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Pocas veces las colecciones museísticas nos han sido legadas por un milagro de la naturaleza
y si hoy podemos admirarlas, estudiarlas y comprender sus mensajes, se lo debemos en la
mayoría de los casos a sus sucesivos propietarios, que por estar convencidos de su valor no
escatimaron esfuerzos para transmitirlas en el estado más intacto posible a las generaciones
posteriores, realizando a veces una labor de conservación y restauración.
Conservación y restauración son dos palabras que designan dos tipos distintos de actividad
con finalidades bastante diferentes, y que nunca han sido definidas claramente por el conjunto
de la profesión. El resultado de ello es que cada asociación nacional e internacional da su
propia interpretación individual de ellas, y por consiguiente sus definiciones varían de un país a
otro, e incluso dentro de un mismo país.
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Conservación preventiva: ¿simple moda pasajera o cambio trascendental?
No obstante, para complicar una situación bastante confusa de por sí (he recibido
personalmente más de mil definiciones por escrito de numerosos profesionales de más de
setenta países), en los últimos veintitantos años ha aumentado insidiosamente el grado de
complicación terminológica con la introducción de una sutil distinción entre conservación
preventiva y curativa.
Así como la medicina curativa se ocupa de las personas que padecen enfermedades, la
conservación curativa se ocupa de los objetos del patrimonio cultural que pueden perderse por
la presencia de un elemento destructor activo. Por ejemplo: los insectos en la madera, el moho
en el papel y las sales en la cerámica, o simplemente un objeto que no puede soportar su
propio peso. En cambio, la conservación preventiva, al igual que la medicina del mismo
nombre, se ocupa de todos los objetos del patrimonio, independientemente de que estén en
buen estado, o de que sean víctimas de un deterioro progresivo. Su finalidad es protegerlos de
toda clase de agresiones naturales o humanas.
La conservación preventiva ha nacido como una reacción de nuestra profesión ante los
cambios espectaculares que se han producido en el medioambiente y en el patrimonio cultural
desde el siglo pasado. Lo que anteriormente era un patrimonio privado protegido por su
propietario contra formas de agresión no muy violentas, se ha convertido en un patrimonio
público que los ciudadanos tienen que proteger contra nuevas formas de agresión mucho más
violentas.
Si tenemos en cuenta este cambio radical, hoy en día la salvaguardia del patrimonio requiere
sobre todo que el público y los profesionales sean conscientes de las cuestiones que están en
juego, y exige también una estrategia apropiada. Desafortunadamente, la conciencia de la
nueva situación se va forjando muy lentamente, como lo demuestran los tres casos siguientes:
-Cuando ningún profano ni especialista discute el innegable efecto destructivo que los agentes
contaminantes tienen sobre el mármol y la piedra caliza, todavía hay demasiados profesionales
que no protegen contra la luz artificial los tejidos y tapices a su cargo. -Aunque algunos museos
se jacten -como si eso fuera un gran mérito- de contar con locales de almacenamiento que
garantizan una protección completa de las colecciones, hay muchos miles más que amontonan
en condiciones deplorables las colecciones que no exponen.
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Conservación preventiva: ¿simple moda pasajera o cambio trascendental?
-Hay algunos países que tratan por todos los medios de hacer un inventario de sus colecciones
a fin de localizarlas y conservar algún indicio de ellas o documentarlas realmente, pero muchos
otros ni siquiera saben cuántos objetos tienen en sus museos nacionales, y en todo caso
ninguno ha seguido hasta ahora el ejemplo de los Países Bajos, que iniciaron en 1990 su Plan
Delta para lograr una plena protección de su patrimonio cultural.
La conservación preventiva implica cambiar la antigua mentalidad para que el “objeto” de ayer
se convierta en la “colección” de hoy,
la “sala” en el “edificio”,
el “individuo” en el “equipo”,
el “presente” en “futuro”,
los “profesionales” en el ”público”
en el más amplio sentido de la palabra, el “secreto” en “comunicación”
y el “cómo” en el “por qué”.
La formación: todos los miembros del personal del museo, desde el administrador al
arquitecto, desde el técnico al conservador jefe, y desde el vigilante al guía, deberán seguir una
formación en materia de conservación preventiva o instruirse en sus principios básicos.
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asignación de los fondos, a fin de emprender las acciones necesarias antes de que se
produzca algún daño.
El público: se deben adoptar medidas sistemáticas para asegurarse de que el público esté
informado del valor y de la fragilidad de los objetos expuestos. La información debe mostrarse
en todos los sistemas de anuncios, así como en las publicaciones y catálogos, y debe ser
difundida por guías y medios sonoros. En cada museo se establecerá paulatinamente un
plan exhaustivo de conservación preventiva que podría definirse así:
Los profanos pueden preguntarse, con razón, por qué ha habido que esperar hasta finales del
siglo a que los profesionales de los museos hayan empezado a establecer una política de
conservación preventiva de las colecciones. No cabe duda de que es un misterio, pero “más
vale tarde que nunca”, como dice el refrán.
Debemos decir, finalmente, que en determinados contextos en los que existe un patrimonio
cultural formado por bienes muebles e inmuebles (ciudades históricas, monumentos, sitios
arqueológicos, bibliotecas y archivos), podríamos razonar de la misma manera y llegar,
indudablemente, a conclusiones similares.
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