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Giorgio Colli, La sabiduría griega, Volumen I, Trotta, Madrid, 2008, pp. 44-48.

Por el contrario, la alusión al espejo de Diónisos es de carácter indiscutiblemente


esotérico. El espejo es uno de los atributos dionisíacos que aparecen en el ritual mistérico,
un símbolo sapiencial que el mito órfico introduce precisamente en el momento
culminante de la pasión del dios: «Armados de espadas asesinas, los Titanes se apoderaron
violentamente de Diónisos, ensimismado en la contemplación de su imagen que se
reflejaba en el espejo mendaz» (*). El espejo es símbolo de la ilusión, porque lo que vemos
en él no existe en la realidad, sino que es un mero reflejo. Pero el espejo es también
símbolo del conocimiento, porque, al mirarme en él, conozco quién y cómo soy. Por otra
parte, ese simbolismo cognoscitivo incluye un aspecto mucho más refinado, pues la
actividad cognoscitiva consiste en encerrar el mundo en un espejo y reducirlo a un reflejo
que yo ya poseo. Y aquí surge el fogonazo de la imagen órfica: Diónisos se mira en el
espejo, y ¡ve el mundo! (**). El tema del engaño y el del conocimiento van asociados, pero
sólo así se puede resolver el enigma. El dios siente el atractivo del espejo, de ese juguete en
el que se muestran toda clase de imágenes desconocidas — la visión lo clava al espejo, sin
que se dé cuenta del peligro— , pero él no sabe que en realidad, está contemplando su
propio ser. Y, sin embargo, lo que ve es el reflejo de un dios, el mundo en el que un dios se
expresa en la apariencia. Mirarse al espejo, manifestarse, expresarse: eso, y nada más, es el
conocimiento. Pero ese conocimiento del dios es precisamente el mundo que nos rodea,
somos nosotros. Nuestra corporeidad, la sangre que pulsa en nuestras venas, ése es el
reflejo del dios. No hay un mundo que se refleje en un espejo y se convierta en
conocimiento del mundo:, ese mundo, incluidos nosotros que lo conocemos, es, ya en sí
mismo, una imagen, un reflejo, un conocimiento. Es el conocerse a sí mismo de Diónisos,
no tiene otra realidad sino la de Diónisos; pero también es un engaño, un mero reflejo, que
ni siquiera se asemeja al dios en la figura.
La antítesis entre apariencia y divinidad, entre necesidad y juego, se reduce aquí a una
sola imagen en la que todo se divide y se vuelve a unir, en la que la visión ilumina lo que el
pensamiento oscurece. Sólo existe Diónisos; nosotros y nuestro propio mundo no somos
más que su apariencia falaz, lo que él contempla en el espejo. De este modo, Diónisos está
detrás de la sabiduría. Lo que realmente expresa Orfeo es el conocimiento como la esencia
de la vida, como el culmen de la existencia. Entonces el conocimiento se convierte en
norma de conducta, de suerte que teoría y práctica vienen a coincidir. De hecho, en un
antiguo razonamiento órfico se habla de los «caminos», de los que hay que seguir y de los
que conviene evitar, del de los iniciados y del de los vulgares (***). La vía, el sendero, es
una imagen, una alusión frecuente en la época de los sabios, tanto en Heráclito como en
Parménides o en Empédocles (****).
* Véase Nonnus.. Dionys.. 0 . 172-173.
** Cf. 4 [B 40] y la nota correspondiente.
*** Cf. 4 [A 6, 15 ], 4 [A7-9] (aparte de los pasajes de Plutarco, véase Turyn, Pínd., 332 -
334 ). 4 [A 42. 67, 5] y las notas a 4 [A 40. 42 . 44. 62 .67].
**** Véanse Herácl.. B 45. 59. 60. 71 DK: Pann.. B 1.2. 1,5. 1,11. 1,27. 2 .3-4 . 2.6. 6 . 3-4.
6,9 . 7 .2 -3 . 8.1. 8 .1 8 DK; Emp.. B 35, 1 5 . 115,8 DK.

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