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AÑO XIX, NÚMERO 74, OTOÑO DE 2018

74

La iconoclasia
Un motor histórico
José Antonio González Zarandona (coordinador), Dario Gamboni,
Juan Luis González García, Joseph Leo Koerner,
Luis Xavier López Farjeat, Jean Meyer, W.J.T. Mitchell, James Noyes,
Megan E. O’Neil y Eric Reinders

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Portada: Ai Weiwei, Vasija de Coca-Cola, 1997. Vasija del


Neolítico (5000-3000 antes de Cristo) y pintura, 30 por 33 cm.
Cortesía del artista.

­istor, año xIX, número 74, otoÑO de 2018


Istor, palabra del griego antiguo y más exactamente del jónico. Nombre de agente, istor, “el que
sabe”, el experto, el testigo, de donde proviene el verbo istoreo, “tratar de saber, informarse”, y la
palabra istoria, búsqueda, averi­gua­ción, “historia”. Así, nos colocamos bajo la invocación del primer
istor: Heródoto de Halicarnaso.

Índice
3 José Antonio González Zarandona, De la iconoclasia como motor histórico

Dossier
13 W.J.T. Mitchell, Idolatría: Nietzsche, Blake y Poussin

31 Luis Xavier López Farjeat, Aniconismo, iconoclasia y pro iconismo: La veneración de


imágenes en el judaísmo, el islam y el cristianismo oriental desde la perspectiva de Abū
Qurrah
53 Eric Reinders, El dinero espiritual y el trabajo negativo de la conversión en China
67 Dario Gamboni, Sesenta años de ambivalencia

Textos recobrados
89 James Noyes, Política de la iconoclasia

Ventana al mundo
111 Joseph Leo Koerner, Epílogo

Convergencias y divergencias
119 Juan Luis González García, Aculturación e iconoclasia ritual
en los virreinatos americanos (siglos xvi-xvii)
145 Megan E. O’Neil, Violencia, transformación y renovación: La naturaleza variopinta
de la iconoclasia maya

179 Cajón de sastre

In memoriam
187 Rafael Segovia, Lecciones de política para políticos
Selección y nota de Gerardo Maldonado
Introducción

De la iconoclasia como motor histórico

José Antonio González Zarandona*

El presente texto no busca situar, ni resumir, lo que los textos aquí recogidos
ex­presan. Esa es tarea del lector. No obstante, es importante situar el concepto de
iconoclasia (o iconoclastia) y la importancia de estudiar el fenómeno. Los textos
seleccionados para ser parte de este volumen y que le siguen a esta introducción
expanden el significado del concepto al tocar ciertos momentos clave en la histo­
ria de la iconoclasia, así como de la Historia.
Existen pocas colecciones accesibles en español que reúnan a expertos en el
tema de la iconoclasia. Una excepción es la magnífica colección editada por Carlos
A. Otero, Iconoclastia: La ambivalencia de la mirada, que incluye a expertos como
W.J.T. Mitchell, Boris Groys y Hans Belting, entre otros.1 No obstante, es im­
portante mencionar el trabajo de una rara avis en el panorama en español, Román
Gubern, quien publicó Patologías de la imagen,2 estudio de las imágenes como
agentes transgresores. Recientemente, David Freedberg, una de las máximas
autoridades en el tema, publicó una serie de ensayos en español que explican la
violencia contra las imágenes y sus consecuencias: Iconoclasia: Historia y psicología
de la violencia contra las imágenes.3 No obstante, el trabajo de expertos como Dario
Gamboni, James Noyes o Eric Reinders —todos ellos incluidos en el presente
volumen— no sólo ha sido escasamente traducido al español, sino que su existen­

* José Antonio González Zarandona (doctor por la Universidad de Melbourne), coordinador de este número
de Istor, es investigador asociado en el Instituto Alfred Deakin (Australia), así como investigador afiliado en
la División de Historia del cide. Su libro, Murujuga. Rock Art, Heritage and Landscape Iconoclasm, será publi­
cado por University of Pennsylvania Press el próximo año.
1
Carlos A. Otero, Iconoclastia: La ambivalencia de la mirada, Madrid, La Oficina de Arte y Ediciones, 2012.
2
Román Gubern, Patologías de la imagen, Barcelona, Anagrama, 2004.
3
David Freedberg, Iconoclasia: Historia y psicología de la violencia contra las imagines, Madrid, Sans Soleil
Ediciones, 2017.

3
José Antonio González Zarandona

cia es casi nula. El presente volumen busca, por lo tanto, llenar un vacío en la
bibliografía en lengua española referente al estudio y el análisis de la iconoclasia.
El criterio usado para seleccionar los trabajos se basa en el enfoque que todos los
textos aquí reunidos tocan: más allá del poder la imagen como motor de la iconoclasia
(estudiado por la Historia del Arte), es necesario hacer hincapié en que la icono­
clasia cumple una función muy importante como motor de la Historia. Los textos
seleccionados para este volumen dan cuenta de ello a partir de diversos casos de
iconoclasia que han acontecido desde el siglo viii hasta nuestros días, en diversas
geografías, y cuyas consecuencias siguen repercutiendo hasta ahora.

Definir la iconoclasia
Iconoclasia es un término que, sobra decir, está de moda. Está de moda entre los
académicos, los artistas, los curadores y los hipsters. No obstante, el término ha
sido utilizado desde el siglo viii, cuando se produjeron los primeros debates sobre
la controversia y la legitimación de representar a seres divinos en imágenes y su
posterior destrucción en el imperio que hoy conocemos como bizantino. El térmi­
no proviene del griego εἰκονοκλάστης que significa imagen y ruptura. Expertos
en el tema, como Leslie Brubaker, de la Universidad de Birmingham, consideran
que el término “iconoclasia” (iconoclasme en francés, Bildsturm en alemán e iconoclasm
en inglés) designa los debates entre aquellos que adoraban imágenes y aquellos
que estaban en contra de ellas (véase el texto de López en este volumen sobre la
controversia cristiana en el contexto musulmán). Brubaker denomina la verdade­
ra destrucción de iconos como iconomaquia. Otros expertos prefieren denominar
iconoclasia a la acción que los iconoclastas llevaban a cabo para romper, destruir
o prohibir las imágenes con el fin de evitar la idolatría. Poco a poco, el significado
del término se expandió y comenzó a utilizarse para designar a todas aquellas
actividades que de una u otra forma rompían con las tradiciones, las ideas y las
creencias establecidas. Fue así como muchos artistas considerados modernistas a
principios del siglo xx fueron tachados de iconoclastas, ya que precisamente iban
en contra de las corrientes artísticas establecidas.
Como bien afirma Freedberg en el prefacio de su libro sobre iconoclasia: “el
número de episodios iconoclastas parece haber aumentado de manera exponencial,
así como también las investigaciones sobre el tema”, por lo que los “estudios sobre
la iconoclasia se extienden más allá de las esferas sugeridas por las competencias
tradicionales, generando así nuevas perspectivas”. Es evidente que con cada nue­
va ola iconoclasta, los académicos se dediquen a resaltar el tema —irónicamente

4
De la iconoclasia como motor histórico

afirmando que el tema no es nuevo— haciendo referencia a las iconoclasias bizan­


tina y protestante (véanse el texto de Meyer para mayor referencia y el de Koerner
sobre las controversias protestantes) para explicar las iconoclasias contemporáneas.
Ese fue el caso que se observó en 1989 cuando cientos de monumentos que per­
sonificaban a los padres del comunismo fueron removidos en Rusia, Polonia,
Hungría y tantos otros países. Más aún, la destrucción de imágenes, monumentos
y patrimonio cultural ha visto un giro inesperado en este siglo xi. Debemos re­
cordar que fue la destrucción de las estatuas de los Budas, en el valle de Bamiyán
en Afganistán, de la mano del régimen Talibán en marzo de 2001, la que dio
comienzo al siglo que ahora vivimos. En septiembre del mismo año, las Torres
Gemelas en la ciudad de Nueva York fueron destruidas por unos terroristas afi­
liados a Al-Qaeda. Ambos actos de violencia contra unos símbolos culturales
significaron la expansión del término iconoclasia. De igual manera, el año 2003
fue prolífico en estudios que analizaban la destrucción de las imágenes, particu­
larmente en el ámbito islámico, a raíz de la invasión del ejército de Estados Uni­
dos a Irak y la subsecuente destrucción del patrimonio cultural iraquí, que
comenzó con el saqueo y el pillaje de la colección del museo nacional de Irak, en
Bagdad. Recientemente, desde 2015 el término ha estado en boga debido a la
destrucción del patrimonio cultural que se atestiguó no sólo en varios países del
Medio Oriente gracias a las acciones de grupos terroristas como el llamado Esta­
do Islámico, sino también en lugares como Ciudad del Cabo en Sudáfrica y en
Oxford, Inglaterra, donde estudiantes universitarios se congregaron para pedir
que las estatuas que representaban al blanco supremacista Cecil Rhodes en la
Universidad de Ciudad del Cabo y en Oxford fueran removidas. Asimismo, en
2017 el debate generado por las estatuas asociadas con la ideología confederada
en Estados Unidos volvió a resucitar temas relacionados con la iconoclasia y la
manera en que se representa la historia, particularmente los aspectos oscuros de
la misma.
Por un momento se creó la ilusión de que actos iconoclastas se efectuaban a
diario en todo el mundo, pero también es necesario reconocer que el fenómeno se
ha exacerbado por la atención que los medios masivos de comunicación le han
otorgado al tema y han explotado de manera exponencial. Como bien afirma James
Noyes en su libro The Politics of Iconoclasm4 (véase su texto en este volumen), la

4
James Noyes, The Politics of Iconoclasm. Religion, Violence and the Culture of Image-Breaking in Christianity and
Islam, Nueva York, I.B. Tauris, 2013.

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José Antonio González Zarandona

historia de la iconoclasia tomó un giro inesperado a partir de 2001, cuando dejó


de ser un fenómeno estudiado exclusivamente por eruditos y académicos especia­
lizados en el arte y la teología bizantinos, y pasó a ser parte del vocabulario utili­
zado en los medios. Antes, los medios se referían al fenómeno simplemente como
vandalismo —término que ha sido reemplazado por el de iconoclasia.5

Los tipos de iconoclasia


¿Qué importancia le debemos dar al fenómeno de la iconoclasia, más allá del
simple estudio y análisis de la pérdida de objetos de arte y artefactos históricos?
Es importante considerarlo pues cumple varias funciones en la sociedad, así como
explica varios actos que, a primera vista, no parecerían estar conectados con las
controversias generadas por la representación de deidades, pero que tienen efectos
devastadores. De entrada, es importante recalcar que la iconoclasia ha dejado de
ser simplemente el fenómeno por el cual entendemos la destrucción o prohibición
de imágenes religiosas, y ha pasado a ser definido como un acto violento que
atenta contras las imágenes en general, no sólo religiosas, por motivos políticos y
religiosos. Esto ha dado pie para considerar que la destrucción de imágenes está
asociada con el genocidio cultural, el terrorismo, el daño colateral y, como ya
había señalado, el vandalismo. Me gustaría señalar brevemente cómo las asocia­
ciones con los tres primeros términos han evolucionado hasta ser parte indeleble
del discurso iconoclasta. Veamos qué resultados deja trazar sus movimientos.
Para comenzar, es necesario afirmar que este punto no es original, ya que ha
sido planteado por Mitchell con anterioridad en varios de sus trabajos. El meca­
nismo, tal como lo diseñó Mitchell, funciona de la siguiente manera: la destrucción
de imágenes que pertenecen a un grupo cultural y que son signos de su identidad
son parte del mismo proceso que conlleva a la destrucción de sitios sagrados y
personas. El territorio conquistado debe ser “limpiado” no sólo de las personas
que lo habitan sino también de las imágenes que pueblan el paisaje y que le dan
significado. De esta manera el territorio es controlado. En suma, la destrucción
de las imágenes va necesariamente asociada a los ataques contra las personas que
son devotas o crearon esas imágenes (para más detalle, véanse los trabajos de Mit­
chell y Noyes en este volumen). El caso más sonado recientemente es el de la
destrucción del patrimonio cultural de las minorías cristianas, como los armenios,

5
Para una discusión sobre el tema, véase la obra de Dario Gamboni, The Destruction of Art: Iconoclasm and
Vandalism since the French Revolution, Islington, Reaktion Books, 1997.

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De la iconoclasia como motor histórico

en Siria por el Estado Islámico, así como la minoría étnica yezidi en el norte de
Irak. Para comenzar su utópico califato, los fundamentalistas islámicos destruye­
ron los signos de identidad de las minorías que poblaban el territorio que busca­
ban conquistar. Por lo tanto, no es difícil encauzar la iconoclasia con el terrorismo,
pues el terrorista, de acuerdo con Mitchell,6 es aquel que crea palabras e imágenes,
formas simbólicas de violencia, y las utiliza para mostrar lo inimaginable, lo que
no se puede decir: la destrucción de imágenes y territorios sagrados.
Asimismo, la destrucción del patrimonio cultural que es parte de un grupo
cultural ha sido, en muchos casos, etiquetado de genocidio cultural, término
acuñado por el abogado polaco Raphaël Lemkin (véase texto de Meyer en este
volumen). En este sentido, la iconoclasia se extiende para denominar todos aque­
llos ataques que buscan destruir una parte importante de la identidad y de la
historia de una nación, un grupo cultural o una minoría. Este fue precisamente
el caso de la destrucción intencional de la biblioteca nacional en Sarajevo durante
el sitio en agosto de 1992, cuando fuerzas serbias atacaron la biblioteca y quema­
ron cientos de miles de volúmenes, así como el vasto patrimonio de una sociedad
considerada multicultural: manuscritos musulmanes, registros austro-húngaros,
tesoros otomanos y hasta libros incunables. No es casual, por lo tanto, que los
iconoclastas utilicen la destrucción del patrimonio, ya sea éste en forma de mo­
numentos, obras de arte o bibliotecas enteras, para borrar de la faz de la tierra la
evidencia de que otros pueblos, otras costumbres y otras maneras de pensar,
conformaban el territorio. Al buscar eliminar los vestigios de otras culturas, los
iconoclastas aspiran a alcanzar la pureza, ya que la multiculturalidad conduce a
roces entre las diferentes culturas (véase el texto de Noyes para más detalles). En
este caso, el genocidio cultural se entiende como un arma de los iconoclastas para
consolidar la idea de que sólo una civilización es dueña del territorio. Es ese el caso
también de una sociedad multicultural como la australiana, donde la tradición
poscolonial ha afectado gravemente la integridad de cientos de sitios sagrados, así
como de los paisajes culturales que son parte inherente de la historia de los indí­
genas en Australia —a diferencia de otras culturas, la historia de los indígenas
australianos está escrita en el paisaje y sus formas—. En este contexto se ha ob­
servado que las compañías transnacionales que se dedican a la extracción mineral
han contribuido a la destrucción del patrimonio cultural y natural en Australia

6
W.J.T. Mitchell, Cloning Terror: The War of Images, 9/11 to the Present, Chicago, The University of Chicago
Press, 2011.

7
José Antonio González Zarandona

de tal manera que muchos indígenas han abogado por la protección de su patri­
monio basándose en la historia oral que existe desde hace por lo menos 60 mil
años. Casos similares existen en otros países, como Perú, Sudáfrica, Argentina,
Brasil, Canadá, Estados Unidos y obviamente México. Este ejemplo nos habla de
una iconoclasia dirigida no sólo al patrimonio cultural sino que también atenta
contra el patrimonio natural de diferentes etnias indígenas. La naturaleza como
imagen, idea y fuente de poder. De esta manera, el iconoclasta deja de ser un
hombre con un martillo y pasa a ser una conglomeración, altamente organizada,
de personas, máquinas y hasta robots, encargada de llevar a cabo un proceso es­
tratégicamente planeado. En algunos casos este tipo de iconoclasia puede durar
varios años, ya que toma la forma de una burocracia que lentamente devora el
ecosistema.
Por su parte, el daño colateral y su relación con la iconoclasia es un fenómeno
que no ha sido analizado con profundidad. No obstante, el daño colateral está
íntimamente atado a la iconoclasia como parte del deterioro que genera, ya sea en
un grupo de personas o en un objeto, como parte de un conflicto. Durante muchos
años se consideró que la destrucción de objetos históricos y culturales como re­
sultado de un conflicto armado era una consecuencia de la naturaleza violenta de
los conflictos. De igual manera, los tesoros y obras preciosas que se acumulaban
se consideraban como parte del botín y terminaban enriqueciendo las galerías y
los gabinetes de maravillas de reyes y emperadores —hoy en día engalanan los
nuevos sitios sagrados de la humanidad: los museos (véase el texto de Noyes en
este volumen). Sin embargo, teóricos de la guerra, como Clausewitz, entre otros,
expresaron la necesidad de proteger los bienes culturales en tiempos de guerra.
Poco tiempo después del horror experimentado durante la Segunda Guerra Mun­
dial, se establecieron diversos documentos legales, protocolos y cartas para pro­
mover la protección del patrimonio cultural y evitar su destrucción como parte
del daño colateral. No obstante el trabajo realizado por abogados, expertos en
patrimonio cultural y especialistas en derecho internacional y leyes humanitarias,
la debacle recientemente observada en Siria hace pensar que es necesario crear
medidas más efectivas que aquellas con las que ahora contamos.

La iconoclasia como herramienta


La destrucción o prohibición de imágenes es un acto que está estrechamente re­
lacionado con la conquista de libertades, la reafirmación de la iconoclasia como
agente histórico y el deseo de ser diferente. Sólo logramos ser diferentes cuando

8
De la iconoclasia como motor histórico

rompemos con lo que nos ata a la cotidianeidad. Para ser distinto del otro, debemos
apropiarnos de un espacio, una lengua, una identidad y muchas veces esto sólo es
posible si actuamos de manera violenta: desterrando al otro, convirtiendo al otro,
matando al otro. Por lo tanto, la historia de la iconoclasia es la historia de sus
distintos significados a lo largo de la historia de la humanidad. Existen tantos
significados como casos de iconoclasia —no es casualidad que varios de los textos
aquí incluidos presenten una discusión sobre el significado del término y su apli­
cación—. Por ejemplo, la misma acción —la destrucción de ídolos— en América
y en Europa en el siglo xvi tiene significados distintos (véanse los textos de O’Neil
y González García en este volumen como comparación). En efecto, se puede ob­
servar que varios significados se conjuntan en un mismo caso. Por lo tanto, ¿qué
podemos esperar de la discusión sobre la iconoclasia como herramienta?

1. La iconoclasia se produce como parte de un proceso de creación. Para poder


crear algo, es necesario destruirlo.
2. La iconoclasia comenzó como una respuesta a la prohibición de idolatrar imá­
genes convirtiéndolas en ídolos. Lentamente pasó a convertirse en un término
que también se usaba para nombrar la destrucción o prohibición de imágenes
estéticas y mentales.
3. La iconoclasia suponía un acto de violencia que sucedía en un solo momento.
A partir de las investigaciones realizadas por Bruno Latour y el gran número
de eruditos que reclutó para su libro/exhibición Iconoclash,7 así como del his­
toriador del arte Richard Clay, la iconoclasia como fenómeno cultural pasó a
ser considerada como un acto de violencia que podía también ser un proceso
de transformación. Esto ha dado pie a que podamos considerar que el proceso
está organizado por una serie de administradores, en vez de una muchedumbre
de hombres armados de palos, piedras o martillos.
4. La iconoclasia se ha caracterizado por ser un acto de violencia contra imágenes
y objetos materiales que, sin embargo, también tiene repercusiones —en al­
gunos casos letales— contra las personas que las han creado o las conservan.
En este sentido, algunos investigadores se han dado a la tarea de crear escena­
rios donde la lectura de signos y señales puedan alertar a las autoridades de
que se cometerá una iconoclasia o peor aún, un genocidio.

7
Bruno Latour, Iconoclash: Beyond the Image Wars in Science, Religion, and Art, Karlsruhe, Center for Art and
Media, 2002.

9
José Antonio González Zarandona

5. Los medios masivos de comunicación han tenido un papel fundamental en dar


a conocer los más recientes actos de iconoclasia y continuarán siéndolo. No
obstante, ya hay indicios de que el papel que desempeñan es también parte de
la estrategia diseñada por los terroristas, quienes usan el alto valor que tienen
las antigüedades y las obras de arte para promocionar sus actos iconoclastas.

Quisiera repasar un momento de iconoclasia reciente: la destrucción del patrimo­


nio cultural de varias sectas y grupos culturales en Irak y Siria por el Estado Islá­
mico, así como por otras fuerzas militantes, e incluso los ejércitos rusos y sirios.
Es tan importante la desaparición del patrimonio tangible que hemos atestigua­
do en nuestras pantallas de televisión, teléfonos inteligentes y computadoras, como
la exterminación de personas que estaban asociadas a ese patrimonio. No obstan­
te, la campaña iconoclasta llevada a cabo por el Estado Islámico fue transmitida
gracias a las redes sociales —algo antes nunca visto en la historia de la iconocla­
sia—. Y es aquí donde podemos distinguir dos campos que se funden en un
mismo momento; por una parte, el digital —intangible, ligero y efímero— y por
otra, el material —tangible, pesado y trascendente—. El primero no opone resis­
tencia, mientras que lo material obstaculiza. No obstante, ambos campos com­
parten un mismo destino: lo material y lo digital se pueden borrar, ya sea con un
martillo o con el clic del ratón. Lo más preocupante de las nuevas tecnologías es
que han ayudado a propagar como pólvora la destrucción de sitios arqueológicos,
museos, iglesias, mezquitas, mercados, templos y monasterios —sitios sagrados
para todas las comunidades que conforman las naciones siria e iraquí—. ¿Que más
nos dice este uso de la tecnología en relación con la iconoclasia?
A modo de conclusión, ambos campos tienen poder pues recurren a nuestros
sentidos para ser experimentados. Aunque lo digital no huela, no tenga sabor y
no pueda ser tocado, el hecho de que se base en la vista nos indica que en el futu­
ro lo digital será tal vez más importante que lo material. La destrucción que
ocurre en el espacio digital hace ruido y tal vez más ruido que la que hace la
destrucción en el mundo real. La destrucción del patrimonio y de la historia no
debe considerarse como un capricho, ya que tiene consecuencias muy poderosas.
¿De qué otra manera podemos explicar el saqueo del museo nacional de Irak en
Bagdad y la posterior debacle del país árabe? Las antigüedades y el estudio de sus
orígenes, su recepción y destrucción, por más que los detractores de las humani­
dades y las ciencias sociales se empeñen en demostrarlo, son más necesarios que
nunca en un mundo obsesionado por las fake news y las declaraciones sin funda­

10
De la iconoclasia como motor histórico

mento. Un ejemplo reciente basta. En su última visita a China, el presidente


francés Emmanuel Macron comenzó su visita oficial en Xian, y no en Pekín.
Claras señales de que la cultura y la historia son parte importante de las relaciones
diplomáticas y políticas en el siglo xxi, como lo han sido desde mucho tiempo
atrás. Debemos entonces enfocar nuestra atención a las nuevas maneras en las que
los iconoclastas se han apropiado de la iconoclasia como una herramienta para
generar odio y muerte. Los textos que conforman este número de Istor proveen al
lector de varias herramientas para conducir dicho análisis.

11
Dossier

Idolatría: Nietzsche, Blake y Poussin*


W.J.T. Mitchell**

La idolatría y su gemela maldita, la iconoclasia, están muy presentes en las noticias


estos días. No sería una exageración afirmar que la actual Guerra Santa contra el
Terror es sólo el más reciente combate en un conflicto religioso que se extiende
en el tiempo más allá de la Edad Media y las Cruzadas cristianas en Medio Orien­
te, cuyo interés principal han sido los ídolos que los enemigos adoran y cuyo
imperativo ha sido destruir esos ídolos de una vez por todas. Aunque se debe ser
escéptico sobre escenarios ideológicos reductivos como la notoria tesis del “choque
de civilizaciones” de Samuel Huntington, parece innegable que esta tesis se ha
manifestado en la política exterior de grandes potencias como Estados Unidos,
sus aliados y en la retórica del fundamentalismo islámico en sus llamados a la
yihad contra Occidente. El hecho de que una idea esté basada en fantasías para­
noicas, prejuicios e ignorancia nunca ha sido una objeción convincente para su
implementación en la práctica. Los talibanes no dudaron en destruir los inocuos
budas de Bamiyán y el ataque de al-Qaeda al World Trade Center claramente
tuvo como objetivo un monumento icónico que consideraban un símbolo de
idolatría occidental.1 La guerra contra el terror, en contraste, llamada inicialmen­

* Traducción del inglés de Agnes Mondragón Celis.


** W.J.T. Mitchell (doctor por la Universidad John Hopkins) es el Gaylord Donnelley profesor en Historia
del Arte, en la Universidad de Chicago, así como editor de la prestigiosa revista, Critical Inquiry. Su último
libro es Image Science: Iconology, Visual Culture and Media Aesthetics (2016), publicado por University of
Chicago Press.
1
Acusados, por supuesto, de ser ídolos por los talibanes. Es importante notar, sin embargo, que un vocero
talibán que visitó Estados Unidos antes de la destrucción de los budas afirmó que las estatuas no serían
destruidas porque hubiera algún riesgo de que se utilizaran como ídolos religiosos, sino —al contrario—
porque se habían convertido en ídolos laicos para Occidente, que había expresado interés en enviar millones
de dólares a Afganistán para su preservación. El Talibán destruyó los “ídolos”, en otras palabras, precisa­
mente porque Occidente se interesaba tanto en ellos.

13
W.J.T. Mitchell

te una “cruzada” por el presidente que la declaró, ha sido descrita por algunos de
sus subalternos en el ejército como una guerra en contra de la religión idólatra del
Islam.2 Entre las características más sorprendentes del odio a los ídolos está, en­
tonces, el hecho de que las tres grandes “religiones del libro” —el judaísmo, el
cristianismo y el islam— lo comparten como una doctrina fundamental, presen­
te en el segundo mandamiento, que prohíbe la creación de ídolos de cualquier ser
viviente. Este mandamiento introduce el antiguo parangón entre la palabra y la
imagen, la ley de lo simbólico y el imaginario sin ley que persiste en numerosas
formas culturales hasta hoy.
Entre esas formas culturales está, por supuesto, la historia del arte. Indepen­
dientemente de que se considere como la historia de los objetos artísticos o de las
imágenes, en términos más generales, la historia del arte es un campo interesado
principalmente en la relación entre las palabras y las imágenes, por lo que se es­
peraría que diera cuenta, poderosamente, de los ídolos y la idolatría. Sin embargo,
en general se considera que estos temas pertenecen de forma más adecuada a la
religión, la teología, la antropología y probablemente la filosofía. Cuando los
ídolos se vuelven objeto de la historia del arte, se han convertido en arte —se han
vuelto estéticos y se han desnaturalizado, desarraigado, esterilizado—. Desde
luego, muchos historiadores del arte están conscientes de esto. Podría invocar la
obra de David Freedberg y Hans Belting sobre la naturaleza de “las imágenes
antes de la era del arte” y la obra más específica de académicos como Michael
Camille,3 Tom Cummins (sus estudios sobre el ídolo inca conocido como el
“Waca”), además de muchos otros que han buscado trabajar en reversa, por de­
cirlo así, desde la historia del arte hacia algo más comprensivo, algo que tal vez
podría llamarse iconología. Con iconología me refiero al estudio de —entre otros—
el choque entre el logos y el icono, la ley y la imagen, que está inscrito en el co­
razón de la historia del arte.
Volveremos a estos asuntos disciplinarios en un momento, en una discusión
sobre cuadros de Poussin de dos escenas de idolatría y sobre las formas en que la
historia del arte ha eludido la cuestión de la palabra y la imagen en esos cuadros.
Como Richard Neer ha notado, estas discusiones han sido paradigmáticas para la
2
Véanse las observaciones del general William Boykin, subsecretario de Defensa durante el tiempo que
Donald Rumsfeld fue secretario de Defensa. Para un análisis de la respuesta a la declaración de Bush de una
“cruzada” del “bien contra el mal”, véase —entre numerosos comentarios— el texto de Peter Ford en el
Christian Science Monitor del 19 de septiembre de 2001: “Europe Cringes at Bush ‘Crusade’ Against Terro­
rists” [Europa siente vergüenza ajena ante la “cruzada” de Bush contra los terroristas].
3
Michael Camille (El ídolo gótico: Ideología y creación de imágenes en el arte medieval, Madrid, Akal, 2000.

14
Idolatría: Nietzsche, Blake y Poussin

disciplina entera, incluyendo su ambivalencia sobre los objetos materiales que son
tan centrales para ella.4 Sin embargo, antes de abordar estos asuntos, quisiera di­
rigirme al tema por medio de una reconsideración fundamental del concepto
mismo de idolatría, comenzando con el segundo de los Diez Mandamientos: “No
te harás imagen, ni ninguna semejanza de cosa que esté arriba en el cielo, ni abajo
en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas ni las hon­
rarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los
padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen,
y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos”
(Éxodo 20: 4-6).5 La condena de la idolatría como el máximo mal está codificada
en este estatuto con militancia tan feroz que es justo afirmar que claramente cons­
tituye el mandamiento más importante de todos, y ocupa el lugar central en la
definición de los pecados contra Dios, a diferencia de los pecados contra otros seres
humanos, como mentir, robar o cometer adulterio. Es difícil pasar por alto que
supera, por ejemplo, el mandamiento contra el asesinato que, como Walter Ben­
jamin afirma irónicamente, es sólo una “directriz”, no una prohibición absoluta.6
Puesto que la idolatría es un concepto tan central de todos los adversarios en
el conflicto global actual, valdrá la pena tratar de producir un análisis crítico e
histórico de sus características principales. ¿Qué es un ídolo? ¿Qué es la idolatría?
¿Y qué subyace a las prácticas iconoclastas que invariablemente parecen acompa­
ñarla? La definición más simple de un ídolo es que constituye una imagen de un
dios. Sin embargo, esta definición deja abierto un conjunto de preguntas adicio­
nales: ¿Está el dios representado en la imagen de una deidad suprema que gobier­
na el mundo entero o en el “genio de [un] lugar” o de una tribu o nación? ¿Está
el dios inmanente en la imagen, su soporte material? ¿O está simplemente repre­
sentado en la imagen y habita otro lugar? ¿Cuál es la relación de este dios con
otros dioses? ¿Es tolerante hacia otros dioses o es celoso y está decidido a extermi­
nar a sus rivales? Sobre todo, ¿qué motiva el lenguaje vehemente del segundo
mandamiento? ¿Por qué esta condena es tan enfática, sus juicios tan absolutos?
¿No parece que haya alguna clase de exceso en el concepto mismo de idolatría,
un pánico moral que parece rebasar por completo las preocupaciones legítimas

4
Richard Neer, “Poussin and the Ethics of Imitation”, en Vernon Hyde Minor (ed.), Memoirs of the American
Academy in Rome, vols. 51-52, 2006-2007, pp. 297-344.
5
Fuente de versión original, Revised Standard Version o Versión Estándar Revisada; fuente de versión en espa­
ñol, Reina Valera.
6
Walter Benjamin, “Critique of Violence”, en Peter Demetz (ed.), Reflections, Nueva York, 1978, p. 298.

15
W.J.T. Mitchell

sobre algo llamado “ídolos” y su posible abuso? Otra forma de decirlo sería no­
tando que idolatría es una palabra que aparece principalmente en el discurso sobre
iconoclasia, un monoteísmo militante obsesionado con sus propias presunciones
de universalidad.
Cuando nos dirigimos a las cuestiones morales alrededor de la idolatría, el
concepto parece salirse por completo de control. La idolatría se asocia con todo,
desde el adulterio hasta la superstición y el error metafísico. Se vincula con el
materialismo, el hedonismo, la fornicación, la magia negra y la brujería, la demo­
nología, la bestialidad, los cultos a führers fascistas, los emperadores romanos y la
adivinación. Este desconcertante conjunto de males se condensa, en última ins­
tancia, en dos variedades básicas, que con frecuencia se mezclan: la primera es la
condena de la idolatría como error, estupidez, como una creencia falsa, equivoca­
da. La segunda es la afirmación, más oscura, de que el idólatra sabe que el ídolo es
un objeto estéril, vacío, pero continúa explotándolo cínicamente con fines de
poder o placer. Este es el perverso y pecaminoso crimen de la idolatría. Existen,
entonces, dos clases de idólatras —tontos y truhanes— entre quienes evidente­
mente hay coincidencias y cooperación.
Buena parte de la discusión teológica sobre la idolatría se concentra en aspec­
tos minuciosos de la doctrina y distinciones sutiles entre la idolatría como la
devoción al dios equivocado, por un lado, y al dios correcto, pero de forma equi­
vocada, por el otro.7 La diferencia entre los herejes o apóstatas dentro de una co­
munidad de no idólatras y los no creyentes que viven fuera de esa comunidad es
claramente una distinción central. Sin embargo, existe un enfoque más directo al
problema de la idolatría, que podríamos llamar un punto de vista “operacional”
o funcional. La clave, entonces, consiste en no enfocarse en lo que los idólatras
creen o lo que los iconoclastas creen que ellos creen, sino en lo que los idólatras
hacen y en lo que los iconoclastas —quienes, por definición, deben oponerse a los
malvados y estúpidos idólatras— hacen con ellos. En ocasiones, el tema de las
creencias converge con el de las acciones y prácticas: por ejemplo, algunos icono­
clastas creen que, además de sus creencias equivocadas, los idólatras cometen
actos terribles como el canibalismo y el sacrificio humano. Esta “creencia secun­
daria” (es decir, una creencia sobre las creencias de otras personas) justifica, en

7
El mejor estudio de esta clase es el de Avishai Margalit y Moshe Halbertal, Idolatry, N. Goldblum (trad.),
Cambridge, Harvard University Press, 1992, que examina los temas principales de la idolatría y la icono­
clasia desde los comentaristas rabínicos y a través de la historia de la filosofía occidental.

16
Idolatría: Nietzsche, Blake y Poussin

consecuencia, actos igualmente terribles de violencia contra los idólatras, que se


racionalizan como expresiones de la venganza justa del único dios verdadero.8
Existe, entonces, una temible simetría entre las cosas aterradoras que los idólatras
supuestamente hacen y lo que puede hacérseles en nombre de la justicia divina.
Otra clave para pensar pragmáticamente sobre la idolatría consiste en pregun­
tarse no sólo cómo viven los idólatras (que, se asume, es de forma pecaminosa) sino
dónde viven. La idolatría está profundamente vinculada con la cuestión del lugar
y el paisaje, imperativos territoriales dictados por deidades locales que declaran
que ciertas porciones de tierra no sólo son sagradas, sino que también se les han
prometido sólo a aquellos. Podría, de hecho, escribirse la historia de la idolatría
y la iconoclasia bíblicas como una colección de historias de guerras territoriales
—guerras que se han luchado por lugares y la posesión de tierras—. Como Mos­
he Halbertal y Avishai Margalit afirman, “la prohibición de la idolatría es un
intento por dictar cierta exclusividad, por situar en el mapa el territorio único del
único Dios”.9 Esto se vuelve más claro cuando se considera la implementación
práctica de la prohibición de las imágenes, que incluye la destrucción de los sitios
sagrados de los habitantes nativos, “la demolición de sus lugares más altos y la
ruina de sus imágenes e ídolos”.10 El vínculo entre territorialidad e idolatría se
vuelve aún más explícito cuando se invoca como una objeción insuperable a cual­
quier negociación o tratado. Llegar a un acuerdo con un idólatra, especialmente
sobre territorio, es caer uno mismo en la idolatría. La única política posible entre
el iconoclasta y el idólatra es la guerra total.11
Los ídolos, entonces, pueden describirse como condensaciones de un mal ra­
dical en imágenes que deben destruirse, tanto como a quienes creen en ellos, de
cualquier forma que sea necesaria. No hay idolatría sin una iconoclasia que la
defina como tal, puesto que los idólatras casi nunca se nombran de esa manera.
Pueden adorar a Baal o a Dagón, al César o el dinero, pero no consideran esto
idolatría; su devoción es normal dentro de su comunidad. Del lado de los icono­
clastas, el idólatra generalmente se percibe como imposible de redimir. O es un

8
Para un análisis más completo del concepto de “creencia secundaria”, véase “The Surplus Value of Images”,
el capítulo 4 de mi libro What do Pictures Want? The Lives and Loves of Images, Chicago, University of Chi­
cago Press, 2005.
9
A. Margalit y M. Halbertal, op. cit., p. 5.
10
Véase mi “Holy Landscape: Israel, Palestine, and the American Wilderness”, en Landscape and Power, Chi­
cago, University of Chicago Press, 2002, pp. 261-290.
11
Como Halbertal y Margalit notan, “los profetas hablan de tratados protectores con Egipto y Asiria como la
adoración a otros dioses”. A. Margalit y M. Halbertal, op. cit., p. 5.

17
W.J.T. Mitchell

traidor al Dios verdadero (de ahí la metáfora del adulterio y la “fornicación tras
dioses ajenos”) o ha sido criado en una fe falsa, pagana, de la cual tendrá que ser
“liberado” —de una u otra forma.
La iconoclasia, entonces, inadvertidamente revela una temible simetría, mues­
tra ser el reflejo de su propio estereotipo de idolatría en su énfasis en el sacrificio
humano y el terrorismo, este último entendido como violencia en contra de per­
sonas inocentes y la composición de actos espectaculares de violencia simbólica y
crueldad. El estereotipo iconoclasta del idólatra, por supuesto, es de alguien que
ya sacrifica a sus hijos y a otras víctimas inocentes ante su ídolo. Éste es un crimen
tan profundo que el iconoclasta se siente obligado a exterminar a los idólatras
—asesinar no sólo a sus sacerdotes y reyes, sino también a todos sus seguidores y
descendientes—.12 Los amalecitas, por ejemplo, son enemigos de Israel, tan crue­
les e irredimibles que deben ser eliminados. Además, el énfasis en la maldición
de los idólatras por múltiples generaciones es, implícitamente, un plan de geno­
cidio. No es suficiente matar al idólatra; sus hijos también deben morir, como
idólatras potenciales o como “daño colateral”.
Todas estas prácticas barbáricas pueden considerarse como el pasado de la
idolatría, reliquias de tiempos antiguos y primitivos cuando la magia y la supers­
tición reinaban. Un momento de reflexión, sin embargo, revela que este discurso
ha persistido hasta la época moderna, desde los “cuatro ídolos” del mercado, el
teatro, la cueva y la tribu de Bacon hasta la evolución de una crítica marxista de
la ideología y el fetichismo que se basa en la retórica de la iconoclasia. Esta última
crítica se concentra, por supuesto, en el fetichismo de las mercancías y lo que en
otro lugar he llamado la “ideolatría” del capitalismo de mercado.13 Uno de los
rasgos extraños de la iconoclasia es su sublimación gradual en estrategias más
sutiles de crítica, escepticismo y dialéctica negativa: el kitsch de Clement Green­
berg y la industria cultural de Adorno son productores de ídolos para los nuevos
filisteos de la cultura de masas. El resultado de este proceso es, tal vez, el “demo­
nio malvado de las imágenes” de Jean Baudrillard, en el que la retórica marxista
se une a la religión y se desvía hacia el nihilismo. Sin embargo, en sus diatribas

12
El segundo mandamiento hace explícito el mandato del castigo colectivo: “No te inclinarás a ellas ni las
honrarás, porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos
hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen” (Fuente de versión original, Revised Standard
Version, op. cit.).
13
Véase mi “The Rhetoric of Iconoclasm: Marxism, Ideology, and Fetishism”, en Iconology: Image, Text, Ideo-
logy, Chicago, University of Chicago Press,1986, capítulo 6. Para una revisión de los conceptos sublimados
e inmaterialistas de idolatría, véase A. Margalit y M. Halbertal, op. cit.

18
Idolatría: Nietzsche, Blake y Poussin

contra los jóvenes hegelianos, Marx ya se burlaba de los “críticos críticos” que nos
liberan de las imágenes, los fantasmas y las ideas falsas.
La máxima ruptura y la crítica más profunda a la idolatría y la iconoclasia es
la obra tardía de Nietzsche, Así habló Zaratustra. Nietzsche pone a la iconoclasia
de cabeza y la enfrenta a su fuente de autoridad en la ley. Lo único que el icono­
clasta Zaratustra destruye son las tablas de la ley: “Rompan, rompan, amantes del
conocimiento, las viejas tablas […] Rompan las viejas tablas de quienes nunca
son felices”, inscritas con prohibiciones al placer sensual de los aguafiestas devotos
que “calumnian el mundo” y dicen a los hombres “no desearás”.14 La única ley
que Nietzsche tolerará es un “deberás” positivo: nos instruye a “escribir de nuevo,
en nuevas tablas, la palabra ‘noble’”.15 Critica el moralismo maniqueo de los le­
gisladores sacerdotales que dividen el mundo en bien y mal:

Oh, hermanos míos, ¿quién representa el mayor peligro para el futuro de todos los hombres?
¿No es el bueno y el justo? En la medida en que digan y sientan en sus corazones, “Nosotros
ya sabemos lo que es bueno y justo, y también lo tenemos; ¡ay de quienes aún lo buscan aquí!”
Y cualquier daño que el mal haga, el daño que haga el bien es el daño más dañino […] el bien
debe ser, fariseos —no tienen opción—. El bien debe crucificar a aquel que inventa su propia
virtud […] El creador es a quien odian más: él rompe tablas y viejos valores […] crucifican a
aquel que escribe nuevos valores en nuevas tablas.16

Zaratustra también parece intuir la conexión entre la vieja ley del bien y el mal y
el imperativo de conquista territorial y “tierras prometidas”. Equipara la ruptura
de “las tablas del bien” con la renuncia de “patrias”, incitando a sus seguidores a
ser “marineros” en busca del “futuro del hombre… ¡la tierra de nuestros hijos!”17
Hasta donde sé, Nietzsche nunca menciona el segundo mandamiento explí­
citamente, pero éste se vuelve el centro implícito de su gran texto de 1888, El
ocaso de los ídolos, una obra que fácilmente podría confundirse con una crítica
iconoclasta bastante convencional. Su promesa de “filosofar con un martillo” y la
“declaración de guerra” en contra “no sólo de los ídolos de la época, sino de ídolos
eternos” con la que abre podrían parecer la continuación del comportamiento
iconoclasta tradicional con respecto a “ideas” idólatras, como la crítica de Bacon

14
Friedrich Nietzsche, Thus Spake Zarathustra, en Walter Kaufmann (ed.), The Portable Nietzsche, Nueva York,
Viking Press, 1954, p. 317.
15
Ibid., p. 315.
16
Ibid., p. 324-325.
17
bid., p. 325.

19
W.J.T. Mitchell

a los “ídolos de la mente” o la guerra de los jóvenes hegelianos contra los “fantas­
mas del cerebro”. Sin embargo, Nietzsche emplea el argumento de los iconoclas­
tas antiguos y modernos y del segundo mandamiento en contra de ellos, al
renunciar a la idea misma de la destrucción de la imagen desde el principio. Los
ídolos eternos no deben destruirse, sino que deben “tocarse con un martillo como
si fuera un diapasón”. No deben demolerse, sino “hacerse sonar” con un toque
delicado, preciso, que revele que están huecos (esto evoca la frase bíblica “metal
que resuena”) y tal vez incluso los vuelva a afinar o toque una melodía con ellos.
La guerra de Nietzsche contra los ídolos eternos es una práctica extrañamente
carente de violencia, una forma vertiginosa de “recreación, un espacio donde
brilla el sol, un salto hacia un lado, hacia la inactividad del psicólogo”.18
El complejo idolatría-iconoclasia siempre ha presentado un dilema para los
artistas visuales, quienes, por necesidad profesional, parecen estar inevitablemen­
te envueltos en una infracción al segundo mandamiento. Vasari abre La vida de
los artistas con un conjunto elaborado de apologías de las artes visuales, notando
que Dios mismo es un creador de imágenes, el arquitecto del universo y un escul­
tor que le da vida a las criaturas que fabrica. Ignora el inconveniente caso del
becerro de oro y la masacre de “miles de falsos israelitas que habían cometido esta
idolatría” al argüir que “el pecado consistió en adorar ídolos y no en hacerlos”,
una evasión bastante escueta del lenguaje claro del segundo mandamiento, que
sostiene “no harás” ídolos de cosa alguna.19
El artista que se acerca más a la inversión y transvaluación del complejo ido­
latría-iconoclasia de Nietzsche es William Blake, quien anticipa por casi un siglo
la transposición de valores contemplada en El ocaso de los ídolos. Blake célebremen­
te invierte la valencia moral de ángeles devotos, pasivos y vigorosos demonios en
El matrimonio del cielo y el infierno (1793) y consistentemente vincula la figura del
legislador del Antiguo Testamento con su descendencia racionalista de la Ilustra­
ción en la figura de Urizen, en ocasiones representado como una figura patriarcal
que divide y mide el universo o como un ermitaño recluido, que se esconde en su
cueva detrás de las tablas de la ley.
Sin embargo, como Nietzsche, Blake tampoco produce una simple inversión
de la oposición maniquea del bien y el mal; utiliza una estrategia más sutil, simi­
lar a la noción de Nietzsche de “tocar” los ídolos con un “martillo” o un “diapasón”.

18
El ocaso de los ídolos en The Portable Nietzsche, op. cit., p. 466.
19
Giorgio Vasari, The Lives of the Artists, Nueva York, Oxford University Press, 1991, prefacio.

20
Idolatría: Nietzsche, Blake y Poussin

La imagen más convincente de Blake de este proceso es una lámina de su poema


épico ilustrado Milton, que muestra a Los, el artista, un escultor envuelto en un
acto radicalmente ambiguo de creación y destrucción. Podemos, por un lado,
interpretarla como una imagen de Los moldeando la figura de Jehová con el barro
de la orilla de un río, como si estuviéramos observando a Adán creando a Dios con
barro. Por otro lado, podemos leerla como un acto iconoclasta, en el que el artis­
ta está destruyendo la estatua idólatra del padre-dios. La imagen condensa la
creación y destrucción de ídolos en una síntesis perfectamente vaga de actividad
creativa, una contraparte visual de la táctica acústica de Nietzsche de martillar
los ídolos sin romperlos. La representación de Blake de un coro musical en el
horizonte, arriba de esta escena, sugiere que él también está “haciendo sonar” al
ídolo, no con un diapasón, sino con las manos del escultor. Como un hijo de la
Ilustración, Blake comprendió que todos los ídolos, tótems y fetiches de las so­
ciedades premodernas, primitivas y politeístas eran el producto enajenado de
manos y mentes humanas:

Los antiguos poetas animaban todos los objetos sensibles con dioses o genios, llamándolos por
los nombres y adornándolos con las propiedades de los bosques, ríos, montañas, lagos, ciuda­
des y naciones, y cualquier cosa que sus sentidos, numerosos y expandidos, pudieran percibir
[…] Hasta que un sistema se formó, del que algunos se aprovecharon y esclavizaron a los
vulgares intentando producir o abstraer las deidades mentales de sus objetos; así comenzó el
sacerdocio.20

A la luz de esta genealogía de la religión, que bien podría haber escrito Giambat­
tista Vico, el desarrollo del monoteísmo no es tanto una ruptura radical con la
idolatría pagana como el desarrollo lógico de su tendencia a respaldar la consoli­
dación del poder político con mandatos religiosos absolutos. Es importante recor­
dar que Yahweh comienza como un dios de la montaña, probablemente volcánica,
puesto que está “escondido en las nubes” y habla “con truenos y fuego”. La figura
del legislador invisible, trascendente, cuya ley más importante es la prohibición
de crear imágenes de cualquier tipo, es la alegoría perfecta de un proyecto imperial,
colonizador, que busca erradicar todas las imágenes, ídolos y marcadores materia­
les de los reclamos territoriales de los habitantes indígenas. La temible figura de
Baal, debemos recordar, es simplemente una versión semítica de lo que los roma­

20
William Blake, “The Marriage of Heaven and Hell”, lámina 11, en David V. Erdman (ed.), The Poetry and
Prose of William Blake, Garden City, Anchor-Doubleday, 1970, p. 37.

21
W.J.T. Mitchell

nos llamaron genius loci o genio del lugar —el dios del oasis que indica la afirmación
de propiedad de la tribu nómada que vuelve a él cada año—.21 La representación
característica de Dagón, el dios de los filisteos, es como un dios agricultor, asocia­
do con la cosecha de granos. Encubrir o esconder al dios en un templo o una cueva
es simplemente el primer paso en el proceso de volverlo (y casi siempre es mascu­
lino) metafísicamente invisible e irrepresentable. Como Edmund Burke notó en
De lo sublime y de lo bello, “Los gobiernos despóticos […] mantienen a su líder
fuera del ojo público en la medida de lo posible. La política ha sido la misma en
numerosos casos de religión. Casi todos los templos paganos eran oscuros. Incluso
en los templos bárbaros de los americanos actuales mantienen al ídolo en la parte
oscura de la choza, que está consagrada a su adoración”.22 Kant simplemente lleva
la observación de Burke a su conclusión lógica cuando sostiene que “no hay pasa­
je más sublime en la ley judía que el mandamiento ‘No te harás imagen, ni nin­
guna semejanza de cosa que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra’”. Para Kant,
el secreto del “entusiasmo” tanto del judaísmo como del “mahometismo” es su
“abstracción” y su rechazo de las imágenes, además de su afirmación de superiori­
dad moral absoluta sobre los paganos e idólatras.23
Quiero concluir con dos escenas de idolatría e iconoclasia de un artista que
parecería ser radicalmente antitético a las tendencias antinómicas de Blake y
Nietzsche. La obra de Nicholas Poussin, como Richard Neer ha afirmado en su
trabajo sobre el pintor, está enormemente interesada en asuntos de idolatría e
iconoclasia. Sin embargo, la profundidad de su interés parecería expresarse, si
comprendo bien el argumento de Neer, mediante la determinación de Poussin
de mantenerse firmemente comprometido con una condena moral ortodoxa a la
idolatría en todas sus formas y, al mismo tiempo, leal a las afirmaciones más po­
derosas de las artes visuales, como se expresan en la escultura clásica. Esto podría
articularse como una paradoja: ¿Cómo un pintor respalda la iconoclasia y conde­
na la idolatría al tiempo que hace uso de todos los recursos visuales gráficos de
una cultura absolutamente pagana e idólatra?

21
Véase W. Robertson Smith, The Religion of the Semites: The Fundamental Institutions [1889], Nueva York,
Schoken, 1972, p. 93: “En la religión semítica, la relación entre los dioses y lugares particulares […] nor­
malmente se expresa con el título Baal”.
22
Burke está hablando, por supuesto, de los ídolos de los indígenas estadounidenses en este pasaje. Edmund
Burke, A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful, 1757, James T. Boulton
(ed.), South Bend, University of Notre Dame Press, 1968, p. 59. Véase mi análisis en “Eye and Ear: Edmund
Burke and the Politics of Sensibility,” en Iconology, op. cit., capítulo 5, p. 130.
23
Emmanuel Kant, Crítica del juicio, J. H. Bernard (trad.), Nueva York, Hafner Publishing, 1951, p. 115.

22
Idolatría: Nietzsche, Blake y Poussin

Neer aborda el problema de Poussin no sólo como el caso de un artista indi­


vidual, sino como el problema central de la historia del arte como disciplina. Como
observa, la erudición de Poussin lo ha convertido en “el más culto de los pintores”,
suponiendo que “conocer la fuente literaria de una pintura es conocer su aspecto
esencial […] Da la impresión de que ha estudiado más en la biblioteca que en el
museo”.24 Cuando los académicos rompen con este modo de interpretación domi­
nado por el texto para identificar las “fuentes visuales”, la conclusión suele ser que
las numerosas referencias de Poussin a imágenes clásicas “carecen, estrictamente,
de sentido”. Esta “bifurcación” de Poussin en los campos de la palabra y la imagen
“es, de hecho, ejemplar”. De acuerdo con Neer, “es, en tanto origen, lo que sepa­
ra a ‘las dos historias del arte’, el museo y la academia; el estudio de Poussin es el
grano de arena en el que puede verse todo un mundo disciplinario”.25 Es como si
el parangón de palabra e imagen, que el segundo mandamiento introdujo, hubie­
ra penetrado en el corazón mismo de la disciplina que supuestamente se dedica a
las artes visuales, confrontándola con una versión del dilema de Poussin: ¿Cómo
ocuparse del significado de una imagen sin reducirla a la mera sombra de su fuen­
te textual? ¿Cómo mantenerse fiel a la afirmación de la imagen sin volverse un
idólatra y descender al abismo del sinsentido?
Quisiera proponer una tercera alternativa a la división de Neer de los recursos
de la historia del arte en la “biblioteca” y el “museo”. La alternativa, como era de
esperarse, es el mundo y la esfera más amplia de cultura verbal y visual en la que
las pinturas, como cualquier otra obra de arte, inevitablemente funcionan, tal vez
no sólo como lo que Neer llama “evidencia útil en […] una historia cultural”,
sino también como eventos e intervenciones en esa historia.26 Pero me estoy adelan­
tando un poco.
Dos de los casos más famosos en los que Poussin trata el tema de la idolatría
son La adoración del becerro de oro (1633-1636), actualmente en la Galería Nacional
de Londres y La plaga en Ashdod (1630-1631), actualmente en el Louvre. Juntos,
estos cuadros ofrecen un panorama de los temas fundamentales de la idolatría y
la iconoclasia. El becerro muestra el momento de ritual y celebración idólatras en
el que los israelitas danzan alrededor del becerro mientras el artista, Aarón, apun­
ta hacia él invitando a sus compatriotas (y a los espectadores del cuadro) a con­
templar su creación. En la oscuridad del fondo, del lado izquierdo, vemos a
24
R. Neer, op. cit., p. 297.
25
Ibid., p. 298.
26
Ibid., p. 299.

23
W.J.T. Mitchell

Moisés descendiendo del Monte Sinaí, preparado para destruir las tablas de piedra
de la ley con furia por el terrible pecado de los israelitas. En Ashdod, en contraste,
vemos el horrible castigo por haber cometido idolatría —los filisteos, aterroriza­
dos, se dan cuenta de que han sido azotados por la plaga—. En la oscuridad del
fondo, del lado izquierdo, vemos el ídolo caído de Dagón, con la cabeza y las
manos cortadas y detrás de él el Arca de la Alianza (que los filisteos han tomado
como trofeo después de derrotar a los israelitas en una batalla). En la historia de
la plaga (1 Samuel 5:1-7), los filisteos llevan el Arca al Templo de Dagón, donde,
en la noche, mágicamente, derrumba la estatua del dios filisteo y la mutila.
Neer arguye convincentemente que, desde el punto de vista de Poussin y, por
ende, desde la perspectiva disciplinaria dominante de la historia del arte, el tema
principal de Ashdod no es la escena en primer plano de la plaga, sino la anécdota al
fondo: el Arca que destruye el ídolo. La evidencia que utiliza es el testimonio
contemporáneo de Joachim Sandrart, además del título de Poussin del cuadro, El
milagro del Arca en el templo de Dagón. Este argumento, que depende de evidencia
verbal, contradice directamente lo que Neer llama el “protagonismo visual” de la
narrativa de la plaga, lo que parecería estar subvirtiendo su insistencia, en otras
partes del ensayo, en que los elementos visuales y pictóricos deberían ser primarios.27
Para Neer, sin embargo, Poussin es un pintor cuya obra está regida por signos
y citas que se refieren a un fundamento invisible e irrepresentable. Como el tema
central del Arca misma, que esconde las tablas de la ley, como el Dios escondido
en el Monte Sinaí, las pinturas de Poussin cifran un significado que sólo es eviden­
te para los conocedores, que son capaces de invertir la importancia del “protago­
nismo visual” y ver que el objeto primario del cuadro es “la invisibilidad de lo
divino”: “El milagro en el templo es el Segundo Mandamiento en acción: una
batalla entre estatua y signo que culmina en la destrucción literal de aquella”, del
cual la plaga es meramente la manifestación exterior.28 La incapacidad del espec­
tador de ver la plaga sólo como una consecuencia secundaria o una sombra alegó­
rica del acontecimiento verdadero en el cuadro se equipara, entonces, con el error
de los filisteos idólatras, quienes confunden la imagen exterior con el significado
real: “La incapacidad de los filisteos, sin imaginación, de ‘leer’ correctamente la
plaga, de bien connoistre, equivale así a sólo ver el aspecto de la plaga” en lugar de la
verdadera “perspectiva” en la que los sucesos y su representación deben entenderse.29
27
Ibid., p. 312.
28
Idem.
29
Idem.

24
Idolatría: Nietzsche, Blake y Poussin

Neer muestra, de forma convincente, que Poussin buscaba que su obra fuera
una “máquina” alegórica que generara una serie de oposiciones “rígidamente an­
titéticas” (que resultan ser también reversibles): Arca contra ídolo, imitación
contra copia, significado sobre representación, Poussin contra el “bestial” Carava­
ggio. Poussin hace todo lo posible por evitar caer en el simple acto de copiar, en
el mero naturalismo o realismo. Sentía “odio por la reproducción, que rayaba en
la mimetofobia”.30 Debe recordarnos constantemente que sus escenas son com­
puestas y están basadas en una especie de procesión de referencias a figuras clásicas.
La madre muerta con sus bebés muriendo de hambre en su pecho es, probable­
mente, una referencia al Evangelio de Mateo, que debilita irónicamente el realis­
mo de su fuente en Caravaggio. La verdad escondida del cuadro, por otro lado, es
literal; es una istoria directa, que muestra un ídolo mutilado y un Arca impasible.
Como la mayor parte de la obra de Poussin, está dominada por prácticas textuali­
zantes, si no es que por fuentes textuales, que dejan pistas y referencias sutiles de
cuadros anteriores que el observador instruido reconocerá. Así, tomar “el conjun­
to en primer plano” literalmente, no verlo como una “estructura de referencias”,
sino como “la historia que resulta estar contando”, equivale a no entender el cua­
dro.31 Este conjunto en primer plano es “la alegoría del símbolo de la narrativa”, una
frase que, como admite Neer, es “fútil de una forma que la pintura no lo es”.32
Considero que Neer nos ha dado la lectura profesional más comprensiva de
este cuadro que podríamos pedir. Como historia del arte, su interpretación es
irreprochable y, como iconología, es increíblemente sutil y hábil. Mi problema
comienza cuando lleva la teoría de Poussin a la esfera de la ética y fomenta una
lectura del cuadro como la forma moralmente responsable, incluso “devota”, de
relacionarse con él como un signo o síntoma de las intenciones de Poussin. Hay
algo sutilmente coercitivo en este acto y quiero resistirlo en el nombre del cuadro
mismo y tal vez en el nombre del “sinsentido” que académicos como Louis Marin
han propuesto. En otras palabras, quiero preguntarle a La plaga (o será El milagro)
de Ashdod lo que él quiere del espectador y no lo que Poussin quiere.33 Dado que
el cuadro ha sobrevivido a Poussin y participa en lo que Neer llama una clase de
“historia natural” (a diferencia de su significado iconológico), esto significa libe­

30
Ibid., p. 309.
31
Ibid., p. 313.
32
Ibid., p. 318.
33
Este giro de la pregunta del significado del cuadro a “lo que [el cuadro] quiere” es, por supuesto, el proce­
dimiento que he defendido en What Do Pictures Want?

25
W.J.T. Mitchell

rar al cuadro de su propio “horizonte” histórico de posibles significados y permi­


tirle volverse anacrónico.
Este puede ser el momento para admitir que mi respuesta entera a esta pintu­
ra es radicalmente anacrónica. No puedo quitar los ojos del conjunto del primer
plano. No puedo evitar ser parte de la mirada filistea que cree que esta escena está
representando una realidad humana, una catástrofe aterradora que se reproduce
en un cuadro majestuoso, estático, que es lo único que hace tolerable observarla.
Como los dibujos de William Kentridge sobre las atrocidades del apartheid, o la
traducción de Art Spiegelman del holocausto en una fábula animal, Poussin nos
muestra una escena sumamente mediada de un desastre, de un juicio iracundo
que fulmina una ciudad y a un pueblo en un acto de terror que no discrimina
entre culpables e inocentes. El centro de esta percepción es, por supuesto, la ima­
gen más prominente en la pintura, la madre muerta con sus hijos muriendo de
hambre en su pecho. Neer la ve como una referencia a San Mateo martirizado. Yo
no la puedo ver sin recordar una imagen contemporánea que llegó a la atención
del mundo al tiempo que yo escribía este texto: la imagen que surgió de Gaza,
durante la invasión israelí de enero de 2009, de “cuatro niños pequeños acurru­
cados al lado de sus madres muertas, demasiado débiles para ponerse de pie”.34
Por supuesto, hay un punto de vista desde el cual esta escena es, como la de
Poussin, simplemente una alegoría de la justicia divina en acción. Los palestinos,
como un rabino israelí prominente nos informó hace poco, son “amalecitas” que
merecen los desastres con los que un poder de abrumadora superioridad militar,
que tiene a Dios de su lado, los está castigando.35 El movimiento Hamas en Gaza
es una organización terrorista que busca la destrucción de Israel. Si ocurren cosas
terribles, como bajas de civiles, es culpa de Hamas, quienes usan, sin escrúpulos,
a civiles como “escudos humanos”. (El hecho de que los guerreros de Hamas vivan
entre y sean parientes, de sangre y por matrimonio, de mucha de la gente de Gaza
no los exime de la responsabilidad de luchar con valentía a la vista de todos, aun­
que el poder militar infinitamente superior del ejército israelí los puede masacrar.
En su lugar, se considera que están escondidos como cobardes en sus hogares,
escuelas, mezquitas, edificios de gobierno y centros comunitarios, en los que
mujeres y niños son asesinados a su alrededor.) Y si ha habido injusticias en el

34
Es difícil ignorar que Ashdod está ubicado en el pequeño territorio (de alrededor de cuarenta y cinco kiló­
metros cuadrados) entre Tel Aviv y Gaza. Durante la invasión de Gaza en enero de 2009, sufrió ataques de
cohetes de palestinos en Gaza.
35
Véase Nadav Shragal, “An Amalek in Our Times?”, Haaretz, 21 de enero de 2009.

26
Idolatría: Nietzsche, Blake y Poussin

lado israelí, serán “investigadas adecuadamente, una vez que se reciba una queja
formal, en el marco de las restricciones de las operaciones militares actuales”.36 Se
hace y hará justicia, y la ley se cumple y se cumplirá, si tan sólo somos capaces de
poner esta estremecedora imagen en perspectiva.
Nada de lo que he dicho aquí invalida la interpretación de Neer sobre las
pinturas de Poussin. Considero que tal vez refleja, para bien o para mal, lo que
Poussin pensó sobre su tema, lo que pensó que se esperaba de él y lo que su au­
diencia habría entendido.37 Mi argumento es que existe otra perspectiva, una
contraria, sobre las pinturas, una en la que un “aspecto” no es sólo una apariencia
sino que, como Wittgenstein habría afirmado, constituye los “albores” de una
nueva forma de pensar sobre el tema y su tratamiento. Este es el anacronismo que
perturba la doctrina o doxa de la obra, que cuestiona la disciplina ética y la reli­
giosidad que fomenta. Argüiría, además, que esta clase de visión anacrónica es
inevitable en el caso de las imágenes que están abiertas al mundo y a la historia
de una forma que deconstruye su legibilidad y certidumbre. En pocas palabras,
estoy del lado del abismo de Derrida y el “sinsentido” de Louis Marin en el argu­
mento de Neer y no de la sólida fe de Montaigne en un legislador invisible.
También estoy del lado de la insistencia de Foucault, en su famosa interpretación
de Las meninas, de que debemos “fingir que no sabemos” quiénes son los persona­
jes en el cuadro. Debemos renunciar a la comodidad del “nombre propio” y las
referencias ilustradas y limitarnos al “hecho visible” descrito en “un lenguaje gris
y anónimo” que ayudará a que, “poco a poco”, el cuadro “revele su explicación”.38

36
Alan Cowell, “Gaza Children Found with Mothers’ Corpses”, The New York Times, 8 de enero de 2009.
37
En una exposición más completa, exploraría la relación entre el historicismo dogmático de la historia del
arte, su presunción de un “horizonte de significado” apropiado y los problemas, estrechamente vinculados,
del anacronismo y el intencionalismo. Richard Wolheim está entre los defensores más prominentes de una
interpretación psicológica estrictamente histórica del significado pictórico, el cual, en su opinión “siempre
está basado en el estado mental del artista y la forma en que éste influye en su forma de trabajar, además de
la experiencia que el producto de su trabajo produce en la mente de un espectador apropiadamente infor­
mado y sensible”, Painting as an Art, Princeton, Princeton University Press, 1987, p. 188. Véase mi ensayo
“The Future of the Image” para un análisis de la inevitabilidad del anacronismo y el significado no inten­
cional en los cuadros, en Culture, Theory, and Critique, vol. 50, núms. 2-3, 2009, pp. 133-144; también
Georges Didi-Huberman, “The History of Art Within the Limits of Its Simple Practice” en Confronting
Images: Questioning the Limits of a Certain History of Art, John Goodman (trad.), University Park, Pennsylvania
State University Press, 2005, pp. 12-52: “El anacronismo no es, en la historia, algo que debe proscribirse
absolutamente —al final, no es más que una fantasía o un ideal de equivalencia— sino algo que debe nego­
ciarse, debatirse y tal vez incluso convertirse en una ventaja”, p. 41. Debemos notar también que cuando
Wollheim se pregunta “¿Dónde he visto esta cara antes?” en Rinaldo y Armida de Poussin, su respuesta es
—quién lo iba a decir— ¡Courbet! Véase Painting as an Art, p. 195.
38
Véase Michel Foucault, The Order of Things [Las palabras y las cosas], Nueva York, Pantheon 1994, p. 10 y mi
análisis en Picture Theory: Essays on Verbal and Visual Representation, Chicago, University of Chicago Press, 1994.

27
W.J.T. Mitchell

¿Qué sucede si seguimos este procedimiento con El becerro de oro? ¿Qué signi­
ficaría ver este cuadro a través de los ojos de Blake y Nietzsche? ¿No amenaza este
cuadro con ser una transvaluación del ídolo que supuestamente está condenando?
¿Podría la obra de Poussin, sin que él lo supiera del todo, estar haciendo sonar el
ídolo con un martillo, un diapasón o, más precisamente, un pincel? El becerro está
pintado y esculpido de forma gloriosa; es una maravilla y la danza festiva a su
alrededor es una celebración de placer pagano.39 Sin embargo, arriba, en las nubes
oscuras, está el patriarca enfurecido, rompiendo las tablas de la ley. El aguafiestas
devoto de Nietzsche y el Nobodaddy de Blake convergen en el Moisés de Poussin.
Desde luego, todo esto es incorrecto en tanto que historia del arte. Como ico­
nología o antropología, sin embargo, podría producir algo de tracción. Durkheim
habría reconocido instantáneamente al becerro como un animal tótem y rechaza­
do la categoría del ídolo por ser una ficción ideológica. Es importante notar que
el totemismo y el fetichismo tienen un papel distinguido en disciplinas como la
antropología y el psicoanálisis. La idolatría, como una noción polémica aún po­
tente, rara vez se ha utilizado de forma técnica en una ciencia humana.
Consideremos, entonces, el becerro de Poussin como una imagen totémica, una
figura de la proyección autoconsciente de una comunidad en un símbolo común
(los tótems generalmente eran imágenes de plantas o animales). Veámoslo a través
de los ojos de Durkheim, Nietzsche y Blake, como el intento de Poussin de “ha­
cer sonar” el ídolo con su pincel, en lugar de destruirlo. Es importante que (en la
historia) los israelitas han pedido este becerro. Exigieron que Aarón, el artista re­
sidente, hiciera un ídolo para “ir delante de ellos” como un símbolo de su identi­
dad tribal. “Dios es la sociedad” es la famosa formulación de Durkheim del
concepto.40 De hecho podría pensarse en él como una especie de emblema demo­
crático, al menos en parte, puesto que parece haber sido una imagen fortuita,
producto de la suerte, que surgió del fuego. Como Aarón le dice a Moisés: “Eché
el oro en el fuego y salió este becerro” (Éxodo 32:24).

39
Los israelitas que bailan alrededor del becerro de oro, como los palestinos aterrorizados ante la plaga, se re­
presentan como figuras clásicas —como griegos, en otras palabras—. Resulta, de hecho, que la investigación
arqueológica contemporánea sugiere que los filisteos eran micénicos que migraron de Grecia a Palestina.
Este hecho da a la dimensión histórica del cuadro de Poussin una precisión insólita con respecto a conoci­
mientos históricos modernos que no pudo haber tenido. Agradezco a Richard Neer por este dato.
40
Émile Durkheim, The Elementary Forms of Religious Life [Las formas elementales de la vida religiosa], Karen Fields
(trad.), Nueva York, The Free Press, 1995. El tótem “expresa y simboliza dos clases distintas de cosas.
Desde un punto de vista, es la forma exterior y visible de lo que he llamado el principio totémico o dios;
desde otro, es también el símbolo de una sociedad particular, llamada clan […] Dios y la sociedad son una
y la misma cosa”, p. 208.

28
Idolatría: Nietzsche, Blake y Poussin

¿Qué pasaría si fuera Zaratustra quien estuviera en la cima de la montaña,


destruyendo la ley y uniéndose a la diversión? ¿Qué pasaría si las nubes oscuras
fueran el Nobodaddy de Blake, “echándose pedos, eructando y tosiendo” en su
cueva en la cima de la montaña? ¿Sería posible que Poussin fuera (como el Mil-
ton de Blake) un verdadero pintor-poeta y que estuviera del lado del diablo sin
saberlo?

29
Aniconismo, iconoclasia y pro iconismo
La veneración de imágenes en el judaísmo, el islam
y el cristianismo oriental desde la perspectiva de Abū Qurrah

Luis Xavier López Farjeat*

Alrededor del año 724 el patriarca Germano I de Constantinopla, iconoclasta,


envió una carta a uno de los obispos de Asia Menor, Tomás de Claudiópolis,
también iconoclasta, en donde se refiere a los judíos y a los musulmanes como
“veneradores de ídolos”. Germano I reprocha a los musulmanes (los sarracenos)
su adoración a la Piedra Negra (al-hayar-ul-Aswad), ubicada en la esquina orien­
tal de la Kaaba, en La Meca.1 Curiosamente, pocos años antes, molesto con la
proliferación de imágenes cristianas, el califa omeya Yazid II había promulgado
un edicto en el que prohibía la presencia de imágenes cristianas en los territorios
bajo dominio musulmán. Por su parte, en 726 León III promulgó un edicto ico­
noclasta en Bizancio. Teófanes, el Confesor, un teólogo bizantino, registra en sus
Crónicas que Yazid II fue persuadido por un mago judío para que destruyera las
imágenes de las iglesias.2 Un cristiano sirio, acusado por los musulmanes de apos­
tasía, había huido hacia Constantinopla y habría informado a León III acerca del
edicto de Yazid II. Todo indica, por lo tanto, que el edicto de Yazid II fue moti­
vado por un judío aniconista y que, a su vez, la iconoclasia islámica de Yazid II
pudo haber inspirado, en parte, la iconoclasia bizantina de León III. El caso es que

* Luis Xavier López Farjeat (doctor por la Universidad de Navarra) es profesor-investigador de tiempo com­
pleto de filosofía árabe-islámica en la Universidad Panamericana (México). Coeditó el Routledge Companion
to Islamic Philosophy (2016).
1
Circulan distintas versiones sobre el origen de la Piedra Negra. Se dice que fue una piedra blanca pero se
oscureció al absorber los pecados de la humanidad. Habría sido colocada en la Kaaba —un sitio construido
por Abraham según la tradición islámica— por el propio profeta Muhammad hacia el año 605. Por su
vínculo con el profeta, los musulmanes se acercan a besarla durante su visita a la Meca.
2
Véase A.A. Vasiliev, “The Iconoclast Edict of the Caliph Yazid II, a.D. 721”, Dumbarton Oaks Papers, núms.
9-10, 1956, pp. 23-47; G.R.D. King, “Islam, Iconoclasm, and the Declaration of a Doctrine”, Bulletin of
the School of Oriental and African Studies , vol. 48, núm. 2, 1985, pp. 267-277.

31
Luis Xavier López Farjeat

a partir del año 726 y hasta el 787, fecha del Concilio de Nicea II, la destrucción
de imágenes religiosas fue una práctica común.
Los conflictos relacionados con las imágenes no terminan con el Concilio de
Nicea II. Fuera de los confines de Bizancio, en tierras islámicas, los cristianos
orientales siguieron defendiendo la veneración de imágenes ante las críticas de los
judíos y los musulmanes. En este contexto, Abū Qurrah (750-823), un teólogo
melquita, obispo de Harran de 795 a 812, redactó un tratado sobre la veneración
de los iconos. Dicho tratado resulta particularmente útil para conocer los argu­
mentos a favor de la veneración de imágenes fuera de Bizancio, en un entorno
islamizado. Además, en dicho tratado Abū Qurrah expone las críticas de judíos y
musulmanes en contra de los cristianos, y formula los argumentos que justifican
una práctica considerada entre los cristianos orientales una parte integral de su
espiritualidad. En lo que sigue, primero esbozaré brevemente lo que judaísmo,
islam y cristianismo sostienen sobre el uso y la veneración de imágenes, con la
finalidad de introducir el modo en que se suscitó la controversia iconoclasta en
Bizancio y contrastarla, en un segundo momento, con la iconoclasia en tierras
islámicas. Introduciré además el tratado de Abū Qurrah para presentar y revisar
sus argumentos más importantes a favor de la veneración de imágenes, y apuntar
algunos aspectos relacionados con la espiritualidad cristiana oriental. Finalmente,
discutiré las repercusiones teológicas y políticas del tratado de Abū Qurrah en el
contexto islámico.

Antecedentes y desarrollo de la controversia


iconoclasta en Bizancio
Los tres monoteísmos —judaísmo, cristianismo e islam— han debatido históri­
camente la pertinencia de fabricar y venerar imágenes. Judaísmo e islam suelen
ser consideradas tradiciones anicónicas: las dos evitan el uso de imágenes figura­
tivas y rechazan cualquier representación de lo divino; en ambas existen prohibi­
ciones inferidas o de la literatura fundacional o de la tradición jurídico-teológica;
las dos coinciden en la supremacía de la palabra sobre la imagen, de la escritura
sobre la representación figurativa; ambas, además, condenan la idolatría. En la
Biblia podemos encontrar pasajes en los que explícitamente se prohíbe la confec­
ción de imágenes y esculturas. En Éxodo 20: 4-5 se lee: “No te harás esculturas
ni imagen alguna de lo que hay en lo alto de los cielos, ni de lo que hay abajo
sobre la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás
ante ellas, y no las servirás, porque yo soy Yahvé, tu Dios, un Dios celoso, que

32
Aniconismo, iconoclasia y pro iconismo

castiga en los hijos las iniquidades de los padres hasta la tercera y cuarta generación
de los que me odian”. Un pasaje similar es Deuteronomio 5: 7-8: “No te harás
imagen de escultura, ni figura alguna de cuanto hay arriba, en los cielos, ni abajo,
sobre la tierra, ni de cuanto hay en las aguas, debajo de la tierra. No las adorarás
ni les darás culto”. Éxodo 32, la conocida escena del becerro de oro, es sin duda,
uno de los pasajes más representativos en lo que respecta al uso de imágenes,
además de que ahí se condena la idolatría.
En contraste con los pasajes bíblicos recién citados, en el Corán no hay una
prohibición expresa del uso de imágenes. Sin embargo, la tradición jurídico-
teológica interpretó que un artista no debía competir con el único Dios-Creador,
que no podía reducirse la imagen de Allāh a la naturaleza creada y que venerarlo
a través de imágenes sería considerado un acto idólatra. Por estas razones, la ar­
quitectura, las artes ornamentales —la alfarería, la tapicería, la jardinería inclu­
so— y la caligrafía, sustituyeron a las artes figurativas.3 Los artistas musulmanes
optaron por artes en las que predominan la luz y el espacio, los colores y las tex­
turas, la forma y el trazo. Representar la creación o utilizar imágenes para expre­
sar la grandeza de Dios es algo reprobable. En Corán 6: 74 Abraham reprocha a
su padre Azar que haga pasar unos ídolos por divinidades: “¿Tomas a unos ídolos
por divinidades? En verdad que te veo a ti y a los tuyos en un claro extravío”. En
los hadices la condena hacia el uso de imágenes está más presente que en el Corán.
En la edición de al-Bujārī4 se leen varios hadices sobre el tema. Por ejemplo en el
hadiz 271 se dice que el profeta afirmó que quienes decoran mezquitas y templos
con imágenes, serán las peores creaturas el Día de la Resurrección.
En el hadiz 1045 se habla de un fabricante de imágenes condenado por ‘Ab­
dullah ibn Abbās: “Quien hace estas imágenes será castigado por Dios hasta que
les dé vida, algo que no podrá hacer nunca”. Y añade: “Si insistes en hacer imá­
genes te aconsejo que hagas cosas como este árbol, objetos inanimados”. En el
hadiz 1047 se dice que se oyó al profeta prohibir el comercio de licores, la carro­
ña, cerdos y estatuas (ídolos); en el 1068 se menciona que Abū Talha habría es­
cuchado al profeta decir “Los ángeles no entran en una casa que contiene perros o
imágenes”. En el hadiz 1732 se cuenta el relato de Al-Judrī según el cual unas
3
Una interesante aproximación al tema de las artes representativas en el islam se encuentra en M. Sadria,
“Figural Representation in Islamic Art”, Middle Eastern Studies, vol. 20, núm. 4, 1984, pp. 99-104.
4
Cito la versión en español de A. Quevedo, Isa (trad.), Sahīh al-Buhārī del Imam Muhammad ibn Isma‘īl al-
Mugīra al-Bujārī, Buenos Aires, Oficina de Cultura y Difusión Islámica, 2003 (versión resumida); también
puede revisarse la versión bilingüe de M. Mahdi (trad.), Summarized Sahīh al-Bukhāri, Riyadh, Dar-us-Salam,
Publications, 1994.

33
Luis Xavier López Farjeat

personas preguntaron al profeta si verían a Dios el Día de la Resurrección. El


profeta respondió conforme a lo dicho en el hadiz de la prosternación (463): “En
el Día de la Resurrección se reunirá a la gente y se dirá: ‘Quien adoraba algo que
lo siga adorando’. Algunos seguirán al sol; otros seguirán a la luna; otros seguirán
a otras deidades y quedará sólo esta nación incluyendo a los hipócritas que en ella
hay”. En el hadiz 1732 se retoma esta sentencia y se añade que quienes adoran
ídolos y estatuas en vez de adorar a Dios irán al infierno; caerán al fuego los judíos
por adorar a Esdras, y los cristianos por adorar al “Mesías hijo de Dios”. Esta clase
de hadices refuerzan la prohibición del uso de imágenes en la tradición islámica.
Aunque se asume que en el cristianismo las imágenes son algo común, no fue
siempre así. Las evidencias arqueológicas indican, al menos hasta ahora, que su
uso no era habitual en los orígenes del cristianismo. Al parecer, la iconografía más
temprana es de finales del siglo ii y principios del siglo iii y conocemos documen­
tos del siglo iv en los que, al menos por parte de la Iglesia, se manifiesta una ac­
titud más bien hostil hacia las imágenes.5 Si bien los emperadores cristianos habían
consentido su uso haciendo de éstas símbolos del Imperio Bizantino, en el Con­
cilium Eliberritanum o Concilio de Elvira, llevado a cabo al sur de España aproxi­
madamente entre los años 305 y 312, se prohibieron las imágenes en las iglesias.6
Se intentaba con ello prevenir la idolatría. No obstante, la preocupación específi­
ca en aquel sínodo era la “veneración” de imágenes. Eso quiere decir que no había
propiamente un pronunciamiento contra el uso decorativo de las imágenes, sino
contra quienes las convertían en objetos de veneración. En las catacumbas de los
primeros cristianos e incluso en varias iglesias puede constatarse el uso de pintu­
ras murales y símbolos distintivos aparentemente con motivos decorativos (aun­
que a ciencia cierta no se sabe si los primeros cristianos de alguna forma veneraban
aquellas imágenes). El mundo cristiano, en este sentido, comenzó a familiarizar­
se desde muy temprano con las representaciones figurativas. Sin embargo, también
es cierto que contamos con evidencia textual en donde se objeta recurrentemente
el uso de dichas representaciones. El Concilio de Elvira no es un caso aislado.
Encontramos, por ejemplo, en la Historia de la Iglesia de Eusebio de Cesárea un

5
Véanse A. Grabar, La iconoclastia bizantina, A. López Álvarez (trad.), Madrid, Akal, 1998, pp. 15-20; R.M.
Jensen, Understanding Early Christian Art, Londres y Nueva York, Routledge, 2000, p. 9; también puede
consultarse una breve introducción sobre el uso de imágenes en el cristianismo en el capítulo segundo del
magnífico trabajo de A. Giakalis, Images of the Divine. The Theology of Icons at the Seventh Ecumenical Council,
Leiden, Brill, 2005, pp. 22-50.
6
Véase R. Grigg, “Aniconic Worship and the Apologetic Tradition: A Note on Canon 36 of the Council of
Elvira, Church History, vol. 45, núm. 4, 1976, pp. 428-433.

34
Aniconismo, iconoclasia y pro iconismo

pasaje en donde se describe el uso de imágenes como algo extraño al cristianismo


y una costumbre más bien pagana:

Efectivamente, sobre una piedra alta, delante de las puertas de su casa, se alza una estatua de
mujer, en bronce, con una rodilla doblada y con las manos tendidas hacia delante como una
suplicante; y enfrente de ésta, otra del mismo material, efigie de un hombre en pie, revestido
pulcramente con un manto y tendiendo su mano hacia la mujer; a sus pies, sobre la misma
estela, brota una extraña especie de planta, que sube hasta la orla de la mano de bronce y re­
sulta un antídoto contra toda clase de enfermedades.
Esta estatua dicen que reproducía la imagen de Jesús. Se conservaba hasta nuestros días,
como lo hemos comprobado de vista nosotros mismos, de paso en aquella ciudad.
Y no es extraño que hayan hecho esto aquellos paganos de otro tiempo que recibieron algún
beneficio de nuestro Salvador, cuando hemos indagado que se conservan pintadas en cuadros
las imágenes de sus apóstoles Pablo y Pedro, e incluso del mismo Cristo, cosa natural, pues los
antiguos tenían por costumbre honrarlos de este modo, llanamente, como a salvadores, según
el uso pagano vigente entre ellos.7

¿Cómo pudo pasarse de las pinturas murales y las decoraciones tímidas y sobrias de
las catacumbas a la magnificente iconografía bizantina? La fundación de Constan­
tinopla en 330 es indiscutiblemente relevante para comprender el desarrollo de la
iconografía cristiana. Antes, en el año 313 Constantino había promulgado el Edic­
to de Milán mediante el cual se legalizó el cristianismo. Constantino había vencido
a Licinio en el año 324 y se estableció en Constantinopla; convocó además al Con­
cilio de Nicea I en 325 con la intención de dar unidad al cristianismo. En poco
tiempo Bizancio se convirtió en un centro de cultura en donde además, por motivos
principalmente políticos, comenzó a ser común la producción de imágenes en las
que se representaba a Cristo o a algunas otras figuras del cristianismo, así como
escenas relacionadas con la narrativa cristiana. Las imágenes se volvieron rápida­
mente objetos de culto y catequesis. La imagen facilitaba la educación religiosa de
las personas que no contaban con la preparación suficiente como para comprender
en profundidad los dogmas cristianos. Por eso, fue cada vez más frecuente que en
las iglesias se utilizaran iconos, mosaicos, frescos, que paulatinamente se fueron
integrando a la liturgia o incluso a la vida privada como objetos de culto.
Por un buen tiempo, la discusión acerca de las imágenes fue poco relevante en
el seno de la tradición cristiana. Se sabe que en el Concilio Quinisexto (692) con­
vocado por el emperador Justiniano II, se prohibieron las imágenes del Cordero
7
Eusebio de Cesárea, Historia Eclesiástica, vol. VII, 18, pp. 2-4, A. Velasco Delgado (trad.), Madrid, bac, 2008.

35
Luis Xavier López Farjeat

para simbolizar a Cristo y se aprobó, en cambio, el uso de la imagen del propio


Cristo en las monedas justinianas.8 La Iglesia Católica Romana, sin embargo, no
reconoce este concilio. Nótese, empero, cómo el hecho que facilitaría la propa­
gación de imágenes cristianas, principalmente durante los siglos vi y vii, era la
naturalidad con la que los emperadores se valían de ellas como un recurso propa­
gandístico utilizado para asentar el carácter cristiano del Imperio Bizantino. En
este escenario, la Iglesia comenzaba a dividirse: había quienes aceptaban las imá­
genes, como ya decía, como un recurso para facilitar la catequesis; había, por otra
parte, quienes las rechazaban por considerarlas objetos idolátricos. Es posible que
el hecho de que el Imperio facilitara la propagación de imágenes religiosas en el
espacio público sorprendiera a la Iglesia que, ocupada en discutir asuntos cristo­
lógicos y trinitarios de alta complejidad, así como aspectos relacionados con la
organización interna de la institución, hasta entonces había discutido poco el
problema de las imágenes de culto. El Concilio de Elvira había sido la excepción.
La oficialización del “arte cristiano”, principalmente de los iconos bizantinos,
motivó finalmente un cambio de actitud por parte de la Iglesia y tarde o tempra­
no también de los propios emperadores: la veneración de las imágenes se volvería
un tema preocupante y sujeto a revisión.
Si bien los primeros cristianos, como ya veíamos, asociaban la veneración de
imágenes a una costumbre pagana, para el siglo vii parecía una práctica oficial­
mente aceptada. No obstante, ya se oponían a ella algunos obispos —Teodoro de
Éfeso, Tomás de Claudiópolis y Constantino de Nacolia, entre los años 721 y
725—,9 y también algunos gobernantes —precisamente el califa omeya Yazid II
(721-724) y sobre todo León III—. Tras la erupción de un volcán en la isla San­
torini, en el mar Egeo, en 726 la actitud del emperador León III se tornó hostil
hacia las imágenes al creer que la catástrofe respondía al enfado de Dios a causa
de la idolatría de quienes veneraban imágenes. Entonces prohibió el culto públi­
co a las imágenes y encomendó su destrucción.10 El papa de Roma, Gregorio II,
se opuso a estas medidas. No obstante, la quema y destrucción de imágenes en
Constantinopla fue imparable. Gregorio III, el sucesor romano de Gregorio II,
excomulgó a los iconoclastas. Sin embargo, tras la muerte de León III en 741, su
8
Véanse J. Elsner, “Iconoclasm as Discourse: From Antiquity to Byzantium”, The Art Bulletin, vol. 94, núm.
3, 2012, pp. 368-394; M. Humphreys, “The ‘War of Images’ Revisited. Justinian II’s Coinage Reform and
the Caliphate”, The Numismatic Chronicle (1966-), núm. 173, 2013, pp. 229-244.
9
Véase A. Grabar, op. cit., pp. 107-127.
10
Para una explicación detallada de la iconoclasia de León III, véase J. Atkinson, “Leo III and Iconoclasm”, A
Journal of Social and Political Theory, núm. 41, 1973, pp. 51-62.

36
Aniconismo, iconoclasia y pro iconismo

sucesor Constantino V convocó en 754 al Concilio de Hieria, también conocido


como el Concilio iconoclasta, en donde la Iglesia de Oriente determinó que la
veneración de iconos era una práctica contraria a la tradición cristiana. En conse­
cuencia, el culto a las imágenes sería penalizado por las leyes del Imperio. La
persecución iconoclasta fue suspendida por León IV, hijo de Constantino V, en el
año 775. Irene, la mujer de León, lo sucedió en representación de su hijo Cons­
tantino VI, quien apenas tenía dieciséis años, demasiado joven para tomar las
riendas del gobierno. Irene era partidaria de la veneración de imágenes y logró
persuadir al entonces patriarca de Constantinopla, Pablo IV, para que se retrac­
tara de haber respaldado la iconoclasia. En 786, durante al papado de Adriano I,
Irene convocó a un nuevo Concilio en el que se condenaría la iconoclasia y se re­
gularía la veneración de las imágenes. En el 787 se llevó a cabo el Concilio de
Nicea II, en donde se estableció que las imágenes podían ser expuestas en las
iglesias e incluso en las casas y en los lugares públicos dispuestos para la oración.
Las imágenes se consideraron entonces “representaciones” de Cristo o de la Virgen:
“[Permítase] que las imágenes sean veneradas revestidas con el incienso y las velas,
como lo estableció la antigua costumbre piadosa. La veneración hacia una imagen
se transporta hacia el modelo y, por lo tanto, quien venera una imagen, venera a
la persona representada en ella”.11
Una imagen es una simple representación, un modelo, que sirve para reme­
morar y hacer de nuevo presente a la persona representada —sea Cristo, la Virgen
o algún santo—. A esta postura se le denominó “iconodulia”. Nicea II estableció
precisamente las bases teológicas del uso de imágenes así como su restricción. Lo
aceptaron católicos, ortodoxos, armenios, jacobitas, coptos y abisinios, que rápi­
damente llenaron sus templos de iconos. Sin embargo, las tendencias iconoclastas
no cesaron: León V (813-820) restableció los edictos iconoclastas.12 La iconoclasia
se mantuvo hasta la muerte del emperador Teófilo en el año 842. Su sucesor era
Miguel III, de tan sólo tres años; entonces Teodora, la esposa de Teófilo, convocó
en el primer domingo de la Cuaresma de 843 a un nuevo sínodo para restablecer
los criterios de Nicea II: las imágenes hacen que en cierto modo la persona repre­
sentada se haga presente; en consecuencia, es válido venerar un icono; en otras
palabras, el icono es un medio para venerar a la persona de Cristo, pero no se ve­
nera la imagen por sí misma sino por lo que es capaz de evocar.
11
Concilio de Nicea II, Actio VII, pp. 302-303, en H. Denzinger, Enchiridion symbolorum definitionum et decla-
rationum de rebus fidei et morum, Friburgo, Herder, 1911, p. 138 (versión griega y latina).
12
Véase J. Elsner, op. cit., pp. 376-378.

37
Luis Xavier López Farjeat

La iconoclasia en tierras islámicas


La mayor parte de los historiadores ponen especial atención en la controversia
iconoclasta tal como se suscitó en Constantinopla. Vale la pena explorar, sin em­
bargo, si el aniconismo islámico y la hostilidad de los musulmanes hacia el uso
de imágenes entre los cristianos repercutieron de alguna forma en la controversia
bizantina. Se sabe, por ejemplo, que los judíos y los musulmanes fueron su­
mamente críticos con la actitud de los cristianos. Los debates más conocidos al
respecto no se produjeron al interior de Bizancio sino en sus alrededores. Recuér­
dese que para mediados del siglo viii los territorios aledaños a Constantinopla
ya habían sido islamizados. Poco antes de la controversia iconoclasta, León III ya
había resistido el sitio de Constantinopla (717-718) por parte de los omeyas. Más
tarde, como se sabe, Bizancio resistiría otros ataques durante las Cruzadas, hasta
su caída en 1453 a manos de los otomanos. Pero aquí me referiré solamente a la
situación de los cristianos orientales en tierras islámicas en medio de la contro­
versia iconoclasta, sobre todo, a quienes formularon respuestas teológicas entre
los siglos viii y ix. ¿Qué sucedía fuera de Constantinopla, más allá de Bizancio,
es decir, en Armenia, Irak, Siria, Jordania, Líbano, Palestina, Egipto? ¿Qué su­cedía
con las comunidades cristianas que estaban ahora bajo el dominio de un gobierno
islámico? En aquellos territorios había comunidades armenias, nestorianas, caldeas,
jacobitas, maronitas, coptas. Con la presencia musulmana, los cristianos comen­
zaron a ser una minoría. Aquellos sectores cristianos utilizaban otras lenguas como
el copto, el griego, el armenio, el siríaco y paulatinamente comenzaron a aprender
la lengua oficial de los musulmanes, a saber, el árabe.
Se ha discutido si la iconoclasia cristiana se habría inspirado en las actitudes
críticas e incluso violentas de los judíos y los musulmanes en contra de las imá­
genes.13 No obstante, todo indica que la iconoclasia bizantina no recibió ninguna
influencia teórica o doctrinal por parte de sectores islámicos, aunque sí podría
sospecharse que la actitud de León III responde a una especie de inercia en esa
zona geográfica. En este último sentido, creo que puede admitirse, tal como lo
hace Patricia Crone, que el islam dio a Bizancio el contexto propicio para que
emergieran las tendencias iconoclastas.14 Mencioné ya a Yazid II, el califa omeya
que en 721 había promulgado un edicto mediante el cual había mandado destruir

13
Véase G.E. Grunebaum, “Byzantine Iconoclasm and the Influence of the Islamic Environment”, History of
Religions, vol. 2, núm. 1, 1962, pp. 1-10.
14
P. Crone, “Islam, Judeo-Christianity and Byzantine Iconoclasm”,   Jerusalem Studies in Arabic and Islam, núm.
2, 1980, pp. 59-95.

38
Aniconismo, iconoclasia y pro iconismo

todas las imágenes y estatuas en sitios como Egipto y Palestina. Posiblemente este
hecho, aunado a las críticas hacia los cristianos por parte de los sectores judíos,
pudo haber motivado hasta cierto punto las actitudes iconoclastas entre los cris­
tianos. No obstante, como también he mostrado, es cierto que en el cristianismo
antiguo, mucho antes del islam, ya existían posturas críticas contra el uso de
imágenes que permiten ver cómo desde muy temprano hubo en el cristianismo
tensiones entre sectores pro icónicos y antiicónicos. Las teologías pro icónicas se
originan precisamente en un contexto en donde se busca responder a las objecio­
nes judías e islámicas. En este sentido, es valioso revisar algunos de los argumen­
tos esgrimidos por pensadores representativos de aquella postura, con la intención
de mostrar cómo la teología pro icónica se fortalece principalmente por su forma
de responder a sus críticos. Me concentraré sólo en dos teólogos orientales, Juan
Damasceno (655-750) y Teodoro Abū Qurrah (755-825), ya que ambos redacta­
ron tratados sobre el tema. Me ocuparé principalmente del segundo de estos
personajes por tres motivos: a) porque Abū Qurrah retoma varios de los argumen­
tos de Juan Damasceno y, en este sentido, es una fuente que permite reconocer la
recepción y desarrollo de las ideas del Damasceno, b) porque Abū Qurrah redacta
su tratado sobre la veneración de los iconos tratando de responder de manera es­
pecífica a las objeciones de los musulmanes (y también de los judíos) que en
Edesa comenzaban a reprimir a los cristianos de esa zona, de ahí que a partir de
su tratado puedan reconocerse rasgos de la situación de los cristianos que vivían
en tierras islámicas, y el modo en que defendieron sus prácticas y sus costumbres,
entre ellas la veneración de imágenes y c) porque, como ha hecho notar Sidney
Griffith, el tratado de Abū Qurrah permite descubrir cómo los cristianos que
vivían en tierras islámicas estaban poco interesados en el tipo de discusión que se
llevaba a cabo en Bizancio,15 con lo cual podemos descubrir un enfoque distinto
del problema que estamos habituados a entender desde el conflicto en Bizancio.
El antecedente de Abū Qurrah es, pues, Juan Damasceno, el reconocido teó­
logo sirio, melquita, cuyo pensamiento cobró gran relevancia tanto en el cristia­
nismo bizantino como en la Iglesia Romana. Provenía de una familia árabe y
llegó a ser funcionario en la corte de Yazid II. Todo apunta a que abandonaría su
cargo a causa de la actitud anticristiana del califa y desde entonces se trasladó al
monasterio de Mar Saba, a medio camino entre Jerusalén y el Mar Muerto, terri­

15
Griffith, S. “Theodore Abū Qurrah’s Arabic Tract on the Christian Practice of Venerating Images”, Journal
of the American Oriental Society, vol. 105, núm. 1, pp. 53-73 (en especial pp. 71-72).

39
Luis Xavier López Farjeat

torio dominado en esos tiempos por los árabes. El Damasceno fue un aguerrido
apologeta de la doctrina cristiana ante la crítica musulmana16 pero además defen­
dió activamente la veneración de las imágenes no sólo frente a Yazid II sino
también frente al propio emperador bizantino León III. En sus tres tratados
Contra quienes atacan el uso de imágenes divinas (730) argumentó, desde su puesto
como predicador de la basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén, a favor de la ico­
nodulia. El argumento central de su defensa, el mismo que adoptaría el Concilio
de Nicea II, proviene del dogma de la Encarnación: al encarnarse en la figura de
Cristo, Dios se hace visible; en consecuencia, venerar un icono es rememorar la
imagen viva de Cristo. El argumento, aunque coherente en el entorno cristiano,
era absolutamente incomprensible para los musulmanes, que encontraban en el
dogma de la Encarnación una de las herejías de los cristianos. Como aparece re­
currentemente en la teología de la Mutazi‘la, la Encarnación es incompatible con
la idea de un Dios trascendente y absolutamente otro.17 No obstante, en otro de
sus tratados, Expositio Fidei, Juan Damasceno responde a varias de las objeciones
formuladas contra los cristianos, algunas de ellas provenientes de los musulmanes.
Por ejemplo, explica cómo el dogma de la Encarnación es incomprensible si no
se entiende que en Cristo hay dos naturalezas, la divina y la humana:

el Verbo divino no fue unido a una carne ya hecha persona en sí misma, sino que habitando
en el vientre de la santa Virgen, el Verbo tomó sobre sí una carne animada con alma racional
e intelectual en la propia hipóstasis no circunscrita a partir de la sangre inocente de la Siempre
Virgen. Adquirió la primicia de la arcilla humana: el mismo Verbo de Dios se hizo una hipós­
tasis con la carne. De modo que simultáneamente es una carne, tanto carne del Verbo de Dios,
como carne animada, racional e intelectual. Por esto no decimos que sea un hombre diviniza­
do, sino un Dios hecho hombre.18

Y en otro pasaje,
16
Véase el reciente libro de P. Schadler, John of Damascus and Islam, Leiden, Brill, 2018, que incluye al final
un capítulo sobre la concepción de Juan Damasceno y Abū Qurrah del islam. Véase también D.J. Janosik,
John of Damascus. First Apologist to the Muslims. The Trinity and Christian Apologetics in the Early Islamic Period,
Oregon, Pickwick Publications, 2016.
17
Esta crítica aparece en la mayor parte de los teólogos mutazilíes. Está aunada, además, al problema de la
Encarnación que, como se verá más adelante, es el dogma desde el cual los cristianos defendieron la perti­
nencia de usar imágenes. Véanse, a manera de ejemplo, las críticas de uno de los teólogos mutazilíes más
importantes de los siglos x-xi, a saber, al-Jabbār, Critique of Christian Origins, G. Said y S. Khalil (trads.),
Utah, Brigham Young University Press, 2010 (la crítica hacia los iconos aparece en la p. 115); véase también,
al-Jabbār, “Critique of Trinitarian and Christological Doctrines”, A. Rashid (trad.)., tesis doctoral, Univer­
sidad de Edimburgo, 1986.
18
Juan Damasceno, Exposición de la fe, J.P. Torrebiarte (trad.), Madrid, Editorial Ciudad Nueva, 2003, p. 156.

40
Aniconismo, iconoclasia y pro iconismo

Desde antaño, Dios el incorpóreo y no circunscrito nunca fue representado. Sin embargo
ahora, cuando Dios es visto revestido de carne, y conversando con los hombres, genero una
imagen del Dios al que veo. No adoro por ello la materia, sino que adoro al Dios de la materia,
porque se hizo materia por mí, y se dignó a habitar en la materia, y llevó a cabo mi salvación
a través de la materia. No dejaré de honrar dicha materia que ha llevado a cabo mi salvación.19

La apología que hace Juan Damasceno del uso de imágenes es quizá la más cono­
cida en la patrística. No obstante, como ya adelantaba, no es el único teólogo que
respondió a las actitudes iconoclastas en tierras islamizadas. Aproximadamente a
principios del siglo ix Abū Qurrah también escribió un tratado acerca de la ve­
neración de los iconos.20 El tratado está dirigido a Abba Yannah, un miembro de
la Iglesia del Icono de Cristo en Edesa, en Siria, quien precisamente le había
consultado qué hacer ante las críticas y los ataques de los judíos y los musulmanes.
En el tratado se menciona que los musulmanes reprimen a los cristianos por pos­
trarse ante los iconos al considerar ese gesto un acto de idolatría y, en consecuen­
cia, como una práctica condenada tanto en la Torah como en la tradición de los
profetas. Los propios musulmanes invocaban el Antiguo Testamento para desca­
lificar la veneración de iconos. Ante la presión de los musulmanes, los cristianos
de Edesa comenzaron a evitar la veneración de iconos, pues temían la agresión de
sus vecinos. En su tratado Abū Qurrah incita a los cristianos a preservar esa prác­
tica y, para ello, formula una serie de argumentos refutativos dirigidos a judíos y
musulmanes. Sus argumentos, sin embargo, no son estrictamente originales sino
que remiten a una larga tradición de cristianos que habían defendido la veneración
de imágenes, entre ellos Juan Damasceno, de quien depende notoriamente.
Ahora bien, a pesar de que el tratado no es muy novedoso en su argumentación,
lo que resulta original es, como ha hecho notar Griffith, el modo en que se adap­
ta la discusión al árabe y a un contexto en el que una comunidad de cristianos
arabizados necesitan defender sus creencias de manera más firme.21 En efecto, Juan
Damasceno escribía en griego; Abū Qurrah hablaba siríaco, aprendió griego, pero
escribió la mayor parte de sus tratados en árabe. Interpretar una serie de argumen­
tos escritos en griego para traducirlos al árabe y transferirlos a un entorno cultural

19
Juan Damasceno, On Holy Images, M.H. Allies (trad.), Londres, Thomas Baker, 1898, pp. 16-17.
20
Véanse I. Dick, “Un continuateur arabe de saint Jean Damascène: Théodore Abuqurra, évêque melkite de
Harran”, Proche-Orient Chrétien, núm. 12, 1962, pp. 209-223: 317-332; y la continuación, núm. 13, 1963,
pp. 114-129; S. Griffith, “Reflections on the Biography of Theodore Abū Qurrah”, Parole de l’Orient, núm.
18, 1993, pp. 143-170.
21
S. Griffith, “Theodore Abū Qurrah’s Arabic Tract…”, op. cit., p. 56.

41
Luis Xavier López Farjeat

que no es el de Bizancio hace que el planteamiento de Abū Qurrah sea distinto y


permite, además, reconocer particularidades propias del cristianismo oriental, así
como el modo en que los musulmanes entendían el cristianismo arabizado. En
este panorama, las obras teológicas de Abū Qurrah son una fuente indispensable
para el estudio de las comunidades cristianas en tierras islámicas. Al mismo tiem­
po, el cristianismo de Abū Qurrah está fuertemente marcado por el entorno mu­
sulmán. Los temas que aparecen recurrentemente en sus tratados son los mismos
que inquietaban a los musulmanes, aunque también a sus demás interlocutores,
a saber, los judíos, los jacobitas, los armenios, los nestorianos: la Trinidad, la
Encarnación, la persona y las naturalezas —divina y humana— de Cristo y, por
supuesto, la veneración de las imágenes.22 Algunos de sus tratados se tradujeron
al griego e incluso circularon por Bizancio; sin embargo, Abū Qurrah fue prácti­
camente un desconocido fuera de tierras islámicas.
El tratado sobre los iconos pretende restablecer una práctica que Abū Qurrah
asume como propia de la tradición cristiana. Se trata, precisamente, de la venera­
ción de imágenes. John Arendzen publicó el tratado sobre la veneración de los
iconos en una versión bilingüe árabe-latín en 1897;23 George Graf lo tradujo al
alemán en 1910;24 Ignace Dick lo tradujo al francés en 1986;25 en 1996 apareció
la traducción italiana de Paolo Pizzo;26 Sidney Griffith publicó su traducción al
inglés en 1997.27 Aunque resulta una fuente sumamente útil para reconstruir la
historia de la veneración de imágenes en el cristianismo oriental, el tratado ha re­
cibido poca atención. Está compuesto por veinticuatro capítulos a lo largo de los
cuales Abū Qurrah explica que los cristianos no deben renunciar a la postración
ante los iconos porque eso afecta la espiritualidad cristiana; por lo tanto, es impor­
tante mostrar cuán equivocados están los extraños que han criticado esa práctica,
sobre todo quienes se conciben a sí mismos como poseedores de unas Escrituras
que habrían descendido de Dios (es decir, los musulmanes).

22
Véase por ejemplo la colección de tratados traducidos al inglés por J.C. Lamoreaux, Theodore Abū Qurrah,
Utah, Brigham Young University Press, 2005.
23
J. Arendzen, De cultu imaginem libellus a códice Arabico nun primum editus Latine versus illustratus, Bonn, Typis
Caroli Drobnig, 1897.
24
G. Graf, Die arabischen Schriften des Theodor Abu Qurrah, Bischofs von Harran, Paderborn, Ferdinand Schöningh,
1910.
25
I. Dick, Théodore Abuqurra. Traité du culte des icônes, Roma y Jounieh (Líbano), Patrimoine árabe chrétien 10,
1982.
26
P. Pizzo, Teodoro Abu Qurrah, Difesa delle icone. Trattato sulla venerazione delle immagini, Milán, Bibliothèque
Vicino Oriente, 1995.
27
S. Griffith, A Treatise of the Veneration of the Holy Icons, Lovaina, Peeters, 1997.

42
Aniconismo, iconoclasia y pro iconismo

En el capítulo tercero Abū Qurrah sostiene, frente a quienes niegan que pueda
atribuírsele a Dios la corporalidad, que tendrían que considerar que tanto el An­
tiguo Testamento como el Corán, también hablan de Dios como si tuviese cuerpo.
Frente a la objeción de los judíos, Abū Qurrah reúne quince pasajes del Pentateu­
co en los que se describe a Dios como si tuviese cuerpo. Por mencionar algunos,
en Génesis 3: 8 se dice que Dios caminaba en el jardín del Edén; en Génesis 18 se
lee que Dios visita a Abraham y come y bebe con él; en Éxodo 33: 30, Dios des­
ciende del Monte Sinaí diciendo “ningún hombre puede verme y vivir”, pero
luego conversa cara a cara con Moisés, como lo hace un hombre con su amigo; en
8: 2 el profeta Ezequiel afirma que Dios se sienta en un trono, que tiene la aparien­
cia de un hombre, y que la parte superior de su cuerpo es como lapislázuli, y la
parte inferior como fuego. Por su parte, en Corán 10: 3 se menciona que Dios está
sentado en un trono y que tiene una cara (tal como también se menciona en Corán
3: 73 y 30: 38). Las Escrituras Sagradas —el Antiguo y el Nuevo Testamento— y
también el Corán, se refieren a Dios de esta manera porque los seres humanos
necesitamos los referentes sensibles para imaginar cómo podría ser Dios; en con­
secuencia, si los propios textos sagrados se valen de lo corpóreo para referirse a Dios,
no habría inconveniente alguno en representar a Dios a través de imágenes.
Ahora bien, los argumentos del capítulo tercero se refieren sobre todo a la
validez de representar a Dios a través de imágenes, pero poco se dice acerca de la
veneración de dichas imágenes. En el capítulo séptimo Abū Qurrah admite que
en los Evangelios nada se dice sobre el tema. Argumenta, sin embargo, que se
trata de una tradición apostólica:

Muchas cosas que poseemos [los cristianos] y que son de gran importancia, las recibimos como
herencia, por derecho de sucesión, sin haber encontrado ninguna prueba en los libros del
Antiguo y Nuevo Testamento, aquellos que los apóstoles transmitieron. Las primeras [cos­
tumbres recibidas] son las
​​ palabras que pronunciamos acerca de la ofrenda y por las cuales esta
última se convierte en el cuerpo y la sangre de Cristo. Luego tenemos la liturgia del bautismo
y la crismación, la consagración de las iglesias, la imposición de manos para las ordenaciones,
el anuncio de la hora al golpear el semantron, la veneración de la cruz y más. Si uno de nosotros
acepta inclinarse ante las imágenes de los santos sólo si encuentran pruebas en los libros del
Antiguo y el Nuevo Testamento, entonces tendrá que negar todas las otras cosas que hemos
mencionado y entonces verá lo que queda del cristianismo.28
Añade, además, a esta especie de “prueba histórica” que la postración ante las
28
Abū Qurrah, Traité du culte des icônes, 7.1. Traduzco de la edición francesa de Ignace Dick, aunque también
he consultado la edición en inglés de Griffith.

43
Luis Xavier López Farjeat

imágenes fue algo que se extendió en la Iglesia al grado de que sería difícil encon­
trar una iglesia sin imágenes. Nótese cómo esta referencia es contrastante con el
pasaje de Eusebio de Cesárea referido líneas arriba en donde se menciona que, en
efecto, existían desde la antigüedad iglesias adornadas pero eso, según Eusebio de
Cesárea, se asociaba más con una práctica pagana. Véase cómo para el siglo ix la
decoración de las iglesias es algo ya asimilado como parte integral de la tradición
cristiana e incluso una costumbre que marca una distinción importante frente al
judaísmo y el islam. En el capítulo octavo, Abū Qurrah invoca, entre otros maes­
tros de la Iglesia, la autoridad del propio Eusebio de Cesárea, entre quienes dieron
testimonio de la temprana veneración de imágenes en el cristianismo. Primero,
Abū Qurrah explica que, ante la pregunta de por qué los profetas habían ordena­
do no postrarse ante las cosas hechas por los hombres, San Atanasio respondió que
los cristianos adoptaron esa práctica como una muestra de amor hacia lo represen­
tado en las imágenes y no como un acto de veneración a las cosas o a las imágenes
como tales: “Sólo manifestamos, según Atanasio, la disposición y el amor de
nuestra alma hacia las características de la imagen. Por eso quemamos la imagen
cuando las características se borran, como una pieza de madera que no tiene
valor”.29 Los judíos, añade, adoraban también las tablas de la ley, los dos queru­
bines confeccionados en oro, sin honrar la piedra y el oro en sí mismos, sino al
Señor que había mandado fabricarlos. En lo que respecta a Eusebio de Cesárea,
Abū Qurrah se refiere al libro séptimo de la Historia de la Iglesia para confirmar el
poder de algunas imágenes con efectos sanadores, imágenes de Cristo y de los
apóstoles de las que los propios paganos habían recibido favores. No obstante,
Abū Qurrah no abunda en la postura crítica de Eusebio de Cesárea y simplemen­
te la utiliza para confirmar que las imágenes fueron valoradas en el cristianismo
incluso desde tiempos de los apóstoles.
Junto con Atanasio y Eusebio de Cesárea, Gregorio el teólogo, se une al grupo
de padres de la Iglesia que atestiguaron la presencia de imágenes desde tiempos
muy tempranos. A partir de su testimonio, Abū Qurrah concluye con un argu­
mento de autoridad:

Los cristianos que se inclinan ante las imágenes sagradas pueden estar tranquilos sabiendo que
siguen a estos mismos padres en lo que concierne a la postración ante las imágenes; pero aque­
llos que tienen la cabeza dura y evitan la postración ante las imágenes, deben sentir vergüen­

29
Abū Qurrah, Traité du culte des icônes, 8.1.1.

44
Aniconismo, iconoclasia y pro iconismo

za sólo porque contradicen las enseñanzas de estos padres, algo vergonzoso que pone en
evidencia su completa alienación del cristianismo. En este hecho [que los padres aprueban la
postración ante las imágenes], tenemos un modelo con el que podemos guiar a todos los cris­
tianos hacia la postración ante las imágenes.30

El capítulo noveno abunda en el tema de la prohibición de la adoración idolátri­


ca en Éxodo 20: 4-5 y Deuteronomio 2: 8-9. Abū Qurrah argumenta, frente a los
judíos, que la prohibición de la postración sólo ante Dios no es absoluta. De
nuevo, su recurso argumentativo depende de pasajes bíblicos en los que distintos
personajes como Abraham, Jacob, José, la madre de Salomón, etc., se postran
frente a alguien o frente a algo. Lo mismo sucede en el caso de los musulmanes:
en Corán 2: 33, por ejemplo, se dice que Dios ordena a los ángeles postrarse ante
Adán. El capítulo décimo del tratado aclara, Éxodo 20: 4, la prohibición de fabri­
car imágenes semejantes a lo que hay en la tierra y en el cielo. Abū Qurrah inter­
preta que la prohibición se refiere a fabricar objetos de adoración que distraigan
del conocimiento y culto hacia Dios, y no de objetos consagrados a Dios. Por ello,
Salomón construyó el templo de Dios en Jerusalén e hizo dos querubines como
los que se mencionan en el libro de las Crónicas, con alas, cara y pies (2 Crónicas
3: 10-13); Dios ordenó a Moisés que hiciera una serpiente de bronce (Núm. 21,
8), etc. Abū Qurrah remite a otros pasajes como 1 Reyes 7, 19, 23, 25, 29, 36, y
Ez. 41, 15-20 pero, de nuevo, también muestra que los musulmanes son incon­
sistentes puesto que si es verdad que, como sostiene el hadiz de la prosternación
mencionado líneas arriba, quienes fabrican imágenes serán castigados el Día de
la Resurrección, entonces los profetas como Moisés y Salomón serán castigados.
El capítulo undécimo es una defensa de la postración como un gesto frente
aquello que es digno de adoración y de honor: “nosotros, los cristianos, nos pos­
tramos ante las imágenes de Cristo y de los santos, no delante de tablones de
madera y colores, sino sólo ante Cristo, que desde todos los puntos de vista es
digno de recibir la postración; también nos postramos ante los santos que son
dignos de la misma postración, es decir, de una adoración de honor”.31 En el fon­
do de esta justificación subyace la idea de Juan Damasceno: una cosa son los
medios utilizados para representar a Cristo; éstos fungen como un recurso para
evocar o hacer presente a Cristo o a los santos, de modo que a quien se venera

30
Abū Qurrah, Traité du culte des icônes, 8.5.
31
Abū Qurrah, Traité du culte des icônes, 11.2.

45
Luis Xavier López Farjeat

propiamente es a la persona que se hace presente a través de la representación.


Esto es precisamente lo que en el capítulo duodécimo se denomina la “función
evocadora de la imagen”. Las imágenes conmemoran a Cristo y a los santos. Ins­
pirado notoriamente en Juan Damasceno, escribe Abū Qurrah:

mirar sus imágenes es como mirar a Cristo y a los propios santos, incluso si las imágenes no
están relacionadas con ellos. Si alguien dice que los nombres no son como imágenes, habla por
su ignorancia, porque no sabe que las letras, las formas escritas, los nombres, son la forma y la
representación de las palabras; que en el nombre las palabras son formas para los pensamientos
y los pensamientos son formas para las cosas, como dicen los filósofos. Las imágenes no son
más que una escritura clara que todos pueden entender, ya sea que sepan leer o no. Por eso [las
imágenes] son incluso mejores que la escritura, ya que la escritura y las imágenes son recuerdos
de las cosas que representan y las imágenes son más efectivas que la escritura porque permiten
a quienes no pueden leer, entender lo que resulta difícil entender en los libros.32

Las palabras y las imágenes tienen la capacidad de hacer presente aquello a lo que
se refieren. Abū Qurrah, como antes Juan Damasceno, está subrayando el carácter
presencial de una imagen. Su función no se limita a la mera representación sino
que evoca una realidad que media entre Dios y los hombres. La veneración de un
icono es algo así como la solicitud de la presencia divina. Así como se busca a
Dios en la oración a través de las palabras, también puede hacerse a través de las
imágenes. Según Abū Qurrah, profetas como Ezequiel y Jeremías, con sus des­
cripciones dieron testimonio de cómo la imagen puede ser equivalente a la pala­
bra escrita: aquello que puede representarse con palabras, puede también ser
representado a través de imágenes. Hacia los capítulos finales, Abū Qurrah re­toma
esta idea profundamente filosófica si entendemos que en realidad está planteando
cuál es la función de las palabras y las imágenes, si su papel es meramente des­
criptivo o si en efecto nos remiten más allá de sí mismas, a la presencia de lo que
significan. Su respuesta ya la conocemos: las imágenes, los iconos, evocan la
presencia de lo representado. En consecuencia, cuando en el capítulo vigésimo
tercero defiende expresamente la imagen del Cristo de Edesa, sostiene que el
desprecio hacia una imagen de Cristo ha de considerarse como el desprecio al
Cristo mismo, así como la adoración hacia la imagen ha de considerarse algo
benevolente y digno de recompensa.33 De este modo, Abū Qurrah termina argu-

32
Abū Qurrah, Traité du culte des icônes, 12.3.
33
Abū Qurrah, Traité du culte des icônes, 23.1.

46
Aniconismo, iconoclasia y pro iconismo

mentando que la veneración de la cruz es un acto supremamente benevolente y


generoso para con Cristo. Pero precisamente ése es el acto que más escandalizaba
a los musulmanes y el motivo principal por el que Abū Qurrah redactó su trata­
do sobre la veneración de los iconos.
Lo más llamativo a lo largo del tratado de Abū Qurrah es que a pesar de que
está discutiendo en tierras islámicas exactamente el mismo problema que se había
discutido unos años atrás en Bizancio, no hay una sola referencia a Nicea II. Tra­
ductores, editores y especialistas en la teología de Abū Qurrah han llamado la
atención al respecto. Graf, por ejemplo, sospechó entonces que el tratado había
sido escrito antes de 787, año del Concilio. Sin embargo, Dick sostuvo que, por la
alusión en el capítulo décimo sexto al asesinato de un musulmán, San Antonio
Ruwah, a causa de su conversión al cristianismo en 799, el tratado tuvo que haber­
se escrito después de esa fecha. En todo caso, si el tratado fue redactado después de
799, lo extraño es, en efecto, que no se mencione Nicea II ni algo relacionado con
la situación en Bizancio. Esto nos permite inferir, como hace ver Griffith,34 que los
cristianos de Oriente no conocían las determinaciones de Nicea II o que, de haber­
las conocido, no les habrían resultado particularmente llamativas porque el conflic­
to bizantino les resultaba ajeno. Por lo tanto, el de Abū Qurrah es un tratado
elaborado en un contexto sociopolítico y religioso muy distinto del de Bizancio, en
el que se retrata la actitud de los cristianos orientales frente a judíos y musulmanes.

Consideraciones finales: La veneración de la cruz


en tierras islámicas
Hace muy poco, Charles Tieszen publicó un libro titulado Cross Veneration in the
Medieval Islamic World: Christian Identity and Practice Under Muslim Rule,35 en
donde se ocupa de este tema escasamente tratado en la bibliografía especializada
si comparamos la cantidad de trabajos que se han dedicado a estudiar las contro­
versias entre cristianos y musulmanes en torno al dogma trinitario o a la natura­
leza de Cristo. Es cierto que la cantidad de tratados teológicos y filosóficos en los
que se debatieron estos temas es mucho mayor que aquellos en los que se discutió
la veneración de la cruz. No obstante, uno de los muchos méritos de la investiga­
ción de Tieszen es la recopilación de textos generados entre los siglos viii y xiv en

34
S. Griffith, “Theodore Abū Qurrah’s Arabic Tract…”, op. cit., pp. 57-58.
35
C. Tieszen, Cross Veneration in the Medieval Islamic World: Christian Identity and Practice under the Muslim Rule,
Londres y Nueva York, I.B. Tauris, 2017. Mi reseña sobre este libro apareció en International Bulletin of
Mission Research, 2017 (DOI: 10.1177/2396939317738893).

47
Luis Xavier López Farjeat

los que, ante la acusación de idolatría por parte de los musulmanes, los cristianos
orientales, principalmente melquitas, monofisitas, nestorianos, coptos y otros,
respondieron a los ataques. Es evidente que los tratados de Juan Damasceno y Abū
Qurrah forman parte, entre otros, de esa literatura poco conocida. Pero más allá
de las discusiones meramente teóricas y profundamente teológicas, es también
oportuno pensar en este problema a partir del contexto sociopolítico. Tieszen deja
ver que, si bien desde el punto de vista teológico la cruz representaba la crucifixión,
muerte y resurrección de Cristo y, en este sentido, un motivo para revitalizar la
fe cristiana, también tenía una connotación política. Por eso, cara a los musulma­
nes, la veneración de la cruz no podía considerarse como un simple acto devocio­
nal sino un símbolo político cargado de connotaciones identitarias dentro de
tierras que, a diferencia de Bizancio, ya no eran cristianas. Quizás ese símbolo
político, utilizado en varios casos para marcar límites territoriales, es lo que de
manera principal habría motivado los episodios, como el de Yazid II, en los que
los musulmanes destruyeron imágenes cristianas: mantener el símbolo de la cruz,
así como cualquier otra representación de Cristo o cristiana, es mantener en pie
la victoria de la cristiandad en tierras que ahora eran islámicas.
Posiblemente un tratado como el de Abū Qurrah no puede leerse como un
documento solamente teológico, sino también como un documento inmerso en
un contexto sociopolítico particular, a saber, el de las tierras islamizadas. Quizá
también habría que aproximarse de esta misma manera a los documentos genera­
dos en la controversia iconoclasta en Constantinopla. Por último, en Bizancio las
imágenes confirmaban la identidad cristiana del Imperio y tanto su consentimien­
to como su ulterior rechazo no están desvinculados del entorno político. Del
mismo modo, en tierras islámicas tanto los califas como los teólogos musulmanes
querían robustecer la oficialidad del islam y eso suponía confrontar a los judíos y
a los cristianos, pero también construir más mezquitas y, en varios casos, hacer
desaparecer los símbolos cristianos. Es difícil distinguir en todos los casos si las
motivaciones destructivas de los musulmanes eran teológicas o más bien políticas:
puede que en algunos casos no hubiera relación alguna entre esas dos esferas, y pue­
de que en otros existiera una perfecta integración, de modo que es reconocible de
inmediato el modo en que la literatura teológica permeaba con frecuencia lo po­
lítico. En el caso de la crítica hacia las imágenes hace falta trabajar con mayor
detalle la interconexión de esas dos esferas ya que, si bien abunda la literatura
teológica islámica que critica y reprueba la veneración de las imágenes, sobre todo
de la cruz, no abunda la literatura que llame específicamente a su destrucción. Hay,

48
Aniconismo, iconoclasia y pro iconismo

sin embargo, episodios históricos en los que los argumentos islámicos contra la
veneración de imágenes se convirtieron en una justificación para la destrucción.
Como ha podido verse, la preocupación central en el tratado de Abū Qurrah
es persuadir a los cristianos orientales de no perder la costumbre de venerar las
imágenes ante las intimidaciones de los judíos y, sobre todo, de los musulmanes.
Esto nos confirma que los cristianos orientales eran considerados idólatras y no es
raro, en consecuencia, que los musulmanes hayan destruido las imágenes de cul­
to. Sin embargo, llama la atención que la destrucción de imágenes no parece ser
una preocupación central en el tratado de Abū Qurrah, aunque se menciona, como
mostré, que la agresión contra una imagen resulta también en una agresión hacia
lo representado en la imagen: quien destruye un icono con la imagen de Cristo,
agrede al propio Cristo. Tanto la defensas de las imágenes que hace Abū Qurrah,
como los argumentos refutativos que formula en un tono crítico contra los judíos
y los musulmanes, resultan en ese contexto un tanto provocativos e incómodos,
y siguen encendiendo la polémica. Se sabe, por ejemplo, que un musulmán, Abū
Musa Isa ibn Subayh, redactó un tratado en contra de Abū Qurrah, el cristiano.36
Abū Qurrah escribe su tratado en un contexto en donde prima el aniconismo
judío y la iconofobia y la iconoclasia musulmanas. Muestra, sin embargo, que en
realidad ni el judaísmo ni el islam han sido enteramente anicónicos. Sin embargo,
desde el punto de vista filosófico los argumentos esgrimidos en su tratado sobre
la veneración de los iconos no parecen tan robustos si no se tienen en consideración
sus reflexiones sobre la Encarnación. Hacía notar cómo Juan Damasceno constru­
ye sus argumentos a favor de las imágenes a partir del dogma de la Encarnación.
Hice notar, también, que precisamente aquel es un dogma problemático para los
musulmanes. Si bien la premisa de la Encarnación podía ser convincente para
los cristianos, no lo era así para los musulmanes. Por ello, ni Juan Damasceno ni
Abū Qurrah pueden leerse sin adentrarse en los intrincados argumentos sobre la
Encarnación. Evidentemente, los argumentos acerca de la Encarnación plantean
una serie de retos lógicos y metafísicos y no es éste el espacio para abordarlos en
detalle. Sin embargo, correré el riesgo, para concluir, de esbozar el argumento de
Abū Qurrah tal como aparece en el Tratado sobre la unión y la Encarnación.
Encarnarse, explica Abū Qurrah, significa hacerse humano. ¿Cómo puede de­
cirse que Dios se hace humano? Una noción filosófico-teológica central tanto para

36
Véase R. Wilken, The First Thousand Years. A Global History of Christianity, New Haven y Londres, Yale
University Press, 2012, p. 312.

49
Luis Xavier López Farjeat

comprender el dogma trinitario como el cristológico es la de “hipóstasis” (aqānīm,


en árabe). Padre (āb), Hijo (Ibn) y Espíritu Santo (Rūh al-Qudus) son distintos entre
sí, pero a la vez son modos de la misma sustancia divina. Por eso el Padre, el Hijo
y el Espíritu Santo comparten una misma naturaleza divina. Ahora bien, el Hijo,
a diferencia del Padre y del Espíritu Santo, posee en sí mismo dos hipóstasis, la
divina y la humana. En la Encarnación Dios se une hipostáticamente a la carne.
Esto último quiere decir que se hace carne sin perder su naturaleza divina, pero
tampoco alterando o modificando la naturaleza de la carne. El Dios encarnado que
es Cristo une dos naturalezas sin que la divina se vuelva corruptible ni haciendo
que la humana se divinice. Esto no implica que Cristo posea una naturaleza com­
puesta, sino que reúne plenamente en sí mismo como una sola persona dos natu­
ralezas distintas que no se mezclan ni se confunden. En palabras de Abū Qurrah:

la hipóstasis del Hijo eterno es como un río alimentado por dos afluentes: se dice que el río es
alimentado por dos afluentes, pero ninguno de éstos desemboca en el otro. De la misma ma­
nera el Hijo eterno recibe tanto el nombre como la definición de Dios y el nombre y la defini­
ción de “hombre”, pero Dios, de ninguna manera recibe el nombre o la definición de “hombre”,
ni tampoco el hombre recibe ni el nombre ni la definición de “Dios”. Más bien, la hipóstasis
del Hijo eterno recibe plenamente el nombre y la definición de ambas naturalezas, esto es, la
divina y la humana.37

La Encarnación es el dogma que, tanto en el cristianismo oriental como en el


romano, respalda la espiritualidad de las imágenes y los iconos. En un documen­
to emitido por la Iglesia Católica en 1987 con ocasión de los mil doscientos años
de Nicea II, el entonces papa Juan Pablo II retoma ese vínculo entre la Encarnación
y el uso de imágenes: “El arte de la Iglesia debe procurar hablar la ‘lengua’ de la
Encarnación y expresar, con los elementos de la materia, a Aquel que ‘se ha dig­
nado habitar en la materia y llevar a cabo nuestra salvación a través de la materia’,
según la bella fórmula de San Juan Damasceno”.38 Desde Nicea II, ni las iglesias
orientales ni la romana han vuelto a cuestionar la veneración de imágenes, a sa­
biendas de que algunos fieles pueden fácilmente confundir la veneración con la
adoración, incurriendo así en idolatría. La adoración (latría) corresponde sólo a
37
Abū Qurrah, “On the Union and the Incarnation”, en Theodore Abū Qurrah, J.C. Lamoreaux (trad.), op. cit.,
pp. 103-104.
38
Carta Apostólica Duodecimum Saeculum del Sumo Pontífice Juan Pablo II a los Obispos de la Iglesia Católica
al cumplirse el XII Centenario del II Concilio de Nicea, parágrafo 11. Documento consultado en https://
w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/apost_letters/1987/documents/hf_jp-ii_apl_19871204_duodeci­
mum-saeculum.html.

50
Aniconismo, iconoclasia y pro iconismo

Dios, mientras que la veneración (dulía) tiene a Dios como objeto último, si bien
a través de intermediarios (la Virgen,39 los santos y las imágenes e iconos). El
momento en que el objeto de veneración se convierte en objeto último de culto,
dejando de ser referente del propio Dios y adorándose así algo distinto de Dios,
entonces se incurre en idolatría. En el caso de los iconos que representaban a
Cristo se defendió, como hemos visto aquí, su veneración en tanto que evocan la
presencia del Hijo de Dios, verdadero Dios y, por lo tanto, objeto legítimo de
adoración. Ahora bien, aunque represente a Cristo, el icono no deja de ser un
objeto de veneración que, al igual que otros medios semejantes, está expuesto a
los peligros de la idolatría: si se pierde de vista su función mediadora y el icono
se convierte en objeto de adoración, entonces nos encontraremos con un uso ido­
látrico del mismo. Las distinciones son sutiles y con facilidad los fieles pueden
confundirse. No en vano la Reforma protestante reprobó con dureza la veneración
de imágenes. A pesar de ello, las imágenes y los iconos se han convertido, efecti­
vamente, en parte integral de la tradición católica oriental y romana. La reciente
destrucción de imágenes e iglesias a manos de extremistas islámicos o de sectores
anticristianos es vista como una ofensa grave contra lo que esos objetos represen­
tan. No se trata solamente de una agresión contra el patrimonio histórico y cul­
tural de la humanidad, sino también contra símbolos que para muchos cristianos
representan un elemento constitutivo de su tradición y su espiritualidad.

39
La Iglesia Católica denomina “hiperdulía” a la veneración a la Virgen para dar a entender que su veneración
es más excelente que la que se rinde a los demás santos, por ser la madre de Dios.

51
El dinero espiritual
y el trabajo negativo
de la conversión en China*

Eric Reinders**

En el apogeo de las misiones protestantes en China en el siglo xix y principios


del xx, los chinos que buscaban convertirse al cristianismo debían, por supuesto,
renunciar a la “idolatría”, pero no siempre era suficiente sólo decirlo. En la mayo­
ría de las anécdotas de conversión documentadas en los diarios de misioneros se
menciona que “abandonaron a sus ídolos”, sin mayor elaboración, pero encontra­
mos casos en los que el rechazo a todas las deidades autóctonas podía ser conside­
rablemente sistemático: “El 22 renunciaron a los ídolos, al dios del hogar y al dios
cerdo en presencia de los hermanos de Jiang. Frente a la madre de Jiang, renun­
ciaron al dios del hogar, al dios de la tierra, al espíritu del dragón y a los dioses de
las puertas. En presencia de Jiang Dade renunciaron a los espíritus de los cielos,
el hogar, el dragón y las puertas”.1
No era posible simplemente abandonar la categoría entera de idolatría. En
algunos casos, cada dios requería una renuncia específica. La necesidad de rechazar
a cada uno de los numerosos dioses sugiere que renunciar a la idolatría no consti­
tuía una negación categórica de todo excepto el Dios cristiano, sino la necesidad
de romper una red de relaciones —rechazar al dios del hogar no necesariamente
significaba rechazar a los dioses de las puertas—. Además, las acciones constituían
un elemento importante: el converso debía ser visto cuando rechazaba a los otros
dioses. De manera similar, existen numerosas anécdotas de conversos que arras­
traban sus iconos familiares a la calle y les prendían fuego o los lanzaban a un río.
* Traducción del inglés de Agnes Mondragón Celis.
** Eric Reinders (doctor por la Universidad de California, Santa Bárbara) es un experto en religión de China
que trabajaba en la Universidad de Emory, Atlanta. En 2015 publicó su libro Buddhist and Christian Res-
ponses to the Kowtow Problem in China, Nueva York, Bloomsbury.
1
Jessie G. Lutz y Rolland Ray Lutz, Hakka Chinese Confront Protestant Christianity, 1850-1900: With the
Autobiographies of Eight Hakka Christians, and Commentary, Armonk, M.E. Sharpe, 1998, p. 18.

53
Eric Reinders

En ocasiones, estas demostraciones tenían lugar en el complejo misionero o la


iglesia. D.A. Callum relata una de estas ceremonias de despedida:

El domingo 7 de julio [de 1907], el maestro de nuestros niños trajo a sus ídolos para prender­
les fuego. Había estado inscrito como oyente durante más de un año y había abandonado la fe
en los ídolos, pero no había tenido el valor de desmontar todos los ídolos familiares, puesto
que algunos de los miembros de su familia se oponían. Se utilizó un sermón sobre “la obedien­
cia es mejor que el sacrificio” para ayudarlo a tomar la decisión de que ya no tendría ídolos en
su casa. La semana siguiente llevó la “tableta del Cielo y la Tierra” y una serie de ídolos a la
iglesia, que fueron quemados antes del servicio matutino el 7 de julio. Todos nos pusimos de
pie alrededor y cantamos “Jesús reinará” mientras los ídolos ardían. Tuvimos rezos, exhortos
y un recordatorio de que a Dios le gustaría que alejáramos a los ídolos tanto de nuestros cora­
zones como de nuestros hogares.2

¿Por qué alguien traería sus antiguos objetos de culto a la iglesia para deshacer­
se de ellos? ¿Es similar al caso en el que nos deshacemos de una pila; aunque
hemos terminado con ella, aún contiene algo de poder residual, o incluso una
toxina, y debe neutralizarse antes de desecharse en el basurero? Los sitios sagra­
dos no necesariamente son de una pureza perfecta, sino que pueden constituir
los lugares a los que llevamos nuestra blasfemia peligrosa o nuestra santidad
obsoleta, donde podemos dejarla sin miedo. El miedo a los ídolos, una vez su­
perado, puede convertirse en indignación vengativa. La misionera anglicana Mary
Darley escribió:

Coloqué el ídolo en la parte superior de los tres escalones de piedra que llevan al vestíbulo y
le pedí a una mujer que fuera a casa y trajera su hacha de madera más afilada. Temerosa, trajo
su hacha y nos la entregó. Después, estas mujeres se armaron de valor y exclamaron, “¡Oh,
hermanas, no van a golpearlo! Si lo tocan, gritará. Tiene un enorme poder, ha hecho muchas
cosas”, así que les respondimos, “Inclínense cerca del ídolo” y se inclinaron. Entonces dije,
“Cuando grite por primera vez, lo dejaremos de golpear, pero continuaremos hasta que lo
haga”. Tal vez nuestros golpes no eran muy fuertes, o la madera del ídolo era muy dura, así
que pasamos algo de tiempo golpeándolo sin efecto alguno, pero finalmente la cabeza se partió
en dos. Entonces, una mujer dio un alarido, “¡No ha gritado! Ciertamente lo que la hermana
dice es verdad. ¡Golpéelo! ¡Destrócelo! ¡Que no permanezca ni un solo pedazo!”3

2
D.A. Callum, “In Ddue Season Ye Shall Reap”, Church Missionary Gleaner, diciembre de 1907, p. 188.
3
Citado en “Our Twenty-Sixth Anniversary Meeting”, India’s Women and China’s Daughters, 1906, p. 86.

54
El dinero espiritual y el trabajo negativo de la conversión en China

En esta historia vemos el júbilo, el alivio, que resulta de la revelación de que el


icono carece de poder. Antes de eso, sin embargo, vemos el poder residual del íco­no
—incluso entre quienes ya no le rezaban.
En Buddhism and Iconoclasm in East Asia [Budismo e iconoclasia en Asia Orien­
tal], que escribí con Fabio Rambelli, buscamos demostrar cómo la destrucción de
objetos sagrados no era necesariamente una forma de desecho materialista o ateo
de materia inútil, sino que a menudo constituía un reconocimiento del poder
persistente de lo sagrado. La iconoclasia no era lo opuesto a la cultura, sino otra
forma en la que se practicaba. Nuestro objetivo era explorar cómo los ataques a
los objetos sagrados casi siempre son instancias de reconocimiento del poder de los
objetos. También expandimos el conjunto de objetos más allá de los iconos para
considerar toda clase de objetos imbuidos con algún tipo de sacralidad. En este
artículo examino ciertas anécdotas alrededor de una categoría de objetos a los
que se les otorga sacralidad de una forma algo laboriosa, mediante la lenta acu­
mulación de rezos para condensar su poder sagrado en una especie de moneda
espiritual. El momento en que estos objetos se destruían durante el proceso de
conversión era particularmente conmovedor.
Desde esta perspectiva, lo opuesto a adorar una imagen no es destruirla, sino
simplemente ignorarla. El iconódulo y el iconoclasta tienen algo en común, por
lo que podrían estar más cerca uno del otro. De forma similar, durante la conver­
sión de los no cristianos, “siempre hemos encontrado que los idólatras más since­
ros se vuelven los mejores cristianos; la indiferencia es lo más difícil de combatir”,
sostuvo una señorita Harrison de la Sociedad Misionera de la Iglesia en 1910.4
Los budistas y taoístas activos, pero de bajo rango, constituyeron un objetivo
especial para los misioneros en China, puesto que los consideraban más fáciles de
convertir que a quienes eran indiferentes ante cualquier religión. En general se
tomaba el llamado paganismo como una expresión de un impulso humano inhe­
rente hacia Dios, por más equivocado que estuviera. Sin embargo, para considerar
que los conversos eran sinceros, éstos debían renunciar a toda su devoción anterior.
Este era el trabajo negativo de la conversión: el alejamiento inherente al impulso
—etimológicamente, la per-versión inherente a la con-versión.
Los misioneros británicos en China pasaron bastante tiempo en y alrededor de
templos budistas y taoístas. Los espacios públicos frente a los templos eran luga­
res lógicos para predicar. Los iconos a la vista constituían un punto de partida

4
Miss Harrison, Church Missionary Gleaner, junio de 1910, p. 92.

55
Eric Reinders

común para las conversaciones, que inevitablemente llevaban a Jesús. Asimismo,


cuando eran itinerantes, los únicos lugares para alojarse a menudo eran templos
budistas, que para fines prácticos fungían como posadas. Los misioneros conocían
bien las distintas poblaciones asociadas con los templos: monjes, monjas, novicios
y activistas seculares, como las mujeres mayores en los templos budistas que
obtenían méritos religiosos por recitar cánticos.
La idea budista del mérito producido al recitar escrituras y mantras es bien
conocida, pero lo es menos el hecho de que estas repeticiones rituales podían re­
munerarse con dinero en efectivo. El concepto clave aquí es “la transferencia de
mérito”, que se expresa al final de los sutras budistas en un verso corto en el que
el mérito creado al recitar las escrituras o el nombre de deidades budistas se de­
dica de forma compasiva a la felicidad e iluminación de todos los seres. Dedicar
las acciones propias al bienestar de todos es el punto esencial del voto del bodhi­
sattva. Desde un momento muy temprano se estableció que el mérito era trans­
ferible. El mecanismo predominante parece consistir en que alguien produce el
mérito y se lo otorga a otra persona. Una explicación más ortodoxa sostiene que
el acto de patrocinar los cánticos de alguien más es por sí mismo meritorio.
Es posible contratar a monjes y monjas, pero podría resultar costoso. Por un
precio más razonable, las “mujeres que leen rezos”5 tenían horarios para los cán­
ticos y utilizaban hojas de papel para documentar el número de rezos, marcando
con un pequeño punto rojo cada cierto número de repeticiones. Estas hojas de
contabilidad de méritos aún se utilizan, aunque sospecho que sus usos han cam­
biado. Ahora parecen dedicarse por completo al cumplimiento de deseos. En la
China imperial tardía tenían esa función, pero también eran muy similares al
dinero; eran una moneda, un certificado de trabajo intercambiable en el mundo
espiritual y también en la economía humana.

Perspectivas misioneras de la práctica


La Sociedad Misionera de la Iglesia, perteneciente a la Iglesia de Inglaterra, y
organizaciones relacionadas, como la Sociedad Misionera Zenana, publicaron gran
cantidad de estudios de las lenguas y la cultura china durante los siglos xix y xx,

5
Kate E. Gardner menciona un sitio en el que “había alrededor de dieciocho ‘mujeres que leen rezos’ (Nang-
geng) en el templo. Dedican su tiempo a rezar a los ídolos”, véase “Kien-ning Village Work”, en India’s
Women and China’s Daughters, 1902, pp. 213-114. Alice M. Phillips describe a “una clase de mujeres [lla­
madas] aquellas que leen los libros sagrados”, en “Buddhist Chanters in Kien-Ning”, India’s Women and
China’s Daughters, 1900, p. 16.

56
El dinero espiritual y el trabajo negativo de la conversión en China

que incluye revistas, epistolarios, cartas anuales, reportes y libros de circulares.


Este artículo toma una muestra del reportaje sustancial sobre China y la religión
china presente en publicaciones como Church Missionary Gleaner [Cosechador
Misionero de la Iglesia] (después llamado Outlook, Perspectiva), India’s Women and
China’s Daughters [Las mujeres de la India y las hijas de China], Homes of the East
[Hogares del Este], Juvenile Instructor [Instructor Juvenil] y Awake! [¡Despierta!].
Esta gran cantidad de publicaciones incluye numerosas historias de estas “muje­
res que leen rezos”.
Cuando observaron esta práctica, muchos misioneros protestantes naturalmen­
te se opusieron, al considerar que estos rituales alababan a un ídolo y no al Dios
verdadero. Esta práctica en particular evocaba para ellos la venta de indulgencias
en el catolicismo, que consideraban el peor ejemplo de pseudosalvación mecánica.
Thomas M’Clatchie, un misionero de la Iglesia de Inglaterra, reportó lo si­
guiente sobre su visita a un templo budista en 1845: “Frente al altar había una
mesa sobre la que yacían los libros que utilizaban en el ritual, del cual ni siquiera
los sacerdotes entienden una sola sílaba”.6 Esta observación puede sugerir simple­
mente que los sacerdotes eran analfabetas, pero es más probable que se refiera al
uso de un idioma ininteligible en la escritura y la liturgia. Estos comentarios
aluden a palabras en sánscrito o pseudosánscrito en los rituales budistas, principal­
mente en forma de mantra y dharani. Numerosas escrituras y liturgias budistas,
en efecto, contienen extensas enunciaciones sin un significado semántico discerni­
ble para la gran mayoría de quienes las recitan. Algunos misioneros analizaron los
mantras con budistas, pero difícilmente podría esperarse que la mayoría de los
misioneros protestantes británicos apreciara las complejas teorías detrás del uso de
mantras, especialmente si se considera que Europa estaba inmersa en una minu­
ciosa crítica del uso de un idioma litúrgico “sin sentido”. A lo largo y ancho de la
Europa protestante se rechazaba el uso del latín a favor de las lenguas vernáculas,
tanto en la Reforma misma como en el movimiento victoriano contra el ritualismo.
A los mantras, en particular, se les negó un significado consciente pleno.
Además de su ininteligibilidad, los misioneros consideraron los mantras, y la li­
turgia budista en general, como inaceptables por su repetición. John Francis
Davis reportó: “A la repetición de meros sonidos, sin consideración por el signi­

6
Thomas M’Clatchie, “Visit to a Buddhist Temple in China”, Church Missionary Gleaner, junio de 1845, p.
70. Para la opinión de los misioneros sobre el idioma religioso de los no cristianos, véase Eric Reinders,
Borrowed Gods and Foreign Bodies, Berkeley, University of California Press, 2004, pp. 71-88.

57
Eric Reinders

ficado, le atribuyen la mayor importancia; así, en ocasiones repiten las mismas


palabras cientos y miles de veces”.7 La repetición del mismo enunciado es absur­
da si se imagina que expresar el significado semántico de las palabras articuladas
es la única función válida del lenguaje hablado y si el significado se concibe es­
trictamente como la comunicación semántica. Sin embargo, al recitar mantras
budistas el significado semántico puede ser irrelevante, de modo que, en términos
budistas, notar la ininteligibilidad literal muestra que no se ha entendido el
punto central —a saber, la producción de sonidos sagrados, puesto que el mantra
es la deidad, en forma de sonido.
Los misioneros asociaban la repetición interminable con las prácticas católicas
de repetición litúrgica, como el Ave María. En la década de 1860, muchos pro­
testantes británicos se opusieron no sólo a la repetición misma, sino también a los
cánticos como estilo en la devoción ritualista anglocatólica. Rechazaron las “reci­
taciones” o “entonaciones” (también conocidas como monotonía) por considerar­
las estéticamente desagradables, comparándolas con aullidos de perros y, lo que
fue más importante, por encontrarlas más difíciles de comprender que la voz de
una simple lectura o un himno. A los misioneros en China que conocían los con­
flictos contemporáneos en Inglaterra alrededor de la liturgia, el timbre casi mo­
nótono de la liturgia budista les habría parecido especialmente evocativo del
catolicismo y las tendencias romanistas en las iglesias anglicanas.
La hipocresía y la corrupción de las instituciones monásticas, otro tema del
discurso anticatólico, estaban vinculadas con el patrocinio de las recitaciones en
China. En 1929, un misionero habló de una mujer joven que había caído en la
indigencia después de que murió su madre. “Luego llegaron dos monjas budistas
al pueblo, con túnicas largas y las cabezas rasuradas, buscando llenar sus bolsillos
repitiendo rezos para los muertos o los vivos”. La joven también se volvió monja.
Los rituales, sin embargo, “no trajeron paz a su corazón turbado. Muy pronto notó
la futilidad de todo eso, la insinceridad de las otras monjas, a la mayoría de las
cuales habían educado desde la infancia para esta profesión. No fingían mantener
estrictamente el voto del vegetarianismo en la privacidad del monasterio y pare­
cía importarles sólo el dinero que pudieran obtener de los crédulos, un dólar por
veinticuatro cánticos, o más, si podían conseguirlo”.8

7
William C. Milne, citado en John Francis Davis, The Chinese: A General Description of the Empire of China and
Its Inhabitants, Nueva York, Harper & Brothers, 1840, vol. 2, p. 98.
8
Mrs. Marshall, “The Story of a Buddhist Nun”, Church Missionary Gleaner, marzo de 1929, p. 52.

58
El dinero espiritual y el trabajo negativo de la conversión en China

Como parte de una industria más extensa, las mujeres que recitaban también
producían distintos objetos de papel para usos rituales. Algunas discusiones de
los misioneros sobre la religión china se concentraron en el desperdicio de dinero
y la amenaza que suponía el enorme poder económico de la religión china como
industria. En la popular revista misionera Awake!, Arthur Elwin estimó en 1895
el costo de todas las ofrendas a los muertos en 16 millones de libras al año. En un
artículo algo monótono, subrayó el considerable gasto de trabajo. Enumeró:

todos los oficios en China que tienen un interés directo en la continuación de la idolatría y,
por lo tanto, necesariamente se oponen al cristianismo […] cuando aquellos involucrados en
los oficios y las ocupaciones arriba mencionados noten que su trabajo corre riesgo a causa de la
difusión del cristianismo, sin duda se levantarán en su contra. Y probablemente pronto en­
contraremos a los sembradores de bambú, a quienes producen papel, a los dueños de las fábri­
cas de papel, a quienes lo transportan, a los barqueros, a quienes tiñen, imprimen patrones, a
los sastres de prendas de papel, a los hojalateros, a quienes producen el papel aluminio, quienes
fabrican dinero falso, quienes estampan dólares falsos, quienes hacen velas, cajas de papel,
casas de papel, caballos de papel, toldillos, barcos de papel y los empleados de las tiendas
donde se venden estos objetos, dándose cuenta de su peligro y sublevándose, un gran ejército,
en contra de la extensión del Reino de Cristo.9

Estos pasajes muestran que los misioneros estaban al tanto de los compromisos
financieros que los conversos que desertaran de ese ejército debían romper.

El costo de la conversión
Se nos informa que en China, en 1929, una monja budista recibió un dólar por
veinticuatro cánticos. Las mujeres del templo eran los soldados rasos de menor
categoría en ese ejército idólatra, pero aún podían sobrevivir de forma precaria.
En este sentido, los templos eran refugios para mujeres mayores que tenían poco
apoyo financiero. Cuando se convertían al cristianismo, su fuente de ingresos
necesariamente se eliminaba. Los misioneros insistían en que las prácticas idólatras
debían terminar, pero veían con empatía sus dificultades financieras.

9
Arthur Elwin, “Trades in Other Lands: Stories of Working Men and Women in Heathen Countries VIII:
The Paper Clothes and Sham-Money Makers of China”, Awake!, agosto de 1895, p. 92. Véase también O.M.
Jackson, “A Far Western Station”, Awake!, noviembre de 1900, pp. 126-128; H. Barton, “Making Paper-
Money”, Awake!, marzo de 1910, p. 34; y “Work at Zah-Ky’i; or, The Church Begun in a Boat”, Awake!,
agosto de 1903, p. 95.

59
Eric Reinders

Por ejemplo, en un recuento de 1900 en India’s Women and China’s Daughters,


una señora Ho preguntó cortésmente sobre el Evangelio y comenzó a ir a la igle­
sia, se convenció del mensaje cristiano, pero tenía problemas financieros, puesto
que se le había pagado de antemano para recitar textos budistas. “Para entonces
estaba convencida de la locura y falsedad de la idolatría”, pero sentía obligación
hacia quienes le habían pagado. La misionera Alice M. Phillips resistió la tentación
de pagar la deuda y comentó: “Teníamos miedo de darle dinero; temíamos que
nuestro motivo fuera malinterpretado”. La solución, algo mundana, a la obligación
inmediata consistió en que la señora Ho recitara los rezos no cristianos, como
había prometido, pero rápidamente.
Incluso después de haber dejado de producir hojas de méritos para los clientes,
la señora Ho tenía una reserva propia, de la que debía deshacerse. La señora Ho
afirmó que una amiga había guardado las hojas de papel y que se quemarían sobre
su ataúd. Alice Phillips se opuso, sosteniendo que tal acción no sería eficaz religio­
samente. Deshacerse de esas hojas ahora “agradaría a Jesús”. La historia continúa:

Una tarde me llamó para que bajara las escaleras y con placer observé que, por su propia vo­
luntad, había traído su canasta y todo lo que contenía. Fue un momento solemne para ambas.
Estaba renunciando a lo que le había tomado toda una vida producir. ¡Qué fácil para mí to­
marlo, pero lo que debe haber significado para ella! Los viejos dedos morenos temblaban
mientras tomaba con cuidado un paquete tras otro de papeles con rezos, marcados con la señal
roja, que es la prueba de que se han hecho tantos rezos; paquetes de palillos, tazones, cucharas,
todos hechos de papel; paquetes de papel trenzado, los cordones para extraer su alma del in­
fierno; una tableta ancestral grande, hecha de papel, en la que está escrita la historia de su vida
—la fecha en que se dedicó al servicio de Buda y demás, firmada por sus hijos y por ella misma,
y por otras mujeres que recitan—; dos pasaportes para franquear el mundo de los espíritus
malignos (en los cuales están escritos los nombres de distintos demonios y el permiso para
atravesar sus pasillos); una bolsa de mano hecha de percal que contiene dinero de oro y plata
para usar en el inframundo; numerosos zapatos de oro y plata, cada uno de los cuales represen­
ta cierto número de dólares (éstos, dijo, se producen con una gran cantidad de trabajo), su
rosario con una pequeña imagen de Buda y dos caracteres de plata, que significan “Buda” y
“felicidad”; cuatro o cinco rosarios más pequeños; un papel que representa un barco —éste
está rodeado de cientos de círculos pequeños: cada uno representa cierto número de rezos y,
por lo tanto, cierta cantidad de dinero…—; un muy bello par de zapatos de satín, blancos y
azules (de tamaño real) para utilizarlos después de su muerte. Entre los objetos de papel había
un círculo grande de cartulina al que estaban atados adornos para el cabello, hechos de papel,
para vender, aretes y pulseras, entre otros. Con todos ellos estaba su calendario de ídolos, que
decía cuándo y dónde debía adorar a ciertos ídolos. Fue muy conmovedor ver a esta mujer

60
El dinero espiritual y el trabajo negativo de la conversión en China

mayor tomar con cuidado lo que habían sido sus tesoros más preciados. Me informó qué eran
y lentamente los puso de nuevo en su lugar, y después miró radiante hacia arriba y dijo: “Aho­
ra tengo a Jesús, eso es suficiente. Ya no quiero estos [objetos]”. Luego los empacó de nuevo
en su peculiar canasta roja (que sólo mujeres como ella utilizan); la caja de madera para guar­
dar incienso también estaba ahí y más tarde me trajo su abrigo café, la falda gris e incluso su
viejo palo negro y la cajita de madera en la que solía llevar arroz al templo. “Usé todas estas
cosas para servir a Buda. No debo tener nada más que ver con ellas”, dijo y me las entregó.10

Después de haber renunciado a todas estas cosas, cierto tiempo después, la señora Ho fue
bautizada. En lugar de desecharlos, los conversos les entregaban distintos objetos a los misio­
neros, tales como iconos, parafernalia ritual y canastas doradas11 con papeles que documenta­
ban los méritos. Esto era parte de un ritual de conversión —el rechazo a la idolatría anterior y
una prueba de sinceridad para los misioneros que sospechaban de los “cristianos de arroz”.

Cristianos sin arroz


Las iglesias en los campos misioneros tenían sistemas de educación, examinación
y prueba, además de una serie de medidas específicas de compromiso, que consis­
tían en renunciar a toda clase de devoción a los ídolos y (donde la había) a la po­
ligamia, el vendaje de los pies, el opio, el empleo en los templos y los votos de
vegetarianismo. No era, entonces, un tema sencillo para un chino convertirse al
cristianismo. No era suficiente sólo decirlo. Tal vez estas precauciones eran inevi­
tables, dada la noción de los cristianos de arroz —el supuesto converso que desea
sólo los beneficios materiales de asociarse con la misión: alimento, empleo y
protección legal.12 Los misioneros se resistían a hacer la conversión rentable.
Algunos misioneros vivieron en China durante décadas y sin duda llegaron a
conocer a los chinos íntimamente, pero las dudas constantes sobre la sinceridad
de los conversos potenciales generaba toda una hermenéutica de sospecha que los
misioneros de occidente utilizaban hacia los conversos chinos. Sospecho que la
alienación cultural que los misioneros experimentaban como extranjeros disminuía

10
Alice M. Phillips, “Buddhist Chanters in Kien-Ning”, India’s Women and China’s Daughters, 1900, pp. 16-17.
Hay historias similares en “Work at Zah-Ky’i”, Awake!, agosto de 1903, pp. 94-95; “‘Papers of Merit’
Given Up”, Awake!, julio de 1911, p. 77; Kate E. Gardner, “Kien-ning Village Work”, India’s Women and
China’s Daughters, 1902, p. 214, y Mary E. Darley, “Two Seekers”, India’s Women and China’s Daughters,
1908, pp. 28-30.
11
E. Darley, “Two Seekers,” pp. 28-30.
12
Sobre la disposición a desconfiar de cualquier recompensa material para los conversos, véase Irwin T. Hyatt,
Jr., Our Ordered Lives Confess: Three Nineteenth-Century American Missionaries in East Shantung, Cambridge,
Harvard University Press, 1976, pp. 25-62.

61
Eric Reinders

su capacidad —y su confianza en la capacidad— de evaluar los estados internos


de los nativos. Estas dudas sugieren que había incertidumbre con respecto a la
habilidad cultural para juzgar el comportamiento autóctono, en especial porque
esta sospecha específicamente soteriológica se mezclaba con un amplio espectro
de nociones colonialistas negativas sobre los chinos.
El término “cristiano de arroz”, bien conocido, hacía referencia a un fenómeno
—la conversión de chinos sólo por los beneficios materiales—. Nunca podremos
cuantificar este fenómeno, pero sospecho que era mínimo. Resulta más importan­
te entender que el término implicaba una clase de miedo y una acusación polé­
mica. La congregación propia no estaba compuesta de cristianos de arroz. Era una
acusación que se dirigía a otros o una negación que revelaba cierta ansiedad sobre
la congregación propia. Sin embargo, también existía lo contrario: el miedo y el
fenómeno por el que los chinos no se convertirían por temor a perder sus ingresos
que, desde la perspectiva occidental, a menudo constituían una cantidad insigni­
ficante. Podríamos llamar a estas personas “cristianos sin arroz”.
Al compensar el miedo a los malentendidos, había compasión genuina. Sobre
un converso, Arthur Moule escribió: “Claro, nosotros (y nuestros amigos) lo ayu­
damos un poco. Vimos que nuestro hermano tenía necesidad y, ¿quién podría,
desde lo que se llama el principio de no dar por miedo a empobrecer, detener a un
corazón [de actuar] con compasión hacia él?”13
Al menos en una historia, el costo de la conversión se midió literalmente en
tazones de arroz. Un hombre interesado llamado Toong finalmente se convirtió:
Al conectarse con el cristianismo, el señor Toong debió renunciar a toda su fuente de ingresos.
Había trabajado como adivino y su esposa e hijo habían estado involucrados en el oficio de
producir dinero de papel, que está vinculado con las supersticiones de este pueblo con respec­
to a los muertos. El señor Toong también tenía conexión con un templo ancestral, del cual
tenía la superintendencia, en nombre de quienes guardaban ahí sus tabletas. De ésas y, supon­
go, fuentes similares, mantenía a su familia y a sí mismo pero, sin titubear, renunció a todo.
Cuando se le recordaron las dificultades que podría encontrarse en el futuro, afirmó que se
había acostumbrado a cierto número de comidas de buen arroz al día, pero que, si era necesa­
rio, fácilmente reduciría el número, en lugar de continuar en el pecado y poner en peligro su
alma eterna. Su esposa, que también expresó su determinación de seguir el mismo camino que
su esposo, respondió a una observación similar diciendo que las incomodidades aquí eran
temporales, pero que los tormentos en el infierno eran eternos.14

13
A.E. Moule, “Chinese Stories I: The Patience of Hope”, Awake!, julio de 1911, p. 75.
14
J.S. Burdon, “Break of Day at Shaouhing, China”, Church Missionary Gleaner, enero de 1862, pp. 5-6.

62
El dinero espiritual y el trabajo negativo de la conversión en China

En un caso similar, una niña china en una escuela misionera en 1896 no se encon­
traba bien. La “pequeña alumna hace papeles para ídolos todo el día y no tiene
tiempo para la escuela. ¡Pobre niña! No quiere hacer los papeles para ídolos, pero
debe trabajar —sus padres la obligan—. ¿Rezarían por ella, queridos amigos? Ha
prometido pedirle a Dios que haga posible una forma en la que ella gane algo de
dinero que no implique hacer estos papeles”.15
Al parecer, Dios escuchó algunos de estos rezos. Algunas de las mujeres del
templo se volvieron “mujeres de la Biblia”, distribuyendo otra clase de papeles
valiosos en aras del mérito religioso. Algunas organizaciones misioneras estable­
cieron pequeñas empresas industriales específicamente “para ayudar a las viudas
cristianas pobres y a otros que han renunciado a su trabajo vinculado con los
ídolos”.16 Los conversos hacían muñecas, ropa para niños, medias, colchas para la
escuela, cortinas contra mosquitos, zapatos, pañuelos y pantuflas de terciopelo con
bordados —de hecho, una serie de productos que no era tan distinta de la indus­
tria de idolatría que abandonaron, excepto que era de tela, en lugar de papel.
Un buen número de conversos estaban empleados como sirvientes. Por ejemplo,
en la década de 1890, la señorita E. Onyon conoció a la señora Zau, “una viuda
pobre con cuatro hijos que vivía de hacer dinero de papel idólatra y cuya hija de
doce años de edad tenía el mismo empleo. Fue casi antes de que pensáramos tocar
el tema cuando la señora Zau dijo: ‘Sé que si me vuelvo cristiana no puedo continuar
haciendo este trabajo. Estoy buscando otro empleo’. Le dijimos que Dios le pro­
veería si ella confiaba en Él y le pedía ayuda y consejo”.17 Después recibió una
oferta de trabajo como sirviente para una señora europea en Shanghái, quien resul­
tó ser vecina de los misioneros. Más tarde fue bautizada y con el tiempo obtuvo un
puesto en una escuela de inglés.
Aun así, persistía la sospecha de que los sirvientes cristianos no se habían
convertido sinceramente. Moule lamentó la percepción equivocada de que “los
chinos, se decía, se volvieron cristianos sólo por lo que podían obtener de tal
profesión y es mucho más probable obtener un servicio fiel de un pagano honesto
que de un cristiano hipócrita”.18

15
Miss Barber, “A Day in Fuh-Chow”, Awake!, diciembre de 1896, p. 136.
16
[Nombre ilegible], “Industrial Work in Foochow City”, India’s Women and China’s Daughters, 1905, p. 17.
17
Miss E. Onyon, “At Work in Shanghai City”, Awake!, noviembre de 1897, pp. 128-129.
18
A.E. Moule, “Chinese Stories IV: A Chinese Servant’s Witness”, Awake!, octubre de 1911, p. 117. Agrega:
“Esta cruel difamación desapareció, creo que absolutamente, después del levantamiento de los bóxers”.

63
Eric Reinders

El valor del papel


Los misioneros recibieron libros y papeles de manos de los conversos, la mayoría
de los cuales desecharon sin contemplaciones. Pero existía un fenómeno inverso,
un efecto económico no intencional de la distribución de la Biblia y de folletos.
Se destruían libros cristianos constantemente, y normalmente no era en el con­
texto de las revueltas. “De los miles de libros y folletos que se distribuyeron,
apenas se ha oído hablar de unos pocos”.19 ¿Qué sucedió con esos libros? Algunos
se utilizaron de forma práctica o profana: para “hacer suelas de zapatos de tela,
emplearlos en el baño, empapelar las paredes y demás”.20 La destrucción de tanta
literatura sagrada intrigó de tal forma a M.T. Yates, de los Bautistas del Sur de
Estados Unidos, que se volvió una especie de detective: comenzó por distribuir
folletos a lo largo de una calle. Un mes después preguntó por ellos, pero no había
rastro. Algunos dijeron que se los habían entregado a amigos para su lectura, pero
Yates no lo creyó. Luego, un amigo chino le aconsejó ir a cierto templo. Una ma­
ñana muy temprano, escondido, vio a siete u ocho culíes traer sacos llenos de libros,
incluyendo los suyos. “Estas pilas de libros debían quemarse ante el ídolo y algu­
nas de sus cenizas debían distribuirse en las aguas de los canales y ríos, para proveer
de materiales de lectura a los espíritus de los muertos, y el resto, mezclado con
aceite, se utilizaría para producir la pasta para fabricar las superficies sua­ves de los
tableros de anuncios y objetos laqueados”.21 El espectáculo de la Biblia quemán­
dose como ofrenda a Buda y distribuyéndose entre las almas acuosas para pasar el
tiempo es maravillosamente irónico.

Conclusión
Los misioneros conocían bien la religión popular china y veían a los “idólatras
sinceros” como prospectos, por ejemplo, las mujeres mayores que ganaban méri­
tos y dinero recitando, y que producían las hojas de contabilidad. Esta práctica
ponía en primer plano ciertas categorías comunes de retórica anticatólica. Asi­
mismo, constituye un ejemplo de las numerosas prácticas económicas que hacían
del paganismo no sólo un conjunto de ideas equivocadas, sino también una enor­
me industria, un ejército económico que sin duda debe haberse sentido amenaza­

19
Charles P. Bush, Five Years in China; or, The Factory Boy Made a Missionary. The Life and Observations of Rev.
William Aitchison, Late Missionary to China, Filadelfia, Presbyterian Board of Publication, 1865, p. 97.
20
J. Lutz y R. Lutz, Hakka Chinese Confront Protestant Christianity, op. cit., p. 74.
21
M.T. Yates, Records of the General Conference of the Protestant Missionaries of China, Held at Shanghai, May 10-
24, 1877, Shanghái, Presbyterian Mission Press, 1879, p. 112.

64
El dinero espiritual y el trabajo negativo de la conversión en China

do por las misiones. Separarse de la economía idólatra se percibía como esencial


para la conversión, pero existe evidencia de que se tenía conocimiento y empatía
por los chinos que debían renunciar a su fuente de ingresos para convertirse. En
el caso de la señora Ho, no sólo se deshizo de su fuente de dinero en efectivo, sino
también de su cuenta de banco espiritual y la riqueza que había acumulado e
invertido en su bienestar post mortem.
Comencé a estudiar este tema por dos razones. En primer lugar, porque mi
investigación teórica sobre la iconoclasia me había preparado para buscar casos de
destrucción que no estuvieran motivados por una simple teología opuesta a las
imágenes. Incluso en casos en los que los iconos se destruyen, existen emociones
complejas. De hecho, a menudo existe una especie de intimidad entre el actor y
el objeto del ataque, y los casos en los que el papel espiritual se desecha me pare­
cieron instancias particularmente conmovedoras de la comunión con las cenizas
de los rezos propios. En segundo lugar, tenía curiosidad sobre las misiones y los
templos budistas o taoístas como rivales económicos. Las misiones proveían cier­
ta asistencia económica a los conversos —principalmente trabajo en la pequeña
industria, las artesanías, la servidumbre, en las escuelas misioneras y los hospita­
les—. Sin embargo, la categoría “cristianos de arroz” se refiere sobre todo a una
clase de miedo o alienación de los misioneros y no a la realidad de los conversos,
no sólo dada la realidad inversa, los “cristianos sin arroz”, o los conversos que
pierden económicamente al convertirse, sino también porque estaba en juego bas­
tante más que las dificultades económicas.

65
Sesenta años de ambivalencia*
Dario Gamboni**

Autobiográfico
Nací en 1954 en Suiza, un país por el que la Segunda Guerra Mundial no pasó.
No había huellas de la devastación que había ocurrido en Europa y más allá, ni
de la reconstrucción, igualmente destructiva, que siguió a su conclusión. El boom
de la posguerra estaba en pleno auge, pero el precio de este crecimiento se volve­
ría visible sólo en retrospectiva. La destrucción aparecía sólo en forma de acciden­
tes de tránsito, como los que documentó el fotógrafo policiaco Arnold Odermatt.
De apariencia contingente, estos accidentes resultaron de las mismas fuerzas de
modernización que la “adaptación” de las ciudades al automóvil. El “progreso”
era el nombre oficial de estas fuerzas, que se cubrieron con las formas y los colores
cambiantes de los coches.
Una clase de destrucción más amenazadora era menos evidente y pertenecía al
ámbito de la política mundial y la ideología, la profecía o la ficción. En el cómic
de Hergé, El asunto Tornasol, publicado como libro en 1956, unos espías de un
país de Europa del Este secuestran al Profesor Tornasol mientras asiste a una con­
ferencia en Ginebra sobre física nuclear. En una reunión especial del personal
militar de Borduria, los funcionarios observan en una pantalla de televisión cómo
se produce el resultado deseado de este reclutamiento forzado: “una ciudad gigan­
tesca que no es necesario nombrar, que desafía al universo desde la altura de sus
rascacielos al otro lado del Atlántico… se borra de la faz de la Tierra”. Los jóvenes

* Traducción del inglés de Agnes Mondragón Celis.


** Dario Gamboni (doctor por la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales) es un experto mundial
en el tema de la iconoclasia; publicó en 1997 el libro que inauguraría una subdisciplina en la Historia del
Arte, The Destruction of Art. Iconoclasm and Vandalism since the French Revolution, editado por Reaktion Books.
Actualmente es profesor de Historia del Arte en la Universidad de Ginebra.

67
Dario Gamboni

lectores de Hergé dieron vuelta a la página con ansiedad y encontraron, para su


alivio —y la decepción de los funcionarios— que la nueva arma ultrasónica de
destrucción masiva era sólo un prototipo y que la ciudad destruida era un modelo.
La primera obra importante de arte contemporáneo que vi en carne y hueso
era una máquina. Su título, evocativo del descubrimiento científico y la ilumina­
ción individual, era Eureka. Una gran escultura móvil creada por Jean Tinguely
para la Exposición Nacional Suiza de 1964 fue su primer obra monumental y la
primera en llegar a un público extenso. Después me enteraría de que Tinguely ya
había presentado dos versiones del Estudio para un fin del mundo y había rendido
un Homenaje a Nueva York autodestructivo en el jardín del Museo de Arte Moder­
no de Nueva York. Aunque fue menos radical que esas obras anteriores, Eureka
situó al arte en una relación crítica e irónica con la lógica instrumental del pro­
greso técnico y la producción industrial. Entre los visitantes que no estuvieran
preparados, que se preguntaran para qué era esa máquina, el significado esencial
se comprendía, aunque no siempre se estaba de acuerdo con él.
En 1954, en el pequeño pueblo industrial de Biel-Bienne, conocido por la
fabricación de relojes, maquinaria de precisión, la producción de automóviles y
la metalurgia, la Exposición de Escultura Suiza se había creado con el objetivo
explícito de traer este “arte preeminentemente social” a un público más amplio.1
Las condiciones de este encuentro se dificultaron en los años siguientes por los
efectos económicos de las crisis petroleras de 1973 y 1979, que dieron al arte en
general, y a la apropiación alegre de las formas y técnicas industriales en particu­
lar, la apariencia de un lujo o una burla. Como resultado, la edición de 1980 de
la exposición tuvo una recepción controvertida, que incluye el daño que se le hizo
a casi la mitad de las obras presentadas al aire libre. Esta instancia de gran escala
de “vandalismo artístico” despertó mi interés personal en las relaciones entre la
destrucción y el arte contemporáneo.2 En aquella época, la destrucción no era un
tema para la historia del arte, más allá del estudio de la iconoclasia bizantina y de
la Reforma e, incluso para esos periodos anteriores, contradecía la insistencia
generalizada en la naturaleza autónoma del arte. En una entrevista reciente, Horst

1
Marcel Joray, “Aspects de la sculpture contemporaine”, en Exposition suisse de sculpture en plein air, Bienne
1954, catálogo de la exposición, Moutier, Robert, 1954, sin números de página.
2
Véase D. Gamboni, Un iconoclasme moderne: Théorie et pratiques contemporaines du vandalisme artistique, Zúrich
y Lausana, Institut suisse pour l’étude de l’art/Les Éditions d’En-Bas, 1983; D. Gamboni, The Destruction of
Art: Iconoclasm and Vandalism since the French Revolution, Londres y New Haven, Reaktion/Yale University
Press, 1997, pp. 170-189.

68
Sesenta años de ambivalencia

Bredekamp recordó cómo los exponentes alemanes jóvenes de una historia social
del arte fueron acusados a principios de la década de 1970 de ser “terroristas” e
“iconoclastas”, “no [eran] distintos de los revolucionarios culturales chinos, en
tanto que buscaban destruir la mejor tradición del pensamiento occidental sobre
la historia del arte, además de las artes mismas”.3 En una colección de ensayos que
editó en 1973 sobre la destrucción de la obra de arte, Martin Warnke explicó que
el punto de partida de los autores había sido una objeción a que “cualquier reflexión
crítica, especialmente sobre objetos estéticos, potencialmente representaba una
forma de ‘iconoclasia’.”4
Algunos autores aceptaron la objeción, como el pintor y crítico marxista bri­
tánico John Berger, quien comenzó su serie de televisión de 1972 en la bbc,
Formas de ver, empuñando un cúter con el que parecía cortar la cabeza de Venus
del cuadro Venus y Marte de Botticelli en la Galería Nacional de Londres, para
comparar implícitamente su intención de “cuestionar algunos de los supuestos
comunes sobre la tradición de la pintura europea” con el ataque, en 1914, de la
sufragista Mary Richardson a la Venus del espejo de Velázquez.5 En mi investigación,
siempre me he asegurado de establecer una distinción entre estudiar la iconocla­
sia y respaldarla. Mi interés en este tema, como el de Warnke y Bredekamp, está
basado en una historia social del arte, inspirada en el trabajo de Enrico Castelnuo­
vo y Pierre Bourdieu, que busca comprender qué es lo que la relación cercana con
la destrucción, incluyendo la autodestrucción del Homenaje a Nueva York, revela
sobre el arte contemporáneo en un contexto más amplio.

Autodestructivo
Para la década de 1950, el recuerdo de la guerra y el miedo a la aniquilación
nuclear no podían evitar ensombrecer el optimismo del “milagro económico”.
La modernización era el imperativo central y el futurismo (sin el nombre), un
credo generalizado, como lo muestra el lema de una compañía estadounidense
de demolición en Chicago: “Irrumpiendo en el futuro”.6 El economista Joseph
3
“Iconoclasts and Iconophiles: Horst Bredekamp in Conversation with Christopher S. Wood”, The Art Bu-
lletin, vol. 94, núm. 4, diciembre de 2012, p. 515.
4
Martin Warnke (ed.), Bildersturm. Die Zerstörung des Kunstwerks, Fráncfort, Syndikat, [1973] 1977, p. 7.
5
John Berger, “Ways of Seeing”, primer episodio, bbc, disponible en YouTube, http://www.youtube.com/
watch?v=L-nfB-pUm3eI [consulta: 1 de marzo de 2013]; véase también D. Gamboni, The Destruction…,
op. cit., pp. 93-97.
6
Véase D. Gamboni, “Image to Destroy, Indestructible Image”, en B. Latour y P. Weibel (eds.), Iconoclash:
Beyond the Image Wars in Science, Religion, and Art, catálogo de la exposición, Karlsruhe y Cambridge, zkm-
Center for Art and Media/mit Press, 2002, p. 108.

69
Dario Gamboni

Schumpeter había definido en 1942 la “destrucción creativa” como “la realidad


esencial del capitalismo”: su costo humano y ambiental no podía permane­cer
oculto.7
Gustav Metzger, que nació en 1926 en una familia judía ortodoxa en Nurem­
berg y escapó del Holocausto al huir a Inglaterra en 1939, mostró la centralidad
histórica de la destrucción con su concepto de “arte autodestructivo”. En su primer
manifiesto, escrito en 1959, definió el arte autodestructivo como “una forma de
arte público para las sociedades industriales”.8 Concibió la relación entre la des­
trucción que proponía en las artes y la destrucción que condenaba en los ámbitos
militar, técnico y económico como mimética y crítica a la vez. En su segundo ma­
nifiesto de 1960, afirmó que el arte autodestructivo “recrea la obsesión por la
destrucción, las golpizas a las que los individuos y las masas están sujetos [y] re­
fleja el perfeccionismo compulsivo de la manufactura de armas”.9 También “de­
muestra el poder del hombre para acelerar los procesos desintegradores de la
naturaleza y ordenarlos”, actualizando la parábola del capitalismo de Bertolt
Brecht y Kurt Weill de 1927-1929, Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny:
“¡No necesitamos ayuda de los huracanes! ¡Dejen que los torbellinos hagan lo que
puedan! Pues, aunque causen su cuota de dolor, ¡la fuerza más aterradora es el
Hombre!”10 En el tercer manifestó de Metzger, de 1961, el arte autodestructivo
se define como “un ataque a los valores capitalistas y al impulso hacia la aniqui­
lación nuclear”, pero también, junto con el “arte autocreativo”, como en busca de
“la integración del arte con los avances de la ciencia y la tecnología”.11 Metzger
estaba al tanto de esta ambigüedad; en un texto más largo, publicado en 1962,
admitió que el arte autodestructivo tenía “muchas contradicciones” y le otorgó
efectos catárticos que podían “llevar a una actitud más realista con respecto a la
producción de materiales de guerra (autodestructivos)” y convertirlo en “un ins­

7
Joseph A. Schumpeter, Capitalism, Socialism, and Democracy, Londres, Routledge [1942], 1994, pp. 82-83.
Para una aplicación crítica de esta noción en la historia del arte y la arquitectura, véase Horst Bredekamp,
Sankt Peter in Rom und das Prinzip der produktiven Zerstörung, Berlín, Wagenbach, 2000, especialmente pp.
147-150.
8
Gustav Metzger, “Auto-Destructive Art”, 4 de noviembre de 1959, en Sabine Breitwieser (ed.), Gustav
Metzger: History History, catálogo de la exposición, Viena, Generali Fundation, 2005, p. 226.
9
Gustav Metzger, “Manifesto Auto-Destructive Art”, 1960, en Breitwieser, op. cit., p. 227.
10
“Wir brauchen keinen Hurrikan, / Wir brauchen keinen Taifun, / Denn was er an Schrecken tun kann, /
Das können wir selber tun”; Bertolt Brecht, Aufstieg und Fall der Stadt Mahagonny, traducción [al inglés] de
Michael Feingold.
11
Gustav Metzger, “Auto-Destructive Art, Machine Art, Auto-Creative Art”, 23 de junio de 1961, en Breit­
wieser op. cit., p. 228.

70
Sesenta años de ambivalencia

trumento valioso de psicoterapia para las masas en sociedades donde la supresión


de impulsos agresivos es un factor central en el colapso del equilibrio social”.12
La idea de Metzger tocó una fibra sensible, como mostró el éxito del Simposio
sobre Destrucción en el Arte que organizó en Londres en septiembre de 1966.
Asistieron artistas de distintas partes del mundo con ideas afines, incluyendo a
Raphael Montañez Ortiz, cuya serie Hallazgos arqueológicos glorificaba la decons­
trucción ritual de objetos cotidianos y la artista conceptual y de performance Yoko
Ono.13 En uno de los artículos que se presentaron, Ivor Davis hizo referencia al
análisis del crítico social Vance Packard sobre el papel comercial de la obsolescen­
cia en Los creadores de desperdicios de 1960, para sostener que las mismas técnicas se
habían “utilizado en el arte desde la guerra” y que el arte autodestructivo combi­
naba sus tres clases de obsolescencia (funcional, psicológica y planeada).14 Los de­
sechos ya habían sido utilizados en el periodo de entreguerras por artistas de la
vanguardia y vernáculos, como Kurt Schwitters en sus collages Merz de los años
1920 y 1930, y el inmigrante italiano Simon Rodia en sus Torres Watts, construi­
das en Los Ángeles entre 1921 y 1954, pero se volvieron un material artístico más
prominente al tiempo que se convertían en un tema social y un peligro ambiental.
Sin embargo, los experimentos Merzbau de Schwitters y las Torres Watts de
Rodia fueron microcosmos idiosincráticos bastante distintos de la práctica de la
arquitectura y planeación urbana, propiamente dichas. Existía una conexión más
cercana en los fotomontajes que produjo el grupo arquitectónico florentino Ar­
chizoom a finales de la década de 1960.15 Su Demolición en Boloña, por ejemplo, en
la que un rayo —el logotipo del grupo— rasga el tejido urbano, muestra tener
una relación ambivalente con los gestos modernistas y de tabula rasa autoritarios
del periodo de entreguerras, desde el “Plan vecino” de Le Corbusier de 1925 para
París hasta el sventramento (literalmente, “desentrañamiento”), del propio Musso­

12
Gustav Metzger, “Machine, Auto-Creative, and Auto-Destructive Art”, Ark: Journal of the Royal College of
Art, verano de 1962, citado en Breitwieser op. cit., p. 232.
13
Véanse Kristine Stiles, “Introduction to the Destruction in Art Symposium: dias”, Link, 52, septiembre de
1987, pp. 4-10; K. Stiles, “The Distruction in Art Symposium (dias): The Radical Cultural Project of
Event-Structured Live Art”, tesis de doctorado, Universidad de California, Berkeley, 1987.
14
“Excerpts from Selected Papers Presented at the 1966 Destruction in Art Symposium”, Studio International,
vol. 172, núm. 884, diciembre de 1966, pp. 282-283.
15
Véanse Marie Theres Stauffer, Figurationen des Utopischen: Theoretische Projekte von Archizoom und Superstudio,
Múnich y Berlín, Deutscher Kunstverlag, 2008, pp. 46-53; Peter Krieger, “Images of Urban Earthquakes.
Apocalyptic Destruction and Aesthetical Deconstruction”, en Alberto Dallal (ed.), La abolición del arte: XXI
Coloquio Internacional de Historia del Arte, México, iie-unam, 1998, pp. 441-458. Véase también Roberto
Gargiani, Archizoom Associati 1966-1974: dall’onda pop alla superficie neutral, Milán, Electa, 2007.

71
Dario Gamboni

lini, para Roma.16 El fotomontaje se produjo el mismo año que la administración


comunista aprobó los primeros planes para la preservación del “centro histórico”
de Boloña, obteniendo reconocimiento internacional como una victoria y un
modelo para el movimiento de conservación urbana que estaba en desarrollo.17
Fue también en 1969 cuando Gordon Matta-Clark participó en la exposición
“Arte de la Tierra” en la Universidad de Cornell, donde había estudiado arquitec­
tura. Sus “cortes en edificios” y otras intervenciones físicas en estructuras existen­
tes se inspiraron, en parte —como las “Modificaciones” del artista danés Asger
Jorn— en la estrategia situacionista de détournement, con la que se trataba de com­
batir la “recuperación” institucional de la vanguardia.18 Al extraer esculturas y
redes ex negativo de edificios y espacios abandonados —los desperdicios de la ar­
quitectura y planeación urbana— estas obras de arte podían interpretarse como
una crítica al modernismo.19 En su estudio de 1977 sobre el posmodernismo, el
teórico arquitectónico Charles Jencks hizo su célebre declaración sobre la implosión
del complejo residencial público Pruitt-Igoe: “el día en que la arquitectura mo­
derna murió”.20 Construido entre 1951 y 1956 en San Luis [Missouri] por Mino­
ru Yamasaki, este conjunto de treinta y tres edificios en su apogeo fue la vivienda
de 12 mil personas, pero estaba en pleno deterioro físico y plagado de pandilleris­
mo. Su demolición, a manos de las autoridades estatales y federales, fue la prime­
ra de numerosas acciones similares, en las que las estructuras acusadas de permitir
o incluso causar males sociales se eliminaban con prisa o celebración, lo que im­
plicaba la “desvalorización instantánea” del pasado que contenían y encarnaban.21

16
Véanse Antonio Cederna, Mussolini urbanista: lo sventramento di Roma negli anni del consenso, Roma, Laterza,
1979; Nanni Baltzer, “Zerstörung und Aufbau. Terza Roma und die Spitzhacke Mussolinis”, en N. Baltzer,
Jacqueline Burckhardt, Marie Theres Stauffer y Philip Ursprung (eds.), Art History on the Move: Festschrift
für Kurt W. Forster, Berlín y Zúrich, Diaphanes, 2010, pp. 32-46.
17
Véase Filippo De Pieri y Paolo Scrivano, “Representing the ‘Historical Centre’ of Bologna: Preservation Po­
licies and Reinvention of an Urban Identity”, Urban History Review, 22 de septiembre de 2004, disponible en:
http://www.thefreelibrary.com/_/print/PrintArticle.aspx?id=124561778 [consulta: 30 de mayo de 2013].
18
Véanse Pamela M. Lee, Object to be Destroyed: The Work of Gordon Matta-Clark, Cambridge, mit Press, 2000;
Corinne Diserens (ed.), Gordon Matta-Clark, Londres, Phaidon, 2003; Karen Kurczynski, “Expression as
Vandalism: Asger Jorn’s ‘Modifications’”, Res: Anthropology and Aesthetics, núms. 53-54, primavera-verano
2008, p. 295.
19
Véase Tatiana Cuevas y Gabriela Rangel (eds.), Gordon Matta-Clark: Deshacer el espacio/Undoing Spaces, catá­
logo de la exposición, Lima, Museo de Arte de Lima, 2009.
20
Charles Jencks, The Language of Post-Modern Architecture, Nueva York, Rizzoli, 1977, pp. 9-10.
21
Paul Chemetov, “Des bâtiments et des hommes”, Le Monde, 12 de octubre de 1995. Véanse también Gam­
boni, The Destruction of Art…, op. cit., pp. 221-222; D. Gamboni, “Démolitions expiatoires et ‘dévalorisations
instantanées’: lumières sur la face cachée du patrimoine”, en Uta Hassler y Catherine Dumont d’Ayot (eds.),
Bauten der Boomjahre: Paradoxien der Erhaltung/Architectures de la croissance, les paradoxes de la sauvegarde, Zúrich
y Gollion, eth/Infolio, 2009, pp. 226-230.

72
Sesenta años de ambivalencia

Radical
Metzger insistió en que “la destrucción en el arte no significaba la destrucción del
arte”.22 La idea de que la destrucción formaba parte del proceso creativo no era
nueva; ya había sido planteada en 1867 por Stéphane Mallarmé, quien declaró en
una carta que había creado sólo “por eliminación” y que la “Destrucción era [su]
Beatriz”.23 Muchos grandes artistas del siglo xx expresaron ideas similares, inclu­
yendo a Piet Mondrian, quien sostuvo que “el elemento destructivo está demasia­
do abandonado en el arte”, y Pablo Picasso, quien se atribuyó esta revolución en la
década de 1930: “Antes, las pinturas avanzaban hacia su fin mediante la progresión.
Cada día traía algo nuevo. Una pintura era una suma de adiciones. Conmigo, una
pintura es una suma de destrucciones”.24 Después de la guerra, Ad Reinhardt siguió
esta línea de pensamiento con rigor y consistencia en sus Cuadros negros de 1953-
1967 y sus numerosos textos, incluyendo “Doce reglas para una nueva academia”
y “Dogma del arte-como-arte”, en el que sostiene que “la iconoclasia del arte es
iconoclasia” y que “la negación en el arte no es negación”.25
Sin embargo, las dinámicas oposicionistas del arte moderno, especialmente la
autoproclamada “vanguardia” —una expresión de origen militar— se aseguraron
de que esta “iconoclasia” no se dirigiera sólo hacia sí misma. Ya antes de la Pri­
mera Guerra Mundial, los futuristas italianos habían convocado a la destrucción
de museos, bibliotecas y academias de arte, y pronto les siguieron los dadaístas y
los constructivistas, productivistas y suprematistas rusos, luego de la Revolución
Soviética. Marcel Duchamp había hecho explícita la dimensión iconoclasta de su
concepto de arte u objeto encontrado [readymade] con la nota: “Readymade recí­
proco/utilizar un Rembrandt como una mesa de planchar”.26 Esta iconoclasia

22
John A. Walker, “Message from the Margin: John A. Walker Tracks Down Gustav Metzger”, Art Monthly,
núm. 190, octubre de 1995, p. 15.
23
“La Destruction fut ma Béatrice”, carta de Stéphane Mallarmé a Eugène Lefébure, 27 de mayo de 1867, en
Stéphane Mallarmé, Correspondance complète, 1862-1871, Bertrand Marchal (ed.), París, Gallimard, 1995,
pp. 348-349.
24
Carta de Piet Mondrian a James Johnson Sweeney, 24 de mayo de 1943, citada en Carel Blotkamp, Mon-
drian: The Art of Destruction, Londres, Reaktion, 1994, p. 240; Picasso, citado en Christian Zervos, “Con­
versation avec Picasso”, Cahiers d’art, vol. 10, núms. 7-10, 1935, pp. 173-178. Véase también Gianni Jetzer,
Chris Sharp y Roland Wetzel (eds.), Under Destruction, catálogo de la exposición, Basilea, Museum Tinguely;
Berlín y Nueva York, Distanz Verlag/Swiss Institute, 2010.
25
Ad Reinhardt, “Art in Art is Art-as-Art”, Lugano Review, núms. 5-6, 1966, citado en Barbara Rose (ed.),
Art-as-Art: The Selected Writings of Ad Reinhardt, Berkeley y Los Ángeles, University of California Press,
1991, p. 68, también pp. 53-68, 203-208, y Carol Stringari (ed.), Imageless: The Scientific Study and Experi-
mental Treatment of an Ad Reinhardt Black Painting, catálogo de la exposición, Nueva York, Guggenheim
Museum, 2008.
26
“Readymade réciproque/Se servir d’un Rembrandt comme planche à repasser”, en Marcel Duchamp, La

73
Dario Gamboni

lógicamente se revivió en el contexto de las rebeliones antiautoritarias de las dé­


cadas de 1960 y 1970, como se ve en Cuadro-Trampa, un trabajo de 1964 de
Daniel Spoerri que incorpora la nota de Duchamp a una reproducción de la Mona
Lisa jugando el papel de Rembrandt.27
Dos años antes, Jorn hizo un reconocimiento al L.H.O.O.Q. de Duchamp, de
1919, al agregar un bigote y una barba de candado al retrato anónimo de una
niña, pintando sobre el fondo y escribiendo sobre él “L’avangarde se rend pas”, una
versión estilo grafiti, con mala ortografía, de “La vanguardia no se rinde”. El cua­
dro original, que había comprado en un mercado de pulgas, no era el objetivo
principal de Jorn —de hecho, había pensado en crear un “Departamento para el
Mejoramiento de Lienzos Viejos” desde 1950, explicando que buscaba preservar
la “realidad” de los cuadros viejos y salvarlos del olvido—.28 Para la historiadora
del arte Karen Kurczynski, las Modificaciones de Jorn son una “combinación de
grafiti con kitsch [que constituyen] un ataque a la abstracción modernista insti­
tucionalizada”.29 Los trabajos de Tinguely se interpretaron de forma similar en la
invitación a su Homenaje a Nueva York. Mientras Duchamp enfatizó el componen­
te autodestructivo de la obra e hizo un juego de palabras con la nacionalidad
suiza del artista, al llamarlo un “Suissscide métallique”, el director Alfred H. Barr
Jr. se refirió a los instrumentos de dibujo y pintura matemáticos anteriores del
artista como “máquinas que destrozan los plácidos cascarones de los huevos in­
maculados de Arp, máquinas que por una moneda garabatean un bigote en la
musa automatista del expresionismo abstracto”.30
La misma musa, dotada de poder además de pathos, había sido el objeto del
Dibujo de De Kooning borrado de Robert Rauschenberg, de 1953, aunque él proce­
dió mediante la sustracción —par élimination— y no la adición, meticulosamente
acercando el dibujo, tanto como le fue posible, a uno de sus Cuadros blancos. Raus­
chenberg después explicó que “buscaba hacer arte y que, por lo tanto, debía borrar
arte” y que el título conmemorativo con la fecha, la etiqueta al estilo de los museos

Mariée mise à nu par ses célibataires, même, París, 1934, citado en Michel Sanouillet (ed.), con Elmer Perterson,
Duchamp du signe: Écrits, París, Flammarion, 1975, p. 49.
27
Reproducido en D. Gamboni, The Destruction of Art…, op. cit., p. 263. Véase Justin Hoffmann, Destrukti-
onskunst: Der Mythos der Zerstörung in der Kunst der frühen sechziger Jahre, Múnich, Silke Schreiber, 1995.
28
Carta de Jorn a Constant Anton Nieuwenhuys de 1949-1950, citado en K. Kurczynski, op. cit., p. 311.
29
Ibid., p. 299.
30
Anuncio del Homenaje a Nueva York de Jean Tinguely, comunicado de prensa, MoMA, 18 de marzo de 1960,
Archivos de comunicados de prensa, Museo de Arte Moderno, Nueva York, disponible en: http://www.
moma.org/docs/press_archives/2634/releases/MOMA_1960_0033_27.pdf?2010 [consulta: 16 de marzo
de 2013].

74
Sesenta años de ambivalencia

y el enmarcado buscaban afirmar un nivel histórico de oposición, apropiación y


superación generacional.31 Dinámicas similares conectaron más tarde a Martin
Kippenberger con Gerhard Richter cuando, en 1987, aquel compró un monocro­
mo gris de 1972 de éste, le agregó un marco al que le atornilló unas patas y con­
virtió el cuadro en la parte superior de un objeto parecido a una mesa. Titulado
Modell Interconti, la obra alude al estilo internacional y posiblemente a los concur­
sos Miss Intercontinental. La operación corresponde al “readymade recíproco” de
Duchamp, la degradación de una obra de arte al estatus de un objeto cotidiano.32
Mike Kelley describió el acto de Kippenberger como un signo de “transgresión y
respeto simultáneos” hacia Richter, un intento ambivalente similar al Dibujo de
De Kooning borrado de Rauschenberg y numerosos gestos análogos.33
Las “rectificaciones” de Jake y Dinos Chapman de los grabados de Goya de la
serie “Los desastres de la guerra” (1810 a 1820), constituyen un buen ejemplo de
esta ambivalencia. Los dos hermanos ya habían encontrado inspiración en estas
célebres imágenes para diversas obras tridimensionales y fue con el pago de 500
mil libras, que les hizo Charles Saatchi por su obra Infierno en el año 2000, como
adquirieron una serie de grabados de Goya, sobre los que pintaron cabezas de pa­
yasos y cachorros. Los títulos para el conjunto modificado y la exposición de 2003
en la que los presentaron, Insult to Injury y La violación de la creatividad respectiva­
mente, enfatizaron el aspecto transgresor de sus obras, en línea con su estra­tegia
general de provocación. Esta estrategia resultó ser exitosa y el crítico Jonathan
Jones, en su reseña de la exposición, comentó que “desfigurar una obra de arte es,
probablemente, el último tabú del público liberal, amante del arte británico, que
asiste al Tate Modern”.34 Citó las observaciones de los artistas con respecto a la
“predilección [de Goya] por la violencia bajo la protección de una armadura moral”
y el paralelo que establecieron entre la invasión napoleónica de España, efectuada
en nombre de la Ilustración —que Goya respaldaba— y la invasión de 2003 a Irak
en nombre de la democracia.
El mal manejo que hace Ai Weiwei de jarrones antiguos es otro ejemplo per­
tinente, puesto que el artista ha rendido homenaje reiteradamente a las técnicas
tradicionales chinas de producción de objetos y criticado tanto el vacío que dejó

31
Véase Barbara Rose, Rauschenberg, Nueva York, Vintage, 1987, p. 51.
32
Véase Dictionnaire abrégé du surréalisme, catálogo de la exposición, París, Galerie Beaux-Arts, 1938, p. 23.
33
Citado en Chin-Chin Yap, “Model Intercourse”, ArtAsiaPacific, núm. 64, julio-agosto de 2009, disponible
en: http://artasiapacific.com/Magazine/64/ModelIntercourse [consulta: 30 de mayo de 2013].
34
Jonathan Jones, “Look What We Did”, The Guardian, 30 de marzo de 2003.

75
Dario Gamboni

la Revolución Cultural como la actual destrucción rampante del patrimonio chino.35


En sus títulos y comentarios, a diferencia de los hermanos Chapman, Ai general­
mente ha minimizado el componente iconoclasta de sus obras. Le atribuyó la
destrucción de una urna de la dinastía Han al “peso y la gravedad”, explicó su
adición del logotipo de Coca-Cola a otros jarrones mediante la idoneidad del tipo
de letra para sus figuras y, además de haber bañado vasijas antiguas en pintura
sintética, afirmó que “se puede cubrir algo de tal forma que eso ya no es visible
pero aún está debajo y lo que aparece en la superficie no debería estar, pero está
ahí”.36 Sin embargo, en varias ocasiones se ha presentado como un iconoclasta y
los críticos han elogiado el radicalismo de sus gestos, al punto de que puede co­
menzar a sospecharse de la antigüedad de sus “víctimas”, dada la eficacia equiva­
lente —para fines de épater le bourgeois— de sacrificar réplicas y objetos falsos.37

Espectacular
El nivel de transgresión y su respuesta dependen del valor atribuido al objeto de
aquella (un trabajo único o múltiple, de un artista famoso u olvidado), de lo que el
agresor afirma sobre la pieza, en términos morales y legales, y de los méritos artís­
ticos de la acción u objeto que resulte. En los últimos sesenta años, una creciente
disposición a pintarrajear o destruir verdaderas obras de arte ha coincidido con la
difuminación de la frontera entre la iconoclasia contra el arte y como arte. “El vanda­
lismo artístico”, por una serie de razones, se ha vuelto una herramienta atractiva y
un argumento para los aspirantes a artistas e iconoclastas con distintas convicciones.
En 1974, el armenio nacido en Irán, Tony Shafrazi, fue arrestado en el Museo
de Arte Moderno de Nueva York después de pintar con spray “Kill Lies All”
sobre el Guernica de Picasso, de 1937, y declarar “Soy un artista y quería decir la
35
Véase D. Gamboni, “Portrait of the Artist as an Iconoclast”, en Ai Weiwei: Dropping the Urn, Ceramic Works,
5000 BCE-2010 CE, catálogo de la exposición, Glenside, Arcadia University Art Gallery, 2010, pp. 82-95
y, en el mismo catálogo, Philip Tinari, “Postures in Clay: The Vessels of Ai Weiwei”, pp. 33-34, 41-42.
Véase también Ai Weiwei: Never Sorry, documental dirigido por Alison Klayman, United Expression Media,
2012. Sobre las raíces prerrevolucionarias de la iconoclasia china, véanse Pierre Ryckmans, “The Chinese
Attitude Toward the Past”, en Irving Lavin (ed.), World Art: Themes of Unity in Diversity, Acts of the 26th
International Congress of the History of Art, University Park, Pennsylvania State University Press, 1989, vol.
3, pp. 809-812; Hans Kühner, “Es gibt keine Teehäuser mehr”, Neue Zürcher Zeitung, núm. 162, 14 de
julio de 2012, pp. 55-56.
36
“Changing Perspective: Ai Weiwei with Charles Merewether”, en C. Merewether (ed.), Ai Weiwei Works:
Beijing 1993-2003, Hong Kong, Timezone, núm. 8, 2003, pp. 28, 31; “Interview with Ai Weiwei”, en
Gabrielle Cram y Daniela Zyman (eds.), Shooting Back, catálogo de la exposición, Viena, Thyssen-Borne­
misza Art Contemporary, 2007, p. 36. Véase P. Tinari, op. cit., p. 50-55.
37
Véase D. Gamboni, “Portrait of the Artist as an Iconoclast”, op. cit., pp. 89-90. Véase también el diálogo
entre Ai Weiwei y Chris Dercon en Klayman, Ai Weiwei: Never Sorry, op. cit.

76
Sesenta años de ambivalencia

verdad”.38 En efecto, Shafrazi había estudiado arte en Londres y producido “table­


tas” minimalistas de fibra de vidrio antes de mudarse a Nueva York en 1969 e
involucrarse en el movimiento de protesta en contra de la guerra de Vietnam.39
Estableció un paralelo entre el bombardeo alemán de la ciudad republicana espa­
ñola de Guernica y el bombardeo estadounidense de Vietnam del Norte, de forma
similar a la comparación que los hermanos Chapman harían más tarde entre las
guerras napoleónica y las de Irak. Con respecto a su denuncia de “mentiras”, es
posible que aludiera a una serie de dos hojas de grabados que Picasso produjo poco
antes de Guernica, titulada Sueño y mentira de Franco, en el que Franco aparece
atacando un busto clásico con un pico. Con motivo de la retrospectiva de Picasso
en el Museo de Arte Moderno en 1980, Shafrazi quien, mientras tanto, había sido
asesor en el Museo de Arte Contemporáneo de Teherán, había vuelto a Nueva
York y abierto una galería de arte, luego de haber sido perseguido por la revolu­
ción islamista. Al defenderse, explicó que su “acción [en el] Guernica” había sido
“como reaccionar en contra del padre” y que “quería poner el arte absolutamente
al día, rescatarlo de la historia del arte y darle vida”.40 El argumento evoca el que
Jorn propuso sobre los “lienzos viejos”, aunque las cuestiones legales y morales
que plantea —más aparentes en el caso de una célebre obra de arte en un museo
que en el de un cuadro en un mercado de pulgas— se abordaron directamente
justo después del incidente. Jean Toche, nacido en Bélgica y cofundador del
Grupo de Acción de Arte Guerrillero, sostuvo que “El artista Tony Shafrazi ha
liberado el Guernica de sus cadenas de propiedad y lo ha devuelto a su verdadera
naturaleza revolucionaria”, mientras que un grupo de artistas, incluyendo a Yvon­
ne Rainer y Hans Haacke, afirmaron que Shafrazi había “buscado suprimir la li­
bertad artística de Picasso al infringir el derecho inviolable del artista a hacer una
afirmación sin unir censura, alertas, anexiones o parásitos”.41

38
Michael T. Kaufman, “‘Guernica’ Survives a Spray-Paint Attack by Vandal”, New York Times, 1 de marzo
de 1974. Véase Peter Moritz Pickshaus, Kunstzerstörer: Fallstudien: Tatmotive und Psychogramme, Reinbek bei
Hamburg, Rowohlt, 1988, pp. 41-64.
39
Christopher Finch, “Tony Shafrazi: The Gallerist as Artist, the Artist as Gallerist”, en Tony Shafrazi: Why
Not, catálogo de la exposición, Nueva York, Tony Shafrazi Gallery, 2012, pp. 5-8. Shafrazi comenzó a hacer
nuevas “tabletas” en 2011.
40
“Tony Shafrazi Interviewed by Ted Mooney”, Art in America, vol. 68, núm. 10, diciembre de 1980, pp.
15-16.
41
“Ad Hoc Artists’ Movement for Freedom”, folleto, 23 de febrero de 1974, transcrito en John Henry Merry­
man y Albert Elsen, Law, Ethics, and the Visual Arts, Filadelfia, University of Pennsylvania Press, 1987, vol.
1, p. 321 y “On the Arrest of Jean Toche”, Artforum, núm. 8, noviembre de 1974, apud, p. 322. Véase
también K. Stiles y Molly Renda, Jean Toche: Impressions from the Rogue Imperial Bush Presidency, catálogo de
la exposición, Durham, Duke University, John Hope Franklin Center, 2009.

77
Dario Gamboni

Toche parece haber sido el único que lamentó que se hubiera “[borrado] esta
obra de arte conceptual política, molesta y justificada, de Shafrazi-Picasso, que
denuncia todos los genocidios”.42 Aun así, Shafrazi era más artista que Gerard Jan
van Bladeren, el holandés que acuchilló Quién le teme al rojo, amarillo y azul III de
Barnett Newman, de 1967, en el Museo Stedelijk en Ámsterdam en 1986 y, once
años más tarde, Cathedra de Newman, de 1951, en el mismo museo. Mientras
que explicó su primer acto como una protesta contra la exclusión del arte realista
en los museos holandeses, comparó el segundo con gestos artísticos como el de
los “Conceptos espaciales” de Lucio Fontana, demostrando que él (o su abogado)
había aprendido de la discusión pública que provocó.43 Otros perpetradores se han
sentido alentados a sacar provecho retórico de la invitación a los espectadores a
participar, prevaleciente en la teoría del arte contemporáneo. En 1994, en la
Serpentine Gallery de Londres, un artista desempleado de Oxford, llamado Mark
Bridger, abrió la parte superior de Lejos del rebaño de Damien Hirst, una pecera de
formaldehido que contenía una oveja blanca y vertió tinta negra dentro, antes de
colgar un letrero con la inscripción “Oveja negra”.44 El día anterior, Hirst había
dicho al periódico The Mail on Sunday que no le importaba lo que las personas
pensaran de sus obras “con tal de que se involucraran”. En la corte, Bridger sos­
tuvo que “en términos del arte conceptual, la oveja ya había hecho su declaración”
y enfatizó que consideraba su intervención como una “contribución positiva”.45
Dos años más tarde, el artista sueco Felix Gmelin incluyó una versión de
Oveja negra en una exposición itinerante llamada Vándalos del arte. Tituló su pieza
Pintar el modernismo de negro, una frase tomada de un artículo de The Guardian que
definía la acción de Bridger y episodios similares como “la expresión pública de
una lucha interna entre los modernistas (o posmodernistas) y los tradicionalistas”.
Gmelin evi­tó tomar partido, al indicar que su obra era de “Damien Hirst (1994)
y Mark Bridger (1994)”.46 Desde entonces, han ocurrido varios ataques contra
el arte que afirman ser arte (a menudo performance).47 Un incidente sucedió en el

42
“Ad Hoc Artists’ Movement for Freedom”, op. cit.
43
D. Gamboni, The Destruction of Art…op. cit., p. 211; Jan van Adrichem (ed.), Barnett Newman: Cathedra,
catálogo de la exposición, Ámsterdam, Stedelijk Museum, 2001; recortes de periódico, archivos del Museo
Stedelijk, Ámsterdam.
44
Anthony Everitt, “Painting Modernism Black”, The Guardian, 16 de mayo de 1994.
45
Felix Gmelin, Art Vandals, catálogo de la exposición, Estocolmo, Riksutställningar, 1996, pp. 14-15;
Maeve Walsh, “It Was Five Years Ago Today: When Damien Hirst Put a Sheep in His Tank”, The Indepen-
dent, 25 de abril de 1999.
46
Véase Everitt, “Painting Modernism Black”, Gmelin, Art Vandals, p. 14.
47
Véanse D. Gamboni, “Image to Destroy, Indestructible Image”, pp. 125-127; Matt Shinn, “Blam! Pow!

78
Sesenta años de ambivalencia

Tate Modern en Londres el 7 de octubre de 2012, cuando Wlodzimierz Umaniec,


un polaco de 26 años, vandalizó el cuadro de Mark Rothko de 1958, Negro sobre
marrón al inscribir en la esquina inferior derecha las palabras “Vladimir/
Umanets/12//A Potential Piece ff Yellowism” [una pieza de ‘amarillismo’
potencial].48 El joven afirmó que admiraba a Rothko y que había incrementado
el valor del cuadro al agregar “algo nuevo”. Concebía el cuadro como “una plata­
forma” para el “amarillismo”, una noción insustancial que definió “ni arte, ni
antiarte”.49
El comentario de un crítico que dijo que “pintarrajear una obra de arte moder­
nista” es para un artista “un atajo hacia la notoriedad” parece justificado si se consi­
dera la gran proximidad que existe entre la fama y la infamia y agrega que la
observación no se restringe a los artistas.50 Las opiniones sobre la validez de cada
afirmación de poseer estatus artístico pueden variar, pero cuanto mayor sea la dife­
rencia entre la notoriedad del objetivo y del agresor, es más probable que éste se
beneficie de la visibilidad de aquél. Puede haber artistas serios con un interés soste­
nido en la destrucción del arte que recurran a actos espectaculares, como el artista
británico Michael Landy quien, nueve años después de desechar públicamente todas
sus posesiones en Break Down, transformó la Galería del Sur de Londres en un Ba-
surero de arte (2010) gigante, al que otros artistas, coleccionistas y el público en ge­
neral fueron invitados a contribuir.51 Sin embargo, los trucos publicitarios y las
afirmaciones espurias reciben más atención, como cuando el director de un museo
italiano de arte contemporáneo comenzó a quemar obras de su colección en protes­
ta por recortes presupuestarios o cuando un joven artista indio y su exposición de
imágenes homoeróticas fueron atacados por un individuo enmascarado mientras se
grababa, convenientemente, un video.52
Splat!”, The Guardian, 6 de noviembre de 2003; Katherine Concepcion, “Art Vandalism, or How I Learned
to Stop Worrying and Love the Art Attacks”, Burnaway, 2 de febrero de 2012.
48
Sam Marsden, Richard Alleyne y Nick Collins, “Rothko Vandal Arrested over Defaced Painting”, The
Telegraph, 8 de octubre de 2012; Anita Singh, “Man Admits Defacing Rothko Painting but Denies Van­
dalism”, The Telegraph, 8 de octubre de 2012.
49
“Man Who Defaced Mark Rothko Painting Jailed for Two Years”, The Star, disponible en: http://www.
thestar.com/entertainment/visualarts/2012/12/13/man_who_defaced_mark_rothko_painting_jailed_for_2_
years.html [consulta: 16 de marzo de 2013].
50
Alastair Sooke, un crítico del arte de The Daily Telegraph, citado en S. Marsden, R. Alleyne y N. Collins, op. cit.
51
Véase “Michael Landy: Art Bin”, SLG 26, Londres, South London Gallery, 2010; Marion Löhndorf, “Schei­
tern als Chance”, Neue Zürcher Zeitung, núm. 47, 26 de febrero de 2010, p. 55.
52
AFP, “Un musée italien brûle ses œuvres pour protester contre les coupes budgétaires”, Le Monde, 18 de
abril de 2012, http://www.lemonde.fr/culture/article/2012/04/18/un-musee-italien-brule-ses-uvres-pour-
protester-contre-les-coupes-budget-aires_1686894_3246.html [consulta: 30 de mayo de 2013]; “Artist
Balbir Krishan Attacked”, Lalit Kala Academi, Nueva Delhi, 5 de enero de 2012, YouTube, http://www.

79
Dario Gamboni

Esta evolución es resultado, en parte, de la creciente presencia de los medios


masivos y las redes sociales, con sus transformaciones técnicas, que han multipli­
cado la fascinación por y la eficacia de las imágenes de destrucción. El Estudio para
un fin del mundo núm. 2 de Tinguely, de 1962 fue comisionado por la nbc para un
noticiero semanal de televisión luego del éxito del Homenaje a Nueva York del
artista.53 Además, no debe subestimarse el papel que tuvieron las imágenes de la
caída de estatuas comunistas, en 1989 y después, al final de los regímenes que las
habían erigido.54 El recurso de los estadounidenses y británicos a la iconoclasia
durante la guerra de Irak, que culminó con el derrumbamiento de la estatua de
Saddam Hussein en la plaza Firdos el 9 de abril de 2003, fue un intento equivo­
cado de sacar provecho de este poder icónico y de la connotación revolucionaria,
y resultó ser aún menos exitoso cuando se hizo evidente que se ignoraban las
medidas mínimas necesarias para proteger el patrimonio cultural iraquí.55
La destrucción ha mostrado ser una herramienta más compatible en manos de
las partes más débiles, no institucionales, de los nuevos “conflictos asimétricos”,
puesto que no están obligadas por códigos legales y los objetivos dotados de valor
simbólico y psicológico producen mayor efecto con menor inversión militar.56
Esto lo demostró, de la forma más clara, el ataque del 11 de septiembre de 2001
al World Trade Center de Nueva York y su recepción.57 Minoru Yamasaki, el
arquitecto del complejo residencial público Pruitt-Igoe en San Luis, diseñó el
complejo del World Trade Center. Su construcción en 1966-1973 tuvo un efec­
to extremadamente destructivo en la parte baja de Manhattan. Así que cuando
las Torres Gemelas cayeron, los preservacionistas tuvieron la breve esperanza de
youtube.com/watch?v=LvcN0YxnKTs, retransmitido en http://www.hufftingtonpost.com/2012/01/06/
balbir-krish-an-gay-indian_n_1189480.html [consulta: 30 de mayo de 2013].
53
Véase Philipp Kaiser y Miwon Kwon (eds.), Ends of the Eath: Land Art to 1974, catálogo de la exposición,
Los Ángeles, Museo de Arte Contemporáneo, 2012.
54
Véase D. Gamboni, The Destruction of Art…, op. cit., pp. 51-90.
55
Véanse Peter G. Stone y Joanne Farchakh Bajjaly (eds.), The Destruction of Cultural Heritage in Iraq, Wood­
bridge, Boydell Press, 2008; Florian Göttke, Toppled, Rotterdam, Post Editions, 2010; Peter Maass, “The
Toppling: How the Media Inflated a Minor Moment in a Long War”, New Yorker, 10 de enero de 2011, pp.
42-53; Horst Bredekamp, Theorie des Bildakts: Frankfurter Adorno-Vorlesungen 2007, Berlín, Suhrkamp, 2010,
pp. 226-230.
56
Véanse Godehard Janzing, “Bildstrategien asymmetrischer Gewaltkonflikte”, Kritische Berichte, vol. 33,
núm. 1, 2005, pp. 21-35; D. Gamboni, “Targeting Architecture: Iconoclasm and the Asymmetry of Con­
flicts”, en Uwe Fleckner, Maike Steinkamp y Hendrik Ziegler (eds.), Der Sturm der Bilder: Zerstörte und
zerstörende Kunst von der Antike bis in die Gegenwart, Berlín, Akademie Verlag, 2011, pp. 119-137.
57
Véanse Angus Kress Gillespie, Twin Towers: The Life of New York City’s World Trade Center, Nueva York,
New American Library, 2002; Jean-Yves Andrieux y Frédéric Seitz, Le World Trade Center: une cible monu-
mentale, París, Belin-Herscher, 2002; Robert Bevan, The Destruction of Memory: Architecture at War, Londres,
Reaktion, 2006, pp. 61-65.

80
Sesenta años de ambivalencia

que el viejo tejido urbano se restableciera.58 Otro caso relacionado es el de la de­


molición, en marzo de 2001, de dos estatuas gigantes de Buda, del siglo v, en el
valle de Bamiyán, en Afganistán. Entre los numerosos factores que llevaron a la
decisión de los talibanes de destruir las estatuas fue su incapacidad de obtener
reconocimiento internacional y evitar las sanciones económicas impuestas por el
Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, dados sus vínculos con terroristas is­
lámicos.59 La destrucción de objetos defendidos por la “comunidad internacional”
como monumentos del “patrimonio cultural de la humanidad” refutó este estatus
y, por lo tanto, el orden mundial del que es parte; también afirmó la soberanía del
Talibán sobre Afganistán frente a Occidente y sobre el valle de Bamiyán frente a
sus habitantes, musulmanes chiítas de la etnia Hazara.

Dogmático
Podría parecer paradójico que algunas de las imágenes más infames y efectivas de
finales del siglo xx hayan sido producidas por iconófobos autoproclamados. Es
probable, sin embargo, que tales imágenes compartan, al menos en cierta medida,
la inversión en la causalidad que hemos notado: no son meramente el resultado,
o el producto secundario, de un arte destructivo, sino un componente esencial de
su razón de ser. Al comentar sobre la repetición constante del video de los dos
aviones estrellándose contra las Torres Gemelas, un periódico alemán declaró: “el
nacimiento de un icono a partir del espíritu de la repetición televisiva”.60 También
puede observarse que la demolición de las estatuas de Buda provocó que los nichos
de Bamiyán parecieran mihrabs gigantes —los nichos precedidos por un arco que
indican la dirección de la Meca en las mezquitas—, que se derivan de los nichos
utilizados tradicionalmente para alojar una estatua o imagen importante, con los
que se busca evocar, ex negativo, la omnipresencia de Dios.61

58
Véanse Robert Fitch, The Assassination of New York, Nueva York, Verso, 1993; Erc Darton, Divided We Stand:
A Biography of New York’s World Trade Center, Nueva York, Basic Books, 1999; Michael Tomasky, “The World
Trade Center: Before, During & After”, The New York Review of Books, 28 de marzo de 2002, pp. 17-20.
59
Véanse D. Gamboni, “World Heritage: Shield or Target?”, Conservation: The Getty Conservation Institute
Newsletter, vol. 16, núm. 2, 2001, pp. 5-11; Finbarr Barry Flood, “Between Cult and Culture: Bamiyan,
Islamic Iconoclasm, and the Museum”, The Art Bulletin, vol. 84, núm. 4, diciembre de 2002, pp. 641-659;
H. Bredekamp, op. cit., pp. 224-230.
60
Uwe Wittstock, “Bilder des Terrors. Terror der Bilder”, Die Welt, 15 de septiembre de 2001; H. Bredekamp,
op. cit., p. 228; Véase también Gerhard Paul, Bilder des Krieges. Krieg der Bilder. Die Visualisierung des modernen
Krieges, Paderborn, Schöningh; Zúrich, 2004.
61
Véase Jessamyn Conrad, “Absence as Presence: The Mihrab as a Means to and Metaphor for a Transcenden­
tal God”, artículo presentado en el XXXIII Congreso del Comité Internacional de Historia del Arte, Nu­
remberg, 15-20 de julio de 2012. La comparación entre los nichos vacíos de Bamiyán y un mihrab fue

81
Dario Gamboni

Aunque no es exclusiva de los monoteísmos, la historia de la iconoclasia tiene


conexiones cercanas con estas doctrinas y con lo que el egiptólogo Jan Assmann
ha llamado la “distinción mosaica”, es decir, la oposición fundamental entre Dios
y la religión verdadera, por un lado, y los ídolos falsos y las idolatrías o supersti­
ciones, por el otro.62 Las nociones de Assmann de “antirreligión”, “energía nega­
tiva” e “inversión normativa” pueden aplicarse fácilmente a las prácticas que se
oponen a las vanguardias modernistas y sus afirmaciones de posesión de la única
verdad. Muchos de los fanáticos modernistas (y posmodernistas) de la destrucción
en el arte rindieron homenaje a los precedentes religiosos. Jorn escribió que el arte
significa “deseo, entusiasmo, inspiración, incluso fanatismo e intolerancia” y ayu­
dó a distribuir en 1958 un volante situacionista en defensa de un vándalo del arte,
en el que afirmaba: “La libertad consiste, sobre todo, en la destrucción de ídolos
falsos”.63 En 1966, cuando el artista estadounidense, nacido en Lituania, George
Maciunas creó su primera “gráfica” de Fluxus sobre “su desarrollo histórico y re­
lación con los movimientos de vanguardia”, situó en los dos extremos cronológicos
la “iconoclasia bizantina” y los “Guardias rojos chinos”.64
En general —y podríamos añadir, por suerte— la política de los artistas se ha
restringido a las esferas artística y cultural, donde suelen encontrarse sus moti­
vaciones principales y objetivos centrales. En lo que concierne a la política en ge­
neral y la destrucción intencional, es posible que los movimientos islamistas
cons­tituyan la mayor amenaza al patrimonio, al condenar como idólatras prácti­
cas tradicionales como el culto a los santos y las tumbas, como se demostró en el
norte de Mali.65 Como en episodios iconoclastas anteriores, como la “lucha de las
imágenes” bizantina o la Reforma, los motivos y argumentos religiosos están
inextricablemente combinados con factores políticos, militares, económicos y
sugerida por los participantes en mi seminario de 2012, “Iconoclasm, Preservation and Museums” en la
Universidad Jawaharlal Nehru en Nueva Delhi, entre quienes Reza Hosseini enfatizó la importancia de los
vínculos históricos y emocionales entre las estatuas y la población local hazara.
62
Jan Assmann, Moses the Egyptian; The Memory of Egypt in Western Monotheism, Cambridge, Harvard University
Press, 1997; del mismo autor, Die Mosaische Unterscheidung oder Der Preis des Monotheismus, Múnich y Viena,
Hanser, 2003; traducción al inglés, The Price of Monotheism, Palo Alto, Stanford University Press, 2010.
63
Véanse K. Kurczynski, op. cit., p. 307 y la nota 84.
64
Reproducido en D. Gamboni, “Image to Destroy, Indestructible Image”, op. cit., pp. 112-113. Véase Astrit
Schmidt-Burkhardt, Maciunas’ Learning Machines: From Art History to a Chronology of Fluxus, Viena y Nueva
York, Springer, 2011. Sobre la política de Maciunas, véase Cuauhtémoc Medina, “The ‘Kulturboschewiken’
I: Fluxus, the Abolition of Art, the Soviet Union, and ‘Pure Amusement’”, Res: Anthropology and Aesthetics,
núm. 48, otoño de 2005, pp. 179-192.
65
Entre numerosos artículos de prensa, véase Emily Sharpe, “Priceless Heritage at Risk from Extremists”, The
Art Newspaper, núm. 236, junio de 2012, p. 34; Markus M. Haefliger, “Islamisten schänden Timbuktus
Gräber”, Neue Zürcher Zeitung, núm. 151, 2 de julio de 2012, p. 5.

82
Sesenta años de ambivalencia

culturales, de tal forma que comprender los eventos y las posibilidades de acción
requiere un amplio conocimiento empírico. En todo caso, es posible observar con
preocupación que los islamistas también acusan de idólatra a la “cultura del pa­
trimonio” moderna, cuya universalidad defienden organizaciones internacionales
como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la
Cultura (unesco), de tal forma que los esfuerzos de este organismo para poner
estos sitios en peligro bajo su protección corren el riesgo de volverlos así objetivos
aún más atractivos.66

Kinestésico
Puede parecer injusto poner la carga de tales asociaciones y responsabilidades
sobre lo que a menudo buscaba ser, en términos de otro autor de Modificaciones, el
italiano Enrico Baj, “un arte de negación, pero una negación que era sonriente y
jovial”.67 El psicólogo estadounidense Vernon L. Allen, coautor de una “teoría
estética del vandalismo en las escuelas”, alguna vez enfatizó lo que llamó el “com­
ponente hedonista del vandalismo”, y subrayó la importancia de la expectativa de
una persona tanto del placer que experimentará durante la destrucción como de
la “apariencia del objeto posdestrucción”.68 Propuso explicar la gran afinidad
entre el arte y la destrucción mediante el hecho de que “la transformación nove­
dosa del material en una nueva estructura activa el mismo conjunto básico de
procesos psicológicos tanto en los actos creativos como en los destructivos”.69
Dada la importancia del material y el proceso en el arte contemporáneo, no
cabe duda de que este elemento hedonista y estético ha contribuido al atractivo
de la destrucción, y que los componentes semánticos e ideológicos podrían actuar
como racionalización, además de motivación. En la instalación de video Ever Is
Over All de 1997 del artista suizo Pipilotti Rist, la destrucción de parabrisas de

66
Irina Bokova, Aurélie Filippetti y Bruno Maïga, “Nous reconstruirons les mausolées de Tomboctou”, Libé-
ration, 18 de febrero de 2013, p. 22; “L’UNESCO a élaboré une carte et un <<Passeport>> pour protéger
le patrimoine culturel du Mali”, http://whc.unesco.org/fr/actualites/981, último acceso 30 de mayo de 2013.
Véase también Markus M. Haefliger, “Die Rettung der Manuskripte von Timbuktu”, Neue Zürcher Zeitung,
137, 17 de junio de 2013, p. 35; Gamboni, “World Heritage: Shield or Target?”.
67
Véase Ellen Wardwell Lee, “Baj on Baj: An Interview with Enrico Baj”, en Enrico Baj: Selections from the
Milton D. Ratner Family Collection, catálogo de la exposición, Indianápolis, Indianapolis Museum of Art,
1978, citado en K. Kurczynski, op. cit., p. 302.
68
Vernon L. Allen y David B. Greenberger, An Aesthetic Theory of School Vandalism, Madison, University of
Wisconsin, 1977, y del mismo autor “Toward an Understanding of the Hedonic Component of Vandalism”,
en Claude Lévy-Leboyer (ed.), Vandalism: Behaviour and Motivations, Ámsterdam, Nueva York y Oxford,
North-Holland, 1984, p. 87.
69
Ibid., p. 80.

83
Dario Gamboni

coches se presenta como un acto feliz de descarga de energía que lleva a cabo una
mujer joven con un vestido de verano y zapatos de tacón rojos, ante la mirada
benevolente de un oficial de policía.70 El hecho que una mujer personifique la
autoridad del Estado y que el arma del acto de vandalismo sea una flor de tallo
largo, comparable a los antiguos tirsos de las ménades, indica que esta escena
fantástica sucede en un orden dionisiaco y matriarcal: el placer y la política no
pueden separarse. Esto también es cierto en el caso de los “Disparos” de Niki de
Saint Phalle, de 1961 a 1963, en los que la artista apareció con un disfraz inma­
culado, diseñado por ella, que evoca en la mente de sus colaboradores y especta­
dores a una vestal o a Diana cazadora.71
La idea de aplicar pintura y otros materiales al lienzo, cubrirlos de yeso y lue­
go disparar al resultado, para revelar así los elementos escondidos bajo la superfi­
cie, surgió de la yuxtaposición aleatoria en una exposición llamada Retrato de mi
amante, de Niki de Saint Phalle, en 1961; la pieza era una camisa del amante y
tenía una diana por cabeza a la que ella disparaba, mataba de manera ritual; así
como de una pieza monocroma en blanco del pintor holandés Bram Bogart.72 La
fascinación de las imágenes, la catarsis y la denuncia del poder patriarcal y polí­
tico —como los títulos, la iconografía y las declaraciones de la artista dejaron cada
vez más claro— tuvieron un papel, pero también el contexto de los performances
colectivos, cuasirrituales, la emoción de la violencia y la transgresión, y la sorpre­
sa de las metamorfosis instantáneas.
La casualidad —es decir, la delegación de la capacidad de actuar a los mate­
riales, las fuerzas físicas y los procesos— ha estado casi siempre involucrada en la
destrucción en el arte y, lógicamente, Gustav Metzger concibió el arte autocrea­
tivo al lado del arte autodestructivo. La delegación también podría extenderse a
los destinatarios, como en el caso de los clientes de la colección de muebles para
el hogar Do Create, de las compañías holandesas Droog Design y KesselsKramer
Publishing, que deben “interactuar y añadir su propia interpretación a cada pro­
ducto para hacerlo funcionar”.73 La silla Do Hit, por ejemplo, es un cubo de acero

70
Véase Anja Kregeloh, “Das Zerschlagen von Glas als künstlerischer Akt bei Adolf Luther, Jesse Magee und
Pipilotti Rist”, en U. Fleckner, M. Steinkamp y H. Ziegler, op. cit., pp. 237-252.
71
Tinguely, Rauschenberg y Ed Kienholtz estaban entre los asistentes. Véase Pontus Hultén (ed.), Niki de
Saint Phalle, catálogo de la exposición, París, Paris-Musées, 1992; Laurence Bertrand Dorléac, L’ordre sau-
vage: Violence, dépense et sacré dans l’art des anées 1950-1960, París, Gallimard, 2004, pp. 213-227; H. Brede­
kamp, op. cit., pp. 94-100.
72
Véase P. Hultén, op. cit., p. 160.
73
Linda Hales, “Hitting it Yourself: New Furniture Fun”, International Herald Tribune, 8 de mayo de 2001.

84
Sesenta años de ambivalencia

que se vende con un martillo. El catálogo Do, que afirma que “la destrucción
nunca ha sido tan satisfactoria”, sugiere a los compradores: “Golpee, aporree,
rompa todo lo que quiera”. Con la operación se busca convertir al cliente en un
“codiseñador” de la silla, pero el hecho de que un cubo que ya ha golpeado el
diseñador, Marijn van del Poll, se venda por 62 por ciento más pone en duda la
profundidad y el éxito de este ideal de participación.74

Ambiguo
Las fuerzas físicas que forman parte del proceso artístico incluyen la degradación
y la entropía, de tal forma que el recurso frecuente de los artistas de los últimos
sesenta años de emplear materiales efímeros y combinaciones inestables a menudo
está vinculado con la destrucción en el arte. Pueden mencionarse de nuevo dos
artistas suizos en este contexto: Dieter Roth, cuyas esculturas de chocolate han
desarrollado colores, superficies y olores extraordinarios con el tiempo, si no se
han de­sintegrado por completo, y Urs Fischer, cuya instalación fundente, Sin tí-
tulo, de 2011, combina imágenes de cera ardiendo para formar las esculturas de una
silla de oficina tamaño natural, de su amigo y colega Rudolf Stingel y de El rapto
de las Sabinas de Giambologna, de 1579-1583. Las obras de Roth y Fischer le
otorgan un nuevo significado al término “dimensiones variables” y mostraron ser
perfectamente adecuadas para la Bienal de Venecia de 2011 como evento cultural.75
Metzger, como hemos visto, buscaba demostrar “el poder del hombre para
acelerar procesos desintegradores de la naturaleza y ordenarlos”. En su novela de
1831, Notre-Dame de Paris, Víctor Hugo ya había actualizado la definición de
Ovidio del tiempo como el “devorador de las cosas” al añadir que el hombre su­
pera al tiempo en ese cometido, homo edacior.76 Este lema podría aplicarse a la obra
reciente de Jake y Dinos Chapman, en la que la capa final de las piezas parece
revelar una enfermedad interna, escondida, à la Dorian Gray o, de hecho, “acele­
rar los procesos desintegradores” que operan tanto en los cuadros viejos como en
los organismos vivos. En el siglo xvii, en el frontispicio de una colección de gra­
bados sobre las estatuas más famosas de Roma, el artista francés François Perrier

74
Droog, disponible en: http://www.droog.com/store/furniture/do-hit-chair---hit-by-van-der-poll/ [consul­
ta: 3 de marzo de 2013].
75
Sobre Roth y el desafío de la conservación, véase Heide Skowranek, “Die Bewahrung des Verfalls im Werk
von Dieter Roth”, en Angela Matyssek, Wann stirbt ein Kunstwerk? Konservierungen des Originalen in der Ge-
genwartskunst, Múnich, Silke Schreiber, 2010, pp. 87-104.
76
Víctor Hugo, Notre-Dame de Paris, Jacques Seebacher (ed.), París, Librairie Générale Française [1880], 1998,
p. 189 (III, 1); Ovidio, Metamorfosis, XV, p. 234.

85
Dario Gamboni

mostró al Padre Tiempo mordisqueando, literalmente, un fragmento antiguo;


este fragmento, el torso de Belvedere, Miguel Ángel lo había considerado de tal
perfección que se había rehusado a completarlo.77 El “diente celoso del tiempo”,
en otras palabras, podría mostrar ser creativo, a pesar de sí mismo, como lo reco­
nocerían los defensores futuros de las ruinas y “el valor de la antigüedad”.78 La
idea de una dependencia mutua entre la creación y la destrucción, encarnada en
el hinduismo en la imagen del Shiva Nataraja danzante y que Nietzsche retoma
en Así habló Zaratustra, fue popular entre los artistas revolucionarios del siglo xx.
Jorn declaró en 1959 que “sólo aquel que es capaz de desvalorizar puede crear
nuevos valores”, haciendo eco de la afirmación de Nietzsche, “y quien tiene que
ser un creador en el bien y en el mal: en verdad, debe ser antes un aniquilador y
quebrantar valores” y la de Mao, “no hay construcción sin destrucción”.79
La destrucción aparece, entonces, como una figura de dos caras —como el dios
romano Jano— o como el acertijo del pato y el conejo.80 Esta ambigüedad y osci­
lación se hace visible en varias obras. En el video Total de Dara Friedman, de 1997,
la artista se ve destruyendo una habitación de hotel, que se arma de nuevo cuando
el video corre en reversa.81 Este palíndroma temporal es significativo, puesto que
las nociones hindú y nietzscheana de “destrucción creativa” están basadas en una
concepción cíclica del tiempo, mientras que los artistas que están en deuda de
alguna forma con la tradición de la vanguardia han tenido que lidiar con un tiem­
po unidireccional de progreso. La flecha del tiempo también puede revertirse en
Dejando caer una urna de la dinastía Han de Ai si uno lee el tríptico de derecha a
izquierda, como caracteres chinos ordenados verticalmente. La mirada indiferente
del artista, dirigida al espectador, nos obliga a reflexionar sobre lo que vemos, lo

77
Véase Antoinette Le Normand-Romain, “Torse du Belvédère”, en Anne Pingeot (ed.), Le corps en morceaux,
catálogo de la exposición, París, Réunion des musées nationaux, 1990, pp. 99-116.
78
Véase Alois Riegl, “The Modern Cult of Monuments: Its Character and Its Origin”, 1903, en Nicholas
Stanley Price, M. Kirby Talley Jr. y Alessandra Melucco Vaccaro (eds.), Historical and Philosophical Issues in
the Conservation of Cultural Heritage, Los Ángeles, Getty Conservation Institute, 1996, pp. 69-83; Nikolaus
Pevsner, “Scrape and Anti-Scrape”, en Janet Fawcett (ed.), The Future of the Past: Attitudes to Conservation,
1174-1974, Nueva York, Whitney Library of Design, 1976, pp. 33-53, 154-155.
79
Jorn, “Peinture détournée”, París, Galerie Rive Gauche, 1959, citado en K. Kurczynski, op. cit., p. 310;
Friedrich Nietzsche, Also sprach Zarathustra, 1883-1885, en Karl Schlechta (ed.), Werke in drei Bänden, vol.
2, Múnich, Hanser, 1954, p. 372; P. Tinari, op. cit., p. 33. Véase también John Fisher, “Destruction as a
Mode of Creation”, Journal of Aesthetic Education, vol. 8, núm. 2, abril de 1974, pp. 57-64.
80
Véanse W.J.T. Mitchell, Picture Theory: Essays on Verbal and Visual Representation, Chicago, University of
Chicago Press, 1994, pp. 45-57; D. Gamboni, Potential Images: Ambiguity and Indeterminacy in Modern Art,
Londres, Reaktion, 2002, pp. 149-167.
81
Véase Amy Cappellazzo, Adriano Pedrosa y Peter Wollen, Making Time: Considering Time as a Material in
Contemporary Video & Film, Lake Worth, Palm Beach Institute of Contemporary Art, 2000.

86
Sesenta años de ambivalencia

que esperamos y lo que deseamos.82 El topos parásito por excelencia del vandalismo
artístico como arte todavía está en uso y a menudo merece el juicio amargo e iró­
nico que los hermanos Chapman tomaron de Goya: “¡Grande hazaña! ¡Con muer­
tos!” Sin embargo, en años recientes, en un momento en que el equilibrio entre la
creación y la destrucción en la “destrucción creativa” parece ser cada vez más
amenazador e inestable, ciertos artistas han transformado la destrucción de un
recurso en un tema, para parafrasear la definición de Bruno Latour del programa
de la exposición de 2002, Iconoclash: Beyond the Image Wars in Science, Religion, and
Art,83 para interrogar y evaluar “la devoción a la iconoclasia misma”.84
Los Vándalos del arte de Gmelin han sido parte de su reconsideración del radi­
calismo modernista, inspirado en objetivos personales, además de históricos. La
instalación robótica del canadiense Max Dean, Hasta ahora sin título, de 1992-1995,
pone al espectador en la incómoda situación de tener que decidir personalmente
el destino —triturar o archivar— de cada imagen en una serie de fotografías.85
En 2012, documenta (13) puso la destrucción, el trauma y la iconoclasia en el
centro de su examen de los rumbos actuales en el arte. Al reaccionar ante “un
incremento en la destrucción de la materialidad del arte en la era digital”, su
directora Carolyn Christov-Bakargiev dedicó la exposición a “la singularidad de
nuestra relación con los objetos” y la describió como un enigma o paradoja, “un
espacio de violencia y un espacio potencialmente sanador”.86 Incluyó obras de
Metzger y objetos de Bamiyán, entre muchos otros. El artista francés, nacido en
Argelia, Kader Attia, exploró la noción de “reparación” en una instalación titu­
lada La reparación desde Occidente de las culturas extra-occidentales y estableció para­
lelos entre las cirugías plásticas realizadas en los rostros de los soldados heridos
durante la Primera Guerra Mundial y las máscaras africanas reparadas ingeniosa­
mente en África, a menudo con materiales coloniales a la mano.87

82
Véase D. Gamboni, “Portrait of the Artist as an Iconoclast”, op. cit., pp. 87-88; P. Tinari, op. cit., pp. 33-34.
83
Iconoclash es un juego con las palabras iconoclasm (iconoclasia) y clash (choque). La segunda parte del título se
traduce como “Más allá de las guerras de imágenes en la ciencia, la religión y el arte”. [N. de la T.]
84
Bruno Latour, “What Is Iconoclash? Or Is There a World Beyond the Image Wars?”, en B. Latour y P.
Weibel, op. cit., p. 15.
85
Véase D. Gamboni, “Image to Destroy, Indestructible Image”, op. cit., pp. 127-128.
86
Jackie Wullschläger, “Vertiginous Doubt”, Financial Times, 19 de mayo de 2012, p. 12; volante de la
exposición documenta (13), 2012; Carolyn Christov-Bakargiev, On the Destruction of Art—Or Conflict and
Art, or Trauma and the Art of Healing, número 40 en la serie 100 Notes. 100 Thoughts, Ostfildern, Hatje
Cantz, 2012.
87
documenta (13): Das Begleitbuch/The Guidebook (Katalog/Catalogue, vol. 3), catálogo de la exposición, Ost­
fildern, Hatje Cantz, 2012, pp. 38-39.

87
Dario Gamboni

Pude ver una obra que aborda de forma comparable la violencia y la destrucción
en el bunker “reciclado” de la Segunda Guerra Mundial perteneciente a la Colec­
ción Boros en Berlín.88 Consiste en una carta pegada a la pared, un trozo de ma­
dera en un carrito de compras y una maleta de piel dentro de la que puede verse
otro trozo de madera, esculpido con el busto de un hombre barbado. Se me infor­
mó que el artista Dahn Vo había emigrado con su familia de Vietnam y había
terminado en Dinamarca, más por casualidad que de manera intencionada. Com­
pró una estatua de madera de San José en una tienda de antigüedades y la serruchó
en pedazos. La carta, originalmente escrita por un misionero francés a su padre en
la víspera de su martirio en 1861, fue copiada a mano por el padre de Dahn Vo.
La tortura y ejecución de misioneros —a menudo decapitados, en ocasiones des­
cuartizados— había constituido una razón o un pretexto para la intervención
colonial francesa en Vietnam y se decía que los cuerpos se lanzaban a los ríos para
evitar que se tomaran reliquias de ellos. Martirio y reliquia en uno, esta obra me
hizo ponderar su complicada reconstrucción.

88
Véase Christian Boros (ed.), Boros Collection / Bunker Berlin, Ostfildern, Hatje Cantz, 2009; Boros Foundation
(ed.), Boros Collection Bunker Berlin 2, Berlín, Distanz Verlag, 2013.

88
Textos recobrados

Política de la iconoclasia*
James Noyes**

Introducción
En 1919, como parte de otra jugada contra la religión, abrieron los ataúdes de los
“santos” medievales para exponerlos al escrutinio público. Los cadáveres eternamen­
te frescos de los santos, que despedían olor fragante y derramaban lágrimas, quedaron
a la vista como montoncitos de polvo y huesos. “El culto a los cadáveres y los mani­
quíes debe cesar”, decía la instrucción del Departamento de Justicia. Esta política
cesó su vigencia cuando, en enero de 1924, Lenin sufrió el ataque fatal. Importaron
un poderoso refrigerador desde Alemania y la Comisión de Inmortalización trabajó
sin cesar durante seis meses, vigilando con aprehensión el moho que se formaba sobre
los dedos y la nariz de Lenin. La ciencia hizo incorruptible el cadáver, que fue vene­
rado como un icono.
Martin Amis, Koba the Dread: Laughter and the Twenty Million1

La destrucción de la imagen va de la mano de la construcción del Estado, por Estado


me refiero a la “oficialidad” que, según Weber, administra la extinción de comunida­
des y rituales, al considerarlos tradicionales, supersticiosos e idolátricos. Weber
afirmaba que esta fusión de administración con destrucción es característica del
Oc­cidente cristiano, en particular en los territorios protestantes de Alemania, Gran
Bretaña y Estados Unidos. No obstante, la historia de la iconoclasia muestra que la
des­trucción de santuarios, tumbas y objetos sagrados también ha conformado el mun­
do islámico y el desarrollo de territorios como Bosnia Herzegovina, Irak y Arabia

* Traducción del inglés de Mauricio Sanders.


** James Noyes (doctor por la Universidad de Cambridge) es autor de The Politics of Iconoclasm. Religion, Vio-
lence and the Culture of Image-Breaking (2013) editado por I.B. Tauris. Actualmente se desempeña como
consultor para varias agencias gubernamentales.
1
Martin Amis, Koba the Dread: Laughter and the Twenty Million, Londres, Jonathan Cape, 2002, p. 58.

89
James Noyes

Saudita. La iconoclasia ha sido un rasgo de la formación de la historia tanto cristia­


na como islámica, atravesando las fronteras de la religión, la cultura y la política.
Los historiadores describen la oleada de los llamados ataques calvinistas contra
las imágenes y las construcciones religiosas, ocurrida en el siglo xiv, como algo
que sucedió en paralelo (y que en ocasiones precipitó) el surgimiento de un con­
junto de términos que describían a la nueva clase política que operaba al interior
del Estado. Narrar la iconoclasia de la Reforma como un acontecimiento político
no es original en sí mismo, tampoco lo son los relatos acerca de los ataques waha­
bitas en ciudades como La Meca y Kerbala, que tuvieron lugar en los siglos xviii
y xix y que vinculan la iconoclasia con la construcción de nuevos territorios árabes
en el siglo xx. No obstante, por razones historiográficas comprensibles, los his­
toriadores han esquivado la tarea de traducir estos relatos en un estudio compa­
rativo de la iconoclasia cristiana e islámica y su relación con el Estado moderno.
Académicos como Besançon, Gamboni y Latour, al escribir vastos estudios com­
parativos de la iconoclasia, han producido básicamente narrativas de filosofía e
historia del arte. Se han quedado cortos al momento de presentar el relato explí­
citamente político del tema. En este artículo, pretendo realizarlo, comparando las
formas tempranas de destrucción de imágenes entre cristianos y musulmanes a
través del prisma político del presente.

El becerro de oro
Iconoclasia es un término controvertido2 con un complejo significado teológico,
cultural y político. Desde su origen en la Escritura, el término ha estado sujeto a
debate. La palabra inglesa iconoclast, registrada en 1595, proviene del griego eikon
y klastes a través de la palabra francesa iconoclaste: en consecuencia, la palabra se
define como “destructor o quebrantador de imágenes” (eikon se traduce como ima­
gen y no como icono). El Oxford English Dictionary define la palabra como “aquel
que tomó parte o apoyó un movimiento de los siglos viii y ix, que pretendió acabar
con el uso de pinturas e imágenes en el culto religioso en las iglesias del Oriente
cristiano; de ahí, se aplica por analogía a los protestantes de los siglos xvi y xvii
que también participaron en la destrucción de iglesias”. Esta confusión de signifi­
cados resultó en una definición del término “iconoclasia” según la cual destruir
ídolos, destruir iconos y romper imágenes típicamente quiere decir lo mismo. Esto
resultó en un desorden semántico que resulta evidente al preguntar por qué no

2
Iconoclasm: Contested Objects, Contested Terms, Stacy Boldrick y Richard Clay (eds.), Aldershot, Ashgate, 2007.

90
Política de la iconoclasia

surgió la palabra idoloclasia como respuesta a la veneración de ídolos o eidolon latria,


y que se complica todavía más al considerar el hecho de que, aunque se usa icono­
clasia para describir la destrucción de imágenes entre los musulmanes, tal término
no existe en lengua árabe.
A pesar de estas preguntas, Besançon afirma que, si bien la etimología es
compleja, “la palabra ‘ídolo’ adquirió un significado estable y preciso por medio
del uso: se trata de la imagen, estatua o símbolo de un dios falso”.3 De acuerdo
con este significado, también se puede dar un sentido estable al término icono­
clasia: describe el ataque contra un objeto físico, que a menudo acaba en su des­
trucción, trátese de una estatua, una pintura, un sepulcro, un edificio o un objeto
natural, un árbol por ejemplo, cuando se cree que posee una especie de poder
espiritual o significado sagrado y se adora en lugar del Dios verdadero; esto es, la
iconoclasia es la destrucción de un ídolo. Dentro de la tradición de Abraham,
compartida por judíos, cristianos y musulmanes, la historia del becerro de oro
contiene el momento en el cual las Escrituras definen el rechazo de los ídolos, que
es ampliamente compartido.
Para los cristianos, la historia del becerro de oro aparece en el libro del Éxodo.
Después de que Moisés los liberó de la esclavitud en Egipto, los judíos escaparon
cruzando el Mar Rojo y sufrieron lo que se describe como la prueba de atravesar el
desierto con la esperanza de alcanzar la Tierra Prometida; en estas circunstancias,
Moisés recibió las Tablas de la Ley, que contenían el siguiente mandamiento. “No
tendrás otros dioses delante de mí. No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo
que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No
te inclinarás ante ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte y celoso”.4
Moisés recibió este mandamiento en el Monte de Dios, alejado de los demás
en el desierto, separado por nubes y fuego durante cuarenta días, por lo cual el
Dios incognoscible permaneció en la invisibilidad. No obstante, en su ausencia
los israelitas, junto con Aarón su hermano, erigieron un becerro de oro para ado­
rarlo: “Y dijo el Señor a Moisés […] ¡Qué pronto se apartaron de la forma en que
les ordené que vivieran! Fundieron oro y se hicieron un becerro, y se inclinaron
ante él y le ofrecieron sacrificios. Andan diciendo: ‘Oh Israel, estos son tus dioses
que te sacaron de la tierra de Egipto’”.5

3
Alain Besançon, The Forbidden Image: An Intellectual History of Iconoclasm, Jane Marie Todd (trad.), Chicago,
University of Chicago Press, 2000, p. 65.
4
Éxodo, 20, 3-5.
5
Éxodo, 32, 7-8.

91
James Noyes

Se supone por lo general que la estatua del becerro de oro representaba a Apis,
dios egipcio asociado con la fertilidad y la protección de los muertos. Cuando los
israelitas rendían culto a dicho objeto, no manifestaban únicamente falta de fe en
ausencia de Moisés y desobediencia al mandamiento de las imágenes hechas por la
mano del hombre, sino también a las prácticas religiosas de los opresores. En pala­
bras de Thomas Hobbes, los israelitas recayeron en la idolatría de los egipcios y, así
haciendo, se rebelaron en contra del Dios Verdadero.6 El Éxodo relata esta recaída,
diciendo que puso en riesgo la Alianza con Dios; por lo tanto, en el contexto de la
Tierra Prometida, representa un error de geopolítica tanto como un error religioso.
La rebelión idolátrica es tan crucial que significa una apostasía y se enfrenta con
violencia: el Dios celoso amenaza con exterminar a su pueblo como castigo, pero
Moisés intercede y, como concesión, tres mil de los adoradores del becerro cayeron
muertos al instante. El momento en el cual Moisés intercede está en el centro de
las diferencias entre judíos y musulmanes. Para un judío, señala la continuación del
viaje hacia la Tierra Prometida; para un musulmán, marca el colapso de la Alianza.
Esta diferencia, variación tribal sobre un mismo relato, es fundamental para com­
prender el significado político del becerro de oro. Como indica Besançon, forma
parte de la historia de un pueblo que Dios “eligió y separó del resto de las nacio­
nes. Entre esas naciones y ese pueblo se levantaba el escollo de la Torá”.7
Para el Islam, la prohibición contra las imágenes relata la misma historia del
Éxodo:

Y así fue que Musa [Moisés] vino a ustedes con pruebas claras, pero ustedes adoraron al bece­
rro después de su partida y ustedes se hicieron [idólatras y malhechores]. Y [recuerden] cuan­
do Nos aceptamos su alianza y Nos los levantamos por encima del Monte [diciendo]:
“Sostengan firmemente lo que Nos os hemos dado” y escuchen [Nuestra Palabra]. Ellos dije­
ron: “Escuchamos y desobedecimos”. Y en sus corazones absorbieron [la adoración del becerro]
por causa de su incredulidad.8

Como la Biblia de cristianos y judíos, el Corán describe la adoración del becerro


de oro en desafío a Moisés; no obstante, más que representar con este acto un
capítulo en su viaje como el pueblo elegido de Dios, el Corán muestra en este acto
la idolatría de los israelitas (que “absorbieron” el becerro) y el rompimiento de la
Alianza de Abraham.
6
Thomas Hobbes, Leviatán, Nueva York, Norton, 1977, p. 90.
7
A. Besançon, op. cit., p. 69.
8
Corán, 2, 92-93.

92
Política de la iconoclasia

El pueblo de la Escritura [los judíos] te piden que hagas descender sobre ellos un libro desde
los cielos. Por supuesto, le pidieron a Musa mucho más, pues le dijeron: “Muestra a Alá ante
el pueblo”, pero entonces cayeron relámpagos y truenos a causa de su maldad. Entonces ado­
raron al becerro de oro, incluso después de tener pruebas, evidencias y señales que se les habían
enviado. [Incluso así] Nos los perdonamos. Y Nos dimos a Musa claras señales de autoridad.
Y a causa de la alianza, Nos los alzamos sobre el Monte y [en otra ocasión] Nos dijimos:
“Entren por las puertas postrados con humildad” y Nos les ordenamos: “No cometan trans­
gresión [al realizar trabajos mundanales] en Sábado”. Y Nos hicimos con ellos firme alianza.
A causa de su rompimiento con la alianza, y porque rechazaron el Ayat [pruebas, signos,
evidencias] de Alá y porque mataron injustamente a los Profetas [Jesús] y porque dijeron:
“nuestros corazones están cubiertos”, así Alá selló sus corazones a causa de su incredulidad,
para que no crean sino tan sólo un poco.9

Por lo tanto, estos versos coránicos comparten la misma prohibición de la idolatría


que el Éxodo, si bien con distintas consecuencias tribales. También introducen el
primer pilar del Islam: la Shahada, la declaración de que “No hay más Dios que
Dios y Mahoma es su profeta” adoptada a partir de la Surah al-Baqarah (“Y su
Dios [wa ilahukum] es un Único Dios [il-Lahun Allah] […] no hay otro Dios
sino Él [la ilaha illa Huwa])”.10 El Corán menciona la Shahada en veintinueve
ocasiones y Alá es descrito como “la única divinidad” trece veces,11 usualmente
en referencia a la Alianza entre Dios e Ibrahim (Abraham), relacionada con la
construcción de la Kaaba, que fue destruida por sus descendientes los israelitas.
Surah al-Baqarah describe como “esta [sumisión a Alá (Islam)] fue legada por
Ibrahim a sus hijos y por Yaqub [Jacob], diciendo: ‘¡O, mis hijos! Alá los eligió
para la fe [verdadera], así que no mueran como musulmanes’”, pero los judíos,
nación que pasó, no escucharon. El mundo árabe solía describir a los judíos, y con
el paso del tiempo también a los cristianos, como mushrikrun, aquellos que caen
en el shirk o asociacionismo (palabra que se suele traducir como idolatría): “Ellos
dicen, ‘Sean judíos o cristianos, entonces serán guiados?. Respondan: ‘No, [noso­
tros] seguimos únicamente la fe de Ibrahim, el Hanif [el monoteísmo según el
Islam], y él no formaba parte de los al-Mushrikun’”.12 Como tales, se describe a
los musulmanes como aquellos que observan la verdadera fe de la Alianza entre
Dios y Abraham, a causa del asociacionismo o idolatría de judíos y cristianos, al

9
Corán, 4: 153-155. La “muerte de los profetas” se refiere a la ejecución de Isa (Jesús).
10
Corán, 2, 163.
11
Ron Geaves, Aspects of Islam, Londres, Ashgate, 2005, p. 41.
12
Corán, 2, 132; 2, 134; 2, 135.

93
James Noyes

vincular con el shirk a “quienes no creen [kufr] entre los pueblos del Libro”13 y al
afirmar que “Ibrahim fue un fiel musulmán y no era de los al-Mushrikun”.14
De acuerdo con el Corán, el ídolo que conduce a la adoración de dioses falsos
a quienes podrían ser musulmanes representa una corrupción ontológica. A la
Shahada 2:163 sigue una descripción de la creación de Dios, el argumento de la
creación da prueba por sí mismo de la naturaleza divina y, por último, afirma que
la idolatría es la corrupción del lazo entre Creador y criatura:

En verdad, al crear cielos y tierra, al hacer alternar noche y día, en los navíos que surcan los
mares con aquello que los hombres necesitan, y con el agua que Alá envía desde el cielo y vi­
vifica la tierra después de que estuvo muerta, y con las criaturas semovientes de toda especie
que Él ha dispersado por doquier, y en el deambular de vientos y nubes que cuelgan entre el
cielo y la tierra, en eso ciertamente está el Ayat [los signos] para la gente de razón.
Y entre los hombres hay quienes eligen [para adorar] a otros que son rivales de Alá. Y los
aman como aman a Alá. Pero los creyentes aman más a Alá.15

Más tarde se repite la denuncia contra la adoración de los rivales de Alá, pero esta
vez con referencia a las tradiciones árabes, además de a los judíos. A la vez que
4:153 describe el incidente del becerro de oro y el rompimiento de la Alianza de
Abraham, la proclamación de ciertas leyes en 5:3 y 5:90 también prohíben la
práctica árabe de utilizar flechas para buscar buena suerte, y 53:19 se refiere a la
adoración de al-Lat, Al-Uzza y Manat,16 ejemplos de deidades de la Arabia pre-
islámica (jahiliyyah). Además, el Corán condena a los cristianos, al describirlos
como aquellos que asocian a Isa (Jesús) con Dios, pues “Alá dirá [en el día de la
Resurrección]: ‘¡O, Isa, hijo de Mariam! ¿Acaso dijiste a los hombres: Adoradme
a mí y a mi madre como dos dioses aparte de Alá?’ Él responderá: ‘¡Gloria a ti!
No soy nadie para decir lo que no tengo derecho [a decir]. Si hubiera dicho tal
cosa, seguramente Tú lo hubieras sabido. Tú sabes lo que hay adentro de mí,
aunque yo no soy lo que hay dentro de Ti’”.17 De esta manera, se presenta el Islam
como el cumplimiento de la Alianza que Dios hizo con Abraham, pues sólo éste
mantiene la unidad de Dios, y el Corán está estructurado en torno a la distinción
entre creyentes, los musulmanes, e infieles, sinónimo de “asociadores” o mushrikun,
13
Corán, 2, 105.
14
Corán, 3, 67.
15
Corán, 2, 164-165.
16
Corán, 53, 19-20, 23: “¿Han ustedes pensado en al-Lat y al-Uzza y Manat, el tercero? […] Todos son nom­
bres que usan para nombrar ustedes y sus padres, para los cuales Alá no ha dado mandamiento alguno.
17
Corán, 5, 16.

94
Política de la iconoclasia

entre quienes se incluyen paganos, cristianos y judíos; a su vez, esta división ex­
plica por que está prohibido visitar La Meca a quienes no son musulmanes, pues
como afirma el Corán “los al-Mushrikun son impuros. Así pues, no se les permita
acercarse a la mezquita en La Meca [al-masjid al-haram]”.18
La historia del becerro de oro muestra que judíos, cristianos y musulmanes
comparten una parte significativa de la comprensión del Dios verdadero de acuer­
do con las Escrituras, a pesar de las diferentes interpretaciones de la Alianza de
Abraham y las divisiones surgidas en la identidad religiosa como consecuencia de
estas interpretaciones. Así pues, el acercamiento de cristianos y musulmanes a
conceptos como idolatría, objeto prohibido y adoración puede compararse y con­
trastarse. Las Escrituras también revelan la división de la identidad tribal con base
en diferencias sobre estas interpretaciones religiosas. A partir de la división tribal,
se hacen aparentes los primeros signos de organización social, por ejemplo, en la
fe en una Tierra Prometida o en separar a los al-Musrikun de la mezquita en La
Meca. Este detalle no es insignificante: la idea de una identidad tribal, en otras
palabras, la delimitación de la ley, la definición del territorio, la fe en una tierra
santa y la noción de un destino compartido, se construye sobre la base de la des­
trucción de los ídolos, así como la construcción territorial establece un vínculo
entre su existencia religiosa y su existencia política. Esta es la dialéctica que ese
encuentra en el núcleo de la política de la iconoclasia: desde que fue articulada
por primera vez en la historia del becerro de oro, ha persistido hasta el presente a
través de una vasta gama de tradiciones islámicas y cristianas.

Imagen-icono-ídolo
Históricamente, tanto la Iglesia Católica Ortodoxa como el catolicismo romano
comparten buena parte del discurso en cuanto a las imágenes religiosas, de acuerdo
con el cual se describen los iconos con cinco atributos principales. Primero, existen
como emblema de la ortodoxia. Segundo, este emblema está estrechamente relacio­
nado con la encarnación, lo cual le otorga propiedades milagrosas a los ojos de los
fieles. Tercera, se considera que el icono, en cuanto emblema de la encarnación de
Cristo, mantiene las tradiciones de la Iglesia. Cuarto, esta creencia se expresa en
prácticas que involucran reliquias y actos de peregrinación. Y quinto, igual que
con reliquias y peregrinajes, la función del icono como emblema de la encarnación
y de las tradiciones de la ortodoxia sirve para fortalecer la autoridad de la Iglesia.

18
Corán, 9, 28.

95
James Noyes

La siguiente historia resulta muy útil para ilustrar estos cinco atributos. Tras
catorce años en restauración, la representación que Miguel Ángel hizo del Juicio
Final fue develada en Roma en abril de 1994. Siete siglos de humo de veladores
y barniz ensuciaron los muros de la Capilla Sixtina, con lo cual el fresco se ganó
la reputación de ser la maravilla umbrosa del Vaticano. Ciertos críticos afirmaron
que, al retirar la pátina, la obra original podía sufrir daños. No obstante, para otros
se le brindaba nueva fuerza.19 El papa Juan Pablo II era de esta opinión y en la
misa que siguió a la develación del fresco, explicó por qué el Vaticano invirtió en
el proyecto. Comenzó diciendo que se debían celebrar las imágenes restauradas,
pues nos animan “a reafirmar nuestra adhesión al Cristo resucitado” y, por lo
tanto, no sólo son importantes para la historia del arte, sino que se encuentran “en
el centro de la cuestión teológica” en torno a la representación y adoración de
Dios.20 Al hacer referencia al Antiguo Testamento y al Islam, Juan Pablo reiteró
que el catolicismo rechaza la adoración de imágenes hechas por el hombre. No
obstante, al mismo tiempo se hizo esta pregunta:

¿Que hay de la gratitud del alma hacia el Dios invisible que concede al hombre el poder para
representarlo de manera visible? El icono no solamente es una obra de arte pictórico. En cier­
ta manera, es como un sacramento de la vida cristiana, pues hace presente el misterio de la
encarnación. En el icono, el misterio del Verbo encarnado se refleja de manera siempre nueva
y el hombre, autor a la vez que participante, se alegra ante la visión de lo Invisible. 21

Definido de esta manera, el icono representa para los católicos la unidad de Dios,
a quien Agustín describió como “el Supremo Artista”,22 con un Cristo que afirmó
“todo el que me ha visto ha visto también al Padre”23 y un Adán que fue creado
a semejanza de su Creador.24 El fresco de Miguel Ángel es antropomórfico en la
medida en que “la Capilla Sixtina no es sino el santuario de la teología del cuerpo
humano”, si se puede decir de esta manera.25 Así pues, los términos del icono

19
Para un recuento de la controversia en torno a esta restauración, véase Loren Partridge, Michelangelo: The Last
Judgment. A Glorious Restoration, Nueva York, Abrams, 2000.
20
Juan Pablo II, “Celebration of the Unveiling of the Restoration of Michelangelo’s Frescoes in the Sistine
Chapel”, Vatican Homilies, 1994, disponible en: http://tinyrul/john-paul-michelangelo
21
Idem.
22
San Agustín utilizó este término al debatir sobre la resurrección del cuerpo en el Libro 22, Capítulo 14 de
Concerning the City of God Against the Pagans, Henry Betterson (trad.), Londres, Penguin, 1972, p. 1055.
23
Jn, 14, 8-10.
24
Gn, 1, 24-27: “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza”, y Gn 5,1: “Dios creó al hombre, a semejan­
za de Dios lo hizo.”
25
Juan Pablo II, “Letter to Artists”, Vatican Letters, 1999, disponible en: http://tinyrul/john-paul-artists

96
Política de la iconoclasia

quedan conformados: la “teología del cuerpo humano”, que Juan Pablo II profe­
só, encapsula un tradición que liga imagen, creación y creatividad.
El ejemplo ilustra los cinco distintos atributos que, como sugerí, son de impor­
tancia crucial para describir los iconos a lo largo de la historia. En primer lugar está
su asociación con la ortodoxia. Si bien controvertido, el término sigue apuntando
de forma coherente hacia aquellas tradiciones religiosas que, sean de la Iglesia Ca­
tólica Ortodoxa o del catolicismo romano, preservan el uso de imágenes para la
veneración de acuerdo con, según afirman, la práctica de algunas de las tradiciones
cristianas más tempranas. Desde los tiempos de Juan Damasceno, apologista orto­
doxo del siglo vii, esta oposición se distingue de la iconolatría (la adoración de las
imágenes por sí mismas). Por ejemplo, un historiador del siglo xix, al escribir sobre
Juan, asoció los símbolos del pez que se encontraron en las catacumbas de Roma
con un “instinto natural” que buscaba preservar la tradición de la Iglesia, haciendo
la distinción con palabras que escribió Gregorio Magno en el siglo vi: “Nosotros
tampoco nos postramos ante las imágenes como si se tratara de la Deidad; adoramos
a Dios, a quien el símbolo representa ante nuestra memoria”.26 En consecuencia, el
icono funciona como instrumento de la tradición ortodoxa al igual que lo hace una
devoción, considerada por los fieles como emblema de la continuidad de la Iglesia.
La ortodoxia afirma la línea ininterrumpida que conecta las Escrituras con la
tradición. Para un fiel como Juan Damasceno, en las Escrituras las imágenes
quedan justificadas y las justificaciones se pueden encontrar por toda la Biblia.
Incluso en el contexto del Segundo Mandamiento y el becerro de oro, hay pasajes
que describen el Arca de la Alianza con ornamentos de querubines de oro;27 más
aún, Dios ordena a Moisés que haga una efigie para curar a los israelitas en el
desierto. “Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó sobre un báculo y así

26
J.H. Lupton, St. John of Damascus, Londres, Society for Promoting Christian Knowledge, 1882, pp. 51-52.
Desde la Iglesia primitva, la tradición ortodoxa sostiene la distinción entre dramatizar la adoración y la
idolatría. Esta distinción se basa en “la doctrina del prototipo, la cual se originó con San Basilio y declara
que la veneración que se brinda a una imagen no queda en la imagen sino que se dirige hacia aquello repre­
sentado por la imagen, es decir, el prototipo”; véase Bryan D. Mangrum, en la “Introducción” en Bryan D.
Mangrum y Giuseppe Scavizzi (eds.), A Reformation Debate: Karlstadt, Emser, and Eck on Sacred Images. Three
Treatises on Translation, Toronto, Dovehouse, 1991, p. 8. Resuena aquí “la justificación clásica de San Jeró­
nimo, para quien tal culto era válido, pues las reliquias no se veneraban por sí mismas, sino que eran una
ayuda para la veneración de los mártires”; véase Jonathan Sumption, Pilgrimage: An Image of Mediaeval Re-
ligion, Londres, Faber, 2002, p. 22. Según Davies, para los peregrinos cristianos, “incluso cuando se dirigían
al sepulcro de un santo, no se perdía la naturaleza cristocéntrica de su devoción, pues todos los santos son
importantes tan sólo en cuanto son ejemplo de las diversas maneras de imitar a su señor”; véase J.G. Davies,
Pilgrimage Yesterday and Today: Why? Where? How?, Londres, scm, 1988, p. 2.
27
Éxodo, 25, 17-22.

97
James Noyes

fue que, si una serpiente mordía a un hombre, al ver la serpiente de bronce, éste
vivía”.28 Juan interpretó estos pasajes de manera que conectaban el icono con la
descripción de la encarnación como Verbo encarnado, que aparece tanto en la Torá
como en el Nuevo Testamento.29 En los tres libros de Apologetic Treatises against
those Decrying the Holy Images, afirmó que “rechazar los iconos es rechazar la
encarnación”30 y que “nunca cesaría de honrar la materia terrenal por medio de la
cual se llevó a cabo su salvación”.31 Este argumento, presentado para rebatir los
conceptos maniqueos sobre la corporalidad de Cristo, promovieron la creencia de
que la presencia física de Cristo no solamente anulaba la prohibición mosaica en
contra de los falsos dioses, sino que también proporcionaba a sus seguidores una
imagen sagrada que podían adorar.32
Como la Iglesia primitiva usó imágenes para explicar la Escritura en forma de
tradiciones ortodoxas, quedó conformada la creencia en sus propiedades milagro­
sas. Por ejemplo, muchos católicos afirman que San Lucas pintó un retrato de
Cristo que se encuentra en la Santa Scala de Roma. Se considera que la imagen es
acheiropoieta (no hecha por la mano del hombre), al igual que otros famosos
ejemplos, como el Velo de la Verónica, el Lienzo de Edesa o la Sábana Santa de
Turín. Edesa fue particularmente importante para Juan Damasceno. Se relacio­
naba con la historia del rey Abgaro, quien pidió a Cristo que visitara su reino; si
bien Cristo no aceptó, apretó un pañuelo contra su rostro y envió a Edesa la ima­
gen que ahí quedó impresa. Algunos consideran esta imagen como la original
Sábana Santa de Turín, cuyos primeros registros la ubican en ese lugar antes de
que los cruzados la llevaran a Saboya.33 La historia ilustra cómo, a menudo, se
atribuyen propiedades religiosas a imágenes, iconos y acheiropoieta, en apoyo de
quien busca erigirse como autoridad política; así, dichas imágenes se convirtieron
en emblema de los reinos. Un reino caía o triunfaba con el emblema, la declaración
de ortodoxia que explica la historia de un gobernador de Damasco que, al enfren­
tar en 624 un ataque del ejército musulmán, elevó sobre la ciudad un gigantesco
crucifijo y colocó a sus pies el Nuevo Testamento y una imagen de Jesucristo.34
28
Números, 21, 9.
29
Jn, 1, 14.
30
Graham Ward, “The Beauty of God”, en John Milbank, Graham Ward y Edith Wyschogrod (eds.), Theo-
logical Perspectives on God and Beauty, Londres, Continuum, 2003, p. 38.
31
J.H. Lupton, op. cit., pp. 54-55.
32
“De fide Orthodoxa”, en San Juan Damasceno, On Holy Images: Followed by Three Sermos on the Assumption,
M.H. Allies (trad.), Londres, Thomas Baker, 1899.
33
V. Ian Wilson, The Turin Shroud, Londres, Penguin, 1979.
34
J.H. Lupton, op. cit., p. 17.

98
Política de la iconoclasia

Al asociar iconos y milagros se fomentaba la designación de algunos sitios para


la veneración. Por medio de la asociación de un objeto taumatúrgico —sea el
miembro amputado de un santo, acheiropoieta o una imagen sobre un pañuelo—
con un lugar, el argumento ortodoxo para el icono se hacía equivalente al de las
reliquias y la peregrinación, pues se conjugaban los temas teológicos de la corpo­
reidad de Dios, de su representación y de su mediación. Así pues, para el histo­
riador de la iconoclasia la cuestión del territorio sagrado y la peregrinación se
vuelve relevante para la teología de la imagen. Simon Coleman, sociólogo de la
religión, describe el peregrinaje de esta manera: “Al regresar, los peregrinos con
frecuencia traían un recuerdo del lugar, como prueba de haber completado la
travesía y como manifestación física del carisma del centro sagrado. De esta ma­
nera, el paisaje sagrado se vuelve difuso y incluso permea la vida cotidiana de
aquellos que nunca han estado en, por decir, La Meca o Jerusalén”.35
El paisaje sagrado, según los términos weberianos que usa Coleman, hace
tangible su carisma, se percibe “no sólo en sedes fijas de modo permanente, como
santuarios o templos, sino también en objetos muebles como amuletos, reliquias
e incluso personas sagradas”,36 objetos que Santo Tomás de Aquino describe como
“los miembros de Dios”.37
Por lo tanto, a mayor concentración de núcleos de reliquias, santos y mitos en
un sitio en particular, mayor la santidad de ese lugar en tanto destino para los
peregrinos. Para un fiel ortodoxo, el sitio contiene santidad según la manera en
que el icono lo representa, pues ambos existen como señales físicas para la vene­
ración. En muchos lugares ni siquiera es necesario que haya ocurrido un milagro,
porque basta para realzar la reputación del sitio con la presencia de la extremidad
del que alguna vez fuera un cuerpo santo que realizaba milagros. Después de las
cruzadas, restos de santos, trozos de la vera cruz y ropajes de María y los discípulos
adornaban iglesias y monasterios en ciudades, pueblos y villas a lo largo y ancho de
Europa.38 Con los objetos llegaron peregrinos en migración, comercio y afirma­
ciones de supremacía política. Se construyeron hagiografías locales; a su alrededor,
35
Simon Coleman y John Elsner, Pilgrimage Past and Present: Sacred Travel and Sacred Space in the World Religions,
Londres, British Museum Press, 1995, p. 6.
36
Ibid., p. 8
37
J. Sumption, op. cit., p. 22.
38
Véase, por ejemplo, Walter Rye, A History of Norfolk, Londres, Elliot Stock, 1885, pp. 172-173, acerca de
The Image of Our Lady of Walsingham: “Por supuesto, había reliquias, como la sangre coagulada de la virgen
y una articulación desmesuradamente grande del dedo índice del apóstol Pedro, mientras que ‘el pozo de
los deseos’ constituía otra atracción. Siempre había pruebas a mano para los milagros, como una casa que no
construyeron manos humanas, sino que el poder divino colocó sobre los pozos.”

99
James Noyes

reivindicaciones en conflicto en torno a la autoridad forjaron a las sociedades. La


experiencia religiosa individual fue codificada, no nada más al regular las peregri­
naciones en materia de impuestos y comercio, sino también en el uso de reliquias
e iconos como objetos con los cuales se consagraba una iglesia39 y en la fábrica
misma del edificio, tradición asentada en piedra por la forma cruciforme de las
iglesias góticas medievales, cuya nave era el cuerpo de Cristo, cuyos transeptos
eran sus brazos y cuyo ábside era su cabeza.40
Así pues, esta breve introducción a la teología cristiana del icono puede resu­
mirse de la siguiente manera: ubicada al interior de iglesias, tumbas y sitios de
peregrinación, representaba la unión de Dios con el hombre como artista, creador
y criatura, transformándose en emblema de la ortodoxia de la iglesia. En palabras
de Leonid Ouspensky, “la Iglesia afirma que el icono es una consecuencia de la
encarnación divina, que ella está fundada sobe esta encarnación”.41 En consecuen­
cia, el último atributo asociado a los iconos es el de la autoridad política; este
atributo también se puede ilustrar si se considera de nuevo el ejemplo del fresco
de Miguel Ángel. Además de delinear la teología del icono, la homilía de 1994
de Juan Pablo II también contiene un mensaje político, que concluye con un
recordatorio de que “la Capilla Sixtina se convirtió para la comunidad católica
entera en el lugar donde actuaba el Espíritu Santo para nombrar a los obispos de
la Iglesia, en particular a aquel que deberá convertirse en obispo de Roma y su­
cesor de Pedro”.42
Esto expande el poder que se puede percibir en un icono: además de emblema
de la unidad de la Iglesia, también funciona como un componente del orden
eclesiástico. Al comprender el mensaje del icono se puede entender la sucesión de
dicho orden. Derribarlo es confrontar no sólo la veneración ortodoxa sino —y esto
es crucial— la autoridad ortodoxa. Los eventos políticos y sociales que expresan
esto, a saber, actos de coronación y peregrinaje y los milagros asociados con el
icono, han servido para fortalecer esta autoridad. En suma, los iconos permiten
que las devociones privadas y públicas sean colocadas dentro de la tradición y bajo
la autoridad de la ortodoxia de la Iglesia. Para comprender la iconoclasia, esto es,
para comprender por qué los calvinistas arrancaron estas formas de los edificios,

39
J. Sumption, op. cit., p. 29.
40
Lee Palmer Wandel, The Eucharist in the Reformation: Incarnation and Liturgy, Cambridge, Cambridge Uni­
versity Press, 2006, pp. 29-31.
41
Léonide Ouspensky, La Théologie de l’Icône dans l’Église Órthodoxe, París: Cerf, 1980, p. 12. La traducción es mía.
42
Juan Pablo II, op. cit.

100
Política de la iconoclasia

o por qué las mezquitas wahabitas prohíben la ornamentación de sus contrapartes


otomanas, el estudio de la iconoclasia debe examinar actos como las declaraciones
políticas en contra de la autoridad, al igual que examina afirmaciones teológicas
en contra de la mediación de la belleza divina.

Política de la iconoclasia
Una vez presentada la imagen-icono-ídolo, es necesario plantear las bases teológi­
cas y políticas de su destrucción. Para muchos protestantes del siglo xvi, el man­
damiento del Antiguo Testamento contra la veneración de los ídolos debilitaba
tradiciones eclesiásticas posteriores relacionadas con la encarnación. Al rechazar el
lazo que el catolicismo extiende entre arte y encarnación, estos reformadores bus­
caron en las Escrituras apoyo para su teología iconoclasta. Por ejemplo, las afirma­
ciones de San Pablo en 2 Cor 5 acerca del cuerpo y el cielo configuran el mundo
material como la “casa” de Dios: “Sabemos que si la casa terrena del tabernáculo
se disolviera, tendríamos un edificio de Dios, una casa no hecha por manos huma­
nas, eterna en el cielo”.43 Como escribió Andreas Karlstadt en 1522, una década
después de la Institución de Calvino, esta casa proporcionaba el lugar para el deba­
te teológico acerca de los ídolos. Cristo dijo: “mi casa será llamada casa de oración;
pero ustedes la han hecho una guarida de ladrones”;44 para Karlstadt, “ahí única­
mente debe invocarse el nombre de Dios […] Cristo dijo: Mis ovejas escuchan mi
voz (Jn 10, 27). No dijo: Ven mi imagen o imágenes de los santos”.45 La impor­
tancia de esta voz reflejaba el acento que los reformistas ponían sobre la Palabra de
Dios, por encima de las imágenes de la Iglesia. También se oponía a la asociación
ortodoxa de los iconos con una tradición ininterrumpida. Al contraponer las Es­
crituras al papa y la Iglesia, los reformistas afirmaban contar con mayor autoridad.
De esta manera, invirtieron la lógica de la ortodoxia, anteponiendo la iconoclasia
al icono, y haciendo de ésta el puente entre los órdenes temporal y divino.
Este marco teológico para la destrucción, al vincular la idea de destruir imáge­
nes con la autoridad política, quedó codificada en un nuevo conjunto de términos
surgidos durante el siglo xvi, en parte como respuesta a las guerras de religión en
Francia, entre los cuales se incluye el léxico inglés para el Estado, el iconoclasta, el
calvinista, el moderno y, veinte años después, el racionalista. Con estos términos

43
2 Cor 5, 1.
44
Mt 21, 13.
45
Andreas Karlstadt, “On the Removal of Images” (1522), en Bryan D. Mangrum y Giuseppe Scavizzi, A
Reformation Debate, Toronto, Centre for Reformation and Renaissance Studies, 2005, p. 20.

101
James Noyes

queda claro que el estudio de la política de la iconoclasia debe comenzar con un


examen del calvinismo (ya de por sí un mote) del siglo xvi, pues si bien compar­
te un mismo origen con el Islam y sus antecesores estuvieron en Bizancio, el
contexto político y etimológico para la destrucción de imágenes brota de una
particular combinación de rechazo a la idolatría con rebelión contra Roma, sur­
gida en la Ginebra del siglo xvi. De esta manera, analizamos la destrucción de
imágenes en el marco del léxico sobre el Estado moderno utilizado en el siglo xvi,
de acuerdo con la etimología de la palabra “iconoclasia”.
Las opiniones históricas se encuentran divididas por no saber si la iconoclasia
de los calvinistas tenía motivaciones religiosas o políticas. Esto se debe en parte a
que los recuentos católicos y protestantes sufren de parcialidad, y en parte a las
prioridades cambiantes de los reformistas mismos. En 1530, Calvino denunció
las imágenes en la Institución de la religión cristiana, dentro del contexto de la exé­
gesis de las Escrituras; sin embargo, tanto como adhesión al Segundo Mandamien­
to, los ataques contra iglesias ginebrinas también fueron una declaración de
autonomía frente al dominio de Saboya.46 Cuando Calvino se mudó a Ginebra en
1536, combinó las fuerzas de la rebelión religiosa y política dentro de las murallas
de la ciudad y, con el paso del tiempo, bajo los auspicios de un gobierno en forma.
Así, algunos consideran que la iconoclasia fue factor fundamental para el desarro­
llo de la sociedad civil de Ginebra. En la actualidad, por toda la ciudad hay placas
que celebran la forma en que trabajaron en paralelo la destrucción de imágenes y
la democracia racionalista. Esta clase de protestantismo fue exportado desde Sui­
za hasta los Países Bajos, Inglaterra y, más tarde, América, promoviendo una idea
de reforma que estaba asociada a dos palabras nuevas, calvinismo e iconoclasia, y
dentro de la cual, según Skinner, “para finales del siglo xvi, por lo menos en In­
glaterra y Francia, por primera vez encontramos las palabras Estado y l’État en su
acepción moderna”.47 Estos términos, hoy día codificados como entradas en los
diccionarios, se convirtieron en el prototipo histórico de la iconoclasia, contra los
cuales se comparan desde entonces otras clases de destrucción de imágenes (por
ejemplo, las del Islam).

46
De acuerdo con McGrath, detrás de los ataques había “una contingencia mundial sin parangón, a saber, la presen­
cia del ducado católico de Saboya y sus aliados a las puertas mismas de la ciudad. Si la Reforma había de triunfar,
era necesario neutralizar la enorme amenaza política y militar que el ducado oponía a su progreso. Véase Alister
E. McGrath, A Life of John Calvin: A Study in the Shaping of Western Culture, Oxford, Blackwell, 1990, p. 84.
47
Quentin Skinner, The Foundations of Modern Political Thought. Volume One: The Renaissance, Cambridge,
Cambridge University Press, 1978, p. x. Skinner se refiere a este método como un vuelco “de la historia a
la semántica de la historia”.

102
Política de la iconoclasia

De esta manera, el estudio del calvinismo y el de la formación del Estado se


nutre de algunos términos historiados, los cuales emergieron como respuesta a
eventos de un tiempo y un lugar determinados, pero que llegaron a convertirse
en el léxico de la iconoclasia y la modernidad. Skinner afirma que, “en mi opinión,
el signo más claro de que una sociedad se vuelve consciente de haber entrado en
posesión de un nuevo concepto es cuando se genera un nuevo vocabulario, en
cuyos términos se articula y discute el nuevo concepto”.48 Historiográficamente,
esto se asemeja a lo que Danto llama predicados con referencia al pasado: “Sugie­
ro que, al pensar en objetos del mundo presente, se les compare con las palabras,
y con la lectura al uso y comprensión que históricamente se les da […] El cam­
pesino siciliano que no ve un montón de piedras como si fuera una torre norman­
da es un analfabeta histórico: no sabe lo que dicen las piedras”.49 A partir de las
reformas y rebeliones de cierta clase de protestantismo del siglo xvi, en torno a
un vocabulario común se construyeron ideas tanto de destrucción de imágenes
como de organización política contemporánea. Engastado en este vocabulario,
cobró forma un consenso de la iconoclasia como tema histórico: se consideró como
la destrucción urbana, burguesa y racionalista de un mundo rural, feudal y su­
persticioso. Esta es la base que funciona como prototipo de la iconoclasia para
compararla con otros tipos, por ejemplo, la del Islam.
En específico, el prototipo calvinista-cristiano se ha comparado con un movi­
miento islámico conocido como wahabismo.50 En 1744, el predicador Muhammad
ibn Abd al-Wahhab entró en alianza con los gobernantes sauditas de al-Diriyyah
en Najd, ahora parte del territorio central de la Arabia Saudita contemporánea, y
unió a las facciones políticas y coordinó movilizaciones hacia La Meca y Medina.

48
Idem.
49
Arthur C. Danto, Narration and Knowledge, Nueva York, Columbia University Press, 1985, pp. 73, 90.
50
Véanse, por ejemplo, S. Coleman y J. Elsner, op. cit., p. 57: “las doctrinas de los wahabíes se han comparado
con las del puritanismo calvinista de la cristiandad, a causa de su ascetismo y sus sospechas ante cualquier
forma de idolatría”. Samuel P. Hintington también encuentra esta relación al comentar “The Islamic Re­
surgence” en The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order, Nueva York, Simon and Schuster,
1997, p. 111: “en sus manifestaciones políticas, el nuevo surgimiento islámico guarda cierto parecido con
el marxismo, respecto de sus textos sagrados, una visión de la sociedada perfecta, el compromiso con los
cambios fundamentales, el rechazo a los poderes establecidos y al Estado-nación, y una diversidad de doc­
trinas que van desde el reformismo moderado hasta la revolución violenta. No obstante, se parece todavía
más a la Reforma protestante. Las dos fueron reacciones ante el estancamiento y la corrupción de las insti­
tuciones existentes; preconizaban el retorno a una forma de religión más pura y exigente; predicaban a favor
del trabajo, el orden y la disciplina; convocaban a los miembros de una clase media emergente y dinámica”.
Desde el punto de vista periodístico, véase John Humphreys, “The Real Battle is for the Heart of an Arab
Child”, The Sunday Times, 16 de febrero de 2003, quien afirma que “para los musulmanes wahabíes de
Arabia Saudita […] Osama bin Laden es un calvinista islámico”.

103
James Noyes

Hay relaciones en árabe y en inglés que afirman que las posiciones teológicas de
ibn Abd al-Wahhab en cuanto a las imágenes animaron a las fuerzas de Najd a
destruir santuarios de ambas ciudades durante la ocupación saudí. Aunque no
había conexión histórica entre Calvino (1509-1564) e ibn Abd al-Wahhab (1703-
1792),51 ambos han sido comparados a través de las etiquetas historiadas del calvi­
nismo y el wahabismo; esto es, en términos de las condiciones geográficas de los
Alpes suizos y del desierto de Najd; el papel del liderazgo carismático individual
sobre la interpretación de ciertos textos; el desarrollo subsecuente de un mensaje
carismático cuyos seguidores convierten en una rutina; la influencia e identidad del
exilio, la inmigración y el expansionismo de dichos seguidores y su relación con
cuestiones de ortodoxia y heterodoxia; la fundación de nuevas capitales en Riad y
Ginebra, ambas sedes de gobiernos puritanos, y el ataque contra las imágenes, que
precipita e impulsa dichos cambios. La comparación de estos rasgos permite reba­
sar las diferencias internas para presentar las ideas de Juan Calvino y Muhammad
ibn Abd al-Wahhab como un recuento de la iconoclasia con congruencia crono­
lógica, creando un modelo que se extiende desde los comienzos de la era moder­
na hasta las cuestiones contemporáneas del fundamentalismo y la modernidad.
En el Kitab al-Tawhid, un texto sobre el monoteísmo, ibn Abd al-Wahhab
afirma que venerar un objeto como si fuera Dios es lo mismo que adorar a un Dios
falso, a un ídolo; lo cual es asociacionismo, esto es, confundir la unidad de Dios por
medio del pluralismo y, en los casos más extremos, el politeísmo. Hay infidelidad
en amar a la criatura por encima del Creador y eso se relaciona con la cuestión de
la salvación. A lo largo del Kitab al-Tawhid y el comentario a los hadith relevantes,
ibn Abd al-Wahhab subraya que “aquel que se encuentra con Él, si asociar nada
con Él, entra al paraíso; quien se encuentra con Él, aunque haya sido el hombre
más inclinado a la adoración, entrará en el fuego, si asoció algo con Él”.52 Al igual
que el calvinismo, la teología wahabita sobre la iconoclasia invirtió las premisas
de la ortodoxia, que considera la imagen como aquello que representa sobre la
tierra la unidad de Dios. Para un iconoclasta, la ontología quedó de cabeza: el
mundo es múltiple y Dios es Uno, por lo cual asociarlo con lo múltiple, por me­
dio de representar o venerar la materia terrena por Él creada, significa blasfemar
51
En aras de la consistencia, escribo las fechas de acuerdo con la cuenta común (d.C.) y no según la Hégira
islámica.
52
Muhammad ibn Abd al-Wahhab, Kitab al Tawhid. Utilizo una edición reciente publicada con un comen­
tario de Allamah Abd al-Rahman al-Sadi, Kitab al-Tawhid, Birmingham, al-Hidaayah, 2003. El texto
original se encuentra en el vol. 1 de Muallafat al-Shaykh al-Imam Muhammad ibn Abd al-Wahhab, Riad,
Jamiat al-Immam Muhammad bin Saud al-Islamiyah, 1977,

104
Política de la iconoclasia

contra su unidad. Calvino describe esta blasfemia como idolatría contra el Dios
Único o Verdadero; para ibn Abd al-Wahhab, quien hace eco del Corán, las esta­
tuas y santuarios alrededor de La Kaaba fomentaba el shirk (asociacionismo) en
contra de la tawhid (la unidad) del Único Dios.
Al igual que Calvino, ibn Abd al-Wahhab interpreta los textos sagrados de
manera que éstos denuncian no sólo los lugares que albergan objetos idolátricos,
sino a los adoradores mismos, y aprieta el nudo entre la destrucción de imágenes
y la guerra santa: “Armado con esta concepción de tawhid —afirma Dallal— ibn
Abd al-Wahhab fue capaz de cambiar su discurso sobre la práctica en discurso en
práctica”,53 que se refleja en las observaciones sobre un incidente ocurrido duran­
te el primer ataque de los wahabitas saudíes contra La Meca, recogidas por Jean
Louis Burckhardt, viajero europeo del siglo xix:

Los santos de los musulmanes reciben la misma adoración que los de las iglesias católicas […]
Adonde quiera que van los ejércitos de los wahabitas, destruyen los domos y tumbas ornamen­
tados; esta circunstancia sirve para inflamar el fanatismo de sus discípulos […] En La Meca,
no dejaron una sola cúpula en pie sobre la tumba de un árabe renombrado: incluso aquellas
que cubrían el lugar donde nació Mahoma […] Mientras las estaban destruyendo, se podía
escuchar a los wahabitas exclamar, “Dios tendrá piedad de los que destruyeron, pero no la
tiene para los que construyeron”.54

Para la clase de iconoclasia que surgió en la Península Arábiga durante el siglo


xviii, la violencia contra las estatuas y santuarios de La Meca formaba parte de una
campaña militar de mayor envergadura, emprendida contra el dominio ortodoxo
de Hijaz (en donde la ortodoxia implicaba que los jeques hachemitas afirmaban
que su linaje descendía de Mahoma). Los historiadores afirman que el wahabismo
logró unir la península por medio del contrato que hizo en 1744 con la Casa de
al-Saúd, al cual siguieron la ocupación de Hijaz y la alianza formada entre las
comunidades nómadas del desierto y los ciudadanos asentados en la nueva capital,
Riad.55 De esta manera, la Riad wahabita, como la Ginebra calvinista, surgió como
la nueva capital de una sociedad iconoclasta. La construcción de dicha capital
ocurrió al mismo tiempo que la destrucción de objetos sagrados de los hijazi,
53
Ahmad Dallal, “The Origins and Objectives of Islamic Revivalist Thought, 1750-1850”,  Journal of the
American Oriental Society, vol. 113, núm. 3, 1993, p. 351.
54
Jean Louis Burckhardt, “Materials for a History of the Wahábys”, en Notes on the Bedouins and Wahábys,
Reading, Garnet, 1992, pp. 108-110.
55
La centralización como la que hicieron los saudíes alrededor de la capital de los najdi significó un agresivo
expansionismo para unificar la Arabia nómada de los hachemitas.

105
James Noyes

musulmanes, y los najdi, paganos; de esta manera, la ciudad moderna centralizó


a las diferentes comunidades, tradiciones y rituales del territorio. Así pues, en el
centro de la cuestión de un estudio comparativo entre las políticas iconoclastas de
calvinistas y wahabitas se encuentra el desarrollo de la refutación de los textos
sobre la idolatría en la identidad de Ginebra y Riad como ciudades y Estados.

El debate en la actualidad
Hace veinte años un estudio comparativo de la destrucción de imágenes entre
cristianos y musulmanes podía parecer no más que un mero ejercicio académico.
Sin embargo, la política de la iconoclasia se intensificó en años recientes, confor­
me la Primavera Árabe se convirtió en un Verano de Destrucción.
Los levantamientos destruyeron los antiguos regímenes, pero también los sitios
seculares. La destrucción traspasa las fronteras; en Libia, los santuarios sufíes
fueron aplastados con maquinaria; en Egipto, llovieron bombas sobre las iglesias
coptas; en Irak, desmantelaron las cruces de los monasterios católicos, vaciaron
los edificios y borraron las imágenes de los santos.
El daño también llegó a lugares profanos. Algunos de éstos son de tanta impor­
tancia histórica que su destrucción levantó una condena unánime a lo largo y ancho
del mundo. La ciudad asiria de Nimrud dejó de existir. El rostro de sus célebres
lamassu alados quedó deturpado por los taladros eléctricos y los muros fueron di­
namitados. En marzo de 2015, Hatra, ciudad parta, sufrió un ataque. En 1973,
William Friedkin usó Hatra como locación para una escena de El exorcista. Ahora,
además de ser un éxito de taquilla para Hollywood, debe servir como documento
histórico. En Mosul, ciudad con renombre por el pluralismo de sus comunidades
religiosas y por su legado, los mazos hicieron añicos la colección del museo. La des­
trucción quedó grabada en video y fue transmitida a nuestros hogares vía internet.
Estos acontecimientos escandalizaron a los habitantes del mundo. Se abrió un
debate incómodo: ¿cómo fue que las promesas de democracia en el Medio Orien­
te quedaron rebajadas a una orgía de devastación? ¿Por qué los musulmanes de
Siria e Irak destruyen estatuas y objetos arqueológicos? ¿Cuál es la razón para lo
que parece una lucha entre religión, arte y herencia cultural? ¿Cómo justificar la
angustia y la cólera que sentimos ante los valores de dicha herencia, ante la opre­
sión y la pérdida de tanto amor inocente?
Para 2015, para mucha gente la palabra iconoclasia era un interés remoto: una
antigüedad académica ligeramente exótica. Si es que acaso la palabra circulaba, lo
hacía en relación con la Reforma protestante y libros como aquel famoso The Strip-

106
Política de la iconoclasia

ping of the Altars, de Eamon Duffy. En 2001 fue la primera ocasión en que la palabra
iconoclasia rebasó las fronteras de ese mundo. En ese año ocurrieron dos importan­
tes acontecimientos. En marzo, los talibanes destruyeron los famosos Budas de
Bamiyan; entonces dio comienzo el debate acerca del patrimonio universal que tan
familiar nos resulta ahora. Mientras aquellas antigüedades afganas sufrían el em­
bate, el director del Museo Metropolitano de Nueva York imploraba a los taliba­
nes que permitieran “retirarlas para que queden en el contexto de un museo de arte,
donde son objetos culturales, obras artísticas y no objetos de culto”. En las semanas
que siguieron a la destrucción de los Budas, un portavoz de los talibanes respondió
condenando la importancia que los museos internacionales asignan a objetos de
piedra, mientras decenas de miles de niños afganos mueren a causa de la sequía, el
conflicto y las sanciones internacionales. Durante una reunión de las Naciones
Unidas, cierto delegado llamó “barbarie” a la destrucción de las estatuas, palabra
que desde entonces ha servido para describir las acciones del autoproclamado Esta­
do Islámico (EI). Injusticia o barbarie. Arte o ídolo. Patrimonio o vida humana.
Estas son las preguntas que actualmente enmarcan el debate sobre la iconoclasia.
Por supuesto, el otro acontecimiento definitivo de 2001 fue la destrucción del
World Trade Center por parte de al-Qaeda. En aquel momento, fueron pocos los
comentaristas que establecieron un vínculo con la iconoclasia, con algunas excep­
ciones: Der Spiegel llamó al World Trade Center “el icono por excelencia del capi­
talismo” y Jürgen Habermas lo describió como “un icono en la imaginería de los
hogares de la nación estadounidense”. En el año posterior al 9/11, esta clase de
lenguaje se hizo cada vez más común para describir los actos y acontecimientos de
al-Qaeda, la Guerra contra el Terror y los conflictos sectarios que comenzaron a
apoderarse de algunas partes del mundo musulmán. El momento cuando la esta­
tua de Sadam Husein fue derribada del pedestal en la plaza Firdos de Bagdad se
hizo célebre, fue calificado de iconoclasia y fue transmitido por televisión; después
de la caída de Sadam Husein, militantes sunnitas atacaron importantes santuarios
chiítas de Karbala, Najaf y Sammarra y en varias ciudades estallaron motines en
protesta contra la representación de Mahoma que hacían periódicos europeos como
Jyllands-Posten y Charlie Hebdo. Para 2007, la palabra iconoclasia había dejado de
ser un oscuro interés de anticuarios. Con rapidez, se convirtió en la clave para
comprender el conflicto del mundo moderno.
En 2012, cuando el régimen de Gadafi se colapsó ante una coalición de revo­
lucionarios libios, aviones de la Organización del Tratado del Atlántico Norte
(otan) y fuerzas especiales de Catar, hubo dos momentos que se grabaron en la

107
James Noyes

memoria: primero, el espectáculo del complejo de Gadafi en Bab al-Aziziyah,


cuando los rebeldes treparon por la escultura icónica del puño de oro que aplas­
taba un avión caza estadunidense y la rayonearon con eslogans antes de quitarla.
Segundo, la imagen en la cual aparece Bernard Henri-Levy, elegantemente
bronceado y vestido de blanco, al lado de Mustafá Abdel Jalil, David Cameron y
Nicolás Sarkozy. Al ver a Henri-Levy proclamar los “ligeros vientos de la demo­
cracia” en Libia, junto con los dos hombres que comandaban la artillería pesada
de Europa, parece que se reitera el tema esencial que está en el núcleo de las po­
lítica de la iconoclasia: a pesar de que afirma representar valores ilustrados uni­
versales, las prácticas seguidas para construir Estados modernos operan a la
sombra de la violencia. El hecho de que los palacios de Londres y París abrieran
sus puertas para Gadafi apenas unos años antes de su caída sirve para subrayar el
absurdo y la torpeza de aquel tema.
En los años que siguieron a estos acontecimientos, la fortuna de la Primavera
Árabe mudó y la relación entre iconoclasia religiosa y revolución política se volvió
cada vez más destructiva. Numerosos analistas predijeron que el conflicto entre
las fuerzas leales al régimen, los musulmanes y rebeldes de traza variopinta iban
a definir la dirección que seguirían países como Libia, Egipto y Siria. Pocos anti­
ciparon la magnitud de la explosión del EI sobre el escenario mundial. Como
resultado, a menudo se describe la iconoclasia en la raíz de la explosión como si
fuera algo nuevo: una cultura de destrucción de la cual no hemos vuelto a ser
testigos desde las horas más oscuras de la Segunda Guerra Mundial.
Uno de los patrones clave de la historia de la iconoclasia es la manera en que
funciona como puente para unir los principios de la unidad teológica y la unidad
política. Teológicamente, la iconoclasia sostiene la unidad absoluta del Dios
Único contra el politeísmo. En lo político, destruye los objetos del politeísmo, la
superstición y el pluralismo, para absorber a las diversas comunidades y culturas
que crearon tales objetos. A lo largo de la historia, la iconoclasia tiende a aparecer
junto a la centralización política. En cierto sentido, esto es inevitable; después de
todo, el localismo es desaseado y el fin de la iconoclasia es la pureza.
Por esta razón, no nos debió sorprender cuando el EI atacó sitios profanos como
Nimrud y Hatra. En la mente de los iconoclastas, la pureza territorial y religiosa
no se puede separar, porque la unidad en la adoración (tawhid) y la unidad del
pueblo de Dios (la Ummah) son una y la misma cosa.
Esta clase de pensamiento resulta particularmente evidente en la palabra que
los muyahidínes usan para designar el politeísmo: shirk. Típicamente, los mili­

108
Política de la iconoclasia

tantes del EI usan shirk para describir las estatuas y santuarios que destruyen. Sin
embargo, su significado se expandió hasta incluir otros objetivos: por ejemplo, al
demoler un retén que señalaba la frontera entre Siria e Irak, declaran que luchan
contra “las fronteras imaginarias del Sykes-Picot” para que el mundo entero per­
tenezca a Alá. De esta manera, la palabra que designa un ídolo sirve para describir
los restos del retén, así como el reguero de banderas e insignias que pertenecieron
a la policía fronteriza: a estas cosas se les llama shirk. La palabra se ha convertido
en una especie de cajón de sastre para los combatientes del EI: atacan los santua­
rios chiítas porque son shirk, pero Bashar al-Assad también es shirk, y son shirk
los museos y los pasaportes.
La búsqueda de la pureza está irremediablemente destinada a depender de
métodos y medios impuros. El EI no es la excepción y existen numerosos informes
acerca del contrabando ilícito de artefactos sirios, que fueron saqueados por el
grupo para pasarlos por la frontera con Turquía. Es más, muchos analistas sugie­
ren que, al transmitir por internet los espectaculares ataques contra célebres sitios
arqueológicos, lo que buscan, además de hacer una declaración religiosa, es pu­
blicidad para este negocio. Hay historias en las cuales los militantes del EI buscan
tesoros ocultos en lugares como Mosul, Dura-Europos y Palmira, aunque también
el régimen de Assad y el Ejército Libre Sirio ha sido acusado de saqueo.
No queda claro cuán extenso es este negocio, ni tampoco cuál es el destino final
de los objetos saqueados. Sin embargo, si bien pueden resultar exagerados los in­
formes que afirman que hay un mercado negro de cien millones de dólares en el
cual están implicados tratantes europeos, se sostiene el consenso general según el
cual la destrucción del patrimonio de Siria e Irak opera dentro de las estructuras
oficiales de la economía política: junto con la mecánica de la oferta y la demanda,
también hay consentimiento oficial y extraoficial, condescendencia y permisividad.
Estas destrucciones no sólo contradicen las aspiraciones de pureza del EI, sino
que también destacan la problemática relación entre el saqueo destructivo y los
códigos europeos acerca del patrimonio, la propiedad y el valor. Algunas de las
más famosas colecciones de los museos de Europa son el producto de esta relación.
En Siria e Irak, los europeos hicieron excavaciones en sitios como Palmira y Ni­
mrud durante el periodo colonial, y muchos de los objetos más preciosos fueron
enviados a los nuevos museos nacionales de Londres, París y Berlín.
La historia concluye con el ataque contra Charlie Hebdo, cuando fundamenta­
listas islámicos masacraron a un equipo de caricaturistas que repetidamente habían
realizado representaciones burlescas de Mahoma. Para los medios occidentales, el

109
James Noyes

episodio significó un aspecto de la lucha entre la religión y la libertad de expresión.


Sin embargo, la política de la iconoclasia demuestra que otra narrativa está en
juego: la historia de la lucha entre sistemas de consentimiento y valor, que se
encuentra en el centro de la imagen en disputa.
Casi todo el mundo islámico prohíbe representar a Mahoma, pero también le
toca bola negra en la prensa de Occidente. En cambio, lo que pudimos ver fue la
proliferación de imágenes permitidas. El eslogan: Je suis Charlie como báner en
sitios de internet o el avatar en las redes sociales, como botón en la solapa de po­
líticos y celebridades. Esto es una obra de arte en la época de la reproducción di­
gital, lo que nos recuerda las palabras de John Berger acerca de las manufacturas:
las imágenes se vuelven ubicuas, disponibles, libres y carentes de valor. De esta
manera, el símbolo de Je suis Charlie opera exactamente de la misma manera que
la iconoclasia. Está permitido, da cohesión, absorbe en sí mismo el desorden del
mundo. Por eso es tan poderoso políticamente.
Permitir y producir un tipo de imagen y no otro está en el núcleo de la polí­
tica de la iconoclasia. De aquí surge el valor del patrimonio cultural, pero también
el de su destrucción, tan íntimamente ligados al poder del Estado moderno. Si es
que existe un mensaje esencial sería este: la destrucción de imágenes no es domi­
nio exclusivo de militantes con mazos y soldados con rifles, sino que también
pertenece a funcionarios y burócratas que blanden plumas en la quietud de sus
oficinas.

110
Ventana al mundo

Epílogo*
Joseph Leo Koerner**

Iconoclasia es una palabra polémica en el sentido etimológico de polemos, del


griego para decir “guerra”. Los iconoclastas no sólo destruyen las imágenes que
consideran peligrosas, también toman por enemigos a quienes poseen dichas
imágenes, o a cualquiera que tenga imágenes. En el Antiguo Testamento aparece
una prohibición contra las imágenes que ayudó a transformar un universo de
dioses múltiples en un universo con un único dios, pues las otras deidades dejaron
de ser rivales para transformarse en falsedades o ídolos. De todos los mandamien­
tos que Moisés trajo de la cima del monte Sinaí, solamente aquel que prohíbe
hacer imágenes hubiera parecido extraño o distintivo en el ámbito cultural del
antiguo Oriente Medio. Por sí solo, separó la ley de los israelitas de los códigos
escritos o tácitos de otras tribus y naciones. Lo que, de forma controvertida, Jan
Assmann designó como “la distinción mosaica” también definió a Israel interna­
mente, pues el pueblo elegido de forma habitual se apartaba del único requisito
que le era peculiar, para hacerse idólatra como los otros pueblos.1 Es más, Israel
ya se había apartado en aquellos apenas cuarenta días en los que Moisés recibió la
ley: el pueblo impaciente se fabricó un ídolo de oro en forma de becerro, lo adoró

* Traducción del inglés de Mauricio Sanders.


** Joseph Leo Koerner (doctor por la Universidad de Berkeley), historiador del arte experto en arte europeo de
los siglos xvi y xvii. Es el Victor S. Thomas Professor en Historia del Arte y Arquitectura en la Universidad
de Harvard. Su libro más reciente es Bosch and Bruegel: From Enemy Painting to Everyday Life, publicado por
la Princeton University Press (2016).
1
Véase lo más reciente en, Jan Assmann, The Price of Monotheism, Robert Savage (trad.), Redwood City,
Stanford University Press, 2009, y “What’s Wrong with Images?”, en Josh Ellenbogen y Aaron Tugendhaft
(eds.), Idol Anxiety, Redwood City, Stanford University Press, 2011, pp. 19-31; para una crítica inteligente
de Assmann, véase Aaron Tugendhaft, “Images and the Political: On Jan Assmann’s Concept of Idolatry”,
Method and Theory in the Study of Religion, núm. 24, 2012, pp. 301-306.

111
Joseph Leo Koerner

y bailó a su alrededor, “desenfrenado para burla de sus enemigos”.2 La idolatría


no era violación de cualquier ley; quebrantaba lo que podríamos llamar la ley
fundamental del monoteísmo, su Grundgesetz. Por lo tanto, al verlos bailar en
torno al Becerro de Oro, Moisés arrojó al suelo las tablas donde estaban grabadas
las diez leyes en su totalidad. La siguiente reacción de Moisés fue política en el
sentido pleno de la palabra y afectó todos los vínculos externos a la política: sangre,
matrimonio y vecindad. A los hijos de Leví, que hicieron de lado la idolatría para
colocarse del lado del Señor, Moisés les dijo: maten “al que se ponga enfrente, sea
hermano, amigo o vecino”.3
Como la guerra y la polémica, la iconoclasia es algo que ocurre en el interior
del conflicto entre enemigos y amigos. Por dentro, parece que esta confrontación
se coloca en el extremo en el cual un grupo percibe que su existencia está amena­
zada por otro grupo. En consecuencia, puede resultar difícil emitir juicios a un
tercero sin interés en un conflicto tan extremo, por ejemplo, un historiador que
observa la guerra contra las imágenes que estalló en Europa hace cinco siglos.4 Lo
cierto es que la destrucción de imágenes es mucho más impenetrable que su fabri­
cación. Primero que nada, en la fabricación de imágenes se encuentra el artefacto
mismo, que con elocuencia da testimonio de su manufactura por todo el mundo.
A partir del Renacimiento, la pintura europea puso el hacer (el “cómo” fue hecho
en cuanto a materiales y procedimientos) al centro y al frente de sus obras. En aquel
primer florecimiento que vivió en los Países Bajos en el siglo xv, la técnica para
pintar al óleo ocultaba de forma ingeniosa la fabricación (esto es, cómo se aplicaban
o manipulaban los materiales), proponiendo así imágenes que misteriosamente
resultan ser muy semejantes al retrato que aparece de manera natural en un espe­
jo (o, si no, a los iconos de Cristo resultado de un milagro), para comienzos del
siglo xvi, especialmente en el caso de la pintura sobre lienzo y ya no sobre made­
ra, los pintores se esforzaron por dar legibilidad y valor independientes a la marca
de su pincel. La fabricación de imágenes también deja ricos y valiosos residuos
materiales en forma de esbozos, dibujos, estudios y modelos. A partir del Renaci­
miento, éstos también se transformaron en valiosos objetos de colección, algo que
nunca ha sucedido, por ejemplo, con la ciencia, que todavía desecha los instrumen­

2
Éxodo, 32, 25.
3
Éxodo, 32, 27.
4
La idea de la distinción amigo-enemigo sólo puede ser comprendida, entendida y juzgada por los que parti­
cipan activamente en el conflicto, según la premisa central del pensamiento de Carl Scmhitt; véase The Concept
of the Political: Expanded Edition, George Schwab (trad.), Chicago, Chicago University Press, 2007, p. 27.

112
Epílogo

tos y apuntes utilizados, una vez que el hecho quedó revelado. El amor por el arte
se convirtió, desde muy temprano, en apego por la forma en que se hace el arte.
Esta extraña peculiaridad causó que el arte se transformara, por mucho, en la for­
ma de manufactura humana más ampliamente documentada. A estos tesoros
habría que sumar los archivos de pruebas textuales de la producción de imágenes,
como contratos, inventarios y manuales, o tratados, manifiestos y críticas al arte
que tiene como base la enseñanza, lo cual proyecta la manufactura hacia el futuro.
En cambio, la destrucción de imágenes no deja nada. Una vez que destruyeron
el objeto de su ira, los iconoclastas dejan, en el mejor de los casos, huecos suge­
rentes, borrones intencionados, ausencias y ocultamientos notables que acaso
pudieran leerse como evidencia de una intención hostil, pues a veces los mazos
destructores se guían por algo más que rabia ciega. La gente ataca algo, ataca a
alguien al atacar una imagen. En las obras que perduraron mostrando las cicatri­
ces de tales ataques, se puede distinguir si los atacantes se encarnizaron contra las
figuras representadas en la imagen (a saber, los verdugos de Cristo, el diablo, un
judío) o si lo hicieron contra la imagen misma. Entre Bizancio y la iconoclasia de
los protestantes, hay una forma común de la destrucción de imágenes, cuando los
participantes en un juego de azar profanaban la imagen sagrada que les había
fallado como talismán. Aunque los protestantes pudieran haberse inspirado en
esa conducta pendenciera, un gesto semejante tiene como blanco un objeto o
amuleto en particular y no las imágenes en particular. La iconoclasia propiamen­
te dicha puede dirigirse hacia un personaje representado de manera oblicua:
clérigos viles que lucraban con las imágenes, patronos opulentos que oprimían a
los pobres, enemigos que abrazaban el valor de la herencia cultural, etc. En ocasio­
nes, el pretexto para destruir imágenes era toscamente neutral: Se me cayó, ya era
muy vieja, la tiré y se rompió.5 Incluso así hay un blanco: la Iglesia, que guarda
por ahí vejestorios inútiles.
En el caso de la iconoclasia protestante, queda por escrito un nutrido cuerpo
de diatribas, justificaciones, coartadas y defensas. En enero de 1522, cuando Lu­
tero estaba escondido en el Wartburg, el predicador interino de Wittenberg,
Andreas Bodenstein von Karlstadt, enumeró, en sermones documentados y un
panfleto publicado, las numerosas razones, bíblicas, pastorales y económicas, para
destruir imágenes; fue a causa de sus argumentos, y los de otros reformadores

5
Para casos como estos de destrucción de imágenes en Zurich, véase Lee Palmer Wandel, Voracious Idols and
Violent Hands, Madison, University of Wisconsin, 1995, pp. 149-159.

113
Joseph Leo Koerner

locales, que el Concilio de Wittenberg emitió un nuevo Reglamento de la Iglesia


que exigía retirar las imágenes de las iglesias de la ciudad, el primero en su tipo
en el Occidente cristiano.6 Al día de hoy, en las Stadtkirche de Wittenberg no
perdura un solo artefacto figurativo del periodo anterior a la Reforma. No obs­
tante, ignoramos si, al limpiar las iglesias, estaban atendiendo a los argumentos
de Karlstadt u obedeciendo el decreto del Concilio, así como desconocemos el
momento exacto en que ocurrió la depuración.7 En Berna sobreviven fragmentos
de las imágenes enemigas, porque los iconoclastas de la ciudad arrojaron sin ma­
yor trámite una gran masa de estatuas rotas en una zanja al lado de la iglesia.8 En
Zwickau, las antiguas imágenes fueron retiradas de la iglesia, pero fueron conser­
vadas como objeto de curiosidad y burla. Colocadas en lo que se llamó la Göt-
zenkammer (cámara de ídolos), sobrevivieron hasta convertirse en el núcleo del
museo histórico de la ciudad.9 No obstante, la historia del arte en las Stadtkirche
fue sencillamente erradicado, quizá para reescribirse en los nuevos artefactos que
fueron presentados como si su procedencia fuera apostólica; entre éstos destaca,
por su astucia, el altar que el taller de Cranach elaboró en 1547-1548 para con­
memorar a Lutero, muerto en 1546.
Karlstadt dio testimonio de la ansiedad desatada por la destrucción, de cómo
la mente huye tímidamente de aquello que la mano destruye con atrevimiento.
En su tratado contra las imágenes, confiesa (en primera persona) cómo, debido a
siglos de respeto aprendido y superstición adquirida, fue (por así decirlo) progra­
mado para que lo aterrorizaran los ídolos en llamas: “El miedo me detiene y me
hace sentir aterrado ante la imagen de un demonio, una sombra, el aviso de una
hoja que cae”.10 Escrito con la intención de entrar en la cabeza de remisos purifi­
cadores de iglesias, este pasaje expuso a Karlstadt a las burlas. Lutero regresó del
Wartburg en marzo de 1522 para poner fin (antes que nada) a la iconoclasia que,
según juzgaba, ponía en riesgo el orden público, desanimaba a la gente común y
6
Norbert Schnitzler, Ikonolasmus-Bildersturm, Munich, Verlag Vilhelm Fink, 1996, pp. 237-253; Joseph Leo
Koerner, The Reformation of the Image, Londres y Chicago, The University of Chicago Press, 2004, pp. 83-93.
7
Véase Inga Christiane Hennen, “Die Ausstattung der Wittenberger Stadtpfarrkirche und der Cranach’sche
Reformationsaltar”, en Heiner Lück et al. (eds.), Wittenberger Forschungen, 3, Das ernestinische Wittenberg,
Petersberg, Michael Imhof Verlag, 2015, p. 401, y Joseph Leo Koerner, Die Reformation des Bildes, Rita Seuss
(trad.), Múnich, C.H.Beck, 2017.
8
Cécile Dupeux et al., Bildersturm—Wahnsinn oder Gottes Wille, catálogo de exposición, Historisches Museum,
Berna, Zurich, 2000.
9
Ernst Fabian, “Der erste Versuch, in Zwickau ein Museum zu errichten”, Mitteilungen des Altertumsverein für
Zwickau und Umgebung, 11, 1914, pp. 1-13.
10
Citado por Bryan D. Mangrum y Guiseppe Scavizzi, A Reformation Debate: Karlstadt, Emser, and Eck on Sacred,
Toronto, Victoria University, 1991, p. 36.

114
Epílogo

enfurecía a sus protectores principescos. Entre sus argumentos contra aquellos a


quienes desesperadamente llamaba los “fanáticos” (Schwärmer) de Wittenberg,
estaba la siguiente afirmación, que no por ser algo sarcástica dejaba de ser efectiva:
tanto creían los iconoclastas en el poder de las imágenes que se imaginaban que
tenían que hacerlas añicos para romper el hechizo con que éstas los embrujaban.11
Antes de que la Iglesia católica pudiera formular una respuesta ante el primer es­
tallido de iconoclasia protestante, los protestantes mismos, divididos en dos cam­
pos enemigos, volvieron a describir en una polémica lo que significa la iconoclasia.
Lutero desenmascaró a los destructores de imágenes como idólatras en secreto.
Tenemos entonces que la idolatría no es tanto una descripción como una acu­
sación. Es lo que hace el enemigo y es lo que lo señala como un adversario irrecon­
ciliable. Esto es fundamental para comprender el choque entre tener imágenes y
no tenerlas: nunca nadie ha sido idólatra. Nunca nadie creyó en la manera en la
cual los iconoclastas afirman que los idólatras creen. Los defensores de la religión
tradicional respondieron a Karlstadt y sus secuaces alegando, con razón, que era
difamación caricaturesca su manera de representar las imágenes de las iglesias y la
manera en que los católicos las usaban. Los defensores señalaron que incluso el
villano más simplón sabía que una imagen no es idéntica a la persona a la cual re­
presenta; se trata siempre de un mediador y esa comprensión separa a los cristianos
de los idólatras que, a su vez, vilifican a aquellos paganos, aunque “pagano” por sí
mismo, desde la perspectiva de un tercero, se transforma en una nueva acusación.12
El concepto de una fe ingenua es polémico. Es el arma más poderosa en el arsenal
del pensamiento crítico. La iconoclasia también sufre por causa de descripciones
polémicas post hoc. Cuando colaboré para el ZKM de Karlsruhe en la exposición
que llevó por nombre Iconoclash, los cocuradores y yo jugamos un juego muy en­
tretenido.13 Cada uno de nosotros presentaba lo que parecía ser un clarísimo caso
de prácticas iconofílicas o iconofóbicas, y el grupo se encarga de tratar de presen­
tarlo como lo opuesto. Así pues, alguien presentó los cuadrados negros de Malevich
como un caso de iconofobia (el arte moderno que borra el pasado), a lo cual el
grupo respondió que esos cuadrados (amorosamente pintados) eran secretamente
iconofílicos, en tanto que trataban de restaurar el arte a la pureza de los antiguos
11
L. Koerner, op. cit., pp. 153-168.
12
Johannes Eck, De non tollendis Christi et sanctorum imaginibus, Ingolstadt, 1522, y Hieronymus Emser, Das
man der heyligenbilder yn den kirchen nit abthon noch unehren soll, Dresden, 1522, en B. Mangrum y G. Scavizzi,
op. cit., pp. 46-47, 111.
13
Iconoclash: Beyond the Image Wars in Science, Religion, and Art, Bruno Latour y Peter Weibel (eds.), Cambrid­
ge, mit Press, 2002, pp. 164-213.

115
Joseph Leo Koerner

iconos de la Rusia ortodoxa. Por otro lado, vívidas imágenes del Cristo crucificado
podrían parecer iconofílicas pero, al mostrar que la divinidad encarnada era un
Dios oculto en su humillación, también eran, quizá más que nada, iconofóbicas.
Las descripciones de la iconoclasia no están separadas de lo que describen, sino que
forman parte de una guerra de imágenes que nunca ha cesado y que, en estos
momentos, ruge tan terriblemente (en las barrancas de Bamiyan, la Palmira siria
y la ciudad de Timbuctú en Mali) como lo hizo hace quinientos años.
Es comprensible que los historiadores del arte alberguemos hostilidad en
contra de la iconoclasia, pues destruye aquello que estudiamos. Hasta tiempos
muy recientes, la destrucción de imágenes perpetrada por los protestantes había
quedado fuera de las páginas de la historia del arte europeo, como si se dignifica­
ra tan sólo por mencionarla. Por tanto, había que reparar la ruptura en el desarro­
llo del arte alemán entre los siglos xv y xvii, presentándola como un proceso de
progreso, declive y renacimiento: progreso en el camino que llevó a Alberto
Durero, se alcanzó la cumbre alrededor de 1500, el declive con las producciones
en serie del taller de Cranach, los grabados de los “Pequeños Maestros”, aquellos
epígonos de Núremberg, y la partida de Holbein hacia Inglaterra, y renacimien­
to durante el periodo del clasicismo y el romanticismo.14 No obstante, durante la
Revolución Francesa, cuando los monumentos católicos soportaron un asedio, la
iconoclasia recibió un polémico nombre que resultó muy conveniente.15 Durante
los siglos xix y xx se utilizó “vandalismo” para describir todos los gestos destruc­
tores del arte. La tribu del este de la Germania, de la cual se narra que saqueó
Roma en 455, sirvió como taquigrafía para la política cultural del nosotros contra
ellos: “nosotros” los adalides de la civilización alineados contra los bárbaros “otros”,
fueran extranjeros o compatriotas.
Fue a finales de la década de 1960 cuando la iconoclasia protestante encontró
su lugar en la narrativa de la historia del arte. En ese momento se pudo compren­
der el misterio exasperante de la destrucción del arte como una acción o reacción
en contra de otro misterio igualmente exasperante, porque éticamente es ambiguo:
el arte por sí mismo.16 Entre los primeros que fraguaron la interpretación de la
demolición se encontraban los miembros de un grupo de historiadores del arte

14
Véase, por ejemplo, Wilhelm Pinder, Holbein der Jüngere und das Ende der altdeutsche Kunst, Colonia, E.A.
Seemann, 1951.
15
Louis Réau, Histoire du vandalisme, París, Hachette, 1959.
16
Véase especialmente, David Freedberg, Iconoclasts and Their Motives, Maarssen, Gary Schwartz, 1985, y The
Power of Images: Studies in the History and Theory of Response, Chicago, University of Chicago Press, 1989.

116
Epílogo

alemanes, en asociación con la Ulmer Verein für Kunst-und Kulturwissenschaft


(uv).17 Fundada en 1968, la uv apuntó hacia la naturaleza jerárquica de la disci­
plina (en un entorno universitario), así como a las pretensiones de la Kunstwissens-
chaft para ostentarse como ciencia objetiva o Wissenschaft. Para lograrlo, sondeó
en el interior de la complicidad ideológica de la historia del arte con los intereses
sociales represivos, exponiendo la continuidad de la historia del arte alemán con
respecto al pasado nazi. Iconoclastas en un sentido metafórico, los líderes del
grupo se dieron a la tarea de estudiar la iconoclasia en su sentido literal. Martin
Warnke estudió la destrucción de imágenes en la Münster de los anabaptistas,
mientras que Horst Bredekamp escribió la crónica de los debates en torno a la
legitimidad de las imágenes, desde la temprana edad cristiana hasta las guerras
husitas.18 La iconoclasia se integró a la historia del arte en el momento en que fue
descrita de forma novedosa como una manera de comunicación, utilizada por los
marginados y desposeídos, a veces por necesidad. Por otro lado, se analizó el arte
como un agente potencialmente opresor, como ya lo había hecho Karl Marx en
1842, en el ensayo “On Religious Art”, y como lo anunció Walter Benjamin en
aquella declaración de 1940 que se cita con tanta frecuencia: “Todos los docu­
mentos de la civilización pueden ser también documentos de la barbarie”.
La uv también desempolvó una tradición alternativa de la historia del arte
alemán que se encontraba en el exilio, obra de Abry Warburg, pionero de una
Kulturwissenschaft libre de los prejuicios estéticos que limitan la historia del arte
al estudio de las cosas bellas. Warnke mostró cómo las imágenes sufren ataques
que figuran el castigo impuesto a los criminales, para después ser conservadas
como una especie de damnatio memoriae.19 Así pues, la imagen deturpada contiene
tanta información como la prístina, e incluso resulta más informativa, pues la
imagen original ocultaba su colusión con el poder. Al leerlo con deseos de com­
prender, el martillo del iconoclasta resulta ser tan expresivo como el cincel del
escultor renacentista. En retrospectiva, resulta sorprendente cuán tarde arribó esta
clase de comprensión a la historia del arte. A partir de comienzos del siglo xix,
los artistas ostentaron su maestría al transformar de forma iconoclasta las obras
del pasado. Muchas obras del siglo xx incluidas en Iconoclash pertenecían a esta
17
Andrew Hemingway, “The New Left Art History’s International”, en Andrew Hamilton (ed.), Marxism
and the History of Art: From William Morris to the New Left, Londres, Pluto Press, 2006, pp. 175-176.
18
Martin Warnke, “Durchbrochene Geschichte? Die Bilderstürme der Wiedertäufer in Münster 1534-1535”,
en Martin Warnke (ed.), Bildersturm, Frankfurt, Fischer, 1973, pp. 65-98, y Horst Bredekamp, Kunst als
Medium sozialer Konflikte. Bilderkämpfe von der Spätantike bis zur Hussitenrevolution, Berlín, Suhrkamp, 1975.
19
M. Warnke, op. cit., p. 93.

117
Joseph Leo Koerner

especie, por la simple y llana razón de que, a los ojos de los curadores involucrados,
las obras iconofílicas del periodo les parecían nada más que kitsch. A partir de la
década de 1970, el estudio de la iconoclasia prosperó gracias en parte a que, du­
rante mucho, el campo más popular y poblado es el trabajo sobre el arte moderno
y contemporáneo.
En las últimas dos décadas, en sintonía con la atmósfera posrevolucionaria de
las universidades de Europa y Estados Unidos, la atención de los historiadores
dejó de centrarse en los momentos de iconoclasia virulenta, para enfocarse en los
acuerdos alcanzados después. El protestantismo no erradicó el arte religioso, sino
que lo redefinió al absorber la iconoclasia que le abrió espacio, mientras que en
los territorios católicos la polémica a favor de las imágenes transformó el objetivo
por el cual luchaban los iconófilos. Los artistas luteranos podían fingir que nadie
había cambiado: todavía había cuadros en las iglesias y éstos representaban nada
menos que a “la iglesia” misma, tal como se percibe evangélicamente. La icono­
clasia violenta que ocurre en nuestros días, junto con un credo liberal sobre el
patrimonio universal de la humanidad, credo que cada vez se encuentra bajo un
asedio más feroz, podría detonar un escrutinio renovado de las enemistades admi­
nistradas, aunque sea de forma temporal, por los acuerdos alcanzados en torno a
la imagen en cuestión. Por ejemplo, poder replicar al enredo de estética y memo­
ria que se encuentra en la cínica respuesta que dio el presidente de Estados Unidos,
Donald Trump, a los fatales acontecimientos de Charlottesville, Virginia: “Es
triste ver cómo destrozan la historia y la cultura al retirar nuestras hermosos es­
tatuas y monumentos. No puedes cambiar la historia, pero puedes aprender de
ella”. Aunque los iconoclastas bien pueden ser el enemigo perenne de los histo­
riadores del arte, también iluminan nuestra meta: del poder de acción que la
belleza tiene sobre la historia.

118
Convergencias y divergencias

Aculturación e iconoclasia ritual


en los virreinatos americanos
(siglos xvi-xvii)
Juan Luis González García*

Evangelización y aculturación
En el Viejo y el Nuevo Mundo, oratoria sagrada e imagen estuvieron indisoluble­
mente unidas; la primera se sirvió de la segunda para conmover y elevar la emo­
tividad del público hasta las lágrimas; la imagen, por su parte, necesitaba el
comentario y la direccionalidad proporcionada por el predicador. Nuevos temas
fueron creados y codificados para su figuración vívida, y los pintores gozaron de
campo libre para hacerlo, a ejemplo de las invectivas de los oradores, valiéndose
de todos los recursos textuales y plásticos a su alcance para la conversión de almas.
Pero si las imágenes se convirtieron en un instrumento auxiliar de primer orden
para la evangelización de los indios y la promoción de la piedad, también podían
ser susceptibles de reconducir a los neófitos al culto idolátrico o a la superstición.
Por temor a que una idolatría sustituyera a otra, los frailes insistieron sobrema­
nera en que la veneración de las imágenes no iba dirigida al objeto material, sino
a lo que representaban.
En síntesis, podríamos decir que el fenómeno de la predicación y evangelización
del Nuevo Mundo fue abordado desde una triple perspectiva teórica. Para algunos
—como el P. Bartolomé de las Casas— había que utilizar los mismos métodos y
estrategias persuasivas empleadas en Europa. En un manuscrito de 1537 titulado
De unico uocationis modo (traducido como Del único modo de atraer a todos los pueblos
a la verdadera religión) lo dejaba así de patente: “Única, sola e idéntica para todo
el mundo y para todos los tiempos fue la norma establecida por la divina Provi­
dencia para enseñar a los hombres la verdadera religión, a saber: persuasiva del
* Juan Luis González García (doctor por la Universidad Complutense de Madrid), historiador del arte que
trabaja en la Universidad Autonóma de Madrid. Akal publicó en el 2015 su libro Imágenes sagradas y predi-
cación visual en el Siglo de Oro.

119
Juan Luis González García

entendimiento con razones y suavemente atractiva y exhortativa de la voluntad.


Y debe ser común a todos los hombres del mundo, sin discriminación alguna de
sectas, errores o costumbres”.1 Otros pensaban que había dos retóricas distintas,
determinadas por la capacidad del público, una más compleja y acabada, destina­
da a los europeos, y otra abreviada y sencilla, para los indígenas. En esta línea está
redactado el Breve tratado en qve se declara de la manera que se podra proponer la Doc-
trina de nuestra sancta Fe, y religion Christiana, a los nueuos fieles, una de las últimas
obras de fray Luis de Granada (1588), que escribió acaso espoleado por el recuer­
do de su fallida estancia juvenil en América.2 Finalmente, estaban quienes adap­
taron la preceptiva oratoria renacentista y sus modelos grecolatinos a la realidad
americana. El más logrado empeño al respecto fue el de fray Diego Valadés.
Hasta donde le fue posible, se sirvió de ejemplos sacados de las “historias” de los
indios (rerum Indicarum exempla), para interesar a sus lectores potenciales —predi­
cadores ante los indígenas— con unos tópicos inéditos que además serían más
familiares que otros frente a su auditorio.3 La Retórica cristiana no es simplemente
una preceptiva oratoria, sino una compilación de varios tratados unidos entre sí
por la relación más o menos directa que tienen todos ellos con la predicación: una
Retórica, una Introducción a la Sagrada Escritura, un Arte de la memoria, más una
miscelánea de la historia mexicana, una tabla o cuadro sinóptico de los cuatro
libros del Maestro de las Sentencias (Pedro Lombardo) y una serie de láminas, casi
todas del mismo Valadés. Esta obra contiene uno de los relatos más completos de
los métodos adoptados por las órdenes mendicantes en la evangelización del
Nuevo Mundo, una tarea, “la industria blanda de la predicación”,4 en la que el
propio Valadés participó. Por eso mismo podía afirmar, con toda autoridad, que
la conversión de los indígenas nada tenía de fácil, sirviéndose para ello de una
rebuscada metáfora artística en alusión a quienes así opinaban:

Refiérese que en otro tiempo hizo Alejandro llamar a su lado muchos pintores ilustres para
requerir de ellos si podían acomodarle cuerpo a una cabeza o rostro que había dejado sin ter­

1
B. de Las Casas, De unico uocationis modo, en Obras completas, vol. 2, P. Castañeda y A. García del Moral (eds.),
Madrid, Alianza, 1990, p. 17.
2
L. de Granada, Breve tratado en qve se declara de la manera que se podra proponer la Doctrina de nuestra sancta Fe,
y religión Christiana, a los nueuos fieles, Salamanca, Cornelio Bonardo, 1588.
3
G. Ramírez Vidal, “Fray Diego Valadés y los indios”, en B. Reyes Coria, G. Ramírez Vidal y S. Díaz Cín­
tora, Acerca de fray Diego Valadés: Su Retórica cristiana, México, unam, 1996, pp. 11-18.
4
F.R. de la Flor y L. Báez Rubí (col.), “Retórica y conquista. La nueva lógica de la dominación ‘humanista’”, en
Barroco. Representación e ideología en el mundo hispánico (1580-1680), Madrid, Cátedra, 2002, pp. 301-331.

120
Aculturación e iconoclasia ritual en los virreinatos americanos (siglos xvi - xvii )

minar Apeles, el príncipe de los pintores. Cada uno de ellos, confiado en las fuerzas de su in­
genio y de su industria, osó responder afirmativamente. Mostroles entonces Alejandro la obra
elaborada con tanto arte y delicadeza, y después que ellos la contemplaron más por menudo,
se vieron forzados por la dificultad a cantar la palinodia.5 Y yo diré que considero ser muy
semejantes a esos pintores a aquellos que, sin consideración alguna, tratan de aminorar las
virtudes de los indios, y miran negligentemente un negocio tan arduo y al mismo tiempo tan
bien fundamentado como es el de su conversión.6

La historia de los métodos misionales en América es la historia de los procedimien­


tos aplicados por las órdenes mendicantes. La actividad de los frailes en las misio­
nes americanas era a la vez exterior y paralela a la de los episcopados locales. Aún
más: en los virreinatos el clero regular era mucho más numeroso que el secular
—sometido a la autoridad de los obispos—, tenía más disciplina, mejor organiza­
ción y representaba un nivel intelectual y moral muy superior. Los religiosos espa­
ñoles estaban acostumbrados —más que otros en Europa— a enfrentarse con otras
religiones. Como precedentes inmediatos de la evangelización americana concurrían
la experiencia de la obra misionera en las Canarias y la catequización coetánea de
judíos y moriscos.7 Esto último teñiría la visión de la exótica América indígena de
lógicas connotaciones eurocéntricas, basadas en realidades familiares para los espa­
ñoles. La necesidad de hallar alguna clase de afinidad cultural los llevó a establecer
conexiones con su propio pasado, y a entender la diversidad de costumbres locales
como desviaciones o errores, ajenos a la norma aunque corregibles. Abundan los
testimonios en esta línea, tanto entre los conquistadores como por parte de los
misioneros.8 Así describía Hernán Cortés los templos de México-Tenochtitlan en
su Segunda Carta-Relación (1524):

Hay en esta ciudad muchas mezquitas o casas de sus ídolos de muy hermosos edificios, por las
colaciones y barrios de ella, y en las principales de ella hay personas religiosas de su secta, que
residen continuamente en ellas […] y entre estas mezquitas hay una que es la principal, que no

5
Repite el topos D. de la Vega, Parayso de la Gloria de los Sanctos Donde se trata de sus prerrogatiuas y excelencias,
vol. 2, Valladolid, Juan del Bostillo, 1607, p. 146.
6
D. Valadés, Retórica cristiana, México, Fondo de Cultura Económica, 2003, p. 417.
7
Acerca de esto último, véase B. Franco Llopis, La pintura valenciana entre 1550 y 1609. Cristología y adoctri-
namiento morisco, Lérida, Universitat de Lleida, 2008.
8
A.G. Remensnyder, “The Colonization of Sacred Architecture: The Virgin Mary, Mosques and Temples in
Medieval Spain and Early Sixteenth-Century Mexico”, en S. Farmer y B.H. Rosenwein (eds.), Monks & Nuns,
Saints and Outcasts. Religion Expression and Social Meaning in the Middle Ages, Ithaca y Londres, Cornell Uni­
versity Press, 2000, pp. 189-219.

121
Juan Luis González García

hay lengua humana que sepa explicar la grandeza y particularidades de ella […] Hay tres salas
dentro de esta gran mezquita, donde están los principales ídolos, de maravillosa grandeza y
altura.9

Francisco de Xerez, testigo del encuentro entre Pizarro y el soberano inca Ata­
hualpa, sostenía en 1534 que los indios costeños de Yunga, como los moros, se
descalzaban antes de entrar en los templos a hacer sus oraciones: “hacen sus mez­
quitas al sol […] y en toda esta tierra las tienen en veneración; cuando entran en
ellas se quitan los zapatos a la puerta”.10 En cuanto a los evangelizadores, fray
Toribio de Benavente o Motolinía, uno de los doce primeros franciscanos en arri­
bar a México, cuyas experiencias se recogen en la Historia de los indios de la Nueva
España… y de la maravillosa conversión que Dios en ellos ha obrado (ca. 1541) trataba
asimismo de establecer paralelos reconocibles por el lector entre indios, judíos y
musulmanes: “Algunos españoles, considerados ciertos ritos, costumbres y cere­
monias de estos naturales, los juzgan por ser de generación de moros. Otros, por
algunas causas y condiciones que en ellos ven, dicen que son de generación de
judíos; mas la más común opinión es que todos ellos son gentiles”.11 Mucho me­
nos ponderado, el dominico fray Domingo de la Anunciación (1565) reprobaba
enérgicamente a aquellos que, entre los naturales, pecaban contra el primer man­
damiento, “todos los ydolatras que adoran por Dios los ydolos falsos y mentirosos,
y todos los hereges judios moros, y tambien todos los […] hechizeros que ynuocan
los demonios”.12 Valadés, inspirado en el enciclopedismo universal y mnemotéc­
nico de Ramón Llull —quien elaboró su ars lulliana precisamente con la idea de
convertir a los infieles de su tiempo—,13 disentía de la fama que entonces aún
debía de tener esta comparación entre indios y moros, y defendía a los primeros:
“Pues dicen que los indios no son más cristianos que los moros de Andalucía, y
que todavía observan con fidelidad sus antiguas costumbres y ceremonias. En
suma, que se han hecho cristianos por la fuerza, y que los religiosos que les admi­

9
H. Cortés, Cartas de relación, M.V. Calvi (ed.), Milán, Istituto Editoriale Cisalpino-Goliardica, 1998, pp.
156-157.
10
F. de Xerez, Verdadera relación de la conquista del Perú, C. Bravo (ed.), Madrid, Historia 16, 1992, p. 104.
11
T. de Motolinía, Historia de los indios de la Nueva España, C. Esteva Fabregat (ed.), Madrid, Dastin, 2001, p. 66.
12
D. de la Anunciación, Doctrina Christiana breue y compendiosa por via de dialogo entre vn maestro y vn discipulo,
sacada en lengua castellana y mexicana, México, Pedro Ocharte, 1565, f. 42v.
13
L. Báez Rubí, “La imagen y los imaginarios en la visualidad retórica de fray Diego de Valadés”, Mitteilungen
der Carl Justi-Vereingung e. V. zur Förderung der kunstwissenschaftlichen Zusammenarbeit mit Spanien und Portugal,
núm. 19, 2007, p. 84.

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Aculturación e iconoclasia ritual en los virreinatos americanos (siglos xvi - xvii )

nistran el Santísimo Sacramento del Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, así como
los demás sacramentos, obran imprudentemente”.14
Y argumentaba:

Han abrazado los indios la religión cristiana de muy diversa manera que los moros; pues, en
primer lugar, estos indios fueron instruidos con mayor cuidado, y por ministros que sabían hablar
con grande expedición su lengua nativa. En segundo lugar, los indios son de natural más tratable,
más mansos, más pacíficos y de trato más fácil y, por lo demás, no tenían a su alrededor quienes
les sugiriesen o les dijesen por lo bajo lo contrario. Los indios, además abandonan el culto de sus
templos al darse cuenta de la inhumanidad y fealdad de su idolatría […] Pudieron, al mismo
tiempo, establecer comparación entre sus ministros y los sacerdotes cristianos; y entre la libertad
que se les proponía y la esclavitud a que habían estado sometidos. Los moros, empero […] nun­
ca llegaron a hacer nada recto por su propia voluntad, sino arrastrados por amenaza y azotes.15

Después de acumular testimonio tras testimonio en esta dirección, concluía taxa­


tivo: “Queda claramente de manifiesto [con estas pruebas] que ellos son más
sinceros cristianos que los moros”.16 Para la conversión era importante superar el
precedente que había supuesto el bautismo de los no cristianos en los dominios
españoles, a menudo forzoso, como bien censuraban los a su vez conversos Juan
de Lucena y Hernando de Talavera a finales del siglo xv.17 No bastaba con admi­
nistrar dicho sacramento: había que lograr una auténtica transformación, una
conversión verdadera. A raíz de la bula Altitudo divini consilii de Paulo III (1 de
junio de 1537), el sacramento del bautismo debía realizarse cumplidamente, y
por la Sublimis Deus (2 de junio) se declaraba a los indios capaces de recibir la fe,
a la que serían voluntariamente atraídos por la predicación y el ejemplo.18 No
obstante, el teólogo Francisco de Vitoria precisaba que la mera fides Christi era
insuficiente —así lo declaraba el fracaso en la conversión de moriscos y judíos en
España—, de manera que los neófitos tenían que demostrar una sincera fides prae-
ceptorum, la cual sólo podía obtenerse con el aprendizaje del catecismo, previo al
bautismo. Así pues, el catecismo, la recta fides, debía ser objeto de memorización

14
D. Valadés, op. cit., p. 417.
15
Ibid., p. 421.
16
Ibid., p. 431.
17
F. Pereda, Las imágenes de la discordia. Política y poética de la imagen sagrada en la España del cuatrocientos, Madrid,
Marcial Pons, 2007, pp. 260-263.
18
F. de Armas Medina, Cristianización del Perú (1532-1600), Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos,
1953, pp. 69-70, n. 50.

123
Juan Luis González García

por parte de los indígenas.19 El predicador, por su parte, para convertir y catequi­
zar a los fieles tendría que leer las cartas de san Pablo y ceñirse a su espíritu, en
lugar de abandonarse a lecturas peregrinas y disonantes con los temas desarrolla­
dos en los sermones.20
Como la institución del catecumenado prácticamente no existía en los prime­
ros tiempos de la evangelización, la catequesis hubo de ser sumaria y limitada a
los puntos fundamentales. Una vez bautizados, los indios, niños o adultos, debían
seguir atendidos y continuar su formación en la doctrina cristiana, evitando lo
que, en palabras de un maestro de Valadés —el franciscano Juan Focher (1574)
—,21 hacían ciertos misioneros, “que andan de una provincia en otra, bautizando
en todas partes y abandonando a los neófitos sin ministro alguno”.22 Esta cateque­
sis se impartía a través de la predicación oral, conforme a una tradición iniciada
en el año 400 con el De catechizandis rudibus de San Agustín, pero invariablemen­
te con apoyos impresos o manuscritos. Los catecismos en Nueva España y en el
Perú —al menos un centenar fueron elaborados sólo a lo largo del siglo xvi—23
eran un calco de los usados en la península para los moriscos y conversos. Las obras
de literatura doctrinal americana comprendían dos funciones: apologética y pas­
toral. Es decir, estaban dirigidas a refutar errores o falacias de la religión, y reunían
textos pastorales, pragmáticamente distribuidos en oraciones, exposición de los
artículos de la fe y de los sacramentos y confesional. También incluían algunos
rudimentos lingüísticos en el idioma de los neófitos, a modo de prontuario, y
solían organizarse en sermones breves y compendiosos o en forma de diálogo.24

De los códices pictográficos a la retórica audiovisual


Dentro del mundo azteca, la manera más común de acceder a todos los miembros
de la comunidad era a través del discurso, heredado de generación en generación
por vía de la tradición oral, ya que la “escritura” pictográfica estaba en manos de

19
D. Borobio García, “Teólogos salmantinos e iniciación cristiana en la evangelización de América durante el siglo
xvi”, en Evangelización en América, Salamanca, Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Salamanca, 1988, pp. 37-42.
20
L. Robles, “‘Preceptos de que se debe ayudar un buen predicador’. Texto inédito de Vitoria”, Teología espi-
ritual, vol. 19, núm. 55, 1975, p. 128.
21
C. Chaparro Gómez y M. del C. de la Montaña, “Juan Focher y Diego Valadés: En torno a la estructura y
contenido del Itinerarium Catholicum”, La Ciudad de Dios, núm. 216, 2003, pp. 769-791.
22
J. Focher, Itinerario del misionero en América, A. Eguiluz (ed.), Madrid, Victoriano Suárez, 1960, pp. 319-327.
23
L. Resines, Catecismos americanos del siglo xvi, vol. 1, Valladolid, Consejería de Cultura y Turismo, 1992, pp. 19-43.
24
M.J. Framiñán de Miguel, “Manuales para el adoctrinamiento de neoconversos en el siglo xvi”, Criticón,
núm. 93, 2005, pp. 25-37.

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Aculturación e iconoclasia ritual en los virreinatos americanos (siglos xvi - xvii )

los gobernantes.25 Ciertamente, la escritura alfabética (o fonética) era una de las


diferencias clave que los europeos presentaban frente a los indígenas, mientras
que las imágenes pictóricas era algo que tenían en común.26 Por ello, según algu­
nos, los instrumentos de conversión para el Nuevo Mundo debían concretarse en
imágenes. Mediante su uso pedagógico, los rudes (“neófitos”) tendrían la capacidad
de aprehender la verdad teológica de aquello que se les mostrara a pesar de su
incultura, pues se moverían sobre un terreno afín.27 Se trataba de un método in­
tuitivo y “audiovisual” en sentido estricto, pues a la contemplación de la imagen
acompañaba invariablemente su explicación, predicada por el misionero mismo
o, en un primer momento, por medio de un intérprete.
Ya antes de los evangelizadores, los tlamatinime (“maestros”) aztecas comuni­
caban su enseñanza a través de las imágenes de los códices (amoxtli), que iban
glosando oralmente a sus discípulos en las escuelas. La fijación en la memoria de
lo aprendido se lograba a base de incontables repeticiones, y los primeros misio­
neros siguieron también este procedimiento para obtener una eficaz conservación
del mensaje.28 Los escribientes-pintores, que se expresaban por medio de dibujos
o glifos ejecutados sobre piel de venado o papel poroso fabricado con hojas de
amate o agave, recibían el nombre de tlacuiloque. Eran escogidos entre las castas
nobiliarias y sacerdotales y formados en escuelas especializadas. Los glifos podían
ser pictográficos (representaciones estilizadas de objetos o de acciones), ideográficos
(para expresar cualidades, atributos o conceptos) o fonéticos, los menos numerosos.
Estos signos se interpretaban y comentaban señalándolos con una varita, idea que
no dejaron de copiar los frailes. De esta manera se hacía “hablar” a las pinturas y,
al mismo tiempo, las pinturas reforzaban y refrescaban la memoria oral.29
La aculturación incorporó a los códices mexicanos el uso de la perspectiva, la
inclusión del paisaje, el claroscuro, la unidad formal y un mayor sentido del
­movimiento y de la corrección anatómica. Una buena muestra de esta tipología

25
W.D. Mignolo, The Darker Side of the Renaissance. Literacy, Territoriality, and Colonization, Ann Arbor, Uni­
versity of Michigan Press, 1995, pp. 110-115.
26
J. de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, J. Alcina Franch (ed.), Madrid, Dastin, 2002, pp. 378-379.
27
M. A. Medina Escudero, “Métodos y medios de evangelización de los dominicos en América”, en Los domi-
nicos y el Nuevo Mundo. Actas del I Congreso Internacional, Sevilla: 21-25 de abril de 1987, Madrid, Deimos,
1988, pp. 182-183.
28
J. Cortés Castellanos, El catecismo en pictogramas de fray Pedro de Gante. Estudio introductorio y desciframiento del
Ms. Vit. 26-9 de la Biblioteca Nacional de Madrid, Madrid, fue, 1987, pp. 183-184.
29
S. Gruzinski, La colonización de lo imaginario. Sociedades indígenas y occidentalización en el México español. Siglos
xvi-xviii, México, fce, 1993, pp. 19-22.

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Juan Luis González García

europeizada es la Relación de Michoacán,30 un manuscrito debido a un franciscano


anónimo (probablemente fray Jerónimo de Alcalá),31 fechado en 1541, que narra
en un tono épico la historia de los antiguos tarascos, sus linajes, costumbres,
guerras, y las festividades y ofrendas que hacían a sus dioses.
Las narraciones históricas de los pobladores mexicanos eran juzgadas por los
eruditos españoles del Renacimiento como evidencias arqueológicas, muy al es­
tilo de las medallas, monedas o inscripciones epigráficas de la Antigüedad,32 pero
no como fuentes dignas del máximo crédito, aquel que se concedía a los textos de
un Herodoto o un Tucídides. Esa cierta desvalorización acarreó que muchas de
estas crónicas, dignas de memoria, terminaran quemadas por confundirse con
textos ceremoniales o sospechosos de paganismo. Fray Diego de Landa, misione­
ro franciscano en Yucatán, encontró en 1562 una treintena de rollos de corteza
iluminados. A sabiendas de que en ellos los indígenas conservaban el recuerdo de
sus antigüedades y sus ciencias, “porque no tenían cosa en que no hubiese supers­
tición y falsedades del demonio, se los quemamos todos”, lo cual no le impidió
dibujar él mismo un completo panorama histórico y moral de la civilización maya
posclásica en su famosa Relación de hacia 1566, que conocemos por una copia
anónima de 1616.33 Otro tanto hizo el dominico fray Benito Fernández en Oaxa­
ca, donde desgarró y despedazó con sus propias manos muchos códices mixtecas
pintados sobre maguey.34 Ambos frailes representan el arquetipo del misionero
del Nuevo Mundo, tan celoso guardián de la ortodoxia y perseguidor de los ídolos
y reliquias paganas como entusiasta admirador de aquello que destruía.
La ingenuidad y la desconfianza de los primeros misioneros serían luego de­
ploradas por los cronistas monásticos posteriores, siempre escasos de referencias.
“Esto a la letra —son palabras de Bernardino de Sahagún— ha acontecido a estos
indios con los españoles, fueron tan atropellados y destruidos, ellos y todas sus
cosas, que ninguna aparencia [sic] les quedó de lo que eran antes. Ansí están teni­

30
Relación de las ceremonias y ritos y población y gobierno de los indios de la provincia de Michoacán (1541). Reproduc-
ción facsímil del Ms. ç.IV.5. de El Escorial, J. Tudela (ed.), Madrid, Aguilar, 1956, pp. IX-XV; A.M. Escobar
Olmedo (coord.), Relación de Michoacán (Estudio), ed. facs., Madrid, Patrimonio Nacional/Ayuntamiento de
Morelia/Testimonio, 2001, pp. 13-100.
31
Véase a favor de mantener el anonimato en la autoría, C.L. Stone, In Place of Gods and Kings: Authorship and
Identity in the Relación de Michoacán, Oklahoma, University of Oklahoma Press, 2004, pp. 43-73.
32
J. Alcina Franch, Arqueólogos o anticuarios. Historia antigua de la arqueología en la América española, Barcelona,
El Serbal, 1995, pp. 43-50.
33
D. de Landa, Relación de las cosas de Yucatán, M. Rivera (ed.), Madrid, Historia 16, 1985, pp. 9-12; 20-24.
34
E.G. Gillow, Apuntes históricos sobre la idolatría y la introducción del cristianismo en la diócesis de Oaxaca, facs.,
Graz, Akademische Druck- und Verlagsanstalt, 1978, pp. 60-63.

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Aculturación e iconoclasia ritual en los virreinatos americanos (siglos xvi - xvii )

dos por bárbaros y por gente de baxíssimo quilate […] En esto poco que con gran
trabajo se ha rebuscado parece mucho la ventaja que hiziera si todo se pudiera
haver”.35 Mucho más contundentemente se pronunciaba José de Acosta, en alusión
nada velada a fray Diego de Landa:

En la provincia de Yucatán […] había unos libros de hojas a su modo […] en que tenían los
indios sabios la distribución de sus tiempos, y conocimiento de […] cosas naturales, y sus
antiguallas, cosa de grande curiosidad y diligencia. Parecióle a un doctrinero que todo aquello
debía de ser hechizos y arte mágica, y porfió que se habían de quemar, y quemáronse aquellos
libros, lo cual sintieron después no sólo los indios sino españoles curiosos, que deseaban saber
secretos de aquella tierra. Lo mismo ha acaecido en otras cosas que, pensando los nuestros que
todo es superstición, han perdido muchas memorias de cosas antiguas y ocultas que pudieran
no poco aprovechar. Esto sucede de un celo necio, que sin saber ni aun querer saber las cosas
de los indios, a carga cerrada dicen que todas son hechicerías.36

En algunos lugares del Perú los indios utilizaban el antiguo procedimiento mne­
motécnico de los quipus o registros hechos de cordeles con nudos de diferentes co­
lores. Los quipus los tejía y anudaba el quipucamayoc, el equivalente andino del
tlacuilo mexicano y del secretario europeo. Nuevamente Acosta, en el Libro VI de
su Historia natural y moral de las Indias, dedica varios capítulos a describir los distin­
tos sistemas de escritura en América, comparándolos con la escritura alfabética:

Los indios del Pirú, antes de venir españoles, ningún género de escritura tuvieron, ni por letras
ni por caracteres, o cifras o figurillas, como los de […] México; mas no por eso conservaron
menos la memoria de sus antiguallas, ni tuvieron menos su cuenta para todos los negocios de
paz, y guerra y gobierno […] Fuera de esta diligencia, suplían la falta de escritura y letras,
parte con pinturas como los de México […] parte o lo más, con quipos. Son quipos, unos me­
moriales o registros hechos de ramales, en que diversos ñudos y diversas colores, significan di­
versas cosas. Es increíble lo que en este modo alcanzaron, cuanto los libros pueden decir de
historias, y leyes y ceremonias, y cuentas de negocios, todo eso suplen los quipos tan puntual­
mente, que admira […] Y en cada manojo de éstos, tantos ñudos y ñudicos, y hilillos atados;
unos colorados, otros verdes, otros azules, otros blancos, finalmente tantas diferencias que así
como nosotros de veinte y cuatro letras guisándolas en diferentes maneras sacamos tanta infini­
dad de vocablos, así éstos de sus ñudos y colores, sacaban innumerables significaciones de cosas.37

35
B. de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, vol. 1, Madrid, Dastin, 2001, pp. 51-52.
36
J. de Acosta, op. cit., p. 383.
37
Ibid., pp. 385-386.

127
Juan Luis González García

La afición natural que los indios tenían a representaciones pictóricas y simbólicas


como las aludidas casi garantizaba el éxito de la catequización mediante el método
audiovisual.38 A tal efecto, es célebre la cita que Giovanni Anello Oliva (1598),
general de los jesuitas, traía del P. Diego de Bracamonte, rector del colegio de la
Compañía en Lima y procurador en la provincia del Perú, quien señalaba “lo mu­
cho que pueden para con los Indios las cosas exteriores en espeçial las pinturas, de
suerte que mediante ellas cobren estima y haçen conçepto de las espirituales”.39
Esta manera icónica de enseñar la religión cristiana se empleó a lo largo del qui­
nientos bajo tres formas más o menos consecutivas: en lienzos didácticos, en cate­
cismos pictográficos, y en estampas y pinturas a la europea.
Según los franciscanos, ellos fueron los primeros en catequizar por medio de
grandes lienzos en los que estaban representados los principales artículos y mis­
terios de la fe. El primero que se cita usándolos fue el P. custodio fray Jacobo de
Testera, natural de Bayona, aunque estuvo en España por espacio de unos veinte
años antes de arribar a México. Así lo consignaba Jerónimo de Mendieta antes de
1596: “Venido á esta tierra [en 1529], como no pudiese tomar tan en breve como
él quisiera la lengua de los indios para predicar en ella […] dióse á otro modo de
predicar por intérprete, trayendo consigo en un lienzo pintados todos los misterios
de nuestra santa fe católica, y un indio hábil que en su lengua les declaraba á los
demás lo que el siervo de Dios decia”.40
Lo nuevo del método, que se pretendía inaudito y sorprendente, no residía en
el uso de las imágenes como sistema de adoctrinamiento, sino en que estuvieran
pintadas sobre lienzos intercambiables y fácilmente transportables, ideales para la
predicación itinerante, impartida al aire libre en los atrios conventuales y en los
sitios próximos a las capillas abiertas. En aquellos lienzos se exponían figurada­
mente “los puntos principales de la religión cristiana, como son el símbolo de los
Apóstoles, el Decálogo, los Siete Pecados Capitales […] las Siete Obras de Mise­
ricordia y los Siete Sacramentos. Todo ello […] dispuesto en un modo y orden muy
ingenioso, el cual invento es, por lo demás, muy atractivo y notable”.41 A causa de
ello, el autor de esta innovación era para fray Diego Valadés merecedor de eterna

38
L. Báez Rubí, Mnemosine novohispánica. Retórica e imágenes en el siglo xvi, México, unam, 2005, pp. 126-133.
39
G.A. Oliva, Historia del reino y provincias del Perú y vidas de los varones insignes de la Compañía de Jesús, C.M.
Gálvez Peña (ed.), Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 1998, p. 262. Bracamonte argumentó
esta razón ante el padre general para llevarse consigo al Perú a Bernardo Bitti, jesuita y pintor.
40
J. de Mendieta, Historia eclesiástica indiana. Obra escrita a fines del siglo xvi, J. García Icazbalceta (ed.), México,
Porrúa, 1971, p. 665.
41
D. Valadés, op. cit., p. 231.

128
Aculturación e iconoclasia ritual en los virreinatos americanos (siglos xvi - xvii )

alabanza. Como otros copiaron e imitaron el sistema, Valadés reivindicaba ardien­


temente la prioridad franciscana en la evangelización icónica de los indios, que
forzó a los padres seráficos a enviar tal modo de enseñanza al Consejo de Indias,
para registrarlo y, en cierto modo, patentarlo.42
La enseñanza en América de las verdades de la fe por medio del dibujo y la
pintura fue una creación indiscutible del colegio fundado por fray Pedro de Gan­
te en el convento franciscano de México. Fray Pedro (Pieter van der Moere, lego
de origen flamenco y familiar de Carlos V) logró trasvasar la esencia de su mensa­
je misional a la escritura pictográfica en un diminuto y celebérrimo catecismo que
compuso en 1527 para que sus colaboradores lo llevasen consigo cuando salían a
evangelizar.43 Gante y otros franciscanos formaron a una tempranísima generación
de jóvenes indígenas en la imitación estilística de Cicerón, hasta el punto que ello
levantó protestas, pues parecía que esa no era la misión de los frailes, como se re­
prochaba en una carta de 1541: “hay muchachos, y cada día más, que hablan tan
elegantemente latín como Tulio, y escriben en latín cartas, coloquios”.44 Por ser
un tema bien conocido no insistiremos en éste y otros catecismos pictográficos
surgidos en el entorno del colegio de Santa Cruz en Tlatelolco, y nos centraremos
en su lugar en la labor de fray Pedro como “predicador audiovisual”.
Gante fue maestro de Valadés, y sin duda le transmitió en sus clases la necesi­
dad de asociar palabra e imagen. Adiestrado en las artes del dibujo y de la pintura,
fray Diego optó por explicar el método “testeriano” de un modo metapictórico, a
través de una serie de estampas diseñadas por él mismo.45 En una de las láminas
más divulgadas de la Retórica cristiana representó hábilmente la organización de la
catequesis, la administración de los sacramentos y la enseñanza en un atrio fran­
ciscano, a modo de alegoría de la fundación en México y de las acciones apostólicas
de sus misioneros. Sirviéndose de letras para referirse a cada parte con claridad,
Valadés detallaba cómo en la parte superior izquierda, fray Pedro de Gante (seña­
42
Ibid. Prueba de tal “solicitud de patente” al Consejo de Indias es que en la estampa de la p. 221 de la
Retórica, que muestra a Dios creador, redentor y remunerador, aparecen en el margen izquierdo hasta cinco sellos
de dicho Consejo, similares al reverso de las primeras acuñaciones hechas en México. Véase C. Chaparro
Gómez, “Retórica, historia y política en Diego Valadés”, Norba. Revista de Historia, vol. 16, 1996-2003, p.
411, n. 27.
43
J. Cortés Castellanos, Catecismo de fray Pedro de Gante, Madrid, Testimonio, 1992; G.M. Sánchez Valenzue­
la, “La imagen como método de evangelización en la Nueva España. Los catecismos pictográficos del siglo
xvi. Fuentes del conocimiento para el restaurador”, tesis doctoral, vol. 1, Madrid, Universidad Compluten­
se, 2003, pp. 194-237.
44
I. Osorio Romero, Tópicos de Cicerón en México, México, unam, 1976, p. 14.
45
F. de la Maza, “Fray Diego Valadés, escritor y grabador franciscano del siglo xvi”, Anales del Instituto de
Investigaciones Estéticas, núm. 3, 1945, pp. 35-41.

129
Juan Luis González García

lado con una P), enseñaba gráficamente a sus discípulos, mientras en la parte su­
perior derecha (letra N), un misionero exponía, por medio de imágenes, la creación
del mundo, esto es, el primer artículo del Credo:

Aquí se trata de inculcarles la doctrina cristiana por medio de figuras y formas dibujadas en
muy amplios tapices y dispuestos muy convenientemente, dando comienzo desde los artículos
de la fe, los Diez Mandamientos de la Ley de Dios, y los pecados mortales, y esto se hace con
grande habilidad y cuidado. En los sermones sagrados se repasa continuamente algo de ellos.
En las capillas se extienden estos lienzos para que los vean. Una vez hecho esto, ellos mismos
se llegan más de cerca y los examinan con mayor cuidado. Así, más fácilmente se les graba en
la memoria, tanto por las pocas letras que los indios tienen, como porque ellos mismos en­
cuentran especial atractivo en este género de enseñanza.46

Los indios podían ser iletrados y olvidadizos, pero se interesaban por la novedad
de las pinturas —lo cual los movía a escuchar la predicación—, hasta el punto de
que al final dedicaban un tiempo a discutir el contenido de las imágenes. Estampas
así proveían al predicador de una especie de enciclopedia figurativa útil para la
exposición del sermón. Con ese objetivo, el orador sagrado recurriría al recuerdo
de imágenes ecfrásticas como el aula de México donde los franciscanos impartían
su magisterio, con las paredes cubiertas con pinturas de los misterios del Rosario:

A. Aquí está el predicador de la palabra de Dios, el cual trata de hacer perceptibles a los indios
los dones celestiales, predicándoles para esto en su propia lengua. B. Como los indios carecían
de letras, fue necesario enseñarles por medio de alguna ilustración; por eso el predicador les va
señalando con un puntero los misterios de nuestra redención [concretamente el cuarto miste­
rio doloroso, Cristo con la cruz a cuestas], para que discurriendo después por ellos, se les graben
mejor en la memoria.47

Es seguro que usaron el método audiovisual los franciscanos Sahagún y Mendieta,


quien mandó pintar también los misterios del Rosario para mover a devoción a
los indios.48 Éste nos especifica algún dato interesante más. Así, se pintaba un
asunto por cada lienzo:

46
D. Valadés, op. cit., pp. 493, 497.
47
Ibid., p. 475; J.C. Gómez Alonso, “Adaptaciones de la Retórica Eclesiástica: Fray Luis de Granada y fray
Diego Valadés”, en J. Arribas Rebollo, J.C. Gómez Alonso, G. Ramírez Vidal y J. Trueba Lawand, Temas
de retórica hispana renacentista, México, unam, 2000, pp. 104-105.
48
R. Ricard, La conquista espiritual de México. Ensayo sobre el apostolado y los métodos misioneros de las órdenes men-
dicantes en la Nueva España de 1523-1524 a 1572, México, fce, 1986, pp. 192-193.

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Aculturación e iconoclasia ritual en los virreinatos americanos (siglos xvi - xvii )

Y cuando el predicador queria predicar de los mandamientos, colgaban el lienzo de los man­
damientos junto á él, á un lado, de manera que con una vara de la que traen los alguaciles
pudiese ir señalando la parte que queria. Y así les iba declarando los mandamientos. Y lo
mismo hacia cuando queria predicar de los artículos [de la fe], colgando el lienzo en que esta­
ban pintados. Y de esta suerte se les declaró clara y distintamente y muy á su modo toda la
doctrina cristiana.49

Los propios indígenas eran capaces de servirse de la imagen para seguir los pre­
ceptos cristianos y cumplir los sacramentos. Al principio se valían de un sistema
análogo al de los ideogramas de época prehispánica para comunicarse con los
misioneros. Fray Toribio de Motolinía usó este procedimiento en Cholula para la
confesión, apuntando tanto él como el penitente los signos que figuraban los
pecados.50 Valadés conoció una variante del método, para él de lo más ingenioso,
mediante la cual llevaban los nativos a la confesión alguna pintura en la que in­
dicaban aquellas cosas en las que habían ofendido a Dios, y para expresar las
reincidencias en el mismo pecado añadían piedrecillas sobre el dibujo.51 Todo esto
para la confesión privada; para la general, que recitaban a coro tras la catequesis,
acostumbraban a anotar del mismo modo sus pecados y su número mientras es­
cuchaban recitar los Diez Mandamientos, o dibujaban figuras o imágenes alusivas
que después transmitían con claridad y facilidad al confesor.52
Aunque en el Perú los indios solían confesarse mediante quipus —Acosta
cuenta cómo vio a una india que traía en un manojo de esos hilos la confesión de
toda su vida, “y por ellos se confesaba, como yo lo hiciera por papel escrito”—,53
también aprovecharon las posibilidades de la imagen gráfica, al igual que hicieron
los naturales de Nueva España. El mismo jesuita describe una confesión que un
indio llevaba dibujada en un papel, con cada uno de los diez mandamientos pin­
tado en él, y en ellos hechas ciertas señales para indicar los pecados.54 Poco antes
recoge el modo indígena de pintar la confesión general:

para significar aquella palabra “Yo pecador, me confieso”, pintan un indio hincado de rodillas
a los pies de un religioso, como que se confiesa; y luego para aquella, “a Dios todopoderoso”,
pintan tres caras con sus coronas al modo de la Trinidad; y a la gloriosa Virgen María, pintan
49
J. de Mendieta, op. cit., pp. 249-250.
50
T. de Motolinía, op. cit., pp. 173-174.
51
D. Valadés, op. cit., pp. 237-238.
52
Ibid., p. 483.
53
J. de Acosta, op. cit., p. 386.
54
Ibid., p. 385.

131
Juan Luis González García

un rostro de Nuestra Señora, y medio cuerpo con un niño; y a San Pedro y a San Pablo, dos
cabezas con coronas, y unas llaves y una espada, y a este modo va toda la confesión escrita por
imágines, y donde faltan imágines, ponen caracteres, como en qué pequé, etc.55

Además de recurrir a la catequesis y a la confesión, para reforzar la asimilación del


dogma, los evangelizadores exhortaban a los indios con la amenaza de un castigo
eterno si permanecían apegados a sus tradiciones religiosas. Este énfasis misional
en la predicación escatológica sobre el infierno desplegó muestras en verdad ex­
travagantes, como las protagonizadas por fray Luis Caldera. Al igual que el P.
Testera, el franciscano Caldera desconocía la lengua de sus fieles, e iba del mismo
modo de pueblo en pueblo con grandes lienzos en los que había mandado pintar
los sacramentos, el catecismo, el cielo, el infierno y el purgatorio. No conforme
con esto, solía servirse de medios mucho más expeditivos, como preparar un hor­
no (la “Caldera” de su apodo) en el cual metía perros, gatos y otras bestias y después
le prendía fuego, para con los aullidos de los animales infundir en los espectado­
res los horrores del infierno.56
Un dominico, el P. Gonzalo Lucero, compañero del biblioclasta fray Benito
Fernández, pintó o hizo pintar unos lienzos didácticos para su misión en la sierra
de la Alta Zapoteca. Y valiéndose de esta ayuda y de su buen conocimiento del
náhuatl se fue por los poblados predicando el Evangelio.57 Comenzaba apartando
a los mixtecas del totemismo astral, una ceguera por la cual daban “a las criaturas
insensibles la honra que a su Criador se deue. Para enseñar la verdad, traía el cu­
ydadoso predicador vna Esfera, cuya nouedad causaua mucho contento a los Indios,
y su declaracion mucho prouecho […] Dauales a entender como el Sol y los demas
planetas no hazian mas de lo que Dios les mandaua, dando bueltas al mundo”.
Después les exponía el principio del Génesis, la inmortalidad del alma y final­
mente “enseñaua los gozos con que Dios premia para siempre a los justos, y las
penas con que castiga a los malos”, todo ello mediante los lienzos. Como de cos­
tumbre, pedía colgar estos cuadros en un lugar público para incitar la curiosidad
de los indios y hacer que le formularan preguntas. Sabemos en qué consistían
estas pinturas: se trataba de dos paños de notables dimensiones que explicaba vara
en mano. En uno llevaba representada “la gloria de Dios en el cielo Impireo,

55
Ibid., pp. 384-385.
56
D. Muñoz, “Descripción de la provincia de los apóstoles San Pedro y San Pablo en las Indias de la Nueva
España”, Archivo Ibero-Americano, núm. 18, 1922, p. 417.
57
F. de Burgoa, Palestra historial, México, Talleres Gráficos de la Nación, 1934, pp. 96-97.

132
Aculturación e iconoclasia ritual en los virreinatos americanos (siglos xvi - xvii )

adorado de angeles y reuerenciado de santos”, y también algunos indios, de ma­


nera que el fraile les exponía que aquellos eran indios convertidos que habían
vivido al servicio de Dios y guardando sus mandamientos. En la parte baja tenía
ilustrado el infierno (“la pena de los condenados”), y de nuevo había indios, esta
vez entre los demonios. Éstos eran los que habían rechazado la fe, o los que ha­
biéndola recibido no habían vivido de acuerdo con ella y sus mandamientos, o no
habían hecho penitencia por haberlos quebrantado. En otro cuadro traía pintadas
“grandes aguas” en la que bogaban dos canoas (trasunto de las teatrales “dos bar­
cas de la muerte”), una con indios que portaban el rosario; algunos oraban, otros
se disciplinaban, y todos eran conducidos por ángeles al cielo. En la otra canoa
iban los demonios acompañando al infierno a un grupo de indios embriagados
que se golpeaban, mataban o se hallaban en actitud deshonesta. Así se comparaba
la vida virtuosa con la vida desenfrenada, y se argumentaba cómo la forma de
vivir podía conducir al cielo o al infierno. Tras asegurarse de que los indios habían
entendido ambos lienzos, les exponía una prédica de refuerzo sobre las mismas
materias y seguidamente los mandamientos.58 Otros días, según sus intereses, les
mostraba un lienzo con la Virgen y los misterios del Rosario.59
También en Oaxaca los dominicos se valieron de las llamadas “marmotas”, unos
globos de unos tres metros de diámetro formados por unos carrizos atados a un
palo alto en el centro, que debía sostener un hombre robusto. Sobre el globo colo­
caban una manta blanca, en la que los misioneros pintaban los pasajes principales
del Antiguo y Nuevo Testamento. Para darle mayor espectacularidad, en la parte
interior encendían unas velas para ver la pintura desde el exterior, a modo de faro­
les gigantes, en una tradición que aun hoy se conserva en las calendas o procesiones
oaxaqueñas60 y que recuerda los usos escenográficos de los jesuitas, quienes llegaron
a utilizar la linterna mágica para hacer ver al pueblo los horrores del infierno.61
Los agustinos intentaron iniciar a los indios en la ascética y la vida contem­
plativa. Fray Antonio de Roa, uno de los padres más fervorosos de la orden, trató
de inculcarles con su ejemplar espíritu de penitencia el horror hacia la más ligera
falta.62 Con esto “pretendía que no se les olvidase lo que les predicaba, viendo con

58
A. Dávila Padilla, Historia de la fvndacion y discurso de la Prouincia de Santiago de Mexico, de la Orden de Predicadores,
por las vidas de sus varones insignes, y casos notables de Nueua España, Madrid, Pedro Madrigal, 1596, pp. 321-324.
59
F. de Burgoa, Geográfica Descripción, vol. 1, México, Talleres Gráficos de la Nación, 1934, pp. 42-43.
60
E.G. Gillow, Reminiscencias, Los Ángeles, El Heraldo de México, 1920, p. 187.
61
J. Caro Baroja, Teatro popular y magia, Madrid, Revista de Occidente, 1974, pp. 26-27.
62
J. de Grijalva, Crónica de la Orden de N.P.S. Agustín en las provincias de la Nueva España en cuatro edades desde el
año de 1533 hasta el de 1592, México, Porrúa, 1985, pp. 221-224.

133
Juan Luis González García

los ojos aquellas cosas, porque los indios hacen poco caso de palabras solas”:63 “y
assi queriendo este santo predicarles vn dia el rigor de las penas del infierno, se
arrojò sobre vnas brasas. Dexose estar alli vn buen espacio, y salio como huyendo
del fuego, y diziendo, que pues no podia sufrir mas tiempo aquel dolor, conside­
rassen que cosa seria el fuego eterno”.64
En las porterías de sus conventos novohispanos tenían los agustinos lienzos
pintados donde se les representaban a los indios los prados de la mística, “para que
tocasen con los ojos lo que intentaban imprimirles en el alma”. Hay constancia de
que, en 1729, todavía se conservaba uno de estos cuadros en el testero del conven­
to de Cuitzeo, en Michoacán, en el que estaba pintada la Escala espiritual de san
Juan Clímaco, “la cual por aquel lienzo, explicaba el ministro a la muchedumbre”.65

La extirpación de la idolatría en América


Los primeros cronistas (Colón, Vespucci y otros) describieron a los indios como
gentes “sin secta”, en absoluto conocedores del mal, confiados a las fuerzas de la
naturaleza de la que todo obtenían. Con el acercamiento a las altas culturas ame­
ricanas se descubrieron los sacrificios humanos y la antropofagia generalizada, que,
junto con la idolatría, serían los elementos principales para justificar la conquista
y la evangelización de las tierras recién descubiertas. De todos estos factores, la
lucha contra la idolatría es quizás el aspecto más conocido de la empresa misional
de Indias. Su importancia fue capital para la cristianización de los indígenas, y se
convirtió en el más persuasivo de los métodos de evangelización. Los misioneros,
en efecto, consideraban la extirpación de la idolatría como el requisito previo para
plantar la fe en América. Lo decía explícitamente el Confesionario de Lima,66 si­
guiendo en parte las constituciones arzobispales de 1545: “Para assentar la doc­
trina del Euangelio en qualquiera nacion donde se predica de nueuo, del todo es
necessario quitar los errores contrarios que los Infieles tienen […] Y mientras no
les desengañaren de sus errores los que doctrinan, por de mas es pensar que ayan

63
A. de Osorio de San Román, Consuelo de penitentes o Mesa franca de espirituales manjares, M. González Velasco
(ed.), Madrid, fue, 1999, p. 737.
64
A. Fernández, Historia eclesiastica de nvestros tiempos, qve es compendio de los excelentes frvtos qve en ellos el estado
Eclesiastico y sagradas Religiones han hecho y hazen, en la conuersion de idolatras y reducion de hereges. Y de los ilustres
martirios de varones Apostolicos, que en estas heroicas empressas han padecido, Toledo, Viuda de Pedro Rodríguez,
1611, p. 127.
65
Véase M. de Escobar, Americana Thebaida. Vitas Patrum de los Religiosos Hermitaños de N.P. San Augustín de la
Provincia de San Nicolás Tolentino de Mechoacán, Morelia, Balsal, 1970, pp. 85 y 355.
66
J.M. Vargas, La Conquista Espiritual del Imperio de los Incas, Quito, La Prensa Católica, 1948, pp. 162-163.

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Aculturación e iconoclasia ritual en los virreinatos americanos (siglos xvi - xvii )

de rescebir la fé estos Indios; aunque mas les repitan y hagan repetir la doctrina
christiana”.67 Mientras los indios fueran adictos a sus dioses, ninguna necesidad
podían sentir de una nueva religión o, al menos, ésta no podría penetrar en ellos
si, como pasaba con la cristiana, ambas eran incompatibles.
Algunos misioneros pugnaron por convencer intelectualmente a los indios de
la falsedad de sus creencias. Modelos al respecto son la Doctrina christiana en lengua
castellana y zapoteca del dominico Pedro de Feria (1567)68 y el final del Libro I
de la Historia general de Sahagún, quien se entretuvo en demostrar, basándose
en la Sagrada Escritura (sobre todo en Sab 13-16), la mentira de cada ídolo de los
mexicanos y los tormentos que a éstos les procuraban en forma de sacrificios,
cortes y maceraciones de los cuerpos.69 En cuanto al Perú, ya que los argumentos
aducidos para probar la malicia de los ídolos no se podían aplicar al culto animis­
ta de los astros o de “seres” naturales de patente influjo benéfico como la lluvia,
los evangelizadores optaron por referirles las causas de estos fenómenos y de dar­
les una explicación cosmológica (fundada en el Génesis) sobre su origen, como
hiciera el P. Lucero entre los zapotecos. Del libro de la Sabiduría podían tomarse
argumentos muy eficaces para convencer de su engaño a los idólatras, “que quie­
ren más servir y reverenciar a la criatura que al Creador”.70 En términos parejos71
se pronunciaría Pablo José de Arriaga (1621), el más conocido extirpador de la
idolatría en el Perú y preceptista de retórica.72
Sin embargo, más que el razonamiento, el medio discursivo usual para socavar
la fe de los indígenas en sus dioses fue repetirles una y mil veces que hasta entonces
habían vivido equivocados, ciegos ante los ridículos o absurdos engaños de sus
creencias.73 Una vez destruidas sus creencias, se derrumbaba automáticamente todo

67
Confessionario para los cvras de indios. Con la instrvcion contra svs Ritos: y Exhortacion para ayudar a bien morir: y
summa de sus Priuilegios: y forma de Impedimentos del Matrimonio, Lima, Antonio Ricardo, 1585, f. 2.
68
L. Resines, Catecismo del Sacromonte y Doctrina Christiana de Fr. Pedro de Feria. Conversión y evangelización de
moriscos e indios, Madrid, csic, 2002, pp. 362-365.
69
B. de Sahagún, op. cit., vol. 1, pp. 91-106.
70
J. de Acosta, op. cit., p. 306.
71
P.J. de Arriaga, Extirpación de la idolatría del Pirú, en Crónicas peruanas de interés indígena, F. Esteve Barba
(ed.), Madrid, Atlas, 1968, pp. 201-202 y 244.
72
Ibid., Rhetoris Christiani partes septem, exemplis cùm sacris, tum Philosophicis illustratae. Nuc primùm in lucem
prodeunt, Lyon, Horatius Cardon, 1619. Fue éste el manual para el estudio de la oratoria más difundido en
los colegios jesuitas de San Pablo y San Martín, en Lima. Véase D. Abbott, Rhetoric in the New World: Rhe-
torical Theory and Practice in Colonial Spanish America, Columbia, University of South Carolina Press, 1996,
pp. 102-106.
73
Véase por ejemplo la Doctrina cristiana en lengua española y mexicana por los religiosos de la Orden de Santo Do-
mingo, en Colección de incunables americanos. Siglo xvi, ed. facs., vol. 1, Madrid, Cultura Hispánica, 1944, ff.
LXXXV-LXXXII, fechada en 1548.

135
Juan Luis González García

su sistema religioso y el indio quedaba espiritualmente vacío y dispuesto para re­


cibir la nueva religión cristiana: se trataba de un mecanismo simple, pero eficaz,
desde los criterios imperantes en el siglo xvi. Por supuesto, los fautores de las
mentiras habían sido el demonio y sus ministros los hechiceros o chamanes, con­
trafiguras de los misioneros.74 Éstos afirmaban que las divinidades paganas eran
auténticos demonios en sentido real, identificables con encarnaciones visibles de
Lucifer y demás ángeles caídos. Aunque las representaciones impresas de la con­
ducta idolátrica de los indios americanos no menudean tanto como, por ejemplo,
las imágenes de canibalismo, hay un texto especialmente abundante en este tipo
de escenas que es La crónica del Perú de Pedro Cieza de León (1553). En ella se
muestran, a través de una serie de entalladuras anónimas, a sacerdotes hablando con
el demonio por medio de sustancias embriagantes que les hacían desvariar. En esas
visiones los demonios adoptaban formas diversas, animales o fantásticas al modo
europeo, con orejas y alas de murciélago, o con cuernos de fauno o garras de harpías;
también podían introducirse en ídolos desde los cuales daban sus respuestas.75
La extirpación de la idolatría prehispánica se fundó sobre todo en la iconocla­
sia. Es prácticamente imposible dilucidar si esta destrucción violenta de los ídolos
y demás amuletos de los indios era ejecutada antes o después de intentar persua­
dirlos de la falsedad de sus deidades. Probablemente ambas cosas se hacían a la
vez: si los evangelizadores comenzaban predicando contra los ídolos, luego los
destruían para confirmar su predicación; o viceversa, si primero los derrocaban,
era para inmediatamente exponer las razones de su proceder. Algunos frailes pedían
los ídolos a los indios después de convertirlos, a manera de prueba de la sinceridad
de su conversión, y otros, temerariamente o sabiéndose respaldados por la con­
quista armada, se dedicaron a desbaratar los ídolos contra la voluntad de sus
adoradores, apareciendo ante los indígenas como personajes más poderosos que
sus propios dioses, incapaces de responder a las agresiones con la venganza porque
no eran dioses de verdad.
El trabajo se desarrolló en dos etapas, una manifiesta y otra oculta. En la pri­
mera, los misioneros arrasaron sistemáticamente con todo lo que tuviese carácter
idolátrico o estuviera relacionado con ello; se trató, por lo tanto, de erradicar la
idolatría pública. Suprimida ésta, surgió un nuevo tipo por el cual los indios,

74
P. Borges Morán, “La extirpación de la idolatría en Indias como método misional (siglo xvi)”, Missionalia
Hispanica, núm. 41, 1957, pp. 193-209.
75
M.M. Ramírez Alvarado, Construir una imagen. Visión europea del indígena americano, Sevilla, csic/Fundación
El Monte, 2001, pp. 205-213.

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Aculturación e iconoclasia ritual en los virreinatos americanos (siglos xvi - xvii )

imposibilitados para cultivar su religión abiertamente, hubieron de ejercitarla a


escondidas. En consecuencia, la segunda etapa consistió en investigar, a través de
visitadores eclesiásticos o seglares, o mediante delaciones, el culto idolátrico la­
tente para sofocarlo, y en adoptar las medidas necesarias para prevenirlo.76
Ya en las Antillas se llevó la iconoclasia a la práctica. El método lo hicieron
suyo y lo perfeccionaron los religiosos de Nueva España.77 También los oficiales
reales en Indias tenían preceptuado prohibir a los indígenas la idolatría, si bien
por medios pacíficos. El primero que recibió una orden de esta clase fue Diego
Colón;78 también Hernán Cortés reprimió efectivamente la idolatría —aunque él
llegó a amenazar a quienes la practicasen— y tuvo por costumbre colocar estam­
pas “apotropaicas” de la Virgen con el Niño en los templos aztecas que iba conquis­
tando.79 En Perú, Francisco Pizarro, nada más recibir los primeros mensajes del
Inca le notificó su intención de “desengañarle[s] de su idolatría y enseñarles la
verdadera religión de los cristianos”, como mandatario que era del sumo pontífi­
ce y del emperador Carlos V;80 él mismo se lo comunicó después a Atahualpa por
boca de su enviado Hernando de Soto.81
Merece la pena singularizar un incidente que sintetiza las prácticas iconoclas­
tas de los conquistadores en América. Venido Hernando Pizarro a Pachacamac,
mostró sus deseos de ver el ídolo local, “de palo muy sucio” y alojado en “una sala
muy escura, hidionda muy cerrada”. Los indios le tenían en tal veneración que
nadie, salvo ciertos pajes y criados, podía entrar en el aposento. La gente “estaba
tan escandalizada y temerosa” de la visita del capitán que pensaban que en cuan­
to se fueran los españoles el ídolo los destruiría a todos. Hernando Pizarro acon­
sejó que no creyesen en el ídolo, pues era el diablo quien por él hablaba, y acto
seguido “mandó deshacer la bóveda donde […] estaba, y quebrarle delante de
todos”, lo cual causó maravilla entre los indios por el atrevimiento del acto.82 La
destrucción de esta imagen (fallida, pues aún se conserva in situ) no fue un hecho

76
P. Borges Morán, Métodos misionales en la cristianización de América. Siglo xvi, Madrid, csic, 1960, pp. 274-286.
77
F. López de Gómara, Hispania Victrix. Primera y segunda parte de la Historia General de las Indias, con todo el
descubrimiento, y cosas notables que han acaecido desde que se ganaron hasta el año de 1551; con la conquista de Méji-
co y de la Nueva-España, en Historiadores primitivos de Indias, E. de Vedia (ed.), Madrid, Atlas, 1946, p. 176.
78
P. Castañeda Delgado, Los métodos misionales en América. ¿Evangelización pura o coacción?, Separata de Estudios
sobre Bartolomé de Las Casas, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1974, p. 4.
79
J. Portús Pérez y J. Vega, La estampa religiosa en la España del Antiguo Régimen, Madrid, fue, 1998, p. 218.
80
G. de la Vega, El Inca, Historia general del Perú (Segunda parte de los Comentarios Reales de los Incas), A. Rosen­
blat (ed.), vol. 1, Buenos Aires, Emecé, 1944, pp. 51-52.
81
Ibid., pp. 58-59.
82
F. de Xerez, Verdadera relación de la conquista del Perú, C. Bravo (ed.), Madrid, Historia 16, 1992, pp. 136-138.

137
Juan Luis González García

aislado en la conquista del Perú. En el Cuzco Pizarro derribó los ídolos y limpió
la ciudad de cualquier rastro de idolatría, señaló dónde había de honrarse a Dios
y dónde debía predicarse el Evangelio,83 todo a efectos de sacar a los indios de las
“infernales tinieblas en que morían”.84 Cieza de León habla de muchos templos
arruinados (Tumebamba, Guamanga) e ídolos deshechos (Guancabamba, Gua­
macucho).85 Tras el derrocamiento, los misioneros reunían con sumo cuidado sus
fragmentos o cenizas y los arrojaban en lugares secretos, para evitar que los nativos
los recogieran y continuasen adorándolos.86
La iconoclasia pública adoptó un patrón uniforme hasta en los lugares más
apartados de las Indias. Siempre metódica y radical (no importaba que lo que
hubiese que destruir fuese todo un templo o un pequeño adoratorio, un ídolo o
un talismán), su práctica se concentró en los primeros años de misión. Los objetos
de culto pagano fueron al punto sustituidos por otros de signo católico: los tem­
plos, convertidos en iglesias o ermitas; los ídolos, suplantados por cruces o em­
pleados como material para la creación de útiles o imágenes cristianas. Los más
famosos santuarios cristianos se cimentaron, en fin, sobre los lugares de veneración
de las viejas deidades prehispánicas.
No obstante la supresión de los ritos y las prácticas idolátricas más notorias, y
a pesar del castigo infligido a los culpables, los evangelizadores eran conscientes
de que jamás eliminarían el paganismo por completo mientras no fueran arran­
cadas sus raíces. La segunda fase de la extirpación de la idolatría se apoyó, enton­
ces, en dos disposiciones preventivas fundamentales: evidenciar la distinción
formal y funcional entre ídolos paganos e imágenes cristianas, y omitir cualquier
referencia al pasado idólatra. El primer obispo de México, fray Juan de Zumárra­
ga (1543), al tratar “De la primera especie de ydolatria, que se llama Nigroman­
cia” se pronunciaba tajantemente:

Otros gentiles y en estas partes adorauan criaturas artificiales, hechas de piedras, madera, de
oro, plata, y de otras qualesquier materias o pinturas. A estos ydolos sacrificauan y adorauan,
y de alli recibian respuestas y mandamientos algunos del demonio […] Verdad es que la

83
A. de Herrera, Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar océano, M. Cuesta
Domingo (ed.), vol. 3, Madrid, Universidad Complutense, 1991, p. 333.
84
G. de la Vega, El Inca, op. cit., p. 22.
85
P. Cieza de León, La crónica del Perú, M. Ballesteros (ed.), Madrid, Historia 16, 1985, pp. 209-210; 251-253;
313 y 327.
86
P.J. de Arriaga, op. cit., pp. 202-203; 230-231; 233-234.

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Aculturación e iconoclasia ritual en los virreinatos americanos (siglos xvi - xvii )

yglesia christiana con piadosos respectos ordeno que en el santo templo vuiesse ymagines de
pintura o de bulto, no para que los sieruos de Dios las adorassen como a dioses, mas para que
fuessen memoria de los misterios que el hijo de dios y sus discipulos hizieron en este mundo:
y por tanto todo christiano ha de estar auisado que haziendo su oracion delante de las ymagi­
nes de la yglesia sepa endereçar su oracion a hablar no con las ymagines sino con las cosas
sanctas a quien representa del otro mundo. E las pinturas e ymagines de la yglesia son como
los libros de los legos para les traer en memoria algunos sanctos mysterios.87

Tal diferenciación debía compatibilizarse con no tocar en demasía durante la


predicación los vocablos religiosos prehispánicos o las concepciones paganas de los
indígenas, aunque fuese para refutarlas, ya que se creía perjudicial por contribuir
a mantenerles vivo su recuerdo y por despertar en ellos la añoranza de sus antepa­
sados, en cuya sacra autoridad fundamentaban sus costumbres. Esta es la razón por
la que si examinamos los textos misionales apenas se encuentra en ellos más refu­
tación directa del paganismo que la estrictamente necesaria, y aun entonces ésta
tiene siempre un carácter esporádico. Es el caso de la Doctrina cristiana (1544) de
fray Pedro de Córdoba,88 o del Confesionario del también franciscano Alonso de
Molina (1565), que, entre el centenar largo de folios que ocupa, incluye solamen­
te estas dos preguntas sobre el primer mandamiento: “Por ventura adoraste o
tuuiste por dios a alguna criatura suya, assi como al sol, a la luna o a las estrellas,
etc? Tienes todauia guardada alguna ymagen del demonio, o sabes que otro la
tenga escondida?”, y a modo de contraste: “Tienes reuerencia a la cruz de nuestro
redemptor Jesuchristo, y a su ymagen, y a las ymagines de los sanctos, quando
pasas delante dellas?”.89
A mediados del siglo xvi, la conversión de muchos grupos indígenas distaba
de ser completa, o al menos sincera, y pervivían clandestinamente antiguos cultos
paganos entreverados con la (mayoritaria) confesión católica. Si esto podía cues­
tionar la eficacia de la empresa evangelizadora y de sus métodos, las religiones
amerindias, por añadidura, suponían un conjunto de creencias a menudo ligadas
a ritos sangrientos y contrarios a la moral cristiana. Deseosos de establecer analo-

87
J. de Zumárraga, Dotrina breue muy prouechosa de las cosas que pertenecen a la fe catholica y a nuestra cristiandad en
estilo llano para comun inteligencia, México, Juan Cromberger, 1543, f. [c viii]. Compárese, en lo referente a
la hiperdulía y a la latría, con F. Pareja, Doctrina cristiana muy útil y necesaria. México, 1578, L. Resines (ed.),
Salamanca, Universidad de Salamanca, 1990, p. 121.
88
M.G. Crespo Ponce, Estudio histórico-teológico de la “Doctrina cristiana para instrucción e información de los indios
por manera de historia”, de Fray Pedro de Córdoba, O.P. († 1521), Pamplona, eunsa, 1988, pp. 156-157.
89
A. de Molina, Confessionario mayor, en lengua Mexicana y Castellana, México, Antonio de Espinosa, 1565,
ff. 20-21.

139
Juan Luis González García

gías entre los antiguos dioses amerindios y las deidades grecorromanas (e incluso
en hacer comparaciones con algunos elementos de la tradición cristiana), y de
salvaguardar cierta precisión historiográfica, algunos misioneros y cronistas tra­
taron de volver familiar lo que era insólito y extraño. De este modo actuaron
Bartolomé de Las Casas,90 Sahagún, Torquemada o Blas Valera, tan habituados a
la admiración renacentista por la Antigüedad latina que vieron completamente
lógico adaptar un modelo politeísta y antropomórfico al exuberante paganismo
americano. El jesuita Valera creyó encontrar entre las divinidades peruanas a
Júpiter (Pirua), Marte (Aucayoc), Mercurio (Catu illa) y Saturno (Haucha);91 en
cuanto a la cultura azteca, Sahagún no dudó en comparar al dios Xiutecuhtli con
Vulcano o a Tezcatzóncatl con Baco, mientras que Tezcatlipoca podía considerar­
se “otro Júpiter” y Huitzilopochtli, “otro Hércules”. También existían, es verdad,
algunos puntos de contacto superficiales entre los ceremoniales prehispánicos y
los sacramentos del catolicismo, aunque casi todas las analogías observadas fueran
más bien fruto de la imaginación de los cronistas. Aztecas e incas practicaron,
verbigracia, una especie de bautismo pagano y una confesión oral, pero ambos
rituales carecían de sentido sobrenatural y eran, por el contrario, actos externos
sin contenido dogmático.92 Por ello, la mayor parte de los misioneros, lejos de
pasmarse ante las semejanzas aparentes entre las prácticas religiosas indígenas y
el cristianismo, tuvieron la impresión de hallarse ante parodias diabólicas, y su
percepción, todavía más distorsionada por la lejanía y la falta de contacto directo
con la realidad americana, tornó de vuelta a España.93
Ni siquiera espíritus tan selectos como Benito Arias Montano quedaron libres
del estigma de la alteridad.94 Su Retórica, imbuida de lo mejor y lo no tan bueno del
espíritu tridentino, al tiempo que secundaba el movimiento renovador del clero
que emanó del Concilio, contenía entre sus versos una reprobación inmisericorde
de los idolillos traídos de América, para él modelo de desproporción compositiva,
ajena a la armonía y unidad que debían poseer tanto el cuerpo humano como la

90
L. Schrader, “La invención de una ciencia de las religiones: Las Casas y el universo ‘no canónico’ de los dioses
paganos”, en I. Arellano et al. (eds.), Studia aurea. Actas del III Congreso de la aiso (Toulouse, 1993), vol.
1, Pamplona, Université de Toulouse-Le Mirail/Universidad de Navarra, 1996, pp. 141-145.
91
B. Valera, Relación de las costumbres antiguas de los naturales del Pirú, en Tres Relaciones de Antigüedades Peruanas,
Asunción, Guaranía, 1950, pp. 136-137.
92
F. de Armas Medina, op. cit., pp. 73-74.
93
J. de Mendieta, op. cit., pp. 77-167, sobre el origen demoníaco de la religión azteca, y asimismo J. de Acos­
ta, op. cit., pp. 297-372.
94
En el sentido acuñado, claro está, por T. Todorov, La conquista de América: el problema del otro, México, Siglo
XXI, 1987.

140
Aculturación e iconoclasia ritual en los virreinatos americanos (siglos xvi - xvii )

obra de arte, y que acaso conociera en la casa sevillana de su amigo el pintor Ville­
gas Marmolejo:95

Pues cuanto a través de las olas del mar de Poniente poco ha se nos traía de las ricas Indias (tan
pronto como una nave española por vez primera rozó el piélago inmenso y mares que los an­
tiguos no conocieron) había sido quizás una materia que nos dejaba admirados, mas, sin em­
bargo, vacía de todo arte y sin reflejo de las proporciones. Una cerviz de débil cuello y unas
piernas delgadísimas sustentaba a menudo una cabeza enorme de horrible apariencia, y las
efigies de aves, plantas y demás clases de seres daban prueba del primitivismo y la barbarie de
un pueblo carente por completo de cultura y arte.96

Que era lo bastante habitual la llegada de esta clase de esculturas a Andalucía


como para usarlas a modo de exempla se constata en uno de los discursos que el
cartujo granadino fray Esteban de Salazar, prior en Valencia y en Granada, escri­
bió en torno al Credo en 1577. A sus ojos las figuras de los ídolos americanos eran
execrables, frente a lo que ocurría con las esculturas de los dioses grecorromanos:
“todas las Figuras, grandes y pequeñas, que he visto entre estas gentes Occiden­
tales de Demonio; en piedras, y en madera, en oro, en plata, en huesso, y en otras
muchas cosas: ninguna he visto que no sea horrenda, abominable, fea y verdade­
ramente Diabólica. Aunque no ignoro la belleza de las Imágines, y Statuas que
tuvieron los Griegos y Latinos”.97 Otro sermón, predicado por fray Hernando de
Santiago en las honras fúnebres que hizo la ciudad de Granada a Felipe III el 15
de mayo de 1621, mencionaba en concreto “los Idolos que traen de las Indias, en
que idolatran los Indios mas barbaros y remotos, que son muy buenos pedazos de
oro”.98 La alusión al material precioso, unido a la descripción de Arias Montano
—y a su propia referencia a la “materia que nos dejaba admirados”— nos hace
pensar que ambos se referían a las figurillas votivas incas llamadas “orejones”, que
se registran en inventarios españoles del siglo xvi.99

95
Pedro de Villegas, también coleccionista de antigüedades y curiosidades, mantenía desde 1545 relaciones
comerciales con el Nuevo Mundo. Véase J.M. Serrera Contreras, Pedro de Villegas Marmolejo (1519-1596),
Sevilla, Diputación Provincial de Sevilla, 1976, pp. 13-14; 23-24.
96
M.V. Pérez Custodio (ed.), Los Rhetoricorvm Libri Qvattvor de Benito Arias Montano, Badajoz, Diputación
Provincial de Badajoz, 1996, pp. 106-107.
97
Citamos por E. de Salazar, Veynte discursos sobre el Credo, en declaracion de nuestra sancta Fe Catholica, y Doctrina
Christiana muy necesssarios a todos los Fieles en este tiempo, Granada, Hugo de Mena, 1582, ff. 32v-33.
98
H. de Santiago, Sermon que predico…, en las Honras que hizo la muy nombrada y gran ciudad de Granada, al señor
Rey Philipo III. que sancta gloria aya, en 15. de Mayo de 1621, Granada, Bartolomé de Lorenzana, 1621, f. 5.
99
P. Cabello Carro, “Los inventarios de objetos incas pertenecientes a Carlos V: estudio de la colección, tra­
ducción y transcripción de los documentos”, Anales del Museo de América, núm. 2, 1994, pp. 33-61.

141
Juan Luis González García

Junto con los ídolos de bulto, los objetos más sorprendentes venidos de Amé­
rica para los críticos y prácticos de la pintura y la arqueología fueron los códices
pictográficos mexicanos, para ellos extrañamente asimilables a la escritura faraó­
nica, siempre conocida de segundas. Felipe de Guevara encontraba concomitancias
entre los jeroglíficos egipcios y la pintura amerindia, bien porque por antigua
tradición les hubiera venido a los indios desde Egipto —creía—, o porque “los
naturales de estas dos naçiones concurriessen en unas mismas imaginaçiones”. Por
medio de esas pinturas de colores “dichosos”, los aztecas significaban la historia
de sus ancestros y los caciques daban órdenes a sus vasallos; incluso habían traído
al arte “algo […] nueuo y raro”: la plumaria.100 Otro buen aficionado a las anti­
güedades romanas, el pintor Pablo de Céspedes, entendía que la pintura egipcia,
para él sólo conocida en bajorrelieves, no fue celebrada ni se estimó, si bien se
asemejaba en su aspecto de contornos rellenos de color a “los libros que vemos
venidos de Nueva España donde los indios tenían sus calendarios como algunos
dizen”.101 La asociación entre los jeroglíficos y los códices mexicanos no fue exclu­
siva de los tratadistas hispanos, y autores como Romano Alberti la consideraron
entre sus reflexiones.102

***
Ni siquiera los esfuerzos combinados de millares de misioneros pudieron impedir
que la idolatría continuara practicándose en secreto. Jamás pudo desarraigarse del
todo, aunque no tanto por la declarada hostilidad o mala voluntad de los indios
cuanto por simple ignorancia. Los naturales habían consentido en recibir el bau­
tismo, en hacerse exteriormente cristianos, pero en el fondo no habían resuelto
abandonar las antiguas tradiciones, de modo que cultivaban ambas religiones a
la vez. Esta ingenua posición de compromiso, según su mentalidad, les permitía
rendir culto público al Dios de los cristianos para soslayar su castigo y el de los
misioneros, pero en privado tributarlo a sus dioses para evitar sus venganzas.
Aunque hay que reconocer que muchos de estos actos eran puras supersticiones y
hechicerías —como las que con frecuencia encontramos hoy en países de raigam­

100
F. de Guevara, Comentario de la pintura y pintores antiguos, E. Vázquez Dueñas (ed.), Tres Cantos, Akal, 2016,
pp. 277-278.
101
P. de Céspedes, “Discurso de la Comparación de la Antigua y Moderna Pintura y Escultura”, en J. Rubio
Lapaz y F. Moreno Cuadro (eds.), Escritos de Pablo de Céspedes, Córdoba, Diputación de Córdoba, 1998, p.
258.
102
R. Alberti, “Trattato della nobiltà della pittura”, en P. Barocchi (ed.), Trattati d’arte del Cinquecento fra
Manierismo e Controriforma, vol. 3, Bari, Giuseppe Laterza e Figli, 1962, pp. 213-214.

142
Aculturación e iconoclasia ritual en los virreinatos americanos (siglos xvi - xvii )

bre cristiana—, al menos hasta comienzos del siglo xvii, según narra el dominico
Martín de León (1611), existió una resistencia consciente y definida a la evange­
lización, alentada por algunos caciques y por los sacerdotes y hechiceros paganos,
sobre todo en áreas rurales distantes de la autoridad virreinal. Si en apariencia los
indios habían renunciado a la idolatría, de noche y en secreto algunos de ellos
seguían adorando a sus dioses y ofreciéndoles sacrificios de animales. La idolatría
sobrevivió en las fiestas y bailes, o en los actos funerarios; en la multitud de ora­
torios que los indios levantaban como cuando solían tener sus dioses particulares,
o en pequeños objetos domésticos de aspecto anodino, pero dotados de plena ca­
pacidad de evocación en su uso material; en los ídolos que ocultaban tras las
cruces o los altares de las iglesias, e incluso dentro de las imágenes que sacaban
en procesión, donde con la apariencia de rezar sus devociones, en realidad daban
culto idolátrico.103

103
M. de León, Camino del cielo en lengva mexicana, con todos los requisitos necessarios para conseguir este fin, con todo lo
que un Christiano deue creer, saber, y obrar, desde el punto que tiene vso de razon, hasta que muere, México, Diego
López Dávalos, 1611, ff. 95-96v.

143
Violencia, transformación y renovación
La naturaleza variopinta de la iconoclasia maya*

Megan E. O’Neil**

Este ensayo explora la destrucción de objetos e imágenes (que podrían calificarse


como prácticas iconoclastas) de la antigua civilización maya de México y Centro­
américa antes de que los europeos arribaran al continente americano. En la civi­
lización maya del Clásico (200-900 d.C.), la iconoclasia variaba según las
circunstancias, sin provenir de un sistema de creencias que proscribiera las imá­
genes o exigiera profanar los productos de la imaginería. Los pueblos indígenas
de América hacían imágenes, objetos y edificios y los valoraban. Sin embargo,
también alteraban, rompían y destruían sus propias obras y las de otros reinos y
culturas, algunas veces por respeto y otras, por maldad. Es un hecho que la ico­
noclasia puede deberse a la reverencia o a la profanación.
Si bien este texto se concentra principalmente en las prácticas de los mayas,
también reflexiona sobre las múltiples facetas de las vastas historias de los pueblos
indígenas americanos y su relación con imágenes y objetos. Al considerar objetos
de diversas clases y materiales, este ensayo teoriza acerca de la destrucción de
objetos por parte de los antiguos mayas, dentro de los rubros de violencia, trans­
formación y renovación. Analizo las acciones llevadas a cabo para transformar la
condición de los objetos y de las personas vinculadas con ellos, tomando en cuen­
ta cómo estas acciones podían dirigirse hacia el objeto en sí mismo, hacia el ob­
jeto como representación de una persona o una colectividad, o hacia el objeto como
parte de un ritual de purificación y renovación. Además, exploro la reacción del
pueblo frente a esa destrucción, pues a menudo realizaba actos que cambiaban la

* Traducción del inglés de Mauricio Sanders.


** Megan E. O’Neil (doctora por la Universidad de Yale) actualmente se desempeña como profesora de arte de
las Américas en la universidad de Emory, Atlanta. Su libro, Maya Art and Architecture, fue publicado por
Thames & Hudson en 2014.

145
Megan E. O’Neil

condición de los fragmentos, transformándolos en basura, en ofrenda o en patri­


monio, y a veces reemplazaba los objetos destruidos con otros nuevos.

Teoría de las iconoclasias


“Iconoclasia” es un término moderno que abarca una diversidad de prácticas
realizadas con diferentes propósitos y fines. Durante mucho tiempo, se entendió
la iconoclasia a la luz de Bizancio y la Reforma protestante, cuando se destruyeron
imágenes para evitar que fueran adoradas como si se tratara de ídolos. Leslie Bru­
baker subraya que la discusión en Bizancio se refería a la iconomaquia (“la lucha de
las imágenes”) y, lejos de ser una mera destrucción, versaba acerca del papel de las
imágenes.1 En el periodo de la Reforma, tanto en Inglaterra como en el norte de
Europa, los iconoclastas infligieron graves daños a imágenes y objetos, pero otros
artefactos fueron retirados de la vista y enterrados.2 Estos casos ocurrieron dentro
de la misma cultura y la misma religión, como parte del debate acerca de la rela­
ción entre un objeto y su referente. Por lo tanto, la iconoclasia puede referirse al
poder de las imágenes, aunque David Freeberg aclara que es un poder “que surge
de la dialéctica de su relación con el observador”,3 esto es, el poder del cual están
investidas las imágenes. La iconoclasia también se encuentra con frecuencia entre
culturas distintas, cuando un nuevo régimen o una fuerza invasora destruye las
imágenes de un grupo conquistado.
No obstante, el término iconoclasia ha llegado a abarcar más que la destrucción
de imágenes religiosas. Como sintetiza Dario Hamboni, su significado se ha ex­
tendido hasta la “destrucción de y oposición ante cualquier obra artística” y el
derribo de las instituciones.4 Las conceptualizaciones también se expandieron más
allá de las imágenes, por ejemplo, con la destrucción de la arquitectura que, como
una imagen, puede referirse a un grupo o individuo, y como lo encarna o sim­boliza,
puede ser atacada o destruida para dañarlo por representación. De forma alterna,
la destrucción arquitectónica puede involucrar el desmantelamiento o enterra­
miento, para construir encima o edificar de nuevo.5
1
Leslie Brubaker, “Making and Breaking Images and Meaning in Byzantium and Early Islam”, en Stacy
Boldrick, Leslie Brubaker y Richard Clay (eds.), Striking Images, Iconoclasms Past and Present, Farnham, Ash­
gate, 2013, pp. 13-24.
2
Margaret Aston, “Public Worship and Iconoclasm”, en David Gaimster y Roberta Gilchrist (eds.), The
Archaeology of Reformation 1480-1580, Leeds, Maney Pub, 2003, pp. 9-28, véanse pp. 20-21.
3
David Freedberg, Iconoclasts and their Motives, Maarssen, G. Schwartz, 1985, p. 37.
4
Dario Gamboni, The Destruction of Art: Iconoclasm and Vandalism Since the French Revolution, Londres, Reaktion
Books, 1997, p. 18.
5
Ibid., p. 217.

146
Violencia, transformación y renovación

Se puede destruir o atacar un objeto por sus lazos con el prototipo, aunque las
razones y los resultados pueden ser variables. Gamboni hace notar que, cuando en
Bizancio destruían una imagen de Cristo, el ataque no era sobre Cristo, sino para
evitar la adoración de las imágenes de Cristo.6 Por otro lado, en la antigua Roma
había una práctica conocida como damnatio memoriae, en la cual, al dañar los re­
tratos de gobernantes en desgracia, se dirigía un ataque contra el individuo repre­
sentado. En algunos lugares, quienes destruían obras figurativas las trataban como
si fueran cuerpos humanos. Pamela Graves demostró que los ataques en contra de
esculturas que tuvieron lugar en Inglaterra en los siglos xvii y xviii se vinculaban
con la violencia contra el cuerpo humano y sus partes, en un contexto de castigo
y tortura.7 De forma alterna, el acto podía dirigirse no contra la persona retratada,
sino en contra de las personas o grupos relacionadas con la imagen de otra mane­
ra. Por ejemplo, la iconoclasia de la Reforma protestante también significó una
reacción contra el régimen español y la Iglesia católica romana.8
En contra del concepto de un iconoclasta pasional y violento, en numerosos
casos la iconoclasia está cuidadosamente planificada, discutida y ejecutada por
funcionarios del gobierno,9 como sucede con las comisiones cívicas europeas en­
cargadas de decidir el tratamiento que recibirán los monumentos soviéticos, o las
comisiones del sur de Estados Unidos que debaten la remoción de monumentos de
la Confederación. En estos casos, el desmantelamiento y retiro de monumentos
se percibe como un bien mayor, al corregir los errores del pasado. No obstante, a
menudo estas remociones se hacen con sumo cuidado, como parte de un calcu­lado
proceso para revalorar su significado ante la sociedad contemporánea.
En una investigación sobre la iconoclasia en las sociedades del Lejano Oriente,
Fabio Rambelli y Eric Reinders expandieron las conceptualizaciones de varias e
importantes maneras.10 Así, teorizan acerca de las prácticas iconoclastas benévolas
y malévolas. La iconoclasia malévola incluye el daño realizado con el propósito de

6
Ibid., p. 28.
7
Pamela Graves, “From an Archaeology of Iconoclasm to an Anthropology of the Body: Images, Punishment,
and Personhood in England, 1500-1660”, Current Anthropology, vol. 49, núm. 1, 2008, pp. 35-60, esp. p. 35.
8
D. Freedberg, op. cit., pp. 9, 25.
9
D. Gamboni, op. cit., pp. 51-90.
10
Fabio Rambelli y Eric Reinders, “What Does Iconoclasm Create? What Does Preservation Destroy? Re­
flections on Iconoclasm in East Asia”, en Stacy Boldrick y Richard Clay (eds.), Iconoclasm: Contested Objects,
Contested Terms, Londres, Ashgate, 2007, pp. 15-33, y de los mismos autores, Buddhism and Iconoclasm in East
Asia: A History, Nueva York, Bloomsbury, 2012, y “The Buddha Head at Kōfukuji Temple (Nara, Japan)”,
en Stacy Boldrick, Leslie Brubaker y Richard Clay (eds.), Striking Images, Iconoclasms Past and Present, Farn­
ham, Ashgate, 2013, pp. 39-46.

147
Megan E. O’Neil

desacralizar las efigies religiosas de un enemigo, mientras que la iconoclasia be­


névola comprende los daños que se causan a un icono por besarlo o tocarlo en
repetidos gestos de reverencia. La iconoclasia benévola también puede estar vincu­
lada con la renovación, pues la destrucción o remoción de viejos objetos sacros
puede ocurrir cuando se sustituyen por otros nuevos.11 Otro tipo de iconoclasia
benévola aparece cuando se llevan a cabo actos para transformar o enviar una
imagen u objeto al reino sobrenatural. Por ejemplo, en China queman papel
moneda para “transmitirlo al mundo invisible de los Budas”.12 Además, Rambe­
lli y Reinders ensanchan la comprensión de la iconoclasia más allá de la destruc­
ción, para abarcar actividades como el robo, la ocultación y el enterramiento, lo
cual altera la función sagrada que pudo haber tenido la obra en su origen.
La constante visibilidad de la iconoclasia también puede resultar sobresalien­
te. La damnatio memoriae de los romanos pretendía eliminar o vituperar el recuer­
do de una persona y el daño perduraba como signo evidente de que cayó en
desgracia. Es más, Charles Hedrick afirma que “los silencios y las obliteraciones
también son signos”. Aunque la intención declarada era destruir el recuerdo de
un individuo en desgracia, mancillar algo (y mantenerlo visible, sin destruirlo en
su totalidad) era una decisión que “sirve para confirmar el recuerdo, si bien en la
deshonra”.13 De manera semejante, Jaš Elsner analiza la iconoclasia como “discur­
so”, al observar que la visibilidad perdurable del ataque contra el recuerdo era tan
importante como la acción de mancillar.14

La destrucción de imágenes y objetos entre los antiguos mayas


Esta clase de estudios comparados sobre la iconoclasia pueden resultar útiles para
analizar las antiguas prácticas mayas, aunque no deben guiar ni limitar nuestros
conocimientos. En la zona maya encontramos la destrucción de imágenes y obje­
tos en sus vertientes malévola y benévola. El presente ensayo se concentra princi­
palmente en la destrucción de monumentos mayas en piedra, en particular
aquellos con la talla del retrato de un gobernante, que ha sido el tema en el cual
me he concentrado. Las pruebas surgen a partir de análisis de esculturas y edifi­
caciones en sitios arqueológicos y museos, o de informes, apuntes y fotografías de
11
F. Rambelli y E. Reinders, “What Does Iconoclasm…”, op. cit., p. 22.
12
Idem.
13
Charles W. Hedrick, Jr., History and Silence: Purge and Rehabilitation of Memory in Late Antiquity, Austin,
University of Texas Press, 2000, p. xii.
14
Jaš Elsner, “Iconoclasm as Discourse: From Antiquity to Byzantium”, The Art Bulletin, vol. 94, núm. 3,
2012, pp. 368-394, esp. p. 370.

148
Violencia, transformación y renovación

los sitios donde se realizan multitud de excavaciones y proyectos arqueológicos.


Aunque este ensayo forma parte de un proyecto de investigación más vasto, que
abarca sitios mayas en México, Guatemala y Honduras, debido a limitaciones de
espacio no incluye todos los ejemplos conocidos, y aquí también comparo los
monumentos con otras manifestaciones artísticas.
Los mayas del periodo Clásico utilizaron rocas calizas, arenisca y piedra volcá­
nica para crear formas esculturales como estelas, altares y paneles. Las estelas
verticales que se yerguen aisladas tenían superficies sencillas o las tallaban con
textos jeroglíficos o con imágenes de gobernantes u otras figuras. Aunque podrían
tomarse como retratos, los rostros estaban idealizados. No obstante, la función de
estos monumentos iba más allá de la mera representación. Los académicos afirman
que las estelas mayas no sólo representaban a los gobernantes mayas, sino que eran
su encarnación.15 Explican la encarnación como la transferencia de la esencia vital
de un gobernante a un monumento, que se transforma en el doble o el represen­
tante del gobernante.
Los antiguos mayas modificaban y mutilaban estas esculturas de piedra de
modos muy diversos, desde modificaciones mínimas en los rostros esculpidos
hasta daños inmensos, como la decapitación o la completa fragmentación; en
ambos casos, el objetivo primordial era la faz o la cabeza. Una acción modifica la
imagen sin destruirla; la otra mutila severamente la imagen en bajorrelieve y el
monumento. Estas acciones transforman la condición del monumento, por lo
general sin sepultarlo en el olvido, y más tarde la gente interactuaba con monu­
mentos fragmentados, mutilados o marcados con cicatrices. Estas prácticas (y el
tratamiento posterior de los fragmentos) ejemplifican las tres grandes categorías
de las prácticas iconoclastas entre los antiguos mayas, tal como se identifican en
este ensayo: violencia, transformación y renovación.

Iconoclasia y violencia
Como en otras regiones del mundo, a veces la ruptura de imágenes mayas ocurrió
violentamente y en gran escala. Estos daños y profanaciones con violencia solían
relacionarse con cambios políticos o guerras y pueden considerarse como icono­

15
Véanse David Stuart, “Kings of Stone: A Consideration of Stelae in Ancient Maya Ritual and Representa­
tion”, Res: Anthropology and Aesthetics, núms. 29-30, 1996, pp. 148-171; Stephen D. Houston y David Stuart,
“The Ancient Maya Self: Personhood and Portraiture in the Classic Period”, Res: Anthropology and Aesthetics,
núm. 33, 1998, pp. 73-101, y Stephen Houston, David Stuart y Karl Taube, The Memory of Bones: Body,
Being, and Experience among the Classic Maya, Austin, University of Texas Press, 2006.

149
Megan E. O’Neil

clasia malévola. El objetivo de la destrucción a menudo era la cabeza o el rostro


del cuerpo retratado, a la cual solía seguir el desmantelamiento del monumento.
La Estela 7 de Pomoná (Tabasco, México) fue blanco de tal destrucción (figu­
ra 1). Tallada al frente se encontraba la imagen de K’inich Ho’ Hix Bahlam, k’uhul
ajaw (señor sagrado) o gobernante del reino; en la parte posterior estaba una
inscripción que declaraba que el monumento conmemoraba el término de un

Figura 1. Estela 7 de
Pomoná (frente), piedra
caliza, circa. 751 d.C.
Fotomosaico digital
formado con fotografías
de Carlos Pallán (2007),
archivo digital
agimaya-inah.
Coordinación Nacional
de Arqueología-inah.

150
Violencia, transformación y renovación

calendario en 751 d.C.16 Sin embargo, el monumento no permaneció en pie mu­


cho tiempo, pues fue hecho trizas. Entre los fragmentos que se conservaron se
observan con claridad los golpes que lastimaron la cara del gobernante, destru­
yendo la cabeza y separando la parte superior de la estela. Otro golpe afectó la
zona de la ingle y (junto con otros golpes) contribuyó a deshacer los fragmentos
inferiores, de tal manera que el monumento quedó desmantelado. Esta destrucción
bien pudo haber sucedido durante o después de una batalla contra otras ciudades-
Estado mayas. Martin y Sharer correlacionan las pruebas de los monumentos
destruidos de Tikal y Copán, respectivamente, con inscripciones que relatan
guerras y cambios de régimen,17 por lo que puede existir una correspondencia
notable con la estela de Pomoná. Las inscripciones de la Estela 12 de Piedras
Negras registran victorias sobre Pomoná en 792 y 794 d.C.18 La mutilación de la
Estela 7 puede haber ocurrido durante uno de estos ataques, con el motivo de
zaherir el monumento, al gobernante representado y su reino.
Queda clara la intención de lastimar la cara, lo cual puede compararse con la
destrucción evidente de monumentos cuya parte superior falta, procedentes de otras
ciudades-Estado de los peridos Clásico Temprano y Tardío. Por ejemplo, en Yax­
chilán (Chiapas, México), la Estela 7 de Itzamnaaj Bahlam IV originalmente retra­
taba al gobernante de cuerpo entero, de pie y de perfil, en el momento de entregar
una ofrenda frente a un sirviente arrodillado; pero falta la mitad superior y sólo
perduran la espalda baja, las caderas y las piernas (figura 2). Otros monumentos de
Yaxchilán, incluyendo los que retrataban a Itzamnaaj Bahlam IV, también fueron
dañados. Es probable que esta destrucción haya ocurrido después del año 800 y
antes del 808, antes o durante el fin de su reinado, posiblemente en el curso de una

16
Roberto García Moll, Pomoná: Un sitio del Clásico maya en las colinas tabasqueñas, México, Instituto Nacional
de Antropología e Historia, 2005, p. 128; Roberto García Moll, Peter Mathews y Carlos Pallán, “Pomoná,
Tabasco: monumentos e inscripciones jeroglíficas”, serie agimaya-inah, vol. 2, México, inah (en prensa);
Megan E. O’Neil, “Marked Faces, Displaced Bodies: Monument Breakage and Reuse among the Classic-
Period Maya”, en Stacy Boldrick, Leslie Brubaker y Richard Clay (eds.), Striking Images, Iconoclasms Past and
Present, Farnham, Ashgate, 2013, pp. 47-64.
17
Simon Martin, “At the Periphery: The Movement, Modification and Re-use of Early Monuments in the
Environs of Tikal”, en Pierre R. Colas, Kai Delvendahl, Marcus Kuhnert y Annette Schubart (eds.), The
Sacred and the Profane: Architecture and Identity in the Maya Lowlands, Acta Mesoamericana 10, Markt Schwa­
ben, Verlag Anton Saurwein, 2000, pp. 51-61 y del mismo autor, “In the Line of the Founder: A View of
the Dynastic Politics at Tikal”, en Jeremy A. Sabloff (ed.), Tikal: Dynasties, Foreigners, and Affairs of State,
Santa Fe, School of American Research Press, 2003, pp. 3-45; Robert J. Sharer, “External Interaction at
Early Classic Copan”, en E. Bell, M. Canuto y R. Sharer (eds.), Understanding Early Classic Copan, Filadelfia,
University of Pennsylvania-Museum of Archaeology and Anthropology, 2004, pp. 299-317.
18
Simon Martin y Nikolai Grube, Chronicle of the Maya Kings and Queens: Deciphering the Dynasties of the Ancient
Maya, Londres, Thames and Hudson, 2008, pp. 152-153.

151
Megan E. O’Neil

Figura 2. Estela 7
de Yaxchilán,
piedra caliza,
finales del siglo
viii d.c.
Conaculta- inah.
Reproducción
autorizada por el
Instituto
Nacional de
Antropología e
Historia.
Fotografía de la
autora.

batalla.19 Los principales sitios arquitectónicos en donde se destruyeron estelas eri­


gidas por el gobernante son las Estructuras 20 y 44. Las estelas de gobernantes
anteriores también fueron derribadas y sufrieron daños debido a su proximidad con
las estelas de Itzamaan Bahlam IV y los edificios mencionados. La destrucción de­
liberada se concentró casi por completo en una de las imágenes del gobernante, que
probablemente se consideraba como su representación, si bien también hubo daños
más extendidos, que sugieren una violencia generalizada, quizás emprendida durante
o después de una batalla, y dirigida contra el reino o los guerreros que lo defendían.
Maltratos semejantes recibieron algunas estelas de Piedras Negras (Petén,
Guatemala). La Estela 15, imagen casi tridimensional del Gobernante 7, de pie,
19
Mary Ellen Miller y Megan O’Neil, “States of Interaction, Fracture, and Fragmentation: Monumental
Sculpture of Yaxchilán, AD 752-808”, ponencia presentada en la reunión anual de la Society for American
Archaeology, Montréal, 2004.

152
Violencia, transformación y renovación

Figura 3. Estela 26
de Tikal, piedra
caliza, finales del
siglo iv d.C.
Fotografía de
William R. Coe,
Proyecto Tikal de
la Universidad
de Pennsilvania,
1958. Cortesía
del Penn Museum,
Imagen núm.
58-4-1467.

fue decapitada. La Estela 12, un bajorrelieve del Gobernante 7 sentado en una


escalera por encima de sus capitanes y cautivos, recibió numerosos impactos, la
mayoría de los rostros están dañados y el monumento fue desmantelado. Es posi­
ble que estos daños ocurrieran a comienzos del siglo ix, durante o después de una
batalla, y es probable que hayan sido obra de guerreros de Yaxchilán, quienes
también capturaron al Gobernante 7.20 Si esta interpretación es correcta, entonces
los guerreros lastimaron tanto a las personas como sus figuraciones en piedra.
También podemos ver una destrucción comparable de estelas de siglos ante­
riores. En Tikal (Petén, Guatemala), las Estelas 26 y 39 sufrieron ataques seme­
jantes, que dejaron intacta solamente la mitad inferior, y sólo se conservaron
restos de la parte baja del cuerpo del gobernante (figuras 3 y 4). En ambos casos,es
20
Véanse Stephen D. Houston, “The Acropolis of Piedras Negras: Portrait of a Court System”, en Mary Miller
y Simon Martin (eds.), Courtly Art of the Ancient Maya, San Francisco y Nueva York, Fine Arts Museums of
San Francisco/Thames and Hudson, 2004, pp. 271-276, y David Stuart, “¿Una guerra entre Yaxchilán y
Piedras Negras?”, en Héctor L. Escobedo y Stephen D. Houston (eds.), Proyecto Arqueológico Piedras Negras:
Informe preliminar núm. 2, segunda temporada, 1998, Informe Entregado al Instituto de Antropología e His­
toria de Guatemala, 1998, pp. 389-392.

153
Megan E. O’Neil

Figura 4a. Estela


39 de Tikal,
piedra caliza,
finales del siglo iv
d.C. Fotografía de
la autora. Dibujo
de Carlos
Ontiveros de
Ayala (1987: fig
2). Cortesía de
Maricela Ayala
Falcón.

probable que se trate de estatuas de Chak Toc Ich’aak I levantadas a finales del
siglo iv.21 Martin sugiere que fueron dañadas en contextos violentos, como guerras
o cambios de régimen relacionados con la llegada a Tikal de guerreros afines a
Teotihuacan a la muerte de Chak Tok Ich’aak I. Es más, el rey y sus figuraciones
de piedra pueden hacer sido mutilados uno tras otro o de manera simultánea.22
La intención de mutilar rostros y cabezas también se ejemplifica en otras imá­
genes talladas de Tikal y Piedras Negras. El Hombre de Tikal, escultura sedente

21
S. Martin y N. Grube, op. cit., p. 28.
22
S. Martin, “In the Line…”, op. cit., p. 15.

154
Violencia, transformación y renovación

Figura 4b. Estela


39 de Tikal,
piedra caliza,
finales del siglo iv
d.C. Fotografía de
la autora. Dibujo
de Carlos
Ontiveros de
Ayala (1987: fig
2). Cortesía de
Maricela Ayala
Falcón.

tridimensional del siglo iv que representa a un hombre que pudo haber sido Chak
Tok Ich’aak I, también fue decapitada.23 El Panel 3 de Piedras Negras (figura 5),
fue realizado en piedra y tiene una escena narrativa con muchas figuras, fue instala­
do frente a un altar o el muro de una edificación, aunque los arqueólogos lo encon­
traron hecho añicos fuera del edificio.24 Adam Herring observó que el gobernante
sentado al frente de la composición recibió un fuerte golpe y las cabezas del resto de

23
S. Martin y N. Grube, op. cit., pp. 28-33; Megan E. O’Neil, “Ancient Maya Sculptures of Tikal, Seen and
Unseen”, Res: Anthropology and Aesthetics , núms. 55-56, 2009, pp. 119-134.
24
J. Alden Mason, “Preserving America’s Finest Sculptures”, National Geographic Magazine, vol. 68, núm. 5,
1935, pp. 537-570, véase pp. 550-551 y 561; Linton Satterthwaite, “Palace Structures J-2 and J-6, with
Notes on Structure J-6-2nd and Other Buried Structures in Court 1”, en John M. Weeks, Jane A. Hill y
Charles Golden (eds.), Piedras Negras Archaeology, 1931-1939, Filadelfia, University of Pennsylvania-Mu­
seum of Archaeology and Anthropology, [1935] 2005, pp. 50-89, en esp. pp. 71-71.

155
Megan E. O’Neil

Figura 5. Panel 3 de Piedras Negras, piedra caliza, circa. 782 d.C. Fotografía circa 1931-33. Cortesía del
Penn Museum, Imagen núm. 175912.

las figuras esculpidas fueron estropeadas (figura 6);25 no obstante, casi todo el texto
se lee perfectamente, por lo tanto, la destrucción no fue vandalismo desbocado, sino
cuidadosa mutilación de las personas retratadas. Es probable que estos daños hayan
sido infligidos al mismo tiempo que fue lastimada la estela. En esa época, el Trono
1 también quedó roto y los daños se concentraron en las cabezas de la parte pos­
terior.26 En este y otros casos, el ataque contra las cabezas habla de un poder lo­
calizado en el rostro o la cabeza como sedes del alma, concepto que se transfería a
las imágenes de rostros y cabezas, que al parecer gozaban de un poder análogo.27
Otros destrozos de las cabezas de las esculturas también parecen haber sido
violentos, si bien más calculados y planificados. Bryan Just observó que fueron
decapitadas numerosas esculturas en piedra que representaban hombres cautivos,
encontradas en el juego de pelota de Toniná (Chiapas, México). Sugiere que estos
degüellos ceremoniales no fueron perpetrados por enemigos de otra ciudad-Esta­

25
Adam Herring, Art and Writing in the Maya Cities, AD 600-800: A Poetics of Line, Cambridge, Cambridge
University Press, 2005, p. 156.
26
Stephen D. Houston, op. cit., p. 276.
27
D. Stuart, “Kings of Stone…”, op. cit., y S.D. Houston y D. Stuart, op. cit.

156
Violencia, transformación y renovación

Figura 6. Hombre de Tikal (frente y vuelta), piedra caliza, siglo iv d.C. Fotografía Ricky López Bruni.

do, sino por el pueblo de Toniná, quizás al mismo tiempo que decapitaba a cau­
tivos humanos o quizás en lugar de cortarles la cabeza.28
El tratamiento que se daba a los monumentos de piedra parece correr de forma
paralela al que se deba a las personas asociadas, pues el degüello era una forma de
ejecutar a cautivos y víctimas sacrificiales. El tratamiento paralelo de esculturas y
personas es parecido al que Graves observó en la Inglaterra de los siglos xvi y xvii,
no obstante, también hay monumentos de gobernantes reverenciados que fueron
rescatados y enterrados en circunstancias similares a aquellas en que los cuerpos de
los gobernantes fueron enterrados. En consecuencia, los monumentos eran objeto
de cuidados y de violencia, lo mismo que el trato recibido por los cuerpos humanos.
En contraste, hay otros monumentos que fueron deturpados a conciencia y con
deliberación. La Estela 26 de Uaxactún, del año 445 d.C., originalmente contenía,
de un lado, la imagen de un gobernante de pie y, del otro, una inscripción, pero
la imagen fue borrada con abrasivos,29 lo cual dejó sólo la silueta de la figura re­
tratada. La Estela 45 de El Perú-Waka también fue borrada; David Freidel aven­
tura la hipótesis de que representaba a Chak Tok Ich,aak I y que la imagen fue

28
Bryan Just, “Modifications of Ancient Maya Sculpture”, Res: Anthropology and Aesthetics, núm. 48, 2005, pp.
69-82, esp. pp. 75-78.
29
Augustus Ledyard Smith, Uaxactun, Guatemala: Excavations of 1931-1937, Publication 588, Washington,
D.C., Carnegie Institution of Washington, 1950, p. 23.

157
Megan E. O’Neil

borrada como consecuencia del cambio de régimen ocurrido cerca de la época en


que fueron destruidos los monumentos de Tikal que representaban al mismo rey.30
Al parecer, en estos casos intervino una censura cuidadosa para desvanecer los
recuerdos, concentrada en la total remoción de la imagen y, por lo tanto, algo
diferente a la destrucción violenta de los monumentos.
Aunque las imágenes rotas eran bajorrelieves primarios, también fueron da­
ñados monumentos que sólo contenían inscripciones, y ciertas inscripciones se­
leccionadas fueron delicadamente lastimadas. La Estela 49 de Copán (Honduras)
es un monumento que unicamente presenta inscripciones; los dos fragmentos
existentes, que conforman la porción inferior de la estela, fueron enterrados en la
Estructura 10L-4-3rd;31 además de romper el monumento en pedazos, un bloque
con glifos fue sometido a golpes de cincel y su contenido fue completa y cuida­
dosamente borrado, quizá debido a una revisión histórica o a la censura. En el
lugar donde se esperaría que hubiera un nombre, éste fue borrado quizá porque
designaba a un gobernante que ya no gozaba de respeto. Si esa parte quedó a la
vista después del entierro de las piezas, la destrucción pudo haber sido patente,
porque el cincel dejó un lugar vacío y una cicatriz.
Hay daños más completos en las Piedras Misceláneas (PM) de Tikal, fragmen­
tos de estelas, altares y otros monumentos clasificados como “misceláneos” porque
el Proyecto Tikal no pudo reconocer a qué clase de monumento pertenecieron. Es
posible que algunos provengan de monumentos con restos identificables de mayor
tamaño, para los cuales William Coe parece haber encontrado emparejamiento.
Por ejemplo, PM 6 consta de cuatro fragmentos, algunos con relieve, y pueden
haber formado parte de la Estela 26.32 Algunos quedaron tan rotos que la forma
original es irreconocible. Es posible que futuros estudios puedan conectar pedazos
adicionales, para identificar los pedazos y ubicarlos en un mejor contexto.
En otras culturas mesoamericanas también hay evidencia de violencia semejan­
te perpetrada contra esculturas. Los arqueólogos de Teotihuacan encontraron una
gran figura de pie, tallada en mármol de calcita, que fue hecha trizas y dispersada

30
David Freidel, “Stelae, Spirits, Desecration and Devotion: A Possible Explanation of Contexts at Structure
M13-1, El Peru-Waka’”, ms., marzo de 2017.
31
Charles D. Cheek y Daniel E. Milla Villeda, “La Estructura 10L-4”, en Introducción a la Arqueología de Copán,
Honduras, Tomo II, Capítulo III, pp. 37-91, Tegucigalpa, Proyecto Arqueológico Copán/Secretaría de Es­
tado en el Despacho de Cultura y Turismo, 1983, pp. 82-83.
32
William Coe, “Excavations in the Great Plaza, North Terrace, and North Acropolis of Tikal”, en Tikal
Report núm. 14, University Monograph 61, Filadelfia, University Museum, Universidad de Pensilvania,
1990, pp. 735-738, 747.

158
Violencia, transformación y renovación

por la plaza central del complejo residencial Xalla. Esta destrucción ocurrió al mis­
mo tiempo que Xalla (y otros complejos del centro de la ciudad) fueron saqueados
e incendiados. Parece que la escultura fue dañada para desacralizar un símbolo del
poder,33 y que sus destructores incluso sabían su importancia y localización, así que
la tenían en la mira con toda intención. Es notable que este saqueo haya sido el
comienzo del fin para Xalla y para Teotihuacan, que se colapsó poco después.
Para los mayas, la arquitectura fue otro blanco de la destrucción durante las
guerras y los cambios de régimen. Por ejemplo, en Copán hay edificios del siglo
vi que, al parecer, sufrieron daños en episodios violentos que incluyeron incendios
y demoliciones; éstos se relacionan con los periodos en que fueron violentados
numerosos monumentos del sitio arqueológico.34

Iconoclasia y transformación
En contraste con la profanación violenta está la iconoclasia que se realiza en aras
de la transformación del objeto o persona asociada con éste. En varios sitios mayas,
incluidos Piedras Negras, Tikal y Copán, una forma significativa de modificar los
monumentos de piedra fue picar o martillar ojos, narices y bocas de los rostros de
los gobernantes grabados en piedra (figura 7).35 Cassandra Mesick señaló que eran
personas con experiencia en la mecánica de la piedra quienes desfiguraban par­
cialmente los monumentos, pues utilizaron percusiones directas y cuidadosos
golpes indirectos.36 Lo más probable es que la modificación haya sido efectuada
tras la muerte del gobernante representado y los académicos interpretan esta
forma de alteración como una manera de evitar que las imágenes sigan viendo y
respirando, una especie de desactivación o neutralización de los monumentos.37
Las pruebas indican que esta era una práctica reverencial y que los monumentos
permanecían en pie y a la vista; Just sugiere que seguían a la vista como recuerdo
de reyes difuntos.38
33
Leonardo López Luján, Laura Filloy Nadal, Barbara W. Fash, William L. Fash y Pilar Hernández, “The
Destruction of Images in Teotihuacan: Anthropomorphic Sculpture, Elite Cults, and the End of a Civiliza­
tion”, Res: Anthropology and Aesthetics, núms. 49-50, 2006, pp. 12-39, p. 32.
34
Robert J. Sharer, op. cit., pp. 307-312.
35
S.D. Houston y D. Stuart, op. cit. p. 88; B. Just, op. cit. pp. 78-79; Cassandra L. Mesick, “The Modification
of Maya Monuments: Towards a Local Theory of Sculptural Ontology”, tesis, Universidad de Brown, 2006;
Megan E. O’Neil, Engaging Ancient Maya Sculpture at Piedras Negras, Guatemala, Norman, University of
Oklahoma Press, 2012, pp. 106-107.
36
C.L. Mesick, op. cit., pp. 16, 39, 64, 85-86.
37
S.D. Houston y D. Stuart, op. cit. p. 88; S. Houston, D. Stuart y K. Taube, op. cit. p. 76; B. Just, op. cit., p.
78; C.L. Mesick, op. cit., pp. 86-88.
38
B. Just, op. cit., p. 78.

159
Megan E. O’Neil

Figura 7. Detalle
del rostro de un
gobernante sobre la
Estela 14 de Piedras
Negras, piedra
caliza, circa 761
d.C. Penn Museum
Object #L-16-382.
Detalle de la
fotografía o de
Night Fire Films.
Cortesía de Night
Fire Films.

Podemos considerar estas acciones como una forma parcial de iconoclasia


benévola, que probablemente pretendía transformar al gobernante vivo en ances­
tro, instigando la transformación concomitante de los monumentos asociados con
ese gobernante. Al picar y martillar no borraban los rostros ni los monumentos,
ni quedaba comprometida la integridad de la forma completa del monumento.
Más aún, tanto los monumentos como las superficies picadas permanecían a la
vista y, aunque tal acción pudo haber sido el procedimiento operativo, eran las
marcas las que seguían siendo visibles, para referirse a la acción y marcar el cam­
bio de circunstancias.
En mi opinión, dichos monumentos no quedaban desactivados o neutralizados,
pues hay pruebas de que la interacción con ellos proseguía, por lo cual retenían
su poder y eficacia. Por ejemplo, en Piedras Negras, en los siglos vii y viii, siete
generaciones de gobernantes erigieron monumentos a lo largo y ancho de la ciu­

160
Violencia, transformación y renovación

dad. Los monumentos de gobernantes anteriores permanecieron en pie, pero los


rostros de algunos de ellos fueron picados o martillados. Queda claro que, a pesar
de los cambios, los monumentos siguieron siendo vitales y relevantes, pues las
nuevas esculturas repetían motivos y formas de las esculturas más antiguas y se
orientaban hacia éstas. Las estelas quedaban acomodadas de manera que señalaran
las relaciones entre antecesores y predecesores. Es más, mi hipótesis es que estas
relaciones estimulaban al público a mirar las esculturas como si fueran diálogos
de la memoria, procesiones que conmemoraban a los ancestros.39 Esto se relaciona
con lo que sabemos de la veneración a los antepasados en la época Clásica maya,
y de la invocación a los lazos del pasado con fines religiosos y políticos.
En consecuencia, la materialidad de estos perdurables entes pétreos significa­
ba un vínculo entre el pasado y el presente, y las asociaciones físicas transmitían
conexiones y continuidad a lo largo de las generaciones. Más aún, las superficies
que fueron picadas y martilladas hacían referencia a las formas pasadas y presentes
de los monumentos, y funcionaban como señales materiales de la memoria. La
cosa rota y marcada hacía referencia a uno o más episodios relacionales. Esto es
comparable con lo que afirman Elsner y Hedrick para los retratos de romanos en
desgracia. No obstante, las acciones de los mayas no pretendían dañar, profanar
ni eliminar la imagen o, por representación, a la persona retratada, sino que bus­
caban transformarla con fines reverenciales, y la superficie picada señalaba que se
había transformado en un honorable antepasado.
Los antiguos mayas también rompían y quemaban objetos e imágenes en otros
lugares, antes de depositarlos en tumbas, ofrendas y otros contextos rituales; por
ejemplo, Ellen Bell registra jades quemados y otros objetos en escondrijos de
edificios, como parte de los ritos de terminación de la acrópolis de Copán, en el
Clásico Temprano.40 Mucho más al norte y muchos años después, numerosas
ofrendas arrojadas al Cenote Sagrado de Chichen Itzá durante la fase temprana
(siglos ix-xii) fueron dañadas o modificadas de otra manera antes de ser lanzados
al agua. Como observa Clemency Coggins trituraban y calentaban los jades, para
que se quebraran al contacto con el agua; aplastaban y derretían los objetos de oro,
y quemaban y cortaban los de madera.41 Mary Miller aclara que, antes de hundir­

39
O’Neil, Engaging Ancient…op. cit., pp. 105-152.8.2 pt
40
Ellen Elizabeth Bell, “Early Classic Ritual Deposits within the Copan Acropolis: The Material Foundations
of Political Power at a Classic Period Maya Center”, tesis, Universidad de Pennsilvania, 2007, pp. 180-182.
41
Clemency Coggins, “Painting and Drawing Styles at Tikal: An Historical and Iconographic Approach”,
tesis, Universidad de Cambridge, 1975, pp. 28-29.

161
Megan E. O’Neil

Figura 8. Disco G del Cenote Sagrado de Chichén I, 800-900 d.C.


Cambridge, Peabody Museum of Archaeology and Ethnology,
Universidad de Harvard, 10-71-20/C10067.

los en el cenote, “tatemaban, agujeraban y trozaban, en ese orden”, los discos de


oro (figura 8).42 Al parecer, esta clase de prácticas estaba relacionada con la trans­
formación de los objetos, antes de ofrendarlos a los entes sobrenaturales.
Es posible encontrar prácticas análogas entre los mexica del México central en
el periodo Posclásico, quienes quebraban objetos antes de esconderlos. Al realizar
una remodelación en el Templo Mayor de Tenochtitlan, los mexica depositaban
en cestas, cajas y cámaras miles de ofrendas: cerámica, conchas, arena, animales y
sacrificios humanos, plantas. Las enterraban como ofrenda a los dioses y esta fun­
ción quedaba activada en ese momento; sin embargo, muchos de los objetos es­
taban rotos cuando los depositaban. López Luján recurre a Edmund Leach para la
interpretación de estos rompimientos; define sacrificio como “la transformación

42
Mary Ellen Miller, “Disk G”, en Joanne Pillsbury, Timothy Potts y Kim N. Richter (eds.), Golden Kingdoms:
Luxury Arts in the Ancient Americas, Los Ángeles, The J. Paul Getty Museum, 2017, p. 234.

162
Violencia, transformación y renovación

Figura 9. Platón con


agujero de taladro,
probablemente de
Petén, Guatemala,
cerámica pintada,
650-800 d.C. Los
Ángeles County
Museum of Art,
adquirida con fondos
provistos por Camilla
Chandler Frost.
Fotografía © Museum
Associates/lacma.

drástica de la ofrenda por medio de la violencia”, en el cual la esencia de la ofren­


da sale hacia otro lugar por medio del cambio provocado por “un acto violento
súbito (como ser quemado o esparcido, ser asesinado, desterrado, destruido o
abandonado), que resulta en la muerte de la ofrenda”.43 Tanto la ruptura como el
enterramiento eran formas de transformar las ofrendas para enviarlas al lugar de
los dioses. En estos ejemplos, la iconoclasia no destruye, sino que crea vida nueva
o una nueva fase de la existencia.
Los mayas también solían modificar los recipientes de cerámica antes de de­
positarlos en tumbas y túmulos, muchos platones enterrados fueron taladrados o
traspasados con un punzón (figura 9). Con el mote de “agujeros matadores”, se
pueden comparar estos agujeros con los de los recipientes Mogollón del Valle de
Mimbres, en Arizona. No obstante, esta clase de agujeros no son sino una entre
muchas clases de modificaciones. Alejandra Martínez de Velasco Cortina observa
que los agujeros en las placas mayas a veces estaban centrados y a no, o las patas
del platón estaban quebradas a propósito, ollas y jarrones tenían golpes o agujeros

43
Leonardo López Luján, The Offerings of the Templo Mayor of Tenochtitlan, Niwot, University Press of Colorado,
1994, p. 47 citando a Leach; y L. López Luján, “Recreating the Cosmos: Seventeen Aztec Dedication Caches”,
en S.B. Mock (ed.), The Sowing and the Dawning: Termination, Dedication, and Transformation in the Archaeologi-
cal and Ethnographic Record of Mesoamerica, Albuquerque, University of New Mexico Press, 1998, pp. 177-187.

163
Megan E. O’Neil

en el costado, y otros tenían agujeros más largos, como una especie de ranuras.44
Aunque la mayoría de las piezas se encontraron en tumbas, algunas estaban en
cavernas y cenotes, donde fueron depositados como ofrendas.45 Al parecer, los
motivos de estas prácticas se relacionan con una especie de transformación; según
la interpretación de Martínez, los recipientes se rompían como una manera de
liberar “la entidad anímica”,46 esto permitía que la esencia se convirtiera en ofren­
da, algo comparable con la interpretación de López Luján. Sin embargo, al igual
que con las estelas mayas, no se trataba de obliterar o neutralizar estas obras, sino
de transformarlas. La diferencia estriba en que las estelas quedaban a la vista,
mientras que la cerámica se enterraba.
Aunque hay diferencias, estas prácticas son análogas al rompimiento y remo­
ción de espeleotemas (estalactitas, estalagmitas y “popotes”) en las cavernas de los
mayas, quienes las colocaban como ofrenda en sus estructuras arquitectónicas.47
Esto podría no considerarse iconoclasia en sí, pues la remoción de espeleotemas,
en especial de los pequeños “popotes”, no necesariamente subvierte el significado
del ambiente de una caverna. En cambio, implica transportar o transferir el sig­
nificado de la caverna (en particular aquello relacionado con las lluvias, la fecun­
didad, la sanación y el poder) a la ciudad y otros espacios domésticos.48 Al
romperlas, podían retirarlas para volverlas a colocar, lo cual es diferente a los
ejemplos anteriores, si bien la motivación para transformarlas en ofrenda por
medio del rompimiento es igual a los otros casos.
Aunque las imágenes también resultaban dañadas al quemarlas, al parecer
algunas prácticas, como encender fuego en la base de una estela a manera de ofren­
da, se realizaban para lograr una transformación. Por ejemplo, los arqueólogos
hallaron la Estela 113 de Calakmul (Campeche, México), fechada en 431 d.C., en
un nicho del Clásico Tardío en la fachada norte de la Estructura II. Al frente de la
estela, hallaron ofrendas de vasijas y serpientes enterrados, encima de los cuales
había una capa de cenizas, de hogueras encendidas al pie de la estela. La base de la
estela resultó severamente quemada, por lo cual parte de la imagen se despostilló

44
María Alejandra Martínez de Velasco Cortina, “Cerámica funeraria maya: las vasijas matadas”, tesis, unam,
2014, p. 161.
45
Ibid., pp. 71-73.
46
Ibid., p. 75
47
James E. Brady, Ann Scott, Hector Neff y Michael D. Glascock, “Speleothem Breakage, Movement, Re­
moval, and Caching: An Aspect of Ancient Maya Cave Modification”, Geoarchaeology: An International
Journal, vol. 12, núm. 6, 1997, pp. 725-750.
48
Ibid., pp. 731, 736.

164
Violencia, transformación y renovación

y se perdió (Domínguez Carrasco et al., 1995, 149-151 (figura 5).49 El fuego es


común en las prácticas religiosas de los mayas, pues el humo lleva las ofrendas a
los dioses y los ancestros. Sin embargo, aquellos fuegos antiguos lastimaban al
bendecir, ennegreciendo las superficies, creando fracturas y causando que textos e
imágenes se desprendieran de los monumentos. Estos tratamientos sugieren que
la interacción ceremonial con las esculturas era más importante que conservar las
imágenes o los textos tallados. Más aún, una forma significativa de relación reve­
rente consistía en desprender con cincel ojos, narices y bocas. De esta manera,
constituyen ejemplos de lo que Rambelli y Reindersllaman “iconoclasia benévola”.50

Iconoclasia y renovación
Dañar objetos, removerlos y cambiarlos de lugar también eran parte de los ritos
de purificación y renovación durante las celebraciones de año nuevo, o de otras
fechas del calendario, entre mayas y mexica. La principal fuente maya proviene
de relatos posteriores al contacto. La Relación de las Cosas de la Nueva España, un
conjunto de documentos recogidos y compilados por el español Diego de Landa
y por escribas mayas en el siglo xvi, describe la remoción de objetos domésticos
en el año nuevo maya. Estos incluían “platones, vasijas, bancos, tapetes y trapos
viejos y telas con las cuales envolvían a sus ídolos”, los cuales colocaban en un
montón de basura levantado especialmente a las afueras del pueblo. También
barrían la casa, arrojando ese polvo al montón.51 El Códice Matritense (folios
109b-110b) contiene un almanaque que acaso muestra una ceremonia relaciona­
da con lo anterior: la imagen muestra un objeto en el momento de ser enterrado,
representado con el glifo k’uh, dios o santo, pero el objeto y la palabra se confun­
den. Gabrielle Vail sugiere que ese almanaque “se relacionaba con la deposición
de máscaras e ídolos, después de que nuevas copias los sustituían”; en este caso,
se entierra el objeto sacro más antiguo.52 Los mayas lacandones del siglo xx con­
servan esta práctica, al labrar nuevas imágenes divinas y colocar la viejas cerca de
rocas prominentes, lejos de la vista, como parte de los ritos de renovación.53
49
Sophia Pincemin, Joyce Marcus, Lynda F. Folan, William J. Folan, Maria del Rosario Domínguez Carrasco
y Abel Morales López, “Extending the Calakmul Dynasty Back in Time: A New Stela from a Maya Capital
in Campeche, Mexico”, Latin American Antiquity, núm. 9, 1998, pp. 310-327.
50
F. Rambelli y E. Reinders, “What Does Iconoclasm…”, op. cit.
51
Alfred M. Tozzer (trad. y ed.), Landa’s Relación de las Cosas de Yucatan: A Translation, Cambridge, Peabody
Museum of Archaeology and Ethnology, 1941, pp. 151-152.
52
Gabrielle Vail, “Pre-Hispanic Maya Religion: Conceptions of Divinity in the Postclassic Maya Codices”,
Ancient Mesoamerica, núm. 11, 2000, pp. 123-147, p. 130.
53
A.M. Tozzer, op. cit.

165
Megan E. O’Neil

No hay informes de que estos objetos hayan sido dañados, si bien al retirarlos
del uso cotidiano hacen algo análogo a las prácticas expuestas en este ensayo. Hay
prácticas comparables entre los mexica, aunque éstos rompían los objetos como
parte de los ritos de renovación. En las ceremonias del Fuego Nuevo, que los
mexica celebraban cada 52 años, se rompían estatuas y otros objetos de casas y
templos; los participantes en el ritual arrojaban algunos al agua y otros los que­
maban, y hacían unos nuevos para renovar objetos, templos, casas y el mismo
Sol, antes de encender el fuego nuevo y restaurar el orden.54 Este romper y cam­
biar de sitio con el propósito de renovar se observa también en prácticas de Japón,
descritas por Rambelli y Reinders, y se pueden considerar como iconoclasia
benévola.55
Asimismo existen muchos ejemplos, en los sitios mayas, de cerámica rota como
ofrenda. A diferencia de aquellas con solamente un agujero realizado con taladro
o punzón, estas están completamente quebradas; tal vez sean el resultado de fes­
tines rituales o clausuras de templos. Este rompimiento puede haber servido para
transformarlas en ofrenda, o quizá formaban parte de ceremonias de renovación,
en las cuales se rompían objetos domésticos o ceremoniales en una escala masiva,
como sucedía con los mexica.
También hay pruebas de destrucción arquitectónica entre los mayas, cuando
se ampliaba un templo o se sepultaba a un gobernante importante o a algún otro
personaje. Causaban estropicios con fines de renovación y sustitución. Por ejemplo,
en Copán, numerosos edificios del Clásico Temprano fueron desmantelados par­
cialmente para levantar nuevas edificaciones encima de ellos.56 Al modificar o
desmantelar los edificios con el fin de tener espacio para nuevas construcciones,
las pinturas murales sufrieron daños y destrucción, como sucedió con la estructu­
ra Las Pinturas de San Bartolo;57 en cambio, la estructura Rosalila de Copán fue
cuidadosamente recubierta con yeso blanco y enterrada dentro del edificio que
levantaron encima.58 El enterramiento de estos edificios, ya sea parcialmente

54
Véanse fray Bernardino de Sahagun, General History of the Things of New Spain [The Florentine Codex], traduc­
ción de Arthur J.O. Anderson y Charles E. Dibble, Santa Fe, School of American Research, 1950-1982, pp.
2, 7, 25, 35, 157-158; Jill L. Furst, “The Aztec New Fire Ritual: A World Renewal Rite”, Journal of Latin
American Lore, vol. 18, núms. 1-2, 1992, pp. 29-36, p. 32, y Christina M. Elson y Michael E. Smith, “Ar­
chaeological Deposits from the Aztec New Fire Ceremony”, Ancient Mesoamerica, núm. 12, 2001, pp. 157-174.
55
F. Rambelli y E. Reinders, “What Does Iconoclasm…”, op. cit., p. 22.
56
R.J. Sharer, op. cit., pp. 307-312.
57
Heather Hurst, “Murals and the Ancient Maya Artist: A Study of Art Production in the Guatemalan
Lowlands”, tesis, Universidad de Yale, 2009, pp. 44, 53, 198.
58
Ricardo Agurcia, “Rosalila, Temple of the Sun-King”, en E. Bell, M. Canuto y R. Sharer (eds.), Understan-

166
Violencia, transformación y renovación

desmantelados o conservados bajo una cobertura de yeso, con el fin de construir


otros nuevos encima puede considerarse como un tipo de práctica de renovación.
El edificio enterrado contribuía al tamaño y poder del nuevo edificio y por lo
tanto quedaba integrado en la estructura mayor.

Respuestas ante la iconoclasia


¿Cuál era la respuesta de los mayas ante estas obras quebradas? Algunos monu­
mentos rotos, como la Estela 7 de Yaxchilán y el Panel 3 de Piedras Negras,
quedaron esparcidos y los exploradores y arqueólogos modernos encontraron los
fragmentos dispersos en plazas y salones.59 La destrucción ocurrió en los siglos viii
y ix, al final de la historia de estos reinos, sin oportunidad y, tal vez, sin el deseo
de recoger los monumentos deturpados. Sin embargo, en muchos casos el pueblo
reaccionó a la destrucción, a menudo con actos que cambiaban la condición de los
fragmentos, al transformarlos en basura, en ofrenda o en patrimonio, y a veces al
reemplazar los objetos destruidos con otros nuevos.
Algunas esculturas rotas fueron a dar a la basura. Por ejemplo, en Tikal los
arqueólogos encontraron esculturas que los antiguos mayas abandonaron en áreas
del sitio que no se desarrollaron. Entre éstas se cuentan el Altar 13 y las Estelas
25, 28 y 29, rotas, maltrechas, borradas. Los arqueólogos encontraron tres de
estos monumentos en el mismo basurero en donde fueron desechados;60 no obs­
tante, reutilizaban con más frecuencia de lo que desechaban.
En muchos otros casos, los pedazos rotos fueron reutilizados, y los nuevos usos
eran a la vez semejantes y diferentes de los anteriores. Lo que es más, al mostrar,
reverenciar y enterrar monumentos mutilados a lo largo de los ejes principales de
sus templos, se sugiere que los monumentos conservaban su poder e inspiraban o
exigían cierta clase de tratamiento. Al indagar cómo el pueblo percibía los mo­
numentos transformados y reaccionaba ante ellos, otra vez se plantea la pregunta
sobre el significado que transmitían estos fragmentos y pedazos rotos. Cuando son
el producto de la acción humana, fragmentos y pedazos son indicios o señales de
relación con una cosa: la fragmentación puede influir incluso en la forma en que
el pueblo se vincula con esa cosa, al inspirar respuestas físicas como envolverlos,
ding Early Classic Copan, Filadelfia, University of Pennsylvania-Museum of Archaeology and Anthropology,
2004, pp. 101-112, p. 102.
59
J.A. Mason, op. cit., p. 550; L. Satterthwaite, op. cit., pp. 71-72.
60
Christopher Jones y Linton Sattherthwaite, The Monuments and Inscriptions of Tikal: The Carved Monuments,
University Museum Monograph núm. 44, Tikal Report núm. 33, part A, Filadelfia, The University Mu­
seum-University of Pennsylvania, 1982, pp. 55-56, 60-61, 80.

167
Megan E. O’Neil

tocarlos, desecharlos con o sin cuidados especiales, que son respuestas diferentes
de las que provocaba la cosa cuando estaba entera.

Nueva talla
Los antiguos mayas transformaron algunas esculturas maltrechas en nuevas formas
esculturales. Al volverlas a usar, podían buscar eficiencia, pues los escultores uti­
lizaban piedras que ya habían sido labradas, o porque detectaban poder en las
piedras talladas. En Uolantún (Petén, Guatemala), cerca de Tikal, dos fragmentos
de la Estela 1 se transformaron en un par estela-altar; el fragmento superior fue
nuevamente esculpido en forma de altar, para ser instalado delante de una estela
empequeñecida, donde quedó representado un gobernante decapitado; este par
fue erigido frente al montículo mayor de Uolantún.61 En Tikal, el fragmento
superior de la Estela 2 fue cambiado de lugar, para quedar frente al Templo 26
como una estela lisa (Estela P1) y su fragmento inferior fue labrado de nuevo, en
forma de un altar rectangular (Altar 15) que se colocó en la Plaza Mayor. Es no­
table que el texto de la parte posterior haya sido completamente borrado, aunque
algunas porciones de la imagen permanecieron en la parte baja del altar.62 Remo­
delaciones análogas ocurrieron en Uaxactún: un fragmento de la Estela 10 fue
vuelto a tallar en forma de altar, como parte de la Estela 963 y la Estela 21 fue
transformada en una estela lisa. Otras se usaron como material de construcción:
en Copán, la Estela 17 y un fragmento de la Estela 26 fueron convertidos en es­
calones para la escalera de la Plaza Mayor.
En monumentos de Yaxchilán, hay algunas evidencias de imágenes y textos
tallados dos veces. Si bien la Estela 6 representa a Pájaro Jaguar III mientras
ofrece sangre o incienso, Stuart hace notar que la imagen fue tallada sobre los
restos de una escena semejante.64 La estela primitiva fue destruida y la parte su­
perior fue tallada de nuevo con una imagen del mismo rey, en lo que parece ser
una “reproducción” de la primera imagen.65 Es posible que el gobernante Pájaro
Jaguar IV, su nieto y tocayo, haya comisionado la nueva talla; si este fuera el caso,
la estela fue rehecha para formar parte, junto con otros monumentos, de una
historia real que visiblemente apoyaba las aspiraciones al trono de Pájaro Jaguar
61
Ibid., p. 106, fig. 76.
62
Ibid., pp. 10-11, 104, fig. 2; W. Coe, op. cit., p. 710.
63
Ian Graham, Corpus of Maya Hieroglyphic Inscriptions, vol. 5, núm. 3: Uaxactun. Cambridge, Peabody Museum
of Archaeology and Ethnology/Universidad de Harvard, 1986, pp. 5, 159.
64
David Stuart, “A Study of Maya Inscriptions”, tesis, Universidad de Nashville, 1995, pp. 173-175.
65
Ibid., p. 75.

168
Violencia, transformación y renovación

IV,66 por lo tanto, la nueva talla del monumento contribuyó a dar forma a la
imagen de Pájaro Jaguar IV como legítimo heredero al trono.
Los antiguos mayas también reparaban cerámica rota taladrando agujeros a
ambos lados de una cuarteadura, y la cosían con cuero o hilo para fijar los frag­
mentos, se trata de una técnica conocida como “rajaduras cosidas”. Aunque una
vasija rota ya no servía para contener líquidos, la reparación indica que alguien
quiso conservarla; las cuarteaduras y los agujeros para reparar las piezas formaban
parte integral de la nueva condición de la vasija en dos momentos en el tiempo,
y quedaban en las vasijas huellas materiales de una relación.

Enterramiento y veneración
El pueblo construyó salas y nichos alrededor de los restos de monumentos de
piedra, para ahí venerarlos, aunque enterró otros. Las prácticas de enterramiento
y veneración están tan entrelazadas entre sí que resulta útil examinarlas a la par.
En estos contextos, ante los monumentos enterrados o conservados como reliquia
se hicieron diversas ofrendas de fuego, incienso y cerámica.
Por ejemplo, en Tikal los arqueólogos encontraron la porción inferior de la
Estela 39, ya mencionada, en la superestructura de un templo del Grupo del
Mundo Perdido (figura 4). El fragmento yacía en el suelo, en las escaleras entre
dos salas del santuario; alrededor de la estela había cerámica quebrada, alguna muy
tardía, del siglo ix, lo cual indica que el acceso a la estela estuvo abierto mucho
después de que fue creada en el siglo iv y después destruida.67 Maricela Ayala
Falcón sugiere que la estela colocada en el santuario está relacionada con una
tumba del edificio, que pudo haber pertenecido a Chak Tok Ich’aak, cuyo retrato
aparece sobre el monumento.68 De ser cierto, el monumento quizá fue el lugar de
veneración del ancestro enterrado abajo. También es de notar el estado físico de la
estela, pues su forma material y su contexto revelan información acerca de su
creación y plenitud iniciales, su destrucción, y su recuperación para ser venerada.
Aunque venerar estelas era inusual, hay ejemplos en Uaxactún, Calakmul,
66
Peter L. Mathews, “Sculpture of Yaxchilan”, tesis, Universidad de Yale, 1988, capítulo 7; Megan E. O’Neil,
“Making Visible History: Engaging Ancient Maya Sculpture”, tesis, Universidad de Yale, 2005, pp. 174-
182 y de la misma autora, “Object, Memory, and Materiality at Yaxchilan: The Reset Lintels of Structures
12 and 22”, Ancient Mesoamerica, vol. 22, núm. 2, 2011, pp. 245-269.
67
Maricela Ayala Falcón, “La Estela 39 de Tikal, Mundo Perdido”, en Memorias del Primer Coloquio Internacio-
nal de Mayistas, 5-10 de agosto de 1985, México, Centro de Estudios Mayas-unam, 1987, pp. 599-654, p.
610; Juan Pedro Laporte y Vilma Fialko C. “Un reencuentro con Mundo Perdido, Tikal, Guatemala”,
Ancient Mesoamerica, vol. 6, núm. 1, 1995, pp. 41-94, p. 84.
68
M. Ayala Falcón, op. cit., pp. 600, 610.

169
Megan E. O’Neil

Lamanai y otros lugares y el culto puede haber sido un patrón reconocido para la
reutilización.69 La veneración señalaba las alteraciones de la estela, y era una entre
muchas maneras en que los contextos físico y material de los monumentos mayas
daban sustento a la memoria. La veneración también transformaba los monumen­
tos al alterar las circunstancias en que la gente los veía: casi todos estaban en pe­
queños santuarios atiborrados, por lo cual el acceso a las estelas estaba restringido,
en contraste con la exhibición típica, más abierta al público. Incluso quienes tenían
acceso a los santuarios no podían ver los monumentos completos. En estos nuevos
contextos, la experiencia humana de los monumentos pudo haberse centrado
simplemente en aproximarse a ellos, y queda claro que la capacidad para mirar o
leer las tallas era menos importante que interactuar con éstos de manera ceremonial.
El enterramiento de esculturas (hayan estado previamente expuestas a la ve­
neración o no) es algo parecido a su colocación en un santuario, pues representa
una iteración cargada de sentido y significado en la historia de la vida de dichos
objetos. Algunos fueron sepultados en edificios, mientras que otros los escondie­
ron debajo de estelas y altares. Afirmo que conservaban su poder y capacidad de
acción, pues se ofrecían ante nuevos objetos y edificios, creando vínculos materia­
les con los ancestros. Por ejemplo, se cree que los habitantes de Pomoná limpiaron
el sitio del conflicto antes descrito, pues recogieron los fragmentos de la Estela 7
y los enterraron en cistas en el centro de un edificio de la Plaza Mayor, y cubrieron
dichas cistas con grandes planchas de piedra (figura 1).70 Esta clase de enterra­
miento se asemejaba al de cuerpos humanos. Al parecer, los motivos para enterrar
una estela eran restaurar la dignidad de un gobernante vilipendiado y despedir
adecuadamente a la piedra sagrada. Sin embargo, como el escondite estaba en el
centro de la estructura, cumplía con otra función, pues este era el lugar para hun­
dir los cimientos.71 Quienes recogieron los fragmentos reaccionaron ante un
ataque violento, y su respuesta, recogerlos para enterrarlos, es muy aguda. La
estela rota, sepultada como si fuera un cuerpo humano, también tuvo otro uso
lleno de sentido, como ofrenda al edificio y a la Tierra.
Por otro lado, la Estela 31 de Tikal primero fue venerada y después enterrada,
aunque también se transformó en ofrenda, junto con el edificio donde estaba colo­

69
Megan E. O’Neil, “Object, Memory…”, op. cit.
70
R. García Moll, op. cit., pp. 57, 127, 145.
71
Shirley Boteler Mock, “Prelude”, en S.B. Mock (ed.), The Sowing and the Dawning: Termination, Dedication,
and Transformation in the Archaeological and Ethnographic Record of Mesoamerica, Albuquerque, University of
New Mexico Press, 1998, pp. 3-18; Megan E. O’Neil, “Ancient Maya…”, op. cit.

170
Violencia, transformación y renovación

Figura 10. Estela 31


de Tikal, piedra
caliza, circa 445 d.C.
En su sitio, muestra
señas de quemaduras.
Fotografía de Edith
Hadamard. © Visual
Resources Collection,
Yale University
Library; la
reproducción cuenta
con permiso.

cada (figura 10). Fechada en 445 d.C., contiene relieves en los cuatro costados, los
cuales retratan al gobernante Sihyaj Chan K’awiil por el frente y, en los costados, a
su padre Nuun Yax Ayiin. Los tres rostros humanos fueron alterados con un cincel
y la figura de Nuun Yax Ayiin, en el costado izquierdo de la estela, recibió golpes
directos.72 La base de la estela estaba separada y los bordes, quemadas.73
Entre mediados y finales del siglo vii y comienzos del viii, la estela maltrecha
fue vuelta a colocar entre grandes ceremonias en el santuario de la Estructura 5D-
33-2a, un templo del Clásico Temprano. La plantaron en una fosa excavada en el

72
C. Mesick, op. cit., pp. 30-32.
73
W. Coe, op. cit., p. 757.

171
Megan E. O’Neil

piso ennegrecido del cuarto trasero. Las hogueras rituales que ennegrecieron el
piso pudieron haber sido ofrendas en honor de la Tumba 48, sepulcro de Sihyaj
Chan K’awiil excavado en la roca viva debajo del templo. Puede ser que el frag­
mento de la Estela 31 se haya considerado como una pieza tangible para estable­
cer contacto con el honorable antepasado. Depositados junto con la Estela 31 hay
otros fragmentos de esculturas. En la fosa que contiene la estela se hallaba un
fragmento de la Estela 37, que sostenía parte de la Estela 31 cuando ésta fue
vuelta a colocar.74 En la misma fosa había 28 fragmentos de piedra caliza, algunos
lisos, otros con tallas ilegibles o carentes de significado,75 que servían para man­
tener erecta la estela.76 Los fragmentos estaban revueltos con carbón, pedazos de
incensarios de cerámica y trozos de estuco arquitectónico, tal vez restos prove­
nientes de hogueras ceremoniales, depositados como ofrenda a la Estela 31 después
de que se apagó el fuego.
En algún momento posterior, la estela y el edificio primitivo fueron enterrados
dentro de un nuevo edificio más grande. Así pues, la Estela 31 quedó enterrada
donde estaba el rey al que representaba; sin embargo, la Estela 31 también se
transformó en ofrenda de la nueva estructura, en su semilla. La intensidad de las
ofrendas indica que la estela se consideraba muy potente. Es probable que esto
haya ocurrido en la segunda mitad del siglo vii o a comienzos del viii, durante el
reinado de su descendiente Jasaw Chan K’awiil.77 En contraste con el tratamien­
to que recibió el fragmento más grande, dos pequeños trozos de la Estela 31 iban
revueltos con el desperdicio y el cascajo de las Estructuras 32 y 33.78 La diferencia
en el tratamiento que recibieron distintos fragmentos de un mismo monumento
nos alienta a considerar la naturaleza de las esculturas rotas, si es que para los
mayas eran trozos que conservaban algún poder, aunque disminuido, o si eran
fragmentos disociados que ya no merecían el mismo respeto.
En numerosos sitios, el enterramiento era una de las prácticas usuales para las
esculturas rotas. Por ejemplo, enterrados en el santuario de la Estructura 5D-34-1a,
hay fragmentos de la Estela 26 de Tikal, ya mencionada, y están sobre el eje cen­
74
C. Jones y L. Sattherthwaite, op. cit., pp. 64, 77; W. Coe, op. cit., pp. 512, 756, 760.
75
Catalogadas como Piedras Misceláneas 42 y 45. W. Coe, op. cit., hace notar que la diferencia entre las PM
42 y 45 “es de laboratorio exclusivamente y completamente arbitraria”. Hace notar, citando a Christopher
Jones, que algunos de los fragmentos de la fosa de la estela y de la Sala 2 pueden pertenecer a la Estela 31, y
se habrían originado cuando la estela fue mutilada en la superestructura.
76
W. Coe, op. cit., p. 761.
77
Peter D. Harrison, The Lords of Tikal: Rulers of an Ancient Maya City, Nueva York, Thames and Hudson,
1999, pp. 126-127.
78
C. Jones y L. Sattherthwaite, op. cit., p. 64; W. Coe, op. cit., p. 756.

172
Violencia, transformación y renovación

tral del edificio, en una sala que fue sede de hogueras rituales y otra clase de
ofrendas (figura 3).79 El Hombre de Tikal, decapitado, también fue sepultado
dentro de la superestructura de un templo transformado en tumba y cubierto con
un edificio posterior (figura 6).80 Además, la Estela 26 de Uasactún (la de la ima­
gen borrada con abrasivos) fue ocultada en el eje central de la plataforma A-V,81
un lugar de enterramiento y veneración del Clásico Temprano que, para el Clási­
co Tardío, creció hasta convertirse en un palacio. En las historias de vida de estos
monumentos, los entierros eran iteraciones llenas de sentido y significado —ya
en otro lugar afirmé que los restos de hogueras rituales que hay encima de algunos,
sugieren que se recordaba su presencia debajo de la superficie.82
¿Por qué los mayas enterraban fragmentos de esculturas? ¿Los entierros eran
una forma de iconoclasia o un medio para la transformación? ¿O ambas cosas?
Rambelli y Reinders describen los enterramientos como una forma de iconoclasia
porque altera la integridad material del objeto, así como su contexto físico.83
Según este concepto, el entierro de monumentos mutilados durante el periodo
Clásico maya puede considerarse como una forma de iconoclasia benévola. Sin
embargo, ofrendar estos monumentos enterrándolos en el eje central de nuevos
edificios indica que la reutilización es, en potencia, algo más destacable que nada
más retirarlos de la vista. En consecuencia, afirmo que los mayas relacionaban los
entierros con la transformación, la sustitución y la renovación.
Entre los mayas había una larga tradición de esconder ofrendas debajo de al­
tares y estelas y en el interior de edificios. A menudo enterraban a la realeza
junto con ofrendas, para alimentarlos después de la muerte, convertirlos en dei­
dades o activar su reencarnación, como sucede con la tumba de Pakal en Palenque,
cuyo sarcófago lo representa en el momento de reencarnar, y cuya máscara verde
lo mantiene con vida para siempre. El propósito de los entierros era que los di­
funtos no fueran vistos, pero también colaboraban a transformar al rey muerto en

79
Edwin Shook, “The Temple of the Red Stela”, Expedition, vol. 1, núm. 1, 1958, pp. 27-34, p. 31; W. Coe,
op. cit., pp. 476, 503.
80
W. Coe, op. cit., pp. 479-487, 505; Juan Pedro Laporte, “Trabajos no divulgados del Proyecto Nacional
Tikal, Parte 2: Hallazgos en las exploraciones de la Zona Norte”, en J.P. Laporte, A C. de Suasnávar y B.
Arroyo (eds.), XIV Simposio de Investigaciones Arqueológicas en Guatemala, Guatemala, Ministerio de Cultura
y Deportes/Instituto de Antropología e Historia/Asociación Tikal, 2001, pp. 259-296, pp. 263-264; M.E.
O’Neil, “Ancient Maya…”, op. cit., pp. 129-130.
81
A.L. Smith, op. cit., p. 19.
82
M.E. O’Neil, “Ancient Maya…”, op. cit.
83
F. Rambelli y E. Reinders, “What Does Iconoclasm, op. cit., Buddhism and Iconoclasm…, op. cit. y “The
Buddha Head…”, op. cit.

173
Megan E. O’Neil

un ancestro divino. Por supuesto, también seguían el modelo del ciclo agrícola,
de la semilla enterrada que se transforma en planta. Pienso que el enterramiento
de objetos tenía una función análoga, al activarlos o transformarlos en ofrenda
para el reino de los dioses y los ancestros.
Al parecer, algunos enterramientos se conservan con concepciones de la reno­
vación y el reemplazo, según lo que sabemos de la teología maya desde el periodo
Clásico hasta nuestros días. Shirley Boteler Mock y otros investigadores vinculan
las prácticas de ocultamiento de los mayas con el concepto de jaloj k’exoj que, para
los mayas Tz’utujil de Santiago Atitlán, se relaciona con la regeneración y la re­
novación.84 El jaloj k’exoj se manifiesta en el ciclo agrícola, cuando la semilla de
una planta se convierte en una nueva planta después de ser enterrada, y en las
prácticas que siguen los quichés y otros grupos mayas, al dar a sus niños el nom­
bre de sus abuelos, transfiriendo o sustituyendo al abuelo de forma simbólica.85
Susan Gillespie comparó esta costumbre con los gobernantes mayas del Clásico,
quienes tomaban el nombre de un abuelo u otro antepasado al subir al trono,
sustituyendo o renovando al antepasado difunto.86 Mock, afirma que un mecanis­
mo de sustitución semejante al jaloj k’exoj pudo haber existido para los artefactos
hechos por el hombre en el periodo Clásico y Just examina el enterramiento de
edificios mayas en el contexto de “transferencia”, y argumenta que los entierros
“incrementaban el poder de la nueva estructura”.87
Al parecer, en ciertos casos de esculturas sepultadas debajo de otras esculturas
intervienen vínculos intergeneracionales entre reyes, y es posible que esto se re­
laciones con concepciones sobre el reemplazo y la renovación. Las esculturas en­
terradas están completas y los altares y estelas están hechos añicos. En su mayoría,
las esculturas adquirían nuevas funciones en relación con los monumentos ante
los cuales eran ofrendadas. Constituían yuxtaposiciones materiales que creaban
lazos entre generaciones de gobernantes, análogas a las conexiones narradas en las
inscripciones. Está claro que enterrar una cosa o alejarla de la vista no la desacti­
vaba, sino que la transformaba.
Caracol (Cayo, Belice) cuenta con ejemplos de esculturas enterradas debajo de
otras esculturas. El conjunto está asociado con cuatro gobernantes de los siglos vi
84
Robert S. Carlsen y Martin Prechtel, “The Flowering of the Dead: An Interpretation of Highland Maya
Culture”, Man, Nueva Serie vol. 26, núm.1, 1991, pp. 23-42; S.B. Mock, op. cit.
85
R.S. Carlsen y M. Prechtel, op. cit., p. 26.
86
Susan Gillespie, “Personhood, Agency, and Mortuary Ritual: A Case Study from the Ancient Maya”, Jour-
nal of Anthropological Archaeology, vol. 20, núm. 1, 2001, pp. 73-112.
87
S.B. Mock, op. cit., p. 11; B. Just, op. cit., p. 70.

174
Violencia, transformación y renovación

y vi: Yajaw Te K’inich I, su hijo K’an I, y sus descendientes, Yajaw Te K’inich


II y su hijo K’an II, quienes tomaron el nombre de sus predecesores.88 Los nombres
implican regeneración y renovación intergeneraciones. Los arqueólogos encontra­
ron monumentos de piedra de estos gobernantes en el mismo lugar, el Patio A2
de la Plataforma A1, pero tres estaban a la vista y uno estaba enterrado. A la
vista estaban la Estela 13 de Yajaw Te’ K’inich I (fechada en 514) y la Estela 14
de su nieto Yajaw Te’ K’inich II (fechada en 554). La yuxtaposición pudo haber
creado un vínculo entre generaciones que complementaba los nombres. En 652,
su descendiente K’an II levantó el Altar 7 ante la Estela 14.
La historia se pone todavía más interesante pues, enterrados en un escondite
conmemorativo debajo del Altar 7, hay fragmentos de las Estelas 15 y 16, dos
monumentos de K’an I fechados cerca de 534 d.C., más de un siglo antes. Carl
Beetz y Linton Satterthwaite sugieren que estas estelas rotas alguna vez estuvieron
en hilera con las Estelas 13 y 14, aunque en algún momento anterior al año 652
las Estelas 15 y 16 se rompieron en pedazos.89 Resulta notable que sólo las estelas
de K’an hayan sido objeto de destrucción. Aunque no está claro si los motivos
para ésta fueron internos o externos,90 es decir, fueron blanco de la iconoclasia
violenta. No obstante, más tarde fueron rescatadas y enterradas debajo del altar
de su descendiente. Al colocarlas en relación con el Altar 7, K’an II instituyó un
vínculo físico con su ancestro, que se complementa con el nombre que eligió, con
lo cual la regeneración y la renovación quedan implícitas. Con el entierro, los
monumentos deturpados se constituyeron en ofrenda y recibieron nueva vida.
En Copán también se ofrecieron esculturas a otras esculturas, y aquí podemos
ver que, al ocultar monumentos quebrados, se daba tratamiento a objetos sacros
dañados, un medio para darles nueva vida en relación con otras esculturas; es más,
por medio de estas acciones, los mayas establecían relaciones conceptuales y ma­
teriales entre generaciones, las cuales son paralelas y análogas a los vínculos repre­
sentados en textos, imágenes y monumentos, parte de una representación de la
historia como algo cíclico, que se repite y renueva, a menudo en contra de crisis
y desórdenes.

88
S. Martin y N. Grube, op. cit., pp. 86-91.
89
Carl Beetz y Linton Satterhwaite, The Monuments and Inscriptions of Caracol, Belize, Filadelfia, University of
Pennsylvania Press, 1981, p. 56.
90
Caracol pasó de la esfera de influencia de Tikal a la de Calakmul durante el reinado de Yajaw Te’ K’inich II.
Es posible que la estelas hayan sido dañadas en este tiempo, véase S. Martin y N. Grube, op. cit., pp. 88-89.

175
Megan E. O’Neil

Conclusiones
Así, podemos ver cómo la iconoclasia en el periodo Clásico maya podía servir para
profanar o para reverenciar, y podía ejecutarse como violencia, como transforma­
ción o como renovación. Monumentos y edificios de piedra resultaron dañados
tras episodios violentos relacionados con la guerra o el cambio de régimen. No
obstante, imágenes y objetos también se rompieron para ser transformados: pica­
ban los retratos de piedra para transmitir la transición de un gobernante en an­
cestro, y taladraban platos de cerámica o quemaban jades para convertirlos en
ofrenda. Si bien acciones como éstas mermaban la integridad de las imágenes,
eran importantes formas de relación ceremonial, que tenían primacía sobre la
conservación. Además, también eran importantes la destrucción o la remoción de
objetos en los ritos de renovación vinculados con las celebraciones del calendario.
Entre las respuestas ante la iconoclasia también estaban la transformación y la
renovación, en especial en cuanto a las esculturas de pierda. Se veneraban los
monumentos con ofrendas de fuego y cerámica, y los monumentos enterrados
quedaban sepultados en lugares plenos de significado, donde también cumplían
funciones de ofrenda. Dicho tratamiento indica que se percibía cierto poder pre­
servado en los monumentos fragmentados, y que las nuevas relaciones con dichos
fragmentos inducían una nueva fase en sus historias de vida.

Epílogo
Antes y durante las guerras para conquistar Tenochtitlan, capital del imperio
mexica, y las ciudades-Estado de la península de Yucatán, frailes y conquistadores
españoles asestaron miles de golpes a las tradiciones culturales y artísticas de las
civilizaciones indígenas de Mesoamérica. Además, las misiones de evangelización
pusieron en riesgo las tradiciones culturales y religiosas, al quemar y destruir
templos, libros y efigies de las divinidades, y los escribas recibían castigos si uti­
lizaban la escritura maya (Chuchiak 2004). Los motivos involucraban la conquis­
ta política y religiosa y la transformación de las personas, y estas acciones buscaban
destruir objetos y lugares, el sistema que las produjo y las prácticas religiosas que
inspiraban.
Muchos monumentos mayas quedaron a salvo de la destrucción española
porque se localizaban en zonas que estaban despobladas. Sin embargo, el secreto
de estos lugares no podía durar para siempre. A mediados del siglo xx, hubo sa­
queadores que se llevaron numerosas esculturas mayas de los sitios arqueológicos,

176
Violencia, transformación y renovación

a menudo cortándolas a un tamaño conveniente para el transporte.91 Vendían los


fragmentos removidos a tratantes y coleccionistas de antigüedades y arte, o a los
museos, aunque abandonaban en los sitios algunos fragmentos, como si fueran
desperdicios. Estas fragmentaciones y renovaciones fueron nuevas instancias de
iconoclasia, pues alteraron tanto las características físicas como los valores atri­
buidos a estos monumentos, al transformar entes religiosos, reliquias sagradas o
artefactos arqueológicos en objetos de consumo, obras de arte o desperdicio y
basura. No obstante, en estas transformaciones también estaban presentes las
relaciones con el pasado y el presente. Por ejemplo, el mercado de arte parecía
preferir los rostros humanos completos, por lo cual en tiempos modernos se vol­
vieron a tallar caras en las estelas que fueron dañadas durante el periodo Clásico
maya.92 Al volver a tallar estas superficies, los escultores modernos obliteraron y
oscurecieron indicios significativos de cómo los mayas se relacionaban con ellos.
No obstante, todavía se pueden observar restos de interacciones anteriores en
esos rostros vueltos a tallar, pues su tamaño no está en proporción con el resto del
cuerpo. Quiero decir, las múltiples interacciones del pasado y del presente, tanto
las benévolas como las malévolas, han hecho de algunos monumentos una especie
de palimpsesto de las relaciones del hombre. Así, estos fragmentos, bordes rotos
y cicatrices todavía pueden transmitir significado y dar alas a la memoria alrede­
dor de las historias antiguas y modernas de estos monumentos.

91
I. Graham, op. cit. y M.E. O’Neil, Engaging Ancient…, op. cit., pp. 189-211.
92
M.E. O’Neil, Engaging Ancient…, op. cit., pp. 197-199.

177
Cajón de sastre
Jean Meyer*

Rafael Lemkin, el padre del concepto “genocidio”, presentó en 1933, en Madrid,


una ponencia que empezaba a definir el concepto sin usar el vocablo mismo: “debe­
rían todos los actos de este carácter constituir delitos de derecho de gentes en razón
de su rasgo común que consiste en amenazar la existencia de la colectividad agredi­
da”. Estaba pensando en el exterminio de los armenios y otras minorías del Imperio
Otomano, perpetrado a partir de 1915. A renglón seguido, abre un párrafo c) “Los
actos de vandalismo (destrucción de obras de arte y cultura)” que dice lo siguiente:
La lucha contra una colectividad puede también expresarse mediante una destrucción organi­
zada y sistemática de sus obras, sea en el dominio científico, sea en el de las artes y las letras,
sea el testimonio y la prueba del alma y del genio de esa colectividad. La aportación de toda
colectividad particular a la cultura internacional ingresa en el tesoro de la humanidad entera,
al tiempo que conserva sus rasgos característicos.
En consecuencia, la destrucción de una obra de arte de no importa qué nación debe ser
considerada como un acto de vandalismo dirigido contra la cultura mundial. El autor causa
un daño irreparable, no sólo al propietario de la obra destruida y a la colectividad a que el
mismo pertenece (o bien cuyo genio contribuyó a la creación de la obra); es toda la cultura de
la humanidad la que se ve afectada por el citado acto de vandalismo.
***
Tanto en los actos de barbarie como en los de vandalismo se manifiesta el espíritu
específico del autor, asocial y destructor. Por definición, este espíritu es contrario a
la cultura y al progreso de la humanidad… Por todas estas razones, los actos de van­
dalismo y de barbarie deben ser considerados como delitos de derecho de gentes.1

* División de Historia-cide.
1
Raphaël Lemkin, Genocidio. Escritos, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2015, pp.
88-89.

179
Jean Meyer

Simpatizamos con el generoso y profético Lemkin porque pertenecemos a la mis­


ma cultura; ahora bien, desde que el homo sapiens existe, se la ha pasado destruyen­
do las obras simbólicas del homo faber. En Mesopotamia, Egipto, las Indias, China
y Japón, las Américas anteriores a la Conquista, los vencedores mutilaban las es­
tatuas, martillaban las inscripciones, destruían los templos o edificaban su templo
sobre el del vencido. Un inventario que cubra los últimos cinco milenios sería
interminable y, por lo tanto, la enumeración siguiente es aleatoria y limitada.
Cuando, a finales del siglo iv, el cristianismo, no contento con ser la religión
del Imperio, puso fuera de la ley los cultos paganos, empezó la destrucción de sus
templos o su reutilización: en Roma, simbólicamente, el Panteón se volvió una
iglesia cristiana. Siglos después, a la hora de la Reconquista en España, varias mez­
quitas pasaron a ser catedrales, de la misma manera que, al tomar Constantinopla,
el sultán hizo de Santa Sofía una gloriosa mezquita.

Iconoclastas cristianos
El cristianismo nació en el seno de un pueblo que, en su alianza con Dios, tenía y
tiene como punto constitucional esencial la interdicción absoluta de las imágenes;
los cristianos, durante los primeros siglos, respetaron aquel mandamiento segun­
do y, cada vez que, a lo largo del tiempo, se despertó la inquietud sobre la licitud
de las representaciones artísticas, la prohibición regresó con toda su fuerza. Sin
embargo, en el cristianismo existe otra pulsión que lleva al arte, natural o sobre­
naturalmente: “la belleza salvará al mundo”, proclama Dostoievski, porque res­
ponde al viejo deseo de Abraham y de Moisés: ver a Dios. Deseo satisfecho por la
encarnación de Cristo, que es Dios y un hombre visible.2
A principios del siglo vii, existía en el Oriente cristiano, en contacto estrecho
con el judaísmo y un Islam que seguía al judaísmo sobre la cuestión, una fuerte
hostilidad contra las imágenes. Bajo la influencia de esa corriente y, quizá, con la
esperanza de facilitar la conversión de judíos y musulmanes, el emperador León
III publicó, en 726, un edicto que prohibía el culto de las imágenes (iconos), por
ser una idolatría, y ordenaba su destrucción en todos los edificios, tanto religiosos
como profanos. Los defensores de los iconos estigmatizaron al emperador y sus
partidarios con el término de iconoclastas, los que rompen las imágenes.

2
Alain Besançon, “Y-a-t-il un art chrétien?”, en Problemes religieux contemporains, París, Éditions De Fallois,
2015, pp. 71-94.

180
Cajón de sastre

El edicto y su aplicación inauguraron 120 años de disturbios y sangrientas


persecuciones que terminaron con “el triunfo de las imágenes”, el 11 de marzo de
843, fiesta litúrgica celebrada desde aquel entonces, cada año, por todas las Igle­
sias ortodoxas y grecocatólicas.
La querella de las imágenes no tuvo en el Occidente latino la misma intensi­
dad… hasta el surgimiento de la Reforma protestante. En el año 500, el obispo
de Marsella, Serenus, mandó destruir todas las imágenes de la ciudad; se inspira­
ba en varios Padres de la Iglesia, como Tertuliano, Eusebio, Lactancia. Su grey se
alborotó, se escandalizó a tal grado que el papa Gregorio Magno le mandó una
larga y espléndida carta a favor de las imágenes: edifican a los fieles, comunican
el mensaje a los que no saben leer, tocan su inteligencia, memoria, afectos, orien­
tan las pasiones hacia la virtud, enseñan en todos los sentidos de la palabra. Arte
sagrado y arte profano pudieron desarrollarse con una fuerza extraordinaria en esa
región. Tomás de Aquino retomó y amplió la reflexión de Gregorio, al darle
mucha importancia al placer de quien contempla las obras de arte; con optimismo,
afirma su confianza en el artista y defiende la libertad para el arte.
A lo largo de la Edad Media y más aún en el Renacimiento, no faltaron las
denuncias contra la “paganización” del arte; fueron radicalmente formuladas por
Juan Calvino y engendraron un nuevo y violento movimiento iconoclasta. Se
parece al bizantino; como éste, fue formulado teóricamente antes de pasar al acto.
Calvino retoma los argumentos clásicos a partir del segundo mandamiento: es
blasfemar contra la gloria de Dios cuando uno pretende traspasarla a estos “simu­
lacros” idólatras. Contra lo que dijo Gregorio, afirma que las imágenes no enseñan
nada, todo lo contrario. Sólo Dios enseña, por su sola palabra. En el templo, no
debe existir sino “la majestad de Dios, que es demasiado alta para que la vista
humana no sea corrompida por fantasmas que no tienen ninguna conveniencia
con ella”.
El final del siglo xvi vio una inmensa destrucción de obras de arte. Por segun­
da vez en el mundo cristiano, por segunda vez en nombre del cristianismo. Luego
vendrían otros episodios destructores, en nombre de la lucha contra el cristianis­
mo. Sólo en Francia, los hugonotes hicieron explotar veintisiete catedrales y
cientos de iglesias; aniquilaron gran parte de la escultura medieval y casi toda la
pintura.
El Concilio de Trento descalificó las tesis calvinistas y la mal llamada Contra­
rreforma, Reforma tridentina en realidad, y contestó al gran reto protestante con
el arte barroco, profusión de imágenes pintadas o en relieve, como continuidad

181
Jean Meyer

de la carta de Gregorio a Serenus: estimular la piedad, encender los corazones,


alumbrar los ojos.

Cristianos contra no cristianos


El enfrentamiento entre el Islam y la cristiandad tiene una tonalidad diferente,
puesto que la destrucción de lo que consideramos ahora como “patrimonio de la
humanidad” no ocurre en la misma esfera religiosa, como en los casos precedentes.
La conquista árabe, en Egipto, Medio Oriente, África del Norte, la península
ibérica, más tarde en Anatolia, Grecia y los Balcanes, va acompañada, del siglo
vii al xvi, por la destrucción de los símbolos cristianos en espacios públicos: en
especial la cruz, destrucción de iglesias y conventos, transformación de las prin­
cipales en mezquitas.
A la hora de la Reconquista ibérica, los cristianos proceden de la misma manera
y seguirán así a la hora de la conquista de las Américas, con la “extirpación de las
idolatrías” y la construcción de iglesias sobre las pirámides y otros lugares sagrados.
En el siglo xvii británico, el puritanismo militar de los “costillas de hierro”
de Cromwell, que masacraban a los “herejes” cantando salmos, emprendió la
destrucción de todo lo que olía a “idolatría papista”. Vale la pena señalar que esa
guerra contra las imágenes fue acompañada, tanto en el siglo xvi como en el xvii,
de una guerra contra las pobres brujas, “instrumentos del demonio”.

Iconoclasta en el seno del Islam


A finales del siglo xviii ocurrieron dos episodios notables de destrucciones cultu­
rales, cercanos en el tiempo y muy alejados en el espacio y las motivaciones. El
primero, que de cierta manera se prolonga hasta la fecha, está ligado al wahabismo
en Arabia. Si bien el Islam retomó la interdicción judía, no había practicado el
rigorismo prescrito por Mohamed ibn Abdulwahhab; aquel reformador puritano
resolvió restituir el culto a su simplicidad primitiva, purgándolo de las doctrinas
particulares de los doctores y encerrándolo en el texto literal del Corán. Ab­
dulwahhab logró un prosélito en la persona del príncipe Ibn Saaud, en 1747, y
de aquel momento data la reforma wahhabi. Abdulwahhab declaró claramente
que la veneración a los santos y la peregrinación a sus sepulcros es pecado graví­
simo; por consiguiente, sus discípulos destruyeron tumbas, oratorios y capillas
levantadas en honor de aquellos varones, sin olvidar la tumba de Mahoma, obje­
to de un culto “idólatra”. Entre 2014 y 2017, los secuaces del autoproclamado
Califa, retomaron esa práctica, en Tombuctú, por ejemplo.

182
Cajón de sastre

La Revolución Francesa
El otro episodio de vandalismo ocurre durante la Revolución Francesa. Podría
resumirse en el breve decreto emitido en Estrasburgo por el “representante en
misión cerca del Ejército del Rin”, nada menos que Saint Just, el “Ángel de la
Muerte”. Reza así: “Todas las estatuas del Templo de la Razón serán destruidas”.
Aquel templo es la hermosa catedral que, en junio de 1940, Adolf Hitler quiso
entregar a los luteranos, antes de recapacitar para hacer de ella un museo de la
germanidad. Los jacobinos no tuvieron tiempo de realizar esa tarea, pero lo hi­
cieron en Notre Dame de París y en una multitud de iglesias chicas y grandes.
Todo lo que podía recordar al cristianismo o la monarquía debía ser borrado:
destruyeron cuadros de grandes artistas franceses, italianos, alemanes, belgas,
“porque representaban objetos del culto”, “porque se veían monjes”. Y también
las estatuas de dioses del paganismo, “porque son monumentos feudales”. Fou­
ché, el futuro ministro de la policía de Napoleón y duque de Otranto, ordenó
inscribir a la entrada de cada panteón “la muerte es un sueño eterno” y decretó
la demolición de los campanarios de las iglesias, de las torres de los castillos y de
los palomares “porque herían la igualdad”. Los cuadros debían desaparecer de
las paredes de los templos, para no “herir los ojos de los republicanos que se
indignan a la vista de los apóstoles de la mentira y de esas figuras grotescas que
les presentan siglos de esclavitud e ignorancia”. Sin embargo, “los cuadros reco­
nocidos como obras maestras por los artistas se entregarán a la biblioteca nacio­
nal de cada departamento o se mandarán al Museo Francés”.3 En cuanto a los
otros, serán “o quemados o impregnados de color, para volver invisible cualquier
resto de la impostura sacerdotal”.

Las guerras civiles que, en el siglo xix latinoamericano, opusieron a liberales y


conservadores, dieron campo libre al vandalismo. En México, la secularización,
luego nacionalización de los bienes del clero, en el marco de la guerra civil, pro­
vocó grandes destrucciones arquitectónicas y artísticas. Los conventos y demás
templos que no fueron abatidos por “la piqueta de la Reforma”, fueron transfor­
mados en cuarteles, cárceles, oficinas, correos y bodegas.4

3
Catalogue d’une importante collection de documents autographes et historiques sur la Révolution francaise, París, Cha­
ravay, 1862, n. 167, p. 118.
4
Francisco Santiago Cruz, La piqueta de la Reforma, México, Jus, 1958; Guillermo Tovar de Teresa, La Ciudad
de los Palacios. Crónica de un patrimonio perdido, México, Vuelta, 1992, 2 vols.

183
Jean Meyer

En el marco del genocidio emprendido por el gobierno de los Jóvenes Turcos en


el Imperio Otomano, a partir de 1915, el exterminio de los armenios, asirios,
griegos del Ponto, estuvo acompañado de la destrucción de muchas iglesias, con­
ventos, cementerios cristianos.
En la Turquía actual, bajo la égida de Recep Erdogan, la construcción de
miles de mezquitas va acompañada de la destrucción discreta y sistemática de
todos los vestigios bizantinos y cristianos.

En grados diversos, todas las revoluciones del siglo xx fueron iconoclastas al


proponer religiones políticas totalitarias. La Revolución Bolchevique quiso hacer
del pasado tábula rasa; emulando a la Revolución Francesa pretendió acabar con
todos los vestigios del feudalismo zarista y con la religión, todas las religiones de
la inmensa Unión Soviética. Años después, Enver Hojda hizo lo mismo en su
Albania comunista y arrasó iglesias y mezquitas.

La Revolución Cultural china magnificó la obra de destrucción emprendida des­


de el triunfo comunista de 1949.

La Revolución Nacionalsocialista, en Alemania primero y en los territorios anexa­


dos después, destruyó sinagogas, panteones, centros culturales, escuelas, biblio­
tecas, todo lo que estaba ligado al judaísmo, religioso o no. El genocidio fue
completado por el vandalismo. Vandalismo también, la destrucción pública, por
el fuego, de los libros de autores condenados por el nazismo. Las revoluciones
comunistas también purgaron las bibliotecas.

La Revolución Mexicana, en su fase anticlerical, volvió a empuñar “la piqueta de


la Reforma”, al confiscar o destruir templos, quemar santos.5 Tomás Garrido
Canabal, en Tabasco, fue el iconoclasta más famoso, pero los hubo en muchas
regiones del país.

La guerra de España, la guerra civil, tuvo esa dimensión, a un nivel mayor, espe­
cialmente durante el primer semestre de la contienda.

5
Adrian Bantjes, “Burning Saints, Moldding Minds: Iconoclasm, Civic Ritual and the Failed Cultural Re­
volution in Mexico”, en William H. Beezley, Cheryl E. Martin y William E. French (comps.), Rituals of
Rule, Rituals of Resistance, Public Celebrations and Popular Culture in Mexico, Wilmington, Scholarly Resources,
1994; Carlos Martínez Assad, El laboratorio de la Revolución. El Tabasco garridista, México, Siglo XXI, 1979.

184
Cajón de sastre

Más recientemente, las guerras de la ex Yugoslavia fueron marcadas, a partir de


1992, por las masacres ligadas a la “limpieza étnica” y la destrucción de los sím­
bolos culturales del grupo que había que limpiar: Bosnia-Herzegovina y Kosovo
fueron las principales víctimas. La destrucción del puente de Mostar fue especial­
mente emblemática, como la de la mayor biblioteca.

Afganistán, víctima permanente de la guerra desde la invasión soviética de di­


ciembre de 1979, ha conocido, además, el vandalismo de los talibanes que, sobre
el antiguo modelo wahhabi, emprendieron la destrucción del pasado preislámico,
en nombre de la lucha contra los ídolos. El episodio más espectacular fue la des­
trucción de los Budas de Bamiyán.

La misma lógica wahhabi inspiró, a partir de 2014, en diversas regiones del Me­
dio Oriente y de África, la actividad destructora del Califato (isis), desde Palmira
hasta Tombuctú y Mosul; la emprendieron contra todos los monumentos del
pasado preislámico, desde la más antigua Mesopotamia hasta el presente cristiano.
Y también, al estilo wahhabi, contra todo lo que releva de formas de piedad mu­
sulmana condenadas por Abdulwahhab. En Irak destruyeron lo mismo el museo
de Mosul que Nimrud, la antigua capital asiria, la ciudad parta de Hatra. En
Siria, dinamitaron la cuarta parte del fabuloso sitio arqueológico, antes de saquear
el museo y de asesinar al valiente y anciano director, Jaled Asaad, culpable de
“cuidar los ídolos”.
No sabemos qué tanto sufrió la Libia antigua monumental, por el caos que
reina todavía en ese país tan rico en espectaculares monumentos griegos, romanos,
bizantinos. Saqueos y tráfico de antigüedades alimentaron las finanzas de los yi­
hadistas, como en todas las regiones controladas por el Califato.6
En junio de 2017, antes del avance de las fuerzas iraquíes, el Califato hizo
explotar la mezquita de Mosul, joya del siglo xii, sitio en el cual Abu Bakr Al
Baghdadi había proclamado el Califato el 4 de julio de 2014.

“Resurge saqueo de tumbas en China… una práctica antigua estimulada por el


crecimiento de la demanda mundial por las antigüedades chinas”.7

6
Steven Lee Myers y Nicholas Kulish, “Broken System Allows isis to Profit From Looted Antiquities”, The
New York Times, 9 de enero de 2016.
7
The New York Times, 22 de julio de 2017.

185
Jean Meyer

Bibliografía aleatoria
Anderson, Benedict, Imagined Communities, Londres, Verso, 1983.
Barber, Charles, Figure and Likeness: On the Limits of Representation in Byzantine Iconoclasm,
Princeton, Princeton University Press, 2002.
Besançon, Alain, The Forbidden Image. An Intellectual History of Iconoclasm, Chicago,
University Press of Chicago, 2000.
Bevan, Robert, The Destruction of Memory: Architecture at War, Londres, Reaktion Books,
2006.
Boldrick, Stacy, Leslie Brubaker y Richard Clay (eds.), Striking Images, Iconoclasms Past
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Bolxham, Donald, The Great Game of Genocide: Imperialism, Nationalism and the Destruc-
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Charney, Noah (ed.), Art Crime: Terroristas, Tomb Raiders, Forgers and Thieves, Londres,
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Eire, Carlos, War Against the Idols: The Reformation of Worship from Erasmus to Calvin,
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Noyes, James, The Politics of Iconoclasm: Religion, Violence and the Culture of Image-breaking
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Tollebeek, Jo y Eline van Assche (eds.), Art and Culture in Times of Conflict, New Haven,
Yale University Press, 2014.

186
Lecciones de política para políticos
Rafael Segovia
Selección y nota de Gerardo Maldonado

Por años Rafael Segovia fue maestro de las generaciones del Centro de Estudios
Internacionales de El Colegio de México y en otras instituciones. Este magisterio
lo ejerció, al menos, de tres maneras. La primera en las aulas y los pasillos de El
Colegio, donde estudiantes y colegas llevaron el registro personal de sus enseñan­
zas. La segunda en sus investigaciones y publicaciones, entre las cuales están Tres
salvaciones del siglo xviii español (1960), La politización del niño mexicano (1975) y
Lapidaria política (1996). Y la tercera mediante sus artículos periodísticos sema­
nales que, si bien estuvieron motivados por algún asunto de coyuntura, siempre
tuvieron una lección crítica sobre temas perdurables. Varios de estos artículos
aparecieron publicados en El gran teatro de la política (gtp) de 2001 y La política
del espectáculo (pe) de 2008, de donde se han seleccionado algunas frases para Istor.
Esta selección es una más breva de la que apareció como Agenda 2015 de El Co­
legio de México (edición no venal) intitulada Rafael Segovia en cuatro estaciones, con
ilustraciones de Elvira Rascón. Está en preparación una selección mucho más
amplia que publicará Ediciones Bonilla, dentro de la colección “Las semanas del
jardín”, coordinada por Adolfo Castañón.
G.M.

Si alguien ha cavado la tumba con sus propias manos, tanto por necesidad como por
voluntad, ha sido el político. Empeñado en desacreditar públicamente a sus rivales
y enemigos, arrastra y degrada al ejercicio profesional de la política en conjunto, al
dar una idea negativa, sórdida y degenerada de su propia acción (gtp, p. 44).

La fidelidad política no tiene por qué ser un vicio o un defecto mientras sea un hecho
público y manifiesto. Lo es y grande cuando se disimula y se miente (gtp, p. 107).

187
RAFAEL SEGOVIA

La idea de Estado es aceptada, su concreción no, porque su concreción es el go­


bierno y los hombres y mujeres que lo forman. Criticar a las personas es relativa­
mente fácil, hacerlo con las ideas pide un razonamiento y un discurso más allá de
los alcances del común de los mortales (gtp, p. 179).

Se ha convertido en una moda, en una frase hecha, condenar la política. La solución


de un problema cualquiera debe no ser política. Politizar equivale a evitar la so­
lución justa o, lo que es peor y ya ni siquiera se envuelve en retórica, puede ser
equitativa y dañar así al grupo más fuerte […] (gtp, p. 180).

Buscar qué puede substituir a la política no le está dado a todo el mundo. Lo


primero que se viene a la mente es la justicia, la honestidad, la igualdad y la to­
lerancia, todo cuanto viene de la civilización y la cultura y no de la naturaleza
humana (gtp, p. 180).

La política, contra lo predicado por la cultura de la calle, busca imponerse contra


los impulsos primarios de los humanos y racionalizar sus conflictos, evitar la eli­
minación radical del contrario y tolerar incluso al enemigo. Intenta dar una ex­
presión a las diferencias entre los hombres a través de la representación y con
ayuda de ésta generar una legalidad y una legitimidad (gtp, p. 180).

Cuando se es de la pasta con que se hacen los políticos auténticos, no se necesita


haber leído a Aristóteles, a Maquiavelo, o a Mirabeau para actuar como un hom­
bre de mando. Se sabe tragar sapos y culebras sin pestañear, se sabe elegir a los
hombres y se sabe leer las coyunturas y aprovechar las ocasiones. En última ins­
tancia se sabe mentir y se aprende a leer discursos. Se ríe o se está serio, pero no
se sonríe de medio lado (gtp, p. 211).

La declaración, el discurso o la entrevista son reveladores no del estado de ánimo


del político, sino de su afán de disimularlo, del manejo de un lenguaje que, por
oscuro y confuso, el día de mañana pueda ser reinterpretado como un certero
vaticinio y una disciplina aceptada al haberse adivinado cuál era la línea estable­
cida pero no claramente definida (gtp, p. 222).

Sólo el político experimentado, curtido por campañas electorales y cargos mayo­


res tiene capacidad de lectura de las situaciones inesperadas (gtp, p. 222).

188
Lecciones de política para políticos

La política es egoísta y perruna, desagradecida al máximo; quienes ahora gozan


de sus encantos lo pueden decir […] (gtp, p. 228).

El político necesita presencia para mantener el carisma; más importante es la


imaginación, la capacidad de adivinar el pensamiento de quien está enfrente,
para ayudarle a concretar las ideas y construir una voluntad que será colectiva
(gtp, p. 258).

El político se ocupa de la política, del poder, su conquista, sus posibilidades, su pre­


servación y su uso. Por lo general se piensa que el poder es la base misma del des­
potismo cuando es justo lo contrario, el asiento exacto de la libertad (gtp, p. 260).

La política, según G. Burdeau, vive en el reino de las maravillas, es en un acto de


creencia donde se sostiene el poder, que se supone compartido y abierto a la par­
ticipación. Sin esa ilusión, ningún sistema se mantendría (gtp, p. 272).

La política, por ser un oficio, se aprende. No tiene ni método ni reglas establecidos.


Como todos los oficios depende del maestro la rapidez del aprendizaje, tanto como
de que el aprendiz sea un muchacho despierto, ambicioso y trabajador. La regla
de oro es, pues, la observación acuciosa de los movimientos del maestro y, después,
de su palabra (gtp, p. 282).

Un gran político, decía Napoleón, no debe decir voy a hacer, sino he hecho (gtp,
p. 321).

La letra con sangre entra y la política con la práctica cotidiana, donde se mide al
político como a los toros en los tentaderos (gtp, p. 321).

El político de raza es, como los toros bravos, de los que vuelven al caballo cuando
sienten el hierro de la pica. Aceptar la pelea en el terreno que les propone el tore­
ro, no temer las ventajas que el otro pueda tener es prueba de casta y de espíritu
de lucha. Como sabemos, es raro encontrarse con ese toro que tiene algo mítico;
lo común es el que rehúye la pelea (gtp, p. 321).

La política lleva siempre implícita una dosis de violencia porque es un encuentro


donde hay vencedores y vencidos (gtp, p. 323).

189
RAFAEL SEGOVIA

El profesional de la política considerado torpe, aunque se le conceda toda la ho­


nestidad y buena voluntad del mundo, está perdido (gtp, p. 331).

A los políticos no importa que hablen con la verdad o con la mentira, el problema
para ellos es ser creídos, aunque sea con ayuda de la demagogia más desmedida.
Cuando se duda de su palabra la obediencia entra en crisis y la ruptura entre el
líder y sus seguidores puede llevar al desgarre del tejido social, al repudio de los
valores hasta entonces considerados intocables (gtp, p. 362).

La política es división y oposición, incluso negación del contrario (pe, p. 44).

La política obliga a decidir, a encarar riesgos y a someterse a la crítica (pe, p. 45).

El político, en todo, en todo momento, es un seductor, es quien sabe atraer hacia


sí a otros hombres y mujeres, convencerlos e imponerles su verdad. Convencer e
imponer pero desde lejos. De poder palparlo se verá que es como todos y la magia
desaparecerá, se dejará de creer o, al menos, se presentará la duda (pe, p. 48).

La responsabilidad del político se inicia en el discurso, con el anuncio de sus in­


tenciones, encuadradas por su concepción del Estado, del gobierno y de la sociedad.
Él es el creador de su propia referencia, que se convierte —al menos así se preten­
de— en una referencia nacional (pe, p. 97).

La letra con sangre entra, decían los viejos maestros, sobre todo los que no sabían
enseñar. El aprendizaje de la política no puede entrar con sangre a menos de
aceptar de antemano el fracaso de los actores (pe, p. 107).

No saber perder en política es más grave que no saber ganar […] (pe, p. 242).

[…] la política divide, separa, opone a los individuos de una nación. La unidad de
todos los hombres y mujeres eliminaría a la política: todos los intereses coincidi­
rían, habría una sola ideología, dispuesta y alimentada por quien fuera dueño del
poder y representante de todas las corrientes de pensamiento, amo y señor de la
administración (pe, p. 356).

190
Istor, año xix, número 74, otoño de 2018, se terminó de imprimir en el mes de octubre de 2018 en
los talleres de Impresión y Diseño, Suiza 23 bis, Colonia Portales Oriente, 03570, Ciudad de México. En
su formación se utilizaron tipos Garamond 3 Medium de 11.4 y 8.2 puntos.

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