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Amor

Incomparable

E. Gould

S
ed tream
ed.stream@hotmail.com
993703548 / 999546961
Contenido

1. Amor supremo ................................................................................... 03


2. La más urgente necesidad del hombre ........................................... 10
3. La prueba de la fe ............................................................................... 15
4. José y sus hermanos .......................................................................... 27
5. La infancia de Jesús ........................................................................... 49
6. El Hijo Prodigo .................................................................................. 55
7. Las enseñanzas de Cristo .................................................................. 66
8. El buen samaritano ........................................................................... 70
9. La muerte de Cristo ........................................................................... 72
10. ¿Porque lloras? ................................................................................. 75
11. La ascensión triunfal ....................................................................... 82
Amor supremo
La Naturaleza y la revelación a una dan testimonio del amor de
Dios. Nuestro Padre Celestial es la fuente de vida, sabiduría y gozo.
Mirad las maravillas y bellezas de la naturaleza. Pensad en su pro-
digiosa adaptación a las necesidades y a la felicidad, no solamente
del hombre, sino de todos los seres vivientes. El sol y la lluvia que
alegran y refrescan la tierra; los montes, los mares y los valles, todos
nos hablan del amor del Creador. Dios es el que suple las necesidades
diarias de todas sus criaturas. Ya el salmista lo dijo en las bellas pala-
bras siguientes:

“Los ojos de todos miran a ti, Y tú les das su alimento a su tiempo.


Abres tu mano, Y satisfaces el deseo de todo ser viviente.”1

Dios hizo al hombre perfectamente santo y feliz; y la hermosa tierra


no tenía, al salir de la mano del Creador, mancha de decadencia, ni
sombra de maldición. La transgresión de la ley de Dios, de la ley de
amor, fue lo que trajo consigo dolor y muerte. Sin embargo, en medio
del sufrimiento resultante del pecado se manifiesta el amor de Dios.
Está escrito que Dios maldijo la tierra por causa del hombre.2
Los cardos y espinas, * las dificultades y pruebas que colman su
vida de afán y cuidado, le fueron asignados para su bien, como parte
de la preparación necesaria, según el plan de Dios, para levantarle
de la ruina y degradación que el pecado había causado. El mundo,
aunque caído, no es todo tristeza y miseria. En la naturaleza misma
hay mensajes de esperanza y consuelo. Hay flores en los cardos, y las
espinas están cubiertas de rosas.

3
“Dios es amor” está escrito en cada capullo de flor que se abre, en
cada tallo de la naciente hierba. Los hermosos pájaros que con sus
preciosos cantos llenan el aire de melodías, las flores exquisitamen-
te matizadas que en su perfección lo perfuman, los elevados árboles
del bosque con su rico follaje de viviente verdor, todos atestiguan el
tierno y paternal cuidado de nuestro Dios y su deseo de hacer felices
a sus hijos.
La Palabra de Dios revela su carácter. El mismo declaró su in- finito
amor y piedad. Cuando Moisés dijo a Dios: “Ruégote me permitas
ver tu gloria,” Jehová respondió: “Yo haré que pase toda mi benigni-
dad ante tu vista.”3 Tal es su gloria. El Señor pasó delante de Moisés
y clamó: “Jehová, Jehová, Dios compasivo y clemente, lento en iras y
grande en misericordia y en fidelidad; que usa de misericordia hasta
la milésima generación; que perdona la iniquidad, la transgresión y el
pecado.”⁴ Él es “lento en iras y grande en misericordia,”⁵ “porque se
deleita en la misericordia.”⁶
Dios unió consigo nuestros corazones, mediante innumerables
pruebas de amor en los cielos y en la tierra. Valiéndose de las cosas
de la naturaleza y los más profundos y tiernos lazos que el corazón
humano pueda conocer en la tierra, procuró revelársenos. Con todo,
estas cosas sólo representan imperfectamente su amor. Aunque se
dieron todas estas pruebas evidentes, el enemigo del bien cegó el en-
tendimiento de los hombres, para que éstos mirasen a Dios con temor
y le considerasen severo e implacable. Satanás indujo a los hombres
a concebir a Dios como un ser cuyo principal atributo es una justicia
inexorable, como un juez severo, un acreedor duro y exigente. Repre-
sentó al Creador como un ser que velase con ojo celoso para discernir
los errores y las faltas de los hombres y hacer caer juicios sobre ellos.
A fin de disipar esta densa sombra vino el Señor Jesús a vivir entre los
hombres, y manifestó al mundo el amor infinito de Dios.
4
El Hijo de Dios descendió del cielo para revelar al Padre. “A Dios
nadie jamás le ha visto: el Hijo unigénito, que está en el seno del Pa-
dre, él le ha dado a conocer.”⁷ “Ni al Padre conoce nadie, sino el Hijo,
y aquel a quien el Hijo lo quisiere revelar.”⁸ Cuando uno de sus discí-
pulos le dijo: “Muéstranos al Padre,” Jesús respondió: “Tanto tiempo
hace que estoy con vosotros, ¿y todavía no me conoces, Felipe? El que
me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo pues dices tú: Muéstranos
al Padre?”⁹
Jesús dijo, describiendo su misión terrenal: Jehová “me ha ungido
para anunciar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado para procla-
mar libertad a los cautivos, y a los ciegos recobro de la vista; para po-
ner en libertad a los oprimidos.”1⁰ Esta era su obra. Anduvo haciendo
bien y sanando a todos los oprimidos de Satanás.
Había aldeas enteras donde no se oía un gemido de dolor en casa
alguna, porque Él había pasado por ellas y sanado a todos sus enfer-
mos. Su obra demostraba su unción divina. En cada acto de su vida
revelaba amor, misericordia y compasión; su corazón rebosaba de
tierna simpatía por los hijos de los hombres. Se revistió de la natura-
leza del hombre para poder simpatizar con sus necesidades. Los más
pobres y humildes no tenían temor de allegársele. Aun los niñitos se
sentían atraídos hacia él. Les gustaba subir a sus rodillas y contemplar
su rostro pensativo, que irradiaba benignidad y amor.
Jesús no suprimía una palabra de la verdad, pero siempre la expre-
saba con amor. En su trato con la gente hablaba con el mayor tacto,
cuidado y misericordiosa atención. Nunca fue áspero ni pronunció
innecesariamente una palabra severa, ni ocasionó a un alma sensible
una pena inútil. No censuraba la debilidad humana. Decía la verdad,
pero siempre con amor. Denunciaba la hipocresía, la incredulidad y
la iniquidad; pero las lágrimas velaban su voz cuando profería sus
penetrantes reprensiones. Lloró sobre Jerusalén, la ciudad amada, que
5
rehusó recibirle, a Él, que era el Camino, la Verdad y la Vida. Sus
habitantes habían rechazado al Salvador, más El los consideraba con
piadosa ternura. Fue la suya una vida de abnegación y preocupación
por los demás. Toda alma era preciosa a sus ojos. A la vez que se
condujo siempre con dignidad divina, se inclinaba con la más tierna
consideración sobre cada uno de los miembros de la familia de Dios.
En todos los hombres veía almas caídas a quienes era su misión salvar.
Tal fue el carácter que Cristo reveló en su vida. Tal es el carácter
de Dios. Del corazón del Padre es de donde manan para todos los
hijos de los hombres los ríos de la compasión divina, demostrada por
Cristo. Jesús, el tierno y piadoso Salvador, era Dios “manifestado en
la carne.”11
Jesús vivió, sufrió y murió para redimirnos. Se hizo “Varón de do-
lores” para que nosotros fuésemos hechos participantes del gozo eter-
no. Dios permitió que su Hijo amado, lleno de gracia y de verdad,
viniese de un mundo de indescriptible gloria a esta tierra corrompida
y manchada por el pecado, obscurecida por la sombra de muerte y
maldición. Permitió que dejase el seno de su amor, la adoración de los
ángeles, para sufrir vergüenza, insultos, humillación, odio y muerte.
“El castigo de nuestra paz cayó sobre él, y por sus llagas nosotros sa-
namos.”12 ¡Miradlo en el desierto, en el Getsemaní, sobre la cruz! El
Hijo inmaculado de Dios tomó sobre sí la carga del pecado. El que
había sido uno con Dios sintió en su alma la terrible separación que
el pecado crea entre Dios y el hombre. Esto arrancó de sus labios el
angustioso clamor: “¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿por qué me has desam-
parado?”13 Fue la carga del pecado, el reconocimiento de su terrible
enormidad y de la separación que causa entre el alma y Dios, lo que
quebrantó el corazón del Hijo de Dios.
Pero este gran sacrificio no fue hecho para crear amor en el cora-
zón del Padre hacia el hombre, ni para moverle a salvarnos. ¡No! ¡No!
6
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo uni-
génito.”1⁴ Si el Padre nos ama no es a causa de la gran propiciación,
sino que El proveyó la propiciación porque nos ama. Cristo fue el
medio por el cual el Padre pudo derramar su amor infinito sobre un
mundo caído. “Dios estaba en Cristo, reconciliando consigo mismo
al mundo.”1⁵ Dios sufrió con su Hijo. En la agonía del Getsemaní, en
la muerte del Calvario, el corazón del Amor infinito pagó el precio de
nuestra redención.
Jesús declaró: “Por esto el Padre me ama, por cuanto yo pongo mi
vida para volverla a tomar.”1⁶ Es decir: “De tal manera os amaba mi
Padre, que me ama tanto más porque di mi vida por redimiros. Por-
que me hice vuestro Substituto y Fianza, y porque entregué mi vida y
asumí vuestras responsabilidades y transgresiones, resulto más caro a
mi Padre; mediante mi sacrificio, Dios, sin dejar de ser justo, es quien
justifica al que cree en mí.”
Nadie sino el Hijo de Dios podía efectuar nuestra redención; por-
que sólo El, que estaba en el seno del Padre, podía darle a conocer.
Sólo El, que conocía la altura y la profundidad del amor de Dios, po-
día manifestarlo. Nada que fuese inferior al infinito sacrificio hecho
por Cristo en favor del hombre podía expresar el amor del Padre ha-
cia la perdida humanidad.
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo uni-
génito.” Lo dio, no sólo para que viviese entre los hombres, llevase los
pecados de ellos y muriese para expiarlos, sino que lo dio a la raza
caída. Cristo debía identificarse con los intereses y las necesidades de
la humanidad. El que era uno con Dios se vinculó con los hijos de los
hombres mediante lazos que jamás serán quebrantados. Jesús “no se
avergüenza de llamarlos hermanos.”1⁷ Es nuestro Sacrificio, nuestro
Abogado, nuestro Hermano, que lleva nuestra forma humana delante
del trono del Padre, y por las edades eternas será uno con la raza a la
7
cual redimió: es el Hijo del hombre. Y todo esto para que el hombre
fuese levantado de la ruina y degradación del pecado, para que refle-
jase el amor de Dios y compartiese el gozo de la santidad.
El precio pagado por nuestra redención, el sacrificio infinito que
hizo nuestro Padre Celestial al entregar a su Hijo para que muriese
por nosotros, debe darnos un concepto elevado de lo que podemos
llegar a ser por intermedio de Cristo. Al considerar el inspirado após-
tol Juan la “altura,” la “profundidad” y la “anchura” del amor del Padre
hacia la raza que perecía, se llena de alabanzas y reverencia, y no pu-
diendo encontrar lenguaje adecuado con que expresar la grandeza y
ternura de ese amor, exhorta al mundo a contemplarlo. “¡Mirad cuál
amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios!”1⁸
¡Cuán valioso hace esto al hombre! Por la transgresión, los hijos de los
hombres son hechos súbditos de Satanás. Por la fe en el sacrificio ex-
piatorio de Cristo, los hijos de Adán pueden llegar a ser hijos de Dios.
Al revestirse de la naturaleza humana, Cristo eleva a la humanidad.
Al vincularse con Cristo, los hombres caídos son colocados donde
pueden llegar a ser en verdad dignos del título de “hijos de Dios.”
Tal amor es incomparable. ¡Que podamos ser hijos del Rey celes-
tial! ¡Promesa preciosa! ¡Tema digno de la más profunda meditación!
¡Incomparable amor de Dios para con un mundo que no le amaba!
Este pensamiento ejerce un poder subyugador que somete el enten-
dimiento a la voluntad de Dios. Cuanto más estudiamos el carácter
divino a la luz de la cruz, mejor vemos la misericordia, la ternura y
el perdón unidos a la equidad y la justicia, y más claramente discer-
nimos las pruebas innumerables de un amor infinito y de una tierna
piedad que sobrepuja la ardiente simpatía y los anhelosos sentimien-
tos de la madre para con su hijo extraviado.
“Romperse puede todo lazo humano, Separarse el hermano del her-
mano, Olvidarse la madre de sus hijos, Variar los astros sus senderos
8
fijos; Mas ciertamente nunca cambiará El amor providente de Jehová.”

________________

1 Salmos 145:15, 16.


2 Génesis 3:17.
3 Éxodo 33:18.
⁴ Éxodo 34:6, 7.
⁵ Jonás 4:2.
⁶ Miqueas 7:18.
⁷ Juan 1:18.
⁸ Mateo 11:27.
⁹ Juan 14:8, 9.
1⁰ Lucas 4:18.
11 1 Timoteo 3:16.
12 Isaías 53:5.
13 Mateo 27:46.
1⁴ Juan 3:16.
1⁵ 2 Corintios 5:19.
1⁶ Juan 10:17.
17 Hebreos 2:11.
1⁸ 1 Juan 3:1 (V. Hispanoamericana).

9
La más urgente necesidad del hombre
El hombre estaba dotado originalmente de facultades nobles y de
un entendimiento bien equilibrado. Era perfecto y estaba en armonía
con Dios. Sus pensamientos eran puros, sus designios santos. Pero por
la desobediencia, sus facultades se pervirtieron y el egoísmo reempla-
zó el amor. Su naturaleza quedó tan debilitada por la transgresión que
ya no pudo, por su propia fuerza, resistir el poder del mal. Fué hecho
cautivo por Satanás, y hubiera permanecido así para siempre si Dios
no hubiese intervenido de una manera especial. El tentador quería
desbaratar el propósito que Dios había tenido cuando creó al hom-
bre. Así llenaría la tierra de sufrimiento y desolación y luego señalaría
todo ese mal como resultado de la obra de Dios al crear al hombre.
En su estado de inocencia, el hombre gozaba de completa comu-
nión con Aquel “en quien están escondidos todos los tesoros de la sa-
biduría y de la ciencia.”1 Pero después de su caída no pudo encontrar
gozo en la santidad y procuró ocultarse de la presencia de Dios. Tal
es aún la condición del corazón que no ha sido regenerado. No está
en armonía con Dios ni encuentra gozo en la comunión con El. El
pecador no podría ser feliz en la presencia de Dios; le desagradaría la
compañía de los seres santos. Y si se le pudiese admitir en el cielo, no
hallaría placer allí. El espíritu de amor abnegado que reina allí, don-
de todo corazón corresponde al Corazón del amor infinito, no haría
vibrar en su alma cuerda alguna de simpatía. Sus pensamientos, sus
intereses y móviles serían distintos de los que mueven a los morado-
res celestiales. Sería una nota discordante en la melodía del cielo. Este
sería para él un lugar de tortura. Ansiaría esconderse de la presencia
de Aquel que es su luz y el centro de su gozo. No es un decreto arbitra-
rio de parte de Dios el que excluye del cielo a los impíos. Ellos mismos

10
se han cerrado las puertas por su propia ineptitud para el compañe-
rismo que allí reina. La gloria de Dios sería para ellos un fuego consu-
midor. Desearían ser destruídos a fin de ocultarse del rostro de Aquel
que murió para salvarlos.
Es imposible que escapemos por nosotros mismos del hoyo de
pecado en el que estamos sumidos. Nuestro corazón es malo, y no
lo podemos cambiar. “¿Quién podrá sacar cosa limpia de inmunda?
Ninguno.”2 “El ánimo carnal es enemistad contra Dios; pues no está
sujeto a la ley de Dios, ni a la verdad lo puede estar.”3 La educación, la
cultura, el ejercicio de la voluntad, el esfuerzo humano, todos tienen
su propia esfera, pero no tienen poder para salvarnos. Pueden produ-
cir una corrección externa de la conducta, pero no pueden cambiar
el corazón; no pueden purificar las fuentes de la vida. Debe haber un
poder que obre desde el interior, una vida nueva de lo alto, antes que
el hombre pueda convertirse del pecado a la santidad. Ese poder es
Cristo. Únicamente su gracia puede vivificar las facultades muertas
del alma y atraer ésta a Dios, a la santidad.
El Salvador dijo: “A menos que el hombre naciere de nuevo,” a me-
nos que reciba un corazón nuevo, nuevos deseos, designios y móviles
que lo guíen a una nueva vida, “no puede ver el reino de Dios.”4 La
idea de que lo único necesario es que se desarrolle lo bueno que existe
en el hombre por naturaleza, es un engaño fatal. “El hombre natural
no recibe las cosas del Espíritu de Dios; porque le son insensatez; ni
las puede conocer, por cuanto se disciernen espiritualmente.” 5 “No te
maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo.”6 De Cristo
está escrito: “En él estaba la vida; y la vida era la luz de los hombres,”7
el único “nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en el cual po-
damos ser salvos.”8
No basta comprender la amante bondad de Dios ni percibir la be-
nevolencia y ternura paternal de su carácter. No basta discernir la sabi
11
duría y justicia de su ley, ver que está fundada sobre el eterno princi-
pio del amor. El apóstol Pablo veía todo esto cuando exclamó: “Con-
siento en que la ley es buena,” “la ley es santa, y el mandamiento, santo
y justo y bueno;” mas, en la amargura de su alma agonizante y des-
esperada, añadió: “Soy carnal, vendido bajo el poder del pecado.”9
Ansiaba la pureza, la justicia que no podía alcanzar por sí mismo, y
dijo: “¡Oh hombre infeliz que soy! ¿quién me libertará de este cuerpo
de muerte?”10 La misma exclamación ha subido en todas partes y en
todo tiempo, de corazones cargados. Para todos ellos hay una sola
contestación: “¡He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo!”11
Muchas son las figuras por las cuales el Espíritu de Dios ha pro-
curado ilustrar esta verdad y hacerla clara para las almas que desean
verse libres de la carga de culpabilidad. Cuando Jacob huyó de la casa
de su padre, después de haber pecado engañando a Esaú, estaba abru-
mado por el peso de su culpa. Se sentía solo, abandonado y separado
de todo lo que le hacía preciosa la vida. El pensamiento que sobre
todo oprimía su alma era el temor de que su pecado le hubiese apar-
tado de Dios y dejado desamparado del cielo. Embargado por la tris-
teza, se recostó para descansar sobre la tierra desnuda. Rodeábanle
las solitarias montañas y cubríale la bóveda celeste con su manto de
estrellas. Habiéndose dormido, una luz extraña embargó su visión; y
he aquí, de la llanura donde estaba acostado, una amplia escalera eté-
rea parecía conducir a lo alto, hasta las mismas puertas del cielo, y los
ángeles de Dios subían y descendían por ella, mientras que desde la
gloria de las alturas se oía que la voz divina pronunciaba un mensaje
de consuelo y esperanza. Así fué revelado a Jacob lo que satisfacía la
necesidad y ansia de su alma: un Salvador. Con gozo y gratitud vió
que se le mostraba un camino por el cual él, aunque pecador, podía
ser devuelto a la comunión con Dios. La mística escalera de su sueño
12
representaba al Señor Jesús, el único medio de comunicación entre
Dios y el hombre.
A esta misma figura se refirió Cristo en su conversación con Na-
tanael cuando dijo: “Veréis abierto el cielo, y a los ángeles de Dios
subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre.” Al caer en pecado,
el hombre se enajenó de Dios; la tierra quedó separada del cielo. A
través del abismo existente entre ambos no podía haber comunica-
ción alguna. Sin embargo, mediante el Señor Jesucristo, el mundo fué
nuevamente unido al cielo. Con sus propios méritos, Cristo creó un
puente sobre el abismo que el pecado había abierto, de tal manera que
los hombres pueden tener ahora comunión con los ángeles ministra-
dores. Cristo une con la Fuente del poder infinito al hombre caído,
débil y desamparado.12
Vanos son los sueños de progreso de los hombres, vanos todos sus
esfuerzos por elevar a la humanidad, si menosprecian la única fuente
de esperanza y ayuda para la raza caída. “Toda buena dádiva y todo
don perfecto”13 provienen de Dios. Fuera de El, no hay verdadera ex-
celencia de carácter, y el único camino para ir a Dios es Cristo, quien
dice: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre
sino por mí.”14
El corazón de Dios suspira por sus hijos terrenales con un amor
más fuerte que la muerte. Al dar a su Hijo nos ha vertido todo el
cielo en un don. La vida, la muerte y la intercesión del Salvador, el
ministerio de los ángeles, las súplicas del Espíritu Santo, el Padre que
obra sobre todo y por todo, el interés incesante de los seres celestiales,
todos son movilizados en favor de la redención del hombre.
¡Oh, contemplemos el sacrificio asombroso que fué hecho para
nuestro beneficio! Procuremos apreciar el trabajo y la energía que el
Cielo consagra a rescatar al perdido y hacerlo volver a la casa de su
Padre. Jamás podrían haberse puesto en acción motivos más fuertes y
13
energías más poderosas. ¿Acaso los grandiosos galardones por el bien
hacer, el disfrute del cielo, la compañía de los ángeles, la comunión
y el amor de Dios y de su Hijo, la elevación y el acrecentamiento de
todas nuestras facultades por las edades eternas no son incentivos y
estímulos poderosos que nos instan a dedicar a nuestro Creador y
Salvador el amante servicio de nuestro corazón?
Y por otra parte, los juicios de Dios pronunciados contra el pecado,
la retribución inevitable, la degradación de nuestro carácter y la des-
trucción final se presentan en la Palabra de Dios para amonestarnos
contra el servicio de Satanás.
¿No apreciaremos la misericordia de Dios? ¿Qué más podía El ha-
cer? Entremos en perfecta relación con Aquel que nos amó con amor
asombroso. Aprovechemos los medios que nos han sido provistos
para que seamos transformados conforme a su semejanza y restituí-
dos a la comunión de los ángeles ministradores, a la armonía y comu-
nión del Padre y del Hijo.

____________
1 Colosenses 2:3.
2 Job 14:4.
3 Romanos 8:7.
⁴ Juan 3:3.
⁵ 1 Corintios 2:14.
⁶ Juan 3:7.
⁷ Juan 1:4 (V. Valera).
⁸ Hechos 4:12.
⁹ Romanos 7:16, 12, 14.
1⁰ Romanos 7:24.
11 Juan 1:29.
12 Juan 1:51.
13 Santiago 1:17.
1⁴ Juan 14:6.

14
La prueba de la fe
Este capítulo está basado en Génesis 16; 17:18; 21 y 22.

Abraham había aceptado sin hacer pregunta alguna la promesa de


un hijo, pero no esperó a que Dios cumpliera su palabra en su opor-
tunidad y a su manera. El Señor permitió una tardanza, para pro-
bar su fe en el poder de Dios, pero Abraham fracasó en la prueba.
Pensando que era imposible que se le diera un hijo en su vejez, Sara
sugirió como plan mediante el cual se cumpliría el propósito divino,
que Abraham tomara por esposa a una de sus siervas. La poligamia
se había difundido tanto que había dejado de considerarse pecado;
violaba, sin embargo, la ley de Dios y destruía la santidad y la paz de
las relaciones familiares.
La unión de Abraham con Agar resultó perjudicial, no solamente
para su propia casa, sino también para las generaciones futuras. Ha-
lagada por el honor de su nueva posición como esposa de Abraham,
y con la esperanza de ser la madre de la gran nación que descendería
de él, Agar se llenó de orgullo y jactancia, y trató a su ama con me-
nosprecio. Los celos mutuos perturbaron la paz del hogar que una
vez había sido feliz. Viéndose forzado a escuchar las quejas de ambas,
Abraham trató en vano de restaurar la armonía. Aunque él se había
casado con Agar por pedido de Sara, ahora ella le hacía cargos como
si fuera el culpable. Sara deseaba desterrar a su rival; pero Abraham se
negó a permitirlo; pues Agar iba a ser madre de su hijo, que él espera-
ba que sería el hijo de la promesa. Sin embargo, era la sierva de Sara,
y él la dejó todavía bajo el mando de su ama. El espíritu arrogante
de Agar no quiso soportar la aspereza que su insolencia había pro-
vocado. “Y como Saraí la afligía, Agar huyó de su presencia”. (Véase
Génesis 16:6).

15
Se fue al desierto, y mientras, solitaria y sin amigos, descansaba al
lado de una fuente, un ángel del Señor se le apareció en forma huma-
na. Dirigiéndose a ella como “Agar, sierva de Saraí”, para recordarle
su posición y su deber, le mandó: “Vuélvete a tu señora, y ponte su-
misa bajo de su mano”. No obstante, con el reproche se mezclaron
palabras de consolación. “Oído ha Jehová tu aflicción”. “Multiplicaré
tanto tu descendencia, que por ser tanta no podrá ser contada”. (Gé-
nesis 16:10). Y como recordatorio perpetuo de su misericordia, se le
mandó que llamará a su hijo Ismael, o sea: “Dios oirá”.
Cuando Abraham tenía casi cien años, se le repitió la promesa de
un hijo, y se le aseguró que el futuro heredero sería hijo de Sara. Pero
Abraham todavía no había comprendido la promesa. En segui- da
pensó en Ismael, aferrado a la creencia de que por medio de él se ha-
bían de cumplir los propósitos misericordiosos de Dios. En su afecto
por su hijo exclamó: “Ojalá viva Ismael delante de ti”. Nue- vamente
se le dio la promesa en palabras inequívocas: “Ciertamente Sara, tu
mujer, te dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Isaac. Confir-
maré mi pacto con él”. (Génesis 17:19). Sin embargo, Dios se acordó
también de la oración del padre. “Y en cuanto a Ismael -dijo, también
te he oído. Lo bendeciré, [...] y haré de él una gran nación”. (Génesis
17:20).
El nacimiento de Isaac, al traer, después de una espera de toda la
vida, el cumplimiento de las más caras esperanzas de Abraham y de
Sara, llenó de felicidad su campamento. Pero para Agar representó
el fin de sus más caras ambiciones. Ismael, ahora adolescente, había
sido considerado por todo el campamento como el heredero de las
riquezas de Abraham, así como de las bendiciones prometidas a sus
descendientes. Ahora era repentinamente puesto a un lado; y en su
desengaño, madre e hijo odiaron al hijo de Sara. La alegría general au-
mentó sus celos, hasta que Ismael se atrevió a burlarse abiertamente
16
del heredero de la promesa de Dios.
Sara vio en la inclinación turbulenta de Ismael una fuente perpetua
de discordia, y le pidió a Abraham que expulsara del campamento a
Ismael y a Agar. El patriarca se llenó de angustia. ¿Cómo podría des-
terrar a Ismael, su hijo, a quien amaba profundamente? En su perple-
jidad, Abraham pidió la dirección divina. Mediante un santo ángel,
el Señor le ordenó que accediera a la petición de Sara; que su amor
por Ismael o Agar no debía interponerse, pues únicamente así podría
restablecer la armonía y la felicidad en su familia. Y el ángel le dio la
promesa consoladora de que, aunque viviera separado del hogar de
su padre, Ismael no sería abandonado por Dios; su vida sería conser-
vada, y llegaría a ser padre de una gran nación. Abraham obedeció
la palabra del ángel, aunque no sin sufrir gran pena. Su corazón de
padre se llenó de una indescriptible tristeza al separar de su casa a
Agar y a su hijo.
La instrucción impartida a Abraham tocante a la santidad de la re-
lación matrimonial, había de ser una lección para todas las edades.
Declara que los derechos y la felicidad de estas relaciones deben res-
guardarse cuidadosamente, aun a costa de un gran sacrificio. Sara era
la verdadera esposa de Abraham. Ninguna otra persona debía com-
partir sus derechos de esposa y madre. Reverenciaba a su esposo, y en
este aspecto el Nuevo Testamento la presenta como un digno ejemplo.
Pero ella no quería compartir el afecto de Abraham con otra; y el Se-
ñor no la reprendió por haber exigido el destierro de su rival.
Tanto Abraham como Sara desconfiaron del poder de Dios, y este
error fue la causa del matrimonio con Agar. Dios había llamado a
Abraham para que fuera el padre de los fieles, y su vida había de servir
como ejemplo de fe para las generaciones futuras. Pero su fe no había
sido perfecta. Había manifestado desconfianza en Dios al ocultar el
hecho de que Sara era su esposa, y también al casarse con Agar.
17
Para que pudiera alcanzar la norma más alta, Dios lo sometió a
otra prueba, la mayor que se haya impuesto a hombre alguno. En una
visión nocturna se le ordenó ir a la tierra de Moria para ofrecer allí a
su hijo en holocausto en un monte que se le indicaría.
Cuando Abraham recibió esta orden, tenía ciento veinte años. Se
lo consideraba ya un anciano, aun en aquella generación. Antes había
sido fuerte para arrostrar penurias y peligros, pero ya se había desva-
necido el ardor de su juventud. En el vigor de la juventud, uno puede
enfrentar con valor dificultades y aflicciones capaces de hacerlo des-
mayar en la senectud, cuando sus pies se acercan vacilantes hacia la
tumba. Pero Dios había reservado a Abraham su última y más aflicti-
va prueba para el tiempo cuando la carga de los años pesaba sobre él
y anhelaba descansar de la ansiedad y el trabajo.
El patriarca moraba en Beerseba rodeado de prosperidad y honor.
Era muy rico y los soberanos de aquella tierra lo honraban como a un
príncipe poderoso. Miles de ovejas y vacas cubrían la llanura que se
extendía más allá de su campamento. Por todo lugar estaban las tien-
das de su séquito para albergar centenares de siervos fieles. El hijo de
la promesa había llegado a la edad viril junto a su padre. El cielo pa-
recía haber coronado de bendiciones la vida de sacrificio y paciencia
frente a la esperanza aplazada.
Por obedecer con fe, Abraham había abandonado su país natal, ha-
bía dejado atrás las tumbas de sus antepasados y la patria de su pa-
rentela. Había andado errante como peregrino por la tierra que sería
su heredad. Había esperado durante mucho tiempo el nacimiento
del heredero prometido. Por mandato de Dios, había desterrado a su
hijo Ismael. Y ahora que el hijo a quien había deseado durante tanto
tiempo entraba en la adultez, y el patriarca parecía estar a punto de
gozar de lo que había esperado, se hallaba frente a una prueba mayor
que todas las demás.
18
La orden fue expresada con palabras que debieron torturar angus-
tiosamente el corazón de aquel padre: “Toma ahora a tu hijo, tu único,
Isaac, a quien amas, vete a tierra de Moriah y ofrécelo allí en holo-
causto”. (Génesis 22:2). Isaac era la luz de su casa, el solaz de su vejez,
y sobre todo era el heredero de la bendición prometida. La pérdida
de este hijo por un accidente o alguna enfermedad habría partido el
corazón del amante padre; hubiera doblado de pesar su encanecida
cabeza; pero he aquí que se le ordenaba que con su pro- pia mano
derramara la sangre de ese hijo. Le parecía que se trataba de una es-
pantosa imposibilidad.
Satanás estaba listo para sugerirle que se engañaba, pues la ley divi-
na mandaba: “No matarás”, y Dios no habría de exigir lo que una vez
había prohibido. Abraham salió de su tienda y miró hacia el sereno
resplandor del firmamento despejado, y recordó la promesa que se le
había hecho casi cincuenta años antes, a saber, que su simiente sería
innumerable como las estrellas. Si se había de cumplir esta promesa
por medio de Isaac, ¿cómo podía matarlo? Abraham estuvo tenta-
do a creer que se engañaba. Dominado por la duda y la angustia, se
arrodilló y oró como nunca lo había hecho antes, para pedir que se
le confirmara si debía llevar a cabo o no esta terrible orden. Recordó
a los ángeles que fueron enviados para revelarle el propósito de Dios
sobre la destrucción de Sodoma, y que le prometieron este mismo
hijo Isaac. Vino al sitio donde varias veces se había encontrado con
los mensajeros celestiales, esperando hallarlos allí otra vez y recibir
más instrucción; pero ninguno de ellos vino en su ayuda. Parecía que
las tinieblas le habían cercado; pero la orden de Dios resonaba en sus
oídos: “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas”. Aquel man-
dato debía ser obedecido, y él no se atrevió a retardarse. La luz del día
se aproximaba, y debía ponerse en marcha.
Abraham regresó a su tienda, y fue al sitio donde Isaac dormía pro-
19
fundamente el tranquilo sueño de la juventud y la inocencia. Durante
unos instantes el padre miró el rostro amado de su hijo, y se alejó tem-
blando. Fue al lado de Sara, quien también dormía. ¿Debía despertar-
la, para que abrazara a su hijo por última vez? ¿Debía comunicarle la
exigencia de Dios? Anhelaba descargar su corazón compartiendo con
su esposa esta terrible responsabilidad; pero se vio cohibido por el
temor de que ella le pusiera obstáculos. Isaac era la delicia y el orgullo
de Sara; la vida de ella estaba ligada a él, y el amor materno podría
rehusar el sacrificio.
Abraham, por último, llamó a su hijo y le comunicó que había reci-
bido el mandato de ofrecer un sacrificio en una montaña distante. A
menudo había acompañado Isaac a su padre para adorar en algunos
de los distintos altares que señalaban su peregrinaje, de modo que
este llamamiento no lo sorprendió, y pronto terminaron los prepa-
rativos para el viaje. Se alistó la leña y se la cargó sobre un asno, y
acompañados de dos siervos iniciaron el viaje.
Padre e hijo caminaban el uno junto al otro en silencio. El patriar-
ca, reflexionando en su pesado secreto, no tenía valor para hablar.
Pensaba en la amante y orgullosa madre, y en el día en que él habría
de regresar solo adonde ella estaba. Sabía muy bien que, al quitarle la
vida a su hijo, el cuchillo heriría el corazón de ella.
Aquel día, el más largo en la vida de Abraham, llegó lentamente a
su fin. Mientras su hijo y los siervos dormían, él pasó la noche en ora-
ción, todavía con la esperanza de que algún mensajero celestial vinie-
ra a decirle que la prueba era ya suficiente, que el joven podía regresar
sano y salvo a su madre. Pero su alma torturada no recibió alivio.
Pasó otro largo día y otra noche de humillación y oración, mientras la
orden que lo iba a dejar sin hijo resonaba en sus oídos. Satanás estaba
muy cerca de él susurrándole palabras llenas de dudas e incredulidad;
pero Abraham rechazó sus sugerencias. Cuando se disponían a iniciar
20
la jornada del tercer día, el patriarca, mirando hacia el norte, vio la
señal prometida, una nube de gloria, que cubría el monte Moria, y
comprendió que la voz que le había hablado procedía del cielo.
Ni aun entonces murmuró Abraham contra Dios, sino que forta-
leció su alma espaciándose en las evidencias de la bondad y la fideli-
dad de Dios. Se le había dado este hijo inesperadamente; y el que le
había dado este precioso regalo ¿no tenía derecho a reclamar lo que
era suyo? Entonces su fe le repitió la promesa: “En Isaac te será lla-
mada descendencia” (Génesis 21:12), una descendencia in- contable,
numerosa como la arena de las playas del mar. Isaac era el hijo de un
milagro, y ¿no podía devolverle la vida el poder que se la había dado?
Mirando más allá de lo visible, Abraham comprendió la divina pala-
bra, “porque pensaba que Dios es poderoso para levantar aun de entre
los muertos”. Hebreos 11:19.
No obstante, únicamente Dios pudo comprender la grandeza del
sacrificio de aquel padre al acceder a que su hijo muriese; Abraham
deseó que nadie sino Dios presenciara la escena de la despedida.
Ordenó a sus siervos que permanecieran atrás, diciéndoles: “Yo y el
muchacho iremos hasta allí, y adoraremos, y volveremos a vosotros”.
Isaac, que iba a ser sacrificado, cargó con la leña; el padre llevó el cu-
chillo y el fuego, y juntos ascendieron a la cima del monte. El joven
iba silencioso, deseando saber de dónde vendría la víctima, ya que los
rebaños y los ganados habían quedado muy lejos. Finalmente dijo:
“Padre mío [...] tenemos el fuego y la leña, más ¿dónde está el cordero
para el holocausto?” ?” ¡Oh, qué prueba tan terrible era esta! ¡Cómo
hirieron el corazón de Abraham esas dulces palabras: “Padre mío!”
No, todavía no podía decirle, así que le contestó: “Dios proveerá de
cordero para el holocausto, hijo mío”. (Génesis 22:5-8).
En el sitio indicado construyeron el altar, y pusieron sobre él la
leña. Entonces, con voz temblorosa, Abraham reveló a su hijo el men
21
saje divino. Con terror y asombro Isaac se enteró de su destino; pero
no ofreció resistencia. Habría podido escapar a esta suerte si lo hu-
biera querido; el anciano, agobiado de dolor, cansado por la lucha de
aquellos tres días terribles, no habría podido oponerse a la voluntad
del joven vigoroso. Pero desde la niñez se le había enseñado a Isaac
a obedecer pronta y confiadamente, y cuando el propósito de Dios le
fue manifestado, lo aceptó con sumisión voluntaria. Participaba de
la fe de Abraham, y consideraba como un honor el ser llamado a dar
su vida en holocausto a Dios. Con ternura trató de aliviar el dolor de
su padre, y animó sus debilitadas manos para que ataran las cuerdas
que lo sujetarían al altar. Por fin se dicen las últimas palabras de amor,
derraman las últimas lágrimas, y se dan el último abrazo. El padre
levanta el cuchillo para dar muerte a su hijo, y de repente su brazo es
detenido. Un ángel del Señor llama al patriarca desde el cielo: “Abra-
ham, Abraham”. Él contesta en seguida: “Aquí estoy”. De nuevo se oye
la voz: “No extiendas tu mano sobre el muchacho ni le hagas nada,
pues ya sé que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste a tu hijo, tu
único hijo”. (Vers. 11, 12). Entonces Abraham vio “un carnero a sus
espaldas trabado en un zarzal”, y en seguida trajo la nueva víctima y
la ofreció “en lugar de su hijo”. Lleno de felicidad y gratitud, Abraham
dio un nuevo nombre a aquel lugar sagrado y lo llamó “Jehová Yireh”,
o sea, “Jehová proveerá”. (Vers. 13, 14).
En el monte Moria Dios renovó su pacto con Abraham y confirmó
con un solemne juramento la bendición que le había prometido a él y
a su descendencia por todas las generaciones futuras. “Por mí mismo
he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto y no me has re-
husado a tu hijo, tu único hijo, de cierto te bendeciré y multiplicaré tu
descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la
orilla del mar; tu descendencia se adueñará de las puertas de sus ene-
migos. En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra,
22
por cuanto obedeciste a mi voz”. (Génesis 22:16-18).
El gran acto de fe de Abraham descuella como un fanal de luz, que
ilumina el sendero de los siervos de Dios en las edades subsiguientes.
Abraham no buscó excusas para no hacer la voluntad de Dios. Du-
rante aquel viaje de tres días tuvo tiempo suficiente para razonar, y
para dudar de Dios si hubiera estado inclinado a hacerlo. Pudo pensar
que, si mataba a su hijo, se le consideraría asesino, como un segundo
Caín, lo cual haría que sus enseñanzas fueran desechadas y menos-
preciadas, y de esa manera se destruiría su facultad de beneficiar a sus
semejantes. Pudo alegar que la edad lo eximía de obedecer. Pero el
patriarca no recurrió a ninguna de estas excusas. Abraham era huma-
no, y sus pasiones y sus inclinaciones eran como las nuestras; pero no
se detuvo a inquirir cómo se cumpliría la promesa si Isaac moría. No
se detuvo a discutir con su dolorido corazón. Sabía que Dios es justo
y recto en todos sus requerimientos, y obedeció el mandato al pie de
la letra.
“Abraham creyó a Dios y le fue contado por justicia, y fue llamado
amigo de Dios”. (Santiago 2:23). San Pablo dice: “Sabed, por tanto,
que los que tienen fe, estos son hijos de Abraham”. (Gálatas 3:7). Pero
la fe de Abraham se manifestó por sus obras. “¿No fue justificado por
las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre
el altar? ¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras y que la fe se
perfeccionó por las obras?”. (Santiago 2:21, 22).
Son muchos los que no comprenden la relación que existe entre la
fe y las obras. Dicen: “Cree solamente en Cristo, y estarás seguro. No
tienes necesidad de guardar la ley”. Pero la verdadera fe se manifiesta
mediante la obediencia. Cristo dijo a los judíos incrédulos. “Si fuerais
hijos de Abraham, las obras de Abraham haríais”. (Juan 8:39).
Y tocante al padre de los fieles el Señor declara: “Oyó Abraham mi
voz, y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos y mis
23
leyes”. (Génesis 26:5). El apóstol Santiago dice: “Así también la fe, si no
tiene obras, está completamente muerta”. (Santiago 2:17). Y Juan, que
habla tan minuciosamente sobre el amor, nos dice: “Este es el amor a
Dios: que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son
gravosos”. (1 Juan 5:3).
Mediante símbolos y promesas, Dios “evangelizó antes a Abraham”.
(Gálatas 3:8). Y la fe del patriarca se fijó en el Redentor que había de
venir. Cristo dijo a los judíos: “Abraham, vuestro padre, se gozó de
que había de ver mi día; y lo vio y se gozó”. (Juan 8:56). El carnero
ofrecido en lugar de Isaac representaba al Hijo de Dios, que había de
ser sacrificado en nuestro lugar. Cuando el hombre estaba condenado
a la muerte por su transgresión de la ley de Dios, el Padre, mirando a
su Hijo, dijo al pecador: “Vive, he hallado un rescate”.
Dios mandó a Abraham a sacrificar a su único hijo, no tan solo
para probar su fe, sino también para grabar en la mente del patriarca
la verdad del evangelio. La agonía que sufrió durante los aciagos días
de aquella terrible prueba fue permitida para que comprendiera por
su propia experiencia algo de la grandeza del sacrificio que haría por
el Dios infinito en favor de la redención del hombre. Ninguna otra
prueba podría haber causado a Abraham tanta angustia como la que
le causó el ofrecer a su hijo.
Dios entregó a su Hijo para que muriera en la agonía y la ver- güen-
za. A los ángeles que presenciaron la humillación y la angustia del
Hijo de Dios, no se les permitió intervenir como en el caso de Isaac.
No hubo voz que clamara: “¡Basta!” El Rey de la gloria en- tregó su
vida para salvar a la raza caída. ¿Qué mayor prueba se puede dar del
infinito amor y de la compasión de Dios? “El que no escatimó ni a su
propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos
dará también con él todas las cosas?” (Romanos 8:32).

24
El sacrificio exigido a Abraham no fue solamente para su propio
bien ni tampoco exclusivamente para el beneficio de las futuras gene-
raciones; sino también para instruir a los seres sin pecado del cielo y
de otros mundos. El campo de batalla entre Cristo y Satanás, el terre-
no en el cual se desarrolla el plan de la redención, es el libro de texto
del universo. Por haber demostrado Abraham falta de fe en las pro-
mesas de Dios, Satanás lo había acusado ante los ángeles y ante Dios
de no ser digno de sus bendiciones. Dios deseaba probar la lealtad de
su siervo ante todo el cielo, para demostrar que no se puede aceptar
algo inferior a la obediencia perfecta y para revelar más plenamente
el plan de la salvación.
Los seres celestiales fueron testigos de la escena en que se proba-
ron la fe de Abraham y la sumisión de Isaac. La prueba fue mucho
más severa que la impuesta a Adán. La obediencia a la prohibición
hecha a nuestros primeros padres no entrañaba ningún sufrimiento;
pero la orden dada a Abraham exigía el más atroz sacrificio. Todo
el cielo presenció, absorto y maravillado, la intachable obediencia de
Abraham. Todo el cielo aplaudió su fidelidad. Se demostró que las
acusaciones de Satanás eran falsas. Dios declaró a su siervo: “Ya sé
que temes a Dios [a pesar de las denuncias de Satanás], por cuanto no
me has rehusado a tu hijo, tu único”. El pacto de Dios, confirmado a
Abraham mediante un juramento ante los seres de los otros mundos,
atestiguó que la obediencia será premiada. Había sido difícil aun para
los ángeles comprender el misterio de la redención, entender que el
Soberano del cielo, el Hijo de Dios, debía morir por el hombre culpa-
ble. Cuando a Abraham se le mandó a ofrecer a su hijo en sacrificio,
se despertó el interés de todos los seres celestiales. Con intenso fervor,
observaron cada paso dado en cumplimiento de ese mandato. Cuan-
do a la pregunta de Isaac: “¿Dónde está el cordero para el holocausto?”
Abraham contestó: “Dios proveerá cordero”; y cuando fue detenida la
25
mano del padre en el momento mismo en que estaba por sacrificar a
su hijo y el carnero que Dios había provisto fue ofrecido en lugar de
Isaac, entonces se derramó luz sobre el misterio de la redención, y aun
los ángeles comprendieron más claramente las medidas admirables
que había tomado Dios para salvar al hombre. (Véase 1 Pedro 1:12).

26
José y sus hermanos
Este capítulo está basado en Génesis 41:54; 42 y 50.

Cuando se iniciaron los años fructíferos comenzaron los prepara-


tivos para el hambre que se aproximaba. Bajo la dirección de José, se
construyeron inmensos graneros en los lugares principales de todo
Egipto, y se hicieron amplios preparativos para conservar el exceden-
te de la esperada cosecha. Se siguió el mismo procedimiento durante
los siete años de abundancia hasta que la cantidad de granos guarda-
dos era incalculable.
Y luego, de acuerdo con la predicción de José, comenzaron los sie-
te años de escasez. “Hubo hambre en todos los países, pero en toda
la tierra de Egipto había pan. Cuando se sintió el hambre en toda la
tierra de Egipto, el pueblo clamó por pan al faraón. Y dijo el faraón
a todos los egipcios: “Id a José, y haced lo que él os diga”. Cuando el
hambre se extendió por todo el país, abrió José todos los graneros
donde estaba el trigo, y lo vendía a los egipcios”. (Génesis 41:54-56)
El hambre se extendió a la tierra de Canaán, y fue muy severa en la
región donde moraba Jacob. Habiendo oído hablar de la abundante
provisión hecha por el rey de Egipto, diez de los hijos de Jacob se tras-
ladaron allá para comprar granos. Al llegar, los llevaron a ver al virrey,
y juntamente con otros solicitantes se presentaron ante el gobernador
de la tierra, y “se inclinaron a él rostro en tierra”. (Véase Génesis 42-
50).
“Reconoció, pues, José a sus hermanos, pero ellos no lo recono-
cieron”. Su nombre hebreo había sido cambiado por el que le había
puesto el rey; y había muy poca semejanza entre el primer ministro
de Egipto y el muchacho a quien ellos habían vendido a los ismaelitas.
Al ver a sus hermanos inclinándose y saludándolo con reverencias,

27
José recordó sus sueños, y las escenas del pasado se presentaron viva-
mente ante él. Su mirada penetrante, al examinar el grupo, descubrió
que Benjamín no estaba entre ellos. ¿Habría sido él también víctima
de la traicionera crueldad de aquellos hombres rudos? Decidió averi-
guar la verdad. “Espías sois -les dijo severamente-; para ver las regio-
nes indefensas del país habéis venido”. (Génesis 42:9).
Contestaron ellos: “No, señor nuestro, sino que tus siervos han ve-
nido a comprar alimentos. Todos nosotros somos hijos del mismo
padre y somos hombres honrados; tus siervos nunca fueron espías”.
José deseaba saber si todavía tenían el mismo espíritu arrogante
que cuando él estaba con ellos, y también quería obtener alguna in-
formación respecto a su hogar; no obstante, sabía muy bien cuán en-
gañosas podían ser las declaraciones que ellos hicieran. Los acusó de
nuevo, y contestaron: “Tus siervos somos doce hermanos, hijos de un
varón en la tierra de Canaán; y he aquí el menor está hoy con nuestro
padre, y otro no parece”.
Fingiendo dudar de la veracidad de lo que decían y considerarlos
aún como espías, el gobernador declaró que los probaría, exigiendo
que permanecieran en Egipto hasta que uno de ellos fuera a traer a su
hermano menor. Si no consentían en hacer esto, serían tratados como
espías.
Pero los hijos de Jacob no podían aceptar tal arreglo, puesto que el
tiempo que se necesitaba para cumplirlo haría padecer a sus familias
por falta de alimento; y ¿cuál de ellos emprendería el viaje en solitario,
dejando a sus hermanos en la prisión? ¿Cómo haría frente a su padre
en tales circunstancias? Parecía posible que se los condenara a muer-
te o que se los hiciera esclavos; y si traían a Benjamín, tal vez sería
solamente para que participara de la suerte de los demás hermanos.
Decidieron permanecer allí y sufrir juntos, más bien que aumentar la
tristeza de su padre con la pérdida del único hijo que le quedaba. Por
28
lo tanto, se los puso en la cárcel, donde permanecieron tres días.
Durante los años en que José había estado separado de sus herma-
nos, estos hijos de Jacob habían cambiado de carácter. Habían sido
envidiosos, turbulentos, engañosos, crueles y vengativos; pero ahora,
al ser probados por la adversidad, se mostraron desinteresados, fieles
el uno al otro, consagrados a su padre y sujetos a su autoridad, aunque
ya tenían bastante edad.
Los tres días que pasaron en la prisión egipcia fueron para ellos
de amarga tristeza, mientras reflexionaban en sus pecados pasados.
Porque a menos que se presentara Benjamín, su condenación como
espías parecía segura, y tenían poca esperanza de obtener que su pa-
dre aceptara enviar a Benjamín.
Al tercer día, José hizo llevar a sus hermanos ante él. No se atrevía
a detenerlos por más tiempo. Su padre y las familias que estaban con
él podían estar sufriendo por la escasez de alimentos. “Haced esto
y vivid: Yo temo a Dios. Si sois hombres honrados, uno de vuestros
hermanos se quedará en la cárcel, mientras los demás vais a llevar el
alimento para remediar el hambre de vuestra familia. Pero traeréis
a vuestro hermano menor; así serán verificadas vuestras palabras y
no moriréis”. Ellos aceptaron esta propuesta, aunque expresaban poca
esperanza de que su padre permitiera a Benjamín volver con ellos.
José se había comunicado con ellos mediante un intérprete, y sin
sospechar que el gobernador los comprendía, conversaron libremente
el uno con el otro en su presencia. Se acusaron mutuamente de cómo
habían tratado a José: “Verdaderamente hemos pecado contra nues-
tro hermano, pues vimos la angustia de su alma cuando nos rogaba
y no lo escuchamos; por eso ha venido sobre nosotros esta angustia”.
Rubén que había querido librarlo en Dotán, agregó: “No os hablé yo
y dije: “No pequéis contra el joven, pero no me escuchasteis; por eso
ahora se nos demanda su sangre”.
29
José, que escuchaba, no pudo dominar su emoción, y salió y lloró.
Al volver, ordenó que se atara a Simeón ante ellos, y lo mandó a la
cárcel. En el trato cruel hacia su hermano, Simeón había sido el insti-
gador y protagonista, y por esta razón la elección recayó sobre él.
Antes de permitir la salida de sus hermanos, José ordenó que se
les diera abundante cereal, y que el dinero de cada uno fuera puesto
secretamente en la boca de su saco. Se les proporcionó también fo-
rraje para sus bestias para el viaje de regreso. En el camino, uno de
ellos, al abrir su saco, se sorprendió al encontrar su bolsa de plata.
Al anunciarlo a los otros, se sintieron alarmados y perplejos, y se di-
jeron el uno al otro: “¿Qué es esto que Dios nos ha hecho?” ¿Debían
considerarlo como una demostración de la bondad del Señor, o que
él lo había permitido para castigarlos por sus pecados y afligirlos más
hondamente todavía? Reconocían que Dios había visto sus pecados, y
que ahora estaba castigándolos.
Jacob esperaba ansiosamente el regreso de sus hijos, y a su regreso
todo el campamento se reunió anhelante alrededor de ellos mientras
relataban a su padre todo lo que había ocurrido. La alarma y el recelo
llenaron el corazón de todos. La conducta del gobernador egipcio su-
gería que algo no andaba bien, y sus temores se confirmaron, cuando
al abrir los sacos cada uno encontró su dinero. En su angustia el an-
ciano padre exclamó: “Me habéis privado de mis hijos: José no apare-
ce, Simeón tampoco y ahora os llevaréis a Benjamín. Estas cosas aca-
barán conmigo. Rubén respondió a su padre: “Quítales la vida a mis
dos hijos, si no te lo devuelvo. Confíamelo a mí y yo te lo devolveré””.
Estas palabras temerarias no aliviaron la preocupación de Jacob. Su
respuesta fue: “No descenderá mi hijo con vosotros, pues su hermano
ha muerto y él ha quedado solo; si le acontece algún desastre en el
camino por donde vais, haréis descender mis canas con dolor al seol”.

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Pero la sequía continuaba, y al cabo de cierto tiempo la provisión
de granos que habían traído de Egipto estaba casi agotada. Los hijos
de Jacob sabían muy bien que sería vano regresar a Egipto sin Benja-
mín. Tenían poca esperanza de cambiar la resolución del padre, y es-
peraban la crisis en silencio. La sombra del hambre se hacía cada vez
más oscura; en los rostros ansiosos de todo el campamento el anciano
leyó su necesidad; por fin dijo: “Volved, y comprad para nosotros un
poco de alimento”.
Judá contestó: “Aquel hombre nos advirtió con ánimo resuelto: “No
veréis mi rostro si no traéis a vuestro hermano con vosotros”. Si en-
vías a nuestro hermano con nosotros, descenderemos y te comprare-
mos alimento. Pero si no lo envías, no descenderemos, porque aquel
hombre nos dijo: “No veréis mi rostro si no traéis a vuestro hermano
con vosotros””. (Génesis 43:3-5). Viendo que la resolución de su pa-
dre empezaba a vacilar, agregó: “Envía al joven conmigo; nos levan-
taremos e iremos enseguida, a fin de que vivamos y no muramos, ni
nosotros, ni tú, ni nuestros niños” y se ofreció como garante de su
hermano, comprometiéndose a aceptar la culpa para siempre si no
devolvía a Benjamín a su padre.
Jacob no pudo negar su consentimiento por más tiempo, y ordenó
a sus hijos que se prepararan para el viaje. También les mandó que
llevaran al gobernador un regalo de las cosas que podía proporcionar
aquel país devastado por el hambre, “un poco de bálsamo, un poco
de miel, aromas y mirra, nueces y almendras”, y también una canti-
dad doble de dinero. “Asimismo tomad también a vuestro hermano, y
levantaos, y volved a aquel hombre”. Cuando sus hijos se disponían a
emprender su incierto viaje, el anciano padre se puso de pie, y levan-
tando los brazos al cielo pronunció esta oración: Cuando sus hijos se
disponían a emprender su incierto viaje, el anciano padre se puso de
pie, y levantando los brazos al cielo pronunció esta oración: “Que el
31
Dios omnipotente haga que ese hombre tenga misericordia de voso-
tros, y os suelte al otro hermano vuestro y a este Benjamín. Y si he de
ser privado de mis hijos, que lo sea”.
De nuevo viajaron a Egipto, y se presentaron ante José. Cuando vio
a Benjamín, el hijo de su propia madre, se conmovió profundamente.
Sin embargo, ocultó su emoción, y ordenó que los llevaran a su casa,
e hicieran preparativos para que comieran con él.
Al ser llevados al palacio del gobernador, los hermanos se alarma-
ron grandemente, temiendo que se los llamara a cuenta por el dinero
encontrado en los sacos. Creyeron que pudo haber sido puesto allí
intencionalmente, con el fin de tener una excusa para convertirlos
en esclavos. En su angustia, consultaron al mayordomo de la casa,
y le explicaron las circunstancias de su visita a Egipto; y en prueba
de su inocencia le informaron que habían traído de vuelta el dinero
encontrado en los sacos, y también más dinero para comprar alimen-
tos; y agregaron: “No sabemos quién haya puesto nuestro dinero en
nuestros costales”. El hombre contestó: “Paz a vosotros, no temáis.
Vuestro Dios y el Dios de vuestro padre os puso ese tesoro en vuestros
costales; yo recibí vuestro dinero”. Su ansiedad se alivió, y cuando se
les unió Simeón, que había sido libertado de su prisión, creyeron que
Dios era realmente misericordioso con ellos.
Cuando el gobernador volvió a verlos, le presentaron sus regalos,
y humildemente se inclinaron a él a tierra. José recordó nuevamente
sus sueños, y después de saludar a sus huéspedes, se apresuró a pre-
guntarles: “¿Vuestro padre, el anciano que dijisteis, lo pasa bien? ¿Vive
todavía? Ellos respondieron: “Tu siervo, nuestro padre, está bien; aún
vive”. Y se inclinaron e hicieron reverencia”. Entonces sus ojos se fija-
ron en Benjamín, y dijo: “¿Es éste vuestro hermano menor, de quien
me hablasteis?... Dios tenga misericordia de ti, hijo mío”. Pero abru-
mado por sus sentimientos de ternura, no pudo decir más. " Y entró a
32
habitación, y lloró allí”.
Después de recobrar el dominio de sí mismo, volvió, y todos pro-
cedieron al festín. De acuerdo con las leyes de casta, a los egipcios
se les prohibía comer con gente de cualquier otra nación. A los hijos
de Jacob, por lo tanto, se les asignó una mesa separada, mientras que
el gobernador, debido a su alta jerarquía, comía solo, y los egipcios
también comían en mesas aparte. Cuando todos estaban sentados, los
hermanos se sorprendieron al ver que estaban dispuestos en orden
exacto, conforme a sus edades. “José tomó viandas de delante de sí
para ellos; pero la porción de Benjamín era cinco veces mayor que
la de cualquiera de los demás”. Mediante esta demostración de favor
en beneficio de Benjamín, José esperaba averiguar si sentían hacia
el hermano menor la envidia y el odio que le habían manifestado a
él. Creyendo todavía que José no comprendía su lengua, los herma-
nos conversaron libremente entre ellos; de modo que le dieron buena
oportunidad de conocer sus verdaderos sentimientos. Deseaba pro-
barlos aún más, y antes de su partida ordenó que ocultaran su propia
copa de plata en el saco del menor.
Alegremente emprendieron su viaje de regreso. Simeón y Benjamín
iban con ellos; sus animales iban cargados de cereales, y todos creían
que habían escapado felizmente de los peligros que parecieron ro-
dearlos. Pero apenas habían llegado a las afueras de la ciudad cuando
fueron alcanzados por el mayordomo del gobernador, quien les hizo
la hiriente pregunta: “¿Por qué habéis pagado mal por bien? ¿Por qué
habéis robado mi copa de plata? ¿No es esta en la que bebe mi señor,
y la que usa para adivinar? ¡Habéis hecho mal al hacer esto!” (VM).
Se suponía que esa copa poseía el poder de descubrir cualquier sus-
tancia venenosa que se colocara en ella. En aquel entonces, las copas
de esta clase eran altamente apreciadas como una protección contra
el envenenamiento.
33
A la acusación del mayordomo los viajeros contestaron: “¿Por qué
dice nuestro señor tales cosas? Nunca tal hagan tus siervos. Si el dine-
ro que hallamos en la boca de nuestros costales te lo volvimos a traer
desde la tierra de Canaán, ¿cómo íbamos a hurtar de casa de tu señor
plata ni oro? Aquel de tus siervos a quien se le encuentre la copa,
que muera, y aun nosotros seremos siervos de mi señor. Entonces el
mayordomo dijo: “También ahora sea conforme a vuestras palabras:
aquel a quien se le encuentre será mi siervo; los demás quedaréis sin
culpa””.
En seguida se inició la búsqueda. “Ellos entonces se dieron prisa,
bajó cada uno su costal a tierra y cada cual abrió el suyo”. Y el mayor-
domo los examinó a todos; comenzando con Rubén, siguió en orden
hasta llegar al menor. La copa se encontró en el saco de Benjamín.
Los hermanos desgarraron su ropa en señal de profundo dolor, y
regresaron lentamente a la ciudad. De acuerdo con su propia prome-
sa, Benjamín estaba condenado a una vida de esclavitud. Siguieron
al mayordomo hasta el palacio, y encontrando al gobernador todavía
allí, se postraron ante él. “¿Qué acción es esta que habéis hecho? -dijo-
¿No sabéis que un hombre como yo sabe adivinar?” José se proponía
obtener de ellos un reconocimiento de su pecado. Jamás había preten-
dido poseer el poder de adivinar, pero quería hacerles creer que podía
leer los secretos de su vida.
Judá contestó: “¿Qué diremos a mi señor? ¿Qué hablaremos o con
qué nos justificaremos? Dios ha hallado la maldad de tus siervos. No-
sotros somos siervos de mi señor, nosotros y también aquel en cuyo
poder se halló la copa”.
“Nunca haga yo tal cosa -fue la respuesta-. El hombre en cuyo po-
der se halló la copa, ese será mi siervo; vosotros id en paz junto a
vuestro padre”.

34
En su profundo dolor, Judá se acercó al gobernador y exclamó:
“¡Ay, señor mío!, te ruego que permitas a tu siervo decir una palabra
a oídos de mi señor, y no se encienda tu enojo contra tu siervo, pues
tú eres como el faraón”. Con palabras de conmovedora elocuencia
describió el profundo pesar de su padre por la pérdida de José, y su
rechazo a permitir que Benjamín viajara con ellos a Egipto, pues era
el único hijo que le quedaba de su madre Raquel, a quien Jacob había
amado tan tiernamente. “Ahora, pues, cuando vuelva yo a tu siervo,
mi padre, si el joven no va conmigo, como su vida está ligada a la vida
de él, sucederá que cuando no vea al joven, morirá; y tus siervos harán
que con dolor desciendan al seol las canas de nuestro padre, tu siervo.
Como tu siervo salió fiador del joven ante mi padre, diciendo: “Si no
te lo traigo de vuelta, entonces yo seré culpable ante mi padre para
siempre”, por eso te ruego que se quede ahora tu siervo en lugar del
joven como siervo de mi señor, y que el joven vaya con sus hermanos,
pues ¿cómo volveré yo a mi padre sin el joven? No podré, por no ver
el mal que sobrevendrá a mi padre”.
José estaba satisfecho. Había visto en sus hermanos los frutos del
verdadero arrepentimiento. Al oír el noble ofrecimiento de Judá, or-
denó que todos excepto estos hombres se retiraran; entonces, lloran-
do en alta voz, exclamó: “Yo soy José: ¿Vive aún mi padre?”
Sus hermanos permanecieron inmóviles, mudos de temor y asom-
bro. ¡El gobernador de Egipto era su hermano José, a quien por envi-
dia habían querido asesinar, y a quien por fin habían vendido como
esclavo! Todos los tormentos que le habían hecho sufrir pasaron ante
ellos. Recordaron cómo habían menospreciado sus sueños, y cómo
habían luchado por evitar que se cumplieran. Sin embargo, habían
participado en el cumplimiento de esos sueños; y ahora estaban por
completo a merced de él, y sin duda alguna, él se vengaría del daño
que había sufrido.
35
Viendo su confusión, les dijo amablemente: “Acercaos ahora a mí”,
y cuando se acercaron, él prosiguió: “Yo soy José vuestro hermano
el que vendisteis a los egipcios. Ahora pues, no os entristezcáis, ni
os pese de haberme vendido acá; porque para salvar vidas me envió
Dios delante de vosotros”. Considerando que ya habían sufrido ellos
lo suficiente por su crueldad hacia él, noblemente trató de desvanecer
sus temores y de reducir la amargura de su remordimiento.
“Pues ya ha habido dos años de hambre en medio de la tierra, y aún
quedan cinco años en los cuales no habrá arada ni siega. Dios me en-
vió delante de vosotros para que podáis sobrevivir sobre la tierra, para
daros vida por medio de una gran liberación. Así, pues, no me envias-
teis acá vosotros, sino Dios, que me ha puesto por padre del faraón,
por señor de toda su casa y por gobernador en toda la tierra de Egipto.
Daos prisa, id a mi padre y decidle: “Así dice tu hijo José: Dios me ha
puesto por señor de todo Egipto; ven a mí, no te detengas. Habitarás
en la tierra de Gosén, y estarás cerca de mí, tú, tus hijos y los hijos de
tus hijos, tus ganados y tus vacas, y todo lo que tienes. Allí te alimen-
taré, pues aún quedan cinco años de hambre, para que no perezcas de
pobreza tú, tu casa y todo lo que tienes”. Vuestros ojos ven, y también
los ojos de mi hermano Benjamín, que mi boca os habla. Haréis, pues,
saber a mi padre toda mi gloria en Egipto, y todo lo que habéis visto.
. ¡Daos prisa, y traed a mi padre acá! José se echó sobre el cuello de su
hermano Benjamín y lloró; también Benjamín lloró sobre su cuello.
Luego besó a todos sus hermanos y lloró sobre ellos. Después de esto,
sus hermanos hablaron con él”. Confesaron humildemente su pecado,
y le pidieron perdón. Durante mucho tiempo habían sufrido ansiedad
y remordimiento, y ahora se llenaron de gozo al ver que José estaba
vivo.
La noticia de lo que había ocurrido pronto llegó a oídos del rey,
quien, anheloso de manifestar su gratitud a José, confirmó la invita-
36
ción del gobernador a su familia, diciendo: “La riqueza de la tierra de
Egipto será vuestra”. Los hermanos de José fueron enviados con gran
provisión de alimentos y carruajes, y todo lo necesario para trasladar
a Egipto a todas sus familias y las personas que dependían de ellas.
José hizo regalos más valiosos a Benjamín que a los otros hermanos.
Luego, temiendo que sobrevinieran disputas entre ellos durante el
viaje de regreso, cuando estaban por partir les dio el encargo: “No
riñáis por el camino”.
Los hijos de Jacob volvieron a su padre con la grata noticia: “¡José
aún vive!, y él es señor en toda la tierra de Egipto”. Al principio el
anciano se sintió abrumado. No podía creer lo que oía; pero al ver la
larga caravana de carros y animales cargados, y a Benjamín otra vez
con él, se convenció, y lleno de gozo, exclamó: “Con esto me basta
¡José, mi hijo, vive todavía! Iré y lo veré antes de morir”.
Quedaba otro acto de humillación para los diez hermanos. Con-
fesaron a su padre el engaño y la crueldad que durante tantos años
habían amargado la vida de él y la de ellos. Jacob no los había creído
capaces de tan vil pecado, pero vio que todo había sido dirigido para
bien, y perdonó y bendijo a sus descarriados hijos.
Muy pronto el padre y los hijos, con sus familias, sus rebaños y
manadas, y muchos asistentes, se pusieron en camino a Egipto. Viaja-
ron con corazón regocijado, y cuando llegaron a Beerseba el patriarca
ofreció sacrificios de agradecimiento, e imploró al Señor que les otor-
gara una garantía de que iría con ellos. En una visión nocturna recibió
la divina palabra: “No temas descender a Egipto, porque allí haré de
ti una gran nación. Yo descenderé contigo a Egipto, y yo también te
haré volver”.
La promesa: “No temas de descender a Egipto, porque yo te pondré
allí en gran gente”, era muy significativa. Se había prometido que su
descendencia sería tan numerosa como las estrellas; pero hasta enton
37
entonces el pueblo elegido había aumentado lentamente. Y la tierra
de Canaán no ofrecía en ese tiempo campo propicio para el desarro-
llo de la nación que se había predicho. Estaba en posesión de tribus
paganas poderosas que no habrían de ser desalojadas hasta “la cuarta
generación”. De haber quedado allí, para convertirse en un pueblo
numeroso, los descendientes de Israel habrían tenido que expulsar
a los habitantes de la tierra o dispersarse entre ellos. Conforme a la
disposición divina, no podían hacer lo primero; y si se mezclaban con
los cananeos, se expondrían a ser seducidos por la idolatría. Egipto,
sin embargo, ofrecía las condiciones necesarias para el cumplimiento
del propósito divino. Se les ofrecía allí un sector del país bien regado y
fértil, con todas las ventajas necesarias para un rápido crecimiento. Y
la antipatía que habían de encontrar en Egipto debido a su ocupación,
porque para “los egipcios es abominación todo pastor de ovejas”, les
permitiría seguir siendo un pueblo distinto y separado, y serviría para
impedirles que participaran en la idolatría egipcia.
Al llegar a Egipto, la compañía se dirigió a la tierra de Gosén. Allí
fue José en su carro oficial, acompañado de un séquito principesco.
Olvidó el esplendor de su ambiente y la dignidad de su posición; un
solo pensamiento llenaba su mente, un anhelo conmovía su corazón.
Cuando divisó la llegada de los viajeros, no pudo ya reprimir el amor
cuyos anhelos había sofocado durante tan largos años. Saltó de su ca-
rro, y corrió a dar la bienvenida a su padre. “Se echó sobre su cuello,
y sobre su cuello lloró largamente. Entonces Israel dijo a José: “Muera
yo ahora, ya que he visto tu rostro y sé que aún vives””.
José llevó a cinco de sus hermanos para presentarlos al faraón, y
para que se les diera la tierra en que iban a establecer sus hogares. La
gratitud hacia su primer ministro induciría al monarca a honrarlos
con nombramientos para ocupar cargos oficiales; pero José, leal al
culto de Jehová, trató de salvar a sus hermanos de las tentaciones a
38
que se expondrían en una corte pagana; por consiguiente, les acon-
sejó que cuando el rey les preguntara, le dijeran francamente su ocu-
pación. Los hijos de Jacob siguieron este consejo, teniendo cuidado
también de manifestar que habían venido a morar temporalmente en
la tierra, y no a permanecer allí, reservándose de esa manera el de-
recho de marcharse cuando lo desearan. El rey les asignó un lugar,
como había ofrecido, en lo mejor del país, en la tierra de Gosén.
Poco tiempo después, José llevó también a su padre para presen-
tarlo al rey. El patriarca era extraño al ambiente de las cortes reales;
pero en medio de las sublimes escenas de la naturaleza había tenido
comunión con el Monarca más poderoso; y ahora con consciente su-
perioridad, alzó las manos y bendijo al faraón.
En su primer saludo a José, Jacob habló como si con esta conclusión
jubilosa de su largo dolor y ansiedad, estuviera listo para morir. Pero
todavía se le otorgaron diecisiete años en el quieto retiro de Gosén.
Estos años fueron un feliz contraste con los que los habían precedido.
Jacob vio en sus hijos evidencias de un verdadero arrepentimiento.
Vio a su familia rodeada de todas las condiciones necesarias para con-
vertirse en una gran nación; y su fe se afirmó en la segura promesa
de su futuro establecimiento en Canaán. Él mismo estaba rodeado de
todas las demostraciones de amor y favor que el primer ministro de
Egipto podía dispensar; y feliz en la compañía de su hijo por tanto
tiempo perdido, descendió quieta y apaciblemente al sepulcro.
Cuando sintió que se aproximaba la muerte, mandó llamar a José.
Aferrándose siempre con firmeza a la promesa de Dios referente a la
posesión de Canaán, dijo: “Te ruego que no me entierres en Egipto.
Cuando duerma con mis padres, me llevarás de Egipto y me sepul-
tarás en el sepulcro de ellos”. José prometió hacerlo, pero Jacob no
estaba satisfecho con esto; le pidió que le jurara solemnemente que lo
enterraría junto a sus padres en la cueva de Macpela.
39
Otro asunto importante exigía atención; los hijos de José habían
de ser formalmente recibidos entre los hijos de Israel. A la última en-
trevista con su padre, José llevó consigo a Efraín y Manasés. Estos
jóvenes estaban ligados por parte de su madre a la orden más alta del
sacerdocio egipcio; y si ellos eligieran unirse a los egipcios, la posi-
ción de su padre les abriría el camino a la opulencia y la distinción.
Pero José deseaba que ellos se unieran a su propio pueblo. Manifestó
su fe en la promesa del pacto, en favor de sus hijos, renunciando a
todos los honores de la corte egipcia a cambio de un lugar entre las
despreciadas tribus de pastores a quienes se habían confiado los orá-
culos de Dios.
Dijo Jacob: “Ahora bien, tus dos hijos, Efraín y Manasés, que te
nacieron en la tierra de Egipto antes de venir a reunirme contigo a la
tierra de Egipto, son míos; al igual que Rubén y Simeón, serán míos”.
Habían de ser adoptados como sus propios hijos, y llegarían a ser jefes
de tribus separadas. De esa manera uno de los privilegios de la pri-
mogenitura, perdida por Rubén, había de recaer en José; a saber, una
porción doble en Israel.
La vista de Jacob estaba debilitada por la edad, y no se había dado
cuenta de la presencia de los jóvenes; pero al ver sus siluetas, dijo:
“¿Quiénes son estos?” Al saberlo, agregó: “Acércalos ahora a mí, y los
bendeciré”. Al acercársele, el patriarca los abrazó y los besó, poniendo
sus manos solemnemente sobre sus cabezas para bendecirlos. Enton-
ces pronunció la oración: “El Dios en cuya presencia anduvieron mis
padres Abraham e Isaac, el Dios que me mantiene desde que yo soy
hasta este día, el Ángel que me liberta de todo mal, bendiga a estos jó-
venes. Sea perpetuado en ellos mi nombre y el nombre de mis padres
Abraham e Isaac, y multiplíquense y crezcan en medio de la tierra”.
No había ya en él espíritu de autoindependencia, ni confianza en los
arteros poderes humanos. Dios había sido su guardador y su sosten.
40
No se quejó de los malos días pasados. Ya no consideraba sus pruebas
y dolores como cosas que habían obrado contra él. Su memoria sola-
mente evocó la misericordia y las bondades del que había estado con
él durante toda su peregrinación.
Terminada la bendición, dejando para las generaciones venideras
que iban a pasar por largos años de esclavitud y dolor este testimonio
de su fe, Jacob le aseguró a su hijo: “Yo muero, pero Dios estará con
vosotros, y os hará volver a la tierra de vuestros padres”.
Por fin todos los hijos de Jacob se reunieron alrededor de su lecho
de muerte. Jacob llamó a sus hijos y dijo: “Acercaos y oíd, hijos de
Jacob; y escuchad a vuestro padre Israel”. “Os declararé lo que ha de
aconteceros en los días venideros”. A menudo había pensado ansio-
samente en el futuro de sus hijos, y había tratado de concebir un cua-
dro de la historia de las diferentes tribus. Ahora, mientras sus hijos
esperaban su última bendición, el Espíritu de la inspiración se posó
sobre él; y se presentó ante él en profética visión el futuro de sus des-
cendientes. Uno después de otro, mencionó los nombres de sus hijos,
describió el carácter de cada uno, y predijo brevemente la historia
futura de sus tribus.

“Rubén, tú eres mi primogénito,


mi fortaleza y el principio de mi vigor;
el primero en dignidad, el primero en poder”.

Así describió el padre la que debió haber sido la posición de Rubén


como hijo primogénito; pero el grave pecado que cometiera en Edar
le había hecho indigno de la bendición de la primogenitura. Jacob
continuó:

“Impetuoso como las aguas, ya no serás el primero”.


41
El sacerdocio fue otorgado a Leví, el reino y la promesa mesiánica a
Judá, y la doble porción de la herencia a José. Nunca ascendió la tribu
de Rubén a una posición eminente en Israel; no fue tan numerosa
como la de Judá, la de José, o la de Dan; y se contó entre las primeras
que fueron llevadas en cautiverio.
Simeón y Leví seguían en edad a Rubén. Ambos se habían unido
en su crueldad contra los siquemitas, y también habían sido los más
culpables en la venta de José. Acerca de ellos se declaró:

“Yo los apartaré en Jacob,


los esparciré en Israel”.

Cuando se hizo el censo de Israel poco antes de su entrada a Ca-


naán, la tribu de Simeón resultó la más pequeña. Moisés, en su última
bendición, no aludió a Simeón. Al establecerse en Canaán, esta tribu
recibió tan solo una pequeña porción de la parte de Judá, y las fami-
lias que después se hicieron poderosas formaron distintas colonias, y
se establecieron fuera de las fronteras de la tierra santa. Leví tampoco
recibió herencia, excepto cuarenta y ocho ciudades diseminadas en
diferentes partes de la tierra. En el caso de esta tribu, sin embargo, su
fidelidad a Jehová, cuando las otras tribus apostataron, mereció que
fuera apartada para el servicio sagrado del santuario, y de esa manera
la maldición se transformó en bendición.
Las más altas bendiciones de la primogenitura se transfirieron a
Judá. El significado del nombre, que quiere decir alabanza, se descri-
be en la historia profética de esta tribu:

“Judá, te alabarán tus hermanos;


tu mano estará sobre el cuello de tus enemigos;
los hijos de tu padre se inclinarán a ti.
42
Cachorro de león, Judá; de la presa subiste, hijo mío.
Se encorvó, se echó como león, como león viejo:
¿quién lo despertará?
No será quitado el cetro de Judá
ni el bastón de mando de entre sus pies,
hasta que llegue Siloh;
a él se congregarán los pueblos”.

El león, rey de la selva, es símbolo apropiado de la tribu de la cual


descendió David, y del hijo de David, Siloh, el verdadero “león de la
tribu de Judá”, ante quien todos los poderes se inclinarán finalmente,
y a quien todas las naciones rendirán homenaje.
Para la mayoría de sus hijos Jacob predijo un futuro próspero. Fi-
nalmente llegó al nombre de José, y el corazón del padre desbordó al
invocar las bendiciones sobre “el Nazareo de sus hermanos”.

“Rama fructífera es José,


rama fructífera junto a una fuente,
sus vástagos se extienden sobre el muro.
Le causaron amargura, le lanzaron flechas,
lo aborrecieron los arqueros,
mas su arco se mantuvo poderoso
y los brazos de sus manos se fortalecieron
por las manos del Fuerte de Jacob, por el nombre del Pastor,
la Roca de Israel, por el Dios de tu padre, el cual te ayudará,
por el Dios omnipotente, el cual te bendecirá
con bendiciones de los cielos de arriba,
con bendiciones del abismo que está abajo,
con bendiciones de los pechos y del vientre.
Las bendiciones de tu padre fueron mayores
43
que las de mis progenitores;
hasta el término de los collados eternos
serán sobre la cabeza de José,
sobre la frente del que fue apartado de entre sus hermanos”.

Jacob había sido siempre un hombre de profundos y apasionados


afectos; su amor por sus hijos era fuerte y tierno, y el testimonio que
dio de ellos en su lecho de muerte no fue expresión de parcialidad ni
resentimiento. Había perdonado a todos, y los amó a todos hasta el
fin. Su ternura paternal se habría expresado en palabras de ánimo y de
esperanza; pero el poder de Dios se posó sobre él, y bajo la influencia
de la inspiración fue constreñido a declarar la verdad, por penosa que
fuera.
Una vez pronunciadas las últimas bendiciones, Jacob repitió el en-
cargo referente al sitio de su entierro: “Voy a ser reunido con mi pue-
blo. Sepultadme con mis padres [...] en la cueva que está en el campo
de Macpela [...]. Allí sepultaron a Abraham y a Sara, su mujer; allí
sepultaron a Isaac y a Rebeca, su mujer; allí también sepulté yo a Lea”.
De esta manera el último acto de su vida fue manifestar su fe en la
promesa de Dios.
Los últimos años de Jacob le proporcionaron un atardecer tran-
quilo y descansado después de un inquieto y fatigoso día. Se habían
juntado oscuras nubes sobre su camino; sin embargo, la puesta de su
sol fue clara, y el fulgor del cielo iluminó la hora de su partida. Dice
la Escritura: “Al tiempo de la tarde habrá luz”. “Considera al íntegro,
y mira al justo: que la postrimería de cada uno de ellos es paz”. (Zaca-
rías 14:7; Salmos 37:37).
Jacob había pecado, y había sufrido hondamente. Había tenido que
pasar muchos años de trabajo, cuidado y dolor desde el día en que su
gran pecado lo obligó a huir de las tiendas de su padre.
44
Había sido fugitivo sin hogar, separado de su madre a quien nunca
volvió a ver; trabajó siete años por la que amó, solamente para ser
vilmente defraudado; trabajó veinte años al servicio de un pariente
codicioso y rapaz; vio aumentar su riqueza y crecer a sus hijos en su
derredor, pero halló poco regocijo en su contenciosa y dividida fami-
lia; se sintió dolorido por la vergüenza de su hija, por la venganza de
los hermanos de esta, por la muerte de Raquel, por el monstruoso de-
lito de Rubén, por el pecado de Judá, por el cruel engaño y la malicia
perpetrada contra José. ¡Cuán negra y larga es la lista de iniquidades
expuestas a la vista! Vez tras vez había cosechado el fruto de aquella
primera mala acción. Vez tras vez vio repetidos entre sus hijos los
pecados de los cuales él mismo había sido culpable. Pero, aunque la
disciplina había sido amarga, había cumplido su obra. El castigo, aun-
que doloroso, había producido el “fruto apacible de justicia”. (Hebreos
12:11).
La inspiración registra fielmente las faltas de los hombres que fue-
ron distinguidos por el favor de Dios; en realidad, sus defectos resal-
taban más que sus virtudes. Muchos se han preguntado el porqué de
esto, y ha sido motivo de que el infiel se burle de la Biblia. Pero una de
las evidencias más poderosas de la veracidad de la Escritura consiste
en que ella no hermosea las acciones de sus personajes principales
ni tampoco oculta sus pecados. Las mentes de los hombres están tan
sujetas a prejuicios que no es posible que la historia humana sea ab-
solutamente imparcial. Si la Biblia hubiera sido escrita por personas
no inspiradas, habría presentado indudablemente el carácter de sus
hombres distinguidos bajo un aspecto más favorable. Pero tal como
es, nos proporciona un relato correcto de sus vidas.
Los hombres a quienes Dios favoreció, y a quienes confió grandes
responsabilidades, fueron a veces vencidos por la tentación y come-
tieron pecados, tal como nosotros hoy luchamos, vacilamos y frecuen
45
frecuentemente caemos en el error. Sus vidas, con todos sus defectos
y extravíos, están ante nosotros, para que nos sirvan de aliento y amo-
nestación. Si se los hubiera presentado como personas intachables,
nosotros, con nuestra naturaleza pecaminosa, podríamos desesperar
por nuestros errores y fracasos. Pero viendo cómo lucharon otros con
desalientos como los nuestros, cómo cayeron en la tentación como
nos ha ocurrido a nosotros, y cómo, sin embargo, se reanimaron y
llegaron a triunfar mediante la gracia de Dios, nos sentimos alenta-
dos en nuestra lucha por la justicia. Así como ellos, aunque venci-
dos algunas veces, recuperaron lo perdido y fueron bendecidos por
Dios, también nosotros podemos ser vencedores mediante el poder
de Jesús. Por otro lado, la narración de sus vidas puede servirnos de
amonestación. Muestra que de ninguna manera Dios justifica al cul-
pable. Ve el pecado que haya en aquellos a quienes más favoreció, y lo
castiga en ellos aún más severamente que en los que tienen menos luz
y responsabilidad.
Después del entierro de Jacob, el temor se volvió a apoderar del
corazón de los hermanos de José. No obstante, la bondad de este ha-
cia ellos, la conciencia culpable los hizo desconfiados y suspicaces.
Tal vez José había postergado su venganza por consideración a su
padre, y ahora les impondría el largamente aplazado castigo por su
crimen. No se atrevieron a comparecer personalmente ante él, sino
que le enviaron un mensaje: “Tu padre mandó antes de su muerte,
diciendo: “Así diréis a José: ‘Te ruego que perdones ahora la maldad
de tus hermanos y su pecado, porque te trataron mal’”; por eso, aho-
ra te rogamos que perdones la maldad de los siervos del Dios de tu
padre”. Este mensaje conmovió a José y le hizo derramar lágrimas,
así que, animados por esto, sus hermanos fueron y se postraron ante
él, diciéndole: “Aquí nos tienes. Somos tus esclavos”. El amor de José
hacia sus hermanos era profundo y desinteresado, y sintió dolor ante
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la idea de que le creyeran capaz de abrigar un espíritu vengativo con-
tra ellos. “No temáis, pues ¿acaso estoy yo en lugar de Dios? Vosotros
pensasteis hacerme mal, pero Dios lo encaminó a bien, para hacer lo
que vemos hoy, para mantener con vida a mucha gente. Ahora, pues,
no tengáis miedo; yo os sustentaré a vosotros y a vuestros hijos”. (Gé-
nesis 50:19-21).
La vida de José ilustra la vida de Cristo. Fue la envidia la que im-
pulsó a los hermanos de José a venderlo como esclavo. Esperaban im-
pedir que llegara a ser superior a ellos. Y cuando fue llevado a Egipto,
se vanagloriaron de que ya no serían molestados con sus sueños y de
que habían eliminado toda posibilidad de que estos se cumplieran.
Pero su proceder fue contrarrestado por Dios y él lo hizo servir para
cumplir el mismo acontecimiento que trataban de impedir. De la mis-
ma manera los sacerdotes y dirigentes judíos sintieron celos de Cristo
y temieron que desviaría de ellos la atención del pueblo. Le dieron
muerte para impedir que llegara a ser rey, pero al obrar así provoca-
ron ese mismo resultado.
Mediante su servidumbre en Egipto, José se convirtió en el salvador
de la familia de su padre. No obstante, este hecho no aminoró la culpa
de sus hermanos. Asimismo, la crucifixión de Cristo por sus enemi-
gos lo hizo Redentor de la humanidad, Salvador de la raza perdida y
soberano de todo el mundo; pero el crimen de sus asesinos fue tan
execrable como si la mano providencial de Dios no hubiera dirigido
los acontecimientos para su propia gloria y para bien de los hombres.
Así como José fue vendido a los paganos por sus propios hermanos,
Cristo fue vendido a sus enemigos más enconados por uno de sus dis-
cípulos. José fue acusado falsamente y arrojado en una prisión por su
virtud; ; asimismo Cristo fue menospreciado y rechazado porque su
vida recta y abnegada reprendía el pecado; y aunque no fue culpable
de mal alguno, fue condenado por el testimonio de testigos falsos. la
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paciencia y la mansedumbre de José bajo la injusticia y la opresión,
el perdón que otorgó espontáneamente y su noble benevolencia ha-
cia sus hermanos inhumanos, representan la paciencia sin quejas del
Salvador en medio de la malicia y el abuso de los impíos, y su perdón
que otorgó no solamente a sus asesinos, sino también a todos los que
vienen a él confesando sus pecados y buscando perdón.
José vivió cincuenta y cuatro años después de la muerte de su pa-
dre. Alcanzó a ver “los hijos de Efraín hasta la tercera generación; y
también los hijos de Maquir hijo de Manasés fueron criados sobre las
rodillas de José”. Presenció el aumento y la prosperidad de su pueblo,
y durante todos estos años su fe en la divina restauración de Israel la
tierra prometida fue inconmovible.
Cuando vio que se acercaba su fin, llamó a todos sus parientes.
Aunque había sido tan honrado en la tierra de los faraones, Egipto
no era para él más que el lugar de su destierro; lo último que hizo fue
indicar que había echado su suerte con Israel. Sus últimas palabras
fueron: “Dios ciertamente os visitará, y os hará subir de esta tierra a
la tierra que juró a Abraham, a Isaac, y a Jacob”. E hizo jurar solemne-
mente a los hijos de Israel que llevarían sus huesos consigo a la tierra
de Canaán.
“Y murió José de ciento y diez años; y embalsamaron, y lo pusieron
en un ataúd en Egipto”. A través de los siglos de trabajo que siguieron,
aquel ataúd, recuerdo de las últimas palabras de José, daba testimo-
nio a Israel de que ellos eran únicamente peregrinos en Egipto, y les
ordenaba que cifraran sus esperanzas en la tierra prometida, pues el
tiempo de la liberación llegaría con toda seguridad.

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La infancia de Jesús
Jesús pasó toda su niñez en una pequeña aldea montañesa. Como
era el Hijo de Dios, podría haber vivido en cualquier parte de la tierra.
Su presencia hubiera sido un honor para cualquier lugar. Pero el
Salvador no escogió el hogar de los hombres ricos o el palacio de los
reyes, sino que decidió habitar entre la gente pobre de Nazaret.
Jesús quiere que los pobres sepan que él entiende sus pruebas.
Como soportó todo lo que ellos tienen que soportar, puede compren-
derlos y ayudarlos.
Al contarnos aquellos primeros años de la vida de Jesús, la Biblia
dice: “El niño crecía y se fortalecía, se llenaba de sabiduría y la gracia
de Dios era sobre él”. “Y Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en
gracia para con Dios y los hombres”. (Lucas 2:40, 52).
Su mente era despejada y activa. Era de rápida comprensión y ma-
nifestaba tener un juicio y una sabiduría superiores a sus años. Sin
embargo, era sencillo e infantil y crecía en mente y cuerpo como los
otros niños.
Pero Jesús no era en todas las cosas como los otros niños. Siempre
mostraba un espíritu dulce y sin egoísmo. Sus manos voluntarias es-
taban listas para servir a los demás. Era paciente y veraz.
Aunque era firme como una roca en defensa de la verdad, nunca
dejó de ser bondadoso y cortés con todos. En su hogar o donde quiera
que estuviese, era como un alegre rayo de sol.
Se mostraba atento y bondadoso con los ancianos y con los pobres,
y manifestaba consideración también hacia los animales. Cuidaba
tiernamente al pajarito herido y todo ser viviente era más feliz cuan-
do él estaba cerca.
En los días de Cristo los judíos daban mucha importancia a la edu-
cación de sus niños. Sus escuelas estaban relacionadas con las sinago
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sinagogas o lugares de culto, y los maestros eran los rabinos, hombres
que tenían fama de ser muy instruidos.
Jesús no fue a estas escuelas porque enseñaban muchas cosas que
no eran ciertas. En lugar de la Palabra de Dios, se estudiaban los di-
chos de los hombres y a menudo éstos eran contrarios a lo que el
Señor había enseñado por medio de sus profetas.
Dios mismo por medio del Espíritu Santo le dijo a María cómo
educar a su Hijo. Ella le enseñó a Jesús las Sagradas Escrituras y él
aprendió a leerlas y a estudiarlas por sí mismo.
A Jesús también le gustaba estudiar las cosas maravillosas que Dios
había hecho en la tierra y en el cielo. En el libro de la naturaleza con-
templaba los árboles, las plantas y los animales, el sol y las estrellas.
Día tras día observaba y trataba de aprender las lecciones que ence-
rraban, y de entender la razón de las cosas.
Ángeles celestiales estaban con él y lo ayudaban a aprender acerca
de Dios. Así, a medida que crecía en estatura y en fuerza, crecía tam-
bién en conocimiento y sabiduría.
Todo niño puede obtener conocimiento como Jesús lo hizo. Debe-
mos emplear nuestro tiempo en aprender sólo lo que es verdadero.
Las mentiras y las fábulas no nos harán ningún bien.
En la Palabra de Dios y en sus obras encontramos la verdad, que
es lo único que tiene valor. Cada vez que estudiemos estas cosas los
ángeles nos ayudarán a entenderlas.
Veremos la sabiduría y la bondad de nuestro Padre celestial, nues-
tras mentes se fortalecerán, nuestros corazones serán purificados y
seremos más semejantes a Cristo.

50
Jesús en el templo
Todos los años José y María iban a Jerusalén, a la fiesta de la Pascua.
Cuando Jesús tenía doce años lo llevaron consigo.
Era un viaje agradable. La gente iba a pie, o a lomo de bueyes o
asnos, y demoraban varios días en llegar. La distancia de Jerusalén
a Nazaret es de unos cien kilómetros. Concurrían personas de todas
partes del país y aun de otros países. Los que eran del mismo lugar,
generalmente viajaban juntos en un grupo grande.
La fiesta se realizaba a fines de marzo o a comienzos de abril. Esta
era la época de la primavera en Palestina, cuando el colorido de las
flores y el alegre canto de los pájaros embellecían el país.
Mientras viajaban, los padres contaban a sus hijos las cosas ma-
ravillosas que Dios había hecho por Israel en el pasado. A menudo
cantaban juntos algunos de los hermosos salmos de David.
En los días de Cristo la gente se había vuelto fría y formal en su
servicio a Dios. Las personas pensaban más en su propio placer que
en la bondad divina hacia ellos.
Pero no ocurría lo mismo con Jesús. A él le gustaba pensar en Dios.
Cuando llegó al templo observó atentamente a los sacerdotes en su
servicio de adoración. Se arrodilló junto con los demás adoradores en
la oración, y su voz se unió a los cánticos de alabanza.
Todas las mañanas y todas las tardes se sacrificaba un cordero sobre
el altar. Esto se hacía para representar la muerte del Salvador. Mien-
tras el niño Jesús estaba mirando a la víctima inocente, el Espíritu
Santo le enseñó su significado. Comprendió que él mismo, como el
Cordero de Dios, debía morir por los pecados del mundo.
Con tales pensamientos en su mente, Jesús sintió deseos de estar
solo. De manera que no quedó en el templo con sus padres, y cuando

51
iniciaron el viaje de regreso, no estaba con ellos.
En una sala junto al templo había una escuela donde enseñaban los
rabinos, y a ese lugar, después de un rato, llegó el niño Jesús. Se sentó
con los otros jóvenes a los pies de los grandes maestros y escuchó sus
palabras.
Los judíos tenían muchas ideas equivocadas con respecto al Me-
sías. Aunque Jesús lo sabía, no contradijo a los hombres eruditos.
Como alguien que deseaba aprender, hacía preguntas sobre lo que
habían escrito los profetas.
El capítulo 53 de Isaías habla de la muerte del Salvador; Jesús lo
leyó y les preguntó a los rabinos por su significado.
Ellos no sabían contestarle. Empezaron a interrogar a Jesús y se
quedaron maravillados de su conocimiento de las Escrituras.
Se dieron cuenta de que entendía la Biblia mucho mejor que ellos.
Se dieron cuenta de que sus propias enseñanzas estaban equivocadas,
pero no estaban dispuestos a creer en algo diferente.
Sin embargo, Jesús se comportó con tanta modestia y bondad que
no se enojaron con él. Al contrario, querían que se quedase allí como
alumno para enseñarle a explicar la Biblia como lo hacían ellos.
Cuando José y María salieron de Jerusalén en viaje de regreso a su
hogar, no se dieron cuenta de que Jesús había quedado atrás. Pensa-
ban que estaba con alguno de sus amigos en el grupo.
Pero al detenerse para acampar durante la noche, extrañaron su
mano ayudadora. Lo buscaron por todo el grupo, pero en vano.
Entonces, José y María sintieron mucho miedo. Recordaron que
Herodes había tratado de matar a Jesús en su infancia, y temieron que
algo malo le hubiese sucedido.
Con corazones afligidos regresaron presurosos a Jerusalén; pero
tan sólo lo encontraron al tercer día.

52
Se pusieron muy contentos al verlo de nuevo; sin embargo, María
pensó que merecía un reproche por haberlos dejado. Así que le dijo:
“Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo te hemos buscado
con angustia.
“Entonces él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los
negocios de mi Padre me es necesario estar?” Lucas 2:48, 49.
Al decir estas palabras el niño señalaba hacia arriba y en su rostro
brillaba una luz que los dejó admirados. Jesús sabía que era el Hijo
de Dios y que había estado haciendo la obra para la cual su Padre lo
había enviado al mundo.
María nunca olvidó estas palabras, y en los años que siguieron en-
tendió mejor su maravilloso significado.
José y María amaban a Jesús, y sin embargo habían sido descuida-
dos al perderlo. Se habían olvidado precisamente de la obra que Dios
les había confiado y en un solo día de descuido perdieron a Jesús.
De la misma forma, hoy muchos pierden la compañía del Salvador.
Nos separamos de Cristo cuando no nos gusta pensar en él, orar, o
cuando hablamos palabras ociosas, duras o malas. Sin él estamos so-
los y tristes.
Pero si realmente deseamos su compañía, él siempre estará con
nosotros. Al Salvador le gusta estar junto a todos los que aman su
presencia. El alegrará el más pobre de los hogares y regocijará al más
humilde de los corazones.

Jesús crece
Aunque sabía que era el Hijo de Dios, Jesús volvió a Nazaret con
José y María y hasta los 30 años de edad “les estaba sujeto”. (Lucas
2:51).
53
El que había sido el Comandante del cielo era ahora en la tierra un
hijo amante y obediente. Guardaba en su corazón las grandes verda-
des simbolizadas por el servicio de culto en el templo. Quedó allí en
Nazaret a la espera del tiempo dispuesto por Dios para comenzar la
obra que le fuera señalada.
Jesús vivía en el hogar de un carpintero; es decir, de un hombre
pobre. Fiel y alegremente hacía su parte para ayudar a sostener la fa-
milia. Tan pronto como tuvo la edad necesaria aprendió el oficio y
trabajaba en el taller de carpintería con José.
Vestido con las rústicas ropas de un trabajador pasaba por las calles
de la pequeña ciudad, yendo y viniendo a su trabajo. No usaba su po-
der para que su vida fuese más fácil.
Mientras Jesús trabajaba, tanto en la niñez como en la juventud, se
fortalecía física y mentalmente. Trataba de usar todas sus facultades
de tal manera que pudiera conservarlas con salud, con el fin de hacer
mejor su trabajo.
Todo lo hacía bien. Quería ser perfecto, aun en el manejo de las he-
rramientas. Con su ejemplo nos enseñó que debemos ser laboriosos,
que debemos realizar las cosas cuidadosamente bien, y que un trabajo
así es honorable. Todos deben hacer algo que resulte de provecho para
sí mismos y para los demás.
Dios nos dio el trabajo como una bendición, y a él le agradan los
niños que realizan con responsabilidad las tareas del hogar y compar-
ten las cargas del padre y de la madre. Cuando salgan del hogar, esos
niños serán una bendición para los demás.
Los jóvenes que tratan de agradar a Dios en todo lo que hacen, que
hacen lo bueno porque es bueno, serán de utilidad en el mundo. Al
ser fieles en las pequeñas cosas, se están capacitando para los puestos
más elevados.

54
El Hijo Prodigo
Las parábolas de la oveja perdida, de la moneda perdida y del hijo
pródigo, presentan en distintas formas el amor compasivo de Dios
hacia los que se descarriaron de él. Aunque ellos se han alejado de
Dios, él no los abandona en su miseria. Está lleno de bondad y tierna
compasión hacia todos los que se hallan expuestos a las tentaciones
del astuto enemigo.
En la parábola del hijo pródigo, se presenta el proceder del Señor
con aquellos que conocieron una vez el amor del Padre, pero que han
permitido que el tentador los llevara cautivos a su voluntad.
“Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre:
Padre, dame la parte de la hacienda que me pertenece: y les repartió la
hacienda. Y no muchos días después, juntándolo todo el hijo menor,
partió lejos a una provincia apartada”.
Este hijo menor se había cansado de la sujeción a que estaba some-
tido en la casa de su padre. Le parecía que se le restringía su libertad.
Interpretaba mal el amor y cuidado que le prodigaba su padre, y deci-
dió seguir los dictados de su propia inclinación.
El joven no reconoce ninguna obligación hacia su padre, ni expresa
gratitud; no obstante, reclama el privilegio de un hijo en la participa-
ción de los bienes de su padre. Desea recibir ahora la herencia que le
correspondería a la muerte de su padre. Está empeñado en gozar del
presente, y no se preocupa de lo futuro.
Habiendo obtenido su patrimonio, fue “a una provincia apartada”,
lejos de la casa de su padre. Teniendo dinero en abundancia y libertad
para hacer lo que le place, se lisonjea de haber logrado el deseo de su
corazón. No hay quien le diga: No hagas esto, porque será perjudicial
para ti; o: Haz esto porque es recto. Las malas compañías le ayudan a

55
hundirse cada vez más profundamente en el pecado, y desperdicia “su
hacienda viviendo perdidamente”.
La Biblia habla de hombres que “diciéndose ser sabios, se hicieron
fatuos”;1 y éste es el caso del joven de la parábola. Despilfarra con ra-
meras la riqueza que egoístamente reclamó de su padre. Malgasta el
tesoro de su virilidad. Los preciosos años de vida, la fuerza del intelec-
to, las brillantes visiones de la juventud, las aspiraciones espirituales,
todos son consumidos en el altar de la concupiscencia.
Sobreviene una gran hambre; él comienza a sentir necesidad y se
llega a uno de los ciudadanos de aquel país, quien lo envía al campo
a apacentar cerdos. Para un judío ésta era la más mezquina y degra-
dante de las ocupaciones. El joven que se había jactado de su libertad,
ahora se encuentra esclavo. Está sometido al peor de los yugos: “De-
tenido… con las cuerdas de su pecado”.2 El esplendor y el brillo que
lo ofuscaron han desaparecido, y siente el peso de su cadena. Sentado
en el suelo de aquella tierra desolada y azotada por el hambre, sin otra
compañía que los cerdos, se resigna a saciarse con los desperdicios
con que se alimentan las bestias. No conserva la amistad de ninguno
de los alegres compañeros que lo rodeaban en sus días de prosperidad
y comían y bebían a costa suya. ¿Dónde está ahora su gozo desenfre-
nado? Tranquilizando su conciencia, amodorrando su sensibilidad,
se creyó feliz; pero ahora, sin dinero, sufriendo de hambre, con su or-
gullo humillado, con su naturaleza moral empequeñecida, con su vo-
luntad debilitada e indigna de confianza, con sus mejores sentimien-
tos aparentemente muertos, es el más desventurado de los mortales.
¡Qué cuadro se presenta aquí de la condición del pecador! Aunque
rodeado de las bendiciones del amor divino, no hay nada que el peca-
dor, empeñado en la complacencia propia y los placeres pecaminosos,
desee tanto como la separación de Dios. A semejanza del hijo desa-
gradecido, pretende que las cosas buenas de Dios le pertenecen por
56
derecho. Las recibe como una cosa natural, sin expresar agradeci-
miento ni prestar ningún servicio de amor. Así como Caín salió de
la presencia del Señor para buscarse hogar; así como el pródigo vagó
por “una provincia apartada”, así los pecadores buscan la felicidad en
el olvido de Dios.3
Cualquiera sea su apariencia, toda vida cuyo centro es el yo, se mal-
gasta. Quienquiera que intente vivir lejos de Dios, está malgastando
su sustancia, desperdiciando los años mejores, las facultades de la
mente, el corazón y el alma, y labrando su propia bancarrota para la
eternidad. El hombre que se separa de Dios para servirse a sí mismo,
es esclavo de Mammón. La gente que Dios creó para asociarse con los
ángeles, ha llegado a degradarse en el servicio de lo terreno y bestial.
Este es el fin al cual conduce el servicio del yo. Si habéis escogido una
vida tal, sabed que estáis gastando dinero en aquello que no es pan, y
trabajando por lo que no satisface. Llegarán horas cuando os daréis
cuenta de vuestra degradación. Solos en la provincia apartada, sen-
tís vuestra miseria, y en vuestra desesperación clamáis: “¡Miserable
hombre de mí! ¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte?”3Las
palabras del profeta contienen la declaración de una verdad universal
cuando dice: “Maldito el hombre que confía en el hombre, y pone car-
ne por su brazo y su corazón se aparta de Jehová. Pues será como la
retama en el desierto, y no verá cuando viniere el bien; sino que mo-
rará en las securas en el desierto, en tierra despoblada y deshabitada”.⁴
Dios “hace que su sol salga sobre malos y buenos, y llueve sobre justos
e injustos”;⁵ pero los hombres poseen la facultad de privarse del sol y
la lluvia. Así, mientras brilla el Sol de Justicia, y las lluvias de gracia
caen libremente para todos, podemos, separándonos de Dios, morar
“en las securas en el desierto”.
El amor de Dios aún implora al que ha escogido separarse de él, y
pone en acción influencias para traerlo de vuelta a la casa del Padre.
57
El hijo pródigo volvió en sí en medio de su desgracia. Fue quebranta-
do el engañoso poder que Satanás había ejercido sobre él. Se dio cuen-
ta de que su sufrimiento era la consecuencia de su propia necedad, y
dijo: “¡Cuántos jornaleros en la casa de mi padre tienen abundancia
de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré, e iré a mi padre”.⁶
Desdichado como era, el pródigo halló esperanza en la convicción del
amor de su padre. Fue ese amor el que lo atrajo hacia el hogar. Del
mismo modo, la seguridad del amor de Dios constriñe al pecador a
volverse a Dios. “Su benignidad te guía a arrepentimiento”.⁷ La mi-
sericordia y compasión del amor divino, a manera de una cadena de
oro, rodea a cada alma en peligro. El Señor declara: “Con amor eterno
te he amado; por tanto, te soporté con misericordia”.⁸
El hijo se decide a confesar su culpa. Irá al padre diciendo: “Padre,
he pecado contra el cielo, y contra ti; ya no soy digno de ser llamado
tu hijo”. Pero agrega, mostrando cuán mezquino es su concepto del
amor de su padre: “Hazme como a uno de tus jornaleros”.
El joven se aparta de la piara y los desperdicios, y se dirige hacia su
hogar. Temblando de debilidad, y desmayando de hambre, prosigue
ansiosamente su camino. No tiene con qué ocultar sus harapos; pero
su miseria ha vencido a su orgullo, y se apresura para pedir el lugar de
un siervo donde una vez fuera hijo.
Poco se imaginaba el alegre e irreflexivo joven, cuando salía de la
casa de su padre, el dolor y la ansiedad que dejaba en el corazón de ese
padre. Mientras bailaba y banqueteaba con sus turbulentos compañe-
ros, poco pensaba en la sombra que se había extendido sobre su casa.
Y cuando con pasos cansados y penosos toma el camino que lleva a su
casa, no sabe que hay uno que espera su regreso. Sin embargo, “como
aún estuviese lejos”, su padre lo distinguió. El amor percibe rápida-
mente. Ni aun la degradación de los años de pecado puede ocultar al
hijo de los ojos de su padre. El “fue movido a misericordia, y corrió, y
58
echosé sobre su cuello”, en un largo, estrecho y tierno abrazo.
El padre no había de permitir que ningún ojo despreciativo se bur-
lara de la miseria y los harapos de su hijo. Saca de sus propios hom-
bros el amplio y rico manto y cubre la forma exangüe de su hijo, y el
joven solloza arrepentido, diciendo: “Padre, he pecado contra el cielo
y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo”. El padre lo re-
tiene junto a sí, y lo lleva a la casa. No se le da oportunidad de pedir
el lugar de un siervo. Él es un hijo, que será honrado con lo mejor de
que dispone la casa, y a quien los siervos y siervas habrán de respetar
y servir.
El padre dice a sus siervos: “Sacad el principal vestido, y vestidle; y
poned un anillo en su mano, y zapatos en sus pies. Y traed el becerro
grueso, y matadlo, y comamos, y hagamos fiesta: porque éste mi hijo
muerto era, y ha revivido; habíase perdido, y es hallado. Y comenza-
ron a regocijarse”.
En su juventud inquieta el hijo pródigo juzgaba a su padre austero
y severo. ¡Cuán diferente su concepto de él ahora! Del mismo modo,
los que siguen a Satanás creen que Dios es duro y exigente. Creen
que los observa para denunciarlos y condenarlos, y que no está dis-
puesto a recibir al pecador mientras tenga alguna excusa legal para
no ayudarle. los hombres, un yugo abrumador del que se libran con
alegría. Pero aquel cuyos ojos han sido abiertos por el amor de Cristo,
contemplará a Dios como un ser compasivo. No aparece como un ser
tirano e implacable, sino como un padre que anhela abrazar a su hijo
arrepentido. El pecador exclamará con el salmista: “Como el padre se
compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen”.⁹
En la parábola no se vitupera al pródigo ni se le echa en cara su
mal proceder. El hijo siente que el pasado es perdonado y olvidado,
borrado para siempre. Y así Dios dice al pecador: “Yo deshice como
a nube tus rebeliones, y como a niebla tus pecados”.1⁰ “Perdonaré la
59
maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado”. 11 “Deje el im-
pío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos; y vuélvase a
Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual
será amplio en perdonar”.12 “En aquellos días y en aquel tiempo, dice
Jehová, la maldad de Israel será buscada, y no parecerá, y los pecados
de Judá, y no se hallarán”.13
¡Qué seguridad se nos da aquí de la buena voluntad de Dios para
recibir al pecador arrepentido! ¿Has escogido tú, lector, tu propio ca-
mino? ¿Has vagado lejos de Dios? ¿Has procurado deleitarte con los
frutos de la transgresión, para hallar tan sólo que se vuelven ceniza en
tus labios? Y ahora, desperdiciada tu hacienda, frustrados los planes
de tu vida, y muertas tus esperanzas, ¿te sientes solo y abandonado?
Hoy aquella voz que hace tiempo ha estado hablando a tu corazón,
pero a la cual no querías escuchar, llega a ti distinta y clara: “Levan-
taos, y andad, que no es ésta la holganza; porque está contaminada,
corrompióse, y de grande corrupción”.1⁴ Vuelve a la casa de tu Padre.
Él te invita, diciendo: “Tórnate a mí, porque yo te redimí”.1⁵
No prestéis oído a la sugestión del enemigo de permanecer lejos de
Cristo hasta que os hayáis hecho mejores; hasta que seáis suficiente-
mente buenos para ir a Dios. Si esperáis hasta entonces, nunca iréis.
Cuando Satanás os señale vuestros vestidos sucios, repetid la promesa
de Jesús: “Al que a mí viene, no le echo fuera”.1⁶ Decid al enemigo que
la sangre de Jesucristo limpia de todo pecado. Haced vuestra la ora-
ción de David: “Purifícame con hisopo, y seré limpio: lávame, y seré
emblanquecido más que la nieve”.1⁷
Levantaos e id a vuestro Padre. Él os saldrá al encuentro muy lejos.
Si dais, arrepentidos, un solo paso hacia él, se apresurará a rodearos
con sus brazos de amor infinito. Su oído está abierto al clamor del
alma contrita. El conoce el primer esfuerzo del corazón para llegar a
él. Nunca se ofrece una oración, aun balbuceada, nunca se derrama
60
una lágrima, aun en secreto, nunca se acaricia un deseo sincero, por
débil que sea, de llegar a Dios, sin que el Espíritu de Dios vaya a su
encuentro. Aun antes de que la oración sea pronunciada, o el anhelo
del corazón sea dado a conocer, la gracia de Cristo sale al encuentro
de la gracia que está obrando en el alma humana.
Vuestro Padre celestial os quitará los vestidos manchados por el
pecado. En la hermosa profecía parabólica de Zacarías, el sumo sa-
cerdote Josué, que estaba delante del ángel del Señor vestido con ves-
timentas viles, representa al pecador. Y el Señor dice: “Quitadle esas
vestimentas viles. Y a él dijo: Mira que he hecho pasar tu pecado de ti,
y te hecho vestir de ropas de gala... Y pusieron una mitra limpia sobre
su cabeza, y vistiéronle de ropas”.1⁸ Precisamente así os vestirá Dios
con “vestidos de salud”, y os cubrirá con el “manto de justicia”. “Bien
que fuisteis echados entre los tiestos, seréis como las alas de la paloma
cubierta de plata, y sus plumas con amarillez de oro”.1⁹
“Él os llevará a su casa de banquete, y su bandera que flameará so-
bre vosotros será amor”.2⁰ “Si anduvieres por mis caminos— declara
él—, entre éstos que aquí están te daré plaza”,21 aun entre los santos
ángeles que rodean su trono.
“Como el gozo del esposo con la esposa, así se gozará contigo el
Dios tuyo”. “El salvará; gozaráse sobre ti con alegría, callará de amor,
se regocijará sobre ti con cantar”.22 Y el cielo y la tierra se unirán en
el canto de regocijo del Padre: “Porque éste mi hijo muerto era, y ha
revivido; habíase perdido, y es hallado”.
Hasta esta altura, en la parábola del Salvador no hay ninguna nota
discordante que rompa la armonía de la escena de gozo; pero ahora
Cristo introduce otro elemento. Cuando el pródigo vino al hogar, “su
hijo el mayor estaba en el campo; el cual como vino, y llegó cerca de
casa, oyó la sinfonía y las danzas; y llamando a uno de los criados,
preguntóle qué era aquello. Y él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu
61
padre ha muerto el becerro grueso, por haberle recibido salvo. En-
tonces se enojó, y no quería entrar”. Este hermano mayor no había
compartido la ansiedad y los desvelos de su padre por el que estaba
perdido. No participa, por lo tanto, del gozo del padre por el regreso
del extraviado. Los cantos de regocijo no encienden ninguna alegría
en su corazón. Inquiere de uno de los siervos la razón de la fiesta, y
la respuesta excita sus celos. No irá a dar la bienvenida a su hermano
perdido. Considera como un insulto a su persona el favor mostrado
al pródigo.
Cuando el padre sale a reconvenirlo, se revelan el orgullo y la ma-
lignidad de su naturaleza. Presenta su propia vida en la casa de su
padre como una rutina de servicio no recompensado, y coloca enton-
ces en mezquino contraste el favor manifestado al hijo recién llegado.
Aclara el hecho de que su propio servicio ha sido el de un siervo más
bien que el de un hijo. Cuando hubiera debido hallar gozo perdurable
en la presencia de su padre, su mente descansaba en el provecho que
provendría de su vida prudente. Sus palabras revelan que por esto él
se ha privado de los placeres del pecado. Ahora si este hermano ha de
compartir los dones de su padre, el hijo mayor se considera agravia-
do. Envidia el favor mostrado a su hermano. Demuestra claramente
que, si él hubiese estado en lugar de su padre, no hubiera recibido al
pródigo. Ni aun lo reconoce como a un hermano, sino que habla fría-
mente de él como “tu hijo”.
No obstante, el padre arguye tiernamente con él. “Hijo—dice—, tú
siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas”. A través de todos
estos años de la vida perdida de tu hermano, ¿no has tenido el privi-
legio de gozar de mi compañía?
Todas las cosas que podían contribuir a la felicidad de sus hijos
estaban a su entera disposición. El hijo no necesitaba preocuparse
de dones o recompensas. “Todas mis cosas son tuyas”. Necesitas sola
62
solamente creer en mi amor, y tomar los dones que se te otorgan li-
beralmente.
Un hijo se había ido por algún tiempo de la casa, no discernien-
do el amor del padre. Pero ahora ha vuelto, y una corriente de gozo
hace desaparecer todo pensamiento de desasosiego. “Este tu hermano
muerto era, y ha revivido; habíase perdido, y es hallado”.
¿Se logró que el hermano mayor viera su propio espíritu vil y desa-
gradecido? ¿Llegó a ver que, aunque su hermano había obrado perver-
samente, era todavía su hermano? ¿Se arrepintió el hermano mayor
de sus celos y de la dureza de su corazón? Concerniente a esto, Cristo
guardó silencio. Porque la parábola todavía se estaba desarrollando, y
a sus oyentes les tocaba determinar cuál sería el resultado.
El hijo mayor representaba a los impenitentes judíos del tiempo de
Cristo, y también a los fariseos de todas las épocas que miran con des-
precio a los que consideran como publicanos y pecadores. Por cuanto
ellos mismos no han ido a los grandes excesos en el vicio, están llenos
de justicia propia. Cristo hizo frente a esos hombres cavilosos en su
propio terreno. Como el hijo mayor de la parábola, tenían privilegios
especiales otorgados por Dios. Decían ser hijos en la casa de Dios,
pero tenían el espíritu del mercenario. Trabajaban, no por amor, sino
por la esperanza de la recompensa. A su juicio, Dios era un patrón
exigente. Veían que Cristo invitaba a los publicanos y pecadores a re-
cibir libremente el don de su gracia—el don que los rabinos esperaban
conseguir sólo mediante obra laboriosa y penitencia—, y se ofendían.
El regreso del pródigo, que llenaba de gozo el corazón del Padre, sola-
mente los incitaba a los celos.
La amonestación del padre de la parábola al hijo mayor, era una
tierna exhortación del cielo a los fariseos. “Todas mis cosas son tuyas”,
—no como pago, sino como don. Como el pródigo, las podéis recibir
solamente como la dádiva inmerecida del amor del Padre.
63
La justificación propia no solamente induce a los hombres a tener
un falso concepto de Dios, sino que también los hace fríos de corazón
y criticones para con sus hermanos. El hijo mayor, en su egoísmo y
celo, estaba listo para vigilar a su hermano, para criticar toda acción,
y acusarlo por la menor deficiencia. Estaba listo para descubrir cada
error, y agrandar todo mal acto. Así trataría de justificar su propio
espíritu no perdonador. Muchos están haciendo lo mismo hoy día.
Mientras el alma está soportando sus primeras luchas contra un dilu-
vio de tentaciones, ellos se mantienen porfiados, tercos, quejándose,
acusando. Pueden pretender ser hijos de Dios, pero están manifes-
tando el espíritu de Satanás. Por su actitud hacia sus hermanos, estos
acusadores se colocan donde Dios no puede darles la luz de su pre-
sencia.
Muchos se están preguntando constantemente: “¿Con qué preven-
dré a Jehová, y adoraré al alto Dios? ¿vendré ante él con holocaustos,
con becerros de un año? ¿Agradaráse Jehová de millares de carneros,
o de diez mil arroyos de aceite?” Pero, “oh hombre, él te ha declarado
qué sea lo bueno, y qué pida de ti Jehová: solamente hacer juicio, y
amar misericordia, y humillarte para andar con tu Dios”.23
Este es el servicio que Dios ha escogido: “Desatar las ligaduras de
impiedad, deshacer los haces de opresión, y dejar ir libres a los que-
brantados, y que rompáis todo yugo ..., y no te escondas de tu carne”.2⁴
Cuando comprendáis que sois pecadores salvados solamente por el
amor de vuestro Padre celestial, sentiréis tierna compasión por otros
que están sufriendo en el pecado. No afrontaréis más la miseria y el
arrepentimiento con celos y censuras. Cuando el hielo del egoísmo de
vuestros corazones se derrita, estaréis en armonía con Dios, y partici-
paréis de su gozo por la salvación de los perdidos.
Es cierto que pretendes ser hijo de Dios, pero si esta pretensión es
verdadera, es “tu hermano” el que “muerto era, y ha revivido; habíase
64
perdido, y es hallado”. Está unido a ti por los vínculos más estrechos;
porque Dios lo reconoce como hijo. Si niegas tu relación con él, de-
muestras que no eres sino asalariado en la casa, y no hijo en la familia
de Dios.
Aunque no os unáis para dar la bienvenida a los perdidos, el rego-
cijo se producirá, y el que haya sido restaurado tendrá lugar junto al
Padre y en la obra del Padre. Aquel a quien se le perdona mucho, ama
mucho. Pero vosotros estaréis en las tinieblas de afuera. Porque “el
que no ama, no conoce a Dios; porque Dios es amor”.2⁵
______________
1 Romanos 1:22.
2 Proverbios 5:22.
3 Romanos 7:24.
⁴ Jeremías 17:5, 6.
⁵ Mateo 5:45.
⁶ Lucas 15:17.
⁷ Romanos 2:4.
⁸ Jeremías 31:3.
⁹ Salmos 103:13.
1⁰ Isaías 44:22.
11 Jeremías 31:34.
12 Isaías 55:7.
13 Jeremías 50:20.
1⁴ Miqueas 2:10.
1⁵ Isaías 44:22.
1⁶ Juan 6:37.
17 Salmos 51:7.
1⁸ Zacarías 3:4, 5.
1⁹ Isaías 61:10; Salmos 68:13
2⁰ Cantares 2:4.
21 Zacarías 3:7.
22 Isaías 62:5; Sofonías 3:17
23 Miqueas 6:6-8.
24 Isaías 58:6, 7.
25 1Juan 4:8.

65
Las enseñanzas de Cristo
Entre los judíos, la religión se había transformado en una rutina de
ceremonias. A medida que se apartaron del verdadero culto a Dios y
perdieron el poder espiritual que imparte su Palabra, trataron de suplir
esa falta añadiendo a la religión ceremonias y tradiciones de su propia
invención.
Sólo la sangre de Cristo puede limpiar del pecado. Únicamente su
poder puede librar a los hombres de pecar. Pero los judíos establecie-
ron que para ganar la salvación dependían de sus propias obras y de las
ceremonias de la religión. Debido al celo con que las realizaban, pen-
saban que eran justos y merecedores de un lugar en el reino de Dios.
Pero sus esperanzas estaban fijas en la grandeza mundana. Anhe-
laban riquezas y poder, y esperaban recibirlas como recompensa a su
supuesta piedad.
Creían que el Mesías establecería su reino en esta tierra, para gober-
nar a los hombres como un príncipe poderoso. Esperaban recibir todas
las bendiciones mundanales cuando viniera.
Jesús sabía que sus esperanzas se verían frustradas. Él había venido
para enseñarles algo mucho mejor que lo que ellos habían buscado.
El Salvador vino a restaurar el verdadero culto de Dios, a traer una
religión pura y sincera, procedente del corazón, manifestada en una
vida justa y en un carácter santo.
En el hermoso Sermón de la Montaña explicó lo que Dios conside-
raba más precioso, y lo que da verdadera felicidad.
Las lecciones de Cristo se dirigieron en primer lugar a sus discípu-
los, que estaban contaminados por las enseñanzas de los rabinos. Pero
lo que les dijo a ellos, es válido también para nosotros. Necesitamos
aprender las mismas lecciones.

66
El sermón de la montaña
“Bienaventurados los pobres en espíritu”, dijo Cristo. (Mateo
5:3). Los pobres en espíritu son aquellos que reconocen su propia ne-
cesidad y pecaminosidad. Saben que por sí mismos no pueden hacer
ninguna cosa buena. Desean la ayuda de Dios, y él les concede esa
bendición.
“Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad y cuyo
nombre es el Santo: ‘Yo habito en la altura y la santidad, pero habito
también con el quebrantado y humilde de espíritu, para reavivar el
espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebranta-
dos’”. (Isaías 57:15).
“Bienaventurados los que lloran”. (Mateo 5:4). Esto no se refiere
a los que se quejan y murmuran, los que andan con rostro agrio y de-
primido. Se refiere a aquellos que están realmente doloridos por sus
pecados, y que piden perdón al Señor.
A todos éstos los perdonará generosamente. El Señor dice: “Y su
lloro tornaré en gozo, y los consolaré, y los alegraré de su dolor”. (Je-
remías 31:13).
“Bienaventurados los mansos”. (Mateo 5:5). Cristo dice: “Apren-
ded de mí, que soy manso y humilde de corazón”. (Mateo 11:29).
Cuando fue tratado injustamente, devolvió bien por mal y nos dio un
ejemplo que debemos imitar.
“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia”. (Ma-
teo 5:6). La justicia es hacer lo bueno, es obedecer la ley de Dios, por-
que en esa ley se establecen los principios de la justicia. La Biblia dice:
“Todos tus mandamientos son justicia”. (Salmos 119:172).
Esa ley es la que Cristo, con su ejemplo, enseñó a obedecer. La justi-
cia de la ley se ve en su vida. Tenemos hambre y sed de justicia cuando

67
queremos que todos nuestros pensamientos, nuestras palabras y ac-
ciones sean iguales a las de Cristo.
Y podemos ser como Cristo si realmente lo deseamos. Podemos
tener nuestra vida semejante a la suya, nuestras acciones en armonía
con la ley de Dios. El Espíritu Santo pondrá el amor de Dios en nues-
tros corazones y hará que nos sintamos felices al hacer su voluntad.
Dios está más dispuesto a darnos su Espíritu Santo de lo que los
padres lo están a dar buenas dádivas a sus hijos. Su promesa es la
siguiente: “Pedid, y se os dará”. (Lucas 11:9; Mateo 7:7). Todos los
hombres que tienen hambre y sed de justicia “serán hartos”, es decir,
saciados.
“Bienaventurados los misericordiosos”. (Mateo 5:7). Ser miseri-
cordioso es tratar a los otros mejor de lo que merecen. Así es como
Dios nos trata. Se deleita en manifestarnos misericordia, y además es
bondadoso con los desagradecidos y con los malos.
Así nos enseña a tratarnos los unos a los otros: “Antes sed bonda-
dosos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros,
como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo”. (Efesios 4:32).
“Bienaventurados los de limpio corazón”. (Mateo 5:8). Dios se in-
teresa más por lo que realmente somos que por lo que decimos ser.
No le interesa cuán hermosos podamos parecer, sino que desea que
nuestros corazones sean puros. Entonces todas nuestras palabras y
acciones serán buenas.
El rey David oró: “Crea en mí, Dios, un corazón limpio”. (Salmos
51:10). “¡Sean gratos los dichos de mi boca y la meditación de mi co-
razón delante de ti, Jehová, roca mía y redentor mío!” (Salmos 19:14).
Esta debiera ser también nuestra oración.
“Bienaventurados los pacificadores”. (Mateo 5:9). El que tiene el
espíritu manso y humilde de Cristo será un pacificador. Este espíritu
no provoca peleas, no da ninguna respuesta enojada. Por el contrario,
68
hace el hogar feliz e inunda de dulce paz a su alrededor.
“Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la
justicia”. (Mateo 5:10). Cristo sabía que por su causa muchos de sus
discípulos serían puestos en la prisión, y otros serían muertos. Pero
les dijo que no se lamentaran por ello.
Nada puede dañar a los que aman y siguen a Cristo porque él estará
con ellos en todo lugar. Pueden ser entregados a la muerte, pero él les
dará una vida que nunca terminará, y una corona de gloria que no se
marchitará.
Y por medio de ellos otros llegarán a conocer al querido Salvador.
Cristo dijo a sus discípulos:
“Vosotros sois la luz del mundo”. (Mateo 5:14). Jesús iba a dejar
pronto la tierra para volver a su hogar celestial. Por lo tanto, serían
los discípulos los que debían enseñar a la gente acerca de su amor.
Tendrían que ser como luces entre los hombres.
Como la luz de un faro que brilla en las tinieblas y guía al barco con
toda seguridad al puerto, así también los seguidores de Cristo han
de brillar en la oscuridad de este mundo para llevar a los hombres al
Salvador.
Esta es la obra que Jesús nos invita a realizar en favor de la salvación
de otros.

69
El buen samaritano
“Aquel, respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, y con toda tu mente;
y a tu prójimo como a ti mismo.
“Bien has respondido—dijo Cristo—; haz esto, y vivirás”. El escriba
sabía que no había amado a los otros como a sí mismo. En vez de
arrepentirse, trató de encontrar una excusa para su egoísmo. Por eso
le preguntó a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?” (Lucas 10:2529).
Los sacerdotes y rabinos a menudo discutían acerca de este tema.
Ellos no consideraban al pobre y al ignorante como sus prójimos, y
no les demostraban ninguna bondad. Cristo no tomó parte en sus
disputas, sino que contestó la pregunta relatando un hecho que había
ocurrido hacía poco tiempo.
Cierto hombre, dijo él, iba de Jerusalén a Jericó. El camino era em-
pinado y rocoso, y pasaba por una región agreste y solitaria. Aquí el
hombre fue asaltado por los ladrones, y despojado de cuanto tenía. Lo
golpearon, lo hirieron, y lo dejaron en el camino como muerto.
Mientras el hombre estaba allí tirado, pasaron por el lugar un sa-
cerdote y un levita del templo de Jerusalén. Pero en vez de ayudarlo,
siguieron de largo por otro lado.
Estos hombres habían sido elegidos para oficiar en el templo de
Dios y debían haber estado, como él, llenos de misericordia y bondad.
Pero sus corazones eran fríos y duros.
Después de un rato se acercó un samaritano. Los samaritanos eran
despreciados y odiados por los judíos, a tal punto que no les hubiesen
ayudado ni con un vaso de agua, ni con un bocado de pan. Pero el
samaritano no pensó en eso. Tampoco en los ladrones que podían
estar aguardándolo.

70
Allí estaba el extranjero, desangrándose y a punto de morir. Se des-
pojó de su propio manto y lo envolvió.
Le dio de beber su propio vino y puso aceite sobre sus heridas. Lo
subió a su cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó toda la noche.
A la mañana siguiente, antes de partir, pagó al posadero para que lo
cuidara hasta que se restableciese. Cuando Jesús terminó de contar la
historia se volvió hacia el doctor de la ley y le preguntó:
“¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que
cayó en manos de los ladrones?”
El doctor de la ley respondió: “El que usó de misericordia con él”.
Entonces Jesús le dijo: “Ve, y haz tú lo mismo”. (Lucas 10:35-37).
De este modo Jesús nos enseñó que el prójimo es toda persona que
necesita de nuestra ayuda, y a quien, por lo tanto, deberíamos tratar
del mismo modo como nos gustaría que nos trate a nosotros.
El sacerdote y el levita pretendían guardar los mandamientos de
Dios, pero fue el samaritano el que realmente los cumplió. Su corazón
era bondadoso y amante, lo que vale más que todas las riquezas del
mundo.
Al cuidar del extranjero herido, reveló que amaba a Dios y al hom-
bre. A Dios le agrada que mutuamente nos hagamos bien y que de-
mostremos nuestro amor hacia él siendo bondadosos con los que nos
rodean.
Si vivimos así, estaremos actuando como verdaderos hijos de Dios
y habitaremos con Cristo en el cielo.

71
La muerte de Cristo
Al deponer su preciosa vida, Cristo no tuvo el consuelo de sentirse
fortalecido por un gozo triunfal. Su corazón estaba quebrantado por
la angustia y oprimido por la tristeza. Pero no fue el dolor o el temor
de la muerte lo que causó su sufrimiento. Fue el peso torturante del
pecado del mundo y el sentimiento de hallarse separado del amor de
su Padre. Eso quebrantó su corazón y aceleró la muerte.
Cristo sintió la angustia que los pecadores sentirán cuando des-
pierten para darse cuenta de la carga de su culpa, para comprender
que se han separado para siempre del gozo y de la paz del cielo.
Los ángeles contemplaron con asombro la agonía de la desespera-
ción soportada por el Hijo de Dios. Su angustia mental fue tan inten-
sa, que apenas sintió el dolor de la cruz.

La muerte de Jesús

La naturaleza misma se conmovió por la escena. El sol, que había


brillado claramente hasta el mediodía, de repente pareció borrarse del
cielo. Todo lo que rodeaba la cruz fue envuelto en tinieblas tan pro-
fundas como la más negra medianoche. Esta oscuridad sobrenatural
duró tres horas completas.
Un terror hasta entonces desconocido se apoderó de la multitud.
Los que maldecían y denigraban dejaron de hacerlo. Hombres, muje-
res y niños cayeron sobre la tierra presa del terror.
A la hora nona las tinieblas se fueron disipando sobre la gente, pero
todavía envolvían con su manto al Salvador. Los relámpagos parecían
dirigidos hacia él mientras pendía de la cruz. Fue entonces cuando

72
pronunció el desesperado clamor:

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”

Mientras tanto las tinieblas se habían asentado sobre Jerusalén y


las llanuras de Judea. Cuando todas las miradas se volvieron hacia
la ciudad condenada, vieron los fieros relámpagos de la ira de Dios
dirigidos hacia ella.
Repentinamente las tinieblas se disiparon de la cruz, y Jesús excla-
mó en tono claro y con voz como de trompeta, que parecía resonar
por toda la creación:
“¡Consumado es!” Juan 19:30. “Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu”. Lucas 23:46.
Una luz envolvió a la cruz, y el rostro del Salvador brilló con una
gloria semejante a la del sol. Inclinó entonces la cabeza sobre su pecho
y murió.
La multitud que rodeaba la cruz quedó paralizada y, conteniendo
la respiración, contempló al Salvador. De nuevo las tinieblas descen-
dieron sobre la tierra. En los aires se oyó el retumbar de un trueno
intenso, acompañado de un violento terremoto.
La gente fue sacudida y a montones arrojada en tierra. Siguió una
terrible escena de confusión y terror. En las montañas cercanas, las
rocas fueron partidas y se desmoronaron con estrépito hacia los va-
lles. Las tumbas se rompieron y se abrieron, y muchos de los muertos
fueron arrojados desde adentro. La creación parecía desintegrarse en
átomos. Los sacerdotes, los príncipes, los soldados y el pueblo, mudos
de terror, yacían postrados en el suelo.
En el momento de la muerte de Cristo, algunos de los sacerdotes
se hallaban oficiando en el templo de Jerusalén. Sintieron el remezón
del terremoto, y en el mismo instante el velo del templo que separaba
73
el lugar santo del santísimo fue rasgado en dos, desde arriba hacia
abajo, por la misma mano misteriosa que había escrito las palabras de
condenación sobre los muros del palacio de Belsasar. El lugar santísi-
mo del santuario terrenal dejó de ser sagrado. Nunca más se revelaría
la presencia de Dios sobre el propiciatorio. Nunca más se manifestaría
la aceptación o el desagrado de Dios por medio de una luz o una som-
bra en las piedras preciosas del pectoral del sumo pontífice.
Desde aquel momento, la sangre de las ofrendas en el templo ya
no tenía valor. El Cordero de Dios, al morir, se había convertido en el
verdadero sacrificio por los pecados del mundo.
Cuando Cristo murió en la cruz del Calvario, abrió un camino nue-
vo y vivo, tanto para los judíos como para los gentiles.
Los ángeles se regocijaron cuando el Salvador exclamó: “¡Consu-
mado es!” Comprendieron que el grandioso plan de redención era
una realidad. Mediante una vida de obediencia, los hijos de Adán po-
dían ser exaltados, finalmente, a la presencia de Dios.
Satanás estaba derrotado, y sabía que había perdido su dominio.

74
“¿Por qué lloras?”
Este capítulo está basado en Mateo 28:1, 5-8; Marcos 16:1-8; Lucas 24:1-12;
Juan 20:1-18.

Las mujeres que habían estado al lado de la cruz de Cristo espera-


ron velando que transcurriesen las horas del sábado. El primer día de
la semana,1 muy temprano, se dirigieron a la tumba llevando consigo
especias preciosas para ungir el cuerpo del Salvador. No pensaban
que resucitaría. El sol de su esperanza se había puesto, y había ano-
checido en sus corazones. Mientras andaban, relataban las obras de
misericordia de Cristo y sus palabras de consuelo. Pero no recorda-
ban sus palabras: “Otra vez os veré.”2
Ignorando lo que estaba sucediendo, se acercaron al huerto dicien-
do mientras andaban: “¿Quién nos revolverá la piedra de la puerta del
sepulcro?” Sabían que no podrían mover la piedra, pero seguían ade-
lante. Y he aquí, los cielos resplandecieron de repente con una gloria
que no provenía del sol naciente. La tierra tembló. Vieron que la gran
piedra había sido apartada. El sepulcro estaba vacío.
Las mujeres no habían venido todas a la tumba desde la misma
dirección. María Magdalena fue la primera en llegar al lugar; y al ver
que la piedra había sido sacada, se fue presurosa para contarlo a los
discípulos. Mientras tanto, llegaron las otras mujeres. Una luz res-
plandecía en derredor de la tumba, pero el cuerpo de Jesús no estaba
allí. Mientras se demoraban en el lugar, vieron de repente que no esta-
ban solas. Un joven vestido de ropas resplandecientes estaba sentado
al lado de la tumba. Era el ángel que había apartado la piedra. Había
tomado el disfraz de la humanidad, a fin de no alarmar a estas perso-
nas que amaban a Jesús. Sin embargo, brillaba todavía en derredor de
él la gloria celestial, y las mujeres temieron. Se dieron vuelta para huir,

75
pero las palabras del ángel detuvieron sus pasos. “No temáis voso-
tras—les dijo; —porque yo sé que buscáis a Jesús, que fue crucificado.
No está aquí; porque ha resucitado, como dijo.
Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor. E id presto, decid a
sus discípulos que ha resucitado de los muertos.” Volvieron a mirar al
interior del sepulcro y volvieron a oír las nuevas maravillosas. Otro
ángel en forma humana estaba allí, y les dijo: “¿Por qué buscáis entre
los muertos al que vive? No está aquí, mas ha resucitado: acordaos de
lo que os habló, cuando aún estaba en Galilea, diciendo: Es menester
que el Hijo del hombre sea entregado en manos de hombres pecado-
res, y que sea crucificado, y resucite al tercer día.”
¡Ha resucitado, ha resucitado! Las mujeres repiten las palabras
vez tras vez. Ya no necesitan las especias para ungirle. El Salvador
está vivo, y no muerto. Recuerdan ahora que cuando hablaba de su
muerte, les dijo que resucitaría. ¡Qué día es éste para el mundo! Pres-
tamente, las mujeres se apartaron del sepulcro y “con temor y gran
gozo, fueron corriendo a dar las nuevas a sus discípulos.”
María no había oído las buenas noticias. Ella fue a Pedro y a Juan
con el triste mensaje: “Han llevado al Señor del sepulcro, y no sa-
bemos dónde le han puesto.” Los discípulos se apresuraron a ir a la
tumba, y la encontraron como había dicho María. Vieron los lienzos
y el sudario, pero no hallaron a su Señor. Sin embargo, había allí un
testimonio de que había resucitado. Los lienzos mortuorios no habían
sido arrojados con negligencia a un lado, sino cuidadosamente do-
blados, cada uno en un lugar adecuado. Juan “vio, y creyó.” No com-
prendía todavía la escritura que afirmaba que Cristo debía resucitar
de los muertos; pero recordó las palabras con que el Salvador había
predicho su resurrección.
Cristo mismo había colocado esos lienzos mortuorios con tanto
cuidado. Cuando el poderoso ángel bajó a la tumba, se le unió otro,
76
quien, con sus acompañantes, había estado guardando el cuerpo del
Señor. Cuando el ángel del cielo apartó la piedra, el otro entró en la
tumba y desató las envolturas que rodeaban el cuerpo de Jesús. Pero
fue la mano del Salvador la que dobló cada una de ellas y la puso en
su lugar. A la vista de Aquel que guía tanto a la estrella como al átomo,
no hay nada sin importancia. Se ven orden y perfección en toda su
obra.
María había seguido a Juan y a Pedro a la tumba; cuando volvieron
a Jerusalén, ella quedó. Mientras miraba al interior de la tumba vacía,
el pesar llenaba su corazón. Mirando hacia adentro, vio a los dos án-
geles, el uno a la cabeza y el otro a los pies de donde había yacido Je-
sús. “Mujer, ¿por qué lloras?” le preguntaron. “Porque se han llevado
a mi Señor—contestó ella, —y no sé dónde le han puesto.”
Entonces ella se apartó, hasta de los ángeles, pensando que debía
encontrar a alguien que le dijese lo que habían hecho con el cuerpo
de Jesús. Otra voz se dirigió a ella: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién
buscas?” A través de sus lágrimas, María vio la forma de un hombre,
y pensando que fuese el hortelano dijo: “Señor, si tú lo has llevado,
dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré.” Si creían que esta tumba
de un rico era demasiado honrosa para servir de sepultura para Jesús,
ella misma proveería un lugar para él. Había una tumba que la misma
voz de Cristo había vaciado, la tumba donde Lázaro había estado. ¿No
podría encontrar allí un lugar de sepultura para su Señor? Le parecía
que cuidar de su precioso cuerpo crucificado sería un gran consuelo
para ella en su pesar.
Pero ahora, con su propia voz familiar, Jesús le dijo: “¡María!” En-
tonces supo que no era un extraño el que se dirigía a ella y, volvién-
dose, vio delante de sí al Cristo vivo. En su gozo, se olvidó que había
sido crucificado. Precipitándose hacia él, como para abrazar sus pies,
dijo: “¡Rabboni!” Pero Cristo alzó la mano diciendo: no me detengas;
77
“porque aún no he subido a mi Padre: más ve a mis hermanos, y diles:
Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.” Y Ma-
ría se fue a los discípulos con el gozoso mensaje.
Jesús se negó a recibir el homenaje de los suyos hasta tener la se-
guridad de que su sacrificio era aceptado por el Padre. Ascendió a
los atrios celestiales, y de Dios mismo oyó la seguridad de que su ex-
piación por los pecados de los hombres había sido amplia, de que
por su sangre todos podían obtener vida eterna. El Padre ratificó el
pacto hecho con Cristo, de que recibiría a los hombres arrepentidos y
obedientes y los amaría como a su Hijo. Cristo había de completar su
obra y cumplir su promesa de hacer “más precioso que el oro fino al
varón, y más que el oro de Ophir al hombre.” 3 En cielo y tierra toda
potestad era dada al Príncipe de la vida, y él volvía a sus seguidores en
un mundo de pecado para darles su poder y gloria.
Mientras el Salvador estaba en la presencia de Dios recibiendo
dones para su iglesia, los discípulos pensaban en su tumba vacía, se
lamentaban y lloraban. Aquel día de regocijo para todo el cielo era
para los discípulos un día de incertidumbre, confusión y perplejidad.
Su falta de fe en el testimonio de las mujeres da evidencia de cuánto
había descendido su fe. Las nuevas de la resurrección de Cristo eran
tan diferentes de lo que ellos esperaban que no las podían creer. Eran
demasiado buenas para ser la verdad, pensaban. Habían oído tanto
de las doctrinas y llamadas teorías científicas de los saduceos, que era
vaga la impresión hecha en su mente acerca de la resurrección. Ape-
nas sabían lo que podía significar la resurrección de los muertos. Eran
incapaces de comprender ese gran tema.
“Id—dijeron los ángeles a las mujeres, —decid a sus discípulos y a
Pedro, que él va antes que vosotros a Galilea: allí le veréis, como os
dijo.” Estos ángeles habían estado con Cristo como ángeles custodios
durante su vida en la tierra. Habían presenciado su juicio y su crucific
78
xión. Habían oído las palabras que él dirigiera a sus discípulos. Lo
demostraron por el mensaje que dieron a los discípulos y que debie-
ra haberlos convencido de su verdad. Estas palabras podían provenir
únicamente de los mensajeros de su Señor resucitado.
“Decid a sus discípulos y a Pedro,” dijeron los ángeles. Desde la
muerte de Cristo, Pedro había estado postrado por el remordimiento.
Su vergonzosa negación del Señor y la mirada de amor y angustia que
le dirigiera el Salvador estaban siempre delante de él. De todos los dis-
cípulos, él era el que había sufrido más amargamente. A él fue dada
la seguridad de que su arrepentimiento era aceptado y perdonado su
pecado. Se le mencionó por nombre.
“Decid a sus discípulos y a Pedro, que él va antes que vosotros a Ga-
lilea: allí le veréis.” Todos los discípulos habían abandonado a Jesús,
y la invitación a encontrarse con él vuelve a incluirlos a todos. No los
había desechado. Cuando María Magdalena les dijo que había visto
al Señor, repitió la invitación a encontrarle en Galilea. Y por tercera
vez, les fue enviado el mensaje. Después que hubo ascendido al Padre,
Jesús apareció a las otras mujeres diciendo: “Salve. Y ellas se llegaron y
abrazaron sus pies, y le adoraron. Entonces Jesús les dice: No temáis:
id, dad las nuevas a mis hermanos, para que vayan a Galilea, y allí me
verán.”
La primera obra que hizo Cristo en la tierra después de su resu-
rrección consistió en convencer a sus discípulos de su no disminuido
amor y tierna consideración por ellos. Para probarles que era su Sal-
vador vivo, que había roto las ligaduras de la tumba y no podía ya ser
retenido por el enemigo la muerte, para revelarles que tenía el mismo
corazón lleno de amor que cuando estaba con ellos como su amado
Maestro, les apareció vez tras vez. Quería estrechar aún más en derre-
dor de ellos los vínculos de su amor. Id, decid a mis hermanos—dijo,
—que se encuentren conmigo en Galilea.
79
Al oír esta cita tan definida, los discípulos empezaron a recordar las
palabras con que Cristo les predijera su resurrección. Pero aun así no
se regocijaban. No podían desechar su duda y perplejidad. Aun cuan-
do las mujeres declararon que habían visto al Señor, los discípulos no
querían creerlo. Pensaban que era pura ilusión.
Una dificultad parecía acumularse sobre otra. El sexto día de la
semana habían visto morir a su Maestro, el primer día de la sema-
na siguiente se encontraban privados de su cuerpo, y se les acusaba
de haberlo robado para engañar a la gente. Desesperaban de poder
corregir alguna vez las falsas impresiones que se estaban formando
contra ellos. Temían la enemistad de los sacerdotes y la ira del pue-
blo. Anhelaban la presencia de Jesús, quien les había ayudado en toda
perplejidad.
Con frecuencia repetían las palabras: “Esperábamos que él era el
que había de redimir a Israel.” Solitarios y con corazón abatido, recor-
daban sus palabras: “Si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco,
qué se hará?”4 Se reunieron en el aposento alto y, sabiendo que la
suerte de su amado Maestro podía ser la suya en cualquier momento,
cerraron y atrancaron las puertas.
Y todo el tiempo podrían haber estado regocijándose en el cono-
cimiento de un Salvador resucitado. En el huerto, María había esta-
do llorando cuando Jesús estaba cerca de ella. Sus ojos estaban tan
cegados por las lágrimas que no le conocieron. Y el corazón de los
discípulos estaba tan lleno de pesar que no creyeron el mensaje de los
ángeles ni las palabras de Cristo.
¡Cuántos están haciendo todavía lo que hacían esos discípulos!
¡Cuántos repiten el desesperado clamor de María: “Han llevado al
Señor, ... y no sabemos dónde le han puesto”! ¡A cuántos podrían di-
rigirse las palabras del Salvador: “¿Por qué lloras? ¿a quién buscas?”
Está al lado de ellos, pero sus ojos cegados por las lágrimas no lo ven.
80
Les habla, pero no lo entienden.
¡Ojalá que la cabeza inclinada pudiese alzarse, que los ojos se abrie-
sen para contemplarle, que los oídos pudiesen escuchar su voz! “Id
presto, decid a sus discípulos que ha resucitado.” Invitadlos a no mirar
la tumba nueva de José, que fue cerrada con una gran piedra y sellada
con el sello romano. Cristo no está allí. No miréis el sepulcro vacío.
No lloréis como los que están sin esperanza ni ayuda. Jesús vive, y
porque vive, viviremos también. Brote de los corazones agradecidos
y de los labios tocados por el fuego santo el alegre canto: ¡Cristo ha
resucitado! Vive para interceder por nosotros. Aceptad esta esperan-
za, y dará firmeza al alma como un ancla segura y probada. Creed y
veréis la gloria de Dios.

___________
1 Domingo
2Juan 16:22.
3Isaías 13:12.
⁴Lucas 24:21; 23:31.

81
La ascensión triunfal
Después que Jesús desapareció de la vista de los discípulos en el
Monte de los Olivos, fue recibido por una hueste angelical que, con
cánticos de gozo y de triunfo, lo escoltó hacia las alturas.
A la entrada de la ciudad de Dios una inmensa compañía de án-
geles aguardaba su llegada. Al acercarse Cristo, los ángeles que lo es-
coltaban, con expresiones de triunfo, se dirigieron a los que estaban
junto a los portales:

“¡Alzad, puertas, vuestras cabezas!


¡Alzaos vosotras, puertas eternas,
Y entrará el Rey de gloria!”

Los ángeles que esperaban en las puertas respondieron:

“¿Quién es este Rey de gloria?”

Dijeron esto no porque no lo supieran, sino porque querían oír


la respuesta de sublime loor:

“¡Jehová el fuerte y valiente,


Jehová el poderoso en batalla!
¡Alzad, puertas, vuestras cabezas!
¡Alzaos vosotras, puertas eternas,
y entrará el Rey de gloria!”

82
De nuevo los ángeles que esperaban preguntaron:

“¿Quién es este Rey de gloria?”


Y la escolta respondió en tono melodioso:
“¡Es Jehová de los ejércitos!
¡El es el Rey de gloria!”

(Salmos 24:7-10)

Entonces los portales de la ciudad de Dios fueron abiertos de par en


par y la multitud angelical pasó por ellos en medio de una explosión
de música arrobadora.

Cristo triunfa

Toda la hueste celestial estaba esperando para tributar honor a su


Comandante que regresaba. Deseaba volverlo a ver ocupando su lu-
gar en el trono al Padre.
Pero él todavía no podía recibir la corona de gloria y el manto real.
Tenía un pedido que presentar ante el Padre, concerniente a sus es-
cogidos en la tierra. No podía aceptar el honor antes que, frente al
universo celestial, su iglesia fuera justificada y aceptada.
Pidió que donde él estuviera, sus discípulos también pudieran es-
tar. Si él ha de tener gloria, ellos deberán participar de ella. Aquello
que sufren con él en la tierra, reinarán con él en su reino.
Así Cristo rogó por la iglesia. Identificó sus intereses con los suyos,
y con un amor y constancia más fuerte que la muerte defendió los
derechos y los títulos comprados con su sangre.

83
La respuesta del Padre a su pedido se pronunció en la siguiente
proclamación:
“Adórenlo todos los ángeles de Dios”.Hebreos 1:6.
Gozosamente los directores de la hueste angelical adoraron al Re-
dentor. La innumerable multitud de ángeles se inclinó ante él y las
cortes del cielo se hicieron eco una y otra vez del gozoso clamor:
“El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las ri-
quezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza”.
Apocalipsis 5:12.
Los seguidores de Cristo son “aceptos en el Amado”. En la presencia
de la hueste angelical el Padre ratificó el pacto hecho con Cristo, por
el cual reafirmó que recibirá a los hombres arrepentidos y obedientes
y los amará así como ama a su Hijo. Donde esté el Redentor, estarán
los redimidos.
El Hijo de Dios ha vencido al príncipe de las tinieblas, ha triunfado
sobre la muerte y el pecado. Por eso los cielos resonaron con exaltadas
melodías que proclaman:
“Al que está sentado en el trono y al Cordero, sea la alabanza, la
honra, la gloria, y el poder, por los siglos de los siglos”.Apocalipsis
5:13.

84

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