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Francisco de Goya (1799) El sueño de la razón produce monstruos. En el “Museo del Prado.

Juan Sebastián Ocampo Murillo.


¿Qué es la verdad? De la episteme medieval al positivismo.
Occidente se ha encargado de erigir a sus modelos de conocimiento como formas
inexorables e invariables de métodos y axiomas que remiten a verdades únicas y
universales. En efecto, un ejército de hombres de academia con bata blanca y
tablas de fórmulas de diversa índole se han dispuesto como una nueva suerte de
sacerdotes que, en términos antropológicos, se hace con el fuego divino y eterno
de la verdad.

No en vano, otras formas de racionalidad han sido relegadas, desde la época de


las grandes movilizaciones imperiales, al plano de lo “exótico”, de lo “superado” y,
en muchos casos de lo “bárbaro”. Junto al arquetipo de la civilización, junto con los
adjetivos que a esta acompañan: lo poluto, lo noble, lo elevado, se forjó el
antagonismo de “lo otro”: lo supersticioso, lo mágico, lo infantil, lo perezoso de
cuerpo y mente. Es pues, que Auguste Comte en su obra Curso de filosofía, no
tuvo dilación al referirse al verdadero conocimiento como una auténtica superación
de las formas más primitivas:

Substituyendo la acción sobrenatural directriz por una entidad


correspondiente e inseparable, aun cuando esta no sea concebida en un
principio más que como una emanación de la primera, el hombre se ha
habituado poco a poco a no considerar el estudio de los fenómenos sino los
hechos en sí mismos, habiéndose utilizado gradualmente las naciones de
estos agentes metafísicos, hasta llegar a ser, para cualquier espíritu recto,
tan solo nombres abstractos de fenómenos. (Comte en Canals Vidal, p.96).

La responsabilidad derogada a la filosofía natural ya no era la intensa y


apasionada búsqueda de causas primeras, sino de leyes que pudieran ser
expresadas en categorías lógico-matemáticas. La labor ya no halló más su virtud
en la descripción detallada de motores inmóviles, de demiurgos, de creadores
infinitamente bondadosos e inteligentes arquitectos del universo, sino en la
exhaustiva reducción de los fenómenos naturales y sociales a fundamentos que se
conjugaran con una física de lo universal.
Sin embargo, y a pesar de esta extendida creencia de unas formas de episteme
seculares, libres de prejuicios y del régimen teológico, la ciencia positiva talló sus
propios ídolos, sus propios dioses, una teleología bastante particular, pero que en
ningún momento dejó de ser trascendental. En la siguiente cita de Herbert
Spencer queda detallado este aspecto:

Las primeras opiniones rara vez son ideas verdaderas. La inteligencia es


estado bruto, sea en el individuo, sea en la raza, se forma de opiniones que
necesitan ser revisadas varias veces antes de lograr que correspondan
medianamente con la realidad; de otra suerte, no habría descubrimiento ni
acrecentamiento intelectual. Lo que llamamos progreso de los
conocimientos consiste en poner en armonía las ideas con las cosas, lo
cual supone que las primeras ideas estaban en completo desacuerdo con
las cosas, o incompletamente de acuerdo con ellas.

(…)

Las primeras ideas relativas a la naturaleza de los elementos eran falsas y


sólo en los últimos tiempos se ha comprendido mejor la composición de la
materia, en sus diversas formas: las interpretaciones dadas de los hechos
mecánicos, meteorológicos y fisiológicos fueron en un principio malas.
(P.64)

Se trae a colación esta extensa referencia para analizar varios aspectos. En


primer lugar, tanto el positivista británico Spencer, como el francés Comte llegaron
a un punto clave de convergencia: existen verdades absolutas y a pesar de que
estas sean aparentemente universales y objetivas, hay unos poseedores de
aquella verdad que la administran, la cuidan, la salvaguardan de toda herejía: de
la superstición y el mito. En segundo lugar, así como Orígenes y San Agustín
adujeron que la historia de la salvación muestra la revelación de una forma
progresiva mediante la pedagogía divina, los positivistas vieron en el proceso de la
humanidad un crecimiento lineal, ascendente y continuo que permitió aprehender
las leyes de la vida al haber alcanzado una mayoría de edad en el entendimiento.
Si bien este grado superior era una meta humana y terrenal, no cabe la menor
duda de una innegable fe en el progreso.

Todo el despliegue del mundo imperial por Egipto, la India, Argelia, entre otros, vio
su justificación material en recrudecer la división internacional del trabajo dándole
salida al capital metropolitano a través de la industria y su mano de obra en la
periferia. Pero halló una legitimación moral, ya no en el Evangelio de Cristo, sino
en el evangelio de a ciencia y la razón. La bondad y maldad del hombre, como
bien lo expresa Maudsley, uno de los grandes fisiólogos británicos decimonónicos,
no dependía ya del pecado o de la gracia, sino de cómo este se estructuraba en
un esquema biológico inexorable que viraba en dos coordenadas bien tratadas por
la economía política: el placer y el dolor:

Las manifestaciones de la mente toman lugar a través del sistema nervioso;


y a que los desarreglos son el resultado de una enfermedad nerviosa,
propensa del mismo método de investigación de las enfermedades
nerviosas. (…) La locura, en consecuencia, se ha convertido en un estudio
médico, y su tratamiento una rama de la práctica médica. (pp.12-13)

El pecador ya no era el que no había sido salvado por la justificación divina, sino el
mendigo que no encontró lugar en las grandes urbes, el campesino que alimentó
los cinturones de miseria de los centros industrializados, la mujer que murió de
tisis por la insalubridad de la fábrica. Todos ellos, en los escritos de Galton,
Spencer, y Maudsley eran simplemente la manifestación extrínseca de una
barbarie y degeneración intrínsecas. El símbolo de una época que se echó la
carga de la divina potestad de prescindir de vidas mediante principios de
eugenesia y determinismo biológico. Así, pues, inferiría Martin Heidegger que uno
de los grandes triunfos de la modernidad fue deshumanizar al hombre,
desnaturalizarlo, arrancarlo de sus experiencias vitales en el tiempo y en el
espacio y, encima de todo esto, enfrentarlo a su entorno social y natural como si
este fuera algo inerte.

Ahora bien, pareciera que este ensayo empezó por el final siguiendo unas
categorías muy puntuales que se hilvanaron en el siglo XIX. Sin embargo, para
efectos de comparación y transversalidad en el tiempo, se precisa hacer este
ejercicio retrospectivo en aras de un análisis fidedigno sobre los fundamentos dek
saber en el mundo occidental.

Ya se tiene claro uno de los puntos clave sobre los cuales gira este trabajo: ni
siquiera en el siglo XXI, que se cimentó sobre todas las premisas del positivismo y
de las ciencias más fuertes, se ha despojado del halo sobrenatural que impregna a
las cosas. Aún hoy en día hay economistas que le tributan con gran temor al
mercado bursátil como si de una deidad se tratara. Aún hoy en día hay naciones y
pueblos como los Estados Unidos que se hacen del santo derecho de la
intervención en nombre de unos valores eternos como la libertad, el orden, el
desarrollo, y la democracia. Incluso, aún hoy en día, existe la firme creencia del
amparo sobre una ética del mercado y el emprendimiento. No estaría muy errado
Eric Fromm al decir que:

Estamos convencidos de que la libertad religiosa constituye una de las


victorias definitivas del espíritu de la libertad. Pero no nos damos cuenta de
que, si bien se trata de un triunfo sobre aquellos poderes eclesiásticos y
estatales que prohíben al hombre expresar su religiosidad de acuerdo con
su conciencia, el individuo moderno ha perdido en gran medida la
capacidad íntima de tener fe en algo que no sea comprobable según los
métodos de las ciencias naturales. (Fromm, pp.135-136)

En concordancia con lo anterior, quizá el hombre moderno se sienta bastante


orgulloso de no ir a misa, de no confesarse con un pastor, de no pagar diezmo,
pero se le olvida que aún está supeditado a poderes invisibles que ven por él y
que son todopoderosos: la opinión pública, el sentido común, el despliegue
mediático de información.

Ahora bien, una pregunta inteligente a estas alturas podría ser: ¿por qué se hace
necesario el estudio de la historia intelectual?, ¿qué criterios se debe seguir para
elegir a las grandes mentes de todos los tiempos? Georg Simmel puede brindar
algunas luces a este aspecto:
En cada gran época cultural, se puede percibir un concepto central del que
se originan los movimientos espirituales y por el que estos parecen estar
orientados. Cada concepto central es modificado, oscurecido y cuestionado
de innumerables modos, pero en todo caso se mantiene como el ser oculto
de la época. (Simmel, pp.317-318)

Esta inferencia da pie para responder las dos preguntas anteriores realizando la
siguiente aseveración: un texto se diferencia de cualquier documento burocrático
porque este producto material socialmente determinado ha sido salvaguardado por
una cultura en un marco temporal específico para garantizar el ejercicio de la
memoria. Efectivamente, cada época particular se encuentra donde el ser
supremo, aquello absoluto metafísico de la realidad coincide con el valor supremo.

En otras palabras, el estudio de los intelectuales no solo da cuenta de la tradición


académica a la cual se han sometido, lo que han leído, lo que han creído, lo que
han anatematizado, sino que da pie para abordar es espíritu de una época y lo
que subyace detrás de la gran producción y construcción de la mente: el trabajo
real de los hombres reales.

La manera en la que hombre representa al mundo, en la que lo enclaustra sobre


una estructura inteligible, realmente dice más de la época, del Sitz in leben, de su
contexto vital, que del mundo en sí mismo. Como diría Foucault, la pregunta que
Kant se planteó sobre la Ilustración, era una pregunta a su medio ambiente
intelectual inmediato que sirvió como diagnóstico de las capacidades mentales a lo
largo de las latitudes del orbe.

Por ejemplo, para Voltaire, el verdadero estudio de la historia universal debía


guiarse a partir del gran referente de la razón. En los diferentes acontecimientos
que acaecen en la temporalidad se le debe imprimir el telos de la racionalidad.
Asimismo, las preguntas clave han de ser, ¿qué elementos permitieron un efectivo
desarrollo de esta facultad?, y, ¿cuáles fueron sus mayores obstáculos?:

Antes del siglo que llamo de Luis XIV, y que comienza aproximadamente
con la fundación de la Academia Francesa, 2 los italianos llamaban
bárbaros a todos los trasalpinos, y hay que confesar que en cierto modo los
franceses se merecían esta injuria. Sus antepasados unían la galantería
novelesca de los moros a la rudeza gótica. Casi no poseían artes amables,
prueba de que las artes útiles estaban descuidadas; porque, cuando se ha
perfeccionado lo que es necesario, se encuentra en seguida lo hermoso y lo
agradable; y no es de extrañar que la pintura, la escultura, la poesía, la
elocuencia, la filosofía, fuesen casi desconocidas por una nación que,
teniendo puertos sobre el Océano y sobre el Mediterráneo, carecía sin
embargo de flota, y que, amando excesivamente el lujo, contaba apenas
con algunas toscas manufacturas. (Voltaire, p.3)

Realmente la radiografía que ofrece el ilustrado Voltaire no dista mucho de una


visión escatológica. El fin de los tiempos no se debería leer, para el escritor
dieciochesco, como la venida del Reino de los Cielos a la tierra, sino como la
perfecta conjugación del reino de los hombres donde brillen los ideales de la
burguesía: el trabajo individual, las bellas artes recluidas en academias, la ciencia
como algo que facilite la vida del hombre, la técnica al servicio de la manufactura y
la agricultura. La historia no era propiamente de los hombres, se había convertido
en el capital simbólico de unas élites que se mostraron como el pináculo de la
civilización, el refinamiento y la modernidad. Es pues, que la intelección que hace
Voltaire sobre Tito Livio, Tácito, o los clásicos, es más una hermenéutica que
permite dilucidar qué pasaba en el contexto del filósofo del siglo de las luces.

No cabe menor duda que Voltaire se basó en el filósofo de la historia José


Benigno Bossuet, quien esbozó los primeros pasos para el criterio de una historia
lineal, progresiva y universal. Este adoptó la visión newtoniana del tiempo la cual
se puede resumir en 3 grandes categorías: univocidad, irreversibilidad y linealidad.
Las causalidades particulares están supeditadas a un sistema absoluto y universal
que sirve como referencia al entramado y la amalgama heterogénea de los
eventos en el tiempo. Esta visión que dominaba el mundo físico, fue el referente
para la historia. El concepto de universal estaba relegado a la hegemonía de unos
centros de poder que, además de sujetar materialmente al mundo, también lo
hacían a los hechos del mundo (Wallerstein, 2007, p.15). Bien adujo este
sacerdote del siglo XVIII:

La historia universal es el mapa general comparado con las historias


particulares de cada país y de cada pueblo. En los mapas particulares veis
menudamente lo que es un reino, o una provincia en sí misma: en los
universales aprendéis a fijar estas partes del mundo en un todo. (Bosuet,
1842, pp.4-5)

Los intelectuales ilustrados veían en la naturaleza humana algo homogéneo, que


era propenso de ser perfectible mediante la educación y aleccionamiento
si9guiendo los cánones ya establecidos por ejemplos notables de la historia. Una
especie de santorales, pero repletos de hombres de ciencias, y de las más finas
artes. Los máximos exponentes del espíritu humano.

En términos de Adorno y Horkheimer: “La multiplicidad de figuras queda reducida


a posición y estructura, la historia a hechos, las cosas a materia” (p.63). El hombre
pretendió arraigar de forma objetiva la semejanza con Dios, sujetando todo lo
existente a la soberanía del discurso y del hecho, atrapando todo en la mirada, en
el patrón y el comando.

Hay una leve certeza de que el mito se disuelve en la Ilustración. Los viejos
monstruos de la Edad Media ya no asechan a la luz de la razón. Sin embargo, la
distancia del sujeto frente al objeto que es el mundo, y las personas, sus
semejantes, que habitan en él, los sometió a la servidumbre más exacerbada aún
de la abstracción.

Siguiendo esa línea de ideas, no resultaría entonces extraño que el filósofo


Stephen Toulmin, haya circunscrito el mundo del saber a partir del siglo XVII a
cuatro características fundamentales:

1) La lógica y la retórica que tan importantes habían sido como metodología


de conocimiento, y que en su tiempo habían garantizado la transmisión de
información vía oral, entró en una gran crisis. En lugar de una justificación y
disertación oral, se debía proceder mediante un ejercicio escrito en el
lenguaje universal de las matemáticas. Este permitía que la demostración
fuese comprendida y compartida por un público experto. Además, fue una
herramienta clave para socializar el dato empírico.
2) La teoría jurídica, moral, y hasta histórica no se remitía a casos particulares
muy propios de la escolástica. El enfoque se torna ético al analizar los
hechos singulares a la luz de unos principios inamovibles dictados por la
razón. El bien, el mal y la justicia hablaban de un carácter sobre la
naturaleza humana que ya había logrado un alto grado de socialización.
3) Las fuentes de conocimiento como bibliotecas, documentos oficiales, sellos,
cartas geográficas, material etnográfico, son vistas como fuente de error y
confusión. El verdadero naturalista debe ir a comprobar con sus
instrumentos aquello que ya ha sido delimitado. Debe volver a descubrir al
mundo y traducirlo en representaciones claras y distintas.
4) El filósofo debe tomar distancia de los oprobios y las vicisitudes de su
tiempo y de su espacio. Su certeza no debe ser confundida, pues debe de
lograr objetividad. (Toulmin, pp.35-36)

El optimismo ilustrado versó sobre la capacidad del hombre de atrapar el cosmos


y sus leyes en categorías asequibles para los grandes eruditos. Incluso, el mismo
Kant tradujo estas premociones de bienestar en el inminente cumplimiento de un
plan oculto de la naturaleza:

Aquello que permite trabajar en pro de los fines más remotos con arreglo a
su destino (…) eleva al hombre muy por encima de la sociedad con los
animales, al comprender éste que él constituye en realidad el fin de la
Naturaleza y nada de lo que vive sobre la tierra podrá representar una
competencia en tal sentido. (Kant, 1784, p.164)

La historia del hombre era ese tránsito de la vulgaridad, el desorden, del vivir para
la inmediatez, a las verdaderas y únicas formas sociales que permiten el orden, la
economía, el arte, la política. Es ahí donde descansa la episteme de la ilustración,
en lo que Foucault llamó la estructura y el sistema. Poder comprender al mundo a
través de la retina de unos métodos fidedignos dictados desde la academia como
forma central del conocimiento. Ante ello, surgieron loa antagonista del método
ilustrado, hombres que, según los pomposos intelectuales occidentales, no habían
alcanzado la mayoría de edad. Bien queda expresado este punto en el ilustrado
español Benito Pérez Feijoo:

En saliendo de Europa, todo se figura barbarie: cuando la imaginación de


los vulgares se entre por la Asia, se la representan Turcos, Persas, Indios,
Chinos, Japoneses (…). Sin embargo, ninguna de estas naciones deja de
lograr tantas ventajas en aquello a que se aplica como nosotros a lo que
estudiamos. (…) No es tanto el aborrecimiento de las ciencias, ni tanta la
ignorancia en Turquía, como acá se dice; pues en Constantinopla y en El
Cairo tienen profesores que enseñan la astronomía, la geometría, la
aritmética, la poesía… (Tomo II, Libro III-10 y 11)

Bien se puede ver que el estatus de civilización o barbarie estaba adjudicado a la


capacidad o la incapacidad de revestir a los diferentes saberes de un gozne
occidental. No se puede confundir esto con un halago o una loa, es más una
manera forzada de inmiscuir a lo que está fuera de la academia europea dentro de
la convención y el consenso de esta.

El arma era la Razón, y el estandarte victorioso de la conquista y la subordinación


de los pueblos se erigía sobre un principio básico de control, saber para conocer y
conocer para dominar (Said, 1997, p.58). La recolección de los datos, el
conocimiento empírico y un gran entusiasmo, no sólo se tradujeron en avances
propios de la técnica y el desarrollo material, además, esgrimió al mundo europeo
como portador de los verdaderos valores universales, cimentados en el progreso y
la civilización, una responsabilidad moral sobre pueblos bárbaros e impíos,
quienes “no podían servirse de su inteligencia sin la guía de otro”. (Kant, 1784
[2004] p.41).

Nada quedaba al margen de la mentalidad ilustrada, el universo material y social


debía de ser domesticado, medido, pesado, racionalizado y sistematizado para la
consecución de datos útiles. Era el tiempo en el que los fisiócratas franceses
adujeron la riqueza de las naciones sobre el supuesto de la producción y máximo
aprovechamiento de la tierra, Adam Smith infería la opulencia del Estado sobre
trabajadores hábiles y conscientes en la manipulación del medio y entorno físico,
Isaac Newton hablaría sobre la capacidad de matematizar el mundo y extraer
principios universales, invariables e inmanentes sobre la naturaleza. En el preludio
de Los principios matemáticos de la filosofía Natural, Edmund Halley dedica una
oda a Newton:

Contempla tu penetrante mirada la pauta de los cielos

Y el equilibro de las masas en cálculos divinos

Traza omnipresentes leyes que el creador violar

No quiso, tomando los cimientos de su obra. (Newton, 1687, p.3).

El espíritu de la época de los grandes viajes se enmarcaba en el afán de catalogar


el mundo, de develar la verdad y la certeza a través de la Geometría de la vida y la
matemática de la razón. Las leyes no sólo regían soberanamente en el reino del
cosmos material, el pensamiento ilustrado vio en el nacimiento, desarrollo, culmen
y decadencia de los pueblos, reglas inviolables del progreso de la humanidad. No
se hizo esperar el estudio de ruinas, monumentos, vestigios arqueológicos,
costumbres, potencialidad económica, creencias y prácticas sociales, que no se
deslindarían por el paso de las centurias a las mediciones de: el clima, la presión
atmosférica, las mareas y las alturas. El naturalista y viajero español, Don Antonio
de Ulloa (1748), hablaba de la importancia de someter los saberes a beneficio del
Estado:

La decisión, y averiguación, de un punto en que no sólo se interesaban , la


Cosmographia (sic), más también la Náutica, y Astronomía, y otras artes y
ciencias útiles al común, fue la que dio motivo a nuestra empresa. Pero
¿Quién se persuadiría, que aquellos países, mucho tiempo desconocidos,
habían de ser el medio e instrumento, mediante el qual (sic), se viniese al
perfecto conocimiento, y noticia del Mundo antiguo, y así como el Nuevo le
debía su descubrimiento, le había de compensar esta ventaja, del
descubrimiento de su nueva figura, hasta el presente ignorada o
controvertida? (p.6).

Cabe destacar, pues, la premisa de un siglo que legitimó su control a través de un


discurso racionalizado y de un aparataje epistemológico en términos biológicos,
físicos y antropológicos. La importancia del estudio, de la apropiación del
conocimiento y la recolección de datos, radicaba en la preparación para que
“hubiesen de encontrar las Ciencias, tesoros no menos apreciables, que los que
produces las Minas de aquellos Imperios, y que tan han enriquecido a los demás.”
(Ulloa, Jorge Juan, p.6). Es el siglo de la apertura de rutas comerciales, de la
ampliación de la mano de obra en la periferia del mundo y la búsqueda de
materias primas para la neófita industria. Es el augurio de la división axial del
trabajo que, tiene bajo sus órdenes, a la producción científica, a la filosofía
naturalista y a la técnica, todas puestas al servicio de la economía mundial.

A pesar de los magnánimos esfuerzos extendidos por Voltaire, Kant, Fichte, entre
otros pensadores, de mostrar el curso de la historia humana como un continuo
triunfo sobre las fuerzas del mal y el poder del mito, aún se veía en el sentido y el
curso del devenir un fuente talante teológico, un continuo ascenso hacia lo
trascendental, hacia los bienes que van más allá de una simple y árida cronología.
Linneo aún pensaba en que, desmembrando flores y árboles, iba a encontrar la
inteligencia y la bondad divina inmanentes en cada parte de la creación. Kant
pensaba que solo a través de las formas más elevadas de la sociedad cosmopolita
se iba a conseguir el Reino de los Cielos entre los hombres de carne y hueso, y
naturalistas como Guillermo de Pauw observaron en las culturas amerindias,
resquicios del relato bíblico sobre Babel.

Sería bastante inocuo de parte de los estudiosos de las ideas descuartizar a los
grandes intelectuales y ponerlos en estantes: “este es el Hegel teológico, este es
el Marx economista, este es el Newton alquimista”. Conservar la integridad del
discurso y de las condiciones de posibilidad de los conceptos con los cuales estos
personajes convivieron, enriquece la labor del filósofo y el historiador. Foucault no
se equivocaba al decir: “es necesario reconstruir el sistema general del
pensamiento, cuya red, en su positividad, hace posible un juego de opiniones
simultáneas y aparentes contradicciones”. (Foucault, p.81).

Descartes, el precursor (si es válido aún hoy en día hablar de precursores) de todo
ese afán racionalista, vio en el mundo y la extensión de las cosas más allá de lo
material, como un obrar divino, y a la mente del hombre como una participación
directa del ser de Dios.

La autoconciencia de la individualidad, que se dio a raíz del reconocimiento del


hombre como sujeto activo de conocimiento (a diferencia de la concepción
escolástica, fides quaerens intellectum, en donde el ser humano es pasivo ante la
revelación), en parte debido al ascenso social catapultado por el comercio y la
conquista, floreció de forma paralela a la teoría metafísica sobre las mónadas.
Para Leibniz, el microcosmos que se explicitaba en estas era el reflejo de una
entelequia, una capacidad del hombre, como sujeto completo en sí mismo, de
reflejar las voluntades más sacras del universo y hacerse perfectible, de poder
superar los oprobios del azar mediante la razón y la propia virtud (Romero, 1999,
p.78). Es pues, que, en el proceso de la divinización del hombre, como dueño de
su destino, se esgrimió en el marco de la concentración de capital y se teorizó en
el racionalismo cartesiano:

(…) a fin de saber cómo el conocimiento que tenemos de nuestro


pensamiento precede al que tenemos de nuestro cuerpo y que es
comparablemente más evidente y es tal que, aunque este no existiera,
tendríamos razón para concluir que aquel no dejaría de ser todo lo que es,
haremos constar que es manifiesto, en razón de una luz que naturalmente
se encuentra en nuestras almas, que la nada no tiene cualidades algunas o
propiedades afectas a ella… (Descartes, 2002, p.28).

Para Benito Pérez Feijoo, la fuente de la certeza y de la verdad se hallaba en la


duda. Esta implica, por lo que se ha dicho, desembarazarse de dogmas y lograr
una visión prístina y objetiva de la realidad:
(…) entre dos relaciones hechas por testigos de vista, una que segura
alguna cosa prodigiosa, otra que la niega, caeteris paribus se debe dar más
fe a la segunda. La razón es, porque el que afirma el prodigio, se admira
con la admiración y gusto conque (sic) es bido (sic), u oído. Pero el que le
niega, prescindiendo de particulares circunstancias, no es movido por
interés alguno. (Tomo II, Libro IX, 73).

Conocer al mundo era equivalente a conocer a Dios. Los fundamentos sobre los
que se construyó el racionalismo trataron de forjar un lenguaje único capaz de
englobar a todas las manifestaciones posibles del hombre y de la naturaleza. No
era un volver a los tiempos pre-Babel, más bien, consistió en un claro esfuerzo por
sacralizar a las palabras, convertirlas en un verdadero reflejo del mundo, quizá no
el mundo mismo, pero sí algo lo más verosímil posible.

Basta señalar, pues, la formulación newtoniana del espacio, en tanto algo objetivo,
absoluto, complementario a sí mismo, cognoscible mediante los sentidos y, lo más
importante, el espacio fue concebido como una participación de la naturaleza
divina, movido de forma automática por la perfección creadora: “una uniformidad
tan maravillosa en el sistema planetario exige el reconocimiento de una voluntad e
inteligencia. Lo mismo se puede decir de la uniformidad de los cuerpos de los
animales. “(Newton en Koyré, 1979, pp.202-203).

A través de la aparente irregularidad de los átomos y la materia, se pretendió


hallar los lazos inexorables que conectaran y complementaran las cosas tan
disímiles y contradictoras. “Este universo ilimitadamente cambiante no puede ser
captado más que un pensar dinámico, que se deje llevar de un principio en otro
que no descanse en la contemplación de lo dado…” (Cassirer, 1993, p.111).

Sólo la naturaleza del hombre racional era capaz de captar la verdad en su


totalidad. Eso era gracias a que, se tenía la plena certeza, que la especie humana
como criatura cuasi divina participaba, de alguna forma, del ser de Dios. En
pensadores como Giovanny Pico della Mirandola (1463-1494), se puede ver que,
desde el Renacimiento, este fue una constante:
(…) el hombre, familiar de las criaturas superiores y soberano de las
inferiores, es el vínculo entre ellas; que, por la agudeza de los sentidos, por
el poder indagador de la razón y por la luz del intelecto, es intérprete de la
naturaleza; que, intermediario entre el tiempo y la eternidad es (como dicen
los persas) cópula y también connubio de todos los seres del mundo y,
según testimonio de David, poco inferior a los ángeles. (Mirandola, 2006,
p.3)

Es un mito bastante acogido por la academia el pensar que el Renacimiento fue


una total vuelta hacia las formas más dignas del mundo clásico. Eso sería falaz,
sería negar que desde el siglo V se leyeron a los comentadores de la obra de
Platón, a los neo-estoicos, o que no hubo intromisión alguna de la obra de
Aristóteles para el período de la escolástica, sería incluso ignorar las clases de
derecho romano que habían adquirido cierta popularidad desde el siglo XIII.

Si bien los renacentistas leían también a los clásicos, estos estaban en la plena
facultad de conciencia de aseverar que su tiempo era totalmente diferentes, pues
habían alcanzado mayor altitud en conocimiento arraigados en una fuerte tradición
intelectual. El incipiente paradigma del progreso acaeció como la sucesión de
conocimientos que hacían posible la perfectibilidad del hombre como sujeto
cognoscente. Si bien la naturaleza humana se consideraba como una contingencia
racional, desde el siglo XV, se extendió la creencia de que había elementos
catalizadores u obstaculizadores del genio individual y social de la especie. Bien
ejemplificó Francis Bacon (1561-1626), haciendo referencia a los pensadores de la
Grecia antigua que:

Reconocemos también nosotros entre los antiguos, y se encuentra en sus


libros un método de investigaciones y de invención. Pero este método,
consistía en remontarse de ciertos ejemplos y de algunos hechos (a los
cuales se agregaba las nociones comunes, y probablemente algunas de las
opiniones admitidas y más en favor) a las conclusiones más generales y a
los principios fundamentales de las ciencias, y en deducir de esos
principios, elevados a la categoría de axiomas incontestables, las verdades
secundarias y las inferiores, por una serie de deducciones; y estas nociones
así adquiridas, constituían sus artes. Si se les proponían hechos nuevos o
ejemplos en contradicción con sus dogmas, los reducían con habilidad a la
ley general mediante distinciones o interpretaciones, o bien los rechazaban
sencillamente con excepciones; por otra parte, acomodaban laboriosa y
tenazmente a sus propios principios las causas de los hechos que no les
ofrecían los mismos obstáculos. Pero esta historia natural y esta
experiencia, no eran, ciertamente, lo que debían ser, y remontarse así
súbitamente a los principios generales, lo perdía todo. (Bacon, 1984, pp.78-
79)

La visión del hombre moderno, en detrimento del antiguo, estaba determinada por
el aprovechamiento de conocimientos teóricos y prácticos que a lo largo del siglo
se venían acumulando. Fue una propensión a universalizar la historia dentro de
los cánones y axiomas políticos y económicos europeos. El tiempo se ató de
forma incorruptible a las mediciones absolutas propuestas desde el mundo
Occidental en expansión. Frente a esta controversia entre antiguos y modernos, el
humanista español del Renacimiento Manuel Villalón señaló:

¿Qué os parece que fuese igual en los antiguos con la industria de los
tratos y contrataciones de agora (sic)? ¿Aquellas delicadezas con que de
mil maneras se reciben las mercaderías y monedas en cambios, bancos y
ferias por libramientos, cédulas y pólices? ¿Aquellas agudezas con que se
despachan los negocios para Roma, Francia, Venencia, Jerusalén y
Turquía? ¿Aquella facilidad con que los hombres se atreven a yr (sic)en
breves tiempos grandes jornadas en extrañas provincias, no perdonando
las fragosas tempestades del inverno, ni temiendo los fuegos del verano,
más en postas y estafetas en un punto de determinen y se ponen donde
quieren? (Villalón, 1539 [1898], pp. 165-166).

La historia natural que se consagró durante el humanismo renacentista no se


hallaba lejos de los cánones escolásticos de validez. La educación humanista en
retórica, dialéctica y gramática dotaba de gran certeza a cada uno de sus escritos.
Cuando se quería informar, por ejemplo, sobre el asno o el caballo, de una forma
muy docta se debía de recopilar toda la información que los clásicos han dado
sobre la materia, ¿qué han dicho Plinio, Aristóteles, y Santo Tomás de Aquino?, a
partir de esta se construía un aparataje discursivo en donde se narraba a manera
de relato: las propiedades del caballo, los blasones heráldicos en donde participa,
los milagros y leyendas que se le atribuyen, la utilidad de este. De ninguna forma,
la episteme del Renacimiento dejó de lado el conocimiento producido durante la
antigüedad clásica y la Edad Media, solo que se revistió de autoridad para poder
depurar en torno a la obra de Dios, ¿qué se puede decir?, ¿qué no se puede
decir?

Hasta principios del siglo XVII, los pensadores de la filosofía natural occidental
estaban buscando en la naturaleza los vestigios y las pruebas de la mano de Dios.
Ergo, no se podría hacer una discriminación a tajo entre lo que es una
metodología teológica y una científica en el sentido positivo de la palabra como se
ha visto al principio de este ensayo. Cronistas de Indias, en un efusivo espíritu
moderno, ponían en duda a Ptolomeo, a Estrabón y Aristóteles, pero nunca
dejaron de lado a la Sagrada Escritura como medio efectivo para acercarse al
mundo. Aún las genealogías bíblicas acompañaron a los doctores de Salamanca
cuando estaban disputando la naturaleza de los pueblos de América: ¿eran
semitas, camitas, jafetitas?

Ahora bien, y volviendo al tema que compete a este ensayo, ¿quién estaba más
cerca de encontrar la verdad, San Agustín, Newton, Maxwell, o Einstein?
Realmente esta pregunta presupone hacer unas comparaciones muy amañadas y
bastante forzadas. No hay que perder de vista que el conocimiento no es algo
atemporal, y tampoco atópico, este no funciona por fuera de las condiciones
lingüísticas de su época y de la tradición. Frege, en su crítica al psicologismo,
negaría esta naturaleza monolítica del hombre, efectivamente, es necesario
analizar las condiciones de posibilidad que hacen posible la conexión de dos ideas
lógicas y de una operación loable.

Por ejemplo, cuando San Agustín adujo en el De Magistro:


¿No has visto nunca cómo los hombres hablan con los sordos como
gesticulando, y los sordos preguntan no menos con el gesto, responden,
enseñan, indican todo lo que quieren o, por lo menos, mucho? En este
caso, no sólo las cosas visibles se muestran sin palabras. También los
sonidos, los sabores y otras cosas semejantes. Y en los teatros, los
histriones manifiestan y explican, por lo común, todas sus fábulas sin
necesidad de palabras con la danza. (Capítulo III)

La premisa agustiniana comulgó con la idea de que las palabras eran el acto
prefigurativo de Dios que subyacía en la naturaleza y que se podían conocer al
igual que las plantas, los animales o los hombres. Desde Sócrates, la búsqueda
de lo inmutable en lo mutable ha dirigido los esfuerzos intelectuales de Occidente.
Ni siquiera la ciencia moderna se ha despojado de este halo metafísico, de estas
certezas, de este culto a la metodología.

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Los intelectuales como artesanos de las ideas

De acuerdo a Jacques Le Goff, el nacimiento de los intelectuales se remonta al


siglo XII junto con el importante Renacimiento Urbano de varias ciudades
europeas. La relevancia de ese florecer citadino radica que con él nace el
intelectual medieval; el ascenso comercial generaría una marcada división del
trabajo, legando de esta forma la conformación de una sociedad europea tripartita:
la nobleza, el clero y la esfera trabajadora. Esta última, se subdividió a su vez, en
compartimentos estratificados a razón de los roles o funciones laborales que eran
ejecutadas[1]. De igual forma, los gremios aparecieron a principios del mismo siglo
con las asociaciones, propiamente, de artesanos pertenecientes a un mismo oficio
que procuraban defender sus intereses e instaurar, en sucesivos casos, un
monopolio a su favor. El caso de los intelectuales es diciente al respecto pues su
espacio de agremiación fue la universidad y sus intereses el conocimiento ¿Pero
¿qué tienen que ver los intelectuales con los artesanos?

Un hombre cuyo OFICIO es escribir o enseñar, un hombre que es un sabio y


profesor, en suma un intelectual, solo aparece con las ciudades, dice Le Goff. "El
intelectual urbano, entonces, del siglo XII se considera y se siente como un
artesano, como un hombre de oficio comparable a los otros habitantes de la
ciudad mediante el estudio y la enseñanza de las artes liberales"[2]. Pero un arte
no es una ciencia, es técnica. Es la especialidad del profesor así como el
talabartero emplea determinadas destrezas para hacer una silla de montar. De
manera que el intelectual es un artesano de la retórica, la dialéctica, la aritmética,
la geometría, la astronomía y la música. Pero su diferencia dista de los demás
oficios artesanales por su nobleza y dificultad. Los intelectuales no trabajan con
metales o madera, su materia prima es una masa inmaterial que no se moldea con
herramientas de construcción, se hace referencia a las ideas. Ellas distinguen a
los intelectuales de cualquier menestral pues el producto propio de las ideas no es
permanente, muta con el tiempo, es decir una silla es silla y punto final, una idea
nace, muere, renace y se transforma con la formación del intelectual y con la
función dialéctica entre sus pares.

Es entonces que un gremio artesanal es reconocido en la ciudad por la cantidad


de artesanos que lo compongan y por la eficiencia de sus trabajos. Un intelectual,
por su parte, es reconocido por su procedencia laboral, pues enseñar en París o
Chartres certifica una especie de legítima autoridad de enseñanza y de
reconocimiento de ser maestro ya sea en teología o filosofía por ejemplo.

[1] Martínez Carreño, Aída. “Artes y artesanos en la cosntrucción nacional”.


Bogotá, Credencial Historia, p. 5.

[2] Le Goff, Jacques. Los intelectuales en la Edad Media. Barcelona: Gedisa,


1996. Pág. 68.

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