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ABBE PIERRE

"MIS RAZONES PARA VIVIR"


MEMORIA DE UN CREYENTE
Título original: Mémoire d'un croyent
Traducción: José Manuel López Vidal

Fotografía de cubierta: Franck Martine/Magnum Zardoya

Diseño de cubierta: Estudio SM


Pablo Núñez

© Librairie Arthème Fayard, 1997

© PPC, Editorial y Distribuidora, S.A.


C/ Enrique Jardiel Poncela, 4
28016 Madrid

ISBN: 84-288-1448-1

Depósito legal: M-37.178-1997

Fotocomposición: Grafilia, S.L.


Impreso en España / Printed in Spain
Imprenta SM - Joaquín Turina, 39 - 28044 Madrid
Al saharaui François Garbit

Al padre Henri de Lubac

Ambos tan distintos y ambos tan parecidamente


orientados hacia Dios. A ambos, en los dos momentos
más graves de mi vida, les debo lo poco que soy.
PRÓLOGO

En el crepúsculo de mi vida, siento tres


necesidades imperiosas.
La primera es la de confiar lo que creo que
ha sido lo esencial de mi existencia, dejando que
en el recuerdo se mezclen hechos antiguos y
recientes.
La segunda necesidad que siento es la de
dar las gracias por todo lo que me ha sido dado.
Lo más preciado de lo que he recibido procede
de las tres fuentes que han regado mi vida
interior: el pueblo judío, que a través de su libro
santo, la Biblia, me enseñó a creer en el Dios
Único, Justo y Misericordioso; la Iglesia, que me
dio la certeza de que el Eterno es Amor y de que
no cesa de manifestarse entre nosotros, y
Emaús, donde, viviendo entre los más
machacados por la vida, me he encontrado más
íntimamente unido a Jesucristo.
Y la tercera necesidad es que este viejo,
después de tantos enfados, luchas y polémicas,
aspira cada vez más intensamente a la
reconciliación y a la paz. ¿Cómo es posible que,
a lo largo de mis ya dilatados días, haya podido,
a pesar de mis esfuerzos sinceros por vivir en el
amor y la verdad, herir a las personas que más
amaba y respetaba? ¡Y qué profundamente me
han afectado también a mí estos golpes crueles
de la vida!
Ojalá en nuestros últimos días podamos
decir humildemente a Dios y a nuestros
hermanos: Perdónanos como también nosotros
perdonamos.
Este libro es, ante todo, una exigencia que
surgió en mí tras la visita de un desesperado
que vino a preguntarme sobre mis razones para
vivir.
A través de su interpelación, me vi obligado
a rememorar lo que ha constituido, a lo largo de
toda mi vida, el meollo de mi fe y de mi
esperanza.
¡Ojalá este libro pueda aportar una
respuesta a este desconocido y a todos los que,
hoy más que nunca, se interrogan sobre el
sentido de la vida!

Quiero expresar toda mi gratitud a Frédéric


Lenoir que ha hecho posible este libro con su
apoyo amistoso y sus preciosos consejos.
PRIMERA PARTE

Águilas heridas
I

LA ALEGRÍA DE LAS LÁGRIMAS

El pasado verano recibí una carta de un


desconocido en la que me decía: «Estoy
obsesionado por la idea del suicidio. No tengo
conocimiento espiritual alguno. Le pido que me
reciba, antes de que ceda a mi obsesión,
simplemente para que usted me hable de las
alegrías de su vida».
Me quedé desconcertado. Obviamente, he
experimentado en mi vida alegrías sencillas,
como todo el mundo. Durante los seis años de mi
vida de capuchino, enclaustrado, cuando
terminaba de escribir, pintar o dibujar, firmaba
mis obras sin dudarlo con el seudónimo
«hermano Alegría». Un día que estaba enfermo,
uno de mis compañeros deslizó sobre mi mesa
una de las miniaturas que había pintado, en la
que había añadido a mi firma: «hermano Alegría
de las lágrimas».
¿Pero había sentido también en mi vida
alegrías profundas, esas alegrías con las que
sueña todo ser humano cuando el absoluto le
ronda? ¿Encontraría en mi vida alegrías que
merecieran ser contadas? Lo que experimenté,
ante la interpelación del desconocido fue un
sentimiento de vacío. ¿Qué esperaba de mí el
desconocido que me planteaba tal experiencia?
¿Me había planteado alguna vez ese tipo de
cuestiones?
Estuve buceando durante varios días en mi
interior cuando, de pronto, me vino a la mente
un hecho acaecido hacía cuarenta años. Un
acontecimiento en el que no había pensado de
inmediato, porque me había sobrecogido tanto
que, desde entonces, formaba parte de mí ser.
Fue en una de las primeras acogidas de los
que, abandonando la miseria o el desencanto de
una vida sin objetivos, iban a convertirse en los
primeros compañeros de Emaús. Estábamos
instalados entonces en Neuilly-Plaisance, en las
afueras de París. Todos los domingos por la
mañana, teníamos una reunión en la que
debatíamos las ayudas que íbamos a darles a los
que eran todavía más desgraciados que
nosotros.
Terminada la reunión, yo solía subir al
primer piso, donde estaba mi cuarto. Siempre
trabajaba de pie, porque estaba tan cansado que,
cada vez que me sentaba, me quedaba dormido.
Para que no me sorprendiera el sueño abría dos
cajones metálicos de unos archivadores, ponía
una plancha de madera entre ambos y ésa era
mi mesa de trabajo.
Al estar de pie, divisaba continuamente el
patio de delante de la casa. Desde mi atalaya
veía a uno, dos, cinco o diez compañeros que
salían de paseo. Al verles, una alegría inmensa
recorría todo mi ser, porque estos hombres se
habían transformado en personas dignas y
aseadas. Nadie podría distinguirles, en la calle,
de cualquier persona decente de la ciudad.
Entonces recordaba el sucio aspecto que tenía
éste o aquél quince días o un mes antes,...
cuando temblando preguntaban: «¿Todavía hay
sitio para mí?». Estaban avergonzados porque
se sentían malos, sucios, no podían cambiarse
de ropa y dormían a la intemperie. Recordaba a
aquellas personas abatidas y humilladas y los
veía, ahora, convertidos en «hombres en pie»,
como ellos mismos decían. Esta fue la alegría
más grande que vino a mi mente en primer
lugar.
Apenas se despertó este viejo recuerdo en
mi memoria, me sentí invadido por otras
alegrías, también muy intensas, como si se
hubiese roto un dique y bajasen en tromba
todas ellas.
Un ejemplo: la primera vez en la que, junto
con una docena de judíos perseguidos por la
Gestapo, pasamos clandestinamente la frontera
suiza.
Enclaustrado en un convento durante siete
años, estuve ajeno al crecimiento del nazismo y
del antisemitismo hasta que estalló la guerra. En
mi ambiente se admiraba a Pétain, el vencedor
de Verdún, y nadie me había informado de las
primeras medidas de Vichy contra los judíos.
Tras la derrota, estuve de sacerdote en
Grenoble y allí descubrí que los judíos eran
perseguidos. Una noche, dos de ellos vinieron a
llamar a mi puerta con lágrimas en los ojos:
«Escóndanos, por favor, padre. Somos judíos y
nos persiguen».
Ni por un instante me planteé qué debía
hacer. A uno de ellos lo acosté en mi colchón, al
otro sobre el somier y yo terminé la noche en un
sillón.
Al día siguiente fui a ver a la superiora del
convento de Notre-Dame de Sion para saber
qué amenaza pesaba sobre ellos y qué debía
hacer. Me dijo que su convento estaba repleto
de judíos escondidos y que era absolutamente
necesario pasarlos a Suiza. Yo conocía un
sendero, para cruzar la frontera, pero un
sendero que discurría a 3.200 metros de altitud.
Con la ayuda de un amigo, guía de alta
montaña, organicé pasajes clandestinos a Suiza.
Tras una larga marcha y tras pasar una noche
en el refugio Alberto I, alcanzábamos la colina y
entrábamos en el glaciar del Trient.
Al llegar a la frontera les decía con el
corazón henchido de alegría: «Estáis salvados.
¿Veis aquella cabaña a lo lejos? Allí os espera un
amigo que tiene todo preparado para
introduciros y estableceros en Suiza».
Más tarde volví a encontrarme con alguno
de ellos. Recuerdo que una vez, en Washington,
al finalizar la conferencia que yo daba, se me
acercó un profesor de historia y me dijo: «¿No
me reconoce?». «No», le contesté, sorprendido.
Entonces él me dijo: «Marcus». Y mi rostro se
iluminó: Marcus formaba parte del primer
grupo de clandestinos a los que había ayudado
a cruzar la frontera.
Tampoco olvidaré jamás la intervención de
un rabino, durante una conferencia pública en
plena campaña electoral, inmediatamente
después de la guerra. En medio de una
asamblea tumultuosa, mientras los adversarios
políticos lanzaban calumnias contra mí, alguien
se levantó y dijo: «Déjenme decirles algo». Nos
sentamos todos y vi subir al estrado a un
viejecillo en un estado lamentable. Cogió el
micrófono y dijo: «No votaré por el Abbé Pierre
porque no estoy en el mismo bando político que
él, pero no puedo soportar los insultos que le
están dirigiendo. Quizá usted no se acuerde de
mí, pero yo soy el rabino Sam Job, el que le
confiaba a mis amigos que estaban en peligro
durante la Ocupación. Un noche, usted se quitó
sus zapatos y se los dio a uno de los que tenía
que huir a través de las montañas, acompañado
de un guía amigo suyo, y usted volvió descalzo
por la nieve».
Emocionados por la evocación de este
recuerdo, nos abrazamos y la sala comenzó a
aclamarme. La política divide, los gestos de
solidaridad unen.
Otro recuerdo muy vivo y mucho más
conocido: en la batalla que sosteníamos para
construir viviendas, habíamos pedido un
crédito de mil millones (de francos antiguos)
para la construcción de viviendas para los
pobres. Nos respondieron: «Más adelante». Ese
mismo día, un bebé murió de frío y una anciana
fue expulsada de su buhardilla por retrasarse en
el pago del alquiler. Entonces, decidimos
desencadenar la tormenta mediática del
invierno de 1954. Ante la concienciación de la
opinión pública —¿no consiste precisamente en
eso la democracia, en que la opinión pública
imponga lo que quiere a los que ha elegido para
representarla?—, los diputados se reunieron de
urgencia, en sesión extraordinaria. Un mes
antes se habían negado a desbloquear un
crédito de mil millones. Ese día, votaron la
aprobación de diez mil millones, gracias a los
cuales pudimos construir doce mil viviendas
por toda Francia.
Qué alegría tan grande cuando Robert
Buron y el senador Léo Hamon llegaron a mi
despacho exultantes y gritando alborozados:
«¡Lo hemos conseguido! ¡Hemos conseguido
diez mil millones!».
Recuerdo también a aquel hombre al que le
construimos una casa. Llegó un día, fuera de sí:
«¡Padre, mi mujer y mis hijas han
desaparecido!». Los buscamos durante
veinticuatro horas. Toda la comunidad se
movilizó. Finalmente, vino a decirme: «Ya los
hemos encontrado». La mujer estaba a orillas
del Marne, temblando de frío y con sus dos
hijitas apretadas contra ella. Había ido hasta allí
para arrojarse al agua, pero no se había
decidido a hacerlo. Hacía veinticuatro horas que
estaba allí, sin comer, sin dormir, con sus dos
hijas medio muertas de frío. Además, la pobre
mujer estaba esperando otro bebé. Vivían en un
sótano, sin ventanas, ni agua, ni servicios.
Hacían sus necesidades en periódicos y en
botellas, que echaban a la papelera del inmueble
vecino. Algo terrible. Por fin pudimos
construirles una pequeña casita.
Evidentemente, no podíamos resolver el
problema de los sin techo de toda Francia. Pero
valía la pena haber sudado la gota gorda
recogiendo trapos, periódicos viejos y chatarra,
para conseguir algo de dinero y comprar los
materiales.
Como ven, mis recuerdos están poblados
de hechos dramáticos. Mis alegrías surgían en el
momento en que el drama cesaba o se atenuaba,
aunque otras muchas angustias continuasen sin
resolverse.

El encuentro con el desconocido que me


había escrito la carta duró dos días, en la paz
del monasterio.
Durante esos días, sólo entrecortados por
los oficios cantados de los monjes, la verdad es
que dedicamos poco tiempo a la evocación de
estos recuerdos. Pero cada vez que le contaba
alguno de ellos, mi interlocutor comprendía que
implicaba toda una opción de vida. Cuando
llegó la hora de despedirnos, escribió en el libro
de oro del monasterio estas líneas: «28 de julio
de 1996. Antes de venir aquí, me resultaba
difícil imaginar o soñar con que algo así fuese
posible. Ésta es la señal de que existe la fe en el
amor del hombre. Existe y se puede tocar,
sentir, ver, respirar lo más sencillamente, lo más
naturalmente del mundo, cuando se hace un
hueco en la vida para ello. Praglia (es el nombre
de la abadía donde nos habíamos encontrado)
es la evidencia del amor, la evidencia de este
tiempo, la evidencia de esta eternidad. Gracias».
El encuentro con este desconocido tampoco
había sido vano para mí.
Más de un lector se habrá preguntado quizá
cómo se me ha ocurrido el título de este
capítulo. Pues a través del trabajo de la
memoria. Los recuerdos de estas alegrías reales
y extrañas que jalonan mi larga vida, ¿no
muestran acaso claramente que el ser humano
está, a la vez, ávido de horizontes y de espacios
ilimitados, como un águila, y al mismo tiempo
obligado a luchar, incapaz de volar realmente,
como si una herida se lo impidiese?
II

EMAÚS

Emaús está formado en la actualidad por


350 grupos implantados en 38 países. En
Francia hay 110 comunidades, integradas por
unas 4.000 personas.
Tenemos tres reglas. En primer lugar,
trabajamos para ganarnos la vida (rechazamos
toda subvención estatal, regional o local excepto
para los ancianos y los inválidos). En segundo
lugar, lo compartimos todo. El más fuerte o el
que más aporta a la comunidad no tiene más
que el viejecillo jubilado. Y por último,
trabajamos más de lo que necesitaríamos para
vivir, con el fin de poder nosotros, los
humillados, los excluidos y los marginados,
ofrecernos el lujo de ser donantes.
Somos pobres que damos a pesar de
nuestra indigencia. Por eso podemos decir a los
demás: «Nosotros, que somos pobres, pequeños
e insignificantes, con lo que otros desechan
conseguimos dar y salvar a otros, poniendo en
ello todo nuestro corazón. Ustedes que no
carecen de nada, que tienen más de lo que
necesitan, cuántas cosas podrían hacer si lo
intentasen». En esto consiste el movimiento
Emaús. ¿Cómo comenzó?

Era la época de la posguerra. Yo era


diputado. Una mañana, alguien me llama: «Un
hombre acaba de intentar suicidarse a tres
kilómetros de su casa y quiere volver a hacerlo.
Venga». Al llegar, me encontré con un hombre
profundamente desgraciado, que me contó su
vida. ¡Una auténtica novela!
Su madre era una modesta mujer de la
limpieza. Un día un notario la convoca y le
dice: «Señora, un viejo señor al que usted ha
servido, al no tener herederos, le ha designado
a usted como heredera universal. Es toda una
fortuna: viñas en Champagne, propiedades,
etc.» Apenas esta pobre mujer se hizo rica, un
gendarme sin escrúpulos —los hay buenos y
malos, como en todas las profesiones— se puso
a hacerle la corte. Se casaron y el gendarme
comenzó de inmediato a despilfarrar el dinero
de su mujer. Después, nació Georges, el hombre
que acababa de intentar suicidarse. Georges
nunca había tenido vida de familia, porque
siempre había estado en internados.
Cuando iba a su casa de vacaciones, su
madre, desesperada y humillada al ver cómo se
comportaba su marido, le decía: «Mira, su
revólver está en el cajón. Algún día tendrás que
vengarme».
A los veinte años, Georges se enamoró de
una chica y se hicieron novios. Pero, al poco
tiempo, su novia le mandó una carta de
ruptura, sin más explicaciones. Incluso ahora, a
sus cuarenta y cinco años, me decía que seguía
amando a esa mujer y lloraba amargamente.
La culpable de su desgracia había sido la
amante de su padre, quien, para «meter mano»
en su fortuna, quería que el joven Georges se
casase con una chica pariente suya. Por eso, le
había enviado a la novia terribles cartas
anónimas para que le abandonase.
Desesperado, Georges había terminado por
aceptar este otro matrimonio y pronto les
nacería un bebé.
Hablando con su primera novia para tratar
de entender los motivos de la ruptura, unos
amigos descubrieron la existencia de las cartas
anónimas. Indignados, corrieron a enseñárselas
a Georges. Éste reconoció la letra de la amante
de su padre y, presa de un rapto de locura,
cogió el revólver para matar a la mujer que le
había separado de su novia. Se trataba de un
arma automática que Georges no sabía
manipular e hirió a la mujer. Su padre, que
estaba por allí, se precipitó sobre él, recibió la
última descarga y murió. Parricidio, el peor de
los crímenes. El tribunal le condenó a trabajos
forzados perpetuos. Y Georges partió para
Cayenne antes del nacimiento de su bebé.
No conocía, pues, a su hija. Cuando ésta
tuvo quince o dieciséis años, le escribía a la
cárcel cartas llenas de ternura. La chiquilla se
había hecho una imagen idealizada de su padre:
una víctima que sufría allá lejos por culpa de un
amor.
Y de pronto, un golpe de suerte. A Georges
le conmutaron la pena por haber salvado a
alguien en un incendio con riesgo de su propia
vida. Y volvió a Francia de improviso. Cuando
llegó a su casa, impaciente por conocer a su hija,
descubrió que su mujer vivía con uno de sus
compañeros de presidio, liberado unos meses
antes que él, y que había venido a traer noticias
suyas a su familia. Ya había un bebé en camino.
En cuanto a su hija, la que le escribía con tanto
amor, quedó decepcionada y casi sintió asco al
descubrirle tal y como era: con un poco de
tuberculosis (de esa enfermedad murió quince
años después), palúdico y un poco alcohólico. Y
la niña se negó a hablar con él.
Entonces, Georges intentó suicidarse. Fue el
momento en el que le encontré.
Después de haberle escuchado, le dije:
«Georges, tu historia es terrible. Pero yo no
puedo hacer nada por ti. Mi familia es rica, pero
cuando decidí hacerme monje renuncié a toda
mi herencia. No tengo un céntimo. Soy
diputado, recibo mi sueldo todos los meses pero
hay muchas familias que vienen llorando a
contarme las terribles condiciones en las que
viven. Por eso decidí construirles pequeñas
casas. En eso invierto todo mi sueldo de
diputado y tengo muchas deudas. No puedo
hacer nada por ti. Y tú, además, quieres morir y,
si lo quieres, nada ni nadie te lo podrá impedir.
Sólo te pido que pienses en las madres que
están esperando que termine sus viviendas.
Antes de matarte, ¿no te gustaría echarme una
mano para que les podamos entregar más
pronto sus casas?»
Su rostro cambió. Georges dijo que sí. Y
vino. Era como un fantasma ambulante, pero
era útil para ayudarme a transportar las
planchas, cuando mi cargo de diputado me
dejaba un poco de tiempo libre para avanzar en
la construcción. Y este trabajo volvió a dar
sentido a su vida.
«Con cualquier otra cosa que me hubiera
dado usted (dinero, una casa, trabajo), me
hubiera intentado suicidar de nuevo. Lo que me
hacía falta no era de qué vivir sino razones para
vivir», me confesó más tarde.
A partir de entonces, vivió para ayudar a
otros todavía más pobres y más desgraciados
que él. El desesperado se convertía en salvador.
Emaús había nacido.
¿Cuál fue la primera familia a la que le
construí una casa? Un día vi llegar a una mujer
con tres niños, un abuelo... y dos papás. Me
explicaron que acababan de ser expulsados de
un local vacío que ocupaban. Les alojé
provisionalmente en mi gran casa de Neuilly-
Plaisance, que había convertido en un albergue
de jóvenes. Eran las vacaciones de Navidad.
Nevaba. El albergue estaba lleno de alemanes,
franceses, ingleses, etc. No había sitio para la
familia. Al no encontrar otra solución, quité al
Buen Dios de la capilla, le llevé a un rincón
limpio del granero, e instalé a esta curiosa
familia en su lugar.
A veces, me digo que si nuestra lucha por
los sin techo ha alcanzado tal amplitud es porque
el mismo Jesús fue el primero en dejar su casa a
una familia sin hogar.
Unos días después de instalarse en la
capilla con sus colchones y sus maletas, el
verdadero padre, el legítimo, vino a verme un
poco avergonzado y me dijo: «Padre, tengo que
hablar con usted. Espero que no nos juzgue ni
nos condene. He estado preso durante toda la
guerra en Alemania. Cuando volví, encontré a
mi mujer viviendo con ese otro. Yo tenía un hijo
y, durante mi cautiverio, ella tuvo otros dos del
otro. ¿Qué podía hacer? ¿Matarla a palos?
Estuve tentado de hacerlo. Pero los tres son
hijos de mi mujer, dos eran del otro y el primero
era mío. Reflexioné y me dije: ¿Qué hará sufrir
lo menos posible a los pequeños? Al final,
llegamos a un acuerdo: él trabaja de día y yo de
noche».
Me dieron ganas de reír y llorar al mismo
tiempo. En vez de matarse o de pensar
exclusivamente en ellos, optaron por lo que
podía preservar mejor a los pequeños, a los más
débiles.
Les construimos una casa y les instalamos
en ella. Lo primero que hicieron fue clavar un
cartel en la puerta con la siguiente frase: «La
alegría de vivir». Después, cuando los hijos
fueron creciendo, se instalaron en dos casas, lo
cual parecía una solución más conveniente.
En los inicios de Emaús, no sólo hubo
compañeros y familias, sino también
voluntarios, la mayoría de las veces chicos a los
que no les faltaba de nada, hijos de ricos que
nos echaban una mano.
El primero de estos voluntarios era el hijo
de un empresario. Había terminado sus
estudios, era ingeniero y estaba destinado a
suceder a su padre al frente de una gran
empresa. Un día vino a verme y me dijo:
«Padre, por mis estudios, creo que soy un
profesional competente. Conozco mi oficio,
pero en cambio no sé nada de los hombres.
¿Podría vivir con usted algún tiempo para
aprender a conocerlos?». «Claro que sí», le
contesté. Al cabo de un año, me trajo una carta
del padre de su novia —lo que me hizo reír
mucho—, en la que le decía: «Querido chaval,
ya está bien. Tienes que elegir entre los trapos
del Abbé Pierre y mi hija». Se casaron y
tuvieron rápidamente dos hijos.
Pero, presa de pánico ante la
responsabilidad paterna, este hombre generoso
desapareció de repente sin dejar dirección
alguna. Su mujer no sabía nada de él. Un buen
día recibió una carta. En ella, su marido le
contaba que se había alistado en la Legión
extranjera. Le escribía desde Sidi-Bel-Abbés,
donde estaba su acuartelamiento. Sin dudarlo,
cogió a sus hijos y se fue a vivir a su lado, hasta
que su marido terminó los cinco años en la
Legión. Desde entonces se convirtieron en una
familia maravillosa.

Así nació Emaús: con un asesino suicida


fracasado, con una familia con dos padres para
una sola esposa y con un ingeniero, hijo de
papá, que abandona a su mujer y a sus hijos
para alistarse en la Legión extranjera. En
definitiva, Emaús nace con todo tipo de águilas
heridas.
Y así me parece que es el corazón humano:
tejido de sombras y de luz, susceptible de actos
heroicos y de terribles cobardías, aspirando a
vastos horizontes y tropezando sin cesar contra
todo tipo de obstáculos, la mayoría de las veces
internos.
III

EL EVANGELIO
DE LOS POBRES

Esta aventura, que comenzaba convirtiendo


hombres abatidos en «hombres en pie», con
estas familias desesperadas a las que veía
recobrar la esperanza una vez que tenían su
pequeña casita, me impulsaba a cuestionar toda
aquella educación que me había enseñado a
respetar el siguiente principio: «Hay cosas que
se hacen y otras que no se hacen».
Gracias a acontecimientos como éstos, iba a
verme impulsado, y casi obligado, a buscar
otros valores. Valores que iba a encontrar en el
Evangelio. Pero un Evangelio releído con otra
sensibilidad. Un Evangelio que iba a abrirme la
puerta de la esperanza, por encima de toda
duda.
Leía y releía los evangelios. En ellos veía a
un Jesús que se atrevía a poner en solfa una
multitud de prescripciones que pretendían
regular, en nombre de la religión, desde la
oración hasta los más mínimos detalles de las
relaciones sociales, de los noviazgos, de la vida
doméstica, definiendo las conveniencias, etc. Y
descubrí también que Jesús no cesaba de
encontrarse con «águilas heridas» y de
ayudarles a recobrar la esperanza.
Observemos, por ejemplo, el personaje de
Zaqueo (Lucas 19). Era un canalla que se
dedicaba a recaudar los impuestos para los
ocupantes romanos. Con tal de que le entregase
a la autoridad romana lo que ésta le exigía, él
tenía casi total libertad para imponer los
impuestos que quisiese al pueblo de Israel. ¡Era,
pues, un colaboracionista y un ladrón a la vez!
Un día, Jesús atravesó la ciudad de Jericó. Y
Zaqueo quería conocer al tal Jesús. Como era
bajo de estatura, no conseguía verle entre la
multitud. Entonces, corrió un poco más
adelante y se subió a un sicomoro para poder
verle mejor. Llegado a este lugar, Jesús le dijo:
«Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que
alojarme en tu casa». Zaqueo bajó de su árbol y
lo recibió con alegría. Entonces, la multitud
murmuró y dijo: «Se ha alojado en casa de un
pecador». Pero Zaqueo le dijo a Jesús: «Señor, la
mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y si
engañé a alguno, le devolveré cuatro veces
más». Jesús les respondió: «Hoy ha llegado la
salvación a esta casa, pues también éste es hijo
de Abrahán. Pues el Hijo del hombre ha venido
a buscar y salvar lo que estaba perdido».
Un día, un compañero había encontrado un
Evangelio y lo hojeaba. Nunca lo había leído. Y
les decía a los demás: «¿No conocéis este libro?
¡Pues tiene cantidad de historias!».
Hay, en efecto, muchas historias que se
podrían contar y que nos muestran a Jesús
haciendo recobrar la esperanza a hombres y
mujeres sumidos en todo tipo de situaciones.
Muchos de estos seres rotos, magullados y
deshechos con los que convivo desde hace cerca
de cincuenta años se parecen mucho a los que
Jesús encuentra en el Evangelio.
La historia de la primera familia a la que
dimos cobijo, con una madre y dos padres, ¿no
se parece un poco a la de la samaritana (Juan 4)?
Jesús le pide de beber, pero ella se escandaliza
porque los judíos no pedían nunca nada a un
samaritano. Eran dos pueblos que se odiaban.
(Acabo de llegar de Belfast y las relaciones entre
protestantes y católicos son casi las mismas).
Los judíos no hablaban con los samaritanos, a
los que despreciaban. Por eso, esta mujer le dice
a Jesús: «¿Cómo es que tú, siendo judío, te
atreves a pedirme agua a mí, que soy
samaritana?». Y Jesús le contesta: «Si conocieras
el don de Dios y quién es el que te pide de
beber, sin duda que tú misma me pedirías a mí
y yo te daría agua viva». Y ella, que estaba
cansada de tener que ir todos los días al pozo a
buscar agua en su ánfora, le replica: «Señor, si
ni siquiera tienes con qué sacar el agua, y el
pozo es hondo, ¿cómo puedes darme agua
viva? Nuestro padre Jacob nos dejó este pozo
del que bebió él mismo, sus hijos y sus ganados,
¿acaso te consideras mayor que él?». Y Jesús le
contesta: «Todo el que bebe de este agua,
volverá a tener sed; en cambio, el que beba del
agua que yo quiero darle, nunca más volverá a
tener sed. Porque el agua que yo quiero darle se
convertirá en su interior en un manantial del
que surge vida eterna». «Señor —exclamó la
mujer— dame ese agua; así ya no tendré más
sed y no tendré que venir hasta aquí para
sacarla». Y Jesús le dice: «Vete a tu casa, llama a
tu marido y vuelve aquí». Ella le contestó: «No
tengo marido». Jesús prosiguió: «Cierto; no
tienes marido. Has tenido cinco, y ése, con el
que ahora vives, no es tu marido. En esto has
dicho la verdad».
La mujer le dijo entonces: «Señor, veo que
eres profeta. Nuestros antepasados rindieron
culto a Dios en este monte; en cambio, vosotros,
los judíos, decís que es en Jerusalén donde hay
que dar culto a Dios». Y Jesús respondió:
«Créeme, mujer, está llegando la hora, mejor
dicho, ha llegado ya, en que para dar culto al
Padre no tendréis que subir a este monte ni ir a
Jerusalén. Vosotros, los samaritanos, no sabéis
lo que adoráis; nosotros sabemos lo que
adoramos, porque la salvación viene de los
judíos. Ha llegado la hora en que los que rinden
verdadero culto al Padre, lo adoren en espíritu y
en verdad. El Padre quiere ser adorado así. Dios
es espíritu, y los que le adoran deben hacerlo en
espíritu y en verdad». La mujer le dijo: «Yo sé
que el Mesías, es decir, el Cristo está a punto de
llegar; cuando él venga nos lo explicará todo».
Entonces Jesús le dijo: «Soy yo, el que está
hablando contigo».
¿Cómo no sentir dolor ante las divisiones
de la Tierra Santa, al leer este intercambio de
insultos que hacen saltar por los aires los
sectarismos en los que se encerró la religión?
¿Cómo no considerarlos un terrible desgarro?
¿No conseguiremos nunca vivir juntos,
diferentes y hermanos, lejos de estas luchas
sangrientas?
Todas estas historias de «águilas heridas»
les dicen mucho a nuestros compañeros y a las
familias a las que auxiliamos. También ellos han
sido explotados. También ellos han estado
desesperados. Y ver que Jesús transforma a los
canallas les aporta una enorme esperanza.
Quiero precisar algo importante: las
comunidades del movimiento Emaús,
impregnadas del Evangelio, siguen siendo
absolutamente aconfesionales. Aquí no se le
pregunta a nadie: «¿Eres creyente, practicante,
votante de la derecha o de la izquierda? ¿Has
sido de la resistencia o colaboracionista?». Nada
de eso. Cuando llega alguien por vez primera,
simplemente se le pregunta: «¿Tienes hambre o
sueño? ¿Quieres darte una ducha?».
Evidentemente, cada cual es muy libre de ir a
misa o a cualquier otro lugar de reunión.
Hay que señalar que muy pocos de los
miembros de Emaús son «practicantes». Pero les
encanta que se les cuenten estas «historias»
extraídas del Evangelio. De esta forma, perciben
que Jesús no ha venido para los acomodados y
los bien pensantes, sino para los perdidos, los
pecadores, los derrotados, los que dudan...

Lo que cuenta el Evangelio, al igual que los


recuerdos sobre los comienzos de Emaús
evocados anteriormente, representa la imagen
de la condición humana. Aspiramos a la
libertad, a la dignidad, a unos horizontes
amplios, a la felicidad, a la salud, a la
fraternidad, pero a menudo vivimos en el
miedo, en la humillación, en la frustración, en el
frío, en la guerra y en la enfermedad. En un
sentido o en otro, todos somos águilas heridas.
¿Acaso la historia de la humanidad nos enseña
otra cosa?
IV

LA DESILUSIÓN ENTUSIASTA

Después de la guerra, fui elegido diputado


por Nancy. Tenía que encontrar un sitio donde
albergarme en París. Tras diversas peripecias,
descubrí una casa en Neuilly-Plaisance, con casi
una hectárea de jardín.
La casa estaba a la venta a muy buen
precio, porque había sido desvalijada durante la
guerra. Mi llegada intrigó a toda la gente del
barrio. Miraban, estupefactos, desembarcar a un
cura con sotana en un coche con la divisa de la
Asamblea Nacional. Apenas instalado, me
vieron salir por las ventanas en mono y
ponerme a reparar el tejado. Me tomaron por
loco.
Cuando terminé de arreglar la casa, la
convertí en un «albergue juvenil», porque era
demasiado grande para mí.
En aquella época, era el presidente
ejecutivo del Movimiento Universal para una
Confederación Mundial. El presidente del
consejo era lord Boyd Orr, el fundador de la
FAO (Organización para la Alimentación y la
Agricultura). Einstein era uno de los miembros
del movimiento, lo que me proporcionó la
ocasión de hablar en varias ocasiones con él.
Como presidente ejecutivo de tal Movimiento
participaba frecuentemente en congresos por
toda Europa. Por eso, muchos jóvenes europeos
estaban encantados de venir a pasar sus
vacaciones en este albergue juvenil y de
encontrarse de nuevo conmigo.
Entonces me di cuenta de algo realmente
sorprendente y que le cuesta mucho imaginar a
la juventud actual. Cuando lo lógico era que
estuviesen dominados por la alegría del fin de
la guerra, constataba que los jóvenes más
lúcidos, ya fuesen del lado de los vencedores o
de los vencidos, estaban tristes y dudaban de la
vida.
Era la época en la que se veían llegar los
terribles convoyes de los supervivientes de los
campos nazis. Recuerdo a una de estas jóvenes
que se había ofrecido para ir a cuidar a estos
esqueletos vivientes, como voluntaria de la
Cruz Roja, en un gran hotel de París en los que
se les albergaba a su llegada de los campos de
la muerte. Quedó tan impresionada que
comenzó a sentir horror del cuerpo en general,
y del suyo en particular. Tenía tan sólo veinte
años. Y tuvo que pasar mucho tiempo para
que superase el trauma.
En el campo de los vencedores, se
comenzaba a saber cuáles habían sido las
consecuencias de las bombas atómicas (aunque
entonces no se dijese toda la verdad y ni
siquiera hoy la sepamos). No sólo fueron las
180.000 personas asesinadas por las dos
bombas en un instante, sino también los bebés
que estaban todavía en el vientre de sus
madres y nacían monstruosos.
Quizá por todo ello, estos jóvenes
dudaban de la humanidad, al ver lo que el
hombre era capaz de hacer contra sus
semejantes. Dudaban incluso de que la vida
mereciese la pena vivirla. Una vez que leía el
Evangelio pensando en esta juventud
desencantada, me tropecé con el pasaje de san
Lucas que habla de los discípulos de Emaús
(Lucas 24). Me quedé impresionado por la
desesperación de aquellos dos discípulos que
escapaban de Jerusalén tras la muerte de
Cristo.
El domingo de Ramos (una especie de
desfile por los Campos Elíseos) llegaron a
creer que Jesús, aclamado por todo el mundo,
iba a ser proclamado rey e iba a liberar al
pueblo de Israel del yugo de los romanos. Pero
unos cuantos días después, tiene lugar la
agonía: Jesús ya no hace más milagros y se
deja maltratar y torturar. Finalmente, muere
en la cruz como un bandido. Todos los
discípulos, presas de pánico, se esconden o
huyen de Jerusalén por miedo a los romanos y
a los sumos sacerdotes judíos. Es la derrota
más completa y total. Como otros muchos,
estos dos discípulos también ponen pies en
polvorosa.
Pero he aquí que, en el camino hacia el final
del día, se encuentran con otro viajero quien les
pregunta por qué están tristes. Ellos le
contestan: «¿Eres tú el único en Jerusalén que no
está triste hoy? ¿No sabes lo que ha pasado?». Y
le cuentan los trágicos acontecimientos de los
últimos días. El viajero, al que no han conocido
pero que es Jesús resucitado, retoma en los
textos del Antiguo Testamento todo lo que
anunciaba la salvación a través de la Pasión.
Que el Mesías sería un salvador humilde,
sufriente, y no un Mesías triunfante como ellos
lo imaginaban...
Caminando, llegan al albergue al
anochecer. Los dos discípulos se disponen a
entrar, para descansar y cenar, pero el viajero
hace ademán de seguir adelante. Entonces ellos
le dicen estas palabras que tanto me gustan:
«Quédate con nosotros, porque es tarde y está
anocheciendo». Es la frase que solemos grabar
en las tumbas de nuestros compañeros.
Sentado a la mesa, el viajero toma el pan, lo
bendice, lo parte y se lo da. En ese momento,
reconocen a Jesús. Pero éste desaparece de
repente. Entonces ellos se dicen el uno al otro:
«¿No ardía nuestro corazón mientras nos
hablaba en el camino y nos explicaba la
Escritura?». Su retomo a la fe no está motivado
por un argumento racional o lógico, sino por un
argumento afectivo: «nuestro corazón ardía».
¡Es magnífico!
He aquí, pues, que estos cobardes, estos
fugitivos se transforman. Y entonces asumen
todos los riesgos. Regresan a Jerusalén
corriendo para ir a gritar la buena nueva del
Cristo resucitado. Se dirigen al Cenáculo, donde
se había celebrado la Ultima Cena, institución
de la Eucaristía, esperando encontrar allí a los
apóstoles escondidos. Cuando llegan,
proclaman la buena noticia: «¡Jesús está vivo!».
Los apóstoles les responden: «Es verdad, el
Señor ha resucitado y se le ha aparecido
también a Pedro». Desde ese instante, Jesús se
manifiesta tal y como es, tal y como nosotros
seremos también en el momento de la
resurrección de nuestros cuerpos con un cuerpo
glorioso.

Al leer este pasaje de los evangelios,


llamado de los «peregrinos de Emaús», surgió
en mí una especie de filosofía de la vida, que
suelo llamar la «desilusión entusiasta».
Cogí una plancha de madera, un bote de
pintura y escribí «EMAÚS» en grandes letras
blancas. Y me fui a colgar la tablilla en la puerta
de entrada del jardín.
Evidentemente, todo el mundo me
preguntó qué quería decir aquello. Entonces les
expliqué a los chavales que la vida, desde el
instante en que comienza, nos exige liberarnos
de nuestras ilusiones. El niño tiende a tocar con
las manos todo lo que sea bonito, incluso si es
fuego. Cuando se haya quemado, no volverá a
tocarlo. El niño tenía una ilusión, de la que se ha
liberado. Pues lo mismo pasa con los adultos.
Progresivamente la vida nos conduce a perder
nuestras ilusiones para alcanzar la realidad.
Sólo entonces podemos descubrir el entusiasmo.
En griego, «en» significa «un» y «theos»,
significa «Dios». El entusiasta es el hombre que
se hace uno con Dios. Pero para conseguir esta
unión, hay que liberarse de la ilusión.
Explicaba todo esto a los jóvenes
desencantados, diciéndoles: «Estáis viviendo la
des-ilusión. Tenéis que salir de ella y entrar en
la realidad de la vida, donde podréis
encontraros con el Eterno que es Amor».
Cuando puse esta pancarta en la entrada
del jardín, no tenía ni la más remota idea de lo
que iba a pasar poco tiempo después. Es decir
que, en vez de jóvenes, todas las camas iban a
ser ocupadas, una tras otra, por gentes víctimas
de la peor des-ilusión. Porque era su propia
vida la que se había roto en mil pedazos:
matrimonios separados, mujeres abandonadas
con niños, alcohólicos, presos recién salidos de
la cárcel...
¡Qué maravilla entrar en una casa que
reposa por completo en el relato evangélico de
Emaús! Fue algo que me emocionó hasta lo más
profundo de mí ser, como uno de esos signos
que, a veces, nos envía la Providencia. Porque
jamás había imaginado, al escribir el letrero de
«EMAÚS», que iban a llegar tantos
desilusionados de la vida, tantos que
necesitaban urgentemente reencontrar una
auténtica esperanza.
V

ESPERANZA

Como siempre que se abordan cuestiones


esenciales, comencemos por ponernos de
acuerdo sobre el sentido de las palabras.
¡Cuántas disputas se terminarían si, antes de
discutir, comenzásemos por ponernos de
acuerdo sobre el sentido de cada una de las
palabras importantes que vamos a emplear!
No confundamos, por ejemplo, expectativa
con esperanza. Se pueden tener mil expectativas
de todo tipo, pero una sóla esperanza.
Esperamos que fulanito llegue a la hora,
esperamos aprobar un examen o que la paz
vuelva a Ruanda. Son expectativas particulares.
La esperanza es otra cosa, y está
íntimamente relacionada con el sentido de la
vida. ¿Vale la pena vivir si la existencia no
conduce a ninguna parte, si únicamente nos
lleva a un agujero en la tierra donde se coloca
un poco de materia que se va a descomponer?
La esperanza es creer que la vida tiene un
sentido.

La esperanza nace cuando nos damos


cuenta de que necesitamos la salvación. ¿Pero
qué significa la palabra «salvación» para
alguien que no se siente perdido? Sólo nos
sentimos salvados cuando tenemos conciencia
de estar en peligro. Creo que esta toma de
conciencia puede hacerse en dos planos.
En primer lugar, todos llevamos dentro una
serie de aspiraciones. La aspiración de conocer,
de amar, de dar, de recibir, de buscar emociones
fuertes o de superar los propios límites. Si las
hemos llevado dentro durante décadas sin
obtener resultado alguno, sin que hayan sido
jamás satisfechas, es lógico que tengamos la
sensación de haber fracasado en la vida. Es
entonces cuando necesitamos ser salvados de la
des-ilusión negativa, pues hemos perdido
nuestras ilusiones así como nuestro entusiasmo.
Pero también hemos podido instalarnos en la
ilusión —algo por desgracia bastante
frecuente— para no tener que afrontar la
realidad.
El hombre lleva dentro una aspiración al
infinito, a la eternidad, al absoluto, mientras
vive en lo finito, en el tiempo, en lo relativo.
Está, pues, fundamental y ontológicamente
insatisfecho. Si no toma conciencia de ello,
orientará sus aspiraciones más profundas hacia
el ámbito del tener y se lanzará a una búsqueda
continua de bienes materiales y de placeres
inmediatos que jamás podrán satisfacerle por
completo. Se verá, pues, eternamente
insatisfecho, porque se equivoca sobre la
naturaleza del auténtico bien.
Si no es lúcido, también puede mentirse a sí
mismo y vivir en la ilusión de sentirse
satisfecho o de poder estarlo a través de medios
erróneos. ¿Dejar de ser persona no consiste
precisamente en sentirse satisfecho?
También necesitamos salvación cuando
estamos enfermos, cuando sufrimos o cuando
nos encontramos sumidos en la miseria.
Cuando la vida es una larga cadena de pruebas
y de dificultades de todo tipo. Ésta es la
salvación que nos propone la Escritura cuando
nos dice: el amor es tan fuerte como la muerte.
En esto consiste la esperanza: en la muerte,
todos los límites que se me imponían, todas las
dificultades cesan para dejar su sitio a la
plenitud de la alegría y del amor.
Estoy absolutamente convencido de que en
la vida eterna viviremos en la plenitud y en la
contemplación. Santo Tomás de Aquino dice
que en el cielo cada uno de nosotros se sentirá
lleno a rebosar. Y ya se haya reducido al tamaño
de un dedal, o bien sea como un gran tonel de
vino, en cualquier caso se sentirá lleno a
rebosar. Si tienes pocas aspiraciones, si has
amado a Dios y al prójimo sin entregarte
demasiado, tendrás una felicidad del tamaño de
un dedal. Si, por el contrario, has desarrollado
una sed inmensa, un vacío inmenso, si has
amado intensamente, te llenarás a rebosar, con
una plenitud a la medida de tu sed y de tu
amor.
La esperanza cristiana es la esperanza de
que nuestras aspiraciones no quedarán
incumplidas. Varias imágenes muy sencillas
expresan muy bien esta idea.
Imaginemos que una tuerca se cae al pasar
un camión por una aldea primitiva donde jamás
se ha visto nada parecido a un mecánico. Pues
bien, si en esa aldea hay un hombre muy
inteligente, a fuerza de mirar cómo está hecha la
tuerca sabrá qué es un tornillo.
Imaginemos ahora la cera de la que se
acaba de retirar el sello. Cuando la cera esté
seca, observándola, puedo conocer hasta el más
mínimo detalle del sello. La cera lo ha retenido
todo en hueco. De la misma forma, también
nosotros podemos tener una cierta noción de
Dios estando atentos a nuestras aspiraciones, a
nuestros deseos de amor, dado que la Escritura
nos dice que estamos hechos «a imagen de
Dios». Así, observando nuestros deseos y
aspiraciones, «en hueco» en nosotros, podemos
adivinar algo de Dios. La esperanza es esta
certeza de que Dios puede colmar estas
expectativas, esta sed y que responde
plenamente a estos deseos.
También podemos poner el ejemplo de una
de las mejores canteras. Por ejemplo, si
visitamos una cantera de mármol sólo veremos
escombros, astillas y pequeños trozos de
mármol que no sirven para nada, ni siquiera
para hacer adoquines. ¿Por qué? Porque, si bien
es cavando la cantera como se elabora el
monumento maravilloso que se quiere construir
—una catedral, un castillo—, no es aquí donde
se edifica. Tan pronto como se extrae una bella
losa, se coloca en un camión que la transportará.
Todos nosotros somos los trabajadores de la
bella cantera de piedra que es la vida, y quizás
nunca hayamos visto los planos del maravilloso
edificio que se está construyendo en otra parte.
Mientras caminamos por este mundo, sólo
nos vemos sudar y fatigarnos para extraer las
grandes placas de mármol de la cantera de la
vida. El edificio se construye fuera del tiempo,
en ese más allá que llamamos eternidad. Sólo lo
veremos perfectamente después de nuestra
muerte, cuando hayamos dejado las sombras
del tiempo para entrar en la Vida Eterna. No
podemos tener la experiencia de su belleza en
esta vida. Podemos tener una idea más o menos
aproximada, quizás un arquitecto nos haya
enseñado los planos, hemos podido vislumbrar
algo, pero gozar del edificio a plena luz es algo
muy diferente.
La vida es una gigantesca cantera orientada
hacia la plenitud de la belleza.
La esperanza es saber que Dios llenará en
plenitud todo lo que estaba en germen y en
hueco, en nosotros. Con una sola condición:
haber amado. Aunque sólo sea porque hemos
hecho lo que hemos podido.
Afortunadamente, hace tiempo que la
Iglesia ya no afirma que sólo serán salvados los
creyentes catalogados como tales, los
bautizados y los practicantes. Porque ¿cúal es el
porcentaje de los que han conocido la Biblia, el
Evangelio y a Jesús entre los cientos de miles de
millones de seres humanos que han vivido en la
tierra a lo largo de milenios? ¡Un porcentaje
ínfimo! El Espíritu Santo ha soplado, ha hablado
al fondo del corazón del más agnóstico, del más
alejado de todo conocimiento de la revelación
cristiana. El Espíritu Santo ha trabajado cada
conciencia para suscitar la tentación del bien al
mismo tiempo que sentía la tentación del mal.
Y la libertad naciente y vacilante de cada
cual ha tenido que optar a diario.
A propósito de este asunto, recuerdo un
encuentro fraterno con personas cuyas
opiniones eran diametralmente opuestas a las
mías.
Fue en 1942, justo antes de entrar en la
resistencia. Francia estaba gobernada por Vichy.
Yo había sido nombrado padre espiritual en un
seminario menor recientemente confiscado por
el Estado, como consecuencia de las leyes
anticlericales de comienzos de siglo. El
seminario se había convertido en un centro de
formación agrícola ultramoderno, en manos de
profesores laicos «comecuras».
Recuerdo a uno de estos profesores,
encargado de acompañar a la misa a los
alumnos de familias practicantes que pedían
que sus hijos participasen en ella cada domingo.
Pues bien, el profesor se instalaba
confortablemente en la iglesia y se ponía a leer,
con toda la ostentación del mundo, el periódico.
A pesar de todo, yo mantenía excelentes
relaciones con algunos de estos profesores,
sobre todo con el director de la escuela, que me
había pedido discretamente que preparase a su
nieto para la primera comunión... A menudo
mantenía profundas discusiones con estos
profesores anticlericales. Profesores que, de
hecho, habían puesto toda su fe en el progreso
de la humanidad. A sus ojos, yo era un
pesimista por la teoría cristiana del pecado
original, que considera que la humanidad está
como herida o magullada. Ellos, por el
contrario, creían en el hombre y esperaban un
mañana radiante bajo el signo del progreso
técnico y científico.
Yo les decía: «Me dais lástima, porque si
bien es cierto que se constata en la humanidad
un progreso material relacionado con el
desarrollo de las ciencias y de las técnicas, no
veo dónde está el progreso moral y la felicidad.
Estamos en plena guerra. Una guerra que no es
ni limpia ni bella y estoy seguro de que estamos
sólo al comienzo de nuestras desilusiones sobre
el hombre del siglo xx». Desgraciadamente, no
me podía imaginar en aquel momento que mis
argumentos iban a ser ratificados por el
descubrimiento de los campos de la muerte y
por la explosión de la bomba atómica.
Y solía añadir: «En cuanto a mí, que creo
que el hombre es capaz de cometer las peores
atrocidades, me maravillo de ver a personas
como vosotros que se entregan a su profesión y
a su ideal, que son buenos esposos y buenos
padres de familia. Me descubro ante la más
mínima acción bella y desinteresada. Veo
florecer con estupefacción la más pequeña
florecilla sobre el gran estercolero de la
humanidad.
«Partiendo de una perspectiva que vosotros
llamáis "pesimista", voy a terminar mi vida en el
júbilo de ver que, a pesar del mal, también
existe el bien. Y vosotros, partiendo a priori de la
perspectiva optimista de que el hombre es
bueno, os arriesgáis a llegar a la meta un poco
amargados y diciendo: "La verdad es que el
balance total del progreso, no sólo del científico,
no es para echar las campanas al vuelo"!»
VI

ENTRE EL ABSURDO
Y EL MISTERIO

Como acabo de indicar, hay personas muy


interesantes y dotadas, pero que se han
dedicado a vivir aburguesadamente (en el
sentido caricaturesco de la palabra), a rodearse
de todas las seguridades posibles, incluido el
seguro de vida. Piensan que así estarán
tranquilos. Para no sufrir demasiado con la
crueldad del mundo, para esconderse de tanta
desolación, intentan distraer su espíritu o
adormecerlo.
Imagino a ese valiente burgués por la tarde,
después del trabajo, confortablemente instalado
en su sofá escuchando música o viendo la tele,
con sus zapatillas de andar por casa. De pronto,
alguien rompe su ventana y le grita: «¡Rápido,
rápido, salga rápido si quiere salvarse!». «¿Pero
quién es usted y qué quiere? Déjeme en paz».
«¿Pero es que no se ha dado cuenta? ¡Su casa
está ardiendo!»
Hay gente que no sabe o no quiere
reconocer que necesita ser salvada. Hay quienes
no quieren reconocer que la felicidad no está en
las seguridades en las que se refugian, porque
esas seguridades son superficiales, externas a su
ser profundo y a su auténtica necesidad de
amor. Por eso, cuando llegan los bomberos
tienen que decirle: «Rápido, rápido, queda más
gente que salvar, la escalera está allí, deje sus
títulos y sus valores bursátiles y salga por la
ventana». Estos bomberos son los maestros de
la esperanza, los que despiertan el auténtico
sentido de la vida.
Sócrates, Buda, Epicteto, Jesús y otros
muchos a lo largo de la historia, han intentado
también despertar al hombre de su letargo,
hacerle abandonar el mundo de la ilusión y
despertarle a la necesidad de salvación.
Pero también hay quienes despiertan a la
gente al absurdo, maestros de la desesperanza.
Pienso, por ejemplo, en el caso de Sartre. En su
libro autobiográfico Las Palabras, reconoce que
pasó su vida casando palabras que no dejaron
huella en su alma. Y su amiga, Simone de
Beauvoir, escribe poco antes de morir: «Hemos
sido estafados». ¿Estafados? ¿Pero por quién
sino por ellos mismos? Ambos fueron valientes.
Adoptaron posturas que no se correspondían
con las de su medio burgués de origen.
Seguramente, a los ojos de Dios tienen muchos
méritos. No los juzgo. Pero también fueron
maestros de la desesperanza. Muchos de sus
discípulos se suicidaron por llevar hasta el final
sus enseñanzas.
Pienso también en Camus. Trabajamos
juntos durante algún tiempo, después de la
Liberación, en el periódico Combat. Me parecía
una persona profundamente sincera en todo. La
sinceridad era el rasgo de su carácter que más
sobresalía cuando se le trataba de cerca. Pero
también fue él quien escribió aquella célebre
frase: «No puedo tener fe en un todopoderoso
que deja sufrir tanto a los niños pequeños». En
el fondo, Camus era un desilusionado negativo,
lo cual es un signo de lucidez y de generosidad.
Nunca consiguió descubrir la esperanza, la
única que pudo haberle conducido a la
desilusión entusiasta. Y fue, como Sartre,
aunque de distinta forma, un maestro del
absurdo. Supo ver el mal que reina por doquier
en el mundo y en el corazón del hombre. Pero
no supo ver el amor que Dios imprimió en
hueco en la humanidad. Este amor misterioso,
todavía oculto, sobre el cual se basa la
esperanza.
Durante el servicio militar llegó a mis
manos una revista que hablaba de un libro de
Ernest Psichari. Se trataba de un hombre que
había vivido en los ambientes más mundanos
de París. Era el nieto de Renan. Pero cuando iba
a cumplir veintidós años intentó suicidarse. Lo
salvó providencialmente la llegada de Jacques
Rivière, el amigo de Cludel. Tras este suicidio
frustrado, Pcichari se alistó en el ejército, del
que era oficial en la reserva, y pidió que le
enviasen al Sáhara. Allí escribió tres pequeños
libros maravillosos: La llamada de las armas, Las
voces que gritan en el desierto y, el más bello, El
viaje del centurión. La lectura de este último libro
me impresionó profundamente.
En él, Psichari describe sus estados de
ánimo. Una noche, bajo un cielo iluminado por
miríadas de estrellas, se pone de rodillas y grita:
«No, no es verdad que la auténtica ruta sea la
que no conduce a ninguna parte». Y
prosternado dice: «A pesar de todas las
alegaciones de mi abuelo, en el fondo de mi
corazón brota el "Padre nuestro, que estás en los
cielos"».

También los apóstoles tuvieron que optar


entre el absurdo y el misterio en el momento del
final trágico de Cristo.
El pueblo de Israel esperaba un Mesías que
le liberara del yugo del invasor romano. Para
los discípulos, estaba clarísimo que Jesús era ese
Mesías. ¿No confirmaba esa idea la entrada
triunfal en Jerusalén del domingo de Ramos?
Por eso, cuando es detenido en el monte de los
Olivos, Pedro saca su espada y le corta la oreja
al criado del sumo sacerdote. Pero el mismo
Jesús le disuade de actuar así. «Mi Reino no es
de este mundo», le dirá a Pilatos al día
siguiente.
Tenemos también el extraordinario pasaje
en el que Jesús explica a sus apóstoles que tiene
que subir a Jerusalén para ser condenado y
morir. «No te ocurrirá eso», replica Pedro,
incapaz de admitir tal cosa. Pero Jesús le
contesta: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! Tus
pensamientos no son los de Dios, sino los de los
hombres». ¡Qué comienzo de desilusión para
los apóstoles ver al salvador detenido por los
enviados de las autoridades que querían su
ruina y, después, verle morir en la cruz sin
utilizar su poder milagroso! Es tal la desilusión
de los apóstoles que huyen.
¿Cómo no intentar comprender el estado de
ánimo en el que se encontraron sumidos Pedro
y Judas, por muy diferentes que fueran?
Ambos están desilusionados. Pero mientras
Pedro ha conservado la suficiente esperanza
como para llorar amargamente por haber
renegado de Cristo, Judas, avasallado por tanto
horror y por una situación tan absurda, termina
haciéndose cómplice de los aparentes
triunfadores. Se quedó anclado en la desilusión
negativa que le llevó a la desesperación. Una
desesperación que, después de conducirle a
traicionar a su amigo, le llevará a suicidarse.

A veces, en la vida de un hombre alternan


la esperanza y la desesperación, la luz y las
tinieblas. Me viene a la memoria el dramático
grito de una carta de Charles Baudelaire a uno
de sus íntimos: «Soy como un viajero perdido
en el bosque, rodeado de peligros en la noche,
desorientado y sin saber qué camino coger. Y he
aquí que, a lo lejos, se divisa una luz. Sin duda
es la casa del guarda forestal, que vuelve a su
hogar para acostarse y que ha encendido su
candela. Estoy salvado, sé adonde ir. Todo
parece sencillo. Pero al instante, el guarda
apaga su luz y, de nuevo, me encuentro perdido
y sin esperanza». Y la carta termina con esta
frase conmovedora que recuerdo a menudo: «El
diablo apagó todas las luces en torno al
albergue».
Jamás olvidaré tampoco las palabras de un
ministro peruano, amigo queridísimo y
matemático eminente. Era agnóstico y buscaba.
Una tarde, concluyó una de nuestras
conversaciones con estas palabras: «Si se tiene
una mirada lúcida sobre la vida, no queda más
alternativa que la siguiente: el misterio o el
absurdo». Era consciente de que el absurdo
conduce a la desesperanza y de que el misterio,
que reposa en la fe del Eterno oculto que es
Amor, puede ser fuente de esperanza.
Sabía que en mi elección había paz y
alegría. ¡Y quizá estuviese también él a punto de
experimentarlas!
SEGUNDA PARTE

Certezas del incognoscible


I

DE LA FE RECIBIDA A LA FE
PERSONAL

Un día me encontre, de una forma


absolutamente imprevista, con André Frossard
en un plató de televisión. André Frossard se
había hecho célebre por un libro titulado Dios
existe, yo lo he encontrado, el testimonio de su
conversión. También era conocido por los
zarpazos que solía dar en sus pequeños
artículos de Le Figaro.
Durante el programa declaró:
«Recientemente me ha ocurrido algo gracioso.
Al entrar en una iglesia, el predicador estaba
hablando de Dios y decía: "Dios el
Incognoscible". Salí inmediatamente del templo,
pensando que me había equivocado de Iglesia».
Entonces, sorprendido, le interrumpí: «Mi
querido amigo, ¿es que han cambiado en el
credo el «yo creo» por el «yo sé»? Sonrió y no
entró en polémica, porque, en el fondo, ambos
teníamos razón.
Él tenía razón al decir que existe una cierta
manera de conocer a Dios y yo tenía razón al
recordar que ese conocimiento no es un
conocimiento que autorice a decir «yo sé». La fe
no es ni el fruto de razonamientos lógicos ni el
término de un cálculo matemático.
En realidad, como iremos viendo, la fe
pertenece al ámbito del amor. Evidentemente, el
amor no excluye la reflexión. La razón sopesa
los defectos, las cualidades, las ventajas y los
inconvenientes de unirse de por vida a tal o cual
persona. Pero la conclusión no es rigurosa,
automática o absoluta, como un cálculo
matemático. Llega un momento en el que,
independientemente de los razonamientos, hay
que dar un salto en el vacío. Y en eso consiste el
amor. Si se le pregunta a cualquier enamorado:
«¿Por qué amas a tu pareja?», contestará:
«Déjame en paz, no tengo ninguna explicación
que darte; la quiero porque la quiero».
De todas formas, el diálogo con Frossard
me llevó a interrogarme sobre mi propia
experiencia de la vida. En cierto sentido, «nací
creyente» por el medio en el que me crié, por la
educación que recibí y por los colegios en los
que estudié. ¿Pero cómo se operó la sucesión de
etapas por las que fui pasando, desde el
ferviente amor a Jesús en mi pequeño corazón
de niño hasta la fe personal y adulta, que me
llevó a asumir responsabilidades graves que
implicaban realmente a todo mi ser?
Voy a intentar recorrer rápidamente estas
etapas. Siendo niño me sentía privilegiado por
la seguridad que la fe recibida proporciona. En
esas circunstancias no se buscan pruebas.
Cuando era pequeño hacía esfuerzos por «tener
contento al Niño Jesús». Me gustaba
especialmente la época de Navidad, sobre todo
por el belén. Éramos ocho hermanos. Cada uno
de nosotros tenía su corderito, con una cinta de
un color diferente para cada uno, en el belén.
Según se hubiese sido bueno o no, el corderito
se acercaba o se alejaba más o menos de Jesús en
el momento de la oración de la tarde, con toda
la familia reunida de rodillas ante el portal.
Recuerdo una vez que, por no sé qué tontería,
mi corderito del belén acabó debajo de la mesa,
en la otra punta de la sala.
Así fue discurriendo más o menos mi vida
hasta la crisis profunda que atravesé a los
catorce años. Hubo, sin embargo, dos etapas
intermedias que ciertamente jugaron un papel
considerable.
Esos dos momentos de mi juventud ya los
he contado otras veces. Pero no recordarlos aquí
sería absurdo.
Debía tener unos siete u ocho años y había
comido mermelada a escondidas. Cuando en
mi casa se dieron cuenta, sospecharon de uno
de mis hermanos y yo me callé, no salí en su
defensa. Después, se dieron cuenta de que
había sido yo y me dijeron: «Como castigo, no
irás a la fiesta familiar», que celebraban unos
primos ricos que tenían siempre los juguetes
más formidables. Por la tarde, cuando volvió
mi familia, uno de mis hermanos corrió hacia
mí, exultante, y me dijo: «Fue maravilloso,
había tal juguete y tal otro... etc.» Todavía me
estoy oyendo, como si hubiera ocurrido esta
mañana, replicarle desdeñosamente a mi
hermano: «¿Y qué me importa todo eso, si yo
no estuve?». Y dicho esto, le di la espalda y me
fui. Al poco rato vino mi padre, me cogió de la
mano y no me riñó ni me castigó, sólo me
condujo a su habitación y muy apenado me dijo
simplemente: «He oído lo que le has dicho a tu
hermano hace un rato. Es horrible. ¿Es que sólo
cuentas tú? ¿No eres capaz de sentir alegría y
de ser feliz sabiendo que los demás lo son?».
Fue como si, de golpe, todo un universo se
viniese abajo para dejar su sitio a otro. Como si
me hubiese encontrado de pronto en una
habitación oscura y, de repente, una tempestad
hubiese abierto la ventana y yo descubriera
otro horizonte. A través de la pena y del dolor
de mi padre percibía otro ámbito de la realidad,
el ámbito del amor, de la bondad, del
compartir: si tú eres feliz, yo también; si sufres,
yo sufro.
Esta historia me marcó profundamente. Y
lo mismo pasó cuando, unos años después, mi
padre nos dijo a uno de mis hermanos y a mí
que quería llevarnos con él un domingo por la
mañana. Habíamos notado que todos los
domingos por la mañana mi padre desaparecía,
pero no sabíamos adonde iba.
Llegamos con él a un suburbio sórdido de
Lyon, a un local en el que estaban reunidos
unos cuarenta mendigos, vagabundos y
pordioseros. Allí estaban también cinco seis
señores, amigos de mi padre y burgueses como
él: un general retirado y varios empresarios.
Nadie de su entorno sabía qué hacían estos
señores todos los domingos por la mañana. Y lo
que hacían era venir a peinar, cuidar o afeitar a
todos estos mendigos, en el marco de una
asociación. Les recogían también su ropa sucia,
la llevaban a lavar y volvían al domingo
siguiente a traérsela, añadiendo a su colada un
pantalón nuevo o alguna otra prenda. Al
mismo tiempo, ayudaban a salir de la situación
en la que se encontraban a aquellos para los
que todavía era posible. Pero la mayoría era
incapaz de romper con su vida de mendicidad
y no quería dejar sus costumbres. Todavía
recuerdo, cuando volvimos, la reflexión de mi
padre, al que uno al que le cortaba el pelo le
chilló de mala manera (probablemente porque
la maquinilla le había arrancado un mechón):
«¿Véis niños, lo difícil que es ser digno de
servir a los que son tan desgraciados?». Eso
también me marcó profundamente.
Es evidente que estas dos anécdotas han
debido influir decisivamente en mi destino,
consagrado a servir a los más pobres.
Fueron pasando los años. En la
adolescencia, un simple razonamiento se me
impuso como un relámpago: «Vas a
comprometerte en la vida de una cierta manera
porque has nacido en una familia así; pero si
hubieses nacido en una familia no religiosa,
atea, islámica, judía o de religión hinduista,
harías otra elección. Por lo tanto, si no has
realizado una búsqueda personal sobre tus
creencias, ¿cómo puedes estar seguro de ellas?».
A partir de ese momento, leí todo lo que
caía en mis manos. Buscaba. Hablaba con unos
y con otros, pero discretamente, sin compartir el
tormento que me invadía. Durante toda una
época me sentí seducido por las corrientes más
o menos panteístas de poetas y filósofos
alemanes.
De una forma imprevisible, se produjo el
primer chasquido de mi fe personal. Leí —no en
la Biblia, sino en un libro del que ya no me
acuerdo— el relato de Moisés en el desierto,
cuando ve la zarza ardiendo sin consumirse
(Éxodo 3). Moisés se acerca y oye una voz que le
dice: «No te acerques; quítate las sandalias,
porque el lugar que pisas es sagrado». Y la voz
misteriosa prosigue: «Yo te envío al faraón para
que saques de Egipto a mi pueblo, a los
israelitas». Y Moisés, un simple pastor que
había huido de Egipto, le contesta a la voz
misteriosa: «Pero si me preguntan cuál es el
nombre del que me envía, ¿qué les
responderé?». La voz le dice —y ésta fue la
primera turbación profunda de mi ser—:
«Explícaselo así a los israelitas: "Yo soy" me
envía a vosotros».
Este «Yo soy» escuchado en plena
confusión fue todo un descubrimiento. Era un
concepto de tal sencillez que me deslumbró. A
partir de ese instante, la noción de lo divino
adquirió para mí precisión, claridad y
consistencia. Todas mis dudas se disiparon e
hice mía esta certeza: que la vida a la que me
habían arrojado no era un camino que no
conduce a ninguna parte, sino una ruta que
conduce hacia un encuentro.
Pero mi búsqueda prosiguió. Atravesé
entonces varios periodos marcados por la
enfermedad, durante los cuales tuve que
interrumpir mis estudios.
Justo antes de acceder a lo que entonces se
llamaban las Humanidades, caí enfermo con
anemia. Para reponerme me enviaron durante
seis meses al borde del mar y, después, tres
meses a la alta montaña.
La enfermedad había retrasado un año mis
estudios, pero fue también una época que me
enseñó mucho.
Los scouts me regalaron un tótem con el
siguiente nombre: «Castor meditabundo». Es
curioso que unos chavales de catorce años,
reunidos alrededor de un fuego de
campamento una noche, por medio de gritos
que aprobaban o reprobaban tal o cual nombre
de animal, hayan elegido para mí estas dos
palabras: «castor» —desde luego que iba a
pasar mi vida luchando para construir
viviendas y el castor es el animal que construye
su casa— y «meditabundo» —y la meditación
es, ciertamente, uno de los rasgos de mi
carácter—. La meditación y, más tarde, la
adoración acompañaron siempre en mi vida la
actividad más manual y más práctica.
Después se produjo otro acontecimiento
inolvidable, que iba a sacudir mi vida. A la
vuelta de una peregrinación de colegio a Roma,
nos detuvimos en Asís. Una vez allí, subimos a
la montaña, a una decena de kilómetros de la
ciudad, al convento de Carceri. San Francisco y
sus primeros compañeros venían a pasar días y
semanas de soledad y de adoración en estas
grutas. Tras la muerte de san Francisco se
construyó aquí un maravilloso convento,
colgado de la montaña.
Después de que un monje nos explicase la
vida de san Francisco, abandoné el grupo y me
fui solo a pasearme por una ruta que bordeaba
la montaña. Tuve entonces la doble intuición de
que en la adoración se encontraba la más
absoluta y plena comunión universal con toda
la humanidad y con toda la naturaleza.
Al mismo tiempo, alimentado por el
ejemplo de la vida de san Francisco, descubrí
que la adoración es la fuente más
extraordinaria de la acción. Y de una acción
realista, absolutamente cercana a los dramas de
la época feudal, cuando se luchaba entre un
castillo y otro movilizando a los campesinos,
que se mataban entre ellos por las bagatelas y
los caprichos de sus señores. En este contexto,
la orden tercera fundada por san Francisco se
constituyó en la primera forma de objeción de
conciencia. En efecto, Francisco consiguió que
los laicos que hacían sus promesas en la orden
tercera quedasen asimilados a las gentes de
Iglesia, pudiendo rechazar a los señores que les
obligaban a luchar. Ésta fue una de las razones
por las que la tercera orden se extendió tan
rápidamente entre la gente sencilla del pueblo:
era el único modo de librarse del servicio
militar obligatorio, que estaba regido por el
capricho de los señores.
A la vuelta de este peregrinaje a Asís,
víctima de nuevo de la enfermedad, tuve la
suerte de que cayese entre mis manos el mejor
libro escrito sobre san Francisco, el más
documentado y el más riguroso desde el punto
de vista histórico. La lectura de esta obra,
adornada con las impresiones de mi paso por
Asís, fue decisiva. Poco después visité las dos
principales órdenes de san Francisco en Francia:
los capuchinos y los franciscanos. Estos últimos
vivían en pisos, formando pequeñas
comunidades. En cambio, entre los capuchinos
descubrí una atmósfera muy tradicional,
monástica, mucho más austera y mucho más
dura. Dormían vestidos sobre una plancha de
madera, permanecían despiertos todas las
noches desde las doce a las dos de la mañana y
consagraban mucho tiempo a la oración.
Anuncié a mis padres que al año siguiente,
cuando hubiese terminado mi bachillerato,
entraría en el noviciado de los capuchinos. Fue
duro para ellos, pero eran profundamente
cristianos y estaban orgullosos, tal y como me
dijeron, de tener un hijo sacerdote, aunque
hubieran preferido que su hijo se hiciese
dominico o jesuita. Es decir, hubieran preferido
que ingresase en una orden en la que los
religiosos, según sus aptitudes, reciben
formación y se convierten en sabios o en
consumados especialistas. La orden de los
capuchinos, en efecto, es una orden popular, en
la que se consagra más tiempo a la adoración
que al estudio. Ingresé, pues, en el noviciado a
los diecinueve años.
En aquella época era íntimo amigo de un
camarada de colegio que, después, se convirtió
en uno de los héroes de la resistencia: Tho
Morel, al que más tarde se le conoció
simplemente por el nombre de Tom. El padre
Ravier acaba de consagrarle una admirable
biografía: Tom Morel1
Este amigo, al enterarse de que me iba a
hacer capuchino, decidió venir a mi profesión.
Pero llegó tarde y cuando entró en la capilla del
convento ya no quedaba nadie, sólo un fraile

1
Le Sarment-Fayard
que estaba apagando los cirios. Despistado,
pidió ver al maestro de novicios, al que le habló
de nuestra amistad. El maestro de novicios
aceptó que nos viéramos. Cuando entró en el
pequeño locutorio en el que me esperaba Tho
Morel, presenció una escena extraordinaria.
Aquel que más tarde iba a convertirse en el
creador del heroico maquis de Glières, aquel
que iba a morir en una emboscada despreciable,
entregando su vida por el honor de Francia,
explotó de cólera, diciéndome: «Pero Henri —
éste es mi nombre de pila—, no eres tú. Te han
tonsurado y te han rapado, como si acabases de
salir de la cárcel. Estás descalzo, vas a enfermar.
¿No ves que tienes mala salud? ¿Y qué es ese
hábito con el que te han disfrazado? Ve a
vestirte, porque te vuelves conmigo
inmediatamente».
Dejé que pasase su acceso de ira y que se
tranquilizase. Durante un hora le fui
explicando, poco a poco, mis motivaciones y el
camino que había ido recorriendo hasta dar este
paso. No lo entendía, pero lo aceptó. Y se volvió
tranquilo, llevando consigo el recuerdo de un
misterio que le superaba.
Pasaron los años de noviciado, los de
Filosofía y los de Teología (seis años y medio en
total) en las mismas condiciones: descalzo,
durmiendo en una plancha de madera y
levantándome a medianoche para recitar los
salmos durante una hora y rezar durante otra
hora en la oscuridad.
Hoy puedo asegurar que todo lo que mi
vida tuvo después de positivo fue el fruto de
estos años pasados en el convento. Estoy
absolutamente convencido de que si la
Providencia no me hubiese conducido a
consagrar estos años a la adoración, mi vida
habría discurrido por otros derroteros.
Tras ser ordenado sacerdote, me desligué
durante unos meses del convento, para poder
seguir los cursos del Instituto Católico de Lyon.
Uno de mis profesores fue el admirable padre
de Lubac. Él fue el sacerdote que pronunció la
homilía de mi primera misa y, hasta la hora de
su muerte, poco tiempo después de haber sido
nombrado cardenal, fue mi padre espiritual. Un
año después de mi ordenación volví a caer
enfermo y los médicos insistieron en que tenía
que ir a la montaña. El padre de Lubac y otros
compañeros me dijeron: «Pida a Roma que le
desvincule de la orden de los capuchinos y
solicite a un obispo de una diócesis de montaña
que le acoja entre su clero». Obtuve el permiso
de Roma y el obispo de Grenoble me aceptó en
su presbiterio. Así fue como me convertí en
cura diocesano. Mi superior desde entonces —y
hace ya sesenta años de esto— es el obispo de
Grenoble. Aunque la verdad es que siempre fui
un pato salvaje que paró poco en su diócesis.
Cuando se desencadenó la guerra, estaba
hospitalizado por una pleuresía y, por eso, no
participé en la desbandada, a veces heroica, de
1939-40.
Cuando aún estaba convaleciente, el obispo
me nombró vicario de la catedral de Grenoble.
Otra página de mi vida y de mi fe iba a abrirse
con la entrada en la resistencia; donde, para ser
sincero, tengo que decir que entré no tanto por
motivaciones políticas cuanto para oponerme a
las persecuciones raciales, como ya conté al
principio de este libro. Con la Liberación fui
elegido diputado y entonces nació, como
también he explicado ya, el movimiento Emaús.
De esta forma, pasando por distintas
etapas, mi fe ingenua de niño se fue
transformando en una fe personal, raíz y
fundamento de las opciones más importantes
de mi vida
Cuando echo la vista atrás y contemplo este
largo recorrido, puedo decir que mi vida ha
sido sobre todo una vida de fe. Una fe siempre
unida al amor, como me gustaría poder explicar
a continuación.
II

¿QUÉ ES LA FE?

Quizá sorprenda el título de esta segunda


parte del libro, «Certezas del incognoscible». De
todas formas, cuando observamos más de cerca
las realidades vividas de la fe, ésta se ilumina
con una luz extraordinaria.
Miremos, por ejemplo, hacia santa Teresita
del Niño Jesús. Sufriente y casi agonizante en la
enfermería, le encantaba, durante sus
insomnios, garabatear cánticos en cualquier
pedazo de papel. Un día, la hermana enfermera,
al leer algunos de estos papeles, le dijo: «¡Qué
suerte tenéis, hermana, de tener una fe y un
amor de Dios tan grandes que os hacen escribir
cosas tan bellas!». Y Teresa le replicó: «Pero
hermana, si lo único que canto es lo que quiero
creer».
La fe es una certeza que descansa sobre una
realidad no evidente. Para intentar
comprenderla, retomemos la analogía del amor.
Dos personas que viven juntas pueden tener la
certeza de amar y de ser amadas, a pesar de los
momentos de cansancio, de enfado o de
dificultades. Esta certeza indemostrable se
siente en el interior. Es precisamente el caso de
la pequeña santa Teresita, que canta en sus
pequeños cánticos sus certezas de fe y su amor a
Dios, a pesar de que Éste sigue siendo un
misterio incognoscible para ella.
Un día, uno de mis innumerables sobrinos
me dijo: «Pero, vamos a ver, tío, ¿cómo es
posible pensar que Dios se ocupa de cada uno
de nosotros? ¿Cómo es posible algo así, si hay
en estos momentos unos seis mil millones de
seres humanos?». Yo le contesté: «Dios es. Dios
nos rodea. Sólo existimos porque Él está con
nosotros, porque su voluntad es que existamos
y que seamos. Si su voluntad cesa, nosotros
cesamos de ser. La atmósfera, ese aire que se
renueva y envuelve a todo ser vivo, mantiene, a
mi juicio, una relación de analogía con el
misterio de Dios. Dios está en todas partes. Dios
es todo. Todo es para Él y todo está en Él. Y, al
mismo tiempo, Dios sigue siendo el
incognoscible».
Otro ejemplo. Todo el mundo se ha
planteado muchos interrogantes sobre François
Mitterrand, tanto en la época en que
desempeñaba las más altas responsabilidades
políticas como cuando Dios le llamó a su seno.
¿Era o no era creyente? Al menos externamente,
no lo parecía. No iba a misa, como De Gaulle. Se
sabía que había tenido una educación cristiana
y que había frecuentado colegios católicos. A
medida que se iba haciendo mayor, iba
haciendo pequeñas confesiones que
demostraban que pensaba en un más allá.
Varias veces abordó conmigo la cuestión de
la muerte. Esta cuestión ha sido, como saben
bien todos sus amigos, el gran interrogante de
su vida. Un interrogante que no tenía nada que
ver con el miedo. Era, más bien, la curiosidad de
un hombre que tenía una gran cultura científica
y filosófica y, sobre todo, una constante
curiosidad por todo. Y que quería morir
lúcidamente. Me han contado que, al final, se
negó a tomar algunas medicinas y ciertas
drogas porque no quería prolongar
artificialmente su vida. A un amigo que le
preguntó: «¿Qué le dirás a san Pedro cuando
llegues?», él le contestó: «Es san Pedro el que
me dirá: "Ahora ya sabes lo que hay"». ¿No son
estas afirmaciones propias de un creyente?
Sabré lo que no sé. Pero el «yo sabré» significa
también «yo seré», existiré y podré conocer la
realidad última. Por otra parte, mientras estoy
en las sombras del tiempo puedo ciertamente
tener certezas, pero certezas que versan siempre
sobre lo incognoscible.
Durante la última entrevista que
mantuvimos y que duró tres horas, Mitterrand
me preguntó: «¿Pero de verdad nunca
experimentó la duda en toda su larga vida, una
vida llena de peripecias y repleta de penas y
alegrías?». Y yo le contesté: «Sí. A los dieciséis o
diecisiete años experimenté la duda más
absoluta en relación con todo lo que me habían
enseñado. Después, la fe expulsó a la duda. Y
una vez vencida la duda, mi vida siempre ha
estado tejida de interrogantes».
Al interrogarse sobre la fe es frecuente que
los compañeros me pregunten: «Pero ¿quién es
Dios?». Habitualmente les contesto:
«¿Recuerdas aquel día que volvimos por la
noche cansados, muertos de frío, sin haber
comido y sin traer nada para la comunidad?
Habíamos trabajado todo el día reparando una
vieja casa para hacerla habitable para unos
viejecillos y, cuando volvíamos, tú me dijiste:
"Padre, me siento tremendamente contento de
esta jornada". ¿Y ahora me preguntas que quién
es Dios? Pues bien, no olvides jamás esa alegría,
tan distinta de las demás, que sentías en aquel
momento. Porque estabas recibiendo el don más
maravilloso que pueda existir, eso que los
teólogos llaman el don de la sabiduría. La
sabiduría no quiere decir ser sabio y no hacer
tonterías. Sabiduría viene de supere, la palabra
latina que significa "saborear", "degustar". En
ese momento degustabas lo bueno que es amar
a Dios. Era Dios al que estabas encontrando y
quien cantaba en tu corazón. Y por muchas
bibliotecas teológicas que conocieses, tendrías
ideas sobre Dios, pero no le conocerías.
Mientras que en ese sentimiento de alegría, en
esa alegría inexpresable, ahí saboreaste a Dios».
En el mensaje cristiano, la fe es
absolutamente indisociable del amor, porque
Dios es Amor.
Yo no creo en Dios. Yo creo en el Dios
Amor, a pesar de todo lo que parece negarlo. Su
esencia es su propio Ser de ser Amor. Por eso,
estoy convencido de que la división
fundamental de la humanidad no es entre los
que se dicen creyentes y los que se llaman o
llamamos no creyentes. La división
fundamental es entre los «idólatras de sí
mismos» y los «comulgantes», entre los que
ante el sufrimiento de los demás se vuelven y
los que luchan por liberarles. Es la división
entre los que aman y los que se niegan a amar.
Jamás olvidaré a Coluche. Nos encontramos
unos meses antes de su muerte en el campo de
batalla de la lucha contra el hambre. A petición
de su madre celebré sus funerales. Si la
juventud le llora es para agradecerle el que haya
desenmascarado la hipocresía de nuestra
sociedad bien educada. Porque Coluche era un
testigo que denuncia y actúa. Era un auténtico
«comulgante».
¿No está compuesta acaso la mayoría de
los aparentemente no creyentes por los que han
visto en la imagen de Dios sugerida a sus ojos
por la comunidad de los creyentes una imagen
desfigurada? Las blasfemias que suben en tropel
de la tierra no son lanzadas contra el Dios
auténtico, contra el Dios Amor. Son las
proferidas a la cara de esos falsos dioses, hechos
de egoísmos, de hipocresías y de intereses
políticos.
La única blasfemia es la blasfemia contra el
Amor.
Por eso, no está mal que volvamos a
recordar aquí las Bienaventuranzas, unas de las
palabras más comprometedoras de Jesús.
¡Nunca las releeremos lo suficiente!

«Al ver a la gente, Jesús subió al monte, se


sentó y se le acercaron sus discípulos. Entonces
comenzó a enseñarles con estas palabras:
Dichosos los pobres en el espíritu,
porque suyo es el reino de los cielos.
Dichosos los que están tristes,
porque Dios los consolará.
Dichosos los humildes,
porque heredarán la tierra.
Dichosos los que tienen hambre y sed
de hacer la voluntad de Dios,
porque Dios los saciará.
Dichosos los misericordiosos,
porque Dios tendrá misericordia de ellos.
Dichosos los que tienen
un corazón limpio,
porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que construyen la paz,
porque serán llamados hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos
por hacer la voluntad de Dios,
porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos seréis cuando os injurien y os
persigan, y digan contra vosotros toda clase de
calumnias, por causa mía. Alegraos y regocijaos,
porque será grande vuestra recompensa en los
cielos, pues así persiguieron a los profetas
anteriores a vosotros.»
(Mateo 5)

Hace tiempo que vengo meditando este


mensaje de Jesús. Y sin embargo, hace unos
quince años, tenía que dirigirme a una gran
multitud de jóvenes en el anfiteatro de Verona,
en Italia. Ellos habían escrito el texto de las
Bienaventuranzas en grandes carteles. Mientras
esperaba mi turno, tenía todo el tiempo del
mundo para leerlas una y otra vez. Fue entonces
cuando descubrí algo en lo que, hasta entonces,
nunca había reparado: que todas las
Bienaventuranzas están en futuro, salvo dos que
están en presente (la primera y la última). La
primera: «Dichosos los pobres de espíritu
porque suyo es el reino de los cielos». Y la
última: «Dichosos los perseguidos por hacer la
voluntad de Dios, porque de ellos es el reino de
los cielos». No hay futuro en ellas. El reino de
los cielos ya está aquí.

¿Qué significa pobre de espíritu? No quiere


decir que haya que repartir todos los bienes,
como san Francisco. Quiere decir que, ya seas
jefe de Estado o empresario o responsable
sindical o profesor, te preguntes cada tarde:
¿Qué he hecho con mis poderes, con mis
privilegios, con mis dones, con mi saber, por el
servicio de los más débiles, de los más
desfavorecidos? El que se pregunta esto, ése es
el pobre de espíritu.
Y la última bienaventuranza no quiere decir
que haya que morir necesariamente mártir. Sino
que el día en el que se encuentren tres hombres
y el más fuerte de los tres quiera explotar al más
débil, el tercero en discordia se coloque entre
ambos y declare: «No consentiré que le hagas
daño a este débil, a no ser que pases por encima
de mi cadáver». Entonces el reino de los cielos
estará ya en la tierra. Gracias a Dios, muchos de
esos mismos que dicen no saber nada de la fe
son en realidad hijos de Dios a través de la
entrega de sí mismos para proteger al más
débil. Aunque no quieran saber nada de curas,
ni de Iglesia, ni de credo, comprometiendo su
vida en la defensa de los derechos y de la
dignidad de los más débiles, forman parte de
los que hacen surgir y crecer el reino de los
cielos.
Eso es lo que dice el Evangelio. Y en eso
consiste la ética cristiana.
El fracaso de la Iglesia y de la comunidad
de los llamados creyentes consiste precisamente
en no lograr hacer creíble que Dios es Amor.
¿No será que por muy vigilantes que estamos
en favor de la exactitud de la doctrina y sobre la
exactitud de la fe no vivimos lo esencial del
mensaje: «Amaos los unos a los otros como yo
os he amado»?
Si no se vive desde el amor, la fe se
convierte en un faro apagado. Éste es el corazón
del mensaje de Cristo. San Pablo lo expresa a las
mil maravillas en el siguiente himno:

«Aunque hablara todas las lenguas de los


hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy
como campana que suena o címbalo que retiñe.

Aunque tuviera el don de hablar en


nombre de Dios y conociera todos los misterios
y toda la ciencia; y aunque mi fe fuese tan
grande como para trasladar montañas, si no
tengo amor, nada soy.

Y aunque repartiera todos mis bienes a los


pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no
tengo amor, de nada me sirve.

El amor es paciente y bondadoso;


no tiene envidia,
ni orgullo, ni jactancia.
No es grosero, ni egoísta;
no se irrita ni lleva cuentas del mal;
no se alegra de la injusticia,
sino que encuentra
su alegría en la verdad.
Todo lo excusa, todo lo cree,
todo lo espera, todo lo aguanta.
El amor no pasa jamás.»
(1 Corintios13)
III

TRES CERTEZAS

A pesar de las atrocidades que a todos nos


hieren, lo esencial de mi vida de fe descansa
sobre tres certezas. El primer fundamento de mi
fe es la certeza de que el Eterno es Amor. El
segundo fundamento es la certeza de ser
amado. Y el tercero es la certeza de que la
libertad humana no tiene otra razón de ser que
la de hacernos capaces de responder con
nuestro amor al Amor.

Recuerdo una anécdota. Hace muchos años,


unos amigos habían decidido rodar una película
sobre el invierno de 1954. El productor, un
joven que había cargado sobre sus espaldas la
empresa heredada de su padre muerto, vino a
decirme: «Va a comenzar el Festival de Cannes.
Queremos hacer una película, pero no tenemos
dinero suficiente. Tenemos que encontrar
coproductores. Nos haría un gran favor si
aceptase venir con nosotros al festival. Allí se
reúnen los productores de todo el mundo, al
acecho de nuevas ideas. Si Yves Mourousi le
hiciese un par de preguntas en el telediario,
todos los productores lo sabrían. Entonces nos
lloverían las ofertas y sólo tendríamos que
preocuparnos de elegir la mejor».
Me fui con ellos a Cannes. A mi llegada al
barco que iba a servir de escenario, las cámaras
del programa «Veinte horas» ya habían subido
a bordo. Mientras me disponía a hacer yo otro
tanto, un amigo me dijo: «No tienes suerte,
acaban de subir tres grandes actores, que
seguramente compartirán la entrevista contigo
y uno de ellos suele ser un poco "comecuras".
No te va a ser nada fácil». «Ya veremos», le
contesté. Subí a bordo. Mourousi hizo las
presentaciones. Los tres en cuestión venían a
hablar de la película Bajo el sol de Satanás. Eran
Sandrine Bonnaire, Gérard Depardieu y
Maurice Pialat. Este último era el «bocazas», el
«comecuras».
Yves Mourousi comenzó su entrevista.
Cuando mis tres compañeros de navegación
terminaron de contestar, Mourousi se volvió
hacia mí: «¿Usted también metido en el mundo
del cine, Abbé Pierre?». Le contesté, con voz
fuerte y serena, lo que todavía pienso hoy: «Sí,
porque cuando uno se hace viejo, tiene la
sensación de oír una voz en el interior que le
dice: "antes de irte, dinos lo que sabes". Y lo que
yo sé es que la vida es un tiempo dado a la
libertad para aprender a amar, si se quiere, a
través del encuentro con el Eterno Amor en el
siempre del más allá del tiempo...». Silencio. Y,
de pronto, el terrible Pialat gritó: «¿Por qué no
se me enseñó esto cuando era niño?». Fue un
instante extraordinario.
Se nos enseñan creencias y doctrinas.
Posiblemente nos ayude a vivir. Pero obligados
a retenerlas, las rechazamos muy pronto. Sobre
todo porque no comprendemos el significado
de las cosas que nos obligan a creer. Al día
siguiente a la emisión en la que Pialat había
lanzado ese grito, habló a los periodistas de su
educación católica, en la que le hablaban del
diablo y del infierno y le decían: «Pórtate bien o
el buen Dios te castigará». Y añadió que nunca
había oído relacionar a Dios con el Amor y con
la libertad. Ese era su grito de angustia: «¿Por
qué nunca me enseñaron eso?»
Y sin embargo, eso es el fundamento
mismo de la fe cristiana, al menos tal y como yo
la he entendido al leer el Evangelio. Éste es el
tema central del Nuevo Testamento: «Dios es
Amor». Dios es incognoscible. De Él sólo se
puede decir que es Amor y que se entrega. Y
cuando digo esto, siempre siento la necesidad
de precisar: Dios es Amor. A pesar de todo. A
pesar de todas las atrocidades, a pesar del
sufrimiento de tantos hombres y mujeres, a
pesar de las guerras y las epidemias. Sí, creo
que Dios es Amor a pesar de todo.
Mi segunda certeza es que somos amados a
pesar de todo. El Evangelio nos lo recuerda
constantemente: «Tanto amó Dios al mundo que
le envió a su Hijo, para que el mundo sea
salvado por Él» (Juan 3). A lo largo de su vida
pública, Jesús siempre miró con amor a todas
las personas con las que se iba encontrando.
Amó a Pedro, a Juan, a Natanael y a todos los
apóstoles. Amó a la mujer pecadora, a María
Magdalena, a Zaqueo y a la samaritana. Amó al
paralítico de la piscina de Betsaida, a la viuda
de Naín, al centurión romano y a Nicodemo.
Amó incluso a Judas.
Cristo nos reveló a través de su persona y
de su vida que Dios es como un padre que ama
infinitamente a cada uno de sus hijos, por muy
malos y desobedientes que sean. Por muy
pecador y rebelde que sea, o por muy hundido
que esté un hombre en el mal, Dios le sigue
amando, porque el Amor no se rinde jamás y
crece sin cesar. Sólo el hombre puede rechazar
libremente este Amor y poner una pantalla
refractaria a este rayo de luz que se ofrece
siempre.
Por eso Pascal decía justamente: «La luz de
Dios es lo bastante fuerte como para que el que
quiera pueda creer, y la oscuridad de Dios es
suficiente para que el que se niega a creer no se
vea obligado a hacerlo».

El amor, en efecto, implica el respeto


absoluto de la libertad del otro. Si me siento
obligado a amar, eso deja de ser amor. Y ésta es
precisamente la tercera certeza de mi fe: el
hombre es libre de amar o de no amar. En este
inmenso cosmos compuesto por miles de
millones de galaxias, el hombre es, por lo que
conocemos, la única criatura dotada de libertad.
Por muy ínfimo que sea a los ojos de la
inmensidad cósmica, el hombre tiene un valor
infinito, porque es un ser capacitado para la
libertad y esta libertad le hace capaz de amar.
Ésta es la dignidad del hombre.
Cuando me preguntan: «¿Por qué venimos
a la tierra?». Respondo simplemente: «Para
aprender a amar». El universo entero sólo tiene
sentido porque, en alguna parte, existen seres
dotados de libertad. El hombre, este ser ínfimo
colocado en un planeta minúsculo, puede ser
aplastado por el universo, pero es más grande
que el universo, como dice Pascal, porque sabe
que muere y que puede morir amando. Para
que el amor sea posible no basta con que haya
océanos, glaciares y estrellas. Es necesario que
haya seres libres. Por muy horrible que sea a
veces, la libertad humana no se puede borrar.
Afortunadamente, existe la ayuda de Dios, a la
que solemos llamar gracia.
Para explicar esto suelo recurrir a menudo a
la imagen del barco. Nuestra libertad consiste
en desplegar la vela. Pero la vela por sí sola no
basta para hacer avanzar el barco. Tiene que
soplar el viento. Y por otra parte, si el viento, el
Espíritu Santo, sopla, pero la vela no está
desplegada, el barco tampoco avanzará... Dios
necesita nuestra colaboración para hacernos
avanzar. Y añadiría que toma parte de la
responsabilidad humana elegir el rumbo y la
dirección que le queremos dar a la vida. El
hombre tiene el timón y despliega la vela.
Entonces, el soplo divino le puede conducir a
buen puerto.
Evidentemente, la libertad puede conducir
a las peores atrocidades. Soy libre para amar o
no amar. Si quiero ser libre sin freno ni meta, si
quiero utilizar mi libertad según mis caprichos,
muy pronto mi libertad quedará reducida a
cenizas. No hemos sabido enseñar que la
libertad no consiste en hacer esto o aquello, sino
que la libertad es «para». Para amar.
Los animales aman, pero aman sin libertad.
Aman por un instinto que les determina. Son
capaces de ponerse en peligro o de morir para
proteger a sus pequeños. Pero cuando los
pequeños sean grandes se pelearán con sus
progenitores y sólo actuarán en función de su
instinto. El hombre es el único que tiene
libertad. Pero esta libertad debe ser educada.
Sin educarla, la libertad corre el riesgo de verse
reducida a servir al egocentrismo del individuo.
Entonces engendrará miedo en los demás y
pronto entraremos en la famosa espiral de la
violencia, de la guerra y del odio sin fin.
Sí, la libertad puede tener consecuencias
temibles —¿no es ésta la razón por la cual
tantos seres humanos prefieren los animales a
las personas?— pero éste es el precio que hay
que pagar para que exista el amor.
Si no hubiese libertad, no habría amor. Y la
vida no tendría interés ni sentido.
Una amiga me hablaba un día de su hijita, a
la que intentaba explicarle la fe. La pequeña le
había dicho: «Pero mamá, ¡qué equivocación
tan tremenda cometió el buen Dios al darle la
libertad al hombre! ¡Si no hubiese libertad, todo
sería maravilloso! Todos los seres humanos de
la tierra serían como las estrellas que dan
vueltas sin parar y que jamás se pelean». Su
mamá le contestó: «Tienes razón, pero si Dios
no hubiese cometido esta equivocación, como
dices, tú no tendrías una mamá para quererte y
yo no tendría una hijita que me quisiera.
Seríamos autómatas». ¿Valdría la pena?
IV

LOS TRES ROSTROS


DEL AMOR

A pesar de todo, Dios es Amor. A pesar de


todo, somos amados. El hombre es libre para
amar o no amar. Éstos son los fundamentos
esenciales de mi fe.
Estoy convencido de que muchos hombres
religiosos no cristianos pueden compartir estas
convicciones. La revelación, esta secreta palabra
dirigida por Dios a los hombres, invita a
explorar todavía más el misterio de Dios.
De ahí que los teólogos hayan intentado, a
lo largo de los primeros siglos después de la
muerte de Cristo, aproximamos más a los
misterios fundamentales de los que Dios nos
habla: el misterio de la Trinidad, el de la
Encamación y el de la Redención.
Por decirlo de alguna manera, en el
claroscuro de estos misterios se ha desarrollado
toda mi vida de hombre de fe.
En efecto, más allá del descubrimiento de
este simple «Yo soy» que había renovado mi fe,
llegué al conocimiento de que a este «Yo soy»
sólo se le puede añadir la palabra «Amor». «Yo
soy Amor» es lo único que podemos decir de
Dios.
Desde entonces he ido descubriendo
progresivamente el misterio que,
habitualmente, parece el más opuesto a la razón
humana y el más difícil de concebir: el misterio
de la Trinidad. Es en este misterio donde mi
espíritu encuentra más luz y más energía.
Si Dios es Amor, como todo amor tiende a
propagarse ¿Qué es, en el fondo, el amor? Es lo
que nos hace «ser más», saliendo de nosotros
mismos. No para hundirnos. El amor no es una
negación de uno mismo. Nos hacer «ser más»,
saliendo de nosotros mismos.
El amor se dice, se da. Este don de sí
mismo del Eterno es lo que vamos a llamar, por
analogía, el Verbo, el Hijo. Este Dios, entregado
y que no cesa de entregarse, no puede menos
de exultar y adorar —para emplear nuestras
palabras humanas, siempre aproximativas—
ante la imagen de sí mismo que es el Verbo, el
Hijo. Y el Verbo no puede menos de estar en
parecida adoración y exultación ante el Padre,
de quien es la imagen perfecta. Por eso, con
toda naturalidad se convierte en el viento del
Espíritu. ¡Qué bien elegida esta palabra...
Espíritu, «soplo», «viento»! Los místicos no
dudan en decir: «El Espíritu Santo es el soplo
de un beso mutuo del Padre y del Verbo
amándose».
Para expresar este fuego de amor y de
alegría que es la vida misma del Eterno, a los
teólogos les ha costado mucho encontrar las
palabras adecuadas. Sólo supieron proponernos
esa palabra, un tanto fría, de Trinidad. Y es que
se trataba de nombrar algo que está mucho más
allá de todo lo que puede concebir el
pensamiento humano. Se trata de distinguir en
el seno de la unidad divina y a través del
prodigio del amor tres personas: el Padre, como
una fuente que se da al Hijo y, de este
intercambio de amor, el beso divino, el Espíritu
Santo.
Es como si este misterio nos permitiese
desvelar un rinconcito de la vida íntima del
amor de Dios, ese torbellino de corazón
inmutable.
Curiosamente, mientras este misterio de la
Trinidad les parece tan complicado a tantos
cristianos, ha sido para mí, durante toda mi
vida, uno de los puntos de referencia más
evidentes y más constantes de mi fe.

La revelación cristiana nos habla de un


segundo gran misterio: el misterio de la
Encarnación. El Verbo de Dios, la segunda
persona de la Trinidad, se hizo carne en el
hombre Jesús. San Juan es el que mejor expresa
esta unión en una sola persona del Amor
infinito que se entrega y de la libertad humana.

«Al principio ya existía la Palabra.


La Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
Ya al principio ella estaba junto a Dios.
Todo fue hecho por ella
y sin ella no se hizo nada
de cuanto llegó a existir.
En ella estaba la vida
y la vida era la luz de los hombres;
la luz resplandece en las tinieblas,
y las tinieblas no la sofocaron.»

Vino un hombre, enviado por Dios, que se


llamaba Juan. Éste vino como testigo, para dar
testimonio de la luz, con el fin de que todos
creyeran por él. No era él la luz, sino testigo de
la luz.

«La Palabra era la luz verdadera,


que con su venida al mundo,
ilumina a todo hombre.
Estaba en el mundo,
pero el mundo, aunque fue hecho por ella,
no la reconoció.
Vino a los suyos,
pero los suyos no la recibieron. (...)

Y la Palabra se hizo carne


y habitó entre nosotros;
y hemos visto su gloria,
la gloria propia del Hijo único del Padre,
lleno de gracia y de verdad. (...)

A Dios nadie lo vio jamás; el Hijo único,


que es Dios y que está en el seno del Padre, nos
lo ha dado a conocer.»
(Juan 1,1-18)

Todos los días de mi ya larga vida de


creyente se vieron iluminados por estas
palabras extraordinarias. Incluso en los
momentos de oscuridad, siempre me dije: «El
Verbo se hizo carne».
En la Encarnación del Verbo, Dios Amor se
entrega realmente a los hombres y se hace
realmente nuestro. ¿Hay otra forma mejor de
hacerles saber a los hombres el amor que les
tiene el Eterno? Dios se adhiere a la condición
humana para que el hombre pueda entrar en el
fuego y en la alegría del Amor Trinitario.
«Dios se ha hecho hombre para que el
hombre se convierta en Dios», escribía san
Ireneo. Este misterio de la Encarnación, que es
el fundamento mismo de la fe cristiana, ha
irrigado mi oración y ha alimentado mi
contemplación de Dios Amor.
Dicho esto, también tengo que añadir que
la Encarnación deja a mi pobre inteligencia
mucho más insatisfecha que el misterio de la
Trinidad.
Una de las cuestiones que no ceso de
plantearme, interpelando a Jesús, es la de saber
cómo han podido existir en esta persona única
que es Jesús, el Verbo encarnado, dos tipos de
conocimiento. Dado que era el Verbo, el Cristo,
no perdió un sólo instante la visión beatífica, la
contemplación, la adoración del Padre, de
donde procedía el Espíritu. Y sin embargo, en
su humanidad era totalmente hombre. ¡Y no
como si fuese hombre! De pequeño tuvo que
aprender a caminar, a asearse, a ir a la escuela.
Tuvo que aprender a leer, a ir a la sinagoga y
aprender la ley, la Torá. Tuvo el conocimiento
progresivo propio del conocimiento humano, al
mismo tiempo que vivía el Infinito de la
perfección del Verbo.
Más tarde, al final de su vida, el mismo
Cristo le dice al buen ladrón en la cruz: «Hoy
estarás conmigo en el Paraíso». Y al instante, esa
misma persona grita: «Padre, Padre, ¿por qué
me has abandonado?». Éste es el misterio más
impenetrable, pero también el más dramático, el
más llamativo, el más susceptible de atarnos,
misteriosamente, a la persona de Cristo.
Sí, sufrió como sufre toda persona que es
torturada.
Sí, nunca dejó de decir: «Gloria al Padre».
Hay otro punto en el que el misterio de la
Encarnación me conduce a gritarle a Jesús y a
interpelarle constantemente. Si tenemos en
cuenta los milenios que han pasado desde la
aparición del primer hombre libre y responsable
y si consideramos el espacio del planeta Tierra,
no podemos menos de preguntarnos: «¿Pero,
Señor, por qué has tardado tanto? ¿Y por qué lo
has hecho con medios tan minúsculos? ¿Por qué
no aparecer hoy, cuando la Palabra divina sería
acogida por las antenas parabólicas a través de
toda la tierra y pondría la revelación al alcance
de todos?»
V

EL RESCATE

El Evangelio nos revela que la Encarnación


del Verbo tuvo lugar de cara a la salvación de la
humanidad: «Dios nos ha manifestado el amor
que nos tiene enviando al mundo a su Hijo
único, para que vivamos por él. El amor no
consiste en que nosotros hayamos amado a
Dios, sino en que Él nos amó a nosotros, y envió
a su Hijo para librarnos de nuestros pecados» (1
Jn 4).
Durante mucho tiempo, me sentí incómodo
ante lo que las autoridades eclesiásticas
permitían decir a propósito de la redención.
Una serie de ideas que todavía hoy se predican
aquí y allá.
Mi insatisfacción procede de las palabras
enigmáticas de Jesús: «El Hijo del hombre no ha
venido para ser servido, sino para servir y dar
su vida en rescate por muchos».
Ante todo, me llama la atención ese «por
muchos», dado que estábamos tan habituados,
por nuestra educación cristiana, al eslogan:
«Fuera de la Iglesia no hay salvación». Y sin
más explicaciones. Pues bien, hoy sabemos que
ha podido haber, aproximadamente, entre
noventa y cien mil millones de seres humanos
desde que el hombre existe. De estos cien mil
millones, ¿cuál es el porcentaje de los que han
podido llegar al conocimiento de la revelación
histórica? ¡Una parte ínfima! Admitir que Dios
se haya limitado a aportar la salvación a ese
pequeño número de personas sería irritante.
No. Jesús vino a traer la salvación a «muchos».
Es decir, la salvación de Dios llega mucho más
allá del marco de la revelación histórica y de las
fronteras visibles de la Iglesia.
¿Hay que entender el «para que los que
creen en El tengan la Vida eterna» con esta
exigente equidad en virtud de la cual algunos
afirman que todo ser humano, aunque no haya
podido saber nada de Jesús, es ya, como no
duda en afirmar el propio cardenal Ratzinger,
miembro invisible de la Iglesia de la salvación,
si obedece lealmente a la voz de su conciencia?
Nos falta entender las palabras de Jesús,
que afirman que ha venido a entregar su vida
en rescate. ¿Qué puede significar eso? ¿Quién es
el secuestrador que reclama el rescate?
A lo largo de los siglos, hubo dos corrientes
de opinión al respecto. En primer lugar, esta
interpretación profundamente ingenua: dado
que, por el pecado, el hombre se abandonó a
Satanás, le pertenece a él y, por lo tanto, es al
diablo al que hay que pagar el rescate, para que
deje libre al secuestrado. Son muchos todavía
los que han oído en su infancia estas palabras
cargadas de amenaza: «Sé bueno o te llevará el
diablo». ¿No es absurdo, ontológicamente
absurdo, pensar que el Bien absoluto, el verbo
de Dios, el Cristo, pueda entregarse a Satán? Es
algo impensable e inaceptable.
Como reacción a esta corriente de opinión
tan ingenua y tan simplista, se desarrolló en
plena Edad Media otra interpretación de la
palabra rescate. ¿Qué pasaba en el derecho
feudal en caso de delito? Cuando una persona
cualquiera, un pobre campesino por ejemplo,
escupía a un señor o le tiraba piedras al pasar,
cometía un acto muy grave en la medida en que
su víctima era un personaje importante. La
gravedad de la ofensa se medía en función del
status del que había sido ofendido. Si el que
había lanzado las piedras era un sujeto del
mismo señor, éste le ahorcaba y asunto
concluido. Pero si era el siervo de otro señor
vecino, para evitar la guerra era necesario que la
ofensa fuese compensada con una reparación a
la medida de la dignidad de la víctima. Por eso,
la reparación se medía por el rango del
diplomático que venía a presentar las excusas al
ofendido.
De la misma manera, dado que por el
pecado se ofende al Dios infinito, era necesario,
según la costumbre de aquella época, que el
reparador fuese «infinito». Por eso, explica san
Anselmo (o más bien el monje con el que
dialoga sin corregirle jamás), el Verbo, el Hijo
de Dios se había hecho hombre: para que un
hombre bien real, pero a la vez revestido de una
dignidad infinita, igualase a la dignidad del
Ofendido, presentando la petición de perdón.
La escuela de san Anselmo se llama, en la
tradición de la Iglesia, la «teología de la
satisfacción». Un nombre que no puedo
soportar. Satisfacción significa «es suficiente».
¿Es suficiente con un Jesús coronado de espinas,
flagelado, llevando la cruz, crucificado, para
convertirse en el reparador que viene a
presentar sus excusas? Un Jesús que pueda
decirle al Padre: «¿Estás satisfecho? ¿Estás
contento o quieres más? ¿Basta con eso?».
¡Horrible y repugnante! Ésta es una caricatura
de Dios, que no tiene nada que ver con el Dios
de los evangelios. El padre del hijo pródigo no
le dice a su hijo después de haber dilapidado
todos sus bienes: «¡Dame las cuentas!
¡Preséntame las facturas! ¡Dime cuánto has
gastado con las prostitutas!». El padre perdona
todo, tanta es su alegría de haber reencontrado
a su hijo perdido. Indirectamente, esta doctrina
de la «satisfacción» introdujo en la mentalidad
de la gente la noción del Dios vengativo,
déspota y que exige una justicia implacable.
Esta noción encerró al hombre en la
culpabilidad en vez de liberarlo en la acogida
de la bondad infinita de Dios.
Las contradicciones y las aberraciones a las
que conducen estas dos interpretaciones me han
llevado progresivamente a otra comprensión
del tema, una comprensión que el cardenal de
Lubac aprobaba. Este viejo amigo mío \ gran
teólogo, que no era ningún temerario que se
arriesgase imprudentemente a nuevas
formulaciones, me dijo unos días antes de
morir: «Su comprensión del rescate es
importante y es necesario que la dé a conocer,
porque puede ser entendida de una forma clara
y sencilla por todo el mundo».
Todo comenzó para mí con una reflexión
ante el problema de los drogadictos. Porque el
drogadicto es, a la vez, su propio verdugo y su
víctima. Es a la vez el secuestrador y el
secuestrado. Eso me condujo a reflexionar y a
decirme lo siguiente: Dios crea al hombre que es
como el aparato más perfecto que existe sobre la
tierra. Algo así como un cerebro electrónico
monumental. Pero un día, este aparato
ultraperfeccionado, dotado de libertad,
queriendo ser más libre para pasearse y viajar
adonde quiera, se desconecta del enchufe.
Privado de energía, el cerebro electrónico se
convierte en un montón de chatarra. Esto es, en
efecto, lo que nos muestra la Biblia y toda la
historia humana: el hombre se ha desconectado
de su enchufe para ser más libre, pero a partir
de ese momento, los seres humanos
comenzaron a pelearse entre sí, a luchar sin
tregua para ser cada vez más ricos y más
poderosos. Y en ésas andamos desde Caín y
Abel. ¿Hay un sólo día en la historia en que no
se haya cometido algún crimen? El asesinato, el
robo y la explotación reinan sobre la tierra
desde que el hombre se desconectó del enchufe.
En su infinito Amor, Dios toma una
decisión increíble. Al ver la maravilla que
colocó en la cima de la creación al hacerle libre,
Él, el Saqueado, viene a ver al ladrón y le dice:
«Querías sacar mucho provecho de tu robo.
Pues bien, porque te quiero a ti, que eres todo
humanidad, a ti que te has robado a ti mismo, te
vengo a rescatar de ti mismo. Y lo que vas a
devolver, te lo voy a pagar con un precio
infinito. Vengo a darme a mí mismo».
«Dándome a ti, yo soy el rescate que se te
entrega a ti, al secuestrador, que te has
convertido en tu propio verdugo y te retienes a
ti mismo secuestrado. Vengo a decirte: "Abre los
ojos y mira el cúmulo de miserias que te
rodean". Razona y vuelve. Y dado que querías
sacar provecho, te doy el mayor provecho
posible, vengo a entregarme a mí mismo».
La redención es, pues, el atracado que no
reclama el castigo del ladrón, sino que, en una
dinámica de amor total, se entrega al ladrón
para que éste restituya lo que ha robado. El Hijo
del Hombre, entregando su vida, le devuelve al
hombre caído y desconectado su capacidad de
amar.
En Emaús, cuando llega algún desgraciado
desconectado es porque ya no aguanta más.
Para retomar una imagen bíblica, es como aquel
que, en la larga marcha que conduce a Israel
hacia la Tierra prometida, cae al borde del
camino o se pierde, abandonando a los demás.
Es como aquel que está desamparado,
desorientado, pero que acepta unirse a una
comunidad humana en la que se le ayuda y, así,
se vuelve a conectar de nuevo y a ponerse de
nuevo en camino. Es aquel que vuelve a
encontrar su dignidad y el sentido de su
libertad, descubriendo que alguien le necesita
todavía.
Mi primer compañero, el ex presidiario
llamado Georges, me siguió porque le dije: «Te
necesito para ayudar a los demás. Necesito tu
capacidad de amar. Necesito que te recuperes
para que juntos podamos hacer algo». Al
aceptar amar y ser amado, acepta el rescate. El
hombre herido sufre tanto que es incapaz de
amarse a sí mismo. Sólo cuando acepta el
rescate y se confiesa un bandido desgraciado
pero honesto, restituyéndose él mismo al Padre,
sólo entonces vuelve a formar parte de sus hijos
de adopción.
VI

LAS CARICATURAS DE DIOS

Hemos visto en los capítulos anteriores que


el esfuerzo teológico, es decir, la inteligencia
puesta al servicio de la fe, intenta precisar algo
del misterio de Dios y de la revelación cristiana.
Si bien es verdad que podemos tener ciertas
certezas en la fe, si nuestra inteligencia puede
intentar profundizar el mensaje evangélico, no
podemos olvidar, sin embargo, que Dios sigue
siendo siempre el Absolutamente Otro, el
Inefable, el Indecible. Cuando metemos con
demasiada ligereza a Dios en nuestras
categorías humanas, en nuestra manera de ver y
de pensar —que, como es lógico, varían con las
épocas y con las culturas—, nos arriesgamos a
que surjan, como así ha pasado a lo largo de
toda la historia, todo tipo de caricaturas de
Dios, que a veces desnaturalizaron
profundamente el mensaje religioso original.
Es conveniente, además, desenmascararlas;
dado que estas representaciones erróneas
marcaron a veces profundamente nuestras
almas, desnaturalizando la fe de los que son
impregnados por ellas u obstaculizando el paso
a la fe verdadera de muchos hombres sinceros.
A lo largo de mi vida, tuve que tomar la palabra
en muchas ocasiones para denunciar tal o cual
imagen caricaturística de Dios. Una de estas
caricaturas, quizá la más extendida y que
constituye un obstáculo para tantos seres
humanos, es la visión de un Dios
Todopoderoso, dispuesto siempre a aplastar al
hombre.
Está claro que Dios es Todopoderoso, pero
no es un Todopoderoso arbitrario. Es un
Todopoderoso respetuoso, voluntariamente
cautivo de la libertad que Él mismo ha creado
(una idea que desarrollé en una pequeña obra
de teatro, El Misterio de la alegría). Por ser Amor,
Dios es un cautivo voluntario, que concede la
libertad a ciertos seres del cosmos para que,
desde la creación, pueda volver hacia Él del
amor.
Es tal la naturaleza de esta libertad que si
la uso de una forma inadecuada, si la coloco al
servicio de los propios caprichos, la alieno y
cada vez soy menos libre. Si, por el contrario,
acepto autolimitarme, renunciar a ciertas cosas
agradables y deseables para amar más,
entonces mi libertad crece. Esto es cierto tanto
en la relación de los hombres entre sí como en
la relación de los hombres con Dios. Si el
hombre se apoya en su libertad para rechazar
al Dios que percibe como un obstáculo a su
libertad absoluta, pone su libertad al servicio
de su sed de omnipotencia y, paradójicamente,
la destruye por los temores que suscita. Es la
historia de todos los dictadores que han ido
hasta el final de la lógica de querer colocarse en
el lugar de Dios. Y a la inversa, el hombre que,
libremente, en un acto de confianza limita un
poco su libertad para amar más —a Dios y a su
prójimo— ese hombre es más libre.
Así, la oposición entre la omnipotencia de
Dios y la libertad humana —piedra de toque
del ateísmo contemporáneo— es un sinsentido.
En el fondo, ponerse en manos de Dios, aceptar
dejarse guiar por Él, lejos de aniquilar la
libertad humana, permite al hombre ser
plenamente hombre. La libertad del hombre se
encuentra, en efecto, más protegida cuando se
une amorosamente a la omnipotencia
voluntariamente cautiva de Dios que cuando
quiere apropiarse de esta omnipotencia o
rebelarse contra ella. Para convencerse de ello
es suficiente con echar un vistazo a la historia
de la humanidad. Cada vez que se quebranta la
paz es porque una serie de opresores quieren
ejercer la omnipotencia sobre los demás o
porque, en nombre de la libertad absoluta,
unos individuos no respetan la libertad de su
prójimo.
La libertad humana sólo es grande si está al
servicio del amor. El ejemplo de la pareja es
muy significativo en este sentido. Si en una
pareja cada cual va a su aire y sólo busca
satisfacer sus caprichos y sus deseos del
momento, la unión tiene que saltar
forzosamente por los aires. Si, por el contrario,
cada uno está dispuesto a limitar
voluntariamente su libertad para amar más,
entonces la pareja perdurará y el amor se
desarrollará. Y, paradójicamente, cada uno de
los cónyuges será más libre y más feliz.
Lo mismo pasa con Dios. Aceptando
libremente ponerse en manos de la
omnipotencia cautiva del Dios Amor, el hombre
será plenamente libre. Nos encontramos aquí
con la noción bíblica de la Alianza: Dios
propone una alianza al hombre libre que,
amorosamente, se solidariza con lo que conoce
de la voluntad de Dios, sin que Dios se lo
imponga. La alianza no tendría sentido alguno
fuera de esta relación amorosa entre dos
libertades que se entregan. La noción de alianza
está, pues, en las antípodas de la visión
caricaturesca de un Dios todopoderoso que
aliena la libertad del hombre.

Otra caricatura es la del Dios padre


castigador: «Pórtate bien o irás al infierno». En
el fondo se trata de una interpretación errónea
de la parábola bíblica: «El temor de Dios es el
comienzo de la sabiduría». Sí, ¿pero de qué
temor se trata? Del temor del amante, del temor
del que ama y teme hacer daño a la persona
amada. Retomemos el ejemplo de los esposos.
¿No viven también ellos en un cierto temor? No
tienen miedo del otro, sino miedo de sí mismos.
Por eso dicen: «Tengo miedo de hacerle daño,
tengo miedo de hacer algo que le hiera». No se
trata de un temor negativo, pero es un temor, a
pesar de todo. El amor es el comienzo de la
sabiduría. Este amor que es temor de apenar, de
ofender, de herir y de perder a la persona
amada.
Esta comprensión errónea del temor de
Dios ha hecho mucho daño en muchas
conciencias. ¡Cuántos cristianos se sienten
paralizados por un terrible sentimiento de
culpabilidad! Y ya sabemos que la culpabilidad
no tiene nada que ver con la auténtica
contricción cristiana. Es la manifestación
psicológica de una angustia que proviene del
sentimiento de haber cometido una falta grave y
del temor de padecer en cualquier momento la
cólera de un padre tirano.
La contrición, por el contrario, nos abre a un
Dios siempre dispuesto a ofrecernos su perdón.
«Dios es la Luz», dice el Evangelio. La
culpabilidad es la sombra. Es una zona opaca
que hay en nosotros y que no acoge la luz del
Dios Amor. Y eso es algo terrible. Nada está
más lejos del mensaje de Cristo que esta noción
del Dios tirano, con el látigo en la mano.
Comprendo que tal concepción caricaturesca de
Dios —que desgraciadamente permaneció
mucho tiempo en las enseñanzas de los curas
que intentaban, de forma abusiva, regir las
conciencias a través del miedo— haya podido
alejar a tanta gente sincera de la fe.
Afortunadamente, esta imagen hoy ha
desaparecido casi por completo y creo que las
iglesias han entendido, por fin, que no se lleva a
la gente hacia Cristo a través de unas
enseñanzas basadas en el miedo, sino a través
de la explicación de lo que él es realmente: un
mensaje de amor que libera de todo miedo que
no sea el temor de no amar lo suficiente.
Existen otras caricaturas de Dios, muchas
de ellas fomentadas por "gentes de Iglesia": el
Dios estrechamente moralista, el Dios misógino,
etc. Ante todas estas caricaturas, he ido
adquiriendo la costumbre de reemplazar la
palabra «Dios» —desfigurada por tantos
horrores y tantas cosas absurdas— por el
«Eterno que es Amor».
VII

LAS CARICATURAS DE LA FE

Al lado de las caricaturas de Dios hay


también caricaturas de la fe y caricaturas de
creyentes. La peor de todas es sin ninguna duda
el fanatismo.
Tenemos que combatir con fuerza y
decisión toda forma de fanatismo religioso y
hacerlo, ante todo, intentando sencillamente
seguir el mandamiento de Cristo: «Amaos los
unos a los otros como yo os he amado». Si cada
uno de nosotros se esfuerza a diario por aliviar
los sufrimientos de los demás, con su conducta
está poniendo diques al fanatismo mejor que
con los grandes discursos. Pero también
tenemos que atrevernos a utilizar la palabra,
para recordar a nuestros hermanos cristianos,
judíos, musulmanes y a todos los demás,
sumidos en la violencia, que la única religión
verdadera, sea cual sea su nombre, es la del
respeto y la del amor al prójimo. La blasfemia
contra el amor es la más grave de todas las
blasfemias.
Me he devanado los sesos durante mucho
tiempo para entender cómo se explica el
fanatismo religioso, ya sea cristiano, judío,
hindú, musulmán o de cualquier otro tipo. Hoy
estoy absolutamente convencido de que
procede esencialmente de la confusión entre lo
espiritual y lo temporal, entre la búsqueda
religiosa personal y el deseo de transformarla
en supremacía política. La búsqueda personal
del absoluto puede conducir a la santidad. El
absoluto transformado en codicia política
colectiva es la puerta abierta a todos los
fanatismos.
Si nos limitamos a las grandes religiones
monoteístas de la Biblia, tenemos que reconocer
que todas ellas se han sumido en la confusion
entre lo espiritual y lo temporal.
Ese gran buscador de lo absoluto que era
Louis Massignon decía, probablemente con toda
la razón del mundo, que el Islam era la religión
de la fe; el judaísmo, la religión de la esperanza,
y el cristianismo, la religión del amor.
Pero, a lo largo de los siglos, hemos
desembocado en esta horrible realidad: en el
nombre de la fe en Alá, los musulmanes han
masacrado a los «infieles»; en nombre de la
esperanza en la promesa divina, los judíos
masacraron a los «paganos», y en el nombre del
amor de Cristo, los cristianos masacraron a los
«herejes».
¿No ha llegado la hora de que, todos unidos
en la verdad de nuestra fe, una y diversa,
denunciemos, corrijamos incansablemente estos
fanatismos religiosos que constituyen para
tantos seres humanos de buena voluntad el
principal obstáculo para su encuentro con el
Eterno que es Amor?

Me limitaré a recordar y a denunciar los


fanatismos y los integrismos de los cristianos.
Confío en que mis hermanos judíos y
musulmanes, y los de otras religiones,
denuncien ellos también los fanatismos que
mancillan sus propias tradiciones religiosas.
¡Que cada cual limpie su casa!
A priori, nada parecía menos proclive al
fanatismo que el mensaje de Cristo. Es cierto
que Cristo era esperado por muchos como un
Mesías político, como el «liberador de Israel»
sometido al yugo romano. Pero Jesús —judío
piadoso y practicante— se niega a asumir este
papel político. «Dad al César lo que es del César
y a Dios lo que es de Dios», afirma sin
ambigüedad, fundamentando así la necesaria
distinción entre lo espiritual y lo temporal. Al
procurador romano Poncio Pilato, que le
pregunta si es el rey de los judíos, le contesta:
«Mi reino no es de este mundo». Su mensaje se
centra totalmente en la revelación del amor y de
la misericordia infinita del Dios al que llama
«Padre».
Jesús da muestras de una total libertad ante
las autoridades religiosas. A la samaritana, de la
que ya hemos hablado, a esa pobre mujer que
ha tenido cinco maridos y que le pregunta con
ansiedad si hay que adorar a Dios en el monte
Garizin, como creen los samaritanos —la secta
disidente del judaísmo— o en el Templo de
Jerusalén, como afirman los judíos, Jesús le da
esta respuesta que no deja de deslumbrarme:
«Créeme, mujer, está llegando la hora, mejor
dicho, ha llegado ya, en que para dar culto al
Padre no tendréis que subir a este monte ni ir a
Jerusalén. Vosotros, los samaritanos, no sabéis
lo que adoráis; nosotros sabemos lo que
adoramos, porque la salvación viene de los
judíos. Ha llegado la hora en que los que rinden
verdaderamente culto al Padre, lo adoran en
espíritu y en verdad. El Padre quiere ser
adorado así. Dios es espíritu, y los que lo
adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad»
(Jn 4,21-24).
Con esta sola respuesta —confirmada en
muchos otros pasajes del Evangelio—, Jesús
libera al hombre de la tutela abusiva de las
instituciones religiosas para introducirlo en una
relación personal con el Eterno, cada uno en su
comunidad. Lo que cuenta, venía a decirle Jesús
a esta mujer, no es dar culto a Dios en tal o en
cual lugar, de tal o cual manera, siguiendo tal o
cual tradición religiosa. Lo que cuenta es entrar
en contacto con Él en una oración personal,
sabiendo unirse a Él, sin por eso alienarse.
Siguiendo la estela de algunos de los profetas
de Israel, Jesús muestra lo vacía que puede
estar la práctica comunitaria no vivificada por
la fe amorosa de cada creyente. Él rehabilita a la
persona en el seno de la comunidad. Reenvía al
hombre a su conciencia personal frente a las
normas admitidas por la tradición y que a
menudo resultan asfixiantes.
¡Qué revolución!
La época desastrosa para la Iglesia
comienza con la «conversión» del emperador
Constantino, en el siglo iv. A los mártires les
van a suceder los privilegiados.
Convertida en religión oficial del Imperio
romano, el cristianismo perderá pronto una
gran parte de su poder vivificante, pasando a
ser una religión institucionalizada, dotada de
códigos, de magisterios, de triples coronas, de
mitras y de anatemas. En definitiva, de todo lo
que puede contribuir a ahogarla y asfixiarla.
El mundo actual necesita, sobre todo,
fuentes de agua viva en medio de su sed de
acercamiento a un Dios sin oro y sin armas.
Desde entonces, nos alejamos rápidamente
de la Iglesia turbadora y débil de los apóstoles
y de los mártires. Muy pronto, la Iglesia
ofrecerá la alabanza a Dios en la belleza de las
catedrales, pero también se desviará ya que sus
guías se convertirán en príncipes y más de uno
cederá a los apetitos temporales.
Esta confusión de lo espiritual y de lo
temporal abre el camino a todas las
desviaciones fanáticas.
Aquí se encuentra probablemente la clave
que permite comprender cómo la religión del
amor se convirtió más de una vez, durante casi
dos mil años, en la doctrina del odio y de la
violencia; es decir, exactamente en lo opuesto al
Evangelio. La maravilla es que también hubo,
ininterrumpidamente a lo largo de los siglos,
auténticos creyentes para denunciar estas
desviaciones que se jugaron la vida.
La tentación eclesiástica de controlar por
completo la sociedad (lo que se llamará
después «clericalismo») condujo a algunos
pastores de la Iglesia y a su «brazo secular», es
decir, a las autoridades civiles que eran sus
aliadas o les estaban sometidas, a cometer todos
los horrores que conocemos. Por ejemplo, los
bautismos y las conversiones forzadas. El «muy
cristiano» emperador Carlomagno ¿no hizo
acaso masacrar con el apoyo o la complicidad
tácita de varios papas a miles de «bárbaros»
que se negaban a adherirse a la fe cristiana?
En los siglos xvi y xvii, fueron los
habitantes del Nuevo Mundo los que tuvieron
que sufrir los atropellos de los colonos ávidos
de riqueza y de los misioneros demasiado
fervorosos, quienes, con raras excepciones,
como Bartolomé de Las Casas, dejaron que se
tratase a los indios como bestias por el simple
hecho de que no eran cristianos.
Los judíos, dispersados u obligados a vivir
en guetos, pagaron también un pesado tributo a
la pretensión de los cristianos de detentar la
verdad e imponerla a la sociedad.
Por encima del deseo popular de liberar la
tumba de Cristo de manos de los sarracenos,
¿no se convierten las cruzadas en un intento de
dominación política y económica al recurrir a
los medios más antievangélicos?
Con los procesos de la Inquisición, ¿no se
llega a esta dialéctica sutil, perversa y
monstruosa de quemar a un hereje con el fin de
«salvar su alma de la condenación eterna»?
¡Qué ultraje a la caridad! ¿Y no recurrimos a
sabias justificaciones teológicas para disfrazar
las ambiciones temporales hasta en sus
atropellos más infames?
Al querer instaurar una sociedad política
cristiana, los cristianos, y a veces incluso sus
guías espirituales, renegaron de los mismos
fundamentos de su fe; llegando, para
tranquilizar su conciencia, a justificar lo
injustificable, creando «teologías» ad hoc y en las
antípodas de las enseñanzas de Jesús. De esta
forma, desnaturalizando el sentido de las
palabras, se difundió ese famoso eslogan:
«Fuera de la Iglesia no hay salvación».
De esta forma, a lo largo de tantos siglos, la
comunidad de los hombres del Evangelio, la
Iglesia, apenas liberada de las persecuciones de
las que había sido víctima, por fin libre para dar
testimonio de su fe, intenta rivalizar con los
grandes de este mundo que se disputan el
poder y las riquezas.
Y sin embargo, hay que reconocer que
nunca cesó de proclamar el mensaje evangélico
de la fe, del amor exigente, de la pobreza
voluntaria. Nunca dejó de dar santos.
¡Pero qué pesados son todavía, a veces, los
compromisos y las ambigüedades resultantes
por lo que le queda de poder y de riquezas!
¡Qué minimizado queda en Latinoamérica, por
ejemplo, el alcance del testimonio de Jesús por
el juego de los apaños políticos, de la riqueza y
del fasto del clero!
Cuando el papa Juan XXIII tomó la
decisión de convocar el Concilio Vaticano II, le
dijo a uno de sus amigos, un joven obispo:
«Preste mucha atención, porque vamos a asistir
a la clausura de la era constantiniana».
Y el Concilio inauguró, en efecto, el
comienzo de una nueva era, la de la liberación
de la Iglesia del peso de los equívocos
seculares; que habían convertido al Papa en un
jefe de Estado, con su ejército, sus alianzas, sus
príncipes y sus ambiciones. Desembarazada de
esta carga del poder temporal que, a lo largo de
los siglos, la había desfigurado, ¿sabrá la Iglesia
consagrar de nuevo todas sus fuerzas a su
auténtica misión: anunciar la buena nueva del
Evangelio o, dicho de otra forma, hacer creíble
que el Eterno es Amor?
Es cierto que, para conseguirlo, todavía
tiene que eliminar muchos anacronismos,
costosos e inútiles, en el aparato y en el
ceremonial.
El papa Juan XXIII tomó la decisión de
enviar a un museo la sedia, ese enorme sitial
que portaban a hombros una serie de personas
y en el que se desplazaba a través de la basílica
de san Pedro.
En esa misma línea, Pablo VI renunció a la
tiara, esas tres coronas superpuestas, que
evocaban a los reyes, al emperador y, por
encima de todos ellos, al Papa.
Algunos, entre los que me cuento, soñaron
y siguen soñando con ver a nuestro Papa
liberar a los obispos de una mitra, que quizás
pudo haber tenido sentido en el pasado, pero
que, hoy por hoy, parece tan ridícula.
En algunos países pobres, la ostentación de
la riqueza y el tren de vida de algunos prelados
es un escándalo. ¿Cuándo comprenderemos que
la belleza del santuario no reside en el mármol
de sus suelos ni en los ornamentos que tenga,
sino en el hecho de que no haya una sola familia
sin techo en los alrededores?
Permanezcamos atentos, porque la
amenaza de la fiebre «clerical» sigue acechando.
¡Ojalá la pobreza de la Iglesia pueda pararle los
pies! Porque la verdad es que, en lo esencial, el
Vaticano II permitió a la Iglesia cerrar
definitivamente la página de la era
constantiniana.
Ésta es precisamente la razón por la cual
monseñor Lefèvre y algunos otros no aceptaron
el Concilio. Su disgusto no se explica con la
pérdida del latín. Educado en un ambiente
maurrasiano desde su niñez, siempre escuchó
que el trono y el altar debían sostenerse
mutuamente. Le conocí en Dakar y sé que, para
él, la descolonización era una apostasía. ¡Como
si los funcionarios del personal colonial fuesen
misioneros y evangelizadores! Pero pensaba
que «la hija mayor de la Iglesia» abandonaba a
su suerte a estos pueblos «salvajes».
Mucho más que la sotana, el incienso y el
latín, los auténticos integristas echan de menos
la era constantiniana. Sienten nostalgia de una
sociedad sometida a la ley eclesiástica. Por eso,
siguen siendo fanáticos y son capaces de matar
por defender lo que creen que es la Verdad
(baste recordar el atentado criminal contra el
cine Saint Michel, donde se proyectaba la
película de Scorsese, La última tentación de
Cristo). Pues bien, tenemos que demostrar que
existen otros medios que el recurso a la
violencia para decir: «Esto no es evangélico».
Estudios sociológicos han demostrado que
en Italia las zonas donde predomina el ateísmo
o las zonas donde el voto comunista ha sido
ampliamente mayoritario, coinciden con los
antiguos Estados pontificios. Se trata de un
«anti clericalismo» de reacción contra un
«clericalismo» que, durante mucho tiempo, se
lucró de su misión espiritual.
La víspera de mi ordenación sacerdotal me
confesé con el padre de Lubac y, al terminar, me
entregó su última obra: Catolicismo. Al abrir el
libro, leí con estupor y alegría la siguiente
dedicatoria: «Mañana, cuando esté tumbado en
el suelo de la capilla para su ordenación, pídale
sólo una cosa al Espíritu Santo. Pídale que le
conceda el anticlericalismo de los santos...». Me
he esforzado toda mi vida por seguir su consejo.
Y cada vez que se lo recordaba, siempre
decía, sonriente y a la vez con cierto gesto de
severidad: «Sí, anticlericalismo, pero el
anticlericalismo de los "santos" y no de los que,
para estar bien seguros de no ser clericales,
estarían dispuestos a prescindir de toda
disciplina, incluso de la más humildemente
evangélica».
VIII

GRANDEZA Y MISERIA DE LA
IGLESIA

Cuando se echa un vistazo sobre la larga


historia de la Iglesia, sobre estos veinte siglos
que transcurrieron desde la muerte de Jesús,
¿cómo no percibir dos líneas de fuerza
totalmente contradictorias?
Por un lado, papas escandalosos,
conversiones forzadas, los verdugos de la
Inquisición, los excesos de las Cruzadas, las
componendas con los poderes temporales, etc. Y
por el otro, el Evangelio, que, como un rayo de
luz, gracias a la Iglesia, ha atravesado los siglos,
santos extraordinarios, una humilde abnegación
desplegada a través de innumerables
instituciones caritativas, con miles de hombres y
mujeres que, de una forma diferente pero no
menos heroica, consagraron su vida a Dios en el
silencio de la adoración...
En definitiva, la Iglesia ha producido lo
mejor y lo peor. Hoy se tiende a retener sólo lo
peor. Pues bien, antes de volver sobre este lado
oscuro quisiera recordar algunas pinceladas de
lo mejor que hay en la Iglesia.
Se suele oponer fácilmente la Iglesia al
evangelio. Por retomar la famosa frase de Loisy:
«La Iglesia tiene la pesada carga de anunciar un
mensaje que la mayoría de las veces la condena
a ella misma». De hecho, los cuatros evangelios
y todos los escritos del Nuevo Testamento son
ya una obra de la Iglesia. No fueron escritos por
Cristo ni por el Espíritu Santo en piedras
sagradas. Hoy sabemos bien que estos textos
fueron redactados por las primeras
comunidades cristianas. Son el fruto directo de
la vida concreta de la Iglesia primitiva, la de los
apóstoles y la de sus sucesores inmediatos. El
Evangelio es un pensamiento, un mensaje, una
fe que ha sido vivida antes de ser escrita. Es la
fe de los primeros cristianos.
Desde entonces, los cristianos no han
cesado de profundizar en el mensaje y de
enriquecerlo. La gran tradición de la Iglesia, la
de los santos, los padres, los doctores y los
místicos, es el Evangelio que se explicita y se
despliega sin fin para responder a las
necesidades de las sociedades humanas. En este
sentido, la Iglesia es una madre que nos
transmite desde hace dos mil años el mensaje
extraordinario de Cristo. Sin Iglesia, yo jamás
habría podido encontrarme con este mensaje,
alimentarme de él y hacerlo mío.
Por eso, no me agrada ver que se burlan de
la Iglesia, que subrayan sus más mínimos
defectos o que se ríen de sus errores. Existe una
revista satírica publicada por cristianos. En sus
orígenes, sus fundadores querían que fuese
como una especie de Canard enchaîné 2 de la
Iglesia. Un día, los que trabajaban en ella me
pidieron un breve artículo. Se lo di, entre otras

2 Se trata de una publicación periódica francesa de ámbito general y de


tono satírico. (N. del T.)
cosas porque todavía no conocía la revista. Lo
publicaron y me enviaron un ejemplar, lo que
me permitió crearme una opinión sobre ella. E
inmediatamente les dije: «Nunca me suscribiré a
vuestra revista, porque la dedicáis por entero a
burlaros de los defectos de la Iglesia».
Te puedes reír de tal o cual cosa de la
Iglesia, pero no ridiculizarla continuamente. Es
como si tuviese una madre alcohólica y, en vez
de ayudarle a salir del mundo de la bebida, me
dedicase a arrastrarla por las plazas públicas.
Me han dicho que esta revista se ha corregido
un montón desde entonces.
A pesar de sus innumerables defectos, la
Iglesia es mi madre en el sentido de que, a
través de ella, me han sido comunicadas las tres
verdades que me constituyen: el Eterno es
Amor a pesar de todo; yo soy amado y tú eres
amado, a pesar de todo, y por último, tú, yo y
nosotros somos libres con el fin de ser capaces
de dar amor por amor.
Dicho esto, es evidente que el gobierno de
la Iglesia, indispensable porque se trata de
actuar universalmente, y el comportamiento de
algunos de sus representantes están, a veces,
muy alejados del espíritu del Evangelio.
En este sentido, nunca podré olvidar lo que
vi con mis propios ojos en una capital de
Latinoamérica, donde se estaba construyendo
una nueva nunciatura. El edificio era tan
suntuoso que los pobres venían a escribir, por
las noches, en sus paredes: «Bienaventurados
los pobres». Y el prelado encargado de la
construcción llamaba a la policía para impedir
que el Evangelio se escribiese en los muros de la
casa del Papa.
Me he entrevistado personalmente con
todos los papas desde Pío XI, a excepción del
efímero Juan Pablo I.
El encuentro con Pío XI tuvo carácter de
travesura. Tenía catorce años. Un amigo scout y
yo nos habíamos prometido detener la comitiva
del Papa, para que bendijese el estandarte de
nuestra patrulla, «las Golondrinas». Y lo
conseguimos. El Papa hablaba muy bien el
francés y, tomando en sus manos el estandarte,
nos dijo: «¡Lyon! Rezad por el Papa en Notre-
Dame de Fourvière. Tengo un hermano que
trabaja en Lyon. He estado allí muchas veces.
Bendigo vuestro estandarte». Como es lógico,
nuestra indisciplina nos costó después muchos
reproches, pero nosotros estábamos radiantes
de alegría.
El primer contacto que tuve con el papa Pío
XII fue indirecto, pero me obligó a asumir una
grave responsabilidad. Había llegado a Argel el
16 de junio de 1944, después de haber sido
detenido en Cambo-les-Bains el 18 de mayo,
tras volver de una estancia clandestina en
España y de haberme evadido.
Desde mi llegada a Argel, me pidieron que
hablase por lo que ya entonces se llamaba la
radio de las Naciones Unidas. Fue entonces
cuando, entre las diversas falsas identidades
con las que vivía desde hacía cerca de dos años,
me quedé con el nombre de Abbé Pierre, el
nombre que, desde entonces, figuraba en todos
mis documentos, para que una eventual
indiscreción no pudiese comprometer a mi
numerosa familia en Francia.
El 3 de agosto, un sacerdote del
arzobispado de Argel vino a verme. Era
portador de un documento hasta entonces
totalmente desconocido por el público.
Conocíamos, en Francia, el ardor con el que
el cardenal Tisserant, que se encontraba en
Roma desde la ocupación de la zona sur y los
comienzos de la resistencia, había insistido ante
el Papa para que, por cualquier medio, incluso
secreto, ofreciese un signo de ánimo a los
resistentes y a los sacerdotes que compartían los
riesgos de la lucha armada.
Sus esfuerzos habían sido vanos hasta ese
momento. Pero precisamente entonces, allí
estaba la «respuesta» de Roma, en aquel
documento que se me confió el 3 de agosto para
que lo hiciese público.
Al conocerlo en aquellos momentos en que
tenían lugar los combates más duros, me
invadió una profunda rebelión interior.
Se trataba de un mensaje al cardenal
Tisserant, fechado el 13 de junio, con la firma de
monseñor Tardini, quien, en aquella época,
compartía con monseñor Montini el puesto de
sustituto de la Secretaría de Estado, un puesto
que Pío XII, diplomático de carrera, había
querido mantener a su discreción.
Evidentemente, monseñor Tardini no era en
absoluto responsable del estilo pomposo que le
imponían los usos en curso, lo cual hacía
todavía mucho más penoso el texto.
Aunque durante dos años el cardenal
Tisserant lo había intentado todo —el 2 de junio
realizaba un último intento (víspera del
desembarco de Normandía)—, no recibió este
texto en nombre de Pío XII hasta el 13 de junio,
es decir, una vez que el desembarco había sido
un éxito. El texto rezaba así: «Tengo el honor de
comunicarle a su Eminencia reverendísima, por
orden de mi eminentísimo superior, que su
carta del día 2 de los corrientes a propósito de la
asistencia espiritual a los hombres de la
“resistencia" ha sido sometida a la augusta
consideración del Santo Padre. Su Santidad,
habiendo considerado con fraternal solicitud lo
que su Eminencia expresaba, se ha dignado
disponer verbalmente que el episcopado de
Francia provea la asistencia espiritual y, para
hacerlo, utilice el Index Facultatum emanado de
la Sagrada Congregación Consistorial, con fecha
del 8 de diciembre de 1939. El nuncio apostólico
en Francia ha sido informado de esta decisión
soberana. (Firmado: Domenico Tardini)».
Esa misma tarde del 3 de agosto daba
lectura al documento en la radio, pues no quería
demorar, a pesar de mi enfado («con fraternal
solicitud»), lo que podía influir decisivamente
en el apoyo a tanta gente que estaba todavía
dubitativa y que no se había decidido a actuar
hasta ahora, esperando los consejos de las más
altas instancias y autoridades morales. Después
de la lectura del comunicado hice el siguiente
comentario, que después me fue reprochado:
«Inmediatamente después de que Roma haya
sido liberada, se hace justicia a los "curas de la
resistencia" que, sin dudarlo, desde los primeros
momentos de las deportaciones, tomaron
partido y se fueron a prestar su ayuda espiritual
n la multitud de jóvenes de Francia, víctimas de
los ultrajes y de la vergüenza, por haber
seguido el seguro instinto de su conciencia,
decididos a romper con el engaño de una
legalidad hipócrita y a convertirse en "rebeldes".
Era hora de que sus hijos o sus amigos
escuchasen la voz del padre decir: "Está bien lo
que habéis hecho"».
Dos días después, me recibía De Gaulle
para almorzar. Salpicando la conversación con
sus amistosas bromas, de las que sabía hacer un
buen uso, me felicitó ¡por la «neutralidad» del
tono con el que había comentado el documento!
Terminada la guerra y convertido ya en un
diputado no demasiado competente, pedí
durante seis años seguidos, dos veces al año,
una entrevista con el Papa. No hemos vuelto a
hablar nunca del tiempo de la guerra.
Era la época en la que dirigía el ejecutivo
del Movimiento Federalista Mundial (MUCM).
El último congreso que presidí se celebró en
Roma. Desde su apertura, el Consejo del
Movimiento había pedido ser recibido por el
Santo Padre.
Estábamos allí delegados de todos los
países y de todas las confesiones religiosas. En
el momento en que el Papa iba a comenzar a
leer un texto cuidadosamente redactado, y que
fue publicado por el Osservatore romano esa
misma tarde, reconoció entre nosotros a un
pastor protestante, Trocmé, uno de los más
admirables salvadores de niños judíos y me
dijo: «¿Querría preguntarle al pastor si no le
molesta hacerse una foto con el Papa?». Al
momento se colocó al lado de Pío XII y le dijo:
«¿Cómo puede pensar que me moleste hacerme
una foto al lado de mi hermano en Cristo?».
Conocí más a Juan XXIII, que fue nuncio en
París cuando yo era parlamentario. Iba a verle
casi todos los meses. A veces fue mi confesor.
Estábamos muy próximos el uno del otro. Tras
una serie de conversaciones con él, mucho antes
del Concilio, taché en mi misal del Viernes
Santo las frases que siempre me habían
parecido insoportables y que hablaban de los
«malditos y deicidas judíos». Gracias a Dios,
este antijudaísmo que envenenó durante mucho
tiempo a muchos cristianos, ha sido barrido
oficialmente por los nuevos aires del Concilio.
El futuro Pablo VI, monseñor Montini,
había estado presente en todos mis encuentros
con Pío XII. Tras haber dimitido de la Secretaría
de Estado, en un contexto en el que la edad de
Pío XII lo mantenía todo paralizado, se
convirtió en arzobispo de Milán y me llamó
para que fuese a predicar a su catedral.
Tuve varios encuentros con Juan Pablo II.
Nunca olvidaré aquel en el que me preguntó mi
edad, antes de decirme: «El Papa es más joven
que usted». Le contesté: «Sí, el Papa es más
joven. Pero quizá, como obispo de Roma, hará
lo que tienen que hacer todos los obispos:
proponer su renuncia a los setenta y cinco años,
si se la aceptan los que le han designado, y
terminar su vida lejos de sus
responsabilidades». Sonriendo me dijo: «Eso
exige mucha reflexión».
Todos sabemos que, a pesar de estar muy
enfermo y de haber superado ya los setenta y
cinco años, no ha renunciado a su carga. Corre
un rumor que, de confirmarse, sería algo
maravilloso: habría dado orden a su entorno
para que recapitule las faltas humanas
cometidas por la Iglesia a lo largo de los siglos
(¡menudo trabajo!), con el fin de hacer él mismo,
cabeza de la Iglesia y portavoz de Cristo, una
petición de perdón a Jesús y a la humanidad.
Con gestos como éstos —pienso también en el
encuentro interreligioso de Asís en 1986 y en
otros muchos actos ejemplares— el Papa pone
de manifiesto que es un hombre de Evangelio.
Desgraciadamente le encuentro mucho
menos inspirado cuando se trata de cuestiones
de disciplina y de moral sexual. Cuando Juan
Pablo II, por ejemplo, al llegar a un país
africano, profundamente afectado por el sida,
declara: «Sólo hay un remedio, la abstinencia»,
lo que hace es hablar sin decir nada, en medio
de unos hermanos en su mayoría polígamos y
donde sólo se es respetado en función del
número de hijos. Esa gente se hubiese sentido
mejor comprendida si le oyese decir: «Ya seáis
polígamos o no, la prevención más segura es la
fidelidad. Si el médico os asegura a ti y a tu
esposa o esposas, si tienes varias, que no estáis
contaminados, sed fieles y os mantendréis a
salvo».

¿Cómo no decir una palabra sobre la


noción, a menudo tan mal entendida, de la
infalibilidad pontificia?
Porque el hecho es que, si bien algunos
pontífices no han sido muy edificantes, la
doctrina, en cambio, jamás ha fallado. A lo largo
de los siglos, no hubo la más mínima sombra de
cambio en el credo. Puede ser, por otro lado,
que haya llegado el tiempo de adaptarlo a un
estilo más inteligible para todas las personas.
Pero esencialmente, a pesar de los fallos
personales de éste o aquel papa, la doctrina se
mantuvo fiel al mensaje original. Es en este
marco donde hay que situar la infalibilidad del
papa en lo que concierne a la fe.
Está claro que la cuestión cambia por
completo en lo que respecta al «gobierno» de la
Iglesia. No es el Espíritu Santo el que gobierna
sino que asiste a los que tienen la autoridad.
¡Está claro, pues, que no es Él quien ilumina a
los prelados que condenan a Galileo!
Cuando leí que el cardenal Ratzinger había
declarado humildemente: «Hasta ahora, la
Iglesia no ha dicho nada útil a propósito de la
explosión demográfica». No pude evitar pensar:
¡Qué suerte! Porque está clarísimo que si
hubiésemos intentado decir a toda prisa cosas
«útiles» ante tal acontecimiento, habríamos
corrido el riesgo de caer en toda una letanía de
errores que, después, habría que corregir.
Siempre recuerdo, a este respecto, una
sorprendente reflexión que me hizo el cardenal
Tisserant. Su familia era de Nancy, donde yo
era diputado, y cada vez que iba a Roma quería
que nos viésemos.
Un día me invitó a visitar los pisos para
familias numerosas que estaba construyendo en
su diócesis de las afueras de Roma. Cuando
íbamos en el coche, me dijo: «¿Ha oído hablar de
los experimentos que están haciendo los
americanos con un producto vegetal encontrado
en Puerto Rico y del que los autóctonos dicen
que hace posible las relaciones sexuales entre los
esposos sin que haya concepción?». Y precisó:
«Desde entonces, se ha analizado químicamente
esta planta y se ha fabricado ya un producto
anticonceptivo a partir de estos componentes.
Pero tenga en cuenta que este producto es
extraído de una planta y, por lo tanto, de algo
natural, creado por Dios». Y dándome un
golpecito en las rodillas, añadió: «¿Qué es lo que
van a inventar nuestros moralistas para decirnos
que está mal servirnos de lo que Dios puso en la
naturaleza a nuestra disposición y que el mismo
Dios nos condujo a descubrir, en un momento
en que el mundo se encuentra ante un desafío
tan enorme?»
En estos términos y de boca de un cardenal
oí hablar, por vez primera, de lo que después
iba a convertirse en la tan polémica píldora.

Hace unos cuantos años, otro cardenal fue


interrogado por uno de mis hermanos sobre un
caso muy difícil de cristianos fervientes pero
pobres y sumidos en graves dificultades
morales y psicológicas. Y el cardenal le
contestó: «¿Le pregunta usted al cardenal o al
padre espiritual? Si se lo pregunta al cardenal,
lea los discursos del Papa al respecto. Pero si se
lo pregunta al padre espiritual, dígales que
vengan a verme. Sólo entonces, considerando
su caso, podría darles un consejo que les ayude
en su deplorable situación». Al principio me
chocó esta respuesta, porque me parecía que
tenía dos caras. Pero pronto comprendí toda la
sabiduría que encerraba.
La humanidad es como un navío que
avanza en medio de la noche. El Evangelio y la
Iglesia son como un faro al borde del mar. Su
emplazamiento ha tenido que ser elegido con la
más perfecta exactitud: de él depende la
rectitud del mensaje y de la doctrina. Pero
maldito sea el faro que, a pesar de estar tan bien
colocado, permanece apagado. Porque, en ese
caso, el barco puede encallar en cualquiera de
los arrecifes.
Ahora bien, si el adecuado emplazamiento
del faro no depende de nuestra responsabilidad,
no olvidemos jamás que depende de todos
nosotros, presuntos cristianos, que esté
encendido y radiante con el fulgor del amor. Es
esta luz, que clarifica la verdad, la que necesita
toda la humanidad.
«Por el amor que os tengáis los unos a los
otros reconocerán todos que sois discípulos
míos» (Jn 13).
TERCERA PARTE

Hacia el Encuentro
Hemos visto en la primera parte de este
libro cómo, viviendo entre los heridos de la
vida, fui conducido a elegir el misterio antes
que el absurdo, la esperanza antes que la
desesperación. En la segunda parte, quise
compartir algunas de las certezas de mi fe en el
Dios Amor e incognoscible. Para el creyente,
por el privilegio de haber conocido a Jesús y su
Evangelio, la vida humana es ese viaje, esa larga
y difícil travesía hacia el Encuentro tan
esperado con el Eterno que es Amor. Pero el
peregrinaje terrestre no tiene nada de espera
pasiva.
Esto es lo que nos queda aún por meditar.
Ese camino de la fe, que se verifica en la lucha
espiritual, conduce a la liberación interior. Se
trata de un compromiso en favor de la justicia y
de la lucha contra todas las opresiones. Es un
camino que tiene que alimentarse en las fuentes
de la adoración y de la oración. Es crecimiento y
transformación en el sufrimiento. Nos prepara
sin cesar para el misterio de la muerte, que será
el gran momento de nuestra vida. Y a mi juicio,
la muerte sólo puede ser aprehendida y vivida a
la luz del perdón divino que siempre se nos
ofrece.
De este camino de fe y de amor llevado de
la mano de la esperanza, es de lo que me
gustaría hablar en esta tercera y última parte del
libro.
I

TÚ QUE LIBERAS

Durante el verano de 1996, tuve la inmensa


alegría de pasar varios días en Brasil con mi
hermano Helder Cámara, con motivo de sus
sesenta años de sacerdocio. Odiado por una
parte del rico clero brasileño, que le denuncia
como el «obispo rojo», Helder Cámara es la
esperanza de los pobres, de todos los que no
han renunciado a creer en el Evangelio a pesar
de los fastos de la Iglesia y de su complicidad
con los ricos propietarios que les oprimen.
Inmediatamente después de ser nombrado
obispo de Recife, Helder Cámara decide
abandonar los lujos de su palacio episcopal para
vivir en una modesta casa en el corazón de los
barrios de chabolas de su ciudad. Este gesto tan
evangélico suscitó reacciones muy violentas
hacia su persona. Durante décadas, Helder
estuvo continuamente amenazado de muerte.
Un día, al abrir la puerta de su pequeña
habitación, descubrió a uno de sus jóvenes
curas ahorcado, torturado, con los ojos
arrancados y este cartel en tomo al cuello: «Tú
serás el próximo». Lo que más se le reprocha a
Helder es la dimensión política de su lucha. Su
actividad tuvo repercusiones políticas porque
consagró su vida a predicar el Evangelio y a
ayudar a los pobres a vivir en condiciones más
decentes. Y no olvidemos que la fe cristiana
implica un compromiso en la transformación de
la sociedad y que sólo se combate la injusticia
predicando la justa distribución de los bienes
entre los hombres.
Durante la ceremonia del verano de 1996, el
obispo de Recife, su sucesor, estuvo ausente.
Inmediatamente supe por qué al ver a la
multitud de pobres que habían venido a
aclamar al anciano obispo. ¿Qué pintaba allí el
obispo que destruía todas las iniciativas
tomadas por Helder hasta su dimisión a los
setenta y cinco años? Allí estaban, sin embargo,
otros cinco obispos, auténticos discípulos de
Cámara, como él, sin mitra ni pectoral y con un
cordón y un simple crucifijo de madera.
Durante la ceremonia final, estuve sentado
al lado de un misionero holandés, que me dijo:
«Cuando fue nombrado el nuevo obispo,
convocó uno a uno a todos los sacerdotes de su
diócesis y les pidió que le contasen el
apostolado que hacían. Cuando me llegó el
turno le dije: "Hace veinticinco años que estoy
en Brasil. Helder me encargó de la
evangelización del mundo rural. He visto una
gran miseria. La gente se muere a menudo
porque no tiene agua y se va a trabajar muy
lejos para poder ayudar a su familia. Anuncio el
Evangelio en el seno de esta población tan
pobre, administro los sacramentos, doy
catequesis y, al mismo tiempo, les alfabetizo".
Entonces, el nuevo obispo dio un puñetazo en la
mesa y me dijo: "¡Eso no es evangelización, eso
es política! ¡La alfabetización es política!"».
Y el caso es que el obispo tenía toda la
razón del mundo: alfabetizar es permitir a la
gente ser más culta, más consciente de sus
derechos, más despierta y, por lo tanto, menos
manipulable por el poder constituido. ¿Para qué
sirve evangelizar a los pueblos si no se les
ayuda a profundizar su propia cultura y
ampliarla? ¿De qué sirve anunciarles una
palabra si no pueden leerla por sí mismos y
hacerla suya? Lo que temía precisamente este
obispo es que esos pobres descubriesen las
numerosas páginas del Evangelio que
denuncian la injusticia o llaman al hombre al
compartir y a la solidaridad. Ahora bien, el
Evangelio, si bien es verdad que no es
directamente un mensaje político, encierra
necesariamente consecuencias y profundas
repercusiones en el ámbito político. Por eso, a lo
largo de toda la historia y, desgraciadamente,
también en nuestros días, los ricos dirigentes se
alían con el clero y lo corrompen con el fin de
que ciertas páginas del Evangelio nunca sean
anunciadas.

En otro contexto muy diferente al del Brasil,


muchos años antes, fui invitado a Canadá por el
cardenal Léger. Me había pedido que hablase
con motivo de un banquete organizado por la
patronal cristiana y los trabajadores sociales de
su diócesis sobre el tema de los excluidos. Yo
estaba escandalizado de constatar el lujo en el
que vivía una parte del clero canadiense y de
ver llegar a los obispos en limusinas. Por eso, me
levanté y les dije a todos los que habían venido
a tranquilizar su conciencia: «¿No creen que una
parte de las desgracias de la humanidad y de la
Iglesia procede del ingenio con el cual los fieles
acomodados se dedican a asegurar a su clero
condiciones de vida suficientemente parecidas a
las suyas, para estar seguros de que jamás les
sean predicadas páginas enteras del
Evangelio?». Se produjo un profundo silencio.
Después, unos cuantos aplausos procedentes de
un grupo de militantes de la JOC que, poco a
poco, se fueron extendiendo a toda la
concurrencia.
Un año después, el cardenal me dijo: «Las
consecuencias de su intervención en mi diócesis
fueron la prueba más cruel de mi vida
sacerdotal. Pero es necesario que continúe usted
anunciando así el Evangelio».
Treinta años después, fui invitado de nuevo
por el sucesor del cardenal Léger a participar en
una reunión de «líderes» cristianos, una
treintena de grandes empresarios. Tras la misa,
me llevaron a un restaurante increíblemente
lujoso y me pidieron que bendijese la mesa.
«¿Se dan cuenta de lo que me están pidiendo?
—exclamé—. Acabamos de comulgar, después
de celebrar la eucaristía. Ahora bien, el Jueves
Santo, tras la instauración eucarística, Jesús
entró en agonía en el huerto de Getsemaní. Y
ustedes me invitan a este fastuoso banquete,
con lacayos en librea, candelabros dorados y
comida para tres días. Su reunión, a la que por
cierto no invitaron a ningún sindicalista, sólo
tendría sentido si, después de la misa, fuesen
ustedes a comer un plato de sopa y dos
sardinas». Esta vez no hubo aplausos.

El mensaje cristiano tiene necesariamente


implicaciones políticas y sociales. Pero el riesgo
consistiría, precisamente, en poner el acento
exclusivamente sobre esta dimensión,
olvidando que la finalidad del cristianismo es,
ante todo, espiritual. Este olvido pudo conducir
a lo que en Latinoamérica se ha llamado la
«teología de la liberación». Dicho de una forma
caricaturesca, esta teología había llegado a
convertir el Evangelio en un auxiliar del
marxismo: el único objetivo que se buscaba era
la liberación política y todos los medios para
conseguirla, incluso los violentos, eran
considerados lícitos.
Personalmente, como Helder Cámara,
nunca me adherí a tal interpretación y uso del
mensaje de Cristo. Para un cristiano, la
liberación política y económica no puede, en
ningún caso, ser un objetivo en sí mismo, a
costa de cualquier tipo de medios. La verdadera
teología de la liberación es la liberación de la
injusticia en el amor. Estas dos nociones son
indisociables. No se puede odiar al opresor ni
desear la venganza. Éste es el mensaje de
Cámara o de Martin Luther King, pero también
de otros no cristianos como Gandhi o el Dalai
Lama. La violencia sólo engendra violencia.
Apenas liberados de la tiranía, los nuevos
dirigentes recrean la injusticia. El fracaso del
marxismo, del que somos testigos, es una
terrible y clara prueba de ello.
Evidentemente, la situación es difícil y
extremadamente dura para los que son
oprimidos. Recuerdo que hace unos veinte años
todavía se organizaban en Brasil «cazas del
indio». Exactamente como las cacerías
tradicionales, salvo que en este caso la pieza de
caza era un hombre. ¿Cómo no comprender la
cólera de los que han sido tan despreciados y
masacrados? En tales situaciones, el sacerdote
no debe ser un peón al servicio de los
dictadores. Pero tampoco debe transformarse en
un vengador sanguinario. Debe ayudar a los
oprimidos a tomar conciencia de su dignidad
como personas y a luchar para que se les haga
justicia, pero rechazando la violencia en la
medida de lo posible. También debe, y esto es
algo esencial, iluminar a los opresores sobre la
injusticia que están cometiendo y hacer todo lo
posible para despertar sus conciencias.
Cuando fui a Brasil para presentar la
película Invierno del 54, tuve la ocasión de hablar
por televisión para millones de telespectadores.
Era la víspera de las vacaciones de verano. Me
dirigí sobre todo a los jóvenes de las familias
acomodadas y les dije: «Vais a pasar las
vacaciones en Europa, en grandes hoteles, en
playas privadas, etc. ¿Os habéis preguntado
alguna vez de dónde procede vuestra fortuna?
¿Cómo se ha amasado? ¿Cuál es su origen? Pues
bien, la mayoría de las veces es el fruto de
terribles masacres. A aquellos que más indios
mataban la corona les dotaba con una provincia
entera. ¿Y todavía hoy, al precio de qué
injusticias mantienen vuestros padres vuestro
nivel de vida?».
Al lado de ciertas teologías de la liberación
de tipo marxista, justamente condenadas por el
Vaticano, existen, gracias Dios, otras teologías
de la liberación que se inscriben en el contexto
verdaderamente cristiano, en el que la justicia y
el amor nunca se disocian.

Pero creo que hay que ir más lejos todavía.


La auténtica liberación que Cristo vino a
traernos es aún más profunda. Concierne
directamente al individuo y no sólo a los
comunidades humanas. Es la liberación de lo
que llamamos el «pecado». Esta palabra tiene
hoy profundas connotaciones de un discurso
moralizante y culpabilizador, lo que la hace casi
inservible. Y sin embargo, el pecado es una
realidad profunda que conviene comprender
bien. La Biblia, a través del relato mítico del
Génesis (que, como es lógico, no debe tomarse
el pie de la letra, so pena de hacer el ridículo),
muestra en qué consiste realmente el pecado. El
relato del Génesis, un relato de una enorme
profundidad filosófica y psicológica, nos
muestra que el pecado original consiste en
querer suprimir la diferencia que existe entre
Dios y el hombre, desobedeciendo a la única
orden divina: «No comerás del fruto del árbol
de la ciencia del bien y del mal».
El pecado consiste en no querer depender
más de Dios, en afirmar que nuestro destino se
basa en nuestros simples esfuerzos, sin ayuda
divina alguna. Es pretender discernir por
nosotros mismos lo que está bien y lo que está
mal, y pensar que podemos acceder a la
salvación por nosotros mismos. No queremos
deberle nada a Dios.
El auténtico pecado no es el fruto de la
concupiscencia carnal como se ha repetido
estúpidamente, sino el pecado de orgullo. «No
dependeré de Dios, me satisfaré por mí mismo,
no necesito ninguna ayuda ni ningún salvador,
quiero utilizar mi libertad para hacer lo que me
dé la gana sin tener que darle cuentas a nadie».
Con esta lógica, Caín mata a Abel, el más
fuerte aplasta al más débil y, en definitiva,
comienza a desfilar toda la historia de la
humanidad ante nuestros ojos con su cohorte de
crímenes, de violencia y de injusticias. ¿Por
qué? Porque, al separarnos libremente de Dios,
perdemos el sentido de nuestra libertad.
Olvidamos que la libertad sólo tiene sentido al
servicio del amor.
La salvación y la liberación aportadas por
Cristo sirven para salvar nuestra libertad,
clarificando su naturaleza y su verdadero
objetivo. También nos permiten liberarnos del
miedo a la libertad del otro. Porque vivimos
constantemente con el temor de ser agredidos,
oprimidos, asesinados. La salvación de Cristo
salva la libertad destruyendo el miedo y
reemplazándolo por el amor. Por eso, la
verdadera liberación es interior.
Helder Cámara lo entendió perfectamente
y por eso escribió: «Cuando hablemos de
liberación frente a las fuerzas externas que nos
oprimen, tengamos siempre presente que el
comienzo de los comienzos es la liberación
interior. El que es esclavo de sí mismo no puede
liberar a los demás. El único capaz de llevar la
victoria a todos es el que se vence a sí mismo.
Sólo libera el que es libre. Sólo es libre el que,
voluntariamente, se domina lo bastante para
obedecer a las reglas justas, tanto íntimas como
comunitarias...»
¿No se explica acaso el fracaso permanente
a lo largo de los siglos, ante todo, por la ruptura
que se produce en el corazón de cada uno de
nosotros?
Nos escandalizamos sinceramente ante la
injusticia y la opresión políticas, económicas y
sociales, pero desdeñamos proseguir en nuestro
interior la lucha cotidiana y ardua por la
liberación personal e íntima. Y a la inversa, a
veces nos dedicamos en cuerpo y alma a esta
conversión pero nos replegamos
inconscientemente en nuestra «virtud» y
permanecemos ciegos, sin sentir cólera de amor
frente a la injusticia que aplasta a nuestros
hermanos.
La libertad muere, pues, menos por los
golpes que le asestan sus enemigos exteriores
que por su renuncia a alcanzar la auténtica
finalidad: amar. En un planeta en el que
proliferan las riquezas pero donde la mayoría
no puede tener acceso a lo mínimo vital, los
verdaderos campeones de la libertad son los
que la rehabilitan arrancándola de las garras de
la apostasía del amor. Y nada hay más urgente
para el hombre occidental que reencontrar el
sentido de su libertad.
Una pequeña historia ilustra mejor que
todos los discursos esta desviación y esta
pérdida del norte. Es la historia de un hombre
de negocios que se va de vacaciones a la India.
En la playa se encuentra con un pescador que
regresa a su casa con un buen pez en su cesta.
Admirando su buena pesca le dice:
«—¡Qué buena captura! ¡Le felicito! ¿Va a
volver a pescar? Porque si vuelve, voy con
usted. Tiene que explicarme cómo hace para
pescar estos peces tan hermosos.
—¿Volver a pescar? ¿Para qué? —pregunta
el pescador.
—¡Porque así tendrá más peces! —responde
el hombre de negocios.
—¿Y para qué quiero más peces?
—Porque cuando tenga peces que le sobren,
podrá venderlos.
—¿Y para qué quiero venderlos?
—Porque cuando los haya vendido, tendrá
dinero.
—¿Y para qué quiero dinero?
—Porque así podrá comprarse un pequeño
barco.
—¿Y para qué quiero yo un barco?
—Pues porque con su pequeño barco
podría pescar muchos más peces.
—¿Y para qué quiero pescar más peces?
—Porque así podría contratar a otros
obreros?
—¿Y para qué?
—Para que ellos trabajen para usted.
—¿Y para qué?
—Así se hará rico.
—¿Y para qué?
—Para que pueda descansar.
El pescador le dice entonces: ¡Pero si eso es
lo que voy a hacer ahora mismo!»

Occidente se ha vuelto loco en la medida en


que, maniatado a una concepción idolátrica de
la libertad, no sabe qué hacer con ella. Ser libre
para ser libre y no para amar, ésa es la
definición misma de la ruptura, del atolladero y
del vacío. Cristo ha venido para salvar esta
libertad perdida, aportándonos así la
posibilidad de una liberación interior.
Creo que hay cada vez más jóvenes
occidentales que han hecho suyo este mensaje
de esperanza, aunque su búsqueda adopte
formas muy diversas y no arraigue
explícitamente en una fe cristiana. Han
entendido, en efecto, que la libertad consiste en
amar y se comprometen en prácticas espirituales
y sociales que apuntan a la doble liberación,
interior y exterior, sin la cual el mundo se
sumirá cada vez más en el odio, en la
indiferencia y en el sinsentido.
II

HERMANOS HUMANOS

Lo único que enseñó Jesús fue el amor al


prójimo. En la medida en que he intentado
poner en práctica el mensaje de Cristo me he
esforzado toda mi vida en amar. Habría podido
hacer este camino en el seno de una comunidad
monástica, como había pensado de entrada.
Pero la Providencia había tomado otra decisión,
porque fui impulsado a dejar el convento,
después la vida de capellán de hospital de alta
montaña, después la de vicario de la catedral,
para encontrarme, por último, totalmente
inmerso en la infinita angustia de los sin techo y
de los excluidos de todo tipo.
Esta larga existencia entre los que más
sufren me ha permitido comprender no sólo
hasta qué punto el amor fraterno está en el
corazón de toda vida cristiana, sino también que
la solidaridad y la lucha contra la miseria y las
desigualdades son, para el hombre, la opción
decisiva, la que comprometerá profundamente
su vida, la que le dará sentido y le convertirá en
un profundo responsable del advenimiento del
Reino de Dios.
En efecto, todos perseguimos el mismo fin:
la felicidad. La cuestión es elegir los medios más
adecuados para encontrarla. Cualquiera que sea
su cultura, su condición o la época en la que
vive, todo hombre se ve abocado a elegir entre
dos caminos: ser feliz sin los demás o ser feliz
con los demás. Ser autosuficiente o
«comulgante». Esta opción, que hay que repetir
cada mañana, es la opción fundamental.
Determina lo que será esencialmente nuestra
vida y nos modela.
Optar por ser autosuficiente significa creer
que es posible construirse a uno mismo y
realizarse sin tener en cuenta las necesidades,
los sufrimientos y las peticiones de los demás.
Es estar dispuesto a todo: a aplastar, a robar, a
explotar, a negar a los demás para conseguir los
propios fines. El miedo a la ley y al castigo
impedirá a menudo pasar al acto, pero en el
fondo del corazón ésa es la opción que se ha
tomado. El otro camino es el del «comulgante»,
el de la realización con y para los demás,
manteniéndose a la escucha de sus sufrimientos
y de sus necesidades. Es optar por ser feliz,
compartiendo las alegrías y las penas de los
demás, ya sean o no creyentes.
En los comienzos de Emaús, un viejo
sacerdote belga que seguía a una de nuestras
comunidades, me llamó un día a las siete de la
mañana. «Padre, me dijo, tengo que hablar con
usted. Esta noche vinieron a llamar a la puerta
de la comunidad. Un compañero fue a abrir. En
la puerta estaba el comisario de policía de la
ciudad. El compañero no le reconoció, a pesar
de que hacía poco tiempo que había pasado
unos días en la cárcel por embriaguez. El
comisario le dijo: "Señor, acaba de llegar a
comisaría una mujer que se ha escapado de su
casa. Su marido está loco y puede matarla a ella
y a sus cuatro hijos. He buscado en vano dónde
alojarla. No podemos dejarla en comisaría y,
por eso, pensé en ustedes". El compañero le
respondió sin dudarlo: "Señor comisario,
tráigala aquí a ella y a sus hijos".
Inmediatamente despertó a sus compañeros de
dormitorio y les contó la historia. Los tipos se
levantaron, prepararon camas con sábanas
limpias e instalaron a la mamá y a sus
chiquillos. Mientras tanto, ellos, para guarecerse
del frío (era pleno invierno) se metieron en
medio del montón de periódicos viejos, y así
pasaron la noche. Por la mañana, a la hora de
tomar café, les vi allí, de pie, en el pasillo,
diciéndose unos a los otros: "¡Cállate y no hagas
ruido, los pequeños están durmiendo!"». Y el
viejo cura termina su historia diciéndome
emocionado: «¿Padre, en qué monasterio se
habría hecho algo así?»

Estas opciones son ante todo individuales,


pero también colectivas. ¿Queremos una
sociedad solidaria, que sirva ante todo a los más
débiles y a los que más sufren? O por el
contrario, ¿queremos una sociedad
individualista que deje a los fuertes aplastar a
los débiles o que les abandone al borde del
camino? En el primer caso, lucharemos con
todas nuestras fuerzas para reducir las
desigualdades y garantizaremos una paz social
duradera. En el otro, dejaremos crecer las
desigualdades y las situaciones de injusticia y
tendremos que hacer frente a una constante
cólera social. ¿No es ésta, desgraciadamente, la
vía por la que parecen haber optado nuestras
sociedades más ricas?
Hace tiempo que vengo diciendo, y es
ciertamente paradójico, que la única forma de
asegurar una paz sólida es declararle una
guerra implacable al mal que nos agrede en la
miseria de muchos, en el paro, en la corrupción
y en el racismo. Nadie puede permanecer
indiferente. Si lo hace, se convierte en cómplice.
Todos tenemos que rebelarnos cuando hay
niños que no comen lo suficiente, cuando sigue
habiendo familias sin techo o cuando tantos
jóvenes apenas tienen esperanza de encontrar
un trabajo decente. Sin estas cóleras y las
nuevas iniciativas que reclaman, ¿queda alguna
esperanza de paz social? Y hay que decir
también que éste es el único camino para
conseguir la paz del mundo, en la medida en
que la mayoría de las amenazas terroristas o la
mayoría de los conflictos armados están hoy
provocados directamente por la miseria y la
injusticia que reinan en el mundo. El terrorismo
islamista no recluta sus adeptos en los barrios
buenos de Argel, de París o de El Cairo, sino en
los barrios más marginales de las grandes
aglomeraciones, don de proliferan la miseria y
la desesperación que la acompaña.
Como si de un conflicto armado se tratase,
debería movilizarse toda la población para
declararle una guerra sin cuartel al paro, al
racismo y a las nuevas pobrezas. Haría falta que
los políticos tuviesen el coraje de decir: «¡Es la
guerra, movilicémonos todos y aceptemos los
sacrificios que eso implica!». Y que los
ciudadanos tuviesen el coraje de votar por esos
políticos. Hay dos tipos de guerra. Por un lado
está la guerra sucia, la que se declara a otra
comunidad humana o la que nos es impuesta
por un agresor. Y por el otro, la guerra bella, la
que se le declara a las injusticias, al racismo o a
la miseria, para salvar a la sociedad del
naufragio que la acecha. Y esta guerra podría
movilizar fácilmente hoy a una juventud sin
horizontes.

La ley civil nunca es apropiada para los


tiempos de guerra. Cuando las circunstancias
son excepcionales, hay que saber recurrir a la
ley de leyes, a la que exige que se salven vidas
humanas y que se preserve la dignidad de
todos. Durante la II Guerra Mundial, me vi
obligado a transgredir la ley inicua del
Gobierno de Vichy, entrando en la resistencia
para salvar la vida de judíos que el Estado
entregaba a los nazis. Lo hice en nombre de esta
ley de leyes: «Amarás». Y no dudé un segundo
en desobedecer la ley humana que exigía
colaborar con los alemanes en su innoble
designio de exterminar a un pueblo.
En la guerra por la vivienda que, con las
comunidades de Emaús, llevo a cabo desde
hace cuarenta años, también nos vimos
obligados en varias ocasiones a transgredir la
ley civil en nombre de esta ley de leyes. Varias
veces tuve que mentir a la administración o
colocarla ante un hecho consumado ilegal, para
poder dar alojamiento a familias en situación de
extrema necesidad.
Recuerdo la primera ciudad en la que nos
instalamos: Champs-Fleuris. En aquella ciudad
había un campo abandonado que pertenecía al
alcalde, quien, como buen amigo, nos lo vendió
a crédito. Allí construimos, en un tiempo
récord, viviendas para diecinueve familias que
estaban en la calle. Se nos reprochó que las
viviendas no tenían agua ni electricidad ni
alcantarillado, para que estas familias pudiesen
vivir decentemente y en la legalidad. El caso fue
puesto en conocimiento de la administración y
todavía recuerdo un telefonazo de Claudius-
Petit, el ministro de la Vivienda, un amigo de la
resistencia, echándome la bronca por actuar así.
Y yo le respondí: «Pero viejo amigo, si tú no
eres capaz de alojar legalmente a estas familias,
el único medio de sacarlas de la insostenible
situación en la que se encuentran es actuar
ilegalmente y colocarte ante hechos
consumados. Ahora te toca a ti apañártelas para
que tengan los servicios que necesitan y entren
en la legalidad». Todavía hoy asociaciones
como «Los derechos por delante» se inspiran en
estos mismos métodos.
Hace unos años conocí la historia
extraordinaria de una especie de Robin de los
bosques moderno, que vivió a comienzos de
siglo. Fabricaba moneda falsa y la distribuía
entre los pobres. Detenido dos veces, había
logrado huir. La tercera vez fue ahorcado. Lo
enterraron en el cementerio de una pequeña
aldea, no lejos de Sion, sin ceremonia religiosa y
prohibiendo incluso que le colocasen una cruz
sobre su tumba. Pero pronto se produjo un
fenómeno que las autoridades jamás hubiesen
imaginado: su sepultura se convirtió en un
auténtico lugar de peregrinaje, adonde viene
constantemente gente, incluso desde los sitios
más lejanos, para rendirle homenaje a este fuera
de la ley. Su tumba siempre tiene flores y se han
plantado cuatro cepas cuyos cuidados se le
confían periódicamente a una personalidad
célebre. En este momento es el actor Jean-Louis
Barrault el que tiene encomendada esta
responsabilidad.
Cuando visité ese lugar, sus habitantes
tuvieron a bien honrarme con esa carga. Podé la
viña, bendecí la tumba y planté encima una
bonita cruz de madera. ¡Hay que cuidar este
minúsculo pedazo de tierra, al cual afluyen
grupos de jóvenes, ávidos de bellas actividades
y desinteresadas!
Fui diputado durante un poco más de seis
años y pronto me di cuenta de una cosa: muy
simple el trabajo de los políticos, consiste
esencialmente en decidir a quién tienen que
exigirle dinero para redistribuirlo. Cuando una
sociedad no tiene como prioridad reducir las
desigualdades llamativas, luchar con todas sus
fuerzas contra la miseria, el paro o el drama de
los sin techo, es perfectamente normal que
surjan iniciativas que yo llamo de «anticipación
a la ley», iniciativas que las leyes generalmente
reconocen al final.
El pasado invierno nos preguntamos sobre
las razones que empujan a los sin techo a
negarse a ir a los albergues y preferir dormir en
la calle durante el invierno, aun a riesgo de su
vida. La explicación es extremadamente
sencilla: ¿Cómo quieren que individuos
totalmente marginados a lo largo de todo el
año, individuos que han aprendido a contar
sólo consigo mismos, se abran de repente a las
maravillas de la solidaridad? Es imposible. No
se les puede ayudar pensando en ellos durante
quince días al año, sino actuando a lo largo de
todo el año, de tal forma que puedan encontrar
su sitio en la sociedad.
Dejamos derrumbarse al borde del camino
a miles de hombres y mujeres demasiado
débiles para adaptarse a las difíciles exigencias
de la vida moderna y nos sorprendemos de que,
con el tiempo, se hagan tan extraños a nuestra
sociedad que no puedan ni siquiera coger la
mano que se le tiende cuando su vida está en
peligro. Ya he dicho que nuestra sociedad tiene
que elegir una auténtica opción: servir ante todo
a los más fuertes o bien a los más débiles. Y esta
opción es la que determina la grandeza o la
bajeza de una familia, de una tribu, de un país o
de una civilización.

En la actualidad, nos encontramos


enfrentados en Francia a otra amenaza a la que
deberíamos ser más sensibles: la amenaza del
racismo y de la xenofobia. Todo en mi vida, en
mi fe e, incluso, en mi temperamento me aleja
de este tipo de actitud. Recordemos, ante todo,
que todos somos mestizos. La identidad
francesa «pura», a la que quieren reenviarnos
los ideólogos de la extrema derecha, es
totalmente mítica. Por su situación geográfica,
Francia es una especie de playa final de todas
las migraciones históricas que han atravesado
Europa de este a oeste. Por su clima templado,
también ha atraído a numerosos pueblos del
norte y del sur. Tanto es así que Francia es una
mezcla —más que ningún otro país europeo—
de vikingos, árabes, hunos, francos, visigodos,
etc. Y tengo que confesar que me siento
especialmente orgulloso de ser, como
ciudadano francés, una condensación de la
humanidad.
Cuando oigo a un Le Pen chillar «Francia
para los franceses», no puedo resistirme a
gritarle a mi vez: «Francia para los franceses sí;
para eso luché durante la guerra y algunos de
los que gritan este eslogan no hicieron lo
mismo. Pero hoy digo sobre todo: "La Tierra
para los seres humanos"». Es impensable vivir a
salvo en nuestro país, ignorando la miseria que
se extiende hasta nuestras fronteras, sobre todo
en Europa del Este y en África. Tenemos que ser
solidarios con estos pueblos y consagrar una
parte mucho más importante de nuestro
presupuesto a ayudarles, para que puedan salir
de esta situación en sus propios países. De lo
contrario, nada podrá detener la emigración
clandestina. ¿Tendremos que armar a los
guardias fronterizos con metralletas para
rechazar a los hambrientos que vendrán a
nuestro país en busca de lo mínimo para
sobrevivir?
Entiendo la exasperación de algunos
franceses que viven en las ciudades en las que la
delincuencia engendrada por la desgracia, y que
no es coto exclusivo de los inmigrantes, hace
imposible la seguridad ciudadana. Pero la única
respuesta a este problema es un esfuerzo de
solidaridad nacional y mundial en favor de los
más desfavorecidos, tanto en Francia como
fuera de nuestras fronteras. Pensar que
arreglaremos el problema devolviendo a
nuestras fronteras a todos los inmigrantes en
situación irregular es un enorme engaño. A
causa de la mundialización, hoy estamos
obligados a tomar nuevas opciones de
civilización que implican una redistribución de
las riquezas a un nivel más global.
El mundo va a atravesar probablemente
graves crisis, que obligarán a las naciones más
desarrolladas y menos pobladas a tomar una de
estas dos opciones: o replegarse privilegiando el
orden y los intereses de cada cual (lo que, al
final, será imposible y engendrará la dictadura)
o abrirse a la solidaridad. Esta segunda vía
implica un esfuerzo por parte de cada uno de
nosotros, una renuncia por parte de muchos a
bastantes privilegios y una redistribución de
medios que permitan a cada pueblo desarrollar
a su vez sus propias riquezas.
Hoy, con el aumento preocupante de la
extrema derecha y los racismos, me da la
sensación de que estamos ya en situación de
guerra. No deberíamos soportar ciertas
palabras, ciertos actos y deberíamos hacer todo
lo que esté en nuestras manos para combatirlos.
Por ejemplo, ¿cómo sorprenderse de que
tantos ciudadanos, muchos de ellos en los más
altos niveles de responsabilidad, se nieguen a
obedecer, cuando se nos anuncia una ley que
tiende a convertir a cada uno de nosotros en un
chivato auxiliar de la policía? ¿Vamos a
acusarles por eso? Evidentemente, Francia no
puede acoger toda la miseria del mundo.
Evidentemente, Francia tiene que arreglar los
problemas relativos a la inmigración. Pero sólo
lo conseguirá abordando el problema a nivel
europeo y mundial. ¿Cómo no entender que la
idea de fichar a los extranjeros que viven en
nuestro país sea algo insoportable para una
juventud que vive su primera generación
planetaria?
Quiero subrayar aquí un hecho que
generalmente apenas suscita indignación, pero
que personalmente me afecta profundamente.
La música de La Marsellesa es conocida en todo
el mundo y, a menudo, apreciada por su ritmo
marcial. ¿Pero es posible que sigamos
permaneciendo indiferentes a algunas de sus
estrofas, en un momento en que los discursos
racistas se multiplican? Por mucho que
queramos un himno tan enraizado en el
patrimonio de la República, ¿podemos seguir
tolerando odiosas frases como éstas que incitan
al odio racial: «que la sangre impura sacie
nuestros surcos»? ¿Cómo seguimos aceptando,
después de los horrores cometidos por el
nazismo, transmitir a nuestros hijos tales
afirmaciones?
Por lo que yo conozco, ningún otro himno
nacional contiene afirmaciones equivalentes.
Los soviéticos y los chinos cambiaron las
palabras de sus himnos respectivos poco
después de la muerte de Stalin y de Mao. ¿Por
qué no hacer algo parecido en Francia?
Evidentemente, hará falta un referéndum.
Pero este tipo de referendos podría organizarse
fácilmente sin campañas, sin gastos, utilizando
papeletas que acompañasen a cualquiera de las
próximas consultas electorales nacionales, en
las que figurase, por ejemplo, esta pregunta:
«¿Aprueba o no la idea de modificar el texto de
La Marsellesa, y, en caso afirmativo, desea
confiar a la Academia Francesa y a la Academia
de Ciencias Morales y Políticas la tarea de elegir
y proponer un nuevo texto?».
Durante la conmemoración del segundo
centenario de la Declaración francesa de los
derechos humanos se constituyó la asociación,
«Por una Marsellesa de la fraternidad», de la
que soy miembro. A nuestra asociación se han
unido ya varios generales retirados y varias
eminentes personalidades. Por aquel entonces
estalló la guerra del Golfo. Al encontrarse
comprometidos en ella un grupo de franceses,
la asociación decidió unánimemente aplazar las
campañas en favor del cambio de la letra del
himno nacional. Pero ahora está dispuesta a
retomar esta acción. ¡O ahora o nunca!
III

ENCUENTRO AL ALBA

Me suelen preguntar a menudo: «¿Cómo


pudo aguantar y mantener el tipo a lo largo de
toda una vida tan dura en tantos sentidos?».
Toda la energía gastada en favor de los más
pobres, todas las acciones realizadas a través del
planeta, todas las intensas luchas sólo han sido
posibles porque, a lo largo de los años que pasé
en el monasterio, adquirí el gusto por la
oración. Varias horas al día y todos los días a
medianoche me sumía en la contemplación del
misterio inefable de Dios Amor. Esta adoración,
este «resplandor soportable» como me gusta
decir, se ha convertido, sin que yo haya sido
demasiado consciente, en mi respiración
fundamental. Incluso en el fragor de la acción,
todo fue vivido y fundado sobre este clima de
oración, en este corazón a corazón silencioso
con el Eterno.
Es cierto que se pueden rezar oraciones
como el «padrenuestro» o el «avemaria», cosa
que por cierto suelo hacer a menudo (no puedo
dormir sin rezar las tres avemarias a Nuestra
Señora). La oración puede ser un acto. Pero
mucho más profundamente es una situación o
un estado. Desde el instante en que estamos
animados por una fe viva en Dios Amor,
vivimos con toda naturalidad cada instante de
la vida bañados en este Amor, aunque sigamos
siendo frágiles pecadores. Cada una de nuestras
acciones, incluso la más banal y la más
cotidiana, se vive secretamente en esta
intimidad amorosa con Dios. Es una situación
que los enamorados conocen perfectamente:
hagamos lo que hagamos, aquel al que amamos
nos habita. La oración no es más que este estado
especial en el que se está constantemente
sumido desde el instante en que nuestra fe está
plenamente viva.
Evidentemente, no siempre tenemos
constancia de este estado. Sólo en ciertos
momentos, a veces de repente, nos damos
cuenta de que nuestro corazón está
permanentemente habitado por el Eterno... Algo
así como lo que le ocurre a un padre de familia
que, en medio de sus ocupaciones, mira la foto
de su mujer y de sus hijos sobre su despacho y
se da cuenta de que su corazón está con ellos.
A menudo recibo cartas que me piden lo
siguiente: «Padre, rece por mí». Nunca puedo
contestar: «Sí, rezo por usted». En realidad, sólo
puedo decir: «Esté seguro de que le tengo
presente en la ofrenda cotidiana de los
esfuerzos de cada día, en presencia del Eterno
Amor». Llevo en mi corazón a todos los que el
Señor puso en mi camino. ¿Cómo separarme de
la miseria y del sufrimiento del mundo? ¿Cómo
no llevar en lo más profundo de mi ser todas las
intenciones de paz y de comprensión entre
nuestros hermanos los hombres? ¿Cómo no
estar constantemente habitado por estas
peticiones y estas súplicas? Es, pues, inútil pasar
los días diciéndole a Dios: «Haz esto o aquello,
no olvides lo de más allá, etc.»
«No recéis como los paganos —nos dice
Jesús—, vuestro Padre que está en los cielos
sabe muy bien lo que necesitáis». Lo que no se
contradice con esa otra frase: «Rezad
continuamente, pedid y recibiréis, llamad y se
os abrirá». También yo hago, a menudo,
oraciones de petición.
De hecho, he redescubierto recientemente la
oración al ángel de la guarda. Después de haber
olvidado casi por completo la presencia de los
ángeles de los que, sin embargo, nos habla la
Biblia en muchas ocasiones, hace unos años
volví a adoptar la costumbre de rezarle a mi
ángel de la guarda y a los de los demás en las
situaciones difíciles, o cuando pierdo alguna
cosa importante. ¡Y de hecho, a menudo
funciona!
A lo largo de mi vida, también experimenté
en muchas ocasiones que Dios se adelanta a
nuestras peticiones. Recuerdo a un viejo
compañero de Emaús, el primero de los
nuestros que murió. Había pasado gran parte
de su vida en la Legión extranjera y, por lo
tanto, no era precisamente una hermanita de la
caridad. Pero, poco antes de su muerte, me dijo:
«Padre, tengo una hermana religiosa en África.
No la he vuelto a ver desde que abandoné a mi
familia, pero sé que vive todavía. Dígale que he
muerto». Y después añadió: «Me gustaría ver
una imagen de la Virgen en mi habitación». Me
quedé sorprendido por esta súplica, porque no
había sido precisamente el tipo de persona que
se acordase de la Virgen. En ese preciso
momento, el cartero llamó a la puerta. Bajé a
abrirle. La señorita Coutaz ya había cogido el
correo y me dijo: «Mire, hay un paquete». ¡Lo
abrió y descubrió una pequeña estatuilla de
Nuestra Señora de Lourdes! Volví a subir las
escaleras de cuatro en cuatro para colocar la
estatua de la Virgen en la habitación del
compañero.
De hecho, en este estado subterráneo de
oración permanente, estamos habitados por
todas las peticiones que brotan de lo más
profundo de nuestro corazón y no necesitamos
formularlas explícitamente en voz alta. La
oración oral tiene más sentido desde un punto
de vista comunitario. Cuando estaba en el
monasterio, me gustaba recitar ciertos salmos y
todavía más el Pater. A veces, también siento la
necesidad de formular explícitamente algunas
oraciones de petición o de acción de gracias. Es
algo que me ocurre a menudo, lo mismo que
recitar la salve. Pero esta forma de oración es
útil sobre todo al creyente que es más
consciente de su relación con Dios. El Eterno,
afortunadamente, no necesita que le llamemos
continuamente al orden para decirle lo que
tiene que hacer, al igual que sabe perfectamente
lo que le amamos.
Más que en la utilidad de las oraciones
orales, creo en la necesidad de tiempos
privilegiados consagrados por completo a Dios.
Es lo que se llama la oración de adoración: son
esos momentos de respiro, en el corazón de un
día trepidante, en que me las ingenio para
disponer de unos instantes y situarme
conscientemente en la presencia de Dios. Es
como abrir la ventana y aspirar una gran
bocanada de aire fresco. La oración nos vuelve a
colocar delante de lo esencial, al tiempo que
crea un cierto distanciamiento respecto a
nuestras preocupaciones y nuestros problemas.
Es el tiempo de repostar, tanto más útil cuanto
que llevamos una vida muy activa y, por lo
tanto, muy llena de imprevistos. Sin estos
momentos de silencio, ¿cómo escapar al riesgo
de caer en el activismo, de la falta de
distanciamiento, de ser asfixiado por la acción,
de perder de vista el objetivo fundamental de
nuestra vida? La adoración nos vuelve a
sumergir cotidianamente en lo esencial. Es un
acto de fe que alimenta, al mismo tiempo, la fe,
el amor y la esperanza del creyente.
Para unos, puede ser un momento diario
(diez minutos, media hora), para otros un
momento semanal (éste es, en gran parte, el
sentido del sabbat judío y del domingo cristiano)
y, para otros, una semana de retiro al año en un
monasterio. De lo que estoy completamente
convencido es de que ningún creyente activo
puede pasar de estos momentos privilegiados
en los que se sume en la adoración del Creador,
donde retoma fuerzas en el silencio de la
intimidad con Dios, en los que abre su
conciencia bajo la mirada del Eterno Amor. El
mismo Jesús nos dio ejemplo de estos retiros
solitarios: antes de su misión apostólica pasa
cuarenta días en el desierto. Y a lo largo de su
vida pública se marcha varias veces solo a la
montaña.
Este puñado de observaciones permiten ya
clarificar un poco el sentido de la vida
contemplativa. Se suele decir a menudo:
«Necesitamos enfermeras, médicos y brazos
que socorran. ¿Por qué estos cristianos
convencidos van a encerrarse durante toda su
vida en los conventos, rezando todo el día, en
vez de meterse en medio de un mundo que hay
que sanar y mejorar sin cesar?».
Recuerdo que, justo antes de cumplir los
setenta y cinco años, me retiré al monasterio de
Saint-Wandrille, para compartir durante ocho
años la vida de silencio y adoración de los
monjes. (Es cierto que, de vez en cuando, tenía
que ir aquí o allí para responder a llamadas
importantes). Un día, el alcalde de la pequeña
aldea donde está enclavado el monasterio vino
a verme para decirme que la gente no entendía
por qué yo, abogado infatigable de los
excluidos, venía a «perder mi tiempo» en este
monasterio. Escribí en un boletín de la aldea
una larga carta, para explicar que la vida activa
y la vida contemplativa no son contradictorias.
Estoy convencido incluso de que sin esas
auténticas centrales de energía divina que son
los monasterios, la actividad de los apóstoles,
de los militantes, de todos los que luchan en el
corazón del mundo, no se mantendría durante
mucho tiempo. De hecho, muchos de estos
militantes sienten la necesidad de pasar una
temporada entre los contemplativos. Y salen
espiritualmente enriquecidos.
En este sentido, nunca olvidaré la imagen
que utilizaba el geólogo Pierre Termier: «¿Le
sorprende la existencia de los contemplativos?
¿Acaso se ha sorprendido alguna vez de la
existencia de los glaciares? ¡Cuánto hielo
perdido! Probablemente debajo de ellos haya
minerales de gran valor, en su superficie no
crece nada. Pero si los glaciares no existiesen,
hace tiempo que toda la vida habría
desaparecido del valle. Porque el aire
contaminado se calienta y sube. Cuando entra
en contacto con los glaciares, se vuelve a enfriar
y se separa de todo lo que le contamina,
Después, el aire regenerado vuelve a bajar al
valle. Sin este trabajo permanente, la muerte ya
habría invadido a la humanidad». Pues lo
mismo pasa con los contemplativos, decía este
sabio creyente: aparentemente no sirven para
nada, parecen improductivos, pero sin ellos, sin
el amor que derraman misteriosamente, la
humanidad quizá ya habría sucumbido bajo el
peso del odio.

Dos observaciones más a propósito de la


oración. La primera concierne a la noción de
ofrenda. Todas las mañanas, al levantarme, le
ofrezco a Dios todo mi día. Este acto es
fundamental: pase lo que pase durante el día, sé
que nada pasará en vano, porque todo está
libremente ofrecido a Dios. Incluso si hay
errores, equivocaciones y faltas, Dios sacará lo
mejor de cada vida ofrecida para construir la
Jerusalén celestial, la Tierra nueva y los Cielos
nuevos.
La segunda observación se refiere a la
alabanza. No seamos ingratos. Pensamos en
quejarnos, pero raramente en dar gracias.
Cuando las cosas van mal, dirigimos a Dios
todo tipo de súplicas o de reproches. ¿Pero
pensamos en darle las gracias cuando las cosas
van bien? ¿Cuántos creyentes piensan en decirle
a Dios: «Gracias porque tengo las fuerzas
necesarias para trabajar, porque ese paisaje es
bello, porque mis hijos están sanos o porque me
gusta mi trabajo?».
Los católicos dicen en el Gloría: «Te damos
gracia (es decir, gracias) por tu inmensa gloria».
Esta frase me intrigó durante mucho tiempo,
tanto más cuanto que recito el Gloria todos los
días, antes o durante la misa. Habitualmente,
solemos decir gracias por un regalo, por un don
recibido, ¿pero cuál es la gloria de Dios de la
que aquí se trata?
Creo que se trata de ser «Amor reconocido
como Amor». El amor sólo está en plenitud,
como explosión de alegría, si hay alguien para
reconocerlo y corresponder a él. De lo contrario
se trataría de un rayo de luz perdido en un
vacío absoluto. El amor cobra toda su dimensión
cuando encuentra su eco en un ser que es
consciente y devuelve amor por amor. Dios es
Amor y su gloria es ser reconocido como tal. Al
decirle a Dios «te damos gracias por tu inmensa
gloria», no le estamos dando gracias por tal o
cual presente, sino que le estamos dando gracias
por ser lo que es en la Trinidad y en lo que nos
manifiesta. Le estamos diciendo: «Gracias por
ser Amor y por habérnoslo dicho». Es, en
esencia, la oración del creyente que está
penetrada por el misterio insondable del Dios
Amor. Y para mí, esto es la adoración. Pasé
horas, todas las noches, en el convento diciendo:
«Gracias por ser lo que eres».

Cuando no estoy en Normandía, en la casa


de espiritualidad de los compañeros de Emaús,
vivo en el décimo piso de una torre de las
afueras de París. Desde allí, tengo una vista
magnifica de todo París. Bajo mi ventana pasa
la autopista que entra en la capital y, por las
noches, diviso miles de faros de coches que
circulan en ambos sentidos, sin contar los
cientos de miles de luces procedentes de los
apartamentos parisinos. ¡Cuántas veces, al
llegar la noche, medité delante de mi ventana!:
«Señor, ¡qué multitud entremezclada de llantos,
de felicidad, de sonrisas de niños, de angustias
de enfermos, de alegría de enamorados, de
tristeza de personas solas!». Y cogí la costumbre
de celebrar la Eucaristía, cuando estoy solo,
frente a esta ventana abierta a la multitud. Es el
escaparate a través del cual contemplo toda la
alegría y todo el sufrimiento de los hombres. Y
al mismo tiempo, es la nave de mi Iglesia.
Tengo ante mí a todos mis hermanos por los
que ofrezco el sacrificio de la Eucaristía.
Me encanta contemplar ese gran misterio
de Jesús que se entrega en ese pequeño pedazo
de pan. En la Eucaristía. Jesús está presente, no
tal y como nos lo dan a conocer los evangelios,
en el día a día, sino tal y como es actualmente.
Resucitado. En mi fe, sé que él está ahí, con su
cuerpo glorioso, presente en esta hostia
consagrada. Y es así como puedo acercarme
más fácilmente a él, tocarlo y saborear su
presencia, sin ser cegado por su luz o
anonadado por su gloria.
Recientemente he vuelto a descubrir, por
prescripción médica, las virtudes de la siesta. La
Eucaristía es, para mí, como una siesta del alma,
un momento de reposo total en medio de las
fatigas de cada día, un momento en el que
puedo abandonarme por completo.
En ese momento, sólo soy ese pobre cura
abrumado que deposita sus cargas y le dice a
Jesús: «Échame una mano, pesan demasiado».
IV

AMOR Y SUFRIMIENTO

El sufrimiento es una realidad profunda de


la condición humana. He pasado toda mi vida
en el corazón del sufrimiento de los hombres.
Me he codeado con tantas desgracias que pude
observar las reacciones humanas más diversas
ante el dolor. Se resumen casi siempre en estas
dos actitudes: la aceptación en el amor o la
rebelión. Casi todos los que sufren oscilan entre
una u otra de estas actitudes.
Personalmente, me da la impresión de que
me he librado relativamente del sufrimiento
físico. Nunca experimenté realmente el hambre,
a no ser durante las huelgas de hambre, pero
éstas son experiencias diferentes, por ser actos
voluntarios. He estado enfermo a menudo, pero
nunca con terribles afecciones como la que
sufrió mi padre, que le hacía vivir en tal
martirio que el médico me confió un día que era
algo habitual en estos enfermos que intentaran
suicidarse. Mis mayores sufrimientos fueron de
orden moral.
Por ejemplo, la falta de ternura y de afecto
en mi vida por haber optado por el celibato. Eso
fue algo que, a veces, me costó muchísimo.
También he sufrido muchísimo por el
abandono y la incomprensión de los amigos, a
pesar de que estos momentos fueron más bien
raros en mi vida.
El primero de los dos «tragos» más amargos
de mi vida fue en 1958, cuando me internaron
durante varios meses por agotamiento físico y
psíquico. Los médicos persuadieron a mis
familiares de que estaba loco y algunos, con
motivaciones muy diversas, intentaron
eliminarme del movimiento Emaús... para
salvarlo, según decían.
Y el segundo, que arrasó mi vida como un
tornado, ocurrió en la primavera de 1996,
cuando oí decir: «El Abbé Pierre es antisemita;
debe padecer demencia senil; se ha convertido
en lepenista...». Tuve que desdecirme y pedir
perdón. En lo más hondo de mi ser, anidaba el
dolor que sabía estaban sufriendo muchas
personas con las que había estado
estrechamente relacionado durante toda mi
vida, especialmente mis hermanos judíos. Hoy
creo que esos trágicos malentendidos
procedieron del hecho de que, de una forma
imprudente y apresurada, abordé en un mismo
documento cuestiones relativas a personas,
cuestiones políticas y cuestiones religiosas.

Un drama de la adolescencia me hizo


descubrir cómo el sufrimiento puede
engrandecer el corazón del hombre en vez de
cerrarlo. Siendo un joven colegial, estaba muy
unido a otro chaval de mi edad que formaba
parte de la misma patrulla scout. Por la mañana,
solíamos ayudar a misa juntos. Un día me crucé
con otro scout que me dijo: «Léon ha muerto».
Yo me lo tomé a risa: «Es imposible. Estuvimos
ayudando a misa los dos esta mañana y no
estaba enfermo». El otro me contestó: «Sí, pero
hace un rato se estaba bañando en el Ródano
con otros dos que no sabían nadar. Mientras se
bañaban, una barca a motor pasó a toda pastilla
y formó muchas olas, que arrastraron a los dos
chavales que no sabían nadar. Léon intentó
salvarles. Consiguió traer a uno a la orilla y,
después, a pesar del agotamiento, quiso ir a por
el segundo. Pero éste, presa de pánico, se agarró
al cuello de Léon y se ahogaron los dos».
Le escribí a su madre, a la que conocía muy
bien. Y recibí de ella esta respuesta que nunca
olvidaré: «Sí, siento un dolor atroz, pero, al
mismo tiempo, pienso: Señor, todo lo que una
madre sueña de felicidad y de éxito para su hijo,
tú se lo has dado, al céntuplo, llevándole
contigo». Esta reacción de fe tan profunda me
convenció de que ante tales dramas, o bien uno
ama más o bien se rebela. El sufrimiento, más
que ninguna otra experiencia, coloca al hombre
ante esta abrupta elección: el absurdo o el
misterio. Quiero mucho a un padre de familia
que tuvo que ver sufrir durante mucho tiempo a
su hijo, para después verle morir. «Ya no puedo
creer —me decía— en un Ser todopoderoso y
que permite todo esto, permaneciendo
indiferente ante el sufrimiento de un niño. ¿Por
qué?» Y al mismo tiempo, me confiaba: «En
cambio, mi mujer se ha hecho más creyente,
entregándose más a fondo a todo tipo de causas
cristianas y aceptando todo tipo de
responsabilidades».
Es decir, el sufrimiento aplasta o, por el
contrario, engrandece el corazón del hombre. O
bien nos sumerge en la noche o nos abre nuevos
horizontes. Y todos nosotros podemos pasar de
uno al otro extremo. Ante los sufrimientos más
terribles, podemos caer en la desesperación y
decir: «No, no es posible, la vida es
absolutamente absurda, no existe Dios alguno
que pueda permitir tanto mal». Pero también
podemos crecer en esperanza y afirmar: «Dios
mío, creo que eres Amor a pesar de todo este
sufrimiento y, a pesar de los pesares, confío
plenamente en ti». Esta segunda actitud no sólo
ayuda a vivir y a soportar las dificultades, sino
que, además, hace crecer en nosotros la fe, la
esperanza y el amor. Muchas de las frases de la
Biblia que pueden parecer insoportables dicen
que Dios prueba el corazón de los que le aman
y lo transforma en el crisol del dolor, al igual
que el oro es purificado por el fuego.
¿No constatamos a menudo que la mayoría
de la gente más extraordinaria que conocemos,
la más plenamente humana, la que más ama y
la más solitaria es la que ha atravesado duras
pruebas?
No es nada raro ver a familias gravemente
divididas volver a unirse ante un niño enfermo.
Daba la sensación de que ya no había sitio para
el amor entre los padres. Pero, a fuerza de
turnarse, día y noche, a la cabecera de su
pequeño, renace el amor que parecía perdido
para siempre.
¿No vemos también cómo el sufrimiento
suscita acciones solidarias, acerca a los hombres
entre sí y crea lazos afectivos profundos? ¿No
fue en la hermandad cruel de las trincheras
donde cambió la mirada que dirigían sobre los
demás los anticlericales y la gente de Iglesia?
Evidentemente, no quiero hacer con esto una
apología del sufrimiento. No le deseo a nadie el
sufrimiento, pero constatando que forma parte
de la condición humana, sepamos querer que
esta maldición se convierta en el lugar y en el
tiempo de una verdadera profundización y
desarrollo del corazón del hombre.

¿No es precisamente esto lo que quiso decir


Jesús abrazando el sufrimiento humano en
todas sus dimensiones, excepto en la del
remordimiento del culpable? Fue traicionado
por un amigo y negado por los demás. Sufrió
terriblemente en su cuerpo. Fue humillado e
incomprendido. Experimentó la angustia. Fue
también fuente de sufrimiento para los suyos.
Su madre estaba allí, de pie, al lado de la cruz.
Muchos hombres han pasado por sufrimientos
similares y aun peores que los de Cristo, tanto
en duración como en refinamiento. Pero Jesús
vivió todas estas pruebas con una sensibilidad
tal que sus sufrimientos adquirían una
dimensión única. Creo que Dios, en la persona
de Cristo, se ha adherido por completo al
sufrimiento humano, dándole sentido y valor y,
por ese mismo hecho, fortaleciendo la
esperanza de todo cristiano, de todo ser
humano que conozca al Jesús que tuvo que
enfrentarse al misterio del mal y del dolor. Al
igual que Jesús y María, inseparables en las
largas horas del Gólgota, también nosotros
podemos descubrir que el sufrimiento ofrecido,
vivido en el amor, abre nuestro corazón a las
dimensiones del Amor divino.

Por eso insisto en que, cuanto más he


comprendido e intentado vivir este misterio de
la relación estrecha que puede unir amor y
sufrimiento, tanto más me cuidaré de decirle a
alguien que sufre: «¡Qué suerte tienes, tu
sufrimiento es un don de Dios!». Eso sería
monstruoso. Pienso en madre Teresa, a la que
conozco bien y a la que quiero mucho. Es, como
todo el mundo sabe, una gran santa que ha
sabido dar pruebas durante toda su vida de una
inmensa compasión por los más pobres de los
pobres. Pero no por eso dice a los desgraciados
que sufren atrozmente en alguno de sus
hospitales: «¡Qué suerte tiene de poder unirse
así a la Redención y a los sufrimientos de
Cristo!». Estoy profundamente convencido de
que ante el sufrimiento de los demás sólo hay
dos actitudes justas: el silencio y el
acompañamiento.
Recuerdo, en este sentido, la historia de un
accidente ocurrido cuando trabajaba en la
comunidad de Perú. Vivíamos en pleno centro
de la ciudad de Lima sobre un inmenso montón
de basura, entre todos los hambrientos que
venían a rebuscar, de día y de noche, al inmenso
vertedero, alimentado por los camiones de
basura municipales. Un día, unos periodistas
solicitaron ver este lugar inmundo. Caminando
sobre el suelo inestable, uno de ellos se torció la
rodilla y gritaba de dolor. Llamamos a una
ambulancia y yo me senté a su lado durante el
trayecto hasta el hospital. Viendo lo que sufría,
instintivamente le cogí la mano y se la apreté
entre la mía. Llegados al hospital, el médico le
colocó la rodilla en su sitio y cesó el
insoportable dolor. Y entonces, me dijo:
«Muchas gracias, padre, me ha hecho usted
descubrir la importancia de una mano en la
mano cuando se sufre. Su gesto, más que
cualquier palabra, me ayudó mucho a soportar
el dolor».
Abstengámonos de aleccionar a los que
sufren. Evitemos darles bonitos discursos,
aunque sea sobre la fe. Tengamos ese pudor y
esa discreción que nos hace presentes a los
demás a través de un gesto afectuoso, atento y
discretamente orante, comulgando con el
sufrimiento de los demás. ¡Eso es la compasión,
y es una de las más bellas y más enriquecedoras
experiencias humanas!
V

UNA CITA TAN ESPERADA

Recientemente, tuve la oportunidad de


visitar en París un local de los que proliferan
por todos los países y a los que llaman
«tanatorios». Se trata de un lugar destinado a
permitir que las familias vengan a recogerse al
lado de su difunto. Es evidente que con las
condiciones de la vida moderna, es cada vez
más difícil para las familias reservar una
habitación para la exposición del cuerpo del
difunto antes de su entierro o de su cremación.
Ésta es la razón por la cual esos salones
funerarios se multiplican por todas partes, tanto
en Europa como en Estados Unidos. A pesar de
todo, el fenómeno me lleva a cuestionarme
sobre el riesgo de escamoteo de la muerte que
puede implicar este tipo de práctica.
Antes, el muerto era velado en la casa, en el
corazón de la familia. Era un momento muy
importante en el que especialmente los niños
podían abordar con sus familiares la cuestión
siempre un poco tabú de la muerte. Porque es
esencial no desembarazarse del problema y no
esquivar la cuestión.
Creo que la muerte forma parte de la vida.
Creo que es incluso uno de los puntos fuertes
que dan sentido a la vida. Personalmente, tuve
la suerte de estar presente en el instante preciso
de la muerte de las tres personas que más han
significado en mi vida.
Primero fue la muerte de mi padre. Estaba
solo a su lado, cuando dio su último suspiro.
Había luchado durante meses contra una larga
y penosa enfermedad. Unos días antes, le había
preguntado a un primo jesuita: «Charles, ¿ya le
puedo pedir a Dios que me lleve con Él?». Era
un hombre con una profunda fe. A partir de ese
momento, todo se desarrolló con rapidez.
Nunca olvidaré su agonía. Su rostro, a veces,
parecía presa del horror. Por mi parte, sentía un
terrible combate interior. En aquella época ya
era monje y hacía el signo de la cruz sobre su
frente, pronunciando exorcismos para alejar de
él a las fuerzas del mal. Cada vez que le hacía
eso, se quedaba más tranquilo. Y al final, se fue
en medio de una gran fe. Le quería muchísimo,
pero no derramé una lágrima. Más aún, su
muerte me llenó de alegría: sabía que estaba,
por fin, en la presencia definitiva de Aquel que
había dado sentido a toda su vida.
También estaba solo en la cabecera de
mamá cuando dio su último suspiro. Su
personalidad era completamente diferente a la
de mi padre. Era una mujer fuerte, llena de
energía, que crió sin aspavientos a ocho hijos.
Pero en el momento de morir, se había
convertido en una niña pequeña. Nunca la
había visto antes así. Recitamos juntos la
oración que rezábamos todas las noches en
familia. Después, dulcemente, sus ojos se
fueron cerrando y se quedó dormida por última
vez. Todo sucedió con tanta dulzura que tuve
la impresión de que los papeles se habían
cambiado: yo era como una mamá en la
cabecera de su pequeñín.
Estuve asimismo presente, y solo, en la
hora de la muerte de otra persona que jugó un
gran papel en mi vida: la señorita Coutaz. Era
mi secretaria en Emaús. Murió a los ochenta y
tres años, ¡después de haberme soportado
treinta y nueve! Sin ella, el movimiento Emaús
nunca habría llegado a ser lo que es. Los viejos
compañeros que la conocieron suelen decir:
«Con el Abbé Pierre nunca habría habido un
céntimo en la caja, porque le daba lo que nos
regalaban al primer pobre que venía. En
cambio, la señorita Coutaz sabía administrar el
dinero, sabía conservarlo y gastarlo cuando
realmente se necesitaba». Sobre su tumba,
escribieron: «Cofundadora de Emaús». Y es la
verdad más absoluta. Fue el padre De Lubac el
que me la recomendó y fue realmente un regalo
de la Providencia para mí. Tenía trece años más
que yo y difícilmente se puede imaginar una
mujer menos proclive a la seducción.
¡Afortunadamente para mí, porque si hubiese
tenido una encantadora secretaria de veinte
años, hubiera sido un auténtico suplicio
durante treinta y nueve años de vida
compartida!
El caso es que la señorita Coutaz murió en
el apartamento de Charenton, que le servía de
casa y oficina. Lo que más me llamó la atención
de su agonía fue la terrible crispación de dolor
en su rostro durante los dos últimos días de su
vida y el aura de paz que la rodeaba dos horas
después de morir.
Con motivo de estas tres muertes, las de las
personas más íntimas para mí, sólo experimenté
un sentimiento de alegría.

Personalmente, también me encontré varias


veces a las puertas de la muerte y, a pesar de
que desde mis ocho o nueve años la deseé
ardientemente, esas puertas nunca quisieron
abrirse para mí. La primera vez que realmente
creí que me moría era un jovencito adolescente
en un campamento scout a orillas del lago
Annency. Una mañana, al salir de la tienda, me
clavé la punta de un palo afilado en la planta
del pie. Me curaron con los medios, más bien
escasos, que allí teníamos. Pero la herida se
infectó y, unas horas después, tenía más de
cuarenta de fiebre. Me llevaron urgentemente al
hospital y, como la fiebre seguía subiendo, el
capellán scout me preparó para morir. Yo
estaba radiante de contento: ¡Por fin las
vacaciones! Finalmente, me recuperé. La vida
continuaba.
Mucho más tarde, durante la guerra, estuve
varias veces a punto de morir. Una vez, en la
alta montaña, tras pasar clandestinamente
varias familias judías a la frontera suiza. De
vuelta, bajaba el glaciar con un amigo, el guía
Léon Balmat. Estábamos profundamente
alegres, como siempre que volvíamos, y nos
habíamos olvidado de atarnos para la bajada.
De pronto resbalé hasta el centro del glaciar.
Recuerdo perfectamente que, durante los
segundos que duró el resbalón, me vinieron a la
mente las palabras que Léon nos había dicho a
la ida, cuando cruzábamos esa inmensa grieta
con la que el glaciar se separa de la montaña y
hacia la cual me dirigía a toda velocidad.
«Cuando alguien cae en la grieta, no puede salir
porque es terriblemente profunda. Y a veces,
cincuenta años después, se ve aparecer en la
parte más baja del glaciar, a través del río
subterráneo, los pies de un tipo congelado,
conservado en frigorífico y tan intacto que
incluso se puede leer su carné de identidad».
En este caso, mi carné era falso, pero ya me
veía reaparecer congelado en el siglo xxi ante
los ojos de unos tranquilos montañeros, que se
quedarían estupefactos. Pero también entonces
tuve una suerte increíble: mis pies chocaron con
un saliente del glaciar, que me detuvo en seco a
unos cuantos metros de la grieta.
En otra ocasión, también creí que había
llegado realmente mi última hora. Iba en avión
de Delhi a Bombay. De pronto, se produjo un
golpe violento e inexplicable. El piloto dio
media vuelta y comenzó a sobrevolar Delhi
para gastar su queroseno porque temía que el
avión se incendiase al aterrizar. En tales casos,
da la sensación de que los pasajeros se preparan
para morir. No hubo pánico alguno: todo el
mundo hacía sus últimas oraciones. Pienso que
es bueno ver venir la muerte y prepararse para
ella. Al final, todo salió bien.
Algún tiempo después, publiqué en una
revista de Emaús con el título La Meta, una
meditación sobre la muerte que este incidente
me había inspirado. Este artículo le llegó al
doctor Schweitzer en su leprosería de
Lambaréné. Y me escribió una bellísima carta
que terminaba así: «Gracias por tu artículo, que
me ha ayudado a prepararme para la meta, que
siento muy cercana. Cuando me llegue la hora,
pediré que te avisen para que estés a mi lado en
ese instante que será el más importante de mi
vida».
Pero la vez que estuve más cerca de la
muerte fue sin duda en un naufragio, pronto
hará treinta y cinco años. Acababa de concluir
un trabajo para Emaús en Uruguay y tenía que
ir a Argentina. En el momento de tomar el
avión, nos anuncian que todos los vuelos han
sido cancelados a causa de la niebla. Todos los
viajeros del avión nos precipitamos hacia el
puerto, donde un barco se disponía a levar
anclas con rumbo a Buenos Aires. Por esa
razón, el barco zarpó con más pasajeros de los
debidos, la mayoría de los cuales se instalaron
en los sillones para pasar la noche. Por
casualidad, me encontré con un sacerdote
francés, el Abbé Audinet, que me ofreció su
camarote. Como estaba agotado, acepté.
Hacia las cuatro de la mañana, el abbé
llamó angustiosamente a mi puerta:
«Levántese, pronto, coja su salvavidas que está
bajo la cama y suba al puente lo más
rápidamente posible, el barco se hunde». Y
efectivamente, me di cuenta de que el barco
comenzaba a hundirse por la proa. Y la popa se
iba levantando cada vez más, fuera del agua.
En un momento determinado, el comandante
ordenó a todo el mundo saltar al agua.
En estos momentos es cuando mejor se
muestra la naturaleza profunda de cada ser
humano. Algunos se comportaron con una
solidaridad y una dignidad admirables Otros,
por el contrario, se arrojaron, como lobos, sobre
las pocas barcas de salvamento, arrojando fuera
a las mujeres y a los niños que intentaban
refugiarse en ellas. Di varias absoluciones
colectivas y, en el último momento, también yo
me arrojé al agua. A bordo ya no quedaba más
que una veintena de personas, esencialmente
señoras mayores que se negaban
categóricamente a bañarse a la fuerza. ¡Y les
salió bien! Se refugiaron con el comandante —
que había decidido hundirse con su barco— en
lo más alto de la popa. Supe más tarde, por los
periódicos, que el barco había encallado en un
banco de arena, dejando emerger justamente
fuera del agua la pasarela de popa.
Por mi parte, me agarré como pude a una
caja a la que ya estaban fuertemente asidos otra
decena de desgraciados. De hecho, los
náufragos sentían una tendencia instintiva a
reagruparse. Por eso, los que estaban sobre
alguna plancha intentaban ir al encuentro de
algún nadador aislado. Al otro lado de mi balsa
había un sudamericano que nos contaba todo
tipo de tonterías para mantenernos alta la
moral. De pronto, me reconoció: «¡Pero si tú
eres el Abbé Pierre! ¡Viva Francia!». Y se puso a
cantar La Marsellesa. Tras varias horas de lucha
contra el frío glacial y el agotamiento, perdí dos
veces el conocimiento.
Cuando volví en mí, tuve la certeza de que
iba a morir. Entonces, después de haberme
arrepentido de todos los pecados de mi vida,
tuve esta idea que nunca olvidaré: «Cuando
durante toda la vida se intenta darle la mano a
los pobres, en el momento de morir se puede
estar seguro de encontrar la mano de Dios
tendida hacia uno». Y perdí nuevamente el
conocimiento.
Fui rescatado cuatro horas después por la
marina argentina. Como no daba ningún signo
de vida, me colocaron en un depósito con todos
los muertos del naufragio. Mi aventura terrestre
habría concluido allí si un marinero, que traía
otro cadáver, no me hubiese visto moverme. Me
volvieron a subir al puente y me reanimaron,
haciéndome la respiración artificial. Me
desperté, totalmente desnudo, y distinguí a dos
marineros, satisfechos de verme al fin abrir los
ojos. Estaba salvado, pero todavía me quedaba
mucho que sufrir. Porque continuamente veía
llegar a un hombre o a una mujer, sollozando, a
decirme: acaban de sacar a mi niño y está
muerto...
Recuerdo a un matrimonio con el que había
tenido tiempo de simpatizar por la tarde en el
barco. Se habían divorciado tras varios años de
vida en común. Pero ante el sufrimiento de sus
pequeños, se habían vuelto a juntar y vivían de
nuevo unidos. Por eso estaban realizando su
segundo viaje de novios. Tras el naufragio, vi
llegar a la mujer llorando: acababa de identificar
el cadáver de su marido. ¡Fue algo horrible!
Cuando desembarcamos en Buenos Aires,
nos esperaba una multitud de periodistas. Al
reconocerme, se lanzaron a por mí, para
interrogarme. Yo les contesté: «Muchísimas
gracias por interesaros por nosotros. Gracias
por las bebidas calientes, por las ropas y por la
comida que han traído para nosotros. Yo vengo
a trabajar entre los sin techo, entre los
desesperados de Buenos Aires, entre los que
naufragan cada día. Hoy están ustedes aquí
para recoger las impresiones de las decenas de
náufragos de una noche. ¿Por qué no van
después a recoger también el testimonio
realmente estremecedor de los millones de
náufragos permanentes de las chabolas de
Buenos Aires?».
Unos días después también vino a
entrevistarme Philippe Labro, el actual
presidente de RTL. En aquel entonces era un
joven periodista de France-Soir, cuyo jefe era el
gran periodista Pierre Lazareff. Éste le llamó y
le dijo: «Deja todo lo que tengas entre manos,
coge el primer avión para Buenos Aires y
haznos un gran reportaje. Daremos una doble
página con fotos: "El Abbé Pierre salvado de las
aguas"». Más tarde, Philippe Labro contó en
una emisión de la que recientemente he visto un
vídeo: «Yo estaba terriblemente decepcionado
porque no conseguía nada del Abbé Pierre. Para
él, el naufragio era cosa del pasado. No le
interesaba lo más mínimo. Sólo me hablaba de
sus proyectos con Emaús en Chile, en Perú y en
otros muchos lugares. Al final, ya me enfadé un
poco y le dije: Pero vamos a ver, padre, ¿qué se
hace cuando uno se encuentra así, de bruces
ante la muerte? Y él me dio una respuesta
inolvidable. Me dijo: Pero si la muerte es como
una cita con un amigo retrasada durante mucho
tiempo...».
Treinta y cinco años después de este
episodio, cuando me siento tan cerca del
término, diría exactamente lo mismo. Porque
siempre ha visto así la muerte: como una cita
pospuesta durante mucho tiempo con un
amigo. Si tengo presente la cantidad de veces
que he estado a punto de morir, puedo decir
que Jesús, ese amigo mío, me ha hecho esperar
lo suyo. Pero no me importa, porque todos los
días sigo esperando este encuentro tan deseado.

Se suele hablar de separación, refiriéndose


a la muerte. Y si bien es cierto que así la viven
los que se quedan, no es verdad para el difunto.
Para él, la muerte es ante todo el resplandor de
un encuentro fantástico, un encuentro que
supera todo lo que uno pueda imaginarse, con
Dios, con los ángeles y con los miles de millones
de seres humanos que han existido. Sí, la
muerte puede ser un maravilloso momento de
nuestra vida.
Cuantos más años tengo —y ya van siendo
unos cuantos— más convencido estoy de que
hay dos cosas esenciales en la vida, dos cosas
que nadie puede perderse: amar y morir.
De hecho, ambas están íntimamente unidas,
porque nuestra muerte es a imagen y semejanza
de nuestra vida. La muerte no es más que la
salida del túnel del tiempo. En el momento en
que se sale de la sombra para entrar en su luz,
uno se ve tal y como se ha ido construyendo a lo
largo de la vida: como un ser comulgante o
autosuficiente.
Ya lo dije. La división esencial de la
humanidad no es entre creyentes y no
creyentes, sino entre los autosuficientes y los
comulgantes, entre los que vuelven la cara ante
el dolor de los demás y los que aceptan
compartirlo. Pues bien, ciertos creyentes son
autosuficientes y ciertos no creyentes son
comulgantes.
«El infierno son los otros», escribía Sartre.
Yo estoy plenamente convencido de lo
contrario. El infierno es uno mismo separado de
los otros. «Ya que has vivido pensando que eras
autosuficiente, válete por ti mismo también
ahora». Y por el contrario, el Paraíso es entrar
en la comunión ilimitada. Es la alegría del
compartir y del intercambio, bañada por la luz
de Dios.
La vida eterna no comienza después de la
muerte. Comienza ahora, en esta vida, en la
opción que hacemos cada día de ser
autosuficientes o de comulgar con las alegrías y
las penas de los demás. Dios no tendrá que
juzgarnos. El juicio consistirá en ese instante de
plena luz en el que cada cual se verá tal y como
se ha hecho: autosuficiente o comulgante. El
hombre será, y ya lo es, su propio juez. «El
motivo de esta condenación está en que la luz
vino al mundo y los hombres prefirieron las
tinieblas a la luz, porque hacían el mal» (Jn
3,19). Nuestras obras, es decir, nuestros actos
son nuestro propio juez, porque somos lo que
hacemos y no lo que decimos o lo que
imaginamos.
No soñemos la vida. Construyámosla. No
nos llenemos la boca de grandes palabras.
Amemos. De esta forma, cuando salgamos, por
fin, de las sombras del tiempo, nuestro corazón
estará ardiente porque se acercará a la fuente de
todo Amor.
VI

TÚ QUE PERDONAS

Nadie puede decir: he vivido diez, veinte o


cincuenta años y nunca he herido a nadie ni he
ofendido a Dios en nada. Eso no es verdad. Para
todos nosotros, que somos pecadores, el perdón
es la esperanza absoluta. Lo que me impediría
tener esperanza, lo que me haría angustiosa la
muerte, sería pensar que no he perdonado y
que, por lo tanto, no he sido perdonado. Porque
en el perdón siempre hay esta doble dimensión.
Una dimensión que expresan las palabras del
padrenuestro: «Perdónanos nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos a los que
nos ofenden».
Se pueden hacer a este respecto dos
observaciones. En primer lugar, cuando
pensamos en los que nos han ofendido y a
quienes decidimos perdonar, tendríamos que
preguntarnos: ¿No habrá habido por mi parte
algo que le haya empujado a ofenderme?
Fui diputado de Meurthe-et-Moselle y
pienso en un gran político al que finalmente
sucedí como diputado. Se llamaba Louis Marin
y era un hombre totalmente representativo de la
Francia centrista, un hombre sabio, un poco
como Antoine Pinay. Y sin embargo, hace poco
que me enteré de que, en el momento de la
ratificación del tratado de Versalles en 1919, un
solo diputado había votado en contra: Louis
Marin. Su postura había consistido en decir: con
un tratado tan duro y tan exigente, antes de
diez años el pueblo alemán caerá en la
dictadura. ¡Qué lucidez! Y la dictadura nazi
provocó cincuenta millones de muertos con
todas las atrocidades consabidas: el exterminio
de los judíos y las cámaras de gas.
Creo que cuando uno se siente ofendido,
hay que preguntarse siempre: «¿Es que yo no
tengo parte de responsabilidad?»
Y a la inversa, cuando somos nosotros los
acusados y decidimos pedir perdón a los que
hemos podido herir por nuestra culpa, nuestra
torpeza o nuestro error, solemos pensar que se
nos van a atribuir otras muchas faltas además
de las que realmente somos culpables. En ese
caso, hay que tener el coraje de aceptar pedir
perdón con conciencia del mal que uno ha
cometido. No hay que retroceder jamás ante
esta petición de perdón, porque cuando se
desatan las pasiones humanas, el perdón es el
único medio de calmarlas y de evitar
consecuencias todavía peores.

En mi vida tuve ocasión varias veces de


pedir perdón. Y a veces, en condiciones muy
difíciles. Y como todo el mundo, también hubo
ocasiones en que tuve que perdonar en
condiciones especialmente graves. Por ejemplo,
en el momento de la Liberación, fui a
testimoniar en favor de un hombre que me
había traicionado. A petición de su abogado,
acepté ir a explicar las circunstancias por las
cuales se había visto metido en el engranaje de
la delación. Mi testimonio le proporcionó las
circunstancias atenuantes que le salvaron de la
condena a muerte.
Este hombre era el autor de una gran obra,
una especie de enciclopedia sobre las
genealogías. Al llegar la ocupación alemana, se
desesperaba por no encontrar el papel de lujo
necesario para imprimir su siguiente volumen.
Entonces, se entrevistó con un tal G. de R., uno
de los jefes franceses de la Gestapo. Éste le
propuso que se adhiriese al club ario. «Allí
encontrará a la crema civil y militar del
ocupante y, juntos, encontraremos a algunos
aristócratas alemanes que serán sensibles a su
obra y le proporcionarán el papel que necesita».
Él aceptó, se adhirió al club, obtuvo su bello
papel y publicó su volumen.
Pero G. de R. le chantajeaba continuamente:
«Está usted en deuda con los alemanes y, por lo
tanto, tiene que utilizar sus relaciones de
funcionario para informarme de las actividades
de fulanito y menganito». Y bajo la presión del
miedo y del chantaje, este hombre traicionó. Era
amigo mío y conocía bien mis actividades en la
resistencia. Reveló mi falsa identidad. Y reveló
que, bajo esa falsa identidad, había ido a retirar
un Ausweis, un salvoconducto para participar en
pasos clandestinos en la frontera pirenaica. Fui
detenido, pero conseguí milagrosamente
escapar y, para no volverme loco, me embarqué
rumbo a Argel.
En la Liberación, acepté, pues, testimoniar
en favor de este hombre, explicando cómo había
sido obligado a entrar en tal engranaje.
Sorprendido al verme citado como testigo de la
defensa, el presidente del tribunal me
interrumpió: «Pero, padre, ¿ignora usted lo que
hemos encontrado bajo el suelo de la casa G. de
R. (que había escapado a Suiza)? Cientos de
pequeñas notas sobre usted, que le eran
cotidianamente remitidas por el procesado. Por
eso, fue usted detenido por la Gestapo y estuvo
usted a punto de ser ejecutado». Yo le contesté:
«Ya lo sé, señor presidente, pero, a título
personal, no tengo nada contra este hombre,
porque sé que siente amargamente su actitud y
que se dejó atrapar primero por su pasión y,
después, por su miedo». Al final, salió con tan
sólo cinco años de inhabilitación.

Evidentemente, el perdón no excluye la


justicia humana, como explicaré más adelante,
pero implica siempre una visión más amplia, un
elevarse por encima de las circunstancias, una
actitud que sólo puede vivirse en el amor. El
Evangelio nos proporciona un buen ejemplo de
esta superación de la justicia por el amor, un
buen ejemplo de lo que es el perdón a través de
la parábola del hijo pródigo:
«También les dijo:
—Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo
a su padre: "Padre, dame la parte de la herencia
que me corresponde". Y el padre les repartió el
patrimonio. A los pocos días, el hijo menor
recogió sus cosas, se marchó a un país lejano y
allí despilfarró toda su fortuna viviendo como
un libertino. Cuando lo había gastado todo,
sobrevino una gran carestía en aquella comarca,
y el muchacho comenzó a padecer necesidad.
Entonces fue a servir a casa de un hombre de
aquel país, quien le mandó a sus campos a
cuidar cerdos. Habría deseado llenar su
estómago con las algarrobas que comían los
cerdos, pero nadie se las daba. Entonces
recapacitó y se dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi
padre tienen pan de sobra, mientras que yo aquí
me muero de hambre! Me pondré en camino,
volveré a casa de mi padre y le diré: Padre, he
pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco
llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus
jornaleros". Se puso en camino y se fue a casa de
su padre. Cuando aún estaba lejos, su padre lo
vio y, profundamente conmovido, salió
corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió
de besos. El hijo empezó a decirle: "Padre, he
pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco
llamarme hijo tuyo". Pero el padre dijo a sus
criados: "Traed, en seguida, el mejor vestido y
ponédselo; ponedle también un anillo en la
mano y sandalias en los pies. Tomad el ternero
cebado, matadlo y celebremos un banquete de
fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha
vuelto a la vida, se había perdido y lo hemos
encontrado". Y se pusieron a celebrar la fiesta.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando
vino y se acercó a la casa, al oír la música y los
cantos, llamó a uno de los criados y le pregunto
qué era lo que pasaba. El criado le dijo: "Ha
vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el
ternero cebado, porque lo ha recobrado sano".
Él se enfadó y no quería entrar. Su padre salió a
persuadirlo, pero el hijo le contestó: "Hace ya
muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás
tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para
celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega
ese hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio
con prostitutas, y le matas el ternero cebado".
Pero el padre le respondió: "Hijo, tú estás
siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Pero
tenemos que alegrarnos y hacer fiesta, porque
este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a
la vida, estaba perdido y ha sido encontrado"».
(Lc 15)

Mi experiencia es que Dios es como el


padre del hijo pródigo. Un padre que siempre
ofrece el perdón, independientemente de cuáles
sean nuestras culpas y nuestros pecados. El ser
de Dios es como el aire que respiramos: un
estado de perdón permanente. El perdón es, en
cierto sentido, el aspecto maternal de Dios. Una
madre amorosa perdona siempre a su hijo.
Un célebre cuadro de Rembrandt
representa a un viejo que acoge al hijo pródigo
sollozando en sus brazos. Alguien me hizo
descubrir —y es algo que poca gente sabe— que
el pintor, al pintar los dos brazos del padre
sobre las espaldas del hijo pródigo arrodillado,
pintó voluntariamente un brazo masculino y
otro femenino. ¡Qué bonito! Este cuadro
recuerda que en la misericordia divina está
siempre presente la dimensión maternal.
Porque está claro que en Dios, a pesar de que
siempre se le represente como un padre, están
presentes todas las virtudes características de lo
masculino y de lo femenino. Cada vez que
abordo este tema con mujeres, veo brillar su
rostro. ¡Ellas siguen siendo a menudo, tanto en
la Iglesia como en la sociedad, consideradas
como la porción derivada de esta
representación exclusivamente masculina de
Dios!
Para entender cómo Dios nos ofrece
siempre su perdón, se puede recurrir a la
analogía de la luz. Para la física más avanzada
de nuestro tiempo, la luz es todavía una
desconocida. Nada la detiene o, al menos, sólo
se detiene en circunstancias muy especiales.
Pero en ausencia de este obstáculo, se difunde
sin interrupción. Pues lo mismo pasa con el
perdón: somos nosotros los que creamos el
obstáculo, los que edificamos el muro que
puede (provisionalmente) detener la luz.
Dado que Dios es esencialmente Amor, está
inclinado por naturaleza a perdonar. Por eso,
nunca nos condenará como si fuese un tribunal.
Es el hombre, por el pecado y por el orgullo, el
que se condena a sí mismo, el que se aparta
voluntariamente de la luz.
Cuando el hombre ha edificado con su
pecado un muro que impide pasar a los rayos
de luz, lo único que puede derrumbar ese muro
es el arrepentimiento. Porque Dios respeta
siempre la libertad humana. Si el hombre quiere
apartarse de su luz, Dios nunca le forzará a
cambiar de opinión. Sólo el arrepentimiento
sincero de su acto permite al hombre reanudar
la comunión con Dios y con los demás. En Dios,
el perdón es permanente y sólo espera la señal
del arrepentimiento o de la «contrición». Esta
palabra está cargada de sentido y, literalmente,
quiere decir: «guijarros rotos a golpes de
martillo». La Biblia nos da algunos ejemplos
magníficos de lo que es la contrición. Para mí, el
más llamativo de todos ellos es el del rey David
(II Samuel 11 y 12).
Mientras sus soldados están en el frente,
David se da a la buena vida y toma el sol en su
palacio. Desde su terraza descubre a una
bellísima mujer en la terraza de la casa de al
lado, Betsabé, que es la esposa de su general
Urías. David la desea y envía a un criado a
decirle que el rey la llama. Ella se presenta en
palacio y David la toma como amante. Poco
tiempo después, ella le hace saber que está
encinta. David, presa del pánico, hace venir a
Urías, el marido de Betsabé, desde el frente.
Cuando está en presencia del rey, éste le pide
noticias del frente y, después, le dice: «Pues
bien, ahora vete a descansar a tu casa». Pensaba
David que Urías se acostaría con su mujer y
que, por lo tanto, podría achacarle a él la
paternidad de su hijo. Pero Urías, en un gesto
admirable, le dice al rey: «¡Ni penséis en ello!
¿Iría yo a solazarme en el placer mientras que
mis soldados están en peligro? Nunca». Y se
quedó a dormir en la guarnición del palacio.
Entonces se produjo el colmo de los colmos,
lo peor de lo peor. El rey David vuelve a
convocar a Urías y le entrega un mensaje
secreto para que se lo lleve al general en jefe de
sus ejércitos. Y Urías lleva el mensaje del rey, en
el que está escrito: «Poned a Urías en primera
línea, en el punto más duro de la batalla, y
dejadlo solo para que lo hieran y muera». Y así
fue. Entonces David, el gran hipócrita, acoge a
la pobre viuda en su casa. ¡Algo abominable y
de un maquiavelismo espantoso!
Entonces interviene Natán, un profeta
enviado por Dios, que le cuenta al rey la
siguiente historia: «Había en una ciudad dos
hombres, uno rico y otro pobre. El rico tenía
muchas ovejas y vacas. El pobre no tenía nada
más que una cabra. La había criado, y había
crecido con él y con sus hijos; comía de su
bocado, bebía de su vaso y dormía en su seno;
era como una hija para él. Un día llegó un
huésped a casa del rico, y éste no quiso tomar
de sus ovejas ni de sus vacas para servir al
viajero, sino que robó al pobre la cabritilla y se
la sirvió al huésped». David se enfureció
muchísimo y dijo: «Hay que hacer justicia y
castigar a este hombre cruel». El profeta le
respondió: «¡Ese hombre eres tú! ¡Tu general
sólo tenía una esposa y tú tienes todo un harén!
¡Tú robaste su cabritilla e hiciste matar a Urías!»
Entonces, el corazón endurecido del rey se
abre a la gracia de Dios y toma conciencia del
horror de su acto. Tan grandes son sus
remordimientos que ayuna, reza sin cesar y
hace todo tipo de penitencias. Y Dios le perdona
su crimen atroz, porque su contrición es sincera.
El niño esperado no nacerá y David será, con el
paso del tiempo, el santo que todos conocemos,
el autor admirable de los salmos, el padre del
futuro rey Salomón (el segundo hijo que nació
de su unión con Betsabé).

En los evangelios pueden leerse numerosas


historias emocionantes que ilustran este doble
movimiento del perdón que Dios ofrece siempre
y de la contrición del hombre. También me
gusta mucho, por ejemplo, el encuentro de Jesús
con la mujer pecadora, quizás la futura santa
María Magdalena:
«Un fariseo invitó a Jesús a comer. Entró,
pues, Jesús en casa del fariseo y se sentó a la
mesa. En esto, una mujer, una pecadora pública,
al saber que Jesús estaba comiendo en casa del
fariseo, se presentó con un frasco de alabastro
lleno de perfume, se puso detrás de Jesús junto
a sus pies, y llorando comenzó a bañar con sus
lágrimas los pies de Jesús y a enjugárselos con
los cabellos de la cabeza, mientras se los besaba
y se los ungía con el perfume.
Al ver esto el fariseo que lo había invitado,
pensó para sus adentros: "Si éste fuera profeta,
sabría qué clase de mujer es la que lo está
tocando, pues en realidad es una pecadora".
Entonces Jesús tomó la palabra y le dijo:
—Simón, tengo que decirte una cosa.
Él replicó:
—Di, Maestro.
Jesús prosiguió:
—Un prestamista tenía dos deudores: uno
le debía quinientos denarios y el otro cincuenta.
Pero como no tenían para pagarle, les perdonó
la deuda a los dos. ¿Quién de ellos lo amará
más?
Simón respondió:
—Supongo que aquel a quien le perdonó
más.
Jesús le dijo:
—Así es.
Y volviéndose a la mujer, dijo a Simón:
—¿Ves a esta mujer? Cuando entré en tu
casa no me diste agua para lavarme los pies,
pero ella ha bañado mis pies con sus lágrimas y
los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el
beso de la paz, pero ésta, desde que entré, no ha
cesado de besar mis pies. No ungiste con aceite
mi cabeza, pero ésta ha ungido mis pies con
perfume. Te aseguro que si da tales muestras de
amor es que se le han perdonado sus muchos
pecados; en cambio, al que se le perdona poco,
mostrará poco amor.
Entonces dijo a la mujer:
—Tus pecados te son perdonados.
Los comensales se pusieron a pensar para
sus adentros: «¿Quién es éste que hasta perdona
los pecados?». Pero Jesús dijo a la mujer:
—Tu fe te ha salvado; vete en paz».
(Lc 7)

Jesús nos dice que le perdonó los pecados a


la mujer porque amó mucho. Es una dimensión
de la contrición: el amor se hace dueño del
corazón del hombre pecador y le hace reconocer
con dolor su pecado. Pero este texto nos dice
también que el perdón recibido hace crecer el
amor todavía más: «Al que se le perdona poco,
mostrará poco amor». El amor envuelve, pues,
el acto de la petición de perdón: se pide perdón
porque se ama y se ama todavía más porque
uno se siente perdonado.
Nunca olvidaré, al respecto, la siguiente
anécdota. Yo tenía quince años y era, desde
hacía poco tiempo, el jefe de una patrulla scout.
Vivíamos en Lyon y disponíamos, a diez
kilómetros de la ciudad, a las orillas del
Ródano, de una residencia rodeada de un gran
jardín, donde pasábamos las vacaciones. Había
unos veinte minutos en tren para llegar allí.
Aunque, a veces, también íbamos en bicicleta.
Un domingo, en el momento de coger el tren,
les dije a mis padres: «No puedo ir a Irigny
porque a las cinco tengo una reunión de
patrulla y ya no podré volver a tiempo». Mi
hermano mayor, a pesar de estar un poco
pachucho, me dijo: «Yo iré en bici, tú vete en
tren y coges la bici para volver a tu reunión de
patrulla». Me fui, pues, a la estación para coger
el tren con mis hermanos y hermanas, cuando
llegó otro de mis hermanos, tarde, corriendo
para coger el tren, y me dijo: «Emmanuel no
puede venir, no se encuentra bien».
Entonces cogí un enfado monumental. Me
bajé del tren, tiré mi billete y volví a casa,
absolutamente enfurecido contra mi hermano
enfermo. Profundamente imbuido de mi
importancia de jefe de patrulla, le dije a mi
hermano una serie de frases malintencionadas e
injustas y le dejé dando un portazo, para ir a
encerrarme en mi habitación a hacer mis
deberes.
Pero no conseguí concentrarme. Estaba
totalmente invadido por el arrepentimiento, por
la vergüenza de haber sido tan malo con mi
hermano enfermo que, por otra parte, sabía que
había sido totalmente sincero cuando dijo: «Yo
te llevaré la bici». En mi interior se produjo una
fuerte lucha, hasta el momento en que dejé mis
deberes, llamé a la puerta de su habitación y le
pedí perdón. Seguro que para mi hermano el
asunto pasó sin pena ni gloria y quizá ni se
acuerde de él. Pero para mí es un recuerdo
imborrable.
A veces, hay en la vida pequeños
acontecimientos de este tipo que parecen
irrisorios vistos desde el exterior, pero que
pueden transformar o iluminar el corazón de un
hombre. De hecho, yo era otro hombre cuando
nos abrazamos. Le dejé en su habitación y volví
a hacer mis deberes. Pero ya no era el mismo de
antes. Algo había cambiado en mi interior.
Estaba sumido en esa especie de alegría que,
estoy completamente seguro, es el encuentro
con Dios. Saboreaba lo bonito que es amar y
haber sido capaz de hacer cicatrizar la herida
que había podido causarle.
El perdón dado y recibido hace crecer el
amor y le proporciona a nuestro corazón una
alegría incomparable.

Existe otra dimensión del perdón que nos


enseña Jesús en el Evangelio a través de este
pasaje conmovedor de la mujer sorprendida en
flagrante delito de adulterio.
«Jesús se fue al monte de los Olivos. Por la
mañana temprano volvió al templo y toda la
gente se reunió en torno a él. Jesús se sentó y
les enseñaba. En esto, los maestros de la ley y
los fariseos se presentaron con una mujer que
había sido sorprendida en adulterio. La
pusieron en medio de todos y preguntaron a
Jesús:
—Maestro, esta mujer ha sido sorprendida
cometiendo adulterio. En la ley de Moisés se
manda que tales mujeres deben morir
apedreadas. ¿Tú que dices?
La pregunta iba con mala intención, pues
querían encontrar un motivo para acusarlo.
Jesús se inclinó y se puso a escribir con el dedo
en el suelo. Como ellos seguían presionando
con aquella cuestión, Jesús se incorporó y les
dijo:
—Aquel de vosotros que no tenga pecado,
puede tirarle la primera piedra.
Después se inclinó de nuevo y siguió
escribiendo en la tierra.
Al oír esto se marcharon uno tras otro,
comenzando por los más viejos, y dejaron solo
a Jesús con la mujer, que continuaba allí delante
de él. Jesús se incorporó y le preguntó:
—¿Dónde están? ¿Ninguno de ellos se ha
atrevido a condenarte?
Ella contestó:
—Ninguno, Señor.
Entonces Jesús añadió:
—Tampoco yo te condeno. Puedes irte y no
vuelvas a pecar.
(Jn 8)

Jesús quiere mostramos que ningún hombre


es lo bastante puro y lo bastante perfecto para
juzgar a otro. Sólo Dios puede juzgar y
condenar a un pecador. Pero como Dios es sólo
Amor, ofrecerá siempre su perdón al que se
arrepienta sinceramente de su falta.
Para Dios no hay nada imperdonable, ni
siquiera los crímenes más odiosos. Jamás
podremos sondear lo profundo de los corazones
y saber qué es lo que conduce a un hombre a
cometer un crimen. Las razones pueden ser
pasionales (como en el caso de Georges, mi
primer compañero de Emaús). También pueden
proceder de una enfermedad mental o de un
ambiente familiar que condicionó a uno de sus
miembros a actuar con violencia.
En cierto sentido, los recientes avances del
psicoanálisis nos permiten comprender mejor
estas palabras de Cristo: «No juzguéis». ¿Cuál
es el grado de responsabilidad de un individuo
que comete una falta? Sólo Dios lo sabe.
Pienso a menudo en las palabras de Cristo
en la cruz: «Padre, perdónales, porque no saben
lo que hacen». Estuve recientemente en Belfast,
donde un niño fue asesinado por una bala
perdida (como suele decirse) cuando iba en el
coche de su padre, camino de la escuela. Al
momento, una multitud se reunió en torno al
coche. Hubiera bastado cualquier cosa para que
aquel polvorín contenido estallase y se
plasmase en represalias. Pero el padre, un
heroico cristiano, saliendo de su coche con su
niño muerto en brazos sólo decía: «Perdónenles,
no saben lo que hacen». Palabras como éstas no
tienen medida ni límite.
Eso no significa, por otro lado, que el
crimen deba quedar impune y que no tenga que
haber justicia humana. Al contrario, se trata de
ser despiadado ante el crimen. Que se tomen
medidas, que se instauren tribunales
internacionales para sancionar, sobre todo, los
crímenes de los genocidas o el tráfico de niños
para la explotación sexual. Por otro lado, es
necesario también colocar a los enfermos
mentales a buen recaudo, donde no puedan
perjudicar a los demás. Pero para emitir un
juicio moral válido sobre las personas culpables
de tales crímenes habría que tener el tiempo de
conocer todo su pasado. ¿Cómo pueden llegar a
cometer tales monstruosidades? No juzguemos
a las personas. Pero repito que hay que poner
los medios para colocarlos en lugar seguro: el
deber de una sociedad es, ante todo, proteger a
sus miembros más débiles.
Recuerdo, a este respecto, un ejemplo que
para mí sigue siendo extremadamente
dramático. El de Tho Morel, del que ya hablé
con motivo de mi profesión monacal. Tho Morel
se convirtió, durante la guerra, en jefe de la
resistencia del maquis de Glières. Ex instructor
de Saint-Cyr, había lanzado, junto a algunos
otros oficiales de la Escuela, un llamamiento a
sus antiguos alumnos: «Ha llegado el momento
de formar un ejército para hostigar a las tropas
alemanas cuando llegue la hora del
desembarco». Como campo de operaciones
había elegido esas montañas que conocía bien.
Un día se descubrió que uno de los voluntarios
era un miliciano encargado de espiar a la
resistencia. De vez en cuando se le veía
desaparecer durante la noche. Siguiéndole, sus
compañeros descubrieron que había escondido
un aparato de radio en el bosque y que se
comunicaba diariamente con la milicia del valle.
De acuerdo con la ley militar, fue juzgado por
traición y condenado a ser ejecutado al día
siguiente. Presidiendo el tribunal militar que
condenó a muerte al espía estaba Tho Morel.
Tras dictar la sentencia, Tho Morel decidió
visitar al condenado, para tratar de entender los
motivos de su acto. Y en el curso de la
conversación descubrió que era creyente y que
había entrado en la milicia para proteger al
mundo del comunismo, etc. Entonces, Tho
Morel pasó la noche rezando con aquel soldado
al que acababa de condenar y al que iba a
ejecutar al día siguiente.
El perdón no hace menoscabo alguno al
ejercicio de la justicia humana, ya que estos dos
ámbitos de la realidad no son incompatibles.
Unas semanas después, Tho Morel fue
asesinado en una odiosa trampa que le tendió
uno de sus amigos.

Me gustaría terminar con una pequeña


anécdota que, tras su aspecto ingenuo, muestra
claramente que el perdón es el fundamento
último de la esperanza. Un matrimonio festeja
el decimoquinto aniversario de su boda. Sus tres
hijos les preparan, para la ocasión, una pequeña
obrita de teatro. La primera en salir a escena es
la joven hija, vestida con un bellísimo vestido
blanco y dos mantas sobre la espalda, una gris y
la otra negra. Después aparecen los dos chicos
pequeños, hablando entre ellos: «Hace ahora
dos o tres años que papá y mamá han muerto y
todavía no tenemos noticias de ellos, no
sabemos dónde están. Tenemos que intentar
buscarlos. ¿Dónde crees tú que pueden estar?»,
pregunta uno de ellos. El otro le contesta: «Papá
se enfadaba a menudo y mamá era muy golosa:
posiblemente estén en el infierno». Se van, pues,
a llamar a la puerta del diablo, que no es otro
que la chica de las dos mantas. «Señor Satanás,
¿no tendrá entre sus inquilinos al señor y a la
señora X? Somos sus hijos y hace tiempo que no
tenemos noticias suyas». Satanás va a
comprobar sus archivos y vuelve furioso:
«Marchaos inmediatamente de aquí. Me habéis
hecho perder mi precioso tiempo. Los señores X
no están en mi casa». La chica se quita la manta
negra. Entonces los chavales se dicen: «Quizá el
buen Dios haya pensado que los enfados de
papá y la glotonería de mamá no fuesen
demasiado graves. Vayamos a ver si están en el
purgatorio».
Y llaman a la puerta del purgatorio: «Señor
ángel, ¿no estarán entre sus inquilinos el señor y
la señora X? Somos sus hijos y hace tiempo que
no tenemos noticias suyas». El ángel, solícito, va
a consultar sus registros, vuelve y dice: «Lo
siento, pero no los encuentro. No están aquí el
señor y la señora X». Los chicos vuelven a
preguntarse: «¿Dónde pueden estar?». El ángel
les dice: «Pues, en el cielo o en el infierno». «En
el infierno, no, porque acabamos de estar allí».
«¡Id, pues, al cielo!»
Y los chavales llegan al cielo: «San Pedro,
¿no estarán aquí el señor y la señora X?». San
Pedro se va con paso lento a mirar en su
ordenador, vuelve y les dice: «Claro que sí, la
familia X está aquí». Y añade: «Sí, porque
perdonaban». Entonces, la chica se quitó la
manta gris y su vestido blanco resplandecía
como la nieve.
Esta pequeña escenificación de la que fui
testigo me conmovió profundamente. A través
de su sencillez, estos niños habían entendido el
corazón del Evangelio y probablemente lo
esencial de toda religión seria: la vida es
Esperanza y la cumbre de la Esperanza es la
certeza de que Dios, el Todopoderoso, el objeto
de mi amor es perdón. Y que todo les es
perdonado a los que saben perdonar.
ÍNDICE

PRÓLOGO
PRIMERA PARTE ÁGUILAS HERIDAS
I
II
III
IV
V
VI
SEGUNDA PARTE CERTEZAS DEL INCOGNOSCIBLE
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
TERCERA PARTE HACIA EL ENCUENTRO
I
II
III
IV
V
VI
ÍNDICE

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