Quince días en el desierto americano
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Tocqueville relata en estas páginas el viaje que emprendió, en julio de 1831, desde Detroit hasta Saginaw, junto con su amigo Gustave de Beaumont. Bosques arrasados, desiertos que se convierten en ciudades, pueblos aborígenes perseguidos: en América nada será igual después de la llegada del hombre blanco.
Alexis de Tocqueville
Alexis de Tocqueville (1805-1859) was born in Verneuil, France. A historian and political scientist, he came to the United States in 1831 to report on the prison system. His experiences would later become the basis for his classic study Democracy in America.
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Quince días en el desierto americano - Alexis de Tocqueville
Alexis de Tocqueville
Quince días en
el desierto americano
Traducción · Alejandrina Falcón
Ilustración de tapa y contratapa · María Rabinovich
Diseño · Ixgal
Título original:
Quinze jours dans le désert américain
© Libros del Zorzal, 2007
Buenos Aires, Argentina
Esta obra, publicada en el marco del Programa de Ayuda a la Publicación Victoria Ocampo, ha recibido el apoyo del Ministère des Affaires Etrangères y del Servicio Cultural de la Embajada de Francia en la Argentina. Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’Aide à la Publication Victoria Ocampo, bénéficie du soutien du Ministère des Affaires Etrangères et du Service Culturel de l’Ambassade de France en Argentine.
Libros del Zorzal
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
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Una de las cosas que más excitaba nuestra curiosidad al venir a Norteamérica era recorrer los confines de la civilización europea y, si el tiempo nos lo permitía, visitar incluso algunas de las tribus indias que han preferido huir hacia las soledades más salvajes a plegarse a lo que los bvlancos llaman las delicias de la vida social
. Pero hoy en día llegar hasta el desierto es más difícil de lo que se cree. Habíamos salido de Nueva York y, a medida que avanzábamos hacia el Noroeste, el objetivo de nuestro viaje parecía alejarse cada vez más. Recorríamos lugares célebres en la historia de los indios, atravesábamos valles a los que habían dado nombre, cruzábamos ríos que aún llevan el de sus tribus, pero, en todas partes, la choza del salvaje había dado paso a la casa del hombre civilizado; los bosques habían sido arrasados, la soledad cobraba vida.
Sin embargo, parecíamos seguir el rastro de los indígenas.
–Diez años atrás –nos decían– estaban aquí; allá, hace cinco años; más allá, hace dos.
–En aquel lugar, donde se alza la iglesia más hermosa del pueblo –nos contaba uno–, tiré abajo el primer árbol del bosque.
–Aquí –nos contaba otro– estaba el gran consejo de la Confederación de los Iroqueses.
–¿Y qué ha pasado con los indios? –decía yo–.
–Los indios –proseguía nuestro anfitrión– se han ido más allá de los Grandes Lagos, ¡quién sabe dónde! Es una raza que se extingue; no están hechos para la civilización: ella los mata.
El hombre se acostumbra a todo. A la muerte en los campos de batalla, a la muerte en los hospitales, a matar y a sufrir. Se habitúa a todos los espectáculos: un pueblo antiguo, el primero y legítimo dueño del continente americano, se deshace día a día como la nieve bajo los rayos del sol y, a la vista de todos, desaparece de la faz de la tierra. En sus propias tierras, y usurpando su lugar, otra raza se desarrolla con rapidez aun mayor; arrasa los bosques y seca los pantanos; lagos grandes como mares y ríos inmensos se oponen vanamente a su marcha triunfal. Año tras año, los desiertos se convierten en pueblos; los pueblos, en ciudades. Testigo cotidiano de estas maravillas, el norteamericano no las considera dignas de asombro. En esta increíble destrucción, y en este crecimiento aun más sorprendente, no ve sino el curso natural de los acontecimientos. Se acostumbra a ello como al orden inmutable de la naturaleza.
Así fue cómo, siempre en busca de los salvajes y del desierto, recorrimos las millas que separan Nueva York de Buffalo.
Aquello que primero llamó nuestra atención fue una multitud de indios reunidos ese día en Buffalo para recibir el pago por las tierras que habían entregado a los Estados Unidos.
No recuerdo haber sentido jamás una decepción tan grande como la que sentí a la vista de estos indios. Lleno de recuerdos de mis lecturas de Chateaubriand y de Cooper, esperaba que los indígenas de Norteamérica fueran como esos salvajes en cuyo rostro la naturaleza ha dejado la huella de algunas de esas virtudes altivas que el espíritu de libertad engendra. Creí que serían hombres cuyos cuerpos, desarrollados con la caza y la guerra, no perderían mérito alguno al ser vistos en su desnudez. Será fácil imaginar mi sorpresa si se compara esta imagen con lo que sigue: los indios que vi aquella tarde eran de estatura pequeña; sus miembros, a juzgar por lo que dejaban ver sus ropas, eran flacos y poco robustos; su piel, en vez de presentar un tono cobrizo, como se cree habitualmente, era como de bronce oscuro, de modo que, a primera vista, se parecían mucho a los mulatos. Sus cabellos negros y brillantes caían con singular rigidez sobre el cuello y los hombros. Sus bocas, por lo general, eran desmesuradamente grandes; y la expresión del rostro, innoble y malvada. Su fisonomía anunciaba esa profunda depravación que sólo un largo abuso de los beneficios de la civilización puede engendrar. Cualquiera hubiese podido creer que esos hombres provenían del último estamento de nuestras ciudades europeas. Y sin embargo aún eran salvajes. Los vicios que habían tomado de nosotros se confundían en ellos con algo bárbaro e incivilizado que los hacía cien veces más repulsivos. Estos indios no llevaban armas, vestían ropas europeas, pero no las usaban como nosotros. Era notorio que no estaban acostumbrados a ellas, y parecían estar presos entre sus pliegues. A los ornamentos europeos, añadían los productos de un lujo bárbaro: plumas, enormes aros y collares de caracoles. Estos hombres tenían movimientos rápidos y desordenados; su voz era aguda y discordante; sus miradas, inquietas y salvajes. A primera vista, podía creerse que eran bestias del bosque a las que la educación había dado una apariencia humana, sin dejar de ser animales. Esos seres débiles y depravados pertenecían, sin embargo, a una de las célebres tribus del antiguo mundo americano. Teníamos ante nosotros –y da pena decirlo– a los últimos vestigios de aquella célebre Confederación