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LOS HIJOS DEL FRANQUISMO

¿Quién no es consciente del poder que ejercen los aparatos ideológicos sobre nuestras
consciencias? A priori, todos sabemos que la televisión, la prensa o la red son potentes
«agitadores» o, mejor dicho, lazarillos de nuestras conciencias, sobre todo el último, en
auge en los últimos tiempos.

La televisión, sin duda alguna, es uno de los aparatos más poderosos, pero destaca por
una cualidad mayor: la inconsciencia del consumidor. Por poner un ejemplo, las
parrillas televisivas se estructuran ateniendo a nuestros hábitos, pero, paralelamente,
estos últimos son los que han ido conformando a las primeras. Es, por tanto, un camino
de ida vuelta, un aparato cuyo objetivo es darnos lo que nos interesa para sumirnos
pacíficamente en el sistema y convertirnos en cachorros del mismo; es, en resumidas
cuentas, ese aparato que nos hace sentarnos a las nueve de la noche para reunirnos en
torno a este trasto con la excusa de la cena. Además, alegando a su principal cualidad, lo
tenemos tan integrado en nuestro código social que es inconsciente; no sabemos que
estamos siendo manipulados porque ha partido de nuestros hábitos y creencias para
desarrollar toda su parafernalia.

Otros aparatos que también tienen cierta influencia son la radio y la prensa, aunque su
menor divulgación debido a su elitismo disminuye el rango de efecto sobre el pueblo.
Aunque, eso sí, si hay que hablar de un aparato en auge, ese es la red, capaz incluso de
desafiar a la televisión por la repercusión que tiene mayormente en los jóvenes. Si antes
decíamos que la familia se rodeaba en torno a la televisión para cenar, ya ni eso. La
implantación de la red en los teléfonos móviles está generando un modelo de vida que
gira exclusivamente en torno a ellos, promueve el aislamiento y erradica uno de los
valores humanos por excelencia, el contacto social, en aras de uno falso, el virtual.

Ahora bien, de entre todos los aparatos ideológicos hay uno que destaca, o por lo menos
debería hacerlo, por encima de los demás, la escuela. La escuela debe ser el aparato más
importante en tanto de que trata de ofrecerle al alumno una serie de ideologías para que
el escoja y conforme su propio pensamiento e ideología. El problema viene cuando se
opta por adoctrinar en lugar de por pensar y se impone una sola ideología como la
dominante; es cuando aparecen los pensamientos autoritarios como el nazismo o la
dictadura franquista.
Ahora bien, ¿el franquismo adoctrinó desde la escuela, ese poderosísimo aparato
ideológico? No cabe duda de que, ciertamente, la escuela tuvo una gran influencia.
Primeramente, porque se liquidó sin miramientos el modelo educativo aprobado en
1931; después, porque se expulsó a todos los profesores republicanos y se convirtió en
una escuela católica. La escuela ejerció una gran influencia, cierto, pero tampoco es
menos cierto que la grave situación económica hizo que no todos pudieran acceder al
sistema educativo; de ahí que, quizás, la escuela no tuviera tanta influencia como
creemos.

El aparato ideológico que sí fue eficaz y ostensivo a todo el pueblo fue el miedo, el
temor. Ese sí que no entendía de edad, sexo o condición, sino de fuerza, agresividad y
dolor. Recuerdo con nostalgia la valentía de mis bisabuelos, esos gladiadores nacidos en
la década de los 20 que mamaron de todo ese alborozo republicano, que se declaraban
comunistas, socialistas y anarquistas con total orgullo y que no solo condenaron un
régimen impuesto de forma ilegítima por unos ricachones «nacionales» venidos a
menos que vendieron su país a Alemania e Italia, sino que además lucharon en las
trincheras para defender los intereses del verdadero pueblo español.

Esta gente merece, sin duda, nuestros más sinceros respetos. Muchos murieron en el
frente, otros se marcharon al exilio y otros intentaron sobrevivir a un asedio franquista
que destrozó a España tanto social como espiritualmente. Les debemos nuestros
respetos porque gracias ahora tenemos el sistema que tenemos. Hay que decirlo muy
alto, que no nos engañen. En los 70, asistimos a un régimen podrido, anacrónico; se
abría un régimen distinto, pero que, en definitiva, siempre ha supuesto la supremacía de
las élites sobre el pueblo llano. En el 75, había dos opciones: una democracia real, en su
sentido etimológico, en la que el pueblo tenía un derecho real a decidir; y una
democracia falsa, en la que siempre dominaría la derecha de siempre.
Desafortunadamente, ganó la falsa democracia, muy semejante al sistema turnista de la
Restauración, pero las presiones que ejercieron nuestros bisabuelos supusieron ciertas
concesiones, sobre todo de índole social. De hecho, parte del panorama político actual
tiene que ver con el colapso de esa pseudodemocracia, de ese sistema turnista, y la
reclamación del pueblo de la verdadera democracia, una democracia que realmente
tenga en cuenta al pueblo llano y que deje de conceder privilegios a los ricachones de
siempre.
Parece curioso, pero el último siglo y medio, bajo la denominación que sea, ha
transcurrido entre la pugna entre dos frentes: ricos y pobres. Unos pobres que estaban
hartos de ser obviados, ninguneados y maltratados por los ricos y que necesitaban
protagonismo para reclamar honradamente sus derechos; y unos ricos que, ante la
inminente oleada de democracia que se avecinaba, tuvieron la desfachatez de imponer
el miedo y la injusticia bajo el nombre de varias monarquías, varias dictaduras y una
falsa democracia.

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