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Esto requiere de mucha fuerza de voluntad, pues no se nace elocuente como se nace
rubio o trigueño. Es una facultad de primer orden que se adquiere con el estudio, el
ejercicio, la práctica y un dominio lo más completo posible del idioma que ha de servir
de vehículo, a la exposición externa de nuestros acervos espirituales.
En materia de oratoria, como en los rostros humanos, será imposible encontrar dos
acentos exactamente iguales. De esto para salir al paso de quienes pudiesen opinar
que mediante un empeñoso estudio se pueda adquirir una técnica, una forma, un
fondo, y un estilo, que a manera de uniforme militar, haya igualdades a todos los
oradores. En realidad podemos admitir una cierta uniformidad entre los cultivadores de
cada uno de los distintos géneros de oratoria. Tenemos por ejemplo, oradores de
academia y oradores de campaña; oradores sagrados y oradores iconoclastas;
oradores políticos y oradores economistas; oradores parlamentarios y oradores
callejeros.
Cada uno de estos grupos cultiva un acento que viene a ser el uniforme verbal.
Más, debajo del uniforme, palpita, la personalidad individual de cada uno. De igual
manera que los soldados de un regimiento, enfermeras o bailarinas de un ballet de
espectáculo parecen iguales mientras andan en formación o grupo. Una vez que se
han roto las filas, cada cual recupera sus rasgos y se ve muy diferente quienes antes
parecieron idénticos.
La obtención del éxito o del fracaso, no importa tanto a las apetencias individuales de
los oradores, como el fruto cosechado con sus atengas. De tal manera, el orador
perfecto cosecha a la vez un triunfo personal y el de los ideales que se proponga. El
orador impersonal y descolorido se hunde con el barco.
El no gana nada y pierde mucho, mientras que lo que pretendió demostrar se esfuma
en la indiferencia o el escarnio.
Si admite Usted esto, debe poner a prueba su esfuerzo para adaptarse a ello. El
ejercicio le es tan necesario como a un soldado.
Puede comenzar por observar a los demás y observarse a sí mismo. Con ello
germinará en usted el espíritu de autocrítica. No debe limitarse con a ser implacable
con las fallas ajenas, es indispensable que ratifique las propias. Si escucha a un
orador, maduro en el oficio, deberá tomar buena nota de lo que dice y cómo lo dice.
Imaginaremos que él mismo, aún siendo veterano adolezca de algún defecto visible.
¿Lo padecemos nosotros o nos creemos inclinados a padecerlo? No echemos en cara
de otros sin estar seguros de que eso mismo no lo tenemos como viga en nuestros
propios ojos. La observación de modelos debe servirnos, no tan solo para hacer
chacota de sus deficiencias, sino también para registrarlas y formar el decidido
propósito de no incurrir en ellas.