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(…)
Todo el despliegue del mundo imperial por Egipto, la India, Argelia, entre otros, vio
su justificación material en recrudecer la división internacional del trabajo dándole
salida al capital metropolitano a través de la industria y su mano de obra en la
periferia. Pero halló una legitimación moral, ya no en el Evangelio de Cristo, sino
en el evangelio de a ciencia y la razón. La bondad y maldad del hombre, como
bien lo expresa Maudsley, uno de los grandes fisiólogos británicos decimonónicos,
no dependía ya del pecado o de la gracia, sino de cómo este se estructuraba en
un esquema biológico inexorable que viraba en dos coordenadas bien tratadas por
la economía política: el placer y el dolor:
El pecador ya no era el que no había sido salvado por la justificación divina, sino el
mendigo que no encontró lugar en las grandes urbes, el campesino que alimentó
los cinturones de miseria de los centros industrializados, la mujer que murió de
tisis por la insalubridad de la fábrica. Todos ellos, en los escritos de Galton,
Spencer, y Maudsley eran simplemente la manifestación extrínseca de una
barbarie y degeneración intrínsecas. El símbolo de una época que se echó la
carga de la divina potestad de prescindir de vidas mediante principios de
eugenesia y determinismo biológico. Así, pues, inferiría Martin Heidegger que uno
de los grandes triunfos de la modernidad fue deshumanizar al hombre,
desnaturalizarlo, arrancarlo de sus experiencias vitales en el tiempo y en el
espacio y, encima de todo esto, enfrentarlo a su entorno social y natural como si
este fuera algo inerte.
Ahora bien, pareciera que este ensayo empezó por el final siguiendo unas
categorías muy puntuales que se hilvanaron en el siglo XIX. Sin embargo, para
efectos de comparación y transversalidad en el tiempo, se precisa hacer este
ejercicio retrospectivo en aras de un análisis fidedigno sobre los fundamentos dek
saber en el mundo occidental.
Ya se tiene claro uno de los puntos clave sobre los cuales gira este trabajo: ni
siquiera en el siglo XXI, que se cimentó sobre todas las premisas del positivismo y
de las ciencias más fuertes, se ha despojado del halo sobrenatural que impregna a
las cosas. Aún hoy en día hay economistas que le tributan con gran temor al
mercado bursátil como si de una deidad se tratara. Aún hoy en día hay naciones y
pueblos como los Estados Unidos que se hacen del santo derecho de la
intervención en nombre de unos valores eternos como la libertad, el orden, el
desarrollo, y la democracia. Incluso, aún hoy en día, existe la firme creencia del
amparo sobre una ética del mercado y el emprendimiento. No estaría muy errado
Eric Fromm al decir que:
Ahora bien, una pregunta inteligente a estas alturas podría ser: ¿por qué se hace
necesario el estudio de la historia intelectual?, ¿qué criterios se debe seguir para
elegir a las grandes mentes de todos los tiempos? Georg Simmel puede brindar
algunas luces a este aspecto:
En cada gran época cultural, se puede percibir un concepto central del que
se originan los movimientos espirituales y por el que estos parecen estar
orientados. Cada concepto central es modificado, oscurecido y cuestionado
de innumerables modos, pero en todo caso se mantiene como el ser oculto
de la época. (Simmel, pp.317-318)
Esta inferencia da pie para responder las dos preguntas anteriores realizando la
siguiente aseveración: un texto se diferencia de cualquier documento burocrático
porque este producto material socialmente determinado ha sido salvaguardado por
una cultura en un marco temporal específico para garantizar el ejercicio de la
memoria. Efectivamente, cada época particular se encuentra donde el ser
supremo, aquello absoluto metafísico de la realidad coincide con el valor supremo.
Antes del siglo que llamo de Luis XIV, y que comienza aproximadamente
con la fundación de la Academia Francesa, 2 los italianos llamaban
bárbaros a todos los trasalpinos, y hay que confesar que en cierto modo los
franceses se merecían esta injuria. Sus antepasados unían la galantería
novelesca de los moros a la rudeza gótica. Casi no poseían artes amables,
prueba de que las artes útiles estaban descuidadas; porque, cuando se ha
perfeccionado lo que es necesario, se encuentra en seguida lo hermoso y lo
agradable; y no es de extrañar que la pintura, la escultura, la poesía, la
elocuencia, la filosofía, fuesen casi desconocidas por una nación que,
teniendo puertos sobre el Océano y sobre el Mediterráneo, carecía sin
embargo de flota, y que, amando excesivamente el lujo, contaba apenas
con algunas toscas manufacturas. (Voltaire, p.3)
Hay una leve certeza de que el mito se disuelve en la Ilustración. Los viejos
monstruos de la Edad Media ya no asechan a la luz de la razón. Sin embargo, la
distancia del sujeto frente al objeto que es el mundo, y las personas, sus
semejantes, que habitan en él, los sometió a la servidumbre más exacerbada aún
de la abstracción.
Aquello que permite trabajar en pro de los fines más remotos con arreglo a
su destino (…) eleva al hombre muy por encima de la sociedad con los
animales, al comprender éste que él constituye en realidad el fin de la
Naturaleza y nada de lo que vive sobre la tierra podrá representar una
competencia en tal sentido. (Kant, 1784, p.164)
La historia del hombre era ese tránsito de la vulgaridad, el desorden, del vivir para
la inmediatez, a las verdaderas y únicas formas sociales que permiten el orden, la
economía, el arte, la política. Es ahí donde descansa la episteme de la ilustración,
en lo que Foucault llamó la estructura y el sistema. Poder comprender al mundo a
través de la retina de unos métodos fidedignos dictados desde la academia como
forma central del conocimiento. Ante ello, surgieron loa antagonista del método
ilustrado, hombres que, según los pomposos intelectuales occidentales, no habían
alcanzado la mayoría de edad. Bien queda expresado este punto en el ilustrado
español Benito Pérez Feijoo:
A pesar de los magnánimos esfuerzos extendidos por Voltaire, Kant, Fichte, entre
otros pensadores, de mostrar el curso de la historia humana como un continuo
triunfo sobre las fuerzas del mal y el poder del mito, aún se veía en el sentido y el
curso del devenir un fuente talante teológico, un continuo ascenso hacia lo
trascendental, hacia los bienes que van más allá de una simple y árida cronología.
Linneo aún pensaba en que, desmembrando flores y árboles, iba a encontrar la
inteligencia y la bondad divina inmanentes en cada parte de la creación. Kant
pensaba que solo a través de las formas más elevadas de la sociedad cosmopolita
se iba a conseguir el Reino de los Cielos entre los hombres de carne y hueso, y
naturalistas como Guillermo de Pauw observaron en las culturas amerindias,
resquicios del relato bíblico sobre Babel.
Sería bastante inocuo de parte de los estudiosos de las ideas descuartizar a los
grandes intelectuales y ponerlos en estantes: “este es el Hegel teológico, este es
el Marx economista, este es el Newton alquimista”. Conservar la integridad del
discurso y de las condiciones de posibilidad de los conceptos con los cuales estos
personajes convivieron, enriquece la labor del filósofo y el historiador. Foucault no
se equivocaba al decir: “es necesario reconstruir el sistema general del
pensamiento, cuya red, en su positividad, hace posible un juego de opiniones
simultáneas y aparentes contradicciones”. (Foucault, p.81).
Descartes, el precursor (si es válido aún hoy en día hablar de precursores) de todo
ese afán racionalista, vio en el mundo y la extensión de las cosas más allá de lo
material, como un obrar divino, y a la mente del hombre como una participación
directa del ser de Dios.
Conocer al mundo era equivalente a conocer a Dios. Los fundamentos sobre los
que se construyó el racionalismo trataron de forjar un lenguaje único capaz de
englobar a todas las manifestaciones posibles del hombre y de la naturaleza. No
era un volver a los tiempos pre-Babel, más bien, consistió en un claro esfuerzo por
sacralizar a las palabras, convertirlas en un verdadero reflejo del mundo, quizá no
el mundo mismo, pero sí algo lo más verosímil posible.
Basta señalar, pues, la formulación newtoniana del espacio, en tanto algo objetivo,
absoluto, complementario a sí mismo, cognoscible mediante los sentidos y, lo más
importante, el espacio fue concebido como una participación de la naturaleza
divina, movido de forma automática por la perfección creadora: “una uniformidad
tan maravillosa en el sistema planetario exige el reconocimiento de una voluntad e
inteligencia. Lo mismo se puede decir de la uniformidad de los cuerpos de los
animales. “(Newton en Koyré, 1979, pp.202-203).
Si bien los renacentistas leían también a los clásicos, estos estaban en la plena
facultad de conciencia de aseverar que su tiempo era totalmente diferentes, pues
habían alcanzado mayor altitud en conocimiento arraigados en una fuerte tradición
intelectual. El incipiente paradigma del progreso acaeció como la sucesión de
conocimientos que hacían posible la perfectibilidad del hombre como sujeto
cognoscente. Si bien la naturaleza humana se consideraba como una contingencia
racional, desde el siglo XV, se extendió la creencia de que había elementos
catalizadores u obstaculizadores del genio individual y social de la especie. Bien
ejemplificó Francis Bacon (1561-1626), haciendo referencia a los pensadores de la
Grecia antigua que:
La visión del hombre moderno, en detrimento del antiguo, estaba determinada por
el aprovechamiento de conocimientos teóricos y prácticos que a lo largo del siglo
se venían acumulando. Fue una propensión a universalizar la historia dentro de
los cánones y axiomas políticos y económicos europeos. El tiempo se ató de
forma incorruptible a las mediciones absolutas propuestas desde el mundo
Occidental en expansión. Frente a esta controversia entre antiguos y modernos, el
humanista español del Renacimiento Manuel Villalón señaló:
¿Qué os parece que fuese igual en los antiguos con la industria de los
tratos y contrataciones de agora (sic)? ¿Aquellas delicadezas con que de
mil maneras se reciben las mercaderías y monedas en cambios, bancos y
ferias por libramientos, cédulas y pólices? ¿Aquellas agudezas con que se
despachan los negocios para Roma, Francia, Venencia, Jerusalén y
Turquía? ¿Aquella facilidad con que los hombres se atreven a yr (sic)en
breves tiempos grandes jornadas en extrañas provincias, no perdonando
las fragosas tempestades del inverno, ni temiendo los fuegos del verano,
más en postas y estafetas en un punto de determinen y se ponen donde
quieren? (Villalón, 1539 [1898], pp. 165-166).
Hasta principios del siglo XVII, los pensadores de la filosofía natural occidental
estaban buscando en la naturaleza los vestigios y las pruebas de la mano de Dios.
Ergo, no se podría hacer una discriminación a tajo entre lo que es una
metodología teológica y una científica en el sentido positivo de la palabra como se
ha visto al principio de este ensayo. Cronistas de Indias, en un efusivo espíritu
moderno, ponían en duda a Ptolomeo, a Estrabón y Aristóteles, pero nunca
dejaron de lado a la Sagrada Escritura como medio efectivo para acercarse al
mundo. Aún las genealogías bíblicas acompañaron a los doctores de Salamanca
cuando estaban disputando la naturaleza de los pueblos de América: ¿eran
semitas, camitas, jafetitas?
Ahora bien, y volviendo al tema que compete a este ensayo, ¿quién estaba más
cerca de encontrar la verdad, San Agustín, Newton, Maxwell, o Einstein?
Realmente esta pregunta presupone hacer unas comparaciones muy amañadas y
bastante forzadas. No hay que perder de vista que el conocimiento no es algo
atemporal, y tampoco atópico, este no funciona por fuera de las condiciones
lingüísticas de su época y de la tradición. Frege, en su crítica al psicologismo,
negaría esta naturaleza monolítica del hombre, efectivamente, es necesario
analizar las condiciones de posibilidad que hacen posible la conexión de dos ideas
lógicas y de una operación loable.
La premisa agustiniana comulgó con la idea de que las palabras eran el acto
prefigurativo de Dios que subyacía en la naturaleza y que se podían conocer al
igual que las plantas, los animales o los hombres. Desde Sócrates, la búsqueda
de lo inmutable en lo mutable ha dirigido los esfuerzos intelectuales de Occidente.
Ni siquiera la ciencia moderna se ha despojado de este halo metafísico, de estas
certezas, de este culto a la metodología.
BIBLIOGRAFÍA:
Bacon, Francis. (1984) Trad. Teixeira Bastos. Novum Organum. Aforismos sbre la
interpretación y naturaleza del hombre. Madrid: Editorial Fontanella.
Bosuet, Jacobo Benigno. (1842). Trad. Juan Manuel Calleja. Discurso sobre la
historia Universal. Madrid: compañía general de impresores y libreros.
Giovanny Pico della Mirandola. (2003). Trad. Adolfo Ruiz Díaz. Discurso sobre la
dignidad del hombre. Bogotá, Colombia: s.e.
URL: http://www.filosofia.org/bjf/bjft000.htm
__________, (1994) Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros
escritos sobre Filosofía de la Historia (Roberto Rodríguez Aramayo, trad.).
Salamanca, España: Editorial Tecnos. (Obra original publicada en 1784).
Maudsley, Henry (1871) Body and mind. New York, D. Appleton and Company
Spencer, Herbert. (1875) “La creación y la evolución”. En Revista Europea, año II,
tomo IV, número 55, pp.64-73
Ulloa, A. Jorge, J (1748) Relación histórica del viaje a la América Meridional hecho
de orden de S.MAG. Para medir algunos grados de meridiano terrestre, y venir por
ellos en conocimiento de la verdadera figura, y magnitud de la tierra con varias
observaciones físicas y astronómicas, primera parte Vol. I. Madrid, España:
Impresa por: Anotnio Marín.