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Régis POULET
Presidente del Instituto Internacional
de Geopoética
Nunca antes la humanidad ha estado tan desvinculada del mundo de la tierra y de las aguas.
Hoy las civilizaciones no solo son mortales, sino que también suelen ser mortíferas. En los
últimos tiempos, se ha constatado que el ritmo de la degradación global se acelera. Un
discurso catastrofista y cierto sentimiento difuso y generalizado apoyan la idea de que
nuestro mundo se acerca a su fin. Después de mucho tiempo, hemos logrado alcanzar y
conocer los límites geográficos del planeta. Satélites geosincrónicos son suspendidos sobre
nuestras cabezas como ángeles vacíos o Casandras high-tech de dudosos vaticinios. Los
recursos naturales se están agotando. La tierra está experimentando una crisis de vida que
augura una sexta extinción masiva de las especies. La cultura es hidropónica, sin suelo.
Como lo señala Kenneth White, no existe ya un ‘gran relato fundador’: ni mito, ni religión,
ni Historia. Aquello que se llama «cultura» en nuestra época no es sino una proliferación
vacía, que obedece por lo general a las leyes del mercado. Pero para que una cultura sea
digna de llamarse así, necesita no solo estar viva, sino que también ofrecer —en sus
respectivos niveles y registros— un referente que genere consenso social. En el Paleolítico,
el referente fue la relación del hombre con el animal; durante la Antigüedad, fue el ágora
filosófica y política; en la Edad Media cristiana, Cristo y la Virgen María; en la época
moderna, la creencia en la marcha triunfante de la Historia. Cada miembro de la comunidad
podía tener esos referentes, independiente de cuál fuese su estatus dentro de la sociedad.
Hoy en día, un número cada vez más alto de individuos siente que nos falta una base. La
producción de saberes nunca ha sido tan prolífica y sin embargo no sabemos qué hacer con
ellos; seguimos adelante en un exceso que los antiguos griegos ya denunciaron con el
nombre de hybris. Pero deberíamos tratar de tomar esa masa de conocimientos disponibles
y hacer algo que no retorne contra nosotros ni contra el mundo. Es cada vez más evidente
que la solución a nuestros problemas pasa por una doble atención —no contradictoria—
orientada a lo global y lo local. En la situación colectiva de estos primeros años del siglo
XXI, no tenemos más opción que el atreverse. En este sentido, el propósito de la geopoética
es elaborar una nueva base.
La geopoética fue inventada por el poeta y pensador franco-escocés Kenneth White a fines
de los años setenta, durante un viaje a Labrador (La Route bleue, 1983), aunque sus
premisas y primicias se remontan mucho antes de esta experiencia. Entre los precursores de
la visión de mundo renovada y plena que realza White en sus ensayos, encontramos a
Victor Segalen, Henry Thoreau y también a Alexander von Humboldt. Kenneth
White considera a la obra de Humboldt Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo
Continente (30 vol., 1807-1834) como «una peregrinación geopoética por excelencia», del
mismo modo que Cosmos, ensayo de una descripción física del mundo (4 vol., 1847- 1859)
es una síntesis magistral del pensamiento del siglo XIX. Lo que es particularmente
interesante en Humboldt no son solo sus contribuciones al horizonte general de la ciencia
universal. Si bien él fue un sabio de gran precisión y envergadura, su figura no calza con el
estereotipo de sabio severo y rígido; él fue más bien un «amoureux fervent» (Baudelaire),
un enamorado ferviente del mundo. Viajó durante cinco años y a menudo en condiciones
materiales dificilísimas por Nueva Granada y El Perú, Nueva España, de Cumaná a San
Carlos, de Cartagena a Quito, de Lima a Veracruz… lo que le inspiraba, la principal razón
de sus viajes, era que éstos lo hacían profundamente feliz. A su llegada a Cumaná escribió
lo siguiente: «Estamos aquí, al fin, en el lugar más divino y maravilloso. Plantas
extraordinarias, anguilas eléctricas, tigres, armadillos, monos, loros, y muchos, pero
muchos Indios puros, semi-salvajes, una raza de hombres muy bella e interesante. Desde
nuestra llegada, corremos como locos… presiento que aquí seré feliz». Para Humboldt, el
saber está ligado al ser, el ser está ligado al entorno y, gracias a una constante preocupación
estética, el pensamiento puede proyectarse hacia nuevos horizontes. Es entonces cuando se
conforma una visión de mundo, rica y habitable; un cosmos: «un conjunto de relaciones que
es más fácil de comprender cuando estamos situados en él, que cuando tratamos de
definirlo con precisión». Se podría decir que Humboldt ha pasado por una gaya ciencia y se
ha aproximado a la geopoética.
Para ser capaces de decir algo, o tal vez incluso para ser capaces de ver algo, requerimos
de un sistema. Pero necesitamos mantenerlo flexible y fluido, en una oscilación perpetua
entre el fenómeno y el vacío, sin intentar supeditar la realidad a una idea, ni tampoco
ansiando describir la realidad por completo.
Un sistema abierto, con pasajes y brechas en los que el pensamiento permanezca despierto.
Un mapa es un sistema. Lógicamente, el mapa nunca es el territorio, pero puede sugerirlo.
El mapa puede incluso iniciarnos y permitirnos superar el territorio (para avanzar hacia
las abstracciones vivientes).
Y cada idioma es, por supuesto, un mapa.
El mapa, jamás terminado, de un mundo emergente.
*El presente trabajo ha sido escrito por Régis Poulet para el primer número de Provinciana,
revista de literatura y pensamiento (Editorial de la Universidad de Valparaíso, Valparaíso,
2015, pp. 40-44). Traducción de Esther Browne y Cristián Arregui.