por
razones devocionales –referidas a los acontecimientos prodigiosos que se sitúan en el origen de la
Guadalupana del Tepeyac– o por motivaciones nacionalistas, proclives a evitar cualquier tipo de
deuda con la antigua metrópoli. En el presente trabajo vamos a ahondar en esta problemática,
tratando de obtener unas conclusiones, a la vista de la información hoy disponible, sobre el
fundamento –o inconsistencia– de los posibles influjos artísticos y afinidades iconográficas que
han emparentado a ambas imágenes a lo largo de varios siglos.

Palabras clave: Virgen de Guadalupe, Virgen del Coro, Tepeyac, Monasterio de Guadalupe,
Inmaculada Concepción, Apocalipsis, influjo iconográfico, paralelos formales.

Abstract

Practically from the very moment that the famous pictorial representation of our Lady of
Guadalupe was placed in the primitive homonymous shrine situated on the hill of Tepeyac (in the
northern part of Mexico City) there were testimonies that related this image to a Marian sculpture
known as Our Lady of the Conception or the Choir which is preserved in the Monastery of
Guadalupe, in Cáceres (Spain). These connections, founded on the existing formal and iconic
coincidences between both works have been proclaimed by several, especially Extremaduran,
historians who demand the artistic parenthood of the sculpture in Cáceres over the Mexican
painting due to the antiquity of the former. At the same time, these demands are answered by
erudite and researchers, especially Mexicans, who dissociate both effigies, essentially due to
devotional reasons –the miraculous events claimed to be the originators of the Tepeyac’s
Guadalupana– or nationalist motivations, prone to avoid any type of debt with the former
colonial power. In the present work we will look at these issues in greater detail in an attempt to
reach, with the available information, conclusions on the basis or inconsistency of the possible
artistic influences and iconographic affinities that have related both images throughout several
centuries.

Keywords: Virgin of Guadalupe, Virgin of the Choir, Tepeyac, the Monastery of Guadalupe, the
Immaculate Conception, the Apocalypse, iconographic influences, formal parallels.

Introducción.
En el transcurso de unas Jornadas de Iconografía que tuvieron lugar en Málaga en diciembre
de 2010, al hilo de algunas observaciones hechas a propósito de una de las ponencias presentadas,
se puso de manifiesto, de forma casual, que, más allá del ámbito académico o de los círculos
eruditos extremeños, no parecía existir constancia alguna de los paralelos iconográficos que,
prácticamente desde el origen de la primitiva imagen pintada de la Guadalupana de México [fig.
1], se trazaron entre ésta y la talla de la Virgen con el Niño1 [fig. 2] que hoy puede contemplarse

1.-La imagen aparece referenciada en la bibliografía como Nuestra Señora de la Concepción, o la Concepción
del Coro –vid. S. García Rodríguez, Nuestra Señora de la Concepción. En: El coro de Guadalupe. Historia y arte.
elevada al fondo del coro alto de la iglesia del monasterio cacereño de Nuestra Señora de
Guadalupe2 [fig. 3]. Este prolongado parentesco “histórico” entre ambas obras, lugar común en
publicaciones sobre el patrimonio artístico del gran complejo monacal o en estudios específicos

Ediciones Guadalupe, Sevilla, 2002, pp. 143-151–, denominación que ya se viene otorgando a esta obra, al menos,
desde mediados del s. XVIII. Así, en una anónima e inédita Historia de Nuestra Señora de Guadalupe (antes de 1743)
conservada en el Archivo del Monasterio de Guadalupe –A.M.G., códice 12, vol. I, caps. 14-15, fol. 189– leemos:
“Sobre la silla prioral y enfrente de Nuestra Señora [de Guadalupe], ay una Concepción fabricada con maravillosa
traça y proporción”; o, en la documentación generada en torno a la reforma del coro que, entre 1742 y 1744, dirigió
Manuel de Larra Churriguera –A.M.G., códice 112, Libro de recibo y gasto que tiene la fábrica, adornos y lucimiento
de la iglesia de Ntra. Señora Santa María de Guadalupe, desde el día 8 de Noviembre de 1742, fol. 34r–, se indica:
“[…] se bajó del testero del Coro donde estaba colocada la Imagen de Nuestra Señora de la Concepción” (ambas
referencias proceden de S. García Rodríguez, op. cit., pp. 145-147). Por su parte, Francisco de San José, en su Historia
universal de la primitiva, y milagrosa imagen de Nuestra Señora de Guadalupe –Antonio Marín, Madrid, 1743, cap.
21, p. 145–, justifica así esta adscripción: “Es fidelissimo Retrato esta Sagrada Imagen [la Virgen de talla del coro] de
aquella Muger pasmosa, que escribe San Juan en su Apocalypsi coronada de doce Estrellas, vestida del Sol, y calzada
de la Luna; y esta fue la mente de la Comunidad en su capítulo, conviniendo los Monges con el Prior, se colocasse en
el Coro una Imagen de nuestra Señora, y que fuesse sicut Mulier amicta Sole, et Luna sub pedibus eius. Son palabras
formales del Acto Capitular: y assí esta Sagrada Imagen, como la de México copian el puríssimo Mysterio de la
Concepción de la Virgen: de la de México lo dice Eusebio Nieremberg, y otros Autores, que se citan en su Historia: y
de la nuestra es patente; pues en el sentir común es Imagen de Concepción la del Apocalypsi, de quien la nuestra es
trassumpto. Ni obsta à esto, que la nuestra tiene Niño; pues le tiene recién nacido, como lo escribe el Propheta de
aquella Muger Celeste, abrigándole en sus manos desnudito con tan modesta ternura, que se lleva en su atención los
corazones”. Fray Sebastián García –op. cit., pp. 150-151– justifica del mismo modo tal advocación para la Virgen del
coro guadalupano basándose en una indicación de Ángel Ortega –La tradición concepcionista en Sevilla. Siglos XVI y
XVII. Notas histórica-críticas, con motivo de un proyecto de monumento a la Inmaculada Concepción en esta ciudad.
Imprenta de San Antonio, Sevilla, 1917–, cita de la que no indica página, pero que reproduce así: “La primitiva
tradición iconográfica-concepcionista de la Orden Franciscana, representa a la Virgen con el Niño en brazos; la cruz
aplastando la cabeza de la serpiente”. A pesar de todo ello, resultan realmente extrañas, por no decir excepcionales, las
representaciones de la Inmaculada Concepción con el Niño en sus brazos. Francisco Pacheco, en su Arte de la pintura
–lib. III, cap. 11, pp. 575-576 de la ed. de Bonaventura Bassegoda i Hugas. Cátedra, Madrid, 1990–, se define
contrario a la inclusión del Niño en esta advocación: “[…] en cuya pintura [de la inmaculada concepción de la
Santísima Virgen] se debe advertir que algunos quieren que se pinte con el Niño Jesús en los brazos, por hallarse
algunas imágenes antiguas desta manera, por ventura, fundados, como advirtió un docto de la compañía [P. Alonso de
Flores], en que esta Señora gozó de la pureza original en aquel primer instante por la dignidad de Madre de Dios,
aunque no había llegado el tiempo de concebir en sus purísimas entrañas al Verbo eterno. Y, así, desde aquel punto,
como sienten los Santos, era Madre de Dios y en ningún tiempo dexó de serlo, y tal que no fue posible ser mejor como
no fue posible tener mejor hijo; pero, sin poner a pleito la pintura del Niño en los brazos, para quien tuviere devoción
de pintarla así, nos conformaremos con la pintura que no tiene Niño, porque ésta es la más común […]”. Pacheco
añade poco después en un tono algo más jocoso: “[…] y allí [en el relato del Apocalipsis de san Juan], no sólo se halla
sin el Niño en los brazos, mas aún sin haberle parido, y nosotros, acabada de concebir, le damos hijo”. En nuestra
opinión, la imagen gótica del coro guadalupano es una de las abundantes representaciones de Vírgenes apocalípticas o
aureoladas, muy frecuentes a finales del s. XV e inicios del XVI, modelo iconográfico que se adapta a imágenes
marianas de muy diversas advocaciones, en particular las relacionadas con alguna visión o aparición, y en las que sus
atributos originales –sol, creciente lunar, estrellas– pasan a ser recursos decorativos que se aplican por inercia, en la
más completa ignorancia de su origen escatológico –vid. M. Trens, Iconografía de la Virgen en el arte español. Plus
Ultra, Madrid, 1946, p. 74–. Sobre esta cuestión volveremos en seguida.
2.- Desde luego, resulta evidente que no existe conexión formal o icónica alguna entre la Virgen de Guadalupe
titular del cenobio cacereño, escultura románica fechable a finales del s. XII, que se muestra al público en el retablo
mayor –o en su camarín– envuelta en su característico manto cónico, y la imagen pintada de Nuestra Señora que se
venera en el santuario mexicano. Sin embargo, sí que se viene insistiendo en la bibliografía local extremeña sobre las
similitudes icónicas existentes entre la representación pintada del Tepeyac y la ya mencionada talla de la Concepción
que preside el coro de la iglesia gótica extremeña –y, en consecuencia, en la “paternidad” artística de la segunda sobre
la primera–, afirmaciones sobre las que nos proponemos reflexionar en las próximas páginas.
sobre la imagen gótica extremeña3, aunque dato aparentemente desconocido para otros
especialistas foráneos en iconografía religiosa, nos indujo a profundizar en esta cuestión, con el
propósito inicial de divulgar tal afinidad más allá de los límites de la bibliografía local, pero
también, y sobre todo, como ocasión de examinar con cierto detenimiento esta problemática, y
tratar de alcanzar ciertas conclusiones fundadas en la información y aportaciones con que
contamos hasta la fecha sobre la verosimilitud –o inconsistencia– de tal vinculación icónica.

Figura 1 Figura 2 Figura 3

Muy pronto, sin embargo, caímos en la cuenta de que cualquier indagación que se emprenda
sobre esta cuestión no resulta tarea sencilla: escribir sobre la imagen de la Virgen de Guadalupe
que hoy se venera en la basílica de Tepeyac, al norte de Ciudad de México, implica sumergirse de
lleno en una polémica que, lejos de moderarse, se ha venido intensificando en los últimos años4,
alentada fundamentalmente, como veremos, por defensores y detractores de la supuesta veracidad
del origen sobrenatural que se atribuye a esta obra pictórica, y de la sucesión de apariciones y
hechos portentosos que, de acuerdo con la tradición piadosa, tuvieron lugar en torno a su génesis.
Nuestra intención se limitará a una aproximación estricta a los aspectos iconográficos de esta

3.- Para un primer abordaje de esta cuestión deben reseñarse necesariamente los diversos trabajos realizados
por Arturo Álvarez Álvarez, entre otros que iremos referenciando, por su estrecha conexión con nuestros intereses, en
especial: Guadalupe: dos imágenes bajo una advocación. En: S. García Rodríguez (coord.), Guadalupe: siete siglos de
fe y de cultura. Ediciones Guadalupe, Madrid, 1993, pp. 522-533, y La triple imagen de la Guadalupana (México).
Revista de Estudios Extremeños, tomo LXVI, número I (2010), pp. 73-90.
4.- La diatriba, que se mantiene desde mediados del s. XVI, se ha recrudecido en especial con la canonización
en julio de 2002 de Juan Diego Cuauhtlatoatzin –el indio en cuya tilma, según la tradición aparicionista, quedó
impresa la imagen de la Virgen– por el papa Juan Pablo II en la basílica mexicana de Guadalupe. Basta echar un
rápido vistazo en la web para descubrir los apasionados posicionamientos a uno y otro lado de este acontecimiento.
imagen, dentro de la objetividad que nos resulte posible bajo semejantes condiciones, y sin entrar
en valoraciones sobre una u otra posición –empresa harto complicada de eludir, pues el simple
hecho de buscar precedentes iconográficos ya presupone una hechura “humana” para la obra
mexicana, y un distanciamiento de las tesis “aparicionistas”–, con el fin de trazar las posibles
vinculaciones entre las dos imágenes mencionadas a partir de los testimonios y documentos de los
que hoy disponemos para todo ello.

1. El hipotético “prototipo”: la imagen de la Virgen apocalíptica en el


monasterio cacereño de Guadalupe.
Conocida, recordemos, como Nuestra Señora de la Concepción o Nuestra Señora del Coro,
la talla que hoy preside la sillería coral barroca del monasterio guadalupano cacereño –uno de los
escasos elementos supervivientes de la anterior gótica5– constituye una de las frecuentes
trasposiciones marianas de la Mulier amicta sole o “Mujer vestida de sol”, tipo icónico, como
veremos, enormemente difundido en el imaginario de finales de la Edad Media6, y que responde
literalmente en su conformación y atributos al siguiente pasaje del Apocalipsis de Juan (12, 1-6):

“Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y
una corona de doce estrellas sobre su cabeza; está encinta, y grita con los dolores del parto y con el
tormento de dar a luz. Y apareció otra señal en el cielo: un gran Dragón rojo, con siete cabezas y
diez cuernos, y sobre sus cabezas siete diademas […]. El Dragón se detuvo delante de la Mujer que
iba a dar a luz, para devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz. La Mujer dio a luz un Hijo varón, el
que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro; y su hijo fue arrebatado hasta Dios y hasta
su trono. Y la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios para ser allí
alimentada mil doscientos sesenta días”7.

Tal identificación iconográfica aparece corroborada en el acta de un acuerdo capitular


tomado en marzo de 1499, referido a la sustitución en el coro guadalupano de un blasón de los
Reyes Católicos –trasladado entonces8 a la Hospedería o Palacio Real que el arquitecto flamenco

5.- Nos referimos a la realizada entre 1496 y 1499 por el tallista Gonzalo de Montenegro; existió aún una
sillería precedente, ejecutada durante la última década del s. XIV, de la que no nos ha llegado vestigio material alguno.
6.- R. García Mahíques, Perfiles iconográficos de la Mujer del Apocalipsis como símbolo mariano (I): Sicut
mulier amicta sole et luna sub pedibus eius. Ars longa, nº 6 (1995), pp. 187-197.
7.- Traducción de la Biblia de Jerusalén. Alianza Editorial/ Desclée de Brower, Bilbao, 1994, p. 346.
8.- A.M.G., códice 74: Libro de Actas Capitulares, Acta capitular del mes de diciembre de 1499, fol. 3v. Vid.
P. Andrés González, Guadalupe, un centro histórico de desarrollo artístico y cultural. Institución Cultural El Brocense,
Salamanca, 2001, p. 105, nota 80. Indica esta investigadora –op. cit., p. 106– que el traslado de los escudos reales, en
el contexto de las relaciones de los Reyes Católicos con el monasterio, permite sospechar un posible patrocinio real en
la imagen destinada a ocupar su lugar.
Juan Guas había finalizado en 14929–, por la imagen que ahora nos ocupa: “Eso mesmo
conçertaron y consentieron todos, que en el lugar de las dichas armas estauan se pusiera una
imagen de Nuestra Señora con su Hijo en los braços, la qual estuviese sicut mulier amicta sole et
Luna sub pedibus ejus”10. Como indica Suzanne Stratton en su amplio y documentado repaso de
la Inmaculada Concepción en el arte español11, la patrística entendió inicialmente que esta
aparición de la Mujer rodeada de los atributos descritos –sol, luna, estrellas– era personificación
de la Iglesia de Cristo12, y que su triunfo sobre el Dragón rojo o Serpiente antigua (Ap 20, 2)
simbolizaba el sometimiento del Maligno, significación que se mantiene vigente, al menos, hasta
el s. XIV. Sin embargo, de acuerdo con una interpretación de Bernardo de Claraval13 inspirada a
su vez en una lectura anterior de Agustín de Hipona14, la Mujer que protagoniza aquel pasaje
escatológico es trasunto de la misma Virgen María, y el texto citado alegoriza una visionaria
expresión de la victoria de la misma sobre el pecado gracias a su intervención en la obra de la
Redención. A partir del s. XII –adoptada ya sin reparos la propuesta de san Bernardo– la Virgen
se representará frecuentemente bajo los rasgos de la visión descrita por san Juan en Patmos,
manifestándose tal cual en la concreción gráfica de cualquier visión o aparición de la Madre de
Dios a los devotos15, o asimilando iconográficamente ciertos atributos y detalles que le permitirán
encarnarse, alternativamente, en la Reina de los Cielos, la Virgen del Rosario, la Asunción, o,
finalmente, la Inmaculada Concepción. El tipo de la Mujer apocalíptica, que encontramos por vez
primera en las ilustraciones de los Apocalipsis iluminados que se conservan desde el s. IX, aún
con una intención narrativa más que simbólica, alcanza un especial florecimiento a finales del
siglo XV, sobre todo en la estampa centroeuropea, a través de numerosos grabados devocionales
que muestran a la Virgen bajo la apariencia de aquella Mujer resplandeciente16 [figs. 4 y 5]; la

9.- Vid. P. Mogollón Cano-Cortés, La miniatura guadalupense. La actividad artística de un scriptorium


monástico a finales de la Edad Media. Norba-Arte, XIV-XV (1994-1995), pp. 42-43.
10.- A.M.G., códice 75: Libro I de Actas Capitulares (1499-1538), fol. 3v. Hemos reproducido el pasaje de S.
García Rodríguez, Nuestra Señora de la Concepción, op. cit., p. 145. Recordemos el refrendo que Francisco de San
José hace de tal identificación en su Historia universal… –vid. nota 1–.
11.- La Inmaculada Concepción en el arte español. Cuadernos de arte e iconografía, tomo I, nº 2 (1988), pp. 39
y ss.
12.- Cf. S. Domènech Garcia, Iconografía de la Mujer del Apocalipsis como imagen de la Iglesia. En: R. García
Mahíques y V. Zuriaga Senent (eds.), Imagen y cultura. La interpretación de las imágenes como Historia cultural,
Generalitat Valenciana, Valencia, 2008, vol. I, pp. 563-580.
13.- Incluida en su sermón Dominica infra octavam Assumptionis B. V. Mariae. Sermo De duodecim
praerogativis B. V. Mariae, ex verbis Apocalypsis XII, 1: Signum magnum apparuit in coelo: Mulier amicta sole, et
luna sub pedibus ejus, et in capite ejus corona stellarum duodecim.
14.- Según san Agustín –Ad cathecumenos 4–: “Ninguno de nosotros ignora que este dragón era el diablo, y
que la mujer representaba a la Virgen María, la cual, siendo virgen, dio a luz a nuestro Redentor; virgen que, además,
en su persona representaba a la Iglesia”.
15.- A veces estas figuras de la Virgen “aparecida” pueden llegar a identificarse como imágenes específicas de
gran impacto devocional: tal es el caso de la “Virgen Antigua” o “de la Antigua”, especialmente venerada en España,
o la Virgen de Guadalupe de México, que llegarán a ser tratadas como verdaderos iconos, copiados hasta la saciedad
en sus menores detalles de modo que no perdieran ni un ápice de su venerabilidad.
16.- Sin salir del monasterio guadalupano, encontramos representaciones de esta Virgen Madre radiada en
miniaturas de sendos cantorales, ambos del s. XVI, posiblemente por influjo de la escultura del coro: cantoral nº 33,
difusión de estos modelos impresos estimuló sin duda su presencia en otros medios artísticos y
bajo diferentes invocaciones, en muchos casos al amparo de la orden dominica, siendo la
Guadalupana de México un ilustrativo ejemplo de este fenómeno.

Figura 4 Figura 5

Es también en este contexto icónico en el que debe enmarcarse la génesis de la Concepción


gótica del monasterio cacereño, que ha sido descrita y analizada con detalle por el profesor García
Mogollón en su repertorio de imaginería medieval mariana en la provincia de Cáceres17 [fig. 6].
Siguiendo con fidelidad la profecía escatológica descrita más arriba, es una figura de la Virgen en
pie, con el Niño Jesús desnudo en brazos, elevada sobre el creciente lunar, elemento que reposa, a
su vez, sobre una peana de nubes y destellos a la que se antepone el torso desnudo de un querubín
que, a manera de atlante, sostiene con ambas manos a la figura femenina. La Mujer se rodea de
“una ráfaga de rayos alternantes, rectos y ondulados” que surge radialmente a su espalda,
configurando una suerte de mandorla resplandeciente18; en torno a esta aureola se representa, al
mismo tiempo, un discreto recerco de nubes pintadas sobre el tablero de fondo. María viste túnica
rojiza, con motivos vegetales estofados, y un manto azul oscuro que envuelve su cuerpo casi por

Officium Sanctae Luciae Virginis et Martyris et expectationis Beatae Virginis Mariae, fol. 53r: el Niño, con el orbe,
acaricia con su mano el cuello de su Madre, que aquí carece de corona; y el cantoral nº 46, Officium Beatae Mariae
Virginis ad nives et transfigurationis Domini, fol. 8v: Virgen coronada y nimbada que ofrece un fruto a su Hijo, que
muestra un orbe en su regazo. Estas imágenes aparecen reproducidas en S. García Rodríguez, Nuestra Señora de la
Concepción, op. cit., pp. 144-145 y 148.
17.- F. J. García Mogollón, Imaginería medieval extremeña. Esculturas de la Virgen María en la provincia de
Cáceres. Editorial Extremadura, Cáceres, 1987, pp. 107-108.
18.- La imagen no está coronada, pero las “doce estrellas sobre su cabeza” aparecen insertas entre los extremos
de los rayos superiores de la brillante ráfaga que envuelve a la figura, hoy parcialmente ocultas por el dosel barroco.
completo, ornado este último con estrellas de diez puntas y una delicada filigrana vegetal que
recorre los bordes, todo ello de color dorado. La escultura se protege con un dosel de cortinajes
también de talla, elemento que, igual que la peana con el querubín-tenante, debieron añadirse en
el s. XVIII19 con ocasión de la instalación de la espléndida sillería barroca que hoy enriquece el
coro alto. Respecto a la autoría de la obra, atribuida tradicionalmente a Guillemín de Gante20, el
profesor García Mogollón, que insiste en la raigambre flamenca de varios de sus pormenores –
plegados angulosos, cabellos largos y sueltos de la Virgen que caen sobre hombros y espalda–, ha
detectado ciertos paralelismos entre la talla del coro y otra imagen esculpida, en este caso la
Virgen con el Niño que culmina el sepulcro de D. Alonso de Velasco y su esposa dispuesto en la
capilla de Santa Ana del mismo cenobio cacereño, y realizado por Egas Cueman entre los años
1467 y 1476: existen similitudes en el rostro, y en el tipo de escote de la túnica de la Virgen,
redondo, pero con el pico de la camisa asomando por debajo. Tales detalles permiten fechar la
Concepción en el último tercio del s. XV21, opinión que se ve refrendada por los datos
documentales, pues sabemos que en 1499, siendo prior D. Pedro de Vidania, fue colocada en el
testero del coro, como hemos indicado, sobre la silla prioral, encima de un “arco vistoso”, en
sustitución del escudo real que hasta entonces lo presidía22. De este lugar fue descolgada el 12 de
marzo de 1743, con el inicio de las reformas emprendidas bajo la dirección de Manuel de Larra
Churriguera, para posteriormente volver a coronar, desde una posición elevada al fondo del
ochavo, bajo el arco de medio punto que describe la línea de imposta, la nueva sillería de
Alejandro Carnicero que actualmente se despliega en este espacio23 [fig. 7].

19.- El profesor García Mogollón –loc. cit.- indica que posiblemente se trate de piezas realizadas por Alejandro
Carnicero, escultor vallisoletano afincado en Salamanca, autor de la sillería de coro barroca (1743-1744), o de alguno
de los oficiales de su taller, tal vez a partir de diseños de Manuel de Larra Churriguera, que actuó como contratista de
la importante reforma que se llevó a cabo en el monasterio a mediados del s. XVIII. Aporta una cita documental
significativa, en la que se especifica el pago el 15 de noviembre de 1744 a Francisco Corrales de 50 reales “por dorar
los rayos y estrellas del tablero de Nuestra Señora del Choro” (A.M.G. códice 112, fol. 142r).
20.- G. Rubio Cebrián, Historia de Nuestra Señora de Guadalupe o sea: apuntes históricos sobre el origen,
desarrollo y vicisitudes del Santuario y Santa Casa de Guadalupe. Gráficas Thomas, Barcelona, 1926, 605, p. 389.
Este autor justifica la adscripción por el hecho de que Guillemín se encontraba en los años 1499-1500 en Guadalupe
actuando como tasador de la segunda sillería gótica entre su artífice, Gonzalo Montenegro, y la comunidad jerónima,
junto con Juan Millán, maestro entallador.
21.- F. J. García Mogollón, loc. cit.; P. Andrés González, op. cit., p. 107.
22.- A.M.G., Códice 75: Libro I de Actas Capitulares (1499-1538), fol. 3v.
23.- Vid. P. Andrés González, op. cit., pp. 107-108.
Figura 6 Figura 7

2. El discutido origen de la pintura de Nuestra Señora de Guadalupe de


Tepeyac.
Cualquier intento de reconstrucción del origen histórico de la imagen de la Guadalupana
mexicana –si dejamos ahora a un lado el relato de su creación sobrenatural a raíz de las
apariciones que se fechan en el año 1531, y que, por el momento, carece de acreditación
documental hasta los años centrales del seiscientos24– debe remontarse necesariamente a la

24.- De acuerdo con la narración piadosa, la Virgen María se apareció hasta cuatro veces al indio Juan Diego
Cuauhtlatoatzin entre el 9 y el 12 de diciembre de 1531, en la cumbre o alrededores del cerro de Tepeyac; en todas
estas mariofanías la aparición insiste en que el indígena vidente demande personalmente al entonces obispo de
México, fray Juan de Zumárraga, la edificación de un templo en la llanura próxima al mencionado promontorio con el
fin de rendirle culto. Ante la reiterada incredulidad de Zumárraga, la Virgen sana milagrosamente al tío del indio, Juan
Bernardino, que se encontraba gravemente enfermo, consumando así su quinta aparición, en la que manifiesta el deseo
de que su futura efigie reciba el nombre de Santa María de Guadalupe; además, se produce el conocido hecho
prodigioso en casa del obispo –la estampación milagrosa de la figura de la Virgen en la tilma del indio a partir de unas
rosas que aquélla ordenó recoger a Juan en el cerro–, suceso con el que culmina el relato del Nican mopohua: “Y en
ese momento [Juan Diego] desplegó su blanca tilma, en cuyo hueco, estando de pie, llevaba las flores. Y así, al tiempo
que se esparcieron las diferentes flores preciosas, en ese mismo instante se convirtió en señal, apareció de improviso la
venerada imagen de la siempre Virgen María, Madre de Dios, tal como ahora tenemos la dicha de conservarla,
guardada ahí en lo que es su hogar predilecto, su templo del Tepeyac, que llamamos Guadalupe”. Nican Mopohua,
181-184; la traducción procede de
http://www.virgendeguadalupe.org.mx/apariciones/Nican%20Mopohua/Nican%20Mopohua%20espa%F1ol%201.htm.
De acuerdo con H. M. S. Phake-Potter –Nuestra Señora de Guadalupe: la pintura, la leyenda y la realidad. Una
investigación arte-histórica e iconológica. Cuadernos de Arte e Iconografía (nº monográfico), t. XII, nº 24 (2º semestre
2003), p. 324–, este episodio de la concreción sobrenatural de la imagen del Tepeyac supone una oportuna
recuperación de la convención medieval del Mandylion-Verónica, o retratos de la tipología acheiropoïeta –non
humana manu factum, sed de caelo lapsum–. Con respecto a la ardua discusión teológica que este relato suscitó en
torno a la verdadera autoría de Nuestra Señora en la tilma de Juan Diego, Jaime Cuadriello –en El guadalupismo y las
devociones. Artes de México 29: “Visiones de Guadalupe” (2ª edición, 1999), p. 53– nos expone, en un impagable
texto pleno de fina ironía: “Por descontado que nadie ponía en tela de juicio el origen supraterrenal de la pintura,
tenida por prodigio de la naturaleza, pero ni conforme a lo dicho por la tradición se podía colegir el modo como obró
información disponible sobre la fundación primitiva del santuario mariano del Tepeyac, cuestión
que ha sido abordada con profundidad y solvencia por Edmundo O’Gorman25, a quien nos
remitiremos con frecuencia en las siguientes líneas.
El cerro del Tepeyac, promontorio localizado en la antigua ribera occidental del lago
Texcoco [fig. 8], fue en tiempos prehispánicos un importante centro religioso para los habitantes
del valle de México, consagrado a la divinidad indígena de la tierra y la fertilidad, Coatlicue26
[fig. 9], también conocida como Teteoinan27 o Tonantzin28. Igual que sucedió con la mayor parte
de los santuarios e imágenes de devoción prehispánicos, el templo de Tonantzin-Coaticlue fue
destruido completamente a raíz de la conquista española como consecuencia de una política
generalizada de sustitución del culto idolátrico por el cristiano29. En el marco de estas acciones, y
a partir de ciertos testimonios30, podemos deducir que los primeros misioneros franciscanos,
conocedores de la trascendencia religiosa de este adoratorio indígena, que seguía ejerciendo una
irrefrenable atracción para las comunidades autóctonas de su entorno, decidieron levantar en su
lugar un pequeño santuario cristiano. La ermita sería erigida en la década de 1520 o 1530, y
atendida por los monjes del monasterio cercano de Cuautitlán bajo la advocación inicial de la
“Madre de Dios”31, cuya festividad se celebraba en un principio, coincidiendo con el aniversario

efectivamente el mecanismo de estampamiento, ni mucho menos precisar la autoría de semejante portento. ¿A qué
mano atribuir, por lo tanto, la obra de esta celestial imagen? Esta pregunta fue uno de los motivos más inquietantes
con que la oratoria sagrada de dos siglos se debatió muy a menudo. En verdad se trató de un dilema que se tradujo en
disputa al atribuir a distintas jerarquías celestiales, incluida la Santísima Trinidad, los ángeles y los santos, el fecit
artístico. La especulación devota, lindando en la tergiversación doctrinal, casi heterodoxia, tomó finalmente el partido
de que el mismísimo Padre Eterno, empuñando los pinceles, paleta y tiento en mano, «tiró las preciosas líneas que
componen el verdadero retrato de la Madre de Dios». La antiquísima leyenda acerca del taller de san Lucas, emblema
del gremio de pintores, o las tesis que sostenían al Espíritu Santo como gran preñador de María o a san Miguel como
estandarte mariano, cedieron paso a la escena del taller celestial donde el Creador sempiterno concibe «el mejor
presente destinado a la nación mexicana, cual signo de su destino y ventura»”.
25.- E. O’Gorman, Destierro de sombras. Luz en el origen de la imagen y culto de Nuestra Señora de Guadalupe
del Tepeyac. UNAM, México, 1991.
26.- En náhuatl cóatl-cuéitl, “Señora de la falda de serpientes”, diosa de la tierra y la fertilidad, pero también de
la dualidad vida-muerte –la descomposición y degradación necesarias para fertilizar la tierra–, es una personificación
femenina caracterizada por su falda trenzada con ofidios y un collar de corazones arrancados a las víctimas de los
sacrificios celebrados en su nombre. A la ferocidad de su aspecto contribuyen igualmente las garras afiladas en manos
y pies, y la presencia de cráneos descarnados como atributo de su iconografía. En su representación más conocida, la
imponente escultura monumental del Museo de Antropología e Historia de Ciudad de México, su cabeza es sustituida
por las de dos grandes serpientes afrontadas.
27.- En náhuatl téotl-nan, “dios madre”, o tal vez “madre de los dioses”.
28.- En náhuatl to-nan-zin, o “nuestra venerable –o reverenciada– madrecita”. Tal vez Tonantzin sea
denominación colectiva que haga referencia a un panteón de deidades ctónicas precolombinas.
29.- Se trata de un proceso bien conocido que se desarrolló en el marco de una intensa campaña de destrucción
de las imágenes de los dioses mesoamericanos, cuyo culto, condenado como idolátrico por los conquistadores, se
consideraba una amenaza para la correcta y ortodoxa cristianización de los indígenas.
30.- A continuación reproducimos un interesante texto de Bernardino de Sahagún al respecto; Fray José de
Torquemada –Monarquía indiana, X, 7– atribuye a la orden franciscana la fundación de la primitiva ermita del
Tepeyac.
31.- Así lo testimonia el bachiller Francisco de Salazar, uno de los declarantes en la Información de 1556 -
Información que el señor arzobispo de México don fray Alonso de Montúfar mandó practicar sobre un sermón que el
8 de septiembre de 1556 predicó fray Francisco de Bustamante acerca del culto de Nuestra Señora de Guadalupe, en
F. de J. Chauvet, El culto guadalupano del Tepeyac. Sus orígenes y sus críticos en el siglo XVI. Centro de Estudios
del natalicio de Nuestra Señora, el 8 de septiembre32. Esta dedicación, necesariamente femenina,
facilitó una suerte de continuidad cultual entre la antecesora prehispánica y la nueva titular que, a
la postre, acabará generando cierta inquietud entre los responsables religiosos del lugar. Y es que,
como señalan algunos investigadores del origen del culto a la Guadalupana, el espectacular
reclamo devocional que supuso desde fechas muy tempranas la veneración a la Virgen del
Tepeyac pudo ser producto, precisamente, de su simbiosis sincrética con la mencionada diosa
azteca, conclusión que resulta casi inevitable a la luz de un conocido pasaje de Fray Bernardino
de Sahagún en su Historia general de las cosas de Nueva España:

“Cerca de los montes hay tres o cuatro lugares donde se solían hazer muy solemnes
sacrificios, y que venían a ellos de muy lexas tierras. El uno de éstos es aquí en México, donde está
un montecillo que se llama Tepeácac, y los españoles llaman Tepeaquilla, y agora se llama Nuestra
Señora de Guadalope. En este lugar tenían un templo dedicado a la madre de los dioses, que la
llamaban Tonantzin, que quiere dezir “nuestra madre”. Allí hazían muchos sacrificios a honra de
esta diosa, y venían a ellos de más de veinte leguas de todas estas comarcas de México, y traían
muchas ofrendas. Venían hombres y mujeres, y moços y moças, a estas fiestas. Era grande concurso
de gente en estos días; y todos dezían “bamos a la fiesta de Tonantzin”, y agora, que está allí
edificada la Iglesia de Nuestra Señora de Guadalope, también la llaman Tonantzin, tomada ocasión
de los predicadores que a Nuestra Señora, la Madre de Dios, llaman Tonantzin. De dónde haya
nacido esta fundación de esta Tonantzin, no se sabe de cierto, pero esto sabemos cierto, que el
vocablo significa, de su primera imposición, a aquella Tonantzin antigua, y es cosa que se deberá
remediar, porque el proprio nombre de la madre de Dios, Sancta María, no es Tonantzin, sino Dios
inantzin. Parece ésta invención satánica para paliar la idolatría debaxo equivocación de este nombre
Tonantzin. Y vienen agora a visitar a esta Tonantzin de muy lexos, tan lexos como de antes; la cual
devoción también es sospechosa, porque en todas partes hay muchas iglesias de Nuestra Señora y
no van a ellas, y vienen de lexas tierras a esta Tonantzin, como antiguamente” 33.

Bernardino de Sahagún, México, 1978, testimonio de Francisco Salazar en respuesta a la sexta pregunta del
interrogatorio, p. 237– mandada practicar por el arzobispo D. Alonso de Montúfar, documento esencial sobre el que
volveremos en seguida.
32.- La fiesta de la Guadalupe del Tepeyac era originariamente, en efecto, en el día indicado, coincidente por
tanto con la celebración de la Virgen extremeña, trasladándose sin embargo al 12 de diciembre, para ajustarla con la
fecha que se atribuye a las apariciones marianas al indio Juan Diego, en el año 1754, momento en que Benedicto XIV
y la Sagrada Congregación de Ritos concedieron la Misa y Oficio propios de Nuestra Señora de Guadalupe de
México, con festividad en la nueva data referida.
33.- Fray B. de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España, lib. XI, cap. 12, párrafo 6º; ed. de J. C.
Temprano, Dastin, Madrid, 2001, vol. II, p. 1050. Afirmaciones similares encontramos en Juan de Torquemada,
Monarquía indiana, X, 7.
Figura 8
Figura 9

De acuerdo con este testimonio, la peregrinación inicial a la ermita se nutriría casi


exclusivamente del sustrato indígena, que vería en este pequeño edificio un nuevo adoratorio en
sustitución del que se les había destruido, y rendirían allí un culto de sincretismo idolátrico-
cristiano sustentado en la costumbre prehispánica de llevar ofrendas y visitar el edificio en
grandes romerías periódicas procedentes, en ocasiones, de regiones muy alejadas.
Sabemos que en 1555 Alonso de Montúfar, dominico de origen español y segundo
arzobispo de México, ordenó la remodelación del humilde oratorio de adobe del Tepeyac34, hasta
entonces, como indicamos, bajo protección franciscana, y lo confió al clero secular. Un cambio
sustancial en la orientación devocional de aquel santuario –seguimos con O’Gorman35– se

34.- En un informe que Antonio Freyre, capellán de la ermita del Tepeyac, hizo el 10 de enero de 1570 por
mandato del arzobispo, se indica: “La ermita de Nuestra Señora de Guadalupe Tepeaca […] puede haber catorce años
[por tanto, hacia 1556] que fundó y edificó el Ilmo. Sr. Arzobispo Montúfar, con las limosnas que le daban los fieles
cristianos”; la cita y texto proceden de A. Álvarez Álvarez, Guadalupe: dos imágenes…, op. cit., p. 528. Algo más
tarde el monje guadalupano fray Diego de Santa María, enviado en 1572 por el rey Felipe II a Nueva España con el fin
de hacerse cargo de las limosnas y mandas testamentarias depositadas allí para el monasterio extremeño, tras visitar la
imagen de Guadalupe venerada a las afueras de México e indagar sobre sus orígenes y cofradía, envió al monarca
sendos informes fechados en México el 12 de diciembre de 1574 y el 24 de marzo de 1575, en el primero de los cuales
leemos: “Yo hallé en esta ciudad [México] una hermita de la advocación de Guadalupe, media legua della, donde
concurre mucha gente [...] los mayordomos desta ermita, que entonçes se llamaua por otro nombre, entendiendo la
deuoçión con que acudían los chistianos a Nuestra Señora de Guadalupe le mudaron el nombre y pusieron el de
Nuestra Señora de Guadalupe como oy en día se dize y llama”; Sevilla, Archivo General de Indias, sección 5ª,
Audiencia de México, legajo 69; la cita y texto proceden de A. Álvarez Álvarez, La triple imagen…, op. cit., pp. 82-
83, y J. C. Martín de la Hoz, Guadalupe: Extremadura y América. En: E. de la Loma, M. Merino, M. Lluch-Baixauli y
J. Enériz (eds.), Dos mil años de evangelización: Los grandes ciclos evangelizadores (XXI Simposio Internacional de
Teología de la Universidad de Navarra). Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2001, p.
632.
35.- Op. cit., pp. 29-30. Este mismo autor –op. cit., p. 7– especula con la posibilidad de que en la primitiva
ermita, a consecuencia de la lógica escasez de imágenes cristianas durante los años iniciales de la evangelización,
pudiera no haber efigies, o tal vez algún grabado o estampa de procedencia europea, o alguna pintura de las ejecutadas
por los indios de la escuela de Pedro de Gante, inicialmente sin advocación particular, como ya apuntara Joaquín
García Icazbalceta en su Carta acerca del origen de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de México. México,
produciría cuando en la mencionada ermita recién remozada fue colocada –posiblemente de
forma subrepticia a instancias del propio arzobispo, según se infiere de los distintos documentos y
testimonios– una imagen pintada de la Virgen, suceso en que los indios percibieron, tal y como se
pretendía, una portentosa “aparición”36; además los habitantes indígenas, en su mentalidad
sincrética, vincularon de inmediato la efigie pintada a su antigua diosa Tonantzin, denominándola
por tanto de Santa María-Tonantzin, poco después rebautizada con la advocación de Nuestra
Señora de Guadalupe.
En estrecha relación con estos acontecimientos, la primera referencia explícita a la
presencia de la imagen de la Virgen en la ermita del Tepeyac, que aparece ya nombrada “de
Guadalupe”, es la contenida en el célebre sermón que el arzobispo Montúfar pronunció en su
catedral el 6 de septiembre de 1556, donde se muestra promotor entusiasta del culto a dicha
imagen, y de la encendida y espectacular devoción que ya para entonces le rendían los fieles
españoles vecinos de la ciudad de México. Tal revulsivo parece responder, no sólo a la
sobrenatural “materialización” del lienzo en el templo, sino, sobre todo, a la rápida difusión de las
noticias sobre los primeros hechos milagrosos acaecidos en torno a la Virgen y su imagen37,

1896, 68, p. 39: “No sabemos en qué año se labró la ermita [del Tepeyac], ni qué imagen se puso en ella: tal vez
ninguna, por ser entonces muy escasas. Poco después los indios se dieron a hacerlas, para lo cual se contaba ya con los
discípulos de la escuela de fray Pedro de Gante, «y así es [dice Torquemada] cosa muy ordinaria remanecer en cada
convento de cuando en cuando imágenes que mandan hacer de los misterios de nuestra Redención, o figuras de santos
en que más devoción tienen». Sin duda una de éstas fue la de Guadalupe, y hallándola bastante bien pintada, devota y
atractiva, como realmente lo es, la enviaron los religiosos a la ermita, llevando a otra parte la que allí estaba, si alguna
había; y cuando los españoles la vieron, le dieron ese nombre por lo que antes he dicho”. Icazbalceta sugiere
igualmente la posibilidad –muy poco probable a la luz de ciertos testimonios que venimos desgranando– de que la
imagen que se encontrara originalmente en la ermita fuera una réplica de la de Nuestra Señora de Guadalupe de
Extremadura, consecuencia de la devoción que muchos conquistadores, fundamentalmente los de origen extremeño,
tenían por dicha imagen: refuerza su argumento recordándonos que fue precisamente en el cerro de Tepeyac donde
Gonzalo de Sandoval estableció su campamento cuando el asedio final a Tenochitlán. Bernal Díaz del Castillo se
refiere brevemente a la devoción de Cortés hacia Nuestra Señora de Guadalupe: “[…] y después que reposó allí dos
días, fue a jornadas largas a nuestra señora de Guadalupe para tener novenas […]” –B. Díaz del Castillo, Historia
verdadera de la conquista de la Nueva España, cap. 195; ed. de M. León Portilla (col. Crónicas de América), Dastin,
Madrid, 2000, vol. II, p. 363–.
36.- O’Gorman –op. cit., pp. 29-30– precisa que tal “aparición” de la imagen debió tener lugar en diciembre de
1555 –hacia mayo de 1556 el arzobispo habría adscrito la ermita a su directa jurisdicción episcopal en respuesta a la
ya entonces creciente devoción que le manifestaban a la imagen los feligreses españoles–, y aporta como principal
testimonio de ello la Carta-Memorial del virrey don Martín Enríquez fechada el 23 de septiembre de 1575. En ella,
como respuesta a Felipe II sobre la consulta realizada en torno al origen y demás circunstancias vinculadas al culto de
la imagen de Guadalupe del Tepeyac, el virrey informó de que hacia 1555 o 1556 había en aquel lugar una “ermitilla”
en la cual se cobijaba la imagen que ahora (1575) está en la iglesia, y cuya devoción empezó a incrementarse gracias a
la rápida recuperación de un ganadero enfermo que se encomendó a dicha efigie, a la que bautizaron con el nombre de
Nuestra Señora de Guadalupe a causa de su parecido con la “Guadalupe de España” –más adelante reproduciremos
completo el texto original–. O’Gorman entiende que la divulgación de la noticia de la curación obrada por aquella
imagen sobre un ganadero, probablemente español –lo que garantizaba la credibilidad del hecho–, fue detonante de la
veneración que le cobraron los españoles, y provocó el proceso de transfiguración de la imagen de Santa María-
Tonantzin, tenida por los naturales como “aparición”, en la imagen de una Virgen de Guadalupe carente de
precedentes y de tradición en aquel remoto lugar de Mesoamérica.
37.- Edmundo O’Gorman –op. cit., pp. 28-29– recoge como referencia acreditativa de ello el siguiente
fragmento del Nican moctepana de Fernando de Alva Ixtilxóchitl, fechado en 1557, fol. 14r: “Al principio, cuando se
apareció la preciosa imagen de nuestra purísima madre de Guadalupe, los habitantes de aquí, señores y nobles, la
invocaban mucho para que los socorriera y defendiera en sus necesidades” –texto procedente de la versión castellana
sucesos que provocaron, al mismo tiempo, las primeras posiciones críticas, y dieron origen a una
agria polémica religiosa. Ya en el Primer Concilio Provincial Mexicano, organizado por el
referido arzobispo y celebrado en la Ciudad de México entre el 29 de junio y el 7 de noviembre de
1555, el prelado contribuyó de manera decisiva al fortalecimiento del culto a la Virgen del
Tepeyac. Entre otros asuntos, en sintonía con las disposiciones emanadas del Concilio de Trento
que se venían poniendo en práctica desde hacía una década, se decidió favorecer el culto a los
santos patrones de cada población, así como a todas las advocaciones marianas38, al tiempo que se
resolvió reglamentar la manufactura de las imágenes religiosas, especialmente las realizadas por
los indígenas, prohibiendo o desterrando figuraciones o devociones sospechosas de culto
idolátrico39. Este último punto estaba íntimamente ligado al hecho de que, desde la llegada de los
franciscanos a México en 1524, los indígenas habían empezado a ser instruidos en la pintura
conforme a los procedimientos europeos, y se les permitió la producción de imágenes religiosas.
De este modo, el pronunciamiento de Montúfar contra las “abusiones de pinturas e indecencia de
imágenes” producidas por los indígenas que “no saben pintar ni entienden bien lo que hacen”40,
era en realidad un ataque contra la labor misional de los franciscanos, encabezados por Pedro de
Gante [figs. 10 y 11]41. También el enfrentamiento sobre la producción de las imágenes religiosas

de P. F. Velázquez, La aparición de Santa María de Guadalupe. Imprenta de Patricio Sanz, México, 1931, p. 123–.
También Bernal Díaz del Castillo alude brevemente a esta circunstancia en su Historia verdadera (obra finalizada en
1568) en un par de pasajes: “[…] a un pueblo que se dice Tepeaquilla, adonde ahora llaman Nuestra Señora de
Guadalupe, donde hace y ha hecho muchos y admirables milagros” –cap. 150, vol. II, p. 58 de la ed. cit. de M. León–
Portilla–; “[…] y miren las santas iglesias catedrales y los monasterios donde están dominicos, como franciscanos y
mercedarios y agustinos; y miren […] la santa casa de nuestra señora de Guadalupe que está en lo de Tepeaquilla,
donde solía estar asentado el real de Gonzalo de Sandoval cuando ganamos a México; y miren los santos milagros que
ha hecho y hace de cada día, y démosle muchas gracias a Dios y a su bendita madre nuestra señora por ello, que nos
dio gracia y ayuda que ganásemos estas tierras, donde hay tanta cristiandad” –cap. 210, vol. II, p. 462 de la ed. cit. de
M. León-Portilla–.
38.- Vid. S. Gruzinsky, La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a “Blade Runner”. Fondo de Cultura
Económica, México, 1994, p. 110.
39.- F. A. Lorenzana, Concilios provinciales, primero y segundo, celebrados en la muy noble y muy leal ciudad
de México. Joseph Antonio de Hogal, México, 1769, Primer Concilio, cap. XVIII.
40.- De acuerdo con la cita de M. Toussaint, Arte colonial en México. Universidad Nacional Autónoma de
México, Instituto de Investigaciones Estéticas, México, 1983, pp. 100-101.
41.- Fray Pedro de Gante o Pedro de Mura (Pieter van der Moere, Geraardsbergen, actual Bélgica, c. 1479 -
Ciudad de México, 1572), fue uno de los primeros religiosos franciscanos en llegar a Nueva España, donde
permaneció casi cincuenta años como evangelizador y educador. En Ciudad de México fundó la escuela de San José
de Belén de los Naturales, junto al convento de San Francisco, con el fin de instruir, particularmente, a los hijos de la
nobleza local con un método de internado similar al empleado por los antiguos mexicas. Más tarde incorporará la
enseñanza de artes y oficios, de modo que saldrá de su escuela un gran número de artesanos que serán responsables de
algunas de las obras religiosas más significativas de este período de la historia artística mexicana –sobre el sistema
franciscano de educación en el siglo XVI, vid. J. L. Becerra López, La organización de los estudios en la Nueva
España. Edit. Cultura, México, 1963, pp. 67-74–. Hacia 1525 Pedro de Gante compondrá una Doctrina Christiana en
Lengua Mexicana (primera edición c. 1547). Resulta significativa, y muy ilustrativa de su labor, una conocida estampa
con la que se ilustra la Rhetorica Christiana de Diego de Valadés (Perugia, Pedro Jacobo Petruccio, 1579), en la que
fray Pedro aparece instruyendo a los nativos conversos desde el púlpito, y utilizando para ello diversas imágenes de
temática religiosa que han sido dispuestas en un lugar elevado para que todos los asistentes puedan contemplarlas [fig.
10]. Otro dato interesante es la referencia de Rodrigo Vera –Imposible hacer la biografía del supuesto pintor de la
Guadalupana. Proceso, nº 1335 (1 de junio de 2002)– en la que indica que Pedro de Gante había publicado en 1553
una edición ilustrada de su Doctrina Christiana “con grabados de la Virgen María que debieron servir de modelo para
y su papel en la evangelización de los indígenas fue un reflejo de los desencuentros entre el
arzobispo de México y la orden franciscana en lo referente al culto de la Virgen del Tepeyac.

Figura 10 Figura 11

Este enrarecido ambiente es el que explica que, el 8 de septiembre de 1556, fiesta de la


Natividad de la Virgen, en la capilla de San José de los Naturales del convento de San Francisco
de México, el mencionado sermón del arzobispo obtuviera una respuesta sumamente crítica por
parte de los franciscanos en boca de Francisco de Bustamante, padre provincial de la Orden y
excelente orador, en otro célebre y polémico sermón: Bustamante dedicó la segunda parte de su
intervención a la réplica sistemática de cuanto el prelado había predicado dos días antes en su
propia sede. De acuerdo con las declaraciones de los testigos de su sermón, el provincial
franciscano afirmó, entre otras cosas,

sus alumnos, maestros y colaboradores indios”. En efecto, en la edición de la Doctrina Christiana en Lengua Mexicana
de Juan Pablos, México, 1553 (existe edición facsimilar con comentarios a cargo de E. de la Torre Villar, México,
1981), en el fol. 128v encontramos una xilografía que representa el habitual modelo de la Virgen apocalíptica
coronada, sobre el creciente lunar, con el niño sobre el brazo izquierdo, rodeada de una mandorla almendrada orlada
de rayos ondulados y rectos, cuyas similitudes resultan evidentes con la Concepción del Coro extremeña, y, por
extensión, con la Guadalupana del Tepeyac [fig. 11].
“[...] que la devoción que esta ciudad ha tomado en una ermita e casa de Nuestra Señora, que
han intitulado de Guadalupe, es un gran perjuicio de los naturales porque les da a entender que hace
milagros aquella imagen que pintó el indio Marcos”42.

“[...] que viendo agora el gran concurso de la gente que va allá a la fama de aquella imagen
pintada ayer de un indio hacía milagros, que era tornar [...]”43.

Arturo Álvarez44, que se hace eco de las informaciones de diversos testigos en el ya


mencionado proceso de fray Alonso de Montúfar contra el sermón del padre Bustamante, incide
en la coincidencia de sus declaraciones acerca del hecho de que hacia 1556 la ermita del Tepeyac
era ya un santuario muy visitado por españoles e indios, y que en su origen ostentó otro título
distinto al de Guadalupe, devoción “nueva”45 con la que los franciscanos se mostraban críticos al
considerar que el culto a esta pintura “pintada por un indio”, en lugar de a Dios o la Virgen, era
contrario a lo que ellos habían predicado a los naturales –que solicitaban no se llamara
Guadalupe, sino de Tepeaca o Tepeaquilla– y podía ser idolátrico y pernicioso, y crear confusión
en su adecuada cristianización. De igual modo, aporta el testimonio de fray Diego de Santa María,
recogido en la ya referida carta dirigida a Felipe II, fechada en diciembre de 1574, en la que
informa sobre el origen de la imagen del Tepeyac, indicando que con anterioridad ésta respondía a
otra advocación, y que desde –aproximadamente– 1560 recibió el nombre de Nuestra Señora de
Guadalupe de los fervorosos “christianos” que acudían a su culto. Este escrito se lleva a cabo en
el contexto del viaje que el monje guadalupano realiza a Nueva España con el fin de recaudar las
limosnas que allí se hacían destinadas a los hospitales del monasterio cacereño, de acuerdo con la
“manda forzosa”; tras detectar la existencia en las afueras de la capital de una ermita consagrada a
la Virgen de Guadalupe sin licencia de la casa matriz española, con lo que resultaban defraudadas

42.- Información que el señor arzobispo de México…, en op. cit., primer denunciante, p. 215. Indica O’Gorman
–op. cit., pp. 249 y 253– que son dos las razones fundamentales de la oposición franciscana al culto a la imagen del
Tepeyac: una primera, de carácter circunstancial e inmediato, relativa a la salud espiritual de los indios de la Nueva
España; la otra, más de fondo, se refiere a la inconveniencia del culto a las imágenes como factor que fomenta
comportamientos idolátricos al suponer un desvío o distracción de la adoración a Dios, único acreedor a la veneración
por parte de los hombres conforme a la ortodoxia cristiana; tal opinión se enmarca en la tendencia reformista del
catolicismo español, empeñada en desterrar una piedad medieval de carácter tradicional, supersticioso y externo –
habitual pretexto para la explotación de los fieles, y elemento favorecedor de romerías que propician comportamientos
nada edificantes por la ocasión que ofrecen de ofensa a Dios–, con el fin de sustituirla por una fe sustentada en una
espiritualidad interior, imbuida de la Philosophia Christi de la que Erasmo de Rotterdam fue su más ilustre valedor.
43.- Información que el señor arzobispo de México…, en op. cit.; testimonio de Juan de Masseguer, p. 250. En
estas declaraciones se pone de manifiesto, de forma insistente, el hecho de que la devoción y culto a la imagen del
Tepeyac-Guadalupe es un fenómeno reciente, y carente de fundamento y tradición.
44.- A. Álvarez Álvarez, Guadalupe: dos imágenes…, op. cit., p. 528.
45.- En estas declaraciones se pone de manifiesto, de forma insistente, el hecho de que la devoción y culto a la
imagen del Tepeyac-Guadalupe es un fenómeno reciente, y carente de fundamento y tradición.
las limosnas que allí se depositaban para el santuario extremeño, fray Diego solicita al rey que el
edificio se traslade a mejor emplazamiento, por ser aquél salitroso y próximo a la laguna, y que, o
bien se entregue el mismo para levantar monasterio de jerónimos, o bien se le retire el título ilícito
de Guadalupe46.
De acuerdo con todos estos testimonios, puede concluirse que, en fecha anterior aunque
próxima al 8 de septiembre de 1556, fue realizada –al menos en su primera versión– la imagen de
la Virgen de Guadalupe a manos de un pintor indígena, un tal “indio Marcos” que se ha venido
identificando, sin más argumento que la coincidencia en el nombre y oficio, con Marcos Cípac de
Aquino, mencionado por Bernal Díaz del Castillo como artista aventajado entre los de su
círculo47; la aparente veracidad de esta afirmación –la autoría del icono guadalupano por parte de
un pintor autóctono, fuera o no Marcos de Aquino– viene corroborada por el hecho de que
ninguno de los asistentes al sermón de Bustamante –virrey, oidores o nutrido público de la ciudad
de México, entre el que se contaban españoles e indios– mostrara sorpresa, indignación u
objeción alguna al respecto, y sin que en los testimonios recabados por Montúfar de entre los
diversos informantes que pusieron tales palabras en boca del provincial se hiciera el menor
comentario crítico a las mismas. De tan llamativa ausencia de reacciones se colige que tal
atribución artística debía constituir vox populi, o, al menos, resultar verosímil o plausible48. A
pesar de las advertencias que el sermón de Bustamante encerraba sobre la confusión que podía
generar entre los recién cristianizados indígenas el culto reverencial de la imagen del Tepeyac,
como si se tratara de un nuevo ídolo, o el refrendo de milagros popularmente atribuidos a la
imagen del Tepeyac sin previa comprobación de autenticidad, el Arzobispado de México, de
modo pragmático, hizo caso omiso a tales objeciones, y archivó sin llegar a mayores la
información generada por el proceso. Propició de este modo el incremento de la fama protectora y
milagrera de una imagen que, bajo el impulso de un creciente sentimiento nacionalista,
eclosionará en la centuria siguiente como símbolo identitario del sincretismo criollo.

46.- En el tiempo al que nos estamos refiriendo –ss. XV-XVI– los monjes del monasterio extremeño se oponían
a la realización de copias de la imagen original de Nuestra Señora de Guadalupe o al establecimiento de cofradías sin
su permiso, situación que llegó a generar diversos pleitos; en esta coyuntura se basa Arturo Álvarez –La triple
imagen…, op. cit., p. 86– para argumentar que, con el fin de extender su devoción y beneficiarse de las limosnas
ofrecidas para su culto, la Orden procedió a difundir estampas en las que se representaba, no a la imagen titular del
monasterio, sino a la Concepción del Coro, grabados que pudieron servir de modelo para la Guadalupe mexicana; no
han sido localizadas hasta la fecha, sin embargo, reproducciones de la imagen extremeña del Coro que fueran impresas
en estas fechas, o incluso en los siglos sucesivos. Este privilegio se encontraba reservado a las imágenes titulares, o a
aquéllas especialmente renombradas por sus propiedades taumatúrgicas.
47.- “Vamos adelante a los grandes oficiales [indígenas] de asentar de pluma y pintores y entalladores muy
sublimados, que por lo que ahora hemos visto la obra que hacen, tendremos consideración en lo que entonces
labraban; que tres indios hay en la ciudad de México tan primos en su oficio de entalladores y pintores, que se dicen
Marcos de Aquino y Juan de la Cruz y el Crespillo, que si fueran en tiempo de aquel antiguo e afamado Apeles, y de
Miguel Ángel o Berruguete, que son de nuestros tiempos, les pusieran en el número dellos.”; B. Díaz del Castillo,
Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, cap. 91; vol. I, p. 327-328 de la ed. de Miguel León-Portilla.
48.- E. O’Gorman, op. cit., pp. 13 y 90.
De acuerdo con Manuel Toussaint49, Marcos de Aquino o Marcos Cípac fue un pintor
indígena nacido en 1517; lo encontramos activo en 1555, realizando numerosas obras en
colaboración con Pedro Chachalaca, Francisco Xinmámal o Pedro de San Nicolás. Su obra más
destacable fue el conjunto de siete cuadros destinados al retablo de la capilla de San José de los
Indios (o de los Naturales), perteneciente al Convento Grande de San Francisco, en Ciudad de
México. El hecho de que fray Pedro de Gante fundara la escuela de San José de Belén de los
Naturales junto al mencionado convento ha fundamentado la idea, aún no contrastada
documentalmente, de que Marcos fue discípulo aventajado del maestro flamenco. Toussaint puso
igualmente de manifiesto la controversia generada por la vinculación de Marcos de Aquino al
origen de la imagen de la Virgen del Tepeyac a partir de las ya mencionadas afirmaciones del
provincial Francisco de Bustamante.

Figura 12 Figura 13

Frente a estos indicios sobre la cronología y autoría indígena –y por tanto “humana”– del
cuadro guadalupano, un aluvión de literatura piadosa y devocional referida a esta pintura ha
defendido de manera incondicional la teoría de que las apariciones sobrenaturales de la imagen de
la Virgen de Guadalupe –y su milagrosa estampación en la tilma del indio Juan Diego [fig. 12]–
se produjeron a finales del año 1531, si bien, como ha puesto de manifiesto la intensa indagación

49.- Arte Colonial en México. Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1962, p. 18.
documental que se ha venido desarrollando desde fines del s. XIX a partir de las aportaciones de
Joaquín García Icazbalceta, no salieron a la luz testimonios incontrovertibles de aquellos
acontecimientos portentosos hasta algo más de un siglo después de sucedidos. De este modo,
encontramos el más temprano registro escrito de aquel relato en el Nicam mopohua –“Aquí se
narra” en idioma náhuatl50–, uno de los capítulos que integran el Huei tlamahuiçoltica –“El gran
suceso” [fig. 13]–, libro que reúne varios textos en lengua indígena, editado por el bachiller
criollo Luis Lasso de la Vega, capellán del santuario de Guadalupe a mediados del s. XVII51, y
que éste atribuyó al indígena Antonio Valeriano con el fin de conferirle la conveniente
antigüedad52. Un año antes que la edición príncipe del Nicam mopohua –en 1648– fue también
publicada la primera versión en castellano del relato, integrada en la Imagen de la Virgen María,
Madre de Dios de Guadalupe, milagrosamente aparecida en la Ciudad de México. Celebrada en
su Historia, con la Profezía del capítulo doze del Apocalipsis53 (México, Imprenta de la Viuda de
Bernardo Calderón, 1648) [fig. 14], del sacerdote y teólogo novohispano Miguel Sánchez; en esta
obra se incluye además un grabado con la más temprana representación conocida de la
sobrenatural estampación de la efigie mariana en el ayate de Juan Diego, en presencia del obispo
fray Juan de Zumárraga y otros testigos54 [fig. 15].

50.- El Nican mopohua es un opúsculo compuesto en náhuatl que describe las apariciones marianas de la
Virgen de Guadalupe en el Tepeyac, cuya autoría se atribuye a Antonio Valeriano, noble y letrado nahua, que podía
escribir con fluidez en su lengua materna y en castellano, y que fue uno de los más notables discípulos e informantes
de Bernardino de Sahagún y de Andrés de Olmos.
51.- Huei tlamahuizoltica omonexiti in ilhuícac tlatohcacihuapilli Santa María Totlazonantzin Guadalupe in
nican huei altepenáhuac México itocayocan Tepeyácac (en náhuatl: “Por un gran milagro apareció la reina celestial,
nuestra preciosa madre Santa María de Guadalupe, cerca del gran altépetl de México, ahí donde llaman Tepeyacac”);
primera edición en Imprenta de Juan Ruyz, México, 1649. Además del Nican mopohua, esta obra contiene la lista de
los milagros atribuidos a la Virgen, o Nican motecpana, obra de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl.
52.- Antonio Valeriano de Azcapotzalco fue un indígena noble, emparentado con Moctezuma Xocoyotzin,
noveno rey azteca, estudiante en el Colegio de Santa Cruz de Santiago Tlatelolco, donde fue, como hemos indicado
antes, alumno y posteriormente informante de fray Bernardino de Sahagún en el contexto del “seminario de redacción
y edición de documentos antiguos” que éste estableció en aquel lugar; fue Valeriano quien, según Lasso de la Vega,
compuso el Nican mopohua a partir del testimonio directo del propio Juan Diego. Edmundo O’Gorman –op. cit., pp.
49-50– considera muy probable que Antonio Valeriano compusiera el Nican mopohua en el año 1556, una vez que los
vecinos españoles ya le habían impuesto a la imagen de la Virgen el nombre Guadalupe, sin duda estimulado por la
entonces reciente “aparición” de la misma en la vieja ermita del Tepeyac, y por la espectacular devoción que se había
despertado en torno a la misma y a sus prodigios. Cfr. J. García Icazbalceta, op. cit., p. 40.
53.- Resulta evidente, ya en el título de la obra, la dimensión apocalíptica que, muy por extenso, su autor
concede a la interpretación iconográfica de la efigie de la Guadalupe.
54.- La estampa lleva en su parte inferior la leyenda “Apariçion de la imagen de nuestra Sª de guadalupe de
Mexico”.
Figura 14 Figura 15

Más allá de esta polémica, que sigue suscitando en la actualidad apasionados


posicionamientos, hacia mediados del s. XVI no sólo la población autóctona acudía a la ermita
del Tepeyac a mostrar su veneración a la imagen pintada de la Virgen María, pues el culto hacia
esta efigie se habría extendido también entre los criollos. Esto último se deduce del testimonio ya
citado del virrey Martín Enríquez de Almansa, quien, a requerimiento del rey Felipe II, que
solicitaba informe sobre el origen de la ermita y la devoción de Guadalupe en Tepeyac, y sobre la
conveniencia de fundar allí un convento de frailes jerónimos, escribe una carta al monarca
español, de fecha 25 de septiembre de 1575 –valioso documento sobre el que volveremos más
adelante–, en la que afirma que

“[…] el prinçipio que tuvo la fundación de la iglesia que aora está hecha, lo que comunmente
se entiende es que el año de 55 ó 56 estaba allí una ermitilla en la cual estaua la imagen que aora
está en la iglesia y que un ganadero que por allí andaua publicó auer cobrado salud yendo aquella
Hermita y enpeço a crecer la devoçión de la gente. Y pusieron nombre a la ymagen nuestra Señora
de Guadalupe por dezir que se pareçia a la de Guadalupe dexpaña”55.

55.- Carta del virrey de la Nueva España, don Martín Enríquez, al rey don Felipe II, dándole cuenta del estado
de varios asuntos; de la solución que había dado a otros, e informando sobre algunos puntos que se le consultaban.
México, 23 de septiembre de 1575. El texto reproducido procede de A. Álvarez Álvarez, Guadalupe: dos imágenes…,
op. cit., p. 529; el autor indica que este documento, que se localizaba en el archivo de Simancas cuando fue dado a
conocer Juan Bautista Muñoz en 1794, hoy se conserva en el Archivo de Indias de Sevilla.
Además de la curación atestiguada en este escrito, también por las mismas fechas se
observa un incremento de las noticias relativas a fenómenos y apariciones milagrosos vinculados
a dicho lugar, aunque todavía expresadas en notas muy breves e imprecisas. Testimonios
tempranos de estos sucesos se encuentran registrados en los llamados Anales (Diario o Crónica)
de Juan Bautista (o del indio Juan Bautista)56, o los Anales de México y sus alrededores57. Ya en
el s. XVII, el chalca Domingo Francisco Chimalpahin Quauhtlehuanitzin ubica igualmente, en sus
Anales o Relaciones de Chalco, una de estas manifestaciones sobrenaturales en el año 155658.
Arturo Álvarez aporta igualmente una noticia del criollo Suárez de Peralta, quien, en su Tratado
del descubrimiento de las Yndias y su conquista (escrito c. 1589) afirma, de modo muy lacónico,
que la Virgen del Tepeyac “se aparesió entre unos riscos”59. En la estampa de Samuel Stradanus –
Samuel van der Straet–, artista flamenco que se afincó en Nueva España a fines del s. XVI,
titulada Virgen de Guadalupe con escenas de ocho milagros (c. 1615)60 [fig. 16], encontramos
reproducida una serie de exvotos que se encontraban depositados en aquellas fechas en el antiguo
santuario de Guadalupe; en ellos se refieren diversas apariciones marianas en sucesos difíciles o
adversos, o bien actos de agradecimiento ante su altar e imagen en respuesta al favor recibido por
obra de un milagro –curaciones de enfermedades o accidentes bien librados–, si bien entre estas
viñetas historiadas no se incluye aún referencia alguna a las mariofanías en presencia de Juan
Diego, o a la impresión de la imagen de la Virgen en la tilma del indio.

56.- Es un texto manuscrito náhuatl que constituye una especie de diario personal de aquel indio, inicialmente
pensado como una “matrícula de tributos”, pero posteriormente convertido en crónica de hechos comprendidos entre
1528 y 1586. El pasaje que nos interesa aquí es el siguiente: In Ypan xihuitl 1555 años icuac monextitzino in Santa
Maria de Quatalupe in ompac Tepeyacac, es decir: “En el año de 1555 fue cuando se dignó aparecer Santa María de
Guadalupe, allá en Tepeyácac” (Archivo Histórico de la Basílica de Guadalupe (A.H.B.G.), Ramo: Historia, Caja 101,
exp. 1, (62 fols.), fol. 9r.).
57.- Texto manuscrito anónimo, también en lengua náhuatl, que reúne una relación de sucesos comprendida
entre los años 1546 y 1625. En él se incluye la siguiente referencia: 12 tecpatl. hualmotemohui çihuapilli tepeyacac,
ça ye no yquac popocac citlallin, es decir: “1556, 12, pedernal bajó la reina señora a Tepeyacac e igualmente entonces
exhaló vapor la estrella (posiblemente un cometa)” (Anales de México y sus alrededores, núm. 2, Biblioteca Nacional
de Antropología e Historia de México (B.N.A.H.): C.A., vol. 273, no. 2, núm. 15, fol. 51r [685]).
58.- La obra es una de las varias relaciones que su autor, originario de Chalco Amaquemecan, donde nació en
1579, compiló a petición del gobernador de Amaquemecan, don Cristóbal de Castañeda. Si bien la recopilación fue
realizada entre 1606 y 1631, se basaba en códices y documentos del siglo anterior, así como en testimonios verbales.
Allí podemos leer la siguiente entrada: “12-Pedernal, 1556 años. En este año se comenzó a trabajar con mayor
intensidad en el muro de piedra, pues los tlatoque hicieron que la gente de todos los pueblos de la cuenca acudieran a
México. En 1555, el 20 de noviembre fue miércoles; en 1554 fue martes [para construirlo], por órdenes del señor
virrey don Luis de Velasco; y en poco tiempo quedó concluido el muro de piedra. También en este año se apareció
nuestra madre Santa María de Guadalupe en el Tepeyácac”. (D. Chimalpháin, 7ª. Relación, París, Bibliothèque
Nationale de France, Ms Mexicain 74, fol. 207v).
59.- A. Álvarez Álvarez, Guadalupe: dos imágenes…, op. cit., p. 527; vid. igualmente, del mismo autor, Un
documento aparicionista del s. XVI. Guadalupe 711 (1991), p. 108.
60.- La inscripción incluida en la estampa según la cual el arzobispo Juan Pérez de la Serna otorgaba 40 días de
indulgencia a quien donase limosna para terminar la nueva ermita, de mayores dimensiones, que por entonces se le
construía a la Virgen (el proyecto había sido propuesto por el anterior arzobispo, García de Mendoza, en 1600), nos
indica que esta imagen fue impresa precisamente con el fin de promover dicha obra, aprovechando el incremento de la
devoción de indígenas y españoles hacia la imagen mexicana a causa de los notorios milagros atribuidos a la misma,
apelando a la acción benefactora que la Virgen ejerce sobre sus devotos. El nuevo santuario fue bendecido e
inaugurado por el propio Juan de la Serna el 8 de septiembre de 1622.
Figura 16

3. Crónica de encuentros y desencuentros.


Más arriba hemos dedicado algunas líneas a describir la imagen tallada de la Virgen del
Coro que se conserva en el monasterio extremeño; vamos a proceder ahora del mismo modo con
la Guadalupe mexicana con el fin de posibilitar el correcto trazado de paralelos formales o
icónicos entre ambas efigies61.
La pintura del Tepeyac –realizada sobre dos piezas de tela62 cuya unión, que atraviesa
verticalmente la obra por su mitad, resulta fácilmente perceptible– representa a la Virgen en pie,
mostrada como mujer muy joven, con una actitud que, en sus rasgos genéricos –rostro vuelto al
lado derecho, rodilla izquierda ligeramente flexionada, manos unidas en actitud de recogimiento y
oración–, recuerda a la de las tradicionales Inmaculadas españolas. Conforme a las tonalidades
tópicas de la vestimenta mariana, Nuestra Señora viste túnica talar de color entre rosado y

61.- Para un detallado análisis iconográfico de la Guadalupana mexicana, y del hipotético significado simbólico
atribuido a sus detalles, vid. I. M. Toste Basse, Iconografía de la Virgen de Guadalupe. Cáceres, La Gomera y Nueva
España. En: Ciencia y cultura entre dos mundos. Nueva España y Canarias como ejemplos de Knowledge in Transit,
Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia, Edición web (La Orotava, 2009), pp. 9-14 (accesible en
http://www.gobcan.es/educacion/3/usrn/fundoro/archivos%20adjuntos/publicaciones/Workshop%20Gomera%202009/
Ines%20Toste.pdf).
62.- Pese a que tradicionalmente, por coherencia con el relato de su origen sobrenatural, se ha indicado que el
lienzo de la Virgen estaba confeccionado de fibras de maguey, tejido derivado del cactus con el que habitualmente se
elaboraban las tilmas, análisis practicados desde finales del s. XVIII han determinado que se trata de lona, una mezcla
de lino y cáñamo con la que solía fabricarse el velamen de las embarcaciones españolas. La técnica de la pintura es
básicamente el temple, mezclado con otros materiales a causa de los retoques e intervenciones posteriores. Vid. H. M.
S. Phake-Potter, op. cit., pp. 279 y 292, nota 1.
carmesí, y manto azul turquesa63. La primera de estas prendas se adorna con detalles florales
dorados64; excesivamente larga, se pliega a los pies, de modo que tan sólo sobresale por debajo de
la misma la puntera del zapato derecho, de color ocre. El manto, que cubre la cabeza –aunque
dejando visible el cabello moreno suelto al estilo de las doncellas aztecas–, se encuentra salpicado
de numerosas estrellas doradas de ocho puntas por toda su superficie. Tanto el borde inferior de la
túnica como el del manto aparecen ribeteados por una cinta también de color oro. Sobre el vientre
de la Virgen se observa una cinta negra, atada en un lazo, que rodea su cintura a modo de cinturón
alto65. La figura, de acuerdo con la tipología de inspiración apocalíptica, descansa sobre el
creciente lunar, aquí de color oscuro, y se encapsula en una mandorla alargada de resplandor
dorado, totalmente rodeada de un halo de nubes, rellenando su espacio interior multitud de rayos
rectos –se alternan unos delgados con otros algo más gruesos– que surgen radialmente de todo su
contorno, brillo solar que constituye su más llamativa seña de divinidad.
El rostro de la Virgen se ha descrito habitualmente como el de una joven mestiza a causa
del tono algo oscuro de su tez, si bien sus rasgos faciales parecen más afines a la tradición
plástica europea; su mirada aparece baja, con los párpados caídos, orientada hacia el suelo en
actitud de humildad66. De su cuello cuelga un broche ovalado en el que aparece representada una
pequeña cruz. El conjunto se completa con un ángel-niño alado de rasgos adolescentes, vestido
con una túnica entre rosácea y morada, que, situado bajo el creciente y a los pies de María, sujeta
a ésta por los extremos plegados de la túnica y el manto, sosteniéndola a modo de atlante67. Sus
alas desplegadas muestran plumaje de vistoso colorido entre el rojo, el azul verdoso y el
amarillo68. Hoy no aparece coronada, si bien, desde las copias más tempranas de la imagen –como
la que realizó Baltasar de Echave Orio en 1605-06 (Ciudad de México, colección privada) [fig.
17], el mencionado grabado de Samuel Stradanus (c. 1615), la firmada por Lorenzo Piedra

63.- Respecto a la túnica de color azul, Inés Marta Toste –op. cit., p. 11– pone en relación esta prenda, a partir
de ciertos comentarios de Bernardino de Sahagún, con determinadas deidades femeninas de los cerros –Matlalcueye o
Chalchiuhtlicue–, que también mostraban indumentarias o detalles con esta misma tonalidad; de igual modo, el manto
de la Virgen podría reproducir la tilma de color azul –Tilma de Turquesa– que portaban los antiguos señores
indígenas, con el fin hacer patente la condición de la Virgen como personalidad noble perteneciente a la realeza.
64.- Unos historiadores ven en estos elementos vegetales pervivencias de motivos de raigambre europea –flor
de lis–, en tanto, para otros, se trata de motivos jeroglíficos aztecas cargados de complejas connotaciones simbólicas.
65.- Las mujeres nobles aztecas tenían por costumbre, durante sus embarazos, portar una cinta de similares
características con el fin de liberar el abultamiento de su vientre; se considera, por tanto, una clara alusión autóctona a
la Concepción de María, tal vez para evidenciar entre los espectadores locales su estado grávido.
66.- Se ha apuntado la posibilidad de que este gesto responda específicamente a una costumbre indígena al no
estar bien considerada entre los naturales la mirada de frente, especialmente en el caso de las mujeres, entendiéndose
la desviación de la misma como signo de reverencia y respeto.
67.- Apunta Inés Marta Toste –op. cit., p. 12– que, conocido el hecho de que la serpiente, símbolo de sabiduría
y religión para los aztecas, se encontraba entre los animales sagrados precolombinos, no parecía conveniente
representar a la Virgen pisando al reptil conforme a su característica iconografía cristiana, como plasmación de la
victoria sobre el mal y el pecado, pues resultaría difícilmente comprensible en la Nueva España. Por esta razón parece
posible que el autor de la obra procediera a sustituir aquel emblema cristiano del Maligno por la imagen alada del
“joven-ángel”.
68.- Se ha señalado la familiaridad que un ángel con alas emplumadas podía suscitar entre los indígenas, por el
recuerdo que tal vez supondría de divinidades como Quetzalcóalt –la “serpiente emplumada”–.
(1625), hoy conservada en el retablo mayor del santuario del Desierto de Nuestra Señora de
Guadalupe en San Luis Potosí [Fig. 18], o las estampas con que se ilustran las primeras crónicas
impresas de los hechos milagrosos en torno a la imagen del Tepeyac a mediados del s. XVII [fig.
19]–, hasta sus múltiples versiones dieciochescas, la corona dorada sobre la cabeza será atributo
ineludible de su imaginario.

Figura 17 Figura 18 Figura 19

Por supuesto, la primera conexión que puede trazarse entre las dos imágenes –la del Coro
extremeña y la mexicana– es la referida a su común denominación. Según una de las posiciones
sobre esta cuestión, el nombre otorgado finalmente a la pintura del Tepeyac sería consecuencia
lógica de la devoción firmemente asentada por la Virgen guadalupana que muchos de los
conquistadores, comenzando por el propio Hernán Cortés69, trasladaron a México70; este

69.- Arturo Álvarez –Guadalupe: dos imágenes…, op. cit., pp. 526-527– recoge diversas evidencias concretas
de la singular devoción de Cortés hacia la Virgen de Guadalupe: el hecho de que se encomendara a su protección
durante su huida por la calzada de Azcapotzalco en la Noche Triste; los ricos presentes que envió al monasterio
cacereño desde Veracruz en 1519; o la visita que realizó desde Sevilla en 1528 para agradecer su patrocinio. Para una
relación de los ornatos y obsequios donados por Cortés al monasterio cacereño, vid. A.M.G. Códice 90, fols. 20r y
51r; A.M.G. Códice 85, fol. 69; A.M.G. Códice 83, fol. 27; C. Gracia Villacampa, La Virgen de la Hispanidad o Santa
María de Guadalupe en América. Editorial de San Antonio, Sevilla, 1942, pp. 73-97; F. García Sánchez, Hernán
Cortés hombre de fe. En: XIV Coloquios Históricos de Extremadura (1985), resumen disponible en
http://www.chde.org/index.php?option=com_content&view=article&id=1093:hernan-corteshombredefe&catid=51:
1985&Itemid=68–. Entre las ofrendas que el conquistador extremeño hizo a la Virgen, se encontraba la pieza de
orfebrería que representa al animalillo venenoso –¿escorpión? ¿reptil?– que le picó cuando se encontraba sobre
Tenochitlán. De este episodio nos da puntual cuenta fray Gabriel de Talavera en su Historia de Nuestra Señora de
Guadalupe (Toledo, Tomás de Guzmán, 1597), fol. 178: “Está también con lo que hemos referido, un escorpión de
oro, engaste de otro verdadero que encierra. Ofreciole Fernando Cortés Marqués del Valle, honra, valor y lustre de
nuestra España. Dio ocasión a esta dádiva el milagro famoso, que en su defensa obro Nuestra Señora; habiéndolo
mordido un escorpión y derramado tanto veneno por su cuerpo que le puso a peligro de perder la vida. Puesto en este
estrecho, volvió los ojos a Nuestra Señora suplicándole le acudiera en tanta necesidad. Fue su magestad servida de oir
su petición no permitiendo pasara adelante el daño. El famoso capitán agradecidísimo de la merced, vino de lo más
fenómeno se encontraría en consonancia con el hecho de que aquélla fue, además, advocación
fundamental de la dinastía hispana de los trastámara desde la victoria de Alfonso XI frente a las
tropas islámicas en la batalla del Salado (1340), triunfo atribuido a la intercesión de Nuestra
Señora. Esta preeminencia alcanzó su punto culminante en el tránsito del s. XV a XVI con los
Reyes Católicos, momento en el que el santuario extremeño de Guadalupe se erige en templo
mariano nacional71. No debe extrañar por tanto que se concediera este apelativo a la imagen
pintada que, al menos desde mediados del s. XVI, se dispuso en el santuario del cerro próximo a
la ciudad de México72. Recordemos que del ya referido informe del virrey Martín Enríquez a

remoto de las Indias a esta santa casa, año de mil quinientos veintiocho y trajo este escorpión de oro y el que le había
mordido dentro. Es este engaste y pieza de mucho valor, y de maravilloso artificio en que los indios se aventajaron”.
Sobre esta joya y su ubicación actual, vid. F. Gómez de Orozco, ¿El exvoto de don Hernando Cortés? Anales del
Instituto de Investigaciones Estéticas, 8 (1942), UNAM, pp. 51-54.
70.- C. Bayle, Nuestra Señora de Guadalupe de Extremadura en Indias. Madrid, 1928; S. García Rodríguez,
Guadalupe de Extremadura en América. Comunidad Franciscana de Guadalupe, Madrid, 1991; A. Álvarez Álvarez, El
culto a Santa María de Guadalupe en Indias y los franciscanos. En: Congreso Franciscanos extremeños en el Nuevo
Mundo. Actas y estudios. Los Santos de Maimona, 1987, pp. 212 y ss.; J. C. Martín de la Hoz, op. cit., pp. 629-635.
71.- En el trabajo varias veces citado de Alfonso Álvarez –Guadalupe: dos imágenes…, op. cit., pp. 524-525–
se describe igualmente, con todo lujo de detalles, esta vinculación del santuario cacereño con la monarquía hispana del
momento, y los testimonios de su carácter de devoción principal de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, que
atribuyeron a esta advocación la conquista de Granada, lo que hace extensible a destacadas figuras de la literatura y la
vida pública del momento. Del mismo modo, aquel investigador profundiza en la implicación de este culto en la
empresa americana, ya desde las peregrinaciones de Cristóbal Colón al santuario cacereño, pasando por las distintas
invocaciones, recogidas en las crónicas, que los protagonistas del proceso conquistador hacen en momentos difíciles,
hasta llegar a la extensa nómina de santuarios que bajo este título se fundan en Perú, Ecuador o Chile a lo largo del s.
XVI e inicios del XVII.
72.- Escribe al respecto Joaquín García Icazbalceta –op. cit., 66, pp. 36-38–: “El nombre de Guadalupe que la
Santísima Virgen se dio a sí misma cuando se apareció a Juan Bernardino, ha atormentado a los autores y apologistas.
«El motivo que tuvo la Virgen para que su imagen se llamase de Guadalupe (escribe Becerra Tanco), no lo dijo; y así
no se sabe, hasta que Dios sea servido de declarar este misterio». Realmente es extraordinario que la Virgen, cuando
se aparecía a un indio para anunciarle que favorecería especialmente a los de su raza, eligiese el nombre, ya famoso,
de un Santuario de España: nombre que ninguno de sus favorecidos podía pronunciar, por carecer de las letras d y g el
alfabeto mexicano. Así es que fue preciso dar tormento al nombre, para traer por los cabellos otro que en la lengua
mexicana se le pareciese, y atribuir luego a las ordinarias corrupciones de los españoles la transformación en
Guadalupe. De ahí que Becerra Tanco conjeture que la Santísima Virgen dijo Tecuatlanopeuh, esto es, «la que tuvo
origen de la cumbre de las peñas», o Tecuantlaxopeuh, «la que ahuyentó o apartó a los que nos comían». Notable
diferencia hay, a mi ver, entre estas voces y la de Guadalupe: no es necesario inventar dislates. Entre los
conquistadores había muchos andaluces y extremeños, grandes devotos del santuario español, que está en la provincia
de Extremadura. Ya antes habían puesto los descubridores el nombre de Guadalupe, que todavía conserva, aunque ya
no es española, a una de las Antillas menores; y como dice fray Gabriel de Talavera (que imprimió en 1597 su
Historia del Santuario de España) «arraigose de esta suerte la devoción y respeto del santuario en aquellos moradores
(de ambas Indias) de forma que comenzaron luego a dar prendas del buen ánimo con que habían recibido la doctrina,
levantando iglesias y santuarios de mucha devoción con título de Nuestra Señora de Guadalupe, especial en la ciudad
de México de Nueva España». Aquí tenemos ya declarado sencillamente el origen del nombre, por un autor que
escribía en el siglo mismo de la Aparición, y la ignoraba. Los que emigran a lejanas tierras tienen propensión a repetir
en ellas los nombres de las suyas, y a encontrar semejanzas, aunque no existan, entre lo que hay en su nueva patria y lo
que dejaron en la antigua. Así México recibió el nombre de Nueva España, porque dijeron que se parecía a la antigua;
y los extensos territorios descubiertos y conquistados por Nuño de Guzmán se llamaron la Nueva Galicia, por una
soñada semejanza con aquella pequeña provincia de España. Los españoles creyeron advertir que la imagen de la
Madre de Dios venerada en el Tepeyac se parecía en algo a la del coro del santuario de Extremadura, y eso bastó para
que le dieran el mismo nombre. Así lo dice el virrey Enríquez”. Resulta también plausible la hipótesis de que el
arzobispo de México tuviera interés en que el nombre de la virgen fuera el de Guadalupe para así congraciarse con
Hernán Cortés, devoto, como ya hemos indicado, de la patrona de su solar patrio.
Felipe II, o en la carta citada más arriba, fechada en 1574, que fray Diego de Ocaña dirigió
igualmente al monarca, se infiere que la imposición de aquel título a la imagen de la ermita fue a
resultas de la devoción que ésta inspiró entre los españoles al tener noticia de su milagrosidad, y
del especial parecido que le encontraron con la talla del coro del monasterio cacereño, todo lo
cual indujo a bautizarla con esa advocación de profundas reminiscencias hispanas73.
En cualquier caso, el arzobispo Montúfar aceptó de buen grado “el nombre Guadalupe74 que
sin licencia ni otra formalidad le había aplicado a la imagen el entusiasmo y vanidad de los
vecinos españoles de la ciudad de México”, dando por buenas las demostraciones de devoción y
los milagros que, sin verificación o comprobación alguna, se atribuyeron a aquella imagen75.
Phake-Potter76, en su empeño de localizar precedentes ibéricos y europeos con el fin de
contextualizar culturalmente las apariciones del Tepeyac, define varios topoi que resultan
compartidos en las tradiciones e historia de ambas Guadalupes: además de las fuentes bíblicas de
inspiración común, establece paralelos entre las leyendas referidas a la aparición de la imagen
española y la creación sobrenatural de la mexicana, atendiendo de igual modo al importante rol
simbólico que ambas llegaron a adquirir en sus respectivos espacios, a su alcance como objeto y
destino de importantes peregrinaciones y a su consolidado renombre como iconos con
propiedades taumatúrgicas77.
Sin embargo, los defensores de una posición indigenista, aspirantes a la obtención de una
total autonomía de cualquier deuda devocional con la metrópoli, tomando como punto de partida
el relato narrado en el Nican mopohua, se adscriben a la creencia de que la Virgen María reveló
en diciembre de 1531 al tío de Juan Diego, Juan Bernardino, cuando éste se encontraba
agonizante a causa de una grave enfermedad, su deseo de ser invocada bajo el nombre de
“Guadalupe”78. Ante la imposibilidad planteada por algunas voces críticas de que la Virgen se

73.- Archivo General de Indias, sección 5ª, Audiencia de México, legajo 69; la cita y texto proceden de A.
Álvarez Álvarez, La triple imagen…, op. cit., pp. 82-83, y J. C. Martín de la Hoz, op. cit., p. 632.
74.- De la advocación inmediatamente anterior a la de Guadalupe resulta esclarecedor el testimonio de
Francisco de Salazar –vid. nota 25 en el presente trabajo–, quien, en respuesta a la sexta pregunta del interrogatorio,
pone en boca de fray Francisco de Bustamante su admiración ante la escasa justificación de la nueva denominación de
Guadalupe para la imagen, puesto que “[…] el fundamento que esta ermita tiene desde su principio fue el título de
Madre de Dios” Vid. E. O’Gorman, op. cit., p. 86.
75.- E. O’Gorman, op. cit., p. 126.
76.- Op. cit., pp. 324-326.
77.- Respecto a la presencia de la tradición clásica en la literatura guadalupana de Nueva España, y en los
fundamentos de su mito, vid. C. Chaparro Gómez, “Un testimonio de tradición clásica en América: el mito
guadalupano. En: J. P. Almendro Trigueros et al. (coords.), Silva de estudios en homenaje a Mariano Fernández Daza
IX Marqués de la Encomienda. Centro Universitario Santa Ana de Almendralejo, Badajoz, 2009, pp. 107-131.
78.- El pasaje del Nican mopohua que aquí nos interesa es como sigue, de acuerdo con su traducción castellana:
“Y él [Juan Diego] le dijo [a su tío Bernardino] cómo cuando salió a llamar al sacerdote para que lo confesara y
preparara [pues se encontraba moribundo a causa de la peste], allá en el Tepeyac bondadosamente se le apareció la
Señora del Cielo, y lo mandó como su mensajero a ver al Señor Obispo para que se sirviera hacerle una casa en el
Tepeyac, y tuvo la bondad de decirle que no se afligiera, que [su tío] ya estaba bien, con lo que quedó totalmente
tranquilo. Y le dijo su venerable tío que era verdad, que precisamente en ese momento se dignó curarlo. Y que la había
visto ni más ni menos que en la forma exacta como se había dignado aparecérsele a su sobrino. Y le dijo cómo a él
también se dignó enviarlo a México para ver al Obispo. Y que, cuando fuera a verlo, que por favor le manifestara, le
haya nombrado a sí misma Guadalupe ante el anciano, ya que Juan Bernardino no entendía la
lengua castellana traída por los españoles, se especula con la hipótesis de que el diálogo tuviera
lugar en el idioma nativo, que era el náhuatl, argumentándose que la aparición pudo identificarse
mediante algún término indígena que conservara ciertas implicaciones religiosas de su precedente
prehispánico Coatlicue: es el caso de tequatlasupe –“la que aplasta la cabeza de la serpiente” –, o
coatlallope –“la que aplasta a la serpiente”–, entre otras posibilidades. Ante la dificultad que
suponía para los españoles la pronunciación correcta de aquel nombre, éstos optaron por llamarla
“Guadalupe” a la vista de las similitudes ya expresadas con la talla de la Concepción extremeña79.
Otra vía de aproximación a las posibles vinculaciones entre las Vírgenes mexicana y
española radica en el análisis detenido de aquellas manifestaciones plásticas de tema mariano
coetáneas o inmediatamente anteriores, cuyas afinidades iconográficas podrían justificar su
empleo como fuente visual de una u otra obra –o tal vez de ambas al mismo tiempo–80. En este
terreno es sin duda H. M. S. Phake-Potter quien ha rastreado más a fondo los posibles precedentes
visuales de la Guadalupana de México a partir del análisis de las estampas y pinturas europeas
anteriores a 1531 –fecha de las mariofanías guadalupanas–, y ello a pesar de que no parece tener
conocimiento de la imagen de Nuestra Señora del Coro en el cenobio extremeño81. Este
investigador llega a la conclusión –que compartimos– de que, muy probablemente, la efigie
mexicana de Guadalupe suponga una síntesis creadora de dos o más imágenes de procedencia
europea. Dado que la pintura novohispana muestra a María sin el Niño, puede considerarse a ésta
como una representación de la Virgen de la Asunción –o preferiblemente Inmaculada, si seguimos
otras opiniones–, soportada y elevada por ángeles de acuerdo con el tipo iconográfico difundido
en el arte europeo a partir del siglo XIII82; como resulta habitual en la tradición española, esta
tipología icónica se combina en la Guadalupe del Tepeyac con los rasgos característicos de la
“Mujer vestida de sol” apocalíptica83, adelantando las manos unidas en oración, y rodeada de una

informara con todo detalle lo que había visto, y cuán maravillosamente se había dignado sanarlo, y que condescendía a
solicitar como un favor que a su preciosa imagen precisamente se le llame, se le conozca como la siempre Virgen
Santa María de Guadalupe” (Nican mopohua, 200-208; la trad. procede de
http://www.virgendeguadalupe.org.mx/apariciones/Nican%20Mopohua/Nican%20Mopohua%20espa%F1ol%201.htm.
79.- Estas hipótesis fueron lanzadas inicialmente por Luis Becerra Tanco en su Origen milagroso del santuario
de Nuestra Señora de Guadalupe. Viuda de Bernardo Calderón, México, 1666, obra que será difundida a título
póstumo con el título Felicidad de México en el principio, y milagroso origen que tuvo el santuario de la Virgen
María N. Señora de Guadalupe. Viuda de Bernardo Calderón, México, 1675, con numerosas reimpresiones durante el
s. XIX.
80.- Cfr. M. Trens, op. cit., p. 68.
81.- En efecto, el investigador norteamericano no menciona en lugar alguno la existencia de esta última, a pesar
de que reproduce un fragmento de la Historia universal de Francisco de San José –op. cit., p. 326– en el que se
menciona a ésta como talla diferente de la titular románica.
82.- S. Stratton, op. cit., pp. 41-43; H. M. S. Phake-Potter, op. cit., pp. 348-349, figs. 35-37 y 39.
83.- Vid. S. Stratton, op. cit., p. 43 y M. S. Phake-Potter, op. cit., pp. 348-349, figs. 31-34 y 36-38. Según este
último investigador, los criterios iconográficos específicamente necesarios para su propuesta como posible precedente
de la imagen del Tepeyac requieren que la Virgen sea mostrada sin el Niño, erigida sobre un creciente lunar,
encerrada dentro de una mandorla rodeada de rayos en proyección radiada, y con la presencia, bajo la Señora, de un
ángel que sostiene la media luna. María debe aparecer orando, y mirando hacia su lado derecho. Puesto que,
mandorla o aureola resplandeciente que abarca el cuerpo entero84. Entre los diversos grabados que
propone como posibles modelos inspiradores se encuentra una xilografía anónima flamenca –La
Madona en una aureola con la media luna y soportada por un ángel, c. 1460–85 [fig. 20], en la
que la Virgen, tocada con corona ornada de estrellas, sujeta al Niño con el brazo derecho al
tiempo que le muestra un fruto con la otra mano; más allá de la incorporación del Hijo, la estampa
europea presenta determinados rasgos formales cercanos a los del icono mexicano que podrían
justificar su propuesta como prototipo gráfico: es el caso de la mandorla elíptica que rodea a
ambas figuras y los rayos o llamas que rellenan el espacio libre, en este caso de diseño ondulado,
como los que podemos observar en la Virgen del Coro extremeña, o los pliegues que dibuja la
rodilla izquierda ligeramente flexionada; de igual modo, resulta muy similar al mexicano el ángel
que soporta la media luna en el grabado flamenco –también vestido y alado–, así como la
disposición plegada del extremo inferior del manto que el querubín parece recoger con sus manos
elevadas. Ejemplos próximos iconográficamente al anterior grabado son la estampa de Michael
Wolgemut86 fechada en 1492, y titulada Madona y Niño en una gloria y coronada por ángeles87
[fig. 21], o la xilografía anónima alemana, datada entre 1480 y 1500, identificada como La Virgen
en una aureola con la media luna y soportada por un ángel88, imágenes que conservan la mayor
parte de los elementos iconográficos básicos, si bien en ambas se proporciona mayor énfasis a la
plasticidad de los pliegues del manto de la Madre con el fin de dramatizar el efecto general de la
escena.

aparentemente, la imagen original de Guadalupe había representado a la Virgen con una corona, caracterizada como
Reina del Cielo –H. M. S. Phake-Potter, op. cit., figs. 8, 10, 11 y 19–, deben tenerse en cuenta de igual modo aquellas
estampas que muestran a María coronada o con la cabeza cubierta.
84.- Esta tipología, de acuerdo con la cual las representaciones artísticas de la Asunción deben realizarse
conforme a los detalles de la visión escatológica de san Juan, fue así refrendada por el jesuita Johannes Molanus –De
historia SS. imaginum et picturarum, pro vero earum usu contra abusus. Joannes Natalis Paquot, Lovaina, 1771, pp.
332-333–: “Y después de su Asunción, María se convirtió en reina de los cielos. La iglesia creyó oportuno erigir una
estatua real, como estaba escrito en el Apocalipsis, donde se escribe cómo Juan ve a esta reina, Amictam solem, la
luna bajo sus pies, una corona de doce estrellas sobre su cabeza. Y María coronada tiene el privilegio de poseer nueve
coros de ángeles, así como la prerrogativa de tres órdenes de Vírgenes, mártires y penitentes. Ella es también la reina
de la que dice David: «La reina se alza a tu derecha rodeada de colores» i. e., los dones del cielo. San Agustín y San
Bernardo dedican sermones a este lugar apocalíptico de la Virgen María. Hay otros que han citado correctamente
estos lugares tanto en el arte como en la iglesia, se la conoce como Deiparae [nacida de Dios] y es una imagen
verdadera de la Santa Iglesia. No son incongruentes los ángeles pintados que rodean la imagen de la Santísima Virgen
de la que, cuando sube a los cielos, dicen cosas maravillosas: ¿Quién es esa que se eleva por los desiertos…?”; la cita
y la traducción castellana proceden de S. Stratton, op. cit., p. 43.
85.- H. M. S. Phake-Potter, op. cit., fig. 31.
86.- H. M. S. Phake-Potter, op. cit., fig. 32.
87.- H. M. S. Phake-Potter, op. cit., fig. 33.
88.- La imagen de Wolgemut resulta extraordinariamente similar a la Virgen del Coro del monasterio
guadalupano cacereño, hasta el extremo de poder considerarla como una fuente icónica más que razonable de la talla
extremeña.
Figura 20 Figura 21

Respecto a los tipos marianos carentes de la figura del Niño, es posible encontrar dentro del
ámbito hispano diversas pinturas realizadas antes de 1530 que muestran a una Virgen parecida a
la Guadalupe mexicana, representada como doncella con las manos unidas en oración y en actitud
de modesta humildad, dispuesta sobre un creciente lunar y encerrada dentro de una luminosa
gloria radiante89. Otros ejemplos significativos de esta modalidad son dos estampas firmadas por
el Maestro E. S. (activo c. 1450-70): una de ellas –La Virgen con un libro sobre la media luna (c.
1460)– nos muestra a María sin la corona e instalada sobre la media luna; sujeta entre sus manos
un pequeño libro de oraciones, por lo que declina la mirada hacia éste en un gesto no muy alejado
del ya descrito para Nuestra Señora de Guadalupe90. En un segundo grabado del mismo artista la
Virgen se representa ahora en figura de medio cuerpo, con una cofia que le cubre la cabeza; se
yergue sobre una media luna tripartita, orando con las manos unidas al tiempo que se inclina
levemente a la izquierda. Aquí dirige de nuevo su mirada hacia la parte inferior de la imagen,
contemplando en este caso un breviario abierto colocado en una cesta. No deja de sorprendernos
que el historiador norteamericano no mencione entre las anteriores la que quizá sea la versión más
conocida e influyente del tipo visual de la “Mujer vestida de sol” gótica: la que Alberto Durero

89.- Dentro de esta serie española Phake-Potter relaciona la Virgen de la Misericordia de Bonanat Zahortiga (c.
1430-40, Barcelona, Museo de Arte de Cataluña), la Asunción de la Virgen de Pedro Berruguete (c. 1485, Wellesley,
Massachusetts, Davis Art Center), la pequeña tabla de la Asunción de la Virgen pintada por Michel Sittow (o Sithium),
que servía como retablo personal de la Reina Isabel la Católica (c. 1500, Washington D. C., National Gallery of Art),
o la Inmaculada Concepción que pintó el maestro valenciano Vicente Masip (c. 1520, Madrid, Colección Banco
Hispano-Americano).
90.- H. M. S. Phake-Potter, op. cit., fig. 34.
incluyó en la novena xilografía de su magistral serie del Apocalipsis (Nüremberg 1498 –edición
alemana–; 1511 –edición latina–) [fig. 22]. Aquí la figura femenina aparece en pie encima del
inevitable creciente, ante un intenso halo de rayos radiales que surgen a su espalda, visiblemente
encinta, con las palmas de las manos unidas ante sí. Presenta un broche fijado a su cuello, un
cinturón alto ciñendo su cintura y velo que sólo cubre una parte de su cabeza, dejando suelto su
largo y rizado cabello. Inclina la cabeza, coronada con una doble diadema estrellada, hacia su
izquierda, y baja la mirada en actitud pensativa, con los párpados a medio cerrar. La diferencia
sustancial respecto a la del Tepeyac es que la figura alemana ya luce a sus espaldas las grandes
alas de águila con las que, según la visión de Juan, podrá volar al desierto y escapar de la amenaza
del gran Dragón rojo.

Figura 22

A esta ya extensa colección de posibles precedentes Phake-Potter incorpora igualmente


otros grabados en los que el asunto de la Asunción de la Virgen se hace coincidir con el instante
de su coronación por parte de la Trinidad o el Padre Eterno; en estos casos la Virgen aparece
también rodeada de una resplandeciente envoltura mística, y representada por regla general sin el
Niño. Entre otros ejemplos con este tema, destaca un grabado de autor florentino anónimo (c.
1460-70)91, titulado en la propia estampa Assumptio Marie Virginis in coelem, que una vez más
reúne todos los componentes esenciales que van a figurar décadas más tarde en el icono

91.- H. M. S. Phake-Potter, op. cit., fig. 36.


mexicano: figura femenina erguida y coronada, que une sus manos frente a sí en oración
silenciosa al tiempo que se yergue dentro de una aureola resplandeciente, dispuesta encima de una
media luna sostenida por un querubín con cuatro alas de acuerdo con las descripciones proféticas
(Ez 1, 6; 11; 23). La composición general del nielo italiano reaparece posteriormente en una tabla
española, fechada hacia 1490, que también representa la Asunción de la Virgen, conservada en la
parroquial de Robledo de Chavela, en la provincia de Madrid92. Un último ejemplo, en el que
María, ya coronada, sigue estando asistida por dos parejas de solícitos ángeles, es el que nos
proporciona otra xilografía flamenca, también anónima (c. 1490), titulada La Asunción de la
Virgen María en el Cielo de acuerdo con su inscripción latina, que difiere levemente de los
modelos anteriores fundamentalmente por la disposición de las manos de la Virgen, abiertas hacia
el espectador93.
No queremos dejar de reseñar aquí la posible inspiración de la Guadalupana de México, al
menos en la disposición de su parte superior, en el estandarte figurado con un busto de la Virgen
orante y con la cabeza coronada, radiada y rodeada de estrellas, que acompañó a Hernán Cortés
durante la conquista de Tlaxcala, y que se conserva actualmente en el Museo Nacional de Historia
del Castillo de Chapultepec, en México D. F.94 [fig. 23]. La colocación de la figura, las manos
unidas, la indumentaria y detalles como el cabello peinado con raya al medio presentan
indudables similitudes en ambas obras.

Figura 23

92.- H. M. S. Phake-Potter, op. cit., fig. 35.


93.- H. M. S. Phake-Potter, op. cit., fig. 37.
94.- Guadalupe: dos imágenes…, op. cit., pp. 529-530.
Arturo Álvarez95, defensor a ultranza de la hipótesis de la autoría de la Guadalupana por
parte de Marcos Cípac de Aquino, apunta también la posibilidad de que le sirviera de modelo
alguna estampa europea, probablemente alguna Inmaculada asunta, con rayos y la luna a sus pies,
con o sin Niño en sus brazos, y con un ángel sosteniéndola, o con un coro de querubes en ademán
de elevarla, de las que abundaron en el arte europeo –acabamos de comprobarlo– en el tránsito del
s. XV al XVI. Enumera como ejemplos la Virgen de Berlín (1468), una talla en la capilla de los
Anaya, en la catedral Vieja de Salamanca, varias imágenes del Museo de Valladolid de 1527 a
1531, otra escultura en la parroquial de Fuenteovejuna (Córdoba) labrada en 1531 por Antón
Pérez, o una tabla pintada en el coro bajo de Santa Clara de Moguer (Huelva); alude de igual
modo a ejemplos existentes en bordados y miniaturas del monasterio extremeño de Guadalupe,
destacando, en el s. XV, el capillo y el frontal de fray Diego de Toledo. Pero, sin embargo,
concede la preminencia entre todas las anteriores a la imagen gótica del Coro, figura que, bien por
conocimiento directo, bien a través de estampas96 o de referencias orales, resultaría familiar a los
españoles que pasaron a Nueva España; ello explica que, al contemplar la pintura de México, y
tener conciencia de su fama milagrera coincidente con la de Extremadura, la distinguieran con el
nombre de la Virgen de Las Villuercas.
Pero, llegados a este punto, debemos poner de manifiesto una cuestión sobre la que
pensamos aún no se ha hecho suficiente hincapié –tal vez de forma intencionada–, pero que posee
innegable importancia dentro del tema que aquí nos ocupa. Nos referimos al hecho, ya comentado
más arriba, de que el busto del ángel-niño que actúa como “sustentante” de la imagen de la Virgen
del Coro cacereña no figuraba en la talla original de finales del s. XV, sino que constituye una
incorporación barroca de mediados del s. XVIII. Ello resulta evidente en la propia anatomía
“rolliza” del infante, que aparece desnudo y carente de alas –en contraste con su equivalente en la
pintura mexicana, púdicamente vestido con túnica de tonos morados y vistosas alas multicolores–
como en las volutas de nubes y ráfagas doradas con que se rodea la figura. Esto supone, en
primera instancia, que este elemento, ausente en la Concepción extremeña primitiva, debe
descartarse como detalle iconográfico inspirador de la pintura de la Virgen del Tepeyac; por otra
parte resulta muy probable que, muy al contrario, el querubín se añadiera a la efigie extremeña a
mediados del setecientos con el fin de aproximar su fisonomía a la de la Guadalupe mexicana, por
aquellas fechas suficientemente conocida a través de descripciones, o de las numerosas copias
grabadas o pintadas que circularon de la misma por Europa97 [fig. 24]. De igual modo, la

95.- H. M. S. Phake-Potter, op. cit., fig. 34.


96.- Ya hemos apuntado anteriormente que, hasta la fecha, no tenemos noticia de la existencia de estampas
grabadas con la representación específica de la Concepción del Coro de Guadalupe de Extremadura.
97.- Al menos en dos cantorales del s. XVIII de la colección del Monasterio de Guadalupe encontramos viñetas
que representan directamente a “Nuestra Señora de Guadalupe de Méjico”: cantoral nº 73, Officium et missa
Inmaculatae Conceptionis Beatae Mariae Virginis, fol. 63v; cantoral nº 75, Officium el missa translationis domus
Lauretanae et Beatae Mariae Virginis de Guadalupe in Mexico, fol. 71v. Vid. S. García Rodríguez, Los miniados de
Guadalupe. Catálogo y Museo. Ediciones Guadalupe, Sevilla, 1998, pp. 148, 305 y 309.
apariencia de la Virgen del Coro se aproximó aún algo más a la de Tepeyac por estas mismas
fechas –1774– cuando se repintó el manto de azul, y se dispusieron sobre él las estrellas doradas –
según Carlos Gracia Villacampa98, para recuperar las que antes se encontraban pintadas en el arco
del coro derribado por Manuel de Larra Churriguera–, respetándose tan sólo el estofado original
gótico de la túnica99. Por último, como nos señala e ilustra Germán Rubio Cebrián100, la talla
cacereña tuvo también corona añadida –recordemos que la imagen mexicana apareció
representada con ella hasta inicios del el s. XIX–, atributo que no figuraba en la talla original101
[fig. 25], y que debió ser retirado en algún momento de la primera mitad del siglo pasado.

Figura 24 Figura 25

Frente al silencio sistemático por parte de la historiografía mexicana, queremos entender


que las más de las veces por simple desconocimiento del hecho, y con ilustres excepciones como
la ya indicada de Joaquín García Icazbalceta102, ya dijimos que la bibliografía monográfica
española referida a la historia y descripción del monasterio cacereño o al patrimonio artístico del

98.- C. Gracia Villacampa, Grandezas de Guadalupe. Estudio sobre la historia y las Bellas Artes del gran
monasterio extremeño. Imprenta de Cleto Vallinas, Madrid, 1924, p. 25.
99.- “En esta día de la paga (22 de marzo de 1744), llegaron los harrieros de Salamanca y trajeron también la
Imagen de Nuestra Señora que estaba en el Coro y se ha de volver a colocar sobre la coronación de la silla prioral,
estofada según ella estaba, y solo puestas en el manto que es azul, las cuarenta y dos estrellas que antes estaban en el
arco que se derribó para alargar el coro”; A.M.G., Códice 112, fol. 85v. Vid. S. García Rodríguez, Nuestra Señora de
la Concepción, op. cit., pp. 146-148.
100.- Op. cit., 357, p. 229 y figs. de las pp. 228 y 229.
101.- Grandezas de Guadalupe…, op. cit., p. 23.
102.- “Los españoles creyeron advertir que la imagen de la Madre de Dios venerada en el Tepeyac se parecía en
algo a la del coro del santuario de Extremadura, y eso bastó para que le dieran el mismo nombre”; op. cit., 67, p. 38.
mismo insiste con regularidad, ya desde el s. XVIII, en las afinidades existentes entre ambas
imágenes extremeña y mexicana, proponiendo con frecuencia la paternidad de la primera sobre la
segunda a la vista de su mayor antigüedad. El primer texto en el que se analiza este posible
parentesco por extenso, si exceptuamos la importante referencia del virrey Martín Enríquez o
alguna alusión documental conservada en el monasterio cacereño103, lo encontramos en la ya
citada Historia Universal de la primitiva y milagrosa Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe,
de Francisco de San José, donde leemos:

“Y antes que refiera la aparición admirable de esta Señora, es preciso satisfacer al reparo,
que se pone delante de los ojos, à los que han visto el original, ò copias de la Imagen de México, y
à la de Guadalupe Estremeña, primitiva de este nombre: piensan que solo tiene la Mexicana el título
de Guadalupe, porque es de diversa hechura; y aunque le basta el nombre para ser muy milagrosa,
quiso la Madre de Dios sacasse de este Santuario en todo la semejanza: la estatura, el talle, la
forma, color y adorno; pues enfrente de la antiquíssima Imagen de nuestra Señora de Guadalupe ay
en el Coro otra de talla, que se colocò en un arco, que buela sobre la silla del Prior, siéndolo de este
Monasterio el Rmo. P. Fr. Pedro de Vidania, año mil quatrocientos y noventa y nueve, treinta y dos
antes de aparecerse la de México; y es tan semejante à ésta, que parece la tomò la Virgen por idèa
para sacar en la Mexicana una perfecta copia. Celebrando esta conformidad y que es más antigua la
de nuestro Coro, cantò racional Cisne, un Poeta de estos tiempos dulce el siguiente Epigramma:

Illa Novae Hesperiae Urbs, illius quae est Caput Orbis,


Guadalupanae Almam continet effigiem.
Archetypon quaeris, vivum vel Exemplar in illa?
Haec tibi demonstrat sculpta Tabella suum104.

Por esta razón algunos, que vienen de la Nueva España, si entran en nuestro Coro, luego sin
detenerse dicen: Virgen de Guadalupe de México: assí la llaman festivos, y admirados, porque
como à tal la reconocen devotos sus afectos”105.

103.- Aquí podemos encontrar breves pero significativas alusiones, desde mediados del setecientos, que marcan
el parentesco al denominar a la Concepción del Coro “Nuestra Señora de Méjico”: vid. al respecto C. Gracia
Villacampa, Grandezas de Guadalupe…, op. cit., p. 29; así, en un documento fechado el 15 de noviembre de 1744, en
el contexto de las intervenciones de restauración dirigidas por Manuel de Larra Churriguera, se mencionan entre otros
gastos: “[…] más quinze reales que se dieron a Francisco [Corrales] el Dorador por limpiar y componer la imagen de
Nuestra Señora de Méjico” (A.M.G. códice 112, fol. 158v). La referencia procede de S. García Rodríguez, Nuestra
Señora de la Concepción, op. cit., p. 148.
104.- “Aquella ciudad de Nueva España, de aquella que es la principal del Orbe/ Conserva la santa imagen
Guadalupana./ ¿Buscas el arquetipo vivo o el ejemplar en ella?/ Te lo demuestra esta talla cincelada”.
105.- F. de San José, op. cit., cap. XXI, 13, pp. 144-145. Ya el encabezado del capítulo resulta plenamente
expresivo de sus contenidos: “De la soberana, y celestial imagen de Nra Señora de Guadalupe de México. Dase
noticia de la fundación de esta Imperial Ciudad: quiénes fueron sus Fundadores: del sitio en que apareciò la
Este mismo autor pone de manifiesto con inusual lucidez la problemática teológica que se
deriva de la inclusión del Niño en este tipo iconográfico, asunto al que ya nos hemos referido al
comienzo del presente trabajo, razón de ortodoxia doctrinal que, unida al deseo de no crear
confusión entre sus devotos indígenas, puede explicar, en opinión de San José, la ausencia del
Hijo de Dios en el icono del Tepeyac:

“La [Guadalupe] de México no tiene Niño, que es la diferencia, que se advierte entre estas
dos imágenes, porque además de ordenarlo así la divina providencia, como es Imagen de
Concepción, y apareció entre idólatras y recientes en la fe, podía ocasionar su pintura algún engaño,
entendiendo ellos, según se les mostraba en la Imagen, que María Santísima en su primer instante
tuvo el Hijo, como les enseñaban le tuvo el Padre Dios desde ab aeterno; y cesa este inconveniente
en donde ha echado ya la fe hondas raíces, y sus profesores están bien instruidos en los divinos
ministerios; pues aunque María Santísima en su primer instante tuvo la singular gracia de Madre de
Dios, saben todos que no concibió a su Hijo hasta la edad competente”106.

Concluye este autor justificando del siguiente modo la apariencia e indumentaria indígenas
de la versión novohispana:

“Porqué quiso la Virgen, aviendo de poner à su Imagen Mexicana el nombre de Guadalupe,


se copiasse à imitación de esta de nuestro Coro, y no de la cèlebre, antiquissima, y principal de este
título, toca à los juicios de Dios, que no debemos investigar curiosos, sino es venerarlos rendidos;
aunque para gloria suya no se desagrada su Magestad discurramos humildes en sus obras; y así
algunos Autores Mexicanos traen à este intento varias razones de congruencia. Dirè una, que me
parece mas del caso, y del genio de la Virgen: El color, y vestido de la Santa Imagen, son en sentir
de estos Autores, de las principales Señoras, y Caciquas de aquel Imperio; pues no padeciendo la
necesidad de coger Soles, conservan la tez del rostro más clara que las otras Indias: usan vestiduras
talares desde el cuello hasta los pies, que llaman en su Idioma Quexquemiles, y Mantos, ò Cobijas
largas, con que cubren las cabezas: y como por su Imagen pretendía la Virgen atraer à su amor las
voluntades de los Mexicanos para sacarles de sus Idolatrìas, y varias supersticiones, y que se
aficionasen à la ley de Dios, fé, y culto de los Divinos Mysterios, y así hacerlos grandes bienes;
quiso aparecer en el trage, y color de sus Caciquas para conciliarles con la semejanza la voluntad, y
el cariño”107.

Santíssima Virgen, y cómo se estampò su Imagen, parecida à la que se venèra en el Coro de nuestra Señora de
Guadalupe, de que se hace descripción para que conste de su verdad”.
106.- F. de San José, op. cit., cap. XXI, 15, p. 145.
107.- F. de San José, op. cit., cap. XXI, 17, p. 146.
De especial interés, por tratarse de un pasaje que nos permite aclarar ciertos detalles
iconográficos extraños incluidos en la precitada estampa de Samuel Estradanus –Virgen de
Guadalupe con escenas de ocho milagros, c. 1615–, es el siguiente, también incluido en el tratado
de Francisco de San José:

“Pareciò à algunos devotos, que cuidaban del culto de la Santa Imagen, estaría más
misteriosa la Pintura, si en la circunferencia de los rayos del Sol se pintasen algunos Seraphines,
que añadiendo nuevo adorno, significasen el obsequio reverente, que como à Reyna suya la
tribuyan en el Cielo los Espíritus más encumbrados: piedad bien indiscreta, querer enmendar obras
de Dios: executòse así, porque eran personas de autoridad, y suelen valerse de ella para aprobar sus
dictámenes; mas en breve se deslustraron todos comidos del salitre, y fue preciso borrarlos por la
fealdad, que causaban grande à vista de la peremne, y milagrosa belleza de la Celestial Pintura”108.

Este detalle podría explicar la presencia en el grabado del artista flamenco de un recerco de
cabezas de querubines que, sustituyendo a los rayos solares, rodean completamente a la figura
mariana109.
Las alusiones a las vinculaciones icónicas entre ambas imágenes menudean en la abundante
bibliografía del siglo pasado sobre el monasterio extremeño y su riqueza artística110 [fig. 26], si
bien es cierto que algunos de los comentaristas supieron relativizar y distanciarse del reiterado

108.- F. de San José, op. cit., cap. XXIII, 8, p. 159.


109.- La presencia de estos elementos apócrifos –los “serafines” que describe Francisco de San José– se debió
mantener, como el propio autor pone de manifiesto, durante un breve lapso de tiempo a causa de su rápido deterioro:
si tenemos en cuenta la copia de la Guadalupana realizada por Baltasar de Echave Orio en 1605-06, donde no
aparecen aún las cabezas angélicas, su inclusión debió producirse en algún momento entre este año y 1615 –fecha
establecida para la estampa de Stradanus–, siendo eliminados antes de 1625, pues en una nueva copia al óleo de la
Virgen de Guadalupe que realizó Lorenzo de Piedra en ese año, y que hoy preside el retablo mayor del santuario del
Desierto de Nuestra Señora de Guadalupe en San Luis Potosí –obra trasladada allí hacia 1670; vid. R. Montejano y
Aguinaga, Santa María de Guadalupe en San Luis Potosí. En: E. de la Torre Villar y R. Navarro de Anda (comps.),
Nuevos testimonios históricos guadalupanos. Fondo de Cultura Económica, México, 2007, tomo I, p. 620–, ya no se
aprecia vestigio alguno de aquellos añadidos. Tampoco los observamos en la representación de la Virgen incluida en
la portada del folleto titulado Coplas a la partida que la Soberana Virgen de Guadalupe, hizo de esta Ciudad de
México para su Hermita. Compuestas por un devoto suyo. Viuda de Francisco Rodríguez Lupercio, México, 1634,
escritas con ocasión del regreso de la pintura a la ermita de Tepeyac tras pasar cuatro años en la catedral de México,
o en las ilustraciones incorporadas a la ya mencionada Imagen de la Virgen María, Madre de Dios de Guadalupe que
Miguel Sánchez publica en 1648.
110.- Como ya indicamos al principio del presente trabajo, la afirmación de que la Virgen del Coro será modelo
–salvando el “escollo” iconográfico del Niño– de la Guadalupana mexicana, fue lugar común en la bibliografía
específica sobre el monasterio cacereño o sobre la iconografía concreta de la imagen: vid., por ejemplo, E. Tormo y
Monzó, El monasterio de Guadalupe y los cuadros de Zurbarán. Imprenta de José Blass, Madrid, 1906, p. 24; C.
Gracia Villacampa, Grandezas de Guadalupe…, op. cit., pp. 28-32; La Inmaculada y el Arte Español, Madrid, 1915, p.
25; J. Montes Bardo, Iconografía de Nuestra Señora de Guadalupe, Extremadura. Imprenta San Antonio, Sevilla,
1978, p. 35, así como las distintas referencias de fray Sebastián García y Arturo Álvarez que hemos ido reseñando en
las páginas precedentes; las posiciones de ambos autores sobre las vinculaciones históricas entre las imágenes
extremeña y mexicana, y su problemática, aparecen sintetizadas en S. Martínez y R. Vera, Las Guadalupanas: la
mexicana, hija de la española. Proceso n° 1414 (7 de Diciembre de 2003), accesible en
http://www.conocereislaverdad.org/Guadalupextremadura.htm.
tópico del parentesco histórico y formal. De especial sinceridad e inusual talante reflexivo son las
observaciones que lleva a cabo Germán Rubio Cebrián, en las que pone de manifiesto sin tapujos
las modificaciones que la Concepción de Coro experimentó con el fin de asemejarse en mayor
medida a la célebre pintura centroamericana111:

“Es la imagen mejicana en su factura muy distinta de esta su original: tiene la forma de
asunta o por ventura más propiamente de inmaculada, representada, según la descripción hecha por
San Juan en el Apocalipsis y aplicada por el P. Vidania, Prior de esta Santa Casa, en la imagen del
coro guadalupense, labrada treinta y dos años antes que la mejicana, el año de 1499, y que algunos,
quizá con algún fundamento histórico, quisieron dar por el prototipo de la del Tepeyac. Todavía se
venera hoy esta bellísima imagen en el testero del coro guadalupense, si bien algo transformada de
como fue allí puesta a fines del XV; pues ni la corona, ni menos el pabellón que hoy le sirve de
complemento, son primitivos; más bien le ocultan ciertos detalles por los cuales se aumenta el
parecido con la mejicana”.

El último capítulo de esta vieja historia de parentesco, y, sin duda, el más llamativo, fue el
que surgió a consecuencia de los análisis que en el año 1999 fueron practicados sobre la pintura
del Tepeyac por Leoncio Garza-Valdés, especialista en arqueomicrobiología112 de la Universidad
de San Antonio (Texas)113. En su informe final114 se concluye que la imagen de Nuestra Señora
de Guadalupe que actualmente se puede contemplar en su basílica del Tepeyac es la más reciente
de un total de hasta tres representaciones superpuestas. De acuerdo con el testimonio de este
investigador, en la más antigua de las imágenes resultan visibles la fecha 1556 y las iniciales M.
A., detalles que, en su opinión, estarían corroborando la autoría de la primera versión por parte
del ya referido pintor Marcos de Aquino. Sobre esta efigie primigenia –seguimos con Garza-

111.- Op. cit., 357, pp. 228-229.


112.- Disciplina especializada en el estudio de los depósitos bacterianos en superficies antiguas.
113.- Fueron el cardenal Norberto Rivera Carrera, arzobispo primado de México, y las autoridades de la
Basílica de Guadalupe, quienes contrataron los servicios del especialista, reconocido internacionalmente a raíz de los
estudios realizados sobre el Santo Sudario de Turín, en Italia, realizando fotografías con filtros especiales que sólo
dejan pasar radiaciones electromagnéticas de entre 250 y 400 milimicras, que es el espectro del ultravioleta. Ya con
anterioridad, en el año 1982, había sido realizado otro detenido estudio de la imagen mexicana por el perito en
restauración José Sol Rosales, en el que se detallaban, de acuerdo con los medios disponibles entonces, la preparación
del cuadro, los materiales base de sus colores y los diversos repintes que resultaban visibles en la figura. Tanto
Rosales como Garza-Valdés concluyeron que el tejido en que está pintada la Guadalupana es de cáñamo –planta que
en 1531 no era conocida en Nueva España, según carta del arzobispo fray Zumárraga al Consejo de Indias– y no de
ixtle o maguey, como anteriormente se creía. A este material se le llamaba cañamazo de España, y con él se
elaboraban, en el siglo XVI, las velas de los bergantines.
114.- Sus conclusiones fueron desarrolladas en L. A. Garza-Valdés, Tepeyac, cinco siglos de engaño. Plaza y
Janés, México, 2002; vid. igualmente la versión inglesa más reducida The Hidden Image: Our Lady of Tepeyac
Concealed by the Image of Guadalupe. Sophia Publishers, s. l., 1999. Sus principales argumentos se encuentran
sintetizados en forma de entrevista en R. Vera, Rodrigo, La Guadalupana: tres imágenes en una. Proceso (25 de
mayo de 2002), accesible en http://www.proceso.com.mx/proceso/hemeroteca_interior.html?aid=13334n19.rtf .
Valdés– puede distinguirse una segunda, cuyo rostro presenta rasgos más indígenas que la actual,
y ya pintada en el siglo XVII, al igual que la tercera versión, que es la que hoy resulta visible. Esta
última se sobrepuso a las dos variantes anteriores, atribuyéndose su autoría al artista novohispano
Juan de Arrúe115. Volviendo a la primera representación de la Guadalupana, indica que su
apariencia era muy distinta a la actual: la Virgen no presenta túnica sobre su cabello, y en el brazo
izquierdo sostiene al Niño Jesús desnudo; en este modelo ya se desprenden los rayos solares tras
la espalda, y bajo sus pies está la media luna sostenida por un angelito. Desde el momento en que
Garza-Valdés visualizó esta primera imagen infrapuesta, insistió en su similitud con la Virgen del
coro del monasterio guadalupano de España, considerando que la mexicana es “copia fiel” de
aquélla116, afirmación categórica que ha proporcionado renovados argumentos a los defensores de
la valoración de la talla extremeña como modelo icónico de la del Tepeyac117. Piensa que Marcos
Aquino se inspiró en alguna estampa de la Virgen extremeña a partir de “ciertos análisis
iconográficos”, y de “documentos del siglo XVI que hablan sobre las similitudes entre las dos
vírgenes”, aunque sin detallar su naturaleza u origen. Sin embargo, la no divulgación de las
fotografías que pudieran corroborar las tesis de Garza-Valdés en las publicaciones citadas, la
manifiesta disconformidad con estas conclusiones de algunos de sus colaboradores en el
mencionado análisis118, y el hecho de que esas tres imágenes sobrepuestas impliquen ciertas
discrepancias icónicas ya señaladas, han desacreditado, no sólo en los foros “aparicionistas”, sino
también en los medios académicos, las referidas conclusiones de este investigador.
115.- De acuerdo con Garza-Valdés, sobre una imprimación blanca que oculta a la imagen primitiva, hay otra
imagen, también rodeada de rayos, con un ángel a las plantas de la Virgen y ya carente del Niño, firmada con las
siglas J. A. C., y fechada en 1625; el investigador la identifica como obra del pintor Juan de Arrúe Calzonci, un
mestizo nacido en Colima el año 1565, que en 1597 se trasladó a vivir a Puebla, donde fallecería en 1637. Para
corroborar su autoría, aduce un documento de 1625 en el que se testifica que se le pagó al artista Juan de Arrúe por
haber pintado la imagen de la Virgen de Guadalupe, aunque sin poder demostrar si se trata de ésta o de otra copia de
la misma advocación. Sobre esta segunda pintura se distingue una tercera imagen, y una fecha borrosa que este autor
cree identificar como 1632, momento en el que la Guadalupana se encontraba en la catedral de México, lo que
propiciaría, en su opinión, la oportunidad para retocar la pintura que ahora se venera en la basílica del Tepeyac,
posiblemente por el mismo Arrúe Calzonci. Tal como ya indicó Phake-Potter –op. cit., p. 372, nota 19–,
representaciones conocidas de la Virgen antes de 1625 –fecha en la que, según Garza-Valdés, la segunda versión se
superpone a la primera–, como la copia de la Guadalupe realizada por Echave de Orio en 1606, o el grabado de
Stradanus de 1616, carecen del Niño, y, a excepción de la corona, muestran la misma composición que hoy se puede
observar en el estado actual del cuadro, lo que contradice por tanto la descripción del investigador para la versión
más primitiva del icono.
116.- Después de visitar el monasterio español de Guadalupe, el doctor Garza-Valdés –Tepeyac, cinco siglos…,
op. cit., p. 373– concluye: “La imagen de la primera pintura, sobre tela de cáñamo, con la iconografía de la
Inmaculada Concepción, en el lienzo de la basílica de Guadalupe, en la ciudad de México, es una copia exacta de la
imagen de la Inmaculada Concepción que se encuentra en el coro de la basílica de Guadalupe, en Extremadura,
España”; cita y texto han sido tomados de A. Álvarez Álvarez, La triple imagen…, op. cit., pp. 85-86
117.- Vid. A. Álvarez Álvarez, La triple imagen…, op. cit., pp. 84-86.

118.- Recordemos, además, que los dos colaboradores de Garza-Valdés en su investigación, el Dr. Guilberto
Aguirre y el fotógrafo Lester Rosebrook, se desmarcaron de sus conclusiones en el artículo Test of faith de John
MacCormack, San Antonio Express-News de 2 de junio del 2002. El Dr. Aguirre asegura allí: “Dr. Garza-Valdes and
I have the same images, but our conclusions are entirely different. I can´t find anyone who agrees with Dr. Garza-
Valdes […] Secondly, he claims to not only see two other paintings, but a nude baby Jesus in the arms of the Virgin,
as well as the initials M.A. and the date 1556. I have studied these photos, but I do not see these things”.
Figura 26

4. Conclusión.
De todo este caudal de información y datos documentales puede deducirse sin dificultad, en
nuestra opinión, que la imagen de la Virgen María que fue instalada en la humilde ermita del
Tepeyac, probablemente hacia mediados de 1555, fue una pintura realizada por un artista indígena
–de nombre Marcos, de acuerdo con el testimonio de fray Francisco de Bustamante, se trate o no
del célebre Marcos Cípac de Aquino, extremo que aún sigue sin verificarse–, sobre un lienzo de
cáñamo y conforme a unas concepciones icónicas y unas técnicas heredadas de la tradición
artística europea. Muy probablemente la realización de la obra, procedente de alguno de los
talleres artísticos implantados poco después de la conquista en la línea de la “escuela” creada por
Pedro de Gante, respondió a la iniciativa del arzobispo Alonso de Montúfar con el propósito de
renovar el viejo culto de sustitución que habían implantado allí los primeros monjes franciscanos.
Su advocación inicial fue de la Madre de Dios, o, de acuerdo con la naturaleza sincrética del
enclave y sus aún arraigados precedentes precolombinos, de Santa María-Tonantzin. Si seguimos
la común opinión de los investigadores, la imagen de la Guadalupana constituye una muy
probable síntesis iconográfica de dos o más imágenes, con casi toda seguridad estampas grabadas
a causa de la fácil circulación y manejo de este tipo de formato en los primeros decenios
posteriores a la conquista. Se trataría de impresiones correspondientes a las diferentes
advocaciones marianas habituales en el tránsito del s. XV al XVI –Asunción, Coronación,
Inmaculada Concepción–, “contaminadas” todas ellas con los diversos elementos y atributos
procedentes de la profecía escatológica de la Mulier amicta sole que se asimilaron
indisolublemente a aquellos tipos icónicos. La del Tepeyac es, en consecuencia, un producto
ecléctico de modelos medievales europeos al que se superpusieron, como es lógico, ciertos
detalles o rasgos indígenas novohispanos que acabaron por conferirle una marcada personalidad
propia.
A raíz de ciertos portentos ocurridos en el entorno de la ermita poco después de la
colocación –¿subrepticia?– de la imagen, atribuidos a los poderes taumatúrgicos de la misma, se
incrementó exponencialmente la fervorosa devoción que le cobraron a esa efigie los vecinos
españoles de Ciudad de México. La mayor parte de los estudiosos sobre este asunto coincide en la
posibilidad de que algún visitante español, conocedor de la Concepción del Coro del monasterio
cacereño de Guadalupe, o familiarizado con ella –ya indicamos que por el momento no tenemos
constancia de reproducciones grabadas de la misma que circularan en estas fechas–, pusiera de
manifiesto su parecido visual con aquella remota imagen gótica119; tal observación gozó sin duda
de una rápida aceptación por parte de la feligresía hispana y del propio arzobispo por lo que esta
atribución, que rebautizaba a la efigie con su actual nombre de “Guadalupe”, suponía de prestigio,
de fomento de la devoción y de eliminación de todo residuo idolátrico para el santuario mexicano.
Pensamos que tal hipótesis es la que más parece aproximarse a los acontecimientos reales que
tuvieron lugar en torno a aquella pintura: la vinculación entre ésta y la talla gótica cacereña no
respondió a un influjo icónico directo de la segunda sobre la primera –este papel le correspondería
a otras estampas de tema similar que sí se encontrarían a mano de los pintores novohispanos del
momento, modelos que resultarían absolutamente necesarios si tenemos en cuenta su total
desconocimiento de la tradición artística europea–, sino a una circunstancia casual y azarosa: el
comentario de un devoto de la Virgen extremeña que estableció la conexión entre ambas obras, a
la luz de las indudables coincidencias icónicas existentes entre las dos, pero también,
seguramente, al amparo de la intensificación de dichas similitudes que el tiempo, la distancia o la
fe pueden llegar a producir en el recuerdo cada vez más desenfocado del lejano objeto de nuestra
devoción. Tengamos en cuenta, además, que en la talla cacereña de finales del s. XV no estaban

119.- Indiquemos aquí que Edmundo O’Gorman, extremadamente riguroso y puntilloso en el respaldo
documental de cada una de sus afirmaciones, va a partir en esta cuestión de una premisa falsa, pues entiende que la
imagen de la Virgen de Guadalupe española con la que trata de establecerse una relación de parecido es la románica
titular del cenobio –con la que no existe semejanza alguna–, y no la Concepción del Coro, escultura de la que
O’Gorman, evidentemente, no tiene noticia. Es a partir de este desconocimiento que el historiador mexicano interpreta
–op. cit., pp. 36-37– que la adscripción del nombre “Guadalupe” fue algo totalmente accidental, y que posiblemente el
informante del virrey, para salir del paso, improvisara lo del parecido con la imagen española, tal vez inspirado por la
ya comentada visita de fray Diego de Santa María, emisario del monasterio de Guadalupe enviado a México para
reclamar las limosnas y mandas que los novohispanos ofrecían a la imagen del Tepeyac, y que los monjes jerónimos
españoles entendían pertenecientes a la extremeña. Al convertirse la imagen en objeto de devoción por parte de los
habitantes mexicanos de origen español, surgió la necesidad de darle un nombre propio, que exorcizara a la misma de
todo posible tinte idolátrico derivado del persistente sincretismo devocional indígena, y que al mismo tiempo, con la
denominación “Guadalupe”, le transfiriera el prestigio de la imagen ibérica, especialmente significativo para los
primeros devotos novohispanos, como ya hemos puesto de manifiesto.
aún presentes en 1555 ciertos detalles que serían incorporados dos siglos más tarde, con la
finalidad –así lo entendemos– de estrechar aún más la semejanza con la versión mexicana, ya en
aquellas fechas mucho más conocida en el orbe católico: es el caso del ángel-atlante de la peana,
la corona de María o el repinte azul tachonado de estrellas doradas que se superpuso a la
policromía original del manto. Asistimos, de este modo, a una curiosa paradoja: es la Concepción
extremeña la que, pese a ser imagen más primitiva, fue receptora a posteriori de determinados
influjos iconográficos del icono mexicano a causa de la difusión y popularidad que este último ya
había alcanzado a mediados del s. XVIII, habiendo superando sobradamente su fama los límites
del continente americano.
El origen de la vinculación entre las dos Vírgenes –la Guadalupe de México y la
Concepción del Coro del monasterio guadalupano extremeño– respondió, a tenor de lo expuesto,
no al influjo artístico o icónico de la segunda sobre la primera, sino al azar, al parecido
establecido casualmente entre ambas a causa de sus elementos y detalles compartidos, de su
procedencia respectiva de modelos iconográficos probablemente no muy distantes entre sí. Pero
este factor no resta ni un ápice de interés a uno de los más singulares parentescos vividos jamás
entre dos obras de arte, con dos trayectorias absolutamente independientes y alejadas mental,
ideológica y geográficamente, pero con ocasionales líneas cruzadas, configurando una ya
prolongada –y apasionante– historia de encuentros y desencuentros que, muy a grandes líneas,
hemos tratado de recomponer en las páginas precedentes.

PIES DE ILUSTRACIONES

Fig. 1: Anónimo novohispano (¿Marcos Cípac de Aquino?). Nuestra Señora de Guadalupe. S. XVI. Basílica
de Guadalupe, Ciudad de México.
Fig. 2: Anónimo flamenco. Nuestra Señora de la Concepción o Nuestra Señora del Coro. C. 1499. Real
Monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe (Cáceres), coro de la iglesia.
Fig. 3: Disposición de la imagen de Nuestra Señora de la Concepción en el coro de la iglesia del Monasterio
de Nuestra Señora de Guadalupe. Fotografía procedente de G. Rubio Cebrián, 1926: 229.
Fig. 4: Real Monasterio de Guadalupe. Museo de Libros Miniados. Cantoral nº 33, Officium Sanctae Luciae
Virginis…, fol. 53r: María Virgen Madre, radiada. S. XVI. Imagen procedente de S. García Rodríguez, 1998: 99.
Fig. 5: Real Monasterio de Guadalupe. Museo de Libros Miniados. Cantoral nº 46, Officium Beatae Mariae
Virginis…, fol. 8v: Virgen Madre con el Niño, radiada. S. XVI. Imagen procedente de S. García Rodríguez, 1998:
267.
Fig. 6: Anónimo flamenco. Nuestra Señora de la Concepción o Nuestra Señora del Coro. C. 1499. Real
Monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe (Cáceres), coro de la iglesia. Aspecto de la imagen original sin los
añadidos barrocos. Fotografía procedente de C. Gracia Villacampa, 1924: 24, fig. 5.
Fig. 7: Vista del coro de la iglesia del Monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe. Imagen procedente de S.
García Rodríguez, 2002: 35.
Fig. 8: Casimiro Castro. Litografía que muestra una panorámica del Santuario de Nuestra Señora de
Guadalupe en la falda del cerro del Tepeyac, Ciudad de México. 1853. Imagen procedente de Artes de México, nº 29:
63.
Fig. 9: Coatlicue. Escultura azteca. Museo de Antropología e Historia de Ciudad de México.
Fig. 10: Diego Valadés. Rhetorica Christiana, ed. de Perugia, 1579. Grabado calcográfico que muestra a
Pedro de Gante usando imágenes para instruir a los feligreses indígenas.
Fig. 11: Pedro de Gante. Doctrina Christiana en Lengua Mexicana, ed. de México, 1553, fol. 128v. Grabado
xilográfico de la “Virgen apocalíptica”.
Fig. 12: Matías de Arteaga y Alfaro. Las cuatro apariciones…, 1686. Grabado calcográfico con
representación de la cuarta aparición de Nuestra Señora de Guadalupe. Imagen procedente de Artes de México, nº 29:
27.
Fig. 13: Luis Lasso de la Vega (ed.). Huei tlamahuizoltica… Primera edición de México, 1649. Portada.
Fig. 14: Miguel Sánchez. Imagen de la Virgen María, Madre de Dios de Guadalupe… Ed. de México, 1648.
Portada.
Fig. 15: Miguel Sánchez. Imagen de la Virgen María, Madre de Dios de Guadalupe… Ed. de México, 1648,
Grabado calcográfico con la “Apariçion de la imagen de nuestra Sª de guadalupe de Mexico”.
Fig. 16: Samuel Stradanus. Virgen de Guadalupe con escenas de ocho milagros. C. 1615. Estampa
calcográfica. Imagen procedente de Artes de México, nº 29: 54.
Fig. 17: Baltasar de Echave Orio. Nuestra Señora de Guadalupe. 1605-1606. Ciudad de México, col. privada.
Fig. 18: Lorenzo Piedra. Nuestra Señora de Guadalupe. 1625. Santuario del Desierto de Nuestra Señora de
Guadalupe en San Luis Potosí. Retablo mayor.
Fig. 19: Miguel Sánchez. Imagen de la Virgen María, Madre de Dios de Guadalupe… Ed. de México, 1648,
Grabado calcográfico con la representación de Nuestra Señora de Guadalupe en su altar.
Fig. 20: Anónimo flamenco. La Madona en una aureola con la media luna y soportada por un ángel. C.
1460. Estampa xilográfica coloreada.
Fig. 21: Michael Wolgemut. Madona y Niño en una gloria y coronada por ángeles. 1492. Estampa
xilográfica. Imagen procedente de H.M.S. Phake-Potter, 2003: 337, fig. 32.
Fig. 22: Alberto Durero. “La mujer y el dragón”. Grabado xilográfico del Apocalipsis. Nuremberg, 1511 (ed.
latina). Grabado 9. Detalle de la mujer apocalíptica alada.
Fig. 23: Estandarte figurado con un busto de la Virgen orante, utilizado por Hernán Cortés en la conquista de
Tlaxcala. Museo Nacional de Historia del Castillo de Chapultepec, Ciudad de México. Imagen procedente de A.
Álvarez Álvarez, 1993: 528
Fig. 24: Real Monasterio de Guadalupe. Museo de Libros Miniados. Cantoral nº 73, Officium et missa
Inmaculatae Conceptionis…, fol. 63v. S. XVIII. Imagen procedente de S. García Rodríguez, 1998: 148.
Fig. 25: Anónimo flamenco. Nuestra Señora de la Concepción o Nuestra Señora del Coro. C. 1499. Real
Monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe (Cáceres), coro de la iglesia (obsérvese el detalle de la corona).
Fotografía procedente de G. Rubio Cebrián, 1926: 228.
Fig. 26: “Las Guadalupanas: la mexicana, hija de la española”. Fotografía de la portada de la revista Proceso
n° 1414 (7 de Diciembre de 2003), con el artículo de Sanjuana Martínez y Rodrigo Vera que recoge las posiciones de
fray Sebastián García y Arturo Álvarez sobre las vinculaciones históricas entre las imágenes extremeña y mexicana.

Dirección de Contacto del Autor:


José Julio García Arranz
C/ Miralrío 13, 3º E
10002-Cáceres
España
e-mail: jjturko@gmail.com

José Julio García Arranz es Profesor Titular de Historia del Arte del Departamento de Arte y Ciencias del Territorio, en la
Universidad de Extremadura (España). Compagina su labor docente con una doble vocación investigadora: el patrimonio artístico
de la comunidad extremeña, con aportaciones en el ámbito de la plástica prehistórica y el arte barroco, y la cultura simbólica visual
de la Edad Moderna en Europa, contando con numerosas publicaciones sobre la iconografía y la emblemática de este periodo.

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