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El panadero

Un relato para la antología Iridiscencia.

Eduardo Norte
© de la obra: Eduardo Norte, 2018.
norteedu@gmail.com
@EduNorte_
Ilustración y portada: Gema Martínez.
Relato solo disponible para Lektu. Cualquier forma de reproducción, distribución,
comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada
con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por ley.
Para Lulu, Rafa, Manu, Jorge y el resto del jurado de Iridiscencia.
Gracias por luchar.

Para Eleazar, por su ayuda, su entrega y su pasión.


Divorce me, untie or break that knot again.
Take me to you, imprison me, for I,
Except you enthrall me, never shall be free,
Nor ever chaste, except you ravish me.

Batter my heart, John Donne.


Venía todos los días a la misma hora. A las dos en punto, con la puntualidad de
un inglés, las puertas de la panadería hacían tintinear la campanilla que avisaba
cuando entraba alguien. Daba igual que no estuviera mirando a la puerta, o que
estuviera en la cocina: sabía que iba a ser él. La estancia se llenaba de un olor
especial cuando entraba, una fragancia animal y salvaje que nada tenía que ver
con las colonias.
Se quitaba uno de los auriculares, sonreía y pedía un menú del día.
Obediente, yo metía en una bolsa de plástico una fiambrera con una generosa
ración de comida, una hogaza de pan pequeñita, y una botella de agua. Me daba
el dinero, siempre justo, y antes de que terminase de meterlo en la caja
registradora ya se había despedido y marchado. El tañido de la campanilla
tintineaba en el aire, con su olor, hasta que se desvanecían. El mismo ritual se
repetía todos los días.
Recuerdo la primera vez que entró. Yo estaba colocando unos pasteles en el
mostrador de la entrada, y recuerdo olerle antes de verle. Vestía una chaqueta
de cuero marrón, la misma que vestía siempre, y una camisa roja a cuadros. Los
pantalones apretados marcando sus muslos, sus piernas estilizadas que más
que caminar acariciaban el suelo. Sé que me quedé colgado antes de reaccionar
a su pedido.
Aquel día no pidió menú. Solo un cortado y un cruasán que se tomó sentado
en la barra mientras leía algo en su teléfono con los auriculares puestos. Intenté
no mirarle, pero se me hizo imposible. Le lanzaba miradas fugaces mientras
seguía colocando pasteles en el mostrador, distraído, maldito, incapaz de hacer
mi trabajo concentrado nunca más. Al cabo de un rato, se fue sin pagar. Había
quedado tan anonadado por su presencia que ni si quiera reparé en ello. No le
di importancia. Le invitaría a cuantos cafés quisiera con tal de que volviera,
habría dado lo que fuera con tal de que volviera.
Volvió a las dos horas. De nuevo la campana, de nuevo el olor, de nuevo la
luz. Volvió riendo.
—No te he pagado antes, ¿verdad? —Carcajada. Fresca, limpia. Reí con él—
. Perdona, no sé dónde tengo la cabeza, ¿cuánto era?
Se lo dije, me pagó, pidió perdón de nuevo y se marchó. Yo me quedé
mirando a la puerta con la sonrisa paralizada, muerta. Quería más.
Estuvo trece días sin volver. En ese tiempo pude pensar en él, pude
imaginarme qué clase de vida llevaba, a qué se dedicaba, cómo gastaba su
tiempo. Especulaba como un idiota cada segundo que el día me daba. No vestía
de traje, así que seguro que no se dedicaba a los negocios. No debía tener más
de treinta años. Veinticinco, como mucho. Debía de ser estudiante de la
universidad. El campus no estaba muy lejos de la panadería. O tal vez fuera un
nuevo vecino… No, le habría visto más a menudo. Solo había venido a tomar
café, una vez. Solo estaba de paso, seguramente. Pero ese día volvió: volvió a
pagar el café porque se había olvidado al cabo de unas horas. Eso significaba
que trabajaba o estudiaba cerca. Si estaba solo de paso, no habría vuelto a pagar
tres euros de un café y un cruasán. Nadie lo habría hecho.
Quise dejar de pensar en él, convencerme de que no iba a volver. ¿De qué
me servía todo aquello? Quedarme despierto por las noches, mirar todo el rato
a la puerta de la panadería, sobresaltarme cada vez que escuchaba la campana.
Era una obsesión malsana, estúpida, ridícula. Una obsesión que conocía bien.
Ø
Volvió al cabo de un mes. Como si nada. Pidió el menú del día que se convertiría
en habitual y se marchó como había venido. No quise hacerme ilusiones, pero
tampoco pude detener las cábalas de mi imaginación. ¿Había estado de
vacaciones? ¿Se acababa de mudar pero todavía no tenía la mudanza
terminada? ¿Visitaba a algún amigo de forma eventual? Pensaba en su nombre,
su trabajo, sus aficiones, su familia, sus sueños. Quería saberlo, tenerlo todo de
él, y estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario.
La próxima vez que vino me guardé una de sus monedas. Al llegar a casa
mezclé agua con pétalos de rosa, azafrán, cardamomo y tierra, lo herví todo,
dejé que reposara con la moneda dentro y volví a hervirlo. Pese a mis esfuerzos
y mis repetidos intentos, el hechizo no funcionó. Ha pasado por demasiadas
manos, me dije. Aquel inútil hechizo era de los pocos que el candado me permitía
hacer.
Él volvía, y volvía, y volvía. Todos los días. Un menú y hasta pronto. Yo quería
alcanzarle, pero era imposible. El mostrador de la panadería se convertía en una
barrera infranqueable que nos separaba de manera trágica. Me limitaba a
amasar el pan con cariño y cuidado, el pan que sabía que era para él. Me besaba
los dedos y los colocaba sobre la masa de su pan como si fuera su mejilla, su
frente o sus pies. Dedicaba cada segundo, horas enteras a pensar planes
absurdos para llegar a él. Releía los libros de hechizos de la Universidade en
busca de algo que me pudiera de servir, sin éxito. Yo, que además de cobarde,
era un mago castrado.
Llegue a asumir que era imposible, que estaba condenado. Todos los días
habría de venir por la panadería a recoger su menú, y todos los días habría de
verle marchar. Ese, y no el exilio, no el candado de magia, era mi castigo. Puede
ser que lo hayan mandado para castigarme.
Ø
Le llamé Valor. No tenía forma de saber su nombre, de modo que me lo inventé.
Valor. Lo que me faltaba, lo que me faltó entonces, lo que necesitaba. Lo que un
día me sobró. Me parecía hermoso y sincero bautizarle de aquella forma. Cada
vez que venía a por su menú, yo respondía en mi cabeza: aquí tienes, Valor;
gracias, Valor; hasta pronto, Valor. Se me llenaba con su nombre, lo llamaba en
mi casa, en la ducha, en la calle, en el trabajo. En la cama. Lo llamaba siempre,
pero sobre todo en la cama. Cuando ya era tarde y mi cuerpo, no mi cabeza,
pedía un descanso, pronunciaba su nombre en voz bajita contra las sábanas
hasta dormirme. Me imaginaba que susurraba en su oído y no al látex, que
abrazaba su cuerpo y no la almohada. Besaba la tela soñando con su boca, la
acariciaba pensando en su piel. Y siempre soñaba con él. Nos conocíamos, me
invitaba a un café, o una cerveza, me besaba, me llevaba a su casa. Valor, te
quiero, acababa diciendo siempre. Todo iba bien cuando dormía.
Al despertar lloraba. No me ponía triste pensar en Valor, pero me recordaba
a Bacus. De alguna manera, todo lo que estaba viviendo con Valor me recordaba
de manera cruel a lo que viví con él. Y yo no quería pensar en Bacus. Pensar en
Bacus me hacía llorar.
Ø
Mis habilidades mágicas siempre han sido mediocres incluso antes de la
expulsión. Al poco de entrar en la Universidade me gané el título de palurdo. En
clase no hacía nada a derechas: ni hechizos, ni pociones, ni amistades. Y por
más que yo lo intentaba, no hacía más que acumular suspensos. En las clases
teóricas rara vez lograba seguir el ritmo de las explicaciones; me perdía en el
galimatías de fórmulas y símbolos dibujados en la pizarra; mis apuntes, si los
había, se convertían en jeroglíficos indescifrables; a menudo acababa con la
cabeza en las nubes o sobre el pupitre. Pero al menos me limitaba a ser un
elemento pasivo, al contrario que en las clases prácticas. Las clases prácticas
eran una pesadilla, porque mis hechizos y demostraciones (siempre erróneas,
siempre fatales) estaban a la vista de todos. Para mis compañeros era bastante
entretenido verme quemar el pelo a alguien, explotar una silla o transformarme
en gusano. Para mí, eran la demostración constante y pública de mi estupidez.
Las invocaciones, sin embargo, se me daban bien. Mejor que a nadie.
Nunca tuve ningún problema invocando espíritus elementales o demonios
menores. De hecho, acostumbraba a llevarme mejor con ellos que con los
seres humanos. La profesora Minerva estaba impresionada, siempre contenta
con mi progreso.
—No puedo entender cómo te va tan mal en otras materias, Carlo.
Yo me encogía de hombros. Tampoco lo entendía.
Ø
La primera vez que le vi fuera de la panadería fue en mi academia de inglés.
Como la primera vez que le vi, se detuvo el mundo. Me quedé en blanco y abrí
mucho los ojos. Era extraño y ajeno, algo que no pertenecía ahí.
Me dijo algo y sonrió. Ni si quiera le entendí. Supuse que sería un saludo
estándar. Sonreí a su vez, murmuré algo, y como empujado por una fuerza
sobrehumana, me marché. En la calle llovía.
Maldije de camino a casa.
Has sido un estúpido, un estúpido, Carlo. Cómo se te ocurre, era tu
oportunidad, la has echado a perder. Estúpido. Inútil.
Latigazos mentales mientras andaba por debajo de las cornisas para no
mojarme. Iba llorando. Pensé en volver y fingir que me había olvidado algo, pero
qué sentido tendría. Ya se habría marchado. Solo me quedaba el
arrepentimiento... y los reproches. Me acompañaron el resto del día, hasta que
me dormí, junto con las elucubraciones de qué estaba haciendo Valor en mi
academia. ¿Era un estudiante? ¿Un profesor? ¿Haciendo algún recado? Yo solo
respondí a esa pregunta. La historia mental que tenía respecto a él cambió en
concordancia.
Al día siguiente, mientras desayunaba con prisas antes de entrar a trabajar,
decidí remediar mi error. Valor volvería aquella mañana a por su menú. Esta vez
no me limitaría a la conversación mecánica: le preguntaría qué estaba haciendo
en la academia. Le preguntaría su nombre. Daría un primer paso, él daría el
segundo. Estuve repitiéndome las mismas palabras desde que salí de casa. Qué
casualidad lo de la academia, ¿no? Se lo diría mientras metía la fiambrera
desechable con su comida en una bolsa, antes de que me diese el dinero. Él me
daría una respuesta ingeniosa, yo me relajaría, a partir de entonces, todo iría
bien. Todo iría bien. No tendría que usar la magia.
Ø
De la Universidade me expulsaron por amor. No oficialmente, claro. En los
registros pone algo diferente. Pero todo lo que hice, la verdadera razón de mi
expulsión, fue porque quise demasiado a alguien como para cometer
estupideces. La primera vez que le besé me di cuenta de que sería capaz de
hacer cualquier cosa por él. Supongo que él también se dio cuenta.
Nos conocimos en clase de Transformaciones. Fui la primera persona a la
que preguntó en clase, y fue entonces, cuando me llamó por nombre y
apellidos, cuando nuestras miradas se encontraron por primera vez. Entonces
supe que estaba perdido.
Era el profesor más joven del departamento, siempre a la sombra de algún
catedralicio. Su nombre era Bacus. Al acabar la tesis, le contrataron en la
Universidade por la buena relación que tenía con el catedralicio de turno y por
su (decía él) su brillante expediente. Llevaba tres años trabajando allí y estaba
muy contento. Disfrutaba especialmente de la relación con los alumnos, me
reveló.
—Aunque no me gusta mucho como está el sistema —me dijo, en una de
nuestras reuniones secretas en su despacho. Parecía enfadado—. Y no gano
mucho.
—¿Cuánto es eso?
—No mucho. —Calló durante un rato. Me mordí el labio por dentro,
pensando que había metido la pata con la pregunta. Al rato, murmuró—: 325
puntas.
Abrí la boca, sorprendido. Era poquísimo. Le dije que aquello era una
miseria y él asintió.
—Si saliese una plaza, y me cogiesen, ganaría mucho más. Pero ya
sabes… los profesores catedralicios tienen esa manía de no morirse. —Sonrió.
Todo lo que hice lo hice por esa sonrisa. Y ahora, tiempo después, creo que
volvería a hacerlo.
Sí, sin duda volvería a hacerlo.
Ø
—Qué casualidad lo de la academia, ¿no?
Pronuncié a aquellas palabras con los ojos clavados en la bolsa en la que
estaba metiendo el menú. Valor estaba frente a mí, con las monedas en la mano,
dispuesto a pagar, despedirse y marcharse. Traté de mirarle a los ojos mientras
se lo decía, pero fui incapaz.
—Sí, la verdad —respondió. Pensé que se iba a quedar ahí la conversación,
ya estaba empezando a desear meterme en la bolsa yo también cuando
continuó—: Es que estoy allí de prácticas.
Alcé la vista, como movido por un resorte. De prácticas, claro. Ni trabajando
ni estudiando. ¿Cómo no se me había ocurrido? Nos miramos a los ojos. Él
sonreía, y no pude evitar sonreír también. Una sensación cálida me recorrió el
estómago, como si me hubieran encendido un mechero en las tripas. Ensanché
mi sonrisa.
—Ah, eso está muy bien. Porque si ven que lo haces bien a lo mejor con
suerte te quedas.
Se pasó una mano por la melena y se rascó la nuca, cerrando un ojo.
—Bueno, no estoy seguro de que esto sea para mí. Hay muchos niños en la
academia y… no son lo mío.
No terminé de meter la comida en la bolsa a propósito. Sabía que la
conversación acabaría justo después.
—¿Y eso?
—¿Has visto a esos niños? Son demonios. Están en la academia porque los
padres no los aguantan.
Rio, y yo reí con él. Aunque no fuera nada gracioso.
—Sí, vienen por la panadería de vez en cuando. No hay quien los aguante.
—Pues imagínate tenerlos en el aula. No hay manera. Por cierto, ¿tú estudias
en la academia?
Me dio un vuelco al corazón al ver que me preguntaba algo directamente.
Cambié el peso de una pierna a la otra para que no notase los nervios.
—¡Sí! —respondí, tal vez con demasiada intensidad—. Empecé hace unas
semanas, clases de alemán. Quería probar algo nuevo.
—Eso está muy bien, los idiomas son el futuro.
Calló entonces, y se sobrevino un pesado silencio, el tipo de silencio que
indica que ya no caben más palabras en la habitación.
Carraspeé, cogí el pan que con tanto cariño había preparado para él, lo metí
en la bolsa con cuidado y se lo di todo por encima del mostrador. Él sonrió y me
dio las gracias mientras me entregaba el dinero justo.
—Bueno, nos vemos en la academia —se despidió.
Antes de que me diera tiempo a decir algo ya se había marchado.
Ø
Él nunca me pidió que lo hiciera. Era demasiado inteligente para ello. A penas
lo sugirió un momento, como una tontería. Una locura que nadie, nunca, bajo
ningún concepto debería hacer. Pero él sabía lo que yo sentía. No solo se lo
había dicho claramente: se lo demostraba día a día. En cada beso, en mi
mirada, en mi actitud. La misma actitud obsesa, paralizante y maldita que
mostraba con Valor. Pero Bacus era mucho más espabilado que Valor, porque
él supo leer a través de la piel, manipular lo que había dentro y utilizarlo a su
favor.
Por eso, cuando hice lo que hice, estaba convencido de que lo estaba
haciendo porque yo quería. Ahora lo entiendo todo mejor.
Cuando se reveló todo el escandalo vino a verme una vez, me dijo que
estaba loco, que qué había hecho, que me iban a expulsar… pero me dijo
también que me quería, que nunca me estaría lo suficientemente agradecido, y
me besó y me abrazó. Jugó muy bien sus cartas.
Después del juicio y mi condena al exilio nos vimos una vez más. Hablamos
de mi exilio, me dijo que haría todo lo posible por volverme a ver y tener una
relación normal. Me lo prometió. Después me dio un beso y se esfumó. No
volví a verle nunca, ni supe nada de él.
—Nos vemos pronto, ¿vale? —me dijo. Y susurró—: Te quiero, Carlo.
Parecía genuinamente triste cuando lo dijo. De verdad parecía que haría
todo lo posible por estar en contacto conmigo, que se saltaría las restricciones
del exilio, que sentía mucho todo aquello. En aquel momento no parecía
mentira. Durante mucho tiempo esperé a que se pusiese en contacto conmigo
de alguna forma. Cuando me cansé de esperar intenté ponerme yo en contacto
con él, sin éxito.
Supuse que habría conseguido una plaza en la Universidade. Traté de
alegrarme por él, porque sabía que era lo que había querido siempre. Pero tal
vez por esa misma razón solo sentía una pesada amargura.
Yo ya estaba trabajando en la panadería para entonces.
Ø
Después de aquello dejó de venir.
El primer día que no apareció hacía una mañana espléndida. Era ya casi
primevera y el sol brilla con la promesa de un verano caluroso. Yo esperaba
como un tonto paseando por la trastienda, esperando su llegada como cada día,
con la esperanza de poder hablar un poquito más. Pero los minutos pasaban y
pasaban, dieron las tres y Valor no llegó.
Bueno, pensé. Se habrá puesto malo.
Al día siguiente no llegó tampoco, ni al siguiente. Hice cuentas de cuánto
suelen durar unas prácticas en la universidad, incluso busqué la asignatura en la
página web, y calculé las horas que debía llevar desde que venía a la panadería.
Concluí que se había terminado. No iba a volver más. Me sorprendí llorando en
el baño cuando descubrí aquello. Al levantar la vista me di de bruces con mi
reflejo inundado en lágrimas.
Recordé a Bacus, quizás por la fuerte sensación de estar viviendo lo mismo
de nuevo.
Y no podía pensar en Bacus.
Al llegar a casa desempolvé el viejo libro de hechizos que robé de la
Universidade, el único resquicio de magia que me quedaba, y busqué como loco
cualquier cosa que me pudiera servir. Ignoré la condena y la ley de límite de
magia usada para exiliados que pesaba sobre mí: haría todo lo posible por
recuperar a Valor y afrontaría las consecuencias. De otra forma, mi vida no tenía
sentido.
Pasaba las páginas con furia, apenas leyendo su contenido, todavía incapaz,
reacio, a dejar de pensar en Valor. Estaba enfadado, conmigo y con él. Con él
porque, a pesar de lo que habíamos vivido, ni siquiera se había dignado a
despedirse; por mentirme como lo hizo y por utilizarme; porque no le había
importado lo más mínimo lo que pudiera pasarme después; porque ya no me
quería y tal vez nunca lo hubiera hecho…
Y conmigo, porque era consciente que mis fantasías me habían superado, y
porque sabía que llegado a ese punto, solo me quedaba rendirme a mis delirios.
Ø
No me arrepiento de nada de lo que hice porque todo lo que hice lo hice por él.
Él, maldita sea, él. Quien debería arrepentirse, quien tendría que pagar, quien
tendría que haberse exiliado, a quien tendrían que haber despojado de su
magia, quien tendría que haber visto su vida entera arder con sus sueños. No
yo. Por eso no sentía remordimientos; solo había furia. De él solo me quedaba
su recuerdo, y a su recuerdo le grité todo lo guardado. Contra esa imagen suya
alojada en mi cabeza acabé arrojando toda mi rabia, contra una imagen
ingrávida que al final era yo mismo. Lo que creía que era un acto de venganza
no fue más que una sesión continuada de autoflagelación: yo creía que le
gritaba a él, pero solo yo escuchaba mis gritos; creí que le golpeaba a él, pero
era mi carne la que sangraba. El tiempo pasaba y solo yo salía herido, en
completa soledad.
Siempre soñaba con lo mismo y siempre despertaba gritando, porque
siempre estaba él en mis sueños, o no estaba, y ambas posibilidades eran
pesadillas. De esa forma, mi vida se convirtió en un infierno.
Aun así, los remordimientos no me alcanzaron. La rabia se fue templando
hasta dejar un poso de dolor, amargura y recuerdo. El recuerdo quedaba
siempre.
Ø
Ya había invocado a un demonio antes. Ahora sería mucho más fácil. Los
demonios suelen acordarse de ti. Si has trabajado bien con ellos una primera
vez, están dispuestos a volver una segunda, o una tercera. Así es mucho más
fácil para ellos.
Yo trabajé bien la primera vez. Cumplí mi parte del trato, hice lo que tenía
que hacer. Pagué mi precio para obtener el favor del demonio y el demonio hizo
bien su trabajo. Al final no salió todo según lo previsto (el plan original no incluía
que me expulsasen), pero el demonio no tuvo ninguna queja conmigo. Yo hice
lo que tenía que hacer, él hizo lo propio. Yo pagué las consecuencias por la
invocación.
El trabajo que le daría al demonio esta vez sería mucho más sencillo. Aunque
el primer trabajo que le di tampoco resultase muy difícil para sus manos rojas y
humeantes.
Era de madrugada, la mejor hora para invocar a un demonio. En casa tenía
lo necesario: la tiza, las velas, el romero, y el cuenco de agua. Aparté los muebles
del salón para hacer hueco y dibujé un pentáculo en el suelo con la tiza. Tuve
que rehacerlo con una regla grande que guardaba en un cajón. Debía ser
perfectamente simétrico. Me llevó un rato. Después coloqué una vela encendida
en cada punta y el romero en el centro de la estrella. Entonces cogí el libro, cerré
los ojos, respiré hondo y empecé a recitar.
Estaba nervioso. Temblaba. Se me agolpaban las palabras en la boca y
estallaban como petardos mojados, torpes y mudas. Pensaba en Valor, en
Bacus, en las consecuencias de lo que estaba haciendo. Pensaba en el tiempo
que tendría una vez apareciese el demonio.
Salió a la cuarta vez, después de respirar hondo y relajarme. El romero se
prendió, el salón se fue llenando de humo y con él, de su fragancia. De pronto,
la habitación se oscureció un poco, aunque ninguna de las luces se hubiera
apagado. Del fino hilillo de humo que expulsaba el romero surgió una figura
deforme y oscura hecha de sombras. El humo negro se tiñó de rojo, a la forma
le crecieron manos y cuernos, y una sonrisa blanca, desproporcionada,
manierista, apareció sobre la figura de sangre. Aparecieron también dos ojos,
cuencas vacías del tamaño de pelotas de tenis, que parecían sonreír de la misma
forma que su grotesca boca. Cuando habló, lo hizo con una voz que más que
voz parecía rugido.
—Tiempo sin vernos. —La criatura se movió como pudo dentro del
pentágono. Paseó los ojos por la estancia y la curva de su rostro se acentuó—.
Veo que no salió bien.
Parpadeé varias veces y respiré hondo antes de responder. No quería que
notase mi miedo.
—No salió bien.
El demonio sonrió más. Me obligué a no dejar de mirar.
—Lo lamento. —Volvió a moverse dentro del pentágono, esta vez intentó
propasar sus límites, sin éxito. El fuego y la tiza lo mantuvieron en sitio—. Una
buena jaula, no has perdido tus facultades como invocador.
Le ignoré. A los demonios les gusta alabarte para que te confíes y puedan
utilizarte mejor.
—Necesito que trabajes para mí. Y no tengo mucho tiempo para tonterías.
La criatura expulsó una suerte de carcajada, agrietada y bulbosa, que me
provocó un escalofrío.
—Te han puesto un límite, ¿verdad? Y esto lo propasa. Debe ser algo muy
importante para ti, entonces.
Pensé en Valor entrando en la tienda, la última vez que hablamos. Estuve a
punto de sonreír, a la sombra de su recuerdo, pero uno no puede sonreír con un
demonio delante.
—Sí. Necesito toda la información que puedas darme sobra una persona.
Otra carcajada.
—¿Otra vez ese profesor? He oído que está metido en algo turbio contra el
Gobierno, algo de…
Levanté la mano para hacerle callar. Lo más difícil que hice aquella noche.
Solo debía pensar en Valor. En Valor.
—Es otra persona. ¿Vas a ayudarme o no? Sabes que estoy dispuesto a
pagar.
La criatura de humo rojo se hinchó ligeramente. Su sonrisa se borró de un
plumazo, se convirtió en una mueca ansiosa, que pedía y demandaba.
—Quiero sangre. Tu sangre.
Asentí. Era menos de lo que esperaba que pidiera, menos de lo que pidió la
otra vez. Estaba más que conforme. Aclarados los términos de pago, abrí el
cajón que tenía a mi espalda y busqué entre los trastos para dar con un cuchillo
de plata. No había tiempo que perder. La magia ya se había liberado y la Policía,
probablemente, estaba de camino. Cada segundo contaba.
Me acerqué al pentágono, me arremangué la sudadera y clavé el cuchillo de
plata en mi antebrazo. Hice un corte profundo. La sangre empezó a brotar,
despacio al principio, luego deprisa. Sangre negra llena de magia contenida. El
demonio vibró de placer cuando las primeras gotas rozaron su piel humeante,
siguió con un gemido gozoso cuando se amorró a mi herida abierta y comenzó
a chupar. Absorbía mi sangre como un mosquito enorme, una sanguijuela a la
que había dejado pasar a mi piel. No sentía nada más que el fluir de mi sangre
a través de la herida.
Así estuvimos unos segundos. El cuerpo del demonio se había vuelto
informe, una masa de humo opaca amorrada a mi piel. No se veía la herida, ni
la sangre: solo el humo acumulado en mi brazo succionando mi esencia. Parecía
que su cuerpo y el mío eran uno.
—Es suficiente —le dije, tratando de sonar tan imponente como pudiese.
La criatura obedeció al momento. Poco a poco se fue retirando de mi herida.
Cuando lo terminó, el tajo estaba cerrado. Volvió dentro del pentágono y adquirió
el aspecto de demonio rojizo y sonriente. Todavía se relamía.
—Tengo todo lo que necesito —dijo.
Entonces el que sonrió fui yo.
Ø
No me sentí culpable en ningún momento. Ni cuando invoqué al demonio, ni
cuando hice el sacrificio, ni cuando quité las velas del pentáculo, ni cuando
presencié la muerte del profesor Lidio. En mi cabeza, todo tenía sentido y todo
estaba sucediendo tal y como tenía que suceder. Mientras tuviera en mi cabeza
presente las palabras de Bacus, todo iría bien.
Empecé a arrepentirme cuando la profesora Minerva me descubrió. El
demonio ya había acabado con Lidio y se encontraba apurando la carne de sus
huesos cuando su compañera de trabajo entró por la puerta del despacho. La
criatura gruñó y se lanzó sobre ella. Le pedí que se detuviera, se lo ordené,
pero hizo caso omiso y se lanzó como la bestia abismal que era contra la
profesora. Se desató entonces un duelo encarnizado entre la mujer humana y
la corriente de humo: hechizos y maleficios, rayos de luz multicolor, gritos en
idiomas arcanos volaban por toda la habitación. Destrozaron la estancia. Me
hirieron. Debía haber ayudado a la profesora, pero estaba demasiado nervioso
como para proferir palabra mágica o mundana. Ahí empecé a sentirme
culpable.
El escándalo que se montó acabó alarmando a todo el personal de la
Universidade, que se unió a la lucha. Entre todos lograron reducir a la criatura y
mandarla de vuelta al infierno del que venía.
Entonces vinieron a por mí.
Me encontraron temblando debajo de una mesa, más lágrimas que persona,
y entre dos policías me llevaron a un furgón y de ahí a comisaria. Llamaron a
un abogado. Le conté la verdad, toda la verdad. La razón de por qué había
invocado al demonio, por qué le había pedido que matase a un profesor.
—Tienes las de perder, chico. Es tu palabra contra la de un profesor, que
además está bien posicionado. —El abogado negó con la cabeza mientras
chasqueaba la lengua—. Creerán que mientes y te meterán en prisión por
haber asesinado a un profesor. Vamos a tener que inventarnos algo.
Hice exactamente lo que me dijo. Mostrarme débil y desvalido, dar tanta
pena como pudiese, decirle al juez que había invocado al demonio para
aprobar un examen (con tu expediente seguro que se lo creen, había dicho él),
y que se me había ido de las manos la invocación. En ningún momento podía
afirmar que había invocado al demonio para asesinar a alguien.
—De esa forma, tal vez logres evitar la cárcel.
Y tuvo razón. Me puse a llorar en mitad de mi declaración de puro nervio y
se lo creyeron todo. Logré evitar la cárcel pero no el exilio. Según ellos, nadie
que tenga un descontrol semejante sobre su propia magia debería poder usarla
libremente. Me pusieron un candado, me expulsaron de la Universidade, me
convertí en un paria. Mi abogado me recomendó solicitar el programa de
reubicación y empezar de nuevo en el mundo no mágico. Me dieron un nuevo
nombre, una identidad, una nueva historia. Empecé entonces a trabajar en la
panadería. Me pasé el resto de mi vida esperando a que volviese Bacus o
tratando de llegar a él. Hasta que llegó Valor.
Ø
Volver a hacer magia después de tanto tiempo era liberador. Notaba su
cosquilleo, la exudaba a través de los poros, palpitaba en mis venas. Había
estado tanto tiempo contenida que ahora vibraba y crecía como un volcán en
erupción que hubiera estado esperando el momento justo para despertar. Me
notaba poderoso, con un control sobre mí mismo como no lo había tenido nunca.
La ciudad era pequeña, el mundo era pequeño. Yo era el volcán que podría
destruirla.
Era consciente de lo que vendría a continuación. La Policía me detendría.
Juicio. Cárcel. No había nada que pudiera detenerlo. Ninguna treta podría
salvarme ahora. Estaba volando hacia mi perdición, y en ese estado, en esa
certeza tan absoluta de mi propio destino, yo solo podía pensar en una cosa. En
una persona.
Volé por toda la ciudad hasta su casa. Vivía lejos de la panadería, en el ático
de un bloque de apartamentos. El demonio me contó toda su historia, me habló
de su familia, de sus obsesiones, de sus gustos, de su vida. De su novia. Me dijo
su nombre, pero no lo recuerdo ya. Era irrelevante. Siempre sería Valor para mí.
Regurgitaba estos datos en mi cabeza, repitiéndomelos, repasándolos mientras
volaba hasta su casa. No tenía muy claro qué iba a hacer allí. Solo quería verle
una vez más antes de irme.
Supe que estaría en su cuarto porque el demonio no mentía. Flotando, me
acerqué a su ventana. Tenía las cortinas corridas y desde fuera podía verlo todo.
La ropa sucia en el suelo, el armario abierto, el escritorio lleno de folios
desperdigados, libros apilados en los rincones, la cama deshecha. Él encima, sin
camiseta, leyendo.
Me vio en cuanto me asomé. La luz de la calle entraba a través de la ventana,
y mi sombra quedó proyectada en la pared. Levantó la vista de su libro hacia la
ventana con un gesto abrupto. Nuestras miradas se encontraron.
No tenía mucho tiempo. La Policía estaba al caer.
Con un gesto de mi mano abrí la ventana de par en par. El viento entró
conmigo y las cortinas empezaron a ondear a mis lados. Los papeles volaban de
un lado a otro. Yo levitaba sobre aquel desastre mientras Valor me miraba, entre
anonadado y asustado. No parecía estar muy seguro de quién era.
—Tú… —logró murmurar, después de varios intentos.
Me posé sobre el suelo.
—Yo. Tenía que verte.
La ventana se cerró tras de mí. Los papeles cayeron al suelo hondeando, las
cortinas dejaron de bailar. Yo me acerqué a él. Ahora que no había un mostrador
entre nosotros, nada me impedía hablar claro.
—Quise hacer esto desde la primera vez que te vi.
Le sujeté del cuello, acerqué sus labios a los míos y le besé. Antes de que
nuestros labios se rozasen, él ya intentó zafarse. Se movía como un perro joven
cuando le suben en brazos, y de la misma forma trataba yo de detenerle por el
cuello, mis labios pegados a los suyos con torpeza. Me concentré en sus labios,
en el beso, en el sabor de su saliva y en su carne. Lo estaba sacrificando todo
por aquel momento.
Él logró liberarse, arrancando mi mano con violencia. Dio dos pasos hacia
atrás, se pasó el dorso de la mano por sus labios y escupió.
—¿¡Pero qué haces?! —Escupió de nuevo—. ¡Qué asco!
Parecía más sorprendido por el beso que le había dado que porque hubiera
entrado por la ventana. E infinitamente más asqueado. Me mantuve de pie,
observando cómo se limpiaba los labios, cómo escupía y bebía agua como si le
hubiese vomitado en la cara en lugar de besarle. En ese momento, algo hizo clic
dentro mí.
Comencé a levitar. La ventana volvió a abrirse tras de mí. Él ni si quiera se
inmutó hasta que no comenzó a levitar también, como elevado mediante hilos en
lugar de magia.
Dejó escapar un grito patético al no sentir sus pies pegados al suelo. Sacudía
brazos y piernas. Me desplacé hacia la derecha, y él conmigo hacia la izquierda,
de forma que la ventana quedase detrás de él. No se percató de la situación
hasta que no me miró a la cara, acto seguido a la ventana, y a mí de nuevo. El
terror se reflejó en sus ojos.
—No. —Miró a la ventana, me miró a mí. Miró al suelo al que ya no
pertenecía. Buscó algo a lo que agarrarse pero no lo encontró—. No, no. Por
favor, no lo hagas.
Lo iba a lanzar. Quería lanzarlo. Solo tenía que mover mi mano hacia la
ventana. Él iría detrás. Se lo merecía.
Quise decir algo, algo no pudiese dejar de repetirse mientras caía doce pisos
hasta el suelo, pero se me terminó el tiempo.
Del propio aire aparecieron cinco figuras vestidas con las chaquetas negras
de la Policía. Intenté lanzar por la ventana a Valor de todas formas, pero ellos
fueron más rápidos: no solo rompieron el hechizo que le hacía levitar y cerraron
las ventanas, también me pusieron un candado, uno más grande. Estaba sin
poderes. Caí al suelo yo también y me dejé hacer. No recuerdo mucho más.
Ø
—No puedo hacer mucho más por ti esta vez.
Mi abogado llevaba el pesar escrito en el rostro. Tenía el ceño fruncido, los
labios apretados y los ojos tristes. Parecía más dolido de lo que lo estaba yo.
Doblaba con nerviosismo las puntas de las hojas de papel en el que constaba mi
caso mientras buscaba algún detalle que pudiera salvarme.
—No. Nada que pueda hacer. —Levantó la vista de los papeles, clavó sus
ojos verdes en los míos—. Nada que pueda hacer. Te has saltado un límite
mágico, has realizado hechizos no solo delante de sino sobre un no mágico, has
intentado asesinarle… y tienen pruebas y testigos. Podemos alegar enajenación
mental pero solo te mandarían a un hospital mental, y no estoy seguro si eso es
mejor que… ya sabes…
—No te preocupes —le interrumpí—. Iré a la cárcel.
Él me miró sin comprender unos segundos. Sacudió la cabeza y volvió a
poner aquella mirada apenada, esa forma de mirar que compadecía mi situación
pero al mismo tiempo se alegraba de sentirse ajena a ella.
—No, no… em…—Tragó saliva—. La pena por lo que se te acusa es la
muerte.
Se sucedió entonces un extraño silencio. El abogado me miraba expectante,
esperando a que rompiese a llorar. Supe que tenía que hacerlo; tenía que
sentirme mal y llorar hasta dejarme los ojos en la mesa. Él estaba listo para
consolarme, preparado para saltar de la silla y acogerme entre sus brazos, o
para agarrar mi mano con afectuosa compasión. Sé que él quería que yo llorase
porque eso habría sido lo normal. Casi obligado a ello, busqué en mi interior
alguna suerte de sentimiento. No encontré nada. Solo podía pensar en una cosa,
la pregunta que me había estado rondando desde hacía días.
—¿Qué hay de Bacus Sampero?
El abogado me miró contrariado.
—Sampero… Nadie sabe nada de él, chico. Hace tiempo le acusaron de
organizar un ejército con estudiantes de la Universidade. Se reveló contra el
Gobierno… montó una buena. Murió gente. Ahora está en busca y captura por
felonía.
Asentí calmado y sonreí. Creo que fue una de las sonrisas más sinceras que
esbocé jamás.
Mi abogado cambió el gesto frente a mi sonrisa. Estuvo a punto de decir algo,
pero siguió doblando las esquinas de las hojas de mi caso. Podía notar su
incomodidad.
—No hay nada más que hablar, entonces. Te veré en el juicio.
No dije nada mientras recogía las cosas y salía de la habitación. Solo
pensaba en Bacus.
Ø
El juicio se celebró tres días después. Fue rápido. Me declaré culpable de todos
los cargos y me condenaron a muerte. Me volvieron a meter en la misma celda
de la que había salido y me tuvieron allí unas horas hasta que me llevaron a una
prisión de alta seguridad, donde tendría lugar la condena.
Me asignaron una celda para mí solo, de las que tienen dos puertas que
nunca se abren a la vez y ninguna ventana. Tenía una mesa entera para mí, una
cama relativamente cómoda, un lavabo y un lavamanos. Pese a la mala
ventilación y el olor extraño, me pareció una habitación muy cómoda.
Mejor que mi apartamento, pensé, y me eché a reír.
La comida que me traían era relativamente buena. El menú solía consistir en
una ensalada acompañada de un trozo de carne y una pieza de fruta. Algunas
veces, un yogur o un zumo. De vez en cuando, un bizcocho. Me lo traían todo
con cuchillos de plástico, conscientes de lo que un preso podía hacer con un
trozo de metal afilado.
Se tomaban muchas molestias para garantizar que no saliera de mi celda.
Me habían colocado un candado permanente en el tobillo para evitar cualquier
acto de magia; la comida me la traían tres o cuatro guardias fornidos, armados
con pistolas reductoras; las dos puertas de mi celda nunca se abrían a la vez
cuando entraba alguien; solo me dejaron salir de la celda para ducharme en una
ocasión, y tuvo que ser acompañado de guardias y con muñecas y tobillos
encadenados.
Yo sospechaba. Se tomaban demasiadas molestias para la poca cosa que
yo era. No dejaba de ser un preso normal, ¿por qué semejante despliegue?
Al tercer día lo comprendí.
Me hallaba en la cama, medio dormido, ya en ese punto de la duermevela en
que no sabes si sueñas o piensas. Alguien emitió un quejido ahogado fuera de
mi celda, pero no le di importancia. Cuando volví a escuchar otro quejido,
seguido por el ruido sordo de un cuerpo cayendo al suelo, terminé de
despertarme. Justo cuando me levantaba de la cama se abrieron las puertas de
mi celda. Las dos a la vez.
Desde la esquina vi cómo entraba Bacus. Parecía una persona
completamente distinta. Vestía una túnica negra y zapatos brillantes e iba
armado con un bastón terminado en una gema verde que emitía un leve brillo.
El pelo lo llevaba corto y la barba rala, recortada a la perfección. Su pose y su
actitud también eran muy distintas de cuando era profesor: si antes parecía estar
siempre a la sombra de otros, ahora era la sombra en sí.
Sus ojos, en cambio, eran iguales. Los mismos ojos de los que me enamoré,
los mismos cuya presencia o ausencia me causaban pesadillas. Y brillaban de
la misma forma, apenada y dolida, que cuando se despidió de mí.
—Carlo. —Pronunció mi nombre serio, afligido, pero con un deje de sonrisa
asomando entre sus labios.
Yo no me moví. No dije nada. Él se acercó a mí con paso ligero, se agachó y
pasó la mano sobre el candado de mi tobillo. Se deshizo como si estuviera hecho
de arena.
—Llevaba un tiempo buscándote, pero ha sido imposible —decía, mirándome
a los ojos. El recuerdo de otros tiempos estalló en mi pecho.
—Bacus… —Ni siquiera sabía qué iba a decir.
—No sabes cuánto te he echado de menos.
Se acercó a mí y me besó. Yo me dejé hacer, como siempre había hecho con
él. Coloqué las manos sobre su barba, le acaricié. Me notaba vibrando en
armonía junto a él. De pronto, todo lo que había hecho, todo por lo que había
pasado, tuvo sentido. Un sentido triste, pero el único que podía darle.
Se separó con brusquedad con el estruendo de las alarmas en nuestros
oídos. La celda se convirtió en una amalgama de luces y sirenas.
—Tenemos que irnos —me susurró al oído, mis labios todavía húmedos por
su saliva.
Con un fulgor desaparecimos allí, rumbo a una revolución que entonces solo
podía intuir.
Antes de que te vayas...

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