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Olivier Debroise
Carrera «joven», apenas en formación, mal definida y mal aceptada aún —porque
se sobrepone en el campo museológico a actividades ya existentes—, la profesión
de curador, y en particular la de curador independiente, confrontada a
instituciones culturales centralizadas que por tradición dependían de (y se
sometían a) los lineamientos del Estado, se desarrolló de manera
sorprendentemente rápida. A finales de los años ochenta, la palabra causaba
urticaria a los académicos y a los críticos de arte (y esto, a pesar de ser una antigua
voz castellana).1
1
Tomado de: Olivier Debroise, El arte de mostrar el arte mexicano. Ensayos sobre los usos y desusos del
exotismo en tiempos de globalización (1992-2007). México: Cubo Blanco, 2018. Ver más en:
https://revistacodigo.com/paperworks/avance-el-arte-de-mostrar-el-arte-mexicano/
lograr que éste «despegara», estimuló durante una década a artistas, posibles
curadores, directores de galerías y críticos.
Atenta a todos los cambios, las rupturas y las inconformidades, María presidió, en
filigrana, tal vez, y sin tener un papel activo, casi todas las actividades culturales
extraoficiales, sobre todo en los albores de la década, cuando una nueva
generación de artistas regresó al país (Silvia Gruner, Yishai Jusidman) y se mezcló
con contingentes de «refugiados culturales»: la primera ola de artistas cubanos
(que llegaron al país en 1986, a iniciativa de Adolfo Patiño, y se afianzaron aquí
entre 1989 y 1994, cuando fueron obligados a dejar México: Juan Francisco Elso,
José Bedia, Ricardo Rodríguez Brey y Rubén Torres Llorca; luego, Arturo Cuenca y
Quisqueya Henríquez, entre otros); «los ingleses» (Phil Kelly, Melanie Smith,
incluyendo al belga Francis Alÿs), y un pequeño conjunto de artistas de Texas,
atraídos por su mentor, Michael Tracy: Alejandro Díaz, Ethel Shipton y Thomas
Glassford.
Sin entrar en los detalles del significado intrínseco de las aportaciones estéticas y
conceptuales de estos «emigrados», y de las reacciones que suscitó su presencia en
México, cabe destacar aquí que, precisamente porque no tenían cabida en el
discurso cultural de la época, ni lazos con las instituciones locales, se vieron
forzados a crear sus propias estructuras en los departamentos que ocupaban en
dos grandes y vetustos edificios del centro de la Ciudad de México. Ahí, curaron
sus propias exposiciones, a veces colectivas. Acostumbraban reunirse en el Mel’s
Café (el departamento de Melanie Smith y Francis Alÿs, donde se
servían bruncheslos domingos), y poco a poco empezaron a juntarse con artistas
mexicanos veinteañeros, y con algunos un poco mayores, todos disidentes de las
estructuras formales. En el otro extremo de la ciudad, en La Agencia, una galería
de perfil aparentemente comercial pero asimismo irregular, en un luminoso
departamento de Polanco, Adolfo Patiño y Rina Epelstein organizaban semana a
semana exposiciones temáticas, «curadas» al vapor, descubriendo nuevos talentos,
promoviendo en particular a los artistas cubanos. Algo parecido intentaba Aldo
Flores, en su Salón des Aztecas, aunque su propuesta tuvo sus mejores logros en
eventos públicos como La toma del Balmori (1994) —la decoración de un edificio
del siglo XIX en ruinas, que algunos artistas y curadores improvisados invadieron
como «paracaidistas»—, que marcaron el desarrollo generacional y pueden
considerarse retrospectivamente como actos fundacionales.
***
Esta relación estrecha, aunque blanda y flexible, de la intelligentsia con las esferas
del poder no fue siempre sencilla ni armónica. En 1927, por ejemplo, se desató una
violenta polémica cuando la derecha acusó a los intelectuales que ocupaban
posiciones en la administración de ser parásitos del sistema, «aviadores» que
devoraban los impuestos del pueblo. Esta célebre polémica se centró en una
querella acerca de la homosexualidad de varios de estos intelectuales, a la que
respondieron —encabezados por Salvador Novo— en términos por primera vez
freudianos a una derecha que proponía una literatura y una cultura «viril» como
«la única ruta» nacional.7 No obstante, estos poetas-burócratas en ningún momento
perdieron sus cargos oficiales, lo que revela, por si fuera necesario, la notable
diversidad del aparato del Estado mexicano, e invalida las lecturas simplistas que
lo muestran como «populista» y de plano monolítico.
Sin embargo, esta flexibilidad ideológica no implicaba a priori una crítica de las
instituciones, aun cuando productores culturales e intelectuales funcionaban —o se
definían— como historiadores, calificadores de su propio quehacer. La Revolución
Mexicana permitió cierta movilidad social, pero no modificó de manera sustancial
a los intelectuales. Sólo les dio nuevas oportunidades en la medida en que
eligieron «reconvertirse» y adaptar sus producciones a las nuevas condiciones
políticas. La promoción incluso de artistas de origen rural u obrero (como
Abraham Ángel, María Izquierdo o Máximo Pacheco, y los innumerables alumnos
de las Escuelas al Aire Libre y de los Centros de Producción Urbanos, calcados de
la estructura soviética de producción artística de los años veinte) revela esta
sofisticación básica, la adopción de nuevos criterios estéticos, que no sólo afecta a
la cultura en México, sino que hay que comprender como un fenómeno más
general de la cultura occidental de la era de las vanguardias, y en particular del
descubrimiento de los «primitivismos». El acento en las cualidades «primitivas» de
los artistas elegidos para «representar» a México expresa el deseo que compartían
individuos de diversos orígenes de construir una «tercera opción» que no fuera ni
completamente «moderna» ni totalmente «popular», sino que se enraizara en
ambos conceptos.
Como suele suceder en momentos críticos, las instituciones culturales son las
primeras que se sacrifican en tiempos de crisis económica. Desde 1982, la red de
museos de arte, pacientemente organizada por el Instituto Nacional de Bellas
Artes, estuvo, más de una vez, a punto de desmantelarse.
La creación, en 1988, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CNCA o
Conaculta), una especie de ministerio de cultura «sin cartera», organizado al vapor
por decreto del entonces presidente Carlos Salinas de Gortari, valiéndose tanto del
personal como de las estructuras existentes, y que agrupaba la red de museos y
otras instituciones culturales bajo un solo mando, supuestamente menos
burocrático y más dinámico, no modificó esta situación; simplemente ayudó a
ajustar los presupuestos culturales y concentró la toma de decisiones en el más alto
nivel, es decir, prácticamente en manos de la presidencia de la república, con un
énfasis en operaciones diplomáticas.
Los museos que definen esta tendencia, y que fueron precursores en esta
relativamente nueva formulación del «arte como espectáculo», son, precisamente,
los museos privados de Monterrey, el (ahora desaparecido) Museo de Monterrey y
el MARCO, a los que hay que agregar el (también desaparecido) Centro Cultural
Arte Contemporáneo financiado por el consorcio Televisa en la Ciudad de
México.11 Hoy es claro que estas dos últimas instituciones han marcado
profundamente la manera de operar de los museos estatales, con los que
establecieron, en numerosas ocasiones, acuerdos de colaboración. En particular,
han afectado de manera radical —para bien, hay que reconocerlo— las
expectativas, costumbres y exigencias del público de los museos.12 La doble
presión de un público más maduro y de patrocinadores interesados en elevar los
niveles de asistencia, así como la competencia, permitió a algunos museos ganarse
cierta libertad, desburocratizando en gran medida sus prácticas e insistiendo en la
necesidad de una creciente profesionalización, tanto en la aceptación de normas
internacionales de conservación de obras de arte, como en la atención a nuevas
propuestas académicas y a los aspectos curatoriales en general, así como a las
necesidades de mercadotecnia, mecanismos de financiamiento y publicidad. Estas
estrategias, curiosamente, han permitido a algunos museos convertirse en espacios
de negociación entre los patrocinadores privados y las obsoletas estructuras
estatales.
Éste es el contexto en el que hay que situar la aparición del curador independiente,
que, desde una posición crítica al marasmo institucional y a la inestabilidad
económica, no intenta tanto, como podría creerse, abrir nuevos caminos, sino
asegurar la supervivencia de principios éticos y estéticos que el Estado ya no es
capaz de ejercer, así como restituir a los propios creadores y a los intelectuales el
privilegio perdido de controlar y definir el marco de la difusión de sus propias
obras, en una atmósfera de autonomía y libertad prácticamente utópica —en el
sentido más fuerte de la palabra, puesto que, de hecho, éstos son «curadores sin
curadurías», idealistas que se han abierto camino con proyectos sin realizar o
realizados a medias y, en el mejor de los casos, en condiciones precarias.
Quizá quepa hacer aquí un breve perfil de este personaje, marcado por supuesto
de subjetividad.
Variante no muy espectacular: desde una poco envidiable postura crítica, forzada
por la exasperación ante los dogmas nacionalistas oficiales, elaboró un “discurso
de la ira” que, en teoría, debía sostener a —y a la vez se sostenía en— producciones
culturales deliberadamente realizadas a contracorriente (y etiquetadas, muy
pronto, como «posmodernas»). Eligió, por lo tanto, a artistas que o bien se situaban
deliberadamente en el «campo abierto» de la «vanguardia» y rechazaban la
«pintura por la pintura» que prefieren los coleccionistas tradicionales, o bien
iniciaban una revisión crítica de las iconografías patrioteras. Sobre esta base,
construyó una «escuela», o quizá un establo, que, si bien muy circunscrito, se
adhiere a sus propuestas.
1 Hasta donde pude averiguar, Raquel Tibol fue la primera que utilizó la palabra
«curador», en una reseña publicada en Diorama de la Cultura, el suplemento
de Excélsior, del 15 de julio de 1973, titulada «El Museo de Arte Moderno de
México cede la palabra, una vez más, al Museo de Arte de NY». Ahí declara: «Se
inauguró el 19 de julio y estará hasta el 3 de septiembre en el Museo de Arte de
Chapultepec una exposición que no sólo tiene un muy alto nivel, sino que se da en
una circunstancia determinada. ¿Por qué aquí y ahora Bacon, de Kooning,
Dubuffet y Giacometti enviados por The International Council of the Museum of
Modern Art de Nueva York con todo y la curadora-prologuista Alicia Legg? ¿Por
qué la máxima institución de arte moderno del país ha confiado la presentación a
la experta estadunidense y no se preocupó por expresar su propia posición estética
[…]». La confusión entre la tarea curatorial y la de «prologuista» es sintomática de
la actitud que prevaleció en México hasta entrados los años noventa.
2Véase Olivier Debroise (ed.), La era de la discrepancia: arte y cultura visual en México,
1968-1997, México, UNAM, Turner, 2007, pp. 240-241.
Por otra, no estoy, por obvias razones, capacitado para evaluar el impacto real de
una asociación que dirigí entre 1991 y 1998. Véase el comentario de Cuauhtémoc
Medina, p. 135.
6Véase Renato González Mello, «La UNAM y la Escuela Central de Artes Plásticas
durante la dirección de Diego Rivera», Anales del Instituto de Investigaciones
Estéticas, UNAM, núm. 67, otoño 1995.
8La creación, en 1984, del Centro Cultural Tijuana (Cecut), a unos pasos de la
garita fronteriza con el condado de San Diego, California, es particularmente
representativa de esta tendencia. Véase mi contribución «Junto a la marea nocturna
— InSite94: el archipiélago», en InSite94, San Diego, Installation Gallery, 1994.
Cabría mencionar asimismo las actividades del Centro Mexicano
«descentralizado» de San Antonio, Texas, especie de «avanzada» de la cultura
mexicana en «territorio ocupado», durante la década de 1980, que respondía a esta
misma política.
12La indignación que suscitó el cierre del Museo de Monterrey, no sólo dentro de
México, sino fuera del país, comprueba de manera fehaciente el cambio de actitud
del público, que invalida, por si fuera necesario, los argumentos descabellados de
los patrocinadores.
13La flexibilidad de las instituciones mexicanas y su capacidad para absorber
discursos alternativos, hasta convertirlos en sus propios dogmas, anotada aquí, se
hizo patente en los últimos años de la administración de Rafael Tovar y de Teresa
en el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.