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R O G E R CAILLOIS

LO S JUEGOS
Y LOS HOMBRES
La máscara y el vértigo

COLtCCION

fWUlAR

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA


MÉXICO
I
H n n irra edición m francés, 1967
Primera edtfráo αι Γ*μ*Λοί. 19βό

T liiilo oaiginal.
Lei Jeux ft lei //·/»nmo. Lc nunqiM- n Ir vmixe
■£ 1^57, Édition» C a llin u rd , Parii

n. R. © 1906. FoNno ο». CtnniRA ECONOMIC. S. Λ. de C V.


Amn<l;i d r la lin iw n k b d , 97!>. US100 D. F.

ISBN 96Κ·Ιβ4Μ81·5
Im p * * * , cn M / v ic o
IN TRO D U CCIÓ N

Los juegos son innum erables y de m últiples es­


pecies: juegos de sociedad, de habilidad, de azar,
juegos al aire libre, juegos de paciencia, de cons­
trucción, etc. Pese a esa diversidad casi infinita
y con una constancia sorprendente, la palabra
juego evoca las m ism as ideas de holgura, de rie s -.
go o de habilidad. S obre todo, infaliblem ente trac
consigo una atm ósfera de solaz o de diversión.
Descansa y divierte. Evoca una actividad sin
aprem ios, pero tam bién sin consecuencias para
la vida real. Se opone a la seriedad de ésta y de
esc m odo se ve tachada de frivola. P o r o tra par­
to, se Öponc al trab ajo como el tiem po perdido ^
al tiem po bien em pleado. Én efecto, el juego no
produce nada: ni bienes ni o b ra s./E s escncial-
m ente estéril. ΛΑ cada nueva p artida, y aunque
jugaran toda su vida, los jugadores- vuelven a
encontrarse en ce ro y en las m ism as.condiciones
que en el propio principio; Los juegos de~cTinero,
de apuesta o de loterías no son la excepción: no
crean riquezas, sino que sólo las desplazan.
Esa gratuidad fundam ental del juego es cla­
ram ente la característica que más lo desacredi­
ta. Es tam bién la que perm ite entregarse a él
despreocupadam ente y lo m antiene aislado de
las actividades fecundas. Desde un principio,
cada cual se convence así de que el juego no es
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más que fantasía agradable y distracción vana,
sean cuales fueren el cuidado que se le ponga,
las facultades que movilice y el rig o r que se
exija, lo cual se siente claram ente en esta frase
de C hateaubriand: "Lo geom etría especulativa
tiene sus juegos y sus inutilidades, com o las
o tras ciencias.”
En esas condiciones, parece tanto más signifi­
cativo que .historiadores em inentes luego de es·
nidios profundos, y psicólogos escrupulosos lue­
go de observaciones repetidas y sistem áticas, se
hayan creído obligados a Hacer del espíritu de
juego uno de Jos resortes principales, para las
sociedades, del desarrollo de la s m anifestacio­
nes m ás elevadas de su cultura, y p ara el indi-

ñor, considerada insignificante, y los resultados


esenciales que de pronto se inscriben en b en e­
ficio suyo, se opone lo suficiente a la verosim i­
litud para que nos preguntem os si no se trata
de alguna p arad o ja m ás ingeniosa que bien fun­
dada.
Antes de exam inar las tesis o las conjeturas
d e los panegiristas del juego, m e parece conve­
niente analizar las ideas im plícitas que se repi­
ten en la idea d e juego, tal com o aparecen en
los diferentes em pleos de la palabra fuera de
su sentido propio, cuando se utiliza com o me­
táfora. Si verdaderam ente el juego es un resorte
principal de la civilización, no puede ser que sus
significados secundarios no resulten instructivos.
En prim er lugar, en una de sus acepciones más
corrientes y tam bién m ás cercanas al sentido

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propio, la palabra Juego, designa, no sólo .la ac­
tividad especifica que nom bra, sino tam bién la
totalidad de las figuras, de los sím bolos o de los
instrum entos necesarios a esa actividad o .a liu n -
cionam iento de un conjunto com plejo. Asf, se
habla de un juego de naipes: conjunto de car­
tas; de un juego de ajedrez: co n ju n to de piezas
indispensables para ju g a r a ese juego. Conjun­
tos com pletos y enum erables: un elem ento de
m ás o de m enos y el juego es im posible o fal­
so, a m enos que el retiro o el aum ento de uno
o de varios elem entos se anuncie de antem ano y
responda a una intención precisa: así ocurre con
el joker en la b araja o con la v en taja de una
pieza en el ajedrez p ara establecer u n equilibrio
en tre dos jugadores de fuerza desigual. De la
m ism a m anera, se h ab lará de un juego de ó r­
gano: conjunto de tubos y de teclas, o de un
juego de velas: conjunto com pleto de las dife­
rentes velas de un navio. Esa idea de totalidad
cerrada, com pleta en un principio e inm utable,
concebida para funcionar sin o tra intervención
exterior que la energía que lo mueve, ciertam en­
te constituye una innovación preciosa en un
m undo esencialm ente en movimiento, cuyos ele­
m entos son prácticam ente infinitos y, p o r o tra
parte, se transform an sin cesar. La p alab ra jeu
[juego] designa adem ás el estilo, la m anera de un
intérprete, m úsico o com ediante, es decir las ca­
racterísticas originales que distinguen de los
dem ás su m anera de tocar un instrum ento o de
in terp reta r un papel. Vinculado p o r el texto o
p o r la p artitu ra, no p o r ello es menos libre (den­
tro de ciertos lím ites) de m anifestar su perso­
9
nalidad m ediante inim itables m atices o varia­
ciones.
La palabra juego com bina entonces las ideas
de lím ites, de libertad y de invención^ En un
registro vecino, expresa una mezcla notable en
que se leen conjuntam ente las ideas com plem en­
tarias de suerte y de habilidad, de recursos re­
cibidos del azar o de la fortuna y de la inteli­
gencia más o menos rápida que los pone en
acción y tra ta de obtener de ellos el m ayor p ro ­
vecho. Una expresión com o a voir beau jeu [ser
fácil algo a alguien] corresponde al p rim er senti­
do. y otras com o jouer serré [ju g a r con cautela]
y jouer au plus fin [dárselas de listo ] rem iten
al segundo; o tras más, com o m ostrar su juego
o, a la inversa, ocultar su juego se refieren
inextricablem ente a am bos: ventajas al princi­
pio y despliegue hábil de una estrategia m aestra.
La idea de riesgo viene, al punto, a com plicar
elem entas de suyo enredados: la evaluación de
los recursos disponibles, el cálculo-de las even­
tualidades previsibles se acom pañan rápidam en­
te de o tra especulación, ung, especie de apuesta
que supone una com paración en tre el riesgo
aceptado y el resultado esperado. De allí las lo­
cuciones com o poner cti juego, jugar en grattde,
jugarse el resto, la carrera, la vida, o incluso la
com probación de que ¿ ¡Ju eg a no vale la cande·
la ^ c s decir, que el m ayor provecho que puede
sacarse de la p artid a es inferior al co sto de la
luz que lo alum bra.
Una vez m ás, el juego aparece com o una idea
singularm ente com pleja que asocia un estado de
hecho, un elem ento favorable o m iserable, en
que cl azar es rey y que cl ju g ad o r hereda para
bien o para m a1, sin p oder haccr nada al res­
pecto, una ap titu d para sacar el m ejo r partido
de esos recursos desiguales, que un cálculo sagaz
hace fructificar y que la negligencia dilapida y,
en fin, una elección en tre la prudencia y la auda­
cia que aporta una últim a coordenada: la me­
dida en que el jugad o r está dispuesto a apostar
p o r aquello que se le escapa más que p o r aque­
llo que domina.
Todo juego es un sistem a d e reglas. É stas de­
finen lo que es o no es juego, es decir lo perm i­
tido y lo prohibido. A la ve/., esas convenciones
son a rb itrarias, im perativas e inapelables. No
pueden violarse con ningún pretexto, so pena
de que el juego acabe al p unto y se estropee por_£
este hecho. Pues nada m antiene la regla salvo*”
el deseo de ju g a r, es decir, la voluntad de respe­
tarla. Es preciso jugar al j u e z o o no ju g a r en
absoluto. Ahora bien, “ju g ar al ju eg o '4 sc dice
para actividades alejadas del juego e incluso
fundam entalm ente fuera de ¿I, en las diversas ac­
ciones o los diversos intercam bios a los áta le s se
tra ta de hacer extensivas algunas convenciones
im plícitas sem ejantes a las de los juegos. T an­
to m ás conveniente es som eterse a ellas cuanto
que ninguna sanción oficial castiga al com pa­
ñero desleal. Dejando sim plem ente de ju g a r al
j juego, éste ha vuelto a a b rir el estado natural
y ha perm itido nuevam ente toda jucacctón, toda
treta o respuesta prohibida, que las convencio­
nes precisam ente tenían p o r objeto suprim ir, de
com ún acuerdo. E sta vez, lo que llam am os ju e­
go aparece como un conjunto de restricciones

II
voluntarias y aceptadas de buen grado, que ins­
tauran un orden estable, a veces una legislación
tácita en un universo sin ley.
CLa p alab ra ju ego ev o ca^n fin una idea de am ­
plitud, de facilidad de movim iento, una libertad
útil, pero ño excesiva; cuando se habla del jue­
go ¿ c un engranaje o cuando se dice que un
navio juega sobre su ancla. Esa am plitud hace
posible una indispensable m ovilidad. E l juego
que subsiste entre los diversos elem entos per­
m ite el funcionam iento de un mecanismo. Por
o tra parte, ese juego no debe s e r exagerado,
pues la m áquina parecería desbocada. Así. esc
. espacio cuidadosam ente calculado im pide que
se atasque o se desajuste. Juego significa enton*
ces libertad, que debe m antenerse en el seno del
rigor m ism o para que éste adquiera o conser­
ve su eficacia. Por lo dem ás, el m ecanism o en ­
tero se puede considerar como una especie de
juego en o tro sentido de la palabra que un dic­
cionario precisa de la m anera siguiente: "Ac­
ción regular y com binada de las diversas p artes
de una m áq u in a/' En efecto, una m áquina es un
puzzle de piezas concebidas para ad ap tarse unas
a otras y funcionar concertadam ente. Pero, en
el in terio r de ese juego, enteram ente exacto, in­
terviene un juego de o tra especie, que le da vida.
E l prim ero es ensam ble estricto y perfecta relo­
jería, el segundo es elasticidad y margen de
movimiento.

I-os anteriores son significados variados y ricos


que m uestran cóm o, no el juego m ism o, sino las
disposiciones psicológicas que m anifiesta y des­
arrolla pueden en efecto co n stitu ir im portantes
factores de civilización. En genera!, esos distin-
i. to s senüdospim plican ideas de totalidad, de re­
gla y de libertad. Uno de ellos asocia la presencia
de lím ites con la facultad de inventar d entro de
esos límites.) O iro separa erítre los recursos he­
r e d a d o s de fa suerte y el arte de lograr la victo­
ria con el solo concurso de recursos íntim os e
inalienables, que no dependen sino de la apli­
cación del celo y de la obstinación personal. Un
tercero opone el cálculo y el riesgo. O tro más
invita a concebir leyes a la vez im periosas y sin
o tra sanción que no sea su propia destrucción o
Indica que es conveniente co n tar con cierto va­
cío o cierta disponibilidad en el cen tro de la más
-rcxacta economía.
Hay ciertos casos en que los lim ites se borran
y la regla se disuelve, otros en cam bio en que
la libertad y la invención están a punto de des­
aparecer. Sin em bargo el juego^significa. que
am bos pojosTsuSsisten y que e n tré upo ν otn>
se m antiene c ie ñ a relación. E l juego propone y
propaga estructuras ab stractas, imágenes de am ­
bientes cerrados y protegidos, en que pueden
ejercitarse com petencias ideales. Esas estructu-
- ras y esas com petencias son otros tantos m ode­
los de instituciones y de conductas. Con toda se­
guridad no son aplicables de m anera directa a la
realidad siem pre confusa y equívoca, com pleja c
innom brable. Intereses y pasiones no se dejan
dom inar fácilm ente en ellas. Allí son moneda
corriente la violencia y la traición. Pero los m o­
delos que los juegos ofrecen constituyen o tras
ta ñ ías anticipaciones del universo reglamenta*
do por cl que es conveniente su stitu ir la an ar­
quía natural.
lisa es, reducida a lo esencial, la argum enta­
ción de un Huizinga, cuando deriva del espíritu
de juego Í3 m ayoría de las instituciones que or­
denan a las sociedades o las disciplinas que
contribuyen a su gloria. El derecho en tra sin
discusión en esta categoría: el código enuncia
la regla del juego social, la jurisprudencia lo ex­
tiende a los casos de litigio y el procedim iento
define la sucesión y la regularidad d e las juga­
das. Se tom an precauciones p ara que todo ocu­
rra con la claridad, la precisión, la pureza y la
im parcialidad de un juego. Los debates se reali­
zan y el fallo se pronuncia en un recinto de
justicia, de acuerdo con un cerem onial invaria­
ble, que evocan respectivam ente el aspecto de­
dicado al juego (cam po cerrado, pista o arena,
tablero para dam as o tablero de ajedrez), la
separación absoluta que debe aislarlo del resto
del espacio m ientras dure la partida o la au d i­
ción y, p o r fin, el carácter inflexible y original­
m ente form al de las reglas en vigor.
En el intervalo de los actos de fuerza (en tos
que d juego ya no se juega) , tam bién existe en
la política una regla de alternancia que Ucva
un o a uno al poder, y en las m ism as condicio­
nes, a los partidos opuestos. El equipo gober­
nante, que juega correctam ente el juego, es de­
cir, de acuerdo con las disposiciones establecidas
V sin ab u sar de las ventajas que le da el usu­
fructo m om entáneo de la fuerza, ejerce ésta sin
aprovecharla para aniquilar al adversario o p ri­
varlo tic toda oportunidad de succderlo en las
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form as legales. A falta de lo cual, se abre la puer­
ta a la conspiración o al m otín. E n lo sucesivo,
todo se resum iría en un b ru ta l enfrentam iento
de fuerzas que ya no serían atem peradas p o r
frágiles convenciones: aquellas que tenían como
consecuencia hacer extensivas a la lucha políti­
ca las leyes claras, d istan tes e indiscutibles de
las rivalidades contenidas.
No ocurre o tra cosa en el terren o estético. En
pintura, las leyes de la perspectiva son en gran
p a rte convenciones. Engendran hábitos que, al
final, las hacen parecer naturales. En música,
las leyes de la arm onía, en el a rte de los ver­
sos las de la prosodia y de la m étrica, y cualquier
o tra imposición, unidad o canon en la escultu­
ra, la coreografía o el teatro , com ponen igual­
m ente diversas legislaciones, m ás o m enos ex­
plícitas y detalladas, que a la vez guían y lim itan
al creador. Son com o las reglas del juego al
que él juega. P or o tra parte, engendran un es­
tilo com ún y reconocible en que se concillan y
se com pensan la disparidad de gusto, la prueba
de la dificultad técnica y los caprichos del ge­
nio. Esas reglas tienen algo de arb itrario y, de
encontrarlas extrañas o m olestas, cualquiera está
autorizado para rechazarlas y p in tar sin pers­
pectiva, escribir sin riina ni cadencia o com po­
ner fuera de los acordes perm itidos. Al hacerlo,
ya no juega al juego sino que contribuye a
destruirlo pues, igual que en el juego, osas reglas
sólo existen p o r el respeto que se les tiene. Sin
em bargo, negarlas es al mismo tiem po esbozar
las norm as fu tu ras de una nueva excelencia, de
o tro juego cuyo código aún vago será a su vez
1S
, tiránico, dom esticará la audacia y prohibirá nue­
vam ente la fantasía sacrilega. Toda ru p tu ra que
quiebre una prolübición acreditada esbozará ya
o tro sistem a, no m enos estricto y no menos gra­
tuito.
La propia guerra no es terreno de la violen­
cia pu ra, sino que suele serlo de la violencia
regulada. Las convenciones lim itan las hostili­
dades en el tiem po y en el espacio. Empiezan
p o r una declaración que precisa solem nem ente
el día y la hora en que entra en vigor el nuevo
estado de cosas. Term ina m ediante la firm a de
un arm isticio o de un acta de rendición que
precisa igualm ente su fin. O tras restricciones
excluyen de las operaciones a las poblaciones ci­
viles. a las ciudades abiertas, se esfuerzan por
p ro h ib ir el em pleo de ciertas arm as y garantizan
el trato a los heridos y a los prisioneros. En
épocas de guerra llam ada cortés, hasta la es­
trategia es convencional. Las m archas y co n tra­
m archas se deducen y se articu lan com o com­
binaciones de ajedrez y llega a suceder que los
teóricos estim en que el com bate no es necesario
para la victoria. Las guerras de ese tipo se em ­
parientan claram ente con una especie de juego:
m ortífero y d estru cto r, pero regulado.

M ediante esos pocos ejem plos, se aprecia una


especie de huella o de influencia del principio
del juego, o cuando menos una convergencia con
sus am biciones propias. Con ella se puede seguir
el progreso m ism o de la civilización, en la me­
dida en que ésta consiste en p asar de un universo
tosco a un universo adm inistrado, que se apoya

16
,en un sistem a coherente y equilibrado, tanto
de derechos y d e deberes com o de privilegios y de
responsabilidades. El juego inspira o confirm a
ese equilibrio. C ontinuam ente procura la Ima­
gen de un m edio p u ro y autónom o, en que, res­
petada voluntariam ente p o r todos, la regla no
favorece ni lesiona a nadie. C onstituye una isla
de claridad y d e perfección, cierto que siem pre
infinitesim al y precaria, y siem pre revocable,
que se b o rra p o r sí mism a. Pero esa duración
fugitiva y esa rara extensión, que dejan fuera
de sí las cosas im portantes, tienen al menos
valor d e modelo.
Los Juegos de com petencia desem bocan en los
deportes; los juegos de im itación y de ilusión
prefiguran los actos del espectáculo. Los juegos
de azar y de com binación han dado origen à
num erosos desarrollos de las m atem áticas, des­
de el cálculo de probabilidades h asta la topo­
logía. E s claro: el panoram a de la fecundidad
cultural de los juegos no deja de ser im presio­
nante. Su contribución en el nivel del individuo
no es m enor. Los psicólogos les reconocen un
papel capital en la historia de la afirm ación de
sf en el niño y en la form ación de su carácter.
Los juegos de fuerza, de habilidad, de cálculo,
son ejercicio y entrenam iento. H acen el cuerpo
más vigoroso, más flexible y más resistente, la
vista más penetrante, el tacto m ás sutil, el espí­
ritu más m elódico o m ás ingenioso. Cada juego
refuerza y agudiza determ inada capacidad física
o intelectual. Por el cam ino del placer o de la
obstinación, hace fácil lo que en un principio
fue difícil o agotador.
C ontra Io que se afirm a con frecuencia, el ju e ­
go no es aprendizaje de trahajo. Sólo en a p a ­
riencia anticipa las actividades del adulto. El
chico que juega al caballo o a la locom otora no
se p rep ara en absoluto p ara ser jin ete o mecá­
nico, ni para ser cocinera la chiquilla que en
platos supuestos p rep ara alim entos ficticios con­
dim entados con especias ilusorias. El juego no
prepara para ningún oficio definido; de una m a­
nera general introduce en la vida, acrecentando
toda capacidad de salvar obstáculos o de hacer
frente a las dificultades. Es absurdo y no sirve
en absoluto p ara salir adelante en la realidad
lanzar lo m ás lejos posible un m artillo o un
disco m etálico, o bien a tra p a r y lanzar interm i­
nablem ente una pelota con una raqueta. Pero es
ventajoso tener m úsculos fuertes y reflejos rá­
pidos.
El juego ciertam ente supone la voluntad de
p.anar utilizando al máxim o esos recursos y pro­
hibiéndose las jugadas no perm itidas. Pero exige
aún m ás: es preciso su p erar en cortesía al ad­
versario, tenerle confianza p o r principio y com ­
batirlo sin anim osidad. Además es necesario
aceptar de antem ano el posible fracaso, la mala
suerte o la fatalidad, co nsentir en la derro ta
sin cólera ni desesperación. Quien se enoja o
se queja se desacredita. En efecto, allí donde
toda nueva partid a aparece com o un principio
absoluto, nada está perdido y, antes que recri­
m inar o desalentarse, el ju g ad o r tiene la posibi­
lidad do red o b lar su esfuerzo.
El juego invita y acostum bra a escuchar esa
lección del dom inio de sí y a hacer extensiva
18
su práctica al conjunto de las relaciones y de
las vicisitudes hum anas en que la com petencia
ya no es desinteresada ni está circunscrito la
fatalidad. Aun siendo evidente y estan d o toda­
vía p o r garantizar, esa frialdad en el m om ento
de los resultados de la acción no es poca vir­
tud. Sin duda, tal dom inio es m ás fácil en el
juego, donde en cierto m odo es de rigor y don­
d e parecería que el am o r propio se h ubiera com ­
prom etido de antem ano a cum plir con las obli­
gaciones. No obstante, el juego moviliza las
diversas ventajas que cada cual puede haber
recibido del destino, su m ejo r afán, la suerte Im­
placable c im prescriptible, la audacia de arries­
g a r y la prudencia de calcular, la capacidad de
conjugar esas diferentes clases de juego, que a
su vez es juego y juego superior, de m ayor com ­
plejidad en el sentido de que es el arte de aso­
ciar útilm ente fuerzas difícilm ente conciliables.
En cierto sentido, nada com o el juego exige
tanta atención, tanta inteligencia y resistencia
nerviosa. E stá dem ostrado que el juego pone al
ser en un estado p o r decirlo así d e incandescen­
cia, que lo deja sin energía ni resorte, una vez
rebasada la cima, consum ada la hazaña, una
vez alcanzado el extrem o com o de m ilagro en
la proeza o la resistencia. En lo cual tam bién
es m eritorio el desapego. Como lo es aceptar
perderlo todo sonriendo, al ech ar los dados o al
voltear un naipe.
Por o tra parte, es preciso considerar los ju e­
gos de vértigo y el voluptuoso estrem ecim iento
que se apodera del ju g ad o r al cantarse el fatál
rien-nc-va-plus. anuncio éste que pone fin a la
19
discreción de su libre a rb itrio y hace inapelable
un veredicto que sólo de él dependía evitar de­
ja n d o de jug ar. Tal vez de m anera paradójica,
algunas personas atribuyen un valor de form a­
ción m oral a ese desasosiego profundo aceptado
deliberadam ente. E xperim entar placer con el pá­
nico. exponerse a él p o r voluntad propia para
tra ta r de no sucum bir an te él. tener a la vista
la imagen de la perdida, saberla inevitable y no
p rep arar o tra salida que la posibilidad de afec­
ta r indiferencia es, como dice P latón hablando
de o tra apuesta, un herm oso riesgo que rale la
pena correr.
Ignacio d e Loyola profesaba que era necesa­
rio a ctu ar contando sólo consigo m ism o, como
si Dios no existiera, pero recordando constan­
tem ente que todo dependía de Su voluntad. El
juego no es una escuela menos ruda. Ordena
al jugado r no descuidar nada para el triunfo y al
m ism o tiem po g u ard ar distancias respecto a
él. Lo que ya se ha ganado puede perderse e in­
cluso se encuentra destinado a ser perdido. La
m anera de vencer e-s m ás im portante que la pro­
pia victoria y. en cualquier caso, más im por­
tante que lu que está en juego. A ceptar el fracaso
com o sim ple contratiem po, aceptar la victoria
sin em briaguez ni vanidad, con ese desapego,
con esa últim a reserva respecto de la propia ac­
ción, es la ley del juego. C onsiderar la realidad
como un juego, ganar más terreno con esos bo­
llos modales; que hacen retroceder la tacañería,
la codicia y el odio, es llevar a cabo o b ra de
civilización,
Este alegato en favor del espíritu d e juego
20
trae a la m ente una palinodia que señala b re ­
vemente sus debilidades y sus peligros. El juego
constituye una actividad de lujo y presupone
tiem po para el ocio. Quien tiene ham bre no
juega. E n segundo lugar, com o no se está obli­
gado a él y como sólo se m antiene m ediante
el placer de jugar, el juego queda a m erced del
aburrim iento, de la saciedad o de un sim ple cam ­
bio de hum or. Por o tra parte, el juego está con­
denado a no fu ndar ni a pro d u cir nada, pues en
su propia esencia está an u lar sus resultados, a
diferencia del trab ajo y la ciencia que capitalizan
los suyos y. en m ayor o m enor m edida, transfor­
m an el m undo. Además, a expensas del conteni­
do, el juego desarrolla un respeto supersticioso
a la form a, respeto que puede volverse m aniaco
si sim plem ente se mezcla con el gusto p o r la eti­
queta, p o r el pundonor o p o r la casuística, por
los refinam ientos de la burocracia o de los pro­
cedim ientos. Finalm ente, el juego escoge sus di­
ficultades, las aísla de su contexto y, p o r decirlo
así, las irrealiza. Que sean o no resueltas no
tiene m ás consecuencia que cierta satisfacción
o cierta decepción igualm ente ideales. De habi­
tuarse a ella, esa benignidad engaña respecto a
la rudeza de las pruebas verdaderas. Acostum­
b ra considerar sólo elem entos exam inados y
resueltos, en tre los cuales la elección es nece­
sariam ente abstracta. En pocas palabras, el ju e­
go descansa sin duda en el placer de vencer el
obstáculo, p ero un obstáculo arb itrario , casi fic­
ticio, hecho a la m edida del ju g ad o r y. aceptado
por él. En cambio, la realidad no tiene esas de­
licadezas.

21
En este últim o p unto reside la debilidad p rin ­
cipal del juego. Pero esa debilidad obedece en
últim a instancia a su p ropia naturaleza y, sin
ella, el juego estaría igualm ente desprovisto de Secundum Secundatum
su fecundidad.
PRIMERA PARTE
I

I. D E FIN IC IÓ N D E L JU EG O

E n 1933, Johan H uizinga, rc c to r de la Universi­


dad dc Leiden, eligió com o tem a de su discurso
inicial Los lím ites del juego y d e la seriedad en la
cultura. En H om o ludens, tra b a jo original y vi­
goroso publicado en 1938, retom ó y desarrolló
sus tesis. Discutible en la m ayoría dc sus afir­
maciones, esta obra, p o r su naturaleza, no deja
de a b rir cam inos sum am ente fecundos a la in­
vestigación y a la reflexión. En todo caso, el
m érito de Huizinga consiste en h ab er analiza­
do m agistralm entc varias de las características
fundam entales del juego y en h ab er dem ostrado
la im portancia de su función en el desarrollo
m ism o dc la civilización. Por una parte, inten­
taba p ro cu rar una definición exacta de la natu­
raleza esencial del juego; p o r o tra, se esforzaba
p o r a rro ja r luz sobre esa parte del juego que
obsesiona o vivifica las m anifestaciones esencia­
les de toda cu ltu ra: las artes y la filosofía, la
poesía y las instituciones ju ríd icas e incluso cier­
tos aspectos dc la guerra cortés.
Huizinga cum plió brillantem ente con esa de­
m ostración pero, au n q u e descubre el juego allí
donde antes que iíl nadie se había atrevido a
reconocer su presencia o su influencia, descuida
deliberadam ente la descripción y la clasificación
de los propios juegos, dándolas p o r sentadas,

27
com o si todos los juegos respondieran a las mis­
m as necesidades y m anifestaran indiferentem en­
te la mism a actitu d psicológica. (¡Su obra no es
un estudio de los juegos, sino una investigación
sobre la fecundidad del espíritu de juego en el
terren o d e la cu ltu ra> y m ás precisam ente del
esp íritu que preside cierta esp ed e de juegos:
los juegos de com petencia reglam entada. El exa­
men de las fórm ulas iniciales de que se vale
Huizinga para circunscribir el cam po de sus
análisis ayuda a com prender extrañas lagunas
de un estudio p o r lo dem ás notable en todos
aspectos. Huizinga define el juego asi:
Resumiendo. podemos decir, por tanto, que el
juego, en su aspecto formal, es una acción libre
ejecutada "como si*' y sentido como situada fue­
ra de la vida corriente. peiO que, a pesar de
todo, puede absorber por completo al jugador,
sin que haya en ella ningún interés material ni
se oblonga en ella provocho alguno/que se eje­
cuta dentro de un determinado ticnipo y de un
determinado espacio, que se desarrolla en un or­
den sometido a reglas y que origina asociaciones
que propenden a rodearse de misterio o a disfra­
zarse para destacarse del mundo habitual.1
1 Homo ludenx, trad, del FCE, México. \W . pp. 31-32.
En la página 53 se encuentra otra definición, menos
rica pero también menos limitativa:
~B1 juego es una acción u ocupación libre, que se
desarrolla dentro de unos límites temporales y espa­
cial^ determinados, según reglas absolutamente obli-
galonjA, aunque libremente aceptadas, acción que tiene
su fin rn sí misma y va acompañada de un sentimien­
to de tensión y alegría y de la conciencia de 'ser de
otro modo* que cu la vida comente."
28
E sta definición, en que sin em bargo todas las
palabras tienen gran valor y están llenas de sen­
tido, es a la vez dem asiado am plia y dem asiado
lim itada. Es m eritorio y fecundo h ab er captado
la afinidad que existe en tre el juego y el secreto
o el m isterio, a pesar de lo cual esa connivencia
no podría intervenir en una definición del jue­
go, el cual casi siem pre resulta espectacular si
no es que ostentoso. Sin duda el secreto, el
m isterio y, en fin. el disfraz, se p restan a una
actividad de juego, aunque al p unto es conve­
niente agregar que esa actividad necesariam ente
se ejerce en detrim ento de todo secreto. La ac­
tividad de juego lo expone, lo publica y. en cier­
to modo, lo gama. En pocas palabras, tiende a
desviarlo de su naturaleza m ism a. En cambio,
cuando el secreto, la m áscara y el traje desem ­
peñan una función sacram ental, se puede e sta r
seguro de que no hay un juego, sino una insti­
tución.
Todo lo que es m isterio o sim ulacro p o r na­
turaleza está próxim o al juego: y au n es ne­
cesario que se im ponga la parte de la ficción
y de la diversión, es decir, que el m isterio no sea
reverenciado y que el sim ulacro no sea ni prin­
cipio ni signo de m etam orfosis y de posesión.

En segundo lugar, la parte de la definición de


Huizinga que considera al_iuego_como una ac-
jjción desprovista de todo interés m a te ria l cxclu-
, .yc sim plem ente fñs opuestas y los juegos de
azar, es decir, p o r ejem plo, los garitos, los casi-
i nos. las pistas de carreras y las loterías que,
-|T>ara bien o para m al. ocupan precisam ente un
lugar im po rtan te en la econom ía y en la vida
cotidiana dc los diferentes pueblos, cierto que
en form as infinitam ente variables, pero en las
cuales la constancia de la relación entre azar y
ganancia es aún m ás im presionante. Los juegos
de azar» que son tam bién juegos dc dinero, prác­
ticam ente no tienen cabida e n la o b ra d e H ui­
zinga. Y ése es un prejuicio que no carece de
consecuencias.
Pero tam poco es inexplicable. Ciertam ente re-,
sulta m ucho más difícil establecer la fecundi­
dad cultural dc los juegos de azar que la de los
juegos dc com petencia. Sin em bargo, la influen­
cia dc los juegos de azar no es m enos aprecia-
ble, aunque se considere desdichada. Además,
no tom arlos en consideración conduce a d a r del
juego una definición que afirm a o sobreentien­
de que el juego no lleva consigo ningún inte­
rés de orden económico. Pues bien, es preciso
distinguir. En* algunas de sus manifestaciones,
el juego es p o r el co n trario lucrativo o ruinoso
a un grado extrem o y está destinado a serlo, lo
cual no im pide que esa característica se avenga
con el hccho de que. incluso en su form a dc
juego p o r dinero, el juego siga siendo rigurosa­
m ente im productivo. En el m ejo r dc los casos,
la sum a de ganancias no podría sino igualar la
sum a d e las p érdidas de los dem ás jugadores.
Aunque casi siem pre es inferior, a causa de los
gastos generales, dc los im puestos o de los be-
ncficios del em presario, único que no juega o
cuyo juego está protegido co n tra el azar p o r la
ley de los grandes núm eros, es decir, el único
que no puede tom ar placer en el juego. Hay
desplazam iento de propiedad, pero no produc­
ción dc bioics. Aún más, ese desplazam iento no
afecta sino a los jugadores y sólo lo hacc en la
m edida en que ellos aceptan, p o r efecto de una
libre decisión renovada en cada o artid a, la even­
tualidad dc esa transferencia. Æn^cfccto._c&_ca·
racterfstico del juego no. crear Tiinguna riqueza,
ninguna obra, en lo cual so distingue del trabajo
o dc H n tg r Al final dc la partida^ todo puede
¿ d e b e volver a em pezar en el m ism o punto, sin
que n ad a HU£M0 baya surgido: ni cosechas, ni
objeto mamifacluracjp, ni o b f t m aestra. fu 'ta m ­
poco am pliación dc capita!rE l juego es ocasión
de gasto puru: de tiem po 'de energía, d e Inge­
nio, de habilidad y con frecuencia dc dinero, para
la com pra de los accesorios del juego o posible­
m ente para pagar el alquiler del local. En cuan­
to a los profesionales, los boxeadores, los ciclis­
tas. los jockeys o los actores que se ganan la
vida en el cuadrilátero, en la pista, en el hipó­
drom o o en las tablas, y deben pensar en la
prim a, en el salario o en la rem uneración, está
claro que en ello no son jugadores, sino hom bres
dc oficio. Cuando juegan, es a algún o tra juego.

Por o tra parte, no cabc duda de que el juego se


debe definir com o una actividad libre y volun­
taria. como fuente dc alegría y de diversión. Un
juego en que se estuviera obligado a participar
dejaría al punto dc ser un juego: se constituiría
en coerción, en una carga de la que habría prisa
p o r desem barazarse. O bligatorio o simplemente
recom endado, perdería una de sus característi­
cas fundam entales: el hecho de que el jugador
31
se entrega a él espontáneam ente, de buen grado
y p o r su gusto, teniendo cada vez la to tal liber­
tad de p referir el retiro , el silcucio, el recogi­
miento, la soledad ociosa o u n a actividad fecun­
da. De allí la definición que Valéry propone del
juego: es aquello donde "el hastío puede desli­
gar lo que había ligado el entusiasm o’’.’ El jue­
go sólo existe cuando los jugadores tienen ganas
de ju g a r y juegan, así fuera el juego más absor­
bente y m ás agotador, con intención de divertir­
se y de escapar de sus preocupaciones, es decir,
p ara apartarse d e la vida corriente. P o r lo dem ás
y sobre todo, es preciso que estén en libertad
de irse cuando les plazca, diciendo: "Ya no ju e­
go m ás.”

En efecto, el juego es esencialm ente una ocu­


pación separada, cuidadosam ente aislada del res­
to de la existencia y realizada p o r lo general
dentro de lím ites precisos de tiem po y de lugar,
i Hay un espacio para el juego: según los casos,
la rayuela, el tablero de ajedrez o el tablero de
domas, el estadio, la pista, la liza, el cuadrilá­
tero. la escena, la arena, etc. Nada de lo que
ocurre en el exterior de la frontera ideal se tom a
en cuenta. S alir del recinto p o r erro r, p o r acci­
dente o por necesidad, enviar la pelota más allá
dul terreno, ora descalifica, ora da lugar a un
castigo.
Hay que reto m ar el juego en la fro n tera con­
venida. Lo mismo ocurre con el tiem po: la par­
tida empieza y term ina a una seflal. Con fre-

1Paul Vnlt'rv: Tel quel. II. Parts, 1943, p. 21.


32
cucncia, su duración se fija de antem aao. Es
deshonroso abandonarla o in terrum pirla sin cau-
sa m ayor (gritando, p o r ejem plo, "tiem po", como
en los juegos de niños). Si es posible, se pro­
longa, tras acuerdo de los adversarios o decisión
de un á rb itrq ^ E n cualquier caso, el terreno del
Juego es asi un universo reservado, c e n a d o y
protegido: un espacio p u ro .)

UkS leyes confusas y com plicadas de la vida o r­


dinaria se sustituyen, en ese espacio definido y
durante ese tiem po determ inado, p o r reglas pre­
cisas, arb itra ria s e irrecusables, que es preciso
aceptar com o tales y que presiden el desarrollo
correcto de la partidaN Si las viola, el tram poso
cuando menos finge respetarlas. No Jas discu­
te: abusa de la lealtad de los dem ás jugadores.
Desde ese punto de vista, se debe apoyar a los
autores según los cuales la deshonestidad del
tram poso no destruye el juego. El que lo es­
tropea es el negador que denuncia lo absurdo
de las reglas, su naturaleza puram ente conven­
cional, y se niega a ju g a r porque el juego no
tiene ningún sentido. Sus argum entos son irre­
futables. El juego no tiene m ás sentido que el
juego mismo. Además, ésta es la razón de que
sus reglas sean im periosas y absolutas: se en­
cuentran p o r encim a de toda discusión. No hay
ninguna razón para que sean com o son y no de
o tra m anera. Quien no las acepta con ese carác­
ter. necesariam ente debe considerarlas extrava­
gancia manifiesta.

33
^ ó l o se juega si se quiere, cuando se quiere y
cl tiem po que se quiere. En esc sentido, el juego
es una actividad libre. Es adem ás una actividad
incierta. La duda sobre el resultado debe prolon­
garse h asta el fiift Cuando, en una partid a de nai­
pes, el resultado ya no es dudoso, se deja de
ju g a r y lodos m uestran su juego. En la lotería,
en la ruleta, se apuesta a un núm ero que puede
salir o no. En una prueba deportiva, las fuerzas
de los cam peones deben estar equilibradas, a
fin de que cada cual pueda defender su suerte
hasta el fin. Todo ju eg o de habilidad implica
p o r definición y para el ju g ad o r el riesgo de
fallar la jugada, una am enaza de fracaso sin la
cual el juego dejaría de divertir. A decir verdad,
ya no divierte a quien, dem asiado entrenado o
dem asiado hábil, gana sin esfucr/.o c infalible­
mente.
Un desarrollo conocido de antem ano, sin po­
sibilidad de e rro r ni de sorpresa, que conduzca
claram ente a un resultado ineluctable, es incom-
• patiblc con la naturaleza del juego. Se necesita
una renovación constante c im previsible de la
situación, tal com o la que se produce a cada
ataque o a cada respuesta en esgrim a o en fú t­
bol, en cada cam bio de pelota en el tenis o
incluso, en el ajedrez, en cada ocasión que uno
de los adversarios mueve una pieza. El juego
consiste en la necesidad de encontrar, d e inven­
ta r inm ediatam ente una respuesta que es libre
dentro de los lim ites de las realas. E sa libertad
del jugador, ese margen concedido a su acción
es esencial para el ju eg o y explica en p arte el
placer que suscita, igualm ente es la que da ra-
34
ió n de em pleos tan sorprendentes y significati­
vos» de la palabra "juego" como los que se apre­
cian en las expresiones juego escénico de un
artista o juego de un engranaje, p ara designar
en un caso el estilo personal de un intérprete
y en el o tro la falta de aju ste de un mecanismo.

Muchos juegos no im plican reglas. De ese modo,


no las hay. o cuando menos no fijas y rígidas,
p ara jugar a las muñecas, al soldado, a policías
y ladrones, al caballo, a la locom otora, al avión y.
en general, a los juegos que suponen una libre
im provisación y cuyo principal atractiv o se deri­
va del placer de represen tar un papel, de com por­
tarse com o si se fuera alguien distinto o incluso
una cosa d istin ta, p o r ejem plo una m áquina.
Pese al cará cter paradójico de la afirm ación,
debo decir aquí que la ficción, el sentim iento
del coyno si sustituye a la regla y cum ple exac­
tam ente la m ism a función. Por sí m ism a, la
regla crea una ficción. Quien juega al ajedrez,
al m arro, al polo, al bacará, por el propio he­
cho de plegarse a sus reglas respectivas, se ve
separado de la vida corriente, ήuc no conoce
ninguna actividad que esos juegos pudieran tra ­
tar de reproducir fielmente. Por eso se juega en
serio al ajedrez, a las b arras, al polo o al bacará.
No se hace com o si. P o r el contrario, cada vez
que el juego consiste en im itar a la vida, p o r una
parte el jugador evidentem ente no sab rá inven­
ta r y seguir reglas que no existen en la realidad
y» p o r la otra, el juego se acom paña de la con­
ciencia de que la conducta seguida es fingim ien­
to, sim ple mímica. Esa conciencia de la irreali­

35
dad fundam ental del com portam iento adoptado
.separa de la vida corriente y ocupa el lugar de
la legislación a rb itra ria que define otros ju e­
gos. La equivalencia es tan precisa que el sabo­
teador de juegos, que denunciaba lo absurdo de
las reglas, se constituye ahora en aquel que rom ­
pe el encantam iento, en aquel que se niega b ru ­
talm ente a acceder a la ilusión propuesta, en
aquel que recuerda al m uchacho que no es un
verdadero detective, un verdadero p irata, un ver­
dadero caballo, un verdadero subm arino, o, a la
chiquilla, que no arru lla a un niño verdadero o
que no sirve una verdadera com ida a verdaderas
dam as en su vajilla en m iniatura.

Así. los juegos no son reglam entados y ficticios.


Antes bien, o están reglam entados o son ficti­
cios. Al grado de que si un juego reglam entado
aparece en ciertas circunstancias com o una ac­
tividad seria y fuera de alcance a quien ignora
las reglas, es decir, si le parece p arte de la vida
corriente, ese juego al p unto puede serv ir al pro-
fano desconcertado y curioso de cañam azo para
un sim ulacro divertido. Podemos concebir fácil­
mente que, a fin de im itar a las personas m a­
yores. algunos niños m uevan a tontas y a locas
piezas reales o supuestas sobre un tablero de
ajedrez ficticio, y encuentren divertido, p o r ejem ­
plo, jugar a "ju g ar al ajedrez".

D estinada a p recisar la naturaleza, el máximo


com ún denom inador de todos los juegos, la ex­
posición an terio r posee al m ism o tiem po la ven­
taja de poner en relieve su diversidad y de ara-
36
pliar m uy considerablem ente el universo que por
lo com ún se explora cuando se los estudia. En
particular, estas observaciones intentan anexar
a ese universo dos nuevos cam pos: el de las
apuestas y los juegos de azar, y el de la mímica
y la interpretación. No obstante, quedan num e­
rosos juegos y diversiones a los que todavía
dejan de lado o a los cuales se ad aptan im per­
fectam ente: ellos son. p o r ejem plo, el cornc:a y
el trom po, los acertijos, los solitarios y los cru­
cigram as. el tiovivo, el colum pio y algunas atrac­
ciones de las ferias am bulantes. A ellos habrá
que volver. Por el m om ento, los análisis ante­
riores perm iten ya definir esencialm ente el ju e ­
go como una actividad:

1· U bre: a la cual el ju g ad o r no podría estar


obligado sin que el juego perdiera al p unto su
naturaleza de diversión atractiva y alegre;
2° Sejxiradu: circunscrita en lim ites de espa­
cio y de tiem po precisos y determ inados p o r an·
ticipado;
3? incierta: cuyo desarrollo no podría estar
predeterm inado ni el resultado dado de an tem a­
no, p o r dejarse obligatoriam ente a la iniciativa
del jugador cierta libertad en la necesidad de
inventar:
4° Im productiva: p o r no crear ni bienes, ni
riqueza, ni tam poco elemento nuevo de ningu­
na especie; y. salvo desplazam iento de propie­
dad en el seno del círculo de los jugadores, por­
que se llega a una situación iddntica a la del
principio de la partida;
5* Reglamentada; som etida a convenciones que

37
suspenden las leyes ordinarias c instauran mo­
m entáneam ente una nueva legislación, que es la
única que cuenta;
6* Ficticia: acom pañada dc una conciencia es­
pecífica de realidad secundaria o de franca irrea­
lidad en com paración con la vida corriente.
Esas diversas cualidades son puram ente for­
males. No prejuzgan so b re el contenido de los
juegos. Sin em bargo, el hecho de que las dos
últim as —la regla y la ficción— hayan parecido
casi exclusivas la una con respecto a la o tra de­
m uestra que la naturaleza intim a de los elemen­
tos que am bas tra ta n de definir im plica y tal
vez exige que estos sean a su vez ob jeto de una
repartición que, esta vez, se esforzará p o r tener
en cuenta, no características que los oponen en
su conjunto al resto de la realidad, sino las que
los distribuyen en grupos dc una originalidad
decididam ente Irréductible.

38
II. CLASIFICACIÓN DE LOS JUEGOS

La m u l t i t u d y la variedad infinitas de los ju e­


g o s hacen perder, al comienzo, la esperanza de
descubrir un principio de clasificación que per­
m ita distribuirlos a todos en un núm ero redu­
cido de categorías bien definidas. Además, los
juegos presentan tantos aspectos diferentes que
hay la posibilidad de m últiples pu n to s de vista.
El vocabulario com ún m uestra a las claras hasta
qué punto perm anece vacilante e incierta la m en­
te; a decir verdad, em plea diversas clasificacio­
nes opuestas. No tiene sentido en fren tar los jue­
g o s de naipes a los juegos de habilidad, como
tam poco oponer los juegos de sociedad a los ju e­
g o s de estadio. En efecto, en un caso se escoge
como criterio de distribución el instrum ento de
juego; e n otro, la cualidad principal que exige;
en un tercero, el núm ero de jugadores y el am ­
biente de la partida; finalm ente, en el último, el
lugar en que su disputa la prueba. Además, lo
que viene a com plicarlo todo es el hecho de que
se puede ju g a r a un mismo juego solo o en g ru ­
po. Un juego determ inado puede m ovilizar di­
versas cualidades a la vez o bien no necesitar
ninguna.

En un m ism o lugar, se puede ju g a r a juegos


m arcadam ente distintos: los caballos de m adera

39
y el diábolo son diversiones al aire libre; pero
cl niño que juega pasivam ente p o r el placer dc
verse arrastrad o p o r la rotación del tiovivo no
lo hace con el m ism o espíritu que quien realiza
su inejor esfuerzo p ara a tra p a r correctam ente su
diábolo. P o r o tra p arle, m uchos juegos se jue­
gan sin in stru m en to s ni accesorios. A lo cual se
agrega que un m ism o accesorio puede tener fun·
clones diversas según el juego considerado. Por
lo general, los canicas son el instrum ento en un
juego de habilidad, p ero uno de los jugadores
puede tra ta r dc adivinar si el núm ero que su
adversario tiene en la m ano cerrada es p a r o
im par: y entonces las canicas son instrum ento
en un juego de azar.
S in em bargo, quiero detenerm e en esta últi­
m a expresión. Por una vez. hace alusión al ca­
rá c te r fundam ental de una especie bien deter­
m inada dc juegos. Sea al hacer una apuesta o
en la lotería, sea en la ruleta o el bacará, es
claro que el ju g ad o r adopta la m ism a actitud.
No hace nada, sólo espera la decisión dc la suerte.
En cam bio el boxeador, el corredor, el jugador
d e ajedrez o de rayucla ponen lodo en prác­
tica parn ganar. Poco im porta que esos juegos
sean ora atléticos, ora intelectuales. I-a actitud
del jugador es la mism a: el esfuerzo p o r vencer
a un rival colocado en las mismas condiciones
que él. Así. al parecer está justificado oponer
los juegos dc azar y los juegos de com petencia.
Sobre todo, resu lta ten tad o r ver si es posible
d escubrir o tras actitudes no menos fundam en­
tales. que posiblem ente o frecerían los títulos dc
una clasificación razonada de los juegos.
40
Luego del examen de las diferentes posibilida­
des, propongo con ese fin una división en cu atro
secciones principales según que, en los juegos
considerados, predom ine el papel de la com pe­
tencia. del azar, del sim ulacro o del vértigo. Las
llamo respectivam ente Agon, Alea, M im icry e
llinx. Las cuatro pertenecen claram ente al te­
rreno de los juegos: se jue^a a) fútbol, a las
canicas o al ajedrez (agón), se juega a la ruleta
o a la lotería (alea), se juega al p irata como se
interpreta [francés: on joue] a Nerón o a H am ­
let (m im icry) y, m ediante un movim iento rápido
de rotación o de caída, se juega a provocar en
sf m ism o un estado orgánico de confusión y de
desconcierto (ilinx) . Sin em bargo, esas desig­
naciones aún no cubren enteram ente el universo
del juego. Lo distribuyen en cuadrantes, cada
uno de los cuales se rige p o r un principio origi­
nal. Delimitan sectores que reúnen juegos de la
m ism a especie. Pero, d entro de esos sectores, los
distintos juegos se escalonan en el m ism o o r­
den. de acuerdo con una progresión com para­
ble. Así. al m ism o tiem po se les puede situ ar
entre dos polos opuestos. Casi p o r com pleto, en
ano de los extrem os reina un principio común
de diversión, de turbulencia, de libre im provi­
sación y de despreocupada plenitud, m ediante
la cual se m anifiesta cierta fantasía desbocada
que podem os designar m ediante el nom bre de
paidia. En el extrem o opuesto, esa exuberancia
traviesa y espontánea casi es absorbida o, en
lodo caso, disciplinada por una tendencia com ­
plem entaria. opuesta p o r algunos conceptos, pero
no por todos, de su naturaleza anárquica y ca­

41
prichosa: una necesidad creciente de plegarla a
convencionalismos arb itrario s, im perativos y mo­
lestos a propósito, de contrariarla cada vez más
usando an te ella (retas indefinidam ente cada vez
m ás estorbosas, con el fin de hacerle más difícil
llegar al resultado deseado É ste sigue siendo
perfectam ente inútil, aunque exija una suma
cada vez m ayor de esfuerzos, de paciencia, de
habilidad o de ingenio. A este segundo com po­
nente lo llam o ¡udus*

Recurriendo a estas ex trañ as denom inaciones,


no es mi intención constituir quién sabe que mi­
tología pedante, enteram ente desprovista de sen­
tido. Pero, an te la obligación de reu n ir b ajo una
mism a etiqueta m anifestaciones diversas, m e ha
parecido que el medio m ás económico de lograr­
lo consistía en tom ar de tal o cual o tra lengua el
vocablo a la vez más .significativo y m ás am plio
posible, con el fin de evitar que cada conjunto
que exam inem os se vea m arcado de m anera uni­
form e p o r la cualidad p articu lar de uno de los
elem entos que reúne, lo que no d ejaría de ocu-
r rir si el nom bre de éste sirviera para designar
a todo el grupo. Por lo dem ás, a m edida que tra ­
te yo de establecer la clasificación en la que
m e he em peñado, cada cual tendrá la ocasión de
darse cuenta por si m ism o de la necesidad en
que m e vi de utilizar una nom enclatura que
no rem ita dem asiado directam ente a la expe­
riencia concreta, a la que en parte está desti­
nada a d istrib u ir de acuerdo con un principio
inédito.
Con la m ism a intención, m e he esforzado por
42
llenar cada sección con los juegos al parecer
m ás diferentes, a fin dc hacer resaltar m ejor
su parentesco fundam ental. Mezclé los juegos
corporales y los juegos intelectuales, los que se
apoyan en la fuerza y los que recurren a la ha­
bilidad o al cálculo. En el in terio r de cada cla­
se, tam poco distinguí en tre los juegos infantiles
y los juegos para adultos; adem ás, cada vez que
pude, busque en el inundo anim al conductas
homólogas. ΛΙ hacerlo, se trataba de subrayar
el principio m ism o de la clasificación propues­
ta: ésta tendría menos alcance si no nos diéra­
m os cuenta de que las divisiones que establece
corresponden a im pulsos esenciales c irreduc­
tibles.

a) Categorías fundamentales

Agon. Todo un grupo de juegos aparece como


com petencia, es decir, como una lucha en que
la igualdad dc oportunidades se crea artificial­
m ente para que los antagonistas se enfrenten
en condiciones ideales, con posibilidad de d a r un
valor preciso c indiscutible al triunfo del vence-
dor. Por tanto, siem pre se tra ta de una rivalidad
en to m o de una sola cualidad (rapidez, resis­
tencia, vigor, m em oria, habilidad, ingenio, e tc .)r
que se ejerce dentro dc lím ites definidos y sin
ninguna ayuda exterior, de tal suerte que el ga­
nador aparezca com o el m ejor en cierta catego­
ría de proezas. Esa es la recia de las com peten­
cias deportivas y la razón dc ser de sus m últiples
subdivisiones, ya opongan a dos individuos o a
dos equipos (polo, tenis, fútbol, box. esgri·

43
ma, etc.). ya se disputen en tre un núm ero in­
determ inado de concursantes (carreras de toda
especie, com petencias de tiro, de golf, de a tle ­
tismo, etc.). Λ la m ism a clase pertenecen ade­
m ás los juegos en que los adversarios disponen
al principio de elem entos exactam ente del m is­
m o valor y en el m ism o núm ero. E! juego de
dam as, el ajedrez, el billar, son ejem plos per­
fectos. La búsqueda de la igualdad de o p o rtu ­
nidades a) principiar constituye de m anera tan
m anifiesta el principio esencial de la rivalidad
que se la restablece p o r medio de una ventaja
en tre dos jugadores de fuerzas diferentes, es de­
cir, que d en tro de la igualdad de oportunidades
establecida en un principio, se p rep ara una des­
igualdad secundaria, proporcional a la fuerza
relativa supuesta en los participantes. E s signi­
ficativo que ese uso exista tan to p ara el agón de
cará cter m uscular (1os encuentros deportivos)
Como para el agon de tipo más cerebral (las p a r­
tidas de ajedrez, p o r ejem plo, en las que se da
a) jugador más débil la ventaja de un peón,
de un caballo o de una to rre).
Por cuidadosam ente que se tra te de conser­
varla. una igualdad absoluta no parece sin em ­
bargo de! todo alcanzable. En ocasiones, como
en las dam as o el ajedrez, el hecho de ju g ar
prim ero da cierta ventaja, pues esa prioridad
perm ite al ju g ad o r favorecido ocupar posicio­
nes clave o im poner su estrategia« P o r el con­
trario . en los juegos de nuja, quien ofrece al
últim o aprovecha las indicaciones que le dan
los anuncios de sus adversarios. Asimismo, en
el croquet, salir en últim o térm ino m ultiplica
4-1
los recursos del jugador. En los encuentros de­
portivos. la exposición, el hecho de tener el sol
d e frente o a la espalda; el viento que ayuda o
que estorba a uno de los dos cam pos; en las
carreras disputadas sobre una pista cerrada, el
hecho de encontrarse en el in terio r o en el exte­
rio r de la curva, constituyen, dado el caso, o tras
tantas ventajas o inconvenientes cuya influencia
no necesariam ente es ínfima. Esos inevitables
desequilibrios se anulan o se m oderan m ediante
el sorteo de la situación inicial, y luego m edian­
te una estricta alternancia de la situación privi­
legiada.
Para cada com petidor, el resorte del juego es
el deseo de ver reconocida su excelencia en un te­
rreno determ inado. La práctica del agon supone
p o r ello una atención sostenida, un entrenam ien­
to apropiado, esfuerzos asiduos y la voluntad
de vencer. Im plica disciplina y perseverancia.
Deja al com petidor solo con sus recursos, lo in­
vita a sacar de ellos el m ejo r p artid o posible, lo
obliga en fin a usarlos Icalmcntc y d entro de
los lím ites determ inados que, siendo iguales para
todos, conducen sin em bargo a hacer indiscuti­
ble la superioridad del vencedor. El agutí se pre­
senta como la form a p u ra del m érito personal
y sirve p ara m anifestarlo.
Fuera, o en los lím ites del juego, se encuentra
el espíritu del agon en otros fenóm enos cultu­
rales que obedecen al m ism o código: el duelo, el
torneo, ciertos aspectos constantes y sorpren­
dentes de la llamada guerra cortés.
En principio, puesto que no conciben lím ites ni
reglas y buscan sólo en una lucha im placable
una victoria brutal, parecería que los anim ales
tuvieran que desconocer el otfow. Es claro que
no podrían invocarse ni las carreras de caba­
llos ni las peleas de gallos: unas y o tras son
luchas en que los hom bres hacen enfrentarse a
anim ales adiestrados, de acuerdo con norm as
que sólo ellos han fijado. No obstante, conside­
rando ciertos hechos, los anim ales al parecer
tienen ya el gusto de oponerse en encuentros en
que. si bien está ausente la regla, com o es de
esperar, al menos hay un lím ite im plícitam ente
convenido y respetado espontáneam ente. Así ocu­
rre sobre todo con los gatos pequeños, los ca­
chorros dc perro, las focas jóvenes y los oseznos,
que gustan dc d erribarse guardándose bien de
herirse.
Más convincente aún es la costum bre d e los
bóvidos que. con la cabeza pacha, testuz contra
testuz, tratan de hacerse recu lar el uno al otro.
Los caballos practican el m ism o tipo de duelo
am istoso y adem ás conocen otro: p ara m edir
sus fuerzas, se yerguen sobre las patas traseras
y se dejan caer uno sobre otro con un vigoroso
im pulso oblicuo y con todo su peso, a fin dc
hacer perder el equilibrio al adversario. Asimis-
nio. los observadores han señalado numerosos
fuegos de persecución, que tienen lugar m edian­
te desafío o invitación. El anim al alcanzado no
tiene nada que tem er de su vencedor. El caso
más elocuente es sin duda el dc los pequeños
pavos reales silvestres llam ados “com batientes”.
Escogen un cam po de batalla, "un lugar un tanto
46
elevado", dice Karl Groos,' "siem pre húm edo y
cubierto de pasto raso, de un diám etro de me­
tro y m edio a dos m etros". Allí se reúnen coti­
dianam ente algunos machos. El que llega prim e­
ro espera a un adversario y empieza la lucha. Los
cam peones tiem blan c inclinan la cabeza en rei­
teradas ocasiones. Sus plum as se erizan. Se lan­
zan uno contra otro , con el pico al fíente, y
golpean. Nunca hay persecución ni lucha fuera
del espacio delim itado para el torneo. P o r ello,
en cuanto a los ejem plos anteriores, m e parece
legítimo pronunciar aquí la palabra agem: hasta
ese grado es claro que la finalidad de los en ­
cuentros no es para los antagonistas infligir un
daño grave a su rival, sino d em o strar su propia
superioridad. Los hom bres sólo agregan los re­
finam ientos y la precisión de la regla.

En cuanto se afirm a su personalidad y antes de


la aparición de las com petencias reglam entadas,
en tre los niños se aprecia la frecuencia de ex­
traños desafíos, en que los adversarios se esfuer­
zan p o r dem ostrar su m ayor resistencia. Se les
ve com petir p o r quién m irará fijam ente el sol
d u ran te más tiem po, resistirá las cosquillas, de­
ja rá de respirar, de parpadear, ele. En ocasiones,
lo que está en juego es m ás serio, pues se tra ta
de resistir el ham bre o el dolor, en form a de
azotes, d e pellizcos, de piquetes y de quem adu­
ras*. Entonces, esos juegos de ascetism o, como
se les h a dado en llam ar, inauguran pruebas
severas. Son anticipo de los m alos trato s y las
' K. Gixxtó, Les jeitx des animaux, trad, francesa, Pa­
rís, 1902, pp. 150-151.
47
novatadas que los adolescentes deben soportar
en la iniciación. Con ello se ap artan un poco del
agón, que no tard a en en co n trar sus form as
perfectas, sea con los juegos y los deportes de
com petencia propiam ente dichos, sea con los
juegos y deportes d e pn>e/a (caza, alpinism o,
crucigram as, problem as de ajedrez, etc.), donde,
sin enfrentarse directam ente, los com petidores
no dejan de p articip ar en un inm enso concurso
difuso e incesante.

Alca. Es éste el nom bre del juego de dados en


latín. Lo tom o aquí para designar, en oposición
exacta al agon, lodos los juegos basados en una
decisión que no depende del jugador, sobre la
cual no p odría éste ten er la m enor influencia
V en que, p o r consiguiente, se tra ta mucho m e­
nos de vencer al adversario que de im ponerse
al destino. M ejor dicho, el destino es el único
artífice de la victoria yr cuando existe rivalidad,
ésta significa exclusivam ente que el vencedor se
ha visto m ás favorecido p o r la su erte que el
vencido. Ejem plos puros de esa categoría de
juegos son los que dan los dados, la ruleta, el
cara o cruz, el bacará, la lotería, etc. Aquí, no
sólo no se tra ta de elim in ar la injusticia del
azar, sino que ,cs lo a rb itrario m ism o de éste
lo que constituye el resorte único del juego.
A la inversa de! agón, el alca niega el trabajo,
la paciencia, la habilidad, la calificación; elimi­
na el valor profesional, la regularidad, el entre­
nam iento. En un instante aniquila los resultados
acum ulados. Es desgracia total o favor absolu­
to. Ofrece al jugador afortunado infinitam ente
48
m ás de lo que podría procurarle u n a vida dc
trabajo, dc disciplina y dc fatigas. Parece una
insolente y soberana burla al m érito. P o r p arte
del jugador, supone una actitud exactam ente
opuesta a aquella dc que hace gala en cl agon.
En éste, el ju g ad o r sólo cu en ta consigo mismo;
en el alea, cuenta con todo, con el m ás ligero
indicio, con la m enor p articularidad exterior
que al punto tom a p o r seflal o advertencia, con
cada singularidad que capta; con todo, salvo
consigo mismo.

El agon es una reivindicación dc la responsabi­


lidad personal, el alea una renuncia dc la volun·
tad, un abandono al destino Ciertos juegos como
el dom inó, el chaquete y la m ayor p a rte dc los
juegos dc naipes com binan cl agon y el alea: el
azar rige la com posición de las ''m an o s" de cada
jugador, luego de lo cual éste explota lo m ejor
posible y de acuerdo con su fuerza la p arte que
una suerte ciega le atribuyó. En un juego como
el bridge, el saber y el razonam iento constitu­
yen la defensa propia del ju g ad o r y le perm iten
sacar el m ejor p artid o dc las cartas que ha re­
cibido; en un juego com o el póquer, son más bien
cualidades de penetración psicológica y de ca­
rácter.
En general, el papel del dinero es tanto más
considerable cuanto m ayor sea la p arte del azar
.V, p o r consiguiente, cuanto m enor sea la defen­
sa del jugador. La razón de todo ello aparece
claram ente: el alea no tiene com o función hacer
ganar dinero a los m ás inteligentes sino, muy
por el contrario, ab o lir las superioridades na*
49
tu n d e s o adquiridas dc los individuos a fin de
poner a cada cual en igualdad absoluta dc con­
diciones an te el ciego veredicto dc la suerte.
Como el resultado del agon es incierto p o r
necesidad, y paradójicam ente debe parecerse al
efecto del azar puro, dado que las oportunida·
des de los com petidores en principio son lo más
equilibradas posible, dc allí se sigue que lodo
encuentro que posea las características de una
com petencia reglam entada ideal puede ser ob­
je to dc apuestas, es decir, dc aleas: así ocurre
en las carreras dc caballos o de lebreles, en los
encuentros de fútbol o dc pelota vasca, en las
peleas de gallos. Incluso sucede que la tasa
dc apuestas varíe sin cesar d urante la p artida, de
acuerdo con las peripecias del agon.1
Los juegos dc azar parecen los juegas hum a­
nos por excelencia. Los anim ales conocen los
juegos de com petencia, dc sim ulacro o dc vér­
tigo. K. Groos, principalm ente, ofrece ejem plos
sorprendentes para cada una de esas categorías.
En cam bio, dem asiado m etidos en lo inm ediato
y dem asiado esclavos dc sus im pulsos, los ani-

* Por ejemplo, en tas Utas Baleares para et juego


de petóla, en Colombia y la* Antillas para las peleas dc
galUxs. Huelga decir que no es conveniente tener en
dienta los montos en especie que pueden cobrar joc·
key* o propietario*, corredoics, boxeadores, jugadores
de fútbol o el tipo dc atletas que sea. Por considerables
que se supongan, esos precios no entran en la catego­
ría det ulca. Recompensan una victoria disputada con
pasión. F.sa recompensa, otorgada a) mérito, nada tiene
que ver con el favor de la suerte, resultado dc la for­
tuna que sigue siendo monopolio incierto de los apun­
tadores. Incluso es lo contrario.

50
m ales nu podrían im aginar una fuerza abstracta
c insensible, a cuyo veredicto se som etieran de
antem ano por juego y sin reacción. E sp erar pa­
siva y deliberadam ente la decisión de una fata­
lidad. arriesgar en ella un bien para m ultipli­
carlo en proporción a las probabilidades de
perderlo es una actitud que exige una posibilidad
de previsión, de representación y de especula­
ción de la que sólo es capwz una reflexión obje­
tiva y calculadora Tal vez en la m edida en que
el niño aún está próxim o al anim al. los juegos
de azar no tienen p ara él la im portancia que
cobran para el adulto. Para ¿1. ju g a r es actuar.
P or o tra parte, privado de independencia econó­
mica y sin dinero que le pertenezca, no encuen­
tra en los juegos de azar aquello que constituye
su atractivo principal. É stos no logran hacerle
estrem ecerse. C ierto es que las canicas son para
él una m oneda. Sin em bargo, para ganarlas cuen­
ta m ás con su habilidad que con la suerte.

El agon y el alea m anifiestan actitudes opuestas


y en cierto modo sim étricas, pero am bos obe­
decen a una m ism a ley: la creación artificial en­
tre los jugadores de las condiciones de igualdad
p u ra que la realidad niega a los hom bres, pues
nada en la vida es claro sirio que, precisam ente,
todo en clin es confuso en un principio, tanto
las oportunidades com o los m éritos. Sea tigon,
sea alea, el juego es entonces una tentativa de
su stitu ir la confusión no rm al de la existencia
com ún p o r situaciones perfectas. E stas son tales
que el papel del m érito o del azar se m uestra
en ellas de m anera clara e in d iscutible También
51
im plican que todos deben gozar exactam ente de
las m ism as posibilidades de d em o strar su valer
o, en la o tra escala, exactam ente d e las mismas
oportunidades de recibir un favor. De uno u o tro
modo, el ju g a d o r escapa del m undo haciéndo/o
otro. Pero tam bidn es posible evadirse de el ha­
ciénden* o tro . Que es a lo que responde la m i­
micry.

M im icry. Todo juego supone la aceptación tem ­


poral, si no de una ilusión (aunque esta últim a
palabra no signifique o tra cosa que en trad a en
juego: in ju s to ), cuando menos de un universo
cerrado, convencional y, en ciertos aspectos, fic­
ticio. F.l juego puede consistir, no en desplegar
una actividad υ en so p o rtar un destino en un
m edio im aginario, sino en ser uno m ism o un per­
sonaje ilusorio y conducirse en consecuencia.
N os encontram os entonces frente a una serie
variada de m anifestaciones que tienen com o ca­
racterística com ún apoyarse en el hecho de que
el sujeto juega a creer, a hacerse creer o a hacer
creer a los dem ás que es distinto de sf mismo.
El sujeto olvida, disfra/a, despoja pasajeram en­
te su personalidad para fingir otra. He decidido
designar esas m anifestaciones m ediante el tér­
m ino m im icryt que da nom bre en inglés al mi­
metism o, sobre todo de los insectos, a fin de
su b ray ar la naturaleza fundam ental y elemental,
casi orgánica, del im pulso que las suscita.
U1 mundo de los insectos aparece frente al
m undo hum ano com o la solución m ás divergen­
te que ofrece la naturaleza. F.se m undo se opone
punto por p u n to al del hom bre, pero no es me·
52
nos elaborado, com plejo y sorprendente. Así, me
parece legítimo to m ar aquí en consideración los
fenóm enos de m im etism o cuyos ejem plos más
p ertu rb ad o res presentan los insectos. En efec­
to, a una conducta libre del hom bre, versátil,
a rb itra ria e im perfecta, que sobre todo acaba
en una obra exterior, corresponde en el anim al
y. de m anera m ás p articu lar en el insecto, una
m odificación orgánica, fija y absoluta que carac­
teriza a la especie y se ve reproducida infinita
y exactam ente de generación en generación en­
tre miles de millones de individuos: p o r ejem ­
plo, las casias de las horm igas y de los lerm es
frente a la lucha de clases, los dibujos de las
alas de las m ariposas frente a la historia de la
pintura. Por poco que se adm ita esa hipótesis,
acerca de cuya tem eridad no abrigo ninguna
ilusión, el inexplicable m im etism o de los insec­
tos ofrece de p ro n to una réplica extraordinaria
al gusto que el hom bre encuentra en disfrazar­
se, en disim ularse, en ponerse una m áscara, en
representar [jouer] a un personaje. Sólo que,
en esta ocasión, la m áscara y el disfraz form an
p a rte del cuerpo, en vez de ser un accesorio
fabricado. Pero en am bos casos sirve exacta­
m ente a los mismos fines: cam b iar la apariencia
del p o rtad o r y d a r m iedo a los dem ás.1

*Sc encontrarán ejemplos de mímicas aterradoras


de los insectos (actitud espectral de la mantis. trance de
1.1 Smcrinihtts ucetlaia) o de morfologías disimulado­
ras en mí estudio titulado: ''Mimétisme el psychasténlc
légendaire", Mythe ct VHomme. París, 193Ä. pp. Wl-
143. Por desgracia, ese estudio aborda el problema de*·
de una perspectiva que en la actualidad me parece de
53
E ntre los vertebrados, la tendencia a im itar sc
m anifiesta en p rim er lugar p o r m edio de un
contagio enteram ente físico, casi irresistible, se­
m ejante al contagio del bostezo, de la carrera,
de la claudicación, de la sonrisa y sobre todo
del movim iento. H udson creyó p oder afirm ar
que, esporádicam ente, un anim al joven “sigue
a todo objeto que se aleja, y huye de todo objeto
que se acerca". Al grado de que un cordero se
sobresalta y escapa si su m adre se vuelve y se di­
rige hacia él, sin reconocerla, y en cam bio, sigue
el paso del hom bre, del perro o del caballo que
ve alejarse. El contagio y la sim ulación todavía
no son sim ulacro, pero lo hacen posible y dan
lugar a la »dea y al gusto p o r la mímica. Entre
las aves, esa tendencia culm ina en los pavoneos
nupciales, en las cerem onias y las exhibiciones
vanidosas a las cuales, según los casos, se en­
tregan m achos y hem bras con una rara apli­
cación y un evidente placer. En cu an to a los
cangrejos oxirincos, q u e plantan sobre su ca­
rapacho toda alga o todo pólipo que pueden
coger, su ap titu d para el disfraz no ofrece lu­
g a r a duda, sea cual fuere la explicación que
pueda dársele.

lo más caprichosa. F.n efecto, ya no haré del mime­


tismo un desarreglo de la percepción del espacio y una
tendencia a represar a lo inanimado, sino como lo
propongo aquí. el equivalente en el insecto de los jue­
gos de simulacro en el hombre. Sin ruibarbo, Jos
ejemplos utilizados conservan todo su valor. Reproduz­
co algunos .de ellos en el "Expediente", ni final de este
volumen (p. 291K

54
I

La mímica y cl disfraz son asi los resortes com­


plem entarios de esa clase de juegos. En el niño,
antes que nada se tra ta de im itar a los adultos. Dc
allí el éxito de las colecciones y de los juguetes
en m iniatura que reproducen los utensilios, los
ap aratos, las arm as y las m áquinas que utili­
zan los mayores. La niña juega a la m am á, a la
cocinera, a la lavandera y a la planchadora; el
niño finge ser soldado, m osquetero, agente de
policía, pirata, vaquero, m arciano,4 etc. Juega al
avión abriendo los brazos y haciendo el ruido
del m otor. Pero las conductas de la m im icry
pasan am pliam ente de la infancia a la vida adul­
ta. Tam bién cubren toda diversión a la que nos
entreguem os, enm ascarados o disfrazados, y que
consiste tanto en el propio hecho de e sta r el
ju g ad o r enm ascarado o disfrazado com o en sus
consecuencias. Finalm ente, es claro que la re­
presentación teatral y In interpretación dram á­
tica entran con todo dei^cho en ese grupo.
El placer consiste en ser o tro o en hacerse
pasar por otro. Pero, com o se tra ta de un jue­
go, en esencia 110 es cosa de engañar al espec­
tador. El niño que juega al tren bien puede ne­
garse al beso de su padre diciéndole que no se
besa a las locom otoras, pero no tra ta de hacerle
creer que es una verdadera locomotora. En el
carnaval, el enm ascarado no trata de hacer crccr
que es un verdadero m arqués, ni un verdade-

4Como se ha observado con tuda razón, los jußiuMCS


de las ninas están destinados a imitar conductas cer­
canas, realistas y <*orné*tlcas, y los dc los nifto* evocan
actividades lejanas, novelescas <· inarcesHili» o incluso
francamente irreales.
55
ro torero, ni tam poco un verdadero piel roja;
i ó te n la infu n d ir miedo y sacar provecho de la
licencia ambience, a su vez resultado del hecho
de que la m áscara disim ula al personaje social
y libera la personalidad verdadera. Tam poco el
acto r tra ta de h acer crccr que es "d e veras"
el Rey Lear o Carlos Quinto. Sólo el espía y el
fugitivo se disfrazan para engañar realm ente,
pero ellos no juegan.

Como actividad, imaginación c interpretación,


la m im icry no podría ten er relación alguna con el
atea, que im pone al ju g ad o r la inm ovilidad y
el estrem ecim iento de la espera, pero no queda
excluido que se acom ode con el OgofL No estoy
pensando en los concursos de disfraces donde
la alianza es enteram ente exterior. U na com pli­
cidad m ás íntim a se deja descubrir con facili·
dad. Para quienes no participan en él. todo agon
es un espectáculo. Sólo que es un espectáculo
en que. para que sea válido, se excluye el sim u­
lacro. Las grandes m anifestaciones deportivas
no p o r ello dejan de ser ocasiones privilegiadas
p ara la m im icry, con sólo que se recuerde que
el sim ulacro se transfiere aquí de los actores a
los espectadores: los que im itan no son los ac­
tores. sino claram ente los asistentes. Por sí sola,
la identificación con el cam peón constituye ya
una m im icry próxim a a la que hace que el lector
se reconozca en el héroe de novela, el espectador
en el héroe de la película. Para convencerse de
ello no hay m ás que considerar la función per­
fectam ente sim étrica del cam peón y de la estre­
lla. sobre la cual tendré ocasión de in sistir de

56
m anera m ás explícita. Los cam peones, triunfa'
dores del agon, son las estrellas de los encuen­
tro s deportivos. En cam bio, las estrellas son las
vencedoras de una com petencia difusa donde se
juega el favor del público. Unos y o tro s reciben
correspondencia abundante, conceden entrevis­
tas a una prensa ávida y fin n an autógrafos.
A dccir verdad, la carrera ciclista, el encuentro
de boxeo o de lucha, el p artido de fútbol, de
tenis o de polo, constituyen en sí espectáculos
con trajes, inauguración solem ne, liturgia a p r o
iada y desarrollo regjam entado. En una pala-
e ra. son dram as cuyas diferentes peripecias h a­
cen al público contener el aliento y llegan a un
desenlace que exalta a unos y decepciona a otras.
La naturaleza de esos espectáculos sigue siendo
la del agon, pero aparecen con las características
exteriores de una representación. Los asistentes
no se contentan con alen tar con la voz y los ade­
m anes el esfuerzo de los atletas de su prefe­
rencia sino tam bién, en el hipódrom o, el de los
caballos de su elección. Un contagio físico los lle­
va a csbo7ar la actitud de los hom bres o de
los anim ales, p ara ayudarlos, a la m anera en
que se sabe que un ju g ad o r de bolos inclina
el cuerpo de m anera im perceptible en la direc­
ción que quisiera ver to m ar a la pesada bola
al térm ino de su recorrido. En esas condicio­
nes. adem ás del espectáculo, entre el público se
suscita una com petencia con m im icry, que dupli­
ca el verdadero agon del cam po o de la pista.
Con excepción de una sola, la m im icry pre­
senta todas las características del juego: liber­
tad, convención, suspensión de la realidad, es­
57
pació y licm po delim itados. Ko obstante, la
continua sum isión a reglas im perativas y preci­
sas no se deja apreciar en ella. Ya lo hem os vis­
to: ocupan su lugar la disim ulación d c la realidad
y la sim ulación de una segunda realidad. La m i­
m icry es invención incesante. La regla del juego
es única: para el actor, consiste en fascinar al
espectador, evitando que un e rro r conduzca a
este a rech azar la ilusión; para el espectador,
consiste en prestarse a la ilusión sin recusar
desde un principio la escenografía, la m áscara,
el artificio al que se le invita a d a r crédito, du­
rante un tiem po determ inado, como a una reali­
dad más real que la realidad.

Ilinx. Un últim o tipo de juegos reúne a los que


se basan en buscar el vértigo, y consisten en un
intento de d e s u n ir por un instante la estabilidad
de la percepción y de infligir a la conciencia
lúcida una especie de pánico voluptuoso. En
cualquier caso, se trata de alcanzar una especie
de espasm o, de trance o de aturdim iento que
provoca la aniquilación de la realidad con una
brusquedad soberana.
F.s sum am ente com ún que la perturbación
provocada por el vértigo se busque p o r sí mis­
m a: no citaré más ejem plo que el dc los ejer­
cicios de los derviches bailadores y de los vo­
ladores mexicanos. Los escojo a propósito, pues
los prim eros, m ediante la técnica em pleada, se
vinculan a ciertos juegos infantiles, m ientras que
los segundos evocan m ás bien los recursos refi­
nados de la acrobacia y de la cuerda floja: de
ese modo alcanzan los dos polos de los juegos

58
de vértigo. Los derviches buscan cl éxtasis gi­
rando sobre sí mism os, de acuerdo con un m o­
vim iento que aceleran toques de tam bor cada
vez m ás precipitados. El pánico y la hipnosis de
la conciencia se alcanzan m ediante el paroxismo
de una rotación frenética contagiosa y com par­
tida.0 En México, los voladores —huastecos υ
totoriacas— se izan basta lo alto de un poste
de veinte a treinta m etros de altu ra. Falsas alas
suspendidas de sus m uñecas los disfrazan de
águilas. Se atan de la cin tu ra al extrem o de una
cuerda. Luego, ésta pasa en tre los dedos de sus
pies, de m anera que puedan efectu ar el descenso
en tero cabeza ab ajo y con los brazos abiertos.
Antes de llegar al suelo, dan varias vueltas com­
pletas, trece según Torquem ada. describiendo
una espiral que va ensanchándose. La cerem o­
nia. que incluye varios vuelos y empieza al
m ediodía, se in terp reta con gusto com o una dan­
za del sol poniente, al que acom pañan aves,
m uertos divinizados. La frecuencia de los acci­
dentes ha llevado a las autoridades mexicanas
a prohibir esc peligroso ejercicio."
Por lo demás, casi no resulta necesario invo­
c a r esos ejem plos m ros y prestigiosos. G irando

'· O. Depont y X. Coppolani. Les Confréries rclizicusts


musulmanes. Ar^el. 188?, pp. 156*159, 329-339.
• Descripción y fotografías en Helga Larsen, "Notes
on the volador and its associated ceremonies and su­
perstitions", Ethnos, vol. II. num. 4, julio dc 1937,
pp. 179-192. y en Guy Slrcsscr-Pean. “I ts orißim\s du vo
lador et du comclagAtoazic”, Actes du XXV¡II* Con^rte
International ties Américaniftes, Paris, 1947. pp. 327-
334. En el “Expediente'·, p. 298. reproduzco una parte
de la descripción hecha en este último trabajo.
59
rápidam ente sobre sí m ism o, todo niño conoce
tam bién el m odo de llegar a un estado cen trí­
fugo de huida y de escape, en que el cuerpo
tiene dificultad en reco b rar su equilibrio y la
percepción su claridad. No cabe duda de que
el niño lo hace p o r juego y se com place en ello.
Así ocurre en el juego d e la perinola en que gira
sobre un talón lo más rápido que puede. De una
m anera análoga, en el juego haitiano del ntaiz
de oro, dos niños se tom an de las m anos, frente
a frente, extendiendo los brazos. Con el cuerpo
rígido e inclinado hacia atrá s, los pies ju n to s
y encontrados, giran hasta perder el aliento por
el solo placer de vacilar después de detenerse.
G ritar a voz en cuello, precipitarse p o r una pen­
diente, resbalar por el tobogán, el tiovivo, siem ­
pre que gire lo suficientem ente rápido, el sube
y baja, si se eleva lo bastante, procuran sensa­
ciones análogas.
Tam bién las provocan tratam ientos físicos di­
versos: la pirueta, la caída o la proyección en
el espacio, la rotación rápida, el deslizam ien­
to, la velocidad, la aceleración de un movim iento
rectilíneo o su com binación con un movimicn·
fo giratorio. Paralelam ente, existe uu vértigo de
orden m oral, un arreb ato que de pronto hace
presa del individuo. Ese vértigo se com para de
buen grado con el gusto norm alm ente reprim ido
p o r el desorden y la destrucción. Man if icsttf for­
m as toscas y b rutales de la afirm ación de la per­
sonalidad. E ntre los niños, se aprecia sobre todo
en ocasión d e los juegos de m ano caliente, de­
prendas y del salto de rana, que de p ro n to se
precipitan y degeneran en sim ple barahúnda. En·
60
1

tre los adultos, nada m ás revelador en ese te­


rreno que la extraña excitación que continúan
experim entando al segar con una vara las flores
altas de una pradera o hacer caer en avalancha
la nieve de un techo, o incluso la em briaguez
que llegan a conocer en las carpas de feria, por
ejem plo, destrozando ruidosam ente m ontones de
vajilla de desecho.
Para cubrir las diversas variedades de esos
arrebatos que al mismo tiem po son un descon­
cierto. ya orgánico, ya físico, propongo el tér­
m ino ilinx, nom bre griego del rem olino de agua,
de donde se deriva precisam ente en la mism a
lengua el nom bre del vértigo (¡tingos).

E se placer tam poco es privilegio del hom bre.


Antes que nada, es conveniente evocar el marco
de ciertos m am íferos, en p articu lar de las ove­
jas. Aun cuando en ese caso se ira te dc una
m anifestación patológica, es dem asiado significa­
tiva para no m encionarla. Por lo dem ás, no fal­
tan los ejem plos cuyo c a rá c te r de juego no deja
lugar a dudas. Los perros giran sobre si mismos
para atraparse la cola, hasta caer. O tras veces,
son presas de una fiebre dc co rrer que sólo los
abandona cuando se agotan. Los antílopes, las ga­
celas y los caballos salvajes son víctim as con
frecuencia de un pánico que no corresponde a
ningún peligro real, ni tam poco al m enor asomo
de peligro, pánico que refleja más bien el efec­
to de un contagio im perioso y dc una com pla­
cencia inm ediata a entregarse a él.1 Las ratas dc

TKarl Groo*, op. citv p. 2QR.


61
agua s e divierten nudando sobre sf m ism as, como
si fueran arrastrad a s por los movimientos de la
corriente. El caso de las gam uzas es aún más
notable. Según Karl Groos, suben a los nevados
y. allí, tom ando cada cual im pulso, se desliza
a su vez a lo largo de una ab ru p ta pendiente,
m ientras que las dem ás la ven hacer.
E l gibón escoge una ram a flexible, la curva
con su peso hasta que se afloja, proyectándolo
p o r los aires. Se recupera como puede y vuelve
a em pezar interm inablem ente ese ejercicio inú­
til c inexplicable si no es p o r su seducción ín­
tim a. Pero las aves, sobre todo, son am antes de
los juegos de vértigo. Se dejan caer com o una
piedra desde Rí an altu ra y no ab ren las alas
sino a unos cuantos m etros del suelo, dando la
im presión de que se estrellarán contra él. Luego
vuelven a subir, y de nuevo se dejan caer. En
la época de celo, utilizan ese vuelo de proeza
para seducir a la hem bra. El halcón nocturno de
América, descrito por Audubon, es un virtuoso
aficionado a esa im presionante acrobacia.11

Después de la perinola, el maíz de o ro . la res-


baladilla. el tiovivo y el colum pio de là infancia,
Ios hom bres disponen an tes que nada de los
efectos de la em briaguez ν de num erosas danzas,
desde el torbellino m undano pero insidioso de)
vals, hasta diverjas gesticulaciones obsesivas,
trepidantes ν convulsas. Los mayores experim en­
tan uii placer del m ism o tipo con el aturdim ien­
to provocado por una velocidad extrem a, como

•Kart Groos. ihùf., pp. 111. 116. 265266.

62
cl que sc siente p o r ejem plo sobre esquíes, en
m otocicleta o en un au to convertible. Para dar
a ese tipo dc sensaciones la intensidad y la bru­
talidad capaces de a tu rd ir los organism os adul­
tos, ha habido que inventar m áquinas potentes.
P or tanto, no es sorprendente que con frecuencia
se haya tenido que llegar a la era industrial para
ver al vértigo constituirse en verdadera catego­
ría de juego. Desde entonces se ofrece a una
ávida m ultitud por m edio dc mil ap arato s im­
placables instalados en las ferias y en los par­
ques dc atracciones.
Evidentem ente, esos ap arato s rebasarían su
fin si sólo se tra ta ra de p ertu rb a r los órganos
del oído intento, de los que depende el senti­
do del equilibrio. Pero el cuerpo entero es some­
tido a tratos que todos tem erían, si no vieran
a los dem ás atropellarse para sufrirlos. A decir
verdad, vale la pena observar la salida dc esas
m áquinas de vértigo. Devuelven a las personas
dem acradas, tam baleantes y ni borde dc la náu­
sea. Acaban de d a r alaridos de terro r, han tenido
la respiración entreco rtad a y sentido la horrible
im presión de que d entro de sí m ism as hasta sus
órganos tenían miedo y se encogían para esca­
p a r dc un terrible asalto. Sin em bargo, en su
m ayoría c incluso antes de tranquilizarse, se
precipitan ya a la taquilla p ara co m p rar el de­
recho de experim entar una vez m ás el mismo
suplicio, del que esperan un goce.
F uer/a es decir goce, pues vacilam os en lla­
m a r distracción a sem ejante arreb ato , que se
acerca más al espasm o que a la diversión. Por
o tra parte, es im portante observar que la vio*
63
lcncia de la im presión sentida es tal q u e los
propietarios de los ap aratos, en casos extrem os,
hacen esfuerzos p o r seducir a tos ingenuos me­
diante el carácter g ratu ito de la atracció n . Fa­
lazm ente anuncian que "todavía esta vez" no
cuesta nada, cuando en realidad así o cu rre sis­
tem áticam ente. En cam bio, se hace p ag ar a los
espectadores su privilegio de co n sid erar tran ­
quilam ente desde lo alto de una galería las an­
gustias de las víctim as voluntarias o sorprendi­
das, expuestas a fu er/as temibles o a extraños
caprichos.
Sería tem erario sacar conclusiones dem asiado
precisas respecto de esa curiosa y cruel distri­
bución de papeles. É sta no es característica de
una sola clase de juegos: se encuentra en el bo­
xeo. en la lucha libre y en las peleas de gla­
diadores. Aquí, lo esencial reside en la búsqueda
de ese desconcierto específico, de ese pánico
m om entáneo definido p o r el térm ino del vérti­
go y de las indudables características de juego
que van asociadas a él: libertad de acep tar o de
rechazar la prueba, lím ites estrictos e invaria­
bles. separación del resto de la realidad. Que la
prueba dé adem ás m ateria de espectáculo no
disminuye sino que refuerza su naturaleza de
juego.

b) D e la t u r b u l e n c ia a l a η η ;ιλ

luis reglas son inseparables del juego en cuanto


éste adquiere lo que yo llam aré una existencia
institucional. A p artir de esc m om ento, forman
p arte de su naturaleza. Son ellas las que lo trans­

64
form an en instrum en to de cultura fecundo y de*
cisivo. Pero sigue siendo cierto que en el origen
del juego reside una libertad prim ordial, una
necesidad de relajam iento, y en general de dis­
tracción y fantasía. Esa libertad es su m otor
Indispensable y perm anece en el origen de sus
form as m ás com plejas ν más estrictam ente or­
ganizadas. S u capacidad prim aria de im provi­
sación y de alegría, a la que yo llamo paidia, se
conjuga con el gusto p o r la dificultad g ratu ita,
3 la que propongo llam ar ludus, p ara llegar a
los diferentes juegos a los que sin exagerar se
puede a trib u ir una virtud civilizadora. En efec­
to, esos juegos ejem plifican los valores m orales
e intelectuales de una cultura. Además, contri­
buyen a precisarlos y a desarrollarlos.
H e escogido la p alab ra paidia p o r ten er como
raíz el nom bre del niño y en segundo lu g ar por
la preocupación de no desconcertar inútilm en­
te al lector recurriendo a un térm ino tom ado
de tina lengua de las antípodas. Pero el sáns­
crito kredati y el chino watt parecen a la vez
más ricos y m ás reveladores, p o r la variedad y
la naturaleza de sus significados anexos. Cierto
es que también presentan los inconvenientes de
una riqueza dem asiado grande, en tre otros, cier­
to peligro de confusión. Kredati designa el juego
de los adultos, de los niflos y de los anim ales. Se
aplica de m anera m ás exclusiva al brinco, es de­
cir. a los movimientos bruscos y caprichosos
provocados p o r una superabundancia de alegría
o de vitalidad. Se em plea tam bién para las rela­
ciones eróticas ilícitas, para el vaivén dc las olas
y p ara cualquier o tra cosa que ondule de acuer-
65
do con cl viento. La palabra wan es todavía más
explícita, lauto por lo que nom bra com o por
lo que descarta, es decir. los juegos de habili­
dad. dc com petencia, de sim ulacro y de azar. En
cam bio, m anifiesta num erosos desarrollos dc
sentido en los cuales tendré ocasión dc insistir.
A la luz de esas com paraciones y dc esas ex­
clusivas sem ánticas, ¿cuáles pueden ser la exten­
sión y la significación del térm ino p a id ia i Por
mi parte, lo definiré corno el vocablo que incluye
las m anifestaciones espontáneas del instinto de
Juego: el g alo enredado en una pelota de lana,
el perro que se sacude, el lactante que ríe a su
sonaja, representan los prim eros ejem plos iden-
tifícables de esa clase de acLividad. interviene
en toda exuberancia dichosa que m anifiesta una
agitación inm ediata y desordenada, una recrea­
ción espontánea y relajada, naturalm ente exce­
siva, cuyo carácter im provisado y descom puesto
sigue siendo la esencia, si no es que la única
razón de ser. De la voltereta al garabato, de la
pelotera a la batahola, no faltan ejem plos per­
fectam ente claros de sem ejantes p ruritos de mo­
vim ientos. de colores o dc ruidos.
Esa necesidad elemental dc agitación y de es­
truendo aparece antes que nada com o un im pul­
so dc tocarlo todo, dc asir, de probar, de olfatear
y luego de olvidarse de lodo objeto accesible.
Fácilm ente se constituye en gusto de d e stru ir o
de rom per. Explica el placer de c o rta r interm i­
nablem ente papel con tijeras, dc hacer trizas
una tela, de hacer que se derrum be un m onta­
je . de atrav esar una lila, de llevar el desorden
a un juego o a la ocupación de los dem ás, etc.
66
Pronto viene el deseo de engañar o de desafiar,
sacando la lengua, haciendo muecas, fingiendo
tocar o tira r el objeto prohibido. Para el niño,
se tra ta de afirm arse, de sentirse causa. de obli­
g a r a los dem ás a prestarle atención. De ese
modo» K. Groos inform a del caso de un sim io al
que le gustaba tira r de la cola a un perro que
vivía con él, cada vez que éste sim ulaba dorm ir.
La alegría prim itiva de d estru ir y de tira r fue
observada en un m ono capuchino p o r la herm a­
na d e C. J. Rom anes, con una precisión de de­
talles de lo m ás significativa*
E l niño no se lim ita a eso. T.e gusta ju g a r con
su propio dolor, p o r ejem plo, irritán d o se con la
lengua una muela enferm a. Tam bién le gusta
que lo asusten. Asi. busco ora un dolor físico,
pero lim itado, y dirigido, cuya causa es el, ora
una angustia psíquica, pero solicitada p o r él, que
hace cesar a su antojo. Tanto aquí com o allá
son reconocibles los aspectos fundam entales del
juego: actividad voluntaria, convenida, separa­
da y gobernada.
Pronto nace el gusto de inventar reglas y de
plegarse a ellas con obstinación, cueste lo que
cueste: el niño hace entonces consigo m ism o o
con sus com pañeros todo tipo de apuestas que
son, com o ya hem os visto, las form as elem enta­
les del agón: cam ina a la pata coja, hacia atrás,
cerrando los ojos, o juega a quién m irará el
sol. soportará un dolor o perm anecerá en una
posición molesta el m ayor tiem po posible.

* Observación citada pur Kart Groos, op. cit.. pp. &$■


$9. ν reproducida en el "Expediente" <p. 299).
67
En general, las prim eras m anifestaciones de la
paidia no tienen nom bre y no podrían tenerlo,
precisam ente porque perm anecen aquende toda
estabilidad, todo signo distintivo y toda exis­
tencia claram ente diferenciada, que perm itiría
al vocabulario consagrar su autonom ía m edian­
te una denom inación específica. Pero en cuanto
aparecen las convenciones. las técnicas, los uten­
silios, aparecen con ellos los prim eros juegos
caracterizados: salto de rana, escondidillas, el
com eta, la perinola, la resbaladllla, la gallina
ciega, la m uñeca. Aquí em piezan a b ifurcarse las
vías contradictorias del agon, del alea, de la
m im icry y del ilinx. Aquí interviene tam bién
el placer que se siente al resolver una dificultad
creada, a voluntad, definida arb itrariam en te, de
tal modo, a la postre, que el hecho de salvarla
no da ninguna o tra v entaja que la satisfacción
íntim a de h ab erla resuelto.
E sta esfera, que es propiam ente el ludus, tam ­
bién se puede descubrir en las diferentes cate­
gorías de juegos, salvo en aquellos que s e basan
íntegram ente en una p u ra decisión de la suer­
te. Aparece com o com plem ento y com o educa­
ción de la paidia, a la cual disciplina y enrique­
ce. El ludus da ocasión a un entrenam iento, y
norm alm ente desemboca en la conquista de una
habilidad determ inada, en la adquisición de
una m aestría particular, en el m anejo de tal o
cual ap arato o en la ap titu d de d escu b rir una
respuesta satisfactoria a problem as de orden
estrictam ente convencional.
La diferencia con el agon es que en el ludus,
la tensión y cl iBlento del ju g ad o r se ejercen
68
fuera de todo sentim iento explícito de em ula­
ción o de rivalidad: se lucha contra el obstáculo
y no contra uno o varios com petidores. En el
aspecto de la habilidad m anual, se pueden cita r
los juegos del balero, del diábolo y del yoyo.
Esos sim ples instrum entos utilizan de buena gana
las leyes naturales básicas; por ejem plo, la gra­
vedad y la rotación en el caso del yoyo, en que
se tra ta de tran sfo rm ar un m ovim iento rectilí­
neo alternativo en movim iento circular continuo.
La com eta se basa en cam bio en la explotación
de una situación atm osférica concreta. Gracias
a él, el ju g ad o r efectúa a distancia u n a especie
de auscultación del cielo. Proyecta su presencia
m ás allá de los lim ites de su cuerpo. Asimismo,
el juego de la gallina ciega ofrece la ocasión de
poner a prueba los recursos de la percepción
sin re c u rrir a la vista.1® Fácilm ente se aprecia
que las posibilidades del íudtts son casi infinitas.
Juegos com o el solitario y el rompecabezas
pertenecen ya, dentro de la m isina especie, a
o tro grupo de juegos: constantem ente apelan al
esp íritu de cálculo y de com binación. En fin,
los crucigram as, las diversiones m atem áticas, los
anagram as, los palíndrom as y los logogrifos de
diversos tipos, la lectura activa de noveles po­
liciacas (as decir tratan d o de identificar al cul­
pable), los problem as de ajedrez o de bridge
constituyen, sin instrum entos, o tras tan tas va­
riedades de la form a más difundida y m ás pura
del ¡ttdits.
“■Kant había hecho ya esa observación. Víase Y.
Hirn, Les i'eta d'enfants, trad, francesa, Paris. 1026.
P. 63.
69
Siem pre se aprecia una situación inicial que
puede repetirse indefinidam ente, pero con base
en la cual se pueden producir com binaciones
siem pre nuevas. É stas suscitan así en el ju ­
gador una em ulación dc sí m ism o y le perm iten
ap reciar las etapas de un avance del cual se
enorgullece ante aquellos que com parten su gus­
to. La relación del lu d a s con el ugon es m ani­
fiesta. Por lo dem ás, com o en el caso dc los
problem as de ajedrez o de bridge, bien puede
suceder que el mismo juego aparezca ya como
agon, ya como ludus.
La com binación de ludus y dc ale-a no es me­
nos frecuente: se 1c reconoce sobre todo en los
"so litario s'1, en que el ingenio de las m aniobras
influye aunque en m enor grado en el resulta­
do, y en las m áquinas iragam onedas [pin-ball],
en que el jug ad o r puede, en m ínim a proporción,
calcular el im pulso dado a la canica que m arca
los puntos y dirigir su recorrido. Lo cual no
im pide que, en esos dos ejem plos, sea el azar el
que decida en lo esencial. Sin em bargo, el hecho
de que el jug ad o r no esté com pletam ente desar­
m ado y sepa que. así fuese en m ínim a parte,
puede c o n ta r con su habilidad o su talento, bas­
ta aquí p ara com binar la naturaleza del ludus
con la naturaleza del alea.11
Asimismo, el lu d u s se com bina gustosam ente
con la m im icry. En el caso más simple, da los
juegos de construcciones que siem pre son jue-

11Sohn: c! sorprendente desarrollo cobrado por las


máquinas tragainonedas en el mundo moderna y sobre
la* conducía* fascinadas u obsesivas que provocan.
véase el •'Expediente** (p. 300).
70
gos de ilusión, trátese de los anim ales fabrica­
dos con tallos de m ijo por los niños de la tribu
dogona; de las grúas o de los autom óviles cons­
tru idos articulando lám inas d e acero p erfora­
das y poleas de algún meccano; o de los modelos
a escalo, de avión o de barco, que los adultos
no desdeñan co n stru ir m inuciosam ente. Pero,
ofreciendo la conjunción esencial, la represen­
tación de teatro es la que disciplina la m im icry
basta hacer de ella un arte rico en mil conven­
cionalism os distintos, en técnicas refinadas y en
recursos sutiles y com plejos. Por m edio de esa
feliz com plicidad, el juego dem uestra plenamen­
te su fecundidad cultural.
En cam bio, así com o no podría haber alianza
entre la paidia, que es tum ulto y exuberancia, y
el alea, que es espera pasiva de la decisión de la
suerte, estrem ecim iento inmóvil y mudo, tam ­
poco podría haberla en tre el ludus, que es cálcu­
lo v com binación, y el ilinx, que es arreb ato
puro. El gusto por la dificultad vencida no pue­
de intervenir aquí sino para com batir el vértigo
e im pedirle constituirse en desconcierto o pá­
nico. Es entonces escuela del dom inio d e sí, es­
fuerzo difícil p o r conservar la sangre fría o el
equilibrio. Lejos de com binarse con el ilinx, p ro ­
cura, com o en el alpinism o y el trapecio, la dis­
ciplina propia para neutralizar sus peligrosos
efectos.

Reducido a sí mismo, el ludas al parecer sigue


siendo incom pleto, una especie de mal m enor
destinado a com batir el hastío. M uchos no se
resignan a él sino en espera de algo m ejor, hasta
7!
la llegada de com parteros que les p erm itan in­
tercam biar, m ediante un juego disputado, ese
ilaccr sin eco. Em pero, incluso en el caso de
t os juegos de habilidad o de com binación (so­
litarios. crucigram as, acertijos, etc.) que exclu­
yen la intervención de o tra persona o la hacen
indeseable, el ludas no deja de alen tar en el ju ­
gador la espcran7íi de acertar en el siguiente
intento allí donde acaba de fracasar, o de obte­
ner un núm ero de pu n to s más elevado que el
que acaba de alcanzar. De esc modo, se m ani­
fiesta de nuevo la influencia del agón. A decir
verdad, da color a la atm ósfera general del
placer ohtenido al vencer una dificultad arb i­
traria. En efecto, si un hom bre solitario prac­
tica cada uno de esos juegos y no d a lugar a
ninguna com petencia, en cualquier m om ento es
fácil hacer un concurso, dotado o no de prem io,
que los diarios, llegado el caso, no pierden opor­
tunidad de organizar. Tampoco p o r casualidad
los ap arato s tragam onedas se encuentran en los
caféi: es decir, en los lugares donde el usuario
puede agru p ar en to rn o suyo un público en
ciernes.

Por lo dem ás, hay una característica del ludas


(explicable, a mi m odo de ver, p o r la obsesión
del αχοη) que no deja de pesar sobre él: y es
que depende em inentem ente de la m oda. El yoyo,
el balero, el diábolo y el rom pecabezas de anillos
han aparecido y desaparecido com o p o r arte de
magia. Se han beneficiado de un entusiasm o
que no ha dejado huella y que fue sustituido
inm ediatam ente por olro. Pero siendo m ás cs-
72
table, la boga de las diversiones de naturaleza
intelectual no deja de e sta r delim itada p o r el
tiem po: el rebus. el anagram a, el acróstico y
la charada han tenido cada cual su m om ento. Es
probable que los crucigram as y la novela poli­
ciaca correrán la m ism a suerte. Un fenómeno
de ese tipo seguiría siendo enigm ático si el lu ­
dus constituyera una distracción tan individual
como parece. En realidad, lo baña una atm ós­
fera de concurso. Sólo se m antiene en la m edi­
da en que el fervor de algunos apasionados lo
transform a en un agon virtual. Cuando le falta
éste, es im potente para su b sistir p o r s í mismo.
En efecto, queda sostenido d e m anera insufi­
ciente p o r el espíritu de com petencia organiza­
da, que a pesar de todo no le es esencial: y no
es m ateria de ningún espectáculo capaz de atraer
m ultitudes. Permanece flotante y difuso o corrc
el riesgo de constituirse en idea fija para el m a­
niaco aislado que se consagra a ¿1 p o r entero
y que, para hacerlo, descuida cada vez más sus
relaciones con el prójim o.

La civilización industrial ha hecho nacer una


form a p articu lar de ludus: es el hobby, activi­
dad secundaria, g ratu ita, em prendida y conti­
nuada p o r gusto: colección, a rte por placer, ale­
grías del bricolage o del pequeño invento; en
una palabra, toda ocupación que aparece en p ri­
m er lugar com o com pensadora de la m utilación
de la personalidad que trac consigo el trab ajo
en serie, de naturaleza autom ática y fragmen­
taria. E stá com probado que. en el obrero, cons­
tituido de nuevo en artesano, el hobby lomaba
73
la form a dc construcción de modelos a cscala
pero com pletos, de las m áquinas en la construc­
ción dc las coules está condenado a no cooperar
sino m ediante un m ism o adem án que se repite
siem pre, que no exige d e su p a rte ni habilidad
ni inteligencia. El desquite contra la realidad es
aquí evidente: p o r lo dem ás, es positivo y ί ο
cundo. Responde a una de las funciones más
altas del espíritu de juego. No es sorprendente
que la civilización técnica contribuya a d esarro ­
llarlo, incluso a título de contrapeso de sus as­
pectos más» ingratos. El h o b b y es la imagen de
las raras cualidades que hacen posible el des­
arrollo.
De una m anera general, el lu d u s propone al
deseo prim itivo dc retozar y divertirse unos
obstáculos arb itrario s renovados perpetuam en­
te; inventa mil ocasiones y mil estru ctu ras don­
de encuentran satisfacción a la ve/, el deseo dc
relajam iento v la necesidad de que el hom bre
no parece potier librarse: la dc utilizar como
puro desperdicio el saber, la aplicación, la h a­
bilidad y la inteligencia de que dispone, sin el
dom inio de sí, sin la capacidad dc resistir el su­
frim iento, la fatiga, el pánico o la embriaguez.
Por esc m otivo, lo que yo llamo ludus rep re­
senta en el juego el elem ento cuyo alcance y
cuya fecundidad culturales aparecen com o los
m ás sorprendentes. No revela una actitud psi­
cológica tan clara como el agón, el alca, la m i­
m icry o el ilinx pero, disciplinando u la paidia.
trab aja indistintam ente para d a r a las categorías
fundam entales del juego su pureza y su exce­
lencia.

74
Por lo demás, el Itidus no es la única m etam or­
fosis concebible de la paidia. Una civilización
com o la de la China clásica inventó p ara ella
un destino diferente. Hecha toda de sabiduría
y de circunspección, la cu ltu ra china se orienta
m enos liacia la innovación como idea precon­
cebida. La necesidad de progreso y el espíritu
em prendedor le parecen fácilm ente una especie
de comezón sin fertilidad decisiva. En esas con­
diciones. orienta naturalm ente la turbulencia, el
exceso de energía de la paidia en una dirección
m ás acorde con sus valores suprem os. Y éste
es el m om ento de volver sobre el term ino xyán.
Según algunos, designaría etim ológicam ente la
acción de acariciar de m anera indefinida un
trozo de jade para pulirlo, para sen tir su sua­
vidad o p ara acom pañar un ensueño. Tal vez
a causa de ese origen, saca a la luz o lro destino
de la paidia. La reserva de agitación libre que
la define en un principio, al p arecer deriva en
esc caso, no hacia la proeza, el cálculo y di­
ficultad vencida, sino hacia la calm a. Ja pacien­
cia y el sueño vano. En efecto, el carácter wan
designa en esencia toda clase de ocupaciones
sem im aquinales que dejan al espíritu distraído
y vagabundo, ciertos juegos com plejos que lo
em parentan con el luduS y, al m ism o tiem po,
la m editación despreocupada y la contem plación
perezosa.
El tum ulto y el estruendo se designan me­
diante la expresión jeou-ηαυ. literalm ente " a r­
diente-desorden". Compuesto con esc m isuio tér­
m ino nao, el carácter w au evoca toda conducta
exuberante y alegre. Pero debe com binarse con
75
El ejem plo de la palabra wan dem uestra ya que
cl destino de las culturas se lee tam bién en ios
juegos. D ar preferencia al agon, al alea, a la
m im icry o al ilinx contribuye a decidir el por­
venir de una civilización. Asimismo, desviar la
reserva de energía que representa la paidia ha­
cia la invención o hacia el ensueño m anifiesta
una elección, sin duda im plícita, pero funda­
m ental y de alcance indiscutible.
en tumo que el
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iiva en uu orden tal que el elemento paidia decrezca constantemente


Ι | 5 λ··§2
de los juegos

s wi 3 § i|f s | § r
S| s
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UidíiS crece de manera tam bién contante


53 3 s
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Cuadro I. Distribución

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* i t i «111 -1

—^
III. LA VOCACIÓN SOCIAL DE
LOS JUEGOS

E l ju rg o no sólo es distracción individual. Tal


vez lo sea, incluso, con m ucho m enor frecuencia
de lo que se cree. Cierto es que existen algunos
juegos, sobre lodo juegos de destreza, en que se
m anifiesta una habilidad enteram ente personal
y donde no sería sorprendente que se jugara
solo. Pero los juegos de destreza p ro n to ap are­
cen com o juegos de com petencia en la destreza
y de ello hay una prueba evidente. P o r indivi­
dual que imaginem os el artefacto con el cual se
juega; com eta, trom po, yoyo, diábolo. balero o
aro , p ronto nos cansaríam os de ju g arlo si no
hubiera ni com petidores ni espectadores, cuan­
do menos virtuales. Un elem ento dc rivalidad
aparece en esos diversos ejercicios y cada quien
tra ta de deslu m b rar a los rivales, tal vez invisi­
bles o ausentes, realizando proezas sin preceden­
tes, sobrepujando en la dificultad, estableciendo
m arcas precarias de duración, dc rapidez, de
precisión, dc altu ra, en una palabra, obtenien­
do gloria, aunque sea a sus propios ojos, de
cualquier realización difícil dc igualar. De m a­
nera general, el poseedor de un trom po ya no
se divierte en m edio de apasionados del balero,
ni el aficionado n la com eta en tre un g ru p o ocu­
pado en Jugar al aro. Los propietarios de los
80
m ism os Juguetes se reúnen en un lugar consa­
grado p o r la costum bre o sim plem ente cóm o­
do: allí m iden su habilidad. Con frecuencia, en
ello consiste lo esencial de su placer.
La proclividad a la com petencia no perm anece
m ucho tiem po im plícito y espontánea. Acaba por
p recisar un reglam ento, adoptado de común
acuerdo. Así. en Suiza se conocen concursos de
com etas en toda recia. Se proclam a vencedor al
artefacto que vuele m ás alto. En O riente, la lu­
cha adopta el aspecto de un torneo caracteriza­
do: d u ran te cierta distancia a p a rtir del vela­
men, la cuerda del ap arato se unta con pez al
que se pegan pedazos de vidrio de aristas cor­
tantes. Se trata de cortar» cruzándola con virtuo­
sism o, la cuerda de los dem ás planeadores: enco­
nada com petencia ésta» surgida de una recreación
que no parece prestarse a ella en principio.
O tro ejem plo sorprendente del paso de una
diversión solitaria a un placer de com petencia e
Incluso de espectáculo es el balero. El de los es­
quim ales representa de m anera muy esquem áti­
ca un anim al: un oso o un pez. E stá horadado
con m últiples perforaciones. El jugador debe en­
sartarlas todas en un orden determ inado, con
el estilete en toda la m ano. Luego, vuelve a em ­
pezar la serie con el estilete sostenido en el indi-
ce cerrado; después» con eJ estilete saliendo del
pliegue del codo, luego sujeto entre los dientes,
m ientras el cuerpo del instrum ento describe I i
yuras cada vez más com plicadas. Cada jugada
fallida obliga al jugador torpe a p asar el a rte ­
facto a un rival. E ste em prende la m ism a pro­
gresión, tra ta de com pensar su retraso o de to-
81
m ar ventaja. AJ tiem po que lanza y a tra p a el
balero, el jugador mima una aventura o analiza
una acción. Cuenta un viaje, alguna cacería o un
cóm bale, enum era las diferente«; fases del desta­
cado de la presa, operación que es monopolio dc
tas m ujeres. A cada nuevo hoyo, anuncia triu n ­
fante:
Ella toma su cuchillo
C orta Ια foca
Le q u ita la piel
Saca los intestinos
Abre el pecho
Saca las entrañas
Saca las costillas
Saca la colum na vertebral
Q uita la pelvis
Q uita los m iem bros posteriores
Ou i ta la cabeza
Q uita la grasa
Dobla la piel en dos
La em papa en la orina
I-a pone a secar al sol. etcétera.

En ocasiones, el jugador la em prende con su


rival y en la im aginación em prende la tarca de
co rtarlo en peda/.os:

Te asesto un golpe
Te m ato
Te corto la cabeza
Te corlo un brazo
Y luego el otro
Te corto una pierna
Luego la o irá
82
Los pedazos a los perros
Los perros com en. . .

Y no sólo los perros, sino tam bién los zorros,


los cuervos, los cangrejos y todo lo que se le
ocurre. Antes de volver a la lucha, el o tro p re ­
viamente tendrá que reco n stru ir su cuerpo en el
orden inverso. Esa persecución ideal va subra­
yada por los clam ores de los asistentes, que si­
guen con pasión los episodios del duelo.
En ese estadio, el juego de destreza evidente­
m ente es fenómeno de cu ltu ra: apoyo de la co­
municación y de alegría colectiva en el frío y la
larga oscuridad de la noche ártica. Y ese caso
extrem o no es ninguna excepción, aunque ofre­
ce la ventaja de sugerir hasta qué p unto el juego
m ás individual por su naturaleza o su destino
se presta fácilm ente a toda clase d e desarrollos
y de enriquecim ientos que» dado el caso, no se
hallan lejos de hacer de el una especie de insti­
tución. Se diría que algo le falta a la actividad
del juego cuando queda reducida a un simple
ejercicio solitario.
Por lo general, los juegos no alcanzan su ple­
n itud sino en el m om ento en que suscitan una
resonancia cómplice. Incluso cuando, en p rin ­
cipio, los jugadores podrían sin ningún incon­
veniente entregarse a ellos aisladam ente y cada
cual por su lado, los juegos pronto se constitu­
yen en pretextos de concurso o de espectáculos,
com o acabam os de com probarlo en el caso de
la com eta y del balero. En efecto, la m ayor parte
de ellos aparecen como pregunta y respuesta,
como desafio y replica, provocación y conta-
83
tfio, efervescencia o tensión com partido. Tienen
necesidad de presencias aten tas y sim patizantes.
E s posible que ninguna dc las categorías dc
ju eg as se libre de esa ley. Incluso los juegos
de azar parecen ser m ás atractivos en la m ul­
titud. si no es que en el barullo. Nada im pide a
los jugadores com unicar sus apuestas por teló-
fono o arriesgarlas cóm odam ente en casa dc uno
de ellos, en algún salón discreto. Pero no, pre­
fieren estar allí, ap retu jad o s p o r la afluencia
que atesta el hipódrom o o el casino, ya que su
placer y su excitación aum entan con el estre­
m ecim iento fraterno de una m ultitud de desco­
nocidos.
Asimismo, es penoso encontrarse solo en una
sala dc espectáculos, incluso en el cine, pese a
la ausencia dc actores que sufran p o r esc vacío.
P or o tra parte, es claro que nos disfrazam os y
nos enm ascaram os para los dem ás. En fin, los
juegos dc vértigo caben b ajo el m ism o a p arta­
do: el sube y baja, el tiovivo y el tobogán exigen
por su p arte una efervescencia y una fiebre
colectivas que sostienen y alientan el atu rd i­
m iento que provocan.
Así, las diferentes categorías dc juegos, el agon
(por definición), el alea, la m im icry, el ilinx su­
ponen, no la soledad sino la com pañía. Sin em ­
bargo, las m ás de las veces se tra ta dc un círcu­
lo necesariam ente restringido. Como cada cual
debe ju g a r cuando le toca, llevar su juego a la
vez según su entender y com o lo ordenan las re­
glas. el núm ero de jugadores no podría m ulti­
plicarse al infinito, p o r poco que todos inter­
vengan activam ente. Una partid a no soporta sino
84
un grupo lim itado de com pañeros, asociados
o no. Entonces, el juego aparece gustosam ente
como una ocupación de pequeños grupos de ini­
ciados o de aficionados, que se entregan ap arte
y p o r unos instantes a su diversión favorita. Sin
em bargo, una m ultitud de espectadores favore­
ce la m im icry, exactam ente com o una turbulen­
cia colectiva estim ula el ilinx y a su vez se ali­
m enta de él.
En determ inadas circunstancias, incluso los
juegos cuya naturaleza parecía destinarlos a ser
jugados en tre pocos jugadores rebasan esc lími­
te y se m anifiestan en form as que, a pesar de
seguir perteneciendo sin duda alguna al terreno
del juego, no dejan de reclam ar de él una or­
ganización desarrollada, un ap arato com plejo y
un personal especializado y jerarquizado. En
una palabra, suscitan estru ctu ras perm anentes
y delicadas, que hacen del juego una institución
de cará cter oficioso, privado y m arginal, a ve­
ces clandestino, pero cuyo status aparece notai
blem ente seguro y durable.
Cada una de esas categorías fundam entales
del juego presenta de ese modo aspectos socia­
lizados que, p o r su am plitud y su estabilidad,
han adquirido carta de naturalización en la vida
colectiva. Para el agón, esa form a socializada es
en esencia el deporte, al cual se agregan pruebas
im puras que mezclan insidiosam ente el m érito
y la suerte, com o los juegos radiofónicos y los
concursos que dependen de la publicidad co­
mercial; para el alea, son los casinos, los campos
de carreras, las loterías de E stado y la varie­
dad de juegos adm inistrados por grandes so-

85
ciedadcs dc apuestas; para la m im icry, las artes
del espectáculo, desde la ópera hasta las m ario­
netas y el guiñol y, de una m anera m ás equivo­
ca, orientada ya hacia el vertipp, el carnaval y
el baile de disfraces; finalm ente, para el ilinx, la
feria am bulante y las ocasiones anuales cíclicas,
de francachela y de júbilo populares.
Todo un capítulo del estudio de los juegos
debe exam inar esas m anifestaciones m ediante las
cuales los juegos encajan directam ente en las cos­
tum bres cotidianas. Esas m anifestaciones con­
tribuyen en efecto a d a r a las diferentes culturas
algunos dc sus usos y dc sus instituciones más
fácilm ente identificadles.

86
Ψ
IV. LA CO RRU PC IÓ N DR LOS JUEGOS

C uando se ira tó d e e n u m e ra r las c a ra c te rístic a s


q u e definen el ju eg o , é s te ap areció com o una
actividad: 1?, libre; 2», sep arad a; 3?, incierta;
41?, im p ro d u ctiv a; 5=. reg lam en tad a; 6o, ficticia,
q u e d a n d o en ten d id o q u e las dos ú ltim a s c a ra c ­
te rístic a s suelen ex cluirse u n a a o tra .
Puram ente form ales, esas seis cualidades re­
velan b astan te poco sobre las diferentes actitu ­
des psicológicas que rigen los juegos. O ponien­
do fuertem ente el m undo del juego al m undo de
la realidad, y subrayando que el juego es en
esencia una actividad aparte, perm iten prever
que loda contam inación con la vida corriente
am enaza con corrom per y a rru in a r su propia
naturaleza.
Desde ese m om ento, puede ser in teresante pre­
guntarse qué ocurre con los juegos cuando la
división rigurosa que separa sus reglas ideales
de las leyes difusas e Insidiosas de la existencia
cotidiana pierde su claridad necesaria. Cierta­
mente, no podrían extenderse tal cual más allá
del terreno (tablero de ajedrez o de dam as, liza,
pista, estadio o escenario) que les está reserva­
do, o del tiem po que se les lia concedido y cuyo
fin significa de m anera inexorable el cierre de
un paréntesis. Por necesidad, los juegos ad o p ta­
rán form as b astan te distin tas y sin duda a veces
inesperadas.
87
Además, en cl juego, un código estricto y ab ­
soluto gobierna p o r sí solo a aficionados cuya
aceptación previa aparece como la condición
m ism a de su participación en una actividad ais­
lada y enteram ente convencional. Pero, ¿y si de
pronto la convención ya no se acepta o no se
siente com o tal? ¿Y si el aislam iento ya no se res­
peta? Con toda seguridad, ni las form as ni la
libertad del juego pueden subsistir. Tiránica y
aprem iante, sólo queda la actitu d psicológica
que im pulsaba a ad o p tar tal juego o tal especie
dc juego de preferencia sobre algún otro. Se
recordará que esas actitudes distintivas son cua­
tro: la am bición dc triu n far gracias al solo m é­
rito en una com petencia reglam entada (agon),
la renuncia de la voluntad en beneficio de una
espera ansiosa y pasiva del fallo del destino
(alca), el gusto por ad o p tar una personalidad
ajena (m bnicry) y, finalm ente, la búsqueda del
vértigo (ilinx). En el agon, el jugador sólo cuen­
ta consigo mismo, se esfuerza y se em peña; en
el alta, cuenta con todo salvo consigo m ism o y
se abandona a fu er/as que se le escapan; en la
m im icry, im agina que es o tro d istin to de sí c
inventa un universo ficticio; en el ilinx, satisface
el deseo de ver estropeados pasajeram ente la es­
tabilidad y d equilibrio de su cuerpo, dc escapar
,dc la tiranía de su percepción y de provocar la
derrota de su conciencia.
Si el juego consiste en ofrcccr a esos pode­
rosos instintos una satisfacción form al, ideal,
lim itada y m antenida al m argen dc la vida co­
rriente, ¿qué ocurre con él cuando se recusa
toda convención? ¿Cuando el universo del juego
ya no es estanco? ¿Cuando hay contam inación
con el m undo real, en donde cada movimiento
trac consigo consecuencias ineluctables? A cada
una de las rúbricas fundam entales responde en­
tonces una perversión específica que es resul­
tado de la ausencia a la vez de freno y de pro­
tección. Al volverse en absoluto el dominio del
instinto, la tendencia que lograba engañar a la
actividad aislada, protegida y en cierto modo
neutralizada del juego se extiende a la vida co­
rriente y es proclive a subordinarla hasta donde
puede a sus exigencias propias. Lo que era pla­
cer se constituye en idea fija; lo que era evasión
en obligación; lo que era diversión en pasión, en
obsesión y en causa de angustia.
El principio del juego se ha corrom pido. Es
preciso saber aquí que no lo está p o r la exis­
tencia de tram posos o de jugadores profesio­
nales, sino únicam ente p o r el contagio con la
realidad. En el fondo, no hay perversión del ju e ­
go, hay extravío y desviación de uno d e los cua­
tro im pulsos prim arios que rigen los juegos. El
caso no es excepcional en absoluto. Se produce
• cada vez que el instinto considerado no encuen­
tra en la categoría de juegos que le corresponde
’ la disciplina y el refugio que lo fija, o cada vez
que se niega a contentarse con ese engaño.
P o r su parte, el tram poso perm anece en el
universo del juego. Si bien infringe las reglas,
cuando menos lo hace fingiendo respetarlas. T ra­
ta de engañar. Es deshonesto, pero hipócrita. De
suerte que cuida y proclam a m ediante su acti­
tud la validez de las convenciones que viola, pues
al menos tiene necesidad de que los dem ás las
obedezcan. Si lo descubren, lo echan. Y el uni­
verso del juego se conserva intacto. Asimismo,
quien de una actividad de juego hace su oficio
no cam bia en modo alguno la naturaleza de
aquella. C ierto es que el m ism o no juega: ejerce
una profesión. La naturaleza de la com petencia
o la del espectáculo difícilm ente se modifica
si los atletas o los com ediantes son profesiona­
les que actúan p o r un salario y no aficionados
que sólo pretenden d arse gusto. La diferencia
sólo los afecta a ellos.
Para los boxeadores, los ciclistas o los actores
profesionales, el ago»», o la »úm icry, ha dejado
de ser una distracción destinada a descansar de
sus fatigas o a cam biar la m onotonía de un tra­
b ajo que pesa y desgasta. Son su propio traba­
jo , necesarios para su subsistencia, una activi­
dad constante y absorbente, llena de obstáculos
y de problem as, de la que se distraen precisa­
mente jugando a un juego que no los puede com­
prom eter.
Tam bién p ara el actor, la representación tea­
tral es un sim ulacro. Hace gestos, so viste, ac­
túa, recita. Pero, cuando cae el telón y se apagan
los reflectores, es devuelto a la realidad. La se­
paración de los dos universos perm anece abso­
luta. Asimismo, para el profesional del ciclismo,
del boxeo, del tenis o del fútbol, la- prueba, el
partido o la carrera siguen siendo com petencias
reglam entadas y formales. En cuanto se 'term i­
nan, el público se precipita a la salida. El cam ­
peón es devuelto a sus preocupaciones cotidia­
nas. debe defender sus intereses, concebir y
poner en m archa la política que le asegure el

90
m ejor porvenir. Las rivalidades perfectas y pre­
cisas en las que acaba de m edir su valor en
las condiciones m ás artificiales que existan dan
paso a com petencias tem ibles p o r otros concep­
tos. en cuanto abandona el estadio, el velódromo
o el cuadrilátero. H ipócritas, incesantes c im­
placables, estas im pregnan toda su vida. Como
el com ediante fuera dc escena, se encuentra en ­
tonces devuelto al destino com ún, fuera del es­
pacio cerrado y del tiem po privilegiado en que
reinan las leyes estrictas, g ratu itas e indiscuti­
bles del juego.

Fuera de la arena, luego que suena la cam pa­


na, em pieza la verdadera perversión del agon, la
m ás difundida dc todas. Aparece en cada a n ta­
gonism o que ya no atem pera el rig o r del espí­
ritu de juego. Ahora bien, la com petencia ab ­
soluta nunca es* sólo ley de la naturaleza. En
la sociedad encuentra su brutalidad original, en
cuanto ve una vía libre en la red de presiones
morales, sociales o legales que, com o las del ju e­
go, son lím ites y convenciones. Por eso, en cual­
quier terreno que se ejerza y siem pre que sea
sin respetar las reglas del juego y del juego
franco, la am bición desbocada y obsesiva debe
denunciarse com o desviación decisiva que, en
el caso particular, vuelve asi a la situación de
partida. P or lo demás, nada m uestra m ejor el
papel civilizador del juego que los frenos que
acostum bra oponer a la avidez natural. Se da
por sentado que el buen ju g ad o r es aquel que
sabe considerar con cierto alejam iento, con des­
apego y cuando menos con cierta apariencia dc
91
sangre fría los resultados adversos del esfuerzo
m ás sostenido o la pérdida de una apuesta des­
m esurada. Aun siendo in ju sta, la decisión del
árb itro se aprueba por principio. La corrupción
del agon em pieza alli donde no se reconoce nin­
gún á rb itro ni ningún arbitraje.

En cuanto a los juegos de azar, tam bién hay co­


rrupción del principio en cuanto el ju g ad o r deja
de respetar el azar, es decir, cuando deja de
considerarlo un resorte im personal y neutro, sin
corazón ni m em oria, com o un efecto p uro de
las leyes que rigen la distribución de las proba­
bilidades. Con la superstición nacc la corrupción
del alea. En efecto, para quien se pone en m a­
nos del destino resu lta tentador tra ta r de prever
su fallo u o b ten er su favor. El ju g ad o r concede
valor de señal a todo tipo de fenómenos, encuen­
tros y prodigios que en su im aginación prefigu­
ran su buena o su m ala fortuna. Busca los ta­
lism anes que lo protegen con m ayor eficacia. Sé
abstiene a la m enor advertencia de la suerte, que
conoce en sueños, m edíante presagios o p o r pre­
sentim iento. En fin, para a p a rta r las influencias
nefastas, procede o hace proceder a los conju­
ros necesarios.
Por lo dem ás, esa actitud no hace sino exas­
perarse con la práctica de los juegos de azar: se
le encuentra sum am ente difundida en estado de
trasfondo psicológico. Se halla lejos de afectar
únicam ente a quienes frecuentan los casinos y
las pistas de carreras o a quienes com pran bi­
lletes de lotería. La publicación regular de horós­
copos en los diarios y los hebdom adarios trans-
form a, para Ja m ultitud de sus lectores, cada
día y cada sem ana en una especie de prom esa
o de amenaza que el ciclo y el oscuro poder de
los astros m antienen en suspenso. Las m ás de las
veces, esos horóscopos indican sobre todo el
núm ero favorable del día para los lectores naci­
dos b ajo los diferentes signos del zodíaco. Cada
cual puede hacer entonces la com pra de billetes
correspondientes: de lotería aquellos term ina­
dos en esc núm ero, aquellos que lo contienen
una o varias vcccs o aquellos cuyo num ero re­
ducido a la unidad p o r adiciones sucesivas coin­
cide con él, es decir, prácticam ente todos.1 Es
significativo que, en esa form a m ás po p u lar y
m ás cándida, la superstición se m uestre tan
directam ente vinculada a los juegos de azar.
Sin em bargo, fuerza es confesar que los supera.
Al salir de la cam a, se supone que cada cual
gana o pierde en una gigantesca lotería ince­
sante, g ratu ita c inevitable que d u ran te veinti­
cu atro horas determ ina su coeficiente general
de éxito o de fracaso. É ste afecta tam bién las
gestiones, las nuevas em presas y las cuestiones
sentim entales. El cronista tiene la precaución
de ad v ertir que la influencia de los astro s se
ejerce dentro de lím ites sum am ente variables,
de su e n e que la profecía sim plista no podría
resu ltar enteram ente falsa. Cierto es que la m a­
yor parte del publico se entera de esas predic­
ciones pueriles con una sonrisa. Pero al fin y al
cabo las lee. Más todavía. Insiste en leerlas. Y
ello al grado de que m uchos que se dicen csccp-

1Véase el “Expediente" (p. 310).


93
líeos em piezan la lectura del diario p o r la sec­
ción de astrología. Al parecer, las publicaciones
dc gran tiraje no se arriesgan con guslo a p ri­
v a r a su clientela de esa satisfacción, cuya im­
portancia y cuya difusión no es conveniente
subestim ar.
Los m ás crédulos no se contonean con las in­
dicaciones sum arias dc las gacelas y de las re­
vistas. Ellos recurren a las publicaciones espe­
cializadas. En París, una de ellas lira m ás dc
cien m il ejem plares. Con frecuencia, el adepto
visita dc m anera más o menos regular a un
exegeta patentado. Algunas cifras son aqui reve­
ladoras: cien mil parisienses consultan día tras
d ía a seis rnil adivinos, videntes o cartom ánti­
cas: según el In stitu to Nacional de E stadística,
en Francia se gastan anualm ente treinta y cua­
tro mil millones de francos [antiguos] 1 en
astrólogos, magos y o íro s "fakires". Tan sólo
p ara la astrología, una encuesta hecha en 1953
h a encontrado en los E stados Unidos trein ia mil
profesionales establecidos, veinte revistas espe­
cializadas, una de las cuales tira quinientos mil
ejem plares, adem ás dc dos mil periódicos que
publican una sección de horóscopos. En la m is­
m a encuesta se ha evaluado en doscientos mi­
llones de dólares las sum as gastadas anualm ente
tan sólo para interro g ar a los astros, sin pre­
juicio de los dem ás m étodos de adivinación.
No seria difícil descubrir num erosos indicios
de la connivencia de los juegos dc azar y de
»Todas las cantidades que figuran en la obro corres­
ponden a! tipo de cambio del año de lí>58. fecha de
aparición dc la primera edición.
la adivinación: uno de los m ás visibles y de los
m ás inm ediatos tal vez sea que las m ism as ba­
ra ja s sirven tanto a los jugadores para probar
suerte com o a las videntes para predecir el por­
venir. Éstas sólo utilizan juegos especializados
p ara m ayor prestigio. Y aun así, sólo se traía
de lám inas com unes, com plem entadas tardía­
m ente p o r medio de leyendas ingenuas, ilu stra­
ciones parlantes o alegorías tradicionales. Los
propios (arocs fueron y son em pleados con am ­
bos fines. Por todos conceptos, existe cierto des­
lizam iento com o n atu ral entre el riesgo y la su­
perstición.
En cuanto a la avidez, en la búsqueda del fa­
vor de la suerte que se aprecia en la actualidad,
al parecer com pensa la tensión continua exigida
p o r la com petencia en la vida m oderna. Ouicn
desespera de sus propios recursos se ve llevado
a c o n ta r con el destino. Un rigor excesivo de la
com petencia desalienta al pusilánim e y lo invita
a ponerse en m anos de las potencias exteriores.
M ediante el conocim iento y la utilización de las
ocasiones que le prepara el cielo, tra ta de obte­
ner la recom pensa que duda conquistar p o r sus
cualidades, gracias a un esfuerzo em peñoso y
una aplicación paciente. Antes que obstinarse
en una labor ingrata, pide a las cartas o a las
estrellas señalarle el m om ento propicio para el
éxito de su em presa.

La superstición aparece así como la perversión,


es dccir. la aplicación a la realidad de aquel
principio del juego, el atea, que hace no esperar
nada de si y esperarlo todo del azar. La corrup*
95
ción de la m im icry sigue un cam ino paralelo: se
produce cuando el sim ulacro ya no se considera
tal y cuando el que se disfraza cree en la rea­
lidad del papel, del disfraz y de la m áscara. Ya
no interpreta [joue] a esc otro que representa.
Convencido de que es el otro, se conduce en con­
secuencia y olvida el ser que es. La pérdida
de su identidad profunda representa el castigo de
quien no sabe lim itar al juego el gusto que tiene
p o r ad o p tar una personalidad ajena. Sería co­
rrecto h ab lar de cnaje>wción.
Una vez m ás, aquí el juego protege del peli­
gro. El papel del acto r está delim itado tajan te­
m ente p o r el espacio escénico y por la duración
del espectáculo. Una vez abandonado el espacio
mágico, term inada la fantasm agoría, el histrión
m ás vanidoso y el intérprete m ás ferviente son
obligados brutalm ente p o r las propias condi­
ciones del teatro a p asar p o r el vestld o r para
recobrar en él su personalidad. Los aplausos no
sólo son una aprobación y una recom pensa. Mar­
can cl fin de la ilusión y del juego. Asimismo, el
baile de m áscaras term ina al alba y el carnaval
tiene una fecha. El tra je vuelve al alm acén o
al arm ario. Cada cual reencuentra al hom bre
de antes. La precisión de los lim ites im pide la
enajenación. É sta sobreviene al térm ino de un
trabajo subterráneo y continuo. Se produce cuan­
do no ha habido división franca entre la magia
y la realidad, cuando, lentam ente, el su jeto ha
podido ad o p tar a sus propios ojos una perso­
nalidad segunda, quim érica y aprem iante que
reivindica derechos exorbitantes respecto de una
realidad necesariam ente incom patible con ella.
96
Llega cl m om ento en que cl enajenado —cl cons­
titu ido en o tro — se em peña desesperadam ente
en negar, en som eter o en d estru ir csa decora·
ción dem asiado resistente y para él inconcebible
y provocadora.

E s sorprendente que, en cuanto al agon, al alea


o a la m im icry, en ningún caso la intensidad
del juego sea causa de la desviación funesta.
É sta surge siem pre dc una contam inación con
la vida ordinaria. Se produce cuando el instinto
que rige el juego se despliega fuera de los limi­
tes estrictos dc tiem po y dc lugar, sin conven­
ciones previas c im periosas. Es lícito ju g a r tan
seriam ente com o se pueda, desgastarse en ello
al extrem o y arriesg ar toda la fortuna y la vida
mism a, pero es preciso poder detenerse al tér­
m ino fijado de antem ano y poder regresar a la
condición ordinaria, allí donde las reglas del
juego, a la vez liberadoras y aislantes, ya no tie­
nen vigencia.
La com petencia es una ley de la vida corrien­
te. El azar tam poco es contrario a la realidad. El
sim ulacro desem peña un papel en ella, como se
ve con los estafadores, los espías y los fugitivos.
En cam bio, el vértigo está prácticam ente elim i­
nado dc ella, a menos que se tra te dc algunas
raras profesiones, en que todo el valor del hom­
b re de este oficio consiste p o r lo dem ás en do­
m inarlo. Además, casi al punto im plica un pe­
ligro de m uerte. En los terrenos de ferias, en ios
ap aratos que sirven para provocarlo artificial­
m ente, se tom an severas precauciones p ara eli­
m inar todo riesgo de accidente. Pero aun asi

97

i
llegan a producirse, incluso en m áquinas conce­
bidas y construidas para b rin d ar seguridad per­
fecta a quienes las alquilan, m áquinas que tam ­
bién son som etidas a minuciosas revisiones
periódicas. El vértigo físico, estado extrem o que
priva al paciente de todo m edio de defensa, es
tan difícil de obtener com o peligroso de sentir.
P or eso la búsqueda del extravio de la concien­
cia o de la desorientación de la percepción para
esparcirse en la vida cotidiana debe a d o p ta r for­
m as muy distintas de aquellas que se le ven
ad o p tar en los ap arato s giratorios, de velocidad,
de caída y de propulsión inventados para provo­
car el vértigo en el universo cerrado y protegido
del juego.
Costosas, com plejas y estorbosas, esas insta­
laciones no existen sino en los parques de di­
versiones de las capitales o sólo se m ontan pe­
riódicam ente en ocasión de las ferias. P o r su
atm ósfera, pertenecen ya id universo del juego.
Además, la naturaleza de los sacudim ientos que
procuran corresponde p unto p o r p unto a la
definición de este: son breves, interm itentes,
calculadas y discontinuas com o p artidas o en­
cuentros sucesivos. Por últim o, perm anecen in­
dependientes del m undo real. Su acción se limita
a su propia duración. Cesa en cuanto la m áqui­
na se detiene y no dejan en el aficionado más
huella que cierto atu rdim iento fugaz, antes de
restituirlo a su equilibrio acostum brado.
Para aclim atar el vértigo a la vida cotidiana,
es necesario p asar de los prontos efectos de la
lísica a los poderes sospechosos y confusos de
la química. Entonces se pide a las drogas o al
98
*

alcohol la excitación deseada o el pánico volup­


tuoso que dispensan de m anera brutal y brusca
los artefactos de la feria. Pero, esta vez, el to r­
bellino ya no está fuera de la realidad ni tam po­
co separado de ella: está instalado allí y allí se
desarrolla. Aunque como el vértigo físico, esas
em briagueces y esas euforias tam bién pueden
d estru ir d u ran te algún tiem po la estabilidad de
la visión y la coordinación de los m ovim ientos, li­
b erar del peso del recuerdo, de las angustias de
la responsabilidad y de la presión del m undo, no
p o r ello su influencia term ina con el acceso. Len­
ta pero duraderam ente alteran el organism o. Sue­
len crear, con cierta necesidad perm anente, una
ansiedad insoportable. Entonces nos encontra­
m os en las antípodas del juego, actividad siem ­
pre contingente y g ratu ita. M ediante Ja em bria­
guez y la intoxicación, la búsqueda de un vértigo
hace irrupción creciente en la realidad, y es tan­
to m ás extensa y perniciosa cuanto que suscita
un hábito que constantem ente aleja el um bral
a p a rtir del cual se experim enta el desconcierto
buscado.
IJna vez más. el caso de los insectos resulta
instructivo al respecto. Hay algunos que gustan
de los juegos de vértigo com o lo dem uestran, si
no las m ariposas que danzan alrededor de la
llama, cuando menos la m anía girato ria de los
girinos, que transform an la superficie de la más
ínfim a charca en un carrusel plateado. Ahora
bien, los insectos sociales tam bién conocen la
"corrupción del vértigo'' en form a de una em ­
briaguez de consecuencias desastrosas.
Así, una horm iga de las m ás com unes, la for-

99
m ica sanguínea, lame con avidez los exudados
odorantes form ados dc éteres grasos que segre­
gan las glándulas abdom inales dc un pequeño co­
leóptero llam ado lochem usa strum osa. I.as hor­
m igas introducen en sus nidos las larvas d c éste
y las alim entan con tan to cuidado que descui­
dan las suyas. Pronto las larvas de la lochem u-
sa devoran a las crías dc las horm igas. Mal aten ­
didas, las reinas de estas ya no engendran sino
seudóginos estériles. El horm iguero decae y des­
aparece. I-a form ica fusca que, en libertad, m ata
a la lochem usa, la deja vivir cuando es esclava
de la form ica sanguínea. P o r esc m ism o gusto de
una grasa perfum ada, m antiene con ella al áte­
m eles e m arginatus que tam bién la a rra s tra a
su pérdida. No obstante, destruye a este p ará­
sito cuando es esclava de la fórm ica rufa, que
no lo tolera. No se tra ta entonces dc ninguna
influencia irresistible, sino de una especie dc
vicio que puede desaparecer en determ inadas
circunstancias: en particular, la servidum bre
ta n to lo suscita com o perm ite resistir a él. Los
am os im ponen sus costum bres a sus prisioneros.*
Esos casos dc intoxicación voluntaria no son
aislados. O tra especie de horm iga, la iridom yr-
m ex sanguineus de Queensland, busca las orugas
de una pequeña f a lena gris p ara beber el líquido
em briagador que em iten. Presiona con sus m an­
díbulas la carne jugosa de esas larvas para ha­
cerle so lta r el líquido que contiene. Cuando ha
agotado una oruga, pasa a o tra. La desgracia
* Henri Piéron, "Les instincts nuisibles n l'espèce
devant les théories irnnformi-suts". Sciemia, t. IX . 1911,
pp. 199*203.

100
es que las orugas de In falcna devoran los hue­
vee! Ilos de la iridom yrm ex. En ocasiones, cl in­
secto que produce cl exudado odorante "conoce”
su poder c incita a la hormiga al vicio. La oruga
del lycaena arion, estudiado p o r Chapm an y p o r
Frohaw k, está provista de una bolsa de miel.
Cuando encuentra una obrera de la cspccic w*yr-
m ica laevinodis, levanta los segm entos anteriores
de su cuerpo, invitando a la hormiga a tran s­
portarla a su nido. Pues bien, el lycaena se ali­
m enta de las larvas de la m yrmica. E sta ú ltim a
no se interesa p o r la oruga d urante los periodos
en que no produce miel. Finalm ente, un hemíp-
tero d e Java, el ptilocerus oettraecus, descrito
p o r K írkaldy y Jacobson, llera en medio de su
cara ventral una glándula con un líquido tóxico
que ofrece a las horm igas, a las cuales les gusta
mucho. De inm ediato acuden a lam erlo. El liqui­
do las paraliza y entonces son presa fácil del pti-
lóccro.4
Los com portam ientos ab erran tes de las hor­
m igas tal vez no dem uestren, com o se ha dicho,
la existencia de instintos nocivos a la especie.
Antes bien, prueban que la atracción irresistible
por un producto paralizante logra neutralizar
ios instintos m ás fuertes, en p articu lar el instin­
to de conservación que impele al individuo a ve­
lar p o r su propia seguridad y le ordena proteger
y alim en tar a su descendencia. Podría decirse
que las horm igas lo "olvidan1' lodo p o r la dio-
ga. Adoptan las conductas m ás funestas, ellas
• W . Morlon-Wcclcr. L e s S a c i é t e s d ' h i s c c t c s , trad, frnn
cesa, 1926. pi>. 312-317. En el *·Expediente- (p. 311) cito
el proceder enroe tcris !ico del pcátócero.
101
m ism as se entregan al enem igo o le abandonan
sus huevecillos y sus larvas.
De m anera extrañam ente análoga, el em bota­
m iento, la ebriedad y la intoxicación provoca­
dos p o r el alcohol llevan al hom bre p o r un ca­
m ino en que se destruye a sí m ism o de una
m anera solapada e irrem ediable. Al final, p ri­
vado de la libertad de q u erer o tra cosa que su
veneno, se ve presa de una perturbación orgá­
nica continua, singularm ente más peligrosa que
el vértigo físico, pues éste al m enos no com­
prom ete sino m om entáneam ente en él la capa­
cidad de resistir la fascinación del vacío.

En cuanto al lu d u s y a la paidia, que no son ca­


tegorías del juego sino m aneras de ju g a r, pasan
a la existencia ord in aria con su co n traste in­
m utable: el que opone el barullo a una sinfo­
nía, el garabato a la sabia aplicación de las leyes
de la perspectiva. E sta oposición sigue exis­
tiendo p o r el hecho de que una em presa con-
oeriada, en la que los diversos recursos dispo­
nibles reciben su m ejor empleo, no liene nada
en com ún con una agitación p u ra y desorde-
- nada, que sólo busca su propio paroxism o.
Lo que se tratab a de exam inar era la co rru p ­
ción de los principios de los juegos o, si se pre­
fiere, su libre expansión sin lím ite ni conven­
ción Se ha visto que se produce de modo
idéntico. T rae consigo consecuencias que tal vez
sólo en apariencia sean de desigual gravedad.
La locura o la intoxicación parecen sanciones
desproporcionadas al sim ple desahogo de uno
de los instintos del juego fuera del terren o en
que podría alcanzar su plenitud sin desgracia
irreparable. En cam bio, la superstición ocasio­
nada p o r Ια desviación del alca parece benigna.
Aún m ás, la am bición sin fren o en que acaba
el espíritu de com petencia libre de las reglas
d e equilibrio y de lealtad con frecuencia parece
su p erar al audaz que se abandona a ella. Sin
em bargo, la tentación de som eterse para la con­
ducta de la vida a las potencias inaccesibles y
al prestigio de los signos, aplicando mecánica­
m ente un sistem a de correspondencias ficticias,
no alienta al hom bre a obtener el m ejo r p a r­
tido de sus privilegios esenciales. Lo em puja al
fatalism o. Lo hace incapaz de una apreciación
perspicaz de las relaciones en tre los fenómenos.
Lo desalienta de perseverar y de esforzarse para
el triunfo pese a las circunstancias adversas.
T raspuesto a la realidad, el agon ya no tiene
más finalidad que el éxito. Se olvidan ν se des­
precian las regías de una rivalidad cortés. Apa­
recen com o sim ples convenciones m olestas e
hipócritas. Se establece una com petencia im pla­
cable. El triunfo justifica los golpes bajos. Si
e! individuo aún se contiene a causa de los tri­
bunales o de la opinión, para las naciones p a re ­
cería perm itido, si no m eritorio, hacer la guerra
de m anera ilim itada c implacable. Las diversas
restricciones im puestas a la violencia caen en
desuso. Las operaciones ya no se lim itan a las
provincias lim ítrofes, a las plazas fuertes y a
los m ilitares. Ya no se conducen de acuerdo con
una estrategia que en ocasiones ha hecho que
la propia guerra parezca un juego. É sta se ale­
ja entonces del torneo y del duelo, en pocas
103
palabras, de la lucha reglam entada en campo
cerrado, p ara en co n trar su form a total en las
destrucciones masivas y las m atanzas de las po­
blaciones.

Toda corrupción de los principias del juego se


m anifiesta en un abandono de esas convencio­
nes precarias y dudosas que siem pre seguirá
siendo posible, si no es que provechoso, negar,
pero cuya difícil adopción ha dejado sin em bar­
go m arcas en el desarrollo de Ja civilización. Si
los principios de los juegos corresponden en
efecto a instintos poderosos (competencias, b ú s­
queda de la suerte, sim ulacro, vértigo), fácil­
m ente se com prende que no pueden recibir una
satisfacción positiva y creadora sino en condi­
ciones ideales y circunscritas, las que proponen
en cada caso las reglas de los juegos. Abando­
nados a si mism os, frenéticos y ruinosos como
todos los instintos, es os im pulsos elementales
difícilm ente podrían tener sino funestas conse­
cuencias. Los juegos disciplinan los instintos y
les im ponen una existencia institucional. En el
m om ento en que les conceden una satisfacción
form al y lim itada, los educan, los fertilizan y
vacunan el alm a co n tra su virulencia. Al mismo
tiem po, los hacen apropiados para contribuir
útilm ente al enriquecim iento y a la fijación de
los estilos de las culturas.

104
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V. POR UNA SOCIOLOGÍA A PA RTIR
DE LOS JUEGOS

D urante m ucho tiem po, el estudio de los jue­


gos sólo lia sid o la h isto ria de los juguetes. Se
ha puesto m ucho m ás atención en los instru­
m entos o en los accesorios de los juegos que
en su naturaleza, en sus características, en sus
leyes, en los instintos que suponen y en el gé­
nero de satisfacción que procuran. En general,
se les consideraba sim ples e insignificantes di­
versiones infantiles. P o r tanto, no se soñaba en
atribuirles el m enor valor cultural. Las inves­
tigaciones em prendidas sobre eJ origen de los
juegos o de los juguetes no han hecho sino con­
firm ar esa prim era im presión de que los jugue­
tes son utensilios y los juegos com portam ientos
divertidos y sin envergadura, abandonados a los
niños cuando los adultos han encontrado algo
m ejor. Asíf las arm as caídas en desuso se cons­
tituyen en juguetes: el arco, el escudo, la cer­
batana. la honda. El balero y el trom po fueron
en un principio artefactos mágicos. Diversos
juegos se basan tam bién en creencias perdidas
o reproducen en el vacío ritos desprovistos de
significado. Las rondas y las canciones infanti­
les aparecen igualm ente com o antiguos encan­
tam ientos fuera de uso.
"Todo viene a menos en el juego", se ve lie-
vado a concluir el lector de H irn, de Groos, de
lady Gomme, do Carrington Bolton y de tantos
otros.1
Sin em bargo, en 1938 Hui/.inga sostiene exac­
tam ente la tesis opuesta, en su obra capital
H om o ¡«dens: la cu ltu ra proviene del juego. El
juego es libertad e invención, fantasia y disci·
plina a un mismo tiempo. Todas las m anifes­
taciones im portantes de la cultura están cal­
cadas de cl. Son trib u tarias del espíritu de
investigación, del respeto a la regla, del desape-

1F.sta tesis es ia más difundida y la más poplar;


goza del favor público. De ese modu es la que viene a
Ja mente de un escritor tan poco avezado en ese terreno
como Jean Giraudoux. De improviso, hace de ella un
resumen gráfico, caprichoso <*n c! detalle, pero en ge­
neral si&nlí¿cativo. Scgdn é), los hombres habrían "imi.
tado mediante el juego las ocupaciones corporales —y
a vcccs también las roundes— a que la vida Ios obli­
gaba a renunciar". Así, con ayuda de la imaginación,
Codo -5C explica fácilmente: 'Έ1 corredor, siendo jxer*
seguido por su competidor, persigue una pieza cíe caza
o a un enemigo imaginarlo. El hombre de los apare­
jos trepa a cortar frutos prehistóricos. El esgrimista
se bate con el duque de Guisa o con Cymno y el lan­
zador de Jabalina con los medas y con los persas. En
el pillapilta el niño trepa íuera del alcance del saurio.
ΠΙ jugador de hockey evita piedras bizantinas v el
jugador de póquer se vale de la última reserva de bru­
jería dada a los ciudadanos en traje de calle para
hipnotizar y sugerir. De cada una de nuestras ocupa­
ciones do muerte ha quedado un testimonio que es eí
juego: es la historia imitada de los primeros tiempos
del inundo, y el deoorte, que es la pantomima de las
épocas difícifcs de lucha, se escoge entonces especial­
mente para que el cuerpo conserve su flexibilidad y
su fuerza primitivas." Jean Giraudoux. Sort* Ponx'üiri,
1946. pp. 112*113.

107
go que crea y que m antiene. En ciertos aspectos,
las reglas del derecho, las <Ie la prosodia, del
contrapunto y de la perspectiva, las de la puesta
en escena y de la liturgia, las de la táctica mi­
litar, las de la controversia filosófica son otras
ta n ta s reglas de juegos. Constituyen convencio­
nes que es preciso resp etar. Sus redes sutiles
fundan nada menos que la civilización.
"¿H abrá salido todo del juego?", nos pregun­
tam os al c e rra r Homo ludens.
Las dos tesis se contradicen casi absoluta­
mente. No creo que nunca se las haya confron­
tado todavía, sea para decidir en tre ellas, sea
para articu larlas una a o tra. Fuerza es aceptar
que parecen lejos de concordar fácilmente. En un
caso, los juegos se presentan de m anera siste­
m ática com o degradaciones de aquellas activi­
dades de los adultos que, habiendo perdido su
seriedad, caen al nivel de distracciones anodi­
nas. En el otro, el espíritu de juego está en el
origen de las convenciones fecundas que perm i­
ten el desarrollo de las culturas. Estim ula el
ingenio, el refinam iento y la invención. Al mismo
tiem po, enseña la lealtad respecto del adversa­
rio y da un ejem plo de com petencias en que la
rivalidad no sobrevive al encuentro. P o r el ca­
m ino del juego, el hom bre está en posibilidad
de d e rro ta r la m onotonía, el determ inism o. la
ceguera y la brutalidad de la naturaleza. Apren­
de a co n stru ir un orden, a concebir una eco­
nomía, a establecer una equidad.

Sin em bargo, p o r mi p arte no creo imposible


resolver la antinom ia. El espíritu de juego es
108
esencial p ara la cultura, pero, en el transcurso
de la historia, juegos y juguetes son residuos de
ella. Como supervivencias incom prendidas de un
estado caduco o préstam os tom ados de una cul­
tu ra ajena, privados de sentido en aquella en
que se les introduce, los juegos siem pre aparecen
fuera del funcionam iento de la sociedad en que
se les encuentra. En ella ya sólo se les tolera,
m ientras que en una fase an terio r o en la socie­
dad de que han surgido eran p arte integrante
de sus instituciones fundam entales, laicas o sa­
gradas. Entonces, ciertam ente no eran juegos
en absoluto, en el sentido en que se habla de
juegos de niftos, pero no p o r ello ddjaban de p a r­
ticipar ya de la esencia del juego, tal como la
define precisam ente Iluizinga. Su función social
ha cam biado, pero no su naturaleza. La tran s­
ferencia y la degradación sufrida los despojaron
de su significación política o religiosa. Pero esa
decadencia no ha recho sino revelar, aislándo­
lo, aquello que contenían en sí y que no era
o tra cosa que estru ctu ra d e juego.
E s tiem po d e d a r ejem plos. La m áscara ofre­
ce cl principal y sin duda el m ás notable de
ellos: un objeto sagrado, difundido universal-
m ente y cuyo paso al estado de juguete tal vez
seftale una m utación capital en la historia de la
civilización. Pero hay o tro s casos bien com pro­
bados de ese tipo de desplazam iento. La cuca-
fia se vincula a los m itos de la conquista del ciclo
y el fútbol a la disputa del globo so lar en tre dos
fratrías antagónicas. Algunos juegos de cuer­
das sirvieron para au g u rar la preem inencia de
las estaciones y de los grupos sociales que Ies
109
correspondían. Antes de ser un juguete en E uro­
pa hacia fines del siglo x v n i, la com eta figuraba
en el Extrem o Oriento el sim a exterior de su
propietario que perm anecía en tierra, aunque
vinculado mágicam ente (y en realidad, p o r me­
dio de la cuerda con la cual se retiene el arte­
facto) a la frágil arm adura de papel abandonada
a los rem olinos de las corrientes de aire. En
Corea, la com eta hacía función de chivo expia­
torio para lib rar de los males a una com unidad
de pecadores. En China fue utilizada p ara me­
d ir las distancias; a m anera de telégrafo rudi­
m entario, p ara tran sm itir m ensajes sim ples y, fi­
nalm ente, para lanzar una cuerda p o r encim a
de una co rrien te de agua y perm itir tender así
un puente de barcos. En Nueva Guinea, se em ­
pleaba para rem olcar em barcaciones. La rayuela
probablem ente representaba el laberinto en que
se extraviaba en un principio el iniciado. En el
juego del pillapilla, tras la inocencia y la agi­
tación se ha reconocido !a temible elección de
una víctim a propiciatoria: designada p o r un fa­
llo del destino, antes dc serlo por las sílabas
sonoras y vacias dc la ronda infantil, la víctima
podía (o cuando menos eso se supone) desha­
cerse de su mancha pasándola por contacto a
quien alcanzaba corriendo.
En el Egipto dc los faraones, con frecuencia
se representa un tablero en las tum bas. Las cin­
co casillas de la parte inferior derecha están
adornadas de jeroglifos benéficos. Por encima
del jugador, algunas inscripciones se refieren a
las sentencias del juicio de los m uertos, que
preside; Osiris. El difunto se juega la suerte en
110
el o tro m undo y gana o pierde la eternidad bien­
aventurada. En la India védica. el sacrificante
se mccc en un colum pio para ayudar al sol a
su b ir al ciclo. Se supone que el trayecto del co­
lum pio vincula al ciclo y a la tierra. El columpio
se asocia com únm ente a las ideas de lluvia, de
fecundidad y de renovación de Ja naturaleza. En
prim avera, se mece solem nem ente a K am a, dios
del am or, y a K rishna, p atrón de los rebaños; El
columpio cósmico lleva consigo al universo en
un vaivén eterno en que son arrastrad o s los se­
res y los m undos.
Los juegos periódicos celebrados en Grecia
iban acom pañados de sacrificios y de procesio­
nes. Dedicados a una divinidad, constituían por
sí mism os una ofrenda: la del esfuerzo, de la
destreza o de la gracia. Aquellas com petencias
deportivas eran antes que nada una especie de
culto, la liturgia de una cerem onia piadosa.
De m anera general, los juegos de azar se han
vinculado constantem ente u Ja adivinación, del
mismo modo que los juegos de fuerza o de des
treza, o los torneos de enigmas tenían valor pro­
batorio en los rituales de entronización en algún
cargo o m inisterio im portante. El juego actual
con frecuencia perm anece mal desligado d e su
origen sagrado. Los esquim ales sólo juegan ba­
lero en el equinoccio de prim avera. Y aun enton­
ces sólo lo hacen a condición de no tener que
ir de caza al día siguiente. Ese periodo de pu­
rificación no se explicaría si el balero no hubiese
sido en un principio algo más que una simple
distracción. A decir verdad, da lugar a toda
clase de recitaciones mnem olécnicas. En Ingla·

111
terra, subsiste una fecha fija para ju g a r trom po
y es legítimo apoderarse de aquel que es bailado
fuera de tem porada. Sabem os que an tañ o al­
deas, parroquias y ciudades poseían trom pos
gigantescos, que las cofradías hacen g ira r ritual-
m ente en ocasión de ciertas fiestas. P o r lo cual,
una vez m As, el juego infantil parece surgido
de una prehistoria cargada de significación.
Por su parte, las rondas y las pantom im as
parecen prolongar o reproducir liturgias olvi­
dadas. Por ejem plo, en Francia, La T our prends
garde, (La to rre en g u ard ia). Le Pont du Nord,
(El puente del norte) o Les Chevaliers du Guet,
(Los caballeros al acecho). Lo m ism o, en la
G ran B retaña, Jefiny Jones u O ld Rogers.
No se ha necesitado más p ara en co n trar en
el guión de esas diversiones rem iniscencias del
m atrim onio por rapto, de diversos tabúes, de
ritos funerarios y de m últiples costum bres olvi·
dadas.
Λ fin de cuentas, difícilm ente hay juego que
no haya parecido a los historiadores especializa­
dos com o el últim o estadio de la decadencia p ro ­
gresiva de una actividad solem ne y decisiva que
com prom etía la prosperidad o el destino de los
individuos o de las com unidades. Sin em bargo
me pregunto si esa doctrina, que consiste en
considerar cada juego com o m etam orfosis ú lti­
m a y hum illada de tina actividad seria no es
errónea en lo fundam ental y. para acab ar pron­
to, una p u ra y simple ilusión de óptica, que no
resuelve de ninguna m anera el problem a.
E s muy cierto que cl arco, la honda y la cerba­
tana subsisten como juguetes, habiendo sido
sustituidos p u r arm as m ás poderosas. Pero los
niños tam bién juegan con pistolas dc agua o de
fulm inantes, con rifles de aire com prim ido, cuan­
do ni la pistola ni el fusil han dejado dc usarse
entre los adultos. Tam bién juegan con tanques,
con subm arinos y con aviones en m iniatura, que
dejan caer sim ulacros d e bom bas atóm icas. Ño
hay ningún arm a nueva que al punió no sea
producida com o juguete. En cam bio, no es del
todo seguro que los niños prehistóricos no ju ­
garan ya con arcos, con hondas y con cerbatanas
im provisados, en el m om ento en que sus p a­
dres los utilizaban “en serio” o “de veritas'*,
como reza de una m anera sum am ente revelado*
ra en el lenguaje infantil. Es dudoso que se haya
esperado la invención del autom óvil p ara Jugar
a la diligencia. El juego del m onopoli reproduce
el funcionam iento del capitalism o: pero no es
su sucesor.
La observación rio es menos válida para lo sa­
grado que p ara lo profano. Las kachinas son
sem idivinidades, objeto principal de la piedad
de los indios pueblos de Nuevo México: lo cual
no im pide que los mism os adultos que las vene­
ran y las en cam an en el transcurso de danzas
enm ascaradas fabriquen m uñecas a sem ejanza
suya p ara diversión dc sus hijos. Del mismo
modo, en los países católicos, los niños juegan
com únm ente a la misa, a la confirm ación, al m a­
trim onio y al entierro. Sus padres los dejan ha­
cer, al menos m ientras la im itación sea respe­
tuosa. En el Africa negra, los niños fabrican de

113
m anera análoga m áscaras y rombos, pero por
o tra parle se les castiga p o r las m ism as razones
si la im ilación rebasa los lím ites y cobra un ca­
rácter dem asiado paródico o sacrilego.
En una palabra, los niños im itan corriente­
m ente instrum entos, sím bolos y rituales de la
vida religiosa, com portam ientos y adem anes de
la vida m ilitar. Les gusta com portarse como
adultos, fingir p o r un m om ento que son adul­
tos. Asi. por poco im presionante o solem ne que
sea, y sobre todo m el oficiante viste p ara rea­
lizarla algún tra je especial, toda cerem onia nor­
m alm ente sirve de base a un juego que la re­
produce en falso. De allf el éxito de las arm as
juguete y de las panoplias que. gracias a algu­
nos accesorios característicos y a los elementos
de un disfraz rudim entario, perm iten al niño
transform arse en oficial, en agente de policía,
en jockey, en aviador, en m arino, en vaquero, en
cobrador de autobús, o en cualquier o tro perso­
naje notable que le haya llam ado la atención. Y
lo m ism o ocurre con la muñeca que, en todas
las latitudes, perm ite a la chiquilla im itar a su
m adre, ser una madre.
\ Tos vemos llevados a sospechar que no hay
ninguna degradación de una actividad seria en
la diversión infantil sino, antes bien, presencia
sim ultánea de dos registros distintos. El niño
indio se divertía ya con el colum pio en el m o­
m ento en q u e el oficiante mecía piadosam ente
a K am a o a K rishna en el colum pio litúrgico
suntuosam ente adornado de pedrerías y de guir­
naldas. Los niños de hoy juegan a los soldados
sin que los ejércitos havan desaparecido. ¿Cómo
114
im aginar que algún día desaparecerá el Juego
de la muñeca?

Para p asar a las ocupaciones de los adultos, el


torneo es un juego, pero no la guerra. Según la5
épocas, en ella m ueren pocos o muchos. Cierto
es que se puede m orir en un torneo, pero sólo
por accidente, como en una carrera autom ovi­
lística, en una pelea de boxeo o en un encuentro
de esgrim a, pues el torneo está más reglam en­
tado. más separado de la vida real y m ejo r cir­
cunscrito que la guerra. Además, p o r su natu-
raleza carece de consecuencias fuera de la liza: es
una pura ocasión de proezas prestigiosas que
hace olvidar la hazaña siguiente, a la m anera en
que una nueva m arca b o rra la actuación an te­
rior. Asimismo, la rufeta es un juego, pero no
la especulación, en que sin em bargo el riesgo
no es m enor: la diferencia radica en que, en un
caso, nos guardam os de influir en la su erte m ien­
tra s que, en el otro , nos dedicam os en cam bio
a influir en la decisión final, sin más lím ite que
el miedo al escándalo o a la prisión.
De ese modo se ve que el juego no es en
absoluto residuo anodino de una ocupación de
adulto abandonada, aunque posiblem ente pueda
perpetuar un sim ulacro, cuando ella m ism a es
caduca. Antes que nada, se presenta como una
actividad paralela o independiente, que se opone
a los actos ν a las decisiones de la vida ordinaria
m ediante características especificas que le son
propias y que hacen que sea un juego. Son ca­
racterísticas especificas que tra té de definir y
de analiza» antes que nada.

115
Asi, los juegos dc niños pur una p arle (y cómo
algo muy natural) consisten en im itar a los adul­
tos, de la m ism a m anera que su educación tiene
como finalidad la dc prep ararlo s p a ra sor a su
vez adultos encargados de responsabilidades
efectivas, no im aginarias ni tales que baste der
cir “ya no juego" para abolirías. Pues bien, no
debe olvidarse que p o r su parle los adulios
no dejan dc ju g a r a juegos com plejos, variados
y en ocasiones peligrosos, pero que no p o r ello
dejan de s e r juegos, pues se les siente como
tales. Aunque la fortuna y la vida pueden com ­
prom eterse en ellos tanto com o en las activi­
dades llam adas serias o más que en ellas, todos
las distinguen al punió d e éstas, aun cuando
parezcan al jugador m ucho menos im portantes
para él que el juego que lo apasiona. En efec­
to, el juego perm anece separado, cerrado y en
principio sin repercusión im portante en la soli­
de/. y en la continuidad dc la vida colectiva e
institucional.
Los num erosos au to res que se han em peñado
en ver en los juegos, y sobre todo en los juegos
infantiles, degradaciones placenteras e insignifi­
cantes de actividades antiguam ente llenas de sen­
tido y consideradas decisivas, no han apreciado
lo suficiente que el juego y la vida co rrien te son,
de m anera constante y dondequiera, cam pos an ­
tagónicos y sim ultáneos. Sin em bargo, tal e rro r
dc perspectiva no está exento de valiosas ense­
ñanzas. Demuestra con seguridad que la historia
vertical de los juegos, q u iero decir su transfor­
mación en el transcurso del tiem po —el destino
dií una liturgia que acaba en ronda, de un ins-
t r t J m c n t o mágico o de un objeto de culto que
se constituye en juguete— se halla lejos de in­
form ar sobre la naiuraleasa del juego al grado
que han im aginado los eruditos que descubrie­
ron esas pacientes ν arriesgadas filiaciones. En
cam bio, com o de caram bola, éstas establecen
que el juego es consustancial a la cultura, cuyas
m anifestaciones m ás sorprendentes ν m ás com ­
plejas aparecen ligadas estrecham ente a estru c­
turas de juegos, si no es que como estru ctu ras
de juegos tom adas en serio, erigidas en in stitu ­
ciones y en legislaciones, constituidas en estru c­
turas im periosas, aprem iantes e irrem plaçables,
prom ovidas, en una palabra, a reglas del juego
social y a norm as de un juego que es m ás que
un juego.

A fin de cuentas, el problem a de sab er quién


precedió a quién, el juego o la estru ctu ra seria,
se presenta com o muy vano. Explicar los juegos
a p artir de las leyes, las costum bres y las litur­
gias o. por el contrario, explicar 5a ju rispruden­
cia, la liturgia, las reglas de la estrategia, del
silogismo o de la estética m ediante el espíritu
de juego, son operaciones com plem entarias, e
igualm ente fecundas, cuando no pretenden ser
exclusivas. Con frecuencia, las estru ctu ras del
juego y las estru ctu ras útiles son idénticas, pero
las actividades respectivas que ordenan son irre­
ductibles una a o tra en un m om ento y en un
lugar determ inados. En todo caso, se ejercen
en terrenos incompatibles.
No obstante, aquello que se expresa en los
juegos no es distinto de lo que se expresa en
117
una cultura. Los resortes coinciden. Cierto es
que, con el tiem po, cuando una cu ltu ra evolu­
ciona, lo que era institución sin duda puede
verse degradado. Un contrato o tro ra esencial es
convencionalism o de p u ra form a, que cada cual
respeta o m enosprecia a voluntad, porque so­
m eterse a él es en adelante preocupación sun­
tu aria y lujosa, supervivencia prestigiosa y sin
repercusión en el funcionam iento actual de la
sociedad considerada. Poco a poco, aquella re­
verencia caduca decae al nivel de una simple
regla de juego. Pero el solo hecho de que en
un juego so pueda reconocer un antiguo elemen­
to im portante del m ecanism o social revela una
extraordinaria connivencia y algunas sorpren­
dentes posibilidades de intercam bio en tre dos
campos.

Toda institución funciona en p arte com o un ju e­


go, de suerte que cambien se presenta com o un
juego que h a sido preciso in stau rar, que se apo­
ya en nuevos principios y ha debido desplazar
a u n juego antiguo. Ese juego inédito responde a
o tras necesidades, da prioridad sobre o tras nor­
m as y a o tras legislaciones y exige o tra s virtudes
y o tras aptitudes. Desde ese punto de vista, una
revolución aparece como un cam bio de las re­
glas del juego: por ejem plo, las ventajas o las
responsabilidades poco antes reservadas a cada
cual p o r azares de su nacim iento en lo sucesivo
se deben o b ten er por m éritos, gracias a un con­
curso o a un examen. En o tras palabras, los
principios que rigen los distintos tipos de juego
—el azar o la destreza, la suerte o la superiori­
118
dad demostrada·— tam bién se m anifiestan fuera
del universo cerrado del juego. Pero es absolu­
tam ente necesario reco rd ar que gobiernan a éste
p o r entero, sin resistencia y p o r decirlo así como
un m undo ficticio sin m ateria ni gravedad, mien­
tras que en el universo confuso c inextricable
de las relaciones hum anas reales, su acción nun­
ca es aislada ni soberana, ni tam poco está limi­
tada de antem ano, pues trae consigo consecuen­
cias inevitables. Para bien o para mal. posee una
fecundidad natural.
Sin em bargo, en am bos casos es posible iden­
tificar los mism os resortes:

La necesidad de afirmarse y la ambición de de­


m ostrar ser el mejor;
El gusto por el desafio, por la marca o simple­
mente por la dificultad vencida;
La espera, la búsqueda de los favores del des­
tino;
Et placer de lo secreto del fingimiento y del
disfraz;
Bl de tener o infundir miedo;
La búsqueda de la repetición y de la simetría
o. por el contrario, la alegría do improvisar, de
inventar y de variar al infinito las posibles so­
luciones;
El intento de elucidar un misterio o un enigma;
Las satisfacciones que procura todo arte com­
binatorio;
El deseo de medirse en una prueba de fu e ra ,
de destreza, de rapidez, dtí resistencia, de equi­
librio y ilc ingenio;
La puesta a punto de reglas y de jurispruden­
cias, el deber de respetaría* y la tentación de
violarlas;
119
Finalmente, cl embotamiento y la embriague/.,
la nostalgia del éxtasis y el deseo de un pánico
voluptuoso.

Difícilm ente habrá alguna dc osas actitudes


o alguno de esos im pulsos, por lo dem ás con
frecuencia incom patibles entre sí, que no se en­
cuentre tan to en el m undo m arginal y abstracto
del juego com o en el m undo no protegido de la
existencia social, en que los actos p o r lo general
tienen su pleno efecto. Pero en ellos no son dc
igual necesidad, no desem peñan el m ism o papel
ni go/an del m ism o crédito.
Además, es imposible m antener en tre ellos el
equilibrio de la balanza. En gran p arte, se ex­
cluyen el uno al otro. Allí donde se favorece a
algunos, se descalifica obligatoriam ente a los
dem ás. Según los casos, se obedece al legisla
o se escucha al furioso; se confia en el cálculo o
en la inspiración; se estim a la violencia o la di­
plomacia; se da preferencia al m érito o a la ex­
periencia. a la sabiduría o a cierto sab er no
verificablc (y p o r tanto indiscutible) que su­
puestam ente procede dc los dioses. Así, en cada
cultura se efectúa un rep arto im plícito, inexacto
e incom pleto entre aquellos valores a los que se
reconoce una eficacia social y los dem ás va­
lores.
Estos, alcanzan entonces su plenitud en los te­
rrenos secundarios que les son abandonados y
en que el juego ocupa un lugar im portante. Asi,
cabe preguntarse si la diversidad de las cultu­
ras, los rasgos particulares que dan a cada cual
su fisionom ía particular, no tienen relación con
120
la naturaleza de algunos de los juegos que sc
ven prosperar en ellas ν que no gozan en o tras
partes de la mism a popularidad.

Es evidente que preten d er definir una cultura


únicam ente a p a rtir de sus juegos sería una ope­
ración tem eraria y probablem ente falaz. En efec­
to, cada cultura conoce y practica simultánea»
m ente un gran núm ero de juegos de espedes
distintas. Sobre todo, no es posible determ inar
sin un análisis previo cuáles concuerdan con los
valores institucionales, cuáles los confirm an y
los fortalecen y. por el contrario, cuáles los con­
tradicen, los ridiculizan y representan de esc
modo, en la sociedad considerada, com pensacio­
nes o válvulas de escape. Para to m ar un ejem­
plo, es claro que. en la Grecia clásica, los juegos
de estadio ejem plifican el ideal de la ciudad y
contribuyen a realizarlo; en cam bio, en algunos
E stados m odernos, las loterías nacionales o las
quinielas en las carreras de caballos se oponen
al ideal proclam ado: pero no por ello dejan de
tener un papel significativo, y tal vez indispen­
sable, en la m edida en que, precisam ente, ofre­
cen una contrapartida de naturaleza aleatoria
a las recom pensas que, en principio, sólo debe­
rían b rin d a r el trab ajo y el m érito.
De todos modos, puesto que el juego ocupa
un terreno propio cuyo contenido es variable y
a veces incluso intercam biable con el de la vida
corriente, antes que nada era im portante deter­
m inar lo m ejor posible las características espe­
cificas de esa ocupación que se considera propia
del niño, pero que no deja de seducir al adulto

121
con o tras form as. Lo cual constituye mi preocu­
pación primordio!.
Λ1 m ism o tiem po, he debido com probar que,
en el m om ento en que el adulto se entrega a él,
ese supuesto solaz no es menos absorbente que
su actividad profesional. Con frecuencia le inte­
resa más. Λ veces exige de él m ayor gasto de
energía, de destreza, de inteligencia o de aten­
ción. Esa libertad, esa intensidad y el hecho de
que la conducta se vea exalfada por ellas y se
desarrolle en un m undo separado c ideal, al
abrigo de loda consecuencia fatal, explican, se­
gún creo, la fertilidad cultural de los juegos y
perm iten com prender cómo la elección de que
dan testim onio revela p o r su parte el rostro, el
estilo y Jos valores de cada sociedad.
Asi, convencido de que necesariam ente existen
entre los juegos, las costum bres y las in stitu ­
ciones estrechas relaciones de com pensación o
de connivencia, no m e parece p o r encim a de
toda conjetura razonable averiguar si el destino
m ism o de las culturas, su posibilidad de éxito,
su peligro de estancam iento no se encuentran
inscritos tam bién en la preferencia que conceden
a una u o tra de las categorías elem entales entre
las cuales crei poder rep artir los juegos y que
no tienen por igual la m ism a fecundidad. En
otras, palabras, no sólo em prendo una sociología
de los juegos. Tengo la idea de establecer las
bases de u n a sociología a p a n ir de los juegos.

SEGUNDA PARTE
VI. LA TEORÍA AMPLIADA DE
LOS JUEGOS

L as a c titu d e s elem entales que rigen los juegos


—com petencia, suerte, sim ulacro, vértigo— 110
siem pre se encuentran aisladas. En repetidas
ocasiones se ha podido com probar que eran ap­
tas para conjugar sus seducciones. Numerosos
juegos se basan incluso en su capacidad de aso­
ciación. Sin em bargo, aún falta que principios
tan m arcados concuerden indistintam ente. To­
m ándolas sólo de dos en dos. las cu atro actitu ­
des fundam entales perm iten en teoría seis con­
junciones posibles y sólo seis. Una a una, cada
cual se conjuga con una de las o irás 1res:

Competencia-suerte (agon-alea) ;
Competencia-simulacro (agon-mimicry) ;
Competencia-vértigo (agort-iUnx) ;
Suerte-sim ulacro (alea-mimicry) ;
Suerte-vértigo (alea-ilinx) ;
Sim ulacro-vértigo (m im icry-ilinx) .

Cierto es que se podrían prever com binacio­


nes ternarias, pero es visible que casi siem pre
constituyen sólo yuxtaposiciones ocasionales que
no influyen en el c a rá c te r de los juegos en que se
les observa: asi. una carrera de caballos, agón
típico para los jockeys, es al m ism o tiem po un
espectáculo que como tal sc vincula a la m im i­
cry y un pretexto para las apuestas, mediante
las cuales la com petencia es base del alea. Sin
em bargo, no p o r ello los tres cam pos dejan dc
ser relativam ente autónom os. El principio de la
carrera no se modifica porque se apueste a los
caballos. No hay alianza, sino simplemente coin­
cidencia que. por lo dem ás, no obedece en abso­
luto al azar sino que se explica por la naturaleza
m ism a de los principios de los juegos.
Estos no pueden conjugarse siquiera de dos
en dos con igual facilidad. Su contenido da a
las seis conjunciones teóricam ente posibles un
nivel de probabilidad y de eficacia muy distinto.
En ciertos casos, la naturaleza de esos conteni­
d as o bien hace su alianza inconcebible desde
un principio o bien la suprim e del universo del
juepo. Algunas o tras com binaciones, que no es­
tán prohibidas p o r la naturaleza de las cosas,
siguen siendo puram ente accidentales. No corres­
ponden a afinidades im periosas. Puede suceder
finalm ente que en tre las grandes tendencias se
m anifiesten solidaridades const it ucionales que
oponen las diversas especies de juegos. B rus­
cam ente sale a la luz una com plicidad decisiva.
Por eso. luego dc un exam en, de las seis con­
junciones previsibles untre los principios de los
juegos dos parecen antinaturales, dos más, sim ­
plem ente viables, m ientras aue las dos últim as
reflejan connivencias esenciales
E s im portante ap reciar con m ayor detenim ien­
to cómo se articula esa sintaxis.
i . Cos.IUNCIONES PROHIBIDAS

En prim er lugar, es claro que el vértigo no po­


dría llegar a asociarse con la rivalidad reglamen­
tada, sin desnaturalizarla al punto. Tanto la
parálisis que provoca com o la furia ciega que
desarrolla en otros casos constituyen la negación
estricta de un esfuerzo controlado. Ambas des­
truyen Jas condiciones que definen cl agon: cl
recurso eficaz a la destreza, a la fuerza y »I cálcu­
lo; el dom inio de sí; el respeto a Ja regla; el
deseo de m edirse con arm as iguales; la sumisión
previa al veredicto de un árb itro ; la obligación
reconocida de antem ano de circunscribir !a lu­
cha a los límites convenidos, etc. De ello no su b ­
siste nada.
Decididamente, la recia y el vértigo son in­
com patibles. Tampoco el sim ulacro y la suerte
parecen adecuados ni para la m enor conniven­
cia. En efecto, toda astucia deja sin ob jeto la
consulta de la suerte. T ra ta r de engañar al azar
no tiene sentido. El jugador pide un Tallo que le
asegure el favor incondicional del des lino. F.n
el m om ento en que lo solicita, no podría imitai
a un personaje extraño ni tam poco creer o ha­
cer creer que es alguien d istin to de si mismo.
Por lo dem ás, ningún sim ulacro puede p o r defi­
nición engañar a la fatalidad. El alca supone un
abandono pleno ν entero al capricho d e la suer­
te, renuncia ésta que se opone al disfraz o al
subterfugio. De otro modo, se en tra en el terreno
de la magia: de lo que se trata es de fo rzar al
destino. Como hace un m om ento lo fue el prin­
cipio del agon p o r el vértigo, ah o ra es destruido
127
/

cl principio del alca y deja de haber juego p ro ­


piam ente dicho.

2. Co n ju n c io n e s c o n t i n g e n t e s

En cam bio, el alca so asocia sin m enoscabo con


el vértigo y la com petencia con la m im icry. En
efecto, es dc sobra conocido que, en los juegos
de azar, un vértigo p articu lar hace presa tanto
del jugador favorecido p o r la buena suerte como
d e aquel que es perseguido p o r la mala. Ya no
sienten la fatiga y apenas tienen conciencia dc
lo que ocurre a su alrededor. E stán como aluci­
nados p o r la bola que va a detenerse o por la
carta que van a descubrir. Pierden la san g re fría
V en ocasiones arriesgan por encim a d e su h a­
ber. El folclor de los casinos abunda en anéc­
dotas significativas a ese respecto. Pero es im­
p o rtan te señalar que el ilinx, que d estruía al
afton, no hacc al alca im posible en absoluto. Pa­
raliza al jugador, lo fascina, lo enloquece, pero
de ningún modo lo hace violar las reglas del
juego. Incluso se puede afirm ar que lo somete
m ás a las decisiones dc la su erte y lo convence
dc abandonarse a ella dc una m anera m ás com ­
pleta. El alea supone una renuncia a la voluntad
y es com prensible que esla produzca o desarro­
lle un estado de trance, dc posesión o d c hipno­
sis. En ese aspecto hay una verdadera com bi­
nación de las dos tendencias.
Una com binación análoga existe en tre el agón
y la m im icry. Ya an tes he tenido la ocasión dc
subrayarlo: toda com petencia es en s í un es­
128
pectáculo. Se desarrolla según rég lai idénticas
y en la m ism a espera del desenlace. Pide la pre­
sencia de un público que se precipita a las ta­
quillas del estadio o del velódrom o, com o lo
hacc a las del teatro o del cinc.
Los antagonistas son aplaudidos a cada tanto
que se apuntan. Su lucha tiene peripecia«» que
corresponden a los distintos actos o a los epi­
sodios de un dram a. En fin, éste es el m om en­
to de recordar h asta qué grado son personajes
intercam biables el cam peón y la estrella. Una
vez m ás. luiy aquí una com binación de dos ten­
dencias, pues la ntbnicry no sólo no es nociva
para el principio del agon, sino que lo refuerza
p o r la necesidad en que está cada com petidor
de no d efrau d ar a un público que lo aclama y
lo dom ina a la ve/.. Se siente en uno represen·
tación, está obligado a ju g a r lo m e jo r posible, es
decir, p o r un lado con perfecta corrección y. por
el otro, esforzándose al máximo por obtener la
victoria.

3. Co n ju n c io n e s fu n d a m ó n ta l es

Quedan p o r exam inar los casos en que se com ­


prueba una connivencia esencial en tre los prin­
cipios de los juegos. A ese respecto, nada más
sorprendente que la exacta sim etría que aparece
en tre la naturaleza del agon y la del alea: éstas
son paralelas y com plem entarias. Una y o tra exi­
gen una equidad absoluta, una igualdad de opor
tuiiidadcs m atem ática que, al menos, se acer­
que en lo posible a un rigor impecable. Reglas
de una precisión adm irable, m edidas minucio-
129
sas y sapientes cálculos p o r dondequiera. Dicho
lo cual, el m odo de designación del vencedor es
estrictam ente opuesto en los dos tipos de ju e­
gos: ya hem os visto que, en uno. el jugador
sólo cuerna consigo m ism o y, en el otro, con
todo salvo consigo. Una aplicación de todos los
recursos personales co n trasta con la deliberada
negativa a em plearlos. Pero, entre am bos extre­
m os que representan por ejem plo el ajedrez ν
los dados, el fútbol y la lotería, se despliega la
gam a de una m ultitud de juegos que com binan
en proporción variable am bas actitudes: los ju e­
gos de cartas que no son p u ro a /a r. el dom inó, el
golf y tantos o tro s en que el placer para el ju ­
gador nace de tener que sacar el m ejo r partido
posible de una situación que ól no ha creado o
de peripecias que sólo puede dirig ir parcialm en­
te. La suerte representa la resistencia opuesta
p o r la naturaleza, por* el m undo exterior o por
la voluntad de los dioses a la fu er/a. a la des­
treza o «ti saber del jugador. El juego aparece
com o la im agen m ism a d e la vida, p ero com o
una imagen ficticia, ideal, ordenada, reparada
y lim itada. Y no podría ser de o tro modo, puesto
que esas son las características inm utables del
juego.
En ese universo, el α μ ιrr y el alca ocupan el
terreno de la regla. Sin regla, no hay ni com ­
petencias ni juegos de a /a r. En el o tro polo, la
m im icry y el ilittx tam bién suponen un mundo
desordenado en que el jugador im provisa cons­
tantem ente, fiándose en una lantasía desbor­
dante o en u n a inspiración soberana v ni una
ni otra reconocen ningún código. Hace un mi>
130
m entó, el jugador recurría en cl agon a su vo­
luntad. m ientras que renunciaba a ella en el alca.
Ahora, la m im icry supone p o r p arte dc quien
se entrega a ella la conciencia del fingimiento
y del sim ulacro, m ientras que lo propio del vér­
tigo y del éxtasis es ab o lir toda conciencia.
En o tras palabras, con la sim ulación se ob­
serva una especie dc desdoblam iento dc la con­
ciencia del acto r en tre su propia persona y el
papel que representa; en cam bio, con el vértigo
hay desconcierto y pánico, si no es que eclipso
absoluto de la conciencia. Mas p o r el hecho dc
que, dc suyo, el sim ulacro sea generador dc vér­
tigo y el desdoblam iento fuente de pánico se
crea una situación fatal. Fingir que se es o tro
enajena y transporta. Llevar una m ascara em ­
briaga y libera. Dc suerte que. en esc terreno
peligroso donde la percepción se trasto rn a, la
conjunción de la m áscara y del trance resulta
de lo más temible. Provoca tales accesos, alcan­
za tales paroxism os que el m undo real resulta
aniquilado pasajeram ente en la conciencia alu­
cinada del poseído.

Las com binaciones del alca y del q?% o \\ son un


libre juego de la voluntad a p a rtir d e la satis­
facción que se siente al vencer una dificultad
concebida de m anera arb itraria y aceptada por
voluntad propia. La alianza de la tnim icry y del
ilinx da lugar a un desencadenam iento irrem i­
sible y total que. en sus form as más claras, apa­
rece como lo contrario del juego, quiero decir
corno una m etam orfosis indecible de Jas condi­
ciones d e la vida: por carecer dc orientación

131
im aginable, la epilepsia provocada de esc modo
parece im ponerse p o r tan am plio margen en
autoridad, en valor y en intensidad al mundo
real como el mundo real .se impone o las acti­
vidades form ales y jurídicas, protegidas de an ­
tem ano. que constituyen los juegos som etidos
a las reglas com plem entarias del αρ,οη y del alea
y que están, p o r su parle, enteram ente orienta­
dos. La alianza del sim ulacro y del vértigo es
tan fuerte y tan irrem ediable que pertenece na·
turalm cnte a la esfera de lo sagrado y tal vez
constituya uno de los resortes principales de la
mezcla de h o rro r y de fascinación que lo de­
term ina.
La virtud de ese sortilegio me parece inven­
cible, al grado de que no me asom bra que el
hom bre haya necesitado milenios para librarse
del espejism o. Algo se gana alcanzando lo que
com únm ente se llam a civilización. Considero al
advenim iento de ésta com o la consecuencia de
una apuesta m ás o menos análoga en todas par­
tes, pero que no p o r ello dejó de hacerse en
condiciones siem pre distintas. En esta segunda
p arte tra ta ré de co n jetu rar las grandes lincas
de esa revolución decisiva. Al final, y p o r un
cam ino im previsto, tra ta ré de determ inar cómo
se p ro d u jo el divorcio, la fisura que condenó
en secreto la co n ju ra del vértigo y del simula­
cro. que casi todo hacía im aginar de una per­
m anencia inquebrantable.

Sin em bargo, antes de em pezar el exam en de


la sustitución capital que remplaza el mundo
de la m áscara y del éxtasis por el del m érito
132
y de la suerte, en estas páginas prelim inares me
falta indicar brevem ente una sim etría. Acaba­
m os de ver que el alca se combina em inentem en­
te con cl a%on y la m im icry con el Minx. Pero al
m ism o tiem po y en el in terio r de la alianza, es
sorprendente que uno de los com ponentes re­
presente siem pre un facto r activo y fecundo y
el o tro un elem ento pasivo y ruinoso.
La com petencia y el sim ulacro pueden crear,
y efectivam ente crean, form as de cu ltu ra a las
que de buen grado se reconoce un valor ya edu­
cativo, ya estético. De ellas surgen instituciones
estables, prestigiosas, frecuentes y casi inevita­
bles. En efecto, la com petencia reglam entada no
es o tra cosa que el deporte; y el sim ulacro con­
cebido com o juego, no o tra que el teatro. En
cam bio, salvo raras excepciones la búsqueda de
la suerte y la persecución del vértigo no condu­
cen a nada, no crean nada capaz d e desarrollarse
o de establecerse. Con m ayor frecuencia ocurre
que engendren pasiones que paralizan, que in­
terrum pen o devastan.
La raíz de sem ejante desigualdad no parece
difícil de descubrir. En la prim era coalición, la
que rige el m undo de la regla, el alca y el af>on
expresan actitudes diam etralm cntc opuestas res­
pecto de la voluntad. El agón, deseo de victoria
y esfuerzo para obtenerla, im plica que el com ­
petidor cuente con sus propios recursos. Quiere
triunfar, d a r prueba de su excelencia. Nada más
fértil que esa am bición. F.n cam bio, el alea apa­
rece com o una aceptación previa O incondicional
del veredicto del destino. Est· desistim iento sig­
nifica que el jugador se abandona a una jugada

133
de dados, que no hará o tra cosa que arro jarlo s
y leer el resultado. La regla es que se abstenga
de actuar, con el fin de no falsear o fo rzar la
decisión de la suerte.
Cierto, son dos m aneras claram ente sim étri­
cas de aseg u rar un equilibrio perfecto, una equi­
dad absoluta entre los com petidores. Pero una
es lucha de. la voluntad contra los obstáculos
exteriores y la o tra es la renuncia de la voluntad
ante una señal supuesta. Asf, la em ulación es ejer­
cicio perpetuo y entrenam iento eficaz para las
facultades y las virtudes hum anas, m ientras que
el fatalism o es pereza fundam ental. La prim era
actitud ordena d esarro llar toda superioridad per­
sonal; la o tra , aguardar inmóvil y m udo una
consagración o una condena enteram ente exter­
na. En esas condiciones, no es sorprendente que
el saber y la técnica asistan y recom pensen al
agon, m ientras que la magia y la superstición,
eJ estudio de las prodigios y de las coincidencias
acom pañen infaliblem ente a las ineertidum bres
del alca.1
En el universo caótico del sim ulacro y del vér­
tigo. se puede com probar una polaridad idénti·

1 Esas acritudes opuestas -v.es necesario decirlo?·—


rara vez son puras. Los campeones se proveen de fe­
tiches (aunque no por ello dejan de contar con sus
músculos, con su destreza o con su inteligencia). Jos
Jugadores se entregan antes de apostar a sapientes
cálculos casi vanos (pero presienten, sin haber leído ni
a PuncaJré ni a Borcl, que el azar no cieñe conwtfn
ni memoria). ΠΙ hombre no pudría estar por entero ni
OCI lado del agon ni del lado del atea. Eligiendo a ujmj.
al punto consiente al oin» una especie de vergonzosa
contrapartida.
134
ca La m im icry consiste en rep resen tar delibe­
radam ente a un personaje, lo que con facilidad
se constituye en o b ra de arte, dc cálculo, dc
astucia. El acto r debe acom odarse a su papel
y c re a r la ilusión dram ática. Se ve forzado a
e sta r utento y obligado a una agilidad mental
continua: igual que quien disputa una com pe­
tencia. En cam bio, en el ilitix, sem ejante en ese
aspecto al alea, hay renuncia, y ya no sólo re­
nuncia de la voluntad, sino tam bién renuncia
dc la conciencia. El paciente la deja ir a la de­
riva y se em briaga con sentirla dirigida, dom i­
nada y poseída por fuereas extrañas. Para lo­
grarlo. sólo necesita abandonarse, lo que no
exige ni ejercita ninguna ap titu d particular.
Como el peligro en los juegos dc azar con­
siste en no poder lim itar la apuesta, aquí radica
en no poder term in ar con el desconcierto acep­
tado. De esos juegos negativos, al parecer debe
surgir cuando menos una capacidad creciente dc
resistir a una fascinación determ inada. Mas lo
cierto es lo contrario. Pues esa ap titu d sólo tiene
sentido respecto de la tentación obsesiva, de
suerte que constantem ente se pone en duda y
está com o destinada p o r naturaleza a la derro
ta. No se la educa. Se la expone hasta que su­
cum be. Los juegos dc sim ulacro conducen a las
artes del espectáculo, expresión y m anifestación
de una cultura. La búsqueda del trance y del
pánico intim o subyuga en el hom bre el discer­
nim iento y la voluntad. Hace dc el un prisionero
de éxtasis equívocos y exaltantes en los que se
cree dios y que lo dispensan de ser hom bre, y
lo aniquilan

135
Así. dentro de las dos grandes coaliciones, sólo
una categoría de juegos es verdaderam ente crea­
dora: la m im icry, en la conjura de la m áscara
y del vértigo; el agón, en aquella de la rivalidad
reglam entada y d e la suerte. Las dem ás pronto
son devastadoras. M anifiestan una solicitud des­
m esurada, inhum ana y sin remedio, una especie
de atracción horrible y funesta, cuya seducción
se debe neutralizar. En las sociedades donde
reinan el sim ulacro ν la hipnosis, a veces se
encuentra la solución en el m om ento en que el
espectáculo se im pone al trance, es dccir, cuando
ln m áscara de hechicero se constituye en m ás­
cara de teatro. En las sociedades basadas en
la com binación del m érito y de la suerte, tam bién
existe un esfuerzo incesante, desigualm ente feliz
y rápido, p o r au m en tar la participación de la
justicia en detrim ento del azar. A esc esfuerzo
se le llam a progreso.
Ahora es tiem po de exam inar el juego de la
doble relación (por una p a rte el sim ulacro y el
vertido y, p o r la o tra, la su erte y el m érito ), a
lo largo de las presuntas peripecias de ln aven·
tura hum ana, tal como la m uestran cu la actua­
lidad la etnografía y la historia.

136
VIL EL SIM ULACRO Y EL VÉRTIGO

La estabilidad dc los juegos es sorprendente. Los


im perios y las instituciones desaparecen, pero
los juegos persisten, con las m ism as reglas y a
voces con los mism os accesorios. Y es, antes que
nada, porque no son im portantes y poseen la
perm anencia de lo insignificante. Es ése un p ri­
m er m isterio. Pues, para gozar de esa especie
dc continuidad a la vez fluida y obstinada, es
preciso que se parezcan a las hojas dc los á r­
boles que m ueren de una estación a o tra y sin
em bargo se perpetúan idénticas a sí mism as; es
preciso que se asem ejen a la perennidad del
pelaje de los anim ales, del d ibujo dc las alas
de las m ariposas y de la curva de las espirales de
las conchas m arinas, que se transm iten im pertur­
bables de generación en generación. Los juegos
no gozan de esa identidad hereditaria. Son in­
num erables y cam biantes. Adoptan mil form as
distribuidas desigualm ente, como las especies
vegetales; pero, infinitam ente m ás aclim atables,
em igran y se ad aptan con una rapidez y una
facilidad tam bién desconcertantes. Existen pocos
juegos que hayan sido d urante m ucho tiem po
propiedad exclusiva de un área d e difusión de­
term inada. ¿Qué queda cuando se ha citado eJ
trom po, decididam ente occidental, y la cometa
quc\ al parecer, seguía siendo desconocido en
Europa hasta el siglo x v n t? Los dem ás juegos

137
se extendieron en focha rem ota y en una u otra
form a por el m undo entero. Son prueba de la
identidad de la naturaleza hum ana. Si en oca­
siones se pudo localizar su origen, se ha tenido
que desistir de lim itar su expansión. Cada cual
seduce p o r doquier: nos vemos obligados a con­
venir en una singular universalidad de los prin­
cipios, de las reglas, de los artefactos y de las
proezas.

a) I n t e r d e p e n d e n c ia db lo s ju eg o s

Y DE L A S C U L T U R A S

La estabilidad y la universalidad se com plem en­


tan. Aparecen tanto más significativas cuanto
que los juegos dependen en gran p arle de las
culturas en que s a le s practica. Revelan las pre­
ferencias, prolongan los usos y reflejan las creen­
cias de esas cu ltu ras. En la antigüedad, la ra-
yuela era un laberinto en que se em pujaba una
piedra —es dccir, el alm a— hacia la salida. Con
el cristianism o, el diseño se alarga y se sim pli­
fica. Reproduce el plano de una basílica: se tra­
ta de hacer llegar el alm a, de em pujar el guija­
rro, hasta el Cielo, el Paraíso, la Corona o la
Gloria, que coinciden con el alta r m ayor al de
la iglesia, representado esquem áticam ente en el
suelo m ediante una sucesión de rectángulos. En
la India, se jugaba al ajedrez con cu atro reyes.
HI juego pasó al Occidente medieval. Bajo la
doble influencia del culto a la Virgen y del am or
cortés, uno de los reyes se tran sfo rm ó en reina
o en dam a, que llegó a ser la pieza m ás fuerte.
138
m ientras que cl rey se veía confinado al papel
de pieza ideal pero casi pasiva de la p artida. Sin
em bargo, lo im portante es que esas vicisitudes
no han afectado la continuidad esencial del ju e­
go de la rayuela o del juego de ajedrez.
Se puede ir m ás lejos y denunciar p o r o tra
/p a rte una verdadera solidaridad en tre toda s o
/ ciedad y los juegos que en ella se practican
con predilección. En efecto, existe una afinidad
que no puede sino au m en tar en tre sus reglas y
las cualidades o defectos ordinarios de los miem­
bros de la colectividad. Esos juegos preferidos
y m as difundidos m anifiestan p o r una parte las
I tendencias, los gustos, los modos de razonar más
com unes y, al m ism o tiempo, educan y entre­
nan a los jugadores en esas m ism as virtudes o
en esos mism os defectos, y los confirm an insi­
diosam ente en sus hábitos o en sus preferencias.
De suerte que un juego goza del favor de un
\ pueblo al m ism o tiem po que puede servir para
i definir algunas de sus características m orales o
intelectuales, dor prueba de la exactitud de la
> descripción y contrib u ir a hacerla m ás cierta
\ al acen tu ar esas características en tre quienes se
dedican a él.
No es absurdo in te n ta r el diagnóstico de una
civilización a p a rtir de los juegos que en espe­
cial prosperan en ella. En efecto, si los juegos
son factores e imágenes de cultura, de ello se
sigue que en cierta m edida una civilización, y
en el seno de una civilización una época, puede
ser caracterizada m ediante sus juegos. Ellos
m uestran necesariam ente su fisonom ía general
y ofrecen indicaciones útiles sobre las preferen-

139
ciasr las debilidades y las f u e r a s dc una socie­
dad dada en algún m om ento de su evolución.
Para una inteligencia infinita, para el dem onio
que im aginó Maxwell, el destino dc E sparta tal
vez era legible en el rig o r m ilitar de los juegos
dc la palestra, el de Atenas en las aponías de
los sofistas, la calda dc Roma en los com bates
de los gladiadores y la decadencia dc Bizanclo
en las disputas del hipódrom o. Los juegos crean
hábitos, provocan reflejos. Hacen esp erar cierto
tipo de reacciones y p o r consiguiente invitan a
considerar las reacciones opuestas com o b ru ta­
les o hipócritas, como provocadoras o como
desleales. El contraste dc los juegos preferidos
en tre pueblos vecinos ciertam ente no ofrecc la
m anera m ás segura d e determ inar los orígenes
dc una desavenencia psicológica, pero puede, a
posteriori, d a r una explicación contundente al
respecto.

Para considerar un ejem plo, no es indiferente


que el deporte anglosajón por excelencia sea el
golf; es decir, un juego en que cada cual, en todo
m om ento, tiene tiem po de hacer tram p a a pla­
cer y como m ejor lo entiende, pero en que el jue­
go pierde estrictam ente todo interés a p a rtir del
m om ento en que se hace la tram pa. Luego, en
los mism os países, es posible no sorprenderse
de una correlación con la conducta del contri­
buyente respecto al fisco o del ciudadano res­
pecto al Estado.
Un ejem plo no menos instructivo lo d a el ju e­
go dc b araja argentino del truco, en que todo
es ardid e incluso, en cierto modo, triquiñuela.
pero triquiñuela codificada, reglam entada y obli­
gatorio. En ese juego, que se deriva del poker
y de la malilla, lo esencial para cada jugador
es hacer saber a su com pañero qué cartas y
qué com binaciones de cartas tiene en mano,
sin que se enteren sus adversarios. En cuanto
a las cartas, dispone de los juegos de fisionomía.
Una serie de mohines, de muecas, d e guiños
apropiados y siem pre los mism os corresponden
cada cual a una carta m aestra diferente. Esos
signos, que form an p a rte de la legislación del
juego, deben inform ar al aliado sin d a r luces al
enemigo. El buen jugador, rápido y discreto,
sabe aprovechar el m enor descuido del adver­
sario: una mímica im perceptible y el com pañero
está advertido. En cuanto a las com binaciones
de cartas, llevan nom bres com o flo r : la habilidad
consiste en evocar esos nom bres en el espíritu
del com pañero, sin pronunciarlos efectivam ente,
sugiriéndolos de m anera bastante vaga para que
sólo éste com prenda el m ensaje. En lo cual, una
vez más, com ponentes tan raros en un juego en
extrem o difundido y p o r decirlo así nacional
no pueden d e ja r de suscitar, d e m antener o de
m anifestar ciertos hábitos m entales, que co n tri­
buyen a d a r a la vida ord in aria, si no a los asun­
tos públicos, su carácter original: el recurso a
la alusión ingeniosa, un agudo sentido de solida­
ridad entre asociados, una tendencia al engaño,
m itad en brom a m itad en serio, p o r lo demás
adm itida y bien recibida, pero en espera del
desquite, una facundia en fin en la que es difícil
encontrar la palabra clave, que lleve consigo
una ap titu d correspondiente para descubrirla.

141
Con la música. la caligrafía y la p in tu ra, los
chinos ponen el juego de peones y el juego de
ajedrez a la altu ra de las cu atro prácticas en que
debe ejercitarse un letrado. Consideran que esos
juegos tam bién habitúan ul espíritu a aficionar*
se a las m últiples respuestas, com binaciones y
sorpresas que nacen a cada instante de situa­
ciones siem pre nuevas. La agresividad se ve m en­
guada, en tanto que el alm a aprende la sereni­
dad. la arm onía y la alegría de contem plar las
posibilidades. Sin duda alguna, hay en ello un
rasgo de civilización.
Sin em bargo, es claro que diagnósticos de esa
especie resultan infinitam ente delicados. Con­
viene retocar severam ente, a p artir d e o tro s ele­
m entos, aquellos que parecen m ás evidentes. Por
lo dem ás, la mayoría de las vcccs la m ultitud
y la variedad de los juegos favorecidos en una
mism a cultu ra los privan de antem ano de toda
significación. En fin. suele suceder que el jue­
go ofrezca una com pensación sin alcance, una
salida agradable y ficticia a las tendencias de­
lictuosas que la ley o la opinión reprueban y
condenan. En co n traste con las m arionetas de
hilos, naturalm ente m ágicas y graciosas, los tí­
teres de m ano p o r lo general encarnan (como
ya H irn lo había observado ) 1 personajes pesa­
dos y cínicos, proclives a lo grotesco y a la in­
m oralidad, si no es que al sacrilegio. Así ocurre
con la historia tradicional de Punch y de Judy.
Punch asesina n su m ujer y a su hijo, niega li­
mosna a un mendigo al que da una paliza, co
* X* W lri!, jeux à'enfants. in icl. fr a n c e s a . P arfe.
1926. pp. 165 174.
nicle toda suerte dc crím enes, m ata a la m uerte
y al diablo y. para term inar, cuelga en su propia
horca al verdugo que viene a castigarlo. Con toda
seguridad, seria erróneo distinguir en esa carga
sistem ática una imagen del ideal del público b ri­
tánico. que aplaude tantas siniestras hazañas. No
las aprueba en absoluto, pero su alegría bullan­
guera e inofensiva lo relaja: aclam ar al muñeco
escandaloso y triunfante lo venga a poco costo
de mil presiones y prohibiciones que la moral
le im pone en la realidad.
Expresión o derivativo dc los valores colecti­
vos. los juegos necesariam ente aparecen vincu­
lados al estilo y a la vocación de las diferentes
culturas. La relación es lejana o estrecha, la
vinculación precisa o difusa, pero Inevitable.
Desde ese m om ento, parece ab ierto el cam ino
para concebir una em presa m ás am plia y al pa­
recer más tem eraria, aunque tal vez menos alea­
toria que la sim ple búsqueda de correlaciones
episódicas. Es posible presum ir que los p rin ­
cipios que rigen los juegos ν perm iten clasifi­
carlos deben hacer sen tir su influencia fuera del
cam po por definición separado, reglam entado y
ficticio que se asigna a éstos y gracias al cual
siguen siendo juegos.
El gusto p o r la com petencia, la búsqueda de
la suerte, el placer del sim ulacro y la atracción
del vértigo ciertam ente aparecen com o resortes
principales dc los juegos, pero su acción penetra
infaliblem ente en la vida entera d e las socie­
dades. Así como los juegos son universales, au n ­
que nu dondequiera se juega a los mismos jue­
gos en las m ism as proporciones, pues aqui se

143
juega m ás béisbol y allá m ás ajedrez, es con­
veniente preguntarse si los principios de los ju e­
gos (agon, alea, m im icry e Uinx) tom ados afue­
ra de esos mism os juegos, no están distribuidos
tam bién de m anera bastante desigual entre las
diversas sociedades, para que las acusadas di­
ferencias en la proporción de causas tan gene­
rales no traígan consigo contrastes im portantes
en la vida colectiva, si no es que institucional,
de los pueblos.
No pretendo en absoluto in sin u ar que la vida
colectiva de los pueblos y sus diversas institu­
ciones sean tipos de juegos regidos tam bién por
el agon, el a¡eaf la m im icry y el itínx, En cam bio,
sostengo que el terreno del juego no constituye
al fin y al cabo sino una su erte de islote red u ­
cido, dedicado artificialm ente a com petencias
calculados, a riesgos lim itados, a fintas sin con­
secuencias y a pánicos anodinos. Poro tam bién
sospecho que los principios de los juegos, resor­
tes tenaces y difundidas de la actividad hum a­
na, tan tenaces y tan difundidos que parecen
constantes y universales, deben m arcar en lo
profundo los tipos de sociedad. Incluso sospe­
cho que pueden servir p ara clasificarlos a su vez,
p o r poco que las norm as sociales lleguen a fa­
vorecer de m anera casi exclusiva a uno de ellos
en detrim ento de los dem ás. ¿E s preciso agre­
garlo? No se tra ta de descubrir que en toda so­
ciedad existen am biciosos, fatalistas, sim ulado
res y frenéticos, y que cada sociedad les ofrece
oportunidades desiguales de éxito o de satisfac­
ción; adem ás ya se sabe. Se trata de determ inar
la im portancia que dan las diversas sociedades
144
a la com petencia, al azar, a la mímica o al
trance.

Se aprecia entonces lo extrem o de un proyec­


to que no busca nada m enos que tra ta r de defi­
n ir los m ecanism os últim os de las sociedades,
sus postulados im plícitos más difusos y más
indistintos. Esos resortes fundam entales forzo­
sam ente son de una naturaleza y de un alcance
tan estacionarios que denunciar su influencia
casi no podría agregar nada a una descripción
fina de la estru ctu ra de las sociedades estudia­
das. Para designar a éstas, cuando m ucho se
puede proponer un nuevo su rtid o de etiquetas
y de denom inaciones genéricas. Sin em bargo, si
bien se reconoce que la nom enclatura adoptada
corresponde a oposiciones capitales, p o r ese pro­
pio hecho suele in stitu ir en la clasificación de
las sociedades una dicotom ía tan radical como
aquella que, por ejem plo, separa a criptógam as
y fanerógam as en tre las p lantas y a vertebrados
e invertebrados entre los animales.
E n tre las sociedades que se acostum bra lla­
m a r prim itivas y las que se presentan b ajo el
aspecto de E stados com plejos y evolucionados
hay contrastes evidentes que, en éstos, no ago­
tan el desarrollo de la ciencia, de la técnica y de
la industria, el papel de la adm inistración, d e la
jurisprudencia o de los archivos, la teoría,
la aplicación y el uso de las m atem áticas, las
m últiples consecuencias de la vida u rb an a y de
la constitución de vastos im perios, y tantas o tras
diferencias cuyos efectos no son menos pesados
ni menos inextricables. Todo hace c re e r que cn-

145
tre esos dos tipus d c vida colectiva existe un
antagonism o dc o tro orden, esta vez fundam en­
tal. que tal vez dé origen a todos los demás, que
los resum e, que los n u tre y los explica.
Por mi p arte, describiré esc antagonism o de
la m anera siguiente: las sociedades prim itivas.
que yo llam aré m ás bien sociedades dc conju·
sión%sean australianas, sean am ericanas o afri­
canas, son sociedades donde reinan tam bién la
m áscara y la posesión, es decir la m im icry y
el ilinx; por el co n trario , los incas, los asirios,
los chinos o los rom anos presentan sociedades
ordenadas, con oficinas, con carreras, con códi­
gos y escalas, con privilegios lim itados y Jerar­
quizados. donde el agon y el atea, es decir, en
este caso, el m érito y el nacim iento, aparecen
com o elem entos prim ordiales y por dem ás com­
plem entarios del juego social. Por oposición a
las anteriores, son sociedades de contabilidad.
1.0$ cosas ocurren com o si, en las prim eras, el
sim ulacro y el vértigo o. si se prefiere, la p an ­
tom im a y el éxtasis aseguraran la intensidad y,
como secuela, la cohesión dc la vida colectiva,
m ientras que, en aquellas del segundo tipo, el
contrato social consiste en un com prom iso, en
una cuenta im plícita en tre la herencia, es de­
c ir una especie de a¿ar, y la capacidad, que su­
pone com paración y com petencia.

b) I.A MASCARA Y El. TRANCE

Uno de los m isterios principales de la etnogra­


fía reside m anifiestam ente en el em pleo general
146
de las m áscaras en las sociedades prim iti­
vas. En todas p a n e s sc concede a esos instru­
m entos de m etam orfosis una im portancia extre­
ma y religiosa. Aparecen en la fiesta, interregno
de vértigo, de efervescencia y de fluidez, donde
todo el orden que liay en el m undo es abolido
pasajeram ente p ara resurgir rcvitalizado. Fabri­
cadas siem pre en secreto y luego de usadas des­
truidas o escondidas, las m áscaras transform an
a los oficiantes en Dioses, en E spíritus, en Ani­
males-Antepasados y en toda clase de fuerzas
sobrenaturales aterrad o ras y fecundantes.
En ocasión de un estrépito y de una algara­
bía sin lím ites, que se nutren de sí mism os y
obtienen su valor de su desm esura, se supone
que la acción de las m áscaras revigoriza, reju ­
venece y resucita a la vez a la naturaleza y a la
sociedad. La irrupción de esos fantasm as es
la irrupción de las potencias que el hom bre teme
y sobre las cuales se siente sin influencia. En­
tonces encam a tem poralm ente a las potencias
aterradoras, las im ita, se identifica con ellas e,
inm ediatam ente enajenado, presa del delirio, se
cree verdaderam ente el dios cuya apariencia
se aplicó a tom ar p o r medio de un disfraz culto
o pueril. La situación se ha invertido: es él quien
da miedo, él es la potencia terrible c inhum ana.
Le ha bastado con cubrirse el ro stro con la
m áscara que él m ism o ha fabricado, con vestir
el traje que ha cosido a sem ejanza supuesta del
s e r de su reverencia y de su tem or, con produ­
c ir el inconcebible zum bido auxiliado p o r el ins­
trum ento secreto, p o r el rum bo, cuya existen­
cia, cuyo aspecto, cuyo m anejo y cuya función

147
ha aprendido tan sólo después d e la iniciación.
Sabe que es inofensivo, fam iliar y enteram ente
hum ano sólo desde que lo tiene en las manos
y a su vez se vale de él para atem orizar. Es la
victoria del fingimiento: la simulación desem ­
boca en una posesión que, p o r su parle, no es
sim ulada. T ras el delirio y el frenesí que pro­
voca, el acto r surge de nuevo a la conciencia
en un estado de cansancio y de agotam iento
que no le deja sino un recuerdo confuso y des­
lum brado de lo que ocurrió en él, sin él.

El grupo es cóm plice de esc elevado mal. de


esas convulsiones sagradas. En ocasión de la
fiesta, la danza, la cerem onia y la mímica son
tan sólo una entrada en m ateria. El preludio
inaugura una excitación que luego no puede
sino aum entar. Entonces, el vértigo sustituye al
sim ulacro. Como lo advierte la Cébala, p o r ju ­
g a r al fantasm a se es un fantasm a. So pena de
m uerte, los niños y las m ujeres no deben asis­
tir a la confección de las m áscaras, de los dis­
fraces rituales y de los diversos artefactos u ti­
lizados en seguida para aterro rizar. Mas, ¿cómo
no habrían de saber ellos que no es sino m as­
carada y fantasm agoría en lo que se disim ulan
sus propios padres? Sin em bargo, préstansc a
ello, pues la regla social consiste en prestarse.
Además, se prestan sinceram ente pues, como
tam bién los propios oficiantes, im aginan que és­
tos se transform an, que están poseídos y son
presa de las potencias que los habitan. Para
poder ab an d o n arle a espíritus que sólo existen
en sus creencias y p ara experim entar de pronto
148
su im perio brutal, los intérpretes deben llam ar­
los, suscitarlos, em pujarse a si m ism os al hun­
dim iento final que perm ite la intrusión insólita.
Con ese fin se valen dc mil artificios, ninguno
de los cuales les parece sospechoso: ayuno,
drogas, hipnosis, m úsica m onótona o estri­
dente, estruendo, paroxism os dc ruido y de agi­
tación; em briagueces, clam ores y sacudim ientos
conjugados.
La fiesta, la dilapidación de los bienes acum u­
lados d u ran te un largo interm edio, el desorden
constituido en regla, todas las norm as inverti­
das p o r la presencia contagiosa de las máscaras,
hacen del vértigo com partido el punto culm inan­
te y el nexo de la existencia colectiva. El vértigo
aparece com o fundam ento últim o de una socie­
dad p o r lo dem ás poco consistente. Refuerza
una coherencia frágil que, som bría y de poca
envergadura, difícilm ente se m antendría si no
hubiera esa explosión periódica que acerca, reú­
ne y hace com ulgar a individuos absortos el
resto del tiem po en sus preocupaciones domés­
ticas y en inquietudes de carácter casi exclusi­
vam ente privado. Esas preocupaciones cotidia­
nas casi no tienen repercusión inm ediata en una
asociación rudim entaria en que la división del
trabajo es m ás o menos desconocida y en que,
por consiguiente, cada familia está acostum bra­
da a velar p o r su subsistencia con una autonom ía
casi absoluta. Las M áscaras son el verdadero
nexo social.
Si bien la irrupción d e esos espectros, los
trances, los frenesíes que propagan y la em bria­
guez de se n tir e infundir miedo encuentran en

149
la fiesta Ja época en que triunfan de Heno, no
p o r ello están ausentes de la vida ordinaria. Con
frecuencia, las instituciones políticas o religio­
sas descansan en el prestigio engendrado por
una fantasm agoría tan pertu rb ad ora. Los ini­
ciados sufren severas privaciones, soportan peno­
sos sufrim ientos, se ofrecen para pruebas muy
crueles a fin de obtener el sueño, la alucina­
ción, el espasm o en que tendrán la revelación
de su espíritu tutelar. De él reciben una unción
indeleble. Están seguros de poder co n tar en lo
fu tu ro con una protección que consideran y que
es considerada a su alrededor com o infalible,
p o r sobrenatural y porque trae consigo una p a­
rálisis incurable para el sacrilego.
En los detalles, las creencias sin duda varían
al infinito. Se com prueba que son innum erables
c inimaginables. Sin em bargo, casi todas pre­
sentan en diversos grados la mism a com plicidad
sorprendente del sim ulacro y del vértigo, con la
conducción del uno p o r el o tro . Que no quepa
la m enor duda, un resorte idéntico actú a bajo la
diversidad de los m itos y de los rituales, de las
leyendas y de las liturgias. Por poco que se
les vea con detenim iento, una connivencia mo­
nótona asom a incansablem ente.
7 Un ejem plo sorprendente lo constituyen los
hechos reunidos bajo el nom bre de cham anis­
mo. Sabido es que con él se designa un fenóme­
no com plejo, pero bien articulado y fácilmente
id e n tifiab le, cuyas m anifestaciones m ás signi­
ficativas fueron encontradas en Siberia y, de m a­
nera más general, en el círculo polar ártico.
También se les encuentra a lo largo de las costas
ISO
del Pacífico, sobre todo en el noroeste norte­
am ericano, entre los araucanos ν en Indonesia.1
Sean cuales fueren las diferencias locales, siem-
i pre consiste en una crisis violenta, en una pér­
dida provisional de la conciencia en el transcur­
so de la cual el cham án es receptáculo de uno
o varios espíritus. Entonces realiza en el o tro
m undo un viaje mágico que cuenta y m im a. Se­
gún los casos, el éxtasis se obtiene m ediante
narcóticos, gracias a un hongo alucinante (el
agárico),’ p o r acción del canto y de la agitación
convulsiva, por medio del tam bor, del baño de
vapor, del humo del incienso o del cáñam o, c
incluso p o r hipnosis, m irando fijam ente las lla­
mas de la chim enea hasta el aturdim iento.
Por lo dem ás, la m ayoría de las veces se esco­
ge al cham án a causa de sus disposiciones psi­
copáticas. Designado sea por herencia, sea por

* Para la descripción del cham anism o, he utilizado la


o b ra de Mu oca Eliade, El chamanUtno y las técnicas
arcaicos del éxtasis, México, FCE. I960, donde se en·
cornraxú una exposición notablem ente cúm plela de los
hechos en las diversas p a rle s del m undo.
1 S obre las v irtudes del Aßaricits Mascar iu$ y en par­
ticular la m acropsia: "Con las pupilas dilatadas, el su*
jeto ve lodos los o bjetos q ue se le p resentan mons
truosam ente g ra n d i» ... Un hoyo pequeño le pareve
un nhism o aterrad o r, y linn crocitara llena de a£\ia un
lago*', véase I Lexvln, Les Paradis artificiels, trad, fra n ­
cesa. Paris. 1928. pp. 150-155. Subre los efectos paralelos
del pcyótl y su utilización d u ra n te las fiestas y e u cl
cutio de los hinchóles, de los coras, de lus tcpehtianos,
de lus tarah u m aras v de Ins kiûw as. en Mexico y Hi­
tados Unidos, será util «em itirse o las descripciones chi
sicas de Carl Lum boltz (bibliografía e n Λ. Ronhicr, /.e
Peyotl. Pari», 1927).
1^1
su tem peram ento o p o r algún prodigio, el cha­
m án lleva una vida solitaria y salvaje. E n tre los
tungusos, se recuerda que debía alim entarse de
animales» que cap tu rab a con los dientes. La re­
velación que lo hace cham án sobreviene después
dc una especie de crisis epiléptica que, p o r de­
cirlo así, lo autoriza a su frir o tras y garantiza
su carácter sobrenatural. É stas se presentan
com o dem ostraciones provocadas en que, casi
a una orden, se desata lo que precisam ente se
ha llam ado una "h isteria profesional". Reserva­
d a para las sesiones, es obligatoria en ellas.
En el m om ento d c la iniciación, los E spíritus
despedazan el cuerpo del cham án, luego lo re­
constituyen introduciendo en ¿I nuevos huesos
y nuevas visceras. Al punto, el personaje queda
habilitado para reco rrer el m ás allá. M ientras
sus despojos yacen inanim ados, él visita el m un­
do celeste y el m undo subterráneo. E ncuentra
dioses y dem onios. Dc su frecuentación trae
consigo sus poderes y su clarividencia mágicos.
Cuando hay sesiones, renueva sus viajes. P o r lo
que toca al ilinx. los trances de los que es presa
con frecuencia llegan hasta la catalepsia real. Y
en cuanto a la m im icrya ésta aparece en la pan­
tom im a a que se entrega el poseído. El cham án
im ita el g rito y el com portam iento de los ani­
m ales sobrenaturales que encam an en él: repta
p o r tierra como la serpiente, ruge y corre en
i cuatro patas com o el tigre, sim ula la inm ersión
del pato o agita los brazos com o el ave las alas.
Su traje indica su transform ación: m uy rara
vez utiliza m áscaras de anim ales, pero las plu­
m as y la cabeza dc águila o dc búho con que
152
se viste le perm iten el vuelo mágico que lo lleva
al firm am ento. Entonces, pese a una vestimenta
que pesa hasta quince kilos a causa de los ad o r­
nos de hierro cosidos a ella, salta p o r el aire
para dem ostrar que vuela muy alto. G rita que ve
una gran p arte de la tierra. Cuenta y representa
las aventuras que le ocurren en el otro mundo.
Hace los adem anes de la lucha que sostiene con­
tra los m alos espíritus. B ajo tierra, en el reino
de las Tinieblas, siente tanto frió que tiembla y
se estrem ece. Pide un abrigo al E spíritu de su
m adre: un asistente le arro ja uno. O tros espec­
tadores sacan chispas entrechocando sílice. Ellas
producen y sort los relám pagos que guían al via­
je ro mágico en la oscuridad de las regiones in­
fernales.

• Esa cooperación del oficiante y del asistente es


constante en el cham anism o. Pero no le es ex­
clusiva. Se le encuentra en el vudú y en casi
toda sesión extática. P o r lo demás, es casi ne­
cesaria. Pues es preciso pro teg er a los especta­
dores contra las posibles violencias del poseído,
protegerlo a él m ism o co n tra los efectos de su
torpeza, de su inconciencia y de su furia, ayu­
d arlo en fin a rep resen tar correctam ente su
papel. E ntre los vedas d e Ceilán. existe una
especie de cham anism o muy significativo a ese
respecto. Siem pre a p unto de perder la concien­
cia , el cham án siente náuseas y vértigo. El suelo
parece hundirse a sus pies. El oficiante se m an­
tiene en un estado de receptividad exacerba­
da. "E llo lo lleva'', observan C. G. y B rcnda
Scligmann, "a ejecu tar casi autom ática y sc-

153

guram ente sin deliberación cuidada las partes


tradicionales de la danza, en su orden consa­
grado. Además, el asistente, quien sigue cada
movim iento del danzante y está p ro n to a sos­
tenerlo si c a t\ puede co n trib u ir en esencia, m e­
diante una sugestión consciente c inconsciente, a
la ejecución correcta de las com plicadas fi­
guras." 4
yO Todo es representación. Tam bién, todo es vér­
tigo, éxtasis, trances, convulsiones y. para el ofi­
ciante, pérdida dc la conciencia y am nesia fi­
nal, pues es conveniente que ignore lo que le
ocurrió o lo que gritó en el transcurso del ac­
ceso. En Siberia, el destino ordinario de una
sesión de cham anism o es la curación dc un en­
ferm o. El cham án parte en pos del alm a de
éste, extraviada, oculta o retenida p o r algún de­
monio. N arra, representa las peripecias dc la
reconquista del principio vital arreb atad o a su
poseedor. Al final, lo trae consigo triunfalm en­
te. O tra técnica consiste en ex traer p o r succión
♦C. G. y ti. Seligrnann, The Váidas, Cam bridge. 1911,
p. 134. C itadu p o r T. K. O csterreich, U s Possédés, trad,
francesa. Paris. 1927. p. 310. E sta últim a ohm contient;
u na notable colección de descripciones originales sobre
m anifestaciones com binadas de mimiery-illnx. Λ conti­
nuación m e re fe riré a las de T rem cam c sobre cl culto
b o n . A ella es conveniente ag reg ar cu ando m enos las
de J. W arnek sobre los batakes de S u m atra, dc VV. YV.
Skcat sobre los malayos do la península d e Malaca,
de W. M ariner sobre los tongas, de C odrington sobre los
m clancsins, d e J. A. Jacobsen sobre ios kw akiiilres de!
noroeste norteam cricanu. Los relatos de los observado
γτλ que T. K. O esterreich tuvo la felfa inspiración dc
c ita r in extenso p resentan las analogía* m ás convin­
centes.

154
cl mal del cuerpo del pacicntc. El cham án se
acerca y, en estado de trance, aplica sus labios
al lugar que los espíritus señalaron com o asiento
de la infección. A poco, extrae ésta, sacando de
pronto un guijarro, un gusano, un insecto, una
plum a, un pedazo de hilo blanco o negro que
m uestra a su alrededor, que m aldice, que arroja
a puntapiés o que entienra en algún agujero.
Suele suceder que los asistentes se den perfecta
cuenta de que, antes de la cu ra, el cham án tiene
la precaución de disim ular en su boca el objeto
que exhibe a continuación, fingiendo que lo saca
del organism o del enferm o. Pero lo aceptan, d i­
ciendo que esos objetos sólo sirven para captar,
para fijar el veneno. Es posible, si no probable,
que el hechicero com parta esa creencia.

En todo caso, credulidad y sim ulación ap are­


cen, aquí com o en o tras p artes, conjugadas ex­
trañam ente. Algunos cham anes esquim ales se
haccn a ta r con cuerdas a fin de v iajar sólo en
espíritu, sin lo cual sus cuerpos serían, según
dicen, arrastrad o s tam bién p o r los aires y des­
aparecerían sin remedio. ¿Tx> creen ellos mismos
o se trata de una ingeniosa puesta en escena
para hacerlo creer? El caso es que, com o re­
sultado de su vuelo mágico, se liberan instantá­
neam ente de sus nexos y sin ninguna ayuda de
sus ligaduras, de m anera tan m isteriosa como
los herm anos Davenport en su armario.* Da fe
* Es una gran IcccicVn leer. a esc respecto, en Robert
Huudin (Magte et Physique amusante. París. 1877. pp.
2Ö5-2M), la explicación del milagro y las reacciones
Je los espectadores y de la prensa. Hay casos en que,

155

del hecho un etnógrafo tan calificado com o Franz
Boas.* En el m ism o orden de ideas, Bogoras ha
grabado en su fonógrafo las "voces separadas"
de los cham anes chukches que de p ro n to se ca­
llan, en tan to que se dejan o ír voces inhum a­
nas. que parecen salir de todos los rincones de
la tienda o su rg ir de las en trañ as de la tierra, o
bien proceder de muy lejos. ΛΙ m ism o tiempo
se producen diversos fenóm enos de levitación.
así como lluvia de piedras o de pedazos de
lcña.T
Esas m anifestaciones de ventriloquia y d e ilu-
sionism o no son raros en un cam po en que al
mismo tiem po se m anifiesta una m arcada ten ­
dencia a la m etapsiquia y al faquírísm o: resis­
tencia al fuego (brasas ardientes conservadas en
la boca, hierros al rojo vivo tom ados con las
m anos) ; ascenso con los pies descalzos p o r una
escalera de cuchillas; cuchilladas productoras
de heridas que no sangran o que se cierran al

p a ra m isiones etnográficas, seria im p o rtan te agregar


un prestidigitadur, es decir, u n hom bre del oficio, a
tos sabios cu y a credulidad, jay!. e s Infinita y adem ás
biiercsada y embelesada .
* F m m Boas. The Ce?itral Esquimo. (VTth Annual
R eport o f th e B ureau o f Ethnology. IS85. Washing­
ton, IM 8). pp. 598 C itado p o r M. ftliade. op. cit.%
p. 232.
’ Cf. M ircea Eliftde. op. cit.. pp. 205-206; p a ra comple­
ta r con G. Tchoubinov. Beiträge zton psychologischen
Verständniss des siberischcu Zaubers, Halle, 1914, pági­
nas 59-60: "Los sonidos sc producen e n algún lugar muy
alto , se acercan poco a poco, parcccii p asar com o un
nuracún atravesando las paredes y al lin se desvanecen
en las profundidades de la tie rra .” (Citado y comen­
tado por T. K. O esterreich, op. cit.. p. 380.)

156
p u n t o . C o n s u m a F re c u e n c ia , 110 e s ta r n o s le jo s
d e la s im p le p r c s tid ig ita c ió n *
¡Q u é i m p o r t a ! L o e s e n c ia l n o e s m e d ir la s
p r o p o r c io n e s , s in d u d a m u y v a r ia b le s , d e l f in ­
g im ie n to p r e m e d it a d o y d e l a c c e s o r e a l, s in o
c o m p r o b a r la e s t r e c h a y c o m o in e v ita b le c o n n i­
v e n c ia d e l v é r tig o y d e la m ím ic a , d e l é x ta s is y
d e l s im u la c r o . P o r lo demás, e s a c o n n iv e n c ia n o
e s e n a b s o l u t o e x c lu s iv a d e l c h a m a n is m o . S e la

• F.l ilusiunism o consciente y organizado puede encon-


co n trarsc h asta en Jos pueblos donde m enos sería de
esperar, p o r ejem plo, e n tre los nebros de Africa. Sobre
todo en Nigeria, grupos de es pee iaJ is ta s se enfrentan en
u n tip o de torneos de virtuosism o d u ran te las cerem o­
nias de iniciación: se c o rta y se vuelve a poner la
cabeza de u n com pinche (cf. A. M. Vergiat. Les Rites
secrets d a prim itifs de VOubatiRui, París, 1936, p. 153).
Asimismo, Amaury TaJbol. Life íií Southern Nigeria.
Londres, 1928, p. 72, inform a de uu curioso acto de
m agia cuya sem ejanza con el m ito de ZagrcoDionisio
lia subrayado H. Jc a n m a i re: "H ay tales m agos en nues
Ira ciudad”, dice el jeic Aba*\i de Ndiya. "y los fctlchc-
ro s so n tan versados en las ciencias ocultas, que son
capaces del siguiente acto de m agia: se quita un hijo
a la m adre, se le a rro ja en un m o rtero donde se le
tritu ra h asta hacerlo papilla a o jo s de todo el m u id o .
Sólo se aleja a la m adre p ara que sus grito s no p er­
tu rb en la cerem onia. Entonces se designa n tres hom ­
bres y se les ordena acercarse al m ortero. Al prim ero
se le da un poco del contenido, a l segundo un poco
m ás y el te rc e ro dehe tragarse el resto. Una vez comido
todo, los 1res avanzan de frente al público, con el
que máv ha com ido e n tre los otro s dos. AI cabo d e un
m om ento em pieza u na danza d u ra n te la cual el dan­
zante del c e n tro se detiene bruscam ente, extiende la
pierna dérocha y la golpea con violencia. P.ntnnces,
de su cadera saca al nifio resucitado a l q ue se pasea
para q ue lo vea la concurrencia.”

157
r

encuentra, p o r ejem plo, en los fenóm enos de


posesión, originarios del Africa y difundidos a
Brasil y a las Antillas, conocidos con el nom bre
de vudú. Una vez m ás. en él las técnicas de éx­
tasis utilizan los ritm os del tam b o r y la agita­
ción contagiosa. Sobresaltos y sacudim ientos in ­
dican la partid a del alm a. Cambios en el rostro
y en la voz, el sudor, la pérdida del equilibrio,
espasm os, desmayos y rigidez cadavérica pre­
ceden a una am nesia verdadera o fingida.

Sin em bargo, sea cual fuere la violencia del ata­


que, este se desarrolla p o r entero, com o la crisis
del cham án, dc acuerdo con una liturgia precisa
y conform e a una m itología previa. La sesión
aparece com o una representación dram ática y
los poseídos están disfrazados. Llevan los a tri­
butos de los dioses que los habitan e im itan sus
conductas características. Aquel en quien se en­
carna el dios cam pesino Zaka enarbola un som ­
brero dc paja, un m orral y una pipa muy corta;
otro, al que "cabalga" el dios m arino Agüé, agita
un rem o; tal otro, al que visita Dambalá, dios
serpiente, ondula por tierra com o un reptil. Por
lo dem ás, ésta es una regla general de la que
dan m ejor testim onio otros pueblos. Los mejo­
res docum entos sobre esc aspecto dc !a cuestión
siguen siendo los com entarios y las fotografías
d e Tronica m e “ en cuanto id culto bori del Afri­
ca m usulm ana, difundido desde Tripolitania has·
»a Nigeria, m itad negro, m itad islámico y en
0 ffattsa Superstitions and Customs, Londres, 1913,
ΡΡ·,,5·χ540· y The Ban o f the Bori, la n d r e s . I9I9. Cf.
T. K. O esterreich, op. cit., pp. 321-323

158
casi todos los aspectos muy próxim o al vudú, si
no por la mitología, ni menos p o r la práctica. El
espíritu M alam al H adgi es un sabio peregrina.
El poseído en el que habita finge ser viejo y
tem bloroso. Mueve los dedos com o si siguiera
con la m ano derecha las cuentas dc un rosario.
Lee un libro im aginario que sostiene con la mano
izquierda. E stá encorvado, achacoso y con los.
Vestido dc blanco asiste a las bodas. Poseído
por M akada. el actor está desnudo, apenas cu­
bierto p o r una piel dc mono, uutado dc toda
inm undicia, con la que parece gozarse. Salía a
la p ata coja y sim ula el acoplam iento. Para li­
b rarlo del dom inio del dios, se le m ete en la boca
una cebolla o un tom ate. Nana Ayes ha Karama
es causa del mal de o jo y dc la viruela. Quien
la representa lleva ropa blanca y ro ja. Tiene dos
pañuelos anudados ju n to s en la cabeza. Aplau­
de, corre de un lado a o tro , se sienta en el sue­
lo, se rasca, se tom a la cabeza entre las manos,
llora si no 1c dan azúcar, baila una especie dc
ronda, estornuda 10 y desaparece.
En Africa, com o en las Antillas, el público
ayuda al sujeto, lo alienta, le pasa accesorios
tradicionales dc la divinidad que personifica,
m ientras que el a c to r hace su papel según el co­
nocim iento que tiene del carácter y de la vida
d e su personaje, según los recuerdos que con­
serva de las sesiones a las que ha asistido. Su
delirio casi no le perm ite la fantasía e inicia­
tiva: se conduce com o se espera que se conduz­
ca, com o sabe que debe hacerlo. Analizando, en
11 E s el procedim iento ritu al p a ra ahu y en tar a l espí­
ritu poseedor.

159
cuanto al vudú, cl progreso y la naturaleza del
acceso, Alfred Métr&ux ha dem ostrado clara­
mente que, desde un principio, hay la voluntad
consciente de sufrirlo por parte del sujeto, una
técnica apropiada p ara suscitarlo y una estili·
zación litúrgica en su desarrollo. El papel de la
sugestión, e incluso de la sim ulación, no está en
duda; pero la m ayoría de las veces éstas ap a­
recen com o surgidas a su vez de la impaciencia
del fu tu ro poseído y como un m edio de su parte
para ap resu rar la llegada de la posesión. Ellas
aum entan la ap titu d p ara su frirla y la atraen.
La pérdida de conciencia, la exaltación y el a tu r­
dim iento que traen consigo favorecen el trance
verdadero, es decir la irrupción del dios. La
sem ejanza con la m im icry infantil es tan m ani­
fiesta que el au to r no vacila en concluir: 'O b ­
servando ciertos procedim ientos, se está tenta­
do a com pararlos con un niño que p o r ejem plo
imagina ser un indio o un anim al y ayuda al
vuelo de su fantasía p o r medio de una prenda
de ropa o de algún o bjeto." 11 La diferencia está
en que aquí la m im icry no es un juego: desem­
boca en el vértigo, form a parte del universo
religioso, y cumple una función social.

;i Volvemos así al problem a general que plantea


el uso de la m áscara. Tam bién este uso va acom ­
pañado de experiencias de posesión, de com u­
nión con los antepasados, los espíritus y los
dioses. La m áscara provoca en quien la porta
una exaltación pasajera y 1c hace crcer que su-
” Alfred Mciraux. "La Comódlc rituelle dans lu Pos­
session”, Dioxè/îe, núm. Il, juüo de 1955, p. 2649.

160
fre alguna transform ación decisiva. En todo
caso, favorece el desbordam iento de los instin­
tos. la invasión de fuerzas tem idas e invencibles.
Sin duda, el p o rtad o r no se engaña en un p rin ­
cipio, pero rápidam ente cede a la em briaguez
que lo transporta. Con la conciencia fascinada,
se abandona p o r com pleto al desasosiego que
suscita en él su propia mímica. "E l individuo
ya no se reconoce", escribe Georges B uraud, "un
grito m onstruoso sale de su garganta, es el grito
del anim al o del dios, el clam or sobrehum ano,
la em anación pura d e la fuerza de com bate, de la
pasión genésica, de los poderes mágicos sin lí­
m ite de los que se cree y de los que está im­
buido en ese in s ta n te /'** E inm ediatam ente evo­
ca la espera ardiente de los enm ascarados en
el breve crepúsculo africano, el hipnótico sonido
del tam-tam , luego el furioso tropel d e los fan­
tasm as, sus gigantescos pasos, cuando, subidos
en zancos, acuden p o r encima de la h ierb a alta,
con un ru m o r espantoso de ruidos insólitos: sil­
bidos, estertores y zum bidos do (os rombos.
No sólo hay un vértigo nacido de una p artid ·
pución ciega, desenfrenada y sin objeto, de ener­
gías cósmicas, una epifanía fulgurante de divi­
nidades bestiales que al punto regresan a sus
tinieblas. Tam bién hay la sim ple em briaguez de
difundir el te rro r y la angustia. Sobre todo, esas
apariciones del más allá actúan como un prim er
mecanismo de gobierno: la m áscara es in stitu ­
cional. Se ha señalado, p o r ejem plo en tre los
dogones, una verdadera cultura de la m áscara,

11 G. B uraud. U s Masque*, Paris, 1948. pp. 101-102.

161
C i: ¡ 4 L Æ
que im pregna la generalidad de la vida pública
del grupo. Por o tra parte, en las sociedades hu­
m anas de iniciación y dc m áscaras es donde
conviene buscar, a ese nivel elem ental dc la exis­
tencia colectiva, los principios aún fluidos del
poder político. La m áscara es el instrum ento
de las cofradías secretas. Sirve para in sp irar
te rro r a los profanos, al mismo tiem po que para
disim ular la identidad dc los fieles.
La iniciación, los rito*; de paso de la pubertad
con frecuencia consisten en revelar a los novi­
cios la naturaleza puram ente hum ana de las
M áscaras. Desde esc p unto dc vista, la inicia­
ción es una enseñanza atea, agnóstica y negati­
va. Descubre una superchería y hace cómplice
de ella. H asta entonces, los adolescentes estaban
aterrorizados por las apariciones de las m ás­
caras. Una de éstas los persigue a latigazos. Ex­
citados p o r el iniciador, lo detienen, lo some­
ten, lo desarm an, le desgarran la ropa, le quitan
la m áscara: en él reconocen a un anciano de la
tribu. En lo sucesivo, pertenecen al o tro cam ­
po.11 Infunden miedo. Untados de blanco y en­
m ascarados a su vez, encam an los espíritus de
los m uertos, asustan a los no iniciados, violentan
y atracan a quienes atra p an o consideran cul­
pables. Con frecuencia, perm anecen constituidos
en herm andades scm isecretas o pasan p o r una
segunda iniciación que los afilia a ellas. Como
la prim era, ésta va acom pañada de m alos tra-

u F.l m ecanism o dc la Inversión es descrito a s o m b ro ­


sa m e n te p o r H enri Jcanm aixe. Cotífa» «!/ Couréies, Lille,
3939. pp. 172-223. lin el ~Expediente" (p. 312) repro­
duzco su descripción dc los bobos del Alto Volt».

162
10$, de pruebas dolorosas. a veces de una cata­
lepsie real o fingida, dt* un sim ulacro d e m uerte
o dt· resurrección. Tam bién como la prim era,
¿sta enseña que los supuestos espíritus no son
sino hom bres disfrazados y que sus voces ca­
vernosas salen de rom bos particularm ente pode­
rosos. Fu fin, com o la prim era, esa segunda
iniciación da el privilegio de im poner toda clase
de novatadas a la m ultitud profana. Toda socie­
dad secreta posee su fetiche distintivo ν su más­
cara protectora. Cada m iem bro de una cofradía
inferior cree que la m áscara guardian«* de la so­
ciedad su p erio r es un ser sobrenatural, m ien­
tras que conoce dem asiado bien la naturaleza del
que protege la suya.1* E n tre ios bctchuanas, una
banda de ese tipo se llam a m opato o m isterio,
por el nom bre de la choza de iniciación. Agrupa
a una juventud turbulenta, liberada de las creen­
cias vulgares y de los tem ores com únm ente
com partidos: los actos conm inatorios y b ru ta­
les de los afiliados intentan reforzar el te rro r
supersticioso de sus víctim as. De esa m anera, la
alianza vertiginosa del sim ulacro y del trance
en ocasiones se orienta hacia mu», mezcla per­
fectam ente consciente de encaño y de intim ida­
ción. En ese m om ento em ana de ello un tipo
p articular de poder poli!ico.11
u Cf. Hans Himmelbeber, Bmussc, (.¿opoldville. 1939,
núm. 3. pp. 17-31.
14Cf. T.. FrobcnJus, Die Geheínbünde n. Mosken Afri­
kas (Abhandl. d. k. Leop. Carol. Akad. d. N aturforscher,
t- 74), Halle, 1898: H. W ebster. Primitive Secret So·
detics, Nueva York. Wfft: H. S c h w a rte AUercUtssan und
M&tncrbibtde, Berlin. 1902. Desde luego es cunvcníerUe
distinguir en principiu la iniciación trib al de los jóve-

163
Cierto es que esas asociaciones conocen des­
tinos diversos. Suele suceder que se especialicen
en la celebración de un rito mágico, en una
danza o un m isterio, pero tam bién se Ies ve
encargadas de la represión de los adúlteros, de
los robos, de la magia negra y de los envenena­
m ientos. En S ierra Leona se conoce una sociedad
de guerreros,14 com puesta de secciones locales,
que pronuncia los fallos y los hace ejecutar. Or­
ganiza expediciones de venganza co n tra las ciu­
dades rebeldes. Interviene para m antener la paz
c im pedir las venganzas. E ntre los bam baras, el
kom o, "q u e lo sabe todo y lo castiga todo", es­
pecie de prefiguración africana del Ku-klux-klan,
haoc rein a r un te rro r incesante. H erm andades
de enm ascarados m antienen as( la disciplina so­
cial, de su erte que se puede a firm ar sin exage­
ración que el vértigo y el sim ulacro, o cuando
menos sus derivados inm ediatos, la mímica ate­
rradora y el te rro r supersticioso, aparecen de

nes y ios rito s de afrrc&ación a las sociedades secretas,


claram ente im ertribales. Pero cuando la herm andad es
poderosa, logra incluir a casi todos Jos ad u lto s de una
com unidad, de su erte que los dos rituales de iniciación
acaban p o r confundirse (H. Jcanronire, op. cit., pp. 207-
209). EJ m ism o a u to r (pp. 168-171) describe, según Fiu-
benius, cóm o e n tre loa besos, pescadores y agricultores
del Niger, at suroeste de T um huctú, la sociedad de
enm ascarados kumanp. ejerce el pod er suprem o de m a­
n era n ln vez im placable, secieta e institucional. Jean*
m aire cam p ara la cerem onia principal del kuroang con
el juicio muflid de los diez reyes de la A tlántida en
Pintón. Critias 120 B. después d e la c a p tu ra y del sacri·
Ocio de un to ro alado a un p ilar de oricalco. Repro­
duzco esa descripción en el "n.xpKdicnte" (p. 315).
1,1 HI puro d e los tem es, cf. Jeanm aire, op. cit., p. 219.

164
nuevo, no como elem entos adventicios de la cul­
tu ra prim itiva, sino en verdad com o resortes
fundam entales que pueden .servir m ejor para
explicar su mecanismo. ¿Cómo com prender sin
eso que la m áscara y el pánico estén, como se
h a visto, constantem ente presentes y presentes
ju n to s, aparcados inextricablem ente y ocupando
un lugar central en las fiestas, en los p^roxiv
m os de esas sociedades, en sus prácticas mágico-
religiosas o en las form as aún indecisas dc su
aparato político, cuando no desem peñan una
función capital en esos tres cam pos a la vez?

¿E s eso suficiente p ara pretender que el paso


a la civilización propiam ente dicha implica la
eliminación progresiva de esa prim acía del ilinx
y dc la m im icry conjugadas y su sustitución por
la preem inencia en las relaciones sociales de la
p areja agon-alca, la com petencia y la suerte?
Sea como fuero, causa o consecuencia, cada vez
que una cultura elevada logra su rg ir del caos
original, se aprecia una considerable regresión
dc las potencias del vértigo y del sim ulacro. En­
tonces se ven desposeídas dc su antigua pre­
ponderancia. desplazadas hacia la periferia de
la vida pública, reducidas a papeles cada vez
más m odestos e interm itentes, si no es que clan­
destinos y culpables, o incluso confinados en el
terren o lim itado y reglam entado de los juegos
y de la ficción, donde ellas ofrecen a los hom ­
bres las m ism as satisfacciones eternas, aunque
yuguladas y ya sólo buenas para distraerlos de
su hastío o para reposarlos d e su trabajo, esta
vez sin dem encia ni delirio.

165
VTÏT. LA CO M PETEN CIA Y EL AZAR

Ei. uso de la m áscara perm ite, en las sociedades


de confusión, en cam ar (y sen tir que encarnan)
las fuerzas y los espíritus, las energías y los dio­
ses. Caracteriza a uti tipo original de cultura,
basado, según so lia visto, en la poderosa alianza
d e la pantom im a y del éxtasis. Difundido sobre
toda la superficie del planeta, el uso de la m ás­
cara aparece com o una falsa solución, obliga­
toria y fascinante, an terio r al lento, penoso y
paciente desarrollo decisivo. 1.a salida de esa
tram pa no es ni más ni menos que el nacimien­
to mismo de la civilización.

Lo sospecham os: una revolución de sem ejante


envergadura no se realiza en un día. Además,
com o siem pre se sitúa necesariam ente en los si­
glos interm edios que abren a una cu ltu ra paso
a la historia, sólo sus últim as fases son accesi­
bles. Los docum entos m ás antiguos que dan tes­
tim onio de ella difícilm ente pueden d a r cuenta
de las prim eras opciones que, oscuras, tal vez
fortuitas y sin envergadura inm ediata, rio dejan
de ser aquellas que han com prom etido a pocos
pueblos en una aventura decisiva. No obstante,
la diferencia entre su estado inicial, que es alv
¿¡pintamente necesario im aginar según c! modo
de vid;» general del hom bre prim itivo, y el pun-
166
to d c llegada, que sus m onum entos perm iten re­
constituir, no es el único argum ento apropiado
para convencer dc que su promoción sólo fue
posible m ediante una larga lucha contra los pres­
tigios asociados del sim ulacro y del vertigo.
Dc la virulencia an terio r de éstos no son hue­
llas lo que falta. A veces, del propio com bate
subsisten indicios reveladores. Los vapores em ­
briagantes del cáñam o eran utilizados por los
escitas y los iraníes para provocar el éxtasis:
asf, no es indiferente que el Y osht 19-20 afirm e
que Ahura Mazda existe "sin trance ni cáñam o".
Del mismo modo, la creencia en el vuelo mágico
se com prueba rail veces en la India, pero lo im­
p o rtan te es que haya un pasaje del Mahabha·
raía (V. 160, 55 y ss.) en que se afirm a: "Tam ­
bién nosotros podem os volar a los cielos y
m anifestarnos en diversas form as, pero por ilu­
sión." De ese modo, la verdadera ascensión mís­
tica se distingue claram ente de las cam inatas
celestes y de las supuestas m etam orfosis de los
magos. Sabido es todo lo que la asccsis y sobre
todo las fórm ulas y las m etáforas del Yoga
deben a las técnicas y a la mitología de los cha­
m anes: la analogía es tan cercana y tan conti­
nua que con frecuencia ha hecho creer en una
filiación directa. Sin em bargo, aun así, el Yoga
es, com o todos lo subrayan, una interiorización,
una transposición en el plano espiritual, de los
poderes del éxtasis. Aun así tam bién, ya no se
trata de la conquista ilusoria de los espacios
del m undo, sino de librarse de la ilusión que
constituye el mundo. Sobre todo, hay una in­

167
versión total del sentido del esfuerzo. En lo su­
cesivo, la finalidad no es forzar el pánico de la
conciencia para ser presa com placiente de toda
descarga nerviosa; p o r el contrario, es un ejer­
cicio m etódico, una escuela del dom inio de si.
En cl Tibet y en China, las experiencias de
los cham anes han dejado num erosas huellas.
Los lam as rigen la atm ósfera, se elevan al cié*
lo, ejecutan danzas mágicas, vestidos de "siete
adornos de hueso"· usan un lenguaje ininteligible,
Heno de onom atopeyas. Taoístas y alquim istas
vuelan p o r los aires, com o Uu-An ν Li Chao
Kun. O tros alcanzan las puertas del cielo, des­
vian los com etas o suben por el arco iris. Pero
esa tem ible herencia 110 puede im pedir el des­
arrollo de la reflexión crítica. W ang Ch ung de­
nuncia el carácter falaz de las palabras que
em iten los m uertos p o r boca de aquellos seres
vivos que hacen e n tra r en trance o p o r la de
los hechiceros que los evocan “pellizcando sus
cuerdas negras'*. Ya en la antigüedad, el Kwoh
Yu cuenta que el rey Chao (515-488 a. de c.)
interroga a sus m inistros en los siguientes tér­
m inos; "Las escrituras de la dinastía Tchcu
afin n an que Chung-IJ fue enviado com o men­
sajero a las regiones inaccesibles del Cielo y de
la Tierra. ¿Cómo fue posible cosa igual? ¿Tie­
nen los hom bres posibilidades de subir al Cic­
lo?” Entonces el m inistro le inform a sobre el
significado espiritual del fenómeno. El justo,
aquel que sabe concentrarse, alcanza un modo
superior d e conocimiento. Tiene acceso a las
altas esferas y desciende a las esferas inferiores
168
p a r a distinguir en ellas "la conducta p o r obser­
var y las cosas por cum plir". Como funcionario,
d ícc el texto, se encarga entonces de velar por
e l orden de precedencia de los dioses, por las
víctimas, p o r los accesorios, p o r los trajes li­
túrgicos que son convenientes de acuerdo con
la s estaciones.1
El cham án, el hom bre de posesión, de vérti­
go y de éxtasis transform ado en funcionario, en
m andarín, en m aestro de cerem onias, apepado
al protocolo y a la correcta distribución de ho­
nores y de privilegios: ¡qué ejem plo casi exce­
sivo y caricaturesco d e la revolución cumplida!

a ) T ran sició n

Si bien sólo existen puntos de referencia ais­


lados para indicar cómo en la Tndia. en Irán y
en China las técnicas del vértigo evolucionaron
hacia el dom inio y el m étodo, docum entos más
num erosos y m ás explícitos perm iten en o tras
partes seguir con m ayor detenim iento las di­
ferentes etapas de la m etam orfosis capital. Así.
en el m undo indoeuropeo, el co n traste de los
dos sistem as se sigue sintiendo d u ran te largo
tiem po en la oposición d e dos form as de sobe­
ranía. reveladas p o r los trab ajo s de G. Dumézil.
Por una parte, el Legista, dios soberano que rlp.c

1 T e x to s en M ir c c a ß lin d c , C i c h a m a n i s m o y l a s t é c -
nicas a r c a i c a s d c J é x t a s i s , p p . 327-347 y 367-374. d o n d e se
u t iliz a n e n s e n t i d o o p u e s t o p a r a a s e g u r a r e l v a l o r d e
la e e x p e r ie n c ia s c h a m a n ís tic a s .
c im pone cl co n trato , exacto, ponderado, mi­
nucioso, conservador, g aran te severo y mecá­
nico de la norm a, del derecho, d e la regulari­
dad. cuya acción está vinculada a las form as
necesariam ente leales y convencionales del agon,
sea en la liza» en singular com bate con arm as
iguales, sea en el pretorio, m ediante la aplica­
ción im parcial de la ley; por la o tra, el Frené­
tico, tam bién dios soberano, pero inspirado y
terrible, im previsible y paralizante, extático, po­
deroso hechicero, m aestro en prestigios y en m e­
tam orfosis. con frecuencia p atrón y responsable
de un grupo d e m áscaras desencadenadas.
Entro esos dos aspectos del poder, lo admi-
m inistrativo y lo fulgurante, la com petencia al
parecer se ha prolongado, sin p asar siem pre por
las m ism as vicisitudes. Por ejem plo, en el mun­
do germánico, el dios del vértigo conserva largo
tiem po la preferencia. Odín, cuyo nom bre, para
Adán de Brem en, es equivalente dc "fu ro r", por
lo esencial de su mitología perm anece com o un
perfecto cham án. Tiene un caballo de ocho pa­
tas, considerado h asta Siberia precisam ente como
m ontura de cham án. Se transform a en toda cla­
se de anim ales, se tran sp o rta al p unto a cual­
quier lugar, es inform ado p o r dos cuervos so­
brenaturales. Huqui y Munin. Pemxanecc nueve
días y nueve noches suspendido de un árbol
p ara obtener de él un lenguaje secreto y apre­
m iante: las runas. Funda la necrom ancia. in­
terroga a la cabeza mom ificada dc Mimir. Aún
más. practica (y p o r lo dem ás se le reprocha)
la setdhr. que es sesión cham ánica pura, con
170
--------------------------------------------

m úsica alucinante, ropaje ritual (abrigo azul,


gorro de cordero negro, pieles de galos blancos,
bastón, cojín de plum as de gallina), viajes al
o trp m undo, coro de auxiliares p ara previsión,
trances, éxtasis y profecía. Asimismo, loa ber­
serkers que se transform an en fieras están
vinculados directam ente a las sociedades de
máscaras.*
En cambio, en la Grccia antigua, aunque el
punto de partida sea el mismo, la rapidez y la
claridad de la evolución, asom brosam ente legi­
bles gracias a la abundancia relativa de los
docum entos, subrayan un éxito de una am plitud
y de una prontitud que lo han hecho calificar
de m ilagro. Sin em bargo, es preciso recordar
que esa palabra no adquiere una significación
aceptable síjio cuando se tiene presente que los
resultados obtenidos, es decir las cerem onias y
los templos, el gusto por el orden, por la a r­
m onía. p o r la m esura, por la idea lógica y por
la ciencia, destacan contra un rrasfondo legen­
dario pictórico de herm andades mágicas de d an ­
zantes y de herreros, d e cíclopes y de curetés, de
c a tiro s , de dáctilos o de coribantes. de ban·

*C. Dumézil. Mitra-Varuna ("Ensayo sobre dos reprc-


^ntactone.N indueuropeás de la Soberanía”), yeguada
edición, Paris, 1948. sobie iodo rap. n. pp. 3&-54; una
lección paralela se obtiene de Aspects de io Fond ion
guerrière chez lev Indo-Européens, París». 1956; Sîis V/i
kander. Der arischc Männerbund. Lund. 1938; M Kíiadc.
°P· c(t.. pp. 294 321; sobre un rcsiirgimienlu en el
sip.lo xt\ del poder de tipo carismático {Adolfo liitlcr),
cf. R. Caillois, f timiners' et Société, Paris. 1964, cap. vu.
pp. 152-180,
171

# α
das turbulentas dc enm ascaradas aterradores,
m itad dioses, m itad bestias en los que, como
en los centauros, hace m ucho tiem po se ha
reconocido el equivalente d c las sociedades
iniciáticas africanas. Los efebos espartanos se
entregan a la licantropía, igual que los hombres-
panteras y que los hom bres-tigres del Africa
ecuatorial.·
D urante la criptia. hagan o no cacería de ilo­
tas. es seguro que llevan una vida de aislam ien­
to y d e em boscadas. No deben s e r vistos ni
sorprendidos. No se tra ía en ninguna medida
de una especie de preparación m ilitar: esc en­
trenam iento no concuerda en absoluto con el
modo dc com batir de los hoplitas. ΡΛ hom bre
joven vive como lobo y ataca como lobo: soli­
ta rio y d c im proviso, con un salto d c fiera
salvaje. Roba y m ata im punem ente, m ientras
sus victim as no logren atraparlo. T.a prueba im ­
plica los peligros y las ventajas de una inicia­
ción El neófito conquista el poder y el dere­
cho de com portarse com o lobo; es engullido por
un lobo y renace com o lobo; co rre el riesgo de
ser destrozado por los lobos y se prepara
para destro zar a los hom bres.
En el m onte Liceo, en la Arcadia en que Zeus
es el palrón de una herm andad dc licántropos,

*H. Jcanmairc. Cuuroi et Couriies. Lille, 1939. ha nru


nido al respecto un expediente impresionan te. del que
he tatuado lo* hechos citados a continuación. En esa
obra, los datos esenciales se encontrarán en Jas pp. 540
568 con respecto a la licantropía en Esparta, y en Ins
pp. 569-S&8 en cuanto a Licurgo y los cultos arcadianos.
1
72
cl que comc la carne de un niño mezclada a
Otras viandas se convierte en lobo, o bien cl
iniciado atraviesa a nado un estanque y queda
transform ado en lobo p o r nueve artos en el lu­
gar desértico al que llega. Licurgo de Arcadia,
cuyo nom bre significa "E l que hace de lobo",
persigue al joven Dionisos. Lo am enaza con un
artefacto m isterioso. Deja o ír rugidos espanto­
sos y el m ido de un "ta m b o r subterráneo, un
tnicno pesadam ente angustioso", dice Est rabón.
No es difícil reconocer el sonido aterrad o r del
rombo, instrum ento universal de los enm asca­
rados.·
No faltan razones para vincular ;il Licurgo de
E sparta y al Licurgo de Arcadia; e n tre los si­
glos vi y IV, la aparición so brenatural q u e p ro ­
vocaba el pánico se consituye en el legislador
p o r excelencia: el hechicero que presidía la ini­
ciación es ahora pedagogo. De la m ism a m ane­
ra, los hombres-lobos de Lacedemonia ya no son
fieras poseídas por el dios, fieras que llevan
una vida feroz e inhum ana en la época de su
pubertad. En lo sucesivo consituyen una espe­
cie de policía política, encargada de expedicio­
nes punitivas para m antener en el tem or y en la
obediencia a los pueblos sometidos.
La antigua crisis extática se utiliza fríam ente
con fines de represión y de intim idación. La
m etam orfosis y el trance ya no son sino recuer­
dos. No hay duda de que la criptia perm anece
oculta: m as no por ello deja de ser uno de los
mecanismos regulares de una república m ilitar
cuyas instituciones rígidas com binan sabiamen-

173
te la dem ocracia y el despotism o. La m inoría
de los conquistadores, que ya adoptó p ara sf
leyes de o tro orden, sigue valiéndose de las
viejas recetas por lo que toca a la m ultitud so­
m etida.

La evolución es sorprendente y significativa.


Sólo explica un caso particu lar. Al m ism o tiem­
po, casi en toda Grecia los cultos orgiásticos
todavía recu rren a la danza, al ritm o, a la em ­
briaguez para provocar en sus adeptos el éxta­
sis, la insensibilidad y la posesión por p arte del
dios. Pero esos vértigos y esos sim ulacros son
vencidos. Por am plio m argen, lian dejado de
ser los valores centrales d e la ciudad. Perpe­
túan una antigüedad lejana. Ya sólo se recuer­
dan descensos a los infiernos y expediciones
celestes efectuadas en espíritu, m ientras que el
cuerpo del viajero yace inanim ado en su lecho.
El alm a de Aristca d e Proconeso fue "asid a''
p o r el dios y ella acom pañó a Apolo en form a
de cuervo. Flermótimo de Clazomcne podía aban­
donar su cuerpo d u ran te años enteros, en el
transcurso de los cuales iba a hacer provisión
de conocim iento sobre el porvenir. El ayuno y
el éxtasis habían conferido a Hpimenides de Cre­
ta. en la caverna divina del m onte Ida. cierto
núm ero de poderes mágicos. Abaris, profeta y
curandero, surcaba los aires m ontando una fle­
cha de oro. Pero los más tenaces y los más
desarrollados de esos relatos m anifiestan va una
orientación opuesta a su sentido prim itivo. Or-
feo no trac consigo del m undo subterráneo a la
174
espasa m uerta que fue a buscar. Se em pieza a
saber que la m uerte no perdona y que no hay
magia que pueda triu n far sobre ella. F.n la obra
de Platón, el viaje de E r el panfiliano y a no es
una odisea de cham án, fértil en peripecias dra­
máticas. sino la alegoría a la cual recurre el fi­
lósofo p ara exponer las leyes del Cosmos y del
Destino.

La desaparición de la m áscara, p o r una parte


como medio de la m etam orfosis que conduce al
éxtasis y, p o r la o tra como instrum ento de
poder político tam bién se m uestra lenta, des­
igual y difícil. La m áscara era el signo por exce­
lencia de la superioridad. En las sociedades dc
m áscaras, todo el problem a reside en estar en­
m ascarado c infundir miedo o en no estarlo y
tener miedo. Hn una organización m ás com ple­
ja , consiste en deber tem er a unos y en poder
asu star a otros, según el grado de iniciación.
P asar a un prado superior es e sta r instruido
en el m isterio de una m áscara m ás secreta. Es
aprender que la aterrad o ra aparición sobrena­
tural no lo es tanto, sino sólo un hom bre dis­
frazado, com o alguien se disfraza p ara aterro ­
rizar a los profanos o a los iniciados de niveJ
inferior.
Seguram ente existe tin problem a de la deca­
dencia de Ια m áscara. ¿Cómo y por qué han
llegado los hom hres a renunciar a ella? 1£1 p ro ­
blema no parece haber preocupado a los etnó­
grafos. Sin em bargo, es de sum a im portancia.
Propongo la hipótesis siguiente, que no excluye

175
sino, p o r cl contrario, exige la existencia de
cam inos m últiples, diversos e incom patibles, co ­
rrespondientes a cada cultura y a cada situación
particular, aunque propone para ellas un re­
sorte com ún: el sistem a de la iniciación y de la
m áscara sólo funciona si hay coincidencia pre­
cisa y constante en tre la revelación del secreto
de la m áscara y el secreto de usarla a su vez
para lograr el trance divinizante y para aterro ­
rizar a los novicios. Así, tam bién el conocimien­
to y el em pleo están vinculados estrecham ente.
Sólo quien conoce la verdadera naturaleza de
la m áscara y de! enm ascarado puede ad o p tar la
apariencia form idable. Sobre todo, no se puede
su frir la influencia o cuando menos no sufrirla
en el m ism o registro ν con la m ism a emoción
de pánico secreto cuando se sabe que se tra ta de
un simple disfraz. Ahora bien, en la práctica
no es posible ignorarlo o. en todo caso, no se
puede ignorarlo d u ran te m ucho tiempo. De allí
una fisura perm anente en el sistem a, al que
debe defenderse co n tra la curiosidad de los pro­
fanos m ediante toda una serie de prohibiciones
y de castigos, esta vez de lo más reales. En re-
sum en: m ediante la m uerte, única eficaz contra
un secreto sorprendido. De lo cual se sigue que,
pese a la prueba íntim a que ofrecen el éxtasis
y la posesión, el m ecanism o sigue siendo frágil.
Es preciso protegerlo en todo m om ento contra
los descubrim ientos fortuitos, co ntra las pre­
guntas indiscretas y co n tra las hipótesis o las
explicaciones sacrilegas. Y es inevitable que,
poco a poco, la fabricación y el uso de la más­
176
cara no queden ya protegidas p o r prohibiciones
capitales, sin que p o r ello pierdan su carácter
sagrado. Entonces, m ediante transform aciones
insensibles, se convierten en ornam entos litúr­
gicos, en accesorios dc cerem onia, de danza o
dc teatro.
El últim o intento de dom inación política m e­
diante la m áscara tal vez sea el de Hakim al-
M oqanná, el Profeta con Velo del Korusán
quien, en el siglo v m , d u ran te varios años, de
160 a 163 dc la H égira, m antuvo a raya a los
ejércitos del Califa. Se cubría el ro stro con un
velo dc color verde o. según algunos, se había
m andado hacer una m áscara de oro que nunca
se quitaba. Pretendía ser Dios y afirm uba que se
cubría el rostro porque nincún m ortal podría
verlo sin quedar ciego. Pero, precisam ente, sus
pretensiones fueron discutidas acerbam ente por
sus adversarios. Los cronistas —cierto es, his­
toriadores todos ellos de los Califas— escriben
que actuaba así por ser calvo, tu erto y dc una
fealdad repugnante. Sus discípulos lo conm ina­
ron a dem ostrar que decía la verdad y exigieron
ver su rostro. Él se lo m ostró. Algunos fueron
quem ados en efecto, y los dem ás quedaron con­
vencidos. Pues bien, la historia oficial explica
el m ilagro y descubre (o inventa) la estratage­
ma. E ste es el relato del episodio, tal como se
encuentra en una de las fuentes m ás anticuas,
la Descripción topográfica e histórica dc Ruca­
ra, p o r Abú-Bak Mohamed ibn D ía' far Narsh-
akhi, term inada en 332: '
•R e p ro d u z c o la creducción literal q»»c Achena ha

177
Cincuenta mil soldados de Moqannâ se reunie­
ron o la puerta del castillo, se prosternaron y pi­
dieron verlo. Pero no obtuvieron respuesta algu­
na. Insistieron e imploraron, diciendo que no se
moverían de allí mientras no vieran el rostro de
su Dios. Moqannâ tenia un criado llamado Had
jeb. Y 1c dijo: "Ve a docir a mis criaturas: Moisés
me pidió dejarle ver mi rostro; pero no acepté
presentarme a <51, pues no habría soportado ver­
me, y si alguien me ve, morirá en el acto /’ Pero
los soldados siguieron implorando. Entonces Mo­
qannâ les dijo: “Venid tal día y os mostraré ini
rostro."
Así, a las mujeres que estaban allí (eran cien
y en su mayoría hijas de campesinos de Soghd.
de Kesh y de Nakshab. que conservaba con él en
el castillo, donde no había a su lado sino cien
mujeres y el criado personal llamado Hadjeb)
Ies ordenó tomar cada cual un espejo y subir al
tccho del castillo. [Les enseñó] a sostener el es­
pejo a modo de quedar unas frente a otras con
los espejos unos frente a otros, todo lo cual en
el momento en que los rayos del sol queman [con
mayor intensidad]. .. Pues bien, los hombres se
habían reunido. Cuando el sol se reflejó en los
espejos, por efecto de aquella reflexión, todos
los alrededores del lugar quedaron bañados de
luz. Y Moqannâ dijo a su criado: "Di a mis cria·
turas: éste es vuestro Dios que se presenta ante
vosotros. ¡Miradle! (Miradle!" Viendo el lugar ba-

accedido a hacer para mí de una redacción persa abre­


viada di! la obra de Narshakhi (escrita cji 574 de la
Hégira). En la tesis de Gholam Hussein Sadighi, Le*
mouvement i rr.tÎRÎeux iraniens au ! t· et l l b siècles de
rHéfiirc, Paris. 1958, figura el lisiado exhaustivo v tam­
bién la critica de las fuentes meantes a Hakim (náid-
nas 16.V186).
m
ftxidü en luz los hombres se asustaron. Y sc
prosternaron.

Como Empedocles, al ser Ilakim vencido qui­


so desaparecer sin d ejar huella, con el fin de
hacer creer que había subido al cielo. Envenenó
a sus cien m ujeres, decapitó a su s e n a d o r y se
arrojó desnudo en un foso lleno de cal viva
(o en una caldera de m ercurio, una cuba de
vitriolo o un horno donde se fundía cobre, as­
falto o azúcar). ΛΙ respecto, una vez m ás los
cronistas denuncian la artim aña. Aunque siem ­
pre eficaz (los seguidores cíe H akim creyeron en
su divinidad, no creyeron en su m uerte y el
Korasán no encontró la paz. por m ucho tiem po),
el reino de la m áscara aparece en lo sucesivo
como el de la im postura y del malabarismO. Ya
está vencido.

Como tendencias culturales reconocidas, h onra­


das y dom inantes, el reino de la m im icry y del
ilinx, en efecto, está condenado en cuanto el
espíritu logra la concepción del Cosmos, es de­
cir. de un universo ordenado y estable, sin m i­
lagros ni m etam orfosis. Ese universo aparece
como el terreno de la regularidad, de la nece­
sidad, de la m esura y, en una palabra, del
núm ero. En Grecia, la revolución es perceptible.
Incluso en aspectos m uy precisos. Así, los p ri­
nteros pitagóricos aún se valían de núm eros con­
cretos. Los concebían como si tuvieran form a y
figura. Algunos núm eros eran triangulares, otros
cuadrados y otros m ás alargados; es decir que

17l>
eran rcpresem ablcs medíanle triángulos, cua­
drados y rectángulos. Sin duda se parecían a
los grupos dc puntos de los dados y del dom inó
m ás que a los signos sin o tro significado que
el de sí mismos, com o sori las cifras. Además,
constituían secuencias regidas por las relacioucs
de los tres acordes musicales básicos. En fin,
estaban dolados dc virtudes distintas, corres­
pondientes al m atrim onio (el 3 ), a la justicia
(el 4), a la ocasión (el 7) o a algún o tro con­
cepto o apoyo que les atributa la tradición o
la arb itraried ad . Sin embargo, d e esa num era­
ción en parte cualitativa, pero que llama la
atención hacia las sorprendentes propiedades de
ciertas progresiones privilegiadas, muy pronto
surgió la serie abstracta, que excluyó la a ritn io
sofía y obliga al cálculo puro y puede servir así
de herram ienta a la ciencia.5
Aun siendo incompatibles con los espasmos
y los paroxism os del éxtasis y del disfraz, el
núm ero y la m edida, el espíritu de precisión
que éstos difunden perm iren en cam bio el auge
del agon y del alca com o reglas del juego social.
En el m ism o m om ento en que Grecia se aleja
de las sociedades de m áscaras, sustituye el fre­
nesí de las antiguas fiestas por la serenidad dc
las procesiones, fija en Delfos un protocolo in­
cluso para el delirio profético, tam bién da valor
de institución a la com petencia reglam entada e
incluso al sorteo. En o tras palabras, m ediante
la fundación dc los grandes juegos (olímpicos,
' Π. RrxjhtVr. Histoire tic la Philosophic, I. I. lase 1,
5’ cd.. P arí*. \ 94&. pp. 52-54.

Í80
ístmicos, píticos y nem eanos) y con frecuencia
m ediante la m anera en que se cscogcn los m a­
gistrados de las ciudades, cl agon y, com binado
con el, el alca, tom an en la vida pública el lugar
privilegiado que en las sociedades de desorden
ocupa la pareja mimiery-ilinx.
Los juegos de estadio inventan y ofrecen com o
ejem plo una rivalidad lim itada, reglam entada
y especializada. Despojada de todo sentim iento
de odio y de rencor personales, esa nueva espe­
cie de em ulación inaugura una escuela de leal­
tad y de generosidad. Al mismo tiem po, difunde
el hábito y el respeto del arb itraje. Su papel
civilizador se ha señalado repetidas vcccs. A
decir verdad. los juegos solem nes aparecen en
casi todas las grandes civilizaciones. Los juegos
de pelota de los aztecas constituyen fiestas ri­
tuales. a las cuales asisten el soberano y su
corte. En China, los concursos de tiro al arco
habilitan y preparan a los nobles, aunque me­
nos p o r los resultados que por la m anera co­
rrecta de d isp arar la flecha o de reconfortar al
adversarlo sin suerte. En el Occidente cristiano,
los torneos cum plen la mism a función: enseñan
que el ideal no es la victoria co n tra quienquie­
ra que sea por el medio que sea. sino la proeza
ganada en igualdad de oportunidades co n tra un
concursante a quien se estim a y se ayuda de
ser necesario, valiéndose sólo de medios perm i­
tidos p o r haberse fijado de antem ano, en un
Jugar y en un tiem po determ inados.
F.1 desarrollo de la vida adm inistrativa no
favorece menos la difusión del Cada vez

181
más. el reclutam iento dc Funcionarios se efec­
túa m ediante concursos y exámenes. Se trata
dc re u n ir a los m ás aptos y a los m ás com pe­
tentes, con el fin de introducirlos en alguna
jerarq u ía o m andarinato. cursus honorum o chin,
en que la prom oción queda som etida a ciertas
norm as fijas y es regulada, en lo posible, me­
diante jurisdicciones autónom as. De esta m ane­
ra, la burocracia es facto r dc una especie dc
com petencia que pone al agón en el principio
de toda carrera adm inistrativa, m ilitar, universi­
taria o judicial.
Lo hace p enetrar en las instituciones, tím ida­
mente en un principio y sólo para funciones
m enores. Las dem ás perm anecen m ucho tiempo
dependientes de la arb itraried ad del principe o
de los privilegios del nacim iento o de la fo rtu ­
na. Sin duda, suele suceder que. en teoría, la
entrada quede reglam entada p o r concurso. Pero,
gracias a la naturaleza de las pruebas o a la
com posición de los ju rad o s, los grados más al­
tos del ejército , los puestos im portantes dc la
diplom acia o dc la adm inistración con frecuen­
cia siguen siendo m onopolio d e una casta mal
definida, pero cuyo espíritu d c cuerpo se con­
serva celoso com o su solidaridad se mantiene
atenta. Sin em bargo, los progresos de la dem o­
cracia son precisam ente los dc la competencia
ju sta , dc la igualdad de derechos, luego de la
igualación relativa dc las condiciones, que per­
m ite concretar en hechos, dc m anera sustancial,
una igualdad jurídica que en ocasiones sigue
siendo más ab strac ta que eficaz.
Por lo demás, en la Grecia antigua los pr imeros
teóricos de la dem ocracia resolvieron la difi­
cultad, al parecer de un modo raro , aunque de
m anera que se a n to ja impecable, cuando hace­
mos el esfuerzo de representarnos el problem a
en su novedad. En efecto, los griegos considera­
ban el sorteo de los m agistrados com o procedi­
m iento igualitario absoluto. Tenían a las elec­
ciones por una especie de subterfugio o de mal
m enor, de inspiración aristocrática.
Aristóteles sobre todo razona de esa manera.
P or lo dem ás, sus tesis están conform es a la
práctica com únm ente adm itida. F.n Atenas, casi
todos los m agistrados se sortean, con excepción
de los generates y de los funcionarios de ha­
cienda. es decir, de los técnicos. Los miembros
del Consejo se sortean, luego d e un examen p ro ­
batorio. entre los candidatos presentados por
los demos. En cam bio, se eligen los delegados
a la Liga b eo d a. La razón es clara. Se prefie­
ren las elecciones desde el m om ento en que la
extensión de territorio interesado o la m ultitud
de los participantes hacen necesario un régimen
representativo. Expresado p o r el haba blanca,
el veredicto de la suerte no deja de considerarse
como sistem a igualitario por excelencia. En él
se ve al m ism o tiem po una precaución, dado
el caso difícilm ente sustituible, contra las in tri­
gas y contra las m aniobras de los oligarcas o
de las "conjuraciones". Asi, al principio la de­
m ocracia vacila de m anera sum am ente instruc­
tiva entre el dgmt ν el atoi: dos form as opuestas
de la justicia.

183
Esa com petencia inesperada revela la relación
profunda que existe entre am bos principios.
D em uestra que ofrecen soluciones inversas pero
com plem entarias a un problem a único: el de
la igualdad de todos en un principio, sea an te la
suerte, si renuncian a hacer el m enor uso de sus
capacidades naturales y si consienten en una ac­
titud rigurosam ente pasiva; sea ante las condi­
ciones de la com petencia, si p o r el co n trario se
les pide movilizar sus recursos de m anera ex­
trem a, p ara d a r una prueba inobjetable de su
excelencia.

Λ decir verdad, se im puso el espíritu de com ­


petencia. La buena regja política consiste en
asegurar a cada candidato posibilidades legales
idénticas de solicitar los sufragios de los elec­
tores. De una m anera m ás general, cierta con­
cepción de la dem ocracia, que no es la menos
difundida, ni tal vez la menos razonable, suele
considerar la lucha entera de los partidos como
una especie de rivalidad deportiva, que debería
presentar la m ayor p arte de las características
d e los enfrentam ientos de estadio, d e liza o de
Cuadrilátero: ganancia lim itada, respeto al ad­
versario y a las decisiones arbitrales, lealtad
y colaboración sincera de los rivales una vez
pronunciado el veredicto.
Ampliando aún más el m arco de la descrip­
ción, nos dam os cuenta de que, a p artir del
m om ento en que la m im icry y el ilinx fueron
perseguidos, la totalidad de la vida colectiva y
no sólo su aspecto institucional se apoya en un
equilibrio precario c infinitam ente variable entre
184
cl ágon y cl aleo; es decir, entre el m érito y la
suerte.

b ) E l MÑUTO Y LA SUKRTB

Las griegos, que todavía no tienen palabras para


designar a la persona y la conciencia ,* funda­
m entos del nuevo orden, siguen disponiendo en
cam bio dc un conjunto de conceptos precisos
para designar la fortuna (tych é), la p arte des­
tinada a cada cual p o r el destino (m oira) . el
m om ento favorable (kairos), es decir, la ocasión
que, estando inscrita en el orden inm utable e
irreversible dc las cosas, y precisam ente porque
form a p arte d e él, no se reproduce. El naci­
m iento constituye entonces algo así com o el bi­
llete dc una lotería universal y obligatoria, que
asigna a cada quien una sum a de dones y de
privilegios. Dc estos, unos son innatos y los
otros sociales. Sem ejóm e concepción a veces es
m ás explícita; en todo caso, está más difundi­
da de lo que se piensa. E n tre los indios de la
América Central, cristianizados sin em bargo des­
d e hace varios siglos, se adm ite que cada cual
nace con una suerte personal. É sta determ ina
el carácter d e cada individuo, sus talentos, sus
debilidades, su categoría social, su profesión y
finalm ente su suerte, es decir, su predestinación
al éxito y al fracaso, su ap titu d a aprovechar la
ocasión. Entonces no es posihlc ninguna iunbi-
M arcel Maus.%, "U ne c a té g o rie dt* l'esprit h u m a in :

lanotion d e personne, celle de mot"* en Jm/niat o{ the
RoyvJ Anthropological Institute, vol. LX V ÏM . Julio-dic.
I * » , p p . 263-281 ·

185
ción ni concebible ninguna com petencia. Cada
cual nace y es lo que la su erte ha prescrito.7
El agon —deseo de triunfo— norm alm ente sirve
de contrap eso a ese exceso de fatalism o.
Desde cierlo p unto de vist3. la diversidad in­
finita de los regím enes políticos obedece a la
preferencia que conceden a uno u o tro de los
dos órdenes de superioridad que actúan en sen­
tido inverso, t e s hace elegir en tre la herencia,
que es lotería, y el m érito, que es com petencia.
Algunos se esfuerzan p o r p erp etu ar h asta donde
sea posible las desigualdades de partid a por
m edio de un sistem a de castas o de clases cerra·
das. de em pleos reservados, de cargos heredi­
tarios. En cam bio, o tro s se em peñan en acelerar
la circulación de las élites, es decir, en reducir el
alcance del alea original para au m en tar propor-
cionalm cntc la im portancia concedida a un modo
de rivalidad codificado de m anera cad a vez más
estricta.
Ni uno ni o tro de esos regím enes extrem os
podría ser abî>olulo: p o r ap lastan tes que sean
los privilegios vinculados al nom bre, a la ri­
queza o a alguna o tra ventaja de nacim iento,
siem pre su b siste una oportunidad aunque sea
infinitesim al paru la audacia, la am bición y el
valor. Inversam ente, en las sociedades más igua­
litarias, en que la herencia m ism a no se adm i­
tiría en ninguna form a, es difícil im aginar que
el azar del nacim iento tenga tan poco efecto
que la posición del p ad re no influya en la ca-

' Michael Meneje!son. "Le Roi. le Traître el ki Cioíx*'.


núni. 21. invierno Je 1938, p. 6.
1H6
rrc ra <lcl hijo y no la facilite autom áticam ente.
Será difícil elim inar la ventaja que constituye
cl solo hecho de que un joven haya crecido en
cierto medio, de que pertenezco a él. do que por
anticipado tenca allí relaciones y apoyos, de
que conozca sus costum bres y sus prejuicios,
de que haya podido recibir de su podre algunos
consejos y una preciosa iniciación.

En efecto, en diversos grados y una vez que han


cobrado cierta extensión, en todas las socieda­
des se oponen la opulencia y la m iseria, la oscu­
ridad y la gloria, el poder y la esclavitud. Si se
proclam a la igualdad de los ciudadanos, sólo
se tra ía de una igualdad jurídica. F.l nacimien­
to sigue haciendo p esar sobre todos, com o una
hipoteca imposible de pagar, la ley del azar,
que m anifiesta la continuidad de la naturaleza
y la inercia de la sociedad.
U ega a suceder que las legislaciones se es­
fuerzan p o r com pensar los efectos. Las leyes,
las constituciones tratan entonces de establecer
entre las capacidades o las calificaciones una
ju sta com petencia destinada a haccr fracasar
las ventajas de clase y o en tro n izar superiorida­
des indiscutibles, dem ostrando an te jurado ca­
lificado ν homologadas a la m anera do las haza­
ñas deportivas. Pero es dem asiado evidente que
los com petidores no están colocados en igualdad
d e condiciones p ara ten er un feliz arranque.
La riqueza, la educación, la instrucción, la si­
tuación fam iliar, todas ellas circunstancias exter­
nas y con frecuencia decisivas, anulan en la
práctica îa igualdad inscrita en In legislación. A
1*7
veces se necesitan varias generaciones para acor-
Car la distancia entre el m iserable y el privile­
giado. Las reglas prom etidas para cl agón leal son
burladas visiblemente. El hijo, incluso bien do­
tado. dc un trab ajad o r agrícola en una provin­
cia pobre y rem ota no en tra de pronto en com ­
petencia con el hijo m ediocrem ente inteligen­
te de un alto funcionario dc la capital. El origen
1 dc los jóvenes que llegan a estudios universi­
tarios es objeto de estadísticas, consideradas el
m ejor m edio de m edir la fluide¿ social. S orpren­
de com probar hasta qué punto ésta es escasa,
incluso en los países socialistas, pese a los ade­
lantos indiscutibles.
Desde luego, están los exám enes, los concur­
sos. las becas y toda clase de reconocim iento
a las capacidades o a las com petencias. Pero,
precisam ente, son reconocim ientos, si no es que
paliativos, que siguen siendo las m ás de las ve­
ces de una insuficiencia lam entable: remedios,
m uestras y coartadas, an tes que norm as y re­
glas generales. Es preciso m irar de frente la
realidad, incluso la situación dc las sociedades
que pretenden ser las únicas equitativas. Enton­
ces nos dam os cuenta de que, en general, sólo
hay com petencia efectiva entre personas del mis­
mo nivel, del m ism o origen y del m ism o medio.
El régimen no tiene gran influencia. Un hijo de
dignatario siem pre es favorecido, sea cual fuere
lo que perm ite alcanzar dignidades. F.l proble­
m a sigue siendo severo en una sociedad de­
m ocrática (o socialista, o com unista): ¿cómo
equilibrar eficazm ente en ella el azar del naci­
m iento?
Cierto es que los principios de una sociedad
igualitaria no sancionan en absoluto los dere­
chos y las ventajas que esc azar lleva consigo,
pero éstos muy bien pueden re su lta r en ella tan
pesados com o en los regímenes de castas. In ­
cluso cuando se adm iten m ecanism os de com ­
pensaciones m últiples y rigurosos, destinados
a poner a cada cual en una categoría ideal ú ni­
ca y a favorecer sólo el m érito verdadero y la
eficiencia com probada, incluso entonces subsis­
te la suerte.
Subsiste antes que nada en el alea mism a de
la herencia, que distribuye desigualm ente los
dones y las taras. Luego interviene infalible­
m ente en las pruebas organizadas para asegu­
ra r el triunfo del m ás m erecedor. En efecto, no
es posible que la suerte no favorezca a un can­
didato al que toca la única pregunta que ha
estudiado a conciencia, cuando com prom ete el
éxito del desdichado al que se interroga preci­
sam ente sobre el p unto que ha descuidado. De
golpe, he aq u í la introducción de un elem ento
aleatorio en el corazón mismo del agón.
A decir verdad, la suerte, la ocasión y la ap­
titu d para aprovecharla desem peñan un papel
constante y considerable en las sociedades rea­
les. En ellas, son com plejas e innum erables las
interferencias entre las ventajas surgidas del na­
cim iento tanto físico com o social (y que pueden
consistir ya en honores o en bienes, ya en be­
lleza, salud o .en raras disposiciones) y las con
quistas de la voluntad y de la paciencia, de la
com petencia y del trab ajo (que sor» patrim onio
del m érito). Por una parte, el don de los dioses
139
o de la coyuntura; por o tra, la recom pensa del
esfuerzo, de. la obstinación y de la habilidad. De
la m ism a m anera, en el juego de baraja, Ja vic­
to ria sanciona una superioridad mixta en que
se com binan la "m ano" y la ciencia del juga­
dor. Así. cl a k a y cl agon son contradictorios,
p ero solidarios. Los opone un conflicto perm a­
nent e. y los une una alianza esencial.

Por sus principios, y cad a vez más p o r sus ins­


tituciones. las sociedades m odernas suelen am ­
p liar el cam po de la com petencia reglam entada,
es decir, del m érito, a expensas del cam po del
nacim iento o de la herencia, es decir, del azar.
Sem ejante evolución satisface a la vez la justi­
cia. la razón y la necesidad de em plear al má­
ximo los talentos. P o r eso los reform adores
políticos hacen esfuerzos incesantes p o r conce­
b ir una com petencia más equitativa y p o r apre­
su ra r su advenim iento. Pero los resultados de
su acción siguen siendo pohres y decepcionan­
tes. Además, parecen lejanos e im probables.
E n tre tanto, desde que llega a la edad de re­
flexión, cada cual com prende fácilm ente que
para él ya es tarde y que la suerte está echada.
Es prisionero de su condición. Su m érito tal vez
le perm ita m ejorar, pero no salir. No le hace
cam biar radicalm ente de nivel de vida. De allí
nace el afán de c o rta r cam ino, de las soluciones
inm ediatas que ofrecen la perspectiva de un
¿xito repentino, incluso relativo. Fs preciso pe­
dirlo a la suerte, puesto que el trab ajo y la
preparación son en verdad im potentes para con­
seguirlo.

190
Además, m uchos se dan cuenta de que no
pueden esp erar g ran cosa dc su propio mérito.
Ven claram ente que o tro s tienen más que ellos,
que son m is hábiles, m ás vigorosos, m ás inte­
ligentes , más trab a jad o res o m ás am biciosos, que
tienen m ejor salud o m e jo r m em oria, que gus­
tan m ás o que convencen m ejor. Así, conscientes
dc su inferioridad, no ponen sus esperanzas en
una com paración exacta, im parcial y com o ci­
frada. Tam bién se vuelven hacia la su erte y
buscan un principio de discrim inación que Ies
sea más clem ente. D esesperando dc ganar en
los torneos del agon, se dirigen a las loterías,
a cualquier so rteo en que el menos dotado, en
que el imbécil y el lisiado, en que el torpe y el
perezoso, ante la m aravillosa ceguera d e una
nueva especie d e justicia, al fin son iguales a
los hom bres dc recursos y dc perspicacia.
En esas condiciones, el alea aparece dc nue­
vo como la com pensación necesaria, como el
com plem ento n atu ral del agon. Una clasifica­
ción única y definitiva cerraría todo porvenir
a quienes condena. Es necesaria una pruelva de
repuesto. El recurso a la su erte ayuda a sopor­
ta r la injusticia de la com petencia falseada o
dem asiado ruda. Al m ism o tiem po, d eja una es­
peranza a los desheredados a quienes un con­
curso franco m antendría en m alos puestos, que
son necesariam ente los m ás num erosos. Por eso,
a m edida que el alea del nacim iento pierde su
antigua suprem acía y que la com petencia regla­
m entada pierde su influencia, vemos desarro­
llarse y proliferar ju n to a ella mil m ecanismos
secundarios destinados a o to rg ar de pronto a

191
un ra ro vencedor estupefacto y encantado una
prom oción fuera de serie.
A esa finalidad responden antes que nada los
juegos de azar, pero tam bién num erosas prue­
bas, juegos de azar disfrazados, cuyo carácter
com ún consiste en presentarse com o com peten­
cias, aunque en ellas desem peñe un papel esen­
cial el elem ento de ap u esta, de riesgo y de suerte
simple u com puesta. Esas pruebas, esas lote­
rías perm iten al ju g ad o r feliz una fortuna más
m odesta en la que no cree, pero cuya perspec­
tiva basta para deslum brar. Cualquiera puede
s e r el elegido. Esa posibilidad, casi ilusoria, no
alienta menos a los hum ildes a so p o rtar m ejor la
m ediocridad de una condición de la que p rácti­
cam ente no tienen ningún o tro medio de escapar
jam ás. Se necesitaría una stierte extraordinaria:
urt milagro. Ahora bien, ln función del alca con­
siste en proponer ese m ilagro perm anente. A
esto se debe la prosperidad continua de los
juegos de azar. El propio Estado tiene algo que
ver. Creando, pese a las protestas de los mo­
ralistas. loterías oficiales, busca beneficiarse
generosam ente con una fuente de ingresos que,
por excepción, le son concedidos con entusias­
mo. Si renuncia a ese expediente y si deja a la
iniciativa privada el beneficio de su explota­
ción, al menos grava con fuertes im puestos las
diversas operaciones que presentan el carácter
de una apuesta a la suerte.
Ju g ar es renunciar al trabajo, a la paciencia,
al ahorro, p o r el golpe de su erte que en un
secundo procura lo que una vida agotadora de
tra b a jo y de privaciones no concede, si no in
192
tervicne la suerte y si no se recu rre a la es­
peculación que, precisam ente, en p arte depende
de la suerte. Para a tra e r m ejor, los premios,
o al menos los m ayores, deben ser conside­
rables.
Por el contrario, los billetes deben co star lo
menos posible, adem ás de ser conveniente que se
puedan dividir con facilidad, a fin de ponerlos
al alcance de la m u ltitud de aficionados impa­
cientes. De lo cual se sigue que los grandes ga­
nadores son raros. Pero no im porta: la suma
que recom pensa al m ás favorecido sólo es por
ello m ás prestigiosa.
Para tom ar el p rim er ejem plo a la mano,
que sin duda no es el más convincente, en el
Sw eepstakes del Gran Prem io de París, el mon­
to del prem io m ayor es de cien m illones de
francos, es decir, consiste en una sum a que sim ­
plemente deben considerar fabulosa la enorm e
m ayoría de com pradores de billetes, que difícil­
m ente ganan algunas decenas de m iles de [a n ­
tiguos] francos al mes. En efecto, si se calcula
en cuatrocientos mil francos el salario anual del
obrero medio, esa sum a representa aproxim a­
dam ente el valor de doscientos cincuenta años
de trabajo. Vendido en dieciocho mil quinientos
francos, un poco m ás del salario m ensual, el
billete está p o r dem ás fuera del alcance de la
m ayoría de los asalariados. Éstos se contentan
entonces con adqu irir "décim os" que, p o r dos
nril francos, les hacen relucir la perspectiva de
un prem io de diez millones, equivalente in stantá­
neo y total de un cu arto de siglo de trabajo. El
atractivo de esa súbita opulencia inevitablem ente

193
es em briagante, pues en realidad significa un
cam bio radical de condición, prácticam ente in­
concebible p o r los cam inos norm ales: un puro
favor del destino.1
La magia creada resu lta eficaz: según las úl­
tim as estadísticas publicadas, los franceses gas
taron en 1955 ciento quince mil millones tan
sólo en los juegos de azar adm inistrados p o r el
Estado. De ese total, los ingresos b ru to s de la
Lotería Nacional ascienden a cu aren ta y seis
mil millones, o sean m il francos p o r cada fran­
cés. El mismo año, se distribuyeron alrededor
de veinticinco mil millones en prem ios. Los pre­
mios principales, cuya im portancia relativa res­
pecto del total de prim as no deja dc crecer, con
toda evidencia están calculados para su scitar la
esperanza de un enriquecim iento que la clien­
tela m anifiestam ente es alentada a rep resen tar­
se como valor de ejem plo.
Como prueba de ello sólo tom o la publicidad
oficiosa m ás o menos im puesta a los beneficia­
rios dc esas fortunas sú b itas aunque, si así lo
desean, se les puede m antener en el anonim ato.
Pero la costum bre quiere que los periódicos in­
form en en detalle a la opinión sobre su vida co­
tidiana y sobre sus proyectos. Se diría que se
tra ta de invitar a la m u ltitud de lectores a pro­
b a r suerte una vez más.

• Cifras dadas al tipo dc cambio dc 1956 (fecha de


la prim era edición), es decir en antiguos Troncos. En Ja
aclunlidad lian sido superadas considerablemente por
las sumas jugadas al úcrcé, lotería que da al a p e a ­
dor la ilusión de que puede, en parte, delendcr.v«! con
tro la suerte.
194
No en lodos los países se organizan los juegos
de azar com o gigantescos sorteos que funcionan
en escala nacional. Privados de cará cter oficial
y del apoyo del Estado, rápidam ente ven dism i­
nuir su am plitud. El valor absoluto de los pro
mios dism inuye con el num ero d e jugadores.
Ya no hay desproporción casi infinita en tre la
sum a arriesgada y la suma codiciada. Pero del
volumen m ás m odesto de apuestas no resulta
que el total de apuestas finalm ente sea menos
considerable.
Todo lo contrario , pues el sorteo ya no es
entonces una operación solem ne y relativam en­
te rara. El ritm o de los sorteos suple generosa­
m ente el volum en de los prem ios. En las horas
de apertura del casino, en varias decenas de
mesas y de acuerdo con un ritm o determ inado
por la dirección, los croupiers no dejan de lan­
zar la bolita de la ruk?ta ni de an u n ciar los re­
sultados. En las capitales m undiales del juego,
en Deauville, en M ontccarlo, en Macao o en I.as
Vegas, p o r ejem plo, las sum as en circulación
continua pueden no alcanzar las cifras fantás­
ticas que imaginamos con com placencia, pero
la ley de los grandes núm eros garantiza un be­
neficio casi invariable en operaciones rápidas e
ininterrum pidas. Con eso basta par*t que la ciu·
dad o el E stado logre una prosperidad evidente
>1 escandalosa que se m anifiesta en el esplendor
de las fiestas, en un lujo agresivo, en el relaja
miento de las costum bres y en lodas las seduc­
ciones que tienen un aspecto publicitario y que.
Por lo dem ás, abiertam ente están destinadas a
enganchar clientes para la práctica.

M L
Cierto es que esas m etrópolis especializadas
atraen sobre todo a una clientela de paso que
llega a disiparse unos días en un am biente ex­
citante de placer y de facilidad, pero que p ro n to
regresa a un modo de existencia más laborioso
y m ás austero. Toda proporción guardada, las
ciudades que procuran a la pasión p o r el juego
un refugio y un paraíso sem ejan inm ensas casas
de tolerancia o fum aderos de opio desm esura­
dos. Son ob jeto de una tolerancia regulada y
redituable. Un pueblo nóm ada de curiosos, de
ociosos o de maniacos las atraviesa sin estable­
cerse en ellas. Siete millones de tu rista s dejan
cada arto en Las Vegas sesenta m illones de dó­
lares que representan alred ed o r del 40% del
presupuesto de Nevada. El tiem po que pasan
en aquel lugar los num erosos visitantes no deja
de ser com o un paréntesis en el tran scu rso o rd i­
nario de sus vidas. El estilo de la civilización
no resulta afectado en proporción verdaderam en­
te considerable.
La existencia de grandes ciudades cuya razón
de ser y cuyo recurso casi exclusivo son los
juegos de azar m anifiesta sin duda la fuerza del
instinto que se expresa en la búsqueda de la
suerte. S in em bargo, no es en esas ciudades
anorm ales donde esc instinto se m uestra más
temible. En las dem ás, las quinielas u rbanas per­
miten a todos ju g a r a las carreras sin siquiera
asistir al hipódrom o. Algunos sociólogos han
señalado la proclividad de los obreros de fábri­
ca a co n stitu ir especies de clubes donde apues­
ta n sum as relativam ente im portantes, si jio es
que desproporcionadas a su salario, al resultado
196
dc los encuentros dc fútbol; 9 en lo que, una
vez más, se m anifiesta un rasgo d e civilización.1*
Las loterías dc Estado, los casinos, los hipó­
drom os y las quinielas de todo tipo se encuen­
tran dentro dc los lím ites del alca puro, cuyas
leyes de justicia m atem ática observan estricta­
mente.
En efecto, deducidos los gastos generales y
la retención efectuada p o r la adm inistración,
p o r desm esurada que parezca, la ganancia se
m antiene rigurosam ente proporcional a la apues­
ta y a lo que arriesga cada uno de los jugadores.
Una innovación más sorprendente del m undo m o­
derno consiste en lo que yo con gusto llam aría
loterías disfrazadas: aquellas que no exigen n in­
guna apuesta y que optan p o r la apariencia de
*Cf. Georges Friedmann, Où va le travail humain,
París, 1956. pp. 147-151. Ea Estado» Unido», se opuesta
sobre todo a los numbers, es decir, a los “tres últimos
dígitos del total dc títulos negociados cada día en Wall
Street". De ahí los rackets o las fortunas considerables,
aboque consideradas dc origen dudoso, ihid., p. 149,
fcúnj. 1; U travail en miettes, París, 1956, pp. 183-185.
10La influencia dc los juegos dc azar daña en extremo
cuando la gran mayoría dc una población trabaja poco
y juega mucho, y sobre todo cuando juega todos los
dws. Pero, para que ese caso se produzca, es preciso
una coincidencia bastante excepcional dc clima y régi­
men social. Entonces se modifica la economía general
yaparccCn formas particulares dc cultura, vinculadas,
como ya era de esperar, al desainólo concomitante dc
en ,υ «*1 describo algunos ejemplos
n el complemento titulado: "La importancia de los
" p Í S lm * azar”. Véanse también las cifras dadas en c!
.xpedlente" (p. 304), sobre cantidades gastadas en
en japäj^nns tragatnonedas en los Estados Unidos y

197
recom pensar c! talento, la erudición gratuita, el
ingenio o algún o tro m erecim iento, que por su
naturaleza escapa de la apreciación objetiva o a
la sanción legal. Algunos grandes prem ios litera·
n o s verdaderam ente ofrecen a un escritor la for­
tuna y la gloria, al menos p o r unos años, lisos
prem ios han suscitado miles m ás que no ofrecen
gran cosa pero que se turnan y en cierto modo
com ercializan el prestigio de los más im portan­
tes. Luego de enfrentarse victoriosam ente a ri­
vales cada vez más tem ibles, una m uchacha es
declarada al fin Miss Universo: se hace estrella
de cinc o casa con un millonario, innum erables
e im previsibles Reinas. Damas de H onor. Mu·
sas. Sirenas, etc., se eligen a ejem plo suyo y. en
el m ejor de los casos, disfrutan d u ran te una
tem porada de una notoriedad em briagante pero
discutida, d e una vida brillante pero sin base,
en alguno de los palacios de una playa de moda.
Todo grupo quiere tener la suya. No hay lími­
tes. H asta los radiólogos han hecho tina M iss
Esqueleto de la señorita (Lois Conway, de die­
ciocho años) que con rayos X reveló poseer la
m ás linda estru ctu ra ósea.

En ocasiones, es preciso prepararse para la


prueba. Fn televisión vem os ofrecer una peque­
ña fortuna a quien logra responder preguntas
cada vez m ás difíciles en un terreno determ inado.
Un personal escogido y accesorios im presionan-
te.s dan cierta solem nidad a esa representación
hebdom adaria: un o rad o r experto entretiene al
público; una joven fotogénica a m ás no po­
d e r hace las veces d e secretaria: guardias d r
198
uniform e fingen vigilar cl chcquc expuesto a la
codicia pública; una m áquina electrónica garan­
tiza una selección indiscutible de las preguntas;
una cabina perm ite en fin a los candidatos reco­
gerse, preparar, solos y an te todos, la respuesta
fatídica. De condición m odesta, éstos com pare­
cen tem blando an te un tribunal insensible. Cien·
los de miles de espectadores lejanos participan
en su angustia y al m ism o tiem po se sienten ha­
lagados de regular esa prueba.

En apariencia, se tra ta d e un exam en en que


las preguntas están graduadas a voluntad paro
evaluar la am plitud de los conocim ientos del su­
jeto: un agón. En realidad, se propone una serie
de apuestas en que la oportunidad de g an ar dis
miniiye a m edida que crece el valor de la re­
com pensa ofrecida. El nom bre de tocio o nada
que con frecuencia se da a ese juego no deja
la m enor duda at respecto. Tam bién denuncia la
rapidez de la progresión. Menos d e diez p ro
iuntas bastan para hacer extrem o el riesgo y
Ía so n a n te la recom pensa. Quienes llegan al final
de la carrera son considerados d u ran te algún
tiem|>o héroes nacionales: en E stados Unidos,
la prensa v la opinión se apasionaron sucesi­
vam ente por un zapatero especialista en ópera
italiana, por una escolar negra de impecable o r­
tografía, por un agente de policía apasionado
p o r Shakespeare, por una anciana lectora aten­
ta de la Biblia y por un m ilitar gastrónom o.
Cada sem ana trae consigo ejem plos frescos."
" N o e s tá d e m á s J a r a lg u n a s c ifra s . U n ipvcn p ro ­
fe s o r ;il q u e k o c a lific a <k* tím id o p an a 51 m í liona* nc
El entusiasm o que suscitan esas apuestas su­ ejerce en tre personas de la m ism a clase, del
cesivas y el éxito de la em isión indican claram en­ m ism o nivel de vida o de instrucción. Por una
te que la fórm ula corresponde a una necesidad p arte, la com petencia cotidiana es severa y, por
experim entada en general. En todo caso, su ex­ U o tra, m onótona y cansadora. No sólo no di­
plotación es redituable, com o la de los concursos vierte, sino que acum ula rencores. Desgasta y
de belleza y sin duda por las m ism as razo­ desalienta. Pues en la práctica casi no deja nin­
nes. Esas fortunas rápidas y sin em bargo puras, guna esperanza de salir de una condición m e­
puesto que parecen debidas al m érito, ofrecen diante el solo salario que procura el oficio. Así,
una com pensación a la falta de am plitud de la todos aspiran a un desquite. Sueñan con una
rivalidad social que, al fin y al cabo, sólo se actividad d o tad a de poderes opuestos, que apa­
sione y que al mismo tiempo, de golpe, ofrezca
francos (129 mil dólares) respondiendo durante catorce oportunidad de una verdadera promoción. Cierto
semanas preguntas sobre béisbol» modas de la antigüe­ es que quien reflexiona no puede engañarse: el
dad, .sinfonías de las grandes músicos, matemáticas,
ciencias naturales, exploraciones, modicina, Shakespeare, consuelo que ofrecen esos concursos es irriso­
y la historia de la revolución norteamericana. Los niik>s rio, pero com o la publicidad m ultiplica su re­
ocupan un luçar importante en 1c» premios. Lenny sonancia, el minúsculo núm ero de ganadores
Ross, de 11 años, gana 6* mil dólares (o sea unos 30 cuenta menos que la enorm e m asa de aficio­
milíones de Trancos) duramc un interrogatorio sobre nados que siguen desde casa las peripecias de
clcctrónira, fisiología y astronomía. En E-stocolmu, en
febrero de 1957, la televisión sueca pone en duda la la prueba. Más o menos se identifican con los
respuesta del joven Ulf Har.nerz, de 14 años, quien de­ com petidores. Por delegación, se em briagan con
signa a la Umbra Krameri como al pez que tiene pár­ el triunfo del vencedor.
pados. El Museo de Stuttgart envía at punto por avión
dos especímenes vivos y el Instituto Británico de Cien
cías Naturales una película rodada en las profundida­
des. Los contradictores del nifko son vencidos. El Joven c) I-A OEl.EGACrÓN
htfroe cobra 700 mil francos y la televisión norteame­
ricana lo hace ir a Nueva York. I* opinión pública se Aparece aquí un hecho nuevo, cuyo significado
apasiona. La fiebre se mantiene adecuadamente. "Trein­ ν cuyo alcance es im portante com prender cla­
ta segundas para hacer fortuna" anuncian los diarios,
que dedican una columna casi permanente a esos con­ ram ente. La delegación es una form a degradada
cursas y publican la fotografía de los ganadores, con lo* y diluida de la m im icry, única que puede pros­
números de la fabulosa cantidad ganada según ellos p erar en un m undo regido p o r los principios
cu un abrir y cerrar de ojus, en grandes caracteres. ΠΙ acoplados del m érito y de la suerte. La m ayo­
teórico más ingenioso y más aplicado difícilmente ha
brfa imaginado una combinación tan sorprendente de ría fracasa en los concursos o no está en posi­
los recursos de la preparación v de la fascinación bilidad de presentarse a ellos. O no tienen en­
del reto. trad a o no tienen éxito. Todo soldado puede
200 201
A .
llevar en su cartuchera el bastón de mariscal
y ganarlo el más digno, lo que no im pide que
nunca haya m ás que un solo m ariscal p ara m an­
d a r varios» batallones de soldados rasos. Como
el m érito, la su erte sólo favorece a rarísim os
elegidos. La m ultitud queda fru strad a. Todos
desean ser los prim eros: la justicia y el código
dan ese derecho. Pero cada quien sabe o sos­
pecha que muy bien p udiera no serlo, por la
sencilla razón de que sólo hay un prim ero. Así,
se escoge ser vencedor j>or terceras personas,
p o r delegación, que es la única m anera de que
todos triunfen al m ism o tiem po y que triunfen
sin esfuerzo ni riesgo de fracaso.
De allí el culto, em inentem ente característico
de la sociedad m oderna, de la estrella o del
cam peón. Con toda razón, esc culto puede con­
siderarse inevitable en un inundo en que el de­
p o rte y el cine ocupan un lugar tan im portante.
Y sin em bargo, para esc hom enaje unánim e ν
espontáneo hay un m otivo menos aparente pero
no menos persuasivo. 1.a estrella y el cam peón
proponen im ágenes fascinantes de los únicos
éxitos grandiosos que pueden tocar, con la ayu­
d a de la suerte, al m ás oscuro y al m ás pohre.
Una devoción sin igual saluda la apoteosis ful­
gurante de quien sólo renía para triu n far sus
recursos personales: m úsculos, voz o encanto,
arm as naturales e inalienables, de hom bre sin
apoyo social.
l*a consagración es rara y, aún más. invaria­
blemente im plica una p arte im previsible. No
interviene al final de una carrera de peldaños
inm utables. Recom pensa una convergencia ex-
202
iraordinaria y m isteriosa, a la que se agregan
y se com binan los presentes de las hadas al na­
cer, una perseverancia que no h a desalentado
ningún obstáculo y la p raeb a últim a que cons­
tituye la ocasión peligrosa pero decisiva, encon­
trad a y aprovechada sin vacilación. P o r o tra
parte, el ídolo h a triunfado visiblemente en una
com petencia solapada, confusa y tanto m ás im­
placable cuanto que es preciso que el éxito se
produzca rápidam ente. Pues esos recursos que
el m ás hum ilde puede h ab er recibido como he­
rencia y constituyen la su erte precaria del po­
bre sólo tienen su m om ento. La belleza se m ar­
chita, la voz se quiebra, los m úsculos se oxidan
y la flexibilidad se anquilosa. Por o tra parte,
¿quién no sueña vagam ente en d isfru tar de la
posibilidad mágica, que sin em bargo parece cer­
cana. de alcanzar el im probable em píreo del
lujo y dc la gloria? ¿Ouién no desea ser estrella
o cam peón? Mas, ¿cuántos entre esa m ultitud
de soñadores no se desalientan desde las prim e­
ras dificultades? ¿Cuántos las abordan efectiva­
m ente? ¿Cuántos sueñan realm ente con hacerles
fronte algún día?
P or eso, casi todos prefieren triu n far por
poder. p o r m edio de los héroes dc película o dc
novela o, m ejor todavía, p o r interm ediación
de los personajes reales y fraternales que son
las estrellas y los cam peones. Λ pesar de todo,
Se sienten representados p o r la m anienrista ele­
gida Reina de la B ellc/a, por la vendedora a
quien se ha confiado un p rim er papel en una
Superproducción, por el hijo del tendero que
ha ganado la "Vuelta de Francia", p o r el niecá-

203
nico que viste cl tra je de luces y se convierte
en torero de m ucha cla.sc.
Sin duda no existe com binación m ás inex­
tricable entre el agon y el alca. Un m érito al
que cada quien crcc p oder asp irar se combina
con la suerte inaudita del prem io m ayor para
asegurar, al parecer a cualquiera, un éxito tan
cxccpcional que parece milagroso. Entonces in­
terviene la m im icry. Cada quien participa por
m edio de o tra persona en un triunfo desm esu­
rado que en apariencia puede locarle pero a
propósito del cual nadie ignora en el fondo que
sólo surge un elegido en tre millones. De suerte
que cada cual se siente al m ism o tiem po au to ­
rizado a la ilusión y exento de los esfuerzos
que tendría que desplegar, si en verdad quisiera
p ro b a r suerre y tra ta r de ser ese elegido.
Esa identificación superficial y vaga pero per­
m anente, tenaz y universal, constituye una de
las reservas d e com pensación esenciales de la
sociedad dem ocrática. La m ayoría no tiene sino
esa ilusión para engañarse, para distraerse de
una existencia descolorida, m onótona y agota­
dora
Esa delegación, tal vez debería yo decir esa
” Sobre las modalidades, el atcuncc y la intensidad
de ln identificación, véa!* un excelente capítulo de
Edgar Morin en Les Stars, París, 1957, pp. 69-145, y
principalmente Jas respuestas a los cuestionarios espe­
cializados y a las encuesta* realizadas en la Gran Bn>
tafía y Estados Unidos sobre el fetichismo de que son
ob|cto las estrellas. El fenómeno do delegación tiene dos
posibilidades: la idolatría por un· estrella del otro
sexo; la identificación con una evtrelia del mismo sexo
y de la misma edad. Esta ultima forma es la mis íre*
enajenación, va tnn lejos que com únm ente re­
su lta en actos individuales dram áticos o en
una suerte d e histeria contagiosa que de pronto
se apodera d e toda u n a juventud. P o r lo de­
m ás, la prensa, el cine, la radio y la televisión
favorecen la fascinación. El cartel y el semana­
rio ilustrado hacen presente por todas p artes el
rostro, inevitable y seductor, del cam peón o de
la estrella. Hay una osm osis continua entre esas
divinidades d e estación y la m ultitud de sus
adm iradores. Se m antiene a éstos al corriente
de sus gustos, d e sus m anías, de sus supersti­
ciones y de los detalles m ás insignificantes de
su vida. Los im itan, copian sil peinado, adoptan
sus m odales, su m anera de vestir y de maqui­
llarse, s\x régimen alim enticio. Viven por ellos
y en ellos, a tal grado que algunos no se con­
suelan de su m uerte y se niegan a sobrevivir-
Ies. Pues esas devociones apasionadas no exclu­
yen ni el frenesí colectivo ni las epidem ias de
suicidios.**
Es evidente que no dan la clave de esos fa­
natism os la proeza del atleta ni el a rte del In­
térprete, sino antes bien una especie de necesi­
dad general de identificación con el cam peón o
con la estrella. Una costum bre de ese tipo se cons­
tituye rápidam ente en una segunda naturaleza.

La estrella representa el éxito personificado, la


victoria, la venganza co n tra la aplastante y sor·

cuente: el 65*. <*gún las estadísticas de la Motion Pic­


ture Research Bureau {op. cit., p. 93).
u Vca$c el "Expediente" (p. 317).
dida inercia cotidiana, co n tra los obstáculos que
la sociedad opone al valor. La desm esura d c la
gloria del ídolo m uestra la posibilidad p e rm a ­
nente de un triunfo que es, ya, un poco cl bien
y. en todo caso, un poco o b ra de todos y de
cada uno de quienes lo aplauden. Esa elevación
que al parecer consagra a cualquiera, h o m b re o
m ujer, se mofa de la je ra rq u ía establecida, su ­
prim e de m anera visible y radical la fatalid ad
que su condición hace p esar sobre cada c u a l.14
Por eso, naturalm ente, se presupone algo sucio,
im puro o irregular en esa carrera. El resid u o de
envidia que subsiste en la adoración no d eja

14Nada más significativo al respecto que el entusias­


mo suscitado no hace mucho en Argentina por Eva
Perón, quirn en xu personalidad reunía por lu demás
tres prestigios Fundamentales, el dc la estrella (había
surgido del mundo <k*l nuaic hc*ll y dc los estudios), el
del poder (como esposa e inspiradora del presidente de
la República) y el de una especie de providencia encar­
nada dc los humildes y los sacrificado* (papel que o
ella le gustaba representar y a cuyo éxito dedicaba una
parle dc los fondos públicos en forma dc caridad indi­
vidual). Para desacreditarla a ojos del pueblo, sus
enemigos le reprochaban sus abrigos dc pieles, sus per
las y sus esmeraldas. Yo le oi responder a esa acusa­
ción durante un inmenso mitin en el Teatro Colón de
Buenos Aires, donde se apretaban millares de segui­
dores. Ella no negó ni las pieles ni los diamantes, que
además mOAlraba. Dijo lo siguiente: "¿Acaso nosotros
los pohrcs no tenemos el mismo derecho que los ricos
de llevar abrigos de pieles y collares de perlas?" La
multitud estalló en largos y ardientes aplausos. Cadn
insignificante empleada se sentía cubierta también de
las pieles mris ricas y de las joyas más preciosas, en la
persona de aquella que tenia ante los ojos y que la Mrc-
pn'senniba” en aquL'l instante.

206
de percibir un turbio éxito de la am bición y de­
là intriga, del im pudor o de la publicidad.
Los reyes están exentos de esa sospecha, pero,
lejos de contradecir la desigualdad social, su
condición procura por el co n trario el ejem plo
m ás patente. Pues bien, no menos que por es­
trellas. se ve a la prensa y al público apasio­
narse por la persona d e los m onarcas, por el
cerem onial de las cortes, por los am ores de las
princesas y la abdicación de los soberanos.
La m ajestad hereditaria, la legitim idad garan­
tizada por generaciones de p o d er absoluto pro­
curan la imagen de una grandeza sim étrica que
tom a del pasado y de la historia un prestigio
inás estable que el que confiere un éxito repen­
tino y pasajero. Se gusta rep etir que, para go­
zar de esa superioridad decisiva, los m onarcas
Sólo se tom an la m olestia de nacer. Se considera
que su m érito es nulo. Se adm ite que cargan
con cl peso de privilegios excepcionales, con los
que ellos nada tienen que ver y ni siquiera tu­
vieron que desear o escoger: fue un veredicto
puro de un alta absoluto.
La identificación es entonces m ucho menor.
Por definición, los reyes pertenecen a un m un­
do prohibido en el que sólo el nacim iento per­
mite en trar. No representan la m ovilidad de la
sociedad ni las oportunidades que ésta ofrece
sino todo lo contrario, su peso y su coherencia,
con los límires y los obstáculos que am bos
oponen a la ve?, al m érito y a la justicia. La legi­
tim idad de los principes aparece com o encar
nación suprem a casi escandalosa de la ley natu­
ral. Esa ley corona (al pie de la le tra), destina
207
ul trono a un ser que nada salvo la suerte dis­
tingue de la m ultitud de aquellos sobre los que,
en v irtu d d e un fallo ciego de la fortuna, se ve
llam ado a reinar.
Desde ese momento, la imaginación popular
siente la necesidad de acercar en lo posible a la
condición com ún a aquel de quien una distancia
infranqueable lo separa. Se quiere q u e sea senci­
llo, sensible y sobre todo abrum ado p o r la pom ­
pa y los honores a los que está condenado. Para
tener menos celos, se le compadece. Se d a por
sentado que le están prohibidas las alegrías más
sim ples y se repite con insistencia que no cono­
ce la libertad de am ar, que se debe a la co ­
rona, a la etiqueta y a sus obligaciones de
Estado. Una extraña mezcla de envidia y de com ­
pasión rodea así a la dignidad suprem a y atrae
a l paso de los reyes y de las reinas a un pueblo
que, aclam ándolos, tra ta de convencerse de que
no están hechos de o tro modo que él y de que el
cetro da menos felicidad y poder que hastío y
tristeza, fatiga y servidumbre.
A reyes y reinas se les pinta ávidos de afecto,
de sinceridad, de soledad, de fantasía y sobre
todo de libertad. MNi siquiera soy libre de com ­
p ra r un periódico", habría dicho la reina de
Inglaterra en ocasión d e su visita a Paris, en
1957. F.n efecto, es exactamente el tipo d e decla­
raciones que la opinión pública atribuye a los
soberanos y tiene necesidad de creer correspon­
dientes a una realidad esencial.
La prensa trata com o estrellas a las reinas y
a las princesas, pero como estrellas prisioneras
de un pape! único, aplasrante c inm utable que
208
ellas sólo aspiran a abandonar. Como estrellas
involuntarias cogidas en la tram p a de su per­
sonaje.
Aun siendo igualitaria, una sociedad difícil­
mente da esperanzas a los hum ildes de salir de
su existencia decepcionante. Casi a lodos los con­
dena a perm anecer de p o r vida d en tro del m ar­
co estrecho que los vio nacer. Para engañar una
am bición que la escuela les enseña que tienen
derecho de tener y que la vida pronto les de­
m uestra como quim érica, los arru lla con imá­
genes radiantes: m ientras que el cam peón y la
estrella les hacen b rillar el ascenso deslum bran­
te perm itido al m ás desheredado, el protocolo
despótico de las cortes les recuerda que la vida
de los m onarcas no es feliz sino en fa medida
en que conserva algo en com ún con la p ro ­
pia. de suerte que no es de tanto provecho ha­
ber recibido de la su erte la investidura más
desm esurada.
Esas creencias son extrañam ente contradicto­
rias. Mas, p o r falaces que sean, m anifiestan una
especie de engaño indispensable: proclam an
una confianza en los dones de la su erte cuando
favorecen a los hum ildes, y niegan las ventajas
que ofrecen, cuando garantizan desde la cuna un
destino soberbio a los hijos de los poderosos.

Esas actitudes (sin em bargo, de las m ás difun­


didas) no dejan de parecer extrañas. Para en­
tenderlas, se necesita una explicación a la me­
dida d e su am plitud y de su estabilidad. Ocupan
un lugar entre los m ecanismos perm anentes de
una sociedad determ inada. Como ya se ha visto,

209
el nuevo juego social está definido p o r el dé­
bale entre el nacim iento y el m érito , entre la
victoria lograda por el m ejor y el golpe de suer­
te que exalta a los m á s afortunados. Sin em ­
bargo, m ientras que la sociedad se apoya en la
igualdad de todos y la proclam a, sólo un redu­
cidísim o núm ero nace para los p rim eros luga­
res o los alcanza, p ues es obvio q u e no todos
podrían ocuparlos sin alguna inconcebible al­
ternancia. De ah í el su bterfugio de la delegación.
Un m im etism o larvario y benigno ofrece una
inofensiva com pensación a una m u ltitu d resigna­
da. sin esperanza ni firm e propósito de alcanzar
el universo de lujo y de gloria q u e deslum bra.
La m im icry es difusa y bastarda. Privada de la
m áscara, ya no Termina en la posesión ni en
la hipnosis, sino en el m ás vano d e los sueños.
Éste nace en el entorpecim iento d e la sala os­
cura o en el estadio soleado, cuando todas las
m iradas se fijan en los m ovim ientos de un lum i­
noso héroe. R epercute sin fin en la publicidad
en la prensa y en la radio. Identifica d e lejos
a m iles de presas paralizadas con sus ídolos fa­
voritos. Les hace vivir, en la im aginación. la
vida suntuosa y plena cuyo m arco y cuyos dra­
m as se les describen día tras día. Aunque la
m áscara ya no se lleve sino en contadas oca­
siones y casi esté fuera de uso. la m im icry, infi­
nitam ente distribuida, sirve de apoyo o de con­
trapeso a las norm as nuevas que rigen a la
sociedad.
ΛΙ m ism o tiempo, el vértigo, au n inás despo­
seído. sólo ejerce su perm anente y poderosa
atracción m ediante la corrupción que le corres*

210
ponde, es dccir m ediante la em briaguez que
procuran el alcohol o las drogas. Como la más­
cara y com o el disfraz, ¿1 m ism o ya no es sino
juego propiam ente dicho, en o tras palabras, una
actividad reglam entada, circunscrita y separada
de la vida real. Sin duda, esos papeles episó­
dicos se hallan lejos d e ag o tar la virulencia dc
las form as al fin sum isas del sim ulacro y del
trance. P or eso resurgen bajo form as hipócritas
y pervertidas en el corazón de un m undo que
las m antiene al margen y norm alm ente no les
concede casi ningún derecho.

Es tiem po de concluir. Λ1 fin y al cabo sólo se


tratab a dc dem ostrar cóm o se ap arejan los re­
sortes fundam entales de los juegos. De allí los
resultados de un doble análisis. Por una parte, el
vértigo y el sim ulacro, que tienden concerta­
dam ente a la enajenación de la personalidad,
tienen preponderancia en cierto tipo dc socie­
dad, de la que, por lo dem ás, no se excluyen ni
la em ulación ni la suerte. Pero la em ulación no
está codificada en ella y sólo ocupa un lugar
lim itado en las instituciones, cuando ocupa al­
guno, y aun así las más dc las veces en form a
de sim ple prueba de fuerza o sobrepuja dc pres­
tigio. Y adem ás, ese propio prestigio con la
m ayor frecuencia sigue siendo de origen mági­
co y de naturaleza fascinante: obtenido me­
diante el trance y el espasm o, garantizado por
la m áscara y p o r la mímica. En cuanto a la
suerte, no es la expresión ab stracta de un coefi­
ciente estadístico, sin o tam bién la m arca sagra­
da del favor de los dioses.

211
En cl extrem o opuesto, la com petencia regla­
m entada y el veredicto del azar, que im plican
sin excepción cálculos precisos, especulaciones
destinadas a rep artir equitativam ente los ries­
gos y los prem ios, constituyen los principios
com plem entarios de o tro tipo de sociedad. Ellos
crean el derecho, es decir un código fijo, ab s­
tracto y coherente, con lo cual m odifican tan
profundam ente las norm as de la vida en com ún
que el adagio rom ano Ubi societas, ibi jus, al
tiem po que presupone una correlación absoluta
entre la sociedad y el derecho, parece ad m itir
que la sociedad m ism a empieza con esa revolu­
ción. En esc universo no son desconocidos ni
el éxtasis ni la pantom im a, pero se encuentran
p o r decirlo así desclasados. En tiem pos norm a­
les, incluso aparecen allí sólo destituidos, des­
afectados. si 110 es que dom esticados, como lo
dem uestran diversos fenómenos abundantes pero
a pesar de todo subalternos e inofensivos. Sin
em bargo, su virtud de arrastre sigue siendo lo
bastante grande para p recipitar en todo mom en­
to a una m u ltitud en algún m onstruoso frenesí.
La historia nos da suficientes ejem plos singula­
res y terribles, desde las Cruzadas de niños de
la Edad Media hasta el vértigo orquestado d e los
Congresos de N urem berg en el Tercer Reich, pa­
sando p o r num erosas epidem ias de saltarines
y de bailarines, de convulsionarios y de flage­
lados. p o r los an ab ap tistas de M unster en el si­
glo XVI. p o r el movim iento conocido con el nom­
bre de Ghost-Dance Religión entre los sioux de
fines del siglo x ix r aún mal adaptados al nuevo
estilo de vida, por "el d esp ertar" del País de
212
Gales en 1904-1905. y por tantos o tro s contagios
inm ediatos, irresistibles, en ocasiones devastado­
res y contradictorios con las norm as fundam en­
tales de las civilizaciones que los soportan.™ Un
ejem plo reciente, característico aunque d e me­
n o r am plitud, lo ofrecen las m anifestaciones de
violencia a las que se entregaron los adolescen­
tes dc Estocolmo hacia el Año Nuevo de 1957.
incom prensible explosión de una locura de des­
trucción m uda y tenaz.’·
Aquellos excesos, que tam bién son accesos, no
podrían en lo sucesivo co n stitu ir la regla, ni ap a­
recer com o tiem po y signo de favor, com o la
explosión esperada y reverenciada. La posesión
y la mímica ya no llevan sino a un extravío in­
com prensible y pasajero que da horror, como
la guerra, a la que precisam ente me tocó pre­
sentar com o equivalente de la francachela p ri­
mitiva. Al loco ya no so le considera interprete
perdido dc un dios que lo habita. No se ima­
gina que profetice y tenga la facultad dc curar.
l>c com ún acuerdo, la au to rid ad es cosa de calm a
y de ra/.ón, no dc frenesí. Fue preciso absorber
también la dem encia y la fiesta: todo barullo
Ptrstigioso, nacido del delirio d e un espíritu
° de la efervescencia dc una m ultitud. La ciudad

Ph. dc Felice reunió a ese respecto una documenta­


ción incompleta, pero M>rprrndcntc. en su obra: Foutes
cn délire, F.xi ase* collectives. Paris, 1947.
. el artículu (reproducido en el "Expediento”
IP· ->19j) dc Eva Freden, publicado en Le Monde del 5
dvT*™ ^ 1957, Esa* manifestaciones probablemente
eban vincularse enn el éxito de algunas películas norte­
americanas romo Ángeles nefrros y Rebelde sin causa,

213
pudo naccr y crecer a ese costo, los hom bres
p asar del ilusorio dominio mágico del universo,
repentino, to tal y vano, a la lenta pero efectiva
dom esticación técnica de las energías naturales.
El problem a se halla lejos de e sta r resuelto.
Se sigue desconociendo la serie feliz de opcio­
nes decisivas que perm itieron a algunas raras
culturas franquear la puerta m ás estrecha, ga­
n a r la apuesta más im probable, la que in tro d u ­
ce en la historia, que a la vez autoriza una
am bición indefinida y gracias a la cual la auto­
ridad del pasado deja de ser pura parálisis para
transform arse en poder de innovación y condi­
ción indispensable de progreso: patrim onio en
vez de obsesión.
El grupo que puede cum plir esc reto escapa
del tiem po sin m em oria ni porvenir, donde sólo
esperaba el retorno cíclico y pasm oso de las
M áscaras Creadoras, que él m ism o im itaba a in­
tervalos fijos en una total y despavorida re­
nuncia de conciencia. Se com prom ete en una em ­
presa audaz y fecunda p o r o tro s conceptos,
em presa lineal, que no vuelve periódicam ente
al m ism o um bral, que prueba ν que explora, que
no tiene fin y que es la aventura m ism a de la
civilización.
Cierto que seria irrazonable concluir que, para
poder in ten tar la prueba, haya bastado alguna
vez re c lw a r la influencia de la pareja mimicry-
iiinx, pora sustituirla por un universo cuyo go­
bierno habrían com partido el m érito y la suerte,
el apon y el alca. Eso es p u ra especulación. Pero
difícilm ente veo cómo se puede negar que tal
ru p tu ra acom pañe a la revolución decisiva y

214
que deba e n tra r en su descripción correcta,
aun cuando esa repulsa sólo produzca en un
principio cfcctos im perceptibles que tal vez pa­
recerán dem asiado evidentes, y se considerará
superfluo señalarlos.

215
IX. RESURGIMIENTOS EN EL
MUNDO MODERNO

Si l a m im icry y cl ilinx verdaderam ente son


para el hom bre tentaciones perm anentes, no
debe ser fácil elim inarlos de la vida colectiva
al grado de que en ella ya no su bsistan sino en
el estado d e diversiones infantiles o de com por­
tam ientos ab erran tes. P o r m inuciosam ente que
se desacredite la virtud, que so enrarezca su
em pleo, que se dom estiquen o se neutralicen
sus efectos, la m áscara y la posesión correspon
den a pesar de todo a in stin to s lo b astan te am e­
nazadores para que sea necesario concederles
algunas satisfacciones, sin duda lim itadas e in­
ofensivas, pero que son estru en d o sas y cuando
menos en treab ren la p u erta a los placeres am ­
biguos del m isterio y del escalofrío, del pánico,
del estupor y del frenesí.
De ese m odo se desencadenan energías salva­
jes. explosivas, p ro n tas a llegar m uy repentina­
m ente a un peligroso paroxism o. Sin em bargo,
su fu er/a principal proviene de su alianza: para
dom inarlas con m ayor facilidad, nada m ejo r que
dividir sus poderes ν p ro h ib ir su complicidad-
El sim ulacro y el vértigo, la másc*ara γ el éxta­
sis se asociaban co n stantem ente en el universo
visceral y alucinado que su co lusión m antuvo
d u ran te tan to tiem po. En lo sucesivo ya sólo
216
aparecen desunidos, em pobrecidos y aislados,
en un m undo que los rechaza y que p o r lo de­
m ás sólo prospera en la m edida en que logra
contener o engañar su violencia disponible.
En efecto, en una sociedad libre del em brujo
de la parejo mímiery-ilinx, la m áscara necesaria­
m ente pierde su virtud d e m etam orfosis. Ouien
la llera ya no siente encarnar los poderes m ons­
truosos con que h a investido el ro stro inhuma·
no. Aquellos a los que asu sta tam poco se dejan
engañar p o r la aparición ¡rreconociblc. La p ro ­
pia m áscara ha cam biado de apariencia. En
gran parte, tam bién ha cam biado de destino.
Pues, en efecto, adquiere una nueva función, es­
trictam ente utilitaria. In strum ento de disim ulo
en el caso del m alhechor que trata de esconder
sus rasgos, no im pone una presencia: protege
una identidad. Por lo dem ás, ¿para q u é sirve una
m áscara? B asta un pañuelo. M áscara es m ás bien
el objeto que aísla las vías respiratorias en un
m edio deletéreo o que asegura a los pulm ones el
oxígeno indispensable. En am bos casos, estam os
lejos de la antigua función de la m áscara.

La m ásca ra y el u n if o r m e

Como ha señalado correctam ente Georges Bu-


raud, la sociedad m oderna no conoce sino dos
supervivencias de la m áscara de los hechiceros:
el antifaz y la m áscara grotesca del carnaval. El
antifaz, m áscara reducida a lo esencial, elegante
y casi abstracta, m ucho tiem po fue atrib u to de
la fiesta erótica ν de la conspiración. Preside los

217
juegos equívocos de la sensualidad y el m isterio
de las conjuraciones co n tra el poder. Es sím bo­
lo de intriga, am orosa o política.’ Inquieta y
produce un liyero estrem ecim iento. Al mismo
tiem po, asegurando el anonim ato, abriga y li­
bera. En el baile, no son sólo dos desconocidos
los que se abordan y bailan. Son dos seres que
enarbolan el signo del m isterio y que ya están
vinculados p o r una prom esa tácita de secreto.
La m áscara los libera ostensiblem ente de las
presiones que la sociedad hace p esar sobre ellos.
En un m undo en que las relaciones sexuales son
objeto de m últiples prohibiciones, es sorpren­
dente que la m áscara —[antifaz, lo b o ], con
nom bre de anim al ra p to r e instintivo— * figure
tradicionalm cnte el m edio y casi la decisión os-
tentosa de hacer caso omiso de ellas.
Toda la aventura se lleva en un plano de ju e ­
go, es dccir, conform e a convenciones preesta­
blecidas, en una atm ósfera y d entro de lím ites
de tiem po que la separan de la vida corriente
y que en principio la hacen sin consecuencia
p ara ella.
P or sus orígenes, el carnaval es una explosión
d e licencia que. aún m ás que el baile de más­
caras, exige el disfraz y se basa en la libertad
que implica. Enorm es, cóm icas y exageradam en­
te coloreadas, las m áscaras de cartón son en
el plano popular el equivalente del antifaz en el
plano m undano. Ahora no se tra ta de aventuras
galantes, de intrigas tejidas y resueltas a lo lar-
» C f. ' ‘E s p e d ie n te " (p . 322).
* l-ottp: la p a la b r a d e s ig n a a l a n ti la * v a l m is m o tie m ­
p o e l lo b o . [T.?
go de una .sapiente esgrim a verbal en que las
parejas sucesivam ente atacan y esquivan. Son
brom as groseras, atropcllam ientos, risas provo­
cadoras. actitudes descuidadas, m ím icas bufo­
nas, incitación perm anente a la algarabía, a la
,
francachela, al exceso d e palabras, d e m id o y
de movimiento. Las m áscaras tom an un breve
desquite contra el decoro y la m oderación que
deben observar el resto del año. Se acercan fin ­
giendo infundir miedo. Siguiendo el juego, el
transeúnte sim ula sen tir miedo o, p o r el con­
trario , sim ula que no tiene miedo. Si se enoja,
queda descalificado: se niega a jug ar, no com ­
prende que las convenciones sociales han sido
sustituidas de m om ento p o r otras« destinadas
precisam ente a b u rlarse de las prim eras. En un
tiem po y en un espacio definidos, el carnaval da
una salida a la desm esura, a la violencia, al
cinism o y a la avidez del instinto. Pero al mis­
m o tiem po los aguijonea hacia la agitación des­
interesada. vacía y alegre, los invita a un juego
de bufón, p ara retom ar la expresión exacta de
G. B uraud, quien sin em bargo no piensa en el
juego. Y no se equivoca. Esa decadencia últim a
de la m im icry sagrada es o tra cosa que un ju e­
go. P or lo dem ás, presenta la m ayoría de sus
características. Más cerca de la paidia que del lu ­
dus, sim plem ente perm anece p o r en tero del lado
de la im provisación anárquica, del desorden y de
la gesticulación, del p uro gasto de energía
Lo que sin duda es dem asiado aún. El orden
y la m esura p ro n to se im ponen a la efervescen­
cia m ism a v todo term in a en cortejos, en ba-
soncursos d e disfraces. Por

219
o tra parte, las autoridades distinguen tan bien
en la m áscara la viva fuente de! desenfreno que
se contentan con p ro h ib ir su uso, allí donde el
frenesí general solía, com o en Río de Janeiro,
to m ar d u ran te diez días consecutivos proporcio­
nes incom patibles con el simple funcionam ien­
to dc los servicios públicos.

E n la sociedad policiaca, el uniform e sustituye


a la m áscara dc las sociedades de vértigo. Es
casi exactam ente lo contrario. En todo caso,
es indicio d c una au to rid ad basada en princi­
pios rigurosam ente opuestos. La m áscara estaba
destinada a disim ular y a aterro rizar. Signi­
fica la irrupción dc una potencia tem ible y ca­
prichosa. interm itente y excesiva, que surge para
in sp irar un piadoso espanto a la m ultitud pro­
fana y para castigar sus im prudencias y sus
faltas. El uniform e tam bién es un disfraz, pero
oficial, perm anente y reglam entario que, sobre
todo, deja el ro stro al descubierto. Hace del
individuo el representante y el servidor de una
regla im parcial c inm utable, no la presa deli­
ran te de una vehemencia contagiosa. Detrás dc
la m áscara, el rostro descom puesto del poseído
tom a im punem ente toda expresión despavorida
y to rtu rad a, m ientras que el funcionario debe
cuidarse de que en su ro stro descubierto no
se pueda leer que es o tra cosa que un ser dc ra­
zón y sangre fría, encargado únicam ente dc apli­
c a r la ley. Tal vez nada indique m ejor o. en
todo caso, no indique dc m anera m ás sorpren­
dente la oposición dc los dos tipos de socieda­
des que esc contraste elocuente entre ambas
220
I
apariencias distintivas —la una que disfraza y
la otra que proclam a— que asum en aquellos a
uienes está asignado el m antenim iento de ó r­
S enos tan antagónicos.

La fdu a a m b u la n te

Fuera del uso, por lo dem ás m odesto, de la


m atraca y del tam boril, fuera de las rondas y
de las farándulas, el carnaval está extrañam ente
desprovisto de instrum entos y de ocasiones de
vértigo. E stá como desarm ado y reducido tan
sólo a los recursos, ciertam ente considerables,
que nacen del uso de la m áscara. El terreno p ro ­
pio del vértigo está en o tra p arte, com o si una
cordura interesada hubiera disociado prudente­
m ente los poderes del itinx y de la m im icry. Las
ferias y los parques de atracciones, en que in­
versam ente no se usa la m áscara, constituyen
en cam bio los lugares d e elección en que se en ­
cuentran reunidas las sem illas, las tram pas y
los atractivos del vértigo.
Esos recintos presentan las características
esenciales de los terrenos de juegos. Están se­
parados del resto del esp a d o m ediante pórticos,
guirnaldas, ram pas y anuncios lum inosos, más­
tiles , estandartes, decoraciones de todo tipo
visibles de lejos, que m arcan los lím ites de tin
universo consagrado. A decir verdad, franquea­
dos los lím ites, se está en un m undo singular-
m ente m ás denso que el de la vida corriente:
L una fluencia excitada y bulliciosa, un desbor­
dam iento de colores y de ilum inaciones, una

221
agitación continua y agotadora que em briaga,
en que cada quien interpela a alguien o tra ta
de llam ar la atención hacia sí, un trajín que
incita al abandono, a la fam iliaridad, a la jac­
tancia, a la desfachatez bonachona. Todo lo cual
confiere a la anim ación general un clim a sin­
gular. Además, en el caso de Jas ferias, su ca­
rácter cíclico agrega a la ru p tu ra en el espacio
cierto come en el tiem po, que opone un m om en­
to de paroxism o al desarrollo m onótono de la
existencia cotidiana.
Ya hem os visto que la feria y el parque de
atracciones aparecen com o el terreno propio
de los aparatos de vértigo, de los artefactos de
rotación, de oscilación, de suspensión, de caída,
construidos para provocar un pánico visceral.
Aunque allí todas las categorías del juego entran
en com petencia y acum ulan sus seducciones. El
tiro al blanco con fusil o con arco representan
los juegos de com petencia y de destreza en su
form a m ás clásica. Las b arracas de luchadores
invitan a todos a m edir su vigor con el de cam ­
peones consagrados, ventrudos y jactanciosos.
Más allá, el aficionado lanza por una pendiente
arteram ente elevada en un extrem o una carre­
tilla cargada de lastres cad a vez m ás num erosos
y pesados.
Loterías p o r dondequiera: ruedas que giran y
se detienen para indicar la decisión de la suerte.
Hacen a lte rn a r con la tensión del agón la espe­
ra ansiosa de un veredicto favorable d e la for­
tuna. Fakires, videntes, astrólogos, m uestran sin
em bargo el ascendiente de las estrellas y el ro s­
tro del porvenir. Em plean los m étodos inéditos
222
que garantiza la ciencia m ás rccicntc: la "ra-
diestesia nuclear", el "psicoanálisis existencia!".
He aquí satisfecho el gusto por el oleo y por su
alm a condenada: la superstición.
La m im icry no falta a la tif a : cóm icos y pa­
yasos. bailarinas y bufones desfilan y recorren
el estrado p ara pescar al publico. M uestran el
atractivo del sim ulacro, la fuerza del disfraz,
cuyo m onopolio por cierto ellos tienen: esta
vez, la m ultitud no tiene licencia para disfra­
zarse.

Sin em bargo, el vértigo m arca la tónica. Antes


que nada, cuando se considera el volumen, la
im portancia y la com plejidad dc ios artefactos
que dispensan la em briaguez, en dosis regulares
de tres a seis m inutos. Allá, unos vagones se
deslizan sobre rieles con perfil de arcos casi
perfectos, dc suerte que. antes de enderezarse,
el veliícuio parece caer al vacío y los pasajeros
sujetos a los asientos tienen la im presión de
caer con él. En o tra parte, los aficionados son
encerrados en especies d e jaulas que los colum ­
pian y los m antienen cabeza abajo a cierta al­
tu ra p o r encim a dc la m ultitud. En un tercer
tipo dc artefactos, la liberación súbita de resor­
tes gigantes lanza como catapulta a los extrem os
de una pista navecillas que regresan lentam en­
te a tom ar su lugar en el m ecanism o que las
proyectará de nuevo. Todo está calculado para
provocar sensaciones viscerales, un susto y un
pánico fisiológicos: rapidez, caída, sacudim ien­
tos, giro acelerado com binado con subidas y ba­
jadas alternativas. Un últim o invento utiliza la

223
fuerza centrifuga. M ientras que el piso se hunde
y baja algunos m etros, dicha fuerza aplica a la
pared de un gigantesco cilindro unos cuerpos
sin apoyo, inm ovilizados en cualquier postura,
igualm ente estupefactos. Allí perm anecen, "p e­
gados com o m oscas”, según lo expresa la publi­
cidad del establecim iento.
Esos asaltos orgánicos so n sustituidos p o r di­
versos sortilegios anexos, propios p ara despistar,
para extraviar, para su scitar la confusión, la
angustia, la náusea, cierto te rro r m om entáneo
que pronto term ina en risa, a la m anera en que
poco antes, al sa lir del artefacto infernal, el
desasosiego físico se transform aba de pronto en
inefable alivio. Es el papel de los laberintos
de espejos; de las exhibiciones de m onstruos y de
seres híbridos: gigantes y enanos, sirenas, niños-
monos, m ujeres-pulpos, hom bres con m anchas
oscuras en la piel com o los leopardos. H orror
suplem entario: se invita a tocar. Enfrente, se
proponen las seducciones no menos am biguas
de los trenes fantasm as y de los castillos em bru­
jados, donde abundan los corredores oscuros,
las apariciones, los esqueletos, los roces con
telas de araña, con alas de m urciélago, las tram ­
pas, las corrientes de aire, los alaridos inhum a­
nos y tantos otros recursos no menos pueriles,
arsenal ingenuo de sustos de pacotilla, apenas
buenos para exacerbar una nerviosidad com pla­
ciente. para d a r lugar a una horripilación bas­
tante pasajera.
Juegos de espejos, fenóm enos y espectros con­
curren ni m isino resultado: la presencia de un
m undo ficticio en co n traste buscado con la vida
224
corriente, en la que reina la fijación de las es­
pecies y de la que están suprim idos los dem o­
nios. Los reflejos desconcertantes que m ulti­
plican y dispersan la imagen del cuerpo, la fauna
com puesta, los seres m ixtos de la fábula y las
contrahechuras de pesadilla, los injertos de una
cirugía m aldita y el h o rro r blando de toques
em brionarios, el m undo de las larvas y de los
vam piros, el de los autóm atas y el de los m ar­
cianos (pues no hay nada extraño o inquietante
que aquí no encuentre em pleo), com pletan m e­
diante una perturbación de o tra especie el sa­
cudim iento enteram ente físico con que las m á­
quinas de vértigo destruyen por un instante la
estabilidad de la percepción.
¿H abrá necesidad de recordarlo? Todo sigue
siendo juego, es decir perm anece libre, sepa­
rado, lim itado y convenido. Antes que nada el
vértigo, y tam bién la em briaguez, el te rro r y
el m isterio. A vcccs, las sensaciones son terri­
blem ente brutales, pero tan to la duración como
la intensidad del atu rdim iento se han m edido
de antem ano. Por lo dem ás, nadie ignora que
la fantasm agoría fingida está destinada a diver­
tir m ás que a engañar verdaderam ente. Todo
está arreglado hasta en el m ás pequeño detalle
y conform e a una tradición de las m ás conser­
vadoras.
Tncluso las golosinas que proponen los tende­
rete«; de los confiteros tienen algo de inm utable
en su naturaleza y en su presentación: turrón,
azúcar de manzana o pastelillos de especias en
estuche de papel glaseado con m edallones ilus­
trad o s y larcas franjas brillantes, cerdos de pan

225
dc especias adornados allí m ism o con cl nom ­
bre del com prador.
El placer es dc excitación y de ilusión, de
desasosiego aceptado, dc caídas evitadas, de cho­
ques am ortiguados, de colisiones inofensivas.
La imagen perfecta de la diversión en la feria la
dan así los autos que chocan, en los cuales,
al sim ulacro dc sostener un volante (hay que
ver las cara s serias y casi solemnes dc algunos
conductores) se agrega un placer elem ental, que
se deriva de la paidia, dc la pelotera, del pla­
cer de perseguir a los o tro s vehículos, dc pegar­
les dc lado, dc taparles el paso, dc provocar
interm inablem ente seudoaccidentcs sin daños ni
víctimas, de h acer exactam ente y h asta el can­
sancio lo que en la realidad está totalm ente
prohibido p o r los reglamentos.
Además, para aquellos que están en edad, tan ­
to en el irriso rio autódrom o com o en todo el
recinto de la feria, en todo artefacto de pánico,
en toda barraca dc espanto, donde el efecto de
la rotación y el estrem ecim iento del miedo ha­
cen a los cuerpos acercarse, se cierne de m anera
difusa c insidiosa o tra angustia, o tra delicia
que, esta vez, proviene dc la búsqueda del com ­
pañero sexual. Aquí salim os del juego propia­
mente dicho. Cuando menos, la feria se acercó
al baile dc disfraces y al carnaval, presentando
la m ism a atm ósfera para la aventura deseada.
Sin em bargo, una sola diferencia, aunque h arto
significativa: el vértigo en ella sustituye a la
máscara.

226
E l. CIRCO

El circo se asocia n atu ralm en te a la feria am ­


bulante. Se tra ta de una sociedad ap arte que
posee sus costum bres, su orgullo y sus leyes.
Reúne a un pueblo celoso de su singularidad y
orgulloso de su aislam iento. En ella la gente
se casa en tre sí. l.os secretos de cada profe­
sión so transm iten de padres a hijos. En lo posi­
ble. las diferencias se arreglan sin acudir a la
justicia del m undo exterior.
Domadores, m alabaristas, am azonas, payasos
y acróbatas se som eten desde la infancia a una
disciplina rigurosa. Cada cual sueña con perfec­
cionar los núm eros cuya exacta m inucia debe
asegurar su éxito y, dado el caso, g arantizar su
seguridad.
Esc m undo cerrad o y riguroso constituye el
lado austero de la feria. La sanción decisiva, la
de la m uerte, está obligatoriam ente presente en
él. tan to p ara el dom ador com o para el acró­
bata. Form a parte de la convención tácita que
vincula a los actores y a los espectadores. E n tra
en las reglas de un juego que prevé un riesgo
total. La unanim idad de la gente de circo a
desechar la red o el cable que la protegería de
una caída trágica es bastante elocuente. Contra
su voluntad tenaz, es preciso que los poderes
públicos les im pongan la solución que protege
su vida, pero que falsea la integridad del reto.
I-a carpa representa p ara la gente de circo
no un oficio, sino un m odo de vida, a decir
verdad sin proporción com ún con el deporte, el
casino o el escenario p ara el cam peón, el juga-
227
d o r o cl a c to r profesionales. A él s e agrega una
cspccie de fatalidad h ereditaria y una ru p tu ra
m ucho m ás acentuada con el universo profano.
P or eso, la vida de circo no se puede considerar
en absoluto un juego. A tal grado que m e cui­
daría de hab lar del asu n to si dos de sus acti­
vidades tradicionales no estuvieran estrecha y
significativam ente vinculadas al ilinx y a la m i­
micry: m e refiero al trapecio y al program a per
inanentc de ciertas payasadas.

El. T R A P E C IO

El deporte ofrece el oficio que corresponde al


agón; cierta m anera de ser taim ado con el azar
da el oficio, o m ejo r dicho la negativa de oficio,
que corresponde al atea; el teatro contribuye
con el oficio, que corresponde a la m im icry. El
trapecio representa el oficio que corresponde
al ilinx. En efecto, el vértigo no aparece en el
tan sólo com o un obstáculo, una dificultad o
un peligro; p o r lo cual el juego de los trapecios
se a p arta del alpinism o, del recurso obligado
al paracaídas o de las profesiones que obligan al
obrero a tra b a ja r en las alturas. El vértigo cons­
tituye en el trapecio el propio resorte de proezas
que no tienen m ás fin que dom inarlo. Un juego
consiste expresam ente en moverse en el espa­
cio, com o si el vacío no fascinara y como si no
representara ningún peligro.
Una existencia ascética perm ite a sp ira r a esa
destreza soberana: un régim en de severas priva­
ciones y de estricta continencia, una gimnasia
ininterrum pida, la repetición regular de los mis­
m os movimientos, la adquisición de reflejos im­
pecables y de un autom atism o infalible. l o s
saltos se efectúan en un estado próxim o a la
hipnosis. M úsculos flexibles y fuertes y un im ­
perturbable dom inio de sí ofrecen la condición
necesaria. Cierto, el acróbata debe calcular el
Impulso, el tiem po y la distancia, la trayectoria
del trapecio. Pero vive con el te rro r de pensar
en ello en el m om ento decisivo. La atención casi
siem pre tiene consecuencias fatales. Paraliza, en
Vez de ayudar, en un m om ento en que la m enor
vacilación es funesta. La conciencia es m ortífe­
ra. P ertu rb a la infalibilidad sonam búlica y com ­
prom ete el funcionam iento de un mecanismo
cuva precisión extrem a no soporta ni sus dudas
ni sus arrepentim ientos. F.I funám bulo sólo triu n ­
fa si está hipnotizado p o r la cuerda; el acró b ata
si está lo bastante seguro de sí p a ra atreverse
a confiarse al vértigo en vez d e tra ta r de resis­
tirlo.5 El vértigo es p arte integrante de la n atu ­
raleza: tam bién a él se le domino sólo si se le
obedece. En todo caso, esos juegos que coinci­
den con las h a/añ as de los voladores mexicanos
afirm an y ejem plifican la fecundidad natu ral del
ilinx dom inado. Como disciplinas aberrantes,
proezas realizadas g ratu itam en te y sin provecho
alguno, desinteresadas, m ortales c inútiles, no
dejan de m erecer que se reconozca en ellas un
adm irable testim onio de la perseverancia, de
la am bición y de la osadía hum anas.

*Y. Him. op. cit., pp. 213-216; Hugues le Roux.


Jeux du Cirque ci la vie foraine. Paris. 1890, pp. 171)·173.
229
LOS DIOSES QUB PARODIAN

Los chistes dc los payasos son innum erables.


Dependen del capricho y de la inspiración de
cada cual. Sin em bargo, una dc sus variedades,
particularm ente tenaz, parece ser testim onio dc
una antiquísim a y muy saludable preocupación
del ser hum ano: la dc acom pañar toda mímica
solem ne p o r una co n tra p arte grotesca ejecutada
p o r un personaje ridículo. En el circo, es el
papel del payaso llam ado “Augusto". Su ropa
parchada, m al aju stad a, dem asiado grande o
dem asiado chica, su peluca h irsu ta y pelirroja
co n trasta con las brillantes lentejuelas dc los
otros payasos y el cucurucho blanco que es su
tocado. El desdichado es incorregible: a la vez
presuntuoso y lurpc. se em peña en im itar a sus
com pañeros y lo único que logra es provocar
catástro fes de las que él es víctim a. Infaliblo-
m ente actúa a contrasentido. A trae las burlas,
los golpes y los cubetazos dc agua.
Ahora bien, com o encuentro o ascendencia
lejana, ese bufón pertenece corrientem ente a la
mitología. En ella figura com o el héroe que
mete la pata, travieso o estú p id o según los casos,
quien, d u ra n te la creación del m undo, estropea
su obra y a veces introduce en ella un germen
de m uerte, m edíante sus im itaciones fallidas dc
los adem anes de los dem iurgos.
Los indios navajos de Nuevo México cele­
b ran una fiesta designada con el nom bre del
dios Yebichai. con el fin dc lograr la curación
de los enferm os y la bendición de los espíritus
par;i la tribu . Los principales acto res son dan-
230
zantes enm ascarados que personifican a las di·
vinidades; hay catorce de ellos: .seis genios
m asculinos, seis genios femeninos, el propio Ye-
bichai, el Dios-que-habla yr finalm ente, Tone-
nili, el Dios del Agua. E ste es el "Augusto" del
grupo. Incluso lleva la m ism a m áscara que los
genios masculinos, p ero está vestido de andra­
jos y a rra stra , sujeta al cinturón, una vieja piel
de zorro. A propósito baila a destiem po para
enredar a los dem ás y acum ula las tonterías.
Finge creer que su piel de zorro está viva y
simula d isp arar flechas en su dirección. Sobre
todo, im ita los nobles adem anes de Yebicbai, a
quien ridiculiza. Saca el pecho y se hace el im­
portante. Pues bien, es im portante. Es uno de
los dioses principales de los navajos. Pero es el
dios que parodia.
E n tre los zuñís, que viven en la mism a región,
diez de los seres sobrenaturales a los que Ha*
man K atchinas figuran aparte de los dem ás.
Son los Koyemshis. Se tra ta del h ijo de un
sacerdote, que cometió incesto con su herm ana
en los prim eros tiem pos del mundo, y de nueve
dé los hijos nacidos de la unión prohibida. Son
espantosam ente feos, de una fealdad no menos
cómica que repulsiva. Además, son "com o ni­
ños": balbuceantes, retardados, sin vigor sexual.
Pueden entregarse a exhibiciones obscenas: ' ‘No
tiene im portancia", dice la gente, ‘'son como
niños." Cada uno de ellos tiene una personali­
dad d istinta de la cual deriva un com portam ien­
to cómico particu lar, siem pre el mismo: así, Pi-
ISschiwanni es el cobarde, no cesa de fingir que
tiene miedo. Se supone que K alutsi siem pre tie-

23!
nc .sed. Fingiendo e s ta r convencido dc ser invi­
sible, M uyapona se esconde d etrás de todo obje­
to minúsculo. Tiene una boca oval, dos chichones
en vez de orejas, o tro chichón en la frente y
dos cuernos. Posuki ríe continuam ente: tiene
una boca vertical y varios chichones en la cara.
En cam bio, Naba*hi es triste, su boca y sus ojos
form an un balcón, tiene una enorm e verruga
en el cráneo. La pandilla so presen ta asi com o
un grupo de payasos ident if ¡cables.
Como magos y profetas, quienes los encar­
nan, y a los que disim ulan m áscaras horribles
y deform es, son som etidos a rigurosos ayunas y
a num erosas penitencias. Así, se considera que
quienes aceptan ser Koyemshis se consagran al
bien común. Son tem idos d urante el tiem po que
llevan m áscara. Quien les niega un don o un
servicio se expone a grandes desgracias. Al té r­
m ino de la fiesta Shalako, la m ás im portante
d e todas, la aldea en tera les hace num erosos
regalos, víveres, ropa y billetes d e banco que
luego ellos exponen con toda solem nidad. Du­
rante las cerem onias, se b urlan de los dem ás
dioses, organizan juegos dc adivinanzas, juegan
brom as groseras, hacen mil bufonadas y lanzan
pullas a los asistentes, reprochando a uno su
avaricia, com entando los infortunios conyugales
de un segundo, ridiculizando a un tercero que
se precia dc vivir a la m anera de los blancos.
Esc com portam iento es estrictam ente litúrgico.

Ilccho sorprendente, hecho significativo, trá te ­


se dc los Dioscs-quc-parodian o de los dem ás
dioses, entre los zu Ais y los navajos los perso­
najes enm ascarados no están sujetos a crisis
de posesión y su identidad no se oculta en ab­
soluto. Se sabe que se tra ta de parientes y
am igos disfrazados. Si bien se respeta y se teme
en ellos el espíritu que representan, en ningún
m om ento se Ies tom a, ni ellos se tom an a sí
mism os, p o r los propios dioses. La teología lo
confirm a. Cuenta que antiguam ente los Kat-
chinas venían en persona entre los hom bres con
el fin de asegurarles prosperidad, pero siem pre
se llevaban consigo a algunos de ellos —m ara­
villados u obligados-— al País de la M uelle.
Viendo las consecuencias funestas de visitas que
sin em bargo hubieran deseado benéficas, los
Dioses Enm ascarados prefirieron no venir más
en persona entre los vivos, sin o hacerse pre­
sentes en tre éstos sólo en espíritu. Así, pidieron
a los zuñis fabricar m áscaras sem ejantes a las
suyas y prom etieron ir a hab itar los sim ulacros
que se hicieran de ellos. De esc modo, la con­
juración del secreto, del m isterio y del terro r,
del éxtusis y de la mímica, del entorpecim iento
y de la angustia, p o r poderosa según se ha vis­
to y por difundida que esté en o tras socieda­
des, aquí se encuentra disociada. H ay m asca­
rada sin posesión y el ritual mágico evoluciona
hacia la cerem onia y el espectáculo. Decidida­
mente, la m im icry se im pone al ilm x en vez
de tener com o misión subalterna la de introdu­
cirse en él.

Un detalle preciso se agrega aún a la sem ejanza


entre el "Augusto" o los payasos de circo y los
Dioses-que-parodian. En uno u o tro m om ento

233
alguien los em papa y el público ríe a carcaja­
d as al verlos asi escurriendo de agua y asus­
tados ante el diluvio im previsto. En el solsticio
de verano, las m ujeres zuñís a rro ja n agua a los
Koyernshis, luego de h ab er visitado éstos todos
las casas de la aldea, y los navajos explican los
andrajos de Tonenili diciendo que son m ás que
suficientes para vestir a alguien que se hará
bañar.*
Con filiación o sin ella, la mitología y el circo
coinciden p ara a rro ja r luz sobre un aspecto par­
ticular de la m im icry, cuya función social se
halla fuera de discusión: la sátira. Cierto, la
sátira com parte ese aspecto con la caricatura,
con el epigram a y la canción, con los bufones
que acom pañaban lanzando pullas a los vence­
dores y a los monarcas. Sin duda es conveniente
ver en ese conjunto de instituciones tan diver­
sas y tan difundidas, que sin em bargo inspira
idéntico propósito, la expresión de una mism a
necesidad de equilibrio. Uri exceso de m ajestad
exige una co n trap arte grotesca. Pues la reveren­
cia o la piedad populares, los hom enajes a los
grandes, los honores rendidos al poder suprem o,
am enazan peligrosam ente con m arear a quien
asum e el cargo o reviste la m áscara de un Dios.
Los fieles no consienten ni en e sta r entera­
m ente fascinados, ni consideran exento de pe­
ligro el frenesí que puede apoderarse del ídolo
deslum brado con su p ropia grandeza. En ese
9 Para la descripción de los ritos navajos y zuñís me
ajusté a la descripción de Jean Cnzcnavc, Les Dieux
Í£ ? £ ? r ù 1957, pp. 73-75. 119. 16S-173.

234
nuevo papel, la m im icry no es ningún tram p o ­
lín del vértigo, sino una precaución en contra
suya. Si el salto decisivo es difícil, si la angosta
puerta que da entrad a a la civilización y a la
historia (a un progreso, a un porvenir) coinci­
de, como fundam entos de la vida colectiva, con
la sustitución de los prestigios dc la m im icry y
del Uinx p o r las norm as del alea y del agon,
desde luego es conveniente investigar con el fa­
vor de qué fortuna m isteriosa y sum am ente im­
probable algunas sociedades lograron rom per el
círculo infernal que cerraba a su alrededor
la alianza del sim ulacro y del vértigo.
» Con toda seguridad, m ás de un cam ino pone
a los hom bres al abrigo de la tem ible fascina­
ción. Ya hem os visto, en Laccdemonia, al hechi­
cero constituirse en legislador y en pedagogo,
a la banda enm ascarada dc los hombres-lobos
evolucionar a policía política y, un buen día, al
frenesí convertirse en institución. Aquí, lo que
se ve despuntar es o tra posibilidad, m ás fecun­
da, m ás propicia al desarrollo d e la gracia, dc
la libertad y de la invención, orientada en todo
caso hacia el equilibrio, el desapego y la ironía,
pero no hacia la búsqueda dc un dom inio im­
placable y. a su vez, quizás vertiginoso. AI tér­
m ino dc la evolución, no es im posible que nos
dem os cuenta de que en ciertos casos, que ve­
rosím ilm ente fueron casos privilegiados, la p ri­
m era fisura destinada luego dc mil vicisitudes
a d estru ir la alianza todopoderosa del sim ula­
cro y del vértigo no fue o tra que esa extraña
innovación, casi im perceptible, absurda en apa­
riencia y sin duda sacrilega: la introducción en
235
■ K
la banda de m áscaras divinas de personajes de
igual je ra rq u ía y de la m ism a au toridad, encar­
gados de paro d iar sus m ím icas em brujadoras,
de atem p erar m ediante la risa lo que, sin ese
antídoto, desem bocaba fatalm ente en el trance
y la hipnosis.
COMPLEMENTOS
I. LA IMPORTANCIA DE LOS JUEGOS
DE AZAR

I ncluso en una civilización d e tipo industrial,


basada en el valor del trabajo, el gusto p o r los
juegos de azar sigue siendo en extrem o m arca­
do, pues éstos proponen el medio exactam ente
inverso de gan ar dinero o, según la Fórmula de
T. R ibot. "la fascinación de ad q u irir de golpe,
sin dificultad y en un instante". De allí la seduc­
ción perm anente de las loterías, de los casinos,
de las quinielas en las carreras de caballos o en
los partidos de fútbol. Esa seducción sustituye
la paciencia y el esfuerzo que red itú a poco,
por el milagro de una fortuna instantánea, la
posibilidad repentina del ocio, de la riqueza y
del lujo. Para la m ultitud que trab a ja penosa­
mente sin m ejo rar m ucho un bienestar de lo
más relativo, ía oportunidad del prem io m ayor
aparece como la tínica m anera de salir alguna
Vez' de una condición hum illada o m iserable. El
juego se burla del trab ajo y representa o tra so­
licitación que, a ta n d o m enos en ciertos casos,
cobra suficiente im portancia para d eterm in ar en
Parte el estilo de vida de toda una sociedad.
Si bien conducen a veces a a trib u ir a los juc-
fcos d e azar una función económ ica o social,
esas consideraciones no dem uestran sin em bar-
80 Su fecundidad cultural. Son sospechosas de

239
desarrollar la pereza, cl fatalism o y la supers­
tición. Se adm ite que el estudio de sus leyes ha
contribuido al desarrollo del cálculo de p roba­
bilidades, a la topología, a la teoría de los Jue­
gos estratégicos. Poro no p o r ello se crcc que
sean capaces de ofrecer el modelo de una repre­
sentación del m undo o de ordenar, así sea a
to n tas y a locas, u n a especie de sab er enciclo­
pédico em brionario. Sin em bargo, en la m edida
en que niegan el libre a rb itrio y la responsabi­
lidad, el fatalism o y el determ inism o estricto se
representan el universo entero com o una gigan­
tesca lotería generalizada, obligatoria e incesan­
te. en que cada prem io —inevitable— no aporta
sino la posibilidad, quiero decir la necesidad, de
p articip ar én el sorteo siguiente y así sucesiva­
mente, al infinito.1 Además, en poblaciones rela­
tivam ente ociosas, en que el trab ajo se halla
lejos en cualquier caso de ubsorber la energía
disponible y donde no rige a la totalidad de la
existencia cotidiana, es frecuente que los juegos
de azar adquieran una im portancia cultural ines­
perada, que tam bién influye en el arte, en la
ética, en la econom ía e incluso en el saber.
Me pregunto incluso si ese fenómeno no es
característico de las sociedades interm edias que
ya no están gobernadas p o r Jas fuerzas com bi­
nadas de la m áscara y de la posesión o, si se
prefiere, de la pantom im a y del éxtasis, y que
M is l o q u e r e s a lt o c o n e v i d e n c i a d e Ja parábola de
J orge L u is B u r g e s U l u l a d a “ L a L o t e r i e d e B a b y t o n c " .
en Fictions, 1951,
tr a d , fr a n c e s a , P a r ís , pp. 82-9.1. “ L a
lo te r ía en n n b ilo n ia ". Picxxoncs <1944), C ír c u lo d e L e e
to re s , B a r r e lo n a ,1975, 7-292.
pp. 2 S
aún no han alcanzado una vida colectiva basada
en instituciones en que la com petencia regla­
m entada y la com petición organizada desempe­
ñen un papel fundam ental. En particu lar, suele
suceder que algunas poblaciones se vean a rra n ­
cadas d c pronto del im perio del sim ulacro o del
trance m ediante el co n tacto o m ediante el dom i­
nio dc pueblos que, m ucho tiem po antes y gra­
cias a una evolución lenta y difícil, se han li­
brado dc la hipoteca infernal. Las poblaciones
que éstos someten a sus leyes inéditas no están
preparadas en absoluto para ad o p tarlas. El sal­
to es brusco. En ese caso, no el aRon sino el
alea es el que im pone su estilo a la sociedad
que se transform a. Som eterse a la decisión de
la suerte atra e la indolencia y la impaciencia
dc esos seres, cuyos valores fundam entales ya
no tienen derecho d c ciudadanía. Aún más, por
medio de la superstición, y de las m agias que
aseguran la suerte y el favor de las potencias,
esa norm a indiscutible y sim ple los vincula a
sus tradiciones y los restituye a su m undo o ri­
ginal.

En esas condiciones, los juegos dc azar adquie­


ren con frecuencia una im portancia inesperada.
M uestran una tendencia a su stitu ir el trabajo,
con sólo que el clim a se preste a ello y que la
Preocupación de alim entarse, d c vestirse y de
abrigarse no obligue corno en o tras p artes al
**¡4$ desposeído a una actividad regular. Una
jnuuitud flotante no tiene necesidades dem asia­
do aprem iantes. Vive al día. Se halla bajo la
Hítela dc una adm inistración en la que no par-

2
41
ticipa. En vez de plegarse a la disciplina de una
labor m onótona y engorrosa, se entrega al jue­
go. É ste acaba p o r o rd en ar las creencias y el
saber, los hábitos y las am biciones de esos seres
perezosos pero apasionados, que ya no tienen
la obligación d e gobernarse y a los que sin em ­
bargo les es sum am ente difícil integrarse a esa
sociedad de o tro tipo, al margen de la cual se
les deja vegetar como a eternos niños.

R ápidam ente daré algunos ejem plos de esa sin­


gular prosperidad de los juegos de azar, cuando
éstos se co n stituyen así en costum bre, en regla
y en segunda naturaleza. Conform an el estilo de
vida de toda una población, pues nadie parece
resistir el contagio. Em pezaré p o r un caso en
que no hay mezcla de poblaciones y en que la
cultura considerada perm anece im buida de los
antiguos valores. Hay cierto juego de dados su­
m am ente difundido al su r de Cam erún y al nor­
te de Gabón. Se juega con unos dados tallados
a navaja en el grano exccpcionalm cntc duro, de
consistencia ósea, de un árbol que da cierto
aceite m ás apreciado que el aceite de palma
{BaiüoneUa Toxisperm a Pierre, sin. M im usops
D jawe). Los dados sólo tienen dos caras. En una
de ellas se talla un sím bolo cuya fuerza debe
vencer a la de los em blem as contrarios.

Esos blasones son num erosos y variados. Cons­


tituyen una especie de enciclopedia en imágenes.
Unos representan personajes, ya sea captados
en una actitud hierática, ya en pleno dram a o
entregados a las m últiples ocupaciones de la

242
vida cotidiana: un niño enseña a hab lar a un
loro, una m ujer a tra p a a un ave p ara la cena,
un hom bre es atacado p o r un pitó n , o tro carga
su fusil, tres m ujeres trab ajan la tierra, etc. Es­
culpidos en o tro s dados, algunos ideogram as
figuran diversas plantas, los órganos genitales
de la m ujer, el cielo nocturno con la luna y las
estrellas. Los anim ales — m am íferos, aves, rep­
tiles, peces e insectos— se reproducen abun­
dantem ente. Una últim a serie dc relieves hace
alusión a objetos codiciados p o r el jugador:
hachas, rifles, espejos, tam bores, relojes o m ás­
caras para la danza.

Esos dados blasonados tam bién son am uletos


con poder dc ayudar a su p ropietario a rea­
lizar sus pequeños deseos. En general, éste no
los guarda en su casa, sino que los deposita en
el m onte, colgados dc un árbol en una bolsa.
Dado el caso, son m aterial de m ensaje y bases
de un lenguaje convenido.

En cuanto al juc^o en si, es de lo m ás sencillo.


Su principio es análogo al dc cara" o c a í z. Cada
jugador arriesga una apuesta igual: la suerte
decide por medio de siete pedazos de calabaza
que se arro jan con los dados. Si los fragm entos
de calabaza menos num erosos cayeron del lado
cru?, ganan la apuesta los jugadores cuyos da­
dos tam bién cayeron del lado cru/, (o al con­
trario ). Ese juego ha despertado tal entusiasm o
que las autoridades han tenido que prohibirlo.
H abía sido causa de los m ás graves desórdenes:
los m aridos daban a sus m ujeres en prenda, los

24.1
jefes se jugaban sus encom iendas, las riñ as eran
frecuentes e incluso estallaban g u erras de cla­
nes luego de p artid as disputadas con dem asiado
ardor.*
Se tra ta de un juego rudim entario, sin com­
binación ni saldo. Em pero, fácilm ente se aprecia
hasta que grado sus repercusiones son im por­
tantes en ja cu ltu ra y la vida colectiva don­
de está en boga. Toda proporción guardada, la
riqueza sim bólica y enciclopédica de los em ble­
m as es com parable con la de los capiteles ro ­
manos. Cuando menos, cum ple con una función
análoga. Además, nació de la necesidad de es­
culpir de m anera d istin ta una cara d e cada
dado, a rte del relieve éste que se puede conside­
ra r com o principal expresión d e las tribus de
la com arca en el terreno de la plástica. Tam ­
poco carece de im portancia el que se asocie a
los dados una virtud mágica, que los vincula
estrecham ente a las creencias y a Jas preocupa­
ciones de su s poseedores. Sobre todo, es conve­
niente insistir en los daños provocados p o r la
pasión del juego, que en ocasiones parecen ha­
b e r cobrado proporciones de desastre.
Esas características no son episódicas en ab ­
soluto; se les encuentra en el caso de juegos
* S í r n o n c Delnroztère y G ertru d e Luc. MU n c fo rm e peu
con nue de l'E x p re ssio n a rtistiq u e alrica lnc: l’A h b ia ",
Ë ittdcs cam eroioiaiies. núm.s. 49-50, sep.-dic. de I95S,
pp. 3-52. A sim ism o , c il ¿a regió n x'o nra i de S u d á n , donde
la s ca u n s, c n n c h illa v sirve n a la vez de: d a d o s y de
m oneda, cada juga d or lira rú a tío de ellas y si caen
d rl m ism o lado ga n a 2 S M . S e juegan la rnrtuna. las
tierras y las esposas. C f . A. Prost, "J e u x cl Jouets”,
Le M onde noir, η ιία ιν S ·9 d e Présence africaine, p. 245.

244
de a za r considerablem ente m ás com plejos que,
en sociedades mixtos, ejercen un atractivo an á­
logo y traen consigo consecuencias igualm ente
temibles.

Un asom broso ejem plo lo ofrece el éxito de la


"C harada china" (Rifa Chiffá) en Cuba. Esa lo­
tería, "cáncer incurable de la econom ía popu­
lar", según la expresión de Lydia Cabrera, se
juega p o r medio de una figura de chino dividida
en treinta y seis partes, a las cuales se asigna
igual núm ero de sím bolos, seres hum anos, ani­
m ales o alegorías diversas: el caballo, la m ari­
posa. el m arino, la m onja, la tortuga, el caracol,
el m uerto, el barco de vapor, la p ied ra preciosa
(que se puede in terp reta r como una m u jer bo­
n ita), el cam arón (que es tam bién el sexo m ascu­
lino), la cabra (que tam bién es algo sucio, ade­
m ás del órgano sexual fem enino), el mono, la
araña, la pipa, etc.s La banca dispone de una
serie correspondiente de viñetas de cartón o de
m adera. Saca o hace sacar uiia al azar, que
envuelve en un pedazo de tela y expone a las
m iradas de los jugadores. 1.a operación se llam a
"colgar al anim al”. Acto seguido, procede a la
venta de los billetes, cada uno de los cuales
lleva el carácter chino que designa tal o cual
figurilla. E n tretan to , algunos com parsas van por
las calles tom ando las apuestas. A la hora seña­
lada, se descubre el em blem a envuelto y se entre­
ga a los ganadores trein ta veces su apuesta. La
11.OS m ism os sím bolos se en cuentran e n un juc^o de
cartas utilizado en México p ara los juegos de dinero,
cuyo principio es sem ejan te al del loto."
245
banca conccdc cl diez por ciento dc sus ganan­
cias o sus agentes.
El juego se p resenta así com o una variante
más gráfica dc la ruleta. Pero si en la ruleta
son posibles todas las com binaciones entre los
diferentes núm eros, los símbolos dc ia Rifa
Chifíá se reúnen según afinidades m isteriosas.
En efecto, cada cual posee o no uno o varios
com pañeros y ayudantes. Así. el caballo tiene
com o com pañera a la piedra preciosa y como
ayudante al pavo real; el pez grande como com
pañero al elefante y como ayudante a la araña.
La m ariposa no tiene com pañero, pero sí tiene
a la tortuga de ayudante. En cam bio, el cam a­
rón tiene por com pañero al venado, pero carece
dc ayudante. El venado tiene tres com pañeros,
el cam arón, la cabra y la araña, pero no tiene
ayudante, etc. N aturalm ente, lo indicado es ju ­
gar a la vez al sím bolo escogido, a su com pañero
y a su ayudante.
Además, los treinta y seis em blem as de la lo­
tería se agrupan en siete series (o cuadrillas)
desiguales: los com erciantes, los elegantes, los
borrachos, las mendigos, los caballeros y las m u­
jeres. De nuevo, los principios que determ i­
naron la distribución se an to jan dc lo más os­
curos: p o r ejem plo, la serie de los cu ras se
com pone del pez grande, dc la tortuga, de la
pipa, dc la anguila, del gallo, de la m onja y
del gato: la de los borrachos, de la m uerte, del
caracol, del pavo real y del pez chico. El uni­
verso del juego está regido p o r esa extraña cla­
sificación. Al principio d e cada p artida, y luego
de haber "coleado al anim al", la banca anuncia
246
una adivinanza (charada) destinada a guiar (o
a confundir) a los participantes. Se tra ta de
alguna frase de significado equívoco, como la si­
guiente: “Un hom bre a caballo cam ina m uy len­
tam ente. No es tonto, pero está borracho y con
su com pañera gana mucha plata."* El jugador
hace entonces conjeturas sobre si debe ju g a r a
la serle de los borrachos o a la de los caballe­
ros. Tam bién puede ap o star al anim al que enca­
beza a la una o a la o tra. Pero sin duda es alguna
palabra señalada con m enor claridad la que da
la clave de la adivinanza.
En o tra ocasión, la banca declara: "Quiero h a­
cerles un favor. El Elefante m ata al cerdo. El
Tigre lo propone. El Venado va a venderlo y
el Venado se lleva el paquete." Un viejo jugador
explica que basta con reflexionar: "E l Sapo es
b ru jo . El Venado es ayudante del brujo. Lleva
el paquete maléfico. Éste contiene la brujería
que un enemigo ha hecho a alguien. E n ese caso,
el Tigre contra el Elefante. El V enado sale con el
paquete. Va a depositarlo donde le d ijo el brujo.
¿Acaso no c s rt claro? ¡Buena jugada! Se gana
con el 31. con el Venado, porque el Veñudo sale
c o rrie n d o /'
El juego es de origen chino.’ En China, una
alusión enigmática a los textos tradicionales ha­
cía las veces de charada. Después del sorteo, un
letrado se encargaba de ju stificar la verdadera

* Rafael Roche, l.a policio y sus misterios en Cuba,


L a H abana, 1914. p p . 287-293.
3 Sabido es que, ju n to con San Francisco. La H a b a n a
tiene una de lus aglom eraciones « hiñas m ás im portan­
te s fuera tic China.

247
solución, apoyándose en citas. En Cuba, lo que
se necesita p ara la interpretación co rrecta dc
las charadas es el conocim iento general dc las
creencias d e los negros. La banca anuncia: "Un
pájaro pica y se va." Nada m ás transparente:
los m uertos vuelan; el alm a dc un m uerto es
com parable a un ave porque puede introducirse
donde quiere en form a de lechuza; existen al­
m as en pena, ham brientas y rencorosas. "Pica
y se va": es decir, causa la m uerte inesperada
dc un ser vivo que no lo sospechaba. Entonces,
es conveniente ju g a r al 8, a la m uerte.
El "perro que m uerde todo" es la lengua que
ataca y calum nia; la "luz que alum bra to d o " es
el 1!, el gallo que can ta al sa lir el sol; el "rey
que todo lo puede", el 2, la m ariposa que tam ­
bién es el dinero; el "payaso que se pinta en
secreto", el 8, que es el m uerto al que se cubre
con una m ortaja blanca. E sta vez, la explicación
sólo es válida para los profanos. En realidad,
se tra ta del iniciado (ñam pe o ñañigo m uerto);
d u ran te una cerem onia secreta, el sacerdote le
traza en cfccto signos rituales con una tiza blan­
ca sobre el ro stro , las m anos, el pecho, los bra­
zos y las piernas.·
Tam bién una com pleja clave de los sueños
ayuda a presen tir el núm ero ganador. Sus com ­
binaciones son Infinitas. Los d atos de la expe­
riencia se distribuyen en tre los núm eros fatídi­
cos. Estos llegan hasta el 100, gracias a un libro
que se deposita en la banca dc la Charada y se
puede co n su ltar p o r teléfono. Ese repertorio dc

4 De u na com unicación de Lydia C abrera.

248
correspondencias ortodoxas da lugar a un len­
guaje sim bólico considerado "m uy útil de cono­
cer para p en etrar en los m isterios de la vida".
En todo caso. la imagen con frecuencia term ina
sustituyendo al núm ero. En casa del tío de su
m ujer, Alejo C arpentier ve a un m uchacho negro
hacer una sum a: 2 + 9 + 4 + 8 + 3 + 5 = 31.
El m uchacho no anuncia los núm eros sino que
dicc: "M ariposa, más elefante, m ás gato, más
m uerte, m ás m arino, m ás m onja igual a vena­
do." Asimismo, para significar que 12 en tre 2
igual a 6, dice: “ P uta por m ariposa igual a to r­
tuga." Los signos y las concordancias del juego
se proyectan a la generalidad del saber.
La Charada china se halla sum am ente difun­
dida, aunque prohibida p o r el artícu lo 355 del
Código Penal de Cuba. Desde 1879 se han ele­
vado num erosas protestas contra sus daños. Los
obreros sobre todo arriesgan el poco dinero que
poseen y, como dice un au to r, pierden en ella
h asta el alim ento de los suyos. P o r necesidad
no juegan mucho, pero lo hacen sin cesar, pues
se "cuelga al anim al" cuatro o seis veces al
día. Se Irata de un juego en que el fraude es
relativam ente fácil: com o la banca conoce la
lista de apuestas, p o r poco hábil que sea. nada
le im pide cam biar, en el m om ento de descu­
brirlo. el sím bolo en que las apuestas se acum u­
laron peligrosam ente p o r o tro , m ás o menos
desdeñado.’
En todo caso, honrados o no. se considera
que los banqueros rápidam ente hacen fortuna.

TRafael Roche, op. cit., p. 293.

249
En cl siglo pasado, se dice que ganaban hasta
cuarenta m il pesos diarios; uno de ellas volvió
a su país con un capital de doscientos rail pesos
de oro. En la actualidad, se calcula que exís·
ten en l a H abana cinco grandes organizaciones
de Charada y m ás de doce pequeñas. En ellas se
juegan más de doscientos mil dólares diarios.*
En la vecina isla de Puerto Rico, el Planning
Board h a calculado que, en 1957, las sum as in­
vertidas en los diferentes juegos ascendieron a
cien millones de dólares anuales, o sea la mitad
del presupuesto de la isla, setenta y cinco de
ellos en los juegos legales (la lotería del Estado,
las peleas de gallos, las carreras de caballos, la
ruleta, etc.). El Inform e declara explícitam en­
te: "Cuando el juego alcanza tales proporciones,
indudablem ente constituye un serio problem a
s o c ia l.. . A rruina el ah o rro privado, paraliza los
negocios y alienta a la población a poner su
confianza en las ganancias aleatorias más que
en el tra b a jo productivo.*' Con base en esas
conclusiones, el gobernador Luis Muñoz M arín
decidió reforzar la legislación sobre los juegos,
con el fin de reducirlos en los diez años siguien­
tes a proporciones menos desastrosas para la
econom ía nacio n al/

En Brasil, el lo g o do Bicho o juego de los ani­


males, presenta las m ism as características que
la charada china en Cuba: lotería scmtclan-
destina de sím bolos y com binaciones m últiples,
■Dr u na com unicación de Alelo C arp cnitcr y de
acuerdo con d nrum entos su in tn isu ad u s p o r ¿I mismo.
%N c w Y o r k T i m e s , 6 de o ctu b re de 1957.

250
enorm e organización, apuestas cotidianas que
absorben una parte im portante del poco dinero
de que disponen los estrato s inferiores de la po­
blación. Además, el juego brasileño tiene la
ventaja de poner perfectam ente a luz las rela­
ciones del alca y dc la superstición. Por o tra
parte, tiene consecuencias tan im portantes en el
orden económico que creo deber reto m ar aquí
la descripción que ya he hecho en o tra ocasión
y con o tro propósito.
"E n su form a actual, ese juego se rem onta a
los alrededores de 1880. Su origen se atribuye
a la costum bre del barón de D rum m ond de ex­
hibir cada sem ana a la en trad a del parque zoo­
lógico la imagen dc algún anim al, El publico
estaba invitado a adivinar cuál se escogería en
cada ocasión. Así nació un sistem a de apuestas
que sobrevivió a su causa y asoció perdurable­
m ente a la serie de núm eros las figuras de los
anim ales exhibidas. El juego p ro n to fue absor­
bido en las apuestos a los núm eros ganadores
de la lotería federal, análoga a la quiniela dc
los países vecinos. Los cien prim eros núm eros
se repartieron en grupos dc cu atro y se atrib u ­
yeron a veinticinco anim ales, ordenados más o
menos alfabéticam ente, desde el águila (núm e­
ros 01 a 04) hasta la vuca (núm eros 97 a 00).
Desde entonces, el juego ya no sufrió modifica­
ciones apreciables.
Las com binaciones son infinitas: se juega a
la unidad, a la decena, a la centena o al millar,
es decir, a la últim a, a las dos, tres o cu atro úl­
tim as cifras del núm ero que gana esc día a la
lotería. (Desde que la lotería federal no es dia-

251
sueña con una vaca voladora debe ju g a r al
ría, sino sem anal, los otros días se hace una fal Aguila y no a la Vaca; quien sueña con un gato
sa lotería, enteram ente teórica, sin billetes ni que cae del techo debe ju g a r a la Mariposa
prem ios, que sólo sirve p a ra clasificar a los ju ­ (pues un gato de verdad no so cae de ningún
gadores del Bicho.) Además, se puede ju g a r si­ techo); quien sueña con un bastón jugará a la
m ultáneam ente a o tro s anim ales, es decir, a va­ Cobra (que se yergue com o un b astó n ); quien
rios grupos de cu atro núm eros, y ju g a r cada en sueños ve a un perro rabioso jugará al León
com binación invertida, es decir, apostando no (que es bravo com o aq u él), etc. En ocasiones,
sólo al propio núm ero sino a cualquier otro la relación sigue siendo oscura: quien sueña
com puesto p o r las m ism as cifras. Por ejem plo, con un m uerto juega al Elefante. Llega a suce­
jugar al 327 invertido significa que tam bién se der que la relación esté tom ada del folclor sa­
gana con 372, 273. 237, 723 y 732. Es de im a­ tírico: quien ha sonado con un portugués debe
ginar sin dificultad que el cálculo de las ganan­ ju g ar al asno. Los más escrupulosas no se conten­
cias, que siem pre son rigurosam ente proporcio­ tan con una correspondencia m ecánica: con­
nales a los riesgos, no es cosa fácil. De ese sultan adivinos o pitonisas quienes, aplicando
modo, el conocim iento profundo de las leyes de sus dones y su sab er al caso particular que se
la aritm ética se ha difundido en tre el pueblo: les presenta, saben sacar de él oráculos infa­
alguien que apenas sabe leer y escribir resuelve libles.
con una seguridad y una rapidez desconcertan­ Es frecuente desentenderse d e los anim ales:
tes problem as que exigirían ya a un m atem ático el sueño da directam ente el núm ero deseado. Si
poco entrenado en esa clase de operaciones una un hom bre sueña con uno de sus amigos, ju e­
atención sostenida. ga a su núm ero telefónico; si presencia un acci­
P or lo dem ás, el J oro do Bicho no sólo fa­ dente de trán sito , juega al núm ero del vehículo
vorece la práctica de la aritm ética habitual. accidentado, al del agente de policía que inter-
Favorece aún m ás la superstición. En efecto, • vino o a alguna com binación de am bos. La rim a
está vinculado a un sistem a de onirom ancia que y el ritm o no son menos im portantes que los
posee su código, sus clásicos y sus interpretes signos del azar. Según una anécdota significa­
calificados. Los sueños inform an al jugador so­ tiva. un sacerdote al d a r la absolución a un
bre el anim al que debe escoger. Sin em bargo, nioríbundo pronuncia las palabras rituales: "Je­
no siem pre es indicado ju g a r al anim al con que sús, Afana y Jo sé." El m oribundo se yergue y
se ha soñado. Es p ru d en te hojear antes algón R elam a: "Aguila. Avestruz y Caim án'1, animales
m anual adecuado, alguna clave de los sueños es­ estos del bicho cuya secuencia en portugués
pecializada, por lo general titulada Interftretti- \A{¡u¡a, Avestruz, Jacaré) im ita vagam ente a la
cño dos souhos para o J oro do Bicho. En él se ° tra . Sin dificultad se podrían m ultiplicar los
aprenden las correspondencias acreditadas: quien
253
252
ejem plos al infinito. En general, se emplea todo
tipo de adivinación. Una sirvienta vuelca un
vaso y el agua se extiende p o r el suelo: ella in­
terp reta la form a del charco con la semejanza
de uno de los anim ales del juego. La habilidad
para descubrir las relaciones útiles se considera
un don preciado. Más dc un brasileño cita entre
sus amigos el caso en que un criado, quien se
habfa hecho indispensable p ara sus p atrones p o r
su habilidad p ara las com binaciones del bicho
o gracias a su ciencia de los presagios, term inó
p o r hacer su voluntad en la casa.1·
Teóricam ente, el juego de los anim ales está
prohibido en todos los estados d e Brasil. En
realidad, en ellos se le tolera en m ayor o m e­
nor m edida, según el hum or o el in terés del
gobernador del E stado y, en el in terio r dc un
mismo Estado, según el capricho o la política
de los dirigentes locales y principalm ente del
jefe dc policía. Sea com o fuere, perseguido con
m ano blanda o protegido con disim ulo, el juego
conserva el sabor del fru to prohibido y su o r­
ganización se m antiene en la clandestinidad, in­
cluso cuando esa discreción no se justifica en
absoluto a causa de la actitud d e las autorida­
des com petentes. Es m ás. la conciencia popular,
que no deja de preocuparse p o r él, parece sin
em bargo considerarlo un pecado, pecado venial

10Además, ¿íendo casi exclusivam ente negro* o m ula­


tos. los crindns son Interm ediarios n atu rales enere los
hechiceros y los sacerd o tes de Ins cu lto s africanas y
aquellos que. al tiem po q ue croen en 1n eficacia dc sus
p re s tid o s , se niegan p o r respeto hum ano a e n tra r en
relación con ellos.

254
sin duda, y un vicio perdonable, análogo por
ejem plo al del tabaco; pero en fin, al tiempo
que se dedica a él, sigue considerándolo oscu­
ram ente com o una actividad reprensible. Los
políticos, que con frecuencia lo organizan, de él
se valen o se benefician, no dejan de vitupe­
rarlo en sus discursos. El ejército, que es fácil­
m ente m oralizador y en el cual sigue viva la
influencia de Augusto Comte y del positivism o,
ve al bicho con malos ojos. D urante las ma-
cum bas, sesiones de posesión p o r p arte de los
espíritus, muy apreciadas p o r la población ne­
gra, y en las círculos espiritistas no menos d i­
fundidos y poderosos, se expulsa a los que piden
a los convulsionarios o en las sesiones pronós­
ticos p ara ci bicho. De uno a o tro polo del univer­
so espiritual brasileño, la condena es general.
La situación constantem ente precaria del ju e­
go de los anim ales, la reprobación difusa de
que sigue siendo ob jeto p o r parte de quienes se
apasionan p o r él. y sobre todo el hecho de que
no pueda reconocerse oficialm ente, desembocan
en una consecuencia que rara vez d eja de so r­
prender a su propia clientela: la escrupulosa
honradez de los corredores de apuestas. Se ase­
gura que nunca uno de ellos defraudó un solo
céntim o a sus clientes. Con excepción de los ju ­
gadores ricos que dan sus órdenes p o r telefono,
todos, en alguna esquina, deslizan en la m ano
del cobrador un papel plegado que contiene el
»ttonto, a veces considerable, de la apuesta, la
Indicación de la com binación que se desea ju ­
gar y un nom bre falso escogido para la ocasión.
El cobrador pasa el papel a un com padre y

255
Γ

dc sus habitantes. E l d inero dedicado a l juego


no sirve p ara co m p rar un m ueble ni tam poco
alim entos suplem entarios, em pleos éstos que ten­
d rían p o r consecuencia acelerar el auge de la
agricultura, del com ercio o dc la in d u stria del
país. R etirado de la circulación general para
una circulación constante y ráp id a en circuito
cerrado, se sacrifica gratuitam ente, pues las ga­
nancias· ra ra vez se retiran del circulo infernal.
Se vuelven a poner en juego salvo, dado el caso,
la p arte tom ada para gastos de alguna inocente
francachela. Por tanto, sólo las ganancias dc
las bancas y de los organizadores del bicho pue­
den regresar al ciclo dc la econom ía general.
Pero, incluso, se puede pensar que ello no ocu­
rre de la m anera m ás productiva p ara ésta. No
obstante, una afluencia continua de dinero fres­
co m antiene o increm enta el total dc las sum as
arriesgadas y reduce en la m ism a m edida las
posibilidades de ah o rro o de inversión.0 11

Se aprecia así que, en ciertas condiciones, los


juegos de a ra r presentan la im portancia cultu­
ral cuyo m onopolio detentan en general los jue­
gos dc com petencia. Como se ha visto, ni siquie­
ra en las sociedades en que se supone que el
m érito reina sin com petencia se hacen sentir
menos las seducciones de la suerte. M arcadas
p o r la desconfianza, conservan sin em bargo un
papel im portante, aunque ciertam ente más es­
pectacular que decisivo. En todo caso, en el pla-

lJ R occr Caillons, Instincts et Société, Paris, 1 ca­


pitulo V, “ L'Usage des Richesses", pp. 130-151.

256
no de los juegos, el atea, en com petencia con el
agon, y con frecuencia en com binaciones con
él, determ ina enorm es m anifestaciones, equilibra
la "V uelta de Francia” con la Lotería Nacional,
construye casinos com o el deporte construye
estadios, suscita asociaciones y clubes, franc­
m asonerías de iniciados y de devotos, sostiene
una prensa especializada y provoca inversiones
no m enos im portantes.
Más aún. se revela una extraña sim etría: mien­
tras que el deporte es ob jeto frecuente de su b ­
venciones gubernam entales, los juegos de azar
contribuyen a alim entar la caja del Estado, en
la m edida en que éste los domina. A veces, in­
cluso le procuran sus principales recursos. Aun­
que reprobada, hum illada y condenada, la suer­
te conserva así todo derecho tie ciudadanía en
las sociedades m ás racionales y adm inistrativas,
en aquellas que se hallan lo más alejadas de los
prestigios com binados del sim ulacro y del vér­
tigo. La razón es fácil de descubrir.
E l vértigo y el sim ulacro son rebeldes, en ab­
soluto y por naturaleza, a toda especie de códi­
go, de m edida y de organización. En cam bio, el
alca, com o el agon, exige el cálculo y la regla.
Pero su solidaridad esencial no im pide en lo
más mínim o su com petencia. Los principios que
representan son dem asiado opuestos para no ser
proclives a excluirse el uno al otro. El trab ajo
es con toda evidencia incom patible con la es­
pera pasiva de la suerte, corno el favor injusto
de la fortuna con las reivindicaciones legítimas
del esfucr/o v del m érito. F1 abandono del si­
m ulacro v deí vértigo, de ln m áscara y del éxta­

259
sis nunca ha significado o tra cosa que la salida
de un universo encantatorio y la en trad a en el
m undo racional de la justicia distributi%ra. Deja
problem as p o r resolver.
En esas condiciones, el agon y el alea repre­
sentan sin duda los principios contradictorios y
com plem entarios del nuevo tipo de sociedad.
Sin em bargo, aún falta m ucho para que desem ­
peñen una función paralela, reconocida com o
indispensable y excelente tanto en uno como en
o tro caso. E l agón, el principio de la com peten­
cia ju sta y de la em ulación fecunda, es el único
considerado com o valor. En conjunto, el edificio
social se apoya en él. El progreso consiste en
desarrollarlo y en m ejo rar las condiciones, es
decir, en el fondo, en elim inar cada vez más al
alea. En efecto, el alca aparece com o la resis­
tencia opuesta p o r la naturaleza a la perfecta
equidad de las instituciones hum anas deseables.
Aún m ás: la su erte no sólo es la form a res
plandeciente de la injusticia, del favor gratuito
e inm erecido, sino' tam bién la burla del trabajo,
de la tarea paciente y tenaz, del ahorro, d e las
privaciones aceptadas con vistas al porvenir;
en una palabra, de todas las virtudes necesa­
rias en un m undo d estinado al acrecentam iento
de los bienes. De tal su erte que el esfuerzo del
legislador se orienta n atu ralm en te a restringir
su cam po y su influencia. De los diversos p rin ­
cipios del juego, la com petencia reglam entada
es el único que se puede trasp o n er tal cual en
el terreno d e la acción y m ostrarse eficaz en el.
si no es que insustituible. Los dem ás son tem i­
bles: se les lim ita o en el m ejor de los casos
260
se les tolera si se m antienen d en tro de los If·
m ites perm itidos; se les tiene por pasiones fu­
nestas, por vicios o p o r enajenaciones, cuando
dejan de som eterse al aislam iento y a las reglas
que los neutralizan.
Desde ese punto de vista, el alea no es nin­
guna excepción. M ientras sólo represente la
pasividad de las condiciones naturales, es abso­
lutam ente necesario adm itirlo, aunque sea a
regañadientes. Nadie ignora que el nacim iento
es una lotería, poro sobre todo p ara lam entar
las escandalosas consecuencias. Salvo casos su­
m am ente raros, com o el sorteo de los m agistra­
dos en la Grecia antigua o, en nuestros días,
el de los jueces de lo penal, no p odría ser cosa
de atrib u ir al azar la m enor función institucio­
nal. En asuntos serios, parece inadm isible so­
m eterse a su decisión. La opinión unánim e ad ­
m ite como evidencia, que no so p o rta siquiera
la discusión, que el trabajo, çl m érito, la com ­
petencia y no el capricho del juego de dados
son los fundam entos tan to de la justicia necesa­
ria corno del feliz desarrollo de la vida colectiva.
En consecuencia, el tra b a jo suele considerarse
como única fuente honorable de ingresos. La
herencia, surgida a su vez del aleo fundam en­
tal del nacim iento, es discutida, a vcccs abo­
lida y la m ayoría de las veces som etida a im ­
portantes retenciones, cuyo p roducto aprove­
cha la sociedad entera. En cuanto al dinero ga­
nado en el juego o en la lotería, en principio no
debe co n stitu ir sino un com plem ento o un lujo,
que se agrega al salario o a los honorarios re­
cibidos regularm ente p o r el ju g ad o r como retri-

261
burión a su actividad profesional. O btener entera
o principalm ente la subsistencia de la suerte,
del azar, es considerado casi por lodo el m un­
do com o sospechoso e inm oral, si no es que
com o deshonroso y, en todo caso, com o asocial.

E l ideal com unista d e la adm inistración de las


sociedades lleva esc principio al extrem o. Se
puede d iscu tir si en la repartición del ingreso
del E stado es conveniente d a r a cada cual se­
gún sus m éritos o sus necesidades, pero es segu­
ro que no p odría concedérsele n ad a según su
nacim iento o según su suerte. Y es que no
debem os bu rlarn o s ni de la igualdad ni del
esfuerzo. FJ trab ajo desarrollado es la medida
de la justicia.
Dc lo cual se sigue que un regim en dc inspi­
ración socialista o com unista es proclive por su
naturaleza a apoyarse enteram ente en el avpn:
al hacerlo, satisface sus principios de equidad
ab strac ta y, al m ism o tiem po, m ediante la m e­
jo r utilización posible de las capacidades y de
las com petencias, piensa estim u lar dc m anera
racional, y por tanto eficaz, esa producción ace­
lerada de los bienes, en la que ve su vocación
principal, si no es que exclusiva. Todo el pro­
blem a consiste en saber entonces si la cabal
elim inación de la esperanza dc una suerte gran­
diosa. fuera dc serie, irreg u lar y mágica es pro­
ductiva en lo económ ico o si, reprim iendo ese
instinto, el E stado no se priva de una fuente
generosa e insustituible de ingresos transfor­
m ables en energía.
En Brasil, donde el fuego es rey, el ah o rro es
262
muy exiguo. Es el país do la especulación y de
Ja suerte. En la URSS, los juegos de azar son
prohibidos y perseguidos, m ientras que se alien­
ta vivamente el ahorro, a fin de p erm itir la am ­
pliación del m ercado interno. Se tra ta de im ­
pulsar a los obreros a econom izar lo suficiente
para poder com prar automóviles, refrigeradores,
aparatos de televisión y todo aquello que p e r­
m ite el desarrollo d e la industria. En cuales­
quiera de sus form as, la lotería se considera
inm oral. Y es tanto más significativo com probar
que, prohibiéndola en lo privado, el E stado pre­
cisam ente la ha agregado al propio ahorro.
En la Rusia soviética existen alrededor de
cincuenta mil cajas de ahorros, donde la suma
de los depósitos alcanza los cincuenta mil m i­
llones de rublos. Esos depósitos producen el
tres p o r ciento, cuando no son retirados de la
cuenta al menos d u ran te seis meses, y el dos
p o r ciento en caso contrario. Pero, si el depo­
sitante lo desea, puede renunciar al interés pre­
visto y p articip ar en un sorteo en que, dos ve­
ces al año. prem ios que varían según el m onto
de las sum as consignadas ofrecen una recom ­
pensa inicua a veinticinco ganadores sin mérito
p o r cada mil participantes en esc extraño ν m o­
desto resurgim iento del atea en una econom ía
concebida para excluirlo. Aún más, los p résta­
l o s de Estado, que d u ran te m ucho tiem po todo
asalariado prácticam ente fue obligado a suscri­
bir. incluían prim as cuya totalidad representaba
el dos por ciento del capital disponible que se
recuperaba d e ese modo. Para el préstam o de
1954. esas prim as consistían en prem ios de cua-

263
trecientos a cincuenta mil rublos distribuidos
en cien mil series de cincuenta obligaciones cada
una. E n tre esas series, cuarenta y dos se sor­
teaban y ludas las obligaciones que las com­
ponían ganaban un prem io m ínim o de cuatro­
cientos rublos. Luego se procedía al sorteo de
los prem ios m ás im portantes, veinticuatro de los
cuales eran de diez mil rublos, cinco de veinti­
cinco mil y dos de cincuenta mil,** que equiva­
lían respectivam ente al cam bio oficial, p o r lo
dem ás sobrevaluado, a prem ios d e uno. de dos
y medio y d e cinco m illones de francos.

Sin duda es ta n ta la tenaz seducción de la suer­


te, que los sistem as económ icos que p o r su na­
turaleza m ás la detestan deben, a p esar de
todo, perm itirle un lugar, cierto es que re strin ­
gido, disfrazado y com o vergonzoso. En efecto, lo
a rb itrario de la su erte sigue siendo la con­
trap a rtid a necesaria de la com petencia regla­
m entada. É sta establece sin discusión posible el
triunfo decisivo de toda superioridad conm en­
surable. La perspectiva de un favor inm erecido
reconforta al vencido y le deja una ú ltim a espe­
ranza. Ha sido deshecho en una lucha leal. Para
explicar su fracaso no podría ad u cir ninguna
injusticia. Las condiciones de partida eran las
m ism as para todos. No puede echarle la culpa
sino a su sola incapacidad. No le quedaría ya
nada p o r esp erar si, p ara eq u ilib rar su humi-
, J Cf. Gunnar Franzé», "fx-s Banques ct Vfiparznc en
U.R.S5/'. en Eyarznr. du Monde, A m sterdam . 1956,
n u n i. 5, p p . I9M 97. to m a d o de Svcrwfc S p u r b a t i k s t ids
k tift . Estocolmo. 1956, nüra. 6.

264
Ilación, no contara con la com pensación, p o r lo
dem ás infinitam ente im probable, dc una sonrisa
gratuita de las potencias fantásticas de la sucr-
te, inaccesibles, ciegas c im placables, pero que,
p o r fortuna, desconocen la justicia.

265
II. I)K LA PEDAGOGIA A LAS
M ATEMATICAS

E). m u n d o dc los juegos es can variado y tan


com plejo que existen m uchas m aneras de abor­
d a r su estudio. La psicología, la .sociología, la
historia anecdótica, la pedagogía y las m atem á­
ticas com parten un cam po cuya unidad acaba
por no ser ya perceptible. O bras com o Homo
Indens de Huizinga, el J a i d c l'cnfant [Juego
del niñoj de Jean Château y Theory o f Ga?ne$
and Econom ic Behavior [Teoría de los juegos y
del com portam iento económ ico] dc Neumann
y M orgenstern no sólo no se dirigen a los mis­
m os lectores sino que parecen no tra ta r de un
mismo tema. Finalm ente, cabe preguntarse en
qué m edida se aprovechan las facilidades o las
contingencias del vocabulario al co n tin u ar ima­
ginando que investigaciones diferentes y casi
incom patibles conciernen en el fondo a una mis­
ma actividad específica. Se llega a d u d ar que
algunas características com unes perm itan defi­
n ir el juego y que, en consecuencia, éste puedi»
ser legítim am ente o b je to de un trab ajo general.
Si en la experiencia corriente el terreno del
juego conserva a p esar d e todo su autonom ía,
a todas luccs la ha perdido para la investigación
especializada. No sólo se tra ta de enfoques dis­
tintos, debidos a la diversidad dc las disciplinas.
266
Son (an heterogéneos los elem entos que cada
vez se estudian con el nom bre de juegos que se
ve un o llevado a su p o n er que la palabra juego
tal vez sea un sim ple señuelo que, p o r su gene­
ralidad engañosa, m antiene ilusiones tenaces so­
b re el parentesco supuesto de conductas dis­
pares.
No está exento de interés m o stra r qué p ro ­
cedim ientos y a veces qué azares desem bocaron
en un fraccionam iento tan paradójico. Λ decir
verdad, desde un principio em pieza la extraña
distribución. Quien juega al burro, al dom inó o
a la com eta, salve que juega en los tres casos:
pero sólo los psicólogos infantiles se interesan
por el b u rro (o p o r las barras o las canicas),
sólo los sociólogos p o r la corneta y sólo los m a­
tem áticos p o r el dom inó (p o r la ruleta o p o r el
póquer). Me parece norm al que estos últim os
no se interesen p o r Ja gallina ciega o p o r el
pillapilla, que no se p restan a las ecuaciones;
com prendo ya m enos que Jean Chíiteau desco­
nozca el dom inó y la com eta; pero en vano me
pregunto por qué los historiadores y los so­
ciólogos se niegan verdaderam ente al estudio de
los juegos de azar. Para ser m ás exactos, aun­
que en este últim o caso 110 veo bien la razón que
justifica esc ostracism o, en cam bio sospecho
fácilm ente los m otivos que lo han producido.
Como hem os de ver, en gran p arte obedecen a
los prejuicios —biológicos o pedagógicos— de los
-sabios que se interesan p o r el estudio de los jue-
gOs. Si se deja al margen Ir» historia anecdótica,
que p o r lo dem ás tra ta de los juguetes m ás que
d e los juegos, el estudio de éstos se beneficia
as( como los trab ajo s de disciplinas indepen­
dientes. sobre todo de la psicología y de las ma­
tem áticas, cuyas contribuciones principales es
conveniente exam inar una a una.

1 . A n á l i s i s p s i c o p e d a o ó g io o s

Schiller seguram ente fue uno de los prim eros,


si no es que el prim ero, que subrayó la im ­
portancia excepcional del juego para la historia
de la cultura. En la décim a qu in ta de sus Carias
sobre la education estética del hom bre, escri­
be: ''D e una vez p o r todas y para concluir, el
hom bre sólo juega cuando es hom bre en sen*
rido cabal y sólo es hom bre cabal cuando jue
ga." Más aún, en el mismo rexto, Schiller im a­
gina ya que de los juegos sea posible obtener
una especie de diagnóstico que caracterice las
diferentes culturas. Estim o que com parando Mlas
carreras de Londres, las corridas de toros de
M adrid, los espectáculos del París de antaño,
las rvgatas d e Venccia, las peleas de anim ales
de Vicna y la vida alegre del Corso en Roma",
no debe ser difícil determ inar "los m atices en
el gusto de esos distintos pueblos".1
Pero, ocupado en sacar del juego la esencia
del arte, pasa adelante y se contenta asi con
presentir la sociología de los juegos que deja
entrever su frase. Pero no im porta. No por
1 Briefen Uber ästheilchc Erziehung des Menschcu.
trad , francesa cn Fr. v. Srhillcr. Onuvrcs, tom o VIH.
"E sthétique". Poris. 1862. Véanse tam bién las carta.> H.
16. 20. 26 y 27.
268
ello se ha dejado de p lan tear el problem a ni de
tom ar al juego en serio. Schiller insiste en la
alegre exuberancia del ju g ad o r y en la libertad
que constantem ente se deja a su elección. El
juego y el a rte nacen de un exceso de energía
vital, del que el hom bre o el niño no precisan
p ara la satisfacción de sus necesidades inm e­
diatas y que entonces hacen servir p ara la im i­
tación gratuita y placentera de com portam ientos
reales. ''Los saltos desordenados de alegría se
constituyen en danza.” De uhi Spencer: "E l jue­
go es una dram atizactón de la actividad de los
adultos." Y W undt, erróneam ente, m ás decidido
y más tajante: "E l juego es el niño del trabajo.
No hay form a de juego que no tenga un modelo
en alguna ocupación seria, m odelo que tam bién
le es anterior." (F.thik. 1S86, p. 145.) La receta
corrió con suerte. Seducidos p o r ella, etnógrafos
e historiadores se aplicaron con desigual éxito a
m o strar en los juegos d e niños las superviven­
cias de alguna práctica religiosa o mágica caída
en desuso.
La idea d e la libertad, d e la gratuidad del jue­
go, fue retornada p o r Karl Groos en su obra Die
Spiele der Tiere (Jena. 1896). El a u to r distin­
gue esencialm ente en el juego la alegría de ser
y de seguir siendo causa. Lo explica mediante
el poder de in terru m p ir en cualquier m om ento
y con tuda libertad la actividad em pezada. Jx>
define en fin com o una em presa pura, sin pa­
sado ni porvenir, ab straíd a de la presión y de
las coerciones del mundo. F.l juego e s una crea­
ción de la que el ju g ad o r es am or y señor. Des­
ligado de la severa realidad, aparece com o un

269
universo que se tiene a sí m ism o p o r fin y que a) del ap arato sensorial (experim entación del
sólo existe m ientras y en la m edida en que se tacto, de la tem peratura, del gusto, del olfato,
le acepta voluntariam ente. Sólo quef com o Groos del oído, de los colores, de las form as, de los
estudia en p rim er térm ino los aním ales (aun­ movimientos, etc.); b) del ap arato m otor ((an­
que pensando ya en el h o m b re), cuando después teo. destrucción y análisis, construcción y sín­
pasó varios años estudiando los juegos hum a­ tesis, juegos de paciencia, lanzam iento simple,
nos (Die Spiele der M enschen, Jena, 1889). se lanzam iento para golpear o em pujar, im pulso
vio llevado a in sistir en sus aspectos in stin ti­ para hacer rodar, g ira r o resbalar, lan zar hacia
vos y espontáneos y a descuidar las com bina­ un blanco, a tra p a r objetos en m ovim iento);
ciones puram ente intelectuales de las que con­ c) dc la inteligencia, del sentim iento y dc la vo­
sisten en muchos casos. luntad (juegos de reconocim iento, de la m em o­
Más todavía, tam bién él concibió los juegos ria. dc la im aginación, de la atención, de la
del anima) joven com o una especie de alegre razón, de la sorpresa, del miedo, etc.). Luego
entrenam iento para su vida adulta. Por una ex­ pasa a las tendencias que él llam a de segundo
trao rd in aria paradoja. Groos pasó de allí a vel­ grado, las que se derivan del instinto de lucha,
en el juego la razón de ser de la juventud: "Los del instinto sexual o del instinto de Imitación.
anim ales no juegan porque sean jóvenes, sino Esc variado rep erto rio m uestra m aravillosa­
que son jóvenes porque deben j u g a r / '1 En con­ m ente cóm o todas las sensaciones o las em o­
secuencia, tra ró de d em o strar cómo la actividad ciones que el hom bre puede tener, cóm o todos
del juego asegura a los anim ales jóvenes una los adem anes que puede hacer, cóm o todas las
m ayor destreza para perseguir a sus presas o operaciones m entales que es capaz dc efectuar,
para escapar dc sus enemigos, así como los acos­ dan origen a juegos, pero no arro ja ninguna
tu m b ra a luchar entre sí en previsión del m o­ luz sobre éstos, no inform a ni sobre su natura·
m ento en que la rivalidad p o r la posesión de la leza ni sobre su estru ctu ra. Groos no se preocu­
hem bra los opondrá en verdad. Dc lo cual ob­ pa p o r agruparlos segón sus afinidades propias
tuvo una ingeniosa clasificación de los juegos, y no parece darse cuenta de que en su mayoría
bastante ad ap tad a a su objeto, pero que por participan en varios sentidos o en varias fun­
desgracia tuvo com o prim era consecuencia des­ ciones a la vez. En el fondo, se contenta con
viar hacia una distribución paralela el estudio rep artirlo s según el índice de los tratados dc
de los juegos hum anos que em prendió en se­ psicología acreditados en su época o, antes bien,
guida. Distingue entonces la actividad del juego: se lim ita a m o strar cóm o los sentidos ν las fa­
cultades del hom bre im plican tam bién un modo
* pin Spiele. der Tiere, trad, francesa, te s Jeux des de acción desinteresado, sin unidad inmediata
Animaux. Paris. 1902. pp. V y 62-69. y que, p o r ese hecho, pertenece al terreno del
juego y sirve únicam ente para p rep arar al in­
dividuo en su s larcas futuras. De nuevo, ios Chateau sólo tra ta n de los juegos infantiles,4 y
juegos de azar se ven elim inados, sin que el aún h ab ría que p recisar que de los juegos de
au to r sospeche siquiera que los deja a un lado. ciertos niños del oeste de Europa en la prim era
Por una p arte, no los ha encontrado entre los mitad del siglo xx y sobre todo de los juegos
anim ales y, p o r la o tra, no existe tarca seria que esos niños juegan en la escuela d u ran te el
para la cual preparen. recreo. Se com prende entonces que una especie
de fatalidad sigue haciendo a un lado a los ju e ­
Tras la lectura de las obras de K arl Groos, se gos de a ra r, que desde luego no son alentados
podría seguir ignorando, o poco faltaría para por los educadores. Sin em bargo, incluso si se
ello, que un juego con frecuencia im plica, tal dejan al m argen los dados, la perinola, el dom i­
vez necesariam ente, reglas e incluso reglas de nó y la baraja, que Jean Château descarta como
una naturaleza muy p a rtic u la r arb itrarias, im ­ juegos de adultos, en que los niños sólo se ve­
periosas y válidas en un tiem po y d entro de un rían arrastrad o s a ju g a r p o r su fam ilia, quedan
espacio determ inados de antem ano. Recordamos
que el m érito de J. Huizinga consiste en haber 4 También los juegos complejos de los adultos han
insistido en esta últim a característica y en ha llamado la atención de los psicólogo*. En particular,
existen numerosos estudios sobre la psicología de los
b c r dem ostrado su excepcional fertilidad para campixmex de ajedrez. En cuanto al fútbol, es conve­
el desarrollo d e la cultura. Antes de él, en d o s niente citar los análisis de G. T. W. Patrick (1903),
conferencias dictadas en 1930 en e! Instituto M. G. Hartgenbusch (1926), R. W. Pickford (1940) y
Jean-.íacques Rousseau de Ginebra, Jean Piapct •V1. Merleau-Ponty (en La Structure du Comportement,
había insistido m ucho en la oposición de los 1942). Las conclusiones se discuten en el estudio de
F. J. J. Buytendijk, Le Football, París. 1952. Como aque­
juegos de ficción y de los juegos con reglas llos dedicados a la psicología de los jugadores de aje­
para el niño. Por o tra parte, se recuerda la im­ drez (que explican por ejemplo que éstos perciben en
portancia que con toda razón atribuye Piapet el alfil y la torre no figuras determinadas; sino una
al respeto de la regla del juego p o r p arte efe! futría oblicua u una fuerza rectilínea), los trabajos an­
teriores Informan sobre el comportamiento de un Ju­
niño para la form ación m oral de éste. gador tal como lo determina el Juego, pero no sobre
Pues bien, una vez más ni Piaget ni Huizinga la naturaleza del propio juego. Desde ese punto de vista,
dan ninguna cabida a los juegos de azar, que es considerablemente más instructivo el sustancial ar­
tam bién son excluidos de las adm irables inves­ ticulo de Rcnel Denney y David Ríesman, Football :n
tigaciones de Jean Château.’ Cierto, Piagct y America (traducido en Profils, núm. 13, otoño de 1955,
Pp. 5-32). F.se trabajo demuestra sobre todo cómo de
1 lx R M et i'Imaginaire dans le Jeu de VEnfant» una falta adaptada a nuevas necesidades o a un nuevo
Paris. 2e odklôn, 1955; Jx Jeu de J'Enfant, Introduction medio puede surgir (c incluso necesariamente termina
a la P/utano^e. nueva edición niimonlndn, Paris, 1955. Por surgir) una nueva regla y por consiguiente un
nuevo Juego.
272
los juegos de canicas, que no siem pre son jue­ guna. Pasando por alto deliberadam ente los ju e­
gos d e habilidad. gos de a /a r, resuelve por om isión un im portante
En efecto, las canicas tienen como particula­ problem a, a sab er si el niño es o no sensible a
ridad ser a la vez instrum ento y objeto de la atracción d e la suerte o si juega poco a los
apuesta. Los jugadores las ganan o las pierden. juegos de azar en la escuela sim ple y sencilla­
Asi. rápidam ente se constituyen en verdadera m ente porque en realidad esos juegos no se to­
m oneda. Se cam bian p o r golosinas, por cortaplu· leran en ella. Por mi p arte, la respuesta no
mas. por re so rreras/ por silbatos, p o r artículos deja lugar a dudas: el niño muy pronto es sen­
escolares, por una ayuda en las tareas, por al­ sible a la suerte.1 Queda p o r d eterm in a r a p a r­
gún favor dispensado, p o r Coda clase de p resta­ tir de que edad y cóm o se adapta al veredicto
ciones tarifadas. Las canicas incluso tienen un de la fortuna, inicuo en sí, con el vivísimo y
valor diferente según sean de acero, de b arro , de- quisquilloso sentim iento de justicia que no es
piedra o de vidrio. Ahora bien, suele suceder o tro sino el suyo.
que los niños las apuesten en d istin to s juegos La aspiración d e Jean Château es a la vez
de pares o nones, de! tipo de la morra que, genética y pedagógica: antes que nada se in te­
a escala infantil, dan ocasión a verdaderos des resa p o r las épocas de surgim iento y de desarro­
plazam ientos de fo rtu n a. El au to r cita cuando llo de cada tipo de juego. Al m ism o tiem po in­
menos un o d e esos juegos," lo que no le im pide tenta d eterm in ar la aportación pasiva de las
elim inar casi com pletam ente el azar, es dccir diferentes clases de juegos. T rata de d em ostrar
el riesgo, el alea, Ja apuesta, com o resorte del en qué m edida contribuyen a form ar la perso­
juego en el niño, a fin de insistir m ejor en el nalidad del fu tu ro adulto. Desde esc punto de
cará cter esencialm ente activo del placer que vista, no le es difícil dem ostrar, contra Karl
éste siente al jugar. Groos, que el juego es una prueba más que un
Ese prejuicio no tendría consecuencias negati­ ejercicio. El niño no se entrena para una tarea
vas si Jean Château no hubiera intentado, al definida. Gracias al juego adquiere una m ayor
final de su obra, una clasificación de los ju e­ capacidad para salv ar obstáculos o hacer fren-
gos que de esc modo adolece de una grave la r No citaré sino un ejemplo: el éxito de las Injerías
tiragomas están ausentes de los trabajos de en miniatura que. en los alredcdoies de las escuelas, se
Château, quien tal vez los confiscaba en vez de obser­ ve a las confiterías proponer a los alumnos a la salida
var la psicología de su funcionamiento. Ιλ% niños c* de clases. Por un preciu invariable, lo* niíSos ¿acan ol
tudíados por Château también desconocen el criquet y azar un billete donde figura el númem de la golosina
la cometa, que exigen espurio y accesorios, y son niños ganada. Inútil decir que el comerciante relrasn todo
que no se disfrazan. Uno vez más, es que sólo fueron lo posible et momento en que mc/clo a los demás el
observados dentro de los Incale* escolares. billete correspondiente al dulce incitante que constituye
•£ e Jr.u de l'enfant, pp. 18-22. el premio mayor.
274 275
te a las dificultades. Así, nada cu la vida re­
cuerda cl juego dc prendas, p ero es provechoso
poseer reflejos a la vez rápidos y controlados.
Dc m anera general, el juego aparece como
educación, sin ningún fin determ inado de ante­
m ano. del cuerpo, del carácter o d c la inteli­
gencia. Desde esc p unto de vista, cu an to m ás se
aleja el juego de la realidad m ayor es su valor
educativo. Pues no enseña recetas, sino desarro­
lla aptitudes.
Ahora bien, los juegos de puro azar no des­
arrollan en el jugador, quien perm anece en esen­
cia pasivo, ninguna ap titu d física o intelectual.
Y fácilm ente se temen sus consecuencias para
la m oral, pues ap artan del trab ajo y del esfuer­
zo, haciendo b rillar la esperanza dc una ganan­
cia súbita y considerable. Ésa es —si se quie­
re— una razón p ara suprim irlos de las escuelas
(pero no para una clasificación).

P or o tra parte, me pregunto si no hay m otivo


para llevar el razonam iento al extrem o. El jue­
go sólo p o r añadidura es ejercicio, prueba o
hazaña. Las facultades que desarrolla desde lue­
go se benefician con esc entrenam iento suple­
m entario, que adem ás es libre, intenso, placen­
tero, inventivo y protegido. Pero el juego nunca
tiene como función propia d esarrollar una capa­
cidad. La finalidad del juego es el juego mismo.
Y aun asi. las aptitudes que ejercita son las
mismas que tam bién sirven p ara el estudio y
para Ins actividades serias del adulto. Si es as
capacidades están adorm ecidas o son insuficien­
tes, el niño, a la vez no sabe estu d iar ni sabe

276
jugar, pues entonces no sabe, ni ad ap tarse a
una nueva situación, ni fija r su atención, ni so­
m eterse a una disciplina. Las observaciones de
A. B ra u n e r0 son dc lo m ás convincente al res­
pecto. El juego no es en absoluto un refugio
p ara deficientes o anorm ales. No los repele me­
nos que el trab ajo . Esos niños o esos adoles­
centes desam parados se m uestran incapaces de
dedicarse con cierta continuidad o aplicación
ta n to a una actividad de juego com o a un ap ren ­
dizaje real. Para ellos, el juego se reduce a una
simple prolongación ocasiona) del movimiento,
a un p u ro im pulso sin co n tro l n i m edida ni
inteligencia (a em p u jar la canica o el balón con
los que o tro s juegan, a estorbar, a p ertu rb ar, a
em pujar, etc.). El m om ento en que el educador
logra inculcarles el respeto a la regla o, me­
jo r aún, el gusto de inventar, es el de su cu­
ración.
No hay duda de que el gusto p o r respetar
voluntariam ente una regla convenida es esen­
cial aquí. A decir verdad, luego de Jean Piaget,
Château reconoce a tal p unto la im portancia
dc esc elem ento que, en una prim era aproxim a­
ción, distribuye los juegos en reglam entados y
no reglam entados. En esta segunda clase, con­
densa la investigación de Groos sin agregarle
nada inédito. En cuanto a los juegos reglam en­
tados, Château resulta ser guia m ucho m ás ins­
tructivo.

'A . B rauner, Poi4r en taire des hom m es, estudios


*obrts cl juego y el lenguaje en los niños inadaptados
*°ck lc s . P arís, S.A.B.R.I., 1956, pp. 1S-75.

277
La distinción que hacc en tre juegos figura­
tivos (im itación c ilusión), juegos objetivos
(construcción y trabajo) y juegos abstractos (de
regla a rb itraria, dc proeza y sobre todo de com ­
petencia) corresponde sin duda a la realidad.
Tam bién pueda adm itirse con Château que los
juegos figurativos desem bocan en el arte, que
los juegos objetivos anticipan el trab ajo y que los
juegos de com petencia prefiguran el deporte.
Château com pleta su clasificación con una
categoría que reúne los juegos dc com petencia
en que se necesita cierta cooperación, las dan­
zas y las cerem onias fingidas en que deben coor­
dinarse los movimientos dc los participantes.
Ese grupo no parece homogéneo y contradice
precisam ente el principio establecido con an te­
rioridad, que opone los juegos de ilusión a Jos
juegos reglam entados. Ju g ar a la lavandera, a
la tendera o al soldado, es siem pre una im pro­
visación. Im aginar que se es una enferm a, uno
panadera, un aviador o un vaquero, implica
una invención continua. Jugar a las b arras o al
pillapilla. p o r no hab lar del futbo!. de las dam as
0 del ajedrez, supone en cam bio el respeto a las
reglas precisas que perm iten determ inar al ven­
cedor. A grupar en un mismo rubro juegos de
representación y juegos de com petencia, por­
que unos y orros exigen cierta cooperación en­
tre los jugadores de un mismo cam po, en el
fondo sólo tiene com o causa la preocupación
de! autor p o r distinguir niveles lúdicros y es­
pecies de grupos de edad: en efecto, se tra ta ya
de una com plicación de los juegos dc simple ri­
validad, basados en la com petencia; ya de unfl
278
*i i * · ‘ tr i ( m í
com plicación sim étrica de los juegos figurativos,
basados en el sim ulacro.
Ambos’ tipos de com plicaciones tienen como
consecuencia la intervención del esp íritu de equi­
po, que obliga a los jugadores a cooperar, a
com binar sus m ovim ientos y a desem peñar una
función en una m aniobra de conjunto. Su p ro ­
funda sem ejanza no es menos m anifiestam ente
vertical. J. Château va cada vez de lo sencillo
a lo com plejo, porque antes que nada tra ta de
establecer estratificaciones que concuerdcn con
la edad de los niños. Pero é stas sólo com pli­
can, al m ism o tiem po, estru ctu ras que perm a­
necen independientes.
Los juegos figurativos y los juegos de com­
petencia corresponden de m anera b astan te exac­
ta a aquellos que yo he agrupado respectiva­
mente b ajo los térm inos m im icry y agon, en mi
clasificación. Ya he dicho por qué en el cuadro
de Jean Château no se m encionaban los ju e ­
gos de azar. Pero en él cuando menos se pueden
descubrir rastro s de juegos de vértigo b ajo el
nom bre de juegos de im pulso, con los ejem plos
siguientes: precipitarse p o r una pendiente, gri­
ta r a voz en cuello, g irar como trom po, co rrer
(hasta q u ed ar sin a l i e n t o ) C i e r t o es que. en

•Ooy los ejemplos citados cu el cuadro récapitulât ivu


<PP. 386-587). Ππ cambio, en el capítulo correspond iente
(pp. 1*1*217), el autor juega con tos dos mentidos de
*a palabra arrebato (conducta apasionada y cólera),
para estudiar sobre todo los desórdenes que se produ­
cen en el transcurso de un juego por exceso de en­
tusiasmo, de pasión o de Intensidad, o por simple
aceleración <!c ritmo. De ese modo, ct análisis define
esas conductas claram ente existen, si se quiere,
esbo7x>s de juegos de vértigo, pero, para m ere­
c e r en verdad el nom bre de juegos, ios juegos
de vértigo deben presentarse bajo aspectos más
precisos, m ejo r determ inados, m ejo r adaptados
a su propio fin, que es el de provocar una per­
turbación ligera, pasajera y p o r tanto agradable
de la percepción y del equilibrio: asi ocurre en
el tobogán, en el sube y baja o incluso en el
m aiz d e oro haitiano. A decir verdad, Château
hace alusión al sube y baja (p. 298), pero in­
terpretándolo com o un ejercicio de la voluntad
contra el miedo. Ciertam ente, el vértigo supo­
ne el m iedo o. m ejor dicho, un sentim iento de
pánico, pero éste atra e y fascina: es un placer.
Se trid a m enos de triu n far contra el miedo que
de sen tir voluptuosam ente un miedo, un esca­
lofrío y un estu p o r que de m om ento haceu per­
der el dom inio de sí.
De ese modo, los juegos de vértigo no reciben
m ejor tra to de los psicólogos que los juegos de
azar. Huizinga, quien reflexiona en los juegos
de adultos, no les concede la m enor atención.
Sin duda los desdeña porque no parece posible
atribuirles ningún valor jjcdagógico ni cultural.
De la invención y del respeto a las reglas, de
la com petencia leal. H uizinga saca la civiliza­
ción enterr. o poco m ás o menos, y Jean Châ­
teau lo esencial de las virtudes necesarias al
hom bre para form ar su personalidad, Nadie pone
en duda la fecundidad ética de la lucha limi-
una modalidad del juego o. antes bien, un peligro
que. en ciertos caso*, lo amenaza, pero no busca de­
terminar a i absoluto una categoría especifica de juegos.
280
tada y reglam entada y la fecundidad cultural
d e los juegos de ilusión. Pero la búsqueda del
vértigo y de la su erte tiene m ala reputación.
E sos juegos parecen estériles si no es que fu ­
nestos y m aculados p o r alguna oscura y conta­
giosa maldición. Se considera que destruyen las
costum bres. Según consenso general, la cultura
consiste más en defenderse co n tra su seducción
que eu aprovechar sus discutibles aportaciones.

2 . An á l i s i s m a t h m At ic o s

Im plícitam ente, los juegos de vértigo y los ju e­


gos de azar son puestos en cuarentena p o r los
sociólogos y los educadores. El estudio del vér­
tigo se abandona a los médicos y el cálculo de
las probabilidades a los m atem áticos.
Como investigaciones de un nuevo género,
estas ciertam ente son indispensables, pero ta n ­
to unas com o o tras desvian la atención de la
naturaleza del juego. El estudio del funciona­
m iento de los canales sem icirculares explica de
m anera im perfecta la boga del sube ν baja, del
tobogán, del esquí y de los ap arato s de vértigo
en los parques de atracciones, sin co n tar los
ejercicios de o tro orden pero que suponen el
m ism o juego con las m ism as fuerzas del páni­
co, como la danza de los derviches del Medio
O riente o el descenso en espiral de los volado­
res mexicanos. Por o tra p arte, el desarrollo del
cálculo de probabilidades no sustituye en a b ­
soluto a una sociología de las loterías, de los
casinos o de los hipódrom os. Los estudios ma·

281
tem áticos tam poco inform an sobre la psicología
del jugador, pues deben exam inar todas las res­
puestas posibles a una situación dada.
El cálculo sirve ora para d eterm in ar el m ar­
gen de seguridad de la banca, o ra p ara indicar
al ju g ad o r la m ejo r m an era de ju g a r o para
precisar a éste los riesgos que co rre en cada
caso. Se recordará que un problem a de ese tipo
había dado origen al cálculo de probabilidades.
El caballero de Márá había calculado que, en el
juego de dados, para una serie de veinticuatro
jugadas, no habiendo sino veintiuna com bina­
ciones posibles, el doble seis tenía m ás posi­
bilidades de salir que de no salir. Ahora bien, la
experiencia le dem ostraba lo contrario. E nton­
ces se dirigió a Pascal. De allí la larga corres­
pondencia d e éste con Ferm at, quien ab riría
un nuevo cam ino u las m atem áticas y perm itió
adem ás d em o strar a Mérc que, en efecto, cien­
tíficam ente había ventajas en ap o star co n tra la
aparición del doble seis en una serie de veinti­
cu atro jugadas.
Paralelam ente a sus trab ajo s sobre los juegos
de azar, los m atem áticos hace ya largo tiem po
em prendieron investigaciones de un tipo muy
distinto. A bordaron los cálculos de enum eración,
en que el azar no interviene en absoluto, pero
que pueden ser objeto de una teoría com pleta
ν generalizable. Sobre todo, se tra ta d e los m úl­
tiples rom pecabezas conocidos con el nom bre
de recreaciones m atem áticas. En más de una
ocasión, su estudio ha puesto a los sabios en ca­
m ino a descubrim ientos im portantes. Por ejem ­
plo, uno d e ellos es el problem a (no resuelto)
2S2
de los cuatro colores, el dc los puentes de Koc-
nigsberg, el de las tres casas y las tres fuentes
(insoluble sobre un plano, pero soluble en una
superficie cerrada com o la de un circulo) y el
del paseo de las quince señoritas. Algunos ju e­
gos tradicionales, com o los palillos y el rom pe­
cabezas de anillos se basan adem ás en dificul­
tades y com binaciones de la mism a especie, cuya
teoría se deriva de la topología, según fue cons­
tituida p o r Janircw ski a fines del siglo XIX. Re­
cientem ente, com binando el cálculo y la topo­
logía, algunos m atem áticos han fundado una
nueva ciencia, cuyas aplicaciones parveen d c lo
m ás variadas: la teoría de los juegos estraté­
gicos.”
E sta vez, s t trata dc juegos en que los ju ­
gadores son adversarios llam ados a defenderse.
es decir que, en cada situación sucesiva, deben
h accr una elección razonada y tom ar decisiones
apropiadas. Ese tipo dc juegos es adecuado para
serv ir de modelo a los problem as que se plan­
tean con frecuencia en los cam pos económico,
comercial, político o m ilitar. De allí ha nacido
la am bición dc p ro cu rar una solución necesaria
y científica, más allá dc toda controversia, a di­
ficultades concretas pero cuantificables al me­
n os de m anera aproxim ativa. Se empegó por las
situaciones m ás sencillas: c a ta o cruz, juego de
papel piedra-tijcras (el papel derro ta a la pie­
d ra envolviéndola, la piedra d erro ta a las tije­
ras rom piéndolas y las tijeras derro tan al papel
J. Von Neumann y O. Morgenstern, Theory υ/ Ga-
mes and Economic Behavior, Princclun. IW4; Claude
Bergt. Théorie de\ Jeua alternatifs. Pan's, 195?

283
cortándolo), póquer sim plificado al extrem o, due­
los de aviones, etc. En el cálculo se hicieron
e n tra r elem entos como la astucia y el b luff. Se
llamaba astucia Ma la perspicacia de un juga­
d o r para prever el com portam iento de sus ad ­
versarios" y b lu ff a Ja respuesta a esa astucia, es
decir, "ya al a rte de disim ular a (un) adver­
sario (nuestras) inform aciones, ya al de enga­
ñarlo respecto de (nuestras) intenciones, ya, en
fin, al de hacerlo su b estim ar (nuestra) habi­
lidad".11
Sin em bargo, subsiste una duda sobre el alcan­
ce práctico c incluso, fuera de las m atem áticas
puras, sobre lo bien fundado de sem ejantes es­
peculaciones. É stas se apoyan en dos postula­
dos indispensables p ara la deducción rigurosa
que. p o r hipótesis, nunca coinciden en el univer­
so continuo e infinito de la realidad: el p ri­
m ero, la posibilidad de una inform ación total,
quiero decir, que agote los elem entos útiles; el
segundo, la com petencia de adversarios cuyas
iniciativas se tom an siem pre con conocim iento
de causa y que supuestam ente escogen la m ejor
solución. Ahora bien, en realidad, por una parte
los elem entos útiles no se pueden enum erar a
priori y, p o r la o tra, no podría elim inarse en el
adversario el papel del error, del capricho, de
I3 inspiración boba, de cualquier decisión a r ­
b itraria e inexplicable, d e una superstición des­
cabellada c incluso de la voluntad deliberada
de perder, que no hay m otivo absoluto para
excluir del absurdo universo hum ano. MatemA­

11 C laude B erge.

284
ticam ente, esas anom alías no engendran ningu­
na nueva dificultad: rem iten a un caso anterior,
ya,resuelto. Pero, en e! aspecto hum ano y para
el jugador concreto no ocurre lo mismo, pues
todo el interés del juego reside precisam ente en
esa coincidencia inextricable de posibles.
Teóricam ente, en un duelo con pistola en que
los dos adversarios m archan u n o al encuentro
del otro, si se conocen el alcance y la precisión
de las arm as, la distancia, la visibilidad, la h a­
bilidad relativa de los tiradores, su sangre fría,
su nerviosism o y siem pre que esos diferentes
elem entos se supongan cuantificables, se podrá
calcular en que m om ento es preferible que cada
un o de ellos apriete el gatillo. Y aún así se trata
de una especulación aleatoria, en que los ele­
m entos se extralim itan p o r convención. Pero,
en la práctica, es claro que el cálculo resulta
imposible, pues exige el análisis com pleto de
una situación inagotable. Uno de los adversarios
puede ser miope o padecer astigm atism o. Pue­
de ser distraído o neurasténico, puede picarle
una avispa, hacerle trastab illar una raíz. En fin,
puede tener deseos de m orir. El análisis nunca
tra ta sino de una especie de esqueleto de p ro ­
blem a; el razonam iento es falso en cuanto éste
recobra su com plejidad original.
En algunas grandes tiendas norteam ericanos,
en época de baratas, se venden artículos sacri­
ficados el prim er día con una rebaja del 20%
sobre precio m arcado; el segundo día. del 30% y
el tercer dio del 50%. Cuanto m ás espera el
cliente, m ás ventajosa es la com pra. Pero su
Posibilidad de elección dism inuye al m ism o tiem-
po y el artículo dc su agrado puede írsele. En
principio, si se logran lim itar los elem entos que
entran en juego, se puede calcular qué día es
m ejor co m p rar tal o cual articulo, según se le
considere m ás o menos deseado. Sin em barga,
es posible que cad a cliente haga sus com pras de
acuerdo con su carácter: sin esperar, si quiere
antes que nada aseg u rar el objeto deseado; ni
últim o m om ento si tra ta dc g astar lo menos
posible.
Allí reside y persiste el irreductible elemento
dc juego que las m atem áticas no captan, pues
nunca son m ás que álgebra sobre el juego. Cuan­
do por im posibilidad se constituyen en álgebra
del juego, el juego al p unto se ve estropeado.
Pues no se juega para g an ar con seguridad. El
placer del juego es inseparable del riesgo dc
perder. Cada vez que la reflexión com binatorio
(en que consiste la ciencia de los juegos) logra
la teoría de una situación, el interés p o r ju g ar
desaparece con la incertidum brc del resultado.
Se conoce el desenlace de todas las variantes.
Ningún jugador ignora adonde conducen las
consecuencias de cada una d e las jugadas conce­
bibles ni las consecuencias de sus consecuencias.
E n la b araja, la partid a term ina cuando ya no
hay incertidum brc sobre las cartas por ganar o
p o r perder, y cada jugador m uestra sil juego. En
ajedrez, el ju g ad o r consciente abandona la p a r­
tida en cuanto se da cuenta de que la situación
o la relación de fuerzas lo condena a una derro ­
ta ineluctable. En los juegos que les apasionan,
los negros dc Africa calculan el desarrollo dc
m anera tan exacta com o Neum ann y Morgen-

2β6
stern p ara estructu ras que sin duda exigen un
aparato m atem ático singularm ente m ás comple­
jo, pero que ellos no abordan de o tro modo.
En Sudán, e-s muy popular el juego del bolo-
tudtí, sem ejante al molino. Se juega con doce
palitos y doce guijarro s, que cada ju g ad o r pone
sucesivam ente en trein ta casillas dispuestas en
cinco filas de seis. Cada vez que uno de los ju­
gadores logra colocar tres de sus peones en linea
recta, le "com e" uno al adversario. Los cam ­
peones conocen jugadas que les pertenecen y que,
form ando parte de la herencia fam iliar, se tran s­
miten de padres a hijos. La disposición inicial
de los peones tiene gran im portancia. Las com ­
binaciones posibles no son infinitas. Así. un ju ­
gador experim entado con frecuencia detiene la
partida reconociéndose virtualm ente derrotado
m ucho antes de que su derro ta sea evidente
para el profano.12 Sabe que su adversario debe
derro tarlo y el modo en que procederá para
lograrlo. Nadie siente un gran placer aprove­
chándose d e la inexperiencia de un jugador me­
diocre. Por el contrarío , se a rd e en deseos de
enseñarle la m aniobra invencible, si la desconoce.
Pues el juego es an tes que nada dem ostración
de superioridad y el placer nace de m edir
fuerzas.
Las teorías m atem áticas que buscan determ i­
n a r con seguridad, en todas las situaciones po­
sibles. la pieza que es conveniente m over o la
carta que es ventajoso destapar, lejos de favo-

’’ A . P r o x i. “Jctix dan«; te M o n d e n o ir", Monde


noir, n ú m s. 8-9 de Présence africaine, pp. 241-24$.

287
recer cl espíritu de juego lo estropean, abolien­
do su rozón de ser. El lobo, que se juega en el
tablero ordinario de sesenta y cu atro casillas
con un peón negro y cu atro peones blancos,
es un juego simple cuyas com binaciones posi­
bles se pueden enum erar fácilmente. Su teoría es
sencilla. Las ovejas (los cu atro peones blan­
cos) necesariam ente deben ganar. ¿Qué placer
puede seguir experim entando al ju g a r al toho el
ju g ad o r que conoce esa teoría? D estructivos
desde el m om ento en que son perfectos, esos
análisis tam bién existen para otros juegos, por
ejem plo, p ara los palillos y el juego de anillos,
que m encionaba yo antes.
No es verosímil, pero sí posible y tal vez sea
teóricam ente obligatorio, que exista una p arti­
d a de ajedrez absoluta, es decir, tal que, de la
prim era a la últim a jugada, ninguna respuesta
resulte eficaz, p o r verse siem pre la m ejo r de
ellas neutralizada d e m anera autom ática. No
queda fuera de las hipótesis razonables que, ago­
tando todas las bifurcaciones concebibles, una
m áquina electrónica determ ine esa partid a ideal.
Entonces no se ju g ará más al ajedrez. Por sí
solo, el hecho de m over prim ero traerá consigo
el triunfo o quizás la p erdida 11 de la partida.
El análisis m atem ático de los juegos aparece
así como una parte de las m atem áticas, que
con los juegos tiene tan sólo una relación cir­
cunstancial. Existiría incluso si los juegos no
existieran. Puede y debe desarrollarse fuera de
**Por lo general «.· admite, aunque no se demuestre,
que la ventaja de la salida constituye una ventaja
re a l.

288
ellos, inventando a placer situaciones y reglas
cada vez m ás com plejas. Pero no podría tener
la m enor repercusión en lo naturaleza misma
del juego. En efecto, o bien el análisis desem ­
boca en una certidum bre y el juego pierde su
interés, o bien determ ina un coeficiente de p ro ­
babilidad y tan sólo conduce a p ro cu rar una
apreciación m ás racional de un riesgo que el ju ­
gador asum e o no asum e, de acuerdo con su
naturaleza pruden te o tem eraria.

El juego es un fenómeno total. Se interesa por


el co njunto de las actividades y de las ambicio­
nes hum anas. Así, muy pocas disciplinas hay
—d e la pedagogía a las m atem áticas, pasando
p o r la historia y la sociología— que no puedan
estudiarlo fructíferam ente en algún aspecto. Sin
em bargo, sea cual fuere el valor histórico o
p ráctico de los resultados obtenidos en cada
perspectiva particular, esos resultados queda­
rían privados de su significación y de su verda­
dero alcance si no se leyeran p o r referencia al
problem a central que plantea el universo indi­
visible de los juegos, de donde tom an antes que
nada el interés que pudieran ofrecer.
Capítulo II
CLASIFICACION

P. 54. Mimicry entre los insectos. Reproduzco


aquí algunos de los ejemplos citados en mi obra te
Mythe et VHomnte [El mito y cl hombre] (pági­
nas 10ÍM16).
"Para protegerse, un animal inofensivo adopta
Ja apariencia de un animal temible, por ejemplo la
mariposa apiforme Trochiüum y la avispa yespa
Crabro: mismus alas ahumadas, mismas patas y
antenas pardas, mismos abdómenes y tórax con ra­
yas amarillas y negras, mismo vuelo seguro y rui­
doso a pleno sol. En ocasiones, el anima! mimético
va más lejos; así ocurre con la oruga del Choero-
campa Elpenor que, en los segmentos cuarto y
quinto, presenta dos manchas aculiformes rodeadas
de negro; al inquietársele, contrae sus anillos an­
teriores; el cuarto se hincha marcadamente; el efec­
to obtenido sería el de una cabeza de serpiente
capaz de engañar a lagartijas y pájaros pequeños,
asustados por esa súbita aparición.1 Seaiín Wcis-
mann,1 cunntlo está en peligro, la Smerinthus occ*
Mata, que en reposo oculta sus alas inferiores como
todas las Esfinges, las muestra bruscamente con
sus dos grandes 'ojos' azules sobre fondo rojo
que asustan de pronto al agresor* Ese acto se
1 L Citénot, t/x y.cntec des espèces animales, Parts,
1911: pp. 470 y 473.
* Vorträge iibtr üeicendenztheorie. t. I. pp. 78*79.
*Esa aterradora transformación es automática. Se la

293
acompaña de una espede de i ranee. En reposo,
el animal semeja dos hojas deshiladas y secas. Cuan­
do se te perturba, se aforra a su soporte, despliega
sus antenas, hincha el tórax, mete la cabeza y exa­
gera la combadura de su abdomen, mientras que
todo su cuerpo vibra y se estremecí:. Pasado el
acceso, el animal lentamente vuelve a la inmovili-
lidad. Algunas experiencias de Standfuss han de
mostrado Ja eficacia de ese comportamiento; se
asustan el paro, el petirrojo y eJ ruiseñor común,
aunque no así el ruiseñor gris.' En efecto, con las
alas desplegadas, la mariposa semeja la cabeza de
una enorme ave de presa. El ejemplo más claro
en ese p.éncro es el de la mariposa Caligo de las
selvas brasileñas, que Vignon describe de esta ma
ncra: 'Hay una mancha brillante rodeada de un
círculo palpebral, luego filos circulares e imbri­
cadas de plumitas radiales de aspecto adamasca­
do, que imitan a la perfección el plumaje de una
lechuza, mientras que el cuerpo de la mariposa co­
rresponde al pico do la misma ave. La semejanza
es tan sorprendente que los indígenas del Brasil la

puede comparar con los reflejos cutáneos, que no siem


pre tienden a un cambio de color destinado a disimular
a! animal, sino que a veccs llegan û darle un aspecto
aterrador. IJn cato ante un perro eriza sus pelos, de
suerte que. por estar aterrorizado se hace aterrador.
Le Dantec, quien hace esa observación (Lamarckicns rt
Darwiniens. París. 1908, p. 139), explica así en et honv
bre el fenómeno conocido con cl nombre de carne de
gallina, que se produce vobre todo en caso de un gran
terror. Hecho inoperante por la atrofia «leí sistema pi­
loso. no por ello ha dejado de subsistir
4 Cf. Standiuxx. "Beispiel von Schutz und Trut/far
bung", Λf/n. Schweifz. Entorna!. C a.. 21. 1906. p. 15*
157; Vifcnon. Introduction a la biologie expérimentale.
Paris, 1930 (Encycl. BloL. t. VÏ11), p. 356.
294
clavan a la puerta de su granja en vez y en lugor
del animal que imita. Asustadas normalmente por
los occlus de la Calibo, algunas aves la devoran sin
vacilación cuando se le cortan las alas'.
"Es dc sobra evidente que, en los casos anterio­
res, el antropomorfismo desempeña un papel de­
cisivo: la semejanza sólo radica en la vista del que
pcrcibc. El hecho objetivo es la fascinación, como
lo demuestra sobre todo la Snurinthus occltata que,
en el fondo, no se asemeja a nada temible. Sólo las
manchas oculiformcs desempeñan cierta función:
el comportamiento de los indígenas brasileños no
hacc sino confirmar ese planteamiento; los 'ojos'
de la mariposa Caligo sin duda deben compararse
con el oculus mvidiostts apotropaico, cl mat de
ojo capaz de proteger y dc dañar si se le vuelve
contra las fuerzas malignas a las que, como órgano
fascinador por excelencia, pertenece naturalmente.
Aquí, el argumento antropomórfico carccc dc valor
pues, en todo el reino animal, el ojo es el vehículo
dc la fascinación. En cambio, la objeción es con­
vincente contra la afirmación tendenciosa dc la se­
mejanza: por lo demás, dc ese grupo de hechos
ninguna es absolutamente concluyente, ni siquiera
desde el punto de vista humano.
"No ocurre así en lo que habría que llamar homo-
morfia. es decir, en el caso en que la propia mor­
fología, y no sólo el color, es semejante al medio
inerte y no sólo a oirá especie animal. Entonces se
está en presencia de un fenómeno mucho más per
turbador y propiamente irreductible, del que ya
no se puede concebir ninguna explicación inme­
diatamente mecánica como en el caso de la homo-
cromia y en el cual, como habrá dc jti/garse, la
identidad es objetivamente «an perfecta y se pre­
senta en condiciones tari agravantes que resulta ra-

295
dicalmentc imposible atribuirla a una proyección
exclusivamente humana de las semejanzas.
•Ύ no faltan ejemplos: las calapas semejan gui­
jarros redondos; los chlamys, semillas; los moenas,
grava; los palemones, fucos; el pez Phylopteryx del
Mar de los Sargazos no es sino 'un alga despedazada
en forma de tirillas de cuero flotantes1,1 como el An-
fetmaríus y el Purophryné* El pulpo contra«: sus
tentáculos, incurva la espalda, acomoda su color
y de esa manera parece un guijarro. Las alas in­
feriores blancas y verdes de la Piéride-Aurora simu­
lan a las ombclíferas: las gibas, las nudosidades
y las estrías de la lichnée mariée la hnccn idéntica
a la corteza de los álamos sobre los cuales vive. Es
imposible distinguir de los liqúenes al ¡Jthintis ni·
grocrisiinus de Madagascar y a los flatoides.r Sa­
bido es hasta que grado llega el mimetismo de los
mániidos. cuyas patas simulan pétalos o se curvan
como corolas y parecen flores, que imitan median­
te un ligero balanceo maquinal la acción del viento
sobre ellas.· La Cilix compresa semeja un excre­
mento de ave y. con sus excrecencias foliáceas
verde oliva claro, el Cerodeylus lacerai us de Bor­
neo, a un palo cubierto de musgo. Este último per­
tenece a la familia de los fásmidos que, en general,
esc cuelgan de arbustos de lo selva y tienen la rara
costumbre de dejar pender sus patas irrcgular-
mentc, lo cual hacc aún más fácil el error*.® A la

• L M u r a t . Les Merveilles du monde animal, 1914,


PP- 37-38.
"L. Cuénot. op. cit., p. 453.
? Ibid., fig. 114.
•A. Lcfcbvre, Ann. de la Soc. Hntom. de France, t. IV:
Léon Binet, Im Vie de la mante religieuse, Paris. 1931;
P. Vignun, op. cit., pp. 374 y sig.
" Wallace, La Sélection naturelle, trad, francesa, p. 62.
296
misma familia pertenecen también ios bacilos qoe
semejan ramitas. El Ccroys y el Heterontcryx simu­
lan ramas espinosas secas y los membrnccos, ho
mfptcros de los trópicos, brotes o espinas, como el
Jnsecto-cspina. enteramente en altura, el Vmbonia
orozimbo. Las orugas agrimensores, erguidas y rí­
gidas, difícilmente se distinguen dc los brotes dc
arbustos, para lo cual se ayudan con rugosidades
tegument arias apropiadas. Todo el inundo conoce a
las filias, de gran semejanza con las hojas. Con
ellas, nos encaminamos hacia la homomorfia per­
fecta. que es la dc las mariposas: en prim er lugar,
la Oxydia. que se coloca en la punta de la rama,
pcrpcndicularmente a su dirección, con las alas
superiores replegadas como techo, de suerte que
presenta el aspecto dc una hoja terminal, apariencin
acentuada por una estela delgada y oscura que con­
tinúa transversalmcntc sobre las cuatxo alas, a
modo dc simular la nervadura principal dc la hoja.10
'O tras especies son aún más perfeccionadas, pues
sus alas Inferiores están provistas de un apéndice
delgado que ellas utilizan como peciolo, ganando por
ese medio 'una especie dc inserción en el mundo
vegetal'.11 F.l conjunto de las dos alas de cada lado
figura el óvalo lanceolado característico dc la hoja:
hay aquí, una vez más. una mancha, pero esta vez
longitudinal, que se continúa dc una a otra ala y
sustituye a la nervadura mediana, dc suerte que *la
fuerza organomotnz ...h a tenido que recortar y or­
ganizar sabiamente cada una de las alas, puesto que
realiza así una forma determinada, no en ella misma.
Sino mediante su unión con la otra ala'.11 Así son
,ftCf. Rahaud. Cléments de biologie générale, 29 edi­
ción. Paris. 1928. p. 412. fig. 54.
11Vifcnon, art. cit.
1βIbid.
297
principalmente la Coenophlebtß Archidona de Amé­
rica Central u y las diferentes especies de KaUima
de la India y de M alasia...'·
[Otros ejemplos: Le Myth et VHomme (F.l mito
y el hombre), pp. 133-136.]

P. 59. Vértigo en el volador mexicano. Extracto


de la descripción hecha por Guy Stresser-Péan (pá­
gina 328).
''Vestido con una túnica roja y azul, el jefe de
dan/a o k'ohal sube a su vez y se sienta sobre el
bloque termina!. Vuelto hacia el este, invoca prime­
ro a las divinidades benévolas, extendiendo sus alas
en su dirección y valiéndose de un silbato que ¡mita
la voz de las águilas. Luego se yergue de pie en lo
alto del palo. Volviéndose sucesivamente hacia los
cuatro puntos cardinales, les presenta una copa de
calabaza cubierta con una tela blanca y una botella
de aguardiente del que. con la boca, proyecta ante
Si algunos tragos más o menos vaporizados. Una
vez hecha esa ofrenda simbólica, se pone el penacho
de plumas rojas y baila nntc los cuatro puntos car­
dinales. batiendo sus alas.
"Esas ceremonias ejecutadas en lo alto del palo
marcan la fase que los indios consideran como la
más emotiva de la ceremonia, porque implica un
riesgo mortal. Pero la fase del 'vuelo' que viene en
seguida sigue siendo muy espectacular. Los cuatro
danzantes sujetos por la cintura pasan por debajo
del marco y se dejan caer hacia atrás. Colgados de
ese modo, bajan lentamente hasta el suelo, descri­
biendo una tfran espiro) a medida que sus cuerdas
si; desenrollan. Pora esos danzantes, la dificultad

·* Delagc y Goldsmith. Les Théories de l'éwtution.


París. 1909. fiß. I, p. 74.
29«
estriba en asir la cuerda entre los dedos de los pies,
a modo dc mantenerse cabeza abajo, con los
brazos abiertos, en la posición de aves que descien­
den planeando y describiendo grandes círculos en
el ciclo. En cuanto al jefe, primero aguarda unos
instantes y luego se desliza a lo largo dc la cuerda
dc uno dc las cuatro danzantes/'

P. 67. Alegría de destruir en u)i moni) capuchino.


De una observación de G. J. Romanes, citada por
K. Groos:
'Observo que le gusta portarse mal. Hoy se apo­
deró’de un vaso para vino y de una huevera. Arrojó
el vaso con toda sus tuerzas y naturalmente lo hizo
añicos. Sin embargo, habiéndose dado cuenta de
que no podría romper la huevera tirándola al sucio,
buscó a su alrededor algo duro contra lo cual gol­
pearla. La pata de una cama de cobre le pareció
buena para esc uso: levantó la huevera en lo alto
por encima dc su cabeza y le dio varios golpes vio­
lentos. Una vez que la hucvcia íue pulverizada en­
teramente, se dio por satisfecho. Para romper un
palo, lo introduce entre un objeto pesado y la pa­
red. luego lo dobla y k» rompe. Con frecuencia des­
truye algún objeto dc asco, tirando cuidadosamente
dc los hilos, antes de ponerse a tirar dc ellos con
los dientes de la manera más violenta posible.
"Junto a su necesidad dc destrucción, también le
gusta mucho volcar objetos, pero tiene mucho cui­
dado de que no le caigan encima. De ese modo tira
dc una silla, hasta hacerle perder el equilibrio, luego
mira atentamente lu alto del respaldo y cuando
ve que va a alcanzarlo, se quita de debajo de él y
espera la caída, con gran alegría. Hace lo mismo
con objetos más pesados. Así, tenemos un lavabo con
pesada cubierta de mármol, que varias veces ha

299
logrado volcar con grandes esfuerzos, sin lastimarse
nunca.” "

P. 70. Desarrollo de las máquinas (ragamonedas,.


El entusiasmo que suscitan»
Hoy un tipo de juegos que parecen basados esen­
cialmente en la repetición. Su estéril monotonía,
su evidence falto de interés no dejan de impresio­
nar al observador. La clientela extraordinariamente
numerosa de esos Juegos hace al fenómeno aún más
extraño. Pienso sobre todo en los "solitarios” que
vemos a los desocupados empezar una y otra vez, y
en las máquinas tragamonedas cuyo éxito, prácti­
camente universal, es también materia de reflexión.
Hn los "solitarios” o "paciencias” todavía se pue­
de distinguir una apariencia de interés, no tanto a
causa de las pocas combinaciones entre las cuales
a vcccs puede vacilar c! jugador y que por lo de­
más no lo llevan en absoluto a cálculos difíciles
y absorbentes, sino porque atribuye a cada partido
el valor de una consulta de la suerte. Antes de em­
pezar el juego, luego de haber barajado los cartas y
en el momento de "cortar”, el jugador se plantea
a si mismo una pregunta o formula un deseo. I-i
ganancia o la pérdida del solitario le ofrece una es­
pecie de respuesta del destino. Por otra parte, de él
depende volver a empezar hasta obtener la respuesta
favorable.
Esc carácter oracular, al que es raro que se tenga
fe, cuando menos sirve para justificar una activi­
dad que. sin la treta, difícilmente sería entretenida.
Sin embargo, el solitario sigue siendo un juego au­
téntico, puesto que claramente se trata de uno acción

"G . J. Romanes. Intelligences des animaux, París, F.


Alean, t. II, PP. 240 y 241.
300
Ubre que se ejerce dentro de un espacio determi­
nado (aquí, con ayuda de un número fijo de elemen-
tos, lo que equivale a lo mismo), sometida a reglas
arbitrarias c imperiosas y, en fin, perfectamente im­
productiva.
Las mismas características se aplican a los apa­
ratos tragamonedas, puesto que la ley prohíbe, de
manera más o menos severa y según los países,
pero siempre con la misma solicitud, que el atrac­
tivo de la ganancia pueda combinarse con la seduc­
ción propia de las máquinas. De los cuatro resortes
entre los cuales creí poder distribuir la multitud
de juegos (demostración de una superioridad per­
sonal. búsqueda del favor del destino, papel desem­
peñado en un universo ficticio y voluptuosidad del
vértigo provocado deliberadamente), ninguno es
aplicable a los aparatos traga monedas sino en un
grado de orden infinitesimal. El placer de la com­
petencia es escaso, pues los recursos del jugador
se encuentran allí demasiado limitados para que el
juego no sea un juego de puro azar. Y así se eli­
mina al mismo tiempo el segundo rubro de los
juegos: el sometimiento a la suerte, que sólo resul­
ta eficaz si es completo y con un abandono total
del menor medio de orientarla o de corregirla. En
cuanto al simulacro, que en un principio parece
del todo ausente, su papel sin embargo se deja sen
tir, aunque de manera muy diluida, en primer lugar
mediante la enormidad de cifras enteramente ficti­
cias que se encienden en las pantallas multicolores
(los intentos por introducir cifras más realistas
por desgracia han fracasado en grado muy signifi­
cativo), y por otra parte a causa de la decoración
con muchachas en ropas ligeras, refinadas o sal­
vajes. de autos de carreras y lanchas fuera de bor­
da, de corsarios y de barcos antiguos con baterías
de cañones, de cosmonautas con escafandra y de

301
cohetes Interplaneterios, en una palabra dc una
solicitación pueril que sin duda ni siquiera invita
a una identificación incluso fugaz, pero que cuan­
do menos procura una atmósfera de sueño sufi­
ciente para aparcar al jugador dc la monotonía
cotidiana. En fin, aunque el ambiente dc los cafés
sea lo menos propicio. posible al vértigo, y la dis­
tracción paralizada aparezca sin duda como una dc
las menos difíciles que .se puedan imaginar, hay sin
embargo cierta hipnosis proveniente de la obliga­
ción dc m irar fija y continuamente unas luces in­
termitentes, y de In obsesión dc em pujar como
por arte dc magia entre los obstáculos, como con
el peso de una mirada cargada dc deseo, una pe­
queña esfera brillante.
Por lo demás, suele suceder que el vértigo ocupe
por amplio margen el prim er lugar en cl placet
buscado. Pienso en el espantoso ¿xcto del pochcn-
co japonés. Aquí, nackt de contactos eléctricos ni de
obstáculos, sino canicas dc acero enviadas con fuer­
za y estruendo por una espiral que está ante el
jugador. Para aum entar el ruido y el movimiento,
éste casi siempre lanza varios balines a la vez. Los
aparatos se alinean en filas interminables, sin nin­
gún Intervalo entre si, dc suerte que los jugadores
están codo con codo y que sus cabezas paralelas
forman a su vez largas filas. El estrépito es en­
sordecedor y el brillo dc las canicas verdadera­
mente hipnótico. En este caso, lo que se obtiene es
claramente el vértigo y sólo el vértigo, pero un
vértigo inferior y vano, que no es urgente dominar,
en un juego que por lo demás no consiste abso­
lutamente en dominar. Trátese dc una fascinación
dc ruidos y dc reflejos, que aumenta con sus pro­
pios efectos y domestica, por decirlo así, el vértigo
y lo reduce a la contemplación fija y alelada del
trayecto dc una canica detrás de un vidrio. Supon-
302
go que poco faltaba para empobrecer, para hacer
mecánicos y endebles, y para reducir a la dimen­
sión de una caja .sin espesor los juegos de vértigo,
en principio los más peligrosos de todos, que exi­
gen espacio, maquinaria compleja y gran desgaste
de energía. Aparte de la forma corrompida que los
aparatos de feria están destinados a procurar, éstos
incluso exigen, en plena embriaguez aumentada a
placer como velocidad de trompo al que se fustiga,
una lucidez expuesta e imperturbable, un excepcio­
nal dominio de los nervios y de los músculos, una
victoria continua contra el pánico de los sentidos
y de las visceras.
Así, por el lado que se le-s mire, incluso en sus
aspectos más aberrantes y. desde cierto punto de
vista, paroxfsticos, las máquinas tragamonedas cons­
tituyen una especie de grado limitado del juego.
Los recursos personales del jugador no intervienen,
tfste tampoco espera de la suerte Ja ruina o la
fortuna: paga cada partida de acuerdo con una tarifa
uniforme. Necesita mucha complacencia para imagi­
narse introducido en los mundos novelescos evoca­
das por la decoración de la máquina: la enajenación
es poca, y hasta resulta inoperante. P.n fin. del vér­
tigo no queda sino la dificultad de detenerse, de
romper con una actividad maquinal que no tiene
en su favor más que su monotonía o mejor dicho
la parálisis de la voluntad que trae consigo. ·
Los demás pasatiempos no necesariamente pa­
recen tan pobres. Incluso hacen un llamado abierto
a cierta calidad del cuerpo, de la inteligencia o del
alma. El balero exige destreza; el solitario o los
palillos, previsión; los crucigramas y las recreacio­
nes matemáticas, reflexión y saber; el entrenamien­
to deportivo, obstinación y resistencia. Por doquiera
una tensión, un esfuerzo, la prueba de una ha­
bilidad. lo contrario, en fin, del casi automatismo

303
con que parcccn satisfacerse los usuarios de los
aparatos tnigamonedas. Pues bien, los aparatos Ira·
ggmoned&s ciertamente son una característica de
determinado estilo de vida en picúa realización. Se
les encuentra dondequiera en los lugares públicos.
. sin duda porque la presencia de los espectadores
que comentan y esperan su tum o ofrece un útil
complemento de excitación a una actividad en sí
misma bastante triste. En los cafés, la multiplica­
ción de esas máquinas sustituye casi por completo
a los juegos que en ellos florecían hace cincuenta
años y atraían a una clientela asidua: la baraja,
el chaquete, el billar.
He mencionado al Japón: se ha calculado que el
12% del ingreso nacional, en los años de mayor
éxito, se gastaban en fichas deslizadas por las ra­
nuras de los pachcncos. En Estados Unidos, la
boga de las máquinas traeamonedas cobra propor­
ciones insospechadas. Provoca verdaderas obsesio­
nes. En ocasión de una encuesta realizada por una
comisión del Senado norteamericano en marzo de
1957, el 25 del mismo mes. la prensa informó lo
siguiente:

En 1956 se vendieron 300 mil máquinas traga-


monedas fabricadas por 15 mil empleados en 50
fábricas, la mayoría de ellas instaladas en los
alrededores de Chicago. Esas máquinas no sólo
son populares en Chicago. Kansas City o Detroit
—sin hablar de Las Vegas, capital del juego--
sino también en Nueva York. Cada día y cada
noche, en el corazón de Nueva York, en pleno
Times Square, norteamericanos de toda edad,
desde el escolar hasta el anciano, con In vana
esperanza de una partida gratuita, derrochan en
una hora el dinero de sus gastos menudos o su
pensión de la semana. Broadway 1485; ''Playland*'
en gigantescas letras dc neón que eclipsan el
anuncio dc un restorán chino. En una inmensa
sala sin puerta, decenas dc máquinas tragamonc-
das multicolores se alinean en un orden perfecto.
Delante de cada máquina, un cómodo taburete
dc cuero que recuerda los asientos dc los bares
más elegantes dc los Campos Elíseos, permite al
jugador quedarse horas, si entró allí con dinero
suficiente. Incluso tiene ante sí un cenicero y un
espacio reservado para cl hot dog y la coca-cola,
comida tradicional dc los económicamente débi­
les de Estadas Unidos, que el jugador puede or­
denar sin moverse dc su sitio. Con una moneda
de 10 centavos de dólar (40 francos antiguos) o
de 25 centavos (100 francos), trata de totalizar
el número dc puntos que le permiten ganar diez
paquetes de cigarrillos. En efecto, en el Estado
dc Nueva York no están autorizadas las ganan­
cias en efectivo. Un estruendo infernal cubrc la
voz de Louis Armstrong o de Elvis Presley, quie­
nes acompañan en el gramófono los esfuerzos dc
los ''deportistas dc moneda'', como se les llama
aquí. Muchachos de blue jeans y chaqueta de cue­
ro se codean con ancianas de sombrero de flores.
Los muchachos escogen las máquinas del bom­
bardero atómico o del cohete teledirigido; las
damas posan la mano sobre cl love meter que
les revela si aún pueden enamorarse mientras sus
hijos, por 5 centavos, se dejan sacudir hasta el
mareo sobre un asno que más bien parece un
cebú. También están allí el marino o el aviador
que tiran con pistola sin gran convicción. (D.
Morgaine).

Se calcula que los norteamericanos gastan así cua­


trocientos millones dc dólares anuales con el único
fin de proyectar canicas niqueladas contra contactos
luminosos, a través de diferentes obstáculos. Como
es fácil imaginar, esa pasión no deja de influir
en la delincuencia juvenil. Así. en abril de 1957.
los diarios norteamericanos señalaban el arresto
en Brooklyn de una banda de niños capitaneada
por un chico de diez años y una muchachllia de
doce. Saqueaban a los comerciantes del barrio y
de esc modo habían robado mil dólares. Sólo se
interesaban por las monedas de 10 y 5 centavos,
que podían utilizar en aparatos traga monedas. Los
billetes sólo les servían para envolver el botín. lue
Ko de lo cual los tiraban a la basura.
No es fácil encontrar una explicación a ese engo-
losinamicnto. Sin embargo, hay algunas que tal
ve* sean más ingeniosas que persuasivas. T.a más
sutil (y más significativa) es sin duda la que Julius
Segal ha propuesto con el título de 'T he Lure of
Pinball" en Harper's. de octubre de 1957. (Vol. 215,
num. 1289, pp. 44-47). Ese estudio sc presenta a la
vez como una confesión y como un análisis. Re­
tomo aquí mi comentario de entonces. Tras las
inevitables referencias a cierto simbolismo sexual
en el placer dispensado por los aparatos tragamo-
nedas, el autor distingue sobre todo un sentimiento
de victoria contra la técnica moderna. La aparien­
cia de cálculo a que se entrega el jup.ador antes
de proyectar la canica no le sirve para gran cosa,
pero le parece sublime. "Se figura que |uepa sólo
con su saber contra los recursos combinados de
toda la industria norteamericana/' El fuego sería
así una especie de competencia entre la dcsrrc?.a de
un individuo y una inmensa maquinarla anónima.
Por una moneda (real), puede ganar millones (fie-
ticos), pues las anotaciones llevan varios ceros.
En fin. se necesita tener la posibilidad de hacer
trampa sacudiendo el aparato. El ílU sólo indica
un límite que no hay que rebasar. Rs una amenaza
Γ deliciosa, un riesgo suplementario, una especie de
segundo juego agregado a! primero.
Julius Segal confiesa curiosamente que, en caso
d e depresión, suele dar un rodeo de una media
hora para encontrar su máquina preferida. Enton-
l ces juega, confiando en la "posibilidad terapéutica
i de pinar". Sale tranquilizado respecto de su talen-
; to y de sus oportunidades de triunfo. Su desespe-
ración desaparece y su agresividad se calma.
Segal considera el comportamiento de un juga­
dor ante el aparato tragamonedas tan revelador de
la personalidad como la prueba de Rorschach. Si
hemos de creerle, cada quien buscaría demostrar­
se a sí mismo que puede derrotar a las máquinas
en su propio terreno. Imagina dominar la mecá­
nica y amasar una enorme fortuna en cifras lumi­
nosas inscritas en la pantalla. I.o logra solo y puede
renovar su hazaña a voluntad. "Por lina moneda,
exterioriza su irritación y lop.ra que el mundo se
conduzca dócilmente."
Yo habla resumido el estudio de Segal sin dis­
cutirlo. No por ello dejaba do pensar en él. Y en
efecto, me parece que la mayoría de los usuarios
de paratos tragamonedas se asemejan poco ni señor
Segal y. en particular, se hallan lejos de experi­
mentar el mismo fervor venp.ativo accionando el
resorte del artefacto. Tal vex haya en sus confi­
dencias más imaginación que observación: ocurre
como si el narrador, novelando una costumbre de la
que sin duda sentía cierta vergüenza, vo hubiera
empeñado en descubrirle dimensiones psicológicas
propias para hacerla interesante y, por decirlo así,
honorable si* no es que higiénica- La máquina Ira-
gamoned:is difícilmente puede parecer una imagen
del universo mecánico vencido v obediente: no es
en absoluto dócil y tranquilizadora sino antes bien
Irritante e intratable. Por lo general, el jugador se
enerva en vez dc triunfar. Deja la máquina frus­
trado, furioso por haber gastado su dinero sin nin­
gún resultado, enojado contra el aparato que nada
tiene pero al cual reprocha puerilmente estar des­
nivelado o funcionar mal. en pocas palabras haberlo
hecho perder. En realidad, se siente cngaflado.
Pero no deja la máquina reconciliado consigo mis­
mo, sino amargado c iracundo. Los millones lumi­
nosos se han apagado y él sabe que es un poco
más pobre que antes. Sospecho que, en el caso del
señor Segal, el componente terapéutico, al que
presta gran atención, no fue jugar sino razonar so­
bre el juego.
Para quien está convencido dc la fecundidad cul·
tural dc los juegos, al grado dc ver en ellos uno
dc los factores principales de la civilización, la
existencia y el éxito de los aparatos tragamonedas
no pueden sino revelar una falla en el sistema. En
lo sucesivo, deberá tenerla en cuenta. Ya se había
estimado que los juegas no son igualmente fértiles
y que algunos, más que otros, favorecen el feliz
desarrollo del arte, de la ciencia y de la moral, en
la medida en que obligan más a respetar la regla. la
lealtad, el dominio dc sí, el desinterés, según exi­
jan m is cálculo, imaginación, paciencia, destreza o
vigor. sPcro he aquí que se encuentran juegos va­
cíos, que no exigen nada del jugador y que son
simple y estéril consumo dc entretenimientos. Li­
teralmente, éstos matan el tiempo sin fecundarlo,
en cambio los verdaderos juegos lo hacen fértil, lo
hacen fructificar a largo plazo, casi al azar o en
todo caso sin finalidad determinada dc antemano
y como un premio agregado al placer. Por el con­
trario, los scudojuegos —que no ponen nada en
juego— no sirven N i ñ o para sustituir el hastío por
una rutina disfrazada de diversión.
m
La enseñanza de los aparatos tragamonedas, y
accesoriamente de los solitarios, radica entonces
en que, junto a los juegos que siempre son acti­
vidad y movilización de algún recurso o prueba de
sangre fría, existen distracciones-trampa que, lle­
nando las horas libres, cobran aspecto de juegos.
Esas distracciones lefuerzan la inclinación a la pa­
sividad y a la renuncia. Pero no por ello invitan
ni espíritu n una fértil deriva, lo que concordaría
con otra forma de juego, que en las lenguas orien­
tales con frecuencia tiene un nombre específico y
que, en el orden del ensueño y del pensamiento
vagabundo, posee una eficacia propia. Nombradas
entonces n contrasentido, esas mismas distraccio­
nes en cambio congelan y por decirlo así paralizan
la imaginación. Bloquean la atención con una te
miblc monotonía, diversificada tan sólo lo suficien­
te para no aburrir, pero bastnntc insistente para
adormecer y fascinar.
Ni el moralista ni el sociólogo pueden percibir
ningún síntoma feliz en la prosperidad excesiva de
semejante clase de engaño. Tal ve/, sea ese el
precio de un esfuerzo desmesurado, que ya no
permite al individuo la iniciativa y la exuberancia
necesarias para que el relajamiento que se concede
no sea embotamiento y coma de las facultades,
sino intensidad desplegada libremente, cierto es
que de momento improductiva y sin embargo tan
fructífera a largo plazo y en otros planos como
los del trabajo y las obligaciones.

309
Capítulo IV
LA CORRUPCIÓN DE LOS JUEGOS

P. 93. Juegos de azar, horóscopos y superstición.


A título dc ejemplo, éstas son las recomendaciones
de M¡ (Juina en un número ton indo al azar de un se­
manario femenino cualquiera (Im Mode du Jour,
5 dc enero dc 1956):

Cuando yo Ic aconsejo (con toda la reserva que


implica la simple lógica) preferir, si es posible,
tal número «Obre tal otro, no hablo sólo del
número final como se hace habitualm ente... En­
tiendo también la cifru dada por el número re­
ducido a In unidad. Por ejemplo, 66 410. reducido
a la unidad da 6 - f 6 - f 4 -¿- 1 = 17 = 1 4
7 = 8. Aunque no contenga ningún 8. podrán
escoger este número aquellas a quienes yo indi­
que los favores del 8. Debe usted reducir a la
unidad salvo el 10 y el 11. que deberán tomarse
tal cual por lo que toca a nuestro procedimiento.
Y ahora, no le digo "buena suerte". Pero, si (por
casualidad) ganara, sea tan amable de comuni­
carme la buena nueva indicándome su fecha de
nacimiento. Mis mejores deseos... sin embar­
co y de todo corazón.

Se apreciarán las precauciones tomadas por quien


firma la crónica. Ko obstante, dada la variedad
de esos procedimientos, la multitud dc esos clien­
tes y lo reducido de los números, tiene seguro un
sustancial coeficiente de aciertos necesarios y úni­
cos que, como es debido, serán tomados en cuenta
por los interesados.

310
En ese terreno, me parece que llega al colmo el
horóscopo regular del semanario Intim ité (du fo­
yer). Como los demás, da consejos a los nacidos
en onda docena para la semana en curso. Ahora
bien, como ese periódico eslá destinado al campo
y el correo o el vendedor ambulante pueden llegar
con demora, ni el horóscopo ni el número llevan
fecha.

?. 101. /:/ gusto por los "estupefacientes" entre


la* hormigas. Observaciones de iGrkaldy y Jacob­
son. citadas por W. Morion Wheeler (op. cit., ρά·
R in a 310).

Cuando cl insecto se coloca a la orilla de una


fila de hormigas que van en busca de alimento,
de hormigas comunes en la India. Hypoctinea bl·
tuherctdata. espera la llegada de una de ellas y.
en cuanto se acerca, levanta la parte anterior de
su cuerpo a manera de descubrir sus tricomas.
Su olor atrae a la hormiga y la incita a lamerlos
y a mordisquearlos. Bl ptilócero se abate lenta­
mente. replegando tan sólo sus patas anteriores
sobre la cabeza de la hormiga, como si estuviera
seguro de hacerla su presa. Con frecuencia, la
hormiga muerde con tanta avidez los tricomas
con sus mandíbulas que agita al ptilócero de arri­
ba abajo. Poro la secreción de la glándula tiene
un efecto tóxico que paraliza a la hormiga. Cuan­
do el pobre insecto retira sus patas, el ptilócero
lo toma con sus paUUt anteriores, hunde su trom­
pa a través de una de las suturas torácicas o de
preferencia en el punto de inserción de una an­
tena y aspira el contenido del cuerpo. La paráli­
sis obedece claramente a una sustancia de la
glándula ubsorbida por la hormiga y no a la he­
rida hecha por la trompa del ptilócero: según

311
Jacobson, eso queda "probado por el hecho de
que. cuando un gran número de hormiga* ha
lamido cierto tiempo la secreción del tricoma,
éstas se apartan un poco del ptilócero. Pero muy
pronto son atacadas por la parálisis, incluso
cuando no fueron locadas en absoluto pur la
trompa del ptilóccro. De esc modo se destruye
un número mucho mayor de hormigas del que
se utiliza para la alimentación de los ptilóceros
y fuerza es maravillarse de la fecundidad de las
hormigas, que permite al ptilóccro cobrar tan pe­
sado tríbulo a la población de una comunidad''.

C apítulo VII
EL SIMULACRO Y EL VERTIGO

P. 162. El mecanismo tic la iniciación. Extracto


de H. Jcanmaire, op, cit., pp. 221-222.
Los lobos (del Allo Volta) ofrecen, un tanto
más burdo, un sistema de instituciones religiosas
muy semejantes al de los bambaras. Do es el
nombre genérico que designa en esa región a las
sociedades religiosas en que la gente se disfraza
con un ornamento de hojas, de fibras vegetales
y de máscaras de madera que representan, tanto
cabezas de animales, como a ln divinidad que pre­
side esas ceremonias y a la cual está dedicado,
en las diversas aldeas o en los barrios de aldea,
un árbol cercano a un pozo que también le ha
sido consagrado. Las máscaras (Koro. plural,
Kora; Simbo. plural. Simboa) son confecciona­
das y llevadas por muchachos de cierto grupo de
edad; el derecho a conocer el misterio, a poncr-
312
scias y a cjerccr en contra dc los no iniciados
diversos privilegios lo adquieren en cierto mo­
mento los muchachos del grupo siguiente que, ya
grandes y cansados de verse perseguidos y mole««
lados por las máscaras, piden conocer las "cosas
del Do". Aconsejados por los ancianos de 1a aldea
y luego de sostener conversaciones con los jefes
dc los grupos mayores, hucen oír .su demanda a
condición dc agasajar previamente a sus mayores
La adquisición del Do, es decir, la revelación del
secreto dc las máscaras, desempeña así el papel
que en otras partes desempeñan las ceremonias
de la pubertad. Naturalmente, los usos varían se­
gún las localidades. De las exposiciones un tanto
confusas, pero pintorescas y extremadamente vi­
vas dc los informantes del doctor Crémor, no ten­
dremos en cuenta sino dos esquemas ceremo­
niales.
En uno, que se deduce fácilmente de los tes­
timonios concordantes dc dos informadores, la
ceremonia de la revelación de las máscaras se
reduce a un simbolismo cuyo carácter extrema­
damente tosco no carece, dentro dc su simplici­
dad. dc cierta grandeza. Si en determinado barrio
hay muchos niños dc la misma edad, del mismo
tamaño, los viejos dicen que ha llegado el mo­
mento de sacar las máscaras. El jefe del Do ad­
vierte a la gente joven iniciada con anterioridad
que debe confeccionar y ponerse las ropas de fo­
llaje, lo cual se hace ritualmente. Ponen manos
a la obra desde la mañana. Al terminar el día,
las máscaras se ponen en marcha y van a sen­
tarse cerca de la aldea, esperando que caiga la
noche; los ancianos los rodean. Por la noche, el
sacerdote del Do llama a los padres y a los neó­
fitos, que se han provisto dc ofrendas tradiciona­
les y de los pollos para el sacrificio. Cuando los

313
niños .se han reunido, cl sacerdote sale con un
hacha con la cual da varios golpes en tierra pan»
llamar a las máscaras. Se acuesta a los niños y
sc lesetibre la cabeza. Una máscara llega corrien­
do, salta alrededor de los niños, los asusta con
los sonidos que obtiene de la especie de silbato
llamado "mascarUa". Después de lo cual, c! viejo
dice a los niños que se levanten y atrapen a la
máscara que huye. lx>s niños Ja persiguen y aca­
ban por capturarla, lil viejo les pregunta: ¿saben
qué criatura se cubre así de hojas? Para res pon*
derles, se descubre el rostro del personaje en­
mascarado a quien los niños reconocen al punto.
Pero al mismo tiempo se Ies advierte que revelar
el secreto a aquellos que lo desconocen equi­
valdría a atraer la muerte sobre sí mismos. Pre­
cisamente» se ha cavado una fosa. Es la que se
abriría ante ellos si faltaran a su promesa, y pro­
bablemente sea también aquella en que entierran
la personalidad infantil que van a dejar. De modo
simbólico, cada niño debe depositar en el hoyo
varias hojas arrancadas de las ropas del perso­
naje enmascarado. Cuando se ha cerrado Ja fosa,
éste la sella golpeándola con la mano. En los ritos
de salida del lugar de iniciación y de regreso a
la aldea, con los que concluye la ceremonia des­
pués del sacrificio, el baño ritual se reduce a1
mínimo: cada niño hunde la mano al pasar en
un recipiente con agua. Al día siguiente, los mu­
chachos llevan a los nuevos iniciadas al monte
y les enseñan a tejer y a ponerse el traje.
fisa es la costumbre. Cuando se luí mostrado
el secreto a una persona, ésta se pasca, está en
['¡cía: otra persona que lo ignota, no estd en \rida.

Matériaux ^Ethnographie et de Linguistique sou­


danaises [Materiales de etnografía y de lingüística
sudanesas], t. IV, 1927 (según documentos reuni­
dos por el doctor J. Cremer y publicados por H.
Labouret).

P. 164. El ejercicio del poder político ¡x>r parte


de tas máscaras.
Caso de la sociedad Knmang de Nigeria, com­
parado por H. Jcanmairc con la ceremonia que
describo Platón (Cridas. 120 B) para el juicio mu­
tuo de los diez reyes de la Atlántlda:

Aquí la autoridad social estaba menos en ma­


nos dc los jefes hereditarios de las aldeas que
en las de lost dirigentes de las "sociedades secre­
tas", instrumentos dc Jos Antiguos. La del Ku-
man# (que sería análoga a la del Koino bamba-
ra), hoy por hoy en decadencia, ha dejado el
recuerdo curiosamente legendario dc los ritos
sanguinarios que perpetraba; éstos se celebraban
cada siete años; sólo se admitía a los Antiguos
que habían alcanzado el grado más alto en la so­
ciedad y el sitio en que la fiesta tenía lugar esta­
ba prohibido a las mujeres, a los niños c incluso
a la gente joven. Además de la cerveza, los an­
cianos admitidos para participar en la ceremonia
debían aportar un toro negro destinado al sacri­
ficio. El animal se inmolaba, se alzaba y se col­
gaba del tronco dc una palmera. Los celebrantes
también debían llevar un ropaje ceremonial que»
junto con un tocado, constaba de un pantalón y
una camisa de color amarillo. La convocatoria se
hacia por encargo del presidente de la herman­
dad, y el anuncio producía una efervescencia en
el país; el lugar ue reunión era un claro en la
selva; los hermanos sesionaban sentados en re­
dondo alrededor del presidente (ware), quien
por su parle se sentaba sobre una piel dc camero

315
f
negro que cubría una piel humana. Cada miem­
bro de la hermandad había cuidado de llevar
sus venenos y sus drogas mágicas (Korti entre
los bamba ras). T.os prim eras siete días se dedi­
caban a sacrificios, banquetes y palabrería. Es
probable que las reuniones que se celebraban en
aquel momento tuvieron como objeto principal
llegar a un acuerdo respecto de las personas que
se haría desaparecer. ΛΙ cabo de siete días, em­
pezaba la parte importante del misterio. So ce­
lebraba al pie de un árbol sagrado, que se supo­
nía ser ln "Madre del Kumang'* y cuya madera
efectivamente servía para la fabricación de las
máscaras del Kumang. Al pie del árbol se había
hccho una fosa, al fondo de la cual se agazapaba
la máscara, cuya manifestación era también la del
dios de la sociedad y llevaba un atavío de plu­
mas. El día señalado, cuando los miembros de
la hermandad se habían sentado en círculo, con el
rostro vuelto hacia el interior, el enmascarado
empezaba a surgir al declinar la tarde. El hechi­
cero de la concurrencia subrayaba aquella apa­
rición mediante un canto que retomaba el enmas­
carado. y al que daban respuesta los miembros
de la hermandad. El enmascarado se ponía a
bailar; pequenUo en un principio, iba creciendo
poco a poco. Luego de abandonar la fosa, bai­
laba alrededor del círculo de hermanos quienes,
de espaldas, acompañaban con palmadas la danza
del ser demoniaco; el que se volvía se condenaba
a muerte. Por lo demás, en cuanto el enmasca
rado. cuyo tamaño no dejaba de crecer, em pezáis
la danza que se prolongaba por la noche, la muer­
te comenzaba a cobrar víctimas entre la pobla­
ción. I-a dan/a continuaba tres días seguidos, en
el transcurso de los cuales la máscai-a respondía
en forma oracular a las preguntas que se le ha­

316
cían; aquellas respuestas eran válidas durante los
siete años que debían transcurirr hasta la cere­
monia siguiente; al cabo de aquel triduum, el en­
mascarado so pronunciaba también sobre la suer­
te del presidente de la hermandad y anunciaba
si debía asistir o no a la festividad siguiente; en
caso negativo, debía m orir más o menos pronto
en el transcurso del nuevo septenato e inmedia­
tamente se tomaban provisiones para su sustitu­
ción. De todos modas, numerosas víctimas pere­
cían, fuera entre la ma^a de la población, fuera
en el círculo de los ancianos, durante aquellos
días.
(Según K. Frobcnius, Atlantis, Volksmärchen und
Volksdichtungen Afrikas, t. VII, Dämonen des Sü­
den. 1924, pp. Ä9 ss.).

C apítulo V III
LA COMPETENCIA Y EI. AZAR

P. 205. intensidad de la identificación con ¡a es­


trella cinematográfica. Un ejemplo: el culto de Ja-
mes Dean.

Numerosos suicidios siguieron a la muerte del


actor Rodolfo Valentino, en 1926. En los suburbios
de Buenos Aires, en 1939, varios años después de
la m uerte del cantante de tangos Carlos Gardel,
carbonizado en un accidente de aviación, dos her­
manas se envolvieron en sábanas empapadas de
petróleo y se prendieron fuego, a fin de m orir como
él. Para rendir homenaje en común a un cantante
de su gusto, unas adolescentes norteamericanas sc
agrupaban en clubes alborotadores que se llama­
ban por ejemplo: "Las que se desmayan viendo
aparecer a Frank S inatra/' En la actualidad, la
empresa cinematográfica Warner Brothers, en la que
trabajaba .lames Dean, muerto prematuramente
en 1956 al principio del culto de que era objeto,
recibe alrededor de mil cartas diarias de admira­
doras desconsoladas, I-a mayoría de ellas empieza
así: ''Querido Jimmy, sé que no estás m u e rto ../'.
Un servicio especial se encarga de mantener la ex­
travagante correspondencia postuma. Cuatro perió­
dicos se consagran exclusivamente a la memoria
del actor. Uno de ellos se llama: Vuelve Jomes
Dean. El rumor hace creer que no se publicó nin­
guna foto de su entierro; pretende que, desfigura­
do. el actor hubo de retirarse del mundo. Numero­
sas sesiones espiritistas evocan al desaparecido: éste
ha dictado a una vendedora de supermercado
llamada Joan Collins un» larga biografía en la
que afirma no estar muerto, que quienes dicen que
no ha muerto tienen razón. Se han vendido qui­
nientos mil ejemplares de la obra.
En uno de los cotidianos más importantes de
París, un historiador enterado, sensible a los sín­
tomas reveladores de la evolución de las costum­
bres, se ha conmovido ante el fenómeno. Escribe,
sobre todo: "La gente llora en procestón sobre la
tumba de James Dean, como Venus lloraba sobre
la tumba de Adonis/* El historiador recuerda opor­
tunamente que ya se han impreso ocho álbumes de
quinientos o seiscientos mil ejemplares cada cual
dedicados a él, y que su padre está escribiendo su
biografía oficial. "Algunos psicoanalistas", dice, "ex­
ploran su subconsciente a partir de sus conversa­
ciones de café. No hay ciudad de Estados Unidos

318
que no tenga su club James Dean donde los fieles
comulgan en su recuerdo y veneran sus reliquias."
Se calculan en tres millones ochocientos mil los
miembros dc esas asociaciones. Tras la muerte del
héroe, "su ropa cortada en pedacitos fue vendida
a razón dc un dólar por centímetro cuadrado". El
auto en que se mató accidentalmente a ciento se­
senta kilómetros por hora "fue restaurado y pascado
de ciudad en ciudad. Por veinticinco centavos se
permitía entrar n contemplarlo. Por cincuenta, uno
podía sentarse unos segundos al volante. Terminada
la gira, el auto fue cortado cocí soplete y vendido
en subasta."

Γ. 213. Resurgimientos del vértigo en tas civili­


zaciones urdemidas: los incidentes del 31 de di­
ciembre de 1956 en Estocolmo.. El episodio en sí os
insignificante y Njn futuro. Pero muestra hasln qué
grado el orden establecido sigoe siendo frágil, pre­
cisamente en la proporción en que es estricto, y
cómo las fuerzas del vértigo siempre están listas
a tomar la ventaja. Reproduzco el perspicaz «análi­
sis dc la corresponsal dc Le Monde en la capital
de Suecia:
"Como lo ha señalado Le Monde, la noche del
31 de diciembre cinco mil muchachos invadieron
la Kunivsgatan —la arteria principal dc Estocol*
mo— y durante cerca de tres horas 'se adueñaron
de la calle', maltratando a los transeúntes, volcando

11 Pierre Gaxoto. U Figaro. El artículo se titula:


D'Hercule à James Dean. Sobra decir que los sema­
narios femeninos publican lardos reportajes fotográficos
sobre el )>éroe y sobre la devoción delirante dc que
goza a título póstumo. Véase también el análisis del
fenómeno en la obra citada de Edgar Morin, ts s Stars,
Paris, 1957, pp. 119-131: "Ix cas James Denn'*.

319
autos, rompiendo aparadores y. finalmente, tratan·
do de levantar barricadas con rejas y montantes
arrancados de In plaza del mercado más próximo.
Otros grupos de jóvenes vándalos derribaban las
viejas lápidas que rodean la iglesia vecina y arro­
jaban de lo alto del puente que atraviesa Kungsga-
tan bolsas de papel llenas de gasolina en llamas.
Todas las fuerzas de policía disponibles acudieron
a toda prisa al lugar. Pero su irrisorio número
—apenas un centenar de hombres— hacía difícil su
tarea. Sólo después de varias cargas a sable limpio
y luchas cuerpo a cuerpo de diez contra uno pu­
dieron 10$ policías quedar dueftos del terreno. Casi
linchados, varios de ellos hubieron de ser llevados
al hospital. Unos cuarenta manifestantes quedaron
detenidos. Su edad variaba entre quince y dieci­
nueve aftos. ‘Es la manifestación más grave que se
haya desarrollado en la capital', declaró el pre­
fecto de policía de Eitocolmo.
'Έ$ ο5 hechos han suscitado en la prensa y en
los medios responsables del país una oleada de
indignación y de inquietud que se halla lejos de cal­
marse. Los pedagogos, los educadores, la Iglesia y
las innumerables organizaciones sociales que en
Suecia enmarcan estrechamente a la comunidad se
Interrogan con ansia sobre las causas de esa extra-
rta explosión. Por lo demás, el hecho en sí no es
nuevo. Todos los sábados por la noche se producen
las mismas escenas de trifulca en el centro de
Hstocolmo y de las principales ciudades de pro­
vincia. Sin embargo, es la primera ocasión que esos
incidentes alcanzan tan grandes proporciones.
"Presentan un carácter de angustia casi ‘kafkia-
no\ Pues esos movimientos no son ni concertados
ni premeditados; la manifestación no tiene lugar ni
'en pro' de algo ni 'contra* alguien. De manera

320
inexplicable, decenas, centenares y, cl lunes, miles
de muchachos están alii. No sc conocen entre sí,
nada tienen en común, aparte de su edad, no obe­
decen ni a una consigna ni a un jefe. Son, en toda
la acepción trágica de la expresión, ‘rebeldes sin
causa'.
"Para el extranjero, que bajo otros ciclos ha vis­
to niños dejarse matar por algo, esta trifulca y.ra·
mita parece tan Increíble como incomprensible.
Si se tratara incluso de una alegre broma de mal
gusto para 'asustar un poco a los burgueses*, se
estaría tranquilo. Pero las expresiones de esos ado­
lescentes son Impasibles y malignas. No .mí divier­
ten. De pronto hacen explosión en una locura des­
tructiva y muda. Pues lo más impresionante de su
turba tal vez sea su silencio. En su excelente y bre­
ve obra sobre Suecia, François-Régis Bastide ya ha
escrito:

...e so s ociosos, presas del terror de la soledad


se reúnen, se aglutinan corno pingüinos,
se amontonan, gruñen y se injurian apretando los
dientes, se abruman a golpes sin un grito, sin
ninguna palabra com prensible...

"Fuera de la famosa soledad sueca y ln angustia


animal tantas veces descrita, que provoca esta larga
noche de invierno que empieza a las dos de la tarde,
para disiparse en una vaga grisalla a los dic2 de
la mañana, ¿dónde buscar la explicación de un fe­
nómeno cuyo eco se encuentra con otras formas en
todas las 'semillas de violencia* de Europa y Amé­
rica? Porque en Suecia los hechos se destacan con
mayor claridad que en otras parces, la explicación
que aquí pueda encontrarse sin duda vale también
para los 'vándalos del rock'n roll* tanto como para

321
los 'salvajes en motocicleta' de los Estados Unidos,
sin olvidar a los ‘teddv boy»' londinenses.
"¿A qué grupo social pertenecen -antes que nada
los jóvenes rebeldes? Vestidos como sus colegas
norteamericanos con chaquetas de cuero sobre las
cuales destacan calaveras e inscripciones cabalís­
ticas. en su mayoría son, como aquéllos, hijos de
obreros o empleados comunes. Como aprendices o
dependientes de almacén, « su edad ganan sala­
rios que habrían hecho softar a las generaciones
precedentes. Esc bienestar relativo y, en Suecia. la
certeza de un porvenir asegurado, disipa en ellos
la angustia del mañana y al mismo tiempo deja
vacante la combatividad antaño necesaria para
'abrirse pa.vo en la vida*. En cambio, bajo otros cie­
los. el cxccso de dificultades por 'subir', en un
mundo en que el trabajo cotidiano está devaluado
en beneficio de los actores de cine y de los gangs­
ters, provoca la desesperación. En ambos casos, la
combatividad sin un campo de acción válida de
pronto hace explosión en un desencadenamiento cie­
go y desprovisto de s e n tid o ../’ Uva Freden. (Le
Monde, 5 de enero de 1957.)

Capítulo IX
RESURGIMIENTOS EN EL
MUNDO MODERNO

P 218. máscara: atribulo de la intriga unto-


rosa y de la conspiración política: símbolo de mis­
terio y de angustia: su carácter sospechoso.
En Francia, hacia 1700, la máscara es una diver­
sión dc la corte. Favorece agradables equívocos.
Pero sigue siendo Inquietante y, de pronto, en la
obra de alguien tan realista como Saint-Simon, da
lugar, dc manera más desconcertante, a una fan­
tasia digna de Hoffmann o de Edgar Alian Poc:

Boulinneux, teniente general, y Wartigny, maris­


cal dc campo, fueron muertos frente a Verue;
dos hombres de gran valía, pero enteramente sin­
gulares. El invierno anterior, se habían hecho
varias máscaras dc cera de personas dc la corte,
al natural, que se llevaban bajo otras máscaras,
de suerte que, al desenmascararse, uno se enga­
ñaba comando la segunda máscara por el rostro,
cuando debajo estaba el verdadero, enteramente
distinto; grande fue la diversión con esa broma.
El invierno siguiente, se quiso continuar con la
diversión. Cuál no seria la sorpresa al encontrar
todas aquellas máscaras naturales frescas y tal
como se las había guardado después del carnaval,
salvo las dc Bouligneux y dc Wartigny que, ol
tiempo que conservaban su perfecto parecido, te­
nían la palidez y la tensión dc personas que
acaban dc morir. Dc esa suerte aparecieron en un
baile y causaron lanío horror que se trató de
arreglarlas con colorete, pero el colorete se bo­
rraba al punto, y la tensión no podía suprimirse.
Lo cual me pareció tan extraordinario que lo creí
digno dc consignarse; pero también me habría
cuidado de hacerlo si toda la corte no hubiera
sido testigo, como yo, y estado sorprendida, en
extremo y en reiteradas ocasiones, dc aquella ex­
traña singularidad. Finalmente tiraron aquellas
máscaras. Mémoires de Saint-Simon, Bibliothè­
que de la Pléiade, t. II, cap. XXIV (1704). 1949.
pp. 414-415.

323
En el siglo χνπ ι, Venecia es en parte una civili­
zación de la máscara. Sirve para toda dase de pro­
pósitos y su empleo está reglamentado. Λ continua­
ción, según Giovanni Comisso, el de la bautta (Les
agentes secrets de Venise ait XVIII* siècle [Los
agentes secretas de Venecia en el siglo x v m ], docu­
mentos escogidos y publicados por Giovanni Co-
raisso, París, 1944, p. 37, nota 1):

La bautta consistía en una cspccic de mantele­


te con capucha negra y máscara. El origen de esc
nombre es el grito de: bau, bau con el cual se
asusta a los niños. Todos la llevaban en Venecia,
empezando por cl dux, cuando quería ir y venir
libremente por la ciudad. Era obligatoria para
los nobles, hombres y mujeres, en los lugares pú­
blicos, para poner Freno al lujo y también para
impedir que la clase de los patricios fuera ata­
cada en su dignidad cuando entrara en contacto
con el pueblo. En los teatros, los porteros debían
vigilar que los nobles se cubrieran bien el rostro
con la bautta pero, una vez dentro de la sala, la
conservaban o se la quitaban, a su antojo. Cuan­
do, por razones de Estado, los patricios debían
entrevistarse con los embajadores, tenían obliga­
ción de llevar la bautta, que en tales ocasiones el
ceremonial también prescribía a los embajadores.

El antifaz es el volto: el zendale es un velo negro


que envuelve la cabeza; el tabarro es un abrigo
ligero que se lleva por encima de las otras prendas.
Se usa para conspirar y para ir a los malos luga­
res. La mayoría de las veces es de color escarlata.
En principio, la ley prohibe a los nobles ponérselo.
Finalmente vienen los disfrace* de carnaval acerca
de los cuales G. Comisso da las precisiones si­
guientes:

324
Entre los diferentes tipos de disfraces asados
durante el carnaval, estaban: los gnaghc, hora«
bres vestidos o no dc mujeres, que imitaban el
timbre agudo dc ciertas voces femeninas; los tati,
que supuestamente representaban a niños gran­
des y estúpidos; los berrwrdoni, camuflados como
mendigos afligidos por deformidades o padeci­
mientos; los pitocchi, vestidos dc andrajos. Fue
Giacoino Casanova quien durante un carnaval en
Milán tuvo Ja idea dc uno mascarada original de
piíocchL Sus compañeros y el se pusieron ropa­
jes hermosos y caros que cortaron con tijera en
diferentes sitios, reparando las roturas con ayuda
de pedazos dc telas también preciosas y dc co­
lores distintos. Mémoires, tomo V, capitulo XI.
(Comisco, op. cil., p. 133, nota 1.).

El lado ritual y estereotipado dc la mascarada


es sumamente sensible. Se manifestaba aún hacia
1940 en el carnaval de Rio de Janeiro.
Bnlre los autores modernos que han analizado
con mayor éxito la perturbación que emana del
uso de la máscara, Jean Lorrain puede reivindicar
un lugar destacado.
Las reflexiones que sirven de introducción al re­
lato titulado L'un d'cux [Uno dc ellos], en su co­
lección de cuentos Histoires dc Manques [Historias
de Máscaras] (París, 1900. Prefacio de Gustave Co-
quiot, también sobre las máscaras, pero insignifi­
cance} merecen ser reproducidas aquí:

¿Quién podrá algún día dar la técnica del mis­


terio atrayente y repulsivo de la máscara, ex­
plicar sus motivos y demostrar lógicamente la
imperiosa necesidad de maquillarse, de disfrazar­
se, dc cambiar dc identidad, de dejar de ser lo
que son. en una palabra, dc escapar dc sí mismos,

325
necesidad ésta a la que ccdcn determinados días
ciertos
jQué instintos, qué apetitos, qué esperanzas,
que codicias, qué enfermedades del alma bajo el
cartón coloreado burdamente de las falsas barbi­
llas y de las falsas narices, bajo la pelambre de
las falsas barbas, el raso brilJante de los anti­
faces o la tela blanca de fas capuchas! ¿A qué
embriaguez de haschisch o de morfina, a qué
olvido de sí mismos, a qué aventura equívoca y
mala se precipitan los días de bailes de máscaras
esos lamentables y grotescos desfiles de dominós
y de penitentes?
Esos enmascarados son bulliciosos, desbordan­
tes de movimientos y ademanes, y sin embargo
su alegría es triste: son más espectros que seres
vivos. Como los fantasmas, caminan en su mayo­
ría envueltos en telas de largos pliegues y, como
los fantasmas, no se ve su rostro. ¿Por qué no
habría de haber vampiros bajo esas largas mu-
cetas, que enmarcan caras rígidas de terciopelo y
de seda? ¿Por qué no el vacío y la nada bajo
esas amplias blusas de Pierrot puestas como su­
darios sobre ángulos agudos de tibias y de hú­
meros? ¿No está ya fuera de la naturaleza y fue­
ra de la ley esa humanidad que se oculta para
mezclarse a la multitud? Evidentemente es ma­
ligna puesto que quiere ocultar su identidad, mal
intencionada y culpable puesto que intenta en­
gañar a la hipótesis y al instinto; sardónica y
macabra, llena con sus tropeles, sus bromas y
sus gritos el estupor vacilante de las calles, hace
estremecerse deliciosamente a las mujeres, caer
en convulsiones a los ni nos y soñar feamente a
Ion hombres, inquietos de repente ante el sexo
ambiguo de los disfraces.
La máscara es el rostro turbado y perturbador
de! desconocido, es la sonrisa de la mentira, cs
cl alma misma de la perversidad que sabe co­
rromper aterrorizando; es el lujo condimentado
con el miedo, con el angustioso y delicioso azar
de ese desafío lanzado o la curiosidad de los
sentidos: "¿Es fea? ¿Es guapo? ¿Es joven? ¿Es
vieja?" Es la galantería sazonada con lo macabro
y, quien sabe, realzada con una pizca de lo in­
noble y del gusto por la sangre, pues, ¿dónde
acabará la aventura? En un apartamiento amue­
blado o en el palacio de una gran semimundana,
tal vez en la prefectura, pues los ladrones tam­
bién se esconden para dar sus golpes y, con sus
rostros solicitantes y terribles, los enmascarados
son tanto de sitios peligrosos como de cemen­
terio: hay en ellos algo del ladrón de capa, de la
mujer de la vida alegre y del aparecido.
(Histoires de. Masques, pp. 3-6.)

327
ÍNDICE

introducción 7

P rim e ra P a rto

I. Definición del ju e g o ..............................27

II. Clasificación de los juegos. . . . 39


a) Categorías fundam entales . . . 43
b) De la turbulencia a la regla . . 64

III. La vocación social de los juegos . . 80

TV. La corrupción de los juegos . . . 87

V. P or una sociología a p a rtir de los


ju e g o s ....................................................... 106

S ik íl n im P arte

VI. La teoría am pliada de los juegos . . 125


1. Conjunciones prohibidas. . . . 127
2. Conjunciones contingentes . . . 128
3. Conjunciones fundam entales . . 129

329
VII. El simulacro y el vértigo . . . . 137
a) Interdependencia de los juegos y
de las c u l t u r a s ............................... 138
1>) La m áscara y el trance . . . . 146

VIII. La com petencia y el azar . . . . 166


a) T ransición...........................................169
b) E l m érito y la su erte . . . . 185
c) La delegación.................................... 201

IX. Resurgim ientos en el m undo mo­


derno ....................................................... 216
La m áscara y el uniform e . . . . 217
La feria a m b u la n te ...............................221
El c irc o ......................................................227
El trapecio. . . ............................ 228
Los dioses que p aro d ia n ....................... 230

Co m plem entos

I. La im portancia de los juegos de azar 239

II. De la pedagogía a las m atem áticas . 266


1. Análisis psicopedagógicos . . . 268
2. Análisis m atem áticos........................281

330
E x p e d ie n t e

II. C la siíic a c ió n ........................................... 293

IV. La corrupción de los juegos . . . 310

VII. El sim ulacro y el vértigo . . . . 312

V III. La com petencia y el azar . . . . 317

IX. Resurgim ientos en el m undo mo­


derno ........................................................322

331
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J. Rostand: El hombre y la vida
R. de BablnJ: ¡.os siglos de la historia (tablas cronoló­
gicas)
B. Croec: Ixt historia como hazaña de la libertad
J. Burckhardt : Reflexiones sobre la historia universal
C. Fernández Moreno: Introducción a ta poesía
M. van Doren : La profesión de Don Quijote
G. L. S. Shackle: Para comprender ta economía
R. A. Dart y D. Craig: Aventuras con ei eslabón perdido
H. Bondi, W. B. Bonnor. R. A. Lytt Jeton y G. J. Whîtrow:
El origen del universo
A. von Martin: Sociología del Renacimiento
E. Cassirer: Antropología filosófica
K. Dufourcq: Breve historia de la música
R. Rcdficld: Et mundo primitivo y sus transformaciones
T. Veblcn : Teoría de la dase, ociosa
W. J. H. Spmtt: Introducción a la sociología
K- MacGowan y W. MclnStc: Las edades de oro dfX teatro
E. Bodcnhcimer: Teoría del derecho
F. L. Mucllcr: Im psicología contemporánea
O. R. Frisch: ixt fitica atómica contemporánea
M. León-Portilla: Los antiguos mexicanos a través
de sus crónicas y cantares

022US HE IN ra É S AMEHCANO

P. Hcnríquez Urota: Historia de la cultura en la Amé­


rica hispánica
Papol Vuh: Las antiguas fristorias del Quiché
J. Silva Herzog: Breve historia de la Revolución Me­
xicana
P. Rivet: Los orígenes del hombre americano
El libro de los libros de Chilam Balarn
G. Freyrc: Interpretación del Brasil
F. Bcnítez: Im ruta de Hernán Cortés
ML Picón-Salas: Oc ta Conquista a la Independencia
L· Cardara y Aragón : Guatemala, las lineas de su mano

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L O á jp ü rG Ó * * t f Ö S HOMBRES
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p W * r y « .‘nvrncKui. y |¿\r e t n, «cata;.·. Μ ') I* 1;
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*P' f*c*. li.v; d. Im virtud·» para 3
ttfrc tar pruebas ^ iic r to - i» a d a uno iU* »τ»'*>ς.
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