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Luis Martínez-Falero

El estudio del Imaginario.


Teoría y análisis
de las formas simbólicas.

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Índice
Página

INTRODUCCIÓN 3
I. DE LA IMAGEN AL IMAGINARIO 9
II. METODOLOGÍAS TRADICIONALES PARA EL ESTUDIO DEL IMAGINARIO:
LA PERSPECTIVA ANTROPOLÓGICA Y LA PSICOLOGÍA
2.1. La antropología anterior a C. Lévi-Strauss y su influencia en la psicología
2.2. La antropología de Claude Lévi-Strauss y la teoría de las religiones de Mircea Eliade
2.3. Gilbert Durand: clasificación y método de análisis de las formas simbólicas
III. EL IMAGINARIO: ÁMBITO Y MÉTODO DE ESTUDIO
3.1. Del estructuralismo a la teoría cognitiva: simbolismo y neurociencia
3.2. Una reformulación de los estudios sobre el imaginario
IV. IMAGINARIO Y LITERATURA COMPARADA
4.1. El mito literario: definición y trayectoria del concepto
4.2. Poligénesis y paralelismo
4.3. Mito, intertextualidad y reescritura
4.4. Mito, imagen y literatura comparada
4.5. Literatura y otras artes: los motivos simbólicos
V. LA PRÁCTICA CRÍTICA
5.1. Rito, mito y literatura en Grecia
5.1.1. Mito, sacrificio y ritual en Grecia
5.1.2. Los cultos agrarios
5.1.3. Los ritos funerarios y el culto a los héroes y a los antepasados
5.1.4. Del mito a la literatura
5.1.5. Mito, ritual y literatura: una perspectiva histórica
5.2. San Jorge y el dragón
5.2.1. San Jorge y el imaginario cristiano: una épica de la lucha contra el pecado
5.2.2. El mundo clásico y antiguo: de las fundaciones al caos primordial
5.2.3. De serpientes y dragones: la reescritura de un mito
BIBLIOGRAFÍA

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INTRODUCCIÓN

Traducir mediante signos las imágenes mentales: he aquí nuestro punto de


partida, así como el modo en que esas imágenes se plasman en un imaginario (colectivo
o individual), creándose haces correlativos entre los sistemas de signos, sea en la
literatura o en cualquier otra de las actividades humanas, entre las cuales las artes
ocupan un destacado lugar. No obstante, la literatura será el campo de aplicación más
estudiado en estas páginas. En cualquier caso, la necesidad de un método, para una
adecuada contextualización del objeto de estudio, requerirá de unos instrumentos
procedentes de diferentes ámbitos del conocimiento, precisamente por tratarse de un
objeto compartido por todos ellos.
La contextualización adecuada de las producciones simbólicas humanas (sea en
el ámbito del arte, de la religión, o en cualquier otro) y su relación entre sí requiere de
un método interdisciplinar, en el que confluyan la antropología cultural, la psicología, la
historia de la literatura, la lingüística, la iconografía y la iconología, la musicología, la
historia de las sociedades, la historia de las religiones y la literatura comparada (con sus
instrumentos críticos, muchos de los cuales proceden de la Teoría de la Literatura1), con
una semiótica que sirva para dotar de coherencia a los diferentes elementos analizados,
así como una intersemiótica que relacione los diferentes motivos que comparten
referencia, aunque construidos con diferentes sistemas de signos (lingüísticos, visuales
o acústicos), las imágenes procedentes de diversos ámbitos, en la interrelación entre
sociedad-cultura-producción artística, en el sistema de creencias y convenciones
compartido por una comunidad determinada en un momento histórico concreto. Por
ello, este método será interdisciplinar, o transdisciplinar ‒si se prefiere‒, desde el

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Bien es cierto que, sea en la perspectiva de la mitocrítica iniciada por Gilbert Durand, sea en la poética
del imaginario de Jean Burgos, este tipo de propuestas ha quedado fuera de muchos manuales de teoría o
de crítica de la literatura (v.gr. Fokkema e Ibsch, 1978. Viñas Piquer, 2002), si bien ocupa un lugar
destacado en la Teoría de la Literatura de Antonio García Berrio (1989: 427-571), introductor de estos
trabajos en España en su estudio sobre la poesía de Jorge Guillén (1985). Por su parte, Raman Selden deja
la mitocrítica (en la vertiente angloamericana) fuera de su manual de Teoría de la Literatura, indicando:
"He dejado al margen, por ejemplo, la crítica de mitos ‒que posee una larga y variada tradición, con
trabajos de escritores tan importantes como Gilbert Murray, James Frazer, Maud Bodkin, Carl Jung y
Northrop Frye‒, ya que, a mi entender, no se ha introducido en la corriente principal de la cultura
académica o popular y no ha puesto en cuestión las ideas recibidas con la misma fuerza con que lo han
hecho las teorías que examinamos aquí" (Selden, 1985: 11).

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momento en que voy a emplear, además, algunas de las aportaciones de las
neurociencias para formular un marco de naturaleza cognitiva que permita explicar,
desde una perspectiva teórica, determinados fenómenos que configuran los imaginarios;
o se deba explicar a partir de la genética la relación entre formas simbólicas muy
alejadas geográficamente entre sí, en virtud de movimientos migratorios, o incluso
nuestra propia capacidad de comunicarnos mediante ellas. Asimismo, este método ha de
mostrar la función de un mito o de una forma simbólica concreta en el contexto de una
cultura determinada en un momento histórico dado, lo que ha de permitir desarrollar
también una perspectiva histórico-genealógica que ofrezca su evolución, mostrando su
duración en el tiempo y su posible adaptación a cada nuevo contexto cultural, superando
de este modo la perspectiva sincrónica asumida, entre otros, por Lévi-Strauss y Gilbert
Durand, pero que ‒en el contexto de los estudios sobre el imaginario‒ se ha reorientado
hacia una perspectiva diacrónica (Thomas, 2003: 272; 2011: 31-32). Ello conlleva que
este trabajo participe de algunos de los condicionantes teóricos y críticos del Nuevo
Historicismo anglosajón (v.gr. los estudios de Stephen Greenblatt sobre el
Renacimiento inglés), lo que redunda en la idea de unos estudios centrados en una
vertiente histórica y cultural, en la que los productos literarios, iconográficos o
musicales deben integrarse, para que podamos dar cuenta (lo más fielmente posible)
tanto de sus orígenes como de su adecuada interpretación. Esta conexión entre lo
estrictamente literario con lo antropológico e histórico ha venido ganando terreno en los
últimos años a otras propuestas críticas, hasta el punto que una de las bases más sólidas
de los estudios literarios se encuentra en la adscripción cultural de los textos, de la
naturaleza que sean, donde los imaginarios desempeñan un papel primordial. Como
señala Remo Ceserani:

Ni una sola de las sociedades que conocemos históricamente ha querido o sabido prescindir
jamás de una amplia producción y consumo, bajo muy distintas formas, de textos
destinados a constituir o incrementar su imaginario. Esto es cierto hasta para las antiguas y
primitivas: los hombres que vivían en las cavernas, aun teniendo que trabajar duramente y
durante muchas horas para asegurarse su subsistencia y defenderse de sus enemigos y de la
intemperie, encontraban tiempo para representar su vida, sus alegrías y angustias, en un
relato, un canto o una danza, para dibujarse a sí mismos sobre las paredes de las cavernas, o
bien para pintar sus actividades o sus proyecciones simbólicas y fantásticas, con
representaciones que en ocasiones se nos antojan extremadamente elaboradas,
asombrosamente coherentes y eficaces, e increíblemente modernas. A través de estos textos
4
se autoorganiza y autorrepresenta desde siempre el imaginario antropológico y cultural de
las sociedades humanas, con la creación de modelos e imágenes del mundo que, mediante
la retórica de la argumentación y de la persuasión, se van extendiendo en los diferentes
estratos que componen los grupos sociales. El espacio habitado por el imaginario es vital y
esencial: por medio de él se forman las culturas, se produce el encuentro con otras culturas,
las absorben, buscan conquistarlas, o bien se contraponen y fijan su propia identidad
trazando fronteras provisionales o permanentes. El hombre, ha dicho el filósofo alemán
Ernst Cassirer, es "un animal simbólico". (Ceserani, 2003: 25)

Para el estudio de estos imaginarios, tanto de manera teórica, como en la práctica


crítica, es necesario este método que propongo, en el que cada una de estas ciencias ya
enumeradas realizará una aportación mayor o menor, dependiendo de cada objeto de
estudio concreto, por lo que la pretensión de este trabajo consiste en su formulación con
el mayor rigor científico posible, para adecuarlo al máximo al estudio de los mitos y de
las formas simbólicas, de acuerdo con la validez empírica de sus resultados, sujetos a
una estricta justificación. Esto sin olvidar una partición diferente de los imaginarios (en
etno-religioso, antropológico [profano] e individual), porque ni los mitos ni las formas
simbólicas actúan de igual manera en un contexto religioso que en uno profano, ni en el
ámbito colectivo que en el individual (la poesía de un determinado autor, por ejemplo),
solventando así una objeción evidente (la no discriminación de contextos) con relación
al modo habitual de estudio tanto de los mitos como de las formas simbólicas. Por esta
no discriminación, se han venido estudiando en un mismo nivel y con los mismos
instrumentos (en un primer periodo, estructurales; en un segundo, en muchas ocasiones
con la intuición como único criterio crítico) dioses, héroes, arquetipos literarios o
alegorías, como si todos poseyeran una misma naturaleza simbólica y social. Por tanto,
uno de los objetivos de este trabajo es evitar las interpretaciones de tipo impresionista o
naïf, donde la intuición interpretativa del crítico conduce siempre a la ocurrencia (en el
sentido que otorgan a este concepto Heidegger o Gadamer) más o menos sugerente o
creativa, más o menos literaria, evitándose de este modo las desviaciones detectadas
hasta ahora, entre las que cabe destacar una vertiente de la mitocrítica que se ha
convertido en una literatura en segundo grado (literatura sobre literatura) u otra vertiente
que ha buscado ante todo mostrar el ingenio del crítico al establecer conexiones entre
arquetipos o entre los orígenes de los arquetipos; en cualquier caso, ese tipo de estudio

5
nunca ha sido fundamentado de manera suficiente para ser considerado como válido por
ninguna de las ciencias anteriormente enumeradas.
De este modo, quisiera delimitar aquí nuestro campo de trabajo, dejando al
margen –por una parte– esas teorías sobre la creación literaria, insertas en los trabajos
sobre el imaginario, que parten básicamente de la psicocrítica tradicional (Freud, Jung,
Lacan...); y –por otra– tanto la relación entre símbolo y mito, y su reflejo en los medios
de masas, propuesta por Roland Barthes en sus Mitologías (1957), como la planteada
por la poética del sujeto o crítica temática (basada en la psicocrítica y los escritos de
Sartre sobre la imaginación y lo imaginario [Sartre, 1936 y 1940]), al defender una
lectura individual e intransferible que evita una metodología interpretativa que nos
aporte un mínimo principio de certeza sobre la validez de sus resultados (Mannoni,
1969: 242-262. Cryle, 1985. Chelebourg, 2000: 98 y ss.), al basarse únicamente en un
irracionalismo interpretativo cuya conclusión suele ser el sofisma o una
descontextualización tal que el resultado poco o nada tiene que ver con el objeto de
estudio. Las bases teóricas tradicionales procedentes de la psicología (Freud, Jung...),
serán sustituidas por otras tomadas de la teoría cognitiva, para evitar los aspectos más
discutibles de sus resultados y para buscar un engarce suficientemente justificado desde
el punto de vista de las neurociencias y de la lingüística.
En lo referente a la cuestión concreta de los imaginarios, mi propuesta va en una
dirección distinta. Mi intención es la de ofrecer los instrumentos metodológicos
necesarios, tras una revisión de las diferentes propuestas teóricas, que permitan el
estudio fundamentado de los imaginarios y de la continuidad histórica de sus
componentes, centrándome en el estudio de los textos literarios, así como su relación
con otras formas simbólicas. Para ello, partimos del carácter comunicativo de las formas
simbólicas, donde las significaciones se superponen (de lo literal al sentido figurado que
se desea transmitir), deshaciendo las posibles ambigüedades creadas a través de una
presuposición pragmática entre emisor y receptor, quienes poseen las claves
interpretativas para una correcta interpretación.
En segundo lugar, quisiera problematizar aquí los métodos empleados en la
mitocrítica (como planteamiento sustancial de análisis de las formas simbólicas),
considerando con algo de detenimiento sus componentes tomados de la antropología
cultural y de la psicología. Asimismo, quisiera fijar la definición del 'mito literario' y su
relación con los mitos de naturaleza antropológica. Y, finalmente, mi pretensión es
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ofrecer un método de interpretación de los textos simbólicos menos abierto a la
especulación subjetiva. No se trata de matizar los postulados teórico-críticos de quienes
se han ocupado de este campo de estudio ‒sobre todo‒ en el último siglo y medio, sino,
tras analizar de manera sucinta, aunque suficiente, sus propuestas, establecer una nueva
epistemología para el estudio de mitos y formas simbólicas.
Por tanto, propongo un método interdisciplinar que establezca los nexos entre
diferentes ámbitos del conocimiento, para delimitar la configuración de los imaginarios
y su relación con las sociedades a las que pertenecen, comenzando por la definición de
los tres conceptos básicos que han de servir de punto de partida (‘imagen’, ‘símbolo’ e
‘imaginario’), con el fin de ir afianzando, en los pasos posteriores, los instrumentos de
análisis que permitan alcanzar ese pretendido carácter científico que aporte unas
interpretaciones válidas y bien contextualizadas en cada imaginario, puesto que
partimos de la relevancia de esas formas y mitos en el contexto social (con una función
determinada en él, por lo que su duración dependerá de su relevancia), asumida como
fundamental desde la perspectiva interpretativa, como forma de comunicación de unos
contenidos socialmente significativos:

La interpretación correcta es la que es coherente con el principio de relevancia. Esto sugiere


a su vez un criterio para identificar la forma proposicional de un enunciado: la forma
proposicional correcta es la que conduce a una interpretación general coherente con el
principio de relevancia. (Sperber y Wilson, 1986: 229)

Acabo de fijar las premisas iniciales para la interpretación científica de mitos y


formas simbólicas, lo que hasta ahora ha estado sujeto en buena medida a la
subjetividad del intérprete (con honrosas excepciones, procedentes por lo general de los
estudios sobre el mundo clásico o el bíblico). Este ha sido mi método en los últimos
ocho años tanto para enseñar en clase los rudimentos del estudio del imaginario (o los
imaginarios), como mi principal línea de investigación, que ahora formulo de manera
más precisa en este libro, desde un plano más puramente teórico.
Para concluir esta introducción: como todo trabajo científico no es una tarea sólo
individual (y más aún tratándose de una metodología interdisciplinar), quisiera
agradecer a los profesores Julio C. Trebolle Barrera (Universidad Complutense de
Madrid), Véronique Gély (Centre de Recherche en Littérature Comparée, Université
Paris-Sorbonne), Philippe Walter (Centre de Recherche sur l'Imaginaire, Université
Stendhal, Grenoble) y Michael Winkelman (School of Human Evolution and Social
7
Change, Arizona State University) sus aportaciones (personales y bibliográficas) a este
estudio, puesto que, sin ellos, no hubiera sido posible desarrollarlo; y a Marian, Luis S.
y Emilio, por hacer más llevadera la tarea.

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I. DE LA IMAGEN AL IMAGINARIO

Vivimos en un mundo de imágenes. Nuestros recuerdos e incluso nuestros


pensamientos se articulan mediante ellas, así como nuestra percepción de la realidad
exterior. En otro sentido, simbolizamos a través de imágenes aquello que nuestro
lenguaje (en su uso funcional) no es capaz de aprehender2, venciendo las barreras de
nuestro idioma hasta conducirnos a la formulación creativa de experiencias que superan
la capacidad expresiva de nuestras palabras; o encerrando un mensaje trascendente solo
interpretable para los iniciados, como hemos visto en las diversas religiones a lo largo
de la historia.
Por ello, la Edad Media, el Renacimiento o el Barroco fueron también la edad de
las imágenes, con sus interpretaciones abiertas ante textos o iconos simbólicos (Baschet,
2008: 9-21). Pero quizá es la imagen literaria la única que es capaz de generar un
mundo, si no ex nihilo3, sí, al menos con la suficiente carga de originalidad como para
ser denominada única, al provocar además la imaginación del lector:

Para merecer el título de imagen literaria, se precisa un mérito de originalidad. Una imagen
literaria es un sentido en estado naciente: la palabra –la vieja palabra– viene a recibir allí un
significado nuevo. Pero esto no basta: la imagen literaria debe enriquecerse con un
onirismo nuevo. Significar otra cosa y hacer soñar de otro modo, tal es la doble función de
la imagen literaria. (Bachelard, 1943: 306)

Pero lo que aquí está planteando Gaston Bachelard es la capacidad creativa de la


imagen, como instancia que estructura y articula la escritura de un texto y donde la
resonancia de los sonidos de la alocución (llevados hasta sus últimas consecuencias en
la poesía, sobre todo a partir de las vanguardias, con el Surrealismo como prototipo de
estos procedimientos creativos), puede generar una cadena de imágenes, de acuerdo con
una sintaxis del imaginario, acorde con un imaginario personal, que traduce las

2
“L’idea di immagine, la realtà che la alimenta e che l’immagine stessa a sua volta alimenta riffletendola,
replicandola o deformandola, rimandano a numerose e dispare trattazioni, succedutesi nel corso del
tempo. Famiglie di immagini –iconiche, verbali, inconsce– alimentano immaginari nel quali la
componente scopica si affianca a quella linguistica e a quella mentale fino a definire uno spazio
privilegiato per la lettura e l’interpretazione della realtà che ci circonda e che sempre più si manifesta per
immagini” (Proietti, 2008: 37).
3
Así, Cornelio Castoriadis centra en la capacidad inventiva del ser humano una de sus principales
potencialidades, fundamentada en la imaginación, que puede actuar partiendo de cosas creadas, pero
también de lo no creado previamente, lo que supone un planteamiento radical en el contexto del
imaginario (Castoriadis, 1991). No obstante, Luc Benoist considera que en la creación de formas
simbólicas siempre se parte de referentes reales, mediante procedimientos de analogía (Benoist, 1975).
9
imágenes mentales en secuencias léxicas (Burgos, 1982: 139-174; y 1998: 13-38). Esta
creación individual se nutre, además, del imaginario colectivo, puesto que se puede
establecer una conexión entre la creación de formas simbólicas a nivel social y cultural
y la creación individual de símbolos, partiendo de las capacidades simbólicas de nuestro
lenguaje, manifestadas en los usos de los tropos (Arduini, 2000: 131-157), no solo
procedente de la elocución retórica, sino en los empleos de la metonimia o la metáfora y
sus variedades en el lenguaje cotidiano, de tal manera que lenguaje, imaginario
colectivo e imaginario individual forman las bases de la creatividad literaria, incluso a
partir de la reescritura (Bodkin, 1934. Cazier, 1994). Es en este trayecto de lo individual
a lo colectivo en donde Carl Gustav Jung estableció una dualidad de los símbolos:
naturales, o procedentes del subconsciente individual, y culturales, los compartidos por
una comunidad, y que pertenecerían al subconsciente colectivo (Jung, 1964: 89-90).
Por otra parte, esta creatividad responde a una función simbólica universal, tal
como la formuló Ernst Cassirer desde el neokantismo, fruto del lenguaje y una de cuyas
consecuencias es el arte como actividad individual que redunda en lo comunitario,
relacionado originariamente con la actividad mítico-religiosa (Cassirer, 1923: 143-144;
y 1925: 220).
Ahora bien: hemos trazado el concepto de imagen y de imaginario individual en
el contexto de la creatividad, aunque con unas conexiones inherentes respecto del
imaginario social y cultural de un lugar y una época determinados. Llegados a este
punto, creo llegado el momento de establecer la definición tanto de 'imagen' como de
'imaginario', puesto que en torno a ellos va a girar el resto de este trabajo.
IMAGEN

Por su parte, el término ‘imaginario’ aparece sustantivado por primera vez en


1820, en el Journal de Maine de Biran (Chelebourg, 2000: 7). No obstante, se irá
afianzando como término en la crítica francesa del siglo XX, hasta desembocar en
Gilbert Durand, para quien el imaginario aparece unido a la idea de imagen (sobre todo
a la expuesta por Bachelard), si bien en su definición de ‘imaginario’ considera que se
trata de un haz de relaciones establecidas entre las distintas imágenes que conforman,
por asociación, el pensamiento simbólico de una comunidad en un lugar y un momento
dados:

10
Es que la imagen –como descubrieron trabajosamente los “Asociacionistas”– tiene muchos
otros modos de relación más allá del concepto: a las cuatro causas de Aristóteles le añade
toda la paleta de las sincronicidades, de las relaciones espaciales, de las relaciones por las
“apariencias” múltiples del color, de la forma, de la asonancia… Es lo que significa esta
lógica específica de la imagen. (Durand, 1969: 23)

Para el estudio de la imagen y sus conexiones (hasta configurarse un


imaginario), la Escuela de Grenoble (en torno al Centre de Recherches sur l’Imaginaire,
fundado por Durand en 1966), unida al Círculo Eranos tanto desde el punto de vista
disciplinar como metodológico, sigue unas bases tomadas de la lingüística, la historia de
la literatura y del arte, la sociología (o antropología), la psicología y el psicoanálisis, lo
que ya aparece claramente delimitado desde sus primeros trabajos, con las aportaciones
del propio Durand (sociología-antropología), basadas en la antropología estructural de
Claude Lévi-Strauss; Anne Clancier, Léon Cellier o Yves Durand (psicocrítica); o la
creatividad (fundiendo ambos puntos de vista) estudiada por Jean Burgos, quien
desarrolló en la Université de Savoie, en Chambery, un centro específico de estudio de
la poética del imaginario. A ellos se irán añadiendo aportaciones tomadas de Eranos,
tanto en la terminología como en el modo de análisis, como sucede con los trabajos de
Mircea Eliade o Karl Kerényi; incluso, más recientemente, con las aportaciones en el
terreno de la sociología de Michel Maffesoli o en los trabajos de crítica literaria de
Helder Godinho.
Partiendo de la metodología de Durand, Joël Thomas plantea el imaginario no
como un simple repertorio de imágenes más o menos relacionadas, sino que
precisamente un imaginario es un sistema coherente, que pertenece a una colectividad:

[...] La noción de "imaginario" ha tomado otro sentido distinto: no es en absoluto el término


opuesto a "real" (y, por tanto, una especie de error, o al menos una divagación amablemente
tolerada y dejada a los "poetas"), sino un sistema, un dinamismo organizador de las
imágenes, que les confiere una profundidad al enlazarlas entre ellas. El imaginario no es
entonces una colección de imágenes añadidas, un corpus, sino una red en la que el sentido
se encuentra en la relación, un dinamismo organizador de las imágenes, que les confiere
una profundidad, relacionándolas entre ellas. El imaginario no es, por tanto, una colección
de imágenes añadidas, un corpus, sino una red en la que el sentido se encuentra en la
relación. (Thomas, 1998: 15)

Pero, además, esas imágenes remiten a una serie de imágenes primordiales que
se han ido rehaciendo y adaptando a diferentes realidades histórico culturales (ese

11
carácter dinámico del imaginario que aparece ya formulado por Joël Thomas [2003:
273]). Por ello, en las renovadas propuestas metodologías del imaginario se abre el
abanico de posibilidades de análisis a la perspectiva histórica (del mito clásico o la
Biblia hasta la actualidad), proporcionando así una interpretación a partir de la función
que las formas simbólicas desempeñan en un lugar y un momento dados, lo que se
repite en esas Questions de Mythocritique, obra colectiva de 2005, propuesta desde el
Centre de Recherche sur l’Imaginaire, y en la que se continúa subrayando el peso de la
psicocrítica, sobre todo la jungiana (Chauvin, Siganos y Walter, 2005).
Ahora bien, como señala Jean-Jacques Wunenburger, el imaginario ilustra una
realidad, estando conformado a partir de una realidad concreta o una idea: “El
imaginario implica una emancipación con relación a una determinación literal, la
invención de un contenido nuevo, desplazado, que introduce la dimensión simbólica”
(Wunenburger, 2003: 9). Por ello, la dimensión antropológica de las formas simbólicas
adquiere aquí una importancia capital, máxime si se trata del estudio del mito:

Enunciado en otros términos, también podríamos decir que en este caso el mito forma parte
[…] de un sistema global de representaciones que es lo que lo hace inteligible y dentro del
cual debemos situarnos si pretendemos acceder a esa inteligibilidad. (Bermejo Barrera y
Díez Platas, 2002: 64)

Estas lecturas contextualizadas ocupan un lugar necesario en esta reflexión que


ofrecemos sobre el método de interpretación de las formas simbólicas, donde el mito
juega un papel esencial (sobre todo desde el punto de vista ideológico) en la sociedad
humana desde el Paleolítico Medio y Superior, cuando se registra ya una actividad ritual
(y presumiblemente religiosa) en nuestros ancestros (Leroi-Gourhan, 1964. Ries, 1989),
y que alcanza a las creencias religiosas actuales, donde lo simbólico y lo sobrenatural
siguen formando parte de los textos y de los ritos, para integrarse, asimismo, en los
textos literarios.
Por tanto, comencemos ya por establecer qué métodos se han utilizado y a qué
conclusiones nos han llevado estas aportaciones de la antropología y de la psicología, y
qué posibles desvíos sería necesario corregir.

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II. METODOLOGÍAS TRADICIONALES PARA EL ESTUDIO DEL
IMAGINARIO: LA PERSPECTIVA ANTROPOLÓGICA Y LA PSICOLOGÍA

Hemos venido indicando la importancia tanto de la perspectiva antropológica


como de la psicológica en el estudio del imaginario. En esta última cuestión, es
necesario tener en cuenta sobre todo la psicología jungiana, aunque sin olvidar la
influencia de Freud sobre Gilbert Durand, sea por la inserción directa de algunos
elementos del psicoanálisis, sea por la influencia recibida a través de Gaston Bachelard.
No obstante, desde principios del siglo XX, la psicología va a verse claramente
orientada desde la antropología en lo concerniente a las formas simbólicas o los mitos,
por lo que comenzaremos nuestra trayectoria, para analizar brevemente las fuentes
teóricas de las que se han venido nutriendo los estudios sobre los imaginarios, con un
repaso sucinto de las aportaciones de la antropología francesa de finales del siglo XIX y
principios del XX tanto a la propia antropología –y a la sociología–, como a las teorías
psicológicas y psicoanalíticas.

2.1. La antropología anterior a C. Lévi-Strauss y su influencia en la psicología.

Tras la conquista (militar y religiosa) y la explotación comercial de las colonias


en África y en Oceanía, los filósofos franceses se comenzaron a interesar por las
costumbres y los ritos de estos pueblos tan alejados de la metrópolis, no solo desde el
punto de vista geográfico, sino también en sus concepciones sociales y culturales
(incluyendo aquí la práctica religiosa). Es en París, en torno a la revista L’année
sociologique, fundada por Émile Durkheim (el primer número se publicó en 1898,
recogiendo trabajos del bienio 1886-87), donde se va a desarrollar la sociología (y la
antropología), como ciencia, aunque posteriormente la influencia de la antropología
norteamericana (principalmente los trabajos de Franz Boas) será fundamental para el
giro antropológico introducido por Lévi-Strauss.
Tanto Émile Durkheim como el resto de colaboradores en L’année sociologique
parten de la premisa de que las costumbres y ritos estudiados pertenecen a unas
mentalidades primitivas, situadas aún en “la infancia de la Humanidad”. Esta premisa se
manifiesta no solo en los trabajos, sino en los títulos de las obras, quizá con la
excepción de Robert Hertz. Además, la mayor parte de los trabajos sobre ritos y
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costumbres se basan en los relatos de quienes sí han estado en los lugares de que se
habla, por lo que en muchas ocasiones se trata de una investigación efectuada a través
de fuentes indirectas, cuando no de suposiciones erróneas. Veamos, de forma muy
breve, los principales planteamientos y estudios.
Émile Durkheim, en Les formes élémentaires de la vie religieuse (1912),
consideró las creencias totémicas como elementos articuladores del clan y, por tanto, de
las sociedades primitivas. Además, el tótem es un elemento de orden religioso con
carácter cosmológico, lo que redunda en la consideración de cada clan y en el concepto
de ‘alma’ individual. Todo ello está directamente relacionado con los ritos que
comunican el plano de lo terrenal con el plano espiritual (con una especial atención a los
ritos del nacimiento, la iniciación y los funerarios4 y de duelo), que limita las acciones
humanas a través de lo tabú o prohibido, estableciendo una clasificación en ritos
miméticos (la magia), ritos representativos o conmemorativos (el duelo), ritos
piaculares (de expiación), o manuales (que pueden ir acompañados de cantos, por
ejemplo). Esta comunicación entre lo terrenal y lo extraterrenal se puede producir a
través del sacrificio, siempre como manifestación del alma primitiva.
En esta línea, aunque marcando progresivamente algunas distancias respecto de
Durkheim y, por extensión, de los presupuestos teóricos seguidos en L’année
sociologique, Marcel Mauss propuso un estudio de las sociedades en su totalidad, en
torno al hecho social, que abarcaría las cuestiones económicas, jurídicas y religiosas,
para establecer el marco de las relaciones planteadas en un contexto particular. En lo
referente a la religión, hizo especial hincapié en el aspecto mágico-religioso (Esquisse
d’une théorie générale de la magie, 1902), al que vincula el concepto de mana (término
polinesio que se refiere al poder inmanente de las personas o cosas) y en la que había
situado el sacrificio como elemento esencial (Essai sur la nature et la fonction du
sacrifice, 1898, en colaboración con H. Hubert).
Por su parte, Robert Hertz centró sus trabajos en la sociología de la religión, con
especial atención a las representaciones rituales colectivas, a las que aplicó un método
cercano al estructural. Así, en su trabajo más conocido, “Contribution à une étude sur la
représentation collective de la mort”5, Hertz planteó un análisis de los ritos funerarios en
Melanesia y en las Islas Timores, que comienzan con el cuerpo y su tratamiento antes
4
Aquí habría que considerar la influencia de Arnold van Gennep y su libro Los ritos de paso (1909).
5
Publicado en L’année sociologique, 1905-1906 (París, Felix Alcan, 1907), 48-137 (reeditado en: Hertz,
1970: 1-83).
14
del entierro, continúan con el destino del alma (su permanencia entre los vivos y su
posterior partida al trasmundo, tras los rituales) y concluyen con el duelo o
comportamiento social de la familia durante ese período de estancia del alma en la
tierra. Tras el duelo, Hertz estudió las ceremonias y ritos finales. Su temprana muerte en
la I Guerra Mundial (en 1915), no nos ha permitido conocer hacia dónde hubiera
evolucionado su método de estudio, que anticipa algunos aspectos del desarrollado por
Lévi-Strauss.
Finalmente, Lucien Lévy-Bruhl dedicó sus trabajos a las culturas primitivas,
aplicando principios psicológicos, entre los que destaca el de ‘participación mítica’,
recogido posteriormente por Jung, y que consiste en la relación entre la dimensión
visible y la no visible que supone la experiencia mística, y que el psicólogo suizo
integra en el inconsciente colectivo. Ello se manifiesta en su extensa obra (Les fonctions
mentales dans les sociétés inférieures, 1910; La mentalité primitive, 1922; L'âme
primitive, 1927; Le surnaturel et la nature dans la mentalité primitive, 1931; La
mythologie primitive, 1935; y L'expérience mystique et ses symboles chez les primitifs,
1938), ocupándose de la dimensión moral, al estudiar el comportamiento del “hombre
primitivo” en la sociedad, movido por poderes ocultos, procedentes –según este filósofo
francés– de la conjunción de la dimensión emocional, mística e intelectual del
individuo, si bien esta actividad es pre-lógica y está movida por una serie de prejuicios
religioso-mistéricos, en torno al tótem. Estas representaciones colectivas están ligadas a
la estructura social, lo que determina la percepción del mundo.
Algo anterior, y como una segunda fuente para el estudio antropológico de las
religiones, es el método comparativo surgido a partir del auge de los estudios clásicos y
de la arqueología (en Alemania, Francia y Reino Unido). Este método nos proporciona
un importante número de obras, en las que se recoge una gran cantidad de relatos de
tipo mitológico, pertenecientes a varias culturas, destacando los trabajos de Max Müller
(Comparative Mythology, 1858; con versión ampliada francesa: Essai de mythologie
comparée, 1859), los cuatro volúmenes de Cultes, mythes et religions (1905-1912) de
Salomon Reinach, o los tres volúmenes de ese Folk-Lore in the Old Testament: Studies
in comparative religion, legend and law (1907-1918), de James G. Frazer, donde
relaciona diversos pasajes del Antiguo Testamento con ritos y mitos pertenecientes a
varias culturas del mundo (de Micronesia, África, etc.), que, con las sucesivas entregas
de La rama dorada (1890-1915), servirá de base a los ritualistas de Cambridge, con
15
Jane Harrison como miembro más destacado de esta escuela, centrada en la
interpretación de mitos y textos literarios de acuerdo con las interpretaciones efectuadas
en los yacimientos arqueológicos.
No podemos olvidar aquí la relación entre lenguaje, formas simbólicas y mitos,
propuesta a comienzos del siglo XIX en torno al indoeuropeo por Franz Bopp, al
hallarse rasgos lingüísticos, mitos semejantes y paralelismos religiosos entre culturas
tan alejadas como la india, la griega o la germánico-nórdica, lo que permitió establecer
una base común, datada hacia el 4.000 a.C., y que, a través de diferentes migraciones,
habría trasladado estos elementos por Europa, la India y el Oriente Próximo (hititas y
luvitas). En este sentido (y entre otros trabajos de Ramus Rask, Jacob Grimm o
Friedrich Schlegel), cabe destacar, junto al libro de Bopp La conjugación del sánscrito
en comparación con la de la lengua latina, griega, persa y germánica (1816), el trabajo
de Michel Bréal Mélanges de mythologie et de linguistique (1877), donde establece un
estudio de gramática comparada que alcanza las cuestiones religiosas y culturales en
torno a ese sustrato común.
Veamos ahora cómo algunos de los trabajos de antropología influyeron en las
teorías psicológicas, aplicables al mito o a las formas simbólicas.
A comienzos del siglo XX, y siguiendo estos trabajos de antropología aparecidos
en Francia, Théodule Ribot plantea una teoría psicológica sobre los orígenes del mito en
su Essai sur l’imagination créatrice (1900). En el capítulo tercero de la segunda parte
de esta obra (“L’homme primitif et la création des mythes”), Ribot –siguiendo a Max
Müller – considera que el mito nace de la mente irracional del hombre primitivo:

Este trabajo de la imaginación pura, liberada de sí misma, no adulterada por la intrusión ni


la tiranía de elementos racionales, se traduce en una sola forma –la creación del mito, obra
anónima, impersonal, inconsciente, que, mientras dura su reinado, basta para todo, abarca
todo: religión, poesía, historia, ciencia, filosofía, legislación. (Ribot, 1900: 100)

El mito es, por tanto, una respuesta irracional ante el mundo que rodea a ese
hombre primitivo, superado por acontecimientos cotidianos convertidos en materia
trascendente, que requiere una explicación; esta respuesta pasa a la comunidad, a su
aparato simbólico compartido. Ribot considera dos posibilidades de estudio del mito: la
etimológica, genealogista o lingüística (representada por Max Müller), cuya tarea
consiste en traducir los mitos en función de una conversión de los conceptos simbólicos
en cosas (nomina numina), por lo que se trataría de metáforas o alegorías representadas
16
gráficamente por el mito; la segunda posibilidad de estudio sería la etno-psicologista,
que pretende remontarse al origen psicológico del mito para explicar su representación
antropológica (Ribot, 1900: 100-103), de tal manera que (al igual que en Jung) la
consideración del mito consiste en una construcción colectiva, que acaba por
desembocar en Les formes élémentaires de la vie religieuse de Émile Durkheim.
Otra posibilidad teórica para establecer el origen de los mitos la plantea Carl
Gustav Jung. Para el psicólogo suizo, el concepto de mito estaría unido al de
insconsciente colectivo, formando parte del aparato simbólico de una comunidad, desde
el momento en que respondería a un aparato psicológico compartido, a una estructura
mental y una visión del mundo común, para lo cual sigue a Lucien Lévi-Bruhl. Pero,
para Jung, el concepto de arquetipo parte de la individualidad, por cuanto es una
proyección de los temores, experiencias profundas o pulsiones reprimidas en el
subconsciente, si bien, en la mentalidad primitiva, supondría, además, una
manifestación de un estado psíquico, generador de mitos. De ahí que en su obra
Arquetipos e inconsciente colectivo (1954) nos diga en torno a los arquetipos que

Su manifestación inmediata, en cambio, tal como se produce en los sueños y visiones, es


mucho más individual, incomprensible e ingenua que, por ejemplo, en el mito. El arquetipo
representa esencialmente un contenido inconsciente, que al conciencializarse y ser
percibido cambia de acuerdo con cada conciencia individual en que surge […]
No le basta al primitivo con ver la salida y la puesta del sol, sino que esta observación
exterior debe ser al mismo tiempo un acontecer psíquico, esto es, que el curso del sol debe
representar el destino de un dios o de un héroe, el cual no vive en realidad sino en el alma
del hombre. Todos los procesos naturales convertidos en mitos […] no son sino alegorías
de esas experiencias objetivas, o más bien expresiones simbólicas del íntimo e inconsciente
drama del alma, cuya aprehensión se hace posible al proyectarlo, es decir, cuando aparece
reflejado en los sucesos naturales. (Jung, 1954: 11-12)

Por tanto, y siguiendo la clasificación de los símbolos, ya citada, establecida por


Jung, el mito actuaría como un símbolo natural que pasaría a convertirse en cultural, por
ejemplo, por adscribirse al terreno religioso. Dicho de otro modo, el mito en Jung
supondría el paso de un imaginario individual a un imaginario antropológico de una
determinada región, línea seguida en buena medida por Roger Caillois en Le mythe et
l’homme, en donde el mito desempeñaría la función de ofrecer modelos sociales
(Caillois, 1938: 27). El concepto de ‘arquetipo’, aportado por Jung e integrado en las
teorías del imaginario, se define como un universal, que aparece reflejado en todos los

17
individuos y sociedades, por tratarse de “posibilidades heredadas de representaciones”
(Jung, 1954: 63-64), es decir, de proyectar de manera simbólica una serie de elementos
consustanciales a la naturaleza humana (nacimiento, muerte, héroe…) y que aparecen
ligados no solo al subconsciente individual, sino al colectivo, lo que –en última
instancia– generaría imágenes que se integrarían en ese imaginario colectivo, por estar
relacionadas con el conjunto de los individuos.
Ahora bien, es cierto que, al proyectar los arquetipos esas cuestiones
profundamente humanas, se permite una rápida identificación de esas formas simbólicas
creadas por la individualidad, por parte de la colectividad, pero no nos explica su
integración en un subconsciente colectivo, si no es al convertirse en parte de las
convenciones sociales (tras un proceso de formación, que faculte a cada individuo a
identificarlas e interpretarlas correctamente), y que –en el caso de los mitos– requiere,
además, de un componente mágico-religioso, externo a la psique, que sirva como
solución o explicación ante determinadas cuestiones vitales para el ser humano (del
nacimiento humano y de las cosechas, hasta la existencia de una trascendencia tras la
muerte), y no de manera pre-lógica (Lévy-Bruhl, Jung), sino, en todo caso, por analogía,
al ser estos procedimientos (metáfora / metonimia) la base del conocimiento humano,
como veremos más adelante, de acuerdo con los postulados de Lakoff y Johnson,
Langacker, Fauconier y otros.
He dejado para el final de este epígrafe la interpretación de los mitos desde el
psicoanálisis (Freud / Lacan), ya descartada en los trabajos más recientes sobre el
imaginario, al basarse en gran medida en una práctica aplicada o bien sobre cuestiones
psicológicas intuidas en el escritor a través de su obra (e incluso relacionadas con lo
biográfico), o bien directamente sobre el psicoanálisis de personajes literarios o mitos
(incluso de origen antropológico), pudiendo obtener unas conclusiones bastante
aberrantes. Así, asegura Joël Thomas al referir la interpretación del mito de Medusa por
Freud6:

Pero el doctor Freud parece no haber tenido cura de estas consideraciones antropológicas.
Se ha interesado en el personaje de Medusa, y le ha reservado incluso una suerte muy
particular en “La cabeza de Medusa”, donde nos confía su interpretación del mito. Pero es

6
Como es sabido, Sigmund Freud sigue la doctrina antropológica de Émile Durkheim en Totem y Tabú
(1913), donde interpreta desde el psicoanálisis el trabajo de Durkheim "La prohibition de l'inceste et ses
origines" (1897). "La cabeza de Medusa" es una interpretación del mito efectuada en 1922, aunque
publicada en 1940 (póstumamente).
18
en un contexto en que él mismo se desacredita, por cuanto la interpretación es una
caricatura de las obsesiones sexuales del freudismo. Para él, el deseo de ver tiene siempre
por objeto el sexo y la diferencia sexual. Esto conduce a Freud, en su comentario, a insistir
más en la mirada del espectador que en la del monstruo: el espectador, ante ese rostro
rodeado de serpientes, encontraría el asombro del niño ante la vista de un sexo de mujer
(preferentemente el de la madre), rodeado de pelos, que sería entonces una forma de la
célebre vagina dentada. En cuanto a la petrificación, sería el equivalente a la erección que
entraña esta visión. Todo ello suscita la risa antes que el respeto. (Thomas, 2011: 7)

Porque, en realidad, este planteamiento es doblemente anacrónico, al aplicar, por


una parte, planteamientos idénticos en sociedades muy diferentes y, por otra, al efectuar
una lectura intuitiva que lleva a que el texto signifique lo que el intérprete desea que
signifique, desvirtuándolo al descontextualizarlo de nuevo.

2.2. La antropología de Claude Lévi-Strauss y la teoría de las religiones


de Mircea Eliade.

El cambio de paradigma en la antropología contemporánea se debe a Claude


Lévi-Strauss y la introducción de los principios estructuralistas (basados en las doctrinas
lingüísticas de Saussure y Jakobson), aunque la base teórica de partida se encuentre en
los trabajos tanto de los antropólogos franceses de principios del siglo XX, como de la
antropología del estadounidense Franz Boas.
Lévi-Strauss aplica ese estructuralismo a dos grandes temas: los mitos y los
sistemas de parentesco. Estudió comparativamente miles de variantes de un mismo mito
o de una misma regla de parentesco para poder aislar otros elementos con los que se
relaciona. Para ello, redujo todo mito o parentesco a su mínima expresión, el mitema,
formulado a imitación del ‘fonema’. El mitema es la porción irreductible de un mito, un
elemento constante que siempre aparece intercambiado y ensamblado con otros mitemas
relacionados de diversas formas, o unidos en relaciones complejas (1958: 232-233). Se
trata, pues, de una relación combinatoria semejante a la planteada por Vladimir Propp
con relación a los componentes del cuento popular ruso (Morfología del cuento, 1928),
en donde una serie de actantes y funciones se combinan en los relatos. Estos mitemas
nos van a permitir asimismo comparar los relatos de diversas sociedades, estableciendo
las posibles analogías entre relatos mitológicos, lo que nos conduciría a establecer
relaciones entre creencias. En paralelo, Karl Kerényi, en “Del origen y fundamento de la
19
mitología”, acuñó el término ‘mitologemas’, como aquellos elementos que se
transmiten y se reescriben en un corpus mitológico dado:

Existe una materia especial que condiciona el arte de la mitología: es la suma de elementos
antiguos, transmitidos por la tradición –mitologema sería el término griego más indicado
para designarlos–, que tratan de los dioses y los seres divinos, combates de héroes y
descensos a los infiernos, elementos contenidos en relatos conocidos y que, sin embargo, no
excluyen la continuación de otra creación más avanzada. La mitología es el movimiento de
esta materia algo firme y móvil al mismo tiempo, material pero no estático, sujeto a
transformaciones. (Jung y Kerényi, 1941: 17)

Por tanto, mito y rito, y mito y explicación del mundo, aparecen así ligados en
un posible principio (Lévi-Strauss, 1962: 324-325). La forma básica, en este sentido,
sería el símbolo, mientras que la forma más compleja correspondería al mito, que el
etnólogo francés relaciona con un contexto social dado, como explicación del mundo y
conectado a una lectura antropológica del ritual, como manifestación de las creencias de
una comunidad. El cambio respecto a sus predecesores (sobre todo Lévy-Bruhl)
consiste en buscar esa lógica interna que sustenta cada sistema mitológico, estudiado de
manera individualizada (aquí la influencia del método de Franz Boas se manifiesta con
claridad), aunque posteriormente se puedan trazar paralelismos con otros sistemas.
Como asegura Eleazar Meletinski:

Lévi-Strauss, el creador de la antropología estructural, en cambio, fue capaz de describir el


funcionamiento real de los mecanismos lógicos del pensamiento mitológico y su sistema de
signos. Lévi-Strauss muestra, por un lado, el pensamiento mitológico en su especificidad
lógica (carácter metafórico, lógica del «bricolaje», etc.) y, por otro, explica (en oposición a
Lévy-Bruhl) su capacidad de generalizar, clasificar, analizar, en última instancia, su
capacidad intelectual sin la cual sería inconcebible la entera cultura antigua. (Meletinski,
1993: 149)

Para Claude Lévi-Strauss el mito debe mantener una relación inherente con el
pensamiento mágico-religioso de una comunidad y, por tanto, con el rito, de tal modo
que el empleo del mito fuera de ese contexto sería una forma de degradarlo, por
ejemplo, al imitar su estructura o reutilizar sus materiales la literatura, una vez que el
mito ha perdido su funcionalidad social y/o trascendente.
En cuanto al origen de la estructura de las sociedades, que estudia en Las
estructuras elementales del parentesco (1949), considera, frente a Durkheim o al
antropólogo británico Reginald Radcliffe-Brown, para quienes el parentesco se

20
establecía en torno a un ancestro común (lo que enlazaba con la estructura social en
clanes instituidos en torno al tótem), Lévi-Strauss asegura que el parentesco tiene que
ver más con la alianza entre las familias, al fijarse vínculos entre ellas a partir del
matrimonio, lo que permitió establecer una base del entramado social. Es aquí donde
cobra sentido la dicotomía formulada por el etnólogo francés en torno a lo crudo y lo
cocido, es decir, el paso de unas sociedades donde se consumen los alimentos sin
cocinar, puede que se practique el canibalismo y las sociedades sean endogámicas,
frente a una evolución que supone el consumo de alimentos cocinados, la prohibición
del canibalismo y la endogamia queda rota a través del matrimonio entre miembros de
familias distintas (Lévi-Strauss, 1964).
Volviendo a la Antropología estructural, Lévi-Strauss fija casi al final de este
trabajo teórico las conexiones entre las diversas ciencias relacionadas con la
antropología, para el desarrollo de los trabajos en ese ámbito científico,
correspondiendo las relaciones horizontales a la antropología cultural, las verticales a la
antropología social y las oblicuas a ambas (Lévi-Strauss, 1958: 370):

Resulta esencial, por tanto, un estudio contextualizado del mito, con las
necesarias reservas hacia las aportaciones que los estudios psicológicos puedan
ofrecernos. No obstante, Claude Lévi-Strauss plantea la cuestión de esa misma
contextualización en términos de oposición entre etnología e historia (frente a la
concepción de la historia formulada por Bronislaw Malinowski (entre otras, 1948)
desde el funcionalismo, buscando el necesario equilibrio entre ambos campos de
conocimiento, esenciales para el estudio de las sociedades (y, en ellas, de sus
componentes culturales). Su oposición está más bien motivada por la premisa
funcionalista que obliga a que “toda investigación etnológica debe resultar del estudio
minucioso de las sociedades concretas” (Lévi-Strauss, 1958: 59), evitando los datos
comparativos que permitan establecer relaciones entre dos o más sociedades.
Ciertamente, el método comparativo (por ejemplo en el terreno de los mitos etno-

21
religiosos y su conexión con las instituciones políticas, los ritos y la estructura social) se
presenta como un valioso instrumento, junto con el necesario estudio (diacrónico o
sincrónico) de la historia, los movimientos migratorios o las funciones que esos mitos
han desempeñado de acuerdo con la evolución de esas sociedades (con las variaciones
que han podido sufrir) o que desempeñan en un momento concreto. Estas formas
paralelas entre distintas sociedades, según Lévi-Strauss, presentan una traductibilidad
(Lévi-Strauss, 1958: 233) –tangible, por ejemplo, en los mitos–, al ofrecer mitemas
comunes entre los respectivos relatos. Pero esta traductibilidad será relativa, por cuanto
no existe una traductibilidad completa en los arquetipos clásicos y esos relatos, así
como entre las funciones desempeñadas por ellos. Dicho de otro modo: si seguimos este
principio de Lévi-Strauss, aceptaremos la traductibilidad de Venus (Roma), Maris
(Etruria), Deméter (Grecia), Potnia (Creta), Kubaba (la Anatolia hitita), Anat (Canaán),
Ištar (Babilonia), Inanna (Sumer) u Osiris (Egipto), como deidades de la fertilidad. Pero
Ištar es también diosa de la guerra, por ejemplo, mientras que otras deidades comparten
esa función en esos mismos territorios en otros momentos históricos, o (como en
Egipto) aparece claramente definido su papel en el relato mitológico. Por tanto, junto a
esta traductibilidad relativa (Kore tragada por la tierra, desposada con Hades y
portadora de la fertilidad, frente a la bajada a los infiernos de Inanna o a Hainuwele
enterrada viva para atraer la fertilidad, según un conocido mito de Ceram, Indonesia),
hallamos una universalidad de las funciones (fertilidad, sol, lluvia, cielo, vegetación,
mar, muerte, guerra…), que pueden ser ocupadas por actantes míticos diferentes a lo
largo de la diacronía histórica, en virtud de la evolución de los arquetipos mitológicos (y
sus correspondientes ritos) o por migraciones desde otros territorios o por conquistas
militares, como esa “Venus funeraria” introducida en Roma en época tardía y que
asumía una función tomada de la diosa fenicia Astarté, diosa de la fertilidad, pero
también de la muerte y la regeneración (Picard, 1939: 130-131). Ello determina y fija
aún más la función de los mitos en las sociedades7, su evolución y reformulación, e
incluso su desaparición o sustitución. Por tanto, el contexto histórico debe acoger

7
Recordemos aquí la trifuncionalidad de los arquetipos míticos de los indoeuropeos defendida por G.
Dumézil, y que perviviría en los pueblos originados por las distintas migraciones, lo que le permitió
establecer, por una parte, la estructura social básica de estos pueblos y, por otra, diferentes comparaciones
entre los diversos panteones (Dumézil, 1939, 1956, 1968-1973, 1974, 1977, 1992). Sobre las críticas a
Dumézil: García Quintela, 1999: 73 y ss.
22
también esa función del mito (García Gual, 1987: 116-117) si queremos que nuestra
interpretación se acerque a unos principios de certeza.
También Mircea Eliade considera que el mito y el rito mantienen una conexión
necesaria, pues ambos son una manifestación de lo divino, es decir, una hierofanía,
desde el momento que suponen la manifestación de un ser sobrenatural o unos seres
sobrenaturales. Para Eliade, el mito

relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de


los “comienzos”. Dicho de otro modo, el mito relata cómo, gracias a las hazañas de Seres
Sobrenaturales, una realidad ha cobrado existencia, sea ésta la realidad total, el Cosmos o
solamente un fragmento: una isla, una especie vegetal, un comportamiento humano, una
institución. Es, por tanto, siempre el relato de una “creación”: se narra cómo algo se ha
producido, ha comenzado a ser. El mito no habla de lo que ha sucedido realmente, de lo
que se ha manifestado plenamente. Los personajes de los mitos son Seres Sobrenaturales.
Son conocidos sobre todo por lo que han hecho en el tiempo prestigioso de los
“comienzos”. Los mitos revelan, por tanto, la actividad creadora y desvelan la sacralidad (o
simplemente la “sobrenaturalidad”) de sus obras. En suma, los mitos describen las diversas
y a veces dramáticas irrupciones de lo sagrado (o de lo sobrenatural) en el Mundo. Es esta
irrupción de lo sagrado la que funda realmente el Mundo y la que hace que sea tal como es
hoy. Aún más: es a partir de las intervenciones de los Seres Sobrenaturales por lo que el
hombre es el que es hoy, un ser mortal, sexuado y cultural. (Eliade, 1963: 16-17)

En resumen, el mito presenta unas características, que Mircea Eliade sintetiza en


cinco: 1) constituye la Historia de los actos de Seres Sobrenaturales; 2) esta Historia se
considera verdadera y sagrada; 3) el mito se refiere siempre a una “creación”; 4) al
conocer el mito se conoce el origen de las cosas; y 5) se vive el mito en el sentido en
que se vive la presencia de lo sagrado, cuyos acontecimientos se rememoran y
reactualizan (Eliade, 1963: 32-33). Esta experiencia religiosa supone una constante
histórica, con un homo religiosus que atraviesa la Historia8, pero, al tiempo, con una
repetición constante de arquetipos, asunto éste que había tratado previamente en El mito
del eterno retorno (Eliade, 1951) y que alienta buena parte del resto de la obra de este
historiador de las religiones.
Junto a sus estudios sobre el yoga, el chamanismo, los ritos de iniciación en
diferentes culturas o los trabajos teóricos sobre historia de las religiones, insertos en el
8
“Basta con molestarse en estudiar el problema para constatar que, difundidos o descubiertos
espontáneamente, símbolos, mitos y ritos revelan siempre una situación-límite del hombre, y no
solamente una situación histórica; situación-límite, es decir, aquella que el hombre descubre al tener
conciencia de su lugar en el Universo” (Eliade, 1955: 37).
23
comparatismo, Eliade ofrece diferentes trabajos donde trata diversas manifestaciones de
lo sobrenatural en distintas cultural. Así, en su Tratado de Historia de las Religiones
(1949) relaciona un amplísimo número de cultos con elementos naturales (cielo, sol,
luna, aguas, piedras…), ampliando el estudio realizado once años antes por Alexander
H. Krappe en su obra La genèse des mythes (1938). Posteriormente, en los cuatro
volúmenes de su Historia de las creencias y las ideas religiosas (1976-1983) trazó un
itinerario histórico desde la Antigüedad a nuestros días, partiendo de un repertorio
exhaustivo de religiones, hasta alcanzar una concepción muy completa del homo
religiosus y de las distintas hierofanías a lo largo de esa diacronía histórica9. Porque, en
realidad, todas estas obras parecen responder a un principio básico: lo sagrado como
estructura de la conciencia y como manifestación del espíritu humano, es decir, de ese
homo religiosus que atraviesa nuestra historia desde el Paleolítico, y que Eliade parece
ofrecer como modelo en nuestros días, cuando la desacralización parece un hecho
insoslayable en la sociedad actual:

A través de la experiencia de lo sagrado ha podido captar el espíritu humano la diferencia


entre lo que se manifiesta como real, fuerte y rico en significado, y todo lo demás que
aparece desprovisto de esas cualidades, es decir, el fluir caótico y peligroso de las cosas,
sus apariciones y desapariciones fortuitas y vacías de sentido […] En una palabra: lo
«sagrado» es un elemento de la estructura de la conciencia, no un estadio de la historia de
esa conciencia. (Eliade, 1976: 17)

Ahora bien: en los últimos años se ha venido subrayando la impronta ideológica


de las obras de Mircea Eliade, ligado en su juventud a la Guardia de Hierro del fascista
rumano Codreanu, para entrar luego en la órbita del régimen pro-nazi de Antonescu,
quien le proporcionó en 1940 un puesto diplomático en Londres y, posteriormente, en
Lisboa. Algunos de sus escritos en las revistas Vremea o Buna Vestire sirvieron de
acicate a la persecución de los judíos, como se demuestra en los libros de Mac Linskott
Ricketts (1988), Alexandra Laignel-Lavastine (2002), Marta Petreu (2005) o Matatias
Carp (2009), al tiempo que uno de sus primeros libros lo dedicó a la alabanza de la
dictadura de Oliveira Salazar (Eliade, 1942). Esta cuestión conlleva la puesta en duda de
las conclusiones doctrinales a que conducen los textos de Eliade, habida cuenta de su

9
Volumen I: (1976) De la edad de piedra a los misterios de Eleusis, Barcelona, Paidós, 2010; Volumen
II: (1978) De Gautama Buda al triunfo del cristianismo, Barcelona, Paidós, 2011; Volumen III: (1983)
De Mahoma a la era de las Reformas, Barcelona, Paidós, 2011; Volumen IV: (1980) Desde la época de
los descubrimientos hasta nuestros días, Madrid, Ediciones Cristiandad.
24
notable animadversión hacia mitos o ritos de origen semita o simplemente adscritos al
judaísmo. Es éste el aspecto trabajado por el antropólogo Daniel Dubuisson, tanto en el
segmento final de sus Mythologies du XXesiècle (1993) como, de manera monográfica,
en Impostures et pseudo-science. L’œuvre de Mircea Eliade (2005), donde analiza la
producción de este autor de origen rumano a la luz de los diarios de su amigo M.
Sebastian y de sus propios diarios personales (aparecidos en Francia póstumamente) y a
través de los cuales se demuestra una continuidad ideológica de Eliade desde los años
30’ hasta su muerte, en 1986 (Dubuisson, 1993: 197 y ss.; y 200510). Si ese segmento de
Mythologies du XXe siècle había despertado una cierta polémica y había provocado
apasionadas defensas de la obra de Eliade, como la efectuada por Camille Tarot, en Le
symbolique et le sacré, al intentar salvar parte de la teoría de Eliade sobre las religiones,
aún reconociendo sus contradicciones y esa impronta ideológica de corte fascista (Tarot,
2008: 317-344 y 483-514), el texto de 2005 de Dubuisson arrasaba con contundencia
los posibles argumentos en descargo del pensamiento eliadiano11. En primer lugar,
Dubuisson plantea un amplio segmento de la obra de Eliade (los textos sobre yoga y
misticismo) en relación con el pensamiento fascista, al que el autor rumano habría
intentado dotar de una cierta espiritualidad, de la que carecía por principio; el
antropólogo belga justifica su interpretación al analizar y leer en paralelo estos textos
con otros marcadamente ideológicos. Otro tanto sucede, en segundo lugar, al confrontar
los escritos de Eliade referentes a esa ontología primitiva y su desvelamiento en el
mito12, que, en el contexto de una terminología vacía de contenidos reales, acaba por
desembocar en una religiosidad de corte pagano (al hilo de la simbología nazi o
fascista), que se tiñe de antisemitismo, cuando considera que los profetas judíos
rechazaron una religiosidad mayoritaria que se basaba en la sacralidad de la vida y en
una armonía cósmica. De ahí que, para Dubuisson, el concepto de homo religiosus esté
cargado de neo-paganismo, de una ideología que buscaba un retorno a las raíces de lo

10
Este libro aparece recogido como addenda en la edición de 2008 de Mythologies du XXe siècle (págs.
271-323).
11
Todos los argumentos esgrimidos por Dubuisson son confirmados y aumentados en la reseña efectuada
por Michael Löwry (2005), donde se señala, por ejemplo, el paralelismo entre el método y las
conclusiones de los trabajos de Eliade y los del fascista italiano Julius Evola, cuyas obras había reseñado
con entusiasmo Eliade en los años 30’.
12
Como señala Véronique Gély con relación a la delimitación del mito en Lévi-Strauss y Mircea Eliade:
“Depuis une vingtaine d’années Marcel Detienne, Paul Veyne, Claude Calame parmi d’autres ne cessent
de le répéter: il n’y a pas, il ne peut y avoir d’ontologie du mythe. Le mythe n’est pas un genre littéraire ni
une catégorie de la pensée. L’emploi moderne du mot grec est un résultat de l’histoire récente, et
constitue un contresens sur la culture antique” (Gély, 2004: 331).
25
ario. También parece ir en esa dirección la insistencia de Eliade en buscar en la India y
su espiritualidad el origen de los indoeuropeos, entre los que estarían los arios, aún
cuando los arqueólogos hayan situado los núcleos originarios entre la Europa
Suroriental y el Asia Central, de donde partirían hacia el 4.000 a.C. las sucesivas
oleadas migratorias. O, en tercero, para Eliade todos los hallazgos arqueológicos poseen
un sentido religioso, fuera cual fuera su posible utilidad en la vida de nuestros
ancestros13, quienes supondrían ya la simiente de las futuras religiones, puesto que se
trataba de ejemplares del homo religiosus, imbuidos de esa conciencia universal que
atraviesa la Historia, aunque la propia formulación del método de Eliade presuponga
una buena dosis de anti-historicismo. Pero en el fondo, para Dubuisson, siempre están
latentes (en todo escrito, en toda época de la obra de Eliade) esos elementos ideológicos
que supo ocultar durante su larga estancia en Francia y la posterior en Estados Unidos
(países donde los textos de Dubuisson sobre Eliade gozaron de una amplia recepción,
dando lugar a una extensa y agria polémica), pero que sus diarios permitieron conocer,
como clave interpretativa de su producción completa.
Los argumentos de Dubuisson (los expuestos aquí y los muchos que guarda su
libro) son, ciertamente, contundentes, así como la documentación histórica manejada
por quienes han investigado el fascismo rumano y la persecución a los judíos. Quizá se
podría alegar que los materiales aportados sobre un gran número de religiones por
Mircea Eliade pueden seguir siéndonos útiles, al menos, a la hora de establecer
paralelismos entre mitos, ritos y creencias, o al considerar la función de determinados
ritos o mitos en las correspondientes sociedades, una vez se hayan guardado las reservas
necesarias sobre las posibles lecturas interesadas (por esa motivación ideológica) de
todos estos elementos que han configurado diversos imaginarios (desde la Prehistoria a
nuestros días). La cuestión es que su idea de mito, rito y creencia, o los conceptos
básicos de su método, están tan marcados ideológicamente que sería necesario rehacer
las investigaciones para discriminar los elementos reales y los inventados, los
interpretados de manera ajustada al contexto y los desvirtuados y descontextualizados, e
incluso los datos pueden haberse tergiversado a tal extremo que las fuentes originales
hayan quedado ocultas por la perspectiva interesada del recopilador e intérprete, a no ser

13
Esta crítica, formulada por Dubuisson, puede encontrarse en las obras de varios arqueólogos, así como
la negación a la insistente propuesta de Eliade acerca de la práctica habitual del canibalismo en el
Paleolítico; por ejemplo, en Wunn, 2005: 62 y 103.
26
que se busque una ensoñación lírica sobre culturas y pueblos, que es a lo que –según
Dubuisson– se puede reducir el método de Eliade:

Hoy toda teoría general de la función simbólica considerada en su conjunto implicaría que
defina en primer lugar el estatus de los símbolos, es decir, las condiciones (sociales,
históricas, psicológicas, ideológicas, etc.) de su producción, sus caracteres semióticos
mayores, sus propiedades formales y/o lógico-semánticas, sus modos de lectura o de
interpretación posibles y, en fin, su papel multiforme en la vida de los individuos y de los
grupos.
En tales exigencias, y aunque haya situado el símbolo en el centro de su concepción de los
universos religiosos, Eliade no ha aportado más que respuestas dogmáticas y vagas,
inspiradas por una metafísica sumaria, y que, por esta sola razón, no pueden ser sometidas a
una evaluación contrastada o a un examen riguroso. Antes bien, les conviene un tipo de
paráfrasis lírica tachonada de expresiones misteriosas, casi mágicas y dotadas,
evidentemente, de un débil valor conceptual, tales como “fuentes profundas de la vida”,
“acto de venida al ser”, “signo del más allá”, “significación religiosa primordial”, “misterio
de la totalidad”, “modo de ser superior”, “presencia sagrada”, “comunicación mística con la
naturaleza”, etc. (Dubuisson, 1998: 127-128)

Por ello, resulta difícil saber qué elementos, de entre los mostrados, responden a
un estudio con atisbos de rigor (y, por tanto, son útiles para el estudio de la historia de
las religiones y, en ese contexto, de nuestro imaginario) y cuáles deben ser desechados.
Desde luego, creer en una constante (la conciencia religiosa) como elemento aglutinador
de todas las creencias, todos los mitos y todos los ritos a lo largo de la Historia y en
todas las culturas, nos llevaría, tal vez, tan solo a una idea de lo sobrenatural, o quizá a
un deseo de perduración que, desde otro tipo de lecturas, tiene solo la religión como
carcasa, como elemento cultural determinado en un imaginario concreto; y, aún así, con
notabilísimas variaciones.

2.3. Gilbert Durand: clasificación y método de análisis de las formas simbólicas.

En la obra teórica de Gilbert Durand confluyen tanto la antropología estructural


de Lévi-Strauss como el método psicoanalítico –de corte freudiano– aplicado a las
formas simbólicas por Bachelard (quien dirigió su Tesis de Estado) y la psicología de
Jung, asumiendo asimismo los trabajos del Círculo Eranos que le resultaron útiles sobre
todo para su mitocrítica. Pero hay una cuestión que cruza su obra y que reaparece con
frecuencia: el concepto de imaginación trascendental, procedente de Heidegger y Kant
27
(Heidegger, 1929). Desde esta perspectiva, se trata de un punto medio entre la
racionalidad y la irracionalidad, lugar de la imaginación, cuestión ésta que le sirve de
base teórico-filosófica sobre la que construir sus trabajos sobre el imaginario, puesto
que se trata de un universal antropológico. A este asunto dedica buena parte de la
introducción de Las estructuras antropológicas del imaginario (1960) y el libro de 1968
La imaginación simbólica. El segundo de estos textos es una reflexión sobre esa
imaginación trascendental, donde centra el debate entre cartesianismo (racionalismo) e
imaginación, derivando hacia la cuestión de la interpretación. En este terreno distingue
entre hermenéuticas reductivas (Freud, Dumézil o Lévi-Strauss) y hermenéuticas
instaurativas (Kant leído por Cassirer, Jung o Bachelard), aunque en cualquier caso
rechaza “la fenomenología estática y nihilista de un Sartre, por ejemplo”, buscando
paralelos con la hermenéutica de Paul Ricœur (Durand, 1968: 82). En este sentido, si la
hermenéutica de Ricœur busca un equilibrio entre el análisis estructural (lo que el texto
dice lingüísticamente) y un plano metafísico (lo que nos dice, lo que nos aporta),
Durand parece mantener aquí los elementos estructuralistas (vía Lévi-Strauss) para
llegar a una interpretación personal a través de la psicocrítica de Bachelard, Jung (éste
más tendente a lo clínico) o –principalmente– Charles Mauron, quien busca en las obras
de arte “redes de asociación y de agrupamientos de imágenes, de donde se establecen
las invariantes figurativas, las asociaciones dramáticas repetitivas, con el fin de extraer
el mito personal del artista” (Wunenburger, 2003: 40). Estas aportaciones teóricas
determinan lo que Durand denomina estructuralismo figurativo, cuya pretensión es, en
un primer momento, establecer tipologías de imágenes, lo que llevó a cabo en Las
estructuras antropológicas del imaginario (su Tesis de Estado) y que acabará
desembocando en su mitocrítica, con la mitodología correspondiente.
Por tanto, partiendo de la idea de la imaginación trascendental, unida a la poética
de Gaston Bachelard y al concepto de ‘arquetipo’, tomado de C. G. Jung, junto al
método estructural de Lévi-Strauss, Durand estableció una completa tipología de
imágenes simbólicas, al considerar que no existía una libertad real interpretativa, sino
que era necesario establecer una lógica que estructurara el imaginario en tanto que
campo de las representaciones, al considerar la existencia de un isomorfismo que
sustentaba la estructura del sistema, lo que, a su vez, parece remitirnos hacia el concepto
de isotopía de Greimas (Durand, 1960: 442-443. Greimas, 1966: 105-155. Rastier,
1987: 87-140). Para ello introdujo la terminología de la Antropología estructural de
28
Lévi-Strauss, que le habría de permitir afrontar con ciertas garantías los aspectos
formales de los símbolos:

Dicho isomorfismo de los esquemas, los arquetipos y los símbolos en el seno de los
sistemas míticos o de las constelaciones estáticas nos llevará a comprobar la existencia de
ciertos protocolos normativos de las representaciones imaginarias, bien definidos y
relativamente estables, agrupados en torno de los esquemas originales, y que llamaremos
estructuras. Indudablemente, este término es muy ambiguo y flotante en la lengua francesa.
No obstante, pensamos con Lévi-Strauss que, a condición de ser aclarado, puede ampliar la
noción de “forma” concebida ya sea como residuo empírico de primera instancia o como
abstracción semiológica y coagulada resultante de un proceso deductivo. (Durand, 1960:
65)

Ésta es la base de esas estructuras antropológicas, donde fijó, por una parte, una
completa tipología atendiendo al campo de representación del símbolo (Durand, 1960:
63 y ss.). Así, como manifestación de la temporalidad, hallamos símbolos teriomorfos
(animales), símbolos nictomorfos (noche-tinieblas) y símbolos catamorfos (la caída);
como representación de la fuga ante el tiempo o del triunfo sobre el destino (antítesis
del grupo anterior), los símbolos ascensionales (como el ave), los símbolos
espectaculares (la luz) y los símbolos diairéticos (por oposición: “la ascensión es
imaginada contra la caída y la luz contra las tinieblas”[Durand, 1960: 165]). Toda esta
tipología de símbolos se adscribe en el Régimen diurno o ascensional. Frente a este
Régimen, Gilbert Durand establece el Régimen nocturno o descensional, en el que sitúa
los símbolos de la inversión, producto de una “transmutación de los valores de la
imaginación” (Durand, 1960: 210). A este Régimen pertenecen los símbolos de la
intimidad, donde se encuentran símbolos referentes a la ‘muerte’ o al ‘sepulcro’ (pero
relacionado con éste último término, también la ‘cuna’), así como la ‘gruta’ o los
símbolos de tipo sexual. Asimismo, Durand dispone en el Régimen nocturno las
estructuras místicas, los símbolos cíclicos (cerrados, por tanto) y las estructuras
sintéticas, que “integran las restantes intenciones de lo imaginario en una serie
continua”, que se resuelve en la armonización de los contrarios o “el carácter dialéctico
o contrastante de la mentalidad sintética” (Durand, 1960: 355 y 358, respectivamente).
Todas estas tipologías de imágenes con carácter simbólico acaban por confluir en el

29
mito, punto de conexión con el Círculo Eranos14. De ahí la necesidad de una
mitodología fundamental para delimitar su estudio.
Ahora bien, ¿qué entiende Gilbert Durand por mito? Si en Las estructuras
antropológicas del imaginario había definido el mito como “una prolongación de los
esquemas, los arquetipos y los simples símbolos” (Durand, 1960: 64), lo que desemboca
en un discurso literario de la naturaleza que fuere15, en Science de l’homme et tradition
(1979), al criticar la obra de Georges Dumézil (y su estudio de los mitos indoeuropeos),
define el mito a partir de cuatro características (entresacadas de Lévi-Strauss las tres
primeras y de Jean Rudhardt la última de ellas): el mito sigue la lógica del dilema, está
cargado de redundancias sincrónicas, los términos del mito son fundadores y últimos
respecto de toda explicación (numinosidad, término tomado de Rudolf Otto [1917]), y
esta numinosidad obtiene su significación por las apelaciones propias hiperlexicales de
las potencias representadas (Durand, 1979: 82-83). El dinamismo de estos elementos
que configuran el mito constituye la dimensión mecánica del símbolo, que articula el
aparato simbólico del ser humano (etiqueta que crea a partir del concepto freudiano de
aparato psíquico), explicado a través de la psicología evolutiva de Jean Piaget. Así nos
define Durand los constituyentes de ese aparato simbólico:

Me parece que el aparato simbólico consta siempre de tres categorías: el esquema –que
llamé “verbal” metafóricamente, ya que en los lenguajes naturales el verbo es lo que
“expresa la acción”–, el más inmediato para la representación figurativa, que se deduce
directamente […] en el inconsciente reflejo del cuerpo vivo. Los esquemas son el capital
referencial de todos los gestos posibles de la especie Homo sapiens […]
Las famosas “imágenes arquetipales” solo llegan en segundo lugar. Y aún estas “imágenes
primeras y universales para la especie” se dividen según la categoría de este discurso
metafórico que acabo de esbozar en epítetas y sustantivas, según si se trata de “cualidades
sensibles” o perceptivas […] o de objetos percibidos y denominados sustantivamente […]
Lo que se puede llamar símbolo, stricto sensu, es el órgano del aparato simbólico. (Durand,
1979b: 19-20)

14
“Para lograr su objetivo relacionador, Eranos lleva a cabo un delineamiento de las estructuras
fundamentales de la existencia, así pues de los arquetipos radicales de nuestra cultura humana, la cual
espera su precipitado cosmovisional en las imágenes primordiales sean de tipo psicoide (Gran Madre,
Héroe, Anima y Animus, Sí-mismo) sean de tipo religioso (Dios, Ángel, Demonio) sean de tipo
impersonal (Números, Cruces, Mandalas) o bien de tipo animal (el dragón o Monstruo, la Sierpe o el
Minotauro). A través de semejante rodeo intercultural Eranos proyecta un ecumenismo cultural de largo
alcance” (Ortiz-Osés, 2012: 29).
15
“Le mythe serait en quelque sorte le « modèle » matriciel de tout récit, structuré par les schèmes et
archétypes fondamentaux de la psyché du sapiens sapiens, la nôtre. Il faut donc rechercher quel –ou
quels– mythe plus ou moins explicite (ou latent !) anime l’expression d’un « langage » second, non
mythique” (Durand, 1996b: 230).
30
Desde este punto de vista (esencialmente psicológico) no existe distinción
alguna entre mitos antropológicos (por ejemplo, de tipo religioso) y mitos literarios.
Para Durand (como para Jung), el mito –sea de la naturaleza que fuere– es un producto
individual, que es asumido por el grupo social al que pertenece ese individuo.
Ciertamente, desde la perspectiva de Jung, el mito se inscribe en los símbolos culturales
de una comunidad y, asimismo, desde la perspectiva de Durand éstos constituyen
elementos fundamentales en la estructura del imaginario (de un imaginario concreto,
considerado sincrónicamente). Pero desde el punto de vista antropológico resulta difícil
de entender este proceso, puesto que el grupo (una sociedad determinada) no tiene por
qué asumir una explicación mágico-religiosa o aceptar sin más el discurso mítico de un
individuo. Como afirma Norbert Elias:

La expectativa de un tipo específico de explicación no se debe a una experiencia personal


de un individuo, sino a las experiencias colectivas de un grupo completo a lo largo de
varias generaciones. Si los individuos crecen en una sociedad donde la brujería ha llegado a
considerarse indiscutiblemente la fuerza más poderosa, es probable que descubran la
solución socialmente exigida a sus problemas urgentes cuando hallen la bruja que ha
causado el daño que intentan explicar. (Elias, 1989: 42-43)

Es más, el pensamiento religioso de una comunidad no es autónomo respecto de


la sociedad al que pertenece, ni es ajeno a la estructura social ni al devenir histórico
(Tarot, 2008: 45). De ahí que Camille Tarot proponga el sistema de campos, formulado
por Pierre Bourdieu, con su interdependencia, como método más adecuado para el
estudio de la religión en el contexto social (Tarot, 2008: 39).
Además, este planteamiento de Jung asumido por Durand iguala literatura y
religión, lo que nos plantea un problema crucial a la hora del estudio del imaginario,
pues existe una diferencia funcional entre un conjunto de símbolos (y mitos) y otro,
puesto que el mito etno-religioso “es la traducción formal del sentimiento religioso”
(Bottéro y Kramer, 1989: 92), lo que configura la percepción de la realidad, incluyendo
reglas morales y actos cultuales, características de las que –desde luego– carece el
símbolo (y el mito) literario. Como indica Claude Calame, “Explicación de la naturaleza
o recuerdo histórico, el mito representa la primera tentativa del hombre de explicar y
expresar en sus producciones poéticas y simbólicas sus impresiones sensoriales”
(Calame, 1996: 15). De ahí que, para que se produjera esa asimilación, sería necesario
un proceso de desacralización (desmitificación) del mito etno-religioso, que permitiera

31
una identificación, por tratarse en ambos casos de formas simbólicas constitutivas de un
relato (Martínez-Falero, 2013). Como señala José Carlos Bermejo Barrera:

Tendríamos, pues, un primer nivel de desarrollo de lo que llamamos mito, al que podríamos
denominar como “preliterario” y que es posible reconstruir con la ayuda de diferentes tipos
de fuentes, si sabemos utilizar los métodos adecuados. Estos mismos mitos, o por lo menos
una parte de ellos, se transforman en literatura. Ello no quiere decir […] que esos mitos
sean la “materia” de la épica o de la tragedia, géneros literarios que les otorgarían una
“forma”. De lo que se trata es de que, a partir de unas estructuras narrativas más sencillas
como son los relatos míticos, se desarrollan otras más complejas, como puede ser un poema
épico o un drama. (Bermejo Barrera y Díez Platas, 2002: 66-67)

Es evidente que el planteamiento de Gilbert Durand es simbolista, frente al


historicismo y al funcionalismo, lo que le lleva a criticar duramente a Jean-Pierre
Vernant y sus estudios sobre el mito griego, frente al cual contrapone una alabanza al
antihistoricismo de Eliade (Durand, 1979b: 62 y 78) en su concepción de la historia de
las religiones (¿una historia “antihistoricista”?), por cuanto el helenista francés parece
tanto buscar las raíces del pensamiento mítico como estudiar sus versiones, evitando
una metodología cerrada, aunque inserta en la antropología cultural16. La postura de
Vernant parece coincidir en buena medida con la de la arqueología antropológica, que,
a partir de los años 80’, se ha venido ocupando de la investigación de las formas
simbólicas, con el estudio de los contextos culturales en que esas formas simbólicas se
inscriben:

Por ello, como dice Hodder, “los arqueólogos tienen que hacer abstracciones a partir de las
funciones simbólicas de los objetos que excavan, para poder identificar el contenido del
significado subyacente, lo que supone analizar la forma en que las ideas, denotadas por los
símbolos materiales mismos, desempeñan un rol en la configuración y estructuración de la
sociedad”.
Para comprender cuál puede ser la determinación y configuración del contexto debemos
tener en cuenta que ese contexto puede ser estrictamente arqueológico y, por lo tanto,
deposicional y espacial, pero también es un contexto cultural y por lo tanto requiere
ordinariamente de la cooperación interdisciplinaria, al menos en lo que se refiere al ámbito
etnohistórico y etnográfico o etnológico, ya que ambas disciplinas se “contextualizan” en el

16
“Por su origen y por su historia, la noción de mito que hemos heredado de los griegos pertenece a una
tradición de pensamiento que es propia de Occidente y en la que el mito se define por lo que no es, en una
doble oposición a lo real, por una parte (el mito es ficción), y a lo racional, por otra (el mito es absurdo).
Es en la línea de este pensamiento, en el marco de esta tradición, donde hay que situar para comprenderla,
la evolución de los modernos estudios míticos” (Vernant, 1974: 170). A partir de ahí, Vernant justifica la
presencia del mito, criticando tanto a los simbolistas como a los funcionalistas y sus posiciones cerradas.
32
ámbito de la Antropología cultural. Esto es especialmente válido para aquellas “culturas”
definidas históricamente por poseer escritura y por lo tanto documentos […] pero es válido
para otras de nivel de desarrollo sociocultural más bajo o más simple. (Alcina Franch,
1989: 123-124)

Estaríamos siempre inmersos en un método interdisciplinar, donde aparecen


como constantes metodológicas el análisis de la sociedad en que se inscriben unas
formas simbólicas cualesquiera, la psicología y las conexiones de unas formas con
otras17. El punto de divergencia se encuentra en la necesidad de un contexto y unas
funciones histórico-sociales para unos, frente a una explicación del símbolo por sí
mismo, más allá de su época, su función e incluso (en el caso de la literatura) más allá
de un deslinde genérico, considerando la autorreferencialidad del símbolo como única
modalidad interpretativa, lo que acarrea una serie de problemas interpretativos
(Montani, 1985. Wunenburger, 1997: 135 y ss.), aun cuando exista una evidente
divergencia entre el símbolo individual de naturaleza literaria y el símbolo (y el mito) de
naturaleza antropológica e incluso carácter religioso, donde esa autorreferencialidad
sería inexistente. A pesar de ello, Gilbert Durand identifica literatura y mito, sea cual
sea la concurrencia de uno y otro. Si en una conocida monografía trazó un estudio
mitológico de La cartuja de Parma de Stendhal (Durand, 1961), tipo de estudio en
clave mítica que aparece aplicado a otros autores tanto en Francia como en el mundo
anglosajón (Meletinski, 1993: 93-94), en su mitocrítica aplica este mismo esquema a
otros autores. Por ejemplo, en el caso de Baudelaire establece tres mitemas de raigambre
clásica: la alteridad (“la sombra inevitable, compañera de la luz”), que nos remite a los
Dióscuros, a Epimeteo y a Anteo unido a Gea; la trasposición de esta dualidad en una
encarnación modelo, como Pandora o Elena (hermana de los Dióscuros); y la
realización de la obra poética, representada por la Gran Obra, cuyo símbolo es la copa
mágica que mata o sana (Durand, 1979b: 278). Sin duda, estamos considerando el mito
de naturaleza etno-religiosa al mismo nivel que la literatura, interpretando de manera
simbólica cualquier tipo de producto literario, lo que resulta más que llamativo en el
caso de Stendhal. Por este motivo, Umberto Eco incluye a Durand entre los críticos que

17
“Aujourd’hui, tout le monde parle de dialogue et d’interdisciplinarité, mais on nous sert surtout des
monologues juxtaposés et la dialectique est toujours pour demain. Comme si la confrontation contrastive
était devenue une menace pour le dialogue alors qu’elle en est le but. Je souhaite que ma démarche nous
remette dans cette dynamique ou plutôt dans cette dialectique au service d’une recherche d’exhaustivité
qui n’existe pas dans le débat actuel des sciences des religions, puisque chacun choisit ou esquive les
confrontations à sa guise” (Tarot, 2008: 34).
33
sobreinterpretan (Eco, 1992: 38), por llevar a cabo interpretaciones de un marcado anti-
racionalismo y basadas en un cierto parecido de familia que encuentra el crítico, pues se
trata de una latencia del mito, que adquiere así su traductibilidad o aparición entre
líneas en un texto que a priori le es ajeno18. Frente a este tipo de análisis, Claude
Calame deja claramente delimitados (a partir de varios factores) el campo genérico del
mito, el de la leyenda y el del cuento folklórico, de acuerdo con el siguiente esquema
(Calame, 1996: 21):

Esta forma de aflorar el mito en el texto, para Durand, es producto de la psique


individual, no de una actividad mito-poética, en los términos planteados por Jean-
Jacques Wunenburger, para justificar la reescritura de mitos, a partir de un
conocimiento previo de ellos (esas constelaciones de lecturas de las que habla Daniel
Dubuisson19), y que entrarían en liza como elementos constitutivos del texto en el acto
de creación (Wunenburger, 1994 y 1994b). En tal caso, también cabría preguntarse
hasta qué punto la creación literaria no responde a esquemas mentales particulares, de
acuerdo con los postulados de la psicología cognitiva. Frente a estas posturas, para
Durand, por proceder del subconsciente individual, el mito (cualquier elemento
simbólico) es alógico, carácter que alcanza también al imaginario20.

18
“Il émerge dans ces « mythes latents » qu’a bien repérés Roger Bastide dans le moment gidien, et qui
n’arrivent pas nettement à s’encrer dans des images précises ou à se donner un nom fixe. Ils sont, comme
nous l’avons dit jadis, au niveau « verbal », à la rigueur au niveau « épithétique », non au niveau
« sustantif ». Flous quant à leur figure, ils n’en sont pas moins précis quant à leur structure” (Durand,
1996c: 141).
19
“Grâce à sa mémoire textuelle, progressivement enrichie, grâce à la fonction textuelle, qui ne cesse pas
de travailler ce patrimoine immatériel, grâce aussi à sa compétence de «lecteur» de textes, l’individu se
construit une cosmographie, c’est à dire l’universe dans lequel il inscrit son être, son nom et ses activités”
(Dubuisson, 1996: 36).
20
“Un trait fondamental qui s’attache à la logique de toute « systématique », c’est que ces archétypes sont
pluriels : ils constituent à la fois le polythéisme foncier des valeurs imaginaires (M. Weber, H. Corbin, D.
Miller, etc.) et le caractère « dilemmatique » (Cl. Lévi-Strauss) que revêt tout sermo mythicus. Dès l’état
naissant du mythe, ses instances sont au pluriel. Elles sont absolument hétérogènes dans leur nomos
irréductible. Le polythéisme fonctionnel qui transparaît dans les conflits de la psyché individuelle est
encore plus vigoureux entre les instances de la psyché collective” (Durand, 1996c: 142).
34
No obstante, y a pesar de esa alogidad, Durand propone un método de análisis,
que él mismo sitúa en la línea de la Deconstrucción de Jacques Derrida, al considerar
tanto el irracionalismo como vía interpretativa como al anular la dicotomía saussuriana
significado/significante21. Ciertamente, el símbolo oculta un sentido no evidente, de ahí
su tradicional concurrencia en textos religiosos, cuyo último extremo interpretativo
evita el conocimiento de verdades a lo no-iniciados, pero ello no supone una
interpretación abierta y libre, como saben muy bien los intérpretes protestantes de la
Biblia, desde Lutero, con las sucesivas propuestas metodológicas para la limitación de
lecturas, empezando por Flacius Illyricus y pasando por Chladenius hasta desembocar
en la hermenéutica moderna con Schleiermacher o Ricœur. La necesidad de desvelar
ese sentido oculto ni siquiera puede ser justificada ni siquiera procediendo del
subconsciente el objeto de la interpretación, por cuanto el origen inconsciente o
preconsciente de las formas simbólicas tampoco puede exigir una interpretación de la
misma naturaleza.
Tal vez por esa necesidad de un método, Durand nos propone el mitoanálisis,
que define de la siguiente manera:

El término mitoanálisis está forjado, en efecto, sobre el modelo del psicoanálisis […] y
define un método de análisis científico de los mitos, con el fin de extraer de ellos no solo el
sentido psicológico (P. Diel, J. Hillman, Y. Durand), sino también el sentido sociológico
(C. Lévi-Strauss, D. Zahan, G. Durand). Mitoanálisis que, de entrada, amplía el campo
individual del psicoanálisis, siguiendo la trayectoria de la obra de Jung, y que supera la
reducción simbólica simplificadora de Freud, se basa en la afirmación del «politeísmo» (M.
Weber) de las pulsiones de la psique […] Pero este mitoanálisis «psicológico» se asocia así
a una acepción sociológica, ya que los personajes mitológicos pueden ser objeto de un
análisis sociohistórico (J.-P. Vernant, M. Detienne) y los dioses y héroes aparecen y
desaparecen según un ritmo que marca los momentos de la historia sociocultural, como
había presentido formalmente P. Sorokin. (Durand, 1979b: 347-350)

Este estudio del mito (es decir, de cualquier forma simbólica en cualquier
contexto) viene determinado por lo que Durand denomina ‘trayecto antropológico’ del

21
“On peut partir de la classique définition du symbole telle que des auteurs la donnent depuis un bon
siècle, de Creuzer à Jung en passant par Lalande: trois caractères délimitent la compréhension de la
notion. D’abord, l’aspect concret (sensible, imagé, figuré, etc.) du signifiant, ensuite son caractère
optimal : c’est le meilleur pour évoquer (faire connaître, suggérer, épiphaniser, etc.) le signifié, enfin ce
dernier est « quelque chose d’impossible à percevoir » (voir, imaginer, comprendre, etc.) directement ou
autrement. Autrement dit, le symbole est un système de connaissance indirect où le signifié et le signifiant
annulent plus ou moins la « coupure », un peu à la manière de Jacques Derrida qui dresse le « gramme »
contre la coupure saussirienne” (Durand, 1974: 65-66).
35
mito, que formula de acuerdo con las propuestas de Abraham Moles (Théorie des actes,
1977; y Psychologie de l’espace, 1978), quien sintetiza este trayecto en cinco
conceptos: en primer lugar, la explosión o periodo explosivo del mito (recepción
generalizada de un mito), cuya investigación resultaría más fructífera que la búsqueda
de los orígenes históricos del mito; en segundo, la magnitud relativa del mito (recepción
del mito por parte de diferentes estratos sociales o los diferentes papeles que juega en la
sociedad), entendida como grados distintos de recepción; en tercero, el concepto de
“operador social” (único aportado por Durand), consistente en el estudio de los
subgrupos sociales que consideran positiva o negativamente la unión del grupo social,
de donde pasa a considerar los conceptos relativos a la deformación, el deterioro o el
“fin” relativo de un mito (pues puede reaparecer en otro periodo); en cuarto lugar, la
distancia de lo real, mientras que el quinto lugar pertenece a lo que Abraham Moles
denomina la fuerza problemática de una imagen o de un mito, es decir, “la capacidad de
una entidad imaginaria para incitar, para dirigir la investigación científica o técnica”,
que Durand encarna en el mito de Hermes, es decir, en el hermetismo de las formas
simbólicas con que se construyen los textos contemporáneos (Durand, 1996c: 165-
181)22. La clave interpretativa de estos textos (míticos) es la redundancia, que asume
desde Lévi-Strauss y que permite

ordenar sus elementos (mitemas) en “paquetes” (enjambres, constelaciones, etc…)


sincrónicos (es decir, poseedores de resonancias, de homologías, de semejanzas
semánticas), ritmando obsesivamente el hilo diacrónico del discurso. El mito repite, se
repite para impregnar, es decir, para persuadir. (Durand, 1996b: 231)

Esta redundancia conduce a que no exista un método específico y universal para


la interpretación del mito, por cuanto “todo interés de «la interpretación» consiste en
revelar las tensiones, los escrúpulos, que existen en el seno de la obra entre tal o cual
estructura” (Durand, 1996b: 237). Para ello, Gilbert Durand establece un triedro del
saber, formado por las críticas antiguas (de Taine a Lukács), por la crítica psicológica y
psicoanalítica y por las críticas inmanentes de corte estructuralista. Pero cada una de las
áreas consideradas por Durand ha tenido tradicionalmente un carácter único y absoluto,
excluyendo las demás caras del triedro, de tal manera que el antropólogo francés
propone una flexibilidad crítica e interpretativa que permita una conjunción entre ellas:

22
Al hermetismo dedica el segmento final de Science de l’homme et tradition, titulado “Hermetica ratio et
science de l’homme”, 141-216.
36
La mitocrítica, aunque tiene en cuenta los progresos de cada cara del «triedro» de la
explicación crítica, quiere centrarlos de manera «centrípeta» sobre esas entidades
simbólicas coordinadas en un relato simbólico o «mito» que constituye la lectura y sus
niveles de profundidad […] Estructuras, historia o entorno sociohistórico, al igual que el
aparato psíquico, son indisociables y fundamentan el conjunto comprensivo o significativo
de la obra de arte y, particularmente, del «relato» literario […] La «mitocrítica» persigue,
pues, el ser mismo de la obra mediante la confrontación del universo mítico que forma el
«gusto» o la comprensión del lector con el universo mítico que emerge de la lectura de una
obra determinada. (Durand, 1979b: 242)

Esta metodología (o mitodología) se produce a lo largo de tres momentos:


relación de los temas redundantes u obsesivos “que constituyen las sincronicidades
míticas de la obra”; las situaciones o combinatorias de situación de los personajes y
decorados; y, por último, la consideración de las distintas lecciones de un mito “con
otros mitos de una época o de un espacio cultural bien determinado” (Durand, 1979:
343). Se trata, pues, de sacar a la luz el mito o los mitos ocultos en un relato
determinado, a través de la localización de los mitemas subyacentes, lo que debe
terminar confluyendo en la interpretación del texto, lo que ha de permitir, además,
situarlo en un imaginario determinado. Esta metodología propuesta por Durand, se
situaría, según Jean-Jacques Wunenburger, como un punto de encuentro entre la
semiótica estructural (con sus múltiples métodos de análisis de la obra literaria), la
hermenéutica simbólica aplicada a los textos mítico-religiosos y la psicocrítica que
asume presupuestos de Jung pero que se centra principalmente en la metodología
aportada por Charles Mauron. Este mito, obviamente, se deduce de su imaginería
simbólica, explícita o latente en la obra literaria. Ello, como ya hemos indicado,
convierte a Hermes en el arquetipo fundamental de la literatura contemporánea, y la
hermenéutica (simbólica) en el eje del conocimiento a través del texto literario. Este
conocimiento se produce por un principio de semejanza que nos permite entrar, de
acuerdo con Durand, en el universo de la creación de un autor individual, sirviendo
como elemento unificador de los diferentes niveles de comprensión, de tal manera que
conduce a “la sustitución de una «ideología» por una mitología que comprende
necesariamente las distancias internas de todo trayecto simbólico” (Durand, 1979: 183).
Ahora bien, toda esta metodología, contradictoria a veces, requiere una
modificación del sistema propuesto por Durand, aunque siempre debemos partir de la
interdisciplinariedad. Para ello, comenzaremos por ampliar el campo de estudio de las

37
formas simbólicas desde la teoría cognitiva, para delimitar el campo del mito literario y
así desembocar en la literatura comparada, con el fin de perfilar una metodología crítica
para el estudio y análisis del texto simbólico y del mito.

III. EL IMAGINARIO: ÁMBITO Y MÉTODO DE ESTUDIO.

3.1. Del estructuralismo a la teoría cognitiva: simbolismo y neurociencia

Para esta metodología de estudio del imaginario hemos sustituido la psicología


de base freudiana o jungiana por los presupuestos de la psicología cognitiva, cuyas
formulaciones sobre la metáfora y la metonimia nos permiten una explicación científica
más ajustada para explicar la construcción de las formas simbólicas por analogía o por
contigüidad respecto de unos referentes, lo que permite establecer una base
interpretativa –por tratarse de mecanismos universales en la percepción y
conceptualización de la realidad (Barcelona, 2002: 211-215), al compartir los individuos
dichos mecanismos y estar situados en una misma cultura o en culturas cuyas formas
simbólicas sean paralelas respecto de idénticos referentes, como sucede con nuestro
objeto de estudio. Así, desembocamos en la línea trazada por una antropología
simbólica o antropología cognitiva (como la propuesta por Dan Sperber) basada en un
método interdisciplinar para el estudio de la naturaleza de la mente y de qué modo los
procesos cognitivos afectan a la cultura y, a su vez, la cultura afecta a los aspectos
cognitivos de los individuos situados en un contexto socio-histórico determinado, lo que
nos proporciona las claves para considerar los sistemas de significación, de naturaleza
simbólica, tanto desde el plano de la individualidad como desde la perspectiva
comunitaria. Como señala Sperber:

[…] La teoría antropológica tiene por objeto las propiedades universales del entendimiento
humano, propiedades que, a la vez, hacen posible la variabilidad cultural y le asignan sus
límites. He tratado de distinguir las propiedades más generales del simbolismo: el estatuto
epistemológico particular de las representaciones que lo expresan, la focalización que él
provoca, la evocación de la que esta focalización se acompaña. (Sperber, 1978: 178)

Pero no podemos olvidar tampoco las vías de transmisión de las


representaciones culturales y su evolución, partiendo de esa naturaleza cognitiva
Sperber, 1996b). Ello, finalmente, nos conduce a una metodología basada en los

38
presupuestos de una semiótica cognitiva, pero también desde la consideración aquí de
una perspectiva intersemiótica (Pageaux, 1994: 150-151) para estudiar las conexiones
entre sistemas de representación en el contexto de la literatura comparada, así como la
interacción de sistemas en contacto (en su aplicación a nuestro campo, procedentes de
dos o más imaginarios), de acuerdo con la Teoría de los Polisistemas de Even-Zohar y
su ya tradicional aplicación en literatura comparada (Even-Zohar, 1979 y 1997).

3.2. Una reformulación de los estudios sobre el imaginario

Si partimos de las premisas consideradas hasta ahora, para el estudio de los


imaginarios debemos servirnos de un método interdisciplinar, en el que debemos
utilizar instrumentos procedentes de la antropología (sociología), la psicología, la
historia de las sociedades, la crítica de la literatura, la historia de la literatura o la
historia del arte, con el fin de abarcar en el mayor grado posible los aspectos
constitutivos de las formas simbólicas o de los mitos. Sin duda, habría que trazar
diversas líneas metodológicas, que nos permitieran dar cuenta de las diferentes líneas de
manifestación de estos objetos de estudio, así como las conexiones necesarias entre
estos métodos de trabajo con las metodologías pertenecientes a la literatura comparada
(incluyendo aquí la relación entre literatura y artes) o al comparatismo aplicado a las
religiones23. En cualquier caso, debe existir una necesaria contextualización del objeto
de estudio.
En primer lugar, el mito etno-religioso como manifestación del sentimiento
religioso en una sociedad en un momento histórico dado, debe aparecer claramente
contextualizado, desde el punto de vista de su función en esas creencias y en el ámbito
social, con sus conexiones con la estructura social, normas morales, etc. Las fuentes
arqueológicas (para el estudio de las sociedades arcaicas) se convierten de este modo en
un instrumento fundamental, al tiempo que la historiografía basada en fuentes escritas

23
“El comparatismo constructivo, cuyo proyecto y procedimiento defiendo, ante todo debe escoger como
campo de ejercicio y de experimentación el conjunto de las representaciones culturales de las sociedades
del pasado, tanto las más distantes como las más próximas, y los grupos humanos vivos observados en el
planeta, tanto ayer como hoy. El comparatista que quiere construir sus objetos debe poder desplazarse sin
pasaporte entre los constituyentes de la Revolución Francesa, los habitantes de las altas mesetas del sur de
Etiopía, la Comisión Europea de Bruselas, las primeras minúsculas ciudades griegas, deteniéndose, si lo
considera oportuno, en Siena o en Verona para ver, por ejemplo, cómo funcionaban las asambleas entre
los siglos XII y XIII. He dicho claramente el comparatista, que debe ser singular y plural al mismo
tiempo. La polimatía o el enciclopedismo de uno solo basta a veces para cubrir un ámbito como la
civilización indoeuropea, recorrida por Georges Dumézil como peatón solitario” (Detienne, 2000: 44).
39
nos ha de guiar en este proceso de contextualización de las formas simbólicas y de los
mitos en periodos posteriores. No obstante, si se trata del mito, es necesario considerar
su inserción en el contexto religioso de una sociedad determinada, habida cuenta de su
papel esencial en los ritos y en las normas de una comunidad; de ahí que, siguiendo a
Lévi-Strauss, debamos situar el mito y el rito en un ámbito geográfico determinado para
evaluarlo desde el punto de vista de la antropología. En cuanto a las funciones, podemos
establecer una tipología de arquetipos que las encarnan, partiendo de funciones
primarias (vida o fecundidad, muerte y regeneración, etc.), de las que se desdoblarían
otras funciones, a las que se irían asignando nuevos arquetipos, hasta ir construyendo el
sistema completo de una religión determinada, entendida como un sistema mitológico
complejo. De acuerdo con esta propuesta:

Estas funciones, como acabamos de indicar, aparecen encarnadas por unos arquetipos
determinados, que, sin embargo, pueden desempeñar otras funciones: desde dioses
protectores de la ciudad, dadores de la abundancia, que pasen por los avatares históricos
a asumir la función guerrera a otros arquetipos que los sustituyen o con los que
comparten función en virtud de invasiones o movimientos migratorios. Desde esta
perspectiva, los frutos ofrecidos por la mitología comparada (v.gr. por G. Dumézil para
el mundo indoeuropeo) resultan muy valiosos, al trazar líneas de semejanza entre
arquetipos y funciones, estudiados a la luz de movimientos migratorios y ámbitos de
influencia. Por ello, solo cabe hablar de una traductibilidad relativa de los mitos, por
cuanto puede coincidir alguno de sus mitemas, pero –desde luego– mantendrá otro u
otros mitemas claramente distintos, atendiendo a otras posibles funciones, como
mostramos en la tabla “Traductibilidad del mito”, que ofrecemos al final de este
epígrafe. Los relatos derivados de la religión nos sirven asimismo para explicar una
parte esencial de las fuentes para el estudio de otras formas simbólicas (iconográficas y
literarias) que poseen plena vigencia en un imaginario dado.
En este sentido, el mito literario (o el derivado a la literatura desde la
iconografía), actúa como motivo respecto de un tema (Chevrel, 1989: 62-82. Brunel,
1992: 27-37. Pageaux, 1994: 95-112. De Grève, 1995. Trocchi, 1999: 129-169. Guillén,
40
2001: 110). Ello nos conduce a considerar también la conexión entre iconografía y
literatura, en torno a las formas simbólicas, como una parte muy importante del método
para el estudio de un imaginario, pues la extensión de determinadas formas simbólicas
(v.gr. la representación de la muerte en un momento histórico dado) nos permite trazar
ámbitos de influencia geográfica.
Finalmente, es posible considerar la simbiosis entre las formas simbólicas
literarias (o artísticas) y el imaginario antropológico, al trasvasar mitos o símbolos al
ámbito sociocultural (v.gr. el quijotismo o el pícaro en el imaginario antropológico de
España) o, por el contrario, símbolos convencionales o mitos de naturaleza
antropológica en un contexto esencialmente literario: por ejemplo, la simbología
referente al Holocausto en la obra de Paul Celan, tomada desde la religión, sea la
hebrea, sea la cristiana24. Ello incide en la actividad mito-poética, al tiempo que la
creatividad literaria se nutre de esa simbología convencional, por cuanto, en cualquier
caso, la imagen (elemento simbólico fundamental desde las vanguardias en la
construcción del poema) posee entidad propia al nutrirse de elementos de diferente
naturaleza en el momento de su construcción (creación). Pero esta característica de la
imagen alcanza también a la iconografía, ya que

Toda imagen, mental o material, es imagen de algo y no cobra sentido más que por el juego
de semejanzas y diferencias con su referente. Profundizar en la diferencia de la imagen es
arriesgarse a reducirla a lo irreal, a la ficción, a la fantasía, a lo insignificante; pero, a la
inversa, sobrecargar la consistencia de la imagen es arriesgarse a tomar la copia por el
modelo, a cosificar la representación, a hacer colisionar lo visible con lo invisible, lo
sensible con lo inteligible, el significante con el significado; en definitiva, a fabricar un
ídolo. La idolatría constituye, en ese sentido, una amenaza permanente de la experiencia
espontánea, pre-reflexiva, de las imágenes materiales, particularmente atestiguada en el
registro religioso. (Wunenburger, 2001: 7)

Esta construcción del texto es también notoria desde la sintaxis del imaginario
(o transformación de imágenes mentales en secuencias léxicas, según la teoría de Jean
Burgos), como manifestación de experiencias vitales profundas, a partir de tres posibles
relaciones entre los elementos lingüísticos: antitéticas, dialécticas (identificables con
analógicas) y eufémicas (Burgos, 1984: 169). Ello construye las imágenes como formas
simbólicas. Y es al tratar la construcción textual donde las aportaciones de la psicología
24
Esta influencia es notoria en los poemas “Wolfsbohne” (“Simiente de lobo”), con el candelabro de siete
brazos o “Todesfuge” (“Fuga de la muerte”), con la mención a la Sulamita; o en los poemas
“Dornenkranz” (“Corona de espinas”) o “Tenebrae”, con sendas referencias a la Pasión de Cristo.
41
cognitiva (en su aplicación a la literatura) merecen una especial atención, desde el
momento que se plantea los modos de representación así como las estructuras textuales
en su relación con las estructuras mentales del autor.
Estos son, pues, los tres ámbitos de estudio del imaginario que hemos
delimitado. En cuanto al carácter histórico de esta propuesta, queda por añadir la
necesidad de considerar la tradición y las diferentes aportaciones que en la diacronía
histórica han ido nutriendo nuestro imaginario, objeto de los diferentes trabajos que
conforman este libro. Porque nuestro imaginario actual no es sino el filtrado y la
evolución de imaginarios anteriores, de formas de representar la realidad y/o al ser
humano y su propia naturaleza, de imágenes simbólicas de largo recorrido que, en el
momento actual, comparten espacio socio-cultural con otras de reciente aparición.
Conocer e interpretar las formas simbólicas o los mitos supone también conocer e
interpretar esa tradición, desde el prisma múltiple que hemos venido asumiendo como
método, desde una interdisciplinariedad (o transdisciplinariedad) necesaria para poder
desentrañar un sistema complejo mediante los diferentes instrumentos críticos aportados
por distintos ámbitos del conocimiento, que se convierten así en complementarios, de
acuerdo con la metodología del imaginario propuesta por Durand, Thomas,
Wunenburger o, desde la historia de las religiones, por Camille Tarot, entre otros. O por
Detienne, para llegar a ese necesario entendimiento entre historia y antropología, con el
fin de delimitar las funciones del mito y de las formas simbólicas en una sociedad
determinada, no eludiendo el método comparativo, aunque con las necesarias reservas,
por cuanto los resultados deben estar justificados por los contextos socio-históricos
correspondientes, para adquirir así visos de verosimilitud no solo en sus argumentos,
sino, sobre todo, en los resultados. De otro modo, la interpretación no dejaría de denotar
un marcado carácter naïf o tal vez de perderse en una ensoñación que nada tiene que ver
con el conocimiento. Ni siquiera con esa recepción a la que alude en repetidas ocasiones
Gilbert Durand en sus obras, siguiendo la presumible autoridad de Hans Robert Jauss,
por cuanto este integrante de la Escuela de Constanza menciona también la necesaria
contextualización de la lectura, entendida como experiencia estética. Conocer nuestro
pasado es conocer nuestro presente y, muy probablemente, nuestro futuro, porque
desconocer esos contextos de recepción, esa tradición con todos sus avatares, es no solo
una tarea ardua, sino también necesaria para poder construir nuestra identidad social,

42
para conocernos tal como somos y por qué somos. El imaginario, como manifestación
de nuestra actividad socio-cultural, pero también política e histórica, tiene la respuesta.

IV. IMAGINARIO Y LITERATURA COMPARADA

Lulio

4.1. El mito literario: definición y trayectoria del concepto.

Lulio

4.2. Poligénesis y paralelismo.

Una cuestión que afecta tanto a la antropología como a la literatura comparada


es la del paralelismo y la poligénesis, cuya aplicación suele ser motivo de dudas, cuando
no de polémica. En relación con estos dos conceptos, René Étiemble, por ejemplo,
atribuye su aparición en virtud de unas invariantes, que se mantendrían como
universales, entendiendo ‘universal’ en el sentido de unas constantes históricas, fruto de
la naturaleza humana (Étiemble, 1963: 98-100. Marino, 1979. Pageaux, 1998: 300);
mientras que otros comparatistas, como Claudio Guillén, parecen optar por una
convención de época en ámbitos más o menos amplios (Guillén, 1979. Villanueva,
1991). Si partimos de los tres modelos de situación de contacto supranacional
formulados por Claudio Guillén (contactos genéticos o premisas culturales comunes;
condiciones socio-históricas comunes; o principios compartidos, derivados de la Teoría
de la Literatura) (Guillén, 2005: 96-97), podemos fijar los criterios necesarios para la
relación entre textos (considerados literarios desde su origen o que han venido a
desembocar en la literatura tras perder su carácter religioso o histórico) y así es posible
encontrar géneros, temas y formas similares en contextos históricos y/o geográficos
muy distintos. Por ello, sería necesario tratar de establecer una metodología aplicable en
literatura comparada que respondiera satisfactoriamente a las razones de los fenómenos
de poligénesis y de paralelismo, tal vez más evidentes en las formas simbólicas que en
otros productos culturales, cuya conexión histórica y social resulta difícil de establecer
entre culturas sin un contacto justificable. Por ello, desde la antropología cultural se
43
propuso el concepto de poligénesis, en un contexto de comparación de fenómenos
culturales desde la perspectiva evolucionista, a los que la literatura no es ajena en modo
alguno, partiendo, por ejemplo, de la trayectoria del mito etno-religioso desde su posible
origen en el rito hasta desembocar en lo literario, por la relación entre narraciones
procedentes (entre otras posibilidades de origen) de ese pensamiento mágico-religioso,
aunque una vez desacralizado. Así, afirma Fabio Dei:

La comparación evolucionista no necesita aplicarse dentro de contextos homogéneos y bien


definidos; al contrario, acercar rasgos culturales provenientes de los más distantes y
heterogéneos contextos garantiza resultados más significativos y de más amplio perfil
teórico […] El evolucionismo […] cree en la posibilidad de la poligénesis, es decir, el
nacimiento independiente de hechos culturales similares, sencillamente en virtud del
principio de uniformidad. (Dei, 2007: 484)

Ciertamente, es posible establecer una conexión necesaria entre antropología y


literatura (entendida ésta como producto cultural en un determinado contexto socio-
histórico), puesto que, como señala Alain-Michel Boyer, “literatura y antropología
cultural han seguido siempre dos caminos paralelos, pero sorprendentemente próximos
con frecuencia” (Boyer, 2001: 295), lo que, indudablemente, nos viene dado por la
concurrencia de diversos productos lingüísticos (cuentos, proverbios, adivinanzas…)
muy parecidos, pertenecientes al folklore de culturas muy distantes y sin contactos
históricos demostrables, lo que nos sitúa en el contexto de la poligénesis (Islam, 1985:
70-71), como ya se deduce del trabajo de Michel Bréal sobre Edipo, contenido en sus
Mélanges de Mythologie et de Linguistique (Bréal, 1877: 163-185). Estos paralelismos
nos conducirían a la relación entre la literatura y la antropología en torno a los
imaginarios, considerando en todo momentos 'imaginario' en los términos que hemos
establecido de acuerdo con la definición de Joël Thomas.
En este sentido, debemos apuntar dos cuestiones: por una parte, un componente
psicológico de naturaleza cognitiva; y, por otra, unos criterios necesarios para justificar
esos paralelismos o fenómenos de poligénesis, que Jürgen Siess fija en tres: a) una
justificación histórica; b) servir al campo literario; y c) que el término paralelo en
literatura comparada sea teorizado y reevaluado desde conceptos estrictamente
literarios, como el de ‘género’ (Siess, 2001: 229). Para Marino, además, “el punto de
vista estético triunfa sobre el histórico”, a partir de las equivalencias lingüísticas
(Marino, 1988: 223); o, si partimos también de la relación entre la literatura y las demás

44
artes, de la interrelación entre sistemas de acuerdo con la interconexión entre temas y
motivos, considerando siempre la universalidad de los primeros. No obstante, Adrian
Marino distingue dos tipos de ‘paralelos’: los motivados por causas históricas idénticas,
cuyo máximo grado acabaría desembocando en las ‘influencias’, ‘fuentes’ y/o
‘contactos directos e indirectos’; y, en segundo lugar, unas coincidencias sincrónicas
acausales, de orden psicológico (Marino, 1988: 225-226). Sin embargo, nosotros aquí
vamos a superar los criterios estrictamente literarios para establecer esos paralelos o
esos fenómenos de poligénesis desde el método interdisciplinar de una renovada teoría
del imaginario, que no solo utilice un método genealógico, buscando los orígenes de los
motivos (literarios e iconográficos) asociados a un tema en dos (o más) ámbitos
culturales diferentes, para lo cual la literatura comparada (desde la tematología y la
relación entre la literatura y las demás artes) vendrá auxiliada por la antropología y la
psicología.
Así, por ejemplo, podemos considerar a priori cierta relación entre el relato del
rapto de Perséfone por Hades en la mitología griega (narrado en el Himno a Deméter
atribuido a Homero) y el mito de Hainowele en Ceram (Nueva Guinea), que quizá nos
conduciría a un rito de origen indoeuropeo (el sacrificio de una doncella como ritual de
fecundidad), por cuanto los aborígenes de Oceanía proceden de una serie de
migraciones desde el sureste asiático. Tanto en el caso de Perséfone (Kore, ‘la
doncella’), como en el de esta doncella semidivina (tal como nos lo describe Jensen en
su trabajo de 1963 Myth and Cult among Primitive Peoples), parece que la inmolación
atraería la abundancia: de cereal en Grecia y de tubérculos en Ceram. No obstante, las
primeras migraciones indoeuropeas cabe situarlas hacia el 4000 a.C., mientras que esas
migraciones para poblar las islas que conforman Oceanía se produjeron hace 40000-
50000 años, lo que hace inviable la conexión entre ambos rituales, más allá de una
posible poligénesis del rito con idéntica finalidad.

4.3. Mito, intertextualidad y reescritura.

Lulio

4.4. Mito, imagen y literatura comparada.

45
Lulio

4.5. Literatura y otras artes: los motivos simbólicos.

Lulio

46
V. LA PRÁCTICA CRÍTICA.

5.1. Rito, mito y literatura en Grecia

Desde su mismo origen, el ser humano ha sentido la necesidad de simbolizar la


realidad circundante y, por tanto, de manifestar su explicación del mundo y de sí
mismo. El carácter mágico-religioso de los fenómenos naturales, del crecimiento de las
cosechas, de la muerte de quienes lo rodean o del transcurrir de los días o de las
estaciones, forman parte de su sistema simbólico desde la noche de los tiempos.
Así, sabemos que el hombre de Neandertal realizó enterramientos acompañando
el cadáver con armas, alimentos, con ocre rojo (quizá simbolizando la sangre como
principio vital) o con lajas de piedra, animales o cuernos de animales, muchos de ellos
de cabra (Lévêque, 1997: 18); éstos últimos los hallaremos más tarde formando parte
tanto de enterramientos como de ritos en el mundo minoico y micénico, hasta alcanzar
la Grecia Clásica25. Es precisamente en los enterramientos, en los ajuares que
acompañan a los difuntos y en las formas simbólicas que quizá sirvan para conducirlo a
una nueva vida en el Más Allá, donde vamos a encontrar los elementos necesarios para
empezar a trazar el itinerario del imaginario simbólico griego. Junto a los
enterramientos, hallamos en el Paleolítico Superior (hay trazas de actividad religiosa
desde finales del Paleolítico Inferior [Müller-Karpe, 1974: 274-377]) y en el Neolítico
posibles mitos y ritos unidos a las sociedades agrícolas y/o de cazadores, que
establecían un vínculo esencial tanto con la tierra y sus ciclos naturales como con los
animales, lo que viene asociado a diferentes formas simbólicas, algunas de ellas de
largo recorrido en la historia de la Humanidad, tanto en forma de signos ideográficos
como integradas en ritos religiosos (Anati, 1989: 203).
En el imaginario griego, la cuestión del sustrato nos conduce a tomar como
punto de partida el poblamiento de los territorios que abarcarán la Grecia Arcaica y
Clásica por parte de los indoeuropeos. Ello supuso el paso de una sociedad de
cazadores-recolectores procedentes de Oriente, a sociedades basadas en la agricultura y

25
“Siguiendo una costumbre que remonta a Çatal Hüyük y a una época más antigua, cuernos,
especialmente cráneos de toro con cuernos, «bucranios», se erigen y se conservan en los santuarios;
señalan el lugar del sacrificio tan elocuentemente como las manchas de sangre sobre el altar. El «altar de
cuernos» de Ártemis en Delos, hecho de cuernos de cabra, era considerado como una de las maravillas del
mundo” (Burkert, 1977: 91).
47
la ganadería, lo que debió de suceder en el Paleolítico Inferior, en el séptimo milenio
antes de nuestra Era (Burkert, 1977: 17. Lévêque, 1987: 393). Hacia la primera mitad
del tercer milenio26 se habría producido la fragmentación del indoeuropeo, lo que habría
motivado diferentes tradiciones lingüísticas y culturales (incluyendo las religiosas) en
Occidente, aunque manteniendo rasgos comunes entre las respectivas lenguas y
existiendo una traductibilidad de los mitos. Asimismo, es muy posible que se tratara de
una migración desde Anatolia (aunque el punto de partida sería el Creciente Fértil, entre
el Tigris y el Éufrates), seguido de una posterior entrada de otros grupos indoeuropeos
desde los Balcanes, lo que no solo supuso un giro en el modo de vida, con la
introducción de nuevos cultivos o de otros animales domésticos (Renfrew, 1987: 141-
148), sino también en aspectos simbólicos o cultuales (v.gr. la adoración a deidades
ctónicas).
Podríamos determinar estos elementos indoeuropeos, entre otras cuestiones, en
el aspecto religioso: tanto el culto como la veneración mediante sacrificios y oraciones,
o los dioses ctónicos (es decir, relacionados con el inframundo y, por tanto, con la
fertilidad o la muerte, como hallamos –por ejemplo– en los Misterios Eleusinos), frente
a los dioses celestes (identificados en Grecia con los olímpicos), que conectarían con la
tradición semítica. No obstante, quedaría una parte del sustrato pre-indoeuropeo en
divinidades locales, que pasarían a la tradición mitológica clásica como arquetipos
míticos de segundo orden (por detrás de los dioses y sus respectivos rituales y fábulas
mitológicas): es el caso de Jacinto o de Narciso, posibles dioses de la floración
primaveral, que mueren y renacen periódicamente, y que pudieron recibir culto en la
Grecia arcaica (Picard, 1948: 147-148. Burkert, 1977: 28-29), con su paralelo en Creta.
Junto a esta influencia indoeuropea, cabe destacar la relación de diferentes
rituales, arquetipos y fábulas mitológicas (en el conglomerado formado por todo ello en
la religión griega) procedentes del Próximo Oriente, en una conexión mediterránea que
traza sus paralelos en los arquetipos divinos (con los dioses celestiales u olímpicos), el
culto a los antepasados o narraciones y descripciones semejantes tanto en la mitología
babilónica y ugarítica, como en la posterior bíblica (Bonnet, 1988: 343 y ss.; y 1996: 87
y ss. Burkert, 1995 y 1999. West, 1997. Marinatos, 2000: 1-34). Resulta muy ilustrativo
a este respecto el paralelo trazado por Julio Trebolle al estudiar los Salmos: así, el

26
Las tres grandes oleadas migratorias de los indoeuropeos se habrían producido entre el 4.400 y el 4.300
a.C., el 3.500 y el 3.200 a.C., y el 3.000 y el 2.800 a.C., respectivamente (Lebedynsky, 2014: 116-117)
48
apelativo “Rey del cielo”, concedido a Yahvéh corresponde a Šamaš, Anu, Marduk y
Ninurta; y a Zeus, quien es también dios de la tormenta, como Iškur. Del mismo modo,
las relaciones entre el inframundo y sus manifestaciones resultan evidentes en este
contexto mediterráneo, con el descenso al Hades o al Šeol (Trebolle Barrera, 2001: 94-
95 y 109 y ss.). Además, los cielos tienen puertas, ventanas y una órbita forjada en
bronce (v.gr. Gen 1.7-8, 7.11, 8.2), que nos acerca tanto al Poema de Gilgameš, como al
mundo homérico (Trebolle Barrera, 2001: 97-98); relación que se mantiene, por
ejemplo, en el paralelismo entre la aparición del espíritu de Endiku a Gilgameš y el de
Patroclo a Aquiles en la Ilíada. En este contexto de la épica, cabe destacar asimismo el
empleo del epíteto para dioses y héroes, carácter específico de la literatura homérica,
pero que pertenece también a la tradición acadia y ugarítica (Burkert, 2004: 22-24). Por
otra parte, el origen en Anatolia de la lucha del dios de la tempestad (Nerik o Tesub),
que hallamos también entre los hititas, nos lleva a un origen hurrita, pero también a una
trasferencia a Grecia, sobre todo con el mito de Tifeo o Tifón y su inserción en el
Himno a Apolo (300 y ss.) o en Hesíodo (Teogonía, 820 y ss.) (Bernabé, 2004).
Igualmente, Adonis posee un origen semítico, emparentado con el culto mesopotámico
de Dumuzi-Tammuz (Sumer-Asiria), como representación de la muerte de la naturaleza
en verano (la muerte del dios de la vegetación), culto reservado a las mujeres en Grecia
(Burkert, 1977: 239-240)27.
Esta influencia pudo comenzar en el Minoico Medio (ca. 2000 a.C.), durante el
periodo palacial de la civilización cretense, pero se intensificó en el siglo VIII a.C.,
momento en que la relación con Oriente Medio y con Egipto nos proporciona nuevos
elementos. De Egipto procede –por ejemplo– la teogonía órfica (Burkert, 2004: 71-98),
así como el pesado del corazón del difunto (la balanza pertenece a Zeus o a Hermes),
previo al viaje al Más Allá, ya presente desde el comienzo de la época micénica
(Vermeule, 1979: 142-144), de acuerdo con el itinerario trazado en El libro de los
muertos egipcio, donde la balanza pertenece a la doble diosa Maat (Lara Peinado, 2009:
209-225).

27
Marcel Detienne reduce el culto solo a las cortesanas y mujeres con amantes, en una celebración
esencialmente erótica celebrada en las azoteas y que incluye el cultivo de plantas que la canícula agosta
muy pronto (Detienne, 1972), pero Burkert señala el culto ya atestiguado en un ritual de las muchachas de
Lesbos en el siglo VII a.C., como refrenda Safo, cuando llora la muerte de Adonis (fr. 140): “¡Muere, oh
Citerea, el tierno Adonis! ¿Qué vamos a hacer? / Golpeaos la espalda, doncellas y desgarrad las túnicas”
[Κατθνα<ί>σκει, Κυθέρη’, αβρος )/Αδωνις· τίκεθεîμεν; / καττυπτεσθε, κόραι,
καικατερείκεσθεκίθωνας] (ed. de C. Page, 1959: 127). Para el lamento de Inanna por la muerte de
Dumuzi, puede consultarse Bottéro y Kramer (1989: 327).
49
Ahora bien, quizá el culto primigenio en el mundo griego lo hallemos en la diosa
de la fecundidad que sobrevive desde el Neolítico: Potnia (‘la Señora’) como diosa
principal de culto en Creta, señora de los animales y de la cosecha (por tanto, de la
abundancia), quizá con origen en Anatolia, con su paralelo en Kybele (tardíamente
romanizada como Cibeles) para su implantación en la religión griega arcaica (Picard,
1948: 48-49. Burkert, 1977: 240-242. Thomas, 2001: 3-14. Jones, 2001: 259-265.
Barclay, 2001: 373-386). Esta diosa aparece representada en el periodo minoico y
micénico mostrando sus senos28 y portando sendas serpientes en las manos, símbolo de
la fecundidad y la abundancia. Recordemos que existió un culto familiar a la serpiente
hasta época clásica (Picard, 1948: 113-114. Burkert, 1977: 44), partiendo de la creencia
de la serpiente como encarnación de los antepasados, identificados en muchas ocasiones
con los héroes en tanto que protectores y benefactores Harrison: 1903: 325-331), cuya
iconografía (lo que presupone también el culto) se extendió por el Mediterráneo,
incluyendo Hispania (Almagro-Gorbea, 2009). Este nombre, “Potnia”, aparecerá más
tarde ligado a Deméter o a Ártemis en forma de apelativo local, como “Señora del
Grano” o “Señora de los Animales”, respectivamente, por lo que tal vez habría que
considerar que se trate de un desdoblamiento de sus atributos, identificados con dos
deidades de nueva implantación en la zona, y de amplio culto en el mundo arcaico
griego. Si podemos considerar a Potnia como la “Gran Madre” de las deidades minoicas
y micénicas (ctónica y, por tanto, situada en el inframundo, e identificada con la
abundancia que da la vida, pero al tiempo con la muerte y la regeneración), existen otros
dioses y diosas identificables con el panteón griego, aunque de ellos solo conservemos
el nombre en algunas tablillas, en las que se recoge la ofrenda de aceite o miel que
recibieron. Así, hallamos el paralelismo entre Diwe (Zeus), Posedao (Poseidón), Atana
(Atenea), Era (Hera), Ereutija (Ilitia), por ejemplo. Pero también se pueden leer
nombres de divinidades, tales como Qerasija, AnemoIjereja, Manasa, Pipituna, Dictina,
Diwia, Marineo, etc., cuyo culto y nombre posterior desaparece (Burkert, 1977: 63.
Chadwick, 1976: 95 y ss. Bermejo Barrera y Reboreda Morillo, 1996: 5-40. Schofield,
2007: 160-161), seguramente asimilado a la nueva religión griega, en la que los
elementos cultuales (tras los Siglos Oscuros, siglos XIII-XII a.C.) nos van a conducir en
muchos casos a un origen minoico o micénico.
28
“Le dévoilement rituel de la poitrine est connu dans l’Orient phénicien; il persiste lors des cérémonies
des Adonies […] En Crète, la monstrance des seins reste une tradition rituelle […]” (Picard, 1948: 194).
Para las representaciones iconográficas de esta diosa, Karageorghis (1977).
50
Es aquí donde mito, sacrificio y ritual cobran todo su sentido, a veces en paralelo
con lo expuesto en el relato épico o en la tragedia, si bien hallaremos innovaciones
cultuales plasmadas en la literatura y no adscritas a la religión griega, aunque esas
innovaciones parezcan remitirnos virtualmente a cultos arcaicos. La helenización de la
religión (con el rasgo particular del antropomorfismo de unos dioses y diosas que
realizan acciones humanas, con una clara impronta del ámbito hitita y ugarítico), la
entrada de nuevos dioses de origen oriental o los primeros textos literarios tras la
irrupción de la escritura, nos ofrecen una nueva perspectiva del mundo griego o, lo que
es lo mismo, de las propias raíces de nuestro imaginario.

5.1.1. Mito, sacrificio y ritual en Grecia

Más allá de las teorías expuestas anteriormente sobre el mito (tanto desde los
ritualistas de Cambridge como desde posturas de un evidente evemerismo), la cuestión
que aquí me gustaría tratar es, por una parte, qué tipo de rituales hallamos en la religión
griega arcaica y clásica y, por otra, qué reflejo podemos obtener de la literatura. Por
ello, partiremos de las conclusiones a que nos conducen los hallazgos arqueológicos,
para ir estableciendo (cuando los haya) los paralelismo con los textos.
En el mundo griego, los rituales se celebraban en varios lugares: los santuarios
(a partir del siglo XXII a.C., aproximadamente [Picard, 1948: 59]), las tumbas o las
casas (con rituales domésticos) nos ofrecen diferentes finalidades del rito, aunque
también elementos comunes. El más importante de estos elementos es el sacrificio de
uno o más animales29, relacionado con antiguos rituales de los cazadores, pues “El flujo
de la sangre del animal liberaba su fuerza vital, que era un potente agente para asegurar
la renovación y, en cierta forma, la promesa de renacimiento” (Dietrich, 1988: 36.
Marinatos, 1988). Ahora bien, los santuarios, entendidos como lugar de culto
comunitario, aparecieron en el periodo palacial segundo (1700-1400 a.C.), pues hay
pocos restos arqueológicos previos a esta época de los que se deduzca ese tipo de
actividad, no así en tumbas de personajes importantes (Dickinson, 1994: 313. Lupack,
2010).

29
“El animal de sacrificio más noble es la vaca, especialmente el toro; el más común es la oveja, después
la cabra y el cerdo; el más barato es el lechón. El sacrificio de aves de corral es también común, pero otras
aves, como las ocas o palomas, por no hablar de los peces, son la excepción” (Burkert, 1977: 79).
51
Gunnel Ekroth ha establecido las diferentes modalidades de ritual, atendiendo al
grado de violencia sobre el animal, en ceremonias religiosas dirigidas tanto a los dioses
como a los héroes o los muertos. Distingue, en primer lugar, los ritos de destrucción, en
los que la víctima se destruye total o parcialmente, cuya máxima expresión sería el
holocausto destinado a los dioses (v.gr. Jenofonte, Anábasis 8.4-530). Esta destrucción
de la víctima también se halla en el culto a los muertos y a los héroes (v.gr. Homero,
Ilíada 23.30-3431), que habitualmente compartían formas rituales. En segundo lugar,
hallamos los cultos donde la sangre ocupa el papel principal de ofrenda, lo que aparece
muy documentado en la iconografía a partir del siglo VI a.C. En este caso, la sangre
podía no consumirse o tomarse mezclada con otros alimentos, según diversos
testimonios. Finalmente, se podía entregar comida, sobre todo frutas, como ofrenda
tanto a los dioses como a los muertos (Ekroth, 2002: 217 y ss.), lo que suponía un grado
mayor de abstracción en el ritual, desde el momento en que esos alimentos parecían
sustituir al rito sangriento.
Mención aparte merecen los ritos con sacrificios humanos, que hallamos en
varios textos religiosos y literarios.
Es conocido el rechazo que el sacrificio humano provocaba en los griegos de la
época clásica. En algunas ocasiones, se atribuye esa costumbre a los antepasados, como
un elemento bárbaro que ya ha sido desterrado de la sociedad griega: “El sacrificio
humano aparece tan abyecto que acabará por ser considerado como una muerte pura y
simple, sin ninguna justificación posible, ni siquiera si ha tenido lugar en un recinto
sagrado” (Bonnechere, 1994: 234). Sin embargo son muchos los textos mitológicos y
los oráculos (en ambos casos con un trasfondo sagrado), los textos épicos y trágicos
que insisten en el sacrificio humano (Bonnechere, 1994: 240 y ss.), quizá con un valor
heroico (piénsese en el sacrificio de la jacintias), o como ataque a un enemigo (la
entrega por parte de Atenas de siete jóvenes y siete doncellas como tributo al rey Minos,
que servían de sacrificio para el Minotauro) o para provocar en el espectador esa

30
“Euclides continuó: “Tu obstáculo es «Zeus el Expiatorio»” y le preguntó si ya le había ofrecido
sacrificios, “como en casa”, siguió, “yoacostumbraba a sacrificar y celebrar holocaustos para vosotros”.
Jenofonte respondió que no había hecho sacrificios a esta divinidad desde que estaba ausente de su patria.
Así pues, le aconsejó ofrecerle sacrificios tal como solía, y afirmó que le reportaría un futuro mejor. Al
día siguiente, Jenofonte se acercó a Ofrinio para celebrar un sacrificio y un holocausto de lechones según
la costumbre paterna, y las víctimas fueron propicias” (Jenofonte, 1999: 285).
31
“Muchos blancos toros se estiraban según iban siendo degollados con el hierro, y muchas ovejas y
baladoras cabras; muchos cerdos, de albos dientes, florecientes de sebo, se socarraban tendidos sobre las
llamas de Hefesto; y por doquier fluía en torno del cadáver la sangre, recogida en cuencos” (Homero,
1991: 556).
52
compasión y ese temor que, según Aristóteles (Poética 1449b), acompañan a la catarsis
trágica.
No obstante, son muchos los casos de sacrificio humano que han propuesto los
arqueólogos, como existen también diversos sacrificios mencionados en textos, como el
desarrollado en Licea, ofrecido a Zeus, que se refleja en el Minos (315c), diálogo
atribuido a Platón, o el sacrificio que Pausanias sitúa en el monte Liceo (Descripción de
Grecia 8.38.6-7), en un santuario de Juno (Burkert, 1972: 85)32.
Tras estudiar cada uno de la veintena de sacrificios humanos propuestos a partir
de excavaciones arqueológicas, D. D. Hughes concluye que solo cuatro parecen
responder a esa posibilidad: la Tumba de Kazarma (cerca de Nafplio, en la Argólida),
donde se halla el esqueleto de un esclavo cerca de la entrada de la tumba (datada ca.
1600-1350 a.C.); los seis esqueletos apilados en la Tumba 15 de Micenas, de fecha
incierta; y, en Chipre, la Tumba 422 de Lapithos (Necrópolis de Kastros), datada en el
Chiprio-Geométrico (1050-750 a.C.), donde se halla el esqueleto de un guerrero y un
segundo esqueleto mutilado33; y la Tumba 2 de Salamina, con dos enterramientos de
distintas épocas (el primero datado en el Chiprio-Geométrico y el segundo en el periodo
Chiprio-Arcaico, 750-480 a.C.), con el esqueleto mutilado de un posible esclavo, al que
acompaña el esqueleto de una mula y los restos del carro mortuorio (Hughes, 1991: 13-
48). Como podemos observar, tres de estos sacrificios se han producido muy
posiblemente al realizar el entierro de una persona noble, al que acompaña un esclavo 34;
mientras que el perteneciente a la Tumba 15 de Micenas nos sugiere el sacrificio por la
disposición de los esqueletos. Hughes, aun manteniendo sus reservas, no encuentra una
explicación no sacrificial para estos cuatro casos.

32
El texto de Platón es el siguiente: “Pues, por ejemplo, entre nosotros no existe la costumbre de hacer
sacrificios humanos, sino que lo miramos como cosa impía; en cambio los cartagineses sí lo hacen como
cosa piadosa y lícita para ellos, y algunos sacrifican incluso a sus propios hijos en honor a Cronos, como
tú bien sabes. Y no es que, como bárbaros, usen de leyes distintas a las nuestras, pues también aquí los de
Licea y los descendientes de Atamante…, ¡qué sacrificios ofrecen!; y son griegos” (Platón, 1993: 1653).
Ahora bien, tanto el texto de Platón como las excavaciones arqueológicas
(http://lykaionexcavation.org/site/) nos indican que no tiene por qué tratarse de sacrificios humanos, sino
del sacrificio de animales, lo que se puede deducir también del fragmento de Pausanias citado por
Burkert; sacrificios que también refuta S. Ribichini (19 : 177-179). No obstante, E. Lipiński considera que
en el mundo púnico pudieron existir tanto sacrificios como la consagración de difuntos de corta edad a
diversos dioses, aunque sobre todo a Tanit (Lipiński, 1995: 476-483).
33
“Their blood poured down in the hole to satisfy the spirit of the deceased, buried in the tomb”
(Gjerstad, 1948: 244).
34
¿Nos hallamos ante una forma de enterramiento cercana a la descrita en el poema “Exequias de
Endiku”, perteneciente al ciclo de Gilgameš, donde el héroe es enterrado junto a su familia y servidores,
de acuerdo con el rito sumerio que ha sacado a la luz la excavación arqueológica de la necrópolis real de
Ur (ca. 3000 a.C.) (Klíma, 1964: 67-68 y 241)?.
53
No obstante, en los textos literarios no se habla de este tipo de sacrificios. El
sacrificio humano más llamativo (y conocido) es el de doce hijos de nobles troyanos en
el entierro de Patroclo, quemados en la pira junto a caballos, perros y vacas también
sacrificados, completando el ritual con aceite y miel (Ilíada 23.163-183) y los juegos
funerarios que tradicionalmente se ejecutaban en Grecia ante la tumba de un héroe o un
muerto ilustre. Como señala D. D. Hughes, tras enunciar las diferentes interpretaciones
de este pasaje homérico, se trata de un ritual formulado como una manifestación del
dolor de Aquiles (un ritual hiperbólico, si se quiere), pero no basado ni en una tradición
griega ni en una tradición guerrera, pues en los funerales de nobles o reyes solo se
sacrificaban animales (Hughes, 1991: 51-54). No obstante, sí podemos determinar la
práctica de sacrificios humanos en los hititas (y, por tanto, en el contexto de esa
Anatolia poblada por indoeuropeos), entre los siglos XVIII al XII a.C., si bien se trataba
muy posiblemente de prisioneros, junto al sacrificio habitual de animales (lechones y
cachorros de perro principalmente) (González Salazar, 2009: 98).
Al no existir en Grecia una tradición clara de la realización de sacrificios
humanos (las evidencias arqueológicas no son suficientes), resulta muy problemático
plantear la posibilidad de que los sacrificios de animales hayan sustituido a los
sacrificios humanos, aun cuando esa sustitución pueda aparecer expuesta en los textos
literarios (Hughes, 1991: 79-92. Bonnechere, 1994: 243-245). De haberse producido un
paso de ese tipo, habría sucedido mucho antes, radicando entonces la evolución de los
sacrificios en el mundo griego en un paso hacia un sacrificio progresivamente simbólico
desde los sacrificios de animales.
Descartada la posibilidad generalizada del sacrificio humano, tampoco existe
una muerte real en los rituales de purificación (pharmakoi), dictados en muchas
ocasiones por los oráculos ante la amenaza de una epidemia o de cualquier otro tipo de
cataclismo para una ciudad. En este caso, el mal se expulsa de la ciudad mediante el
alejamiento de extranjeros o individuos deformes, a los que se acusa de ser culpables de
esa amenaza. De este modo, la ciudad queda “limpia”, si bien no existe un sacrificio
humano en el sentido más crudo del término. Esta práctica aparece relacionada con la
iniciación, en el sentido de una renovación, un sacrificio que haga que se renazca a una
nueva realidad (Burkert, 1977: 114-117. Hughes, 1991: 139-165. Bonnechere, 1994:
254).

54
Por tanto, existe otra muerte ritual en las iniciaciones. Si los ritos de paso en
Grecia suponen unas ceremonias complejas y habitualmente desarrolladas en el ámbito
familiar (nacimiento, entrada en el mundo adulto, matrimonio y muerte) (Bruit Zaidman
y Schmitt Pantel, 1991: 57-68), los ritos iniciáticos representan un encuentro con la
muerte. Walter Burkert nos enumera una serie de sacrificios relacionados con la
agricultura o la guerra, recogidos en la literatura griega clásica (Burkert, 1972: 65-66; y
1987: 109-139), en los que el sacrificio humano pudo ser sustituido por el sacrificio
animal (el sacrificio de la doncella simbolizado con el sacrificio de un cochinillo en el
culto a Deméter y por el de una cabra en el de Ártemis, quien recibió también el
sacrificio de una cabra por parte de áticos o espartanos antes de ir a la guerra), aunque
Dennis D. Hughes considera que estos ritos son de iniciación (los de Deméter, Ártemis
o Dioniso relacionados con la fertilidad) y, por tanto, con un carácter meramente
simbólico (Hughes, 1991: 88-90).
Esta iniciación, sobre todo en los cultos mistéricos, simboliza la muerte del
iniciado para renacer otro, en una práctica de renovación, a través de la superación de
pruebas, que le hagan conocer incluso el Más Allá, para que el miedo a la muerte
desaparezca, al participar de unos misterios que le anticipan una vida gozosa en la
ultratumba. Como señala Francisco Díez de Velasco:

Iniciarse es morir, cumplir con el rito de la separación del mundo de los hombres comunes
y con el de la agregación al grupo de los elegidos. Esta identificación de la experiencia
iniciática con la muerte la encontramos expresada de modo diáfano en Plutarco, en un
fragmento que debe corresponder a un tratado perdido Sobre el alma, dentro de sus Moralia
[…] El trance de la muerte se convierte en un viaje ya vivido que solo tiene para el iniciado
una posible conclusión: la transformación en un ser bienaventurado que goza la gloria de
una iniciación sin la sumisión a la tiranía del tiempo, libre y liberado de las ataduras del
mundo. (Díez de Velasco, 1995: 122)

De este modo, el iniciado se interna en un camino que, finalmente, lo conduce a


lo más profundo de su naturaleza humana, venciendo sus temores (el mayor temor: la
presencia de la muerte) y renovando así su vínculo con la vida, en un ejercicio de
renovación paralelo al de la naturaleza, de ahí que los ritos agrarios ocupen un
destacado lugar en la sociedad griega desde época arcaica, con cultos mistéricos muy
conocidos. Estos cultos, sin embargo, eran distintos para hombres y para mujeres,
apartadas de algunos importantes (como los Misterios Eleusinos), si bien en ambos
casos la iniciación dará lugar a mitos literarios: para las mujeres, las iniciaciones en el
55
Noreste de Grecia estarán relacionadas con Ifigenia; en Tesalia, con el travestismo de
Aquiles bajo la imagen de Leucipo, en el festival de Ekdysia (en Festo) en honor de
Leto, como recuerdo del momento en que la muchacha ofrece el peplo, en un culto
relacionado con la vegetación; en Tirinto, con las hijas de Preto y la implantación de la
vid; en Trifilia (al Sur de la Élide), Melampo y la adivinación (a su vez, relacionado con
las hijas de Preto); en Micenas, Ío (cuyo mito la relaciona con Isis y con Astarté); o en
Argos y Rodas, las danaides (Dowden, 1989).
Quizá el mito más importante relacionado con la iniciación sea el del laberinto
de Creta. La estructura de esta construcción parece remitirnos a las tumbas de la época
minoica-micénica, acaso con influencia egipcia (XII dinastía, entre 1980 y 1790 a. C.),
en la relación entre la tumba del lago Moeris y las de Lemnos o Cnosos (picard, 1948:
105). Por tanto, nuevamente iniciación y muerte aparecen unidas, como en el mito de
Teseo, inserto en un laberinto, y cuyo trasfondo solo cabe suponer en un contexto de
iniciación (Díez de Velasco, 1998: 41-69. Calame, 1990), iniciación que no resulta
ajena a la danza (γέρανος, es decir, la danza de las grullas), como tampoco parece serlo
el laberinto de Creta, con Teseo y Dédalo:

No se puede pensar en absoluto en otras danzas rituales sino en las que Dédalo
representara, según Homero, para Ariadna, y que fueron evocadas, gracias al arte de
Hefesto, se decía, sobre el Escudo de Aquiles 35. Son las danzas que Teseo había enseñado,
al mismo volver de Creta, a los isleños de Delos, y que se ejecutaba todavía en la isla
sagrada de las Cícladas, alrededor del Altar de los cuernos, hasta los tiempos de Calímaco;
quizá imitaban, con el auxilio de Ariadna, el esfuerzo de Teseo para salir de las confusiones
del laberinto […] (Picard, 1948: 151)

Danza, oscuridad, hermandad e iniciación parecen unirse en un ámbito cerrado y


próximo al reino de los muertos, como medio de evolución y de conocimiento, como
reflejo de una naturaleza en continuo proceso de transformación y renovación. Rito y
mito parecen estar unidos en una correlación que busca dotar a la existencia humana de
un componente sobrenatural y mágico.

5.1.2. Los cultos agrarios

35
Homero, Ilíada 18.590-606.
56
En el contexto de las prácticas sacrificiales adscritas a los rituales, ocupan un
lugar muy destacado en la religión griega –como hemos visto– los cultos mistéricos
ligados a ritos agrarios en los que se manifiesta el carácter mágico-religioso de la
cosecha de grano o la vendimia. Entre los primeros destacan, sin duda, los dedicados a
Deméter (las Tesmoforias y los Misterios Eleusinos), como pervivencia del antiguo
culto destinado a la diosa del cereal en Creta y Micenas36. Asimismo, hay que destacar
los rituales relacionados con la vendimia y la elaboración del vino, con Dioniso como
objeto de culto, si bien (como veremos) también presente en el culto a Deméter.
El culto más extendido en Grecia son las Tesmoforias, culto consagrado a
Deméter en el que participaban solo las mujeres. Al llegar al Tesmoforion, cada mujer
entregaba un cochinillo (que se arrojaba a un pozo subterráneo) como ofrenda a la
diosa, relacionada, por este culto femenino, también con la fertilidad humana,
identificándola así con Afrodita, quizá como un nuevo desdoblamiento de la diosa de la
fertilidad micénica (Nilsson, 1940: 41. Picard, 1948: 188); pero, al tiempo, en tanto que
deidad ctónica, Deméter representa la muerte y la putrefacción:

Las mujeres entran así en contacto con lo subterráneo, con la muerte y la putrefacción,
mientras que al mismo tiempo, con falos, serpientes y abetos, están presentes la sexualidad
y la fertilidad. El mito explica el sacrificio de cerdos con el rapto de Core: cuando la hija de
Deméter se hundió en la tierra, arrastró consigo los cerdos del porquerizo Eubuleo a las
profundidades. Así, Deméter durante la búsqueda de su hija instauró las Tesmoforias […]
(Burkert, 1977: 325)

Ello parece situar a Deméter como elemento aglutinador de ambas esferas: la de


la cosecha y la humana, la de la vida y la muerte, siempre con el trasfondo de la
trasformación y regeneración de la tierra (Calame, 1997), propio de la diosa Potnia.
Asimismo, en este culto se muestra a Deméter como Θεσμοφόρος, es decir, como
legisladora y, a la vez, creadora de la agricultura, pero también como fundadora del
matrimonio. Por tanto, agricultura y civilización (como manifestación suprema de la
sociedad humana) nos muestran las bases sociales en que se sitúa un aspecto esencial de
la religión griega (para otros aspectos: Vernant, 1965).

36
“Le culte de Déméter a ses origines attestées en Crète […] Les rapports préhelléniques de Déméter et
de Poseidon, consacrés plus tard par la tradition, tant dans Ogygia-Éleusis, qu’à Phigalia, p. ex., ont dû
être normaux et connus […] Puissance agraire et chtonienne, la Déméter mycénienne devait protéger aux
morts, et c’est elle qui est sans doute représentée, en costume minoen, sur une épingle d’apparat d’une des
tombes du Cercle royal à Mycène” (Picard, 1948: 245).
57
Con idéntico origen y misma finalidad que las Tesmoforias, aunque más
complejos en su escenificación (en la que participan solo hombres, ya que las mujeres,
los esclavos y los extranjeros estaban excluidos de la iniciación [Burkert, 1977: 215,
379-384. Clinton, 1988: 71]), los Misterios Eleusinos, celebrados en otoño, suponen la
culminación del culto a Deméter. En ellos, se escenificaba el rapto de Core (Perséfone)
por Hades (Edoneo), engañada con narcisos por este dios ctónico del Más Allá, y la
búsqueda efectuada por Deméter, hasta hallar a su hija en Eleusis, donde la rescata, si
bien llega a un acuerdo con Hades: Core estará un tercio de cada año con su esposo
Hades (ella ha probado la granada y, por tanto, ha quedado ligada al mundo de los
muertos) y los meses restantes estará sobre la tierra, junto a su madre, siempre de
acuerdo con el relato del Himno a Deméter, atribuido a Homero (Homero, 2004: 65-83).
La celebración concluye con la aparición del fruto de este matrimonio: Plutos (la
riqueza o abundancia), representado por una espiga, que el hierofante exhibe ante los
iniciados (cuyo destino en el Más Allá será favorable) y que en la iconografía se nos
muestra como “niño divino”37 que porta la cornucopia, a veces identificado con
Dioniso, como en Creta (Picard, 1948: 114). Precisamente esta cornucopia es el
elemento simbólico que porta la diosa de la fertilidad en la cueva de Laussel (Dordoña,
Francia), en el Paleolítico Superior, quien sostiene un cuerno de bisonte como símbolo
de abundancia, por lo que quizá habría que considerarla un símbolo más o menos
generalizado en Europa, variando el elemento material (recordemos el altar de cuernos
de cabra en Delos, en el que se celebraban sacrificios a Ártemis). Además, en el Himno
se dan cita una serie de flores con un marcado carácter simbólico y ritual, como el
jacinto o el azafrán, junto al narciso, que a partir de entonces se convirtió en la flor de
los muertos, si bien (conmemorando a esa Deméter ctónica) en las tumbas se sembraba
grano. El origen cretense de este tipo de ceremonia parece conducirnos hacia un antiguo
ritual agrario, similar al dedicado a la Gran Diosa del grano de Çatal Hüyük (importante
comunidad neolítica al Sur de Anatolia), con un posible sacrificio de vírgenes (Burkert,
1977: 217), no atestiguado (al menos por ahora) por la arqueología, aunque sí podría
tratarse de un rito de iniciación con un sacrificio simbólico. En realidad, los sacrificios
realizados en Eleusis consistían también en ofrecer un toro o una vaca a otros dioses

37
“La découverte (à Mycènes) d’un groupe d’ivoire des Deux déesses crétoises, accotées à terre, et près
desquelles folâtre un petit garçon, s’appuyant au genou de l’une d’elles, a attesté le rôle important de
l’Enfant divin chez les Crétois” (Picard, 1948: 89). Este grupo escultórico está datado a mediados del
siglo XIV a.C. (Higgins, 1967: 130).
58
(como Zeus, portador de la lluvia; o Dioniso, identificado con el niño divino) o diosas
(como Ártemis, relacionada con Deméter en los orígenes de la religión griega, como
hemos visto), pues a Deméter (como en las Tesmoforias) se sacrificaban sobre todo
cochinillos, cuyos restos aparecen tanto quemados, como en vasijas (Clinton, 1988: 69-
80). La muerte y renacimiento de Core parece remitirnos a la Creta minoica, donde los
dioses y diosas serían mortales, completando ciclos de vida, muerte y regeneración,
como hallamos también en arquetipos de esta época pertenecientes al mundo semítico
(Adonis) o egipcio (Osiris) (Picard, 1948: 88-89. Marinatos, 1986. Cashford, 2009),
siempre en el contexto de los dioses y diosas de la vegetación o el grano, lo que, no
obstante, abarca el panteón completo de los dioses germánico-escandinavos, también de
origen indoeuropeo (Dumézil, 1959: 16. Díez de Velasco, 1995b: 260. Lanceros, 2001:
156).
El otro dios ctónico relacionado con la agricultura es Dioniso. Su nombre nos
remite a un origen minoico o micénico (la traducción de las raíces léxicas tracias nos
indica que es hijo de Zeus38 [Otto, 1933: 65-73]), si bien varios de los elementos
relacionados con él nos sitúan en un ámbito extraño a Grecia: thríambos y dithýrambos
son palabras no griegas de difícil ubicación; mientras su madre, Sémele, quizá posea un
origen frigio o lidio, al tiempo que thýrsos parece remitirnos al hitita (tuwarsa, ‘vid’).
También el nombre de Baco (que identifica al dios y al devoto) nos podría remitir a las
lenguas semíticas (‘llorar’), con una identificación de Dioniso con el dios de la
vegetación Tammuz y su muerte cíclica (Burkert, 1977: 220). Precisamente esta muerte
cíclica de Dioniso se conmemora en su principal fiesta, las Antesterias.
En el mundo micénico Dioniso aparecía unido a Ariadna en un matrimonio
sagrado (Vatin, 2004). En la versión más conocida (ca. 1400 a.C.), este matrimonio se
habría producido tras el abandono de Ariadna en Naxos por parte de Teseo, si bien –en
otra versión– habría muerto a manos de Ártemis y en presencia de Dioniso (v.gr. Odisea
11.321-325). En la tradición minoica y micénica, Ariadna era el espíritu de la
vegetación, por lo que el carácter ctónico de este matrimonio resulta evidente (Otto,
1933: 181-188. Picard, 1948: 188).
Las fiestas dedicadas a Dioniso son cuatro, con procedencia diversa y con
diferentes tipos de desarrollo. Las más importantes son las Antesterias, precedidas de
38
“A ti te engendró el padre de hombres y dioses, muy lejos de los humanos, a escondidas de Hera de
níveos brazos” (Homero, 2004: 40). Se trata del Himno a Dioniso, primero de los himnos y de los tres
dedicados a este dios.
59
las Leneas, que se adscriben al ámbito jonio-ático. En ellas, se consumía vino y se
exponía el relato de cómo Dioniso había traído el cultivo de la vid y la elaboración del
vino; los campesinos, sospechando que había intentado envenenarlos, lo matan y lo
arrojan a un pozo, donde lo encuentra (tras una larga búsqueda) su hija Erígone, quien
se suicida. Por ello, triunfo del cultivo y muerte vuelven a aparecer unidos, como
veíamos en Eleusis, aunque en esta ocasión se produzca de manera inversa. Estas fiestas
se celebraban en febrero, momento de la poda de la vid y de la segunda fermentación
del vino, por lo que coincidía con el comienzo de la floración (Nilsson, 1940: 53-54), lo
que redunda aún más en el carácter ctónico no solo de Dioniso, sino también de su
matrimonio sagrado. Además, en el segundo día de las Antesterias se celebraba el día de
los muertos, con ofrendas y sacrificios para Hermes ctónico (Nilsson, 1940: 54. Burkert,
1977: 222).
Por su parte, las Agrionias se sitúan en el ámbito dórico y eolio; en ellas se
producía una insurrección de las mujeres, que parecían enloquecer, celebrándose incluso
simulaciones de canibalismo. Las Dionisias agrarias se celebraban con el sacrificio de
cabras y una procesión fálica, como símbolo de fertilidad. Finalmente, en el siglo VI
a.C. se instituyeron las Grandes Dionisias (Katagógia), si bien el desarrollo del ritual se
nos narra en el séptimo de los Himnos atribuidos a Homero (por lo que cabe hablar de
un origen anterior), con un Dioniso capturado por unos piratas tirrenos; pero el dios se
liberó de sus cadenas y unas viñas crecieron en las velas, al tiempo que una hiedra se
enredaba en el mástil. El dios se transformó en león, devorando al capitán. El resto de
los piratas, excepto el timonel (al que perdonó), se arrojaron al mar, convirtiéndose en
delfines (Homero, 2004: 206-208. Burkert, 1977: 224).
Mención aparte merece la celebración de Dioniso mediante cantos y danzas por
parte de hombres cubiertos de pieles de machos cabríos (τράγοι), de donde procede el
nombre de ‘tragedia’ (τραγωδία), según la conocida teoría de Wilamowitz, recogida,
entre otros, por Francisco Rodríguez Adrados39. Es sabida la oposición de Jean Harrison
a esta atribución etimológica, pues –para ella– procedería de otro posible significado de
τράγος (‘espelta’), palabra relacionada (por una cierta homofonía) con ‘mosto’ (τρύξ-
τρυγός), lo que habría provocado la identificación de una fiesta agraria con la fiesta del
vino, de ahí que considerase a Dioniso como el dios del grano en época arcaica

39
“En el macho cabrío de los festivales de Icaria, etcétera, etcétera, la opinión común es que el animal
encarna al dios Dioniso” (Rodríguez Adrados, 1972: 386-387).
60
(Harrison, 1903: 420). Ahora bien, la tragedia no sería un derivado del mosto, sino de
los cantos que se dirigían al dios (ditirambos), mientras se trasladaban los animales al
sacrificio. Los animales más habituales en estos ritos eran los machos cabríos, como
hemos visto. Así, los cantores se identificaban con el animal sacrificado, según señala
Walter Burkert:

Eso se corresponde justamente con la única explicación del nombre “tragedia” que era
corriente en la Antigüedad: “canto por el premio de un macho cabrío” o “canto que
acompañaba el sacrificio de un macho cabrío”; en el fondo, las dos interpretaciones son
idénticas, pues era natural que el macho cabrío obtenido como premio fuera sacrificado a
Dioniso. El documento más antiguo que habla de un macho cabrío concedido como premio
del agón trágico es la crónica del Mármol de Paros, fechada en el año 276 a.C., y luego un
epigrama de Dioscórides […] (Burkert, 1990: 30-31)

Ahora bien, los testimonios aportados por el filólogo alemán son demasiado
tardíos como para servirnos de referencia concreta de un origen más remoto, por cuanto
la convención genérica de la tragedia ya quedó establecida en el siglo V a.C., con
Esquilo y Sófocles. Y Aristóteles (Poética, 1449a.10-15) nos indica que la tragedia
comenzó siendo una improvisación realizada durante los ritos dedicados a Dioniso:

Habiendo, pues, nacido al principio como improvisación –tanto ella como la comedia; una,
gracias a los que entonaban el ditirambo, y la otra, a los que iniciaban los cantos fálicos,
que todavía hoy permanecen vigentes en muchas ciudades–, fue tomando cuerpo, al
desarrollar sus cultivadores todo lo que de ella iba apareciendo; y, después de sufrir muchos
cambios, la tragedia se detuvo, una vez que alcanzó su propia naturaleza. (Aristóteles,
1992: 139-140)

De estos cantos rituales dirigidos a Dioniso (ditirambos) nos quedaría el coro


como resto40, mientras que la mayor parte del desarrollo de los distintos elementos
quedaría establecido por Esquilo, al tiempo que la entrada de dioses y héroes sería un
reflejo del mundo homérico (la épica, con sus ideales aristocráticos), leído desde la
nueva moral y la nueva concepción de la religión introducidas por Solón (siglo VI a.C.)
en el mundo ático (Jaeger, 1933: 229-230).
Finalmente, Dioniso aparece relacionado con Orfeo en las cuestiones de la
iniciación, tal como refiere Diodoro Sículo, ya que fue el reformador de los misterios
dionisíacos: “Por esa razón las iniciaciones que deben su nombre a Dioniso llegaron a

40
Un paralelo lo hallamos en el culto a Osiris, donde el coro desempeña un importante papel en el festival
de Haker, en Abidos (Cashford, 2009: 123 y ss.).
61
llamarse órficas” (Guthrie, 1952: 116). Además, a Orfeo se le atribuyeron todas las
iniciaciones (teletai), si bien los misterios específicos de los órficos parecen haberse
generado por asimilación con los de Dioniso (Burkert, 1987: 38). Sin embargo, ello no
supone una exclusividad de ritos, pues el orfismo se constituyó más como una forma de
vida (ciertamente ascética) que como una nueva vertiente en la religión griega, a pesar
de su carácter extático, con estrictas indicaciones alimenticias (por ejemplo, la pureza o
impureza de determinados alimentos, como la carne) (Guthrie, 1952: 68),
atribuyéndosele varias obras de índole religiosa (incluida su cosmogonía) (Bernabé,
2002). Esta asimilación mistérica de Orfeo (quien ha conocido el Hades) y Dioniso (el
dios del éxtasis motivado por el vino41) desemboca en ambos casos en el relato de una
muerte violenta: Orfeo murió despedazado por las Bacantes (que fueron castigadas por
Dioniso convirtiéndolas en árboles) y Dioniso (niño) fue devorado por los Titanes,
excepto el corazón, que empleó Zeus para reengendrarlo en Sémele, dando cuenta así de
un dios ctónico que muere y renace cíclicamente. El carácter ctónico de los dioses que
reciben culto en los ritos agrarios, su origen semejante, permite un desarrollo
independiente, aunque manteniendo varias líneas de confluencia en la narración de los
respectivos mitos, siempre bajo la tríada del nacimiento, la muerte y la regeneración,
paralelos con la existencia humana, tal como se celebraba en los cultos mistéricos.

5.1.3. Los ritos funerarios y el culto a los héroes y a los antepasados

El oikos era el lugar preferente para varios ritos de paso. El concepto de oikos,
que nos remite en primer lugar a la ‘casa’ (también oikía, que se relaciona con el
concepto de ‘familia’), además se refiere a la ‘hacienda’ completa de una familia y, por
extensión, puede acoger el ‘templo’ o la ‘tumba’, que en los periodos minoico y
micénico parece reproducir la estructura de una vivienda. Quizá por esa relación con el
concepto de templo, la casa (y sobre todo el fuego del hogar, sede de Hestia) aparece
como lugar sagrado42, donde nacimientos, matrimonios o muertes (tres de los grandes
ritos de paso) se consagran o reciben determinadas prácticas rituales: a los cinco o siete
días de nacer, el nuevo miembro de la familia era llevado en círculos en torno al fuego,

41
Para un estudio de la relación entre vino y muerte en los ritos dedicados a Dionisio, Díez de Velasco
(2004).
42
Por ese carácter sagrado del hogar, Hesíodo (Trabajos y días, 733-734) indica: “No te dejes ver con los
genitales manchados de semen dentro de tu casa junto al hogar” (Hesíodo, 1990: 160).
62
ante el que también se consagraba la nueva esposa; tras los ritos funerarios de un
integrante del oikos, el fuego se apagaba y se volvía a encender (Nilsson, 1940: 111-
136. Bruit Zaidman y Schmitt Pantel, 1991: 69).
Dejando a un lado las divinidades y genios benéficos relacionados con el oikos
griego (Zeus Herceo y Zeus Ctesio, Hermes, los Dióscuros o el Agathosdaimon), ese
lugar seguro43 donde convivía la familia, los esclavos y otras posibles personas de paso,
quisiera determinar aquí la relación entre los muertos, los antepasados y los héroes, con
el culto correspondiente, comenzando por los ritos funerarios. Asimismo, quisiera
establecer las relaciones oportunas entre los elementos que vamos a hallar en Grecia
desde época Arcaica respecto de otras culturas vecinas.
El ritual comenzaba con los cuidados hacia el cadáver:

En primer lugar se procede al aseo del muerto. Se le unge con esencias perfumadas, se le
viste con ropajes blancos, y se le envuelve en bandas y en un sudario, dejando el rostro al
descubierto. (Bruit Zaidman y Schmitt Pantel, 1991: 63)

Una vez dispuesto el cadáver, comienzan los ritos funerarios, que presentan
pocas variaciones a lo largo de la historia griega, excepto en el lujo de los funerales o en
las muestras de dolor, que Solón limitó en sus leyes. La estructura del duelo y del
posterior rito del entierro es siempre la misma. En primer lugar, la próthesis o
exposición del cadáver, donde las mujeres manifiestan su dolor mediante una serie de
elementos gestuales y gritos que son comunes al Mediterráneo y que incluso se recogen
en textos medievales hispanos (Gaude-Ferragu, 2003. Muñoz Fernández, 2009):

El lamento fúnebre, que corresponde a las mujeres, es indispensable; se puede comprar o se


puede obligar a realizarlo. Aún en la época de Platón se podía contratar a plañideras de
Caria. Aquiles obliga a las prisioneras troyanas a que lloren por Patroclo y Esparta forzó a
los mesenios sometidos a que participaran en el lamento de un rey. Los estridentes gritos
van acompañados de mesarse los cabellos, golpearse el pecho y arañarse las mejillas. Los
parientes se “ensucian”, se cortan el pelo, se echan ceniza en la frente y llevan ropas sucias
y rotas. (Burkert, 1977: 259-260)

43
“Es mejor estar en la casa, porque lo de fuera es muy peligroso” ( ιοβελτερονεινι,
εειβλβεροντο θρφιν) es una frase proverbial que ya se halla recogida en el siglo VII
a.C. en Hesíodo (Trabajos y días 365); también en los Himnos homéricos, en el primero dedicado a
Hermes (36).
63
En la tradición griega tardía, es éste el momento de la entrega del óbolo a
Caronte (Χάρων)44, colocando las monedas sobre los ojos. Esta costumbre introducía un
elemento nuevo, que marcaba el viaje del muerto hasta el Más Allá (reino de Hades).
Una cierta homofonía parece relacionarlo con el etrusco Charun (Lara Peinado, 2007:
395-396) y con el bizantino Jaros (Χάρος) –éstos responden a un genio maléfico, que
incluso devora a los humanos–, quien aparece en el imaginario bizantino tras la llegada
del Cristianismo. No obstante, el Caronte griego se nos muestra como un psicopompo,
que sustituyó en el imaginario griego a Hermes o a Thánatos, cuya función era la
conducción del alma al Hades; en el caso de Thánatos, unido con el Sueño (Hýpnos), su
hermano gemelo (Díez de Velasco, 1995: 27-62), por lo que están exentos de cualquier
matiz cruel o violento.
En segundo lugar, la ekphorá o cortejo fúnebre supone el transporte del cadáver
o bien a hombros o bien en un carro, hasta la necrópolis, que se hallaba fuera de la
ciudad. Allí el cuerpo era enterrado o quemado en una hoguera, ambas prácticas
habituales entre el siglo X y el IV a.C.; no obstante, en Homero hallamos como única
práctica la cremación (Garland, 1985: 31-34).
Finalmente, se depositaba en la tumba el cuerpo o la vasija con las cenizas. La
tumba se cubría con un túmulo de tierra, coronado por un gran vaso o una estela en la
que frecuentemente figuraba el nombre del difunto (Garland, 1985: 34-37. Bruid
zaidman y Schmitt Pantel, 1991: 63). En ocasiones, durante el periodo micénico, se
colocaba una figura de Sirena (mujer alada), encargada de nutrir el alma del difunto,
como paralelo del ave Ba egipcia (Vermeule, 1979: 142). En esta época existieron
tumbas en fosa, de cista, en cámara, con cúpula o se construyeron tumbas que, en un
primer momento, imitaban la estructura de las casas minoicas o micénicas, lo que, con
la correspondiente actualización, hizo que muchas tumbas mantuvieran esa estructura de
vivienda durante la época clásica. Entre estas construcciones micénicas cabe destacar
las tholoi, con estructura circular y cúpula, y con capacidad para varios cadáveres
(Picard, 1948: 216-217 y 259-260. Vermeule, 1979: 96 y ss. Dickinson, 1994: 262-263.
Schofield, 2007: 164-166). En ellas, hallamos también símbolos fúnebres, como la

44
“La primera cita literaria de Caronte aparece en el poema épico Miníada de fecha incierta aunque
clásica según los autores más recientes […] La primera representación iconográfica de Caronte aparece
en el cilindro cerámico de figuras negras del museo de Francfort (Li 560), fechado a principios del siglo
V a.C. […]” (Díez de Velasco, 1989: 45). El texto de la Miníada, tomado de Pausanias, es el siguiente:
“No obstante, la barca en la que embarcan los muertos que llevaba el anciano barquero Caronte no la
hallaron allí, cerca del puerto” (Bernabé, 1979: 329).
64
mariposa (cuyo origen cabe remontar al Neolítico, en Anatolia), la abeja o la doble
hacha micénica, que se puede relacionar asimismo con esa mariposa, símbolo de la
renovación (Dietrich, 1988: 39).
Junto al cadáver se colocaban diversos objetos como ajuar y se le ofrecía “más
bebida que comida, en cráteras, copas, jarras y biberones para los niños” (Vermeule,
1979: 111), pues se decía que los muertos sufrían sed; de ahí que, periódicamente, se les
siguieran presentado ofrendas de líquidos, incluida la sangre (como aparece en el canto
XI de la Odisea, aprovechando la ocasión Ulises para comunicarse con los muertos).
Tras la inhumación se celebraba un sacrificio, un banquete y diversos juegos, elementos
comunes destinados a los muertos y a los héroes (Ekroth, 2002: 215 y ss.). Así se abría
el camino hacia el Más Allá para el difunto, con la rica imaginería griega para su
descripción (Díez de Velasco, 1995). Estos ritos acababan para la familia con la
purificación, pues el contacto con la muerte suponía la impureza para objetos y
personas.
El ritual más cercano al que acabamos de describir en Grecia lo encontramos en
Etruria: próthesis, lamento, ekphorá, banquetes y juegos (que incluyen danzas) y ritos
miméticos. No obstante, en los entierros etruscos se practicaba el juego de Phersu,
consistente en una danza que representaba el rapto del difunto por el perro (o el lobo) de
Aita (equivalente de Hades), cuya puesta en escena se acompañaba de silenos o sátiros,
entroncando así con el carácter ctónico del culto a Fufluns (equivalente de Dioniso), que
concluye con el triunfo de la vida (Jannot, 1985).
Ahora bien: la cuestión que se plantea, llegados a este punto, es de qué manera
se concretó entre los griegos el culto a los muertos, tanto el dedicado a los antepasados,
como el destinado a los héroes. Resulta lógico considerar éste último como un culto
comunitario, por cuanto varias ciudades griegas fueron fundadas por héroes: las
distintas ciudades llamadas Heraclea (Lincestis, de Lucania, Minoa, Póntica, Síntica, de
Caria, Cybistra, de Tarquinia…), o la ciudad de Cadmea (llamada más tarde ‘Tebas’),
por ejemplo, nos remiten a la protección de la polis, como también sucede con los
dioses (Poseidón en Corinto o Troya, Hera en Argos, Zeus en Cos, o Atenea en Esparta,
Tegea y Atenas, por ejemplo; o que en el centro de las polis ardiera un fuego en honor a
Hestia), por lo que cabría un culto similar de tipo local.
En el caso de los antepasados, consta que fueron objeto de culto (familiar o
comunitario) en diversas culturas del entorno griego, al aparecer atestiguado claramente
65
entre los hititas, los antiguos hebreos, los sumerios45, los romanos o en Mesopotamia,
donde solo alcanzaba hasta la tercera generación (Dumézil, 1974: 369-374. Sanmartín,
1993. Del Olmo Lete, 1995. Bottéro, 1998: 136. García Trabazo, 2002: 47); en la
mayoría de estas culturas es la casa el lugar habitual de celebración. Estos ritos y
celebraciones dedicados a los antepasados tienen sus raíces en el mundo neolítico,
siendo característicos de los grupos de cazadores-recolectores, como elemento benéfico
en la religión primitiva (Lévêque, 1997: 27-28). No obstante, el mundo minoico y
micénico ofrece la peculiaridad de la mitificación de estos antepasados (reyes y nobles
generalmente) en forma de héroes46, mitificación que perviviría en Creta:

No es descabellado pensar que el culto de los ancestros temibles debió comenzar en esta
época [Heládico Medio, 2100-1550 a. C.] en Grecia, al menos en la zona continental. Ello
crea, reconozcámoslo, una diferencia sensible con Creta; la creencia en la deificación de los
muertos –de ciertos muertos privilegiados, al menos– hacia la que se orientaban aún en los
siglos XIII–XII las ceremonias de la larnax de Hagia Triada, p. ej., se manifiestaen los usos
de la Grecia continental, desde la época del Heládico Medio. Son los griegos, mezclados
con nuevos elementos étnicos quienes han separado, en un periodo bastante bárbaro, el
culto heroico, derivado del de los ancestros, del culto divino. (Picard, 1948: 257-258)

Esta divinización de reyes y guerreros nos conduce, en su posible origen, por


una parte, a la divinización de reyes que podemos encontrar en Mesopotamia (Jacobsen,
1989. Bottéro, 1998: 86-87); la relación entre Mesopotamia y Grecia queda probada
desde antiguo, como ya indicamos y como muestra, entre otros, el relato paralelo del
Diluvio (sustituyendo a Enlil por Cronos) o por la práctica identidad de atributos entre
Marduk y Zeus (Bottéro, 1998: 241-242); o por la relación entre textos pertenecientes a
ambas culturas, como el paralelismo existente entre el poema épico sumerio dedicado a
Lugalbanda (sobre todo el pasaje “Lugalbanda en la cueva de la montaña”) y las
primeras ciento cincuenta líneas del Himno a Hermes atribuido a Homero (Larson,
2005). Por otra parte, también podemos establecer la divinización de reyes y guerreros
en el ámbito indoeuropeo, defendida por Georges Dumézil (1992: 22-23). Recordemos

45
Así, por ejemplo, Gilgameš significa “El antepasado es un héroe”. Su epopeya (ca. 2650 a.C.) parte de
un personaje histórico: el quinto rey de la primera dinastía de Uruk (Lara Peinado, 1988: 245).
46
“El término cretense “héroe” perdura hasta el I milenio, gracias a su transmisión por vía micénica,
hecho confirmado por el “Tiriseroe” (“tres veces héroe”) que aparece mencionado en una tablilla. El
héroe es el Señor, el muerto principesco, cuya energía vital se ve acrecentada por el óbito y cuya
protección carismática se extiende sobre la comunidad bajo su mandato” (Lévêque, 1997: 163). Un
estudio monográfico sobre asunto, C. M. Antonaccio (1994).
66
aquí la influencia de las migraciones desde Anatolia, como sostiene Renfrew, por lo que
la influencia geográfica no variaría mucho, aunque sí la cronología de tales influencias.
En cualquier caso, tanto en el culto familiar a los antepasados como en el culto
comunitario a los héroes existen trazas de la religión griega arcaica. Tras la separación
entre el culto a los héroes y el dedicado a los dioses (y su distinta adscripción, aunque
manteniendo ambos en muchas ocasiones su papel como protectores), llegaría la koiné
religiosa dictada por los textos de Homero y Hesíodo, de tal manera que religión y
literatura alcanzarían su punto de encuentro.

5.1.4. Del mito a la literatura

En todas las sociedades los símbolos culturales desempeñan un papel


fundamental como manifestación de la ideología (entendida como conjunto de valores)
de los individuos que las conforman. Más si cabe el mito, definido como un símbolo
complejo, que establece relaciones no solo ideológicas en una comunidad, sino que,
además, permite, en el terreno religioso, la conexión entre lo humano y lo sobrehumano.
Religión y mito van así ligados de manera indisoluble, al estar unidas ambas esferas
desde los orígenes de la humanidad.
En la Grecia arcaica y clásica, el mito desempeñaba varias funciones: en primer
lugar, era una manifestación de la necesidad de representar mediante ritos los cambios
de estado de los individuos (ritos de paso e iniciaciones); en segundo, actuaba para
conceder un valor trascendental a la cosecha o la vendimia (de las que dependía la
supervivencia); en tercero, cohesionaba la sociedad, al servir de origen para leyes o
ideales sociales; en cuarto lugar, inspiradas por los mitos, las distintas sociedades
griegas pudieron elaborar nuevos ritos y nuevos modelos de ciudadanos, en función de
las necesidades de cada comunidad (tanto sincrónica como diacrónicamente). Así, por
ejemplo, en el plano religioso, el Himno a Deméter se integró en los Misterios
Eleusinos, enriqueciendo el ritual consagrado a la diosa del cereal, del mismo modo que
el Himno a Dioniso ocupó un lugar central en las Grandes Dionisias; o, al contrario (y al
hilo de las celebraciones dionisíacas), los ditirambos y los cantos fálicos (elementos
rituales de las Dionisias agrarias) fueron el germen de la tragedia y de la comedia,
respectivamente. Por último, el mito poseía la función de reforzar la identidad

67
sociopolítica, mediante la rememoración idealizada de antepasados singulares. Sobre el
mito como modelo ideal, afirma Francisco Díez de Velasco:

Esta búsqueda (y confección) del modelo ideal resulta ser una de las causas de la
multiplicación de versiones míticas de episodios parecidos que se ubican en lugares
diversos y que enmarañan a veces hasta lo inverosímil el acervo mitológico antiguo. Las
ciudades, los linajes, los santuarios, los grupos sociales utilizan el mito como referente y
justificación de su posición frente a los demás y crean o modifican según sus necesidades.
Los linajes preeminentes de la época oscura justifican su poder en míticas líneas
privilegiadas de parentesco que les hacen entroncar con los grandes guerreros de la edad
heroica. (Díez de Velasco, 1998: 20)

Esta diversidad de versiones provocó la transferencia o sustitución de arquetipos


–ligados generalmente a ritos de la época arcaica– por otros, o el desdoblamiento de
funciones en otros arquetipos, e incluso la asunción de funciones de arquetipos
desaparecidos por otros en germen o importados de culturas cercanas, como hemos
visto que sucedía entre el periodo micénico y ese siglo VIII a.C. en que Homero da
forma a sus dos grandes epopeyas. Antes, en el minoico tardío, pudo existir un intento
de crear una religión nacional en Creta por parte de minorías dirigentes, en la que se
aunaran ritos destinados a las mismas divinidades mediante grandes ceremonias, como
se podría deducir de los frescos miniaturistas del palacio de Cnosos (ca. 1600 a.C.), así
como de una simbología unificada (como la doble hacha o los cuernos) o la indicación
de determinados sacrificios animales (Dickinson, 1994: 333).
No obstante, es con la difusión de los dos grandes poemas homéricos, junto a la
Teogonía de Hesíodo una centuria más tarde, cuando se unificó la religión griega,
creando una cultura predominante y, por tanto, más homogénea47.
No quisiera entrar aquí en la cuestión homérica (que ha merecido una
producción bibliográfica casi infinita), aunque sí me gustaría apuntar algunos aspectos
importantes sobre la Ilíada y –en menor medida– sobre la Odisea, que quizá nos
permitan conocer mejor los contextos de Homero y, además, explicar en parte el éxito

47
“Solo una autoridad pudo poner orden en esta confusión de tradiciones. La autoridad a la que apelaban
los griegos era la poesía de Hesíodo y, sobre todo, la de Homero. La poesía, aún proveniente de la
tradición oral, fue la que creó y mantuvo la unidad espiritual de los griegos” (Burkert, 1977: 165). No
obstante, J. Signes Codoñer sitúa en torno al siglo VI a.C. la datación de los textos homérico (2004: 123-
300), así como la relación entre escritura y epopeya. No cabe duda de que es posible, al hilo de los
argumentos aportados por este helenista, que tales textos quedaran fijados en la escritura en esa época, lo
que no refuta una tradición anterior, situada en el siglo VIII a.C., como señalan la mayor parte de los
especialistas en los textos homéricos.
68
de estos poemas épicos, cuya consecuencia es ese cambio de paradigma en la religión
griega.
En primer lugar, la Ilíada y la Odisea recogerían una tradición oral anterior,
donde se desarrollarían episodios aislados de una y otra epopeya, por lo que la tarea de
Homero, como aedo, fue la de unificar y cohesionar estos segmentos del ciclo troyano,
dando unidad y coherencia al relato, un relato ya familiar para el público de su época
(Carlier, 1999: 60-63). Un proceso similar de formación lo encontramos en el Poema de
Gilgameš:

En un principio eran unos seis poemas independientes, cada uno de los cuales hacía
referencia a alguno de sus actos heroicos. Más tarde sufrieron una elaboración y fueron
reunidos en una gran epopeya. Durante la época hammurábica circularon también otros
poemas que constituyeron más tarde la base de la versión canónica neoasiria de la obra.
(Klíma, 1964: 232-233)

Estos fragmentos referentes al ciclo troyano han sido atribuidos a aedos


premicénicos y micénicos. Asimismo, por otra parte, se menciona Troya en textos
hititas, como ese texto religioso del siglo XIII a.C. en el que se inserta el verso “Cuando
regresaba de Wilusa la escarpada…”, por cuanto Wilusa ([W]ilios) era el nombre de
Troya en hitita (el poema original pudo ser escrito en luvita, lengua indoeuropea
hablada por algunos pueblos de Anatolia) (Carlier, 1999: 49-52. García Trabazo, 2003).
En la tradición hitita, además, encontramos un documento en el que se habla de un
tratado entre el rey Muwattalli II (1290-1271 a.C.) y el rey Alaksandu de Wilusa
(Schofield, 2007: 195-196). Ello no demuestra que hubiera una guerra en Troya (menos
aún la historicidad de los personajes que aparecen en el texto de Homero), pero nos
acerca bastante a la existencia real de Ilión y, por tanto, a la posibilidad de que en
alguna de las fases históricas de Troya hubiera habido un sitio de la ciudad y un saqueo.
Moses I. Finley considera que Troya VIIa (1300-1260 a.C.) fue destruida tras el saqueo
realizado por bandidos venidos del norte, entre los que se habrían integrado grupos de
aqueos (Finley, 1970: 76-77). Las excavaciones efectuadas desde 1982 por Manfred
Korfmann han sacado a la luz unas fortificaciones y un trazado urbanístico cercanos a la
descripción de la Ilíada (Carlier, 1999: 190-191). Por tanto, nos hallaríamos ante un
hecho histórico mitificado y transmitido por diversas fuentes de manera fragmentaria,
hasta que Homero recondujo todo ese material hasta construir una gran epopeya, donde
los ideales aristocráticos y religiosos de su época aparecen reflejados y que fueron

69
asumidos como modelo por la sociedad griega, como elemento esencial de la paideia
(Jaeger, 1933: 19-66), hasta después de Platón. Ideales similares habrían inspirado la
Odisea, por cuanto existe un claro paralelismo en lo referente “a las instituciones y a las
costumbres descritas, ya se trate de sacrificios, del ritual de la hospitalidad, de los usos
matrimoniales o de las asambleas políticas” (Carlier, 1999: 66), aunque existan también
notables diferencias, por ejemplo, respecto del papel de los dioses.
Otra fuente fundamental para esta religión unificada es la Teogonía de Hesíodo,
donde hallamos una cosmogonía y una completa genealogía de los dioses y sus
descendientes, y donde se emplean también epítetos y apelativos de los dioses idénticos
o cercanos a los empleados por Homero. Esta obra asimismo mantiene cierta relación
con el contexto textual del Próximo Oriente, al encontrar, por ejemplo, el combate de
los dioses (v.gr. 629-63448), que podemos hallar en la literatura hitita, como “El reinado
en el cielo” o “El canto de Ullikummi” (García Trabazo, 2002: 160-175 y 182-251); o,
en la tradición semítica, “La lucha entre Baal y Yam”, “El combate de Baal y Mot” o
“Baal y los dioses del desierto” (Del Olmo Lete, 1998: 44-58, 102-121 y 138-141).
Precisamente es la cuestión de la religión la que va a suscitar un mayor grado de
polémica en la tradición griega posterior. Así, el comediógrafo Estesícoro (siglos VII-
VI a.C.) o el presocrático Jenófanes de Colofón (siglo VI a.C.), utilizaron el sarcasmo
para manifestar un racionalismo que sirviera para explicar la tradición mitológica
griega. A ellos hay que unir a Evémero (entre los siglos IV-III a.C.) y su atribución de
un origen histórico y social a los mitos (Nestle, 1944: 82-90). O la lectura alegórica, de
tradición estoica, que llevó a cabo Crísipo de Solos (siglo III a.C.), para quien los dioses
eran alegorías basadas en la personificación de elementos naturales (Crísipo de Solos,
2006: 283-284), de acuerdo con el testimonio de Cicerón (Sobre la naturaleza de los
dioses 1.15.39-41); como señala José Carlos Bermejo Barrera:

Por ello la Antigüedad desarrollará la interpretación alegórica del mito, según la cual el
mito esconde un mensaje verdadero bajo una apariencia falsa. De acuerdo con esta
interpretación el mito puede contener tres tipos de verdades: históricas, físicas o éticas.
(Bermejo Barrera, 2002: 69)

48
“Ya hacía tiempo que luchaban soportando dolorosas fatigas enfrentados unos contra otros a través de
violentos combate, los dioses Titanes y los que nacieron de Cronos; aquéllos desde la cima del Otris, los
ilustres Titanes, y éstos desde el Olimpo, los dioses dadores de bienes a los que parió Rea de hermosos
cabellos acostada con Cronos” (Hesíodo, 1990: 99).
70
No obstante, la tradición de la Teogonía se mantuvo, propiciando nuevas obras
inspiradas en ella, como la Teogonía de Ferécides de Siro (siglo VI a.C.) y tanto en la
lírica como en la épica y el teatro griegos se mantuvieron los principios ideológicos
emanados de Homero y de Hesíodo, por lo que cabría afirmar que los griegos sí
creyeron en sus mitos, parafraseando el título de un conocido estudio de Paul Veyne
(1983), si bien es necesario señalar que, mientras la religión de Homero o de Hesíodo
consistía en un sistema imbricado en las estructuras culturales griegas, las creencias más
fuertemente arraigadas en los individuos eran aquéllas relacionadas con los cultos
mistéricos (los misterios eleusinos o el orfismo), lo que también sucedió en Roma, con
el culto a Mitra o a Isis. Estos tipos de cultos mistéricos, así como algunos componentes
de sus rituales, favorecieron la progresiva implantación del cristianismo (Herrero de
Jáuregui, 2007).
Finalmente, una cuestión que quisiera tratar aquí de manera sucinta es la
herencia de Homero y Hesíodo en la literatura griega.
Resulta obvio considerar la influencia que ambos autores ejercieron sobre los
autores épicos posteriores, cuyos textos, adscritos a la llamada épica cíclica, se
conservan generalmente de manera fragmentaria. Así, el ciclo troyano comprendía:
Cipríada (de Estasino, siglo VII a.C.), Ilíada, Etiópida, Pequeña Ilíada, Ilioupersis,
Nostoi, Odisea y Telegonía, según recogió Proclo en su Crestomanía (siglo V de
nuestra Era). La mayor parte de estos textos eran posteriores a la Ilíada y a la Odisea y,
a la luz de los fragmentos que aporta Proclo, presentan algunas variantes respecto de los
poemas homéricos:

Lo fantástico parece tener un curso más libre en estos autores: los motivos del cuento
tradicional, como la invulnerabilidad de un héroe (Áyax en la Etiópida) o los objetos
mágicos (el arco de Filoctetes en la Pequeña Ilíada, el Paladion en el Ilioupersis) y los
incidentes románticos, como el encuentro de Aquiles y Helena en la Cipríada (una cita
arreglada por Tetis y Afrodita), sugieren un tono muy distinto al severo mundo de la Ilíada.
Los poetas cíclicos parecen haber gustado especialmente de episodios patéticos y
estridentes, como los sacrificios de Ifigenia (Cipríada) y Polixena (Ilioupersis), y haber
sido menos discretos que Homero en la utilización de terribles historias de incesto y
parricidio. (Barron y Easterling, 1985: 125-126)

En la épica cíclica se introdujeron otros mitos, inspirándose principalmente en


Hesíodo o desarrollando las acciones de personajes citados de pasada en la Ilíada, como
la Titanomaquia, el ciclo de Heracles, el de Teseo o el ciclo de Edipo o ciclo tebano
71
(Bernabé, 1979: 13). Además, este tipo de épica nos permite establecer su paralelismo
con la tragedia, incluso al correr su misma suerte, puesto que, con el declive de ambas
en Grecia, todos estos arquetipos (ya netamente literarios) dieron lugar a otros (por
imitación) en la novela griega (siglos II a.C.-V d.C.) (García Gual, 1972: 121-123).
De este modo, también los autores trágicos, a lo largo del siglo V a.C.,
emplearon tramas que se situaban sobre todo después de la Guerra de Troya, junto a
otros arquetipos tomados del sistema mitológico de Hesíodo (Heath, 1987: 5) y algunos
creados en virtud de nuevas tramas. Así, Esquilo retoma la materia de Troya en la
Orestiada (que comprende Agamenón, Las coéforas y Las Euménides) o nos habla de
otro ciclo épico, con los argivos como protagonistas frente a los hijos de Edipo: Los
siete contra Tebas; Sófocles en Áyax y Electra (nuevamente con Agamenón como
punto de partida) o desarrollando el ciclo de Edipo (Edipo rey, Edipo en Colono y
Antígona); y Eurípides, quien nos proporciona una visión muy imaginativa del rapto de
Helena por Paris (Helena), o nos habla de las crueldades de la guerra (Andrómaca,
Hécuba, Las troyanas, Orestes, Electra, Ifigenia en Áulide), o emplea los mismos
procedimientos con otros arquetipos, como en Hipólito (hijo de Teseo), Medea (esposa
de Jasón), Los Heráclidas y Heracles o Las Bacantes. Esta pretensión de abarcar las
pasiones humanas acerca bastante la tragedia a la épica, planteando no solo unos ideales
de piedad y valor (αρετή), sino conduciéndolos a un trasfondo ético que solo la
catarsis podía hacer desembocar en la purgación de las pasiones, según la conocida
doctrina expuesta por Aristóteles en su Poética (1449b.24-28).
Frente a estos dos géneros, la lírica se acerca más a los textos de Hesíodo, por
cuanto nos plantea la plegaria como una forma ampliamente cultivada desde época
arcaica, si bien hallamos también la huella de Homero en poetas como Arquíloco, Alceo
o Safo, así como en la lírica coral de Alcmán o Píndaro (Burkert, 1977: 167-168).
No obstante, para finalizar, quisiera trazar la relación de la poesía griega (la más
próxima a la forma del himno) con algunas plegarias e himnos sumerios e hititas, que
nos remiten de nuevo a esa relación con las formas literarias del Próximo Oriente,
determinando así un contexto cultual y literario tanto indoeuropeo como semita, para
concluir mostrando su influencia sobre la lírica mélica.
Tanto en la tradición hitita como en la sumeria, ese ruego a la divinidad
reproduce esquemas de oraciones y antífonas de los rituales religioso, al querer honrar a
un dios o a un soberano, por lo que su lugar se sitúa en las fiestas del palacio o del
72
templo (Klíma, 1964: 233-234). El punto de divergencia respecto de los textos cultuales
se encuentra en el carácter individual del ruego. Así, entre los textos hititas, hallamos
uno en que el príncipe Kantuzili (ca. siglo XIV a.C.) pide a la divinidad solar (Ištanu)
que alivie su sufrimiento; veamos los dos primeros segmentos:

(Comienzo perdido) // … […] (mi) dios, terriblemente … ha dirigido [su] mirada a [un
lado] / y a o[tr]o, no comunica a Kantuzili lo que hay que hacer. Ya sea que [aquel] dio[s]
(esté) [en el cielo] / o en la [t]ierra, ¡tú dios Sol, vas junto a él! ¡Ve! ¡Habla a aquel mi dios,
y / anuncia[le] de nuevo de K[a]ntuzili las palabras! // ¡Dios mío! Desde que mi madre me
parió, (tú) me criaste, mi dios; solo tú (eres) [mi nombre] / y mi amarra, mi dios; solo tú,
[mi dios], me has distinguido entre los hombres buenos; / solo tú, mi dios, me has mostrado
qué hacer en el lugar vigoroso; / Dios mío, [a mí], a Kantuzili, (me) has llamado como
servidor de tu cuerpo (y) de tu alma […] / La clemencia de mi dios, que desde la infancia
no conozco, la reconoceré// […] (García Trabazo, 2002: 277-279)

Las influencias babilónicas o hurritas de este tipo de composiciones nos vuelven


a situar en el entorno de Mesopotamia, donde asimismo hallamos los himnos sumerios,
de difícil datación, pero cuyo concepto y desarrollo textual aparece muy próximo al que
podemos establecer en el mundo griego. Para ejemplificar las coincidencias entre ambos
corpus literarios, he tomado ejemplos donde podemos comprobar las relaciones entre
los arquetipos religiosos a quienes se dirigen las respectivas composiciones y, sobre
todo, en la forma de desarrollar el texto, tanto en la tradición griega como en la sumeria.
Así, la tradición hímnica nos indica como tópico el comenzar con la indicación
de la genealogía del dios o diosa a quien se dirige, lo que podemos relacionar, a su vez,
con los tópicos del exordio en la tradición retórica. Por ejemplo, el “Himno a Enlil”
comienza:

Sabio en, consejero, ¿quién conoce tu altura? / Dotado de fuerza por el señor del Ekur, /
nacido de la “Montaña”, el señor del Eninnu, / Tormenta que recibe la fuerza del padre
Enlil, / criado por la diosa Makh (que) se presenta desbordante en la batalla […] (Lara
Peinado, 1988: 6-7)

En la tradición griega, en el “Himno a Hermes” (por ejemplo):

Canta, Musa, a Hermes, hijo de Zeus y Maya, que tutela Cilene y Arcadia, pródiga en
rebaños, raudo mensajero de los inmortales, al que parió Maya, la Ninfa de hermosos
bucles, tras haberse unido en amor a Zeus, ella, la diosa venerable. (Homero, 2004: 151)

Con un principio semejante, Hiponacte de Héfeso (siglo VI a.C.) comienza un


poema a Hermes, en el que pide un manto, una capa, sandalias, zapatillas y monedas
73
para soportar mejor el frío del camino: “Hermes, querido Hermes, cachorro de Maya,
Cilenio […]” (Suárez de la Torre, 2002: 100).
O la coincidencia entre la diosa de la fertilidad sumeria (Inanna), la diosa fenicia
Astarté, la griega (de origen próximo-oriental) Afrodita y la Mater Matuta romana:

La Dama, el asombro de la tierra, la estrella solitaria, la estrella Dilbat, / la señora que surge
en el cielo, la heroína que aparece en el cielo / sometiendo a las regiones enemigas bajo el
temor […] (“Himno a Inanna”)

Por una parte, la relación entre estas diosas queda establecida por su función (la
fecundidad) y por su representación (Bonnet y Pirenne-Delforge, 2004), excepto en el
caso de la Mater Matuta: por otra, el apelativo “la estrella solitaria, la estrella Dilbat”
nos remite al lucero de la mañana y del atardecer (es decir, al planeta Venus), por lo que
entroncaría, a su vez, con el Adymus cretense y con la Mater Matuta romana, que
también posee el atributo de la fertilidad humana, luego asumido por Venus (Dumézil,
1956: 9-43).
Este tipo de himno debió de ir evolucionando progresivamente hacia lo personal,
por lo que hallamos en Safo, por ejemplo, una exhortación a Afrodita que incluye un
tono más confesional e incluso de una cierta camaradería con la diosa, al recibir su
respuesta inmediata:

La de artístico trono, inmortal Afrodita, / hija de Zeus, trenzadora de engaños, te lo ruego, /


ni con penas ni con sufrimientos sojuzgues, / señora, mi corazón […] //“¿A quién he de
persuadir / y conducir a tu amor? Safo, ¿quién / es inicua contigo? / Porque si ella te
rehúye, pronto te perseguirá; / y si tus dones no acepta, los suyos te dará, / y si no te ama,
pronto te amará, / aunque no quiera” […] (Suárez de la Torre, 2002: 154-155)

En cuanto a la elegía, la poesía griega presenta algunos motivos distintos


respecto de la sumeria. En la elegía sumeria, podemos establecer el género balag
(lamentación), que era el vehículo para llorar la destrucción de ciudades
(“Lamentaciones por la destrucción de Lagaš”, “Lamentaciones por la destrucción de
Ur”, “Lamentación por la destrucción de Nippur”, etc.); la elegía dedicada a la muerte
de dioses, como las correspondientes al dios Dumuzi, dios de la vegetación que moría
antes del invierno y renacía en primavera (Radau, 1913: 13 y 17); y la elegía en la que
se llora la muerte de un ser querido, como las Elegías de Lundingirra (recogidas en
una sola tablilla), destinadas a llorar la muerte del padre de Lundingirra, la de su dios
y la de su propia esposa (Lara Peinado, 1989: 57-59). Estas últimas formas de elegía
74
se acercan al lamento fúnebre, que encontramos, por ejemplo, en el texto asirio de
Gilgameš, cuando el héroe lamenta la muerte de Endiku:

— ¡Escuchadme, ancianos, escuchadme: / soy yo quien llora por Endiku, mi amigo! /


Me lamento, amargamente, como una plañidera: / oh hacha de mi costado, confianza
de mi mano, / puñal de mi cinto, escudo protector, / túnica de mis fiestas, cinturón de
mi gozo, / un perverso demonio ha surgido y te me ha arrebatado. / Amigo mío, mulo
vagabundo mío, onagro de la estepa, leopardo del desierto, / oh Endiku, amigo mío,
mulo vagabundo mío, onagro de la estepa, leopardo del desierto, / tú con quien, juntos,
habíamos escalado las montañas, / habíamos abatido a Humbaba, que vivía en el
Bosque de los Cedros. / Y ahora, ¿qué sueño se ha apoderado de ti? / ¡Has perdido el
conocimiento y ya no me oyes! […] (Lara Peinado, 1988b: 112-113)

Ésta es la única forma de elegía que se cultiva en Grecia, habida cuenta de que
no conservamos posibles elegías a antiguos dioses de la vegetación (que también
morían y renacían cíclicamente) como Adonis o Ariadna (con la posible excepción de
Safo respecto de Adonis, como he señalado más arriba), ni el lamento por ciudades
destruidas o saqueadas. Por ello, esta elegía por un ser querido es la forma que recoge la
épica griega. Podemos señalar como ejemplo las lamentaciones de Andrómaca, Hécuba
y Helena por Héctor, al final de la Ilíada (24.725-776). Así, Andrómaca dice:

“¡Esposo! Te has ido joven de la vida y viuda / me dejas en el palacio. Todavía es muy
pequeño el niño / que engendramos tú y yo, ¡desventurados!, y no confío en que / llegue a
la mocedad: antes esta ciudad hasta los cimientos / será saqueada. Pues has perecido tú,
defensor que la protegías / y guardabas a los niños pequeños y a las venerables esposas, / a
quienes ahora pronto llevarán a las huecas naves, y a mí con ellas […]” (Homero, 1991:
605)

Este tipo de poema pasó a la lírica, como podemos comprobar, por ejemplo, en
la “Elegía a Pericles”, de Arquíloco:

[…] Ni la ciudad ni ningún ciudadano reprochará, oh Pericles, nuestro duelo, lleno de


lamentos, cuando se regocije en alegres reuniones: tales son los hombres que han anegado
las olas del mar estruendoso; hinchados de dolor tenemos los pulmones. Pero los dioses,
querido mío, han puesto la esforzada resignación como medicina de los males sin remedio.
Una vez es uno y otra otro el que los padece: ahora se han vuelto contra nosotros y lloramos
una herida sangrienta; y otra vez irán a casa de otros. Ea pues, resignaos cuanto antes,
dejando el dolor mujeril. (Rodríguez-Adrados, 1956: 30)

Ahora bien, mientras la épica o la tragedia mantuvieron una continuidad


histórica, hasta desembocar en la novela griega, y la lírica mélica también mantuvo sus
75
cultivadores, la elegía terminó por transformarse en prosa, hacia el siglo IV a.C., en el
discurso epidíctico, ocupando un lugar destacado la consolación tanto en el mundo
griego como en el posterior bizantino, hasta ser asumida en la tradición cristiana
medieval y renacentista.

5.1.5. Mito, ritual y literatura: una perspectiva histórica.

A lo largo de estas páginas he pretendido mostrar la relación entre religión,


sociedad y literatura en Grecia; o, lo que es lo mismo, entre mito (relacionado tanto con
el rito como con un hecho histórico) y literatura. Los ritos reflejados en la épica y en la
tragedia se han visto examinados a la luz de los descubrimientos arqueológicos que,
asimismo, nos han ido reconstruyendo el contexto religioso más verosímil en que estos
textos se crearon o se recogieron; en este caso, como sucede con Homero, trasladando a
su época costumbres micénicas que, tras los Siglos Oscuros, podrían ser no más que un
recuerdo un tanto difuminado, e introduciendo muchos elementos de su propio contexto
histórico, así como, con valor puramente literario, sacrificios religiosos y luchas.
Además, mediante el empleo de los principios de la genología y la tematología
comparatistas, he querido trazar los paralelos oportunos con otras literaturas cercanas,
que pueden haber servido de base a la literatura griega. En este sentido, los textos hititas
y, sobre todo, los sumerios nos han permitido trazar unas conexiones entre el Próximo
Oriente y el Mediterráneo, con Grecia como centro en el que se produjo una síntesis de
culturas (indoeuropea, egipcia, babilónica, junto al posible sustrato pre-minoico), para
servir de punto de partida a una nueva cultura, cuyos componentes religiosos (ritos y
mitos) nos han conducido en ocasiones hasta Etruria y Roma.
Creo que, a pesar de las limitaciones de espacio, los contextos histórico,
religioso y literario pueden dar una idea aproximada de la importancia del mundo griego
para nuestro imaginario cultural, no solo considerado desde una perspectiva histórico-
evolutiva, sino también actual. Arquetipos, formas literarias (de la épica a la tragedia,
del himno a la elegía, de la lírica mélica a la novela…) o temas literarios (la guerra, el
amor, la muerte…) hallan en ese contexto una actualidad que, a pesar de los milenios
trascurridos, nos hace volver a estos textos y relacionarlos con los actuales, en un
diálogo continuo entre pasado y presente. Y futuro. Porque, después de todo, se trata de
variables o variaciones culturales, pero, en lo esencial, la motivación de quien se
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comunica con los demás sigue siendo la misma: la perdurabilidad de los hechos
narrados o descritos en el texto, que giran –sea como fuere– en torno a la naturaleza
humana. Nuestro imaginario cultural ha cambiado, pero conserva sus materiales,
construyendo nuestra visión del mundo sobre los materiales precedentes, que se
mezclan, se renuevan, se enriquecen, hasta conducirnos de nuevo a nuestros orígenes,
donde se actualiza esa raíz común de lo esencialmente humano. Sin esta base (esta
αρχή común) careceremos de una verdadera identidad.

5.2. San Jorge y el dragón

Lulio

5.2.1. San Jorge y el imaginario cristiano: una épica de la lucha contra el pecado.

Lulio

5.2.2. El mundo clásico y antiguo: de las fundaciones al caos primordial.

Lulio

5.2.3. De serpientes y dragones: la reescritura de un mito.

Lulio

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BIBLIOGRAFÍA

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