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Alumnos, alumnas y ‘alumnes’


La historia enseña que los cambios en las lenguas no se imponen desde las
academias ni desde un movimiento social
BEATRIZ SARLO

12 OCT 2018 - 11:27 ART

Un gaucho cuida del ganado en Argentina EN 2006. MICHEL GOTÍN

En Estados Unidos ya no se usa la palabra “negro” para identificar a los que hoy se
definen como black o african americans. Fue una batalla que no comenzó con disputas
sobre sustantivos, sino con una larga marcha desde Alabama. Primero esclavos, luego
habitantes de segunda categoría, lucharon por la igualdad jurídica, no simplemente por
un lugar en el diccionario. Quizás intuyeron que el lugar en el diccionario resulta de las
luchas sociales, culturales y económicas: comienza por un asiento en el transporte, una
habitación en los mismos hoteles y una mesa en los mismos bares. Durante décadas, la
orquesta de Duke Ellington supo que debía respetar las humillantes imposiciones del
apartheid cuando llegaba la hora de irse a dormir en una ciudad que visitaban de gira y
tocaban para los blancos. Hoy, al norte del Central Park neoyorquino, una espléndida
avenida circular lleva el nombre de Duke Ellington.

En mi país, la Argentina, la palabra gaucho atravesó un centenario proceso de cambios


semánticos. A mediados del siglo XIX todavía significaba vago y bárbaro; un gran
intelectual, que fue presidente, los aborrecía como la encarnación del atraso. Mucho
después, gaucho comenzó a designar lo que hoy designa: alguien dispuesto a ayudar,
por buena voluntad y sin interés. No intervino la Academia ni ninguna otra tribuna
ideológica para establecer el nuevo significado. Habían llegado los inmigrantes pobres
de Europa y, frente a esa gente que traía otras costumbres y defendía sus derechos con
ideas tan extemporáneas como las del anarquismo, el gaucho se convirtió en un mito
nacional. Los inmigrantes eran despreciados como tanos que no hablaban español y
gallegos brutos.

Sorprende la confianza con que hoy se quiere implantar el uso conjunto de masculino y
femenino, como si esa transformación lingüística garantizara una igualdad de género.
Cuando esa igualdad se exprese enteramente, ya estará afincada en los diccionarios.
Pero lo que más sorprende es la curiosa solución de utilizar la letra e final para indicar
conjuntamente al masculino y el femenino. Estudiantes de la élite social y cultural, que
asisten a los dos prestigiosos colegios universitarios de Buenos Aires, hoy dicen: les
alumnes, les amigues, como si la e final otorgara la representación del masculino y el
femenino, a contrapelo del español. La historia de las lenguas enseña (a quien la
conozca un poco) que los cambios en el habla y en la escritura no se imponen desde las
academias ni desde la dirección de un movimiento social, no importa cuán justas sean
sus reivindicaciones.

La historia enseña que los cambios en las lenguas no se imponen


desde las academias ni desde un movimiento social

Como sea, las élites son optimistas sobre aquello que pueden hacer incluso en materia
tan resistente como el uso de la lengua. Daré un ejemplo. En la primera mitad del siglo
XX la escuela primaria argentina impuso el uso del tú en lugar del vos. Las maestras, que
usaban un impecable voseo durante la mayor parte del día, entraban al aula y
empezaban a dirigirse a sus alumnos de tú. Esa escuela primaria tuvo una potencia
excepcional en las tareas de alfabetización. Pero no pudo lograr que los chicos, que tan
bien aprendían a leer y escribir, se trataran de tú. El voseo rioplatense (que, como
enseña la historia de la lengua, es un rasgo arcaico del castellano) no se sometió a las
instrucciones de una institución escolar que, en casi todos los demás aspectos, fue de
una eficacia que hoy añoramos. Finalmente, las autoridades educativas abandonaron
sus caprichos reglamentaristas sobre el uso del tú, y maestros y niños viven en paz con
el voseo.

Con la duplicación del sustantivo en masculino y femenino se va en contra de una


convención lingüística que tiene siglos. Seguramente por un machismo de origen, que
los historiadores deberán probar, en español el masculino cubre la representación de
ambos géneros. Lo mismo sucede con el pronombre de tercera persona en inglés: they.
Pero no sucede esto con el mismo pronombre en francés, que usa ils y elles. Los idiomas
no son uniformes en estas opciones, ya que el inglés que usa el mismo pronombre para
la tercera persona del plural usa distintos pronombres (he y she) para la tercera persona
del singular.

Los cambios en una lengua son más difíciles de implantar que los cambios políticos. La
razón es evidente, si atendemos a que la lengua no es un instrumento exterior que se
adopta a voluntad (como se adopta una ideología, incluso una perspectiva moral), sino
que nos constituye. Para cambiarla hay dos caminos: imponer que padres y madres
hablen a sus hijos desde el nacimiento con los sustantivos en femenino y masculino, lo
cual es una utopía atractiva pero autoritaria. O esperar que la victoria en las luchas por la
igualdad de género resulte, como en los ejemplos de black o gaucho, en cambios de
larga duración.

La militancia puede favorecer esos cambios, pero no puede imponerlos. Si pudiera


imponerlos, quienes defendemos la igualdad más completa entre hombres y mujeres ya
estaríamos hablando con “doble” sustantivo desde el momento en que apoyamos un
movimiento que es universal e indetenible, pero no omnipotente como un dios o una
diosa.

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Opinión · Beatriz Sarlo


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