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Angela Carter: donde las hadas no se

aventuran
Publicado por Grace Morales

En compañía de lobos (1984). Imagen: ITC / Palace Pictures.

En una de tantas piruetas en mi camino como lectora, llegué a la obra de Angela Carter
a través de la de Ana María Matute. ¿Cómo? Con el Círculo de Lectores al que estaban
suscritos mis padres y un carnet. Concretamente, fue Olvidado rey Gudú, en 1996, el que
provocó que buscara en los catálogos de las bibliotecas otros libros que hubiesen escrito
los cuentos de hadas desde nuevas perspectivas. La inquietante novela de Matute, fantasía
oscura y terrible, un libro que está a la altura de otras epopeyas fantásticas, ya había
establecido en la literatura española que los relatos envueltos en hechuras «infantiles» no
lo eran en absoluto, en el sentido institucional de blancura con que se los ha barnizado,
sino que por contra escondían narraciones de terror para educar en temas elementales,
lejos de la cursilería y el conjunto de normas que ha exigido la sociedad en cada época, a
partir de los primitivos cuentos populares, cuyos autores —los más famosos— no fueron
todos hombres: recordemos a Gabrielle-Suzanne de Villeneuve (La Bella y la Bestia) o
los cuentos de hadas cortesanos de Madame d’Aulnoy.

Ana María Matute y otras autoras, por ejemplo, Carmen Martín Gaite, utilizaron las
fórmulas del bosque, las hadas y los trasgos para reflejar la realidad de su tiempo. En este
caso, una sociedad marcada por la Guerra Civil y el horror subsiguiente: mundo de
hambre y represión, hombres extrañados, mujeres supeditadas a las leyes religiosas,
familias rotas y niños huérfanos… materia donde fabricar historias de reinos aislados,
pueblos regidos por príncipes tiranos, hombres solitarios y un batallón de niñas perdidas
en torres inexpugnables. Si bien ni Matute ni el resto de autoras de su generación
manifestaron de forma explícita ser feministas (por razones obvias), es evidente en esta
reescritura de los antiguos cuentos de hadas la intención de denuncia de la situación de la
mujer, y también de la de los hombres y los niños, así como de la dramática
transformación del campo y las ciudades.

Angela Carter (1940-1992) sí se declaró feminista, pero su implicación fue tan compleja
como el compromiso de Ana María Matute. El feminismo de Carter salta a la vista en
cuanto se leen sus textos, que fueron muchos y en casi todos los formatos (del periodismo
al ensayo, la novela, el cuento corto, además del trabajo académico y la traducción) para
una vida desgraciadamente tan corta. Pero, como el de otras grandes creadoras (pienso en
Leonora Carrington, Anaïs Nin, Colette, Jean Rhys, Mary Butts… todas similares en
estilos y trayectorias), fue un proceso de afirmación contradictorio y no muy agradable,
problemático a la hora de encontrar el equilibrio entre la exigencia personal y la exigencia
externa que se hace al artista femenino. Carter aplicó a su narrativa una regla circular y
paradójica, sin más ley que la imaginación y el poder de las palabras. Para ello utilizó, a
la par que un gran talento, su profundo conocimiento de la lengua y la literatura —a veces
muy irritante, comprendo el disgusto de los escritores de su quinta— además del dominio
del idioma, del pensamiento y del folclore no solo anglosajón, sino de varios continentes.
Y, por si todo esto fuera poco, además, el humor. El estilo de Carter ha sido etiquetado
por su tiempo dentro de la literatura posmoderna, pero comparte con el punk muchos
elementos, en especial, ser muy descarado, agresivo, distanciado de sus criaturas y de sí
misma, capaz de barrer de un soplo el tabú sexual y las convenciones de género,
cualesquiera que fueran estas.

El primer libro suyo que leí fue la antología de cuentos La cámara sangrienta (Ed.
Minotauro, 1991, originalmente publicado en 1979). Es, además de su obra más conocida,
una calculada y provocadora empresa donde les da la vuelta a los cuentos infantiles, los
más conocidos. De forma literal, Carter no solo los pone boca abajo, sino que expone lo
de dentro hacia el exterior: la sangre y el tuétano de los huesos salpican en estas creaciones
inspiradas en los mitos de Blancanieves, la Bella Durmiente, el Gato con Botas y
Barbazul. Todo lo que la narrativa tradicional había tratado de esconder en la sucesiva
divulgación de historias como estas, que no era sino el aprendizaje mediante fábulas de
lo que significan el deseo sexual y la muerte, se expresa a través de Carter en un enorme
lienzo gótico, con imágenes preciosistas, lúgubres y procaces, que remiten a la literatura
grecolatina, la pintura del decadentismo o el cine de terror.

Carter invierte la función de los personajes, de la misma forma que la ficción deviene
realidad y después hace el camino contrario. Los monstruos asumen con dignidad su ser
como «otro». Las protagonistas clásicas, adolescentes virginales y un poco atontolinadas,
se convierten aquí en intrépidas mozas conscientes de su sexo, curiosas por descubrir
secretos y abrir puertas, con lo que recuperan el alma negada por la Biblia a través del
conocimiento, e incluso pueden ser el monstruo protagonista. El mito del amor romántico
se desvanece en el acto supremo de la comunión amorosa, el canibalismo. La mujer piensa
en términos de mercado sobre el matrimonio y los gatos discuten como en una novela del
Marqués de Sade. La última mujer de Barbazul es rescatada por su madre, una señora que
ha luchado contra los piratas. Llevados por el principio elemental del cambio en la
naturaleza y la creación artística, ya formulado en el poema de Ovidio (Las
metamorfosis), los protagonistas se transforman en entidades de géneros alternativos
siguiendo el cauce del deseo, la supervivencia, los presupuestos ideológicos de su autora,
empeñada en cambiar la visión sobre las mujeres y su relación con el mundo, y por
supuesto, el sentido de la maravilla. La Bella Durmiente es una niña vampiro, cuya
descripción podría haber salido de un cuadro de Remedios Varo, y el Leñador, un
soldado hipster de la I Guerra Mundial, de excursión en bici por los Cárpatos que, tras
acabar con el sufrimiento de la no muerta mediante el sexo, se lleva la maldición al frente.

Sin alejarse de los mecanismos más elementales del cuento —suspensión de la certeza
mediante descripciones abigarradas y situaciones absurdas, sin apenas datos sobre el
pasado o las relaciones de los personajes, con final abrupto, casi siempre abierto a la
interpretación— y en un alarde propio de la autora, Carter ofrece tres versiones sobre
Caperucita solo en este libro, porque el mito del hombre/mujer lobo es recurrente en más
textos y supone su incursión en el cine como guionista, con la muy poco recordada y
emocionante En compañía de lobos, de Neil Jordan (1964): en la primera versión, la niña
mata al lobo, que esconde una sorpresa; en la segunda, lo derrota acostándose con él y
convirtiéndolo en un humano dócil. En la tercera, revuelve a la niña loba con el espejo de
la Alicia de Carroll y el vampirismo, siempre para insistir en esa ruptura de convenciones
sobre la construcción de la identidad «femenina». Ella la describe violenta, ansiosa y
enérgica, frente al estereotipo pasivo, recatado e inocente, con una belleza y una conducta,
digamos, alternativas.

En compañía de lobos (1984). Imagen: ITC / Palace Pictures.

A este respecto, Carter es especialista en escribir sobre personajes femeninos muy poco
convencionales y en darles una dimensión escasamente utilizada por la literatura, sobre
todo, la femenina. En su opinión, que compartía en el prólogo de la antología de cuentos
seleccionados por ella misma Niñas malas, mujeres perversas (Edhasa, 1989, muy
recomendable para conocer a autoras poco frecuentadas por los talleres literarios), las
escritoras casi nunca tratan mal a los personajes femeninos, por muy reprobables que sean
sus actos. Hay casi siempre una especie de acuerdo tácito en perdonar de antemano a la
criatura creada, ya sea la más malvada del mundo. No se la juzga como hace la literatura
masculina con sus personajes. Además, las villanas más célebres de la ficción están
cercadas por el género de la fantasía y el terror. La razón: para el ideario y la convención
social es «imposible» pensar en mujeres malvadas porque sí, con las mismas atribuciones
y responsabilidad que los hombres. Por eso siempre son calcos de una leyenda (diosa,
estereotipo de la fantasía), y sus actos siempre se sustentan en una «razón» (hay un
pecado, una tragedia, una transgresión, o todo ello junto) que justifica, de una forma u
otra, sus posibles fechorías.

Para Angela Carter, que las escritoras no abordasen el mal de forma directa en la conducta
femenina se debía a un problema social y ético. Las mujeres, fuera del terreno «natural»
del sexo, no tenían «conocimiento», solo pecaban por comportarse como
no debían dentro de la familia o el matrimonio. Los cuadros siempre se repiten: la
comeniños, la comehombres, la ogresa y la dragona. Si las maldades se salían de ese
gineceo, esto solo podía deberse a un motivo: la locura. Se puede añadir la brujería, pero
siempre con locura, o, un poco más tarde, la supervillana con poderes, pero con la cabeza
ida, la cíborg con los cables cruzados. U otro motivo: la pertenencia a otra especie y otro
sistema planetario, que ahí ya se pueden justificar comportamientos asociales y criminales
de forma más alegre y sin remordimientos. Esta escasez de personajes «realistas», de la
vida diaria, capaces de hacer el mal y al tiempo ser conscientes-responsables de su horror,
se debe, según apuntaba Carter con su humor y mucha mala idea, a que las mujeres no
hemos tenido las mismas oportunidades de delinquir que nuestros compañeros. En la
actualidad, y fuera del universo de Harry Potter y la ciencia ficción, hay pocas mujeres
muy, pero muy malas en la literatura femenina. La protagonista de Gone Girl, de Gillian
Flynn, es un ejemplo reciente y casi una excepción. No hay ninguna necesidad de centrar
en criminales los personajes femeninos de la ficción, pero esta ausencia es significativa.

En su colección Venus negra (Minotauro, 1991, originalmente publicado en 1985),


además de abordar el mito de la mujer afroamericana en la vieja Europa cuando escribe
la biografía de Jeanne Duval, amante de Baudelaire, la escritora fabula con historias de
personajes femeninos con vidas «complicadas», desplazados en la clase social, la familia
o el cuerpo. A pesar de estas ideas suyas, siempre interesantes y controvertidas, sobre el
tratamiento que la ficción femenina da a la mujer y sus propios retratos de mujeres muy
lejos de esa órbita «normal», Carter tampoco se interna en la concepción del mal de signo
femenino, pues también insiste en que su condición se debe a ser «producto» de un pasado
o presentes horribles: la criada inglesa que termina en una tribu de indios nativos y es
«salvada» de los salvajes, solo para volver a la civilización y continuar su vida como
criada; el rastro de los fantasmas del escritor Edgar Allan Poe a través de su madre y su
mujer, la primera, actriz que muere delante de su hijo en el escenario tras una vida de
fatigas, y la segunda, niña débil que sucumbe sin que el poeta pueda hacer nada, quedando
traumatizado por partida doble. La historia de la popular Lizzie Borden y la sombra de
la asesina en serie es tratada en dos cuentos; en el primero, especula con el ambiente de
aquella casa de Fall River antes de la matanza y, en el otro, construye metaficción con
una aventura de la Lizzie niña, con una feria y un animal salvaje y enjaulado de fondo.

La dimensión animal de los seres humanos es un recuerdo constante del surrealismo en


Carter, como también el uso recurrente de las mujeres artificiales, autómatas, muñecas
articuladas de la fantasía y la ciencia ficción, espejos críticos de la feminidad como objeto
y sujeto carentes de pensamiento propio, solo animadas por el puro instinto. Las tesis de
la escritora fueron muy polémicas en los foros feministas de las décadas de los setenta y
ochenta, porque defendía, tanto en la ficción como en ensayos como La mujer sadiana
(Edhasa, 1981), la idea de un sexo femenino capaz de gestionar el deseo y sus
representaciones en el porno y la vida diaria como lo hace el masculino, lo que provocó
el enfrentamiento con las feministas que abogaban por la abolición de la pornografía y la
prostitución. Nombres como Andrea Dworkin y Robin Morgan acusaron a Carter de
machista porque mantuvo unas tesis que se basaban en la obra de Sade (también en las
ideas del pensador Georges Bataille, de las que ahora mismo Camille Paglia sería la
alumna aventajada). Tras una profunda crítica, Carter presenta a la mujer como ser
doliente, por supuesto, pero también capaz de infligir sufrimiento, además de dar voz a la
libertad de las mujeres en prácticas sexuales como el sadomasoquismo y de extender del
género fuera de la dicotomía femenino/masculino, como alternativa cada vez más real y
válida. Si todo esto es una provocación que hoy suscita inmediatamente el debate,
imaginen hace cuarenta años. Para los interesados, Simone de Beauvoir escribió, años
antes del trabajo de Carter, uno de sus mejores libros sobre este tema en concreto, titulado
¿Hay que quemar a Sade? (Visor, 2000).

En compañía de lobos (1984). Imagen: ITC / Palace Pictures.

La herencia Carter

Lo de comparar la obra de Ana María Matute y Angela Carter no ha sido una frivolidad
producto de mi inconsciencia. Permítanme que solo sea una frivolidad. Creo que era lo
más adecuado para presentar la obra de esta gran autora, aunque sea de forma muy breve
(me quedaría mucho por escribir, especialmente sobre novelas como La pasión de la
nueva Eva, Noches en el circo y Las máquinas infernales del Dr. Hoffman), porque, en
lugar de detallar los referentes de Carter, muy numerosos y más que evidentes, me permite
entrar en un lugar de la literatura española que no por poco conocido es menos interesante.
Se trata del de las escritoras que dedican su obra a la ciencia ficción, la fantasía y el terror.
Algunas de ellas son hijas declaradas de la obra de la autora inglesa y se encuentran en
un nivel de creatividad tan alto como el suyo.
La primera, y por méritos más que sobrados, es la escritora, profesora y traductora Pilar
Pedraza (Toledo, 1951). Una vida dedicada a la investigación sobre las contradicciones
de los límites de la identidad, el cuerpo y el deseo femeninos. Una obra deslumbrante de
ensayos, novelas y narrativa corta en torno a esa mujer «sadiana», que cruza y desborda
las ideas preconcebidas y tolerables de lo femenino/feminista como constructo social,
cultural y filosófico, aparte de sus estudios sobre cine, cultura barroca y fenómenos
religiosos y mágicos. El feminismo de Pedraza mira a la totalidad histórica y obtiene las
conclusiones de la suma de sus elementos, no del que toca por temporada. La escritora
incorpora a sus libros lo mismo mujeres híbridas, compuestas de máquina y animal (el
ensayo, Máquinas de amar. Secretos del cuerpo artificial, Valdemar, 1998), que
sacerdotisas, madres y diosas salvajes (Mater Tenebrarum (1987), Lobas de Tesalia
(2015). Describe con mimo y precisión los espacios envueltos en claroscuros, lo que el
pensamiento y la cultura popular conocen como lo siniestro: las tiendas de curiosidades,
las barracas de fenómenos (Lucifer Circus, 2012), las grietas en la historia donde se
cuelan las ideas monstruosas, los puntos de fractura en la Roma decadente, la alta Edad
Media, el París luciferino… a través de piezas exquisitas, construidas con la mirada
inteligente y guasona de su autora: El amante germano (2018), Brujas, sapos y aquelarres
(2014), La perra de Alejandría (2003). Pocos autores existen que estén a la altura de Pilar
Pedraza en este campo tan difícil, el de la literatura fantástica y la reflexión sobre la
cultura del otro lado, siempre terreno del olvido o del aprovechamiento de quienes no
pasan de los disfraces para Halloween. (Nota para mí misma: de hecho, podría haber
escrito este artículo al revés; es decir, dedicárselo a Pilar Pedraza y después nombrar a
Angela Carter en este párrafo).

La obra de Sofía Rhei (Madrid, 1978) es otro ejemplo de talento y dedicación al terreno
que fluctúa por encima y debajo del realismo: el cuento y la novela fantástica, la ciencia
ficción, la literatura infantil y la poesía experimental. Como Carter, ha dedicado varias de
sus obras, entre una bibliografía muy prolífica, a la reescritura del cuento de hadas
tradicional, esta vez con una curiosa y aguda mezcla de beligerancia feminista y crítica
política (sí, es que existe un feminismo que no critica el estado de las cosas), utilizando
la verdadera intención del relato popular: una lección aplicada a la vida diaria, como
espejo moral o social, por extraños que sean los escenarios y los protagonistas. En
Róndola (Planeta de libros, 2016), como ya hicieron Matute en Gudú, Carmen Martín
Gaite en La reina de las nieves (Anagrama, 2006) o Concha Alós en Rey de gatos (Plaza
& Janés, 1979), Rhei crea un universo mágico en el que se trastocan los clichés del cuento
antiguo y entran en tropel el humor, el sexo y la violencia. Si Róndola supuso una
explosión de personajes y aventuras en terrenos dislocados, no lo es menos El bosque
profundo (Aristas Martínez, 2018), pero aquí la autora emprende una ruta distinta:
ilumina las zonas más oscuras de ese decorado que significa el bosque para la ficción
novelesca y fantástica, como plasmación del inconsciente del miedo y el deseo, para fijar
en él historias breves, con una moraleja que quizá no guste, la carta del tarot guía la
escritura y la lectura de estos relatos, recurso de la literatura medieval que tanto Pedraza
como Angela Carter han utilizado en sus libros, aquí reforzado con las ilustraciones de
Anna Ribot. Otro aliciente para seguir caminando en la senda oscura de la literatura y el
fuego de la imaginación

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