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Durante el siglo XVIII se escribieron muchas crónicas y relatos de viaje. Cándido (1759),
“Historia de los viajes de Escarmentado” (1748), un cuento filosófico de Voltaire, Robinson
Crusoe (1719) y Viaje sentimental (1768) de Laurence Sterne son ejemplos de ello. Si,
como explicaban los empiristas, el conocimiento provenía de la experiencia, entonces el
viaje fue el mejor medio para conocer el mundo. Pero conocer no era el único objetivo de
viajar, también lo era dominar pueblos y adquirir territorios (Soto Roland, 2005: 1).
El viaje implica tres cuestiones en estos relatos: conocer cosas nuevas, encontrarse
con diferentes culturas y con diferentes sujetos. Una cuestión sobre la que es necesario
reflexionar es la lengua, ya que estos viajeros no son políglotas ¿cómo resuelven el
problema de la lengua cuando se encuentran en un lugar extranjero en el que no saben más
que su lengua materna? Ya advertía José Blanco White en la primera carta del libro Cartas
de España que el desconocimiento de la lengua extranjera llevaba a los viajeros a cometer
todo género de equivocaciones (2004). Laurence Sterne lleva aun más lejos las
consecuencias de no saber otras lenguas cuando explica que la ignorancia de otros idiomas
impide comunicar nuestras sensaciones fuera de nuestra óptica (2011).
La traducción, metafóricamente, es un viaje al extranjero, y funciona como un
mecanismo para el acercamiento a otras culturas, en el que a menudo ocurren encuentros y
desencuentros. Los tres viajeros, Cándido, Escarmentado y Robinson se ven obligados a
traducir e interpretar las culturas ajenas. Si traducir, como ya se ha mencionado antes,
implica un acercamiento a lo ajeno, ¿qué implica para Cándido, Escarmentado y Robinson
encontrarse con otros sujetos europeos y no-europeos? ¿Cómo se enfrentan a lo exótico, a
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lo otro? Y en última instancia, ¿cómo el sujeto ilustrado, que está situado en una identidad
con fronteras muy delimitadas, se representa al otro?
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Francia, Italia, Inglaterra, Holanda, Turquía. Por supuesto que difieren en algunos parajes:
El Dorado o China, por ejemplo. Robinson sigue otra ruta, navega por las costas de Salé,
cerca de Brasil, Cabo Verde, Pamplona, Lisboa y otros lugares.
La traducción de la lengua extranjera se hace necesaria principalmente cuando los
viajeros entran en contacto con culturas no europeas. En las regiones americanas y
orientales el desconocimiento de la lengua representa un impedimento para entenderse con
los otros. Cuando Cándido y Cacambo llegan a El Dorado, Cacambo oye a los lugareños
hablar “el peruano”, su lengua materna, de modo que se ofrece como mediador entre
Cándido y los habitantes del lugar. Cacambo es un hábil mediador porque no sólo le
traduce a Cándido las palabras del rey, sino que también le traduce el efecto de las
sentencias, de modo que Cándido experimenta extrañeza o gracia ante lo que le explica
Cacambo: “En su vida había comido mejor, en su vida había oído más chistes ni más
oportunos que los que dijo el rey durante la cena. Cacambo se los explicaba a su señor, y
aun después de traducidos todavía eran chistes” (2006: 84).
A Escarmentado le es negada la posibilidad de tener un intérprete desde el inicio:
siendo él mediador de sí mismo, lo persiguen los infortunios al traducir mal los signos de la
otra cultura. En territorio turco Escarmentado pronuncia una frase que casi lo conduce a la
circuncisión. En otros lugares, el viajero, conociendo de antemano sus límites lingüísticos y
culturales, prefiere permanecer en silencio, en la ignorancia de que el silencio es una de las
cosas más difíciles de traducir, según lo explica José Ortega y Gasset en su maravilloso
ensayo sobre la traducción.
Robinson es monolingüe y aunque viaja acompañado de Xury, un esclavo, este no
hace el papel de intérprete –como Cacambo para Cándido-, pero a lo largo de su travesía,
Robinson aprende a hablar otros idiomas y a comunicarse de otras formas. En Cabo Verde
se comunica por medio de señas, que le permiten hacer negociaciones con los negros, con
quienes convive durante un tiempo: “Pero hablé con ellos por signos de la mejor manera
que pude. Hice signos indicando algo para comer, y ellos me señalaron que detuviera mi
embarcación y me traerían algo de carne […] Trajeron con ellos dos trozos de carne seca y
algo de cereal” (1999: 40).
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De intérpretes a traductores de la cultura
El viaje lleva en sí la idea del encuentro con la otredad. Pensemos por ejemplo en la
Odisea, en la que el viaje trae como consecuencia el encuentro con toda una galería de
seres extraños: brujas, monstruos marinos, cíclopes. Los viajeros del siglo XVIII no
esperaban encontrarse con monstruos porque durante la Ilustración se hicieron diversas
exploraciones para recabar información acerca del hombre y del mundo natural (Outram,
2009: 63), de manera que ya se sabía que los habitantes de las tierras desconocidas para los
europeos hasta entonces no eran sino homólogos a ellos. No obstante, a través de los libros
de viajes, se siguieron cultivando los imaginarios en torno a los pueblos orientales y
americanos.
El acto de traducir cobra especial relevancia en la medida en que sirve de ayuda para
acercarnos a lo otro: “cualquier aproximación a una cultura dada siempre implica un
proceso de traducción” (Carbonell i Cortés, 1997: 103). El proceso de traducción cultural
implica poner en juego una visión de mundo, tanto de la cultura que traduce como de la
cultura a traducir. Así pues, la forma de traducir de nuestros viajeros está permeada por una
visión de mundo, muy diferente a la que tienen los sujetos a los cuales intentan traducir.
Robinson Crusoe concibe la traducción de su propia cultura hacia el otro como una
forma de dominación, de civilización. Así, al tiempo que enseña a hablar inglés a Viernes,
lo evangeliza leyéndole la Biblia. Y durante todo su viaje no hace sino comparar las otras
culturas con la propia, a la que considera como superior. Al describir a Viernes recurre a la
comparación con el modelo europeo: “Tenía varoniles trazas, pero nada feroces; por el
contrario, se pintaba en sus facciones aquella dulzura que es privativa de los Europeos”
(1837: 159-160). Para Robinson, Viernes era un salvaje susceptible de ser educado por las
normas del individuo civilizado.
El color de piel en Escarmentado, al igual que en Robinson, suscita toda clase de
prejuicios y suposiciones. Cuando Escarmentado es capturado por unos corsarios, el patrón
que iba en el barco los acusa de violar las leyes de las naciones, a lo cual el corsario le
responde: “Vuestra nariz es larga y la nuestra chata; vuestro cabello es liso y nuestra lana
riza; vuestro cutis es de color ceniciento y el nuestro de color ébano; por consiguiente, en
virtud de las sacrosantas leyes de la naturaleza, siempre debemos ser enemigos” (1992:
193). Según Dorinda Outram, durante la Ilustración se utilizaron las características físicas
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para definir los límites de la especie humana (2009: 73), así como también para clasificarla
o para hacer leyes que establecieran una jerarquía entre los individuos de naciones distintas.
Cándido y Cacambo se acercan a El Dorado con una actitud indiferente, ni intentan
adoptar los modos de vida de los habitantes del lugar ni asimilarlos a ellos. Cándido
escucha sorprendido la traducción de lo que el sabio anciano le cuenta a Cacambo, pero no
busca identificarse con él, sólo siente curiosidad y asombro al reconocer las costumbres
europeas en un pueblo no europeo. A Cándido le sirve conocer a estos hombres porque así
amplía su visión del mundo y cuestiona las ideas de Pangloss acerca de que Westfalia era el
mejor de los mundos posibles: “¡Gran cosa es viajar para desengañarse de mil tonterías”
(2006: 80).
Existen, pues, dos imágenes muy diferentes de los otros en estos textos. Por un lado
está la imagen de los otros como crueles, paganos, y por otro la idea del buen salvaje, el
hombre inocente que no ha sido corrompido por las malas costumbres. La primera imagen
está presente en Robinson Crusoe y en Escarmentado. Los moros aparecen como crueles,
los negros como corsarios salvajes que obligan a los hombres a labrar sus tierras. Por tales
características, tanto Escarmentado como Robinson les temen a los moros y a los negros.
Xavier Andreu Millares, en un artículo llamado “L' Espagne c' est encore l' orient. Pasado
oriental y moral cristiana en Martínez de la Rosa”, explica que, durante el siglo XVIII, la
imagen del mundo musulmán fue profundamente negativa (2013). Esta carga negativa
hacia Oriente estaba motivada, en gran medida, por el hecho de que “los turcos y moros
comenzaron a percibirse como sujetos que habían de ser civilizados (no ya cristianizados,
como en los siglos XVI y XVII)” (Mignolo, 2003: 43).
La segunda representación del otro es la que aparece en Cándido: el buen salvaje que
es religioso, que no le importan las riquezas, que vive en paz. La figura del buen salvaje
representada en la literatura del siglo XVIII está rodeada de contradicciones: “Por una
curiosa contradicción, el Siglo de las Luces, en su pasión racionalista, no va a sentir la
contradicción inherente al hecho de exaltar la razón y la obra del intelecto y al mismo
tiempo resucitar el mito naturalista del buen salvaje” (Uslar Pietri, 1998: 121). Al respecto,
Dorinda Outram explica que una de las razones por las cuales se conservó la imagen
utópica del buen salvaje fue para que coincidiera con la visión ilustrada de la historia como
un progreso de la humanidad (2009). Pero a finales del siglo XVIII estas ideas comenzaron
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a cambiar, puesto que “ya no era posible ocultar los problemas políticos y económicos
detrás de la utopía de los mares del Sur, ni exportarlos a la metáfora de lo exótico” (2009:
76). Es decir, las ideas del buen salvaje, ya como utopía o como ejemplo de progreso no
eran sino intentos por justificar la colonización que el hombre occidental, en su afán por
obtener territorios y adquirir riquezas, había llevado a cabo en los pueblos no europeos.
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Escarmentado –aunque no es mejor traductor que Cándido- aprende a comportarse ante los
otros a pesar del desconocimiento de sus normas sociales. Así se salva de varias
desventuras, no es gratuito su nombre: Escarmentado. Robinson se encuentra en el otro
extremo, él aprende, como lo expresa Umberto Eco acerca de la traducción, a negociar con
el entorno, a traducir la naturaleza y aprovecharla para sus propios fines.
Es bien sabido que uno de los problemas que encierra la actividad de la traducción es
la imposibilidad de transmitir lo dicho de una lengua a otra y, más aun, de conocer el
mundo. De modo que nunca se expresa lo mismo sino “casi lo mismo” (Eco, 2008). El
viajero se halla justamente entre la frontera de intérprete de la cultura y la de traductor. La
traducción es una actividad que oscila entre lo propio y lo ajeno, es una suerte de tensión
que implica un movimiento hacia el otro y un regreso hacia lo propio. En este caso entre
Occidente y Oriente. La traducción, como se ha visto a través de estos textos, va más allá
del texto o del lenguaje, puesto que es en sí misma una forma de conocimiento del otro y, al
mismo tiempo, un darse a conocer ante él (Serrano, 2016).
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