La mente del ciudadano moderno opera siguiendo un esquema análogo al método de
cualquier investigador profesional al analizar el pasado histórico (Mr. Everyman). Pensar históricamente consiste en hacer uso de recursos imaginativos que permiten incorporar al presente interpretaciones de elementos no vividos personalmente, y consisten en primer término en imágenes del tiempo. La cuestión central entonces va a ser analizar la distribución social de los mismos, no solo el volumen (por ejemplo, la cantidad de “datos”) sino la calidad, dado que pensar históricamente debe ser entendido como una actividad vinculada al bienestar moral de los ciudadanos. Lo importante es tomar distancia de la influencia que ejercen esas imágenes convencionales del tiempo sobre las interpretaciones de hechos y procesos históricos, tomar conciencia para así poder discernir la influencia del pasado sobre la percepción del presente. Dado que esto es relevante, los recursos para pensar el pasado deben ser concebidos como bienes públicos. Memoria e historia deben ser considerados como dos formas de pensar históricamente (no de manera antitética), ambas son posibles a partir del empleo de representaciones del tiempo. Juntas conforman la cultura histórica de toda sociedad moderna, e la que forman parte tanto Mr. Everyman como el historiador profesional. No obstante, poseer abundante información sobre el pasado no garantiza pensar históricamente de un modo distinto a como lo hace el ciudadano medio.
Pensar históricamente e historia de la ciudadanía
Antes de la modernidad no existía un monopolio sobre el conocimiento del pasado a
cargo de una disciplina, pero la memoria sí estaba bien considerada socialmente. En aquel mundo las distintas memorias colectivas eran tan influyentes que durante siglos su principal contrincante fue la ley positiva escrita. A lo largo de la Edad Moderna, el género histórico se convirtió en espacio para combates y hubo cierta distribución social de recursos interpretativos acerca del pasado. Lo que surgió fue un nuevo imaginario sobre el tiempo: el naturalismo. Implica proyectar al pasado un sustrato ontológico invariable, a partir del cual se asumen como naturales lo que solo son convenciones morales del propio presente. Esta naturalización se articuló con la idea del progreso, dando como resultado una concepción teleológica y escatológica de representación del tiempo. A fines del siglo XVIII las condiciones parecían propicias para un aumento exponencial en la distribución social de recursos interpretativos sobre el pasado. No obstante, las revoluciones liberales desembocaron en una consolidación excluyente de la disciplina de la historia a costa de la democratización del conocimiento histórico. En este proceso se encuentra el punto de cesura entre memoria e historia propia de los tiempos modernos. El liberalismo negó al ciudadano una minima capacidad como interprete legítimo del pasado. La historia decimonónica pudo proporcionar al hibrido nación-pueblo una dimensión indispensable para su legitimidad como comunidad política moderna: una mitificación étnico-racial sin precedentes. El monopolio sobre el método permitía a los historiadores no solo legislar acerca de los acontecimientos relevantes, sino legislar acerca de los relatos considerados legítimos. Conforme el liberalismo comenzó a acusar el desarrollo de grupos sociales e identidades ideológicas excluidos de representación, fueron perfilándose otras ofertas de narración histórica. Este proceso parecía operar a favor de una mayor distribución social de recursos interpretativos acerca del pasado histórico. Pero no alcanzó a transformar las relaciones entre oferta y demanda de pensar históricamente. Aunque la movilización social que trajo consigo la irrupción de las masas en la política supuso una clara ampliación de las bases sociales del pensar histórico, las ortodoxias ideológicas concebían el pasado como un espacio disciplinario carente de entidad autónoma, es decir, a la historia solo podía dotársela de significado si era subordinada al diagnostico sobre el presente. En el siglo XX la historia social se convirtió en la modalidad central de narración del género histórico, desplegando una segunda serie de Grandes Narrativas que no tenían ya por protagonista a la Nación sino a grupos sociales. Detrás de esto tenía lugar una profunda redefinición de las fronteras entre memoria e historia claramente a costa del primera. Es por eso que puede decirse que la historiografía de la segunda mitad del siglo XX nutrió la conformación de las identidades ideológicas que coexisten en la esfera pública de las democracias contemporáneas.
Pensar históricamente en la era de la democracia multicultural
En las últimas décadas del siglo XX ha habido cambios de tal envergadura que hacen replantear la relación entre el historiador ciudadano y el ciudadano historiador.
1.- El auge de los Nuevos movimientos sociales.
2.- Se relajó la conexión entre identidad colectiva y clase social. 3.- El fenómeno de las migraciones que altera los referentes de identidad dentro de una comunidad política.
En las democracias multiculturales la tendencia es a que se perfilen tantos relatos
históricos como grupos reconocidos en la esfera pública. Esto genera problemas en el sentido de que disminuye la posibilidad de consensuar contenidos relacionados con el pasado que puedan ser asumidos como comunes. Hay otra cuestión que destaca Sanchez Leon: con la caída de la idea de progreso, el status de las ciencias sociales se vio deteriorado y el pasado histórico se volvió un espacio disciplinario menos controlable que antes, esto significa que el pasado se convierte en un recurso susceptible de ser empleado dentro de pugnas políticas en la esfera pública. En este contexto es donde reaparece la memoria como reivindicación ciudadana, borrando los contornos que la separan de la historia. Si bien ha aumentado el número de recursos interpretativos acerca del pasado a manos de públicos más cultos y nutridos, lo cierto es que los relatos construidos por minorías no hacen más que reproducir y extender una forma de representación del tiempo “naturalizadora”, proyectando hacia el pasado las categorías del presente. La desmitificación de los relatos heredados que se consigue por un lado se pierde por otro desde el momento en que la reflexión crítica sobre el pasado se efectúa normalmente desde criterios definidos a partir de la idea de los derechos humanos, que son también un producto histórico y contingente. También se da otro fenómeno por el cual el pasado y el presente son considerados como iguales e indistinguibles y, por tanto, intercambiables (dejá vu). Frente a estas dos alternativas surge la tentación de establecer un relato histórico único y común, incentivado tanto desde las instituciones (tradicionales y principales garantes de la naturalización) como desde algunos ciudadanos historiadores (quienes reclaman una historia “definitiva” y difunden el culto a la Verdad). La situación del historiador en este contexto es la del socavamiento progresivo de su autoridad, basado en su dificultad de justificar el campo de la investigación histórica desde bases epistemológicamente sólidas. Esto implica la difuminación de las barreras intelectuales que separaban al historiador respecto del común de los ciudadanos. Por ejemplo, los relatos procedentes de las identidades sociales se han introducido en la realidad académica de la mayoría de los países, haciendo cada vez más remota la posibilidad de frenar el flujo interpretativo acerca del pasado histórico procedente de la sociedad civil. Frente a esta situación Sánchez León considera que la posibilidad mas terrible seria aquella en la cual el historiador contribuyera con sus interpretaciones y síntesis cargadas de naturalizaciones a perfilar la identidad de un grupo por encima de otro. Otro problema grave es que se imponga una solución más asimilacionista u otra más multiculturalista en el seno de una democracia multicultural eso no va a fomentar en los ciudadanos la conciencia ni el valor de pensar históricamente. La alternativa que propone Sánchez león es considerar el conocimiento como un derecho, más precisamente una libertad, una actividad inseparable del derecho de opinión. A la libertad de pensar históricamente no se puede contraponer ninguna obligación de conocer una historia supuestamente objetiva y verdadera. La responsabilidad que acompaña a esta libertad es la del reconocimiento de que el relato está plagado de mitos. La obligación del Estado es la de proporcionar a los ciudadanos recursos para distanciarse críticamente, siendo una herramienta institucionalmente muy eficaz el contraste entre relatos variados. De esta forma es posible salirse de la mentalidad de Mr.Everyman.
Roberto R. Rabouin: de La Responsabilidad Social Empresaria A La Responsabilidad Social Directiva: Un Análisis Desde El Ámbito Empresarial en El Contexto de La Globalización.