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EL SEÑOR QWERTY

El señor Qwerty no dudó un instante en que la cábala -”su” cábala- le resultaría nuevamente útil.
Como las otras veces. Por ello pensó en todo el viaje en subte que su jefe lo recibiría en su enorme
despacho con un gesto severo, lo haría sentarse frente a él, le preguntaría cómo estaba ese día
y...y…

El señor Qwerty tuvo suerte pues cortó sus cavilaciones un segundo antes de que las puertas
automáticas se cerraran. Saltó hacia el andén y se dejó llevar por el gentío que ascendía por la
escalera mecánica. Sentado en un banco de la plaza volvió a retomar sus ideas hipotéticas.
“Excelente, porque no creo que hoy tenga buenas noticias para usted”, iniciaría el jefe su corto y
lúgubre mensaje. “Estamos en un periodo de racionamiento y recortes que nos obliga a
desprendernos de elementos valiosos, como es su caso, por lo que me toca la desagradable tarea
de...de…”

El señor Qwerty sintió que alguien le tocaba el hombro. Sorprendido, disgustado porque se le
cortaba nuevamente el conjuro, giró su rostro hacia el andrajoso mendigo que se detuvo a su
izquierda, mostrándole un rostro invadido de arrugas. “Présteme un conjuro”, le suplicó al instante.
“Usted tiene muchos y algunos no los usa.”

El señor Qwerty se sonrojó frente al extraño. El pudor venció a la sorpresa. ¿Cómo podía saber ese
ser mínimo, despojo humano, cuáles eran sus artilugios para desafiar el destino? ¿Cómo adivinó ese
ente que cuando él pensaba en un siniestro posible, lo futuro se abría como un abanico de
buenaventuranzas? Eso siempre le había dado buenos resultados, como ahora, que intuía que iba a
ser despedido de la empresa.

El señor Qwerty creyó que lo mejor era alejarse del lugar sin mirar ni darle respuesta al extraño.
Pero el hombre lo sujetaba por la manga insistiendo con su pedido: un conjuro, tan solo uno. Se
hacía tarde, la entrevista con el jefe estaba pactada para dentro de unos escasos minutos.

El señor Qwerty atinó a gritar: “¿Pero qué es lo que quiere? ¡Suélteme, se lo pido!” La mirada del
despojo pareció endulzarse. “Solo le pido su perdón...” El señor Qwerty tuvo un segundo de duda,
se soltó bruscamente y mientras escapaba le gritó: “Sí, m'hijo. Está perdonado”.

El señor Qwerty maldijo el no haber podido completar la escena mental de su desafuero laboral. Las
cosas se dieron exactamente como él las hubo ideado parcialmente, pero a la inversa de cómo
hubiesen ocurrido si hubiera podido completar el cuadro. La perorata del jefe justificando su
despido duró breves minutos, durante los cuales se entremezclaban las palabras del otro con las
mismas que él tenía preparadas, pero no alcanzó a cristalizar en el tiempo.

El señor Qwerty no pudo imaginar ni remotamente el final inesperado que lo acechaba a pasos de la
oscura esquina de su casa. La imagen que se estaba formando de un violento encuentro a poco antes
de llegar a su domicilio, algo que siempre le auguraba una llegada feliz y a salvo, le fueron
interrumpidas por un grito: “¡Dame todo lo que tenés!”. Un movimiento involuntario y el frío del
cuchillo entrándole en el corazón. El señor Qwerty cayó sobre un manto de sangre viendo como
huía amparado por las sombras su andrajoso asesino.

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