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Sin duda alguna, edición digital

Basado en la edición impresa


Sin duda alguna © 2012 por Winfried Corduan
Todos los derechos reserv ados.
Derechos internacionales registrados.
Publicado por B&H Publishing Group
Nashv ille, Tennessee

ISBN: 978-1-4336-7701-4

Clasificación Decimal Dewey : 239


Tema: A POLOGÉTICA —SIGLO XX

Publicado originalmente en inglés por B&H Publishing Group con el


título No Doubt A bout It: The Case for Christianity © 1997 Winfried
Corduan.

Traducción al español: Marcela Robaina


Diseño interior: A &W Publishing Electronic Serv ices

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida ni distribuida


de manera alguna ni por cualquier medio electrónico o mecánico,
incluy endo el fotocopiado, la grabación y cualquier otro sistema de
archiv o y recuperación de datos, sin el consentimiento escrito de la
editorial.

A menos que se indique otra cosa, las citas bíblicas se han tomado de la
v ersión Reina-Valera Rev isada 1960 © 1960 por Sociedades Bíblicas en
A mérica Latina; © renov ado 1988 Sociedades Bíblicas Unidas. Usadas
con permiso. Las citas bíblcas marcadas RVR 1995 se tomaron de la
v ersión Reina-Valera Rev isada 1995 © 1995 por Sociedades Bíblicas
Unidas. Usadas con permiso. Las citas bíblicas marcadas NVI se tomaron
de la Nuev a Versión Internacional © 1999 por la Sociedad Bíblica
Internacional. Usadas con permiso. Las citas bíblicas marcadas DHH se
tomaron de Dios Habla Hoy , Versión Popular, segunda edición © 1966,
1970, 1979, 1983 por Sociedades Bíblicas Unidas. Usadas con permiso.
Las citas bíblicas marcadas NBLH se tomaron de la Nuev a Biblia
Latinoamericana de Hoy © 2005 The Lock man Foundation. Usadas con
permiso.
A Bruno y Úrsula Corduan,
mis padres,
que me enseñaron a amar la verdad.
Índice

Prólogo

Reconocimientos

1 Fe, razón y duda

2 Verdad, conocimiento y relativismo

3 El conocimiento: algunos componentes importantes

4 El conocimiento: diversas cosmovisiones puestas a prueba

5 Cosmovisiones problemáticas

6 La existencia de Dios

7 Dios y el mal

8 Los milagros: a favor y en contra

9 Regreso al pasado

10 El Nuevo Testamento y la historia

11 ¿Quién es Jesús?

12 De Cristo al cristianismo

13 La verdad y nuestra cultura


Prólogo

A hora que se ha puesto de moda cuestionar si existe algo que


podamos llamar v erdad, este libro trata sobre la v erdad del cristianismo.
Se basa en la idea de que la v erdad aún es un bien indispensable. Por
más desacreditada que esté, la gente debe v iv ir, hoy como ay er, regida
por la objetiv idad de la v erdad. Lo que usted acepte como v erdadero
es crucial: el cristianismo enseña que su v ida eterna depende de ello.
La defensa de la v erdad del cristianismo se llama apologética. El
término prov iene de 1 Pedro 3:15, donde el apóstol nos exhorta a estar
preparados para presentar defensa de nuestra esperanza. La palabra
griega apología (defensa) es la misma que se utilizaría para defender un
caso en un juicio. El cristiano debería ser capaz de afirmar lo que cree y
por qué. La apologética ay uda a presentar una argumentación v álida a
fav or de la v erdad del cristianismo.
Este cometido de la apologética se basa en algunos supuestos
que conv iene establecer desde un principio.
1. El cristianismo ev angélico es v erdadero. Una manera de
defender el cristianismo sería diluirlo hasta hacerlo aceptable para todos.
En el siglo XX hemos v isto v ersiones retocadas del cristianismo que
pretenden acompasarlo con las premisas ateas, panteístas, marxistas,
seculares y existencialistas. Es interesante notar que este fenómeno, a
pesar de la intención de hacerlo más plausible a los no cristianos, no
resultó persuasiv o. Solo sirv ió para que cada uno confirmara sus
premisas ateas, panteístas, marxistas, seculares o existencialistas, y no
logró conv ertir a nadie al cristianismo. La lección es que si al cristianismo
se lo despoja de su esencia, no v ale la pena defenderlo. Por lo tanto,
solo nos interesa presentar una apologética del cristianismo que y o
considero bíblico (conserv ador, ev angélico, quizás hasta
fundamentalista para algunos). Es el único que puede colmar nuestra
necesidad espiritual.
2. Es posible defender el cristianismo. En el ámbito filosófico, y
aun entre los cristianos ev angélicos, la tendencia es a no complicarse la
v ida con la apologética. A los cristianos se les dice que, si bien sus
creencias no tienen nada de irracionales, no deberían preocuparse por
defenderlas. Considero que este abordaje es insuficiente. A la luz de la
oleada de críticas al cristianismo, tal v ez no sea tan racional aferrarse a la
creencia cristiana con prescindencia de las pruebas. Estoy conv encido
de que las pruebas están.
3. La apologética es accesible, no requiere ser especialista en la
materia. Este libro tiene en mente como público al estudiante
univ ersitario que no cursa filosofía. Espero que estos argumentos les
resulten aplicables y eficaces, para ev itar recurrir a respuestas
demasiado simples.
Reconocimientos

Quiero agradecer especialmente:


al doctor Paul House, colega, jefe de departamento y amigo, por
su continuo estímulo y por sugerirme que planteara la publicación de
este libro a B&H Publishing Group;
al doctor R. Douglas Geiv ett, colega, por sus comentarios útiles y
muchas buenas discusiones;
a la señora Joanne Giger, secretaria del departamento, por su
buena disposición para ay udarme siempre que se lo pedía;
a John Mark A dk ison, estudiante, por enseñarme las letras de las
canciones de Metallica, justo cuando temía perder contacto con la
realidad (mis hijos son más adeptos al rap);
a B&H Publishing Group, por el optimismo y la competencia con
que asumieron el proy ecto;
al doctor Norman L. Geisler, maestro y amigo. En muchos
sentidos, este trabajo debe ser considerado una extensión del suy o;
al doctor Dav id Wolfe, ex profesor, el que más me animó a lidiar
con el acercamiento filosófico a la v erdad. Él reconocerá muchas de las
pautas que me enseñó en los capítulos 3 y 4 —y sin duda decidirá que
todav ía no comprendo las cosas como debería—;
a Nick y Seth, mis hijos, quienes me animaron mientras escribía.
Solo un padre puede entender la dicha de que sus hijos hay an llegado
a un sólido conocimiento de Cristo. Solo un filósofo ev angélico puede
apreciar cabalmente lo que significa que ambos opten por leer
apologética al acostarse;
a June, mi esposa, por leer el manuscrito y señalar con delicadeza
sus deficiencias. Ella me hizo el cumplido más grande cuando se rió en
los lugares que debía reírse (y nunca se rió cuando no correspondía); y
a Bruno y Úrsula Corduan, mis padres, por lograr algo casi
imposible. Ellos me educaron en un ambiente cristiano, pero al mismo
tiempo me animaron a aceptar la v erdad en dondequiera que la
encontrara. A mbos, en muchas conv ersaciones, desde mi tierna
infancia, me enseñaron que la única fe en Cristo que v ale la pena tener
es una espiritualidad de ojos abiertos. Quiera Dios continuar su
ministerio a trav és de este libro.
1

Fe, razón y duda

Preguntas prohibidas
Caso 1: Con la clase de «Religiones del mundo» realizamos la visita anual a una sinagoga.
Escuchábamos fascinados el relato de Tina, una joven que nos refería su peregrinaje
espiritual y su decisión de convertirse al judaísmo reformista. Se había criado en una
iglesia cristiana, y de niña había hecho profesión de fe, pero llegada la adolescencia,
comenzó a cuestionarse lo que creía. ¿Es Cristo realmente Dios? ¿Tiene sentido la
Trinidad? Si somos gente moderna, ¿qué podemos creer que sea verdad? Su pastor le dijo
que no debía plantearse esas preguntas, porque dudar era malo; ella simplemente debía
creer lo que le habían enseñado a creer. Tina estaba decidida a abandonar definitivamente
el cristianismo.

¿La única persona con dudas?


Caso 2: Estaba corrigiendo unos trabajos en la oficina; el estudiante citado a una
entrevista a las dos ya llevaba diez minutos de retraso. Finalmente, Bill llegó y se
disculpó: «No podía salir de la clase de informática». Así que nos pusimos a conversar
sobre computadoras, horarios y carga horaria de las clases, de todo menos de lo que
supuestamente debíamos hablar. Era evidente que todavía no se sentía cómodo. Después
de muchos rodeos, Bill fue al grano: «Simplemente no puedo creer más como creía en la
secundaria. Entonces aceptaba todo por la fe. Ahora ni siquiera estoy todo el tiempo
seguro de que Dios exista». Conversamos un rato, mientras él continuaba: «Eso no es lo
peor. Al parecer, soy la única persona en esta universidad cristiana con estas dudas». Era
la tercera conversación de ese tipo que había tenido esa semana.
Tomas el desconfiado
Caso 3: De niño en Alemania, como parte de la actividad escolar, los miércoles teníamos
que asistir a un culto por la mañana. Los protestantes y los católicos concurrían a sus
respectivos servicios religiosos. Como yo era bautista, me asignaron al culto en la iglesia
luterana. Así que allí permanecíamos sentados, mientras nos pellizcábamos, hablábamos
en voz baja, hacíamos morisquetas e intentábamos cantar interminables himnos
demasiado altos para nuestras voces. De más está decir que no recuerdo mucho de lo que
escuché en aquellos sermones, pero hay uno que me quedó grabado. Le había tocado el
turno de predicar al pastor principal. Era un hombre bueno, de cabello canoso y un
semblante enrojecido, seguramente con varios platos de cerdo asado con papas en su
haber. Cuando deseaba enfatizar un punto en su predicación, se inclinaba hacia adelante
sobre el púlpito, se apoyaba en los antebrazos y las manos, y se empujaba para arriba y
para abajo, como si fuera una simpática foca haciendo lagartijas. Aquel miércoles de
mañana habló sobre la aparición de Jesús a Tomás, el desconfiado. «¡Dejen en paz a mi
Tomás! —nos advirtió el pastor; más que nunca, se parecía a una foca con una misión—.
Tomás quería descubrir él mismo la verdad; no se contentaba con lo que le dijeran otros».

Pero, ¿es verdad?


«Pero ¿es v erdad?» será la pregunta orientadora de este libro.
A unque parezca paradójico, muchos creen en la v erdad del cristianismo
sin ni siquiera plantearse esta pregunta. Sostienen todas las doctrinas y
creencias pertinentes, tienen todas las respuestas correctas, y la v erdad
de lo que creen les resulta ev idente. A nte la pregunta de si el
cristianismo es v erdad o no, solo responden que sí lo es. En realidad,
algunos llegan a afirmar que cualquier otra actitud implica dudar, y
debería interpretarse como un acto inherente de rebeldía contra Dios y ,
por lo tanto, un pecado. No escribí este libro para esa gente.
Muchos de nosotros lidiamos con preguntas sobre la v erdad del
cristianismo. No luchamos contra Dios ni la iglesia, ni contra la manera
en que nos educaron; simplemente, queremos conocer la v erdad.
¿Podemos creer lo que afirma el cristianismo? ¿Una persona inteligente
puede aceptar que Cristo es Dios o que la Biblia es la Palabra de Dios
inspirada? Estas cuestiones exigen una respuesta; reprimirlas podría
tener un costo elev ado.

Los incrédulos necesitan saber


La cuestión de la v erdad aparece en dos situaciones en particular.
En primer lugar, en el contexto de la ev angelización. Inv itar a alguien a
aceptar a Jesucristo como su Salv ador conllev a obligatoriamente dos
cosas. La persona debe entender el ev angelio. Si no entiende su
necesidad de salv ación y lo que Cristo prov ey ó para nosotros, no tiene
ningún sentido pedir que entregue su v ida a Cristo. La persona también
debe aceptar que el mensaje del ev angelio es v erdad. He v isto a
muchos incrédulos alegar razones v alederas que les impiden creer en la
v erdad del cristianismo y , no obstante, los cristianos los desafían a hacer
caso omiso de sus interrogantes y aceptar a Cristo de todos modos. De
ningún modo deseamos que alguien entregue su v ida por algo que
sinceramente no cree que sea la v erdad. Más bien, deberíamos poder
mostrar a la gente por qué el cristianismo es v erdadero.
Por supuesto, hay una diferencia entre las inquietudes basadas
en una búsqueda honesta de la v erdad y el tipo de cuestionamientos
que los incrédulos usan a v eces solo para escudarse. Con demasiada
frecuencia, si no disponemos de una respuesta satisfactoria a la
pregunta: «A v er, ¿cómo hizo Caín para conseguir una esposa?»,
nuestro interlocutor se sentirá triunfante, conv encido de que ha
refutado la Biblia, la iglesia y todos los dogmas cristianos. A nte esta
actitud, debemos llev ar la conv ersación al plano de la necesidad
personal y el compromiso. Sin embargo, nosotros a v eces también
somos culpables de restar importancia a las inquietudes honestas del que
pregunta, o aun de tratarlas con desdén. Si hemos de enfrentar las
necesidades de las personas en el nombre de Cristo, este ministerio
implica responder con sinceridad a sus planteos intelectuales. A demás,
siempre será mejor un sincero «no sé» que inv entar una respuesta que
ni siquiera nos conv ence a nosotros o ignorar la pregunta que nos
formularon.
De más está decir que tampoco pretendemos afirmar que una
persona puede conv ertirse solo mediante argumentos racionales. La
salv ación depende de nuestra fe; nadie irá al cielo simplemente porque
intentó demostrar que Dios no existía y no lo consiguió. Sin embargo,
también he v isto que dilucidar las cuestiones racionales bien puede
ay udar a que las personas confíen en Cristo.

Los creyentes también tienen preguntas


Segundo, la cuestión de la v erdad está v inculada a nuestro
crecimiento personal como cristianos. En algún momento deberemos
preguntarnos si realmente estamos conv encidos de la v erdad que
afirmamos creer. Muchos hemos pasado gran parte de nuestra v ida en
ámbitos cristianos relativ amente restringidos. Crecimos en hogares
cristianos y nos educamos en la iglesia y en la escuela dominical, o
incluso en escuelas cristianas. Si íbamos a la escuela pública, asistíamos a
los clubes bíblicos y participábamos de las activ idades para jóv enes en la
iglesia. Hay muchas creencias que adoptamos mientras crecíamos sin
examinar otras alternativ as ni cuestionarnos por qué eran v erdaderas.
Esto no es intrínsecamente malo. Si para creer tuv iéramos que
esperar acumular una sólida base de argumentos, la may oría
andaríamos por esta v ida como escépticos. Una actitud racionalista de
los siglos XVIII y XIX postulaba que no teníamos derecho a sostener
ninguna creencia mientras no fuéramos capaces de respaldarla con
argumentos indubitables (en el tribunal de la razón). Dicha actitud no es
realista ni defendible. No obstante, tampoco podemos darnos el lujo de
refugiarnos en la insensatez cada v ez que nuestra fe es cuestionada o
cuando nos acosan las dudas personales. Necesitamos ser sinceros con
nosotros mismos y preguntarnos por qué afirmamos que es v erdad
aquello que decimos creer. Llegada esa instancia, negarnos a enfrentar
la ev idencia no apuntalará nuestra fe.
Incluso necesitamos dar un paso más. En algún momento de
nuestra v ida, a medida que maduramos en la fe, será necesario
confrontar el sistema heredado de creencias y preguntarnos si
realmente lo compartimos. James W. Fowler, desde el campo de la
psicología ev olutiv a, considera que es necesario reexaminar las
creencias personales para alcanzar la plena madurez.1 Durante casi toda
la adolescencia, los amigos influy en mucho en las decisiones de nuestra
v ida. Respondemos a los grupos e incorporamos fácilmente como
propias sus creencias. Por eso la ev angelización en la secundaria debe
tener un fuerte componente social. Durante ese período, muchas v eces
nos recomprometemos con los v alores de nuestra familia. Sin embargo,
hacia el final de la adolescencia o al principio de la juv entud, deberíamos
poder desligarnos de esas influencias y decidir si realmente podemos
considerar como propias todas las creencias que se nos transmitieron.
En la may oría de los casos, este proceso se v incula con replantearse la
v erdad de estas creencias.
Reexaminar lo que creemos no implica derribar todo para
comenzar a edificar de nuev o. Puede ser simplemente cuestión de
asegurarse de que todos los clav os estén firmes y aplicar un poco más
de cemento aquí y allá. Si la persona no está dispuesta a transitar este
proceso, su fe podría resentirse por falta de conv icción.
Es muy difícil, cuando no imposible, tener una v ida cristiana
eficaz cuando nos acosan las dudas. Según la Biblia, debemos dedicar
nuestra v ida a la causa de Cristo, pero ¿qué sentido podría tener
cualquier grado de compromiso si no estamos seguros de que la causa
cristiana se basa en la v erdad? Sin duda, es posible ignorar nuestras
preguntas e intentar enterrarlas bajo una sucesión interminable de
activ idades. Nos presionarán para que hagamos justamente eso; pero
esa huida también puede ser una bomba de tiempo (v er el caso 1).
A demás, de todos modos, nos haríamos un flaco fav or. Tenemos
libertad para plantear preguntas y buscar las respuestas.
Con ese fin en mente, aclaremos la relación entre la fe y la razón,
un discernimiento v inculado con la naturaleza de la v erdad.

La fe y la razón
En el marco de la teología cristiana, usamos el término fe de tres
maneras: fe salv adora, fe progresiv a y fe pensante.

Fe salvadora
Para el ev angelio cristiano, la fe salv adora es crucial. En Hechos
16:31, Pablo instruy ó al carcelero de Filipos: «Cree en el Señor
Jesucristo, y serás salv o» (RVR1960). Según Gálatas 2:16, somos salv os
por la fe, no por las obras de la ley . Efesios 2:8-9 reitera que somos
salv os por gracia por medio de la fe. ¿Cómo es esta fe que nos salv a?
Un buen sinónimo de la fe salv adora podría ser «confianza» o
«dependencia». La persona con este tipo de fe expresa que sin Cristo
está perdida, que no puede redimirse a sí misma y que el don de la
salv ación depende solo de Él y de Su obra. Este tipo de fe es un acto de
completa entrega a Dios. No es por ninguna clase de obras; por el
contrario, es renunciar a todas ellas y depender exclusiv amente de Su
obra.
La fe salv adora es todo o nada. Como señala Pablo en Gálatas,
no es posible complementar esta fe con las obras de la ley sin
menoscabar la obra de Cristo (Gálatas 5:2-4). Confiar en algo y al
mismo tiempo buscar otras garantías no es confiar; la confianza que no
está dispuesta a aceptar lo que alguien afirma no es confianza. Del
mismo modo, la confianza en Cristo que procura más ay uda para la
salv ación no es, en realidad, confianza en Cristo. La fe salv adora, por su
propia naturaleza, excluy e las obras.
Es pertinente una acotación: este tipo de fe, si es genuina, se
manifestará en buenas obras. A unque las obras no son una condición
para la salv ación, son una consecuencia concreta de la fe v erdadera.
A sí lo enseña también Pablo, por ejemplo, en Gálatas 5 o en Tito 2 y 3, y
también Santiago cuando afirma que la fe sin obras está muerta (2:26).
Ver nuestras reflexiones sobre esta cuestión en el capítulo 12.

Fe progresiva
A l segundo tipo de fe la llamaré «fe progresiv a». Jesús nos animó
a tener esta fe cuando enseñó que no debíamos preocuparnos por el
mañana, sino depender de las prov isiones de nuestro Padre celestial. La
fe progresiv a difiere en algunos sentidos de la fe salv adora. En primer
lugar, no influy e en nuestra salv ación. Forma parte de nuestra manera
de v iv ir después de haber nacido de nuev o. Parte de la base de que y a
tenemos una relación con Cristo. Una segunda diferencia con la fe
salv adora es que al ser progresiv a podemos hablar de grados de fe.
Puedo crecer en la fe conforme confíe en Dios todos los días. A lo largo
de una v ida entera consagrada a Cristo, espero llegar a confiar en Él
más y más.
Sin embargo, la fe progresiv a tiene algo importante en común
con la fe salv adora: ambas dependen de Dios. Una v ez más, lo que
importa es aprender a no angustiarnos por nuestras ansiedades,
preocupaciones y afanes, sino entregárselos a Cristo.
Muchos, en su celo por estos dos primeros tipos de fe, concluy en
erróneamente que, como ambos implican entregarse por entero a Dios,
la fe es ciega. Dicha afirmación supone que no deberíamos usar nuestra
mente para cuestionarnos ni para razonar: confiar en Dios implica la
ausencia de cualquier pensamiento o análisis crítico sobre Dios.
Basta reflexionar un poco sobre esta actitud para demostrar que
es inaceptable. No podemos confiar en alguien ni en algo de lo cual no
sabemos nada. Debemos saber que aquello en que confiamos es digno
de confianza; no porque deseemos comprometer la naturaleza de la fe,
sino para que la fe sea real, para que esté basada en una realidad y no
en una fantasía. En Hebreos, leemos que quienes se acercan a Dios,
primero deben creer que Él existe y que recompensa a quienes lo
buscan (Hebreos 11:6). En suma, antes de confiar en Cristo,
necesitamos saber que la fe en Él tiene sentido.

Fe pensante
A sí llegamos al tercer tipo de fe, la «fe pensante», a menudo
llamada «creencia», porque significa aceptar que una serie de
afirmaciones son v erdaderas. Esta fe se refiere a la manera en que
llegamos a aceptar ciertas v erdades intelectuales sin las cuales una fe
basada en la confianza sería imposible. No se puede responder al
ev angelio si desconocemos de qué se trata; no se puede confiar en
Cristo si ignoramos quién es y cuál es su mensaje. Entonces, aunque
solo podemos ser redimidos mediante la «fe salv adora», esta fe supone
algunos conocimientos esenciales.2 Santiago enseña que aun los
demonios creen que Dios es uno, y tiemblan, porque dicho
conocimiento no los salv a (Santiago 2:19). Nosotros tampoco somos
salv os por el conocimiento, pero una auténtica fe que confía en Dios
supone algún grado de conocimiento.
Hay div ersas maneras de adquirir el conocimiento sobre el cual
basarnos para tomar una decisión. Las podemos agrupar en dos
categorías: fe y razón, donde «fe» significa la «fe pensante» que
estamos considerando. El erudito mediev al Tomás de A quino nos
proporcionó un análisis útil de la fe y la razón en este contexto, y el
siguiente razonamiento descansará en gran medida en su descripción.3
La gente suele aprender los principios de su fe de alguna
autoridad. Podrían ser los padres, la iglesia, los maestros o la Biblia.
Como se nos inculcó el respeto a estas autoridades, aceptamos lo que
nos enseñan sobre Dios. Sería impensable aceptar que nuestras
creencias son v erdaderas solo cuando las hay amos v erificado a todas.
Muchas personas no tienen la capacidad, el tiempo ni el interés para
ev aluar cabalmente una doctrina y sus alternativ as. En realidad, si
tuv iéramos que esperar que los «especialistas en la materia», los
teólogos y los filósofos, se pusieran de acuerdo sobre las creencias antes
de aceptarlas, nadie creería nada. Por eso Dios ha encomendado a
algunas personas transmitir Su v erdad como Él la rev eló en Su Palabra,
la Biblia. Es la obligación de todos los padres hacia sus hijos y de todos
quienes enseñan o predican en la iglesia. Vemos que es correcto y
posible que los artículos de fe sean aceptados por la fe, porque
confiamos en las autoridades que los enseñan y las respetamos.
Sin embargo, el camino de la fe pensante no excluy e un segundo
sendero basado en la razón. Cuando era niño, mi padre me dijo que el
agua estaba compuesta por oxígeno e hidrógeno. Le creí, porque
respetaba su autoridad. Sin embargo, mi fe en su palabra no me impidió
tomar un curso de química, en el que realicé un experimento para
obtener agua a partir de la combinación de oxígeno e hidrógeno.
Todav ía acepto que esa creencia es v erdadera, pero sobre otras bases:
antes lo sabía porque confiaba en mi padre, ahora lo sé por la razón. La
misma lógica es aplicable a nuestro conocimiento sobre Dios.
Solo podemos acceder a muchas v erdades mediante la fe en la
rev elación div ina, incluy endo los hechos concernientes al plan de
salv ación. No obstante, también hay v erdades que podemos conocer
basados tanto en la razón como en la fe, como es el caso de la existencia
y la unidad de Dios. No hay nada en la naturaleza de la fe pensante que
excluy a la posibilidad de aceptar algunas v erdades basándonos en la
razón.
Cuando planteamos la necesidad de fundamentar nuestra fe,
queremos decir que algunas de las creencias que antes aceptábamos
basándonos en la fe pensante estarán basadas en la razón. ¿Parece
insidioso? No debería serlo, salv o que todav ía no hay a comprendido las
diferencias entre los tres tipos de fe. La razón nunca podrá reemplazar a
la fe salv adora ni a la fe progresiv a. La razón no puede limitarse a suplir
la fe pensante, pero sí habilita una segunda v ía hacia las mismas
creencias que acostumbramos aceptar solo sobre la base de la
autoridad.

La unidad de la verdad
Nunca deberíamos temer indagar sobre la v erdad. Si tenemos
que huir de la v erdad, quizás sea porque tenemos algo que ocultar.
¿Será que tememos descubrir que, si miramos con detenimiento, lo que
hemos aceptado como v erdadero por la fe resulte ser falso? Estoy
conv encido de que la fe y la razón, debidamente usadas, llegarán a una
idéntica v erdad.4 Mi conv encimiento, a su v ez, parte de la premisa —
con la que Tomás de A quino también comenzó su discusión sobre este
tema— de que la v erdad se origina en Dios y nos guía a Él.
En consecuencia, no hay por qué ser melindrosos al indagar
sobre la v erdad. Una creencia incapaz de soportar un duro
cuestionamiento tal v ez no v alga la pena. Si el cristianismo es v erdadero,
debería poder resistir las preguntas más difíciles que le hagamos. Si no
es cierto, deberíamos rechazarlo.
Esta última afirmación, que puede sonar arriesgada, en realidad,
es relativ amente inocua. ¿Deberíamos creer algo cuy a falsedad se ha
demostrado? De ninguna manera. Puedo hacer tal afirmación porque
estoy conv encido de que el cristianismo es cierto y que resistirá el
escrutinio, aun el más riguroso. A demás, debemos tener presente que
demostrar que el cristianismo es falso no es tan fácil como parece, ni
siquiera hipotéticamente, como algunos piensan.
Una clav e para esta discusión reposa en la integridad del
cuestionamiento. Las preguntas sinceras serán las que nos conciernen,
porque hay muchas discusiones religiosas que solo consisten en v er
quién resulta ganador. El crítico adopta un ataque tras otro, esperando
que el cristiano no pueda responder su última descarga, mientras que el
cristiano erige una montaña de argumentos, con la expectativ a de que
tarde o temprano el crítico se dé por v encido. Cuestionarse con
integridad no significa encontrar defensas a fav or o en contra de
puntos de v ista preestablecidos, sino luchar contra aquellas dudas reales
que nunca dejan de importunarnos.
Podemos concluir este capítulo introductorio con una inv itación.
Lo inv ito a responder algunas preguntas difíciles. Veamos si podemos
demostrar que el cristianismo es v erdadero. Para ello, deberá aprender
a entender las preguntas, así como a dominar las respuestas. Deberá
aprender a preguntar con integridad. A la postre, también requerirá
una respuesta personal de compromiso de fe. Cuando comenzamos a
exigir la v erdad, es mucho lo que está en juego.
A continuación, apliquemos algunas de estas ideas a nuestros
casos iniciales:

Respuesta al caso 1: No deberíamos sentir que somos los únicos culpables cuando
alguien aparentemente cristiano se aparta de la fe. Intervienen muchos factores, entre
ellos, la capacidad de tomar decisiones que Dios nos dio.5 Sin embargo, desde nuestra
perspectiva finita no puedo dejar de pensar que la actitud condenatoria del pastor
contribuyó a esta tragedia. No ayudamos a una persona con inquietudes sentidas y
genuinas si la hacemos sentir culpable por tener «dudas». No sé si el pastor hubiera
podido contestar las preguntas de Tina ni si la hubiera ayudado a encontrar las respuestas.
No tenemos por qué estar en condiciones de responder las preguntas de todo el mundo. Sin
embargo, estoy seguro de que al decirle que sus dudas eran ilegítimas contribuyó a que
ella buscara otra religión. Al fin de cuentas, eso es lo que ella misma dijo.

Respuesta al caso 2: La mayoría de las personas atraviesan períodos de profundos


cuestionamientos. Como afirmé anteriormente, hasta puede ser beneficioso para madurar
en la fe. No hay nada malo en decidir reevaluar sus creencias. En estos casos, conviene
encontrar alguien que pueda acompañarlo para resolver con delicadeza y respeto las
inquietudes individuales. Compartir las dudas acuciantes en un grupo seguramente
provocará una dinámica indeseable, como la proliferación de respuestas superficiales o una
atmósfera de censura. Si está atravesando un período de cuestionamiento, le garantizo que
es normal, no le pasa solo a usted, y hay respuestas.

Respuesta al caso 3: «¡Dejen en paz a mi Tomás!». Yo también suscribo esta


afirmación. El cristianismo no se obtiene de segunda mano; se conoce de primera mano.
Jesús no condenó a Tomás, esa prerrogativa le correspondió a la iglesia. Jesús lo invitó a
tocar Sus cicatrices. Elogió a Tomás por creer en lo que había visto y luego alabó a
quienes creerían sin haber visto . . . ¡a nosotros! Nunca podremos ver lo que vieron los
primeros discípulos, pero podemos creer. Esta fe no nos obliga a dar un salto irracional a
lo desconocido. Así como Tomás no quería comprometerse basado en testimonios de
segunda mano, nosotros también podemos creer basados en un firme conocimiento
personal.
Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:

1. Explicar por qué a v eces es bueno, e incluso útil,


cuestionar algunas de sus creencias.
2. Diferenciar tres tipos de fe.
3. Demostrar por qué el conocimiento basado en la razón
no socav a el conocimiento afirmado en la fe.
4. Demostrar la unidad de la v erdad.
5. Identificar los siguientes nombres con las contribuciones
aludidas en este capítulo: James W. Fowler, Tomás de
A quino.

Reflexión sobre las ideas

1. En este capítulo explicamos que la duda a v eces puede


ser positiv a. ¿Cuándo puede ser perjudicial?
2. ¿Recuerda alguna experiencia de su v ida en que
cuestionarse algo lo acercó a la v erdad?
3. ¿En que medida los tres tipos de fe se interrelacionan?
¿Por qué son fáciles de confundir entre sí?
4. ¿Qué v erdades solo pueden ser conocidas sobre la base
de la autoridad bíblica? ¿Hay v erdades que únicamente
pueden conocerse mediante la razón?
5. ¿Cuáles son algunas áreas de su v ida en que la fe y la
razón concuerdan? ¿Cuáles son algunas áreas en las
que la razón parece reñida con la fe?
6. ¿Qué actitudes impiden que las personas procuren la
v erdad con integridad? ¿Qué recaudos puede tomar
para asegurarse de que no está meramente enredando
la v erdad?
Lecturas adicionales
Gary R. Habermas, Dealing with Doubt (Chicago: Moody Press, 1990).
Paul Little, Know Why You Believ e (Wheaton, IL: Scripture Press,
1967).
Clark H. Pinnock , Set Forth Your Case (Nutley , NJ: Craig Press, 1968).

1 James W. Fowler, Stages of Faith (Nueva York: Harper & Row, 1981). Ver
especialmente la página 179.
2 Recuerdo interminables discusiones en las reuniones de jóvenes sobre el tema de
cuánto hay que saber antes de estar en condiciones de poder convertirse. Me temo que
gran parte de esos debates obedecían a un malentendido. Por supuesto, no nos salvamos
por saber nada. La pregunta en realidad debería ser: ¿cuánto «conocimiento mental» es
necesario para poder adoptar una decisión inteligente por Jesucristo? No creo que haya
dificultad en aceptar la mayoría de los puntos básicos, a saber: que Dios existe, que
somos pecadores y no podemos salvarnos por nuestros medios, que Cristo es el Hijo de
Dios, que murió para redimirnos de nuestros pecados, que Cristo vive, que recibimos la
salvación cuando confiamos en Cristo y que hay una eternidad en el cielo.
3 Tomás de Aquino, Suma contra gentiles, I, 3-10.
4 Francis Schaeffer ha realizado un gran servicio al comparar la verdad de la
revelación divina con la vacilante búsqueda de la verdad que caracteriza a los
emprendimientos humanistas. Ver Huyendo de la razón (Barcelona: Ediciones Evangélicas
Europeas, 1969). Por desgracia, en el fragor de su batalla, a veces inadvertidamente atacó
a sus mejores aliados. Probablemente Tomás de Aquino fue quien más se acercó a los
ideales postulados por Schaeffer sobre el conocimiento. Fue una pena que Schaeffer
culpara a Tomás de Aquino de introducir la noción de la «autonomía» de las áreas de
conocimiento, cuando nadie la rechazó más que este pensador (ver 11-14). Francis
Schaeffer debería haberse concentrado en Siger de Brabante, contemporáneo y enemigo
intelectual de Tomás de Aquino, quien efectivamente enseñó una teoría de doble verdad: lo
que es verdad por la fe puede no ser verdad por la razón, y viceversa. Tomas repudió
todas las formas de dualismo, incluyendo el dualismo naturaleza-gracia.
5 Muchas iglesias evangélicas enseñan que la persona que aceptó verdaderamente a
Cristo como su Salvador nunca perderá la salvación. Con frecuencia, esta doctrina conduce
a la conclusión de que la persona que se aparta del cristianismo es porque nunca había
sido salva. Esta parecería ser la enseñanza del apóstol en 1 Juan 2:19. Si quienes
abandonan la comunión cristiana hubieran sido salvos de veras, nunca se habrían apartado
de su seno. Por lo tanto, en este caso, una interpretación teológica posible sería que Tina
nunca se entregó auténticamente a Cristo. Recordemos, no obstante, que solo Dios conoce
las intenciones del corazón.
2

Verdad, conocimiento y relativismo

La lógica budista
Caso 1: Después de una campaña evangelizadora en el centro comercial de la Universidad
de Maryland, me quedé conversando con un compañero estudiante sobre el cristianismo.
Sentados en el césped, disfrutando del sol y jugando con unas ramitas y las briznas de
hierba, intenté compartir el evangelio. La conversación se desenvolvía sin la pasión y la
exaltación que suelen caracterizar estas discusiones. Yo cursaba el último año de la
universidad y había leído lo suficiente como para poder responder a sus objeciones y darle
pruebas claras de por qué el cristianismo es verdadero. Al final, terminó diciéndome que
aun si lo fuera, eso no convertía a las demás religiones en falsas. Intenté mostrarle lo
inconducente de ese enfoque.
—Jesucristo afirmó ser el único camino a Dios. Decir que Él es el único camino y
que hay otros caminos no sería lógico.
A lo que me respondió:
—Pero hay otras lógicas. Según la lógica budista, lo que es contradictorio para
nosotros, no es contradictorio en absoluto.

La verdad para Linda


Caso 2: Nuestro grupo universitario había adoptado la costumbre de reunirse en un
restaurante después del culto dominical vespertino. Mientras consumíamos aros de cebolla
fritos, helados con chocolate caliente y gaseosas, hacíamos planes, conversábamos sobre
lo sucedido durante el día o simplemente disfrutábamos la mutua compañía. Una vez,
acabamos hablando de la evangelización. Algunos expresamos nuestros intentos por
presentar el evangelio a la gente y cómo nos había ido. Linda permanecía callada,
aparentemente más absorta en su torta helada de frutilla que en la conversación. Cuando
se hizo un silencio, acotó:
—Yo no doy testimonio con palabras; intento dar testimonio con mi vida. El
cristianismo es cierto para mí, lo sé; pero eso no significa que tenga que ser cierto para
todos los demás.

Poncio Pilato: ¿Qué es la verdad?


Caso 3: El concilio judío había juzgado a Jesús y lo había entregado al gobernador romano,
Poncio Pilato. Lo acusaban de afirmar ser el rey de los judíos. Pilato comenzó a interrogar
a Jesús en privado, interesado en averiguar cómo sería Su reino, pero Jesús le respondió
que Su reino no era de este mundo.
«Luego, ¿eres tú rey?» Pilato pensó que al fin tenía algo concreto; pero en vez de
responderle directamente, Jesús dijo: «Yo para esto [ . . . ] he venido al mundo: para dar
testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz».
Pilato se quedó mirándolo intrigado, luego se encogió de hombros, sacudió la
cabeza y preguntó: «¿Qué es la verdad?». De inmediato salió a consultar con los
acusadores de Jesús (ver Juan 18:33-38, RVR1995).

El relativismo
En este capítulo, analizaremos el relativ ismo contemporáneo y
por qué crea un obstáculo a la presentación de una defensa racional del
cristianismo. Luego, daremos nuestra respuesta y mostraremos cómo, a
pesar de algunas reserv as legítimas, todav ía podemos tener un
concepto v álido de v erdad y conocimiento objetiv o.

Definición del relativismo


«Pero, ¿es v erdad?». Esta pregunta supone que la v erdad difiere
de la falsedad y que no es lo mismo que una creencia sea v erdadera o
no. Si al fin de cuentas todas las creencias son v erdaderas, aun aquellas
que son mutuamente contradictorias, poco importa poder demostrar
que un sistema en particular es v erdadero.
El razonamiento humano se basa en tres principios: de identidad,
de no contradicción y de tercio excluso. Según el principio de
identidad, una cosa o afirmación es idéntica a sí misma. En otras
palabras, este árbol es este árbol.1 El principio de no contradicción
afirma que si algo es cierto, su contrario no puede ser también cierto. Si
es cierto que esto es un árbol, lo contrario —que no es un árbol— es
falso. El principio de tercio excluso afirma que debe ser una cosa o la
otra. O es un árbol o es un no-árbol; no puede ser ambas cosas al
mismo tiempo.
Se ha puesto de moda cuestionar la univ ersalidad de la ley del
tercio excluso, aunque creo que con fundamentos erróneos. Por
ejemplo, hay quienes dicen que no siempre podemos afirmar si se trata
de un árbol o no. O, cuando llov izna, es difícil determinar si realmente
está llov iendo o no. Parecería que la ley de tercio excluso, que nos
obliga a optar entre dos alternativ as absolutas, es insostenible. Estos
ejemplos simplemente reflejan los límites de nuestro conocimiento. Sin
duda, es cierto que no siempre podemos determinar lo que algo es,
pero la ley del tercio excluso no pretende definir el conocimiento
univ ersal. Se limita a afirmar que, sin importar lo que sea, deberá serlo o
no serlo, aun cuando no podamos decidir cuál sea el caso.
Lo que denominamos relativ ismo no admite la ley de no
contradicción. El relativ ismo pone en entredicho nuestro derecho a
juzgar falso aquello que no se ajusta a nuestro entendimiento de la
v erdad. En ámbitos más populares, suele oírse hablar de relativ ismo
v inculado a cuestiones morales: usted cree que algo está bien y y o creo
que otra cosa está bien, y ambos podemos estar en lo cierto, aun
cuando nuestras creencias sean contradictorias, siempre y cuando
seamos sinceros respecto a nuestros principios personales. Esta es
también la naturaleza del relativ ismo respecto al conocimiento. Dos
sistemas de creencias mutuamente opuestos pueden ser ambos
v erdaderos.
La fuerza del relativ ismo reside en que intenta despojar de todo
sentido a nuestros argumentos a fav or del cristianismo. Si el relativ ismo
es cierto, presentar argumentos racionales es una pérdida de tiempo. Un
incrédulo podría aceptarlos todos y no v erse afectado por ninguno,
porque aun las creencias en franca contradicción con el cristianismo
podrían ser ciertas. Nos deja en la posición de una persona que
emprende un largo y arduo v iaje solo para descubrir, al cabo de
muchos meses, que no av anzó ni siquiera un centímetro.
El relativ ismo constituy e uno de los principales obstáculos a
nuestro proy ecto. Despoja de significado a la palabra «v erdad» y hace
que pierda sentido la defensa de la supuesta v erdad. A l parecer, el
relativ ismo se siente más cómodo que nunca en nuestra época. ¿Dónde
se originó?

Las raíces del relativismo


La acogida que nuestra cultura contemporánea le ha brindado al
relativ ismo obedece a v arias razones. Mencionaremos seis, aunque sin
duda puede haber más.
1. La explosión del conocimiento. La próxima v ez que v isite una
biblioteca, consulte los compendios de publicaciones sobre química o
cualquier base de datos bibliográficos con los artículos publicados en las
principales rev istas académicas. Una ojeada a los compendios de tesis
doctorales le bastará para hacerse una idea de la cantidad de
doctorados que se otorgan cada año y las inv estigaciones en que se
basaron. A un cuando su centro educativ o tenga una biblioteca
relativ amente pequeña, si v isita el departamento de adquisiciones, se
dará cuenta de la cantidad de libros nuev os que incorpora y cuántos
más «no pueden faltar en una buena biblioteca». Después de este
ejercicio, comenzará a concebir la magnitud de la llamada explosión del
conocimiento.
Cada día aparece más información que requiere la atención del
mundo. A unque gran parte es inserv ible, otra puede ser útil, y ese es
justamente el problema. Mucha de esta información está respaldada por
cuidadosas inv estigaciones y documentación, y es demasiado
abundante. Nadie puede mantenerse al tanto de esta producción. Ni
siquiera los expertos pueden saber todo lo concerniente a su campo de
especialización.
Como consecuencia, parecería que la persona sabia, consciente
de sus limitaciones, ev ita pronunciarse en términos absolutos de v erdad
y falsedad. Como nadie puede saber todo sobre un tema en particular,
sería temerario apresurarse a opinar sobre cualquier cuestión. Lo que
parece ser la v erdad absoluta desde mi perspectiv a limitada podría ser
solo una parte de un panorama mucho más amplio.
El jainismo, una religión minoritaria de la India, ilustra este punto
con el relato de cinco ciegos que se encuentran con un elefante. Cada
uno toca una parte diferente del animal y piensa que conoce a todo el
elefante. Uno se abraza a una pata y dice que el elefante es como una
columna. El segundo hombre le toma la cola y afirma que el elefante se
parece a una cuerda. El tercero le acaricia la oreja y dice que el elefante
se parece a un abanico. El cuarto le sostiene la trompa y piensa que es
como una serpiente. El quinto palpa uno de los costados y concluy e
que es como una pared. Todos tienen razón, pero, si adoptamos una
v isión más global, todos tienen razón y , además, todos se equiv ocan.
Nosotros somos como esos ciegos, tenemos que arreglarnos con
información limitada. ¿Quién se atrev ería a pronunciarse sobre todo el
elefante?
2. El totalitarismo y la intolerancia. El siglo XX ha sido testigo de
persecuciones y genocidios a escala sin precedentes. La A lemania nazi y
la Unión Sov iética estalinista encabezan una larga lista de exterminios
sistemáticos por motiv os ideológicos, pero hay muchos más casos. Con
frecuencia, dicha persecución se hace en nombre de la religión. Por
ejemplo, algunos países islámicos han instigado al pueblo a la guerra por
una causa, conv ocando una y ihad o «guerra santa». En 1989, unos
líderes musulmanes exigieron la muerte de Salman Rushdie por
calumniar supuestamente al profeta Mahoma, en su libro Los v ersos
satánicos.2
La historia del cristianismo también está manchada de sangre.
Podríamos señalar las cruzadas, por ejemplo (y aun si no lo hiciéramos,
el resto del mundo lo haría). Las iglesias orientales y occidentales son
culpables de haber respaldado en el nombre de Cristo masiv as acciones
contra los judíos.
En realidad, la intolerancia campea aun muy cerca de nosotros.
Una y otra v ez leemos en los periódicos sobre grupos cristianos que
pretenden iniciar acciones legales para imponer sus opiniones sobre el
resto del país. ¿Realmente deseamos env iar gente a la cárcel porque no
creen lo mismo que nosotros? ¿Usaríamos más fuerza si pudiéramos?
En consecuencia, la gente parece establecer una correlación
entre defender las ideas propias y la intolerancia. Por lo tanto, ¿no sería
mejor aceptar nuestras propias creencias sin necesariamente afirmar que
las de todos los demás son erróneas?
3. La sinceridad de los crey entes en otras religiones. Hubo un
tiempo en que no sabíamos mucho sobre la gente con otras creencias.
Eso permitía que fantaseáramos y exageráramos las diferencias, por lo
general, en su detrimento. Imaginábamos que los «infieles» eran crueles
e inhumanos, tanto como lo permitiera nuestra propia arrogancia.
Sin embargo, como solemos decir, el mundo se achicó. Vemos
gente de otras culturas y religiones todas las noches en telev isión.
A hora es muy fácil v iajar de un extremo al otro del mundo. Los v iajes
nos abren la mente, y también pueden derribar nuestros prejuicios. Una
de las lecciones que debemos aprender es que la gente con otras
conv icciones religiosas puede tener una fe tan sincera como la nuestra.
En mis v iajes al extranjero con estudiantes, noté que algunos
quedan v erdaderamente sorprendidos del ev idente compromiso de los
fieles de otras religiones. Por alguna razón, tenían la idea de que como
no eran cristianos, debían ser hipócritas o personas aún en busca de la
v erdad. Por supuesto, la realidad es muy diferente. Incluso es posible
que sea al rev és. Hace unos meses, entré en un templo hindú y le pedí a
un sacerdote brahmán que me explicara algo. Él supuso de inmediato
que y o «estaba buscando la v erdad» y estaba más que encantado de
conducirme a la v erdad como él la entendía.
Bien o mal, tendemos a juzgar la v erdad de las creencias
conforme a cuán conv encidos estemos de ellas. Cuando nos damos
cuenta de que hay muchas personas tan conv encidas como nosotros,
pero afiliadas a otras creencias, sentimos que y a no podemos sostener la
v erdad de nuestras propias creencias con la misma conv icción.
Entonces, parecería que lo más conv eniente es decidir que ellos tienen
su v erdad y nosotros la nuestra.
4. La influencia del pensamiento oriental. En el plano popular, se
ha extendido la noción de que algunas cosmov isiones orientales no
están sujetas al principio de no contradicción. Por ejemplo, mi
compañero de estudio en el Caso 1 parecía pensar que, cuando
quedaba arrinconado en un debate, podía inv ocar la «lógica budista» y
salir airoso del atolladero.
El simple hecho de que parezca haber más de una manera de
razonar correctamente puede llev arnos a cuestionar la univ ersalidad de
nuestra denominada lógica aristotélica. Y aunque no recurramos de
inmediato a otra forma de lógica, lo más conv eniente parecería ser
considerar que nuestra manera de razonar es solo una entre v arias. De
esta manera, una inferencia deriv ada de nuestra lógica no tiene
necesariamente v alidez univ ersal. Si bien puede encerrar alguna v erdad,
no necesariamente será una v erdad univ ersal.
5. El indiv idualismo. Un ingrediente importante en el pensamiento
actual es el derecho de cada uno a decidir por sí mismo. Esta idea ha
dado lugar a la noción de que cada uno es su propia autoridad. Si
admitimos esa noción, es fácil entender cómo puede llev arnos
rápidamente al relativ ismo. Sin otro tribunal superior de apelación que
uno mismo, sería escandaloso pronunciarse sobre la univ ersalidad de la
v erdad o de la falsedad. Podré hablar sobre lo que a mí me parece
cierto; usted me dirá lo que a usted le parece cierto. Si no
concordamos, el asunto quedará sin resolv er y cada uno se irá por su
camino.
6. La v irtud de la humildad. En parte como corolario de los cinco
puntos anteriores, pero quizás no exclusiv amente, el relativ ismo también
obedece a un renov ado énfasis en la humildad. Pensar que en un punto
importante y o puedo estar en lo cierto y el resto del mundo equiv ocado
parece una actitud intrínsecamente arrogante. A un suponiendo que
fuera teóricamente posible, ¿qué probabilidad hay de estar en lo cierto
todas las v eces que sostengo una posición diferente a la de los demás?
De alguna manera, la mera idea me coloca en una posición priv ilegiada.
Debo ser una persona especial si tengo la capacidad de discernir el bien
y el mal en términos absolutos y anunciárselo al resto del mundo.
Una actitud de auténtica humildad parecería ser la mejor manera
de no caer en esta tentación. Sin ánimo de colocarme en un pedestal
por encima de todos los demás, me expresaré con cautela: no diré que
no tengo la v erdad, pero tampoco negaré que usted pudiera estar en lo
cierto, a pesar de que aparentemente estemos en desacuerdo.

Una respuesta meditada a las raíces del relativismo


Las anteriores razones son factores potentes que nos empujan a
aceptar el relativ ismo. Para enfrentarlas, no basta con afirmar que
tenemos un conocimiento absoluto. A demás, apelar a la rev elación
div ina en este punto sería errado, porque lo que se cuestiona es
justamente la existencia misma de una autoridad div ina que se rev ela.
Enfrentar el relativ ismo contemporáneo citando v ersículos bíblicos no
contribuirá a resolv er el desafío intelectual.
Responderemos al relativ ismo en dos etapas. Primero,
abordaremos cada uno de los anteriores puntos con respeto y
comprensión, pero críticamente. Luego intentaremos reconstruir lo que
nosotros podemos decir sobre la v erdad y el conocimiento, con una
actitud positiv a.
1. El conocimiento parcial es conocimiento. El punto sobre el
aumento exponencial del conocimiento es v álido, pero su conclusión
relativ ista es exagerada. Es cierto que actualmente, debido a la increíble
acumulación de conocimiento, es imposible hablar con propiedad sobre
muchos temas. Simplemente hay demasiado por saber y nadie puede
estar actualizado en todo. En consecuencia, la persona prudente será
consciente de sus limitaciones y ev itará realizar generalizaciones
infundadas.
No obstante, es una falacia lógica3 concluir a partir de esta
reserv a que no podemos tener ningún tipo de conocimiento genuino.
Si uno de los ciegos nos dice que la parte del elefante que está tocando
es como una serpiente, mientras que otro nos informa que, según su
saber y entender, el elefante se asemeja a una pared, ambos están
afirmando una v erdad. La solución no es negar las cosas que sabemos,
sino condicionarlas.
¿Podemos llegar a saber si hemos precisado nuestros juicios lo
suficiente para afirmar algo sin temor a equiv ocarnos? En un sentido,
no. Siempre será lógicamente concebible que hay amos cometido algún
error o que hay amos confundido la parte por el todo. No obstante,
como plantearemos más adelante en este capítulo, en otro sentido, esa
pregunta no es tan contundente como parece. A continuación,
elaboraremos un concepto positiv o del conocimiento y resultará
ev idente que a v eces es posible llegar a un punto tal en que suponer
que estamos equiv ocados es una cuestión arbitraria. Dejando de lado
las posibilidades teóricas, no tiene sentido práctico intentar descubrir en
qué casos podría estar equiv ocado. (A ntes de llegar a esa parte en este
capítulo, ¿cuándo piensa usted que eso podría ser cierto?).
2. El conocimiento no tiene que traducirse en intolerancia. A ntes
que nada, dejemos de justificar las conductas intolerantes. Las personas
(y eso incluy e a los cristianos) pueden ser intolerantes, con frecuencia
sin otra excusa que tener la v erdad y no desear que otros sostengan o
crean otra cosa. Mientras escribo este párrafo hay cristianos ev angélicos
en Estados Unidos que procuran encontrar la forma de hacer ilegal que
no se enseñen sus teorías o que se enseñen ideas diferentes a las suy as.
Tener la v erdad (o pensar que la tenemos) a menudo se traduce en
intolerancia. Sin embargo, no tiene por qué ser necesariamente así.
Nada nos obliga a odiar a quienes no piensan como nosotros. A l
contrario, el ejemplo de la Biblia es otro.
En segundo lugar, necesitamos establecer con firmeza un detalle
importante: señalar que las teorías de alguien son falsas no me conv ierte
en intolerante. Por desgracia, podría llev arme a la intolerancia, pero solo
si me empeño en impedir que otros sostengan y promuev an sus
«errores» con la misma libertad que y o desearía tener para sostener y
promov er mis «v erdades». Cuando le preguntaron a Thomas Jefferson
cómo se sentía respecto a las personas que no creían lo mismo que él
creía, supuestamente respondió: «No me toca el bolsillo ni me rompe las
piernas».4 En otras palabras, mientras no haga ningún daño a nadie,
podemos tolerar el pluralismo. Esta actitud de ningún modo implica
abstenernos de emitir nuestros juicios sobre lo que consideramos ser
v erdadero o falso.
3. La sinceridad no es buena guía para determinar la v erdad.
A unque solemos estar seguros de nuestras propias creencias, porque
nos sentimos muy conv encidos de que son ciertas, esos sentimientos no
constituy en en modo alguno una guía fiable para la v erdad. Quienes
piensan que tal v ez el hinduismo o el budismo son ciertos porque sus
fieles son muy sinceros encontrarían repulsiv o el mismo argumento si se
lo aplicara a los nazis o los satanistas. La sinceridad con que la gente
defiende un conjunto de creencias no sirv e para probar la v erdad de
ellas. La v erdad debe ev aluarse de alguna otra manera.
Observ ar la sinceridad de los demás nos muestra la plena
humanidad que todos tenemos en común. El hindú que practica su
religión con el mismo ferv or que y o la mía es un ser humano igual que
y o y debe ser tratado tal como espero que me traten a mí. El punto de
partida de nuestros diálogos y debates, por consiguiente, debería ser la
comprensión y la compasión. El apóstol Pablo enseñó con referencia a
sus compatriotas judíos que con gozo perdería su propia salv ación si
con eso podía llev arlos a Cristo. Reconocemos con lágrimas y
preocupación que algunos de nuestros congéneres están en el error,
pero nuestros sentimientos no pueden alterar la v erdad.
4. La lógica oriental es improcedente. Quienes aluden a la lógica
budista se equiv ocan por partida doble. En primer lugar, no hay
ninguna razón legítima para que cuando alguien queda arrinconado en
una discusión, de pronto pueda decir «lógica budista» y escabullirse
como por arte de magia. Para poder referirse a la «lógica budista» hay
que hablar con propiedad, y no se puede apelar a ella si uno no es
budista.
En segundo lugar, la lógica budista no nos autoriza a prescindir
del principio de no contradicción cuando queramos; lo que postula es
que cualquier afirmación puede ser v ista desde dos perspectiv as.
Tenemos la perspectiv a cotidiana en la que un árbol es un árbol y no
un no-árbol. Sin embargo, el budismo mantiene que la v erdad absoluta
trasciende el mundo de la experiencia cotidiana. Desde la perspectiv a
absoluta, la realidad cotidiana (may a) es mera ilusión y , en última
instancia, es la nada pura (suny ata). Por ende, el árbol en realidad es un
no-árbol. Si combinamos ambas perspectiv as, es posible decir que un
árbol es al mismo tiempo un árbol y un no-árbol, pero solo en dos
sentidos diferentes.
Desde la perspectiv a may a sería cierto afirmar que es un árbol y
falso que no lo es. Desde la perspectiv a suny ata sería falso decir que es
un árbol y cierto que no lo es. En otras palabras, no se prescinde del
principio de no contradicción, sino que se confirma para asegurarse de
que no sea v iolado. Sería contradictorio afirmar que lo que es cierto
desde una perspectiv a sea cierto desde otra; por eso la lógica budista
nos obliga a contextualizar nuestras observ aciones, para asegurarse de
que no traspasemos los límites de una perspectiv a dada, ¡para ev itar
caer en una contradicción! La ley de contradicción rige en ambos
planos. Por lo tanto, es un error sostener la incompatibilidad entre la
lógica budista y el principio de no contradicción. La lógica budista
confirma este principio.
5. No somos puntos de referencia absolutos de la v erdad. Hay
hechos que escapan a nuestras conceptualizaciones. El filósofo Paul
Weiss postula que la realidad a menudo «se nos resiste». Cuando
pensamos que comprendimos todo, de pronto los hechos «se nos
oponen». No hay nada como un error o dos en los cálculos para
recordarnos que la realidad supera con creces a nuestra imaginación.5
Nos guste o no, lo v erdadero y lo falso suele estar definido por la
realidad. Por más que alguien niegue la ley de grav edad, acabará
muerto si salta desde un rascacielos. Esto no nos impide intentar
av eriguar cuál es la v erdad (v er el último capítulo), pero sí significa que
si sus conclusiones son contrarias a las mías, uno de los dos tiene que
estar equiv ocado. La realidad, no nuestras preferencias, debe ser la
autoridad y referencia absoluta de la v erdad.
6. La humildad no significa que debamos negar lo que sabemos
que sabemos. La humildad es una actitud. Ya mencionamos esta actitud
cuando nos referimos a la tolerancia. Por más humilde que sea no podré
cambiar la realidad.
Imaginemos que usted y y o estamos aprendiendo a tocar la
guitarra y que y o acabo de aprender a tocar en re may or, pero usted,
no. Ser humilde significa que me siento satisfecho con mi logro,
agradezco a todos los que me ay udaron y me siento mal por los que
todav ía no tuv ieron la oportunidad de aprender este acorde. Sin
embargo, sería necio de mi parte afirmar que no sé tocar en re may or, o
decir que usted sí sabe cuando es ev idente que usted no sabe. Eso no
sería humildad.
Es necesario hacer otra puntualización. A v eces, una falsa
modestia puede ser una excusa para no v iv ir según lo que implica saber
cierta v erdad. Esta podría conllev ar responsabilidad. Por ejemplo, saber
cómo realizar maniobras de resucitación puede obligarme a compartir mi
conocimiento con otros. ¿Qué hubiera pasado si Pasteur hubiera dicho
que los gérmenes eran v erdaderos para él, pero que no necesariamente
debían serlo para todos los demás? Si Heimlich, por humildad, no
hubiera dado a conocer su maniobra innov adora, muchas v idas se
habrían perdido. Sin caer en generalizaciones extremas, es necesario
afirmar que a v eces, aparentar humildad puede ser un manto detrás del
que la gente oculta su apatía. La v erdad, como dijimos en el capítulo
anterior, exige compromiso.

Dos críticas al relativismo


A unque muchos profesan ser relativ istas, el relativ ismo es
impracticable si se desea mantener alguna forma de racionalidad.
1. El relativ ismo llev a a una imposible actitud de escepticismo. En
un sentido teórico estricto, el relativ ismo y el escepticismo son dos cosas
distintas. El relativ ismo afirma que todo puede ser cierto, aun las
afirmaciones contradictorias. El escepticismo dice que es imposible saber
que algo sea v erdadero. En teoría, se puede ser relativ ista sin ser
escéptico.
En el mundo real, en cambio, no sucede así. Supongamos que a
una persona, ante dos cosmov isiones mutuamente incompatibles, se le
pide que adopte una de ellas. La persona no dirá que, dado que
cualquiera puede ser cierta, no importa cuál elija. Más bien dirá que,
como es posible argumentar a fav or de cualquiera de las dos, no es
posible saber cuál es v erdaderamente cierta. En la actualidad, a pesar de
todas sus actitudes relativ istas, las personas tienen un sentido
rudimentario de lo que es v erdadero y lo que es falso (v er la segunda
crítica). Por lo tanto, ante la posibilidad de que cualquier cosa puede ser
cierta, la reacción más probable es que se abstengan de tomar una
decisión inmediata. Vemos así que el relativ ismo, que afirma que dos
cosas contradictorias pueden ser ciertas, conduce al escepticismo, la
noción de que es imposible saber que algo sea cierto.
El escepticismo también resulta ser una posición impracticable.
Fíjense que no dije que no deberíamos sostenerla, sino que es
imposible. El escepticismo afirma que no se puede saber nada con
certeza. La persona que hace esta afirmación, ¿lo sabe o no? Si el
escéptico piensa que el escepticismo es v erdadero, entonces es falso. El
escéptico argumenta que hay solo una cosa que podemos saber: que el
escepticismo es cierto. Si no postulara que el escepticismo es cierto,
nada de lo que dijera tendría sentido.
Debemos diferenciar entre lo que es posible decir y lo que es
posible afirmar con sentido. Podemos decir cualquier cosa, pero eso no
significa que tenga sentido. Puedo decir: «Un soltero casado dibujó un
círculo cuadrado en la arena que no era arena», pero sería un
galimatías. La proposición tiene tanto sentido, o menos, que los sonidos
producidos por un bebé de seis meses. Lo mismo v ale para el
escepticismo. Usted puede decir que no sabe nada, pero la afirmación
no tiene sentido. Ni siquiera la podemos concebir: tan pronto como
creemos que es cierta, debe ser también falsa. El v erdadero escéptico, si
existiera, tendría que poder suspender todo pensamiento, incluy endo
sus ideas sobre el escepticismo, y asumir el papel de una planta sin
cerebro. En la medida en que el relativ ismo llev a al escepticismo, ese
infeliz estado también debe ser el destino del relativ ismo.
2. En la práctica, el relativ ismo es imposible. El relativ ismo
desempeña el papel del Zorro en el mundo del conocimiento. Se
mantiene oculto durante largo tiempo para irrumpir de pronto en los
momentos cruciales, v encer al mal y regresar a su escondite.
Una persona v iv e casi permanentemente conforme a la dicotomía
no relativ ista de v erdadero y falso. Perdí el autobús o no lo perdí. Hoy
es v iernes, o es otro día. Ya almorcé o todav ía no almorcé.
En las culturas orientales el contexto es el mismo. El monje
budista me inv ita a entrar a su templo. No me dice: «Puede entrar y no
entrar al templo que además es un no-templo». Me prohíbe fotografiar
ciertas imágenes y a él. No dice (ni quiere dar a entender): «Está
permitido y está prohibido sacar fotografías aquí». Realiza ciertas
afirmaciones y espera que y o las respete, no desea que dichas
afirmaciones puedan ser v erdaderas y falsas al mismo tiempo; si son
ciertas no pueden ser falsas. (Como v imos más arriba, este punto es
perfectamente compatible con la lógica budista).
El relativ ismo solo irrumpe en ciertos momentos cruciales,
generalmente en el plano de la moral o la religión. No me refiero solo a
la pobreza dialéctica de apelar al relativ ismo como último recurso para
sacar las castañas del fuego. En general, las afirmaciones relativ istas solo
se oy en cuando hablamos de Dios, del bien y del mal, y de la salv ación.
No se oy e que nadie diga que dos afirmaciones mutuamente
excluy entes podrían ser ciertas cuando se trata de la bolsa, los deportes
o la cocina. La persona tal v ez diga que el cristianismo es v erdadero,
pero que eso no impide que otras religiones incompatibles con el
cristianismo también puedan estar en lo cierto. La misma persona, sin
embargo, no apelará al mismo relativ ismo cuando tenga que diferenciar
entre la leche y el cianuro.
¿Por qué? Porque, en la práctica, el relativ ismo es imposible. La
v ida consiste en una sucesión de juicios v erdaderos o falsos. Ni siquiera
es posible practicar el relativ ismo en las áreas en que se lo aclama, la
religión y la moral. Tarde o temprano, tenemos que definirnos: algo es
cierto y su contrario es falso. Si el relativ ismo es cierto, el no-relativ ismo
debe ser falso. Si se niega esto, uno se conv ierte en escéptico. Si se lo
acepta, el relativ ismo es falso porque hay algunas oposiciones
v erdadero-falso absolutas. En cualquier caso, adherirse al relativ ismo
solo llev a a un embrollo y , en consecuencia, es imposible practicarlo en
la v ida.
Por supuesto, la mejor crítica al relativ ismo sería demostrar que
hay mejores alternativ as que no definirse. Por eso, consideraremos
ahora el lado positiv o de la cuestión y mostraremos que no es necesario
intentar v iv ir en el relativ ismo porque es posible conocer la v erdad.

Verdad y conocimiento
La verdad
«¿Qué es la v erdad?», preguntó Pilato. Quizás no estaba
realmente interesado en la respuesta. Sin embargo, ¿qué es la v erdad?
Esta pregunta podría recibir muchas respuestas (y las ha recibido),
algunas muy concretas, otras más teóricas. Para nuestros propósitos, lo
que necesitamos es una definición mínima que nos permita demostrar
que, a diferencia del relativ ismo, la v erdad es una categoría absoluta.
¿Qué tenemos en mente cuando preguntamos si algo es cierto?
Tomemos la siguiente afirmación: «Mi auto está en el estacionamiento».
¿Cuándo es cierta esta afirmación? Cuando mi auto efectiv amente está
en el estacionamiento. ¿Cuándo es cierta la fórmula «el cuadrado de la
hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos en un
triángulo rectángulo»? Cuando se cumple esa relación geométrica en
un triángulo rectángulo. ¿Cuándo es cierta la afirmación «Dios existe»?
Cuando Dios realmente existe.
En cada caso, entender que la afirmación es cierta significa más o
menos lo siguiente: que hay algún tipo de realidad independiente de lo
que decimos sobre ella. En otras palabras, el auto está en el
estacionamiento o no está allí; la geometría de los triángulos rectángulos
cumple el teorema de Pitágoras o no; Dios existe o no existe. La realidad
es un hecho. Nuestras proposiciones son ciertas si se corresponden con
la realidad en cuestión y son falsas si no se corresponden con la
realidad. Es la denominada teoría de la correspondencia de la v erdad,6
que se puede expresar en forma sucinta:
verdad = lo que se corresponde con la realidad.
Para los propósitos de esta teoría de v erdad, no importa qué
concepción tengamos de la naturaleza de la realidad. La may oría de
nosotros pensamos que la realidad es una combinación compleja de
fenómenos físicos, espirituales y mentales. En ese caso, las proposiciones
que representen fielmente cualquiera de estos aspectos de la realidad
pueden ser ciertas. En suma, según la teoría de la correspondencia de la
v erdad, una proposición es cierta si se corresponde o concuerda con la
realidad, sea cual sea la realidad.
La naturaleza de la realidad será luego descubierta mediante su
inv estigación. Podemos, por tanto, ampliar nuestra primera pregunta:
«Dada la v erdad, ¿podemos conocerla?». ¿Podemos efectiv amente
determinar si una proposición se corresponde con la realidad?

El conocimiento
La última pregunta parece empantanarnos en una interminable
maraña de profundas cuestiones metafísicas que solo podrían
responderse mediante una intensa meditación, pero las apariencias
engañan. En realidad, si nos limitamos a ejemplos más modestos, la
respuesta es fácil.
¿Qué queremos decir cuando preguntamos si podemos saber
que algo es v erdadero? Volv amos al ejemplo de mi auto en el
estacionamiento. ¿Cómo puedo saber si mi afirmación se corresponde
con la realidad? ¿Cómo puedo saber que es cierta? La respuesta es
ev idente: puedo ir y v erificarlo. Si v eo al auto, la afirmación debe ser
cierta. Pero ¿cómo puedo estar seguro? Puedo ir acompañado de
algunos amigos; puedo v erificar la matrícula del auto; puedo pedirle al
FBI que determine la identidad del dueño del v ehículo. Pasadas todas
las pruebas de v erificación, y si no hay otra manera adecuada de
confirmarlo, puedo estar seguro de que mi auto está efectiv amente en el
estacionamiento. Y podré afirmar que sé que mi auto está en el
estacionamiento.
Esta línea de razonamiento se inscribe en una antigua tradición de
definir el conocimiento como «creencia justificada».7 Esto quiere decir
que una creencia está «justificada» si pasa todas las pruebas pertinentes.
Tenemos dos opciones: la consideramos conocimiento genuino o nos
resignamos al escepticismo. Hay muchas creencias que no están
justificadas de este modo, y debemos ser cautelosos para diferenciar
entre opiniones, suposiciones, v erdades posibles y v erdadero
conocimiento. Negar la posibilidad de cualquier tipo de conocimiento,
una v ez v erificadas todas las pruebas pertinentes y obtenidos los
resultados, no es ser cauteloso, es ser escéptico. Como y a v imos, el
escepticismo es una posición insostenible. Por lo tanto,
conocimiento = creencia justificada.

A lgunas salvedades
El desarrollo de este razonamiento no implica alguna forma de
infalibilidad humana. Se basa en la posibilidad realista de que, para
determinadas creencias humanas, es posible establecer un conjunto de
pruebas que nos permitirán establecer, en la medida de nuestras
capacidades, que las creencias son v erdaderas. Exigir más justificaciones
no tendría sentido; aunque ciertamente hay suficiente margen para el
error, porque tal v ez no contamos con todas las pruebas, algunas de
ellas pueden no ser pertinentes, o quizás no sacamos las debidas
conclusiones de estas. Son posibilidades reales, pero no son motiv o
para cambiar la definición del conocimiento; simplemente muestran que,
como seres humanos, con frecuencia no alcanzamos el conocimiento
ideal. A riesgo de ser redundante, afirmar categóricamente que nunca
podremos poseer esa clase de conocimiento solo nos llev ará a la
autodestrucción del escepticismo.
Otro punto crucial que debemos tener presente es que hay
muchas pruebas diferentes de la v erdad, que dependen de la creencia
en cuestión. Para la creencia de que mi auto está en el estacionamiento,
la prueba más lógica es ir y mirar. Pero esa prueba no sirv e para
v erificar la v erdad de un teorema de geometría: un profesor jamás
aceptaría como v álida otra cosa que no fuera una demostración lógica
de esa v erdad. Del mismo modo, si intentara deducir que mi auto está
en el estacionamiento de la misma manera en que pruebo un teorema de
geometría, sería muy raro de mi parte y seguramente no lo conseguiría.
En la historia de la filosofía abundan las discusiones improductiv as
que resultaron de aplicar un solo método para probar la v erdad. Peor
aún, cuando la prueba resultó no tener aplicabilidad univ ersal, se
decidió que era imposible v erificar el conocimiento.
¿Cómo saber si hemos agotado todas las pruebas pertinentes
para una creencia en particular? La respuesta solo puede ser v aga,
porque depende claramente de la creencia en cuestión. Probablemente
hay amos recurrido a todas las pruebas pertinentes cuando las
objeciones a una creencia conllev an más problemas que la propia
creencia, o cuando quienes la objetan reclaman una prueba sujeta a
una posibilidad que ningún ser humano normal admitiría.
A modo de ilustración, aportaré un ejemplo triv ial. Volv amos a la
creencia de que mi auto está en el estacionamiento. Confirmé los hechos
cabalmente, con la ay uda de mis amigos y del FBI, y estoy conv encido
de que hay un v ehículo ubicado en el estacionamiento y que es el mío.
A hora, alguien que recién empieza a estudiar filosofía podría sugerir que
tal v ez el auto en el estacionamiento es un holograma proy ectado en ese
espacio y tiempo por unos marcianos desde una nav e espacial que
sobrev uela la tierra. ¿Cómo responder a dicha objeción?
Lo cierto es que no tengo una respuesta satisfactoria, pero
tampoco la necesito. La persona que plantea esa posibilidad debería
poder defenderla y estar en condiciones de descartar cualquier prueba
sobre la inexistencia de los marcianos que a mí se me ocurra. Obligarme
a que y o me haga cargo de esa objeción no es razonable. No podría ser
capaz de defender mi creencia sobre la ubicación de mi auto contra
toda duda imaginable. Lo único que necesito hacer es poder defenderla
contra toda duda razonable. El que inv entó esa objeción seguramente
tampoco la cree y solo la plantea a los efectos de argumentar en mi
contra.
En realidad, podríamos dev olv erle la jugada y señalarle que su
exigencia ni siquiera es legítima, porque implica admitir que, para ser
cierta, una creencia debería hacer frente a cualquier duda concebible.
Ninguna creencia puede cumplir ese requisito, ni siquiera la creencia de
que una creencia para ser cierta debería poder hacer frente a cualquier
duda concebible. Lo que importa no son todas las objeciones y
nociones alternativ as que alguien pudiera inv entar como argumentos
para esgrimir, sino solo aquellas objeciones y exigencias razonables
planteadas por gente racional. Esas y a son suficientemente difíciles de
responder. Si hubiera un grupo de gente que (a su entender) realmente
pensara que tiene razones para creer que mi auto es un holograma
marciano, me sentiría mucho más obligado a considerar su objeción.
Hemos definido el relativ ismo y explorado su origen en div ersas
facetas de nuestra v ida. Intentamos demostrar por qué esos factores no
conducen necesariamente al relativ ismo. Luego adoptamos una posición
de ataque y demostramos que el relativ ismo y su hermano gemelo, el
escepticismo, son insostenibles en la práctica. Finalmente, procuramos
mostrar la posibilidad de conocer la v erdad sin caer en el dogmatismo y ,
para ello, definimos la v erdad como correspondencia con la realidad y
el conocimiento como creencia justificada. Cómo podemos incluso
intentar justificar las creencias religiosas, y en qué medida dicho
esfuerzo puede arribar a buen puerto, son preguntas pendientes que
retomaremos en el siguiente capítulo. Por el momento, v olv amos a
considerar los casos introductorios.

Respuesta al caso 1: No recuerdo qué le contesté a este estudiante. Lo que le debería


haber dicho es algo en la línea de las críticas al relativismo que detallé en este capítulo.
Tendría que haberle mostrado que él tampoco vivía conforme a pautas relativistas y que
apelar a la lógica budista era una salida elegante porque yo lo tenía verbalmente
acorralado. Debería haberle dicho que, si no adoptaba toda la cosmovisión budista, no tenía
ningún derecho a apelar a la lógica budista, aunque ni siquiera eso lo sacaría de su aprieto.
Tendría que habérselo planteado de manera comprensiva y amigable. Antes de terminar la
conversación, debería haberme asegurado de que hubiera entendido el ofrecimiento de la
gracia de Dios, que era lo verdaderamente importante, no la naturaleza de la lógica. Por
último, tendría que haber hecho arreglos para volvernos a encontrar y seguir conversando.
Los relativistas aprecian las amistades no-relativistas, aun en esta sociedad que inventó la
frase: «No es asunto mío».

Respuesta al caso 2: Siempre me dejan intrigado las personas que como Linda dicen
estas cosas (porque no es la única). Para empezar, no sé cuántas personas llevan vidas
cristianas tan buenas que todos pueden ver inequívocamente a Jesús en sus vidas. No
pretendo sugerir que nuestra vida no debería ser un claro testimonio de Cristo (debería
serlo) ni que deberíamos canalizar todas nuestras conversaciones a una discusión religiosa
(no deberíamos hacerlo), pero me llama la atención que algunas personas se resistan a dar
el más mínimo testimonio verbal de su fe en Cristo. Primera Pedro 3:15 nos exhorta a
estar preparados para dar razón (presentar una defensa) de nuestra esperanza, nada más
alejado de la afirmación relativista: «Es cierto para mí, pero tal vez no lo sea para ti». El
problema del relativismo de Linda es que aparentemente el cristianismo tampoco es cierto
para ella, porque la esencia del cristianismo es que Dios es uno y que hay un solo plan de
salvación. «Porque de tal manera amó Dios al mundo . . . », y no solo a quienes se sienten
cómodos con la idea de Dios.
Respuesta al caso 3: Me imagino que Poncio Pilato era un hombre muy cínico, para quien
la verdad era un simple asunto expeditivo. Su pregunta parece propia de un hombre nacido
dos mil años antes de su época, pero su relativismo ilustra otra faceta importante de esta
cuestión. La verdad se vincula con la realidad, y cuando se la transforma en una cuestión
debatible, podemos perder de vista la realidad. Pilato parecía estar solo interesado en
codearse con uno que había dicho que Él era la verdad. No nos olvidemos que, al hablar de
la verdad, nuestro objetivo es la realidad de Jesús y no la disputa intelectual.

Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de terminar de estudiar este capítulo, usted debería poder:

1. Definir el relativ ismo.


2. Describir seis factores que explican por qué el relativ ismo
está tan extendido.
3. Demostrar por qué estos seis factores no constituy en un
argumento conv incente para el relativ ismo.
4. Presentar dos críticas concretas al relativ ismo (basadas
en las ideas del escepticismo y la imposibilidad de v iv ir
en la práctica el relativ ismo).
5. Explicar la idea de la v erdad como correspondencia con
la realidad.
6. Explicar el concepto del conocimiento como creencia
justificada.
7. Demostrar cómo una comprensión básica del
conocimiento no tiene que ser necesariamente
dogmática para ev itar el escepticismo.
8. Ser capaz de identificar el siguiente nombre con la
contribución aludida en este capítulo: Paul Weiss.

Reflexión sobre las ideas


1. Encuentre ejemplos de relativ ismo en prensa, rev istas,
programas de telev isión, etc. ¿Con qué temas se lo
v incula?
2. Si consideramos a los indiv iduos, y no a una cultura en
su conjunto, ¿por qué es tan popular el relativ ismo?
3. ¿Puede señalar algún otro factor, aparte de los seis
mencionados en este capítulo, para explicar por qué
nuestra cultura contemporánea simpatiza tanto con el
relativ ismo?
4. Hemos criticado el relativ ismo por ser una posición
imposible de poner en práctica. ¿En qué medida es un
criterio que podríamos aplicar con justicia a otras
posiciones? ¿Cómo deberíamos especificar los alcances
de este criterio?
5. Definimos la v erdad como «correspondencia con la
realidad». ¿Cómo podríamos responder al argumento
de que, como tenemos diferentes ideas sobre lo que es
la realidad, debe haber también diferentes v erdades?
6. Definimos el conocimiento como una «creencia
justificada». ¿Debo saber si una creencia ha sido
justificada o no antes de poder aceptarla?
7. Para retomar una pregunta planteada al principio de
este capítulo y contestada en la última parte, ¿en qué
punto se v uelv e innecesario responder a las objeciones
teóricas esgrimidas contra una creencia en particular?
¿Puede pensar en situaciones en las que conv endría
recurrir a esta idea?

Lecturas adicionales
A llan Bloom, The Closing of the A merican Mind (Nuev a York : Simon &
Schuster, 1987).
Richard J. Mouw, Distorted Truth (San Francisco: Harper & Row, 1989).
Lesslie Newbigin, The Gospel in a Pluralist Society (Grand Rapids:
Eerdmans, 1989).
Francis A . Schaeffer, The God Who Is There (Downers Grov e, IL:
InterVarsity Press, 1968).

1 No intente leer algo «profundo» en esta afirmación. Cada tanto algunos estudiantes
se frustran realmente con este tipo de afirmaciones porque les parece que no captan su
significado pleno. Buscan algo que no está. El principio significa solo lo que dice.
2 En realidad, Rushdie no hizo tal cosa. Cometió el «delito» más sutil de satirizar a la
institución islámica, entre muchas otras religiones. Salman Rushdie, Los versos satánicos
(Barcelona: Debolsillo, 2004).
3 La falacia de composición y de división. (Por ejemplo, la especie humana es una
multitud innumerable; yo pertenezco a la especie humana; por lo tanto, yo soy una
multitud innumerable).
4 Martin E. Marty, Protestantism in the United States: Righteous Empire, 2.ª ed.
(Nueva York: Scribner’s, 1986), 45-46.
5 Paul Weiss, First Considerations (Carbondale: Southern Illinois University Press,
1977), 7-12.
6 Más adelante aprenderemos y usaremos la segunda teoría de la verdad, la «teoría de
la coherencia». Por el momento, para nuestros propósitos, nos basta con la teoría de la
correspondencia. De cualquier modo, es posible argumentar con propiedad que una teoría
de la coherencia supone de alguna manera una teoría de la correspondencia. Comp.
Bertrand Russell, Los problemas de la filosofía (Barcelona: Labor, 1995), capítulo 12.
7 Nuevamente señalamos que esta descripción particular del conocimiento no es la
única presente en la literatura filosófica. Por ejemplo, en los últimos tiempos se ha
suscitado mucho interés en determinar cuándo es justificable sostener una creencia, a
diferencia de nuestro interés por determinar la justificación de la propia creencia. A mi
entender, no podemos considerar esta cuestión con propiedad hasta tanto no estemos
seguros de la integridad de la propia creencia. ¿Es posible justificar a la persona que tiene
una creencia falsa?
3

El conocimiento: algunos
componentes importantes

No se requiere ninguna prueba


Caso 1: Más o menos a la mitad de mi curso de Apologética, acostumbro dar una clase
sobre el argumento cosmológico a favor de la existencia de Dios (ver el capítulo 6). Les
pido a los estudiantes que adopten una actitud escéptica y que pongan en entredicho
cuanta premisa postule e intente defender. Un año, un estudiante sentado en la sexta fila
levantó la mano y me anunció:
—En lo que a mí respecta, toda esta sarta de argumentos para intentar probar la
existencia de Dios es una pérdida de tiempo.
¿Cómo responderle? Ni siquiera hizo el planteamiento como una pregunta.
Entonces decidí preguntarle yo:
—A ver, Frank, ¿por qué crees tú que Dios existe?
—Lo sé y punto —me respondió—. Tengo comunión con Él y es real para mí.
Tengo una relación personal con Dios. No puedo dudar de Su existencia, y usted no
necesita probarme que Él existe.

Sin sombra de duda


Caso 2: Era otra noche de sábado en el café evangélico The Natural High. Como encargado
del café, tenía que ocuparme de coordinar la animación, asegurarme de que hubiera
suficiente personal en las mesas y ayudar a solucionar cualquier problema que pudiera
surgir. Solo podía despreocuparme de las palomitas de maíz; a todos les encantaba
dirigirse a la cocina y evangelizar salando el maíz en lugar de ser la sal de la tierra. De
pronto, uno de los colaboradores me llamó a su mesa para que lo ayudara con la
conversación. Dos universitarios defendían una posición humanista y el colaborador no
sabía cómo responderles. Intenté lentamente llevar la conversación hacia mi tema
preferido: ¿cómo podemos saber qué cosmovisión es verdadera? Al cabo de unos minutos,
uno de los jóvenes se reclinó hacia atrás en su silla, se cruzó de brazos y me dijo:
—Deme una prueba irrefutable de que Dios existe, sin sombra de duda.

El método científico
Caso 3: Durante mi segundo año en la universidad, tuve que cursar Introducción a la
Psicología. Estábamos en el anfiteatro, esperando que comenzara la clase, cuando oí
distraído una conversación que tenían dos compañeros sentados en la fila detrás.
Un estudiante se quejaba del curso.
—Es demasiado científico para mí —dijo—. No se puede estudiar el ser humano
igual que los átomos y los elementos químicos.
El joven sentado a su lado, asumió la defensa de la ciencia en este minidebate.
—Quieres saber la verdad, ¿no? El método científico es la única manera que
tenemos para conocer la verdad de las cosas.

La verdad que transforma vidas


Caso 4: Un integrante del equipo profesional de fútbol americano de nuestra localidad
estaba hablando con nuestro grupo de jóvenes. Les explicó los problemas que había
enfrentado en su vida y cómo Jesucristo lo había rescatado del pozo en que se encontraba.
Terminada la presentación, uno de los oyentes levantó la mano y le preguntó cómo podía
estar seguro de que el cristianismo fuera verdadero. ¿Qué lo llevaba a pensar que no
estaba perdiendo la vida por una ilusión? El deportista respondió:
—¿Cómo puedes preguntarme si el cristianismo es verdadero después de lo que
he experimentado? Sé que es cierto porque me transformó la vida. Y si dejas que Cristo
transforme tu vida, tú también comprenderás que Él es real.

En el capítulo anterior, definimos la v erdad como «aquello que se


corresponde con la realidad». Postulamos que tenemos conocimiento
cuando una creencia ha pasado una serie de pruebas para v erificar su
v erdad; entonces podemos decir que es una creencia justificada. Por
último, demostramos que no hay una prueba univ ersal para todos los
tipos de creencias. La prueba dependerá de cada creencia en particular.
A hora, continuaremos el razonamiento y comenzaremos a pensar
en términos de probar la v erdad del cristianismo. A modo de ejemplo,
uno de sus aspectos particulares —la existencia de Dios— será un eje
importante de nuestra discusión. Por el momento, la meta no es tanto
probar la existencia de Dios o del cristianismo, sino descubrir un método
que nos permita v alidar la prueba. Por ende, en este capítulo
continuaremos ocupándonos de asuntos preliminares, aunque cruciales.
A lgunos podrían preguntarse por qué dedicar tanto tiempo y
esfuerzo a estas cuestiones de la v erdad y el conocimiento. Sería más
agradable limitarnos a darlas por supuestas y concentrarnos en asuntos
más concretos. Sin embargo, como planteamos en el capítulo anterior,
la posibilidad misma de conocer la v erdad es una objeción importante
esgrimida contra el cristianismo. Solo una muy cuidadosa
documentación de cómo opera realmente el conocimiento nos permitirá
v encer lo que, de otro modo, se conv ertiría en una batalla de
v aguedades y generalizaciones.
Cualquier método para inv estigar la v erdad y el conocimiento se
engloba bajo el término «epistemología». Describiremos cuatro
importantes componentes del conocimiento.1 Casi toda nuestra labor de
justificar las creencias incluirá uno o más de ellos. La dificultad en esta
discusión es que en div ersos momentos de la historia las personas han
recurrido a uno u otro de estos componentes como única razón para
justificar la v erdad cristiana. Lamentablemente, estos intentos no fueron
del todo eficaces. Como v eremos en el siguiente capítulo, el
conocimiento necesita un abordaje más holístico, que tenga en cuenta
div ersos sistemas y cosmov isiones. Por el momento, nos
concentraremos en los cuatro componentes, a saber:

autoev idencia,
racionalidad,
información sensorial,
aplicabilidad.

Para cada uno de estos cuatro componentes mostraremos:

su importancia para el conocimiento en general,


cómo se usaron como argumento casi exclusiv o para
justificar la creencia religiosa, y
las limitaciones de estos argumentos.

Autoevidencia
A ceptamos que muchas creencias son v erdaderas porque son
ev identes por sí mismas. Esto significa que ni siquiera tendría sentido
que intentáramos encontrarles una justificación. Basta con entenderlas
para saber que son v erdaderas. Estas creencias incluy en proposiciones
analíticas, creencias básicas y el conocimiento prov eniente de la
experiencia sensorial inmediata.
Proposiciones analíticas. Estas proposiciones son v erdaderas por
el simple hecho del significado de las palabras utilizadas. Por ejemplo,
«un círculo es redondo» o «un soltero es un hombre que no está
casado». Si entendemos el significado de «círculo», «redondo»,
«soltero» y «no casado», será ev idente que estas oraciones deben ser
v erdaderas. Son autoev identes en la medida que conozcamos el idioma.
Lo mismo sucede con las creencias básicas. No puedo aportar
una prueba conv incente del hecho de mi existencia, ni de que tengo un
pasado significativ o (es decir, que ni el mundo ni mi memoria
comenzaron a existir hace apenas un segundo) ni de que la v ida v ale la
pena. Las acepto sin reserv as como v erdaderas. También diría que todo
el que dudara de ellas tiene un problema que elude la mera curiosidad
intelectual. No son proposiciones analíticas; negarlas no implica una
contradicción lógica inconcebible, pero no tiene ningún sentido
rechazarlas. Son parte integral de las creencias de cualquier persona
racional. Son básicas, son autoev identes.
También deriv amos gran parte de nuestro conocimiento de la
experiencia sensorial inmediata. Estoy escribiendo estas palabras en un
v uelo transatlántico a Europa, con el típico dolor de cabeza que me
aqueja siempre después de una hora de v uelo. Supongamos que la
persona sentada a mi lado me pidiera que le demostrara que tengo un
dolor de cabeza. No sabría qué decirle. Lo tengo, lo siento, estoy
seguro de que me duele. Sin embargo, no puedo aportarle a nadie
ninguna prueba de que tengo este dolor de cabeza. Lo que es cierto
para los dolores de cabeza es también probablemente cierto para otras
sensaciones que experimentamos, si bien debemos ser cautos, y a que
nuestras mentes son procliv es a catalogarlas como creencias, conceptos
y actitudes. No obstante, parecería haber un tipo de sensaciones, como
la percepción de los colores, el hambre o la felicidad, que nos resultan
innegables cuando están presentes. A lguien podría dudar de nuestras
razones para pensar que sentimos lo que sentimos, pero cuando
tenemos esas experiencias, nosotros no dudamos de ellas. Son
autoev identes.
La autoev idencia es un ingrediente esencial del conocimiento
humano. La cuestión ahora es si la autoev idencia es razón suficiente
para explicar las creencias religiosas. A lgunos opinan que sí. Podemos
mencionar dos categorías.
La primera es el misticismo, o la experiencia personal directa. Una
persona religiosa podría afirmar que, así como no se puede dudar de la
experiencia directa de los sentidos, tampoco podemos dudar de la
experiencia directa de Dios. A v eces, es v álido calificar de «mística» una
experiencia no mediada de Dios. En una experiencia mística, la persona
siente que ha tenido una comunicación directa con Dios. En dichas
circunstancias, no tendría sentido exigir pruebas de la existencia de Dios,
mucho menos intentar probarla, y a que sería lo mismo que me pidieran
que probara el dolor de cabeza que siento. Para los místicos que sienten
la presencia de Dios, Su existencia es autoev idente.
La segunda categoría es que Dios es una creencia básica. A lv in
Plantinga, un filósofo contemporáneo ha popularizado la idea de que
para el cristiano la creencia en Dios es tan básica como las creencias
mencionadas anteriormente; por ejemplo, «y o existo».2 Para el
cristiano, la existencia de Dios es la esencia misma de todo conocimiento.
Para él, no tiene ningún sentido cuestionarse la existencia de Dios, ni
tampoco se siente sujeto a ninguna obligación ética de contar con
pruebas de Su existencia antes de creer en Él. Que Dios no exista se ha
conv ertido en una imposibilidad, no porque carezca de lógica (como un
círculo cuadrado), sino porque le resulta inconcebible (sería equiv alente
a pensar en que él mismo no existe). En síntesis, la existencia de Dios
debe ser autoev idente.
Es difícil criticar la idea de que las creencias deberían ser
v erdaderas porque son ev identes por sí mismas. Un compromiso de fe
que repose sobre una v erdad autoev idente sin duda conllev a el grado
máximo de certeza. Sin embargo, necesitamos recordarnos la agenda
que nos fijamos en el primer capítulo. Como herramienta para confirmar
la v erdad del cristianismo, apelar a la autoev idencia solo conv ence a los
y a conv encidos.
El objetiv o del ejercicio que nos propusimos es lidiar justamente
con aquellos casos en que la v erdad del cristianismo no es autoev idente.
A firmar que el cristianismo es v erdad porque es ev idente por sí mismo
sería dar por sentado lo que se quiere probar. Decir que debería ser
autoev idente es una incoherencia porque la ev idencia no puede ser
impuesta. En suma, aunque la autoev idencia es un ingrediente
importante en la compleja estructura de todo lo que configura el
conocimiento, por sí sola es insuficiente para demostrar la v erdad del
cristianismo, porque solo puede ser admitida por quienes y a están
seguros de dicha v erdad.

Racionalidad
Para responder a las anteriores dificultades respecto a la
autoev idencia, necesitamos algún método de conocimiento que sea
v erdaderamente univ ersal. ¿Qué podría ser más univ ersal que la
racionalidad humana básica? El segundo componente del conocimiento
que consideraremos será la lógica y las deducciones que posibilita.

Deducción lógica
La lógica, como aludimos en el capítulo anterior, es un
ingrediente esencial del conocimiento. En realidad, es difícil imaginarnos
siquiera qué significaría la propia idea del pensamiento humano si no
fuera por la lógica, que nos permite encadenar nuestras ideas y crear
nuev as ideas significativ as.
Tomemos un argumento elemental como el siguiente:
Si París está en Francia, luego está en Europa.
París está en Francia.
Por lo tanto, París está en Europa.
Las primeras dos proposiciones son las premisas y la tercera es la
conclusión. Notemos que cuando concluimos que París está en Europa
no nos limitamos a calcular probabilidades. Si las premisas son
definitiv amente v erdaderas, la conclusión no afirma que contamos con
buenas razones para suponer que París está en Europa.
Inobjetablemente, París está en Europa. El principio inv olucrado es que
cada v ez que un argumento tiene premisas v erdaderas y es formalmente
v álido, entonces es correcto, y la conclusión debe ser tan v erdadera
como las premisas. Si no fuera así, el pensamiento humano no sería otra
cosa que una colección aleatoria de palabras incoherentes.
La geometría es un ejemplo de deducción lógica en su estado
más puro. Si alguna v ez tomó un curso de geometría, quizás recuerde el
procedimiento. Había cierta clase de información que v enía «dada».
Podían ser definiciones, axiomas o teoremas, así como otros datos que
no se podían cuestionar. La tarea del estudiante era demostrar una
conclusión en particular a partir de la información dada y conforme a
ciertas ley es racionales básicas. Recurrir a datos adicionales inv alidaba la
demostración.
Podemos usar la geometría como modelo para una epistemología
racional por derecho propio. En dicho caso, eso nos permitiría aplicar
este método a otras creencias para justificarlas. Necesitaríamos contar
con un punto de partida «dado», algo sobre lo que todos estuv iéramos
de acuerdo; y luego podríamos deducir la creencia en cuestión a partir
de la información dada y v aliéndonos solo de un razonamiento lógico.
Si es posible emplear este método en geometría, tal v ez también sirv a en
otras áreas. Esta epistemología se conoce como racionalismo. Para el
racionalismo, una creencia justificada es aquella que se puede deducir
lógicamente de un incontrov ertible punto de partida «dado».

El argumento ontológico
¿Podríamos aplicar el racionalismo a las creencias religiosas? Hay
quienes argumentan que es posible e incluso han intentado demostrar
cómo hacerlo. Entre ellos, cabe mencionar a A nselmo, un teólogo
mediev al, y a René Descartes, un filósofo del siglo XVII; estos
pensadores inv entaron y renov aron el denominado argumento
ontológico para probar la existencia de Dios.3 Nos remitiremos al
argumento tal como lo presentó Descartes y a que es más simple que el
razonamiento de A nselmo.4
Descartes comienza recordándonos que ciertas ideas están
siempre lógicamente conectadas entre sí. Por ejemplo, no puedo
concebir una montaña sin un v alle y un triángulo será siempre un
objeto geométrico con la propiedad de que la suma de sus tres ángulos
internos es siempre 180 grados. En filosofía, para expresar esta relación
se dice que algunos conceptos (por ejemplo, las montañas) implican
necesariamente otros conceptos (por ejemplo, los v alles). Descartes
postula como un hecho dado la idea de que Dios está siempre asociado
a la idea de reunir todas las perfecciones.
La palabra perfección, en este contexto, tiene un significado
diferente al uso común. Podemos definirla técnicamente como una
propiedad positiv a que es intrínsecamente mejor tenerla que no tenerla,
o —menos técnicamente— aquello que siempre hace bien a las cosas. Yo
tengo algunas perfecciones en ese sentido, aunque lejos estoy de ser
perfecto en el sentido más común de la palabra; pero tengo algunas
cualidades que presumiblemente contribuy en a cualquier bondad que
pueda tener. Podríamos decir, entonces, que el concepto de Dios es
diferente porque Dios debería reunir todas estas perfecciones y las
debería poseerlas de manera ilimitada.
Según Descartes, la «existencia» es una de estas perfecciones. El
filósofo parte de la suposición de que es intrínsecamente mejor existir
que no existir. Por lo tanto, la «existencia» debe ser una de las
perfecciones que le atribuimos a Dios. A hora tenemos suficiente
información para sacar una conclusión a partir de dos premisas fuertes.
Dios, por definición, tiene todas las perfecciones.
La existencia es una perfección.
Por lo tanto, Dios existe.
Este argumento rara v ez (o nunca) gana adeptos en la primera
lectura. La may oría de las personas, llev adas por su instinto, reaccionan
contra la posibilidad de probar la existencia de Dios en tres pasos tan
simples. Yo, también; pero antes de olv idarnos de este argumento,
pongámoslo en perspectiv a.
El razonamiento, tal como está planteado, es formalmente v álido.
No hay ninguna falacia, no hay ninguna petición de principio, no da
por sentado lo que quiere probar.
Este argumento adopta div ersas v ariantes. Las dos v ersiones de
A nselmo plantean lo mismo, pero lo expresan de diferente manera.
A simismo, hay algunos filósofos contemporáneos que defienden
v ersiones complejas del argumento ontológico. Entre ellos, A lv in
Plantinga, quien al principio criticó todas las v ariantes de este
argumento, pero luego elaboró su propia v ersión.5
No existe ninguna razón que nos impida probar la existencia de
Dios en tres pasos (aunque nuev amente debo confesar que tengo mis
reserv as). Debemos resistir la tentación de desechar un argumento
racional por el simple hecho de que funciona.
Evaluación del argumento ontológico
Como solo estamos usando este argumento con fines ilustrativ os,
no necesitamos internarnos en una extensa discusión de todos sus
méritos y defectos.6 Por lo pronto, nos limitaremos a mostrar que es
inadecuado si se lo considera solo en términos de racionalismo puro.
Planteemos dos preguntas.
Primero, ¿contamos con un punto de partida univ ersalmente
dado? En el contexto de este argumento, esta pregunta significa: ¿la
idea de que Dios por definición reúne todas las perfecciones es aceptada
por todo el mundo?
La respuesta es que muchas personas no la aceptan: es un
asunto polémico, a v eces incluso para quienes creen en Dios. Por lo
tanto, no es un dato «dado» como lo requiere la epistemología. Es
cierto que tal v ez podamos presentar un argumento conv incente a
fav or de la idea de que un ser completamente perfecto es una
posibilidad aceptable. Sin embargo, esa sería la conclusión de un
argumento, dejaría de ser un dato dado. Habría que aceptar un
concepto en particular antes de poder comenzar con este argumento.
Segundo, ¿el argumento se desarrolla solo por deducción lógica?
Nuev amente, la respuesta es no. Lo más relev ante es la proposición
extremadamente dudosa de que la existencia es una perfección. Muchos
filósofos la admitirían, pero muchos otros seguirían a Emanuel Kant y
dirían que la existencia no es una perfección, dado que ni siquiera es
una propiedad. La existencia significa que las propiedades son reales; no
agrega por sí sola ninguna otra propiedad. En cualquier caso, sea quien
sea que esté en lo cierto, es ev idente que se trata de una cuestión
metafísica discutible y , por lo tanto, no sirv e como punto de partida
dado para una deducción lógica. Como en el caso anterior, el
argumento y a supone ciertas conv icciones para ser aceptable.
Esta es la suerte que se le depara al racionalismo cuando se lo
aplica a la v erdad religiosa. A unque promete mucho en cuanto a
objetiv idad y univ ersalidad, el racionalismo al final sufre los mismos
inconv enientes que la autoev idencia: como argumento, está limitado a
los iniciados, los y a conv encidos. Como no es posible identificar un dato
dado, el razonamiento inev itablemente no dependerá de la simple
deducción lógica y requerirá información adicional. Por lo tanto,
aunque la racionalidad es un componente indispensable del
conocimiento, no tiene suficiente fuerza para probar la v erdad cuando
se trata de asuntos trascendentales como la existencia de Dios.

Información de los sentidos


Nuestro tercer componente parece el que mejor se ajusta a la
cuestión de univ ersalidad. ¿Por qué no basarnos en que gran parte de
nuestro conocimiento está fundado en la experiencia sensorial? Muchos
filósofos, entre los que se encuentra A ristóteles, han postulado que el
conocimiento significativ o comienza con esta facultad.

Empirismo
Tradicionalmente los sentidos son cinco: v isión, olfato, oído,
gusto y tacto. Podemos comenzar con la simple afirmación de que
accedemos a gran parte de nuestro conocimiento directamente a trav és
de estos sentidos. Sería absurdo cuestionar esta afirmación, y a que la
obtuv imos mediante nuestros sentidos, porque la leímos o la
escuchamos. Es indiscutible que el conocimiento incluy e en gran medida
un componente sensorial.
Podemos, entonces, comenzar a considerar la posibilidad de que
este componente sea una prueba de su v alidez. Necesitaremos ahora
realizar una observ ación sensorial para luego inferir algo a partir de ella;
sin embargo, debemos distinguir entre aquellos casos limitados de
experiencia sensorial directa que mencionamos en el contexto de la
autoev idencia y este método más complejo. En su momento, nos
referimos a sensaciones como un dolor de cabeza, que podría ser lo más
próximo a una sensación primitiv a; ahora, se trata de información
obtenida de los sentidos, pero menos directamente. De alguna manera,
los datos han sido procesados. Por eso hablamos de observ aciones, no
de meras impresiones sensoriales; y no tenemos realmente conocimiento
mientras no hay amos inferido algo a partir de nuestras observ aciones.
Esta manera de probar la v erdad de un conocimiento se llama
empirismo. Podemos afirmar que en el empirismo una creencia está
justificada si es una inferencia v álida de una observ ación sensorial.
Por supuesto, este tipo de conocimiento es la esencia misma de
las ciencias naturales (así como de algunas corrientes de las ciencias
sociales). Ya se trate de biología, química, física o de cualquier otra
disciplina, la inv estigación científica se centra en observ aciones que
tienen una particularidad: en principio, deben ser reproducibles. Si
alguna v ez lee un artículo en una rev ista científica profesional, v erá que
hay mucho espacio dedicado a describir la metodología utilizada por el
científico y los resultados obtenidos, mientras que los comentarios sobre
la importancia y repercusiones del experimento —el tipo de información
que recoge la prensa popular— suelen ser muy brev es.
En teoría, cualquier persona debería poder reproducir el
experimento y obtener los mismos resultados. En principio, para que un
experimento sea considerado v álido, deberíamos estar en condiciones
de confirmar los resultados de un científico, en las mismas condiciones y
con los mismos recursos. En 1989 hubo una gran controv ersia en el
mundo científico sobre dos inv estigadores asociados a la Univ ersidad de
Utah que alegaban haber descubierto la fusión en frío con v alor
comercial. Lamentablemente, sus inv estigaciones no pudieron ser
reproducidas y , por lo tanto, su v alidez científica era nula.
Esto no significa que los científicos profesionales siempre sigan el
«método científico», según la definición que usted tal v ez memorizó en
un curso de ciencias en la secundaria.7 En la práctica, la inv estigación
científica tiene un grado de flexibilidad may or que la prescrita por una
serie rígida de procedimientos que av anza de una hipótesis a una teoría,
y de allí a una ley . Los experimentos y las observ aciones de campo
tienden a confirmar los resultados específicos que se esperaba obtener,
pero lo importante es que, independientemente de cómo se describa
este método, la observ ación es fundamental. La ciencia es un
conocimiento basado en el empirismo: una serie de inferencias
deriv adas de la observ ación.

El argumento teleológico
¿Es posible usar una epistemología empírica para v alidar una
creencia religiosa? Consideremos uno de los intentos, nuev amente
v inculado a la cuestión de la existencia de Dios. Fue sugerido por
William Paley , quien en el siglo XIX defendió un argumento denominado
el «argumento teleológico».8
El argumento de Paley comienza con la observ ación de que en
muchos sentidos el univ erso se asemeja a un reloj. A partir de allí, por
analogía, se infiere que div ersas cosas que son v erdad en el caso de un
reloj deben ser también v erdaderas para el mundo, en particular, la
propiedad de tener un hacedor.
Para ser más específicos, Paley nos inv ita a dar un paseo por un
bosque. Supongamos que encontramos un reloj junto al camino.
Reconocemos de inmediato que se trata de un mecanismo de mucha
precisión, algo que no creció por sí solo en el bosque, sino que debió
haber sido fabricado por un diseñador inteligente. Paley dirige luego
nuestra atención al univ erso y nos pide que observ emos que es mucho
más complejo que el mecanismo de un reloj. Todo lo que puede decirse
del reloj a este respecto también puede decirse con más propiedad
sobre el univ erso. Si razonamos que el reloj necesita un hacedor,
mucho más debe necesitarlo el univ erso; llamamos Dios al hacedor del
mundo.
Es un argumento extremadamente plausible, y ha sido usado de
div ersas maneras en sus diferentes v ersiones. Todas apelan a la
inherente improbabilidad de que algo tan complejo como el univ erso
sea fruto del azar. Intente el siguiente experimento. Llev e un amigo ateo
a un planetario, disfruten del programa, y observ e su asombro ante tan
marav illoso espectáculo. Cuando termine, infórmele a su amigo que el
planetario y el espectáculo son simplemente fruto del azar. Seguramente
no estará de acuerdo. Señálele cuánto más se requiere que el univ erso
tenga un creador. Si procede de esta manera, habrá usado un
argumento teleológico similar al de Paley .

Evaluación del argumento teleológico


Este argumento también tiene algunas debilidades, que rev elarán
otras limitaciones más generales del empirismo. Dav id Hume, el escéptico
del siglo XVIII, señaló algunos de los problemas propios de un
argumento de este tipo.9 No lo destruy ó con un contraargumento
efectiv o, pero mostró que no era suficiente para descartar otras
opciones fuera de la existencia de Dios. Podemos resumir las reserv as de
Hume en las siguientes afirmaciones:
Primero, sabemos que los relojes necesitan un relojero solo
porque hemos v isto que los fabrican. No contamos con la misma
experiencia cuando se trata de univ ersos, porque nunca observ amos la
creación de ninguno.
Segundo, según Hume, conocemos otras cosas que no son
mecanismos, pero que son complejas y funcionan, como son los seres
v iv os, a saber, las plantas y los animales. No requieren que nadie los
haga, sino que existen por reproducción y crecen orgánicamente. Tal
v ez, el mundo se parezca más a una planta que a un reloj. En ese caso,
no necesitaría un hacedor.
Tercero, continuó Hume, muchas cosas son producto del trabajo
en equipo de v arios indiv iduos. No parece haber ninguna razón para
descartar que el univ erso hubiera sido creado por un comité de dioses.
Cuarto, tampoco parece haber una buena razón para que el
creador del univ erso sea necesariamente un Dios perfecto. Es posible
que el univ erso hay a sido creado por un dios infantil que estaba
aprendiendo a crear mundos.
Quinto, concluy ó Hume, aun si aceptáramos el argumento, este
no descarta de plano la posibilidad de que la existencia del univ erso sea
fruto del azar.
Las cinco críticas de Hume distan mucho de ser dev astadoras,
pero nos permiten v er que el argumento no es tan concluy ente como
desearíamos. A bren una brecha en el método del argumento
teleológico. Paley observ ó el univ erso y v io un reloj y , por ende, un
relojero. Hume observ ó el mismo univ erso y , al menos a los efectos de
su argumentación, v io una planta que acababa de nacer. La propia
observ ación y a está sujeta a interpretación. Lo que observ amos está
determinado, al menos parcialmente, por lo que esperamos v er.
No hay que ser relativ ista para darse cuenta de que las
percepciones son selectiv as y a menudo altamente subjetiv as. Deje de
leer por un momento y preste atención a los diferentes ruidos de fondo
que su mente filtró en los últimos minutos (gente, máquinas, v ehículos,
el aire acondicionado, la calefacción, su respiración, los sonidos
naturales del ambiente). En cualquier momento dado, nuestras
observ aciones son muy selectiv as y enfocadas. A hora que retomó la
lectura, se dará cuenta de que nuestras mentes son altamente eficaces
para dirigir nuestras observ aciones.
Debemos, por ende, descartar la idea de que nuestras
observ aciones constituirían datos primarios neutrales que todos
podríamos usar para obtener la misma información. Nuestras
observ aciones y a dependen de cómo nos posicionamos para v er algo.
Esta limitación también es aplicable a la ciencia. Quienes no somos
científicos entramos en un laboratorio y no v emos lo mismo que un
científico. Las observ aciones del científico dependerán en gran medida
de su entrenamiento. Un químico, por ejemplo, ingresará a un
laboratorio no solo con tubos de ensay o, quemadores y div ersos
elementos, sino también con la tabla periódica y muchos años de
entrenamiento y experiencia.
Por supuesto, nuestro propósito no es destruir por completo el
empirismo. A l fin de cuentas, difícilmente podemos argumentar contra
los av ances de la ciencia en el mundo moderno. Sin embargo, las
reserv as que planteamos demuestran que el método empírico por sí solo
es insuficiente, especialmente cuando se aplica en el plano religioso. En
este campo, es de suma importancia que nuestras predisposiciones
tiendan a matizar nuestras percepciones, porque en cuestiones
religiosas, nuestras percepciones suelen exacerbarse y div ersificarse. A l
fin de cuentas, está en juego nuestro compromiso más básico de cómo
contemplamos el mundo. Podemos concluir, entonces, que aunque el
empirismo es un ingrediente importante del conocimiento humano, por
sí solo no es suficiente para nuestra búsqueda.

Aplicabilidad
Se ha identificado un cuarto componente del conocimiento,
especialmente propio de la manera de pensar en Estados Unidos. Se
trata del énfasis en la noción de que todas las creencias v erdaderas
deben tener aplicación en la práctica. O, dicho de otro modo, si una
creencia no tiene consecuencias prácticas, no debe ser v erdadera. Un
europeo quizás le diga que si esto le parece sentido común, se debe en
parte a su condicionamiento cultural estadounidense.

Pragmatismo
No parecería razonable prescindir de todo tipo de criterio de
aplicabilidad para la v erdad. Si le v endo un remedio con la promesa de
que le curará todas sus enfermedades físicas y cuando lo toma le
produce dolor de cabeza, usted tendrá buenos motiv os para creer que
le dije algo falso. Por otra parte, supongamos que no puedo arrancar el
auto. Viene alguien y me dice: «Se le ahogó el carburador. Déjelo
descansar una hora e inténtelo de nuev o. Entonces arrancará sin
problema». Espero una hora, intento prender el auto y consigo hacerlo
arrancar. Me sentiré inclinado a creer que la persona tenía razón: el
motor estaba ahogado. Tal v ez eso no conv ierta la teoría en v erdadera,
pero para el caso, la consecuencia práctica fue probablemente prueba
suficiente de su v erdad. Este componente particular del conocimiento
también se ha constituido en una prueba de la v erdad por derecho
propio. Se lo denomina pragmatismo, y fue la posición de los filósofos
estadounidenses C. S. Peirce, William James y John Dewey . A unque
tenían diferentes intereses, estos tres pensadores compartían la noción
de que la v erdad de una creencia depende de si produce un cambio
práctico en el mundo. En el pragmatismo, una creencia justificada es
aquella que tiene consecuencias prácticas que la confirman.

El pragmatismo y la verdad religiosa


El pragmatismo también se ha propuesto como una prueba
exclusiv a de la v erdad religiosa. El ejemplo a continuación prov iene del
campo de la teología de la liberación en A mérica Latina. El teólogo Juan
Luis Segundo 10 observ a la intolerable situación social en A mérica Latina
y concluy e que se necesita una ideología que afirme la persona
humana, la justicia y la comunidad. Él la encuentra en las creencias
tradicionales de Dios como Trinidad: tres personas que son un Dios. Su
planteo es que solo alguien que conozca a Dios y a Dios en tres
personas puede conocer correctamente a los seres humanos en relación
entre sí. Segundo cree que el Dios cristiano es v erdad, no por razones
independientes, sino porque le aporta las creencias necesarias para
producir los cambios sociales que él desearía. Los resultados prácticos
de estas creencias se conv ierten en el sello de su v erdad.

Evaluación del pragmatismo como abordaje a la verdad religiosa


La mejor manera de criticar el enfoque pragmático a la v erdad es
ley endo a los propios pragmatistas, porque lo que para una persona es
un resultado fav orable no necesariamente lo será para otra. William
James estudió este fenómeno y decidió que, como diferentes creencias
pueden «funcionar» para diferentes personas, cabe la posibilidad de
que lleguen a ser v erdaderas dos creencias mutuamente excluy entes; 11
una v ez más, caeríamos en el relativ ismo. Por su parte, John Dewey se
fijó en las necesidades de nuestra sociedad y argumentó a fav or de una
«fe» puramente secularizada y atea.12 El asunto es que, según el criterio
de v erdad de los pragmáticos, es posible defender casi cualquier cosa
como v erdad, siempre y cuando «funcione».
A demás, el criterio pragmático no condice del todo con lo que
pensamos intuitiv amente que debería ser la v erdad. Imagine que una
persona llev a una v ida desordenada y , como consecuencia, no ha
logrado mucho en la v ida. Supongamos que esta persona recibió unos
cientos de dólares, pero se los roban y no por ningún descuido suy o.
Sin embargo, él no lo sabe; y piensa que, como es tan desordenado,
debió dejar el dinero en algún lado, pero que no recuerda dónde.
Entonces decide: «Esto y a no puede seguir así. Perdí mi dinero por ser
tan descuidado. A partir de hoy , v oy a ser más ordenado y cuidadoso,
para que no me v uelv a a suceder lo mismo». Cumple su palabra, y a los
diez años es presidente de una gran compañía. Creer que había perdido
el dinero por ser desordenado le sirv ió. Esa creencia produjo cambios
positiv os e importantes en su v ida, pero no era v erdad. La v erdad es
que le habían robado el dinero, aunque él nunca se hubiera dado
cuenta. La v erdad no cambia a pesar de las creencias de ese hombre
sobre lo sucedido y las consecuencias prácticas que ellas tuv ieron.
Vemos que tenemos una conceptualización básica de la v erdad que el
pragmatismo no contempla.
Por cuarta v ez realizamos una observ ación similar. Que una
creencia «funcione» en la práctica es un aspecto importante del
conocimiento, pero el pragmatismo como criterio de v erdad es
insuficiente.
En este capítulo, estudiamos cuatro epistemologías, encontramos
que todas tienen puntos dignos de consideración, y luego las
descartamos. Mostramos que eran insuficientes por sí solas para v alidar
la v erdad religiosa. Cada una de ellas cumple un papel en la tarea
bastante compleja de v alidar la v erdad de las creencias religiosas, pero
no es posible depender exclusiv amente solo de una.
No obstante, este capítulo nos conduce a la observ ación de que
necesitamos pensar en el conocimiento como un gran sistema con
muchos componentes. Una creencia nunca se presenta aislada, sino
siempre unida a otras creencias y predisposiciones. A la luz de esta
conclusión, v olv amos a considerar los casos de este capítulo.

Respuesta al caso 1: Me alegro de que para Frank, a diferencia de muchos otros, en este
momento de su vida, creer que Dios existe no le resulte problemático. Para él, la
existencia de Dios es autoevidente; por desgracia, eso no lo hace evidente para todos los
demás. Que Frank no requiera pruebas no significa que dichas pruebas no estén disponibles
ni que sea ilegítimo utilizarlas. Mi respuesta verbal a Frank tuvo el propósito de animarlo a
prestar atención a este problema, porque tarde o temprano, él podría encontrarse con
alguien que sí necesitara convencerse de que hay un Dios. Podría incluso tratarse de él
mismo.

Respuesta al caso 2: En el curso de los años aprendí una lección importante sobre las
personas que exigen pruebas. Después de un sinnúmero de discusiones improductivas,
ahora sé que necesito tomar la iniciativa con otra pregunta: «¿Qué aceptaría usted como
evidencia?». Con frecuencia resulta que lo que mi interlocutor desea es completamente
diferente a lo que yo le hubiera dado. Si a la persona le preocupa el sufrimiento en el
mundo, no sirve de nada presentarle el argumento cosmológico. Si la dificultad son los
milagros, no tendría sentido mostrarle cómo la resurrección verifica la deidad de Cristo. La
respuesta a mi pregunta a menudo revela que la persona exige algo que ningún ser humano
está en condiciones de aportar, como una prueba puramente deductiva conforme a pautas
racionalistas capaz de convertir automáticamente incluso al escéptico más empedernido.
Ante esa exigencia, necesitamos explicar por qué el cristianismo no es como la geometría.
En realidad, la única parte de la vida como la geometría es la propia geometría. Ojalá
hubiera sido tan lúcido aquella noche en la cafetería. Si mal no recuerdo, creo que les
resumí mi tesis de maestría antes de darme cuenta de que solo estaban interesados en
discutir por discutir.

Respuesta al caso 3: No estoy en posición de pronunciarme definitivamente sobre si el


método científico es siempre el mejor abordaje en psicología, aunque para mí debería
serlo. Sin embargo, convertir a este método en el único criterio para validar el
conocimiento en todas las áreas de la vida sería una extrapolación forzada. Me pregunto,
sin embargo, si la persona que hablaba se refería solo a procedimientos científicos rígidos.
Tal vez estaba pensando en una noción de conocimiento más elástica, basada en la
evidencia y la investigación racional. En dicho caso, podría ser más comprensivo hacia su
afirmación.
Respuesta al caso 4: Cuando tengamos que compartir nuestra fe, siempre es una buena
idea referir lo que Cristo hizo por nosotros. No hay nada malo en explicar a los demás que
Cristo también puede hacer grandes cosas en sus vidas. Con todo, necesitamos tener
cuidado de no basar la verdad del cristianismo en nuestra experiencia. El cristianismo no
es verdad porque «funciona», sino que «funciona» porque es verdad. Los miembros de
otras religiones también dicen que sus creencias están basadas en sus experiencias. Desde
la perspectiva cristiana, sus experiencias están basadas en falsedades. Por lo tanto, esa
cuestión deberá dilucidarse sobre otros fundamentos, no basta con la experiencia personal.

Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:

1. Describir cómo la autoev idencia sirv e para v alidar la


v erdad y dar tres ejemplos.
2. Mostrar cómo la autoev idencia ha sido usada para
v alidar las creencias religiosas y por qué dicho camino
podría no ser útil.
3. Describir cómo el racionalismo sirv e para v alidar la
v erdad.
4. Presentar una v ersión simplificada del argumento
ontológico, señalar sus debilidades y mostrar cómo esas
limitaciones son propias del racionalismo.
5. Describir cómo el empirismo sirv e para v alidar la v erdad.
6. Presentar una v ersión simplificada del argumento
teleológico, señalar sus debilidades y mostrar cómo esas
limitaciones son propias del empirismo.
7. Describir cómo el pragmatismo sirv e para v alidar la
v erdad.
8. Mostrar qué sucede cuando intentamos usar el
pragmatismo para v alidar la v erdad de las creencias
religiosas.
9. Identificar los siguientes nombres con la contribución
aludida en este capítulo: A lv in Plantinga, A nselmo, René
Descartes, William Paley , Dav id Hume, Juan Luis
Segundo, William James, John Dewey y C. S. Peirce.

Reflexión sobre las ideas

1. Piense en otros ejemplos de creencias autoev identes,


además de los mencionados en este capítulo. ¿A lgunas
de estas creencias son v itales para la v ida humana?
2. Un seguidor de Hare Krishna en cierta ocasión me dijo
que para él era ev idente que Krishna era Dios y que
debíamos obedecer sus mandamientos. ¿Qué le
respondería?
3. Encuentre ejemplos no relacionados con la geometría en
que se utilizan operaciones puramente formales de
deducción racional para determinar la v erdad.
4. En este capítulo criticamos el argumento ontológico
fundamentalmente porque no se adecua a los estándares
de una epistemología racional. Sin embargo, puede ser
v álido en otro sentido. Respalde o defienda el
argumento en sí mismo.
5. Encuentre ejemplos no relacionados con las ciencias
naturales en que se utiliza una forma rigurosa de
empirismo para descubrir la v erdad.
6. En este capítulo criticamos el argumento teleológico
porque, en principio, no cumple con los requisitos de
una epistemología racional. Sin embargo, puede ser
v álido en otro sentido. Respalde o defienda el
argumento en sí mismo.
7. Un problema v inculado al criterio pragmático de la
v erdad es si una persona es capaz de practicar con
coherencia un conjunto de creencias. ¿En qué medida
podemos exigir esto a cualquier sistema de creencias?
¿Cómo le iría al cristianismo si le aplicáramos este
criterio?

Lecturas adicionales
A . J. A y er, El problema del conocimiento (Buenos A ires: Editorial
Eudeba, 1962).
Roderick Chisholm, Theory of Knowledge, 2.ª ed. (Englewood Cliffs,
NJ: Prentice-Hall, 1977).
A lv in Plantinga, ed., The Ontological A rgument (Garden City , NY:
Doubleday , 1965).
William James, Pragmatismo, trad. R. J. del Castillo, (Madrid: A lianza
Editorial, 2000).
Dav id L. Wolfe, Epistemology : The Justification of Belief (Downers
Grov e, IL: InterVarsity Press, 1982).

1 En este capítulo y el siguiente esbozamos una clasificación de los tipos de


conocimiento basada en la obra de David L. Wolfe. Ver su libro, David L. Wolfe,
Epistemology: The Justification of Belief (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1982).
2 Alvin Plantinga, «The Reformed Objection to Natural Theology» en Christian Scholars
Review 11 (1982): 187-98.
3 El origen del nombre surgió mucho después con Immanuel Kant. «Ontológico»
significa «el orden de lo que es». Sería conveniente no buscar una significación particular a
este término; es el nombre tradicional que hoy se le da a este argumento. Ni Anselmo ni
Descartes lo habrían llamado «ontológico».
4 René Descartes, Meditations on First Philosophy, trad. Donald A. Cress (Indianápolis:
Hackett, 1979), 40-45.
5 Alvin Plantinga, God, Freedom, and Evil (Grand Rapids: Eerdmans, 1974), 85-112.
6 Para un análisis más extenso del argumento y sus diversas ramificaciones, ver
Norman L. Geisler y Winfried Corduan, Philosophy of Religion, 2.ª ed. (Grand Rapids: Baker
Book House, 1988), 123-49.
7 La descripción más común es que el científico realiza una observación, elabora una
hipótesis y prueba la hipótesis en el laboratorio. Si los resultados confirman la hipótesis,
esta se convierte en teoría. Una teoría universalmente confirmada se reconoce como ley.
Es dudoso que los científicos pudieran trabajar en estas condiciones tan estrictas.
8 Nuevamente, no nos conviene internarnos en la significación del nombre original de
este argumento. Deriva de la palabra griega telos, que significa «propósito» o «fin» y se
usa para indicar que, según este argumento, el universo es prueba de un propósito divino.
William Paley, A View of the Evidences of Christianity, tomó el argumento teleológico de
Donald R. Burrill, ed., The Cosmological Arguments (Garden City, NY: Doubleday Anchor
Books, 1967), 165-70.
9 David Hume, Dialogues Concerning Natural Religion, en Burrill, ed., The Cosmological
Arguments, 185-98.
10 Juan Luis Segundo, Teología abierta para el laico adulto, Vol. III, Nuestra idea de
Dios, (Buenos Aires: Carlos Lohlé, 1970).
11 William James, Pragmatismo, trad. R. J. del Castillo, (Madrid: Alianza Editorial,
2000).
12 Ver John Dewey, A Common Faith (New Haven: Yale University Press, 1934).
4

El conocimiento: diversas
cosmovisiones puestas a prueba

Incredulidad ciega
Caso 1: Mi especialización de pregrado fue en zoología. Recién tomé mi primer curso
universitario de filosofía después de haber leído algunos libros sobre apologética cristiana.
Cuando cursé Introducción a la Filosofía, descubrí la típica serie de argumentos contra
Dios y el cristianismo; no había casi nada positivo para decir sobre lo que yo creía. Lo
conversé con Jerry, el estudiante graduado que me habían asignado para este tipo de
consultas. Nos reunimos varias veces y debatimos los argumentos a favor y en contra.
Una mañana, recuerdo que pasamos una hora conversando, sentados en un banco afuera de
la capilla, y él me permitió que le presentara todo el caso a favor de la deidad de Cristo,
con los mejores argumentos que tuviera (ver el capítulo 10). Cuando terminé, me dijo:
—Estoy desarmado. No sé cómo refutar tus argumentos. Pero no puedo
aceptarlos; debe haber algo mal. Solo que todavía no sé qué es.

Stan lo entendió
Caso 2: Una vez conversé con Stan, un amigo cristiano, sobre nuestros diferentes
orígenes. Yo venía de un sólido hogar cristiano, y siempre había vivido dentro de una
cosmovisión cristiana. Stan hacía dos años que era cristiano. Le pregunté cómo era su
cosmovisión antes de convertirse.
—Pensaba que el mundo era como una máquina —me respondió—. Todo,
absolutamente todo lo que pasaba, de algún modo u otro encajaba en este vasto aparato
cósmico. Pero nada tenía más significado que ser un engranaje de la maquinaria.
—¿Qué te llevó a considerar el cristianismo? —pregunté.
—No fue ningún argumento en particular —reflexionó—. Era como si mi idea del
mundo había dejado de tener sentido. No le encontraba sentido a nada y, sin embargo,
seguía aferrándome a la noción de que mi vida debía tener algún sentido. Cuando encontré
el cristianismo, basado en un Dios personal y amante, supe que había encontrado lo que
buscaba.

En el último capítulo, analizamos algunas pruebas de la v erdad


que resultaron demasiado limitadas para nuestros propósitos. Cuando se
trata de la v erdad religiosa, el conocimiento es algo extremadamente
complejo, que requiere muchas consideraciones, entre las que nuestras
predisposiciones cumplen un papel importante. Esto quedó bien claro
en nuestro análisis del empirismo: nuestras observ aciones dependen en
gran medida de lo que esperamos v er. Es como si tuv iéramos un filtro
mental que canaliza toda la información que recibimos antes de que
llegue a nuestra conciencia. No creo que nadie ponga en entredicho
este hecho. A lgunos lo han llev ado a un extremo. Presentaremos
primero esta v ersión y luego ofreceremos una aplicación más aceptable.

Convencionalismo
Los filósofos han utilizado div ersos términos para referirse a este
filtro que nos permite procesar el conocimiento:

sistema,
cosmov isión,
esquema interpretativ o,
marco conceptual,
cualquier combinación de los anteriores y otros.

Según el filósofo W. V. O. Quine,1 nuestra comprensión de la v erdad es


como una red de creencias: todos llev amos en nuestra cabeza un
sistema interconectado de todo aquello que creemos. En dicha red,
ligadas unas con otras, con más o menos coherencia, están todas las
creencias que aceptamos como v erdaderas; allí encontramos las
creencias básicas (tales como «y o existo», «la v ida v ale la pena») y
otras más triv iales (como «ojalá que nunca más tenga que comer
hígado»). Ninguna creencia existe aislada de otras; todas las creencias
están conectadas entre sí en un gran entramado.
¿De dónde surgió esta red? Según Quine y quienes sostienen
este punto de v ista, la recibimos con nuestra cultura y , en gran medida,
con la educación, cuando éramos niños. A sí como aprendimos buenos
modales en la mesa y cómo ser amables, nos criaron de modo que
aceptemos v arias creencias como v erdaderas. Nunca las probamos;
nunca nos planteamos que pudiera haber otras alternativ as.
Simplemente las creímos porque nuestros padres nos dijeron que eran
v erdaderas y así se conv irtieron en parte de nuestro sistema. Dado que
según esta descripción el conocimiento es una mera conv ención, como
conducir por la derecha o por la izquierda, se denomina
conv encionalismo.
¿En qué medida podemos v alidar la v erdad según el
conv encionalismo? Los sistemas como un todo no pueden v alidarse. Si
todas las creencias son parte de un sistema, no hay posición neutral a la
que apelar para decidir entre un sistema y otro. Si todas las creencias de
todos los sistemas solo son parte de un todo integrado, no hay ningún
punto en común entre dos sistemas. No hay neutralidad; no hay una
base común. En consecuencia, parecería que cada uno está atrapado
en un sistema en particular.
Pensémoslo como si cada creencia fuera un jugador de fútbol en
un equipo. Todos los jugadores tienen que pertenecer a un equipo u
otro. No hay jugadores sin equipo. El goleador no puede decidir un
domingo por la tarde: «Creo que hoy no tomaré partido por ningún
equipo». Debe jugar por su equipo y solo por su equipo. El otro
equipo tampoco tiene la posibilidad de decir: «Nos olv idamos de traer a
nuestro goleador. ¿Nos prestarían al suy o?». El jugador es propiedad
exclusiv a de un equipo. De la misma manera, una creencia está
integrada a un sistema. Funciona dentro de ese sistema y no puede
integrarse a otro sistema sin sufrir alteraciones significativ as. No hay
neutralidad; no hay una base común.
Esta descripción explica por qué muchos debates parecen no
conducir a ningún lado. ¿No le ha pasado que presenta sus mejores
argumentos y su interlocutor ni siquiera parece entenderlos, menos aún
dejarse conv encer? Un conv encionalista podría usar este tipo de
experiencia como prueba a fav or de su punto de v ista. No se puede
conv encer con argumentos a las personas para que abandonen su
cosmov isión porque las cosmov isiones no se discuten.
Según el conv encionalismo, de todos modos, las creencias
indiv iduales pueden ser v alidadas. Por supuesto, para el
conv encionalismo la v erdad no se corresponde con la realidad, dado
que es imposible tener una idea de la realidad independiente de la
cosmov isión. Una creencia puede considerarse v erdadera si está
integrada a la cosmov isión de una persona, y esto puede ev aluarse en
función de si corresponde con su cosmov isión o si es lógicamente
coherente.
Tomemos dos ejemplos banales. Supongamos que y o intento
relatarle una v isita que recibí de un ser extraterrestre. Con toda
seguridad, usted no me creerá y ni siquiera se molestará en pedirme
pruebas o alguna otra forma de probar la v erdad de mis afirmaciones.
En su cosmov isión, no hay lugar para extraterrestres; son irrelev antes y
es lógico que rechace mi historia como falsa. O, considere su reacción si
le digo que el Sol no existe. Sería una afirmación importante, pero usted
la rechazaría de inmediato porque sería lógicamente incompatible con
sus demás creencias. Para establecer la v erdad de las creencias, usted
solo v erifica si se ajustan o no a su sistema. Si no las puede integrar, a
menudo las descartará sin más consideración. Un conv encionalista diría
que eso es precisamente lo que sucede. En esta epistemología, la teoría
de la v erdad como correspondencia ha sido reemplazada por una teoría
de la coherencia de la v erdad.
Crítica al convencionalismo
Los problemas del conv encionalismo son ev identes. Primero, es
imposible hacer apologética debido a la incapacidad para defender la
v erdad del cristianismo. A lgunas personas han aceptado esta fatalidad y
han efectiv amente negado cualquier posibilidad de realizar apologética.
Por ejemplo, Karl Barth, un reconocido teólogo suizo. Para él, no podía
haber ningún punto de contacto racional entre el sistema cristiano,
basado en un Dios que se rev eló a sí mismo y otros sistemas. Como
consecuencia, ningún intento de presentar un argumento basado en la
razón humana puede conducir de un sistema no cristiano a Dios.2
Enseguida consideraremos si esta descripción representa una ev aluación
realista de las posibilidades.
Segundo, el conv encionalismo también hace añicos nuestro
entendimiento de la v erdad. Las creencias mutuamente excluy entes
encajan en sistemas diferentes. Por ejemplo, creer que Jesús es el único
camino para llegar a Dios es una creencia crucial para el cristianismo;
negarlo es parte del hinduismo. Una v ez más nos enfrentamos al
relativ ismo, que parece admitir v erdades ambiv alentes, pero que en ese
proceso niega toda v erdad. Lo cierto es que la gente quiere saber cuál
creencia es realmente v erdadera, si Jesús es el único camino para llegar
a Dios o si no lo es. Señalar que esta creencia es compatible con un
sistema, pero que no lo es con otro, no contribuirá a dilucidar la
cuestión. A l fin de cuentas, sería posible concebir un sistema consistente
con una falsedad. Si el conv encionalista plantea que no hay manera de
comprobarlo, nuev amente caemos en el desastre del relativ ismo. La
manera natural de entender la v erdad es que la idea de una realidad
como fundamento de nuestra cosmov isión tiene sentido y constituy e el
contexto contra el que corroborar la v erdad. El conv encionalismo v a
en contra de nuestro entendimiento natural de la v erdad.
Tercero, ¿cómo explica el conv encionalismo que la gente a v eces
cambie de creencias, e incluso su sistema por completo, cuando se le
presentan pruebas racionales? Según Quine, dicho cambio sería
puramente pragmático. En otras palabras, cambio de parecer si con eso
me v a a ir mejor en la v ida. Por ejemplo, si ponemos a alguien que se
crió en una denominación dentro del contexto de otra denominación,
ev entualmente cambiará sus lealtades, no porque se conv enzan
racionalmente de las nuev as doctrinas, sino para no complicarse la v ida.
Esta explicación rev ela una v isión cínica del v alor de las ideas y la
razón humana. Debo suponer que cuando Quine escribió estas ideas
esperaba conv encer a la gente, y a muchos persuadió. En realidad, la
gente admite que cambia de parecer, en asuntos importantes como en
asuntos menores, sobre la base de pruebas racionales. Por mi parte, en
v arias ocasiones cambié mis opiniones sobre una creencia en v irtud de
la ev idencia. A v eces, dicho cambio v ulnera el simple pragmatismo; la
v ida suele tornarse más complicada, no más conv eniente.
Tomemos el caso de un musulmán que responde a la predicación
del ev angelio. Conozco una mujer que se conv irtió; tuv o que dejar a
su familia, su cultura, la seguridad, e incluso arriesgar su v ida. Encontró
respuestas en el cristianismo que no las podía encontrar en el Islam. No
consigo interpretar esta experiencia como desearían los pragmáticos. Se
sintió persuadida a aceptar la v erdad de otro sistema: eso no le facilitó
en nada su v ida. A demás, proponer una explicación psicológica a su
conv ersión y alegar que había razones pragmáticas inconscientes es
simplemente un ejemplo de la falacia de apelar a la ignorancia. No se
puede explicar algo con pruebas que no contamos.
Concluimos, entonces, que el conv encionalismo sobreestima sus
posibilidades. Reconoce que nuestros pensamientos surgen dentro de
cosmov isiones, pero llev a demasiado lejos esta v erdad innegable al
encerrarnos en nuestras cosmov isiones, como si estuv iéramos
condenados a ellas de por v ida. La realidad no es así. Sabemos por
intuición que nuestra búsqueda de la v erdad no puede ser saboteada
de esta manera, y nuestra experiencia práctica así lo demuestra. Es
posible ev aluar racionalmente las creencias y los sistemas, y
efectiv amente lo hacemos.
Validación de las hipótesis
Después del análisis anterior, no debería sorprendernos que
quienes postulan que al conocimiento se llega por consenso, a la larga
v iolan sus propios preceptos. Podríamos decir que se trata de una feliz
inconsistencia.
Un buen ejemplo al respecto es la obra del apologista reformado
Cornelius Van Til.3 Como Barth, Van Til niega que exista algo en común
entre el sistema cristiano y el no cristiano. La cosmov isión cristiana se
basa en el Dios soberano que creó el mundo y se rev eló en las
Escrituras y en Jesucristo. En cambio, la v isión no cristiana del mundo
se basa ostensiblemente en la autonomía de los seres humanos; pero
como el ser humano es finito y una simple parte del mundo, en última
instancia, esta v isión tendrá como principio fundamental el azar. No
puede haber algo más terminante. Claramente, las perspectiv as cristiana
y no cristiana no tienen nada en común. Un sistema que parta de Dios
puede tener v alores objetiv os como la bondad, la v erdad y la belleza. Si
la razón suprema es el azar, dichos v alores son solo conv enciones
accidentales. Van Til sostiene que aun el entendimiento básico de lo que
significa conocer algo no puede transferirse de un sistema a otro. En la
v isión cristiana, el conocimiento de un objeto implica que uno entra en
contacto con la creación de Dios; en la v isión no cristiana, el
conocimiento basado en el azar no puede ser otra cosa que una
conjetura. En síntesis, parecen prev alecer las palabras clav es «no hay
neutralidad; no hay puntos en común».
Sin embargo, a diferencia de Barth, Van Til plantea que es posible
una apologética. En un diálogo entre un cristiano y un no cristiano, el
cristiano puede, solo a los efectos de la argumentación, situarse en el
sistema del no cristiano y mostrarle las consecuencias desastrosas de un
sistema basado en el azar y la autonomía humana. Ninguno de los
v alores que el no cristiano adopta para su v ida, ni siquiera el
conocimiento, son en realidad v iables en dicho sistema. Entonces, el
cristiano puede inv itar al no cristiano a situarse en el sistema cristiano,
nuev amente, solo a los efectos de la argumentación. La meta es
demostrarle que solo un sistema que presuponga la existencia del Dios
soberano de la Biblia hace posible el conocimiento y los v alores que el
no cristiano desea tener. El cristiano luego puede inv itar al no cristiano a
cambiar de un sistema imposible a uno posible.
No se requiere un doctorado en filosofía para v er que incluso
este tipo de diálogo solo es posible si hay algún punto en común entre
los cristianos y los no cristianos. A pesar de la ocasional ambigüedad de
Van Til, parece dejar espacio para un piso común rudimentario
v inculado a las siguientes ideas: la gracia común, es decir, la rev elación
de Dios a todo el mundo implica tener una conciencia básica de Su
existencia, del bien y del mal, y de nuestra condición de pecadores por
haber transgredido Su pacto; los conceptos prestados de la
cosmov isión cristiana, que los no cristianos tienen aun cuando algunos
pudieran ser inconsistentes con sus presuposiciones no cristianas; una
limitada racionalidad elemental, como la lógica (aunque a v eces Van Til
parece reacio a considerar la legitimidad de la lógica para los no
cristianos). Sucintamente, Van Til no cumple con sus planes anunciados
de negar la neutralidad y la posibilidad de un piso común para entablar
un diálogo entre cristianos y no cristianos.
Esta crítica no es tan negativ a como parece. Creo que Van Til,
por medio de su inconsistencia, nos ha hecho un fav or, porque ha
introducido una manera operativ a de aproximarnos a la v erdad dentro
de div ersas cosmov isiones. Nos mostró que podemos reconocer que
todas nuestras creencias están integradas a una cosmov isión, pero sin
inhibir la posibilidad de v alidar las cosmov isiones en su conjunto:
podemos aceptar como hipótesis los sistemas o creencias en cuestión y
luego v erificar su efectiv idad.
En realidad, y a aplicamos este método cuando analizamos cómo
v alidar la v erdad de las creencias. En dicho momento, dijimos que una
creencia justificada es aquella que pasó todas las pruebas pertinentes.
A hora, deseamos incluir también los sistemas de creencias.
A este método lo llamaremos v alidación de las hipótesis: Un
sistema de creencias será considerado v erdadero si, sometido a todas las
pruebas razonables pertinentes, demuestra ser mejor que todos los
demás sistemas razonables. Esta formulación no es tan tentativ a como
parece. Pongamos el siguiente ejemplo. Supongamos que hubo un
asesinato. Estos son los hechos que se conocen del caso: El asesino
estaba en el castillo a las siete de la tarde, tenía una llav e del escritorio,
hablaba transilv ano y aparecía en el testamento; el may ordomo es el
único sospechoso que reúne todas estas características. La hipótesis de
que el may ordomo es el asesino puede considerarse cierta. Podemos
descartar aquellas hipótesis irrazonables, como que hubiera sido un
marciano disfrazado de may ordomo. Por analogía, aceptar como cierta
una hipótesis que condice con todos los hechos pertinentes es la base
de esta epistemología.
No podemos av anzar hasta que respondamos dos preguntas
cruciales. ¿Cuáles serían los puntos en común entre las cosmov isiones?
¿Cuál es el criterio que podemos usar para v erificar las cosmov isiones
como hipótesis?

Una base común


¿Dónde encontraremos una base en común? Dondequiera que la
hallemos. Detrás de esta afirmación poco seria reposa una razón de
peso. No hay necesidad de identificar un conjunto univ ersal de
creencias comunes a todas las cosmov isiones.
De hecho, ni siquiera creo que hay a creencias de contenido
significativ o con aceptación univ ersal. Incluso una proposición tan
básica como «y o existo» no es aceptada univ ersalmente; el budismo
therav ada la niega. A hora bien, se podría decir que negar la propia
existencia es una locura; todo el mundo debería poder suscribir esta
proposición. Sin embargo, no todos la aceptan y , por lo tanto, no
podemos utilizarla como base común univ ersal.
De todos modos, no es necesario contar con esta base común
univ ersal. Basta con que dos sistemas tengan suficientes puntos en
común para permitir el diálogo. Por ejemplo, Phil es un buen amigo con
quien compartimos el interés por las carreras automov ilísticas de
v elocidad. Siempre que nos reunimos, tarde o temprano acabamos
conv ersando de ese tema.
Con Paul, otro amigo, el tema recurrente es la crítica literaria del
A ntiguo Testamento. O sea que tengo algo en común con ambos
amigos, pero son intereses diferentes. Ninguno sabe mucho (tal v ez
nada) sobre el tema que le interesa al otro. Si intentaran conv ersar,
tendrían que encontrar otro tema de conv ersación. De la misma
manera, dos cosmov isiones tendrán algún punto en común, pero no
será el mismo para todas. Lo que importa es determinar si dos sistemas
tienen algún punto en común. Si existe o no la misma coincidencia con
un tercer sistema no es pertinente.
Para tomar prestado un concepto del filósofo Ludwig
Wittgenstein, podemos decir que las cosmov isiones humanas tienen un
«aire de familia». No todos los miembros de la familia son iguales, ni
tampoco hay un rasgo común a todos los parientes. Con todo, hay
algunos rasgos típicos que aparecen repartidos entre todos los
miembros y hace que dos de ellos tengan un parecido. De la misma
manera, nuestros sistemas de creencias tienen un aire de familia.
¿Cómo v erificar esta afirmación? En principio, habría que hacer
una lista de todas las cosmov isiones humanas y comprobar cuáles son
los puntos en común. La tarea parece imposible; aun si alguien pudiera
realizarla, dudo que otro quisiera leerla. Por lo tanto, nos
conformaremos con la siguiente afirmación: No conozco ninguna
cosmov isión que no tenga alguna creencia cuy o contenido significativ o
sea común a la mía. Por ejemplo, aunque el budista therav ada y y o no
nos pondremos de acuerdo respecto a si existo o no, no tendríamos
inconv eniente en aceptar que un apego excesiv o a los bienes materiales
de este mundo es contraproducente para la v ida espiritual; como punto
de partida para comenzar una conv ersación no es malo.
La situación es mejor de lo que parecía. Para nuestros propósitos,
no necesito comparar el marxismo-leninismo con el pensamiento de los
aborígenes australianos para v er qué tienen en común y en qué se
diferencian. Si partimos de un sistema, el cristianismo ev angélico, los
demás sistemas no necesitan ser tan dispares. Sería imposible que un
libro de este tipo abarcara todas las posibilidades, pero supongamos que
hay un conjunto de creencias básicas aceptadas en general. Si nuestros
argumentos no tienen peso respecto a una cosmov isión que no tuv e en
cuenta, eso no significa que sea imposible encontrar un buen
argumento. Se debe simplemente a que, hasta el momento, no
contamos con uno, pero que ev entualmente surgirá.

Criterios
¿Cómo podemos ev aluar las cosmov isiones opuestas?
Necesitamos criterios que la may oría de las personas no disputaría.
A parentemente, disponemos de dichos criterios; son la pertinencia, la
consistencia y la v iabilidad.

La pertinencia
Una cosmov isión debe ser pertinente a la discusión. Establecido el
piso común entre los sistemas, se plantearán div ersos problemas en
particular. Si un sistema no puede resolv erlos, no pasará la prueba. Por
ejemplo, si tanto el budismo como el cristianismo se plantean cómo tener
un mundo mejor, pero luego el budismo prescinde del mundo hacia la
no existencia, el budismo no estaría abordando el problema y no
superaría esta prueba.

La consistencia
La cosmov isión debe ser consistente. Sería útil aclarar
exactamente lo que implica la consistencia, y a que nos hemos referido a
ella en v arias oportunidades. ¿Dos proposiciones pueden ser
v erdaderas al mismo tiempo y en el mismo sentido? Si cabe esta
posibilidad, entonces son consistentes. Si ambas no pueden ser
v erdaderas, entonces no son consistentes, son contradictorias.
Consideremos las siguientes proposiciones:
1. A lgunos carros de bomberos son rojos.
2. A lgunos carros de bomberos son v erdes.
Estas proposiciones son consistentes. A mbas pueden ser
v erdaderas, y de hecho, lo son.
En cambio, las siguientes proposiciones carecen de consistencia:
3. Todos los carros de bomberos son rojos.
4. Ningún carro de bomberos es rojo.
A mbas no pueden ser v erdaderas. Las dos podrían ser falsas,
como efectiv amente lo son. Si una o la otra fuera v erdadera, nunca
podrían ser ambas v erdaderas (al mismo tiempo y en el mismo sentido).
Dicho par de proposiciones es inconsistente si ambas no son v erdaderas
(aunque ambas podrían ser falsas).
Decimos que un conjunto de enunciados es contradictorio si
tienen el mismo patrón que el siguiente par de enunciados.
3. Todos los carros de bomberos son rojos.
4. A lgunos carros de bomberos no son rojos.
Nótese que, nuev amente, ambos enunciados no pueden ser
v erdaderos. Sin embargo, es también ev idente que ambos no pueden
ser falsos (al mismo tiempo y en el mismo sentido). Uno debe ser
v erdadero; el otro debe ser falso. Los enunciados de este tipo son
contradictorios. Cuando los consideramos juntos, tenemos una
contradicción simple que siempre debe ser falsa.
El propósito de usar este criterio para ev aluar las cosmov isiones
es mostrar que un sistema basado en proposiciones inconsistentes o
contradictorias debe ser falso. A nuestros efectos, nos resulta de
particular interés la categoría de inconsistencia porque, a diferencia de
las contradicciones, una inconsistencia no nos obliga a elegir cuál de los
dos enunciados es v erdadero. Imaginemos dos proposiciones que
podrían considerarse pertenecientes a la base de la cosmov isión
marxista:
5. No hay v alor más supremo que la felicidad personal del
trabajador.
6. Todas las personas (incluidos los trabajadores) deben
subordinar su felicidad personal al bien del estado.
Estas proposiciones son inconsistentes. Como son la esencia de la
cosmov isión marxista, este hecho nos aporta una buena razón para
cuestionar el sistema marxista. Lo que es particularmente útil aquí, sin
embargo, es que a diferencia de lo que sería cierto si se tratara de una
contradicción, ambas proposiciones, no solo una u otra, podrían ser (y
de hecho lo son) falsas.
Cuando aplicamos este criterio, es importante que nos
enfoquemos en aquellos postulados que constituy en la base del sistema
de creencias. La may oría de nosotros, si no todos, tenemos algunas
inconsistencias flotando en nuestra mente, pero no suelen causar may or
daño. Por ejemplo, conozco un pacifista que disfruta la lectura de las
nov elas cargadas de v iolencia de Robert Ludlum. Esta idiosincrasia no
inv alida su pacifismo; pero si hubiera una inconsistencia básica en la
esencia de su cosmov isión pacifista, si él crey era que sería legítimo
recurrir a la v iolencia cuando le conv iniera, su posición sería altamente
sospechosa.

La viabilidad
Debe ser posible v iv ir en la práctica una cosmov isión. A quí
retomamos el criterio de v iabilidad que planteamos contra el
escepticismo. Una idea o un sistema no v alen la pena si no es posible
llev arlos a la práctica. Vimos que el pragmatismo, al hacer de la
aplicabilidad el único criterio de v erdad, llev aba este aspecto a un
extremo. Quizás resulte más conv eniente pensar el criterio por la
negativ a: Si no podemos v iv ir conforme a los preceptos de una
cosmov isión, dicha v isión no cumple esta importante prueba.
Es importante distinguir entre «no cumple» y «no puede
cumplir». Si una cosmov isión pudiera falsearse porque algunas
personas que dicen aceptarla no v iv en conforme a sus principios,
posiblemente ninguna cosmov isión sería v erdadera; el cristianismo
seguramente no lo sería. Que hay a personas que no v iv an conforme a
lo que profesan creer no tiene por qué ser culpa de la cosmov isión. Por
lo tanto, eso no la falsea. En cambio, si un sistema es de tal naturaleza
que es intrínsecamente imposible aplicarlo en la práctica, debe ser falso.
Por ejemplo, cada tanto, la persona con quien estoy
conv ersando me informa (con frecuencia como si fuera el
descubrimiento más grande del siglo) que no hay v alores objetiv os.
Inv ariablemente, basta un brev e diálogo para establecer que (a) esta
persona sin duda v iv e de acuerdo a un conjunto de v alores objetiv os y
(b) que sería imposible que no lo hiciera, aunque difícilmente lo admita.
Lo que está en juego aquí es la imposibilidad de v iv ir con una
cosmov isión completamente sin v alores; en consecuencia, esa v isión es
falsa.
A la pertinencia, la consistencia y la v iabilidad, podríamos
agregarles dos criterios adicionales: la completitud y la calidad estética.
Según la prueba de completitud, una cosmov isión debería prov eer una
explicación completa de la v ida, no solo parcial. Quienes se interesan en
la calidad estética, postulan que una cosmov isión debería constituir un
todo agradable que produce sensaciones positiv as. No obstante,
parecería que estos dos criterios no tienen el mismo peso que los tres
anteriores y , en v ez de facilitar el debate entre cosmov isiones, podrían
llegar a ser motiv o de controv ersia.

Estamos en condiciones de concluir nuestra deliberación sobre la


v erdad y el conocimiento, y decir que cuando se trata de la v erdad
religiosa (para restringirnos solo a una) debemos considerar la totalidad
del sistema. Estos sistemas incluy en típicamente los componentes
estudiados en el capítulo anterior: autoev idencia, racionalidad,
información sensorial y aplicabilidad.
Dentro de estos sistemas, la v erdad de las creencias se v alida
sobre la base de lo bien que encajan dentro del sistema, mediante la
utilización de estos componentes. No reev aluamos completamente todas
nuestras presuposiciones y creencias aceptadas cada v ez que nos
enfrentamos a una nuev a creencia.
Los sistemas en sí no están sujetos a v alidación. Para llev ar a cabo
esta tarea, necesitamos descubrir qué puntos en común hay entre dos
sistemas opuestos y luego aplicar los criterios correspondientes, como la
pertinencia, la consistencia y la v iabilidad.
Por el momento, solo hemos aportado ejemplos aleatorios sobre
cómo operaría este procedimiento. El ejemplo principal para esta
epistemología de v alidación de las hipótesis lo constituirá la parte
restante de este libro. Para dilucidar si cumplimos o no nuestro
cometido, tendremos que esperar hasta la última página.
Mientras, v olv amos a los casos de este capítulo.

Respuesta al caso 1: Este hecho penoso sirve para explicar por qué muchos filósofos
adoptan la idea de la verdad como convención. La gente no cambia toda su manera de
pensar sobre la base de una o dos buenas refutaciones. Aunque esta situación tal vez no
nos agrade cuando tengamos que persuadir a alguien sobre nuestras creencias, a nosotros
también nos sucede lo mismo. No deberíamos sentirnos inclinados a abdicar del
cristianismo solo porque alguien nos plantea un argumento en contra y no sabemos ni se
nos ocurre qué responder. Nuestras mentes serían un caos si nos dejáramos afectar por
todos los pequeños argumentos con que nos cruzamos a diario. El convencionalista se
equivoca porque comete la exageración de restarle todo valor a la persuasión racional. A
propósito de este caso, parecería que Jerry abogaba por este punto de vista porque así lo
habían convencido sus profesores y lecturas.

Respuesta al caso 2: Aquí vemos a la persuasión racional en acción. En definitiva, se


trata de qué concepción tenemos del mundo. Stan se encontró con que su manera de
comprender la vida se desmoronaba. En cambio, percibía que el cristianismo justamente
respondía aquellos puntos que él se cuestionaba. Eran luchas intelectuales, así como
personales y espirituales. Cuando se convirtió, no construyó lentamente un sistema
cristiano, pieza por pieza, sino que experimentó una completa transformación. Cuando
aceptó a Cristo, toda su manera de pensar también cambió.

Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:

1. Describir el conv encionalismo y explicar por qué hay


conv encionalistas.
2. Explicar por qué el conv encionalismo no aporta un
entendimiento adecuado del conocimiento.
3. Describir cómo la v alidación de las hipótesis sirv e para
v alidar las cosmov isiones.
4. Explicar cómo el «aire de familia» nos ay uda a identificar
puntos en común para v alidar las hipótesis en que se
basan las cosmov isiones.
5. Describir los tres criterios utilizados para v alidar las
hipótesis de las cosmov isiones: la pertinencia, la
consistencia y la v iabilidad.
6. Identificar los siguientes nombres con la contribución
aludida en este capítulo: W. V. O. Quine, Karl Barth,
Cornelius Van Til.

Reflexión sobre las ideas

1. Una noción fundamental de este capítulo fue que todo


nuestro pensamiento ocurre dentro de un sistema de
creencias. ¿En qué otras áreas de la v ida es importante
esta noción?
2. Demuestre si es posible o no encontrar una base común
o puntos de acuerdo entre la cosmov isión cristiana y la
no cristiana. Si es así, ¿cuáles son? Si no es así, ¿cómo
podemos hablar unos con otros?
3. Ev alúe la contribución total de la ev idencia racional a los
efectos de que una persona cambie su cosmov isión.
4. Inv estigue algunas áreas donde sería factible encontrar
una base común entre una cosmov isión cristiana y
div ersas filosofías o religiones no cristianas.
5. Ev alúe su propio peregrinaje espiritual y presente sus
creencias a la luz de la pertinencia, la consistencia y la
v iabilidad.

Lecturas adicionales
Edward John Carnell, A n Introduction to A pologetics, 5.ª ed. (Grand
Rapids: Eerdmans, 1956).
William C. Placher, Unapologetic Theology (Louisv ille: Westminster,
1989).
Cornelius Van Til, A Christian Theory of Knowledge (Filadelfia:
Presby terian and Reformed, 1969).

1 W. V. O. Quine, From a Logical Point of View (Nueva York: Harper & Row, 1961);
Quine y J. S. Ullian, The Web of Belief, 2.ª ed. (Nueva York: Random House, 1978).
2 Karl Barth, Church Dogmatics, vol. 1, trad. G. T. Thomson (Edimburgo: T. & T. Clark,
1936), 141-283.
3 Cornelius Van Til, The Defense of the Faith (Filadelfia: Presbyterian and Reformed,
1955).
5

Cosmovisiones problemáticas

¿Por qué no puedo ser yo una revelación?


Caso 1: Era otra noche rutinaria en el café; esta vez el «Rahab» en Chicago. Pasé casi
toda la noche conversando animadamente con Gus, un hombre de unos cuarenta años,
desempleado del correo y filósofo aficionado. Pude compartir el evangelio con él y
mostrarle las muchas pruebas de que Jesús es el camino hacia Dios. Me llamó la atención
de que Gus no pareciera deseoso de rebatir mis aseveraciones. Se limitaba a repetir:
—Eso está bien, Win. Pero ¿por qué no puedo ser yo también una revelación?
Le respondí:
—Gus, realmente podrías mirarte al espejo y decir: «¿Soy una revelación de
Dios?».
Entones me señaló que yo no entendía lo que deseaba decirme.
—No digo que yo sea una revelación, sino ¿por qué no puedo serlo?».

¿Es racional la esperanza?


Caso 2: Tuve que asistir a un congreso sobre ciencia, tecnología y humanidades. Fue una
reunión interdisciplinaria en la que escuchamos una serie de ponencias sobre problemas
críticos y cuál debería ser la respuesta de las diversas disciplinas académicas: un
encuentro poco alentador, por cierto. La última sesión resultó ser la más deprimente. El
orador presentó un informe detallado de los problemas ambientales más acuciantes, desde
la capa de ozono al tratamiento de residuos nucleares. Confesó que no tenía ninguna
respuesta a estos problemas. Concluyó su presentación con los siguientes comentarios:
—A veces desearía darme por vencido. Pero entonces recuerdo que mientras
exista la humanidad, habrá esperanza. Por lo tanto, seguiré teniendo esperanza.
Abierta la discusión al público, alguien le preguntó:
—Dado que no tenemos respuestas, ¿es racional tener esperanza?
La pregunta quedó ahogada por los gritos con que reaccionaron los presentes.
Algunos académicos se ofendieron y le hicieron saber al preguntón que su intervención
estaba fuera de lugar. Por supuesto, nunca obtuvo una respuesta.

Los absolutos morales


Caso 3: Otro congreso, otro tema. Esta vez la discusión se centró en la pornografía. La
primera oradora afirmó que, si bien no hay absolutos morales en los temas sexuales,
algunas cuestiones, como la pornografía, están mal. Su razonamiento: «La relación sexual
debe tener como base un vínculo». No todos estaban de acuerdo. «Las relaciones sexuales
no tienen por qué implicar un vínculo», aseveró otra de las oradoras. Sin embargo, ella
también se oponía a la pornografía. Decía que se sentía ofendida por ella. Mientras las
oradoras discutían el tema, resultó evidente que ninguna podía oponer mejor razón que sus
sentimientos emocionales para creer que la pornografía estaba mal.

En el capítulo anterior mostramos cómo sería posible v alidar la


v erdad de las cosmov isiones religiosas. Mediante la v alidación de las
hipótesis, y todos los componentes del conocimiento que las
configuran, podemos demostrar cuál de los sistemas en conflicto puede
legítimamente afirmar que es v erdadero.
En este capítulo, comenzaremos a aplicar estas ideas y a elaborar
una defensa de la cosmov isión teísta, la creencia en Dios.
Comenzaremos por mostrar cómo las div ersas cosmov isiones en
conflicto adolecen de deficiencias internas. En los siguientes dos
capítulos, elaboraremos una defensa del teísmo (v aliéndonos del
argumento cosmológico) y demostraremos que el teísmo no es
inconsistente (considerando en particular el problema del mal),
respectiv amente.

Definición del teísmo


El teísmo es la cosmov isión basada en la creencia en Dios, pero
no en cualquier noción de Dios. La palabra «Dios» se usa de distintas
maneras y al hablar de teísmo, tenemos en mente ideas específicas. En
esta etapa de nuestro análisis, la finalidad no será demostrar que este es
el único concepto legítimo de Dios —esa demostración aún está
pendiente—, sino que este es el concepto de Dios que nos interesa
defender. A continuación, presentamos las características del teísmo:

1. Hay un solo Dios.


2. Este Dios es ilimitado (o infinito) y posee Sus atributos
de manera ilimitada. Por lo tanto, Él es:
eterno
inmutable (nunca cambia),
omnipresente,
omnipotente,
omnisciente,
omnibenevolente (es todo bondad y amor), etc.
3. Dios es personal.
4. Dios creó el mundo; por lo tanto, el mundo depende de
Él, pero Él no depende del mundo.
5. Dios es trascendente, está por encima y más allá del
mundo.
6. Dios es inmanente, Él está activ amente presente en el
mundo.
7. El Dios del teísmo es el origen del estándar del bien y del
mal. Él es santo y bueno, sin mancha, no contaminado
en absoluto por ningún mal. Le ordena a Sus criaturas
que v iv an conforme a la moral que Él estableció. Creer
en este Dios implica aceptar también este código de
conducta. Por eso, al teísmo a v eces se lo denomina
«monoteísmo ético».

Entender a Dios como descrito en los siete puntos anteriores no


es prerrogativ a exclusiv a del cristianismo. También es una creencia
esencial del judaísmo, el Islam, el zoroastrismo y algunas religiones de
origen africano, entre otras. Por supuesto, también hay diferencias
importantes entre las ideas de Dios sustentadas por estas religiones, pero
por el momento deseamos defender esta concepción genérica de Dios.
En la tercera parte de este libro nos dedicaremos a defender el
cristianismo en particular.
En este capítulo intentaremos mostrar los grav es problemas
inherentes a cada una de las cosmov isiones que se contraponen al
teísmo:

el ateísmo, la negación de la existencia de cualquier Dios.


el agnosticismo, la asev eración dogmática de que no
podemos saber si Dios existe.
el deísmo, la creencia de que Dios creó el mundo, pero
y a no interactúa con él.
el panteísmo, la v isión de que Dios y el mundo son
idénticos.
el panenteísmo, la creencia en un Dios finito y
cambiante, quien depende del mundo.

Ateísmo
Definamos el ateísmo como la negación de cualquier tipo de Dios,
y no solo la negación del Dios del teísmo como lo definimos más arriba.
Para el ateo, no hay ningún ser supremo. Lo único que hay es el
mundo.
Un ateo famoso fue Jean-Paul Sartre,1 el filósofo existencialista
francés, quien describió su obra como el desarrollo consistente de un
pensamiento filosófico a partir de la premisa básica de que Dios no
existe. Según Sartre, estamos solos y debemos decidir qué hacer con
nuestra v ida sin someternos a ninguna autoridad externa que nos
presente una norma preestablecida a la que debamos conformar nuestra
conducta.
El ateísmo presenta tres problemas grav es: no se puede
demostrar, es contrario a la naturaleza humana y v iv e «de prestado»,
con v alores propios de otras cosmov isiones. A continuación,
describimos estos problemas uno por uno.

El ateísmo no se puede demostrar


Es prácticamente imposible probar una negación. Por ejemplo,
¿cómo podría demostrar que los unicornios no existen? Tengo dos
opciones disponibles. Tendría que demostrar que exploré
exhaustiv amente las posibilidades de encontrar un unicornio y que
todas resultaron inequív ocamente infructuosas; o podría intentar
mostrar que la existencia de unicornios es lógicamente imposible. Si no
puedo hacer una u otra demostración, no tengo derecho a afirmar
dogmáticamente que los unicornios no existen.
Lo mismo sería cierto de cualquier intento de refutar la existencia
de Dios. El ateo tendría que demostrar que agotó todas las posibles v ías
de conocer que Dios existe y que todas fueron negativ as. Ningún ser
humano está en condiciones de hacer tal afirmación, porque nuestro
conocimiento es siempre finito.
Otra posibilidad sería que el ateo decidiera demostrar que la idea
de Dios es lógicamente imposible; por ejemplo, que fuera
autocontradictoria. A lgunos ateos han optado justamente por intentar
esta demostración, aunque sin éxito. En todos los casos debieron
comenzar con una premisa muy cuestionable que ellos inv entaron con
el único propósito de prescindir de la idea de Dios.
Por ejemplo, Kai Nielsen 2 razona como sigue:

1. Se supone que Dios es un ser inmaterial (espiritual). No


tiene un cuerpo.
2. Se supone que Dios es un ser que realiza determinadas
acciones.
3. Nuestra única noción inteligible de acciones está
asociada a seres materiales (dotados de un cuerpo).
4. La idea de que un ser inmaterial realice acciones es
incoherente.
5. Por lo tanto, la idea de Dios es incoherente.
6. Por lo tanto, no puede haber un Dios.

¿Por qué deberíamos aceptar la tercera premisa? Para los


crey entes, la idea de acciones espirituales realizadas por un Dios es
perfectamente inteligible. El único motiv o que podríamos tener para
aceptar la tercera premisa como cierta sería si quisiéramos demostrar
que Dios no existe. Sin embargo, eso sería una flagrante petición de
principio. Si Dios existe, las acciones espirituales deben ser coherentes.
Otros intentos por demostrar la imposibilidad de la existencia de Dios
son igual de controv ertibles.
Es imposible demostrar el ateísmo. No es más que una afirmación
no v erificada. A eso se reducen los escritos de Sartre. A hora, una
creencia no es falsa simplemente porque todav ía no se ha probado que
sea v erdadera; pero estas consideraciones seguramente debilitan la
confianza de todo el que crea que en el siglo XX se ha demostrado que
y a nadie puede creer en Dios. Nada de eso ha ocurrido.

El ateísmo es contrario a la naturaleza humana


Cuando Sartre hablaba de su ateísmo, se refería a la necesidad
humana de librarse de una inclinación natural a creer en Dios. A dmitió
que él mismo había sentido la necesidad de Dios. Sartre no es el único.
Muchos escritos ateos dan testimonio de una necesidad básica de algo
trascendente.
Por supuesto, no basta con apelar a la cantidad de personas que
dicen creer en Él para probar la existencia de Dios. Nuestro objetiv o no
es probar la existencia de Dios, sino desacreditar la negación de Su
existencia. El argumento es como sigue: Es ev idente que hay una
necesidad humana univ ersal de Dios. Una necesidad real exige una
realidad objetiv a que la satisfaga. La carga de la prueba de que dicha
realidad no existe reposa en el ateo, quien aun en su propia v ida
demuestra la necesidad de esta realidad. Dicha prueba, como acabamos
de v er, es imposible de aportar.
Cabe realizar una acotación sobre la denominada teoría
proy ectiv a de la creencia en Dios, la idea de que creer en Él es
producto de la inv entiv a de los seres humanos, quienes proy ectan
todas sus idealizaciones sobre un ser supremo. Esta doctrina, originada
por el filósofo del siglo XIX Ludwig Feuerbach, fue popularizada por
Sigmund Freud. La esencia de este argumento es que, como creer en
Dios puede entenderse como una inv ención humana, es posible
concluir que este Dios no es más que una fantasía y que, por lo tanto,
Dios no es real.
Basta una somera reflexión sobre el argumento de la proy ección
para rev elar su impropiedad. Descansa sobre la suposición de que como
la idea de Dios puede ser una proy ección de las aspiraciones humanas,
Dios no es otra cosa que esa proy ección. Esto no tiene lógica. Los seres
humanos bien pueden proy ectar sus ideas sobre algo que efectiv amente
existe. Por supuesto, esta refutación tampoco prueba la existencia de
Dios, pero sí demuestra la improcedencia del argumento en contrario.

El ateísmo toma «prestados» sus valores . . . y no cumple sus


compromisos
Tradicionalmente, la gente se basa en sus creencias religiosas para
justificar sus v alores. Según el teísmo, Dios es el origen de todos los
v alores; en Dios encontramos la v erdad, la belleza y los estándares
morales. Un juicio apresurado podría llev arnos a concluir que si no
creemos en Dios, no podemos tener v alores. Iv án, en Los hermanos
Karamazov , declara que como no hay Dios, todo es permisible. Sin
embargo, no hay ninguna razón en particular para que esto sea cierto.
Los ateos pueden tener v alores y para justificarlos se v alen de div ersos
fundamentos.
La v erdadera cuestión es cuán plausible pueden ser dichas
justificaciones. Un ateo podría decir: «y o justifico mis v alores sobre la
base de la naturaleza humana»; o, «y o justifico mis v alores sobre la
base del progreso ev olutiv o», y luego explay arse para explicar cómo
este entendimiento de la naturaleza humana o la ev olución le permiten
justificar los v alores. ¿Hay algo inherente en la naturaleza humana que
nos obligue a actuar de una manera en particular?
El problema del ateo se plantea en dos planos de pensamiento.
Primero, si admitimos esta cosmov isión, los v alores de v ida de un ateo
solo pueden ser arbitrarios. Si Dios no existe, este univ erso material solo
sería producto de la interacción entre el tiempo y el azar. Las así
denominadas ley es no son otra cosa que generalizaciones estadísticas
sobre cómo opera el univ erso, sin ninguna garantía de que siempre
debería ser así. Este destino fatal se cierne también sobre la persona atea
en su afán por encontrar sentido y v alores en el mundo. Cornelius Van
Til lo ilustra con una imagen muy apta:

Supongamos que pudiéramos imaginar un ser humano


hecho de agua dentro de un océano infinitamente v asto e
insondable. Como desea salir del agua, se arma una
escalera de agua. La coloca sobre el agua y contra el agua
y luego intenta escalarla para salir del agua. A sí de
desesperanzador y sin sentido es el panorama . . . si
partimos de la premisa de que lo único que hay es el
tiempo y el azar.3

Si el univ erso está gobernado por el azar, no cabe esperar otra cosa
que sucesos aleatorios.
El problema del ateo concerniente a los v alores persiste aun en
un niv el más profundo. Supongamos, a los efectos del argumento, que
el ateo tiene un conjunto confiable de ley es sobre el univ erso, que le
permiten anunciar con la más absoluta exactitud cómo son las cosas.
Todav ía no habría ninguna razón para explicar por qué las cosas son
como son. Hablar sobre v alores implica que algunas cosas son
preferibles a otras, y los v alores nos permiten establecer cómo deberían
ser las cosas, no solo como son efectiv amente. Si las cosas toman una
dirección, nuestros v alores nos dicen que tal v ez deberían ir en otro
sentido. Por ejemplo, la may oría de los padres enseñan a sus hijos que
solo porque todo el mundo haga algo, no significa que hacerlo esté
bien. Si descubriéramos que parte del proceso ev olutiv o fuera un deseo
irresistible de torturar a los gatos, no concluiríamos que todos
deberíamos torturar a los gatos. Hay un conjunto de hechos que no
necesariamente implican una obligación moral.
Para expresar esta idea, los filósofos establecen que no se puede
llegar a un «debería ser» a partir de un «es». Las obligaciones morales
son enunciados del tipo «debería ser». Nos informan sobre un deber o
un mandato al que estamos sometidos. Una descripción de lo que «es»
no implica necesariamente lo que «deberíamos» hacer, siempre y
cuando no introduzcamos subrepticiamente una premisa del tipo
«debería ser». Por ejemplo, una descripción de la situación de hambre
en el mundo por sí sola no nos obliga a hacer algo al respecto;
necesitamos que se nos diga que este tipo de situación exige nuestra
ay uda.
El ateo comete la falacia de intentar obtener un «debería ser» a
partir de lo que «es». Procura justificar las ley es morales prescriptiv as a
partir de datos descriptiv os. El ateo persigue un código moral
obligatorio sin nada que lo haga obligatorio. Para tener mandamientos,
es necesario que de algún modo alguien o algo los establezcan, pero en
el sistema ateo dicha posibilidad no tiene cabida.
Por supuesto, los ateos, como el resto de los seres humanos, se
rigen por ciertos v alores establecidos, pero toman estos v alores
«prestados», los toman del teísta, en cuy o sistema surgieron. Para el
ateo, cualquier afirmación de la existencia de v alores objetiv os no es
más que una salida irracional. Francis Schaeffer describió el problema
del ateo en los siguientes términos.4 En el plano del pensamiento
racional, los ateos están acorralados por las conclusiones ineludibles de
su filosofía, las que solo pueden arrastrarlos al sinsentido y ,
ev entualmente, a la angustia. Para salir de su atascadero se v en
obligados a dar un salto irracional y adoptar v alores a los que no tienen
derecho. Podemos ilustrar esta situación con el siguiente diagrama:

Piso de arriba — verdad, sentido y valores adoptados


irracionalmente

Piso de abajo —conclusiones lógicas de la cosmovisión atea:


ausencia de verdad, ausencia de sentido, falta de valores

En síntesis, el ateo es un ser humano obligado a v iv ir conforme a


la v erdad, el sentido y los v alores. Sin embargo, la cosmov isión del
ateísmo no está en condiciones de prov eer la v erdad, el sentido y los
v alores; los ateos solo pueden tener estas cosas desde fuera de su
cosmov isión. Por lo tanto, el ateísmo es intrínsecamente inv iable. Es
imposible v iv irlo en la práctica.

Agnosticismo
En v irtud de las razones anteriormente mencionadas, muchas
personas optan por no afiliarse al ateísmo y prefieren identificarse como
agnósticos. El agnosticismo es la postura que sostiene que no podemos
saber si Dios existe o no. El término fue acuñado por T. H. Huxley , el
célebre promotor y defensor de las teorías de Darwin. Huxley tomó el
término de un antiguo sistema de creencias conocido como
«gnosticismo», de la palabra griega gnosis, que significa
«conocimiento». Sus partidarios se enorgullecían de su gran
conocimiento espiritual. Huxley le anexó el prefijo de negación a- para
formar la palabra «agnosticismo», con la intención de mostrar que él no
conocía.
Necesitamos diferenciar entre las formas benignas y las malignas
del agnosticismo. Hay momentos en la v ida en que podemos decir
sinceramente que no sabemos si Dios existe. Todos nos sentimos así en
ciertas ocasiones, y no ganamos nada en negarlo (v er capítulo 1). Este
es un agnosticismo benigno. A quí, sin embargo, estamos interesados en
el agnosticismo como cosmov isión dogmática basada en la premisa de
que es imposible saber si Dios existe. A esta v ariante la denominamos
agnosticismo maligno.
El agnosticismo en tanto cosmov isión dogmática padece v icios
similares al ateísmo. En realidad, es lo mismo que decir que no podemos
probar que el ateísmo sea v erdadero, pero supondremos que lo es. La
agenda del agnóstico es inv ariablemente la siguiente: propugnar que
como no podemos saber si Dios existe, no podemos hacer ninguna
referencia a Él. Los agnósticos nunca adoptan la otra postura: dado que
no podemos saber que Dios existe, v amos a suponer que existe. En
definitiv a, el agnosticismo se conv ierte en un ateísmo disfrazado de
modestia epistemológica.
Sin embargo, el agnosticismo acaba por ser tan indefendible
como el ateísmo. No podemos probar una negación. La afirmación «es
imposible saber si Dios existe» es tan imposible de demostrar como la
proposición «Dios no existe». Nuev amente, es necesario que una de las
dos condiciones anteriormente mencionadas se cumpla. Habría que ser
un experto en todas las posibles maneras en que podemos llegar a saber
si Dios existe, pero esto no es una opción dentro del reino de las mentes
humanas finitas; o, de lo contrario, habría que ser capaz de mostrar que
la cognoscibilidad de la existencia de Dios es una imposibilidad lógica, lo
que claramente no es el caso.5
En última instancia, un agnosticismo articulado de manera
consistente llev a al escepticismo, y a que obliga a sus defensores a decir
que tienen conocimiento de algo que consideran imposible de conocer.
Por un lado, el agnóstico sostiene que es imposible conocer nada sobre
Dios, ni siquiera que Él existe. Por otro lado, dicha afirmación supone
un cierto conocimiento sobre Dios y Su naturaleza. ¿Cómo puede el
agnóstico saber siquiera eso si supuestamente no puede saber nada
sobre Dios? Esto implica que el agnosticismo descansa sobre una
contradicción porque tiene que sostener al mismo tiempo que es posible
e imposible conocer algo sobre Dios. Como y a hemos v isto
anteriormente v arias v eces, dichas contradicciones conducen al
escepticismo, que es una postura imposible. El agnosticismo dogmático
se destruy e a sí mismo.

Deísmo
La mejor manera de salir de los dilemas que presentan el ateísmo
y el agnosticismo parecería ser la siguiente: Supongamos que Dios
existe. Este Dios creó el mundo. Lo dotó de una ley moral, un código de
conducta al que todas Sus criaturas deberían conformarse. Dios juzgará
a Sus criaturas sobre la base de lo bien que obedecieron Sus
mandamientos. Mientras tanto, Él no interfiere con Su creación. La hizo
como Él quería, y no puede contradecirse ni ir contra Su v oluntad. Por
el momento, adoramos a Dios e intentamos v iv ir según Su ley , pero no
debemos esperar que Él realice hechos sobrenaturales por nosotros.
Esta cosmov isión se denomina «deísmo». En ocasiones, se la
describe mediante una analogía: Dios creó un reloj, le dio cuerda y
ahora deja que siga andando por sí solo. Esta imagen capta parte de lo
que implica la cosmov isión, pero no contempla el elemento moral. Dios
no es un mero espectador indiferente, sino que está profundamente
interesado en el progreso moral de Sus criaturas. A demás de rev elar
Sus expectativ as por medio de seres humanos especiales, como Jesús,
también dio a conocer Su v oluntad a trav és de la naturaleza. Sin
embargo, no deberíamos esperar recibir ninguna ay uda especial de Dios
cuando intentamos v iv ir conforme a Su ley .
Thomas Jefferson es un buen ejemplo de un deísta. Creía que
ninguna religión tenía el monopolio para llegar a Dios, aunque
encontraba la expresión más clara en las enseñanzas de Jesús. Con esa
finalidad, se propuso la tarea de publicar una edición de los Ev angelios
que contuv iera solo las enseñanzas morales de Cristo, y que no
incluy era nada que requiriera fe o una creencia en lo sobrenatural. En
su edición sobre la v ida de Jesús, conocida como la Biblia de Jefferson,6
no hay ninguna mención al nacimiento sobrenatural de Cristo, Jesús
tampoco realizó milagros, ni echó fuera demonios, ni dijo ser Dios. No
se presentó como alguien diferente al resto de los seres humanos, y
cuando murió, murió. La Biblia de Jefferson termina con estas palabras:
«A llí pusieron a Jesús, y colocaron una gran piedra en la entrada del
sepulcro y se fueron».7 No hubo resurrección.
El deísmo tiene la v entaja clara de reconocer la existencia de Dios.
Por ende, deja de ser un problema determinar cuál fue el origen del
mundo ni por qué deberían existir obligaciones morales. A l mismo
tiempo, el deísmo intenta maximizar los beneficios del ateísmo y el
agnosticismo al decir que Dios no interv iene directamente en nuestras
v idas.
¿Es una cosmov isión racional? A unque el deísmo se jacta de su
racionalidad, tiene algunos importantes defectos. El más importante es
que parece ser más una expresión de deseo que una realidad. La mejor
manera de entender el deísmo es como un tipo de salto irracional al que
un ateo podría recurrir para salv aguardar los v alores que orientan su
v ida, porque la cosmov isión deísta es arbitraria e inconsistente.
Para entender el problema del deísmo, necesitamos apreciar la
fuerza de su av ersión a los milagros. Sería una posición perfectamente
plausible, compatible con el teísmo, decir que Dios ha decidido no
realizar ningún milagro en este momento de la historia. Es decir: Dios
podría realizar milagros, pero no quiere. Sin embargo, eso no es lo que
plantea el deísmo. Según el deísmo, hacer milagros es contrario a la
naturaleza de Dios. Dios es un Dios racional que dotó a Su univ erso de
ley es racionales, y sería absurdo pensar que transgrediría Sus propias
ley es. En el deísmo Dios y lo sobrenatural son incompatibles.
A hora podemos v er que el deísmo es en realidad irracional. La
cosmov isión comienza con un estupendo ev ento sobrenatural: la
creación del mundo a partir de la nada. Los deístas estarían de acuerdo
que es una ley fundamental que «la nada no puede producir nada».
Precisamente por esta razón creen que el mundo necesitaba un
Creador. Sin embargo, para que el mundo existiera fue necesario un
milagro; por lo tanto, objetar la realización de milagros div inos pierde
toda credibilidad. Si Dios pudo realizar el milagro de la creación, no hay
ninguna razón para que no pueda hacer otros milagros.
El deísmo parte de una inconsistencia medular. Para el deísmo
hay dos afirmaciones esenciales:

Dios realizó el milagro de la creación; y


Dios no realiza milagros.

Para ser deísta, usted debe creer ambas proposiciones, pero


ambas no pueden ser v erdaderas. Por lo tanto, el deísmo no es una
cosmov isión creíble. Fracasa totalmente porque no cumple el criterio de
la consistencia lógica.

Panteísmo
A lgunas personas sostienen una creencia diametralmente opuesta
al deísmo. En v ez de pensar que Dios está «allí afuera», dicen que Él
está «aquí dentro». Los teólogos dirían que el Dios del deísmo es
trascendente, está más allá del mundo. Para el panteísmo, Dios es solo
inmanente, o en el mundo; Dios y el mundo están tan íntimamente
entretejidos que no se pueden diferenciar.
En esta cosmov isión, Dios y el mundo son idénticos, no en el
sentido de hermanos gemelos, que se asemejan, sino en que son una
misma y única cosa. Las palabras «mundo» y «Dios» son dos
descripciones del mismo fenómeno. Podríamos usar las expresiones «el
ex jugador de los A tlanta Brav es» y «el deportista con el récord de
jonrones» para referirnos a la misma persona, Hank A aron. Cada una
de las expresiones pone un énfasis en un aspecto particular de la
persona, pero ambas expresiones son ciertas y la persona es la misma.
De la misma manera, el «mundo» y «Dios» describen una única realidad
de dos maneras diferentes sin llegar a ser nunca dos entes separados.
Esta cosmov isión se denomina «panteísmo». Los panteístas creen que
todo es Dios y que Dios es todo.
Es crucial darse cuenta de que aunque el panteísmo parecería ser
una teoría sobre el cosmos, casi siempre pretende ser sobre el ser
humano, sobre cada uno de nosotros. Como somos parte del univ erso
que es Dios, compartimos su naturaleza div ina. Usted es Dios. Esa es la
enseñanza de muchas religiones orientales, como el hinduismo; y
también está representada por Baruch Spinoza, el filósofo del siglo XVII
y por el mov imiento contemporáneo de la Nuev a Era. «¡Yo soy Dios!»,
grita Shirley MacLaine, en la play a, con los brazos extendidos.8
La primera impresión es que el panteísmo tiene mucho que
ofrecer. En v ez de agobiarnos buscando respuestas fuera de nosotros,
somos libres para hurgar en nuestro interior y encontrar allí lo que
necesitamos. Somos nuestra propia fuente de v erdad. Podemos decidir
por nosotros mismos qué es bueno y qué es malo. Todo el poder
necesario para lidiar con la v ida reposa dentro de las reserv as
inexplotadas del potencial humano. Dado que somos Dios, el pecado y
la redención se tornan innecesarios, solo es posible un estado de olv ido
y despertar a esta gloriosa v erdad. ¿Qué persona racional rechazaría
este mensaje?
El panteísmo, sin embargo, no puede ser v erdadero. No lo juzgo
solo porque no concuerda con mi dogma cristiano, sino porque
también se funda en una contradicción; y las contradicciones nunca
son v erdaderas. A pesar de lo espiritual, lo profundo o lo cautiv ante
que nos resulte el mensaje, debe ser falso si se contradice a sí mismo.
La primera contradicción del panteísmo es que las dos
descripciones, «el mundo» y «Dios», son irreconciliables, son
mutuamente excluy entes. Es como si describiéramos a Hank A aron
como «el deportista con el récord de jonrones» y «un hombre que
jamás jugó al béisbol». Las dos descripciones no pueden ser ambas
v erdaderas. Comencemos una detallada documentación de esta
contradicción.
¿Quién (o qué) es Dios? Para los panteístas, Dios es infinito; esto
implica que Él es eterno, omnipotente, inmutable, etcétera. Esta manera
de entender a Dios como un ser infinito es la esencia del panteísmo. En
la siguiente sección analizaremos la idea de un Dios finito, pero dicha
noción es ajena por completo al panteísmo. Para el panteísmo, Dios es
infinito. Por ejemplo, A lan Watts describe a Dios como un ser infinito y
luego explica el significado del término: trasciende el tiempo (es eterno),
trasciende el espacio (es omnipresente) y conoce todas las cosas (es
omnisciente).9
¿Qué es el mundo? El mundo es finito. Es temporal, limitado y
cambiante. Sin embargo, el panteísmo afirma que esta descripción de la
realidad como un mundo finito y la descripción de la realidad como un
Dios infinito son ambas v erdaderas. ¿Es esto posible? ¿Puede una cosa
ser finita e infinita al mismo tiempo? La respuesta es claramente
negativ a.10
Por supuesto, el panteísta, tan inteligente como todos lo demás,
no tropezaría con una contradicción tan elemental. Todas las formas de
panteísmo responden de alguna u otra manera a esta disy untiv a. Las
respuestas suelen estar asociadas a la idea de que la finitud del mundo es
una ilusión. Como un prestidigitador haciendo pases mágicos, la
aparente realidad del mundo finito nos oculta la v erdadera realidad del
infinito. En otras palabras, la aparente finitud del mundo no es real,
mientras que la infinitud de Dios sí lo es. Nuev amente, cabe
preguntarnos si esto puede ser así.
Consideremos a Shirley MacLaine en la play a, mientras proclama:
«¡Yo soy Dios». Quisiéramos saber específicamente ¿quién es Dios? No
puede ser la Sra. MacLaine, quien es parte del mundo finito de las
apariencias, porque acabamos de enterarnos de que la Sra. MacLaine
solo puede ser una ilusión. Por lo tanto, quien realiza este anuncio al
mundo debe ser el Dios infinito que acaba de darse cuenta de que ella
es Dios. Esto es absurdo. Un ser infinito no puede olv idarse de algo y
de pronto descubrirlo. Debe ser siempre Dios y haberlo sabido desde
siempre. En síntesis, que la mujer finita Shirley MacLaine afirme ser Dios
es imposible; que el Dios infinito se conv ierta en Shirley MacLaine y
descubra que ella es Dios es una incoherencia. Simplemente, no tiene
sentido.
No se trata de ridiculizar a quienes piensan de esta manera, sino
de demostrar que los intentos de los panteístas por identificar a Dios con
el mundo no resultan; y no porque sea demasiado difícil: es imposible.
Dios y el mundo pertenecen a dos categorías distintas. Estamos de
regreso al que fue nuestro punto de partida original: A firmar que la
misma realidad puede ser a la v ez un Dios infinito y un mundo finito es
una contradicción; debe ser una afirmación falsa.
Una aclaración: Nunca pude persuadir a un panteísta de este
argumento, y tengo poca esperanza de poder hacerlo algún día. La
respuesta inev itable es tildar mi insistencia —que una contradicción
nunca puede ser v erdadera—, a pesar de la delicadeza con que me
exprese, de arbitraria, dogmática e intolerante. ¿Quién soy y o para
afirmar que una contradicción no puede ser v erdadera? Quizás la
v erdad del panteísmo trasciende nuestras categorías lógicas.
No es por terco; tengo razón. Una supuesta conv icción que
trascienda la racionalidad nunca podrá expresarse con coherencia.
Consideremos las siguientes afirmaciones:
«Esta afirmación trasciende la lógica».
«Esta afirmación es falsa».
A mbas adolecen de lo mismo. Si son, no son. Pero si no son,
entonces, son, y así sucesiv amente. Se requiere lógica para negar la
lógica. Dicho enredo ni siquiera se puede pensar, y afirmar que
transmite un profundo discernimiento espiritual no cambia nada. El
siguiente aforismo panteísta está en igual situación:
«Dios y el mundo son idénticos».
Todo el que intentara persuadirnos en tal sentido estaría
proponiendo algo imposible.

Panenteísmo
A ún queda otra opción (aparte del teísmo). El problema del
panteísmo, tal como lo presenté, radica en que un Dios infinito y un
mundo finito son irreconciliables; pero ¿Dios necesariamente debe ser
infinito? Una cosmov isión contemporánea y extremadamente popular es
que Dios, en realidad, es un ser finito. Esta cosmov isión, a v eces
denominada «pan-en-teísmo», sostiene que Dios está en el mundo; por
lo tanto, no está más allá de él ni simplemente es una sola cosa con el
mundo.
Debemos tener en claro qué intentamos decir cuando afirmamos
que Dios es finito. De algún modo u otro, Dios tendría que poder ser
Dios. Que simplemente sea un objeto más en el mundo, entre muchos
otros, no es aceptable. Él debe ser exaltado por encima de todo y estar
en una categoría distinta a todas las demás cosas que constituy en el
mundo. Debemos poder reconocerlo como Dios.
A hora bien, parecería ser que negar uno u otro de los atributos
div inos no presenta ninguna dificultad. Podríamos, por ejemplo, afirmar
que Dios no es omnipotente (todopoderoso). Pero entonces, no sería
infinito. Si negamos que Dios sea infinito, no tenemos ninguna razón
para pensar que debería ser alguna de aquellas otras cosas tan
marav illosas que afirmamos que Él es. No habría fundamento para que
fuera omnisciente, absolutamente amante, eterno y los demás atributos
basados en Su infinitud. Si Él deja de ser infinito, no hay justificación
para creer en ninguno de los atributos comúnmente asociados a Dios.
La negación arbitraria de un atributo no produce un Dios finito: No
produce nada.
Se requiere un sistema coherente, con un fundamento para
aquello que se supone constituy e un Dios finito. Dicho modelo fue
propuesto por la corriente de la filosofía procesualista fundada por
A lfred North Whitehead, a principios del siglo XX.11 En el sistema de
Whitehead, un Dios finito y mutable desempeña el papel de
superintendente del mundo, en su proceso continuo de cambio.
Para entender la naturaleza de Dios en el sistema de Whitehead,
debemos comprender cómo deseaba que pensáramos el mundo. En
parte influido por los nuev os descubrimientos de la física moderna,
Whitehead ideó una nuev a manera de entender la realidad. En pocas
palabras, en v ez de pensar en cosas que cambian, deberíamos pensar
en cambios que adoptan la forma de las cosas. Por ejemplo,
supongamos que estamos mirando un partido de fútbol. Están los
jugadores, los árbitros, los aficionados y los espectadores. Corren,
patean, silban, aplauden y gritan. Whitehead pretende que sigamos el
camino inv erso y que pensemos primero en las acciones y después en
las personas. Observ amos las acciones de correr, patear, silbar, aplaudir
y gritar que han adoptado la forma de jugadores, árbitros, aficionados
y espectadores. La acción es de primer orden. De hecho, sería correcto
afirmar que estamos observ ando «el acontecimiento del partido de
fútbol». Este lenguaje extraño pretende mostrar que en el mundo no
hay nada más fundamental que el cambio. Whitehead incluso deseaba
que pensáramos que todo el univ erso no era más que un gran
acontecimiento.
¿Qué es el cambio? Supongamos que hacemos un pastel.
Mezclamos los ingredientes y formamos una masa. Colocamos la masa
en el horno y , pasados unos minutos, sacamos un pastel. La masa
cambió y se conv irtió en un pastel. La masa tiene la potencialidad de
conv ertirse en pastel, pero solo fue un pastel después del cambio. El
pastel en potencia se conv irtió efectiv amente en un pastel concreto, en
otras palabras, la potencialidad de la masa se actualizó cuando se
conv irtió en pastel. Todos los cambios pueden entenderse de esta
manera. Cuando algo cambia, su potencialidad se actualiza.
Por eso, cuando Whitehead afirma que el mundo es un gran
acontecimiento, necesitamos v isualizarlo en términos de un cambio
constante. Para ello, el mundo debe consistir de dos partes, o polos: un
polo actualizado y un polo en potencia. El polo actualizado es todo lo
que es v erdadero del mundo en un momento dado. El polo en potencia
son las v astas reserv as de todo lo que el mundo no es pero podría
llegar a ser. Como el mundo está siempre cambiando, su potencialidad
se actualiza continuamente. Imagínese una flecha en mov imiento
perpetuo que v a del lado de las potencialidades al lado actualizado.
En esta imagen creada por Whitehead, Dios superv isa el proceso.
Tengamos presente que este Dios supuestamente es finito: Él también
cambia. Debemos pensar en Dios en los mismos términos en que
pensamos el mundo: Él tiene un polo potencial y un polo actualizado
(aunque Whitehead los denomina las naturalezas «primordiales» y
«consecuentes» de Dios). En todo momento alguna nuev a
potencialidad de Dios se actualiza; Él cambia en respuesta a los cambios
en el mundo.
Como el Dios del deísmo, el Dios procesual no interv iene en el
mundo. Es un Dios absolutamente finito. En el partido de fútbol de la
realidad, Dios es un aficionado que alienta a su equipo. Le presenta al
mundo ideales para ser adoptados como meta; lo atrae para que siga
Sus planes; se lamenta si el mundo se aparta, pero no puede hacer que
este haga nada. A medida que el mundo cambia, Él también cambia, a
fin de persuadir al mundo. Lo que Él quiera que se haga, el mundo
debe hacerlo sin Su ay uda directa.
Esta cosmov isión ofrece v arias v entajas. Es muy útil para
subsanar las dificultades que presentaban otros sistemas. Como el Dios
del deísmo, el Dios procesual es el autor de los mandamientos morales,
pero nos da libertad plena para obedecer. Sin embargo, esta imagen de
Dios no engendra las dificultades del deísmo. Dios no es concebido
como un Creador omnipotente; por ende, no hay ninguna
inconsistencia entre una creación sobrenatural y la negación de la
posibilidad de los milagros. Esta v isión soluciona los problemas del
panteísmo, al mantener una diferencia entre Dios y el mundo.
A pesar de ello, el panenteísmo es imposible. Deja de lado un
elemento crucial del cambio: la causalidad. Es cierto que todos los
cambios son actualizaciones de una potencialidad, pero eso no sucede
por sí solo. Intente actualizar el potencial de una masa para
transformarla en un pastel sin ponerla en el horno.
Un pocillo de café tiene la potencialidad de llenarse con café . . .
v eamos si puede llenarse a sí mismo. Por supuesto, no podrá. Los
pasteles no se cocinan si nadie los coloca en el horno; los pocillos de
café no se llenan solos; las potencialidades no se actualizan por sí
mismas. Dondequiera que hay a un cambio, habrá una causa que lo
produjo.
Quienes creen en un Dios finito v iv en conforme a este principio
como el resto de la humanidad. Este hecho a v eces queda opacado por
el mito popular según el cual la ciencia moderna ha demostrado que
podemos prescindir del principio de causalidad. Nada podría estar más
alejado de la v erdad. Sin principios causales, la ciencia pierde su
sentido, moderna o no tan moderna.
La impresión de que el principio de causalidad y a no rige se debe
a dos circunstancias. En primer lugar, a niv el subatómico, no es posible
especificar matemáticamente la posición exacta de una partícula sin
distorsionar simultáneamente su posición (es el principio de
incertidumbre de Heisenberg). Solo se puede aspirar a estimar áreas de
probabilidad donde podría estar ubicada una partícula. En segundo
lugar, Stephen Hawk ing ha demostrado que, matemáticamente, es
posible equilibrar ciertas ecuaciones relacionadas con el Big Bang sin
recurrir a una causa que diera origen al univ erso.12
Estas dos circunstancias demuestran que matemáticamente, en
ocasiones, las causas no se pueden especificar o no son requeridas. No
obstante, a nosotros nos interesa la realidad, más allá de las
descripciones matemáticas. Estas conclusiones científicas no aportan la
más mínima ev idencia de que alguna v ez un cambio observ ado en la
realidad no requirió una causa. En realidad, absolutamente toda la
ev idencia indica lo contrario. Es un principio indispensable admitir que
todos los cambios requieren causas, y a sea posible expresarlas como
ecuaciones matemáticas o no.
El panenteísmo intenta eludir el principio de causalidad. En su
v isión, Dios y el mundo están en constante cambio. Las potencialidades
se actualizan, pero la causa está ausente. Es una insuficiencia
particularmente embarazosa cuando se trata de determinar cómo
entendemos a Dios. El panenteísta se enfrenta a la decisión de Hobson
sobre cómo entender a Dios. Su Dios es una imposibilidad metafísica de
una potencialidad que se actualiza a sí misma (como el pocillo de café
que se llena a sí mismo) o es necesario que hay a una causa externa a
Dios (un Dios detrás de Dios) que actualice Su potencialidad. Si así
fuera, esto significaría que Dios dejó de ser Dios como acostumbramos a
reconocerlo. Este es el dilema del panenteísta: Sería un Dios imposible o
un Dios que en realidad no es Dios. En última instancia, en la práctica es
un ateísmo.
Esta última asev eración puede parecer prov ocativ a solo para
quienes no conozcan los escritos de los propios panenteístas. Los
teólogos procesuales parten de la premisa del secularismo: la idea de
que la humanidad podría encargarse bastante bien de sus propios
asuntos sin necesidad de Dios. El Dios procesual se incorpora al
pensamiento para sustentar principalmente nuestras aspiraciones
humanas. Este Dios es sin duda optativ o.13 Como demostramos, en ese
sentido Él también es imposible.

A modo de resumen de lo que aprendimos en este capítulo, a


partir del análisis de las cosmov isiones no teístas, v emos que necesitamos
un sistema en que:

Dios y el mundo sean distintos;


Dios sea infinito y el mundo, finito;
Dios sea trascendente e inmanente al mismo tiempo;
Dios sea el autor de las obligaciones morales.

En definitiv a, necesitamos el teísmo.


Todav ía no demostramos que el teísmo sea v erdadero. Lo único
que demostramos es que los sistemas no teístas están plagados de
grav es dificultades que nos autorizan a poner en entredicho su v erdad.
Si tenemos buenas razones para creer que el teísmo es v erdadero, lo
v eremos en el siguiente capítulo.
Por el momento, respondamos a los casos con que introdujimos
este capítulo.

Respuesta al caso 1: Recuerdo lo que le respondí a Gus. Le pregunté directamente si en


verdad podía pensarse como una revelación. Lo que deseaba mostrarle era que tenemos
una conciencia básica de nuestro carácter finito y no hay viso de filosofía panteísta que
pueda ocultar este hecho. Desearíamos ser nuestra propia revelación; más aún,
desearíamos ser nuestro propio dios. Sin embargo, cuando somos sinceros con nosotros
mismos, no necesitamos que nadie nos diga que la idea de considerarnos seres infinitos es
contraria a todo lo que sabemos sobre nosotros.
Lo que quiero agregar aquí, además de nuestro análisis anterior sobre el
panteísmo, es que cuando afirmo que el panteísmo es contradictorio, no me limito a
señalar una cuestión lógica. La idea de que yo debería ser un Dios infinito es contraria
también a la experiencia que tengo de mí mismo.

Respuesta al caso 2: Los académicos que no guardaron el debido respeto hacia el


hombre que planteó una pregunta pertinente tenían razón en un sentido: La esperanza es
un ingrediente esencial de lo que significa ser humano. Hay dos tipos de esperanza: la
esperanza racional y la irracional. La esperanza racional se basa en realidades, tiene
expectativas razonables. La esperanza irracional es mero voluntarismo, sin ningún
fundamento. Por supuesto, no hay ninguna ley que prohíba ser optimista, pero no desearía
apostar mi destino solo a eso. En cualquier cosmovisión en la que Dios no domina todo y
el control queda en manos de los seres humanos, la esperanza no puede ser más que un
optimismo ilusorio. Una mirada a la historia del siglo XX nos muestra que los seres
humanos son más diestros en echar todo a perder que en arreglar los problemas. ¡Las
cosmovisiones no teístas no sirven de nada! Lo único que ofrecen es una esperanza
irracional.

Respuesta al caso 3: Difícilmente pase un día en que no veamos la paradoja ilustrada


por este episodio. La gente no solo tiene valores, sino que también los predica e intenta
imponerlos sin mucho fundamento. Pedimos tolerancia, pero solo dentro de los límites de
nuestros intereses y preferencias personales. La ética humanista no obliga a nadie a
aceptar y conformarse a sus reglas particulares. Estos valores son, por lo tanto,
arbitrarios. Lo que la gente necesita no es un mejor código de ética, sino un fundamento
teísta para la ética.

Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:

1. Definir y describir el teísmo.


2. Definir el ateísmo y demostrar (con tres razones) que es
una cosmov isión inaceptable.
3. Definir el agnosticismo y demostrar que es insostenible.
4. Definir el deísmo y señalar su inconsistencia esencial.
5. Definir el panteísmo y describir por qué es
contradictorio.
6. Definir el panenteísmo e ilustrar por qué es una
cosmov isión imposible.
7. Identificar los siguientes nombres con la contribución
aludida en este capítulo: Jean-Paul Sartre, Kai Nielsen,
Cornelius Van Til, Francis Schaeffer, T. H. Huxley ,
Thomas Jefferson, Shirley MacLaine, A lfred North
Whitehead.

Reflexión sobre las ideas


1. ¿Es posible combinar algunas de las cosmov isiones
analizadas en este capítulo? Justifique su opinión.
2. Ejemplifique una o más de las cosmov isiones con
imágenes contemporáneas.
3. Estudie los escritos de una persona asociada a una de las
cosmov isiones criticadas en este capítulo. ¿Puede
ejemplificar los problemas planteados aquí con una
ilustración?
4. En diferentes épocas, div ersas cosmov isiones han sido
dominantes. Elabore una lista para asociar la
popularidad de div ersas cosmov isiones con períodos
históricos específicos. ¿A qué se podría atribuir este
hecho?
5. ¿Su comprensión de Dios y del mundo ha sido influida
por algunas de estas cosmov isiones no teístas? ¿En qué
medida puede corregir su perspectiv a?

Lecturas adicionales
Dav id K. Clark y Norman L. Geisler, A pologetics in the New A ge (Grand
Rapids: Bak er, 1990).
Norman L. Geisler y William D. Watk ins, Worlds A part, 2.ª ed. (Grand
Rapids: Bak er, 1989).
Roy ce Gordon Gruenler, The Inexhaustible God (Grand Rapids: Bak er,
1983).

1 Hay una buena descripción biográfica en su ensayo «Existentialism Is a Humanism»


en Walter Kaufmann, ed., Existentialism from Dostoevsky to Sartre (Nueva York: World,
1956), 287-311.
2 Kai Nielsen, An Introduction to the Philosophy of Religion (Nueva York: St. Martin’s
Press, 1982), 17-42.
3 Cornelius Van Til, The Defense of the Faith (Philadelphia: Presbyterian and Reformed,
1955), 102.
4 Francis A. Schaeffer, The God Who Is There (Downers Grove, IL: InterVarsity Press,
1968). El diagrama se encuentra en la p. 61.
5 Para evitar una posible confusión terminológica, necesitamos tener presente una
distinción importante entre conocer que Dios existe y tener un conocimiento directo y
personal de Dios. Gran parte del diálogo filosófico legítimo gira en torno a este último
concepto. Muchos filósofos postulan que dado que Dios es infinito y nosotros somos
finitos, nunca será posible que podamos tener un conocimiento directo de Dios. Yo no
estoy de acuerdo con ellos, pero aquí estoy más interesado en mostrar que ese es otro
problema completamente distinto. El problema del agnosticismo que tenemos entre manos
es una cuestión mucho más básica: si podemos saber que dicho Ser infinito existe.
6 The Jefferson Bible: With the Annotated Commentaries on Religion of Thomas
Jefferson (Nueva York: Clarkson N. Potter, 1964).
7 Ibídem, 137.
8 Shirley MacLaine, Out on a Limb (Nueva York: Bantam Books, 1983).
9 Alan Watts, The Supreme Identity (Nueva York: Random House, 1972), 53-56. Ver
Baruch Spinoza, The Ethics and Selected Letters (Indianapolis: Hackett, 1982), 31-47.
10 Algunas personas quizás tengan dificultad en aceptar esta aseveración. Al fin de
cuentas, ¿acaso la teología cristiana no enseña que Jesucristo es Dios y hombre y, por lo
tanto, infinito y finito? La respuesta es negativa, no en el sentido en que la misma realidad
es infinita y finita. Según la doctrina cristológica, Cristo es aquel que tiene dos
naturalezas, una infinita, una finita. La contradicción existiría solo si dijéramos que Cristo
tenía solo una naturaleza que era finita e infinita. Ver mi análisis de este tema en
Handmaid to Theology (Grand Rapids: Baker Book House, 1981), 149-57.
11 Alfred North Whitehead, Process and Reality (Londres: Macmillan, 1933).
12 Stephen Hawking, A Brief History of Time (Nueva York: Bantam, 1988).
13 Ver, por ejemplo, John B. Cobb, Jr., God and the World (Filadelfia: Westminster,
1969).
6

La existencia de Dios

La prueba imposible
Caso 1: Estaba sentado en el vestíbulo del Seminario Neues Leben en Alemania
escribiendo uno de los primeros capítulos de este libro. Helmut, uno de los seminaristas,
estaba de turno, ocupado con el arreglo de las sillas y la atención del teléfono en la
recepción. Al cabo de un rato, se me acercó y comenzó a preguntarme cómo era el trabajo
de profesor en Estados Unidos y qué diferencias había con enseñar en Alemania. Se
interesó en lo que estaba escribiendo y se lo dije.
—¿Apologética? —repitió—. No estoy seguro de que sirva de mucho. Quiero decir,
es obvio, es imposible probar la existencia de Dios.

Sin pruebas de la existencia de Dios


Caso 2: Durante mi segundo año en la universidad, pasaba mucho rato en la cafetería del
centro de estudiantes. Los que no vivíamos en el campus de la universidad nos
sentábamos en las mesas durante los recesos, tomábamos café, fingíamos estudiar y
conversábamos sobre los problemas del mundo como si fueran simples contrariedades, sin
dudar de nuestras facultades superiores para resolverlos. No demoré en crearme la fama
en ese círculo de ser el individuo que pensaba que Jesús era la respuesta a muchos de
nuestros problemas.
Solían tomarme el pelo bastante seguido, pero de vez en cuando, la conversación
adquiría un cariz más serio.
Recuerdo un diálogo que mantuve con Donald.
—Con todo lo que Dios tiene para ofrecerte —le insté— ¿por qué no quieres
entregarle tu vida?
—Sencillísimo —respondió Donald—. No creo que Dios exista, y no hay ninguna
prueba para afirmar que exista.

¿Cuál es la causa de Dios?


Caso 3: Estaba hablando con un compañero en la mesa de libros cristianos que habíamos
armado en el centro de estudiantes. Yo estaba allí para compartir el evangelio; él se
detuvo porque deseaba divertirse un poco entre una clase y otra.
—¿Por qué debería creer en Dios? —preguntó por preguntar.
—Porque Dios es real —respondí—. Tú quieres creer en la realidad ¿no?
—Pero ¿cómo puedo saber que Dios es real? —La conversación se desarrollaba
según el guion.
—Porque sin Dios, no habría ningún mundo. Él es la causa de todo lo que existe.
—Está bien. Entonces, tú dices que todo debe tener una causa, y que esa causa es
Dios. Pero si todo necesita una causa, ¿cuál es la causa de Dios? ¡Toma!
Se marchó, pensando que había triunfado brillantemente.

¿Existe Dios? Seguramente no hay una pregunta más crucial que


esta. Sin embargo, muchas personas piensan que no es una pregunta
legítima. Según ellas, tendríamos que limitarnos a aceptar una respuesta
sin la necesidad de contar con «pruebas» o «argumentos».
No obstante, en este capítulo, analizaremos la ev idencia. La
cuestión fundamental es que hay dos hipótesis mutuamente
excluy entes:

Dios, tal como lo describe el teísmo, existe; y


Dios, tal como lo describe el teísmo, no existe.

En el capítulo anterior procuramos mostrar que tenemos buenas


razones para no aceptar la segunda opción. A hora intentaremos
demostrar que hay buenas razones para aceptar la primera.

¿Se puede probar la existencia de Dios?


«No se puede probar la existencia de Dios». ¡Cuántas v eces
habremos oído esta afirmación! Suelo oírla de parte de personas que
nunca han pensado mucho sobre la cuestión. La repiten porque la han
escuchado a su v ez de otros. En ocasiones, surge como un
pronunciamiento defensiv o para protegerse de desafíos intelectuales.
Esta defensa rara v ez v a más allá de una generalización del tipo «¡Dios
dejaría de ser Dios si pudiéramos probarlo!». ¿Por qué?
Otras v eces, las objeciones a las pruebas de la existencia de Dios
son un poco más medulares, como las siguientes.

«La Biblia no intenta probar la existencia de Dios».


A unque fuera cierto, esta afirmación no es sustancial. Sin duda,
Génesis 1:1 no comienza con el argumento ontológico, y me alegro de
que no lo haga. Sin embargo, esta constatación no ilegitima la
posibilidad de preguntarnos si es razonable creer que el Dios de Génesis
1:1 es real.
En realidad, en la Biblia hay buenos indicios que nos llev an a
pensar que la creencia en Dios es racional. «El necio ha dicho en su
corazón: “No hay Dios”» (Salmos 14:1, NBLH). En v arios pasajes leemos
que Dios se nos rev ela en la naturaleza: «Los cielos cuentan la gloria de
Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Salmos 19:1,
RVR1995). «Porque desde la creación del mundo las cualidades inv isibles
de Dios, es decir, su eterno poder y su naturaleza div ina, se perciben
claramente a trav és de lo que él creó, de modo que nadie tiene excusa»
(Romanos 1:20, NVI). A unque no constituy en ningún intento directo de
probar Su existencia, definitiv amente dejan abierta la posibilidad.

«Dios existe, ya sea que podamos probar Su existencia o no».


Hubiera preferido no presentar esta objeción si no fuera porque
cada tanto me la plantean y con toda seriedad. Por supuesto, la
existencia o no existencia de Dios en definitiv a es una realidad objetiv a.
No hay argumento en el mundo que pueda cambiar ese hecho. La idea
de que la existencia de Dios dependa de nuestros argumentos es
ridícula. Él no necesitaría nuestros argumentos si existiera y nuestros
argumentos no lo ay udarían si no existiera. A demás, si Dios existe, dudo
que le importe mucho si nuestros argumentos prueban Su existencia.
Este planteo es completamente ajeno a la cuestión. Nuestra
intención no es hacer que Dios exista gracias a un argumento, sino
llegar a una conclusión sobre Su existencia o no existencia. Simplemente
deseamos saber si Su existencia es v erdadera.

«Los seres finitos no pueden probar la existencia de un Dios


infinito».
Esta objeción admite dos interpretaciones: los seres finitos no son
capaces de probar la existencia de Dios o no deberían probarla. Las
analizaremos una por una.
Primera objeción: Los seres finitos no son capaces de probar la
existencia de Dios. Podemos entenderla en el sentido de que un Dios
infinito es por naturaleza demasiado elev ado y , por ende, sería imposible
someterlo a nuestras pruebas. Como nuestras mentes son finitas,
cualquier prueba que tengamos sobre Él solo consistirá en información
finita. ¿Cómo podríamos pretender combinar todas esas cosas finitas y
tener un Dios infinito? No podemos tratar a Dios como si fuera un
objeto en un laboratorio.
Es una buena objeción, pero depende de lo que queramos
lograr con el argumento. Sería v álida si lo que intentamos hacer
realmente es comprender la esencia de Dios. Eso es imposible, por
supuesto. Un ser finito no puede de ningún modo comprender a un ser
infinito. Sin embargo, esa no es la finalidad del argumento. Podemos
saber que algo existe sin necesariamente comprenderlo.
Por ejemplo, una v ez conv ersé con alguien que me mencionó
que no entendía las ecuaciones de Maxwell sobre el electromagnetismo,
cosa que le perdoné. Había cursado física dos v eces, en la secundaria y
en la univ ersidad, y siempre había tenido dificultades para resolv er ese
tipo de ecuaciones. No las comprendía. Sin embargo, su insuficiencia no
le impedía saber que dichas ecuaciones de Maxwell existían y , en
general, comprendía lo que intentaban demostrar. De la misma manera,
podemos ser capaces de demostrar que Dios existe, y entender algunas
v erdades sobre Él, sin tener necesariamente que comprenderlo
exhaustiv amente.
La segunda objeción: Los seres finitos no deberían probar la
existencia de Dios parecería implicar, de alguna manera, que con solo
intentarlo y a se comprometería la grandeza de Dios. «No se puede aislar
a Dios en un tubo de ensay o» afirmaba un libro popular.1 De ningún
modo, pero uno se pregunta a quién en sus cabales se le hubiera
ocurrido hacerlo. Mostrar que Dios existe no es reducirlo a un objeto
más entre muchos otros; es simplemente mostrar que Dios es real.
Más de una v ez he oído a algunos proclamar: «Si pudiéramos
demostrar la existencia de Dios, Él no sería digno de nuestra
adoración». ¿Por qué no? Esa afirmación, además de arbitraria e
infundada, es peligrosa. Promuev e la idea de que solo v ale la pena tener
una fe irracional. Si así fuera, ¿por qué no conv ertirnos al hinduismo y
se acabó el problema?

«Demostrar con razonamientos que Dios existe nunca


persuadirá a nadie a creer en Dios».
Este es un ejemplo específico de un problema común a cualquier
argumentación racional. En el capítulo 4 analizamos lo complejo que es
el razonamiento humano. Un argumento para ser considerado v álido
debe tener premisas v erdaderas y v alidez lógico-formal. Como cuando
pensamos no podemos ev adirnos del contexto de las cosmov isiones, un
argumento perfectamente v álido podría no ser conv incente para
alguien. Es un hecho cotidiano, presente en todo razonamiento humano
e intento de persuasión, pero no porque el argumento en sí no sea
correcto. Por otra parte, tampoco podemos descartar la posibilidad de
que el mismo argumento, en algún otro momento y lugar, sirv a para
persuadir a otra persona. Lo que pretendo mostrar con esto es que si
prescindiéramos de la argumentación racional porque nos parece que
no todos aceptarán nuestro razonamiento, tendríamos que dejar de
razonar unos con otros. No deberíamos dejar de intentar probar la
existencia de Dios antes de siquiera comenzar. A demás, es un hecho que
algunas personas encuentran que los argumentos para probar la
existencia de Dios son efectiv amente persuasiv os.

«La razón humana no puede probar la existencia de Dios».


Esta objeción aparentemente similar a la tercera tiene un lev e giro
conceptual. La tercera objeción se centraba en la diferencia entre los
seres finitos e infinitos; esta se concentra en las capacidades inherentes
de la razón humana per se. A quí se postula que la razón humana por su
naturaleza no puede probar la existencia de Dios. Esta objeción suele
presentarse en el contexto del pecado humano: nuestras mentes caídas
son incapaces de probar la existencia de Dios.
La respuesta más fácil es dejar que el argumento caiga por su
propio peso. Si no logramos probar la existencia de Dios por medio de
nuestra razón, la objeción podría ser o no ser cierta. Una cosa está
clara: Si lo logramos, la objeción es falsa. Si conseguimos ofrecer un
argumento v álido (a partir de premisas v erdaderas y mediante
operaciones lógicas con v alidez formal), resultará ev idente que la razón
humana es capaz de probar la existencia de Dios. No tendría ningún
sentido alegar que la razón no puede hacer lo que acaba de hacer.

Lo que hacen las pruebas


Hace unos días salí a nuestra pequeña huerta para recoger las
primeras frutillas de la primav era, escondida entre cuatro plantas de
tomate y doce de rabanitos. Encontré una frutilla madura y grande. La
lev anté eufórico, pero me esperaba una desagradable sorpresa. El fruto
estaba comido por dentro y su interior era una gran cav idad. A lrededor
del lugar donde había estado la frutilla v i unos delgados hilos de baba.
Una babosa se había comido mi mejor frutilla.
No llegué a v er la babosa, pero estoy seguro de que estaba allí.
No deduje su existencia a partir de premisas incuestionables, la inferí por
sus efectos. Si tuv iera que expresar mi razonamiento formalmente,
tendría que decir algo en esta línea: Si no hubiera existido una babosa,
la frutilla no estaría comida por dentro y tampoco habría ningún rastro
de baba.
De manera similar, aunque no hay a sido testigo del crimen, un
detectiv e puede determinar que el may ordomo cometió el asesinato por
los rastros que dejó el culpable. Un químico detecta la presencia de un
elemento químico en una solución por los efectos que la solución
produce en otros elementos. Mis alumnos saben que estoy en la facultad
cuando v en mi automóv il en el estacionamiento.
Este es el esquema general con que deseo demostrar la existencia
de Dios. No podemos v erificar directamente para «v er» si Él está aquí.
Tampoco es posible deducir Su existencia a partir de premisas
univ ersalmente admitidas. Sin embargo, es posible determinar si Sus
efectos están presentes. En otras palabras, podemos observ ar el mundo
y v er si está construido de manera tal que sea razonable creer que debe
haber un Dios. Por lo tanto, nuestra primera pregunta debe ser: ¿Cómo
es el mundo? Si v emos las marcas de Dios en el mundo, será razonable
inferir que Él existe.
Ya v imos este patrón de razonamiento cuando estudiamos el
argumento teleológico en el capítulo 3. Los efectos señalados en esa
ocasión fueron el orden y la armonía presentes en la naturaleza. El
argumento infería la existencia de un diseñador en v irtud del aparente
diseño presente en el mundo. Recordemos también que el problema con
este argumento no reposaba en su estructura lógica, sino en su
fundamento epistemológico endeble: si había o no ev idencia del diseño
en el mundo era un juicio demasiado arbitrario. No obstante, la
metodología de apelar a un creador para explicar lo que observ amos en
el mundo es legítima y podemos adoptarla.

El argumento «Si no fuera porque . . . »


La opción por una metodología que nos obliga a v alidar las
hipótesis nos permite cierto grado de flexibilidad en otro aspecto. No
estamos confinados al rigor de la argumentación puramente deductiv a o
inductiv a. Por supuesto, no podemos v iolar las ley es de la lógica, pero
no necesitamos seguir las reglas formales de la argumentación, así como
no lo hacemos en la v ida cotidiana.
Tomemos por ejemplo la siguiente sencilla inferencia: «Rick Mears
debe ser realmente un buen conductor porque ganó las 500 millas de
Indianápolis». Si alguien cuestionara esta afirmación, ¿qué podríamos
responder? Podríamos señalar que para ser capaz de ganar la carrera
Indy 500, saber conducir bien es una condición necesaria. En un
sentido estricto, no es un argumento ni inductiv o ni deductiv o.
A pelamos a lo que esperamos sea el sentido común y la experiencia: «Si
no fuera porque sabe conducir bien, Rick Mears no hubiera podido
ganar la Indy 500».
Este tipo de razonamiento se denomina lógica trascendental. La
lógica trascendental es un tipo de razonamiento por medio del que
descubrimos las condiciones necesarias para determinados fenómenos,
sin las cuales estos no serían ciertos.
Es una forma de pensar que usamos todo el tiempo. Si me
encuentro con alguien que se graduó de Tay lor Univ ersity , sé que pasó
una serie de cursos de Biblia porque esa es una condición necesaria
para graduarse allí. Si mencionamos el nombre de un presidente
estadounidense, podemos estar seguros de que tiene más de treinta y
cinco años, porque esa es una condición para ser constitucionalmente
electo.
Hay div ersas razones para que algo constituy a una condición
necesaria. Estas pueden ser puramente lógicas, empíricas, científicas o
por consenso, entre otras. En todos estos casos, se llega a la conclusión
porque de alguna manera esta representa un requisito necesario para
algo.
En general, esa será la metodología de nuestro argumento.
Intentaremos mostrar que Dios es la condición necesaria del mundo. O,
expresado más sencillamente: «Si no fuera porque Dios existe, no habría
mundo».
El argumento cosmológico
A continuación, presentaremos una forma del argumento
cosmológico para demostrar la existencia de Dios. El nombre del
argumento deriv a de la palabra cosmos que significa «mundo». La idea
es inferir la existencia de Dios a partir de lo que v emos en el mundo. La
v ersión que presento aquí es una adaptación del argumento
cosmológico de Tomás de A quino.2
Comenzaré con un esbozo del argumento, y luego analizaremos
detenidamente cada uno de los pasos y defenderemos cada premisa. En
ese momento, definiremos la terminología poco conocida.

1. Hay algo que existe.


2. Las cosas que existen son necesarias o contingentes, una
u otra.
3. Un ser necesario tendría que ser Dios.
4. No es posible que el mundo sea un ser necesario.
5. Solo es posible que hay a un ser necesario.
6. A menos que exista un ser necesario, no puede haber
seres contingentes.
7. Existe un ser necesario.
8. Por lo tanto, Dios existe.
9. Por lo tanto, solo existe un Dios.
10. El Dios del teísmo existe.

1. Hay algo que existe. Cualquier cosa sirv e. Yo existo. Usted


existe. El univ erso existe. Una flor existe. Mi lapicera existe. Ni siquiera
tiene por qué ser un objeto material. Si usted duda de esta afirmación,
su duda existe, y eso y a es suficiente. En síntesis, si para usted esta
afirmación de que hay algo que existe es discutible, y a la interpreta
como algo y ese «algo» tendría que existir, y usted tendría que existir
para poder interpretarla. Ninguna persona racional debería poner en
entredicho esta afirmación.
Quisiera agregar dos comentarios. Primero, me consta que
algunas personas racionales efectiv amente dudan de esta afirmación
(por ejemplo, los budistas therav adas). A mi entender, no deberían
cuestionarla, porque en la medida en que lo hagan, están siendo
irracionales. Sin embargo, como es un hecho que la objetan, no puedo
ofrecerla como un punto de partida indisputable, como lo requiere el
racionalismo. Presento esta afirmación sabiendo que la abrumadora
may oría de mis lectores la acepta. Si existiera entre mis lectores algún
budista therav ada que no la aceptara, su propia existencia confirmaría
mi punto. Los budistas therav adas existen.
Segundo, quisiera recalcar que esta afirmación es diferente a la
famosa declaración de René Descartes: «Pienso, luego existo».3
A nalizamos a Descartes en el capítulo 3, como un proponente del
argumento ontológico. En dicho argumento, Descartes comienza por
dudar que pueda conocer algo. Luego razona que como está dudando,
debe estar pensando; y como está pensando, debe existir para poder
pensar. Los filósofos han tomado partido con respecto a este
argumento. Podríamos decir mucho más al respecto, pero mi premisa
no tiene un propósito tan ambicioso como la de Descartes. Yo no
pretendo probar la existencia de nada con mi afirmación. Simplemente
afirmo una v erdad razonable: que hay algo que existe. Si quisiéramos,
podríamos contentarnos con que «mi duda existe». A cordemos que
hay algo que existe.
2. Las cosas que existen son necesarias o contingentes, una u
otra.
Contingente significa «dependiente de otra cosa»; necesario
significa «totalmente independiente de todo lo demás». Si se lo piensa,
nos damos cuenta de que estas propiedades son mutuamente
excluy entes. Si algo es contingente, no puede ser necesario; y
v icev ersa.
A quí tenemos un hecho de lógica. Supongamos un par de
propiedades realmente contradictorias. Por ejemplo, recuerde que a
pesar de lo que nos enseñaron en la escuela, el opuesto de «perro» no
es «gato», sino «no perro», todo lo que no sea un perro. Es un hecho
que todo lo que existe en el mundo debe tener una u otra de las
propiedades de este binomio. Todas las cosas en el mundo son un perro
o no lo son. Todas las cosas en el mundo son un jugador de béisbol de
la liga may or, o no lo son; son azules, o no lo son; son carnív oras o no,
y así podríamos seguir.
Por supuesto, cuando afirmamos esto no estamos haciendo
ningún juicio específico sobre ninguna cosa en particular concerniente
a qué categoría corresponde asignarla (sería factible que no pudiéramos
determinar si un animal en el zoológico pertenece a la raza canina o no)
ni a la distribución total de los miembros entre una opción y otra en el
univ erso (no sabemos la cantidad total de perros que hay en el
mundo). Dado cualquier par de oposiciones, siempre es posible que
todos, ninguno o cualquier cantidad parcial corresponda a una u otra
opción. En otras palabras, todav ía desconocemos cuántas cosas son
perros en oposición a las que no lo son, ni sabemos cuántas cosas son
azules en oposición a las que no son azules, etc. Lo único que sabemos
con certeza es que todo debe ser una cosa o la otra.
La dicotomía contingente/necesario representa un par de
oposiciones de este tipo. Como v eremos con más claridad, son nociones
contradictorias, mutuamente excluy entes. En consecuencia, una o la
otra debe ser cierta para todas las cosas en el univ erso.
Para ser más específico, cuando me refiero a un ser contingente,4
quiero decir que es un ser dependiente. Existe por la influencia que
otros seres ejercen sobre él. Entre dicha influencias incluimos estas tres:
Un ser contingente tiene una causa. Recordemos la diferencia
actualidad/potencialidad que mencionamos al final del último capítulo.
Un ser contingente es aquel que actualizó su potencialidad de existir. Esa
actualización requirió una causa. La causa tuv o que haber sido otro ser,
y a que no hay nada que pueda ser causa de su propia existencia.
Recuerde: Los pocillos de café no se llenan solos; y las potencialidades
no se actualizan por sí mismas. Por ejemplo, mi existencia se debió a una
causa, en gran medida, a mis padres.
Un ser contingente es sustentado. No podría continuar existiendo
si no fuera por determinadas causas que sustentan su existencia. Por
ejemplo, la continuidad de mi existencia es posible, entre muchos
factores, gracias a los alimentos que consumo, los medicamentos que
tomo y las ley es del univ erso al que pertenezco.
Un ser contingente está determinado. Los seres contingentes
obtienen de causas externas no solo su existencia, sino también la
especificación de sus características. Yo no elegí ser muchas cosas que
soy (soy hombre, nací en A lemania, soy blanco, y tengo div ersas
aptitudes y actitudes); las tengo impuestas por mis causas y factores
sustentadores.
Como tarea les dejo la pregunta sobre si es posible que un ser
contingente reúna solo una o dos de estas tres categorías (y o me inclino
a pensar que no). Para nuestros propósitos, podemos conformarnos
con una respuesta mínima y simplemente decidir que cualquier ser que
corresponda a una de estas categorías (que tenga una causa, que sea
sustentado o que esté determinado) será considerado un ser
contingente.
Por definición, entonces, diremos que un «ser necesario» es algo
que no corresponde a ninguna de estas categorías. Por el momento, no
necesitamos admitir la idea de que un ser necesario realmente exista. Nos
limitamos a afirmar que si existiera, por definición, tendría que reunir las
siguientes cualidades: No tendría una causa, no sería sustentado por
nada fuera de sí mismo y no estaría determinado por factores externos.
Tendría una existencia totalmente independiente de los demás seres.
¿Puede un ser tener algunos aspectos contingentes y otros
necesarios? No, según nuestra definición. Tan pronto como algo
reuniera algunos de los criterios propios de un ser contingente, dejaría
de corresponder a la categoría de un ser necesario. Un ser parcialmente
necesario es una imposibilidad.
He propuesto deliberadamente una definición rigurosa de un ser
necesario. ¿Es posible que exista algo con esas características? La
respuesta a esta pregunta deberá aguardar que completemos el
argumento. Mientras tanto, se mantiene en pie la disy untiv a lógica:
Todas las cosas que existen son necesarias o contingentes, una u otra.
Dependen de algún modo de otros seres, por más lev e que sea esa
dependencia (en cuy o caso son contingentes) o no proceden
absolutamente de nada (no tienen ninguna causa) y son independientes
(en cuy o caso son necesarias).
3. Un ser necesario tendría que ser Dios. A estas alturas del
argumento, todav ía no sabemos si hay un ser necesario. Podemos
analizar las propiedades para establecer que si dicho ser existiera, sería el
tipo de ser que llamamos «Dios».
Según nuestra definición, un ser necesario no tiene causa, no es
sustentado y no está determinado. Existe sin depender para nada de
factores o influencias externas. Esta idea no excluy e la posibilidad de
que, si así lo quisiera, pudiera responder a otros seres, pero no los
necesitaría ni sentiría ninguna obligación hacia ellos. Dicho ser necesario
sería:

independiente;
ilimitado;
infinito; en realidad, es sinónimo de «ilimitado»;
eterno, no sujeto a ninguna restricción temporal;
omnipresente, no sujeto a ninguna restricción espacial;
inmutable, no cambia;
puro ser actual, no tendría ninguna potencialidad;
en posesión de todas sus propiedades de manera
igualmente ilimitada.

Por ende, si pudiéramos demostrar que tiene poder,


conocimiento y bondad, debería ser omnipotente, omnisciente y
omnibenev olente.
En definitiv a, esto significa que el ser necesario tendría todas las
propiedades que normalmente asociamos con Dios. Usted y y o, ante un
ser que no tiene causa y es independiente, infinito, eterno,
omnipresente e inmutable, lo reconoceríamos de inmediato como Dios.
Hay quienes rechazan esta v ía de argumentación y cuestionan
nuestro derecho a llamar «Dios» a un ser necesario. Según ellos, solo
porque tiene todos los atributos comúnmente asociados con Dios no
significa que sea Dios. La objeción tiene cierta v alidez lógica, pero esta
se disipa a la luz del uso habitual del lenguaje. ¿Podríamos llamar a un
ser que no tiene causa y es independiente, infinito, eterno,
omnipresente e inmutable de otra manera que no fuera «Dios»? Si estos
atributos no son suficientes, ¿cuáles lo serían? El lenguaje no es estático,
y no es posible proscribir arbitrariamente una palabra si es la única
apropiada.
Una cuestión completamente diferente es si un ser necesario es el
Dios v erdadero. ¿Es el Dios a quien adoramos en la iglesia, que se
rev eló en las Escrituras y que env ió a Su Hijo a morir por nuestros
pecados en la cruz? Todav ía no es posible dotar al ser necesario con esa
identidad. A ntes tendremos que ofrecer más argumentos.
A ún no podemos afirmar que un ser necesario existe. Hemos
mostrado que, hipotéticamente, si uno existiera, sería Dios.
4. No es posible que el mundo sea un ser necesario. A lgunas
personas, para procurar detener el av ance del argumento cosmológico,
admiten que un ser necesario existe, pero insisten en que este ser
necesario es el mundo. Si consideramos todo el argumento que v enimos
desarrollando, resulta claro que esta opinión no es una alternativ a
v iable. Concluir que el mundo es el ser necesario sería lo mismo que
equiparar el mundo a Dios. Sería panteísmo y , como probamos en el
capítulo 5, esta v isión de la realidad es imposible porque es
contradictoria.
Por supuesto, quienes sostienen que el mundo es el ser
necesario, por lo general no pretenden suscribirse al panteísmo y esta
imputación les desagradaría. Se debe a que en nuestra época
contemporánea pocas personas se ocupan profundamente de la
metafísica. Muy pocos se han detenido a pensar en las implicancias de
sus juicios, pero eso no significa que no deban hacerse responsables de
sus opiniones. A firmar que el mundo es un ser necesario, es adherirse a
la imposibilidad metafísica del panteísmo, téngase o no conciencia de
ello.
5. Solo es posible que hay a un ser necesario. Todav ía no estamos
en condiciones de afirmar que hay un ser necesario. Con esta premisa
intentaremos probar que si hay uno, ese es el límite. No puede haber
más que uno.
Si suponemos que si dos cosas son diferentes, tienen que tener
algo que las diferencie. Si no difieren, tienen que ser una y la misma
cosa. Gottfried Wilhelm Leibniz, un filósofo del siglo XVII, llamaba a esto
el principio de la identidad de los indiscernibles. A modo de ilustración:
Supongamos que usted y una amiga se ponen a conv ersar sobre
la gente que conocen en otra univ ersidad. Usted le comenta que
conoce a alguien llamado A aron Huxtable. Estudia administración, tiene
un Ferrari rojo, está saliendo con una muchacha llamada Imogene y
tiene un lunar en su mejilla derecha. Su amiga dice que ella también
conoce a un A aron Huxtable en la misma univ ersidad. Él también
estudia administración, tiene un Ferrari rojo, está saliendo con Imogene
y tiene un lunar en su mejilla derecha. ¿Se quedarían sentados y
marav illados de que hay a dos personas tan semejantes en la misma
univ ersidad? ¡De ninguna manera! Concluirían que se trata del mismo
indiv iduo. Usarían el principio de la identidad de los indiscernibles. Dado
que las dos descripciones concuerdan en todo sentido, las dos cosas a
que hacen referencia deben tener la misma identidad.
Por supuesto, este principio rige estrictamente solo en una
situación ideal, en la que realmente no hay a diferencias entre dos
objetos referidos. Basta con que uno de ellos tenga una propiedad que
el otro no tiene para que no sean idénticos. Los gemelos no son
idénticos en este sentido. A un cuando puedan ser asombrosamente
parecidos, como es el caso de algunos gemelos, difieren en un aspecto
importante: son diferentes porciones de materia y ocupan diferentes
coordenadas espaciales. Si no fuera así, tendríamos que reconocerlos
como un único indiv iduo.
Según este principio, ¿sería posible que existieran dos seres
necesarios? Veamos por qué no es posible. En primer lugar, en
conformidad con nuestro principio, para que hay a dos seres necesarios,
deberían tener alguna propiedad diferente. Uno de los seres necesarios
debería tener una propiedad que al otro le falta (o v icev ersa). Dada
nuestra definición de un ser necesario, ese caso es imposible. Un ser
necesario es ilimitado; no puede carecer de ninguna de las propiedades
de su categoría y no puede tener anexada ninguna propiedad
contingente externa. En consecuencia, un ser necesario debe tener
todas las propiedades que corresponden a esa categoría, ni una más ni
una menos. Por lo tanto, estos dos seres necesarios no tendrán
propiedades que los diferencien, y solo es posible que hay a un ser
necesario.
Una brev e acotación respecto a una confusión que a v eces surge
concerniente a esto. ¿A caso la teología cristiana no enseña que hay tres
seres necesarios, el Padre, el Hijo y Espíritu Santo, la Santa Trinidad?
¿No sería una doctrina contraria al principio de la identidad de los
indiscernibles? La respuesta es que la doctrina de la tri-unidad no
enseña que hay a tres Dioses. Son tres personas en el mismo Dios; se
trata de un solo ser necesario.5
6. A menos que exista un ser necesario, no puede haber seres
contingentes. Llegamos ahora al punto crucial del argumento, mostrar
por qué debemos creer en la existencia de un ser necesario. Como
surge de la formulación de esta premisa, «a menos que . . . », usaremos
la lógica trascendental. Demostraremos que la existencia de un ser
necesario es una condición necesaria para que hay a seres contingentes.
1. Supongamos que usted observ a los candelabros suspendidos
en una oscura catedral gótica. No alcanza a v er el cielorraso y se
pregunta cómo estará colgado el candelabro. Si alguien le dijera que
cuelga del último eslabón de una cadena, esa respuesta no lo satisfará.
Si le señalan que el último eslabón pende de otro eslabón, tampoco
quedará conforme, porque usted sabe que las cadenas no cuelgan solas
en el aire. La cadena debe tener algo que la afirma al cielorraso, sin
importar su largo. Si no fuera porque la cadena está suspendida de un
gancho que no depende de la cadena, no podría colgar del cielorraso.
2. Supongamos ahora que a usted le interesan los trenes.
Mientras conduce por una autopista que corre paralela a las v ías del
tren, a su lado v a pasando un largo tren de carga. Se pregunta en v oz
alta quién tira del furgón de cola. Su acompañante le informa que lo tira
el v agón que v a delante de él. Por supuesto, usted sabe que los
v agones no se tiran a sí mismos, y le pregunta qué tira de ese v agón.
Nuev amente, si le informan que son los v agones que v an delante en
forma sucesiv a, esa respuesta no lo conformará. Usted sabe que tiene
que haber una locomotora. Si no hubiera algo que tirara del tren sin ser
tirado por él, el tren no podría mov erse.
3. Volv amos a recordar los pocillos de café que no se pueden
llenar a sí mismos. Si tengo un pocillo de café y deseo saber de dónde
salió el café, no quedaré satisfecho si me informan que la potencialidad
del pocillo de ser llenado fue actualizada. ¿Qué si le digo que el café
estaba en otra taza y que y o lo v ertí en ese pocillo? Usted querrá saber
de dónde salió el café de la otra taza. Multiplicar tazas para crear una
cadena interminable de tazas de café que se v ierten de una taza en otra
no serv irá. Poco importa cuánto nos pasemos v ertiendo café de aquí
para allá. Tiene que haber una fuente primaria del café, una máquina de
café o una cafetera. Sin ese origen para el café, no podría haber café en
ninguna taza ni pocillo.
Estas ilustraciones muestran que a v eces no puede haber una
serie de ev entos u objetos sin algo que dé origen a todo el conjunto.
Sin una causa original, no habría nada. A unque podemos imaginar la
cadena, el tren o la sucesión de tazas de café en una serie regresiv a
infinita, en realidad esto no es cierto. Un tren con una cantidad infinita
de v agones sin una locomotora no estaría en mov imiento. Una cantidad
infinita de eslabones sin un gancho que los sostengan, sería una cadena
en el piso. Una cantidad infinita de tazas de café sin una cafetera,
estarían v acías. Los filósofos afirman que en estos casos no es posible
una regresión infinita.6

La causa que no tiene causa


Consideremos ahora otra serie: una cadena de seres
contingentes. Por su propia naturaleza, un ser contingente necesita
haber sido causado por otro ser. Es una potencialidad que fue
actualizada, y como una potencialidad no puede actualizarse a sí misma,
requiere una causa externa que la actualice. Por supuesto, la causa no
puede ser algo posible sino actual, concreto. Por lo tanto, si fuera un
ser contingente, también debería tener una causa. Este encadenamiento
de causas causadas podría, en teoría, prolongarse por un largo tiempo,
pero no puede continuar indefinidamente. No puede haber una
regresión infinita de causas causadas. Si no fuera porque algo hizo
comenzar la cadena de actualidades sin haber sido actualizado, no
puede haber ninguna actualidad.
¿Por qué no? ¿Por qué no es posible que esta cadena de causas
contingentes exista simplemente como un hecho dado sin necesidad de
una causa externa? Porque dicha ev entualidad conv ertiría al conjunto
de seres contingentes en un ser necesario; y esto no es posible por dos
razones. Primero, no tiene sentido pensar que la sumatoria de muchos
seres contingentes resultaría en un ser necesario. Segundo, si
admitiéramos que la totalidad de los seres contingentes es un ser
necesario tendríamos, a lo sumo, un panteísmo: la cosmov isión que
anteriormente desechamos por contradictoria.
Por lo tanto, es preciso que hay a un ser necesario, un ser que
además de existir, es causa de la existencia de todos los seres
contingentes. Este ser en sí mismo, en tanto ser necesario, es sin causa.
Un corolario inmediato de esta conclusión es que no se puede dar lo
que no se tiene. La causa de los seres debe tener aquellas cualidades
positiv as que infunde en sus efectos. Por supuesto, aún seguirá siendo
un ser infinito y , por lo tanto, omnipotente, omnisciente,
omnibenev olente, etc.
Todas las propiedades intrínsecamente positiv as que constatemos
en la creación reflejan, en última instancia, la naturaleza del creador. Si
hay amor en la creación, procede del creador. Si hay belleza, la
infundió el creador. En consecuencia, el creador es sumamente
amoroso y bello. Otra propiedad deriv ada de esta causa es la condición
de persona. Esta condición es una característica del mundo impartida
por el creador. Es más, v aloramos la noción de que no somos meros
organismos biológicos: somos personas. Por lo tanto, la causa primaria
debe ser personal por excelencia (en el sentido de ser persona).
Establecido este punto, a partir de ahora podemos usar el pronombre
personal «él» para referirnos a la causa que no tiene causa.7

La confusión del Profesor Edwards


La fuerza de nuestro argumento resultará más clara si la
confrontamos con una crítica que se le hace y procedemos a
defenderla. Paul Edwards, un filósofo contemporáneo, ha cuestionado
una de las imágenes que usamos para explicar y fundamentar este
argumento.8 Sugiere que la imagen de un tren de carga está fuera de
lugar. Cada una de las causas indiv iduales tiene integridad propia y , por
tanto, deberíamos pensar en una serie de locomotoras unidas entre sí.
No necesitaríamos una primera locomotora, y toda la cadena av anzaría
por sí misma.
Esta sugerencia rev ela una confusión común sobre esta cuestión.
Para aceptar que la imagen sea v álida, cada ser causante debe ser por sí
mismo sin causa: un ser necesario. Concebir a todo el mundo como
múltiples seres necesarios es demasiado problemático, como y a v imos,
para requerir una refutación adicional.
7. Existe un ser necesario. Comenzamos afirmando que hay algo
que existe, y que deberá ser necesario o contingente, una cosa o la
otra. Si es necesario, nuestra búsqueda acabó: demostramos que existe
un ser necesario. Si es contingente, debe haber un ser necesario y a que
demostramos que no puede haber seres contingentes si no existe un ser
necesario. Por lo tanto, en ambos casos, existe un ser necesario.
8. Por lo tanto, Dios existe. Como mostramos que un ser
necesario es lo que corresponde llamar Dios, podemos afirmar que Dios
existe.
9. Solo existe un Dios. Hemos demostrado que Dios, en tanto ser
necesario, existe. También demostramos que solo puede haber un ser
necesario. Por lo tanto, solo puede haber un Dios.
10. El Dios del teísmo existe. No es de extrañar que las
características de un ser necesario corresponden a los atributos del Dios
del teísmo. Por lo tanto, el Dios del teísmo, el supuesto objeto de todo
este análisis, existe. Expresado de una forma que se corresponda con
nuestra metodología: Dada la existencia del mundo, es más plausible
creer que el teísmo es v erdadero que creer que no lo es.

¿Qué hemos hecho?


Desde que comencé a escribir este capítulo, hace dos semanas, y
ahora, en que estoy escribiendo esta oración, me han dicho por lo
menos una decena de v eces: «¡No puedes probar la existencia de
Dios!». En ningún momento me ofrecieron una buena razón. Me animo
a sugerir que, con las limitaciones anteriormente mencionadas, hemos
ofrecido una demostración racional de la existencia de Dios. Si Dios no
existiera, no habría mundo.
¿Cuál es el v alor práctico de este argumento? Hemos elaborado y
precisado un argumento meticuloso que esperamos sea correcto en
todos los sentidos. Fuera del ámbito académico formal, no me imagino
en qué otro lugar podría presentarlo premisa por premisa. ¿Por qué
ocuparnos, entonces, con tanto trabajo? Quisiera sugerir tres razones.
En primer lugar, hemos ofrecido una respuesta racional a una
pregunta racional, a saber: ¿Es racional creer en la existencia de Dios?
Como respuesta desarrollamos un argumento para mostrar que sí lo es.
No hicimos que Dios existiera, ni tampoco dedujimos la existencia de
Dios. Hemos mostrado que la ev idencia respalda claramente que Él
existe.
Seguidamente, intentamos elaborar un argumento lo más
completo posible. Por eso recurrimos a los conceptos de la lógica
trascendental y al principio de la identidad de los indiscernibles. Estas
dos nociones no son de uso corriente, y no pretendo que lo sean; pero
sirv ieron para mostrar que nuestro argumento puede resistir un
riguroso escrutinio técnico. Si estas cuestiones técnicas llegaran a
aflorar, tenemos una respuesta. Si estos conceptos no contribuy en a la
discusión, no necesitamos plantearlos.
Por último, hemos expuesto una característica fundamental sobre
el mundo: Necesita un Dios. En la may oría de las conv ersaciones, este
será el elemento al que quiero apuntar. Supongamos que alguien dijera:
«¡Pruébeme que Dios existe!». Su primera respuesta debería ser: «¿Qué
aceptará usted como prueba?». Si la persona responde con sinceridad
(aunque esto solo sucede en contadas ocasiones): «Quiero que me dé
un argumento racional de la existencia de Dios», podría desarrollar algo
en esta línea: «Cuando observ o la naturaleza de lo que existe en el
mundo, me resulta claro que si no fuera porque hay un Dios que lo
creó, el mundo no podría existir».
Noten que no comenzaría con un ser necesario, contingente, con
la actualidad, la potencialidad, el panteísmo y todo lo demás (salv o que
me encontrara en un ámbito de mucho rigor). En cambio, a medida que
la conv ersación av anza y mi amigo cuestiona alguno de los puntos, y o
estaría preparado para ofrecer la explicación requerida. Estos conceptos
solo nos ay udan a analizar la única v erdad básica en torno a la cual se
construy e este argumento: Si Dios no existe, no habría mundo. O,
expresado por la negativ a: Si usted piensa que puede observ ar el
mundo sin v er a Dios detrás de él, no está observ ándolo bien.

A ntes de continuar, sería conv eniente que repasara si entendió la


idea principal de la argumentación presentada en este capítulo. Vuelv a a
leer los casos introductorios para v er si sabría cómo responderlas.

Respuesta al caso 1: Para mi sorpresa, cuando le expliqué a Helmut más detenidamente


lo que estaba haciendo, no tuvo ningún problema. Generalmente, la conversación no es tan
fácil. Me resulta un gran misterio que los cristianos se resistan con tanta vehemencia a la
idea de que la existencia de Dios pueda demostrarse con la razón. Si bien es cierto que
hay objeciones, como las mencionadas anteriormente, esta resistencia parece ser más
profunda. Solo se me ocurre pensar que temen que las vicisitudes de la razón hagan
peligrar su fe. Quisiera asegurarles a estos hermanos y hermanas que el mismo Dios que
creó el mundo es también el creador de nuestras mentes.

Respuesta al caso 2: Este capítulo lo escribí para responder precisamente a este tipo de
situaciones. El argumento cosmológico probablemente nunca convertirá a un ateo en
maestro de escuela dominical de la noche a la mañana. Sin embargo, es una respuesta
meditada frente a la ligereza con que algunos rechazan el teísmo por infundado. La
mayoría de los cursos de filosofía introductorios y las lecturas recomendadas incluyen una
sección que bien podría caracterizarse como «cómo reírse de las pruebas de la existencia
de Dios». Los profesores escépticos enseñan a los estudiantes a burlarse de los
argumentos teístas y a dar por sentado que no sirven. Por lo menos, hemos intentado
mostrar que están equivocados.

Respuesta al caso 3: La objeción planteada en esta conversación es ilustrativa de un


gran problema presente en algunas versiones del argumento cosmológico, pero no en el
nuestro. En ningún momento afirmamos que «todo necesita tener una causa». Si lo
hubiéramos hecho, sería sin duda irracional sostener que Dios es una excepción. Lo que
postulamos es que todos los seres son contingentes o necesarios, una cosa o la otra.
Luego mostramos que los seres contingentes necesitan tener una causa. Un ser necesario,
por definición, es sin causa. Esta objeción, por lo tanto, nunca podría esgrimirse contra
nuestro argumento.

Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:
1. Mencionar cinco objeciones a la posibilidad de probar la
existencia de Dios y mostrar por qué no sirv en.
2. Describir exactamente lo que un argumento a fav or de
la existencia de Dios puede hacer y qué cosas no.
3. Definir la «lógica trascendental» y explicar por qué sirv e
como método para argumentar la existencia de Dios.
4. Explicar el argumento cosmológico con sus propias
palabras.
5. Diferenciar entre un ser contingente y un ser necesario.
6. Mostrar por qué un ser necesario es Dios.
7. Demostrar por qué el mundo no puede ser un ser
necesario.
8. Explicar el principio de la identidad de los indiscernibles
y cómo opera en el argumento cosmológico.
9. Demostrar por qué es imposible una regresión infinita de
seres contingentes.
10. Identificar los siguientes nombres con la contribución
aludida en este capítulo: Tomás de A quino, Gottfried
Wilhem Leibniz, Paul Edwards.

Reflexión sobre las ideas

1. Hemos estudiado v arios argumentos a fav or de la


existencia de Dios. ¿Qué tienen en común?
2. En este capítulo presenté una v ersión particular del
argumento cosmológico. No es la única manera de
formularlo. ¿Se le ocurren otras v ariantes del
argumento, y a sean propias u obtenidas mediante una
consulta bibliográfica?
3. Elabore una lista detallada de todas las características de
Dios que pueden compilarse simplemente porque Su
identidad es una causa que no tiene causa.
4. Por medio de lecturas adicionales, encuentre algunas
objeciones al argumento cosmológico formuladas por
otros escritores. Determine si el argumento presentado
en este capítulo se mantiene en pie o no.
5. En este libro, el argumento cosmológico representa el
intento de argumentar la racionalidad del teísmo.
Supongamos que alguien descubriera un v icio fatal en
este argumento. ¿Significará la derrota definitiv a del
teísmo? ¿De qué otra manera se podría elaborar un
argumento racional a fav or del teísmo?

Lecturas adicionales
Donald R. Burrill, ed., The Cosmological A rguments (Garden City , NY:
Doubleday , 1967).
Norman L. Geisler y Winfried Corduan, Philosophy of Religion, 2.ª ed.
(Grand Rapids: Bak er, 1988).
John Hick , ed., The Existence of God (Nuev a York : Macmillan, 1964).
J. P. Moreland y Kai Nielsen, Does God Exist? (Nashv ille: Thomas
Nelson, 1990).

1 Barbara Jurgensen, Quit Bugging Me (Grand Rapids: Zondervan, 1968).


2 Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, cuestión 2, artículo 3. Disponible en
http://hjg.com.ar/sumat.
3 René Descartes, Discurso del método, trad. Antonio Gual Mir (Madrid: EDAF, 1982),
66.
4 Es probable que la palabra «ser» resulte ambigua. Con este término quiero significar
aquello que existe, una cosa, una entidad, algo que es. Puede ser personal o impersonal.
5 Desarrollo las cuestiones filosóficas concernientes a la doctrina de la Trinidad en
Handmaid to Theology (Grand Rapids: Baker, 1981), 157-66.
6 Es de suponer que una regresión infinita es posible en otros campos, como las
funciones autorreferenciales en matemáticas. De todos modos, si fuera así, no es
pertinente para los ejemplos ni para nuestro argumento cosmológico.
7 En los últimos años se ha debatido mucho respecto al género que debemos emplear
para referirnos a Dios. ¿Por qué no hablar de «Ella» en vez de pensarlo como «Él»? ¿O de
una combinación de ambos? ¿O de algo intermedio? Quisiera aclarar mi posición. Dios no
es un ser masculino. El uso de «Él» para referirnos a Dios no es una glorificación de los
varones ni de la masculinidad. En la Biblia, sin embargo, Dios se reveló a sí mismo por
medio de imágenes masculinas y a través del género gramatical masculino. Como es la
única revelación con que contamos, entiendo que es vinculante. Sin embargo, lejos de
exaltar la masculinidad humana, Dios juzga a los varones humanos pecadores.
8 Paul Edwards, «The Cosmological Argument» en Donald R. Burrill, ed. The
Cosmological Arguments (Garden City, NY: Doubleday, 1967), 100-123.
7

Dios y el mal

El holocausto
Caso 1: Mi familia se mudó de Alemania a Estados Unidos cuando tenía trece años. Mi
hermano y yo estábamos encantados con la posibilidad de conocer y cultivar la amistad
con varios compañeros de clase judíos, una experiencia nueva para nosotros. Asistíamos a
la escuela de verano y solíamos regresar a casa en bicicleta con Randy, uno de nuestros
amigos. Un día nos invitó a su casa para almorzar. Comimos unos sándwiches y
conversamos sobre nuestros respectivos mundos. Cuando tocamos el tema de la religión,
Randy comentó:
—Nosotros somos ateos.
Como no entendía la palabra en inglés, él me aclaró:
—No creemos que Dios exista. Si existiera, no podría haber permitido que mataran
a tantos judíos en la guerra.

Desde lo más profundo


Caso 2: Trabajaba como pastor en una pequeña congregación y me llamaron para visitar
una anciana en el hospital. Le acababan de amputar su segunda pierna. Por supuesto, se
sentía muy deprimida. Cuando entré en su habitación, las lágrimas le corrían por las
mejillas. Tenía la mirada fija en su Nuevo Testamento, un ejemplar con tipografía grande.
Se sentía defraudada por el Dios a quien había servido fielmente durante su vida, y se
preguntaba si Él habría dejado de cumplir Sus promesas.

A dán y Eva
Caso 3: Otra noche de sábado, otro café, esta vez era el Pilgrim’s Cave en Washington,
D.C. Ya era casi medianoche y me tocaba interpretar el último bloque musical. Después de
las clásicas baladas de Peter, Paul, and Mary y algunas de Bob Dylan, concluí con algunas
canciones cristianas que había compuesto hacía poco. Con aquella manera de hablar que
teníamos en los sesenta, les dije a los presentes:
—Si alguien quisiera dialogar sobre lo que estoy cantando, nos sentamos a
conversar, y vemos cómo nos va. (¡Fantástico!).
Cuando terminé de cantar, dos parejas de más o menos mi edad me llamaron
para conversar. Me dijeron que yo las había hecho pensar sobre Dios, pero que había algo
que no entendían, y querían conocer mi opinión. Si había un Dios, ¿por qué permitía que
hubiera hambrunas, terremotos, enfermedades y otras catástrofes naturales? (Yo,
encantado).
—No culpen a Dios —les expliqué—. Dios creó un mundo perfecto. Pero cuando
Adán y Eva se volvieron contra Dios, arrastraron con ellos a todo el mundo. La culpa es
nuestra, no de Dios.

¿Dónde estaba Dios?


Caso 4: Hace unos años, Taylor University —la universidad donde enseño—, fue conmovida
por una verdadera tragedia. Toni, una de las estudiantes, aparentemente había saltado
desde la ventana de uno de los pisos superiores. Mientras sus compañeras todavía lloraban
su pérdida, me tocó enseñar la unidad sobre el problema del mal en nuestra clase de
apologética. Sabiendo lo que podía suceder, hice lo mejor que pude para presentar la
naturaleza del problema con mucha delicadeza. A pesar de todos mis esfuerzos, obtuve la
reacción que esperaba evitar. Después de explicar brevemente el poder y el dominio de
Dios sobre el mundo, Jackie, una amiga íntima de Toni, saltó con una mezcla de dolor,
temor, desafío y recriminación, y dijo bruscamente:
—¿Está diciendo que Dios pudo haber evitado que Toni saltara, pero no lo hizo?

En el último capítulo argumentamos a fav or de la v iabilidad del


teísmo (la creencia en Dios). A ntes de continuar, necesitamos
asegurarnos de que nuestra v isión está bien fundamentada y que no
adolece de las mismas deficiencias que criticamos en otras
cosmov isiones. Si el teísmo tuv iera alguna inconsistencia interna, no
habríamos progresado en absoluto.
A lgunas personas creen que han encontrado precisamente esa
incongruencia en la incompatibilidad entre el Dios todopoderoso y todo
amoroso del teísmo y la innegable realidad de mal que hay en el mundo.

Algunas restricciones
Hay un asunto crucial que conv iene aclarar desde el principio.
Nos proponemos considerar el problema del mal desde el punto de v ista
intelectual, a fin de establecer en términos racionales si la realidad del mal
es incompatible con el Dios del teísmo.
El problema del mal tiene también otro aspecto, el psicológico o
personal. En el transcurso de la v ida, experimentamos div ersas formas
de sufrimiento, las que podrían llev arnos a preguntar por el sentido de
nuestra v ida y dudar del amor personal de Dios hacia nosotros. A l
atrav esar esas crisis, las respuestas intelectuales al problema del mal tal
v ez tengan un v alor limitado. En dichas ocasiones es mucho más
prov echoso el apoy o emocional, espiritual y psicológico que una
discusión racional de cuestiones conceptuales.
Sin embargo, esto no significa que el análisis que nos
proponemos hacer sea inútil. Solo significa que su utilidad está limitada
por su alcance: dar una respuesta racional a una pregunta racional. No
creo que dicha respuesta por sí sola ofrezca consuelo emocional; pero,
¿acaso una falsedad brindaría más consuelo auténtico?

Un ejemplo y una metodología


El problema del mal se plantea en principio como el problema de una
aparente inconsistencia. Recordemos cuándo se configuraba una
inconsistencia (como la describimos en el capítulo 5). Tenemos una
inconsistencia cuando intentamos afirmar dos enunciados que no
pueden ser v erdaderos al mismo tiempo, aunque ambos podrían ser
falsos. El siguiente par de enunciados parece ser inconsistente:
1. Soy dueño de un flamante Porsche.
2. No tengo un automóv il para ir al colegio por la mañana.
En principio, parecería que ambas afirmaciones no pueden ser
v erdaderas. Si tengo un Porsche, tendría que poder ir en automóv il al
colegio; si no tengo v ehículo propio, no puedo tener un Porsche.
¿Qué hacemos normalmente ante este tipo de afirmaciones? La
solución más fácil sería mostrar que una u otra es falsa: No tengo un
Porsche o efectiv amente tengo locomoción propia. La inconsistencia
desaparece y el problema queda resuelto.
Pero ¿qué si tenemos buenas razones para creer que ambas
afirmaciones son v erdaderas? En dicho caso, haríamos lo que la
may oría de los lectores seguramente y a han hecho, procurar encontrar
algún tipo de explicación que dé cuenta de la v erdad de ambos
enunciados. Esta explicación se denomina un «contexto mediador» y se
puede expresar con enunciados adicionales, como el siguiente
3. a. Mi Porsche es un automóv il de colección;
o
3. b. Mi Porsche quedó inutilizado por un choque.
Si esta tercera afirmación fuera v erdadera, los enunciados (1) y
(2) también pueden ser ambos v erdaderos.1 En ambos casos, el
problema deja de ser tal.
Con todo, algunas mentes inquisitiv as quizás deseen contar con
más información. ¿Usted realmente tenía un Porsche y quedó inutilizado
por un choque? Si fue así, ¿lo puede probar? O, ¿cómo llegué a tener
como único medio de locomoción un Porsche de colección? En otras
palabras, no nos conformaremos hasta que el contexto mediador que
ofrecemos sea también v erosímil. A unque hay muchas afirmaciones que
podrían serv ir para lev antar la inconsistencia lógica, solo la que sea
plausible serv irá para satisfacer la cuestión intelectual.
Por supuesto, nuestro interés no radica ahora en determinar mis
posibilidades de locomoción, sino en el problema mucho más importante
de Dios y el mal. Las dos proposiciones en cuestión son:
1. Dios existe y es un ser omnipotente y omnibenev olente;
y
2. El mal es real.
A nalicemos este problema. «Omnipotente» significa
«todopoderoso» y se refiere al hecho de que Dios puede hacer
cualquier cosa en armonía con Su naturaleza, entre las que cabe incluir
la posibilidad de acabar con el mal. Por «omnibenev olente»
entenderemos que Dios es un ser cuy a bondad y amor son infinitos, Él
es el sumo bien. Implica que si hay un bien que puede hacer, Él querrá
hacerlo. Claramente, suprimir el mal es un bien, y un Dios
omnibenev olente debería querer abolirlo.
Como v imos en el capítulo anterior, estos dos atributos div inos
son parte del teísmo. Si el teísmo es v erdadero, entonces, existe un ser
que puede acabar con el mal y que quiere efectiv amente hacerlo. Este
último punto es el que nos llev a a creer que, admitido el teísmo, no
debería haber mal en el mundo.
La v erdad, en cambio, es que el mal existe. Quedo algo perplejo
cuando me piden que defina el mal llegado este punto. Tiendo a pensar
que el significado es ev idente. Me siento tentado a responder: «Lo que
sea que no nos agrada», pero eso sería demasiado subjetiv o. Entonces
ofrezco una lista general que incluy e el pecado, los delitos, las
enfermedades, la inmoralidad, los terremotos y los neumáticos
pinchados. De todos modos, tampoco necesitamos contar con una
definición cabal del mal ni con una lista exhaustiv a de todos los males
para saber que el mal es real.
Si el argumento anterior es v erdadero, el teísmo no puede ser
cierto. Un Dios omnipotente puede suprimir el mal; un Dios infinitamente
bueno tendría que querer acabar con el mal; no obstante, el mal
todav ía está presente. Por ende, Dios no puede abolir el mal o no desea
hacerlo. Y, por lo tanto, no es omnipotente o no es omnibenev olente (o
tal v ez ninguna de las dos). En cualquier caso, el teísmo es falso porque
sus premisas reposan en un Dios con ambas propiedades. Un Dios
todopoderoso y cuy a bondad es infinita no puede coexistir con el mal.
A primera v ista, todo parecería indicar que ambas afirmaciones
no solo son inconsistentes, sino que también, de las dos, la primera debe
ser falsa. Parecería que no es posible que exista un Dios omnipotente y
omnibenev olente.
Nuestra tarea será mostrar que Dios y el mal son compatibles. No
será una labor fácil, pero no nos dejaremos intimidar y usaremos todos
los recursos disponibles. En ocasiones, los defensores del teísmo sienten
que para tratar el problema del mal solo pueden v alerse de la
información admitida por sus opositores. Esto es una actitud sin sentido
que destruy e la defensa del teísmo. El problema teórico del mal surge
específicamente porque se da por supuesto al teísmo. Si prescindimos de
Dios, el problema del mal desaparece. Por lo tanto, dado que el
problema surge por causa del teísmo, debemos resolv erlo a partir del
teísmo. En consecuencia, sintámonos libres para explorar a fondo esta
cosmov isión y recurrir a cualquier idea teísta a fin de proteger el teísmo.
En síntesis, un problema interno se resuelv e con datos internos.

Acotaciones al margen: cuatro explicaciones


insatisfactorias
En nuestro caso paradigmático sobre mi inexistente Porsche,
v imos que la manera más expeditiv a de lev antar la inconsistencia era
probar la falsedad de una de las afirmaciones. En el caso del problema
del mal, con frecuencia se ha seguido también esta v ía. A pesar de ello,
resulta claro que dicha estrategia sería contraproducente para nuestras
intenciones. No tiene prácticamente ningún sentido intentar defender el
teísmo si en el camino se lo despoja de una de sus partes integrales. De
todos modos, y solo a los efectos de no dejar ningún cabo suelto,
v eamos cómo se ha transitado esta v ía.

Primera explicación: Dios no existe


La negación más tajante para lev antar la inconsistencia es la que
más cara nos resulta. Es cierto, si Dios no existiera, no tendríamos que
preocuparnos sobre por qué debería tolerar el mal. Sin embargo, esta
explicación solo multiplica los problemas asociados a la realidad del mal.
Sin un Dios detrás del mundo, el sufrimiento y el mal no serían otra cosa
que dolorosos indicadores de la futilidad de una v ida sin sentido. El
ateísmo crea más problemas que los que resuelv e (v er nuestro análisis a
propósito del ateísmo en el capítulo 5).

Segunda explicación: Dios no es omnipotente


Si Dios no puede acabar con el mal, deja de haber una
inconsistencia entre Su existencia y la realidad del mal. Ni siquiera Dios
está obligado a hacer lo que no puede hacer. Esta es la solución
propuesta por Harold Kushner en su popular libro Cuando a la gente
buena le pasan cosas malas.2 Kushner limita a Dios. Dios no puede

v iolar las ley es de la naturaleza;


oponerse a aquellos ev entos que suceden por azar; ni
ir en contra de las decisiones que tomamos con nuestro
libre albedrío.

Como el mal procede de estas causas, y Él no puede rev ertirlas, no es


posible responsabilizar a Dios. En realidad, el Dios de Kushner desearía
acabar definitiv amente con el mal.
Él sufre cuando nosotros sufrimos y nos alienta cuando nos
enfrentamos al mal, pero Su papel se circunscribe a ser el Dios animador
del panenteísmo. No deberíamos esperar que Dios interv iniera
directamente para acabar con el mal que nos acosa.
Kushner nos informa que necesitamos «perdonar al mundo por
no ser perfecto, perdonar a Dios por no haber hecho un mundo mejor,
ay udar y consolar a quienes nos rodean, y continuar v iv iendo a pesar
de todo».3 A demás de suscribir la idea de un Dios finito, y con ello
restar v alidez al teísmo, conv iene notar una v ez más lo fútil que es una
cosmov isión basada en un Dios finito. En el capítulo 5 v imos cómo el
panenteísmo es un ateísmo en la práctica, y a que no es posible esperar
que Dios produzca un efecto real en el mundo ni en nuestras v idas. Si
Dios es demasiado débil para no hacer nada con respecto al mal,
cualquier esperanza de un mundo mejor no es otra cosa que una
expresión de deseo. En el remoto caso de que algún día se hiciera
realidad, sería mérito nuestro, no de Dios. En última instancia, un deísmo
finito corre la misma suerte que el ateísmo.

Tercera explicación: Dios no es infinitamente bueno


Otra solución demasiado fácil al problema del mal es negar la
bondad de Dios. Si Dios no es infinitamente bueno, deja de haber
incompatibilidad inherente entre Él y el mal que existe en el mundo.
Quizás el mal procede de Él mismo. Es una noción espantosa: pensar
que tal v ez estamos en manos de un ser deliberadamente malicioso.
Recuerde que esta idea era parte de nuestro dilema original: un ser
omnipotente que no suprimiera el mal no sería infinitamente bueno.
Pocos autores defienden esta posición, pero podemos mencionar
a dos, ambos ganadores del premio Nobel. En su libro, La peste, A lbert
Camus representa la historia de Orán, una ciudad en A rgelia, acosada
por la peste.4 El sacerdote jesuita de la ciudad, el padre Paneloux,
postula que Dios env ió la epidemia, como castigo y como una prueba
de fe. Cualquiera que sea el caso, nosotros deberíamos someternos a
Dios. El protagonista de la historia, el Dr. Rieux, le responde que si Dios
env ió la peste, entonces deberíamos oponernos a Dios tanto como
luchamos contra la peste. El mensaje de Camus en sus obras posteriores
es que debemos rebelarnos contra todo aquello que se oponga a la
humanidad, incluso contra un Dios que env ía el mal. Elie Wiesel también
pone en entredicho la bondad de Dios. Después de sufrir los horrores
de los campos de concentración nazi,5 concluy ó que Dios es malo por
haber permitido que sucediera el holocausto.
Nuev amente v emos cómo la idea de un Dios malo suprime la
inconsistencia. De todos modos, también reconocemos que, de realizar
esta concesión, habremos renunciado al teísmo. A demás, tenemos
derecho a preguntarnos hasta qué punto la idea de un Dios malo es una
concepción racional. Dejando de lado por un momento dos de las
cuestiones más ev identes (¿Podemos adorar a un Dios con estas
características? Y, ¿qué sentido tendría hacerlo?), poco queda del
significado de la palabra «Dios» como opuesto a «Satanás» si
contemplamos la posibilidad de un ser supremo malo. ¿Hasta qué grado
permanece intacta la definición mínima de «Dios»? ¿A caso al referirnos a
un «Dios malo» no estaremos haciendo algo semejante a lo que
hacemos cuando hablamos de un «círculo cuadrado»?

Cuarta explicación: El mal no es real


El pensamiento oriental (de la India y China) con frecuencia
afirma que el mal es una ilusión que desaparecería si se la contemplara
desde la perspectiv a correcta. Esta concepción también forma parte de
las enseñanzas de la Ciencia Cristiana y de muchas ideas del
pensamiento de la Nuev a Era (New A ge). Ellos creen que hay un
absoluto que trasciende todas las categorías racionales, incluy endo la
oposición entre el bien y el mal. Si logramos v er las cosas desde el
punto de v ista de este absoluto, la diferencia desaparece. El mal no es
una realidad, es meramente el «lado oscuro» de una fuerza que también
tiene su «lado de luz». A l final, son los dos lados de la misma moneda.
Incluso Darth Vader resulta ser el padre cariñoso de Luk e Sk y walk er.6
Considerar al mal una ilusión acarrea muchos problemas. Intenta
ocultar las amarguras de la experiencia humana detrás de una doctrina
filosófica . . . pésima, por demás. Si el mal es solo una ilusión, ¿de qué
tipo es? ¿Será buena o mala? Los defensores de esta idea desearían que
comprendiéramos de una v ez por todas la naturaleza del mal, porque
mientras nos aferremos a esta ilusión, nos infligimos dolor. Si así fuera, la
ilusión en sí misma es un mal, y tenemos un estándar objetiv o para
diferenciar el bien y el mal. Decir que el mal es una ilusión no hace otra
cosa que posponer brev emente la dilucidación del problema, pero
continuamos acosados por una ilusión mala que queda sin responder.
Por supuesto, en el teísmo ninguna de estas consideraciones tiene
cabida. La bondad de Dios no es solo una perspectiv a parcial sobre algo
que trasciende el bien y el mal. El teísta procura afirmar que Dios es
intrínsecamente bueno, con exclusión de todo mal. El teísmo cristiano en
particular sostiene que «Dios es luz y en él no hay ninguna oscuridad»
(1 Juan 1:5, NVI). Por otra parte, el teísmo requiere que el mal que
encontramos en la v ida no sea solo la contracara relativ a de una
realidad indiferenciada. Es intrínsecamente maldad y se opone a la
bondad de Dios.

En busca de una respuesta


Estamos ahora en condiciones de retomar la cuestión principal. Si
Dios y el mal son irreconciliables, y si Dios podría hacer algo respecto al
mal, ¿por qué no lo hace? Una cosa es impugnar las respuestas no
teístas; otra completamente distinta es postular una respuesta plausible
dentro de la posición del teísmo. En cinco pasos, elaboraremos una
respuesta auspiciosa. Los primeros tres pasos son intencionalmente muy
elementales.

Primer paso: Dios no creó el mal


Quisiéramos dejar esto en claro: Dios podría ser responsable del
mal aun si Él no lo hubiera creado. Pero ¿lo creó? La may oría de las
v eces, esta pregunta se plantea de la siguiente forma: «¿Por qué creó
Dios el mal?». Sin embargo, ¿es cierto que Dios creó el mal?
El asunto parece especialmente complejo debido al argumento
del último capítulo. Si Dios es la causa primaria del mundo, Él es la causa
de todo lo que hay en el univ erso. Enfatizamos este punto cuando
determinamos que todos los atributos positiv os proceden de Él. Dijimos
que si hay bien en el mundo, entonces Él lo causó, y Él es la bondad
infinita. ¿Nuestro argumento no tendría que v aler también en el otro
sentido? Si hay mal en el mundo, entonces, Dios lo causó y , por lo
tanto, también debe ser malv ado.
A este respecto, hay una respuesta que ha resistido la prueba del
tiempo, basada en la manera en que deberíamos concebir mentalmente
la naturaleza del mal. Tanto A gustín como Tomás de A quino
propugnaron que el mal no es una cosa. No tiene un ser de la misma
manera que lo tienen las cosas positiv as. Cuando uno escucha esto, su
primera reacción quizás sea igual a la mía: A lguien debió inv entar esta
explicación para salir del pozo. Sin embargo, démosle una oportunidad.
Considere la siguiente analogía. Es un día lluv ioso y llev o mi
paraguas para protegerme del agua. El paraguas cumple en buena
medida su función, la de ev itar que me moje la cabeza; eso es bueno.
Sin embargo, hay un agujero en el paraguas; eso es malo. Para
nuestros propósitos, la pregunta es: ¿en qué consiste este mal? Dicho
mal no radica en la presencia de algo, sino en la ausencia del bien que
debería estar, pero no está: el material del paraguas. La tela del
paraguas es algo bueno; la falta de la tela es algo malo. Esta analogía
nos permite ilustrar una definición preliminar: El mal es la ausencia del
bien. Los filósofos prefieren hablar de «la priv ación» del bien. Para que
esta idea tenga más sentido, necesitamos agregarle algunas
explicaciones.
La priv ación es real. Quien hay a tenido que lidiar con un
paraguas roto y las gotas que caen sabe lo real que es la ausencia del
material del paraguas. Por lo tanto, no pretendemos decir que el mal no
tenga realidad; es muy real y la teoría de la priv ación no es equiparable
a la teoría oriental que postula que el mal es una ilusión. La ausencia de
algo que debería estar y no está es una realidad dolorosa y objetiv a.
Pensemos en lo real y angustiante que es la muerte: su realidad es la
ausencia del ser querido.
No toda ausencia es inmediatamente un mal. Tomás de A quino se
refirió a la ceguera, que para una persona ciega es un mal (el mal no es
la persona, sino que tenga que sufrir la ceguera). La v ista no está allí
donde debería estar. Nadie pensaría que una roca es ciega ni se
lamentaría porque no puede v er. Se supone que las rocas no tienen
v ista; la ausencia de v ista en una roca no es ceguera, no es un mal. Por
eso en v ez de «ausencia» es preferible usar el término «priv ación»; no
solo implica que algo está ausente, sino que no se encuentra donde
debería estar.
La teoría de la priv ación del mal tiene una aplicabilidad muy
acotada. Es lógicamente posible describir un terremoto como la ausencia
de estabilidad de la corteza terrestre, o pensar que el Holocausto fue la
ausencia de toda dignidad humana. Sin embargo, no ganaríamos
mucho con esto. Sería más útil apelar a la categoría del mal natural y el
mal moral, respectiv amente, para entender estos fenómenos. La teoría
de la priv ación, en cambio, es v erdaderamente prov echosa en un
sentido metafísico más remoto: cuando nos preguntamos si Dios creó el
mal.
La teoría de la priv ación nos ay uda a comprender que Dios no
creó el mal. Como el mal no es algo, sino la priv ación de algo, no
necesita una causa. La pregunta «¿creó Dios el mal?» tiene tanto sentido
como preguntarse «¿y a cocinaste tu monografía?». Las monografías no
son el tipo de cosas que se cocinan. De igual modo, el mal no es una
cosa que existe y que debe su existencia a una causa. No tiene ser; es
un cáncer dentro del ser. Por lo tanto, no podría haber sido creado.
A lguien o algo deben asumir la responsabilidad del mal. A un las
priv aciones no suceden por sí solas. A lgo o alguien debe hacerse
responsable. Si Dios es omnipotente y omnibenev olente, todo lo que
ocurre está sujeto a Él y , por lo tanto, Él es responsable porque
permitió que una priv ación infectara Su creación. Permitió que
sucediera el mal, aunque no lo hay a creado. En esta sección analizamos
la creación del mal, y ahora tenemos una respuesta.

Segundo paso: Dios solo habría creado el mejor de los mundos


posibles
G. W. Leibniz (el mismo que formuló el principio de la identidad
de los indiscernibles) postuló un lúcido argumento en respuesta al
problema del mal, dentro de los conceptos básicos del teísmo.7 La
preocupación de Leibniz giraba en torno a la siguiente pregunta: En
v irtud de lo que conocemos de Dios, ¿qué tipo de mundo esperaríamos
que Él hubiera creado?
Es como si Leibniz nos inv itara a mirar por encima del hombro de
Dios mientras Él se disponía a crear el mundo. El razonamiento de
Leibniz es el siguiente:
Dios es omnisciente. Por lo tanto, conoce todos los mundos
posibles que podría crear. (Podemos considerar que un mundo es
«posible» siempre y cuando no sea lógicamente autocontradictorio ni
contradiga la propia naturaleza de Dios). A demás, Él sabe cuál de todos
esos mundos posibles sería el mejor.
Dios es omnipotente. Por lo tanto, puede crear cualquiera de
esos mundos posibles y , por supuesto, puede crear el mejor.
Dios es omnibenev olente, la bondad infinita. Por lo tanto, solo
crearía el mejor de todos los mundos posibles. Un ser que fuera
infinitamente bueno y amoroso no crearía algo que no estuv iera a la
altura de los elev ados estándares de Su naturaleza. De ningún modo
crearía un mundo en particular si pudiera hacer otro mejor.
Según Leibniz, Dios sabe cuál mundo sería el mejor, lo puede
hacer y solo crearía el mejor mundo posible. Entonces Leibniz concluy ó
triunfante que como este mundo en que v iv imos es el mundo que Dios
creó, debe ser el mejor de los mundos posibles.
Pero ¿será posible que este mundo sea el mejor? La may oría de la
gente responde de inmediato que eso no puede ser. A l fin de cuentas,
es fácil imaginar un mundo con menos terremotos, menos cáncer y
muchos menos exámenes. Un mundo mejor tiene que ser posible. Sin
embargo, la objeción se realiza desde la perspectiv a de seres humanos
finitos. No conocemos todas las circunstancias, como sí las conoce Dios.
Por supuesto, Dios sabe que hay terremotos, cáncer y exámenes, pero
aparentemente v e algo que nosotros no v emos: Él tiene ante sí todo el
panorama. Según el argumento de Leibniz, la cantidad total de bondad
que hay en el mundo se v ería reducida si disminuy era el mal.
Seguramente sería sencillo reducir algo del mal existente, tal v ez para
ev itar los terremotos. Sin embargo, Leibniz argumentó que ese proceso
trastocaría el equilibrio entre el bien y el mal, y el mundo no sería tan
bueno como el actual.
Leibniz defendía la noción de una total armonía cósmica. No hay
mal que por bien no v enga. La cantidad de mal en el mundo enriquece
la cantidad total del bien. Podemos expresar esta idea por medio de dos
ecuaciones:

Solo hay bien en el mundo = una cantidad fija de bien;


Bien + algo de mal en el mundo = may or cantidad de
bien

Para sintetizar este complicado razonamiento: Dios solo crearía el


mejor de los mundos posibles. Como existe el mal en el mundo, debe
cumplir el propósito de hacer que este mundo sea mejor. A ntes de
fruncir el ceño y objetar este argumento, quisiera hacer dos
puntualizaciones: (a) es un argumento lógicamente v álido, y (b) la idea
básica de que Dios solo crearía el mejor mundo posible parece plausible.
¿Podemos aceptar la idea de que este mundo actual, con todos
sus aparentes defectos, es v erdaderamente lo mejor que Dios pudo
haber hecho? Los cristianos históricos han dicho que no; todav ía
esperamos un mundo nuev o y mejor: el cielo.
Los escépticos se han burlado de la noción de que Dios solo
pudo haber creado un mundo bueno permitiendo cierto grado de mal.
El mejor ejemplo de esta crítica fue Voltaire, en su nov ela, Cándido,8 en
la que relata los infortunios de un jov en llamado Cándido, cuy a peor
prueba tal v ez fue tener que escuchar a su maestro que le enseñaba:
«Todo está bien en este, el mejor de los mundos posibles». Nadie
encuentra muy conv incente la conclusión de Leibniz.
Note que la idea de Leibniz cumple todos los criterios salv o el
último. Si Dios creó el mejor de los mundos posibles, y si el mal debe
estar necesariamente incluido en dicho mundo, deja de existir la
inconsistencia. Un ser omnipotente e infinitamente bueno y la realidad
del mal serían compatibles. Sin embargo, pocas personas quedan
satisfechas con la afirmación que supuestamente solucionaba el
problema lógico. Dios solo crearía el mejor mundo. Este no puede ser el
mejor mundo (al menos, no todav ía).

Tercer paso: El mal debe ser una condición inevitable para los
bienes de mayor valor (como la libertad)
Hay una manera de rescatar las consideraciones de Leibniz. Para
ello es necesario puntualizar cómo opera el mal en beneficio del bien en
el mundo. Estamos acostumbrados a la idea de que en ocasiones un mal
es la condición inev itable para un bien de may or v alor. En dicho caso,
el mal no se conv ierte en bien, pero cumple la buena función de facilitar
algo mejor. Considere una analogía: Si tuv iera que someterse a una
operación para que le extirparan la v esícula, tenga por seguro que la
interv ención será algo dolorosa. El dolor es malo, pero cumplirá una
función útil. Si no lo operan, su salud quizás empeore y sufrirá de
problemas crónicos de v esícula. Esta ilustración dista mucho de
esclarecer efectiv amente el problema del mal, pero pone en perspectiv a
que, a v eces, un mal de v alor inferior facilita un bien de v alor superior.
¿Podríamos generalizar este argumento? Muchas personas
consideran que es posible hacerlo dentro del marco de la denominada
defensa basada en el libre albedrío. La suposición básica es que el mal es
la condición ineludible que posibilita el libre albedrío de los seres
humanos. Consideremos esto más detenidamente.
El primer paso en la defensa basada en el libre albedrío es afirmar
que Dios actualizará los v alores superiores posibles. Esto implica, entre
otras cosas, que las criaturas son libres para tomar decisiones morales
significativ as. Cualquier decisión no libre y restringida no sería tan
buena como aquellas que proceden solo de nuestra v oluntad. En
consecuencia, Dios (que por Su naturaleza solo crea lo mejor) haría
criaturas libres.
Es necesario insertar aquí dos brev es acotaciones.
Ev identemente, quien no crea en la realidad del libre albedrío no podría
admitir esta defensa. Los calv inistas y los conductistas, que no aceptan la
idea del libre albedrío, difícilmente considerarán que es un v alor en el
mundo.9 Ellos se podrán plegar a la línea de argumentación a partir de
la próxima sección. Segundo, y para simplificar el razonamiento,
pensemos solamente en seres humanos cuando nos referimos a criaturas
libres. Podríamos aplicar una línea de pensamiento similar para los
ángeles, algunos de los cuales han caído; pero sabemos menos sobre
ellos que sobre los seres humanos y , en el mejor de los casos, solo
complicaríamos el argumento y no ganaríamos nada. A dmitamos,
entonces, la afirmación operativ a de que Dios podría haber creado un
mundo con seres libres porque eso habría sido el v alor superior.
El segundo paso en la defensa basada en el libre albedrío es
aceptar que el mal es el sacrificio que hay que pagar para tener libertad.
La v erdadera libertad implica que Dios no influiría en nuestras
decisiones. Las criaturas libres tienen libertad tanto para desobedecer a
Dios como para obedecerlo. Dios sabía que ev entualmente lo
desobedecerían. Él estuv o dispuesto a pagar ese precio para promov er
el bien superior de la libertad. Si Él hubiera interferido para prev enir el
mal uso humano de la libertad, la habríamos perdido.
Esta es la manera en que la defensa basada en el libre albedrío
intenta lev antar la inconsistencia original. Dios, el ser omnipotente y
omnibenev olente, habría creado el mejor mundo, uno que incluy era
criaturas libres. El mal apareció porque estas criaturas utilizaron mal su
libertad. Es lamentable, pero no había más remedio. No es
responsabilidad de Dios, y nuestro problema queda resuelto.
La defensa basada en el libre albedrío es sin duda el abordaje más
usado para resolv er el problema del mal. Es lógico, relativ amente
plausible y apela a nuestro sentido de importancia en el esquema
general de las cosas; sin embargo, presenta un problema grav e que le
resta utilidad.
A saber: El mal, ¿era realmente inev itable? ¿El sacrificio de Dios
para que tuv iéramos libertad fue permitir el mal? La respuesta, por más
sorprendente que parezca en principio, es negativ a. La idea de libertad
prohíbe que Dios influy a directamente en nuestras decisiones, pero hay
otra manera de asegurar el resultado deseado, por ejemplo, limitando
las circunstancias en las que podemos elegir.
Consideremos esto lentamente. Supongamos que y o tengo de
v eras libre albedrío. Mis decisiones estarán con todo limitadas por las
circunstancias. No sería razonable que decidiera ser un intérprete de
oboe de clase mundial o un medallista olímpico en natación; no tengo
esas aptitudes naturales. Tampoco podría decidir pasar el próximo
semestre en Marte: Las ley es del univ erso y las políticas de mi
univ ersidad no lo permiten. En síntesis, la libertad de elección pura y sin
límite no existe. Siempre que contamos con libertad para tomar
decisiones, lo hacemos dentro de un marco limitado de opciones.
Por ende, basta con disponer las circunstancias para que sea
posible influir en las decisiones de una persona. Los padres lo hacen con
sus hijos. Les enseñan a ejercer su capacidad de tomar decisiones
dentro de un marco restringido de opciones. En la adolescencia, la
persona decidirá si desea fumar o no; pero los padres no suponen que
su hijo de cuatro años tome esa decisión. Lo protegerán para que no se
equiv oque. Esto no significa que su hijo no tenga libertad de elección
dentro de un rango de opciones disponibles; pero, como sus padres
saben que podría tomar una mala decisión, no le permitirán tomar
decisiones si no tiene la suficiente madurez.
Llegamos ahora al punto crucial de nuestra objeción a la defensa
basada en el libre albedrío. Dios podría haber hecho lo mismo con los
seres humanos. No hay ninguna razón lógica para que Él tuv iera que
dejar a Sus criaturas libres caer en la desobediencia. Podría haber
dispuesto nuestras opciones disponibles de manera tal que fuésemos
libres, pero solo pudiéramos elegir libremente obedecerle. Un ser
omnisciente y omnipotente bien podría haber hecho eso.
En realidad, tenemos dos buenos indicadores sobre cómo habría
sido ese arreglo. Estoy introduciendo dos postulados de la teología
cristiana, no para dar por sentado lo que quiero demostrar del
cristianismo, sino simplemente para mostrar que son posibilidades
factibles.
Primero, dentro del marco de esta defensa, Dios creó a A dán y
Ev a como criaturas libres que amaban libremente a Dios. Él no estaba
obligado a colocar el árbol de la tentación en el huerto de Edén. La
libertad de A dán y Ev a no hubiera sido menoscabada por un árbol
menos. Que su obediencia libre sea de alguna manera más significativ a
ante el hecho del árbol no es el punto. A dán y Ev a hubieran tenido
también libertad para obedecer si el árbol no hubiera estado, y eso es lo
que importa para nuestro argumento.
Segundo, podemos señalar la idea cristiana del cielo. Quienes
creen en el libre albedrío no creen que lo perdamos en el cielo (aunque
he sido testigo de algunas increíbles conv ersiones momentáneas al
calv inismo cuando se toca este tema). No hay pecado en el cielo. En
otras palabras, el cielo es exactamente el tipo de medio que estoy
suponiendo, un medio en el que las criaturas libres pueden optar
libremente por obedecer y no pueden desobedecer. Si Dios puede
disponer las cosas de esta manera para la eternidad, ¿por qué no las
hizo así desde el principio?
Si nuestra objeción es correcta, la defensa basada en el libre
albedrío no sirv e. La defensa se basa en la idea de que una v ez que Dios
dotó a Sus criaturas de libre albedrío, el mal fue inev itable. Si, como
intentamos mostrar, el mal es ev itable incluso para criaturas que tienen
libre albedrío, la defensa no sirv e. El mal no es el precio que se tuv o que
pagar para tener libertad. Volv imos, por ende, a nuestro punto de
partida. A l permitir que hubiera mal en el mundo, Dios debió tener otro
propósito además de darnos libertad. Dios debió tener una buena razón
para permitir que hubiera mal.

Cuarto paso: Este mundo debe ser el mejor camino hacia el


mundo mejor
Comencemos nuev amente con el argumento ateo en su
expresión más tajante. A firmaría lo siguiente:
1. Un ser omnipotente y omnibenev olente suprimiría todo el mal.
2. Hay mal en el mundo.
3. Por lo tanto, no puede haber un ser omnipotente y
omnibenev olente.
A las claras, esto es un mal razonamiento. Considere el siguiente
argumento análogo:
4. Mi gato se comerá todos los ratones de mi casa.
5. Tengo ratones en el sótano.
6. Por lo tanto, no tengo un gato.
Por supuesto, la conclusión correcta, mientras tenga suficientes motiv os
para creer que tengo un gato, es:
6. a. Mi gato se comerá todos los ratones del sótano.
A nálogamente, tenemos fundadas razones para creer que un ser
omnipotente y omnibenev olente existe (v er el último capítulo). Por lo
tanto, la conclusión correcta al argumento anterior debe ser:
3. a. Un ser omnipotente y omnibenev olente suprimirá todo mal.
Hemos introducido el tiempo futuro en nuestra consideración y
estamos listos para combinar algunos puntos:

Dada la naturaleza de Dios, podemos esperar que Él


creará el mejor de todos los mundos posibles: un
mundo sin mal.
Como este mundo todav ía no es el mejor, tenemos la
seguridad de que Dios generará el mejor mundo en el
futuro.
Hay mal en el este mundo. Este mal debe cumplir el
propósito de propiciar la v enida del mundo mejor. En
otras palabras, el mal presente es la condición necesaria
sin la cual un mundo mejor nunca sería posible.

Corresponde realizar dos puntualizaciones a este último


enunciado. Primero, afirmar que el mal presente es una condición
necesaria para crear un mundo mejor, que no hubiera sido posible sin
el actual, tiene como premisa suponer que el mundo futuro representará
una mejora respecto a todo lo que ahora existe. Vimos que, en v irtud
de la naturaleza de Dios, esto es una expectativ a razonable. También
podríamos agregar que esta idea es compatible con las formas religiosas
tradicionales del teísmo (incluy endo el cristianismo, el Islam y el
judaísmo) en las que hay una esperanza futura del cielo, que es más que
la restauración a un estadio anterior. Por ejemplo, en la teología
cristiana, el estado futuro de glorificación es concebido como algo más
grandioso que un simple regreso al estado de A dán y Ev a antes de la
caída.
Segundo, afirmar que el mal presente es una condición necesaria
para crear un mundo mejor, que no hubiera sido posible sin el actual,
se basa en otra premisa: suponer que no es posible que exista el bien sin
el mal. Este hecho representa el siguiente esquema: un mal de v alor
inferior como condición necesaria para un bien cuy o v alor es superior.
Quisiera reiterar el principio que esto implica mediante una ilustración:
Estos análisis no pretenden hacer justicia a todas las posibles realidades,
son solo a efectos de mostrar cómo es este patrón. No es posible dar
muestras de v alentía si no hay peligro; no es posible tener compasión si
no hay sufrimiento; no es posible la redención sin el pecado. A lgunos
v alores, para ser posibles, implican determinados males como requisitos
lógicos. Ni siquiera Dios puede hacer lo lógicamente imposible.10 Por lo
tanto, es razonable y plausible que Dios (al crear el mejor de todos los
mundos posibles) usa cualquier mal que sea lógicamente necesario.
Concluimos nuestro análisis de la defensa basada en el libre
albedrío con la observ ación de que Dios debió tener un propósito para
permitir que el mal entrara en el mundo. El mal no fue un mero
accidente que tomó por sorpresa a Dios y al mundo. Dios no creó el
mal, pero permitió que existiera para poder alcanzar algo mejor que no
hubiera sido posible sin su presencia. No quisiera que me interpretaran
mal: el mal es malo, pero Dios lo usa para crear un bien cuy o v alor es
superior. En términos filosóficos, este no es el mejor de los mundos
posibles, pero debe ser la mejor manera de hacer posible el mejor de los
mundos posibles.

Quinto paso: Este es el peor de los mundos posibles


Me resulta útil considerar también la otra cara del argumento
anterior. A cabamos de decir que Dios usa el mal para hacer posible el
mejor de los mundos posibles. ¿Exactamente cuánto mal usaría Dios
para cumplir Su propósito? Todo lo que sea estrictamente necesario. No
usaría menos, porque Dios emplearía la medida justa para crear el mejor
de los mundos posibles; pero tampoco utilizaría más, porque el mal
injustificado e inútil sería contrario a Su naturaleza.
Necesitamos comprender que Dios no permitiría más mal que el
absolutamente necesario para cumplir Sus propósitos. Esto significa, en
pocas palabras, que no podríamos estar peor. No porque un mundo
mucho peor sea impensable. Podemos imaginarnos un mundo con más
terremotos, más cáncer y más exámenes. Sin embargo, Dios ha puesto
un límite a la cantidad de mal que permitirá: no más que el requerido
para generar el mejor de los mundos posibles.
Esta conclusión me sirv e para traer a colación un par de
corolarios. Primero, me permite mirar de frente el mal y reconocerlo por
lo que es. Hay mucho mal en el mundo, y de nada sirv e hacer como si
no existiera. Segundo, me ay uda a concentrarme en que el mal está, en
última instancia, bajo el dominio de Dios. Nunca es en v ano ni excesiv o
en el contexto del plan global de Dios, aun cuando no lo
comprendamos. Tercero, permite que me dedique al bien en el mundo.
A pesar de ser un hombre sagaz, Leibniz podía confundir el peor de los
mundos posibles con el mejor. Lo que sirv e para mostrar cuánto bien
hay incluso en el peor de los mundos. Por último, me recuerda que el
problema del mal tiene una dimensión cósmica. No puedo comprender
(en realidad, estoy seguro de que tampoco debería intentarlo) cómo
cada caso ev entual de mal puede contribuir al bien de superior v alor.
Me molestan las racionalizaciones superficiales con que la gente procura
sobreponerse a las dificultades. ¿Será posible que Dios permita que la
gente se muera de cáncer para que una o dos personas puedan tener
una mejor v ida de oración? Intento no perder de v ista que, desde la
perspectiv a de Dios, todo está interrelacionado a la perfección. ¡El mejor
de los mundos posibles está llegando!

Redactar este capítulo ha sido complicado, con muchos


argumentos que v an y v ienen en uno y otro sentido. A modo de
resumen, repasemos lo que intenté demostrar.
Primero, recordemos el propósito de la discusión. Queremos
dilucidar un posible problema dentro de la cosmov isión del teísmo.
Como y a lo expresé, pretendemos ofrecer una respuesta racional a una
pregunta racional formulada por personas racionales. A pesar de ser un
tema íntimamente ligado al trauma espiritual y emocional causado por el
mal, no deberíamos ev aluar nuestro desarrollo simplemente por el
consuelo que nos brinda.
Segundo, resumamos el problema y la solución propuesta.
Planteamos el problema a partir de una posible inconsistencia entre la
existencia de Dios, entendido como un ser omnipotente y
omnibenev olente, y la realidad del mal. A firmamos que Dios no creó el
mal, pero que debe tener un propósito para permitirlo. El propósito
debe ser que usa el mal mientras prepara el mejor de los mundos
posibles. Por lo tanto, no hay inconsistencia entre ambas afirmaciones;
pueden ser ambas v erdaderas y no implican una contradicción en el
teísmo.
A hora podemos responder a los casos introductorios, y una más
que reserv é para el final.

Respuesta al caso 1: Randy estaba expresando la objeción más común que se le hace al
teísmo. No puedo de ningún modo negar la fuerza emocional de su reproche. Debe ser muy
difícil mantener la fe en Dios ante un mal tan horrendo, pero la objeción es improcedente.
Ni siquiera un mal tan incomprensible como el Holocausto sirve para negar la existencia de
Dios. Tampoco deseo ponerme a pensar qué bien específico podría resultar de esa
tragedia, porque yo no conozco toda la situación como sí la conoce Dios. Estoy seguro de
que aun el mal más escandaloso que exista contribuye, de algún modo u otro, al plan
maestro de Dios para el mundo. Al fin de cuentas, el actual es el peor de todos los
mundos posibles.

Respuesta al caso 2: Esta es la típica situación que exige sin duda algo más que
conciliar intelectualmente una aparente inconsistencia entre dos proposiciones. Leí algunos
versículos bíblicos con esta mujer. Oramos juntos. La consolé cuanto pude y le aseguré
que Dios no la había abandonado. Unos días después, su fe se reavivó. Piénsenlo: No
hubiera podido consolarla emocionalmente si yo mismo estuviera acosado por dudas
intelectuales.

Respuesta al caso 3: Como ustedes ya saben, ya no adoptaría este abordaje porque no


creo que la defensa basada en el libre albedrío sea una respuesta convincente. Adán y Eva
no hubieran comido la manzana si esa acción no estuviera en el plan divino. Puesto hoy en
una conversación similar, no hablaría sobre los seres humanos, sino sobre Dios y lo que
podemos saber sobre Su naturaleza y Sus propósitos. Luego intentaría que la gente
comprendiera que aunque el mal es desconcertante y nos lleva a preguntarnos qué
pretende Dios, bien pudiera ser que encaje a la perfección en Su plan.

Respuesta al caso 4: Si había una buena manera de responderle, no logré darme cuenta y
Jackie se disgustó conmigo. Todo el problema del mal gira en torno a esta dificultad. Un
Dios omnipotente tendría que haber podido evitar esta tragedia. Desde nuestra perspectiva,
un Dios infinitamente bueno tendría que haberla impedido. ¿Por qué no lo hizo, entonces?
No lo sé. No sé por qué Dios no detuvo a Toni, y no creo que algún día llegue a saberlo. Sin
embargo, esta no es la cuestión que estamos considerando. La cuestión entre manos es
que la muerte de Toni, a pesar de lo trágica que fue, no invalida la realidad de un Dios
todopoderoso y cuyo amor es infinito. Pero sí hace que Sus caminos sean más
incomprensibles para nosotros.

Dios tiene el dominio de todo


Un quinto caso: June y yo estábamos parados junto a la cama de hospital donde yacía
Seth, nuestro hijo menor. El pequeño cuerpo de cuatro años estaba doblado por la artritis
reumatoidea, las articulaciones rojas e hinchadas, el dolor tan insoportable que apenas
podía moverse. Un pastor de una iglesia local, que habíamos visitado unas dos veces hacía
un año, reconoció nuestros nombres en una lista y vino a vernos. Después del cordial
intercambio de trivialidades, preguntó si podía orar con nosotros y, por supuesto,
accedimos. Terminó con unas palabras que más o menos transmitían esta idea: «Señor,
por favor, sana a este niño para que su vida vuelva a conformarse a Tu voluntad y Tu plan
para él».
Cuando se retiró, June y yo nos miramos y de inmediato pensamos lo mismo. No
es posible. Nada de lo que pasa escapa al plan de Dios, ni siquiera si no nos agrada o no lo
comprendemos. Quizás no sea agradable pensar que nuestro sufrimiento está incluido en
los propósitos de Dios para nosotros, pero la idea de que haya algo que esté fuera del
dominio de Dios es tan espantosa que preferimos no contemplarla.
En aquel momento no podíamos saber que esto era solo el comienzo de mucho
sufrimiento en la salud de nuestros dos hijos. June y yo hemos pasado mucho tiempo sin
entender por qué, preguntándoselo a Dios e incluso enojándonos con Él. No obstante,
sabemos que Dios no ha soltado las riendas, que nada sucede fuera de Su propósito. Esta
certeza nos ha ayudado a encontrarle sentido a las dificultades y a continuar confiando en
Él.

Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:

1. Esbozar la aparente inconsistencia que da origen al


problema del mal.
2. Describir cuatro intentos por explicar el problema del
mal, pero que niegan una parte importante del teísmo.
3. Expresar la teoría de la priv ación del mal y señalar su
importancia respecto a la pregunta de si Dios creó el
mal.
4. Defender la teoría del «mejor de los mundos posibles»
de Leibniz, y luego mostrar por qué no es factible.
5. Describir la defensa basada en el libre albedrío, y luego
explicar por qué es inadecuada.
6. Describir la defensa de «el mejor camino». Mostrar
cómo combina elementos de la defensa del «mejor
mundo posible» de Leibniz y la defensa basada en el
libre albedrío.
7. Explicar el concepto del «peor de los mundos posibles»
y los beneficios que implica.
8. Identificar los siguientes nombres con la contribución
aludida en este capítulo: A gustín, Tomás de A quino, G.
W. Leibniz, A lbert Camus, Harold Kushner, Elie Wiesel,
Voltaire.

Reflexión sobre las ideas

1. En este capítulo, nos centramos en el aspecto intelectual


del problema del mal. ¿Qué otros aspectos podríamos
haber considerado? ¿Cómo se interrelacionan?
2. Considere las explicaciones subteístas del problema del
mal. ¿Por qué las personas están dispuestas a sacrificar
su concepto de Dios a fin de contar con una respuesta
al mal?
3. ¿En qué medida un concepto de un Dios limitado podría
compatibilizarse con un teísmo genuino, quizás incluso
bíblico?
4. Inv estigue argumentos a fav or y en contra del libre
albedrío del ser humano. ¿Por qué la existencia o
ausencia del libre albedrío en el ser humano no es
necesariamente importante para entender el problema
del mal?
5. Compare la defensa del «mejor camino» con otras
teorías, como las teorías orientales del mal como ilusión,
la teoría del «mejor mundo posible», la teoría de un Dios
finito.
6. Describa las diferencias entre los siguientes conceptos:
(a) el mal es una prueba contra Dios; (b) el mal es una
prueba decisiv a contra Dios. ¿Es posible admitir (a) sin
admitir (b)?
7. ¿Por qué una buena respuesta al problema del mal nos
deja insatisfechos, con cuestionamientos a Dios y aun
enojados con Él? ¿Por qué no nos podemos librar de
esta tensión?

Lecturas adicionales
Norman L. Geisler, The Roots of Ev il (Grand Rapids: Zonderv an, 1978).
Michael Peterson, Ev il and the Christian God (Grand Rapids: Bak er,
1982).
Nelson Pik e, ed., God and Ev il (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall,
1964).
A lv in C. Plantinga, God, Freedom, and Ev il (Grand Rapids: Eerdmans,
1974).

1 Técnicamente, lo que hicimos fue encontrar una tercera afirmación que fuera
consistente con una de las anteriores y que implicara la otra. Comp. Alvin Plantinga, The
Nature of Necessity (Oxford: Clarendon, 1974), 165.
2 Harold Kushner, Cuando a la gente buena le pasan cosas malas, trad. Eduardo Roselló
Toca (Nueva York: Vintage Español, 1996).
3 Ibídem, 147.
4 Albert Camus, La peste, trad. Rosa Chacel, (Barcelona: Edhasa, 1981).
5 Elie Wiesel, Night, trad. Stella Rodway (Nueva York: Hill & Wang, 1960).
6 Lo más irritante de este final, quizás uno de los más sentimentales en la historia
cinematográfica, sea con qué facilidad nos dejamos llevar por los sentimientos de ese
momento. El regreso del Jedi, (Lucasfilms Ltd., 20th Century Fox, 1983).
7 Gottfried Wilhelm von Leibniz, Monadology and Other Philosophical Essays, trad. Paul
Schrecker y Anne Martin Schrecker (Indianápolis: Bobbs-Merrill, Library of Liberal Arts,
1965).
8 Voltaire, Cándido o el optimismo, Leandro Fernández de Moratín (Barcelona, Edhasa,
2004). Voltaire vivió entre 1694 y 1778. Recomendamos la lectura de esta novela. De todas
las obras que se supone que deberían leerse para ser una persona culta, sin duda esta es
una de ellas. Le hará reír y adquirirá algo de cultura.
9 John S. Feinberg ha escrito un artículo inteligente sobre este punto. «And the Atheist
Shall Lie Down with the Calvinist: Atheism, Calvinism, and the Freewill Defense». Trinity
Journal 1 (1980): 142-52. Tal vez tendría que aclarar que, como calvinista, debo excluirme
también de esta defensa.
10 Si usted cree que este hecho de alguna manera impugna la omnipotencia de Dios,
no ha entendido la naturaleza de Su omnipotencia. La omnipotencia divina no significa que
Él puede hacer cualquier cosa que podamos expresar con palabras, por más ridículas que
sean, por ejemplo, hacer que un círculo sea cuadrado, o hacer que Él desaparezca o crear
una piedra tan pesada que ni siquiera Él pueda levantarla. Significa que puede hacer
cualquier cosa conforme a Su naturaleza. Y, por encima de todo, Su naturaleza es racional.
8

Los milagros: a favor y en contra

Ideas claras
Caso 1: Era la hora del almuerzo en el hospital donde trabajaba de camillero (una de las
tantas tareas que realicé durante los largos años de esfuerzo por obtener títulos). Acababa
de terminar mi maestría en el seminario y conversábamos sobre este hecho y mi
intención de trasladarme a Houston con el fin de continuar mis estudios de doctorado. Las
enfermeras no entendían si yo iba a ser profesor, pastor o qué. Una de ellas le preguntó al
camillero que ocuparía mi lugar, y a quien yo estaba entrenando:
—¿Tú también eres religioso Jim?
—Bueno —dijo Jim—, hay veces en que me siento con ganas de creer en Dios.
Pero cuando se me aclaran las ideas, no consigo creer en la resurrección, las sanidades y
todas esas cosas sobrenaturales. Al fin de cuentas, estamos en pleno siglo veinte ¿no?

Los milagros y la ciencia


Caso 2: El profesor nos estaba dando una clase sobre el método científico.
—A la ciencia lo que le importa es la evidencia: aquello que podemos observar,
medir, verificar. En el campo de la religión, la gente está dispuesta a tener fe y aceptar
imposibilidades. En la ciencia no hay lugar para lo sobrenatural ni para ninguna otra
superstición.
—Pero ¿qué pasaría si contáramos con evidencia científica sólida que probara la
religión, como un milagro o algo parecido? —preguntó un estudiante.
El profesor desechó la idea.
—Es imposible, porque las dos categorías son mutuamente excluyentes.
—Pero ¿por qué? —insistió el estudiante—. Supongamos que usted tuviera pruebas
incontrovertibles y completas de que sucedió algo que contradice todas las leyes de la
ciencia.
—Eso no alcanzaría para probar que ocurrió un milagro. Solo significaría que tuvo
lugar algo inusual. Tal vez no tengamos una explicación científica que dé cuenta del hecho,
quizás nunca la tengamos. A pesar de todo, no significa que sucedió algo no sujeto a las
leyes de la naturaleza.

Experiencias de sanidad
Caso 3: Scott trabajaba de colaborador en el Natural High Coffee House; es decir, cuando
aparecía por el café. Al año de egresar de la secundaria, pasaba muchos fines de semana
en las campañas de Jesus People [Gente de Jesús], empeñado en tener fuertes emociones
espirituales. Llegó incluso a dar parte de enfermo para poder asistir a una reunión. Su jefe,
al fin de cuentas, «no entendía a los Jesus People».
Una tarde, Scott vino al café, emocionadísimo con la experiencia vivida la noche
anterior.
—Fue increíble —me dijo—. Sanaban a la gente y echaban fuera a los demonios.
Había una persona que tenía una pierna mucho más corta que la otra. Ellos oraron y la
pierna se le alargó hasta quedar las dos del mismo largo.

¿Será cierto? Hemos intentado demostrar que el teísmo es


v erdadero. Pero ¿es el cristianismo el v erdadero teísmo? En los
siguientes capítulos, intentaremos probar que efectiv amente lo es.
Nuestro objetiv o será demostrar que Cristo es el Hijo de Dios en v irtud
de Su v ida y los milagros que realizó. Como es ev idente, este proy ecto
suscita muchas preguntas, por ejemplo, si es posible saber algo sobre el
Cristo histórico o si efectiv amente Él realizó milagros. A demás, hablando
de milagros, hay un punto que debemos determinar desde el principio:
si tiene sentido o no que una persona racional crea en los milagros.
Como metodología, adoptaremos la v erificación de hipótesis. La
hipótesis en cuestión para este capítulo será que es posible conocer y
reconocer los milagros.
Los milagros son una espada de tres filos (si le es posible
imaginársela). Nos juegan a fav or y en contra; pero aun cuando son
fav orables, es posible que nos planteen algún inconv eniente. Para
algunos, los milagros corroboran la v erdad del cristianismo; otros dicen
que lo impugnan. Si admitimos su posibilidad, necesitamos enfrentarnos
al hecho de que hay otras religiones que también usan los milagros para
ratificar su v erdad.1 Podemos v isualizar la situación en la siguiente tabla:

Los milagros son imposibles Los milagros son posibles


en contra otros contextos contexto bíblico
en contra a favor

Hubo un tiempo en que los milagros eran considerados un


argumento de peso en la apologética cristiana. Tomás de A quino se
refirió a la autoridad de las Escrituras como «una autoridad div inamente
confirmada por los milagros».2 En esta misma línea, alguien podría
decir: «El cristianismo debe ser v erdadero, ¡miren los milagros!». Todo
eso cambió. Con la llegada del siglo de las luces y el surgimiento del
deísmo, cada v ez menos personas crey eron en los milagros. A pelar a
ellos se conv irtió en una desv entaja para los cristianos. «El cristianismo
debe ser falso —alguien podría decir—. Miren los supuestos milagros».
Un argumento simple que se limite a rehabilitar la posibilidad de
todos los milagros no sería nada útil. A parte del cristianismo, hay
muchas religiones que también apelan a hechos prodigiosos y los usan
para respaldar su propia v erdad. Para nuestros propósitos, nos interesa
probar específicamente los milagros bíblicos. Las pruebas a fav or de los
prodigios budistas no necesariamente inv alidarían nuestro argumento,
pero sin duda lo recargarían si tuv iéramos que contemplar la posibilidad
de que todos los milagros tienen igual v alidez.3
Por lo tanto, a lo largo de este estudio, lo inv ito a plantearse lo
siguiente: ¿Cómo respondería a la ev idencia de los milagros bíblicos si
otras religiones presentaran pruebas similares a su fav or? De pronto,
usted debe asumir el rol del crítico. Considere el siguiente ejemplo. ¿Por
qué cree en la resurrección de Jesús? Muchos estudiantes me
responden con argumentos bien memorizados: Hubo testigos directos
que la presenciaron. Es cierto, pero usted no fue uno de esos testigos
presenciales ni ha hablado con ninguno de ellos. Lo único que tiene es
el registro de sus testimonios en un libro escrito hace dos mil años.
¿A ceptaría ese tipo de prueba si lo que estuv iera en disputa fueran
milagros budistas?
De momento, mi intención es mostrar lo complejo que es el tema
de los milagros. Más adelante, analizaremos las preguntas concretas
sobre la v erdad histórica del Nuev o Testamento y algunos milagros
específicos, como la resurrección; pero en este capítulo, nos limitaremos
a dos preguntas: (1) ¿son reales los milagros? y (2) ¿cómo podemos
reconocer un milagro?

¿Son reales los milagros?


El problema no consiste en responder a esta pregunta, sino en
dar una respuesta que no sea arbitraria ni dé por sentado lo que
pretende probar. Veamos el argumento desde la perspectiv a de alguien
que rechaza todo tipo de milagros.

El argumento de Hume contra los milagros


Dav id Hume (el mismo que criticó el argumento teleológico)
propugnaba que era imposible saber con certeza que hubiera ocurrido
algún milagro alguna v ez. Para analizar su argumento, lo div idiremos en
tres fases.4
1. Todo conocimiento es en cierta medida una cuestión de
probabilidad. No necesitamos aceptar todos los postulados del
escepticismo para admitir esta premisa. Hume no dice que no sea posible
saber nada, sino que sea cual fuere el objeto de nuestro conocimiento,
existe siempre la probabilidad de que nos equiv oquemos. En otras
palabras, no niega la posibilidad del conocimiento, sino que incorpora la
posibilidad del error, por más mínimo que este sea.
2. El conocimiento con más probabilidad es el conocimiento de
las ley es de la naturaleza. Puede que me equiv oque sobre muchas
cosas, pero si me remito a las ley es de la naturaleza, estas no me
defraudarán. Son regulares y uniformes, siempre funcionan bien. En
consecuencia, a efectos prácticos, las ley es de la naturaleza no pueden
transgredirse.
3. En el caso de un aparente milagro, es más probable que los
supuestos testigos se equiv oquen que se hay an transgredido las ley es
de la naturaleza. Supóngase que y o le dijera que la última v ez que
estuv e en Washington, D.C., v i que el monumento de Washington se
mov ía medio metro hacia un lado y luego v olv ía a su lugar. ¿Me
creería? Lo dudo. Intentaría encontrar alguna razón que explicara mi
error. No dudaría de mi sinceridad ni me acusaría de mentir, pero los
edificios no brincan y , por lo tanto, tiene que haber otra explicación. Tal
v ez mis bifocales me jugaron una mala pasada.
Dav id Hume adoptaba esta misma actitud ante cualquier informe
sobre una aparente transgresión de las ley es de la naturaleza. A nte
dicha ev entualidad, pretendía que usted se preguntara: ¿Qué es más
probable, que se hay a transgredido una ley de la naturaleza o que un
ser humano falible, por más sincero que sea, hay a cometido un error?
Ev identemente, Hume sugería que es siempre más probable que los
testigos se hubieran equiv ocado. Dependemos de las ley es de la
naturaleza: esperamos que se cumplan siempre. A nte la disy untiv a de
optar entre algo que v a en contra de las ley es de la naturaleza y un
error humano, las personas razonables pensarán que se trató más
probablemente de un error humano.
Tomemos por ejemplo la resurrección. Cuatro personas
informaron que un hombre muerto, Jesús, ahora estaba v iv o, pero es
una ley inv ariable de la naturaleza que cuando una persona muere, no
v uelv e a v iv ir. Hagámonos la pregunta de Hume: ¿Qué es más
probable, que un cadáv er resucite o que esas cuatro personas se hay an
equiv ocado? Lo más probable es que las cuatro personas se
equiv ocaron. Una persona razonable tendría que concluir que, por más
dev otos y fieles que fueran los cuatro testigos, no pueden estar en lo
cierto.
Fíjese en lo sutil del argumento de Hume. No afirma que la
resurrección no pudo haber sucedido. Postula que de haber sucedido,
nunca podríamos saberlo. El mismo argumento sería aplicable a
cualquier otro aparente milagro. Todo esto lo llev a a concluir que, para
determinar lo que es posible saber efectiv amente, podemos descartar la
ocurrencia de los milagros.

Respuesta a Hume
Lo que más me agrada del argumento de Hume es el sentido
común con que explica el conocimiento que usamos a diario. Esperamos
que las ley es de la naturaleza se cumplan siempre. No pretendo que
usted me crea si le digo que v i bailar al monumento de Washington. Si
y o le dijera que acabo de v er una resurrección, desearía que recibiera
mi noticia con escepticismo; más aún, insisto en que lo haga. Le brindo
a usted el mismo grado de incredulidad que me reserv o para mí. Con
todo, el problema del argumento de Hume es que él lo absolutiza, lo
llev a a extremos que difícilmente son aceptables.
1. La cosmov isión teísta modera las probabilidades. Nos hemos
esforzado por establecer una cosmov isión teísta. No hay motiv o alguno
para prescindir de ella ahora. Dedicamos tres capítulos a elaborar un
argumento a fav or del teísmo; primero, refutamos otras cosmov isiones,
luego establecimos el teísmo y , por último, lo apuntalamos para que
resistiera el problema del mal.
Por lo tanto, ahora pretendemos establecer la posibilidad de los
milagros dentro de una cosmov isión teísta. La posibilidad o imposibilidad
de reconocer los milagros dentro de una cosmov isión no teísta poco
interesa a nuestros propósitos, aunque tiendo a estar de acuerdo con
Hume para dicho caso. Otros apologistas cristianos no concuerdan y
creen en el camino inv erso: que es posible establecer la existencia de
Dios a partir de la resurrección. Sin embargo, no estoy seguro de que
puedan sortear la objeción de Hume. Para nuestros propósitos,
habiendo establecido claramente la existencia de Dios, no necesitamos
enfocarnos en nada que no sea una cosmov isión teísta.
Una doctrina central del teísmo es que Dios es inmanente en el
mundo (recuerden nuestra descripción al principio del capítulo 5);
concebimos a Dios en tanto presente y activ o en el mundo. Esta idea
modera la supuesta inv iolabilidad de las ley es de la naturaleza. Nuestra
experiencia básica de la naturaleza sigue siendo tan uniforme e
inquebrantable como siempre, pero debemos admitir que hay un poder
superior detrás de ella: el Dios que creó la naturaleza y sus ley es, pero
que no está sujeto a dichas ley es.
Por lo tanto, es posible que las probabilidades v aríen. ¿Será
siempre más probable que los testigos se hay an equiv ocado a que hay a
ocurrido un milagro? No necesariamente. Dentro de un univ erso teísta,
si tenemos razones para sospechar que Dios tal v ez interv ino
directamente, quizás lo más probable sea que efectiv amente hubo un
milagro. En v ez de determinar las probabilidades por adelantado, la
decisión final debería depender de cada caso concreto.
2. Los milagros no v iolan las ley es de la naturaleza. Podría ser útil,
antes de proseguir, aclarar en qué consiste la naturaleza de un milagro.
Para Dav id Hume, los milagros v iolaban las ley es de la naturaleza, pero
este filósofo entendía los milagros de manera confusa e imprecisa.
En algunos milagros, las ley es de la naturaleza son subrogadas
por otras ley es. Cuando Jesús resucitó a Lázaro, o conv irtió el agua en
v ino, o caminó sobre el mar, contrav ino las ley es de la ciencia. A partir
de nuestra observ ación del mundo, entendemos que dichos fenómenos
no deberían suceder, pero no se suspendió ni quebrantó ninguna ley .
La operación normal de las ley es de la naturaleza fue subrogada por la
acción del Creador que las creó.
Consideremos dos analogías. Usted se acerca en su auto a un
semáforo, que cambia a rojo justo cuando usted llega al cruce. Cuando
está por detenerse, un policía de tránsito en el centro de la intersección
le hace señas para que continúe; entonces, usted sigue la marcha y
cruza a pesar de la luz roja. Usted no v ioló ninguna ley ; tampoco se
suspendió la ley que rige las luces de los semáforos. En ese momento, la
autoridad del policía las subrogó.
Otra analogía: Usted salta con agilidad desde un trampolín y se
zambulle con elegancia al agua. Según una de las ley es de la física, usted
continuará descendiendo hasta que llegue al centro de la Tierra o
choque contra un sólido y quede hecho papilla. (Tenemos un
eufemismo para describir esta escalofriante realidad: la ley de
grav edad). Sin embargo, hay agua en la piscina y fortuitamente las
ley es de la flotación contrarrestan la ley de grav edad; entonces, usted
entra en el agua y después de una brev e inmersión, se elev a hacia la
superficie y nada hasta el borde de la piscina. Usted no v ioló la ley de
grav edad ni tampoco la suspendió: las ley es de la flotación la
subrogaron. De la misma manera, no tenemos motiv o alguno para
imaginar que las ley es de la naturaleza sean autosuficientes y
autónomas, de modo que Dios deba v iolarlas para obrar un milagro.
Ellas están siempre subordinadas a Dios (recuerde que Él es la causa
primaria). Siempre que Él lo quiera, puede manipular los ev entos en
v irtud de Su autoridad superior.
A lgunos milagros consisten en la configuración imprev isible de
una serie de ev entos. Considere la siguiente historia, muy poco
probable.
Usted tiene que entregar un informe a las nuev e en punto de la
mañana del martes. En realidad, lo terminó de redactar el lunes de tarde
y se lo llev ó a un compañero de estudios para mostrárselo. Por
desgracia, una ráfaga de v iento se lo arrebató de las manos y usted v io
cómo las hojas v olaban y quedaban enganchadas en la caja de una
camioneta que circulaba por la calle: ¡adiós a su trabajo! Su pasaje de
curso para poder graduarse dependía de la entrega de ese informe en
tiempo y forma. No tiene ninguna posibilidad de reescribirlo; entonces
ora y pide un milagro. A la mañana siguiente, llega a la clase sin su
informe. La profesora lo saluda, le agradece que le hay a dejado el
informe esa mañana en su casa y le dice que le puso una A , la
calificación más alta. Su graduación está asegurada. Usted se queda sin
palabras: solo siente gratitud al Señor por el milagro que obró.
Lo que pasó fue que su informe v iajó unos k ilómetros en la
camioneta y luego se desprendió y cay ó en la cuneta. A llí permaneció
un tiempo; un muchacho de la secundaria de regreso a su casa con sus
amigos lo recogió. Su intención era hacer av ioncitos de papel, pero su
madre le dijo que mejor hiciera sus tareas porque esa noche lo llev aría
al circo. Su informe quedó sobre la mesa toda la tarde, junto a una
rev ista de deportes que había llegado en el correo ese mismo día.
El muchacho decidió leer la rev ista mientras se dirigían al circo y
lev antó el informe junto con la rev ista. Entró con ellos a la carpa del
circo, pero cuando se marchó dejó el informe sobre su asiento, y de allí
v olv ió a v olar al ruedo central. Esa noche había un ensay o con los
elefantes y uno de ellos pisó el informe, que se quedó pegado a una de
sus patas, hasta que se despegó justo en la puerta de la jaula; allí
descansó el informe toda la noche.
Cuando llegó el lechero en la mañana, v io el informe en el piso.
Como también era estudiante y trabajaba para tener un ingreso durante
sus estudios, se interesó en el tema y lo lev antó. Para alisar las hojas,
puso el informe entre dos botellas de leche y continuó con sus rondas.
Como el lechero llev aba setenta y dos horas sin dormir porque tenía
que estudiar y trabajar, tuv o un accidente grav e justo delante de la
casa de la profesora. El informe cay ó del camión de la leche y una brisa
lo depositó suav emente delante del porche de la casa de la profesora, y
allí quedó recostado contra la puerta. Cuando la profesora se lev antó
un poco después, encontró el informe y quedó impresionada de su
dedicación para entregarle el informe tan temprano.
Todo sucedió en completa concordancia con las ley es naturales.
No obstante, creo que usted tendría derecho a pensar que se trató de
un milagro. El milagro consistió en la conjunción de muchas
ev entualidades. A unque cada una es relativ amente probable de por sí,
la cadena de ev entos nos resulta muy improbable. Si combinamos la
concatenación improbable de ev entos con su creencia en que el Señor
la dispuso así, puede creer que se trató de un v erdadero milagro.
Muchos milagros bíblicos son milagros de configuración como
este. No contrav ienen ninguna ley física; el milagro consiste en que
algunos ev entos naturales ocurrieron en un determinado momento y
conforme a una aparente interv ención div ina. Un ejemplo sería cuando
los israelitas cruzaron el Mar Rojo. La Biblia describe las causas naturales
que acompañaron este acontecimiento: Un recio v iento oriental div idió
las aguas justo en el momento oportuno para que los israelitas pudieran
cruzar; cuando los egipcios llegaron, el v iento amainó, el agua regresó
a su cauce normal y los egipcios se ahogaron. La Biblia considera
inequív ocamente que este hecho es uno de sus milagros centrales. Que
los ev entos se hay an dado justamente de esta manera hace que este
suceso salga de lo natural y lo conv ierte en algo sobrenatural.
Vemos así otro gran problema que presenta la manera en que
Hume entiende los milagros. En el caso de los milagros de configuración
no hay el más lev e indicio de que se hay a v iolado alguna ley de la
naturaleza. Si Hume intentara aplicar su esquema de grados de
probabilidad, no habría nada para descartar el informe de los testigos
porque no hubo nada que quebrantara directamente las ley es de la
física. El argumento de Hume contra los milagros es inaceptable, no solo
porque es arbitrario, sino porque tampoco hace justicia a una correcta
comprensión de lo que se supone que son los milagros.

¿Cómo podemos reconocer un milagro?


Hecha la observ ación anterior, llegamos así al segundo punto de
este capítulo. ¿Cómo podemos estar seguros de que un ev ento en
particular fue un v erdadero milagro? ¿No podría alguien afirmar con
razón que, a pesar de lo extraordinarias que hay an sido dichas
coincidencias, no son más que eso: ev entos puramente naturales que
simplemente se dieron de una manera increíble? ¿No podríamos aceptar
que no hay nada que nos obligue a pensar que se trató de un milagro?
¿Cómo reconocemos los milagros? ¿Es posible reconocerlos?

Los argumentos de los críticos


A lgunos autores han postulado que, desde el punto de v ista
científico, no es posible que existan los milagros.5 A ntony Flew es uno
de estos críticos.6 El argumento de Flew es el siguiente:
1. Toda la ciencia moderna reposa en la premisa de que la
naturaleza está regida por ley es uniformes. Si partiéramos de la base de
que la naturaleza es impredecible y que las ley es se cumplen a v eces,
pero no siempre, la ciencia perdería su razón de ser.
2. La ciencia ha obtenido muchos logros, pero todav ía hay
muchas cosas que los científicos ignoran. El objetiv o es continuar
aprendiendo, inv estigando y experimentando. En el proceso,
conoceremos más y , en ocasiones, nos v eremos obligados a rev er lo
que creíamos conocer.
3. No hay nada fuera del campo de la ciencia, ni siquiera aquellos
ev entos que no podemos explicar en la actualidad por medio de las
ley es científicas. Simplemente, la ciencia no ha av anzado lo suficiente
para explicarlos. La premisa fundamental de la ciencia es que dichos
casos también cumplen alguna ley natural. No aceptar esta premisa
implica abandonar el ámbito de la ciencia.
4. A nte los fenómenos inusuales, la ciencia requiere que
postulemos una explicación natural. Supongamos que una persona
muerta resucitara, que el agua se conv irtiera en v ino o que un hacha de
hierro flotara en el agua. Por su naturaleza, la ciencia nos exige pensar
en alguna explicación natural que dé cuenta de estos casos. Dicha
explicación quizás demore en llegar; tal v ez ni siquiera tengamos una
idea de cómo sería en caso de tenerla. Sin embargo, para continuar
siendo científicos, estamos conv encidos de que en algún lugar del
univ erso debe haber una explicación natural, por más inusual que sea.
5. La esencia de la ciencia es que los milagros no son posibles.
Cualquier interpretación div ina que subrogue las ley es de la naturaleza
eliminaría las presuposiciones básicas de la ciencia. Por ende, nunca
podremos reconocer un milagro como tal, porque tiene que haber una
explicación natural, por más que la desconozcamos por ahora.

Las reglas del juego


Por más persuasiv o que parezca el argumento de Flew, tiene algo
intrínsecamente erróneo. Nos pide que hagamos trampa. Es como si
alguien le dijera: «Vamos a jugar al tenis. Si tú cometes una falta, el
punto es mío. Si y o cometo una falta, el punto es mío». En otras
palabras, establezco reglas de manera tal que no puedo perder.
Los cristianos, en su afán por comunicarse con los no cristianos,
a menudo han modificado sus argumentos para adaptarlos a las reglas
establecidas por los no cristianos. Una actitud encomiable, pero hay
momentos en que debemos darnos cuenta de que el no cristiano nos
tiene acorralados. Ha inv entado reglas que están específicamente
diseñadas para impedirnos elaborar un argumento conv incente.
«Vamos a suponer que Dios no puede existir. Pruébame ahora que Dios
existe». O: «Los milagros, por definición, son imposibles. ¿Puedes
probarme que son posibles?». No tiene sentido, y no hay motiv o
alguno que nos obligue a acatar estas restricciones.
No hay argumento posible contra el crítico que ha resuelto que,
por definición o por premisa científica, los milagros no pueden suceder.
Eso no es culpa de la persona que cree en los milagros. Dicho crítico ha
decidido cortar el diálogo sobre el tema. Dado que y a nos informó que
ningún argumento puede v aler contra su posición, sería necio
presentarle más argumentos a fav or de los milagros.
La ciencia está obligada a proporcionar explicaciones razonables
para los fenómenos que encontramos en la naturaleza. Descubrimos
regularidades, causas, efectos, principios, categorías. El objetiv o es
acumular conocimiento. Si un crítico como Flew apela a ley es aún no
descubiertas, ignoradas hasta el momento y quizás ajenas a nuestra
comprensión para explicar los aparentes ev entos milagrosos, no adopta
una actitud particularmente científica. Inv enta algo desconocido y
oscuro, además de inv erificable, para ev itar lo sobrenatural. No hay
nada natural ni científico en dicha explicación.
De todos modos, hay también muchas personas razonables que
admiten la posibilidad de los milagros, pero desean contar con
ev idencia. Elaboramos nuestros argumentos para estas personas, con la
esperanza de que también sean escuchados por los críticos más
recalcitrantes.
Una v ez más, no nos olv idemos del teísmo. Cuando observ amos
el mundo para determinar si detectamos un milagro en algún lugar, no
nos detenemos solo en la naturaleza pura, sino que también percibimos
la creación, dispuesta y gobernada por un Creador. Esto no es
reescribir arbitrariamente las reglas para que nos fav orezcan, porque,
como y a lo planteamos más arriba, tenemos derecho a inv ocar el
teísmo. La pregunta, entonces, es la siguiente: ¿Podemos reconocer los
milagros en un contexto teísta?

Definición y flexibilidad
Un milagro es un ev ento tan fuera de lo común que, dadas las
circunstancias, la mejor explicación es admitir que Dios interv ino
directamente. Nos v aldremos ahora de esta definición para ay udarnos a
identificar un milagro en el supuesto caso que nos encontremos con
uno.
Es una definición suficientemente v aga y subjetiv a; deja margen
para el desacuerdo, pero eso es precisamente parte de la idea. No hay
ninguna razón que nos obligue a adoptar una regla inflexible para
identificar infaliblemente todos los casos en que ha ocurrido un milagro.
A un los cristianos discuten entre ellos a v eces sobre si un
acontecimiento en particular fue un milagro o no. Por ejemplo, en Juan
10, leemos que Jesús se escapó de manos de una multitud. A lgunos
comentaristas consideran que se trató de un milagro, otros simplemente
v en un ejercicio de Su autoridad. Hay margen suficiente para div ersas
interpretaciones cuando se trata de decidir cuáles sucesos son un
milagro y cuáles no. Respecto a otros acontecimientos, como la
resurrección, hay más consenso sobre considerarlos definitiv amente
milagrosos.
Esta definición general conllev a dos condiciones. Primero, el
ev ento debe ser suficientemente extraordinario. Como y a v imos, lo
inusual puede manifestarse de dos maneras. El hecho parece desafiar las
ley es físicas conocidas (el milagro por subrogación) o la conjunción de
una serie de ev entos parece demasiado improbable para ser solo fruto
de la casualidad (el milagro por configuración). De algún modo u otro,
suceden cosas que cualquier persona racional, al tanto del
funcionamiento normal del mundo, no esperaría que ocurrieran.
Segundo, esperamos v er algún indicio de la interv ención div ina
en el ev ento. Las coincidencias existen y hay acontecimientos inusuales,
pero para poderlos considerar un milagro, debe tratarse de una
ev entualidad que nos llev e a buscar la interv ención directa de Dios. Por
«interv ención directa» queremos decir que atribuimos a Dios la
responsabilidad directa de producir ese acontecimiento tan improbable.
Los cristianos reconocen la mano de Dios en la prov idencia (Él cuida de
nosotros a diario) así como en las oraciones respondidas, por eso
consideramos que Dios pudo haber respondido a nuestras oraciones
aun si la respuesta consistió en un hecho normal. Sin embargo, solo nos
sentimos inclinados a considerar que se trató de un milagro cuando
estamos ante algo «inusual» y concluimos que la acción de Dios es la
mejor explicación para dar cuenta del hecho.

No todas las explicaciones son iguales


Estas consideraciones anteriores pueden parecer relativ amente
arbitrarias. Una persona observ a un hecho y afirma que es un milagro;
otra, ante el mismo hecho, afirma que no lo es. ¿Cómo determinar quién
tiene razón? ¿Cómo podemos reconocer los milagros si tienen una base
tan subjetiv a?
Si bien admito que hay margen para la disensión, esto no implica
ni por asomo que ambas opciones sean igual de aceptables para explicar
un acontecimiento. En ocasiones, una explicación es claramente mejor
que la otra.
Supongamos que estoy sentado en mi oficina, intentando
concentrarme en mi escritura. Me fijo en mi v iejo sombrero gris que
cuelga del perchero, en un extremo de la pared. ¿Cómo llegó ahí? Hay
v arias explicaciones posibles:

a. Usé el sombrero hoy de mañana cuando v ine a la


facultad y lo colgué allí cuando entré en la oficina.
b. Dejé mi sombrero en casa esta mañana, pero mi esposa
pensó que tal v ez podría necesitarlo más tarde y me lo
trajo.
c. A noche, un ladrón robó mi sombrero, se arrepintió de
su delito, y lo dejó en el perchero mientras y o no
miraba.
d. El decano de la univ ersidad, en un esfuerzo por
conv encer a la junta directiv a del empobrecimiento de
los profesores, env ió al decano asociado a mi casa a
recoger mi sombrero para exponerlo a plena v ista en mi
oficina.
e. Shiv a, el dios hindú, a quien le agrada jugar y
div ertirse, transportó milagrosamente mi sombrero
desde mi casa a la oficina.
f. Un grupo de inv asores extraterrestres confundió mi
sombrero con una forma de v ida hostil y lo colgó de un
gancho para que sufriera una muerte lenta y dolorosa.
g. El objeto que percibo no es en realidad mi sombrero: es
un sofisticado holograma producido por un diablillo
desconocido.
h. Es imposible saber cómo llegó allí. La imaginación no
tiene límites.

¿Son igual de probables todas estas explicaciones? De ninguna


manera. Mi objetiv o es mostrar que tienen grados extremadamente
diferentes de probabilidad. Cómo ev aluar las probabilidades dependerá
de las circunstancias, de nuestro conocimiento del mundo y de una
dosis de sentido común. No hay ninguna fórmula para ev aluarlas, pero
tampoco la necesitamos.
Si tengo en cuenta mi rutina normal, (a) es la explicación más
probable. Si estuv iera bien seguro de que ese día no usé el sombrero
(tal v ez porque todav ía llev aba puesto otro) (b), (c) o (d) podrían ser
buenas posibilidades. Para cada uno de estos casos, necesitaría contar
con un poco más de información antes de aceptar su posibilidad. (Mi
esposa y y o concordamos que de estas tres, (b) es la menos probable).
A las opciones (e), (f) y (g) las descarto de plano. Son
completamente ajenas a mi manera de entender el mundo y no tengo
ninguna ev idencia que me persuada a rev er mis ideas. A signar alguna
chance a estas opciones requeriría, no solo que las circunstancias fueran
drásticamente diferentes, sino que también tendrían que ser lo
suficientemente diferentes para hacerme cambiar mi cosmov isión.
Lo que pretendo mostrar es que pensaríamos en términos de
supuestos razonables. A nte explicaciones alternativ as, inmediatamente
preferimos una sobre las otras. Será la que más congenie con nuestra
manera de entender las circunstancias y con nuestras expectativ as. Las
personas razonables siempre podrán discutir sobre cuál es el supuesto
más razonable, pero nunca será una decisión arbitraria. No es posible
decidir cuál será la mejor explicación antes de conocer todo el contexto.

Un ejemplo importante
Consideremos ahora el siguiente conjunto de circunstancias.
Durante la época de la ocupación romana en Palestina, v iv ió allí un
hombre sumamente fuera de lo común. Supongamos, a los efectos de
nuestro argumento, que los registros históricos que tenemos sobre Él
son exactos. Vemos así que este hombre enseñó sobre el Dios del
teísmo, se v io a sí mismo como Su env iado y aun como Dios mismo.
A tribuy ó todas Sus obras a la obra de Dios. En el nombre de Dios sanó
a los enfermos, a los ciegos y a quienes sufrían de div ersas aflicciones.
Conv irtió el agua en v ino, alimentó a miles de personas con cinco
panes, resucitó a los muertos, y predijo Su propia muerte y
resurrección, las que luego se cumplieron conforme a Sus predicciones.
Es concebible que todo esto hay a sido mera coincidencia. No
podemos, por el momento, descartar la posibilidad de que tal v ez fue
producto de una ley natural desconocida. ¿Es este un supuesto
razonable? Todos los relatos de las circunstancias tal como nos llegaron
apuntan en otra dirección: Fueron milagros que ocurrieron en un
contexto teísta. Tal v ez nuestro supuesto resulte equiv ocado, pero no
sería razonable descartarlo a priori sin considerar la ev idencia. ¿Hasta
dónde llegará el crítico para proteger su presuposición?
¿Por qué, entonces, me niego a aceptar la posibilidad de que
Shiv a depositó el sombrero en mi oficina? No hay nada en esa
afirmación que me permita aceptarla como un supuesto razonable. No
tengo motiv os para adoptar una cosmov isión centrada en Shiv a. Las
circunstancias de ninguna manera me indican que Shiv a sea el agente.
Si se dieran dichas condiciones, podría considerar la posibilidad más
seriamente. En realidad, si estuv iera algo más abierto a la posibilidad de
la existencia de Shiv a y si estuv iera en un templo hindú mientras un
brahmán hace milagros en el nombre de Shiv a delante de mis ojos,
suponer la interv ención de este dios tal v ez sería una suposición más
razonable. Estoy conv encido de que si inv estigara más a fondo
resultaría falsa, pero sería irrazonable de mi parte no molestarme en
considerarla.

El resultado final
¿Cómo reconocemos un milagro? Las circunstancias deben ser
altamente improbables y dispuestas de tal modo que lo más razonable
sea suponer una interv ención div ina. Por lo tanto, se confirma la
hipótesis para este capítulo: es posible conocer y reconocer los
milagros. Si bien esta conclusión nos permite obtener ciertas v entajas,
también conllev a algunas desv entajas.

A favor
Los milagros son posibles; los milagros son conocibles; los
milagros son reconocibles. Dentro de una cosmov isión teísta, el
argumento de Hume pierde su fuerza absoluta. Si partimos de supuestos
razonables, el argumento de Flew es un ejercicio circular. Despejamos
así los dos principales reparos planteados en este capítulo.

En contra
En retrospectiv a, no tengo muchas esperanzas para esta línea de
argumentación salv o un reconocimiento del teísmo. La may oría de los
debates sobre los milagros son irrelev antes. Cuando alguien se cierra
absolutamente a reconocer la posibilidad de lo sobrenatural, por más
irrazonable que sea dicha actitud, no tiene mucho sentido discutir si un
milagro en particular es posible o no. La discusión necesita centrarse en
la cuestión del teísmo. ¿Por qué es v erdadero el teísmo y por qué son
falsas otras cosmov isiones? Es imposible elaborar exitosamente un caso a
fav or de la interv ención div ina si se descarta de plano dicha posibilidad.
Si miro hacia delante, la cuestión será determinar si existe
ev idencia. En el caso de un aparente milagro, ¿las circunstancias
ameritan suponer que lo más razonable sea pensar en una interv ención
div ina? Después de inv estigar, ¿lo más razonable es concluir que
ocurrió un milagro? En última instancia, dependerá de cada caso
concreto. Debemos aceptar la posibilidad teórica de que a pesar de
admitir que los milagros son posibles, ningún milagro en particular
puede v erificarse en la realidad.
Dado que estamos interesados en los milagros bíblicos, este
inconv eniente es aún may or, porque la única manera que tenemos de
examinar estos milagros es remitirnos a ev entos que sucedieron hace
dos mil años. Cómo llev ar a cabo dicha tarea será el tema del capítulo
siguiente.
De momento, v olv amos a los casos de este capítulo.
Respuesta al caso 1: La actitud de Jim es común, pero nos deja perplejos cuanto más la
pensamos. En el siglo XX, ¿sabemos algo más sobre los milagros que no supieran las
personas del pasado? En realidad, no. Estamos en condiciones de explicar muchas cosas,
pero sería un despropósito postular que lo sobrenatural no existe y que los milagros son
imposibles. En todas las épocas hubo creyentes y escépticos con mayor o menor grado de
credulidad. Para sentirnos orgullosos de nuestro espíritu científico, deberíamos estar más
dispuestos a juzgar estos asuntos basados en la evidencia y no en suposiciones. Negarse a
creer en cualquier cosa sobrenatural no es signo de tener las ideas claras, sino de una
mente definitivamente cerrada y resuelta.

Respuesta al caso 2: La actitud expresada por este profesor es comprensible. Si


recurrimos a Dios para explicar todo cada vez que nos quedamos sin respuestas, en
realidad, no explicamos nada. Alguien pregunta por qué las ranas son verdes. Les
respondemos: Porque Dios las creó así. Entonces, ¿por qué las rosas son rojas y el cielo
es azul? Volver a responder que son de ese color porque Dios los creó así no sirve de
nada. Una explicación que explica todo no explica nada. Por eso la ciencia se basa en la
idea de que debemos buscar la explicación más inmediata. La mayoría de las veces será
una explicación natural.
La ciencia también se basa en la importancia de la evidencia. Si toda la evidencia
apunta en dirección de algo sobrenatural, el científico que descarte desde el principio lo
sobrenatural no está adoptando una actitud científica. La mejor explicación, y la más
inmediata, bien podría ser que tuvo lugar un milagro. Con esto no pretendo que los
científicos adopten esta opción siempre, pero negarse a tomarla en cuenta es tal vez tan
poco científico como recurrir a ella demasiado pronto. Nuevamente, dependerá de cada
caso en particular.

Respuesta al caso 3: Dios puede alargar las piernas si quiere. Quizás lo hizo en aquella
campaña; pero tuve (y aún tengo) mis dudas sobre lo que me refirió Scott. Creer en
milagros no significa que debemos ser crédulos y creernos cuanta historia sensacionalista
anda circulando por ahí. Me constaba que Scott no tenía problemas para definir la verdad
en conformidad con sus propósitos espirituales. Me limité a sonreír y le comenté que era
una historia muy interesante.

Quisiera agregar una adv ertencia. A medida que av anzamos con


nuestra argumentación en el curso de los siguientes capítulos,
mostraremos que algunas creencias importantes dependen de los
milagros históricos de Jesús. Estos milagros son mucho más portentosos
que los efectos especiales que a v eces se producen en los av iv amientos
o en las campañas de sanidad. No permita que su fe personal dependa
de sanidades especiales ni de cualquier otro ferv or temporal, por más
reales que sean. Dios quizás le tenga reserv adas más cosas (v er el último
capítulo). A gradezca a Dios por los milagros especiales que Él quizás
obre en su v ida, pero base su fe en realidades objetiv as. A gradézcale
también por los momentos de crecimiento doloroso, porque Él también
los permitirá en su v ida.

Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:

1. Explicar por qué los milagros son una espada de tres


filos, es decir, por qué pueden jugarnos en contra o a
fav or.
2. Determinar los tres puntos del argumento de Hume
contra los milagros y mostrar por qué este es plausible.
3. Mostrar por qué el argumento de Hume pierde su fuerza
dentro de un marco teísta.
4. Distinguir entre dos tipos de milagros y explicar por qué
no v iolan las ley es de la naturaleza.
5. Definir el argumento de Flew sobre la imposibilidad de
reconocer un milagro.
6. Explicar la noción de supuesto razonable y mostrar
cómo derriba el argumento de Flew.
7. Describir qué sería necesario, en general, para que
pudiéramos reconocer un ev ento como un milagro.
8. Identificar los siguientes nombres con la contribución
aludida en este capítulo: Tomás de A quino, Dav id
Hume, A ntony Flew.

Reflexión sobre las ideas

1. Inv estigue los milagros que alegan otras religiones, y


determine la cantidad y el tipo de pruebas disponibles.
2. Inv estigue div ersas descripciones sobre el método
científico. ¿En qué medida descartan las explicaciones
sobrenaturales?
3. Hemos identificado dos tipos de milagros, los milagros
por subrogación y los milagros por configuración.
¿Pueden combinarse entre sí? ¿Es posible un tercer tipo
de milagros?
4. Describa las diferencias entre los siguientes conceptos:
suposición, hipótesis, supuesto razonable, conclusión.
¿En qué sentido estas distinciones son cruciales para
explicar los milagros?
5. Plantee un caso ideal en que toda la ev idencia apunte a
que sucedió un milagro. (Esta es su oportunidad de ser
creativ o y pensar algo div ertido). Luego pídale a otra
persona que intente descubrir una debilidad en su caso.

Lecturas adicionales
Colin Brown, Miracles and the Critical Mind (Grand Rapids: Eerdmans,
1984).
Norman L. Geisler, Miracles and Modern Thought (Grand Rapids:
Zonderv an, 1982).
C. S. Lewis, Los milagros, trad. Jorge de la Cuev a (Nuev a York : Edición
Ray o, 2006).
John W. Montgomery , Faith Founded on Fact (Nashv ille: Thomas
Nelson, 1978).

1 Un estudio completo que será de valor en el curso de este capítulo es el de Colin


Brown, Miracles and the Critical Mind (Grand Rapids: Eerdmans, 1984).
2 Tomás de Aquino, De la verdad de la fe católica (Suma contra gentiles), vol. 1, cap.
9. Disponible en http://hjg.com.ar/sumat.
3 Por supuesto, así como los milagros en un contexto budista no prueban que el
budismo sea verdad, tampoco señalaremos los milagros en un contexto cristiano para
luego afirmar que el cristianismo es, por lo tanto, verdadero.
4 David Hume, An Inquiry Concerning Human Understanding (Indianapolis: Bobbs-Merril,
Library of Liberal Arts, 1955), 117-41.
5 E. G. Patrick Nowell-Smith, «Miracles» en Antony Flew y Alasdair MacIntyre, eds.,
New Essays in Philosophical Theology (Londres: SCM, 1955).
6 Antony Flew, «Miracles» en Paul Edwards, ed., The Encyclopedia of Philosophy, vol. 5
(Nueva York: Macmillan, l967), 348-49.
9

Regreso al pasado

Nadie conoce realmente la historia


Caso 1: Todd era estudiante avanzado de filosofía mientras yo realizaba mis estudios de
grado en la Universidad de Maryland. Asistió a una de nuestras reuniones de evangelización
en la universidad, más por curiosidad que por otra cosa. Terminada la reunión, nos
pusimos a conversar. Resultó que se identificaba con un entendimiento del cristianismo
más afín con la filosofía existencialista que con la Biblia. Después de un breve diálogo,
acordamos reunirnos más adelante para continuar la conversación.
Pocos días después, nos cruzamos cuando ambos teníamos unos minutos libres
entre clase y clase. Todd me dio la oportunidad de explicarle la obra objetiva de Jesucristo
por nuestra salvación. Me respondió que eso era solo una interpretación sobre Jesús, pero
que no era la única posible.
—Supongo que la única manera de resolver esto —admití— es verificar los hechos
que sucedieron en la historia.
—¿La historia? —respondió Todd de inmediato—. Eso es solo lo que la gente
afirma que debió suceder. Nadie sabe a ciencia cierta lo que efectivamente sucedió.

Versiones contradictorias
Caso 2: Cuando mi hijo mayor, Nick, tenía trece años, estudió a fondo la historia de
Roanoke, la colonia británica en Virginia, que desapareció sin dejar rastros a principios del
siglo XVII. Hizo varias visitas a la biblioteca y consultó diferentes fuentes; la mayoría se
remontaban a documentos de los propios colonos ingleses. Lentamente comenzó a
combinar las piezas del rompecabezas para comprender lo que le había pasado a los
pobladores.
Luego un día encontró un relato completamente diferente. Pertenecía a un indígena
de los pueblos originarios. No solo ponía en entredicho algunas de las interpretaciones más
aceptadas de lo acaecido, sino que también cuestionaba algunos de los hechos. ¿A quién
debía creer Nick? Como no disponía de ninguna manera efectiva de decidir quién decía la
verdad, archivó el proyecto.

Testigos presenciales
Caso 3: Una primavera tuve que dar mi exposición sobre la resurrección. Estudiamos la
evidencia disponible y cómo la resurrección de Cristo de entre los muertos era la teoría
que mejor explicaba los hechos. Cuando terminé, Jack, un excelente estudiante, se me
acercó y dijo:
—Quiero confirmar algo. Usted dice que no hubo testigos presenciales. Nadie vio a
Jesús salir de la tumba.
—Así es —respondí—. Si los hubo, no tenemos conocimiento de ellos.
—Entonces no sé cómo usted puede creer que efectivamente sucedió. Pienso que
deberíamos aceptar como históricos únicamente aquellos hechos basados directamente en
versiones de testigos presenciales.

Historia masculina
Caso 4: La profesora invitada se enfrentaba a la clase con una sonrisa, pero una nota de
estridencia en su voz.
—Deben entender que estamos todos atrapados en un gran círculo. Lo que la
mayoría de ustedes entiende por cristianismo es el elaborado por la mitad masculina de la
humanidad en beneficio de los varones. Es una historia larga, pero fue escrita por seres
humanos para su beneficio. En realidad, casi toda la así denominada historia es
simplemente la propagación del punto de vista masculino.

Solo porque los milagros sean posibles no significa que hay a


ocurrido alguna v ez un milagro. Para ser más específico, una cosa es
decir que en un marco teísta podemos demostrar la realidad de la
resurrección, otra distinta es ev aluar dicha demostración. ¿Sucedió
efectiv amente la resurrección? Para dirimir este asunto, no es posible
limitarse a un cruce de argumentos filosóficos en una y otra dirección.
Tarde o temprano tendremos que considerar lo que efectiv amente
aconteció en la historia.
¿Es posible determinar los hechos históricos? Muchos afirman
que es imposible. Es posible establecer teorías e interpretaciones de la
historia, pero es imposible determinar qué fue lo que efectiv amente
ocurrió. No disponemos de un conjunto sólido de ev entos históricos.
En consecuencia, no hay manera de v erificar nuestras conclusiones
sobre la historia apelando a «lo que realmente sucedió».
En ese caso, el resto de este proy ecto está en grav es dificultades.
Si no hay forma de v erificar si la resurrección sucedió, poco sentido
tiene usar la resurrección como argumento a fav or del cristianismo. Por
lo tanto, necesitamos dedicar cierto esfuerzo para explorar la naturaleza
de la historia. ¿Qué podemos conocer? ¿Cómo podemos conocerla? La
hipótesis que deseamos demostrar en este capítulo es la siguiente: Es
posible tener un conocimiento genuino de los acontecimientos
históricos.
Este capítulo se div ide en dos partes. La primera tendrá un tono
relativ amente pesimista; describiremos los obstáculos que conllev a la
historiografía. En la segunda parte, esperamos poder superar el
problema y mostrar cómo es posible obtener un auténtico conocimiento
histórico.

Los problemas de la historiografía


¿Cómo llev a adelante su inv estigación el historiador? El químico
hace análisis en un laboratorio, el biólogo puede salir a realizar trabajo
de campo, ¿y el historiador?
El historiador no puede v iajar al pasado. A lgunas de mis películas
fav oritas tratan temas como los v iajes en el tiempo, pero los
capacitadores de flujo no funcionan en la v ida real. Si una historiadora
quiere inv estigar la v ida de Thomas Jefferson, no puede regresar al 1776
y pedir que le conceda una entrev ista.
Lo que hace es estudiar documentos: los div ersos tipos de
registros escritos que de algún modo arrojan luz sobre los hechos
históricos en cuestión. La tarea del historiador es estudiar los
documentos, ev aluar su v alidez y , de un modo u otro, elaborar una
narración coherente a partir de los datos que contienen.

La naturaleza de los documentos


Si la palabra «documento» le hace pensar en textos oficialmente
refrendados o transcripciones meticulosamente v erificadas, lamento
defraudarlo. A unque los historiadores trabajan en ocasiones con
v ersiones oficiales, la may oría de las v eces los documentos disponibles
tienen mucho menos autoridad. Hoy en día se considera que un
documento histórico es cualquier texto escrito que nos ay ude a
entender lo que sucedió en el pasado. Pueden tratarse de cartas,
informes de prensa, actas procesales, cuentos populares, sermones,
listas de comestibles, grafitos y muchos otros tipos de materiales.
A menudo, el historiador ni siquiera dispone del documento
original. Lo único que hay es una copia de un original perdido.
A demás, «copia» no significa necesariamente una copia directa del
original. Podría ser una cita fuera de contexto inserta en otro
documento. A demás, debemos reconocer que ningún documento
reproduce todo lo que se dijo e hizo en una ocasión en particular; a
todas luces, sería imposible.
Según la tradición, cuando a María A ntonieta, reina de Francia, le
informaron que los campesinos no tenían pan, ella respondió: «¡Pues
que coman torta, entonces!». Supongamos que usted es un historiador
que desea inv estigar si ella realmente dijo eso, y si así fue, por qué lo
dijo y qué repercusiones tuv ieron sus dichos. ¿Dónde buscaría estos
datos? Seguramente nadie seguía a la reina durante todo el día y
anotaba palabra por palabra lo que decía. A lguien debió escribirlo un
tiempo después, interesado en demostrar lo necia que era María
A ntonieta.
Este ejemplo hipotético ilustra tres problemas asociados a los
documentos históricos.
1. Los documentos históricos son incompletos. A unque se hay an
tomado todos los recaudos para su preserv ación, nunca describen toda
la realidad. Comienzan demasiado tarde y terminan demasiado pronto.
Solo nos aportan una pieza del rompecabezas.
2. Los documentos históricos están alejados en el tiempo. Salv o
en contadas excepciones, habrá una brecha temporal entre el momento
en que sucedió algo y el registro de ese hecho.
3. Los documentos históricos son sesgados y tendenciosos.
Todos los registros históricos reflejan un punto de v ista. En realidad, no
sería una exageración afirmar que todos los textos se escriben con
alguna intención y , por lo tanto, ese propósito afectará lo que dicen. En
consecuencia, el historiador necesita tener presente que todos los
documentos, por su propia naturaleza, llev an la impronta de la persona
que los escribió. Sería difícil separar los datos objetiv os de las opiniones
personales.
Este último punto amerita una may or profundización. Existe algo
llamado sesgo sistemático. Hace poco, lo v i en acción mientras
inv estigaba una escritora espiritual del siglo XIV. En 1310, Margaret
Porette fue quemada en la hoguera en París (por creer casi lo mismo
que creo y o). Las autoridades de la iglesia decidieron que era una
hereje y la condenaron. Se la conocía como líder de un grupo de
herejes conocido como los Hermanos del Espíritu Libre. A hora bien, si
usted lee los registros oficiales de la iglesia sobre este grupo, las
descripciones son en v erdad escalofriantes. A parentemente, este
mov imiento era una camarilla de panteístas blasfemos que
aprov echaban cualquier oportunidad para cometer el peor tipo de
inmoralidad sexual.
Una mirada más detenida a la ev idencia deja en claro que estas
acusaciones eran infundadas. El principal «delito» de Margaret y del
mov imiento quizás no fue otro que negarse a reconocer la autoridad de
la iglesia oficial, y es muy posible que los registros oficiales no fueran
otra cosa que descripciones a posteriori de las costumbres que las
jerarquías eclesiales adjudicaban a todos quienes no acataban su
autoridad. No son descripciones reales de cómo eran realmente estos
grupos.1 La v ersión «oficial» se había conv ertido en la información más
común y simplemente se copiaba de un documento a otro, sin que
nadie la pusiera en tela de juicio. Cuando el historiador sabe que existe
un sesgo sistemático de esta naturaleza, puede tomarlo en cuenta para
ev aluar la ev idencia; sin embargo, si no se da cuenta del carácter
tendencioso de los textos, podría contribuir inconscientemente a
propagar una falsedad.
El sesgo también puede ser bien intencionado. Con frecuencia,
en la Edad Media, los cronistas creían que glorificar a Dios y a Sus
sierv os era mucho más importante que registrar objetiv amente la
realidad. Barbara Tuchman (posiblemente la historiadora a quien más
admiro) nos relata las hazañas del gran caballero Coucy como las relató
el cronista Froissart. Justo cuando estamos entusiasmados con el relato,
Tuchman nos aclara que «no sucedió nada parecido».2 El lector
moderno quiere conocer los hechos objetiv os, pero el escucha
mediev al prefería la gloriosa ficción de Froissart. En síntesis, los
documentos históricos no solo son de algún modo parciales y
tendenciosos, sino que a v eces tienen un sesgo intencional y
sistemático. De alguna manera, el historiador tiene que ser capaz de v er
a trav és de ese v elo.

La historia como relato


¿Qué hacen luego los historiadores con los documentos que
estudiaron? Su tarea no es simplemente encadenar todos los hechos o
acumular sin criterio la may or cantidad de detalles sobre un
acontecimiento del pasado. Se supone que deben elaborar un relato en
el que se presenta una secuencia coherente de los sucesos. Debe ser
posible discernir cuáles fueron las causas que dieron origen a los
acontecimientos y las consecuencias que produjeron. Debemos ser
capaces de diferenciar los hechos importantes de los triv iales. El relato
tiene que tener sentido.
A partir de los documentos imperfectos que describimos más
arriba, el historiador v a llenando los v acíos para elaborar un cuadro
coherente que dé sentido a lo que sucedió. Por supuesto, es posible
que en el proceso incorpore también su sesgo personal. Será inev itable.
A cada paso del camino, deberá interpretar los documentos, y la historia
que escriba será la historia tal como él o ella la interpreta. No parece
haber manera de ev itar esto.

El dilema
A l parecer nos encontramos atrapados en una situación sin
salida: sea como fuere que abordemos el proy ecto de historiografía,
acabamos en el escepticismo. A parentemente, no hay manera de
establecer cómo sucedieron en realidad los acontecimientos. Hay dos
opciones sobre cómo llev ar a cabo una inv estigación histórica, pero
ambas conducen a un callejón sin salida.3
Opción 1: A partir de los documentos. Podemos quedarnos
únicamente con la información proporcionada por los documentos:
nada más y nada menos. Todo lo que leamos en los documentos será
incorporado a nuestro relato; los v acíos no pueden llenarse.
Elaboraremos nuestras conclusiones solo en función de los datos
disponibles y ev itaremos cualquier tipo de extrapolación. Es tentador
pensar que esta es la única manera ética de proceder.
El problema con el abordaje restringido a las pruebas
documentales es que no sirv e. Como v imos anteriormente, los
documentos son incompletos, tendenciosos y alejados en el tiempo. A
v eces incluso se contradicen entre sí. Si solo nos ceñimos a los
documentos, acabaremos con una caja llena de piezas del rompecabezas
sin esperanza de poder llegar a armarlo algún día. En definitiv a, si
intentamos seguir esta v ía, el resultado es el escepticismo histórico.
Opción 2: A partir de la teoría. La única otra alternativ a parece
ser comenzar con algún tipo de teoría y luego acomodar los
documentos a nuestras ideas preconcebidas sobre qué fue lo que
efectiv amente ocurrió. A unque este abordaje parece carecer de
integridad académica, en la práctica es así como proceden los
historiadores. Parten de una noción sobre lo que debió haber sucedido
y luego respaldan su teoría con los documentos que leen.
En ocasiones, este abordaje se manifiesta a gran escala. En las
escuelas de los países comunistas, como en la República Democrática
A lemana, se usaban textos de historia escritos desde una perspectiv a
marxista. Cuando cay ó el régimen en 1989, las escuelas tuv ieron una
crisis porque no tenían libros de historia escritos desde un punto de
v ista capitalista. ¡Tuv ieron que dejar de enseñar historia durante unos
meses! El abordaje teórico de la historia es la manera normal en que esta
disciplina llev a adelante sus estudios.
Es ev idente que conllev a problemas. Si subordinamos los
documentos a nuestras teorías, podríamos acabar aprendiendo más
sobre nuestras teorías que sobre los registros del pasado. La historia
escrita de esta manera se conv ierte en la historia de lo que creemos que
sucedió, pero no en la historia de lo que efectiv amente aconteció. No
tenemos acceso al pasado, solo contamos con nuestras teorías sobre la
historia, y el resultado es —nuev amente— el escepticismo histórico.

Cómo se escribe la historia: La solución


Todo lo que expresamos anteriormente es correcto, aunque
llev ado a los extremos. Para eludir los escollos del escepticismo y
obtener una solución práctica al problema de la historia, lo único que
debemos hacer es repensar qué factores operan en cualquier hecho
comunicativ o. ¿Cómo interpretamos los textos escritos, históricos o
actuales?

El círculo hermenéutico
Según la mitología griega, Hermes era el mensajero de los dioses.
El estudio de cómo interpretar las comunicaciones debe su nombre a él:
herme-néutica. A la hermenéutica también se la denomina la ciencia de
la interpretación. ¿Cómo entendemos lo que alguien intenta
comunicarnos? El teólogo alemán del siglo XIX, Friedrich
Schleiermacher, decía que el proceso de interpretación es siempre
circular, por eso a v eces se lo denomina el círculo hermenéutico.
Supongamos que usted recibe una carta de un amigo. Mientras
abre el sobre, tiene ciertas expectativ as sobre el contenido que espera
leer. No espera recibir una cuenta por tantos metros cúbicos de gas ni
leer una carta formal en la que le informan que su solicitud de empleo
fue rechazada. Espera leer cierta información personal relacionada con
las circunstancias comunes a su amigo y usted.
Entonces, lee la carta. A lgunas de sus expectativ as se cumplirán:
«¡Sabía que me iba a decir eso!». Otras cosas lo sorprenderán: «¡Nunca
hubiera creído que llegara a decir esto!». Después de leerla, deja la carta
a un lado.
Unos días más tarde, se dispone a contestarla. Vuelv e a leerla
para refrescar su memoria. A hora sus expectativ as son mucho más
refinadas. Tiene un conocimiento relativ amente detallado de lo que
espera leer, pero mientras la relee, nota algunos detalles y conexiones
de los que no se percató en la primera lectura. Decide leer la carta por
tercera v ez, mucho mejor preparado, y aun así entiende más cosas.
Cada v ez que repite el proceso, aprende más. A hora bien, usted
no es capaz de leer la mente de su amigo. Es posible que él hay a
intentado transmitirle algo en la carta que usted no capta, aun después
de leerla v arias v eces. En realidad, incluso es posible que lea
constantemente algo que su amigo nunca pretendió decir. En otras
palabras, ninguna comunicación es perfecta, pero que la comunicación
sea imperfecta simplemente no significa que no nos comunicamos en
absoluto.
Esto es lo que sucede cada v ez que tiene lugar un acto
comunicativ o, y lo mismo se aplica todas las v eces que intentamos
entender un texto escrito. Obtenemos así el esquema del círculo
hermenéutico:
Cada v ez que intenta entender un texto literario, un ensay o domiciliario,
una reseña cinematográfica, o cualquier otra cosa, usted se muev e
dentro de este círculo. No es posible salir fuera de él, pero tampoco hay
motiv o alguno para desear hacerlo y a que obtenemos nuev a
información precisamente por estar dentro de él.4
Podemos aplicar el mismo modelo a la tarea del historiador:

El propósito de este modelo es mostrar que la tarea del historiador es


mucho más dinámica que lo prev isto por nuestro anterior dilema. Es
v erdad que los documentos son imperfectos y que el historiador
incorpora sus teorías a su trabajo, pero no debemos pensar que uno u
otro sea el factor dominante. Conv iene pensarlo en términos de una
interacción entre las teorías del historiador y los documentos.

Evaluación de los documentos


Un abordaje historiográfico basado exclusiv amente en
documentos conduce al escepticismo solo si suponemos que al
historiador le resulta imposible juzgar cuáles documentos son los más
fidedignos. En la práctica, esto no sucede. A menudo, es la palabra de
un documento contra la de otro, y no parece haber manera de
determinar a cuál creer. Sin embargo, no significa que sea siempre
imposible decidir entre uno u otro documento. A v eces, es posible.
¿Qué criterios se utilizan para ev aluar los documentos históricos?
No consisten en reglas esotéricas establecidas por los historiadores
profesionales para uso exclusiv o de los iniciados en su arte, sino pautas
basadas en el sentido común.
Supongamos que dos amigos le refieren v ersiones contradictorias
sobre el mismo hecho. Usted no sabe a quién creerle. Supongamos que
su amiga tiene fama de decir siempre la v erdad. Todos le reconocen que
tiene una memoria precisa, no ganaría nada si tergiv ersara la historia y
todo lo que dice se ajusta a lo que usted y a sabe. El otro, en cambio, a
v eces miente. Todos saben que tiene lagunas mentales, le conv iene
manipular un poco los hechos, y lo que describe no se ajusta del todo a
lo que usted y a conoce. ¡No dirá que es difícil decidir a quién creer!
Lo mismo ocurre con las fuentes históricas. No todos los
documentos son igual de creíbles. Los historiadores usan ciertos criterios
simples para ev aluar un documento, a saber:

¿Cuánto tiempo transcurrió entre el hecho en cuestión y


el documento que lo registró?
¿El autor es reconocido por ser fidedigno?
¿Tiene el documento coherencia interna?
¿El autor participó directamente de los hechos?
¿El documento refiere hechos que son claramente
imposibles?
¿Puede el documento conciliarse con otros
documentos?
¿Los hechos mencionados en el documento figuran
también en otras fuentes? Este es el denominado criterio
de corroboración múltiple.
¿Hay ev idencia de sesgo sistemático en el documento?
¿Hay alguna razón para sospechar que se introdujeron
deliberadamente interpolaciones?
Si disponemos solo de una copia del documento
original, ¿es una reproducción fiel del original?

En un ejercicio que acostumbro a hacer en clase, aun a los


estudiantes que no son licenciados en historia se les ocurren estos
criterios, y son los mismos que aplican los historiadores.
Por supuesto, no todos los criterios que acabamos de mencionar
son aplicables en todos los casos. No se trata de un simple listado de
ítems que pueden v erificarse o no, que luego se suman y permiten
asignar un factor de confiabilidad a un documento. En los casos
concretos, los historiadores con frecuencia no se ponen de acuerdo al
aplicar estos criterios, pero los criterios están.
A unque los historiadores pueden no ponerse de acuerdo, es
inconcebible que un historiador afirme: «Prefiero el documento A al
documento B porque el documento A se escribió en una fecha muy
posterior al hecho histórico, es una copia tan mala que no sabemos qué
decía el documento original, y tiene contradicciones internas: es
ev idente que se escribió sin ningún apego a la v erdad, sino solo con
fines políticos. Por lo tanto, me quedo y le creo al documento A ». Eso
nunca sucederá.
Hay efectiv amente criterios para decidir entre un documento y
otro. No son infalibles ni tampoco decisiv os: pero podemos utilizarlos y ,
en la may oría de los casos, nos permiten lograr nuestro objetiv o.

El realismo interpretativo
Una v ez que tenemos todo esto armado, obtenemos lo que el
prestigioso filósofo cristiano A rthur Holmes denominó «realismo
interpretativ o».5 El historiador debe juzgar e interpretar. Hay un factor
subjetiv o ineludible en la historiografía. Sin embargo, eso no excluy e
que el relato haga referencia a la realidad.
En algún momento del proceso de interpretación, el historiador
quizás encuentre algo concreto. Encontrará algunos hechos
fundamentales que no están sujetos a interpretación. Hay una realidad
debajo de la teorización y , tarde o temprano, esta saldrá a la luz.
Martín Lutero era un monje que tomaba muy en serio su
búsqueda espiritual. Transitó por todas las disciplinas y regímenes
prescritos en aquellos días para quienes buscaban la salv ación, pero
continuaba insatisfecho. Finalmente, descubrió que Dios mismo le daría
la justificación por medio de la fe en Cristo. Lutero proclamó en público
su descubrimiento, en respuesta al monje Tetzel, quien v endía bulas
para eximir a la gente del purgatorio. Lutero colgó sus 95 tesis y
comenzó la Reforma. Obv iamente, esta descripción es solo una manera
de interpretar la Reforma. Pone el énfasis en la búsqueda espiritual y el
descubrimiento teológico de Lutero, pero no es la única interpretación
posible. Una interpretación económica se concentraría en los gastos
enormes que realizaba el papado renacentista. Los papas estaban
obligados a recaudar fondos en A lemania, y Tetzel se conv irtió en su
agente. A los príncipes alemanes les desagradaba que el prelado italiano
obtuv iera rentas de sus territorios. Cuando Lutero cuestionó las
activ idades de Tetzel, los príncipes se «subieron al carro» de la
contienda teológica. Se identificaron con el protestantismo de Lutero
porque era una oportunidad para independizarse de los impuestos de
Roma.
Habría otras interpretaciones. Una comprensión marxista de la
Reforma entiende que fue una etapa en la lucha de clases entre el
campesinado y la aristocracia. Lutero les dio a los campesinos la
oportunidad de enfrentarse a la nobleza, aunque cuando se
desencadenaron los enfrentamientos con los campesinos, Lutero se
plegó a la nobleza.
Por lo tanto, hay diferentes teorías que intentan darle un sentido
a los acontecimientos de la Reforma. Usted tal v ez diga: «Pero ¿tenemos
que optar por una de las tres? ¿No podríamos combinarlas?». Por
supuesto que sí, pero tendrá también una teoría. Habrá cambiado una
teoría simple por una teoría combinada, pero la teoría sigue estando.
En toda esta discusión sobre las teorías y marcos interpretativ os,
sin embargo, algunos hechos son ev identes. Hubo una Reforma. Existió
un hombre llamado Martín Lutero que se opuso a la doctrina de la
salv ación que predicaba la iglesia católica. Existió un monje llamado
Tetzel que v endía indulgencias. Había un papa en Roma. Había príncipes
y campesinos. La lista podría seguir. A l analizar las div ersas
interpretaciones, hay ciertos hechos históricos que son indisputables.
El mismo esquema es aplicable en otras inv estigaciones históricas.
A unque hay margen para discernir entre los hechos y las
interpretaciones, algunos hechos básicos constituy en un punto de
referencia que no puede ser razonablemente puesto en duda. Son los
datos que las interpretaciones históricas procuran explicar, y no están
sujetos a interpretación.

De vuelta a lo básico
A lguien podría preguntarse: «Pero, ¿es posible estar realmente
seguro de que estas cosas sucedieron? Estas conclusiones resultan de la
inv estigación histórica, pero eso no significa que los acontecimientos
realmente tuv ieron lugar».
Seguramente esta objeción le resulte familiar. Consiste solo en
una v ersión especializada de lo que analizamos en el capítulo 2, cuando
argumentamos a fav or de la posibilidad del conocimiento en general.
Postulamos entonces que tenemos derecho a admitir una creencia como
conocimiento si se v erifica su v erdad. ¿Cuáles eran las pruebas para
determinar la v erdad? Dependían del tipo de creencia. Siempre y
cuando una creencia hay a sido justificada mediante una operación
lógica, podemos afirmar que se ha conv ertido en conocimiento.
Sería un equív oco diferenciar entre este tipo de conocimiento y
otro conocimiento «real». No existe tal cosa. Hablar de un conocimiento
distinto a lo que entendemos por conocimiento es un empleo v acuo de
palabras. Exigir más condiciones a este conocimiento que al otro solo
haría que nos perdiéramos en el escepticismo, que es la negación de
todo tipo de conocimiento, aun la del propio conocimiento de que el
escepticismo es v erdadero. El escepticismo es una posición insostenible
porque niega la posibilidad de cualquier tipo de pensamiento.
La situación respecto al conocimiento histórico es similar. A unque
determinar lo que sucedió en la historia presenta grandes dificultades,
debemos estar dispuestos a aceptar el conocimiento dondequiera que
aflore. Verificar debidamente la v erdad de la historia implica la correcta
ev aluación de los documentos. Si después de examinarla cabalmente,
una conclusión está en orden, la única alternativ a razonable es aceptarla
como v erdadera. Refugiarse en una apelación a la subjetiv idad es lo
mismo que buscar conocimiento por detrás del conocimiento. El
objetiv o de la inv estigación histórica es encontrar los hechos que
suby acen tras los factores subjetiv os. Una v ez establecidos estos
hechos, no hay necesidad de inv ocar los factores subjetiv os. Sería pedir
conclusiones históricas sin conclusiones históricas.
En este capítulo y a consideramos las dificultades que presenta la
inv estigación histórica. Estas dificultades no desaparecen. No estoy
borrando con el codo lo que escribí con la mano. A firmo que esos
mismos procesos que nos hacen dudar de algunas conclusiones
históricas también sirv en para confirmar muchas otras.
Con todo, quizás mis argumentos no dejen conv encidos a todos.
A lguien podría decir: «No estoy defendiendo el escepticismo. Lo que
quiero es contar con mejores pruebas de v erificación. Estaría más
inclinado a aceptar los hechos históricos si estuv ieran basados en
informes de testigos presenciales directos, corroborados por v arios
observ adores con acceso inmediato a los acontecimientos. ¿Qué tiene
de malo desear contar con mejor conocimiento?».
Esta objeción parece inocua, pero pide algo que no tenemos
derecho a pedir. Lo que desea es contar con conocimiento histórico sin
metodología histórica; por lo tanto, pide una v erificación de la v erdad
que no es apropiada. Sería lo mismo que alguien dijera: «Solo creeré en
los átomos si me los muestras a simple v ista». No sería razonable. Los
átomos, por su propia naturaleza, no pueden v erse a simple v ista y
exigir v erlos de esa manera en realidad es permitir la entrada al
escepticismo. A nálogamente, esperar obtener conclusiones históricas
prescindiendo de los procedimientos normales para ev aluar el contenido
de los documentos es, en efecto, una manera arbitraria de impedir el
conocimiento histórico.
Quizás parezca una exageración, pero todo se reduce a una
cuestión de escepticismo contra conocimiento. Negar arbitrariamente
cualquier tipo de hechos que puedan descubrirse mediante la
metodología histórica conllev a desestimar la idea misma de conocimiento
tal como la planteamos. ¿Por qué debería usted creer todo lo que lee,
escucha o v e? Porque tiene pruebas que lo confirman. Los mismos
argumentos esgrimidos contra el conocimiento histórico pueden
emplearse contra cualquier otro tipo de conocimiento.

Concluy amos este capítulo con una nota positiv a. La hipótesis en


discusión fue si era posible conocer lo que había sucedido realmente en
el pasado. Respondimos que sí, es posible. El proceso no es fácil, quizás
no podamos conocer completamente lo que sucedió, ni todos los
detalles; pero podremos conocer algo de lo que aconteció y con eso
nos basta.
Nuestra siguiente pregunta será establecer si la historia bíblica se
encuadra dentro de las partes conocibles de la historia. De momento,
consideremos nuev amente los casos correspondientes a este capítulo.

Respuesta al caso 1: Es casi imposible argumentar en contra de estas generalizaciones


tan infundadas. Si mal no recuerdo, respondí algo más o menos en esta línea: «Creo que
tendremos que continuar esta conversación». No diría que fue muy útil, pero
probablemente no hubiera podido contribuir más si consideramos cómo se había planteado
la conversación.
Según este razonamiento, alguien podría decir: «Neil Armstrong no llegó en
realidad a la luna. John F. Kennedy y Elvis están vivos. Nunca hubo una segunda guerra
mundial. La realidad es solo lo que la gente acuerda por consenso que es real. Yo soy solo
lo que la gente dice que debo ser». ¿Dónde nos detendremos? Hay solo una manera de
decidir sobre los hechos objetivos: sobre la base de la verificación. Desestimar la
evidencia es sucumbir al escepticismo.
Si pudiera darme el lujo de volver a conversar con Todd sobre este tema, le
señalaría nuevamente el criterio de viabilidad. En la práctica, Todd conoce su pasado:
como todo el mundo. La única cuestión es determinar si es posible conocer algo, no si no
podemos conocer nada.

Respuesta al caso 2: Hay criterios para decidir entre dos o más documentos históricos.
A veces, tampoco sirven. Tal vez Nick no pudo determinar a quién creer por su falta de
experiencia, o tal vez justamente este es uno de esos casos particularmente difíciles. Me
inclino a pensar que se trataba de un caso complicado porque los historiadores
profesionales competentes que consultó tampoco estaban de acuerdo. Para nuestros
propósitos, el que haya casos dudosos, aunque sean un millón, no impugna todas las
referencias históricas. Algunos acontecimientos históricos están cubiertos de misterio,6
pero estaría fuera de toda lógica concluir por ello que es imposible determinar lo que
sucedió en el pasado.

Respuesta al caso 3: Jack creía que estaba siendo riguroso, en realidad, solo era
arbitrario. Como mencioné más arriba, él decía lo mismo que quienes dicen no creer en los
átomos hasta tanto no los vean a simple vista. Todos, incluido Jack, creemos en muchas
cosas sin tener testimonio ocular directo de ellas.
En cualquier circunstancia, el criterio de ver para creer es una distracción que nos
lleva en la dirección equivocada. Todos sabemos que los testimonios de los testigos
presenciales pueden ser más o menos confiables; por ejemplo, piense en los informes
contradictorios que puede haber sobre un accidente de tránsito. Además, los testimonios
históricos de los testigos directos nos han llegado solo por una vía: a través de
documentos.
De vez en cuando alguien dice: «Si solo hubiéramos contado con cámaras de video
o cobertura televisiva en aquel entonces. Entonces sí no tendríamos toda esta
incertidumbre». En realidad, esta añoranza no es ni siquiera tan buena como parece.
Considere toda la controversia que rodea al asesinato de John F. Kennedy y por qué.

Respuesta al caso 4: En general, la profesora tiene razón. Sin duda que escribir historia
es siempre subjetivo. Teniendo en cuenta que lo que en la actualidad consideramos historia
fue mayoritariamente escrito por hombres blancos, para ser leído por otros hombres
blancos, ese punto de vista estará sin duda presente.
¿Un sesgo pronunciado hará imposible la objetividad? Consideremos otro ejemplo.
El lunes por la noche, los Washington Redskins pasaron por arriba a los Philadelphia Eagles.
Yo soy fanático de los Redskins y si tuviera que comentar el partido lo haría de manera
triunfal, resaltando el juego brillante de los Redskins. Por el contrario, si simpatizara con
los Eagles, daría otra descripción del mismo partido, tal vez con el tono de voz que
solemos reservar para los velorios. Nuestra subjetividad impregnaría el relato y se
trasluciría, pero estaríamos refiriéndonos al mismo partido.
Solo porque escribir historia es una actividad parcial no significa que todo vale. El
historiador debe dar cuenta de la evidencia que descubre en los documentos. No tiene
libertad para decir que, ya que toda la historia es subjetiva, puede reescribir los
acontecimientos como le parece que deberían haber sucedido y que vale tanto una revisión
histórica como la otra. Hace unos años, Marion Zimmer Bradley reescribió el relato de
Camelot desde el punto de vista de una mujer consagrada a la veneración de la antigua
deidad.7 Es una lectura interesante e incluso permite descubrir algunos de nuestros
prejuicios colectivos, pero no es un texto de historia porque no se basa en una
investigación académica de las fuentes.
Cuando la historia se limita a ser vehículo de una ideología, se convierte pronto en
una herramienta de poder político. Una de las primeras medidas que suelen tomar los
regímenes totalitarios es reescribir la historia para conformarla a sus objetivos. George
Orwell, en su novela 1984, describió esto como el Ministerio de la Verdad, que revisaba la
historia a diario para acomodarla a las necesidades cambiantes de la dictadura.8 Nuestra
única defensa contra ese tipo de manipulación es insistir en que la historia se basa en un
conjunto fundamental de datos accesibles.

Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:

1. Describir a grandes rasgos la metodología de los


estudios historiográficos.
2. Explicar por qué los documentos históricos son
intrínsecamente imperfectos.
3. Mostrar por qué la tarea del historiador es siempre
subjetiv a.
4. Esbozar los criterios para decidir la v alidez de los
documentos históricos.
5. Explicar cómo la tarea del historiador se asemeja al
círculo hermenéutico.
6. Definir el realismo interpretativ o y explicar cómo esta
noción restaura la posibilidad de conocer los hechos
históricos.
7. A rgumentar por qué negar la posibilidad de conocer el
pasado es escepticismo (y mostrar por qué no es una
alternativ a aceptable).
8. Identificar los siguientes nombres con la contribución
aludida en este capítulo: Barbara Tuchman, A rthur
Holmes.

Reflexión sobre las ideas

1. ¿Qué condiciones debe cumplir un texto para ser


considerado un documento histórico? Distinguir entre
ev idencia documental directa e indirecta. ¿Es posible
considerar documentos históricos a los textos religiosos?
2. Hable con un historiador. A v erigüe cuál es la ev idencia
documental que av ala algún hecho histórico del que
nadie dudaría. ¿Le resulta conv incente?
3. Emprenda un estudio del sesgo sistemático presente en
la historiografía. ¿En qué medida hay sesgo sistemático
en la historia que se escribe en la actualidad?
4. ¿Hasta qué punto el sesgo en la escritura de la historia
puede ser algo positiv o?
5. Reaccione a la afirmación: «Para que un acontecimiento
sea considerado un hecho histórico, no debe ser
cuestionado por nadie».
Lecturas adicionales
William H. Dray , Philosophy of History (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-
Hall, 1964).
Mircea Eliade, Cosmos and History (Nuev a York : Harper & Row, 1959).
A rthur F. Holmes, Faith Seek s Understanding (Grand Rapids:
Eerdmans, 1971).
John Warwick Montgomery , The Shape of the Past (A nn A rbor, MI:
Edwards Bros., 1962).

1 Un excelente libro sobre este tema es Robert E. Lerner, The Heresy of the Free
Spirit in the Middle Ages (Berkeley: University of California Press, 1972).
2 Barbara W. Tuchman, A Distant Mirror: The Calamitous Fourteenth Century (Nueva
York: Ballantine, 1978), 277.
3 Para un buen resumen de todos los problemas y soluciones propuestas, ver William
H. Dray, Philosophy of History (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, 1964).
4 Este modelo también es aplicable a la interpretación bíblica. En realidad, es en dicho
campo donde surgió y es todavía objeto de mucho debate. He resumido los puntos
principales en un artículo, «Humility and Commitment: An Approach to Modern
Hermeneutics». Themelios 11 (Abril 1986): 83-88.
5 Arthur F. Holmes, Faith Seeks Understanding (Grand Rapids: Eerdmans, 1971), 78-84.
6 Es posible que el problema del sudario de Turín sea otro.
7 Marion Zimmer Bradley, The Mists of Avalon (Nueva York: Knopf, 1982).
8 George Orwell, 1984 (Buenos Aires: Bureau Editores, 2003, orig. 1949).
10

El Nuevo Testamento y la historia

Dudas respecto a la autenticidad bíblica


Caso 1: Uno de los cursos de lengua inglesa en la Universidad de Maryland incluía una
unidad sobre la Biblia como literatura. Además de ser interesante, fue una buena
oportunidad para compartir el evangelio con mis compañeros.
Recuerdo una noche, a la salida de clase; acabábamos de tener una exposición
sobre cómo los profetas condenaban el pecado.
—Y tú, ¿qué piensas de todo esto? —le pregunté a Karen, la muchacha sentada a
mi lado.
Sin la menor vacilación y con la más absoluta confianza, me respondió:
—Creo que un montón de personas se pusieron de acuerdo e inventaron toda la
Biblia.

Los originales perdidos


Caso 2: En los congresos, los académicos suelen tener conversaciones tan espontáneas y
despreocupadas como las que se dan en cualquier dormitorio universitario a altas horas de
la noche. Durante una de esas sesiones, la conversación derivó al tema de la naturaleza de
la Biblia. Yo comenté que creía que las Escrituras eran completamente veraces.
—Cuando afirmas eso te refieres a los originales, pero no a las traducciones
modernas ¿no? —me preguntó un amigo.
—Sí —respondí—. Es indudable que los copistas y los traductores quizás
introdujeron ligeras variantes en las versiones posteriores.
—Pero no tenemos los originales —continuó—. ¿Me quieres decir, entonces, que
estás convencido de que algunos documentos hipotéticos, que nadie vio en dos mil años,
son completamente veraces? Me resulta bastante fantasioso.

¿Quién es el Jesús verdadero?


Caso 3: Estaba conversando con Ibrahim, un estudiante musulmán venido de Kuwait.
Había escogido la Universidad Taylor para estudiar porque para él era una universidad
típicamente cristiana de Estados Unidos. Lo conocí en el curso panorámico de Nuevo
Testamento que dicto. Después de unas semanas, vino a verme a mi oficina y nos
pusimos a conversar. Si existe tal cosa como un sarcasmo respetuoso, así fue cómo él se
refirió a mis pobres intentos por hablar en árabe.
—Usted suena como un egipcio del norte —comentó. Aparentemente, tener ese
acento era mal visto en su región de origen.
La conversación luego se puso más seria. Le pregunté (en inglés, por supuesto,
porque no tenía que pedir nada del menú de un restaurante ni pedir instrucciones en un
hotel) lo que él pensaba sobre Jesús, después de haberlo estudiado en clase.
—Verá —me explicó—, aprendimos sobre Jesús a partir de los Evangelios. Pero
estos fueron escritos por personas que querían creer que Jesús es Dios, y por eso
inventaron todas esas historias sobre Él. Nosotros, los musulmanes, creemos que Jesús
fue un profeta, pero solo un hombre. En los Evangelios leemos lo que la iglesia creyó sobre
Jesús, no sabemos cómo fue el Jesús verdadero.

¿Será v erdad? A hora la pregunta se centra en la posibilidad de


considerar al Nuev o Testamento como un documento histórico
fidedigno. Solo si logramos probar que es confiable, tendrá sentido
hablar del Jesús histórico, de Sus enseñanzas, milagros e identidad.
Nuestra hipótesis para este capítulo, por lo tanto, es esta: El Nuev o
Testamento es un documento histórico fidedigno como fuente de
información sobre Jesús. Nos centraremos en los cuatro Ev angelios —
Mateo, Marcos, Lucas y Juan—, por ser los libros que tienen más
contenido relacionado con este tema.
A ntes, una salv edad: Tratar este tema a fondo excede la
extensión de un capítulo en un libro sobre apologética. En el campo de
los estudios bíblicos, hay div ersas disciplinas de inv estigación académica
por derecho propio, cada una con sus problemas concretos y
soluciones propuestas. Lo más que podremos hacer en este capítulo es
esbozar algunos problemas que consideramos cruciales y procurar
aportar las mejores respuestas. A unque podríamos explay arnos, estoy
conv encido de que las respuestas no cambiarían sino que simplemente
se fortalecerían por más que ampliáramos y desarrolláramos los detalles.

¿El Nuevo Testamento es un documento


histórico?
A ntes de proceder, es necesario aclarar una cuestión importante:
la legitimidad de llev ar adelante este tipo de análisis, porque hay quienes
no lo admiten. Según ellos, el Nuev o Testamento es un texto de
literatura religiosa y que, como tal, no puede serv ir como fuente de
información histórica. Esta idea supone que las ideas religiosas están
intrínsecamente desligadas de los hechos históricos. Son dos corrientes
de pensamiento div ergentes, expresadas por dos géneros literarios
diferentes, y deberían permanecer separadas.
Quisiera responder a esta objeción con dos comentarios.
Primero, es una cuestión arbitraria. Parte de una concepción particular
sobre la naturaleza de la v erdad religiosa que es sumamente
cuestionable. Supone que el mundo de la religión y el mundo de los
hechos históricos objetiv os son incompatibles. Por lo tanto, no solo
juzga el carácter literario de div ersos escritos, sino que también decide
qué incluir y qué excluir de la categoría de v erdad religiosa. Estas
cuestiones de ningún modo deberían decidirse por adelantado.
Segundo, el Nuev o Testamento establece claramente que es una
fuente de información histórica. En los primeros v ersículos del Ev angelio
de Lucas leemos:

Muchos han intentado hacer un relato de las cosas que se


han cumplido entre nosotros, tal y como nos las
transmitieron los que desde el principio fueron testigos
presenciales y serv idores de la palabra. Por lo tanto, y o
también, excelentísimo Teófilo, habiendo inv estigado todo
esto con esmero desde su origen, he decidido escribírtelo
ordenadamente, para que llegues a tener plena seguridad
de lo que te enseñaron. (Lucas 1:1-4, NVI)

Esta asev eración de Lucas también es aplicable a otros pasajes


narrativ os del Nuev o Testamento. Todo indica que hemos de aceptarlos
como hechos de la realidad y no hay nada que nos llev e a rechazar una
interpretación objetiv a.
Por lo tanto, concluimos que es legítimo leer el Nuev o
Testamento como un texto histórico. Esto no implica ningún juicio sobre
la calidad de los documentos. Quizás tengan poco v alor histórico, tal
v ez no sean más que textos de ficción recubiertos de estilo histórico
para darles credibilidad. Estos juicios de v alor todav ía están pendientes,
aún no los hemos determinado. Por el momento, nos hemos centrado
solo en establecer la legitimidad de decidir si es historia buena o historia
mala. Por lo menos, estos documentos deben tratarse como historia.

Los criterios y la carga de la prueba


En el último capítulo, listamos algunos criterios que los
historiadores usan para ev aluar los documentos. A fin de adaptarlos
para esta discusión, los combiné en cinco preguntas:

¿Los relatos fueron escritos por personas directamente


asociadas a los acontecimientos?
¿Las v ersiones actuales de los Ev angelios coinciden con
la redacción original?
¿Hay fenómenos imposibles en los relatos?
¿Es imposible creer en los relatos porque son demasiado
subjetiv os?
¿Qué suerte corren los relatos de los Ev angelios cuando
se los compara con otras referencias extrabíblicas sobre
Jesús?

Una observ ación respecto a la carga de la prueba: Cuando un


historiador se rige por las pautas metodológicas de su disciplina (como
descritas en el capítulo anterior), no puede desestimar aquellos
documentos que no le agradan. Por ejemplo, si estuv iera escribiendo
sobre María A ntonieta, deberá tomar en cuenta todas las fuentes
relev antes. Supongamos que encontrara un documento escrito por una
persona allegada a María A ntonieta. La v ersión del documento en poder
del historiador es una reproducción fiel del original.
Si así fuera, al documento debe concedérsele v alor propio. Los
últimos tres criterios se conv ierten en negativ os en el sentido de que si el
documento no presenta problemas grav es, deberá ser admitido como
ev idencia histórica. En otras palabras, el documento es admitido hasta
tanto se pruebe que no es fidedigno, «es inocente hasta que se pruebe
su culpabilidad».
Del mismo modo, si es posible establecer que los Ev angelios son
un registro fiel de los recuerdos de personas allegadas a Jesús, deberán
ser admitidos como documentos históricos con su propia integridad. Si
luego podemos mostrar que no relatan imposibilidades, no tienen un
sesgo tan marcado que son imposibles de creer y tampoco se
contradicen con otras fuentes, se conv ierten en una fuente autorizada.
Un historiador que trabaje éticamente no podrá dejarlos de lado y
deberá aceptarlos como información confiable.

Los autores
Poco cabe decir respecto a si los autores tradicionales estaban en
condiciones de escribir relatos históricos. Mateo y Juan fueron
discípulos de Jesús. Marcos era de Jerusalén y fue testigo presencial de
los hechos relatados en los Ev angelios; además, según la tradición,
Marcos refirió los recuerdos de Pedro. Lucas, por supuesto, era un
gentil; no fue uno de los discípulos, y no presenció directamente los
hechos. Sin embargo, el propio ev angelista nos informa sobre la
inv estigación que realizó (v er la cita más arriba), y podemos tener la
certeza de que residió dos años en Jerusalén y estuv o muy ligado a
quienes participaron directamente de los acontecimientos.1
¿Fueron v erdaderamente estas personas quienes escribieron los
Ev angelios que llev an sus nombres? En la actualidad, los eruditos
bíblicos suelen «dejar en suspenso sus juicios» respecto a la pregunta
sobre quién escribió un libro en particular y luego determinar sobre
bases independientes quién pudo haber sido el autor. La autoría
atribuida por el propio documento no incide de manera determinante
en este tipo de inv estigaciones. Este abordaje está justificado y a que
hay libros antiguos escritos con seudónimos, que ocultan el nombre del
v erdadero autor. Un ejemplo famoso es el libro de Enoc (que Judas cita
en su epístola), pero que no fue escrito por Enoc.
El historiador no es libre para suspender su juicio respecto a la
información que tiene a la mano. En algunos casos, es ev idente que
determinada persona no pudo haber escrito un relato en particular.
Dicha conclusión debería ser fruto de una inv estigación cuidadosa del
texto, a partir de las afirmaciones del texto mismo. Desestimar la autoría
atribuida por el propio documento y luego intentar atribuir, sin más
respaldo documental, el texto a un supuesto autor rev ela más
arrogancia que metodología histórica.
Para recapitular, no hay nada a priori que nos obligue a rechazar
las atribuciones sobre la autoría de los Ev angelios contenidas en los
antiguos manuscritos. Es cierto que los nombres de los autores no
aparecen en el texto, pero figuraron desde siempre en los títulos de los
manuscritos. Ese debe ser el punto de partida del historiador. Podemos
comenzar, entonces, suponiendo que los Ev angelios fueron escritos por
personas lo suficientemente allegadas a los hechos para referir los
acontecimientos durante la v ida de Jesús.

Los manuscritos
Durante la lectura de este libro, es posible que usted no lea
siempre exactamente lo que escribí de la manera en que lo escribí. Las
casas editoriales modernas contratan a correctores cuy a tarea consiste
en ay udar a los autores a pulir su redacción para transmitir mejor sus
ideas. Corrigen errores de gramática o reelaboran el lenguaje de un
autor técnico para hacerlo más accesible a quienes no son expertos en
el tema. El lado negativ o es que, en el proceso de producir un texto
para su publicación, es posible que se introduzcan erratas. Por eso, lo
que usted lee tal v ez no sea palabra por palabra lo que escribí a mano y
luego transcribí en mi computadora. Por supuesto, si lo desea, puedo
prestarle mis respaldos para que usted compare la v ersión final con mi
formulación original.
Cuando leemos los Ev angelios, ¿leemos exactamente lo que
escribieron los autores originales? Es una pregunta importante. A l fin de
cuentas, si los Ev angelios tal como nos llegaron difieren mucho de los
escritos originales, no podemos esperar obtener información confiable
de ellos y ese sería el fin de nuestro proy ecto.
Comparemos, entonces, las v ersiones actuales de los Ev angelios
con los originales. Sin embargo, no disponemos de los originales. Hace
mucho tiempo que se perdieron. Por fortuna, alguien pensó en hacer
copias; pero tampoco disponemos de estas copias directas del original.
Ni tampoco tenemos copias de las copias. Lo único que tenemos son
copias de copias de copias de copias, y v arias generaciones de copias.
A ún nos aguarda otra desagradable sorpresa: Estas copias no
coinciden; hay diferencias entre ellas en muchos puntos. Las diferencias
entre las copias son de div ersa índole. La gran may oría son poco
significativ as, una palabra en v ez de otra o una construcción gramatical
algo diferente. Hay unas pocas diferencias más sustanciales; por
ejemplo, hay pasajes enteros (como Juan 8:1-11 o Marcos 16:9-20)
ausentes en algunos manuscritos.
¿Cuál manuscrito es el correcto? Es decir, ¿cuál manuscrito es fiel
a la escritura del autor original? Si no podemos responder esta
pregunta, no lograremos av anzar. A lgunas personas afirman que, como
no disponemos de los originales, la pregunta debería quedar sin
respuesta. Por lo tanto, no podemos usar los Ev angelios como
documentos históricos sobre Jesús, y a que no sabemos lo que los
Ev angelios originales decían sobre Él.
A ntes de responder a este problema, sería útil introducir algunas
definiciones aclaratorias.
Un manuscrito es una copia a mano de un documento en el
idioma original. Lo que denominamos «documento» a lo largo de este
análisis se refiere a una fuente histórica en particular, de la que quizás
tengamos muchos manuscritos. Por ejemplo, el Ev angelio de Lucas es
un documento, pero tenemos miles de manuscritos de Lucas.
Los originales o autógrafos se refieren al libro tal como fue escrito
por el autor, con su puño y letra o por medio de un dictado directo a
un amanuense. Como mencionamos más arriba, no disponemos de
ninguno de estos autógrafos.
La crítica textual es la ciencia que estudia los manuscritos. La
may oría de las v eces constituy e el intento de reconstruir lo que debió
decir el original, basado en los manuscritos disponibles.
Nuestra tarea será realizar una rudimentaria crítica textual.
¿Podemos, sobre la base de los manuscritos que disponemos, inferir el
contenido de los autógrafos originales? Les adelanto que mi respuesta
será afirmativ a.
Lo que planteo a continuación tal v ez les resulte familiar.
A doptaremos para los manuscritos la misma línea de argumentación que
usamos para los documentos históricos. A partir de algunos criterios de
sentido común, es posible sacar conclusiones sobre lo que debió decir el
autógrafo original.
Supongamos que doce personas le refieren una historia que
escucharon de otra persona. Hay ligeras diferencias entre los relatos de
cada uno. ¿Le resultará imposible determinar cuál debió ser la v ersión
original de la historia? No necesariamente; con un poco de
inv estigación detectiv esca, la may oría de las v eces no será difícil decidir
qué debió haber dicho el primer relator.
Seguramente usted tomará en consideración los siguientes
factores:

lo que sabe de la persona que refirió la historia original;


lo que sabe de las personas que están repitiendo el relato, a
saber:

(1) su confiabilidad; (2) si escucharon el relato directamente


del primer emisor o indirectamente a trav és de
intermediarios; en cuy o caso, cuántos intermediarios hubo
entre el primero y el último; y (3) si sus informantes quizás
tengan una buena razón para alterar su v ersión de la
historia, tal v ez porque así la entendían mejor o para
adaptarla a su público.

hacia dónde parece apuntar el consenso del grupo.

Determinar lo que estaba en el original no es como el juego del


«teléfono descompuesto». Recordarán que en dicho juego una persona
le susurra una frase a la segunda persona, y esta a la tercera, y así
sucesiv amente retransmiten la frase por una cadena. La gracia del juego
consiste en que cuando termina la cadena, la última frase no se parece
en nada a la original. Las últimas personas no saben qué fue lo que
escuchó la primera.
El caso del Nuev o Testamento es diferente. Hay controles y
criterios. Tendríamos que pensar en muchas cadenas en las que la frase
se transmite en v oz alta y en donde hay expectativ as razonables sobre
cómo debió haber sido el original y cómo pudo haber sido alterado.
Igual que cuando se trataba de decidir entre div ersas fuentes
históricas, existen las mismas condiciones a la hora de decidir entre
diferentes manuscritos de una fuente: Hay criterios y procedimientos
para tomar una decisión. Nuev amente, incluso quien recién se inicia en
el campo de la crítica textual podría determinar cuáles deberían ser estos
criterios. Los formulamos como sigue: cada uno basado en el supuesto
de igualdad de condiciones; es decir, v arios criterios combinados
pueden neutralizar un criterio aislado.

1. ¿El manuscrito está en armonía con otros?


2. ¿Qué antigüedad tiene el manuscrito?
3. En función de lo que sabemos sobre el origen de un
manuscrito en particular, ¿hay razones para sospechar
que se alteró? ¿Es posible que se hay a sustituido un
término común para adaptarlo a una cultura en
particular?
4. ¿En qué condiciones físicas está el manuscrito? ¿Está
roto o lleno de agujeros?
5. ¿Cómo es la calidad general del manuscrito? Por
ejemplo, ¿hay errores de ortografía o gramaticales?
6. ¿Se pueden explicar algunas de las v ariantes en los
manuscritos como resultado de errores de los copistas?
Piense en lo fácil que sería en español escribir por error
«pescar» por «pecar».
7. ¿Podemos reconocer qué los llev ó a sustituir una
redacción difícil de interpretar por una lectura más fácil?
Si dos manuscritos presentan dos redacciones diferentes
del mismo pasaje, uno al menos difiere del original. Lo
más probable es que un copista cambió un pasaje que
no entendía por uno más comprensible. Porque ¿para
qué cambiar un texto perfectamente inteligible por uno
menos claro? Por lo tanto (de nuev o, en igualdad de
condiciones), el manuscrito con la v ariante más difícil de
comprender posiblemente sea el más ajustado al original.

No es una lista exhaustiv a, pero nos sirv e para demostrar que los
criterios existen y que hay maneras de decidir entre los manuscritos. No
estamos tanteando en la oscuridad, incapaces de decidir qué pudo
haber dicho el original.
Nadie pretende decir que este proceso sea fácil. A un cuando se
cuenten con los mejores criterios, habrá algunos pasajes (como el final
de Marcos 16) en los que será difícil determinar cómo era la redacción
original. A parentemente, algunos pasajes se incluy eron en las
traducciones; por ejemplo, la segunda parte de 1 Juan 5:7 según la
v ersión Reina Valera no se encuentra en ningún documento griego
antiguo. Como conclusión a esta inv estigación: Los mismos criterios que
en un muy pequeño número de casos nos causan problemas (ninguno
de manera significativ a) son también los que hacen que el Nuev o
Testamento salga airoso en su conjunto.
Comparemos la manera en que se conserv ó el texto del Nuev o
Testamento con la de otros documentos antiguos,2 por ejemplo, el
estado de los manuscritos de Las guerras gálicas, escrito por Julio César
alrededor del 50 a.C. Hoy hay diez manuscritos de este libro, ninguno
anterior al año 900 d.C. Es decir, contamos con diez manuscritos
escritos mil años después de la fecha de su redacción original. Esto no
es muy malo: es la situación típica de las fuentes históricas antiguas.
En comparación, el Nuev o Testamento se escribió en el primer
siglo,3 y el primer manuscrito, el fragmento de John Ry lands, es de la
primera mitad del segundo siglo.4 La may oría de los restantes
manuscritos datan solo unos cientos de años después de la fecha de
redacción original. Se conserv an unos cinco mil manuscritos griegos del
Nuev o Testamento en la actualidad. Ningún otro documento antiguo
iguala al Nuev o Testamento cuando se compara el estado de
conserv ación de los manuscritos, ni en cuanto a su cantidad ni en
términos de fidelidad a los originales.
La enorme cantidad de manuscritos nos da v irtualmente la certeza
de que contamos con las principales v ariantes del texto. En la
actualidad, es extremadamente improbable que se descubra un
manuscrito mucho mejor conserv ado, con una redacción
completamente diferente. Esto significa que, a los efectos prácticos,
aunque no tenemos todav ía una reconstrucción precisa de todos los
autógrafos originales, es altamente probable que todas las
interpretaciones del original estén representadas en el texto tal como se
reconstruy ó hasta ahora o, por lo menos, en los manuscritos
disponibles.
La riqueza de manuscritos del Nuev o Testamento no representa
un problema grav e en definitiv a. Podemos determinar, dentro de los
límites razonables de la metodología de la crítica textual, el contenido de
los originales y saber que lo que leemos en nuestras Biblias es, en su
may or parte, exactamente eso. Lo que comenzó como un aparente
problema resultó ser una de las principales fortalezas del Nuev o
Testamento. Una ev aluación objetiv a de los manuscritos nos da la más
plena confianza de que efectiv amente sabemos lo que escribieron
Mateo, Marcos, Lucas y Juan sobre Jesús. Ningún otro documento
antiguo alcanza el mismo grado de exactitud textual.

Imposibilidades e incredulidades
Si un manuscrito sin defectos relata hechos claramente
imposibles, habría que desestimarlo de todos modos. Por eso, la
siguiente pregunta que nos planteamos es si el Nuev o Testamento
contiene relatos de imposibilidades, que lo inhabilitarían a ser usado
como fuente histórica.
Muchos dirían que así es. En los Ev angelios hay historias en las
que el agua se conv ierte en v ino, las personas caminan sobre el mar, y
hasta los muertos resucitan. En consecuencia, el historiador concluy e
que no se puede confiar en los Ev angelios para obtener información
objetiv a sobre Jesús.
Valdría la pena que recordemos nuestro análisis sobre los
milagros, en el capítulo 8. A llí intentamos mostrar que, dentro de la
cosmov isión teísta, los milagros son posibles y creíbles. El Nuev o
Testamento está escrito desde la perspectiv a del teísmo, y hemos
demostrado que el teísmo es v erdadero. Por lo tanto, es posible aceptar
los relatos de los milagros tal como se presentan en los Ev angelios.
La palabra «imposible» se emplea comúnmente de dos maneras.
Puede usarse para expresar una imposibilidad lógica, como la
cuadratura del círculo o cuando se afirma que un canguro es y no es al
mismo tiempo un canguro. Estas imposibilidades nunca se pueden creer,
ni siquiera dentro de un marco teísta. Sin embargo, no son el tipo de
imposibilidad aparente que encontramos en el Nuev o Testamento. En
los Ev angelios encontramos aparentes imposibilidades físicas, pero como
mostramos en el capítulo 8, podemos admitirlas en tanto tengamos
ev idencia de que podrían ser obra de Dios quien tiene libertad para
subrogar las ley es que Él mismo creó.
Por supuesto, el historiador necesita proceder con cautela al
analizar los Ev angelios. Tampoco es cuestión de aceptar con ligereza
todos los relatos de hechos milagrosos, pero estamos tratando con
hechos poco probables, no imposibles. Como decía Sherlock Holmes:
«Una v ez que se descartó lo imposible, lo improbable debe ser v erdad».

La cuestión del sesgo


¿Son los relatos de los Ev angelios sobre la v ida de Jesús tan
sesgados que no es posible creerlos? En el último capítulo, estudiamos
qué se entiende por sesgo sistemático: A v eces, una fuente pierde
credibilidad porque salta a la v ista que los autores alteraron el texto para
defender su punto de v ista o sacrificaron la v erdad por una cuestión de
conv eniencia.
Muchos sostienen que este es el caso de los Ev angelios. Es
ev idente que los autores eran crey entes en Jesús y , por lo tanto,
escribieron sus testimonios con el propósito de promov er su punto de
v ista. Escribieron todo desde su perspectiv a subjetiv a, con el objetiv o
de propagar su fe en Cristo. En consecuencia, para el historiador
profesional los Ev angelios no constituy en una fuente confiable de
información objetiv a.
A la luz de lo que discutimos en el capítulo anterior, esta objeción
debería resultarnos curiosa. No existe ningún texto histórico que no
hay a sido escrito desde una perspectiv a subjetiv a. Por lo tanto, señalar
que los autores de los Ev angelios tenían un sesgo no afecta en nada su
confiabilidad como informantes históricos. Si desestimáramos todos los
escritos porque reconocemos su subjetiv idad, tendríamos que desechar
no solo todos los documentos históricos, sino también cualquier texto
escrito, aun los informes periodísticos, la última carta de su madre y la
factura de electricidad.
La pregunta que corresponde hacer no es si los Ev angelios
contienen un sesgo —lo tienen—, sino si son tan subjetiv os que tenemos
pruebas de que los autores tergiv ersaron los hechos para conformarlos
a sus prejuicios. Muchos suponen que efectiv amente sus autores
alteraron los hechos,5 pero ¿hay razón para suponer este tipo de sesgo
sistemático?
Sería útil dar una brev e mirada a la naturaleza de los escritos
históricos en la antigüedad. Ya mencioné que Julio César es el autor de
la historia de las guerras gálicas. Sus textos se conforman al
procedimiento estándar de escritura de la historia antigua. Las crónicas
que tenemos de los faraones egipcios, los rey es de Mesopotamia y de
otros reinos fueron escritas por ellos y sobre ellos, con el propósito de
glorificarse. Si nos atenemos a estos relatos, solo obtuv ieron v ictorias y
nunca perdieron una batalla; se registran solo los triunfos, nunca los
fracasos. Por suerte podemos determinar que si el rey A v enció al
faraón B, el faraón B debió perder, y v icev ersa, aunque esto sería muy
difícil de concluir si nos guiáramos solo por lo que escribió el faraón B.
En comparación, los relatos bíblicos son extraordinariamente
objetiv os. Ninguno de los héroes bíblicos —A braham, Dav id, Pedro,
Pablo— fueron personas intachables. Este tipo de objetiv idad relativ a
también se refleja en el retrato de Jesús presentado en los Ev angelios. Si
los escritores de los Ev angelios solo se proponían hacer propaganda
sobre Jesús, tendrían que haber omitido algunas facetas de su
descripción de Jesús que podrían ahuy entar al lector incrédulo.
Bertrand Russell, un filósofo del siglo XX, para argumentar por qué no
era cristiano, enumera lo que considera defectos en el carácter de Jesús.
Encuentra objetable, por ejemplo, que los Ev angelios incluy an las
denuncias de Cristo contra div ersos grupos, Su maldición de una
higuera por no tener higos fuera de estación y que hay a mandado
ahogar a los cerdos gadarenos. Russell concluy e: «Yo no puedo pensar
que, ni en v irtud ni en sabiduría, Cristo esté tan alto como otros
personajes históricos».6
Por supuesto, lejos estoy de concordar con Russell, y lamento
tener que citarlo como una autoridad sobre interpretación bíblica. Sin
embargo, lo importante es que Russell expresa su reacción personal a
los Ev angelios. Claramente, es imposible que un conjunto de escritos
que prov oca tal rechazo hacia el principal personaje pierda credibilidad
por presentar un sesgo fav orable hacia Jesús: una cosa o la otra. Por lo
tanto, según las normas históricas, el sesgo de los Ev angelios no es tan
marcado como para desconfiar de sus relatos de la realidad.

Los Evangelios y otros relatos


¿Cómo quedan los relatos de los Ev angelios cuando los
comparamos con referencias extrabíblicas a Jesús? A ntes de responder
directamente a esta pregunta, quisiera retomar la cuestión de la carga de
la prueba, a los efectos de aclarar algunas cosas, no como maniobra
defensiv a, y a que no tenemos nada que temer aquí. La respuesta brev e
es que los Ev angelios quedan muy bien parados.
A v eces me preguntan si hay ev idencia histórica sobre Jesús. En
realidad, lo que desean saber es si, aparte de los Ev angelios, hay otras
referencias a Él. Las hay . Lo interesante sobre la manera en que
formulan esta pregunta es que suponen que la única información
v erdaderamente histórica es la que no se encuentra en los Ev angelios.
Hemos intentado mostrar que dicha opinión es inaceptable porque los
Ev angelios mismos son relatos históricos. Este concepto erróneo se
exacerba por una suposición que parece imperar en los círculos
académicos: lo que afirma un escritor pagano (con sus sesgos propios)
es, de alguna manera, intrínsecamente más confiable que lo que afirma
un escritor bíblico, a pesar de los elev ados estándares morales de la
enseñanza bíblica. El asunto es que no creen en ningún relato bíblico si
no ha sido confirmado por escritores ajenos a la Biblia. Se trata de una
noción errónea, contraria a la metodología histórica profesional.
Lo que importa no es probar que los Ev angelios son v erdaderos
porque están corroborados por escritores no cristianos, lo que sería
una metodología extraña, sino determinar la confiabilidad de las fuentes
de los Ev angelios comparándolas con otros documentos, para v er si se
contradicen. Por el momento, habiendo mostrado que los Ev angelios
son documentos históricos aceptables porque cumplen los criterios
historiográficos, somos libres para aceptar que los relatos son
v erdaderos siempre y cuando no hay an sido refutados por documentos
con la misma, o mejor, v alidez que los propios Ev angelios.
En realidad, a los Ev angelios les v a mucho mejor cuando los
comparamos con referencias sobre Jesús en textos no cristianos.
Veamos tres de estos documentos.7

Tácito
El historiador romano Tácito describió el gran incendio de Roma
(64 d.C.); algunos culparon al emperador Nerón de haberlo iniciado.
Tácito escribió:
A sí pues, para poner fin al rumor, Nerón se inv entó unos
culpables y ejecutó con refinadísimos tormentos a un
grupo que, aborrecidos por sus infamias, el v ulgo llamaba
cristianos. Debían este nombre a Cristo, que fue mandado
ejecutar con el último suplicio por el procurador Poncio
Pilato durante el imperio de Tiberio; aunque brev emente
reprimida, la perniciosa superstición irrumpió de nuev o no
solo en Judea, lugar de origen de este mal, sino aun en
Roma, a donde confluy e y se celebra cuanto de atroz y
v ergonzoso hay en el mundo. A sí pues, se empezó por
detener a los que confesaban su fe; luego por las
indicaciones que estos dieron, toda una inmensa
muchedumbre fue condenada, no tanto por el crimen de
incendiar la ciudad, sino por odiar a la humanidad.8

¿Por qué tanto odio hacia los cristianos? La respuesta es que la


may oría de los romanos no entendían realmente el cristianismo. Habían
oído hablar sobre la celebración cristiana de la Cena del Señor (sobre
comer el cuerpo del Hijo y beber Su sangre) y pensaban que los
cristianos sacrificaban bebés y luego lo celebraban. ¿Quién no se
opondría a un culto tan atroz?
Sin embargo, lo que más importa es que Tácito menciona los
principales hechos sobre la v ida de Jesús. Hubo un hombre llamado
Cristo que fue ejecutado bajo el reinado de Poncio Pilato, pero cuy os
seguidores continuaron crey endo en Él (una referencia indirecta al
menos a la creencia en Su resurrección). No hay nada en este relato
que nos llev e a reconsiderar nuestra noción de los Ev angelios.

Josefo
Flav io Josefo fue un historiador judío que compiló la historia de
los judíos para los romanos. Su obra está recogida en A ntigüedades
judías.

Por aquel tiempo existió un hombre sabio, llamado Jesús, si


es lícito llamarlo hombre, porque realizó grandes milagros
y fue maestro de aquellos hombres y mujeres que aceptan
con placer la v erdad. A trajo a muchos judíos y muchos
gentiles. Era el Cristo. Delatado por los principales de los
judíos, Pilato lo condenó a la crucifixión. A quellos que
antes lo habían amado no dejaron de hacerlo, porque se
les apareció al tercer día resucitado; los profetas habían
anunciado este y mil otros hechos marav illosos sobre Él.
La tribu de los cristianos, llamados así por Él, no ha cesado
de crecer hasta este día.9

Sin duda que toda esta información está en completa armonía


con lo que leemos en los Ev angelios.
Esta cita quizás sea demasiado buena para ser v erdadera. A partir
de otra información que tenemos sobre Josefo, sería improbable que
crey era que Jesús era el Mesías y que hubiera resucitado. Es así que
algunos eruditos han intentado realizar una crítica textual de los escritos
de Josefo, porque suponen que los copistas cristianos introdujeron
algunas interpolaciones a lo que efectiv amente escribió.
Han reconstruido lo que Josefo quizás escribió:

Por aquel tiempo existió un hombre sabio llamado Jesús.


Su conducta era buena y fue conocido por su v irtud.
Muchos judíos y gentiles se conv irtieron en Sus discípulos.
Pilato lo condenó a la crucifixión. Quienes eran Sus
discípulos no abandonaron Su discipulado. Según ellos, Él
se les apareció tres días después de Su crucifixión y estaba
v iv o; por eso, fue tal v ez el Mesías del que los profetas
anunciaron que haría muchos milagros.10

Estas afirmaciones, mucho más moderadas, están definitiv amente


más en línea con lo que era esperable que escribiera alguien en la
posición de Josefo, pero la historia de Jesús y Sus discípulos
básicamente está presente y concuerda con los testimonios del Nuev o
Testamento.

El Talmud
El Talmud es un compendio de escritos judíos, en el que se
recogen div ersas interpretaciones de la ley , estampas, referencias
históricas, parábolas y una gran div ersidad de información que en el
curso de los siglos ha conformado el judaísmo. Hay al menos una
mención a Jesús en el Talmud, en una sección redactada a principios del
segundo siglo. Como se escribió en un período aún próximo a la
v ersión oficial judía contra Jesús, cabría esperar que esta referencia sea
desfav orable. Efectiv amente lo es; pinta un retrato de Jesús para que no
quepa duda de Su culpabilidad. Leemos lo siguiente:

Yeshu fue colgado en la v íspera de la Pascua. Cuarenta


días antes de Su ejecución, un heraldo recorrió la región y
proclamó: «Será lapidado por practicar hechicerías y
hacer extrav iar a Israel. A quellos que tengan algo que
decir en Su defensa, que se presenten e intercedan por
Él». Pero como no se presentó nada en Su fav or, fue
colgado en la v íspera de la Pascua.11

Esta cita agrega algunos matices nuev os. A porta información sobre un
heraldo que supuestamente conv ocó a los posibles seguidores de Jesús,
pero nadie se presentó. Por supuesto, no podemos estudiar este
fragmento talmúdico menos críticamente que los Ev angelios, en los que
no hay ninguna mención a un heraldo, y por eso necesitamos
preguntarnos cuál documento es más confiable. La respuesta simple es
que los Ev angelios son más creíbles y que, en este punto, el Talmud
dista mucho de ser fidedigno. Dejando de lado todas las razones
textuales, es ev idente que si Jesús no tenía seguidores, ¿cómo fue que
surgieron de pronto después Su muerte?
En los demás puntos, este registro concuerda con el relato de los
Ev angelios. Incluso aporta información nuev a: la perspectiv a de los
judíos sobre por qué Jesús tenía que morir. Se enumeran sus crímenes:
hizo extrav iar a la gente para que apostatara y practicó la hechicería. A
pesar de ser términos cargados de negativ idad, se combinan bien con la
perspectiv a de los Ev angelios, y a que corroboran el testimonio de que
Jesús dijo ser Dios y que realizó milagros. Vale la pena reflexionar sobre
este punto y tenerlo presente para futuras consideraciones: Las fuentes
no cristianas primitiv as más hostiles a Jesús no niegan que Él hiciera
milagros.
Tácito, Josefo y el Talmud son las tres referencias más claras
sobre Jesús aparte del Nuev o Testamento. Cuando las estudiamos con la
metodología histórica apropiada, encontramos que no le restan
integridad histórica a los Ev angelios del Nuev o Testamento.
Hemos respondido ahora a los cinco criterios que formulamos al
comenzar este capítulo. Hemos demostrado que tratar a los Ev angelios
como fuentes históricas confiables es compatible con la metodología
histórica normal. Hacer menos que esto constituiría otorgarles un
tratamiento especial.

¿Qué de los errores y las contradicciones?


¿Son realmente confiables los Ev angelios? ¿A caso no sabemos
todos que la Biblia y los Ev angelios contienen errores y
contradicciones? ¿Por qué habríamos de confiar en un documento
plagado de errores?
Me resulta difícil plantear estas preguntas porque en un sentido
tendré que reprimirme y no responderlas. La tentación es aportar dos o
tres ejemplos de dichos errores aparentes y luego mostrar que, con un
poco de v oluntad, no hay tal contradicción. El problema es que
inmediatamente alguien me señalaría otra supuesta contradicción y , si
también consiguiera mostrar que no es tal, un tercero encontraría
alguna otra inconsistencia. Después de muchos intentos por parte de
mis alumnos de hacerme preguntas que no pueda responder, mi
experiencia me dice que la única manera de superar esta objeción es
adoptar una perspectiv a más general.
De modo directo y simple deseo afirmar que, en mi opinión, no
hay errores en los autógrafos originales de la Biblia, ni siquiera
históricos. Para respaldar este punto tendría que extenderme más de lo
que es posible o deseable para un capítulo en un libro de estas
características. Muchos biblistas han dedicado considerable energía a
esta cuestión.12
Para nuestros propósitos, necesitamos permanecer dentro del
objetiv o que nos fijamos: establecer si los Ev angelios cumplen los
criterios normales utilizados para determinar la confiabilidad de los
documentos históricos. No es normal exigir que dichos documentos no
contengan errores. Sin duda, la credibilidad de una fuente se v e
menoscabada cuando se constatan errores grav es y resulta fortalecida
cuando podemos mostrar que no contiene errores de ningún tipo, pero
no es un requisito para determinar la utilidad de una fuente como
ev idencia histórica.
Por supuesto, hay pasajes problemáticos que es necesario aclarar
y explicar. Ya indiqué que tengo la plena confianza de que un proy ecto
de esas características sería exitoso, pero no necesitamos esperar hasta
dilucidar todas las posibles dificultades para poder usar los Ev angelios
como fuentes históricas. Si nos abocáramos a estudiar más a fondo la
v ida de Cristo, tendríamos que detenernos en estos detalles, pero eso
no es necesario para los objetiv os que nos planteamos.
Todo lo que tenemos
Quisiera hacer a continuación una afirmación increíble: Usted
dispone ahora de información sobre todos los documentos básicos
necesarios para ev aluar la confiabilidad de los Ev angelios. Tiene lo que
todos tenemos.
Eso no lo conv ierte a usted en un experto. Tampoco niega la
existencia de muchos más documentos que podrían ay udarnos a
entender mejor los Ev angelios. Por ejemplo, hay fuentes seculares que
nada tienen que v er con Jesús, pero que nos ofrecen información sobre
Su época. Lo mismo es cierto de las fuentes judías. También existen
ev angelios espurios, mucho más tardíos, como el Ev angelio de Tomás.
No son de mucha ay uda histórica y a que fueron escritos en el siglo II o
posteriormente, y rev elan un sesgo sistemático tan ev idente que no
podemos tratarlos como fuentes históricas v álidas. Sin embargo, son
útiles para mostrar las percepciones que la gente tenía sobre Jesús en
esa época. Ninguna de estas fuentes amplía la información histórica de
los registros presentados en este capítulo.
Lo que pretendo decir es que no existen otras fuentes conocidas
solo por los especialistas. El trabajo de los inv estigadores consiste en
analizar y ev aluar lo que y a tenemos, pero esencialmente usted dispone
de la misma información documental. La única diferencia es que los
expertos sabrán más que usted sobre esos documentos.
En ocasiones, mientras analizan una fuente, los eruditos
concluy en que hubo una fuente primaria anterior. Por ejemplo, algunos
especialistas en Nuev o Testamento han postulado que los dichos de
Jesús que encontramos en Mateo y Lucas, pero no en Marcos,
proceden de una fuente común, que han llamado Q (abrev iación del
término alemán quelle, que significa «fuente»). Si eso fuera así, no hay
nada particularmente negativ o, siempre y cuando nos ay ude a entender
Mateo y Lucas. Sin embargo, necesitamos recordar que Q es un
constructo puramente hipotético, basado en el material textual de Mateo
y Lucas. Nadie ha v isto ese texto Q, y no hay tampoco testimonios que
se refieran a él. Usarlo como fuente independiente para la v ida de Jesús
sería un despropósito.
En consecuencia, para obtener información sobre Jesús, solo
contamos con un lugar razonable al que recurrir, a saber, los
Ev angelios, tal como están en el Nuev o Testamento. Cada tanto
aparecen noticias en las rev istas de circulación masiv a en las que se
sugiere que los inv estigadores contemporáneos han descubierto
información confidencial sobre Jesús, la que por otra parte solo está
reflejada imperfectamente en los Ev angelios. Eso no tiene sentido. Si
prescindimos de los Ev angelios, no queda prácticamente nada.

Tenemos todo lo que necesitamos. Hemos mostrado que los


Ev angelios son documentos históricos por mérito propio. Sin embargo,
no se trata de una concesión para permitirnos comenzar una
inv estigación sobre Jesús mediante los Ev angelios. A llí es donde
desearíamos comenzar y también donde deberíamos comenzar.
Respondamos, entonces, brev emente a los casos
correspondientes a este capítulo.

Respuesta al caso 1: En cierto sentido, afirmaciones como las de Karen son las más
difíciles de responder. Es una opinión sin fundamento; ella no comprende lo que dice, más
allá de repetir algo que la ayuda a lidiar con cualquier convicción religiosa que tiene o que
desearía no tener. En realidad, quizás lo único que quiere hacer es señalar que no está de
humor para discusiones teológicas, cosa que deberíamos respetar.
Si usted tiene motivos para creer que convendría continuar la discusión, hay dos
posibilidades. Si considera que es necesario enfrentar a la persona, tal vez le convenga
averiguar cómo sabe que así se formó la Biblia, con la esperanza de que mientras piensan
cómo responderle tal vez quieran conocer su opinión. Lo mejor, sin embargo, sería
describirles brevemente lo que usted cree que es la Biblia y cómo Dios la usó en su vida.
Cuando la gente no está preparada para una investigación intelectual, deberíamos darles
nuestro testimonio sobre cómo Jesús nos salvó y por qué Él es una realidad en nuestra
vida, en vez de forzar una conversación sobre crítica textual.

Respuesta al caso 2: ¿Cómo es posible hacer afirmaciones sobre manuscritos originales


que nadie ha visto desde hace casi dos mil años? La respuesta, como intentamos probar,
es clara: mediante la reproducción de los originales basada en la evidencia de los
manuscritos que tenemos. Vimos que esta evidencia es excelente.
He descubierto que, en relación a los autógrafos originales del Nuevo Testamento,
muchos formulan objeciones que nunca interpondrían en otras áreas. Por supuesto,
tenemos derecho a cuestionar aquellas cosas que nunca hemos visto directamente. Nunca
vi en persona al actual presidente de los Estados Unidos, pero ¿puedo inferir por eso que él
no existe y excusarme de evaluar los méritos de sus políticas? De ningún modo, tengo
buenas razones para hacer ambas cosas, aun cuando no lo conozca personalmente. Lo
mismo se puede decir de los átomos, los agujeros negros y la música grabada en un CD.
Si sigo el procedimiento correcto para establecer su realidad, tengo derecho a evaluarlos.
Eso es lo único que pido también respecto a los autógrafos originales de los Evangelios.

Respuesta al caso 3: ¿Creían los autores de los Evangelios que Jesús era Dios? No me
cabe la menor duda de que efectivamente lo creían. ¿Escribieron sus Evangelios para
transmitir claramente este punto? Sin duda. ¿Ese hecho impugna automáticamente la
credibilidad histórica de los Evangelios? No, ¿por qué habría de restarles credibilidad? El
único motivo que podría hacernos suponer que la parcialidad de los autores resta
credibilidad histórica a los Evangelios es si ya decidimos de antemano que los evangelistas
están equivocados.
Estuve en Washington, D.C., para la asunción presidencial de Lyndon B. Johnson en
1965 (fuimos con mi grupo de jóvenes de la secundaria para repartir folletos entre el
público). Vi cómo Johnson prestaba juramento a la presidencia y pronunciaba su discurso
inaugural. Si alguien me preguntara quién asumió la presidencia en enero de 1965, diría que
fue Lyndon Johnson. Ahora, considere la posibilidad de que alguien ponga en duda mi
testimonio. Solo digo estas cosas porque estoy personalmente convencido de que Johnson
fue presidente. Sí, estoy personalmente convencido, pero con derecho, porque me baso en
toda la evidencia disponible. En síntesis, no hay nada malo en un testimonio «subjetivo»
mientras el «sesgo» esté respaldado por la evidencia (ver el capítulo sobre la metodología
de la historiografía).
De la misma manera, si los autores de los Evangelios plantean que Jesús es Dios,
tal vez sea porque Jesús efectivamente es Dios. Tengamos presente que, a los efectos
prácticos, sus escritos son la única evidencia que tenemos. Hay solo dos opciones:
cerramos los ojos ante la evidencia o la consideramos tal cual la presentaron los
evangelistas. ¿Es razonable creer que Jesús es verdaderamente Dios? Ese será el tema de
nuestro próximo capítulo.

Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted podrá:

1. Explicar por qué es legítimo tratar a los Ev angelios como


documentos históricos.
2. Presentar cinco criterios que permiten confirmar la
confiabilidad histórica de los Ev angelios.
3. Defender los Ev angelios como relatos de personas que
v iv ieron muy próximas a los hechos narrados.
4. A rgumentar por qué es posible establecer lo que decían
los autógrafos originales de los Ev angelios.
5. Defender la afirmación de que los Ev angelios no relatan
imposibilidades.
6. Mostrar por qué podemos afirmar que los Ev angelios no
se v en tan afectados por prejuicios como para restarles
credibilidad.
7. Mencionar tres fuentes extrabíblicas sobre Jesús y
describir la información que contienen.
8. Identificar los siguientes nombres con la contribución
aludida en este capítulo: Bertrand Russell, Tácito, Josefo.

Reflexión sobre las ideas

1. ¿Por qué las personas a v eces adoptan un estándar de


confiabilidad para juzgar el Nuev o Testamento y otro
distinto para ev aluar los escritos históricos? ¿En qué
sentido se trata de una injusticia?
2. ¿Toda la literatura bíblica es histórica por naturaleza?
¿Cómo podemos determinarlo?
3. Explore cómo la crítica textual, además de aplicarse a los
estudios bíblicos, se utiliza en otras disciplinas, como los
estudios literarios o el derecho.
4. A nalice v arias v ersiones modernas de la Biblia. Busque
referencias a diferentes manuscritos en los márgenes o
en las notas.
5. Inv estigue las alusiones a Jesús en la literatura clásica,
aparte de las citadas en este capítulo.
6. ¿Está de acuerdo con la siguiente afirmación: «Es
posible obtener información histórica de un documento
que contenga errores»?
7. Estudie la cuestión de la completa v eracidad (inerrancia)
de la Biblia. ¿Cuáles son los factores históricos y
espirituales que implica? ¿Pueden separarse?

Lecturas adicionales
F. F. Bruce, ¿Son fidedignos los documentos del Nuev o Testamento?,
trad. Daniel Hall (Miami: Editorial Caribe, 1972).
Norman L. Geisler, ed., Inerrancy (Grand Rapids: Zonderv an, 1979).
Gary R. Habermas, The Verdict of History , 2.ª ed. (Nashv ille, Thomas
Nelson, 1988).
Bruce M. Metzger, The New Testament: Its Back ground, Growth, and
Content (Nashv ille: A bingdon, 1965).

1 Lucas también escribió Hechos. En Hechos 21:15, se incluyó entre quienes


acompañaron a Pablo a Jerusalén. Pablo fue arrestado y pasó dos años en prisión, primero
en Jerusalén, y luego en Cesarea. Cuando lo enviaron a Roma, Lucas también estaba entre
quienes lo acompañaron. Es una hipótesis razonable suponer que durante dicho período,
Lucas estuvo en contacto con personas que le refirieron de primera mano los hechos que
rodearon la vida de Jesús y que escribió su Evangelio en dicha oportunidad.
2 Ver F. F. Bruce, ¿Son fidedignos los documentos del Nuevo Testamento?, trad. Daniel
Hall (Miami: Editorial Caribe, 1972), 12-25. F. W. Hall, A Companion to Classical Texts
(Oxford: Clarendon, 1913), 199-285. Bruce M. Metzger, The Text of the New Testament
(Nueva York: Oxford University Press, 1964).
3 Algunos investigadores más liberales asignan una fecha posterior a los libros del
Nuevo Testamento. Lo interesante es que dicha conclusión refuerza la conexión textual.
Cuanto más tardía la escritura del libro, menos tiempo habría transcurrido entre el original
y las primeras copias.
4 Existe un manuscrito aún más tardío, aunque polémico, conocido como el 7Q5. Se
encontró entre los manuscritos del Mar Muerto en Qumrán. Aunque son solo los
fragmentos de una hoja de papiro con algunas pocas letras, se ha argumentado que
corresponden a Marcos 6:52-53. De ser así, como se conoce la fecha de la cueva en que
se encontró, este fragmento tendría que ser una copia del Evangelio de Marcos, anterior al
año 70 d.C. Como los pasajes proféticos de Marcos 13 predicen la destrucción de Jerusalén
en el 70 d.C., entre los eruditos liberales se considera que Marcos debió haberse escrito
poco después de ese hecho (dado que rechazan las profecías predictoras). De determinarse
la autenticidad del 7Q5 y su correspondencia con Marcos, se refutaría dicha teoría. En
consecuencia, este fragmento es motivo de disputas apasionadas y, en ocasiones,
enconadas. Para nuestros propósitos, la transmisión textual del Nuevo Testamento es
extraordinaria, aun si el 7Q5 resultara eventualmente inauténtico.
5 Por ejemplo, William Wrede, un investigador alemán del Nuevo Testamento, enseñaba
que debemos entender los Evangelios no como relatos sobre Jesús, sino como registros de
lo que la iglesia deseaba enseñar sobre Jesús. Los supuestos dichos de Jesús solo serían
palabras que la iglesia puso posteriormente en sus labios. William Wrede, The Messianic
Secret, trad. J. C. G. Greig (Cambridge, Inglaterra: J. Clarke, 1971).
6 Bertrand Russell, «Por qué no soy cristiano» en Antología, Bertrand Russell, ed. Luis
Villoro y Fernanda Navarro, 18.ª ed. (Buenos Aires: Siglo XXI, 2004), 86.
7 Si desea ahondar en un análisis más exhaustivo de la evidencia disponible, ver Gary
R. Habermas, The Verdict of History: Conclusive Evidence for the Life of Jesus (Nashville:
Thomas Nelson, 1988).
8 Tácito, Anales 15.44, escrito alrededor del 115 d.C., citado en Habermas, Verdict of
History, 87-88.
9 Flavio Josefo, Antigüedades de los judíos, Vol 3, cap. 18 (Barcelona: Editorial CLIE,
1988).
10 Reconstrucción por Schlomo Pines, citado en Habermas, Verdict of History, 91-92.
11 The Babylonian Talmud, trad. I. Epstein (Londres: Soncino Press, 1935), vol. 3,
Sanhedrin 43a, 281, citado en Habermas, Verdict of History, 98.
12 Ver por ejemplo, Gleason L. Archer, Encyclopedia of Bible Difficulties (Grand Rapids:
Zondervan, 1982).
11

¿Quién es Jesús?

Jesús nunca afirmó que Él era Dios


Caso 1: Mi hermano y yo habíamos ayudado a otro grupo de jóvenes en la organización de
un musical sobre Cristo y la vida moderna. Después de la función, nos mezclamos entre el
público. Al final, terminé conversando con un joven que se identificó como un conscripto
militar de licencia.
—Lo siento —comenzó—, pero estoy demasiado borracho y no pude seguir el hilo
de lo que decían. Pero me gustó. Estuvo bueno.
¿Cómo responder a dicho elogio?
—Está bien —dije—. Lo más importante del mensaje fue que Jesús quiere ser tu
Señor y Salvador.
—Se lo agradezco, pero en realidad Jesús fue solo un hombre, ¿qué podría hacer
por mí?
—La Biblia enseña que Jesús no fue solo un hombre, sino que también es Dios. Él
mismo lo dijo, ¿sabes?
—No, no lo creo —mi amigo se obstinaba en repetir—. Jesús nunca afirmó que Él
era Dios.

La resurrección como superstición


Caso 2: Tenía dieciocho años y me encontraba atrapado en la proverbial búsqueda de mi
identidad. Por alguna razón, las preguntas superficiales sobre la vida tenían mucha
importancia. ¿Qué ropa ponerme? ¿De qué largo dejarme el cabello? ¿Me animaría a
dejarme la barba? En realidad, estaba muy seguro de las cosas más importantes: Jesús
estaba vivo y vivía dentro de mí.
Un día, me encontraba hablando con un amigo de la familia, un hombre activo en
la iglesia durante toda su vida. Era evidente que deseaba identificarse con lo que él creía
que «la nueva generación» quería escuchar y creer.
—Por supuesto, la iglesia ha hecho mucho bien en el mundo, como ayudar a la
gente y ese tipo de cosas, pero eso de que Jesús es Dios y que resucitó . . . es pura
superstición.

La ciencia o el cristianismo
Caso 3: Hace varios años integré una comisión que tenía que entrevistar a un candidato a
profesor de biología. Conversamos sobre diversos aspectos de su posición. La entrevista
iba saliendo bien. Cuando me llegó el turno, le pregunté:
—¿Cómo relaciona su fe cristiana con la ciencia?
—No tienen nada que ver —respondió para mi sorpresa—. Son dos campos de
investigación diferentes, con diferentes metodologías y diferentes conclusiones. ¿Resucitó
Jesús? Según la teología cristiana, sí. Según la ciencia, la pregunta ni siquiera es
pertinente.

Un pastor joven y cínico


Caso 4: Cuando estudiaba en la universidad, leí algunos de los argumentos a favor de la
resurrección que describiré a continuación. Un año, cuando llegó el Domingo de
Resurrección, yo estaba a cargo del programa para nuestra reunión dominical vespertina.
Compartí con el grupo todo lo que había aprendido sobre la evidencia en torno a la
resurrección.
Cuando terminé, Ed, el pastor de jóvenes, comentó:
—Bien. Tu predicación sirve para demostrar que se puede probar cualquier cosa
con la Biblia si te esfuerzas lo suficiente.

Pero ¿es v erdad? ¿Podemos realmente creer que hace unos dos
mil años hubo un hombre sobre la tierra que era Dios? ¿Cómo
podríamos determinarlo? Podemos hacer lo siguiente:

Estudiar los registros históricos para v er lo que este


Hombre dijo sobre sí mismo. Si no afirmó que era Dios,
nos faltaría una prueba importante a fav or de esta
hipótesis.
Comparar hipótesis div ergentes para determinar cuál
concuerda más con Sus afirmaciones (en el supuesto
caso de que efectiv amente hay a dicho ser Dios).
Ev aluar otras pruebas adicionales para fundamentar esta
afirmación.

Este es el esquema básico de este capítulo. Nuestra hipótesis es la


siguiente: De acuerdo a los registros históricos, la explicación más
plausible es que Jesús de Nazaret fue (y es) quien dijo ser: Dios.

¿Afirmó Jesús que era Dios?


No tendría sentido leer este capítulo en forma aislada. El
argumento que postulo aquí es el resultado de una inv estigación
progresiv a. Tomamos como premisas las conclusiones a las que llegamos
en capítulos anteriores:
a. Hay una v erdad objetiv a.
b. Es posible conocer la v erdad.
c. Dios existe (según lo describe el teísmo).
d. Los milagros son posibles y son conocibles.
e. Es posible establecer la v erdad a partir de los registros
históricos.
f. Los Ev angelios son relatos históricos fidedignos sobre Jesús.
Si prescindimos de estos supuestos, el argumento a fav or de
Jesús tal como se presenta en este capítulo no nos serv irá. En realidad,
la may oría de las controv ersias sobre las conclusiones a las que arribará
este capítulo se suscitan en torno a estos puntos. Los debates sobre
apologética rara v ez comprenden solo una cuestión; y así es como
debería ser. Las opiniones de la gente se encuadran dentro de una
cosmov isión: no son creencias aisladas.
En el último capítulo establecimos que, según la metodología
histórica aceptada, podemos usar los Ev angelios para obtener
información confiable sobre Jesús. Son buenos registros sobre Él y
podemos aceptar lo que dicen. Nuestra pregunta ahora es: Según
dichos registros, ¿dijo Jesús que Él era Dios?
Es una pregunta crucial. Una cosa es que Sus seguidores hay an
dicho que Él debió ser Dios; otra muy distinta es que Él mismo lo hay a
afirmado. Este último caso limita mucho las opciones de lo que Él debió
haber sido v erdaderamente. A l fin de cuentas, ser o no ser Dios no es
algo como para equiv ocarse. Sería ridículo pensar que alguien pudiera
decir: «¡A y ! Lo lamento. Pensé que era Dios, pero supongo que no lo
soy . Perdónenme, no fue intencional». Si Jesús dijo que era Dios y no
lo era, será necesario ensay ar una esmerada explicación alternativ a. Si
no dijo que era Dios, las declaraciones posteriores sobre su deidad
pierden fuerza, y a que el testigo más importante sobre Su identidad (Él
mismo) nunca lo declaró.
Entonces, ¿afirmó Jesús que era Dios? Por supuesto que sí. Hay
muchos lugares en los Ev angelios donde se refirió a sí mismo como
Dios, directa e indirectamente. Señalaré siete pasajes específicamente, si
bien hay muchos más. Lo que tienen en común estos casos es que fue
Jesús mismo quien se identificó como Dios.

Juan 8:58
En este pasaje, Jesús se enfrascó en una controv ersia con Sus
contemporáneos judíos. La discusión era la propia identidad de Jesús.
En el proceso, afirmó que A braham se gozó al v erlo. Esta afirmación
confundió realmente a la gente, porque no entendían cómo era posible
que hubiera conocido personalmente a A braham. Jesús les respondió:
«A ntes de que A braham naciera, ¡y o soy !» (NVI). Ningún judío piadoso
osaría usar la expresión «y o soy », menos aun para identificarse, porque
era el nombre de Dios (v er Éxodo 3:14); se hubiera considerado una
blasfemia usar ese nombre como propio. A l referirse a sí mismo como
«y o soy », Jesús estaba de hecho afirmando que Él era Dios.
¿Le resulta una interpretación traída de los pelos? ¿No será
posible que estemos ley endo todo tipo de información teológica
importante a partir de una simple frase de Jesús? Gracias a Dios,
tenemos información clara que nos ay uda a comprender esta
declaración. En el siguiente v ersículo, leemos que la multitud tomó
piedras para arrojárselas: la respuesta tradicional ante una blasfemia. Los
judíos que escucharon a Cristo interpretaron exactamente lo que quiso
decir: Él era Dios.

Juan 10:30
Este pasaje es aún más claro. En otro debate sobre Su identidad,
Jesús afirmó: «Yo y el Padre somos uno» (NBLH). Se declaró igual a
Dios el Padre.
Una v ez más, este pasaje se corrobora directamente. Podríamos
debatir por horas qué fue exactamente lo que Jesús tal v ez quiso decir,
pero el v ersículo siguiente no deja dudas de lo que comunicó a Sus
oy entes inmediatos. Volv ieron a tomar piedras para arrojárselas. Sabían
que nuev amente Jesús se había identificado con Dios.

Lucas 22:70 y pasajes paralelos en Mateo y Marcos


En esta ocasión, Jesús está ante el Sanedrín, el concilio judío que
lo juzgará. Después de inútiles esfuerzos por encontrar de qué acusarlo,
el sumo sacerdote y los principales de los judíos le preguntaron
directamente: «Entonces, ¿Tú eres el Hijo de Dios?. “Ustedes dicen que
Yo soy ” les respondió Jesús» (NBLH). A l parecer se trata de una
declaración doble. Jesús reconoció que era el Hijo de Dios y también
usó la expresión «Yo soy » en su respuesta, como lo registra Lucas.
A lgunos eruditos han planteado si declararse «Hijo de Dios»
implica realmente considerarse Dios.1 Es posible que a v eces el título se
usara simplemente para referirse al Mesías, pero dicha interpretación es
imposible en este contexto. La reacción del tribunal refleja exactamente
cómo se supone que debemos entender lo que Jesús dijo y quiso decir.
Basta considerar el v ersículo siguiente, así como las reacciones
referidas en Mateo 26:63-66. Declarar ser el Mesías no era una blasfemia,
pero sí lo era declarar ser Dios: eso fue exactamente lo que Jesús debió
haber hecho para producir la reacción del concilio.

Juan 5:17
Jesús se identificaba con la deidad aun cuando se refería a Dios
como Su Padre. Cuando alegó que Su Padre hacía Su trabajo en Él, no
se limitaba a expresar una actitud sentimental hacia Dios. Una v ez más,
Sus oy entes procuraron matarlo porque se había igualado a Dios.

Marcos 2:1-12
En otras ocasiones, Jesús afirmó ser Dios pero fue menos directo;
sin embargo, Sus acciones dejaron en claro lo que sabía sobre Su
identidad. Encontramos un ejemplo en este pasaje. En v ez de sanar al
paralítico de inmediato, Jesús le dijo que sus pecados le eran
perdonados. Los escribas entre el público no daban crédito a sus oídos:
«Solo Dios puede perdonar pecados». Jesús les ley ó los pensamientos y
sanó al hombre para probarles que Él tenía poder para perdonar
pecados. Por supuesto, los escribas lo habían entendido bien desde el
principio. A l perdonar pecados, Jesús mostraba que Él era Dios.

Mateo 7:22-23
Todos los pasajes en que Jesús hace referencia a que juzgará en
el día final constituy en una declaración de Su deidad. Para los judíos
estaba claro que solo Dios podía presidir el juicio final. Según Isaías
33:22, «el Señor es nuestro juez» (DHH). A l colocarse como Juez, Jesús
se declaraba el Señor.

Marcos 2:23–3:6
¿Nunca le llamó atención que las autoridades judías se enojaran
tanto con Jesús? Por ejemplo, estos v ersículos describen la actitud de
Jesús respecto al día de reposo; terminan con los fariseos y los
herodianos tramando en contra de Jesús, para determinar cómo lo
podían condenar a muerte. ¿Se enojaron porque Jesús y Sus discípulos
quebrantaron el día de reposo? ¿O porque Jesús enseñaba a ser
humanitario y no se preocupaba de guardar bien el día de reposo? De
ninguna manera. En realidad, Jesús predicaba algunas cosas que otros
rabinos más liberales y a habían enseñado en el pasado sin ser
ajusticiados.
La clav e de este pasaje está en el v ersículo 28, donde Jesús afirma
que Él era el Señor del día de reposo. Para entender la importancia de
este título, necesitamos saber la importancia que los judíos asignaban (y
aún asignan) al mandamiento sobre el sábat. Ningún otro mandamiento
conllev a una bendición tanto como el cuarto: «A cuérdate del día de
reposo para santificarlo». Ningún otro mandamiento expresa tan bien la
íntima relación entre Dios y Su pueblo. Este mandamiento es
considerado la expresión más cabal del amor de Dios por los judíos. A l
adoptar el nombre de «Señor del día de reposo», Jesús se asignó a sí
mismo ese lugar tan especial que solo le corresponde a Dios.
La relajada actitud de Jesús hacia el sábat debería entenderse
también como expresión de esta conv icción. Él podía hacer lo que
quisiera en el día de reposo porque era Su dueño. ¡Una blasfemia para
los judíos! Solo Dios es dueño del día de reposo. No es extraño,
entonces, que dada su perspectiv a, los judíos decidieran matar al que se
atrev ió a pronunciar esta blasfemia.
¿A firmó Jesús que era Dios? Estos pasajes representativ os dejan
en claro que sí lo hizo.

Las alternativas
Solo porque alguien dijera ser Dios, eso no lo conv ertiría en
Dios. Muchas personas dirían que Jesús no era Dios. Pero, entonces,
¿quién fue o qué era? Consideremos algunas explicaciones alternativ as
para determinar si son defendibles.

Jesús fue un ser humano como cualquier otro


Podríamos comenzar barajando la posibilidad de que Jesús no
tenía nada especial. Fue un ser humano completamente común y
corriente, en todo sentido igual al resto de los v iv ientes. Sin embargo,
esta noción presenta algunos problemas insoslay ables.
Si Jesús no tenía nada de especial, no hay motiv o alguno para
que la religión cristiana se hay a desarrollado como una creencia
centrada en Él. Esta teoría v a en contra de todos los documentos
históricos. A un las fuentes seculares lo presentan como un ser
excepcional. Lo que es aún más importante, como acabamos de v er, Él
mismo alegó ser Dios. De por sí solo, eso y a lo aleja del común de los
mortales. Como señalamos al comenzar este capítulo, afirmar ser Dios no
es algo como para equiv ocarse accidentalmente. Si alguien es Dios,
definitiv amente será especial. Si alguien alega ser Dios y no lo es, debe
estar mentalmente desequilibrado o ser un embaucador. De momento,
lo que deseamos señalar es que quien declare ser Dios nunca podría ser
un ser humano común y corriente. Debe ser de alguna manera un ser
extraordinario.

Jesús fue simplemente un gran maestro


Muchas personas creen que fue uno de los grandes maestros
religiosos de todos los tiempos, pero que no era Dios. Por ejemplo, para
Tomás Jefferson, las enseñanzas de Jesús son la expresión más elev ada
de la v erdad div ina. Otros quizás no sean tan elogiosos, pero le asignan
a Jesús un lugar entre los grandes profetas y maestros de sabiduría, en
compañía de Buda, Mahoma, Lao-tsé y otros. Fue un maestro
excepcional, pero no era Dios.
Para ev aluar esta posibilidad, necesitamos tener presente algunos
puntos importantes. La enseñanza de Jesús se centró en Su persona.
Fuera cual fuese el tema en discusión, Él lo reducía a Su propia persona.
«Yo soy el camino, la v erdad y la v ida; nadie v iene al Padre sino por
mí» (Juan 14:6, RVR95). Dichas afirmaciones abundan a lo largo de los
Ev angelios. Para usar la fascinante descripción de John R. W. Stott, la
enseñanza de Jesús era egocéntrica. El foco estaba sobre Su persona.
Entonces, cuando Jesús afirmaba ser Dios, estaba estableciendo una
v erdad fundamental de Su enseñanza.
En consecuencia, si no era Dios, como alegaba ser, estaba
equiv ocado sobre el punto más importante de Su enseñanza. Lo que Él
afirmaba sobre sí mismo no era una mera acotación al margen. Si lo que
alegaba sobre Él no era cierto, el mensaje central de Su enseñanza era
errado.
Quien se equiv oque tanto respecto al mensaje fundamental que
pretende enseñar ni siquiera es un gran maestro. Sería concebible que
un gran maestro se confunda sobre un punto periférico. Por ejemplo,
entre las materias que enseño, dicto un curso de lógica. Un día podría
cometer una falacia, sin dejar de ser un buen profesor. A hora, si a lo
largo del curso postulé falacias en v ez de razonamientos v álidos, y a no
sería un buen profesor. De modo similar, si Jesús enseñó reiteradamente
que era Dios (¡y lo hizo!), y si enseñó que Su identidad era un punto
fundamental de Su enseñanza (¡y lo era!), Jesucristo podría haber sido
muchas cosas, pero nunca un gran maestro si se equiv ocó en este
punto. En realidad, por más que parezca ev idente, preguntar si es o no
Dios nunca puede ser una cuestión marginal.
La conclusión, por lo tanto, es que Jesús no podría haber sido
simplemente un gran maestro si no era también Dios. Por supuesto,
puedo decir que Él fue un gran maestro, pero solo si también acepto
que lo que enseñó era v erdad. Y Él enseñó que era Dios.
La única manera de seguir sosteniendo que Jesús fue un gran
maestro, pero que no era Dios, es manipulando la ev idencia para
eliminar todas las instancias en que Él afirmó Su deidad. Muchas
personas han hecho justamente eso. Simplemente deciden ignorar los
pasajes que no concuerdan con su punto de v ista. Fue lo que hizo
Tomás Jefferson en su rev isión de los Ev angelios, pero de ningún modo
podemos admitir que aplicó una buena metodología histórica. Jesús no
fue solo un gran maestro: fue algo más o algo menos.

Jesús tenía un desequilibrio mental


He conocido algunas personas que creían ser Dios. Sus historias
son muy tristes. Sufren delirios de grandeza. Si Jesús sinceramente
pensó y enseñó que era Dios, pero no lo era, entonces también padecía
una enfermedad mental.
¿Concuerda dicho diagnóstico con la ev idencia que tenemos
(que, como recordarán, es la única ev idencia histórica disponible)? De
ningún modo. Salv o la declaración de Jesús (que no es un asunto
menor), no hay más pruebas de síntomas de enfermedad mental. Lo
que es aún más importante, la realidad de Sus milagros contrarresta por
completo la noción apresurada de que Jesús estaba loco. Yo les digo a
mis estudiantes que, si alguna v ez llego y digo que soy Dios, el Creador
del univ erso y el único Salv ador, tendrían que tomarme delicadamente
del brazo y llev arme al psiquiatra más cercano. Pero si hiciera esa
afirmación y conv irtiera agua en v ino, sanara a muchas personas con
unas simples palabras, alimentara a miles con la v ianda de un muchacho,
resucitara a los muertos, predijera mi propia muerte y resurrección y lo
cumpliera, entonces conv endría que tomaran mis palabras más en serio.
Podré ser muchas cosas, pero no un loco suelto. Jesús hizo todas estas
cosas y muchas más: Él no tenía una enfermedad mental.

Jesús fue un charlatán


Siempre han existido personas que engañan deliberadamente a
otros para que crean que son Dios, sin serlo. Son los charlatanes.
Mienten para rodearse de seguidores, y del poder y las riquezas que
consiguen con su engaño. ¿Pudo Jesús ser una persona así?
Nuev amente, la ev idencia no respalda esta interpretación. Jesús
no se benefició en absoluto de Sus palabras. Murió abandonado aun
por Sus seguidores más cercanos, sin nada de dinero, torturado sobre
uno de los inv entos más crueles en la historia de la humanidad. Que
Jesús hay a engañado intencionalmente a las personas en beneficio
propio es una idea descabellada.
De nuev o, los milagros son el may or obstáculo. Recuerde que
aun la cita del Talmud, con intención de desacreditar a Jesús, reconoce
que realizó obras milagrosas (aunque las llamó «hechicerías»). El retrato
de Jesús como un milagroso sanador que ay udaba a todos no condice
con el de una persona embaucadora. Son incompatibles. Por lo tanto,
Jesús no pudo haber sido un charlatán.

Jesús estaba endemoniado


La refutación de las dos alternativ as anteriores dependió, en gran
parte, de la realización de milagros por parte de Jesús. Como v imos, sin
embargo, la cita del Talmud aceptaba que Jesús obró milagros, pero
negaba que fuera Dios. Consideraban que Jesús era un hechicero
endemoniado que probablemente había v enido para probar la fe de los
judíos en el Dios v erdadero. No negaban que hubiera hecho milagros,
pero pensaban que solo serv ían para probar que Jesús no era Dios sino
Satanás. Esta es la interpretación dada en Marcos 3:22. ¿Pudo Jesús
estar endemoniado?
Nuev amente, la respuesta clara es no. Esa acusación es
infundada; se basa en un entendimiento incompleto de las enseñanzas y
las acciones de Jesús. La mejor refutación es señalar la continuidad que
hay entre Jesús y las enseñanzas del A ntiguo Testamento. Él no
contradijo la rev elación del A ntiguo Testamento, sino que cumplió sus
profecías.
Podemos considerar el cumplimiento de las profecías como un
tipo particular de milagro. Entre las muchas profecías del A ntiguo
Testamento referidas al Mesías, se predice Su lugar de nacimiento
(Miqueas 5:2), cómo habría de morir (Salmos 22; Isaías 53) y aun Su
resurrección (Salmos 16:10). Nadie puede manipular la realidad para
que estas cosas sucedan; su cumplimiento es milagroso. Tampoco cabe
adscribirlas a meras coincidencias. Se ha estimado que la probabilidad
de que todas estas profecías se cumplieran solo por casualidad es 1 en
10157 (10 multiplicado 157 v eces por sí mismo).2 Se trata de un milagro.
Lo que es más importante, estas profecías y su cumplimiento
demuestran la continuidad con el A ntiguo Testamento. Vez tras v ez, al
v er los debates de los cristianos con los judíos en la iglesia primitiv a,
emerge este punto crucial: Jesús no es un malv ado competidor con el
Dios del A ntiguo Testamento, sino que es el Hijo del Dios del A ntiguo
Testamento. A sí lo demostró al cumplir las profecías del A ntiguo
Testamento. Jesús no estaba poseído por los demonios.3

Jesús fue quien dijo ser: Dios


¿Quién fue Jesús? Hemos establecido que no fue un mero ser
humano común y corriente, no fue solo un gran maestro, tampoco
tenía una enfermedad mental, no fue un charlatán ni estaba
endemoniado. Nos hemos quedado sin opciones; la única posibilidad
que subsiste es que hay a sido exactamente lo que dijo ser: Dios.
Por supuesto, no es fácil postular esta afirmación. Si v amos a
afirmar que un indiv iduo en particular es Dios, deberíamos estar seguros
de los hechos que respaldan nuestra aserción. Tarde o temprano,
deberemos enfrentar la conclusión inev itable. Sherlock Holmes decía:
«Descartadas todas las imposibilidades, lo improbable debe ser
v erdadero». Su dicho es aplicable aquí. Lo improbable, que Dios
realmente se encarnó en Jesús de Nazaret y tomó forma humana, debe
ser v erdad, porque es la única explicación que se ajusta a todos los
hechos.

Cuatro posibilidades
Es posible condensar las explicaciones sobre quién fue Jesús en
cuatro posibilidades.

Ley enda. Nunca existió un hombre llamado Jesús que


alegó ser Dios. Esta opción está en franca contradicción
con la información obtenida a partir de una metodología
histórica.
Lunático. Jesús realmente pensaba que era Dios, pero
estaba equiv ocado. Esta opción no se corresponde con
Su carácter y los milagros que realizó.
Embustero. Jesús engañó deliberadamente a la gente
(como lo haría un charlatán o un agente de Satanás).
Los milagros que realizó, Su v ida, muerte y resurrección
y las profecías que se cumplieron en Su persona
contradicen esta posibilidad.
Señor. Él fue quien dijo ser.

Estos cuatro puntos son un buen resumen del argumento,


aunque de ningún modo constituy en una receta para conv ertir a los
ateos en cristianos. Se basan en las conclusiones a las que arribamos
progresiv amente —aunque usted no puede suponer que otros,
necesariamente, las aceptarán en una conv ersación. Hemos concluido
que:

La v erdad existe y puede ser conocida.


Dios existe (como lo describe el teísmo).
Los milagros son posibles y son conocibles.
Es posible conocer la v erdad a partir de la historia.
El Nuev o Testamento es una fuente histórica confiable.

Es necesario establecer estos puntos de antemano; de lo


contrario, el argumento a fav or de la deidad de Cristo no tiene chance.
Sin embargo, una v ez establecidos estos supuestos y rechazadas
las otras alternativ as, por medio de una metodología apropiada, el
resultado queda establecido. La hipótesis que Jesús es Dios es la más
factible.

Los dos milagros más importantes


Hay un aspecto del argumento anterior que me interesa
personalmente: Es lo suficientemente sólido para sostenerse en pie por sí
mismo, sin tener que depender de los dos milagros más importantes en
la v ida de Cristo, Su nacimiento v irginal y Su resurrección. Establecer la
realidad de estos dos sucesos será el broche final a la v erdad de la
hipótesis de que Jesús es Dios.
El nacimiento virginal
En los Ev angelios de Mateo y Lucas leemos que Jesús nació de
una v irgen, es decir, por el poder de Dios sin interv ención de un padre
biológico. ¿Podemos creer estos relatos? En realidad, ¿cómo podríamos
v erificar la v erdad de un hecho de esta naturaleza? Es posible que
María, la madre de Jesús, informó a la gente, incluy endo a Mateo y
Lucas, sobre este extraño hecho, pero ¿es posible aceptarlo como cierto
sin decidir creer lo increíble?
Muchas religiones atribuy en nacimientos milagrosos a sus
fundadores. Por ejemplo, Lao-tse, el antiguo sabio chino, considerado
por algunos como el fundador del taoísmo, nació supuestamente a la
edad de setenta y dos años, con arrugas en la piel y cabello canoso.
Para sus seguidores, era inconcebible que alguien tan sabio como Lao-
tse pudiera haber nacido como un simple bebé; entonces, inv entaron
esta historia para engrandecerlo. ¿No habrá sucedido un fenómeno
similar en el caso de Jesús? Tal v ez alguien inv entó la historia del
nacimiento v irginal para dotarlo de may or gloria.
J. Gresham Machen, un especialista en Nuev o Testamento,
escribió un libro en el que argumentó a fav or de la factibilidad del
nacimiento v irginal.4 A continuación, resumimos su razonamiento.
Se constata un hecho básico que podría explicarse con dos
hipótesis diferentes. La realidad es que Mateo y Lucas relatan un
nacimiento v irginal. Las dos hipótesis son: (1) eso fue lo que sucedió y
(2) eso no sucedió. ¿Cómo decidir entre ellas?
La clav e está en un corolario a la hipótesis (2), que no hubo
ningún nacimiento v irginal. Si no lo hubo, Mateo y Lucas —o sus
fuentes— inv entaron este relato. Si lo hicieron, debieron tener una
razón para ello. Machen concluy e que no se ha podido encontrar
ninguna motiv ación admisible y que, por ende, es altamente improbable
que hay an inv entado la historia.
El primer punto que debemos considerar en el desarrollo de este
argumento es que las fuentes de Mateo y Lucas eran judías. Eran judíos
temerosos de Dios, que se v eían en continuidad con el A ntiguo
Testamento. ¿Podrían personas de su integridad haber inv entado la
historia del nacimiento v irginal? La respuesta es negativ a. La mera
noción hubiera sido considerada una blasfemia. En el A ntiguo
Testamento también se narran muchos nacimientos milagrosos, pero
siempre hubo un padre biológico. La idea de inv entar un relato en el
que Dios, mediante Su poder milagroso, hiciera que una mujer
concibiera un hijo sin un padre era impensable en el pensamiento judío
de la época. Es inconcebible que estos judíos hay an inv entado la
historia de un nacimiento v irginal.5
Por eso, la may oría de quienes buscan una explicación alternativ a
al nacimiento v irginal, en v ez de proponer que se trata de un relato
judío inv entado, señalan su semejanza con otros relatos paganos. Por
ejemplo, hay v arias historias en las que Zeus sedujo a una doncella y
tuv o un hijo con ella. Según ellos, los autores de los Ev angelios
tomaron prestada la idea del nacimiento v irginal de estos mitos paganos.
Machen señala que esta idea tiene dos defectos importantes:
(a) La idea de que los cristianos tomaron prestado un mito de los
paganos para prestigiar a Jesús es desatinada. La enseñanza cristiana
pretende ante todo diferenciar el cristianismo del paganismo, no
asimilarlo.
(b) No existen relatos paganos sobre nacimientos v irginales.
Todas estas historias son incidentes en que los dioses seducen a las
mujeres y engendran hijos. Las mujeres tal v ez eran v írgenes antes de
tener relaciones, pero dejaron de serlo después. Lo milagroso del
nacimiento v irginal según el Nuev o Testamento es que María era v irgen
antes y después de la concepción. Esta historia no podría haber sido
copiada de historias paralelas paganas porque no existen tales relatos.
Esto nos llev a a otro gran problema presente en la segunda
hipótesis. Si el nacimiento v irginal no sucedió, no tenemos explicación
plausible que dé cuenta de por qué se registró. Las fuentes de Mateo y
Lucas no hubieran podido inv entarlo, porque ningún judío piadoso se
habría animado a hacerlo. No pudieron tomar la idea prestada de la
mitología pagana porque no existen v erdaderos relatos semejantes. Por
lo tanto, la explicación más probable es que se registró un nacimiento
v irginal porque efectiv amente ocurrió.
Mi propósito aquí no es mostrar que todas las alternativ as son
completamente imposibles, sino que son menos plausibles que suponer
que el nacimiento v irginal se incluy ó en los Ev angelios porque
realmente sucedió. Por supuesto, esta hipótesis solo puede ser aceptable
en v irtud de nuestras conclusiones anteriores: Dios existe, los milagros
son posibles, las fuentes históricas son fidedignas.

La resurrección
Podemos aplicar el mismo razonamiento a la resurrección de
Jesús. No contamos con pruebas empíricas ni deductiv as directas, pero
a partir de la información disponible, las explicaciones alternativ as no
son plausibles. Por resurrección entendemos que Jesús murió
físicamente y que, por el poder de Dios, resucitó milagrosamente a la
v ida.
Hay dos grandes v ertientes de ev idencia a fav or de la
resurrección: la aparición de Jesús resucitado y el sepulcro v acío. Es
comprensible que la iglesia primitiv a se concentrara en las apariciones. A
modo de comparación, supongamos que estuv e con gripe y que los
estudiantes están intentando decidir si y a me reintegré (con el objetiv o
de saber si tienen que asistir a clase o no). Podrían sacar una buena
conclusión basados en ev idencia circunstancial: si mi auto está en el
estacionamiento, si la luz de mi oficina está encendida, si mi casilla de
correos está v acía. Pero esta información sería secundaria a cualquiera
que reportara que me v io efectiv amente en la univ ersidad. Sería una
prueba contundente. De la misma manera, los informes de los discípulos
sobre las apariciones de Jesús abundan más que otro tipo de ev idencia.
Por lo tanto, esta es la ev idencia que comenzaremos a analizar en primer
lugar.
Las apariciones
El primer informe escrito sobre la resurrección no está en los
Ev angelios, sino en la primera epístola a los Corintios. En el capítulo 15,
Pablo da una lista impresionante de todos los que v ieron a Jesús
resucitado: Pedro, los doce discípulos, quinientos hermanos en una
ocasión, Jacobo, todos los apóstoles (los misioneros de la iglesia
primitiv a) y el propio Pablo. Con respecto a los quinientos hermanos
que v ieron a Jesús resucitado, Pablo enfatizó que la may oría aún v iv ía
en el momento de escribir su carta, dando a entender que los lectores
podían preguntarles para v erificar los hechos.
La metodología histórica exige que estos informes sean
considerados ev idencia legítima. La pregunta es: ¿Cómo los explicamos?
Una hipótesis sería que Jesús fue v isto porque efectiv amente había
resucitado. Una segunda hipótesis es que no había resucitado y que
estos testimonios obedecieron a alguna otra causa.
¿Cuál otra causa si Jesús no había resucitado? ¿Cómo explicar los
testimonios de tantas personas? Hay dos posibilidades:
Una es que no v ieron nada y mintieron deliberadamente. Esta
posibilidad es altamente imposible a la luz de los hechos que se
sucedieron. La predicación de la iglesia primitiv a se centró en el Cristo
resucitado. Los discípulos fueron perseguidos y aun martirizados por
predicar este mensaje. No es plausible pensar que entregaron su v ida
por una mentira intencional.
La segunda es que se trató de una alucinación colectiv a. Se sabe
que en ocasiones, quienes no pueden soportar la idea del fallecimiento
de un ser querido creen v er al fallecido como si estuv iera v iv o. Podría
pensarse que las apariciones de la resurrección fueron en realidad una
alucinación de este tipo. El problema con esta teoría es que, en el caso
de las apariciones de la resurrección, no se ajusta a nuestro
conocimiento sobre las alucinaciones. Las apariciones no se conforman
al patrón que está siempre presente en las alucinaciones; estas son
priv adas y producidas por un estado de extrema inestabilidad emocional
en el que funcionan «haciendo realidad» el deseo. No fue esto lo que
sucedió en la resurrección. A los discípulos no les costó aceptar la
partida de Cristo; tanto que decidieron v olv er a su trabajo en la pesca.
Mientras los discípulos estaban ocupados en sus tareas fueron
sorprendidos por las apariciones. A ún más, las apariciones fueron
colectiv as y todos los del grupo v ieron lo mismo. Las alucinaciones
nunca funcionan así. Por tanto, las apariciones después de la
resurrección no pudieron ser alucinaciones.
Concluy amos, entonces, que contamos con testimonios sobre
ellas porque la gente v io en realidad a Jesús resucitado. No es posible
que todos mintieran al respecto ni que estuv ieran alucinando
colectiv amente. Como historiadores, debemos admitir que realmente se
encontraron con Jesús resucitado.

El sepulcro vacío
La segunda ev idencia es circunstancial. En esencia, dada la
realidad del sepulcro v acío, la única explicación es que Jesús resucitó.
No hay un hecho en la historia antigua más indisputable que el
sepulcro v acío. A partir del Domingo de Pascua debió haber un
sepulcro, conocido como el sepulcro de Jesús, que no contenía Su
cuerpo. Lo que sigue es indiscutible: La doctrina cristiana desde el
principio promov ió un Salv ador v iv o y resucitado. Las autoridades
judías se opusieron tenazmente a esta enseñanza y no escatimaron
esfuerzos para contrarrestarla. El trabajo les habría sido más fácil si
hubieran podido inv itar a los potenciales conv ertidos a recorrer el
sepulcro y mostrarles el cadáv er de Cristo. Eso hubiera sido el fin del
mensaje cristiano. Que se formara una iglesia cuy o mensaje se centraba
en la figura del Cristo resucitado demuestra que debió haber un
sepulcro v acío.
¿Cómo explicarlo? Un sepulcro v acío por sí solo no significa que
hubo una resurrección. Una v ez más, necesitamos pensar en términos
de hipótesis alternativ as. La resurrección es una hipótesis; la otra es que
sucedió algo natural y no milagroso. Nuev amente, necesitamos
preguntarnos si una hipótesis naturalista podría dar cuenta de la
ev idencia.
En realidad, los escépticos han propuesto v arias alternativ as
mutuamente incompatibles para explicar la resurrección. Este hecho de
por sí y a es un buen indicio de lo débiles que son todas estas teorías
alternativ as. Tengo un buen amigo que cuando analiza la resurrección
comenta que los cristianos tal v ez ni siquiera deberían molestarse en
refutar las teorías naturalistas, porque cada una ha sido destruida por
otro naturalista cuy a teoría luego es desmantelada por otro naturalista
que v iene después.6 Ninguna de sus explicaciones funciona; lo único
que tienen en común es la intención de ev itar concluir que Cristo
resucitó milagrosamente de entre los muertos. Consideremos algunas de
las mejores hipótesis naturalistas.
Los discípulos robaron el cuerpo. Fue la primera explicación que
se propuso, aunque en una forma tan poco creíble que rev elaba
inmediatamente la desesperación de quienes intentaron ocultar la
ev idencia. Según Mateo 28:11-15, los guardias informaron a los
sacerdotes judíos lo que había pasado en el sepulcro; claramente no
tenían ninguna explicación propia porque adoptaron la de los
sacerdotes, quienes los sobornaron y les adv irtieron que debían decir
que los discípulos habían robado el cuerpo mientras dormían. Como
ev idencia, este testimonio es inaceptable. Nadie puede decir lo que
sucedió mientras estaba durmiendo. Es una teoría sin respaldo.
¿Esta teoría tiene alguna probabilidad? La ev idencia apunta en
sentido contrario. En primer lugar, debemos tener en cuenta que los
guardias habían sido encargados de cuidar el sepulcro justamente para
ev itar que los discípulos robaran el cuerpo (Mateo 27:62-66). En la
noche del sábado, después de terminado oficialmente el día de
descanso, los jefes de los sacerdotes se habían reunido con Poncio
Pilato para pedirle expresamente que sellara el sepulcro, porque
recordaban que Jesús había predicho Su resurrección y deseaban
asegurarse de que los discípulos no cometieran un fraude. El sepulcro
se selló en la noche del sábado y se pusieron guardias en la puerta para
ev itar cualquier conspiración de los discípulos para hurtar el cuerpo. La
misión de los guardias era clara: ¡Ev itar que los discípulos robaran el
cuerpo!
Debemos recordar además algunos puntos cruciales. En primer
lugar, quitar la piedra en la entrada de un sepulcro en la Palestina del
primer siglo no era algo que pudiera hacerse en silencio y
discretamente. La piedra era un gran disco que se hacía rodar por un
surco hasta quedar trabado por una lev e depresión en la entrada. Una
v ez allí, era muy difícil mov erlo, y sin duda hubiera causado mucho
ruido. (Recuerde que las mujeres cuando iban al sepulcro no sabían
cómo harían para mov er la piedra y se sorprendieron al v er que había
sido quitada de su lugar, y a que era una piedra muy grande). La idea
de que los discípulos fueron en secreto al sepulcro y , ante un descuido
de los guardias, rodaron la piedra y hurtaron el cuerpo no es v erosímil.
A un si los guardias hubieran estado durmiendo, el mov imiento de
la piedra rodando los hubiera despertado, pero es extremadamente
improbable que todos los guardias se hay an dormido. El texto no aclara
si los guardias eran soldados romanos o los guardias judíos del templo,
pero no es relev ante porque, tanto en un caso como en el otro, habrían
estado sometidos a la autoridad de Poncio Pilato y sujetos a la ley
romana. Según la ley romana, un guardia que se durmiera en su turno
era condenado a muerte. Por eso los jefes de los judíos, después de
sobornar a los guardias, los tranquilizaron: «Si Pilato se entera, nosotros
nos encargaremos». Como inferencia histórica, debemos suponer que
los guardias estaban despiertos.
Por último, repitamos un punto que propusimos anteriormente al
considerar la posibilidad de que los discípulos hubieran mentido
respecto a las apariciones de Jesús. Los discípulos pasaron el resto de su
v ida anunciando que Jesús estaba v iv o; entregaron su propia v ida por
defender esa creencia. No es plausible que todos hubieran estado
dispuestos a morir por un embuste que ellos mismos inv entaron.
Nuestra conclusión es que, independientemente de lo que sucedió en el
sepulcro, los discípulos no pudieron haber hurtado el cuerpo.
Las mujeres robaron el cuerpo. Increíblemente, a pesar de lo
imposible que es, la hipótesis de que los discípulos robaron el cuerpo es
la mejor explicación alternativ a. Las demás son aún más débiles.
Consideremos, por ejemplo, la posibilidad de que las mujeres, que
v inieron temprano el domingo al sepulcro, hubieran robado el cuerpo.
Todo lo que dijimos para refutar la teoría anterior es aplicable también
aquí, con más fuerza. Si no fue posible que los discípulos cometieran un
embuste en torno a la resurrección, menos posible es que lo hicieran las
mujeres. Según la ev idencia (escrita a personas en condición de
determinar la plausibilidad de los testimonios), estas mujeres no hubieran
podido hacer rodar la piedra por sí solas. Si los discípulos no robaron el
cuerpo, tampoco lo hurtaron las mujeres
Las mujeres se equiv ocaron de sepulcro. Tal v ez las mujeres
fueron a otro sepulcro, v ieron que el cuerpo de Cristo no estaba y
comenzaron a proclamar la resurrección. Esta teoría no es admisible
porque el sepulcro estaba debidamente identificado por las autoridades
romanas y judías; Pilato había ordenado sellarlo con una piedra y
custodiarlo; cuando los discípulos escucharon el informe de las mujeres,
fueron de inmediato a v erificarlo personalmente (Juan 20:1-10). En
teoría, sería concebible que las mujeres hubieran cometido un error,
pero dada la importancia de su confusión hubiera sido corregida sin
demora.
José de A rimatea trasladó el cuerpo a otro lugar. La teoría de que
José de A rimatea, por alguna inexplicable razón, llev ó el cuerpo a otro
sepulcro no corre mejor suerte que la idea de que los discípulos
robaron el cuerpo. No podría haberse llev ado el cuerpo antes de la
noche del sábado porque Pilato y los jefes judíos no hubieran sellado el
sepulcro y colocado guardias para custodiarlo si estaba v acío. Después
de esa hora, no le habría sido más fácil que a los discípulos retirar el
cuerpo. Él también tendría que haberse enfrentado a los guardias que
custodiaban el sepulcro para impedir que alguien se llev ara el cuerpo.
Llegados a este punto, sería conv eniente mencionar la idea
completamente insostenible de que los romanos o los judíos se
confabularon para retirar el cuerpo. A unque eso explicaría algunos
v acíos dejados por las otras hipótesis, es una noción completamente
descabellada. No hay ninguna ev idencia que la respalde; por el
contrario, las autoridades judías y romanas intentaban sofocar la idea de
una resurrección, no de promov erla. Si los métodos de estudiar la
historia tienen algún sentido, es impensable que las autoridades hay an
retirado el cuerpo (ni ay udado a José, a las mujeres o a los discípulos).
Jesús nunca murió en realidad. Hay quienes postulan la teoría de
un «desmay o», y dicen que a Jesús le sobrev ino un coma, pero que
nunca murió. Luego, después de un tiempo en el sepulcro, despertó,
salió del sepulcro y se presentó a los discípulos como si hubiera
resucitado. Para refutar esta teoría lo único que debemos hacer es
constatar todo lo que Jesús sufrió después de Su arresto: los azotes, la
corona de espinas y la crucifixión. Cuando los soldados romanos junto
a la cruz se sorprendieron al llegar a Jesús y v er que había muerto, no
supusieron simplemente que estaba muerto, dado que no esperaban
encontrarlo así. Para asegurarse, traspasaron el pericardio con una
lanza, y salió sangre y agua de Su costado. No había duda: Jesús estaba
muerto.
Luego fue parcialmente embalsamado, env uelto en lino y
depositado sin atención médica en el sepulcro. A llí permaneció hasta el
domingo de mañana. Según esta hipótesis, Él tendría que haber
despertado de pronto, empujado la piedra por sí solo para hacerla
rodar, escabullirse sin que lo v ieran los guardias y luego conv encer a
Sus discípulos de que había conquistado la muerte. Se requeriría un
milagro para que esta hipótesis fuera cierta. Más sencillo es atenerse a los
registros y creer en el milagro de la resurrección que en el milagro del
«desv anecimiento».
El cuerpo de Jesús fue consumido por una cepa nuev a de una
bacteria mutante. Esta hipótesis me la propuso un estudiante durante
una discusión en clase. Según su teoría, una cepa nuev a de una
bacteria mutó dentro de la tumba y consumió completamente el cuerpo
de Cristo, dejando intacto el sudario. De esa manera, el cuerpo
desapareció y los discípulos comenzaron a creer que Jesús había
resucitado.
Esta idea presenta algunas debilidades ev identes. No explica en
absoluto el fenómeno de la piedra rodada de la entrada. Según Mateo
28:2, hubo un terremoto, el ángel del Señor quitó la piedra y se sentó
sobre ella. Si el cuerpo de Jesús hubiera permanecido en la tumba, sin
efectos especiales de ningún tipo, nadie habría sospechado que hubo
una resurrección, por más rápido que hay a desaparecido el cuerpo. Un
proceso acelerado de descomposición no podría haber dado
surgimiento a la creencia en la resurrección.
Esta teoría, no obstante, nos permite aclarar algo importante
sobre las hipótesis alternativ as. No dudo que, si damos rienda suelta a
nuestra imaginación, sea posible pensar en teorías aún más ingeniosas
que serían difíciles de refutar. Por ejemplo, ¿por qué no inv entar que
todo el fenómeno fue producido por una inv asión de extraterrestres?
Tal v ez fueron extraterrestres quienes se llev aron el cuerpo, v aciaron el
sepulcro y luego causaron las apariciones del Jesús resucitado.
El problema de las teorías basadas en extraterrestres y bacterias
es que carecen de plausibilidad intrínseca. Es la tercera v ez en el libro
que insisto en los problemas de este tipo de argumentación. Primero, en
el segundo capítulo, demostré que no necesitamos defender nuestras
creencias contra objeciones que nadie aceptaría. Luego, cuando
analizamos los milagros, afirmé que no todas las hipótesis explicativ as
son iguales. Hay algo llamado un supuesto razonable para establecer
cuáles de v arias teorías diferentes postulan una explicación razonable.
Dado que hemos argumentado a fav or de la existencia de Dios y de la
posibilidad de los milagros, considerar la resurrección como un
fenómeno posible es un supuesto razonable. Como no contamos con
pruebas de bacterias mutantes o inv asiones de extraterrestres, estas
hipótesis no pueden considerarse un supuesto razonable. Nuestra
intención no es dar v uelo a la fantasía, sino encontrar una explicación
histórica plausible.
Hay otros escenarios alternativ os posibles respecto a la
resurrección, pero son solo combinación de los anteriores. En
consecuencia, corren la misma suerte que las hipótesis en que se basan.
Recurrir a explicaciones no milagrosas para dar cuenta del sepulcro
v acío implica una disy untiv a cruel: reescribir la ev idencia para que se
conforme a nuestra teoría o aceptar que nuestra teoría no es consistente
con la ev idencia actual. La única hipótesis que se ajusta a la ev idencia es
que Jesús realmente resucitó. El Hombre que predijo Su muerte y
resurrección, lo que se cumplió exactamente como lo anunció, ¿pudo
ser otra cosa que no fuera Dios?

Mientras escribo estas palabras, escucho por la radio en mi oficina


otro anuncio de un programa de telev isión sobre supuestos
av istamientos de extraterrestres y ov nis. Por supuesto, soy escéptico
ante estos testimonios; aunque debo reconocer que no he examinado la
ev idencia. No sería fácil conv encerme de que dichas historias se basan
en hechos reales, pero debemos estar abiertos a la posibilidad de que
algunas cosas que nos parecen altamente improbables quizás sean
ciertas.
De manera similar, no pretendo que alguien se apresure a aceptar
que Cristo es Dios, pero la ev idencia es clara. Vimos en este capítulo
que, en v irtud de las afirmaciones que Jesús hizo sobre sí mismo, la
única hipótesis bien fundada es que Él es efectiv amente Dios. La
ev idencia de Su nacimiento v irginal y de la resurrección refuerzan esta
explicación.
Podemos ahora retomar los casos introductorios para concluir
este capítulo.

Respuesta al caso 1: «Jesús nunca dijo que Él era Dios». En este capítulo demostré que
sí lo dijo. Este sería el fin de la cuestión. Lamentablemente, con frecuencia no lo es, no
porque la evidencia no exista, sino porque es pasada por alto o eliminada.
No son solo soldados borrachos quienes dicen este tipo de cosas. Cuando las
pronuncia una persona reconocida desde un estrado, caso de un profesor (quien quizás no
sepa más sobre el tema que el recluta del ejemplo), de pronto muchas personas se
sienten inclinadas a creerle, sin considerar más a fondo la evidencia.
Además, si aceptamos esta tesis, caemos en un círculo vicioso. Este argumento
simplemente niega que Jesús haya dicho estas cosas: si el Jesús histórico nunca afirmó
que Él era Dios, todas las referencias a esos efectos deben ser invenciones que la iglesia
interpoló en los textos. ¿Cómo sabemos que la iglesia puso estas palabras en boca de
Jesús? Porque Jesús no las pudo haber afirmado. ¿Cómo sabemos que Jesús no las
afirmó? Porque la iglesia las inventó.
Hemos intentado mostrar que un buen manejo de los documentos históricos
muestra que Jesús efectivamente hizo estas afirmaciones sobre Su persona.

Respuesta al caso 2: Recuerdo que no respondí nada, pero sentí mucha pena por este
hombre. Aparte de perderse la verdad, continuaba siendo activo en la iglesia, gastando su
tiempo en algo en lo que no creía. Nunca pude entender este fenómeno.
Como ya lo expresé más arriba, siento compasión por todas aquellas personas que
no están dispuestas a creer en la deidad de Cristo la primera vez que escuchan esta
verdad. En mi trabajo con diferentes religiones, tengo que escuchar afirmaciones que
desestimo rápidamente, pero a veces necesito detenerme para considerar la evidencia. Lo
mismo vale para quienes consideran que la deidad de Cristo no es más que superstición, a
pesar de la evidencia en sentido contrario; quizás piensan que son modernos y racionales,
cuando en realidad están siendo irracionales.

Respuesta al caso 3: Tal vez la manera más peligrosa de considerar la resurrección sea
aislarla del mundo de la realidad. De pronto, es posible creer algo que quizás no sea
verdadero según los criterios normales de verdad. Me parece que la mayoría de las
personas que adoptan esta posición saben, en el fondo de su corazón, que sus creencias en
realidad son falsas y que la resurrección en realidad no sucedió.
Esta noción además le resta sentido a sus creencias. Una resurrección que no
ocurrió en la realidad espacio-temporal del mundo objetivo no es lo que la Biblia enseña ni
es comprensible. ¿Qué quedaría de una resurrección que sucedió, pero que no sucedió? No
lo sé; este postulante a profesor no lo sabía; nadie lo sabe. Un salto a la irracionalidad no
rescata a la fe, la hunde.

Respuesta al caso 4: Cómo saber lo mucho que prosperaría la causa de Cristo si quienes
dicen creer en Él dejaran de expresarse con tanto cinismo, ¡que, además, es falso! Si por
«probar» queremos decir establecer los hechos racionalmente, basados en la evidencia,
con la Biblia «no se puede probar nada». Los criterios que hemos utilizado en este capítulo
son las pautas normales usadas en el estudio de la historia. En definitiva, se basan en el
sentido común.
Si los hechos históricos sobre Jesús no fueran verdaderamente concluyentes,
tendríamos un gran problema. En dicho caso, también perderíamos la información
teológica. Usted no puede saber que Jesús murió en la cruz por sus pecados si no sabe
que murió en la cruz. No puede saber que es su Salvador vivo si Él no resucitó. Estas
cuestiones no tienen un mero interés trivial. Si Jesús no es quien dijo ser, el cristianismo
pierde su razón de ser. A su vez, sabemos que Jesús es Dios, que Él dio pruebas de Su
identidad y que nos invita a dejar que Su obra redentora nos libere.

Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:

1. Resumir siete pasajes en los que Jesús afirmó que era


Dios.
2. Mencionar cinco explicaciones que no admiten que
Jesús sea Dios, describir dónde radican sus defectos y
mostrar cómo la mejor explicación es aceptar que Él es
Dios.
3. A rgumentar a fav or de la plausibilidad del nacimiento
v irginal y mostrar por qué las explicaciones alternativ as
no se ajustan a los hechos.
4. Mostrar por qué las apariciones de Cristo no pudieron
ser alucinaciones.
5. Refutar seis hipótesis que no admiten que el sepulcro
estaba v acío porque Cristo resucitó.
6. Identificar los siguientes nombres con la contribución
aludida en este capítulo: John R. W. Stott, J. Gresham
Machen.
Reflexión sobre las ideas
1. Identifique otros pasajes bíblicos en los que Jesús afirmó
ser Dios.
2. Encuentre un ejemplo de una persona contemporánea
que alegue ser Dios. A plique los criterios usados en este
capítulo a ese caso.
3. Descubra historias sobre nacimientos milagrosos en otras
religiones. ¿En qué difieren de los relatos sobre el
nacimiento v irginal de Jesús en el Nuev o Testamento?
4. Imagine que alguien le dijera que v io o experimentó
algo muy inusual. Fíjese en los pensamientos que le
cruzan por la mente mientras intenta decidir si creerle o
no. ¿Cómo aplicaría sus pensamientos a los informes de
las personas que dijeron haber v isto a Jesús resucitado?
5. Piense en otras explicaciones alternativ as que se han
propuesto para ev itar aceptar la idea de una
resurrección. Muestre cómo son refutadas por los
argumentos de este capítulo.
6. Repase el hilo del argumento de este libro a partir de la
posibilidad de la v erdad hasta el hecho de la
resurrección. ¿Hasta qué punto la interdependencia de
los argumentos es una v entaja o una desv entaja?

Lecturas adicionales
J. Gresham Machen, The Virgin Birth of Christ (Grand Rapids: Bak er,
1930).
H. D. McDonald, Jesus: Human and Div ine (Grand Rapids: Zonderv an,
Grand Rapids, 1968).
Josh McDowell, Más que un carpintero, 2.ª ed. (Miami: Unilit, 1997).
Frank Morison, ¿Quién mov ió la piedra?, trad. Rhode Flores de Ward
(Miami: Caribe, 1977).

1 Comparar el análisis de Colin Brown, en Miracles and the Critical Mind (Grand
Rapids: Eerdmans, 1984), 294-99.
2 Josh McDowell, Evidencia que exige un veredicto (Miami: Editorial Vida, 9.ª
impresión, 1993), 170.
3 Cada tanto, un estudiante plantea que quizás el Dios del Antiguo Testamento era un
demonio, que se trata todo de un gran fraude. Esta objeción es insostenible porque despoja
de todo significado a las palabras utilizadas. Por definición, Dios no es un demonio, el bien
no es el mal, etcétera. Por lo tanto, si Jesús es el Hijo de Dios, no puede ser un demonio.
4 J. Gresham Machen, The Virgin Birth of Christ (Grand Rapids: Baker, 1930).
5 Alguien podría plantear una objeción razonable: ¿No esperaban los judíos un
nacimiento virginal, sobre la base de la profecía de Isaías 7:14: «He aquí que la virgen
concebirá, . . . » (RVR1960). Nuevamente, la respuesta es no. El vocablo «virgen» en
hebreo (alma) admite ser traducido como «virgen» o simplemente como «doncella» o
«una joven». Como cristiano, estoy convencido de que la traducción correcta es «virgen»,
pero los judíos en los días de Jesús no interpretaban el pasaje de esta manera. Para ellos,
hubiera sido una referencia a una joven.
6 Gary Habermas ha escrito profusamente sobre la resurrección. Ver The Resurrection
of Jesus (Nueva York: University Press of America, 1984).
12

De Cristo al cristianismo

Jesús o el cristianismo
Caso 1: Otra vez me encontraba en un café, un sábado de noche, hablando con un
estudiante universitario interesado en saber qué estábamos haciendo.
—¿Para qué tienen este lugar? —preguntó.
—Por varios motivos —respondí—. Para que la gente tenga un lugar tranquilo
donde ir, para ayudar a la gente a conversar en un ambiente informal, para que puedan
conocer a Jesucristo, para mostrarles qué es el cristianismo.
—¡Espera! —me interrumpió—. Estás mezclando dos cosas diferentes. Primero,
dijiste «Jesús», y luego, «cristianismo». Son dos cosas diferentes.
—No lo creo —acoté—. El cristianismo son las enseñanzas de Jesucristo.
Mi interlocutor no estaba dispuesto a aceptarlo.
—No, son dos cosas completamente distintas. El cristianismo ha tergiversado por
completo las enseñanzas de Jesús. Yo quiero seguir a Jesús, pero no me interesa nada que
tenga ver con eso conocido como «cristianismo».

El pecado
Caso 2: Mientras atendíamos una mesa con literatura en el centro de estudiantes, una
estudiante curiosa se acercó para averiguar qué «vendíamos». Compartí el evangelio con
ella y le dije que Jesús murió por nuestros pecados.
—¿Pecados? —reaccionó con escepticismo—. Yo no soy una pecadora.
No iba a dejarlo pasar.
—¿Quieres decir que nunca pecaste?
—Nunca. Nunca.
No me iba a rendir.
—¿Quieres decir que nunca hiciste nada que de alguna manera haya lastimado a
los demás?

¿Necesitamos fe?
Caso 3: Durante un viaje en bicicleta por la costa este de Estados Unidos, en un pequeño
restaurante junto a la ruta, los dueños nos permitieron refrescarnos con una manguera:
una sensación agradable en el calor abrasador de Virginia. Se nos había unido Max, otro
ciclista venido de California. Después de comparar nuestras experiencias en la ruta, la
conversación derivó al tema de la religión. Max nos dijo que, en parte, el propósito de este
largo viaje solo era darse tiempo para pensar sobre su compromiso con Jesucristo. Estaba
convencido de que, si realmente se lo proponía y le dedicaba todo su esfuerzo, podría vivir
en perfecta obediencia a Cristo.
Jim, uno de mis compañeros de ruta, comenzó a sondear un poco:
—Pero ¿y la fe? —preguntó—. ¿No necesitas tener fe en Cristo, además?
—No —respondió Max—. La fe es una muleta. Puedo seguir a Cristo sin recurrir a
la fe.
—Pero Jesús enseñó que necesitábamos tener fe en Él, que murió por nuestros
pecados.
—En realidad —respondió Max—, si leen cuidadosamente los evangelios, se darán
cuenta de que Jesús nunca enseñó tal cosa. El quería que lo siguiéramos, no que
creyéramos en Su muerte para eludir nuestra responsabilidad.

Sin lugar para la fe


Caso 4: Habíamos llegado por fin al último día del semestre. Hora de dar mi última clase,
las instrucciones sobre el examen final y, también, algunas celebraciones algo mitigadas
ante la perspectiva de tener que leer todos esos finales. Algunos estudiantes me
agradecieron porque el curso les había servido. Un estudiante me dijo:
—Anoche, algunos de nosotros, mientras lavábamos los platos en la cocina, nos
pusimos a hablar sobre sus clases. Había opiniones encontradas.
—¿Ah sí? —respondí, sin mucha reflexión. Tuve la sensación que siempre me
invade cuando sé que estoy por recibir un baño de humildad.
—Sí —continuó—. ¿Se acuerda de Matt que asistió a sus clases en el semestre
pasado? Él dice que para cuando usted termina de probarlo todo, ya no queda lugar para la
fe.

En el último capítulo mostramos que es razonable aceptar que


Jesús es Dios. A partir de ahí, queda solo un pequeño paso para
v erificar que dichas creencias constituy en la esencia del cristianismo. Por
«esencia del cristianismo» me refiero a la lista de creencias que enumero
a continuación. No pretenden ser formulaciones dogmáticas de todas las
v erdades esenciales; la forma expresa en que las formulo y el alcance de
gran parte de lo que diré podría ser objeto de refinamiento teológico.
Comienzo con la hipótesis de que, por más matices que se les
introduzcan, el cristianismo genuino necesita aceptarlas como
innegociables. La pregunta es: ¿qué respaldo tienen? Estas son las cinco
creencias esenciales: 1

1. Las Escrituras del A ntiguo y Nuev o Testamento son la


Palabra inspirada de Dios.
2. Los seres humanos están apartados de Dios por causa
de su pecado y no pueden restaurarse a sí mismos para
ser aceptables a Dios.
3. Con Su muerte en la cruz y Su resurrección, Cristo
pagó el precio para que pudiéramos ser reconciliados
con Dios.
4. Para ser salv os, es necesario y suficiente tener fe en
Cristo.
5. La persona salv ada por la fe en Cristo da testimonio de
su salv ación v iv iendo en rectitud.

¿Podemos respaldar estas creencias?

Primera creencia esencial: La Biblia es la Palabra


de Dios
Nuestra pregunta clav e en esta sección será la siguiente: ¿Enseñó
Jesús que la Biblia es la Palabra de Dios?
Si Jesús es Dios, Sus enseñanzas deben ser v erdaderas. A pesar
de su sencillez, es difícil v er cómo esta afirmación podría ser falsa. Si es
v erdad, todo lo que Jesús enseñó sobre las Escrituras también debe ser
v erdad. Si Jesús creía que el A ntiguo Testamento estaba inspirado,
nosotros debemos creer lo mismo. Si Jesús garantizó que las enseñanzas
de los apóstoles tendrían Su propia autoridad, necesitamos aceptarlas
así.
Esto es precisamente lo que deseo postular en este momento. En
v irtud de la autoridad de Jesús como Dios, es posible concluir que las
Escrituras, el A ntiguo y el Nuev o Testamento son la Palabra inspirada de
Dios.

Jesús aceptó que el A ntiguo Testamento estaba inspirado por


Dios
Jesús se refirió en v arias ocasiones a la autoridad div ina de las
Escrituras del A ntiguo Testamento. Div idamos este punto básico en sus
componentes. Jesús afirmó que:

La ley prov enía de Dios. Se refirió a la ley como «los


mandamientos div inos» y distinguió claramente entre la
ley div ina y las ley es y tradiciones humanas (Marcos
7:7-8).
La ley es fija y permanente. A firmó que ni una jota ni
una tilde de la ley desaparecerían hasta que se hubiera
cumplido completamente (Mateo 5:18).
Las Escrituras tienen autoridad. Jesús las citó para poner
fin a una discusión. Por ejemplo, v enció a Satanás con
citas directas de las Escrituras cuando fue tentado
(Mateo 4).
Las Escrituras contienen predicciones sobrenaturales. En
más de una ocasión, Jesús declaró que las Escrituras del
A ntiguo Testamento aludían a Él. Esto solo es posible si
el A ntiguo Testamento es un libro div ino con
predicciones sobrenaturales (Juan 5:46-47; Lucas 24:25-
27).

Vemos, entonces, que Jesús usó las Escrituras como procedentes


de Dios. Jesús consideraba que eran fijas y permanentes, con autoridad
y sobrenaturales. Estos puntos se sintetizan en una frase: decimos que
las Escrituras son «inspiradas». En particular, esta expresión enfatiza la
noción de que las Escrituras son escritos originados en Dios y contienen
Su mensaje de autoridad.
¿Creía Jesús personalmente lo que afirmaba sobre las Escrituras?
¿No sería posible que las usara como lo hizo solo para comunicarse con
Su público judío? Como ellos aceptaban que eran inspiradas, Él recurrió
a las mismas Escrituras para enseñarles. Es decir, Jesús no estaba
necesariamente expresando Sus propias conv icciones, sino que se
acomodaba a Sus oy entes.
A unque en principio esta teoría de la acomodación parecería ser
relativ amente plausible, es insostenible cuando se la analiza. En primer
lugar, estamos hablando del hombre que también es Dios. No tiene
sentido que esta persona av ale ideas que Él mismo sabe que son falsas.
Si el A ntiguo Testamento no es inspirado, Dios tendría que saberlo; que
Cristo respaldara esta noción sería lo mismo que defender una falsedad.
Para cualquier ser humano eso de por sí y a sería reprensible; para Dios,
imposible.
En segundo lugar, la idea de que Jesús se limitó a acomodarse a
la gente también es problemática. Si hay algo destacable en el ministerio
de Cristo es que se negó rotundamente a av enirse a Su público.
Estamos ante un Hombre que defendió a Sus discípulos cuando no se
lav aban las manos como ordenaba la ley y la tradición (Marcos 7:5),
que acusó a Su público de ser hijos del diablo (Juan 8: 44), que no
siguió las costumbres judías en v arias ocasiones y que prácticamente
nunca perdió oportunidad alguna de distanciarse de las autoridades. La
idea de que de pronto optara por sacrificar Sus conv icciones para
poder comunicarse mejor con la gente no coincide con Su carácter.
En realidad, basta una brev e mirada sobre cómo y cuándo usó
las Escrituras para hacer aún menos plausible la posibilidad de que
estuv iera acomodándose a Su público judío. Inv ariablemente, las usaba
para confrontarlos, no para conciliar posiciones. Su público estaba
equiv ocado y no entendían debidamente las Escrituras. Por ejemplo, les
enseñó que, si creían lo que leían en los escritos de Moisés, deberían ser
capaces de creer en Él (Jesús): no creían porque no tenían suficiente fe
en las Escrituras. Jesús los conv ocó a una aceptación más profunda de
las Escrituras y de su mensaje, todo lo contrario a adaptarse. La noción
de que Jesús solo usó la Escritura como lo hacían Sus oy entes queda
descartada.
Jesús, el Hijo de Dios, presentó a los escritos del A ntiguo
Testamento como escrituras inspiradas por Dios mismo. Por lo tanto, la
iglesia primitiv a también aceptó el A ntiguo Testamento como escritos
inspirados. Basados en la misma autoridad, la de Jesús, nosotros
deberíamos hacer lo mismo.
Con respecto a este tema, es importante considerar qué libros
pertenecen a esta colección de escritos inspirados. En v irtud del anterior
razonamiento, la respuesta más simple —y correcta— es la siguiente:
aquellos libros que y a pertenecían al A ntiguo Testamento en la Palestina
del primer siglo, porque son los únicos que Jesús habría aceptado como
inspirados. A lrededor del año 90 d.C. un cónclav e de rabinos (judíos,
no cristianos) se reunió en la ciudad palestina de Jamnia, para dar su
av al permanente a los libros que las sinagogas judías y a aceptaban
como las Escrituras. Estos rabinos nunca consideraron la posibilidad de
agregar más libros; sí pensaron en eliminar algunos, aunque luego no lo
hicieron. Tenemos, entonces, un criterio claro de qué libros habría
aceptado Jesús como Escritura, los que figuraban en la lista de los
rabinos. Estos libros son exactamente los mismos que hoy llamamos el
«A ntiguo Testamento», de Génesis a Malaquías.
Existe otro grupo de libros que, en ocasiones, fundamentalmente
por la iglesia católica, se incluy en en las recopilaciones del A ntiguo
Testamento. Son 1 y 2 Macabeos, Tobías, Judit, la Sabiduría de
Salomón, entre otros: Se los conoce como apócrifos o
deuterocanónicos. «A pócrifo» significa «dudoso» y es efectiv amente
incierto si estos libros deben ser considerados parte de las Escrituras.
Debería rechazarse su inclusión en las Escrituras, no por su contenido
(aunque son de calidad muy despareja), sino porque no contaron con
el av al del judaísmo del primer siglo. No fueron aceptados por los
rabinos, ni tampoco por Jesús. Por lo tanto, no tenemos ninguna base
para aceptarlos como inspirados.

Las Escrituras del Nuevo Testamento reposan en la autoridad de


Cristo
Sin duda, el argumento para la inclusión de los libros en el Nuev o
Testamento es diferente, dado que recién se escribieron v arios años
después de que Jesús ascendiera al cielo. En este caso, Jesús autorizó a
Sus discípulos a registrar Sus enseñanzas y continuar predicándolas.
Sus enseñanzas se plasmaron en forma permanente en el Nuev o
Testamento.
En Juan 14:26 encontramos la afirmación crucial de Jesús sobre
este punto. A llí prometió a Sus discípulos que el Espíritu Santo les haría
recordar todas Sus enseñanzas después de Su partida. En Juan 15:26-
27, una v ez más, afirmó que los discípulos serían Sus testigos por medio
del Espíritu Santo. Otros pasajes sobre lo mismo son Mateo 28:19-20 y
Hechos 1:8. Proporcionan la imagen del llamamiento especial dirigido a
los discípulos a que propagaran las enseñanzas de Cristo. Se
transformaron de «discípulos», que significa «seguidores y aprendices»,
en «apóstoles», que significa «representantes». Escuchar las enseñanzas
de un apóstol llev aba el mismo peso que si se escuchara enseñar a
Cristo.
La colección de libros que llamamos en la actualidad «Nuev o
Testamento» debe entenderse como una extensión del ministerio de
enseñanza de los apóstoles. Cada uno de los libros fue escrito por un
apóstol o por una persona estrechamente v inculada a un apóstol,
alguien que reproducía las enseñanzas del apóstol. Por ejemplo, Lucas
fue compañero de Pablo, y Marcos, de Pedro.
El proceso de reconocer la autoridad de estos libros comenzó
casi de inmediato. En 2 Pedro 3:16, el apóstol Pedro usa el término
«Escrituras» para referirse a las cartas de Pablo. La palabra usada en
este v ersículo es un término técnico que se utiliza solo para referirse a
los escritos tenidos por inspirados. Por lo tanto, al asociar el término a
las epístolas de Pablo, Pedro y a les está reconociendo su carácter
inspirado.
El reconocimiento del Nuev o Testamento se dio en un brev e
período. Contrariamente a lo que muchos creen, no fue fruto de
interminables debates hasta que finalmente, al cabo de muchos siglos, la
cuestión se zanjó por medio de una decisión arbitraria de un concilio.
En realidad, el proceso de reconocimiento transcurrió relativ amente sin
tropiezos. Hacia finales del siglo II d.C. (aproximadamente unos cien
años después de haberse escrito el último libro), la may oría de las
iglesias y a usaban una colección de libros muy similar al Nuev o
Testamento de la actualidad.2 Las declaraciones oficiales de los concilios
fueron posteriores.
Por supuesto, no todo el mundo aceptó los mismos libros al
mismo tiempo. Hubo algunas discusiones bastante animadas sobre la
inclusión de algunos de ellos; fue el caso de Hebreos y 2 Pedro.
Durante esos debates, lo que más se discutió fue la autoría de dichos
escritos, el mismo punto que nos interesa aquí: ¿Quién escribió el libro?
¿Un apóstol o alguien que representaba directamente a un apóstol? Si
fue así, podría incluirse; de lo contrario, debería ser rechazado.
Hay otra cosa que debe destacarse mientras describimos el
proceso de selección.3 No hubo sorpresas ni agregados de último
momento. Los libros cuy a inclusión se discutía y que fueron aceptados
univ ersalmente habían sido reconocidos por la may oría de las iglesias
desde hacía y a mucho tiempo. Las iglesias se limitaron a llegar a un
consenso sobre los libros que y a circulaban desde largo tiempo atrás.
El primer reconocimiento formal del canon del Nuev o Testamento
fue en el año 397 d.C., en el sínodo de Cartago. Se reconocieron los
mismos v eintisiete libros que aún hoy conforman nuestro Nuev o
Testamento. Lo único que hizo esta asamblea de obispos fue dar el
reconocimiento oficial a una realidad de las iglesias locales. Henry
Chadwick , un eminente inv estigador de la historia de la iglesia, ev alúa el
proceso de la siguiente manera: «A v eces, los escritores modernos se
sorprenden de los desacuerdos. Lo v erdaderamente sorprendente es
que hay a habido tal grado de acuerdo en tan brev e tiempo».4
La autoridad del Nuev o Testamento reposa en el siguiente
razonamiento: Jesús impartió a los apóstoles plena autoridad para
enseñar por el poder del Espíritu Santo. La enseñanza de los apóstoles
se perpetuó en la compilación de sus escritos, el Nuev o Testamento. Por
ende, el Nuev o Testamento que recibimos descansa sobre la autoridad
de Jesús mismo.
Estas consideraciones también permiten inferir que no es posible
incorporar más libros al Nuev o Testamento. De v ez en cuando, alguien
plantea la pregunta sobre si el canon está cerrado o si quizás
debiéramos agregar más escritos al Nuev o Testamento. A hora bien, no
pretendo dar a entender que el Espíritu Santo y a no inspira a las
personas para que registren nuev as rev elaciones. Dios es omnipotente y
Él sin duda puede hacerlo. No obstante, cualquier escrito nuev o no
prov endría de un apóstol y , por lo tanto, no tendría la autoridad de
Jesús. No seríamos capaces de reconocerlos como inspirados y
autorizados para toda la iglesia de la misma forma en que reconocemos
la autoridad del Nuev o Testamento.
Hemos dado el primer paso en la transición de Cristo al
cristianismo. Jesucristo, el Hijo de Dios, av aló el A ntiguo y el Nuev o
Testamento con Su autoridad. En consecuencia, para ser coherentes, si
prometemos lealtad a las enseñanzas de Jesús, es necesario que
reconozcamos simultáneamente la rev elación de las Escrituras. Sabemos
que el A ntiguo y el Nuev o Testamento son la Palabra de Dios porque
eso fue lo que nos enseñó el Hijo de Dios. En nuestro anterior estudio,
probamos que el Nuev o Testamento tiene autoridad como historia;
ahora, hemos mostrado que también tiene autoridad como rev elación
div ina. Como corolario, para el análisis que plantearemos a continuación
podremos hacer referencia no solo a lo que Jesús enseñó directamente,
sino también a lo que el resto de los escritores del Nuev o Testamento
han elaborado.

Segunda creencia esencial: El pecado


Nuestra pregunta clav e en esta sección será la siguiente: ¿Enseñó
Jesús que somos pecadores? Hemos afirmado que un ingrediente
esencial del cristianismo es suponer nuestro pecado. Somos tan
pecadores que, para tener una relación con Dios, necesitamos que Él
nos salv e. ¿Enseñó Jesús tal cosa?
Para poder responder a esta pregunta, necesitamos comprender
bien la naturaleza de las enseñanzas de Jesús y del pecado. Si a alguien
se le ocurriera buscar un v ersículo en el que Jesús dice textualmente:
«Tú has pecado y mereces ser condenado», no lo encontrará. Sin
embargo, la enseñanza de Jesús sobre el pecado no deja lugar a dudas.
En primer lugar, debemos ubicar Sus enseñanzas en el debido
contexto histórico. Jesús se dirigió a los judíos, que todav ía v iv ían
sujetos a la ley del A ntiguo Testamento (y que, como acabamos de v er,
también Él aceptaba como rev elación div ina). El público de Jesús no
necesitaba que se le detallara la naturaleza del pecado; sabían que
significaba no cumplir los mandatos de Dios. Más específicamente, el
pecado implicaba quebrantar algunos mandamientos en particular, lo
que era considerado una rebeldía directa contra el Dios que los había
impartido. En consecuencia, cuando enseñaba, Jesús elev aba las
exigencias div inas de justicia y demostraba que nos resulta imposible
cumplirlas. En el proceso, pronunció una sentencia tan contundente
como si hubiera afirmado: «Ustedes han pecado y merecen ser
condenados».
Veamos algunos de los v ersículos más representativ os. En Mateo
5:20 Jesús dijo: «Porque les digo a ustedes que si su justicia no supera
la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos»
(NBLH). Notemos que la preocupación básica concierne la entrada en el
reino de los cielos, o el tener una buena relación con Dios. Segundo,
observ emos que Jesús proscribe, en la práctica, la posibilidad de entrar
en el reino de los cielos mediante cualquier esfuerzo humano, porque
nadie más puntilloso que los escribas y los fariseos en el cumplimiento
personal de la ley . Sin duda, en algunas instancias Jesús los reprendió
por su pecado e hipocresía, pero lo que hace que dichas reprensiones
sean tan incisiv as es que muestran los defectos que había en algunas de
las personas más piadosas de la tierra. Si ellos no podían cumplir los
mandamientos div inos, nadie podría. El capítulo termina con una
sorprendente exhortación: «Por tanto, sean perfectos, así como su
Padre celestial es perfecto» (Mateo 5:48, NVI). Por desgracia, muchas
discusiones sobre el Sermón del Monte pierden de v ista el mensaje
central, al diluir las exigencias de Cristo. El propósito de Jesús no fue
motiv arnos a esforzarnos un poco más para ser mejores personas.
Propuso un estándar imposible de justicia que nos deja solo dos
alternativ as: (1) intentar hacer lo imposible y fracasar, o (2) depender
de Dios para que Él haga lo que nosotros no podemos hacer.
Estas mismas observ aciones conciernen también muchas otras de
Sus enseñanzas. A un la historia del buen samaritano (Lucas 10:25-37), a
v eces entendida como una exhortación moral, debe ser entendida en
primer término como una condenación. Una rápida mirada al contexto
muestra que la parábola procuró responder a una pregunta sobre la
salv ación: «¿Qué tengo que hacer para heredar la v ida eterna?» (v . 25,
NVI). Jesús usó la parábola para ilustrar que el marco legalista de los
judíos no era suficiente para merecer la v ida eterna.
Por eso no es extraño que Jesús generalizara tanto cuando se
refería a nuestro alejamiento de Dios. En Juan 3:18, un texto no tan
conocido como los v ersículos que lo preceden, Jesús afirmó que el
mundo (aquellos que no creen en Él) y a han sido condenados. En otro
pasaje, en que promete la v enida del Espíritu Santo, declaró que el
Espíritu haría ev idente la condenación del mundo (Juan 16:8-11). En
síntesis, dado que no podemos cumplir los mandatos div inos de justicia,
y a estamos condenados. No podemos separarnos de Dios; y a estamos
apartados de Él. No podemos remediar esta situación por nosotros
mismos. Jesús dijo: «Nadie puede v enir a mí si no lo trae el Padre que
me env ió, y y o lo resucitaré en el día final» (Juan 6: 44, NBLH).
¿Enseñó Jesús que somos pecadores y que necesitamos la salv ación?
Resulta claro que sí lo hizo.
Otros autores del Nuev o Testamento enfatizan este mensaje. Los
oy entes originales de Jesús fueron may oritariamente judíos, pero los
autores del Nuev o Testamento escribieron tanto a lectores judíos como
gentiles. Por esta razón, se preocuparon por describir la pecaminosidad
humana. El apóstol Juan enfatizó que todas las personas son pecadoras
(1 Juan 1:8, 10) y que nuestro pecado es incompatible con la justicia de
Dios (1 Juan 1:5). También aclaró que las malas relaciones entre las
personas son señales de una mala relación con Dios (1 Juan 4: 20).
El apóstol Pablo también enfatizó nuestro pecado. En Romanos
3:23 enseñó que «todos pecaron, y están destituidos de la gloria de
Dios» (RVR1960). Es el mismo concepto que enseñó Jesús. El pecado no
es simplemente una infracción legal, es una v iolación de la pureza de
Dios. Todo lo que sea inferior a la gloria de Dios es pecado. Por eso «la
paga del pecado es muerte» (Romanos 6:23). No podría ser de otra
manera, porque la brecha entre Dios y nosotros es imposible de
ignorar. Por último, Pablo dejó bien claro que el pecado es una
condición permanente de nuestra condición humana, una característica
natural «desde A dán». Damos pruebas de esto cuando v iolamos
deliberadamente la ley de Dios (Romanos 5:12).

Tercera creencia esencial: La cruz


La pregunta clav e en esta sección será la siguiente: ¿Enseñó
Jesús que Él moriría por nuestros pecados?
Tal v ez no hay a otro v ersículo entre los muchos que recogen las
enseñanzas de Jesús que hay a causado tanta consternación últimamente
como Juan 14:6: «Yo soy el camino, la v erdad y la v ida; nadie v iene al
Padre sino por mí» (NBLH). A firmó ser no solo un camino, sino el único
camino. Esta afirmación exclusiv a fue reafirmada por los apóstoles.
Pedro dijo: «Y en ningún otro hay salv ación; porque no hay otro
nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salv os»
(Hechos 4:12, RVR1960). Pablo afirmó: «Porque hay un solo Dios, y
también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús
hombre» (1 Timoteo 2:5, NBLH). Quizás con menos fuerza, Juan aclaró
que la obra de Jesús es suficiente para todo el mundo: no se necesita
otro Salv ador (1 Juan 2:2).
Es crucial notar por qué Jesús pronunció estas afirmaciones
exclusiv as. No fue porque era Dios, ni por Su poder o Su sabiduría. En
cada uno de estos v ersículos, la razón para tal atribución exclusiv a es
que solo Jesús murió por nuestros pecados. (A un Juan 14:6 v iene
directamente después de que Jesús profetizara Su muerte). Siempre que
Jesús sea reconocido como nuestro único Salv ador, lo será porque Él
fue quien nos salv ó. Estas atribuciones exclusiv as no son producto de la
arrogancia ni de la superioridad, son declaraciones de esperanza.
Debemos entender que no hay otra manera de salir de nuestro estado
de pecado. Sin embargo, ¡alegrémonos! Dios ha prov isto el único
camino por medio de Jesucristo.
La cruz de Cristo es esencial para entender Su papel como
Salv ador. Observ amos en el último capítulo cómo las enseñanzas de
Cristo son «egocéntricas». Desde el principio, Él se colocó en el centro
de la atención, como Dios, Juez, Señor, y el cumplimiento de la profecía.
Cuando Sus discípulos comprendieron esta realidad, agregó que Su
misión incluía morir en la cruz. Es decir, una v ez que los discípulos
tuv ieron la certeza de que Él era el Cristo (Marcos 8:29), Jesús comenzó
a prepararlos para Su muerte y resurrección (Marcos 8:31; 9:31; 10:33-
34). En una conv ersación a solas con Nicodemo, Jesús le aclaró que Su
muerte era esencial para nuestra salv ación (Juan 3:14-15).
Este tema también se desarrolló con frecuencia en los escritos de
los apóstoles. Pablo escribió: «Mas Dios muestra su amor para con
nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros»
(Romanos 5:8, RVR1960). Juan escribió: «Pero si alguno ha pecado,
abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo, el justo. Él es la
propiciación por nuestros pecados, y no solamente por los nuestros,
sino también por los de todo el mundo» (1 Juan 2:1-2, RVR1995). Pedro
escribió: «Pues y a sabéis que fuisteis rescatados [ . . . ] no con cosas
corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo,
como de un cordero sin mancha y sin contaminación» (1 Pedro 1:18-
19, RVR1995). La muerte de Cristo es el centro del mensaje cristiano.
Pablo resumió su mensaje a los corintios: «Me propuse más bien,
estando entre ustedes, no saber de cosa alguna, excepto de Jesucristo,
y de este crucificado.» (1 Corintios 2:2, NVI).

Cuarta creencia esencial: La fe


La pregunta clav e en esta sección será la siguiente: ¿Enseñó
Jesús que debemos tener fe en Él?
En el primer capítulo, esbozamos algunos significados de la
palabra fe. Hay una concepción intelectual de la fe (la fe pensante)
expresada en la afirmación «Creo que . . . »; pero la fe también puede
comprenderse como confianza o dependencia, «Creo en . . . ». Esta
forma de fe implica una entrega: no confiamos en nada más y
dependemos solo del objeto de nuestra fe.
La fe como confianza (como en la fe salv adora y la fe progresiv a)
se manifiesta en compromiso. A modo de ilustración: Predico los
domingos en una iglesia rural y , en ocasiones, asisten estudiantes de mi
univ ersidad para hacer algún especial de música. La may oría no conoce
la localidad ni la ruta y por eso les adv ierto sobre un tramo en particular
del camino: «Cuando lleguen allí, les parecerá que no termina nunca.
Después de un rato pensarán que se pasaron y que no doblaron donde
tenían que doblar, pero no se preocupen. Confíen en mí, se darán
cuenta dónde tienen que doblar cuando lleguen». Inv ariablemente, los
estudiantes me comentan luego que tenía razón. Dicen que estaban
seguros de que se habían pasado, pero que continuaron solo por lo
que y o les había dicho. Me conocían, creían en mí y confiaban en mí.
Su confianza no era una actitud v acía y solo intelectual; se manifestó en
que no dieron marcha atrás ni pidieron más indicaciones, sino que
continuaron conduciendo en la dirección correcta.
La fe implica lealtad personal. Considerado desde otro ángulo,
este tipo de lealtad personal solo tiene sentido por la confianza. Sería un
error oponer las exhortaciones bíblicas a tener fe en Cristo con otros
llamados a la lealtad personal y la obediencia. No se trata de una cosa o
la otra; son dos caras de la misma moneda.
En suma, cuando Cristo pide nuestra lealtad por entero a Él o
reclama completa obediencia a Él, estas demandas deben ser v istas
como equiv alentes a tener fe en Él. En muchas ocasiones, Jesús
comenzó por recordar a quienes lo escuchaban los mandamientos del
A ntiguo Testamento, pero como somos pecadores, sería imposible que
pudiéramos cumplir la ley . En consecuencia, Jesús cambia la ley por Su
persona, y nos explica que podemos ser salv os solo si nos entregamos
por entero y exclusiv amente a Él. Es un error grav e (que, por
desgracia, cometen muchas personas) interpretar que Cristo sustituy ó la
ley antigua por una ley nuev a y más difícil. El cambio no consiste en
sustituir unas ley es por otras, sino en pasar de la ley a la lealtad personal
a Cristo.
¿Podemos probar que esto fue lo que Jesús enseñó? Bastará un
ejemplo para ilustrar que sí lo hizo (Marcos 10:17-22). Un hombre jov en
de alto rango en la sinagoga v isitó a Jesús porque deseaba saber qué
tenía que hacer para heredar la v ida eterna. Para comenzar, Jesús le
recitó una lista representativ a de los Diez Mandamientos. El hombre le
aclaró que él los guardaba todos, pero ¡la conv ersación continuó! El
hombre sabía que lo que había hecho no era suficiente, de lo contrario,
no habría v enido a v er a Jesús. Jesús le dijo: «A nda, v ende todo lo que
tienes, y sígueme». Noten también algo importante en este pasaje.
Marcos señaló específicamente que Jesús le dijo estas palabras por amor.
En otras palabras, no pensó: «Este indiv iduo es de v eras un arrogante;
y a v erá: le v oy a imponer un mandamiento bien difícil». No, Jesús le
mostró que la salv ación solo se encuentra cuando nos entregamos a Él,
dispuestos a renunciar a todo apego a los bienes terrenales. Por
desgracia, este jov en no estaba listo para este tipo de fe.
¿Enseñó Jesús que debemos tener fe en Él? Sí. Jesús enseñó que
la salv ación requiere lealtad personal y fe en Él.
Pablo, claramente, también enseñó lo mismo. En realidad, insistió
v arias v eces sobre este punto. Solo podemos tener la salv ación
mediante la fe en Cristo. A sí, escribió en Gálatas 2:16 (NVI): «Sabiendo
que el hombre no es justificado por las obras de la ley , sino por la fe de
Jesucristo» (RVR1960). En Efesios 2:8-9, agregó: «Porque por gracia
ustedes han sido salv ados por medio de la fe, y esto no procede de
ustedes, sino que es don de Dios; no por obras, para que nadie se
gloríe» (NBLH).
Pablo hizo todo lo posible para dejar bien establecido que la
salv ación depende exclusiv amente de una relación de confianza en
Jesús. En Gálatas reaccionó contra los herejes que intentaban imponer
la circuncisión como un requisito para la salv ación. A parentemente,
eran las mismas personas que, según Hechos, decían: «A menos que
ustedes se circunciden, conforme a la tradición de Moisés, no pueden
ser salv os» (Hechos 15:1, NVI). Por eso, en Gálatas 5:3-4, Pablo explicó
que «todo hombre que se circuncida [ . . . ] está obligado a cumplir
toda la ley . De Cristo se han separado, ustedes que procuran ser
justificados por la ley ; de la gracia han caído» (NVI). Son palabras
fuertes; requieren entender claramente la naturaleza de la fe para
apreciarlas. Sería una tentación decir que agregar buenas obras a la fe
personal aumenta las chances de ser aceptables a Dios; en el peor de los
casos, tal v ez no sirv a de nada, pero ¿qué daño hace?
La respuesta es que la fe debería ser una actitud de entera
confianza. Imaginemos la siguiente situación. Una estudiante salió del
examen y se olv idó de entregar su prueba. Una hora después, se
aparece por mi despacho y me dice que fue un accidente; acaba de
encontrar las hojas de la prueba y me las entrega exactamente como
estaban cuando concluy ó el examen. ¿Qué pasaría si le dijera: «No es
porque no confíe en ti, pero tendré que pedirte que v uelv as a hacer
todo el examen de nuev o»? Sería una mentira. La gente dice este tipo
de cosas todo el tiempo, pero no pueden ser ciertas. Si realmente
confiara en ella, no le pediría que v olv iera a rendir la prueba. La
v erdadera confianza implica que acepte su palabra sobre lo ocurrido y
que no le pida que haga nada más. En cuanto decimos: «Confío en ti,
pero . . . », es ev idente que no confiamos. De la misma manera, si le
decimos a Cristo: «Confío en ti para mi salv ación, pero para
asegurarme, le agregaré algunas buenas obras de mi parte», en
realidad, no confiamos en el Señor. Por eso, Pablo recalcó la enseñanza
de Jesús de que la fe es un acto de confianza sin reserv as. Este tipo de
fe no es una barrera, sino que es la única manera de poder recibir la
salv ación como un don de Dios. La fe no solo es necesaria, también es
suficiente.

Quinta creencia esencial: La justicia


La pregunta clav e en esta sección será la siguiente: ¿Enseñó
Jesús que la v ida de rectitud es el resultado de ser salv os por Él? ¿Una
fe salv adora que no necesita la cooperación de las buenas obras
significa que estas no tienen importancia para el crey ente? No, Jesús
enseñó en muchos lugares y ocasiones que una buena relación con
Dios se rev elará en obras de justicia. Dijo que reconoceríamos a los
falsos profetas «por sus frutos» (Mateo 7:20). Sabríamos quiénes son
Sus discípulos «si se aman los unos a los otros» (Juan 13:35, NVI).
Quienes lo conocen, lo confiesan delante de los demás (Mateo 10:32),
están preparados para dejar sus familias (10:35-37), llev ar su cruz
(10:38) y demostrar de div ersas maneras su lealtad a Cristo. A un una
lectura somera de los Ev angelios deja claro que es inconcebible que
alguien tenga una relación con Jesús y no dé muestras de ello en su
v ida de obediencia y justicia.
Para entender este punto, es necesario distinguir entre una
condición (causa o requisito) y una consecuencia (efecto o resultado)
de la salv ación. Las buenas obras no pueden ser un requisito, pero son
un resultado de la salv ación. No son ni una condición ni una causa,
pero sí son la consecuencia y el resultado de ser salv os.
Considere la siguiente ilustración para entender cómo opera esto.
La única manera de tener v aricela es por transmisión del v irus que la
causa. Una v ez que se nos contagia, aparece una erupción de granos
en la piel que nos producen mucho escozor (y que, si somos pequeños,
nuestros padres —a quienes no les pica— nos prohibirán rascarnos). No
es posible prov ocarnos la erupción para enfermar de v aricela (por
ejemplo, comiendo algo que nos produzca alergia). Si tenemos el v irus,
más v ale que también tengamos la piel cubierta de ampollas, o nadie nos
creerá que tenemos v aricela. De manera análoga, una v ez que tenemos
la salv ación por medio del «v irus» de la fe, deberíamos estar
«cubiertos» de buenas obras. Las buenas obras no nos pueden
«contagiar» la salv ación, pero una v ez que se nos transmite la
«enfermedad», deberíamos manifestar los «síntomas» de una v ida de
rectitud.
Seguramente Santiago estaba pensando en una imagen
semejante cuando escribió que la fe, si no tiene obras, está muerta
(Santiago 2:17). La frase crucial en este pasaje es el v ersículo 18: «Yo te
mostraré mi fe por mis obras» (RVR1960). En otras palabras, el tipo de fe
que nos salv a es el tipo de fe v iv a que se manifiesta en buenas obras.
Pablo también planteó este punto en v arias ocasiones. En Efesios
2:8-10, insistió en que somos salv os por gracia, solo por medio de la fe.
En ese mismo párrafo agregó que nuestra salv ación tiene un propósito:
fuimos «creados en Cristo Jesús para buenas obras» (v . 10, RVR1960).
Pablo reiteró este mensaje tres v eces en Tito 2:11–3:8. La tercera v ez es
la más clara. Una v ez más, Pablo declaró que nuestra salv ación se debe
solamente a la obra de Dios: «Nos salv ó, no por obras de justicia que
nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia» (3:5, RVR1960).
Concluy e con la exhortación a que «los que creen en Dios procuren
ocuparse en buenas obras» (3:8).
El apóstol Juan, en un contexto diferente, argumentó lo mismo:
«Si alguien dice: “Yo amo a Dios”, pero aborrece a su hermano, es un
mentiroso» (1 Juan 4:20, NBLH). Es decir, no es posible tener una
relación con Dios sin manifestarla en nuestra v ida. Es cierto entonces
que Jesús enseñó que aquellos que son salv os por Él darán pruebas de
su salv ación a trav és de una v ida transformada. El resto del Nuev o
Testamento lo confirma.

Comenzamos este capítulo señalando cinco elementos esenciales


del cristianismo: la Biblia, el pecado, la cruz, la fe y la justicia. En el curso
de los capítulos anteriores, mostramos que debemos reconocer a Jesús
como Dios. A hora podemos concluir que si aceptamos a Jesús por
quien es, sobre la base de la ev idencia histórica, necesitamos también
aceptar la v erdad de estas creencias esenciales del cristianismo. Por lo
tanto, hemos completado el proy ecto que nos propusimos en el primer
capítulo. Entonces nos preguntamos: ¿Será v erdad? A hora podemos
decir: Sí, basados en la autoridad de Dios mismo, es v erdad.
En el último capítulo analizaremos cómo esta v erdad responde a
las necesidades de nuestra cultura. A ntes, sin embargo, retomemos
nuestros casos introductorios.

Respuesta al caso 1: Cristo, pero sin el cristianismo . . . ¿es posible? En parte, la


respuesta a esta pregunta depende de cómo definimos el cristianismo. Quien haga esta
afirmación quizás esté pensando en algunos aspectos externos de la cultura asociada al
cristianismo occidental. La fe cristiana puede prosperar sin templos, campanarios y bancos
donde los feligreses cumplen un ritual semanal de devoción, aunque la Biblia exhorta a los
cristianos a congregarse asiduamente. Si bien el lado cultural de la vida cristiana de ningún
modo es obligatorio, no fue así como definimos el cristianismo. Optamos, en cambio, por
señalar algunas creencias esenciales concernientes a la relación personal con Dios. Hemos
intentado mostrar que Jesús mismo enseñó estas creencias, las que luego fueron
corroboradas por los apóstoles, los maestros que Él designó. Por lo tanto, reconocer a
Cristo significa aceptar Sus enseñanzas (¿qué otra cosa podría implicar?). Sus enseñanzas
constituyen la esencia misma del cristianismo.
A la luz de lo que mostramos en este capítulo, solo sería posible aceptar a Cristo
sin el cristianismo revisando lo que Jesús mismo enseñó para conformarlo a nuestros
preconceptos. Como seres humanos, esto nos resulta muy natural. Sin embargo, dado que
ya hemos demostrado la confiabilidad histórica del Nuevo Testamento, no tenemos base
objetiva para actuar de dicho modo.

Respuesta al caso 2: El pecado es algo mucho más grave que haber lastimado a alguien
en algún momento de la vida. Jesús no murió, y no necesitamos ser redimidos, porque
hicimos llorar a nuestra hermanita cuando teníamos cinco años. La naturaleza del pecado
concierne una ruptura con Dios, la que luego se manifiesta en malas relaciones con los
demás.
Por eso incluyo este caso en la categoría de «cosas que desearía no haber dicho».
Si mal no recuerdo, ella dijo más o menos lo que sigue: «¡Vamos! Eso no es pecado. Así
somos los humanos». Estaba atrapado y necesitaba explicarle lo que debí haberle dicho en
primer lugar: que, por nuestra propia naturaleza, ya estamos separados de Dios. Por
supuesto, hay muchos que rechazan esta noción, pero, como lo ilustra este ejemplo,
minimizar la naturaleza del pecado para que la gente reconozca su pecado tampoco sirve
de nada.

Respuesta al caso 3: Este caso no difiere del anterior. Una vez más, concierne la
necesidad de ayudar a las personas a comprender su condición de pecadoras que necesitan
ser redimidas. La incluí solo para mostrar que Jesús enseñó precisamente esto mismo.
Eliminar el pecado y la redención de la enseñanza de Jesús es tergiversarla. De Sus
enseñanzas queda bien claro que necesitamos ser salvos de nuestra condición de
pecadores.

Respuesta al caso 4: En el capítulo 1, esbozamos tres tipos de fe; a una de ellas la


denominamos fe pensante. Es el tipo de fe que «cree que . . . » algo es verdad. Con
frecuencia consiste en aceptar una creencia como verdadera simplemente sobre la base de
una autoridad, sin considerar la evidencia. Aunque no es posible prescindir de este tipo de
fe, para los propósitos de este estudio nos propusimos la tarea de determinar si podemos
saber que el cristianismo es verdadero sobre la base de la evidencia. Si lo hemos logrado,
¿por qué considerarlo un detrimento?
Escucho este tipo de objeción a menudo en estos días, y debo decir que me deja
algo desconcertado. ¿Qué pretende la gente? ¿Debería dejar deslizar un argumento inválido
de vez en cuando? (Se me ocurren varios). ¿Debería decirle a la gente: «Aunque cuento
con suficiente evidencia, quiero que usted la ignore y lo crea porque yo se lo digo»? No
puedo convencerme de que dicho proceder sirva para hacer avanzar la causa de la verdad.
Sí, la fe es esencial para el cristianismo, pero la fe verdadera no nos pide que
creamos una aparente falsedad. La verdadera fe está dispuesta, no solo a afirmar ciertas
verdades, sino a entregarse por entero para la eternidad, en un acto de confianza en aquel
que demostró ser la Verdad.

Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:

1. Mencionar cinco creencias que constituy en la esencia


del cristianismo.
2. Mostrar cómo nuestra aceptación del A ntiguo
Testamento como la Palabra inspirada de Dios se funda
en la autoridad de Jesús.
3. Mostrar cómo nuestra aceptación del Nuev o Testamento
como la Palabra inspirada de Dios se funda en la
autoridad de Jesús.
4. Demostrar con argumentos cómo Jesús y los apóstoles
enseñaron que somos pecadores.
5. Resumir lo que Jesús y los apóstoles enseñaron sobre Su
muerte en la cruz.
6. Describir lo que Jesús y los apóstoles enseñaron sobre la
fe.
7. Defender el argumento de Pablo de que es imposible
completar la fe con obras.
8. Explicar cómo, en las enseñanzas de Jesús y los
apóstoles, las buenas obras se presentan como una
consecuencia de la fe.
9. Identificar el siguiente nombre con la contribución
aludida en este capítulo: Henry Chadwick .

Reflexión sobre las ideas

1. Hemos establecido una lista de cinco creencias esenciales


del cristianismo. A rgumente la posibilidad de añadir o
quitar elementos a esa lista.
2. A la luz de este análisis, elabore un argumento contra la
inclusión de más libros en la Biblia.
3. ¿Por qué el concepto de pecado es un factor tan crucial
para entender la naturaleza del cristianismo?
4. Compile pasajes del Nuev o Testamento que consideran
el efecto de la muerte de Cristo en la cruz. ¿Qué tipo de
imagen transmiten?
5. ¿Por qué la fe no implica ni el más mínimo tipo de
esfuerzo? ¿Cómo, entonces, se v incula la fe a la
obediencia en el Nuev o Testamento?
6. Hay quienes postulan que esperar v er buenas obras
como efecto de la fe es reintroducir la salv ación por
obras. ¿Por qué esto no es así?
7. Elabore un brev e resumen sobre el cristianismo,
respaldado con v ersículos bíblicos, como lo enseñaron
Jesús y los apóstoles.

Lecturas adicionales
Winfried Corduan, Handmaid to Theology (Grand Rapids: Bak er, 1981).
Paul Enns, The Moody Handbook of Theology (Chicago: Moody Press,
1989).
Robert H. Stein, The Method and Message of Jesus’ Teachings
(Filadelfia: Westminster, 1978).
John R. W. Stott, Cristianismo básico, trad. C. René Padilla, 3.ª ed.
rev isada (Quito: Certeza, 1987).

1 Ya establecimos una serie de creencias sin las cuales no sería posible el


cristianismo: que Dios existe, que Jesús existió en la historia, que Jesús es Dios, etc.
2 Contamos con evidencia histórica contundente: una lista de estos libros. Ver «The
Muratorian Canon» en Henry Bettenson, ed., Documents of the Christian Church, 2.ª ed.
(Nueva York: Oxford University Press, 1963), 28-29.
3 A este proceso se lo denomina «canonización» o la compilación del «canon». El
vocablo griego «canon» significa «regla, vara de medir». La cuestión es determinar qué
libros cumplen ciertos criterios.
4 Henry Chadwick, The Early Church (Baltimore: Penguin, 1967), 44.
13

La verdad y nuestra cultura

¿Es una arrogancia decir que tenemos razón?


Caso 1: Cuando era estudiante en la universidad, con frecuencia tuve que defender un
punto de vista conservador durante los seminarios. En su honor, reconozco que mis
profesores generalmente me permitían expresar mis creencias siempre y cuando aceptara
que me las cuestionaran desde otras perspectivas. Durante una de esas discusiones, surgió
una comparación entre las diferentes maneras en que los cristianos y los hindúes
entendían algo. Sin mucha reflexión, comenté que necesitábamos partir del supuesto de
que la perspectiva cristiana era correcta y que el punto de vista hindú era falso.
Mi profesor me clavó la mirada:
—¿Eres tan arrogante para creer que solo tú tienes razón y que todos los demás
están equivocados?

¿Por qué ser moral?


Caso 2: Mientras me desempeñaba como profesor adjunto en un curso introductorio de
Filosofía de una universidad estatal, llegamos a la unidad sobre ética y se dieron
discusiones animadas sobre qué principios usar para tomar decisiones morales.
Una tarde lancé un desafío a la clase.
—Imagínense que le han indicado a una persona cómo debería proceder. Pero,
entonces, él dice: «No me importa si está bien o mal; yo haré lo que quiera». ¿Qué le
responderían?
Observé sus miradas perdidas: silencio. Entonces, reformulé la pregunta:
—¿Por qué alguien podría llegar a desear ser una persona buena y moral? ¿En qué
se basa realmente esa persona si no le importa ser moral?
Esperaba que alguno de mis estudiantes dijera algo sobre la autoestima, la
religión, el humanismo, la evolución . . . cualquier cosa con tal de responder. Finalmente,
un estudiante rompió el silencio y sugirió con cierta vacilación:
—Todo dependerá de cómo nos educaron, ¿no?

El arte
Caso 3: Me encontraba en Washington, D.C., en el Museo de Arte Moderno, una filial del
Smithsonian, contemplando una obra titulada «Blanco», por Robert Rauschenberg. Era un
óleo sin marco y consistía en un lienzo dividido en cinco paneles pintados uniformemente
de blanco . . . nada más. A su lado había otra pintura similar, solo que en negro, titulada
«Negro».
El momento me quedó grabado en la memoria porque había un muchacho, de unos
dieciséis años, parado junto a su madre delante de los paneles blancos. Al parecer, ella
había hecho un comentario despectivo sobre la obra.
—Es que tú no entiendes, mamá —reaccionó él—. En realidad, encierra un
significado profundo.

¿Será cierto? A lo largo de los últimos doce capítulos hemos


mostrado que en v erdad, el cristianismo es v erdadero. Una última
inv estigación será útil: confrontar el compromiso cristiano para con la
v erdad con los supuestos de nuestra cultura. Para aclarar el propósito
de este capítulo, primero estableceré qué es lo que no intento hacer.

1. Mi propósito primario no es describir brev emente en


qué consiste la cultura moderna con idea de condenar
su pecado. A unque algo de esto estará implícito en lo
que expondré, no procuro condenar, sino señalar el
carácter autodestructiv o de nuestra cultura, a fin de
postular la necesidad de la v erdad cristiana.
2. Este análisis tampoco intenta ser una guía práctica para
dar testimonio. Espero que esta información (así como la
de todo el libro) ay ude a quienes desean compartir su fe
en Cristo con los demás, pero mi intención no es
simplemente prov eer argumentos para la ev angelización.
Este capítulo, como los anteriores, requiere reflexión; no
son simples fórmulas.

Nos detendremos en tres importantes intereses humanos: la


v erdad, la bondad y la belleza.1 Para cada una mostraremos que el
sentido aportado por nuestra cultura es inadecuado y potencialmente
desastroso. Luego mostraremos que el cristianismo es capaz de satisfacer
justamente la necesidad de nuestra cultura.

¿Qué es la cultura?
Comenzaré por especificar qué entiendo por «cultura». Un
antropólogo podría definir cultura como «ese todo complejo que
incluy e el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, las ley es, las
tradiciones y todos los demás usos y hábitos adquiridos por los
humanos en tanto miembros de una sociedad».2 En otras palabras, la
cultura está presente en nuestro medio, en nuestra v ida y en lo que
pensamos sobre todo. De muchas maneras, nuestras culturas son
permanentes y constituy en una parte tan íntima de nosotros como
nuestro cuerpo. Casi nunca nos percatamos de su presencia, salv o
cuando algo anda mal.
En consecuencia, mi mirada de la cultura y a está afectada
culturalmente. Representa la perspectiv a de un hombre blanco
norteamericano de clase media, aunque —y esto también es parte de mi
sesgo— también estuv e inmerso en otras culturas, por mis orígenes y
mis v iajes. A demás, la naturaleza misma de la cultura norteamericana
hoy en día está influida por un sentido multicultural, debido a que
conv iv en div ersas subculturas étnicas claramente identificadas, como los
afroamericanos, los hispanos y los chinos. Esta observ ación es
pertinente porque ser dogmático sobre lo que la cultura afirma con
claridad sería excederse más allá de lo factible. Con todo, estoy seguro
de que mediante generalizaciones, acompañadas de cuidadosas
salv edades, podré hablar no solo sobre mí, sino también sobre lo que la
may oría de los occidentales reconocería en general como la cultura
occidental.
En nuestra definición de cultura está implícita la imposibilidad de
desligarnos completamente de ella; tampoco resulta claro por qué
alguien desearía hacerlo. Todas las culturas tienen defectos; sin
embargo, todos los seres humanos están inmersos en una cultura. Por
lo tanto, la única manera posible —y deseable— de criticar una cultura
es desde dentro de ella misma, con la idea de redimirla, no de
descartarla, lo que además sería imposible. (Ver el estudio sobre el
pensamiento dependiente del sistema en el capítulo 4).

Luces de Navidad en octubre

ientras pensaba cómo caracterizar nuestra


M cultura, no podía desprenderme de una
imagen mental. Una noche, mientras
conducía de regreso a casa, a mediados de
octubre, pasamos por una casa en las afueras de
la ciudad: ya estaba completamente decorada
para Navidad y con las luces encendidas. ¿Sería
por Halloween? No lo creo, predominaban las
luces rojas y verdes. Tampoco era un comercio
(ya todos conocemos a los los papás noel de
chocolate que comienzan a añejarse en las
góndolas de los supermercados desde septiembre
en adelante). Era una casa particular; al parecer,
a los dueños les encantaba tanto la Navidad que
habían decidido comenzar a celebrarla dos meses
antes.
No me ofenden las celebraciones navideñas
prematuras; no se trata de un asunto moral,
pero esta imagen nos servirá para guiar nuestras
observaciones sobre la cultura contemporánea.
1. La imagen se origina en la vida ordinaria
de gente común y corriente en una ciudad del
medioeste estadounidense que se denomina a sí
misma: «Smalltown, USA». Los patrones
culturales que intentamos describir no son las
últimas cavilaciones artísticas de una compañía
de teatro vanguardista, sino las pautas presentes
en la vida de las personas en muchos hogares de
Estados Unidos, conformadas por varias
influencias populares.
2. La imagen revela un patrón de
gratificación instantánea. No hay nada inmoral en
tener luces navideñas en otros meses del año,
además de diciembre. Las luces no tienen nada
de malo (en realidad, son hermosas), pero
reflejan un supuesto que gobierna nuestras vidas:
cualquier cosa que queramos, tenemos derecho a
tenerla, y deberíamos tenerla ¡ya! En
consecuencia, somos una cultura saturada con un
sinfín de oportunidades para la diversión. Por
ejemplo, la televisión por cable permite que
nuestra familia reciba veinticinco canales. Sin
embargo, hay noches en que «no hay nada para
ver en la tele». Entonces, complementamos
nuestra dieta televisiva con el menú ofrecido por
una docena de salas de cines próximas a nuestra
casa; algunas con capacidad para proyectar
hasta diez películas al mismo tiempo. Además,
hay eventos deportivos, espectáculos musicales,
juegos de video, parques y espacios recreativos .
. . y ni siquiera vivimos en una gran ciudad.

Nuestra cultura se caracteriza en parte no solo porque exigimos la


gratificación instantánea de nuestros deseos, sino porque también
estamos acostumbrados a obtenerlos. Si nuestros salarios son
adecuados, podemos adquirir lo que deseamos. Si no contamos con
dinero, sentimos que se nos priv a de algo a lo que tenemos derecho. En
otras palabras, no solo esperamos ser gratificados al instante, sino que
también nos creemos con derecho a esa gratificación.
Como resultado, en nuestra sociedad, y a nada es «especial».
Estamos saciados, sobresaturados, y aún queremos más. Todo está a
nuestro alcance, salv o en términos de cantidad. A este punto quería
llegar: como nada es especial, y a nada importa realmente. A
continuación, examinaremos cómo opera esta actitud en términos de
v erdad, bondad y belleza. Por ahora, asignémosle un nombre a este
fenómeno: nihilismo. Podemos definir el nihilismo como la actitud según
la cual nada tiene v alor absoluto, todas las cosas son igual de absurdas.
Lamentablemente, cuando observ o nuestra cultura contemporánea, v eo
que la filosofía suby acente es crecientemente el nihilismo. A mediados de
los sesenta, un número de escritores cristianos postularon que los no
cristianos contemporáneos tenían solo dos alternativ as: la angustia o
una huida a la sinrazón.3 Nos referimos a este argumento en el capítulo
5, cuando analizamos el ateísmo. En aquella ocasión dijimos que:

la persona sin Dios no tiene una base racional de v alores


obligatorios y , no obstante, los necesita para v iv ir (el
«piso de abajo»);
dicha persona únicamente puede adoptar v alores
obligatorios si tiene huidas irracionales y se aferra a algo
que en realidad contradice su cosmov isión (el «piso de
arriba»).

Lo que ahora observ amos, como parte de nuestra cultura, es la


reacción a v iv ir en el piso de arriba demasiado tiempo. La gente se da
cuenta de que los v alores que guían su v ida son solo huidas
irracionales; no deriv an de nada objetiv o. En consecuencia, su huida es
tan buena como la mía: ambas son igual de irracionales y , entonces, ni
siquiera tiene sentido preguntarse cuál es la correcta. En un sentido,
todas son correctas; en otro sentido, ninguna lo es. En realidad, nada
importa. Las luces de Nav idad en octubre no son solo una decoración
inocente y agradable: son también un símbolo profundo de una cultura
que perdió su rumbo. Veamos ahora, más específicamente, lo que
sucede con la v erdad, la bondad y la belleza en este contexto.

La verdad
He dedicado todo este libro a estudiar la v erdad: a partir de su
posibilidad, pasando por su método y hasta su aplicación al cristianismo.
Demostramos que (a) es posible conocer la v erdad y (b) podemos
mostrar que el cristianismo es v erdadero. A hora nos detendremos para
considerar qué tratamiento recibe la v erdad en nuestra cultura.
Hoy en día, en general, el abordaje más popular a la v erdad es el
relativ ismo, que y a analizamos en el capítulo 2. El relativ ismo enseña que
hay muchas v erdades religiosas v álidas. El cristianismo quizás sea
v erdad, tanto como tal v ez lo sean las tradiciones religiosas que lo
contradicen. Esta cita de Marcus Bach es representativ a: «Me parece
que las grandes religiones deberían v erse como dialectos diferentes que
el ser humano usa para hablar con Dios, y Dios con el ser humano».4
Esta afirmación implica que hay una realidad fundamental, descrita con
la palabra «Dios». Las div ersas religiones, con sus conceptos, imágenes,
mitos y lenguajes, son diferentes maneras de relacionarse con Dios. Este
tipo de afirmación (de av anzada, cuando se postuló por primera v ez en
1961) sirv ió de punto de partida para lo que luego se conv irtió en una
idea conv encional hacia fines del siglo pasado. Es una v ertiente
particular de relativ ismo, que podríamos denominar inclusiv ismo. Sin
embargo, conllev a grandes problemas.
1. El inclusiv ismo no permite la inclusión de una religión
exclusiv a. A lgunas religiones se presentan como el único camino a Dios;
por ejemplo, el cristianismo. Jesús dijo: «Yo soy el camino, la v erdad y
la v ida; nadie v iene al Padre sino por mí» (Juan 14:6, NBLH).5 Hay solo
dos opciones lógicas ante afirmaciones de este tipo: (1) el cristianismo es
falso o (2) el cristianismo es exclusiv amente v erdadero. El cristianismo
no puede ser v erdadero mientras otras religiones sean igualmente
v erdaderas. Para que sea v erdadero, sus postulados deben ser
v erdaderos: entre ellos, ser el único camino a Dios. Si esta premisa fuera
falsa, el cristianismo dejaría de ser v erdadero. A lgo no puede ser falso y
v erdadero al mismo tiempo. Por supuesto, algo muy semejante al
cristianismo todav ía podría ser v erdadero: un cristianismo despojado de
todos sus postulados de exclusiv idad. No sería un cristianismo bíblico,
sino un sucedáneo para conformarse a las tesis del inclusiv ismo. Si
alguien deseara acomodar el cristianismo al inclusiv ismo, tendría que
tener alguna buena razón para pensar que el inclusiv ismo es v erdadero.
Consideremos cuál es su posible respaldo.
2. El inclusiv ismo carece de ev idencia. ¿Qué podría ser
considerado ev idencia a fav or de la afirmación de Marcus Bach? ¿Cómo
saber que cuando hablamos de Dios nos referimos a la misma realidad?
Una respuesta a esta pregunta podría ser el principio de la identidad de
los indiscernibles, que usamos en el capítulo 6 para demostrar que solo
puede haber un Dios. En aquella oportunidad, afirmamos que el
principio postula que si dos cosas comparten las mismas propiedades,
entonces son idénticas; se trata de la misma cosa. Si podemos mostrar
que Dios, como lo concibe cualquier religión, siempre tiene las mismas
propiedades, este principio nos llev aría a concluir que todas las
religiones adoran al mismo Dios.
Nada más alejado a la v erdad. Mientras escribo estas líneas,
recuerdo un día en Singapur, hace unos meses. En la mañana, un
grupo de estudiantes y y o asistimos a una reunión de equipo de
Juv entud para Cristo. Cantamos himnos, oramos y escuchamos una
exposición sobre la epístola de Santiago. En la tarde, v isitamos un
templo hindú, en ocasión de la fiesta Taipusan, una celebración local
para el dios Muruga.6 Nos quedamos de pie en el templo y observ amos
cómo los dev otos de Muruga se perforaban la piel con largos pinchos
con pesas (los «k av adi»), se atrav esaban las mejillas y la lengua. Luego
caminaban por la calle, con el acompañamiento de cánticos en los que
celebraban el «v el», la espada de Muruga. Mientras observ aba los
rituales, reflexioné en el eslogan contemporáneo: «Todos adoramos al
mismo dios; solo que le damos nombres diferentes». No podía dejar de
pensar en lo inadmisible que es dicha noción. Las diferencias entre el
Cristo a quien y o adoré en la mañana y el Muruga v enerado por estos
hindúes eran insalv ables. Jesús llev ó la cruz y fue traspasado por
nosotros; Muruga exige que nosotros llev emos el «k av adi» y que nos
traspasemos el cuerpo para aplacarlo. Quizás hay a analogías a niv el
triv ial (ambos son dioses, son objeto de adoración), pero es casi
imposible que sean similares en lo que v erdaderamente importa, mucho
menos que exista el tipo de semejanza requerido por el principio de la
identidad de los indiscernibles. Por lo tanto, el principio no confirma el
inclusiv ismo.
Sin embargo, Bach no apela al principio de la identidad de los
indiscernibles. Hace su afirmación al principio de un libro en el que
muestra cómo operan las religiones en la v ida de personas
pertenecientes a div ersas confesiones. Su tesis parece ser que, como
todas las religiones operan de la misma manera en la v ida de las
personas, debe haber una realidad común a todas ellas.
La premisa de este argumento, que todas las religiones cumplen
un papel similar en la v ida de las personas, solo debería ser posible
v erificar empíricamente. La experiencia de Bach lo conduce a realizar
esta afirmación, aunque mi experiencia me llev a a cuestionarla, salv o en
términos tan generales que carecerían de v alor. A un dentro de una
religión, los fieles participan por motiv aciones drásticamente diferentes:
para asegurarse beneficios materiales o para compensar el no tener
bienes materiales, para esforzarse a fin de obtener el perdón de los
pecados o para expresar su gratitud por haber sido perdonados, para
transformar el mundo o para huir de él, etc. No creo que sea posible
confiar en todo lo que la gente dice sobre su religión y concluir que
todas operan de la misma manera.
A un si la premisa de Bach fuera v erdadera, esto no permitiría
inferir su conclusión. Imaginemos dos hombres, Fred y Rick y , casados
con dos mujeres, Ethel y Lucy . Si bien podríamos suponer que Ethel se
relaciona con Fred más o menos de la misma manera en que Lucy se
relaciona con Rick y , eso no es razón para pensar que Fred y Rick y
están casados con la misma mujer, y que «Ethel» y «Lucy » son
simplemente dos nombres diferentes para una sola realidad femenina. La
única posibilidad para ello sería que ambas compartieran las mismas
propiedades (y que ocuparan además el mismo espacio al mismo
tiempo), algo que claramente no es el caso. De la misma manera,
tampoco podemos concluir que si todas las religiones operan de forma
similar, entonces se refieren a la misma realidad. Esta afirmación
simplemente da por sentado lo que pretende demostrar, porque no
todas las religiones comparten las mismas propiedades (como hemos
v isto). Por lo tanto, la experiencia no respalda el inclusiv ismo.
¿Qué podría serv ir como ev idencia del inclusiv ismo? A nalicemos
con más detalle la afirmación de Bach. Él no se refiere en realidad a
todas las religiones, sino solo a las «grandes religiones». Su afirmación
no es totalmente inclusiv a porque deja un margen de maniobra en caso
de que la ev idencia así lo requiera. Podría mostrar, por ejemplo, que
una religión específica no está incluida en esta concepción, Bach tendría
la posibilidad de alegar que no se trata de una «gran religión». En
última instancia, queda a su entera discreción cómo emplear la
ev idencia.
Profundicemos aún más. La afirmación además no apela al
empirismo. Bach dice: «Me parece que . . . ». No postula una
conclusión basada en la ev idencia, sino una suposición para abordar la
ev idencia. Preguntarnos qué podría v aler como prueba para
corroborar su afirmación, en realidad, es irrelev ante. A la luz de su
suposición inicial, poco importa la ev idencia.
3. El inclusiv ismo llev a al nihilismo. Nos hemos detenido a analizar
en detalle una afirmación inclusiv ista y la ausencia de ev idencia a fin de
dejar bien en claro nuestro propósito. El inclusiv ismo religioso
contemporáneo (y el relativ ismo en el que se basa) no obedece a
ninguna conclusión de la inv estigación académica, y a que no cuenta
con ningún respaldo empírico. El inclusiv ismo es lisa y llanamente una
suposición dogmática. El dogma es el siguiente: Todas las religiones son
igual de v erdaderas. Todos los puntos de v ista son igualmente
v erdaderos. Las diferencias y los grados de plausibilidad no tienen
v erdadera importancia.
Llegamos, entonces, al resultado nihilista de este asunto. Es
aceptable ser religioso. Es aceptable no ser religioso. Cualquier religión
que uno escoja es aceptable. Simplemente, no importa. En definitiv a, el
relativ ismo llev a al nihilismo.
4. El nihilismo llev a al autoritarismo. Esta progresión no termina
en el nihilismo. A unque parezca paradójico, un abordaje nihilista de la
v erdad nos arrastra a una noción autoritaria de la v erdad. La lógica de
esta tesis es simple. Vimos que en un esquema basado en el relativ ismo
no hay v erdad objetiv a; no hay manera de establecer la v erdad
apelando a la realidad objetiv a. Como planteamos en el capítulo 2, nadie
puede v iv ir de esa manera. Necesitamos v iv ir sabiendo que la v erdad se
opone a la falsedad. ¿Dónde podría originarse dicha v erdad? La única
posibilidad es que la v erdad sea definida arbitrariamente. En el caso de
una cultura o sociedad, la v erdad tendría que ser definida por
quienquiera que ocupe una posición de autoridad: la iglesia, la
academia, los medios de comunicación y , en última instancia, el poder
político. Cuando la prerrogativ a de decidir la v erdad (la de decretarla,
no descubrirla) queda en manos de un grupo de personas con
suficiente poder para imponer su resolución, estamos bien en camino
hacia una sociedad autoritaria.
En el capítulo 2, aludimos a la cantidad de gente bien
intencionada que acepta el relativ ismo por un malentendido. Creen que
entender la v erdad como algo objetiv o conduce a la intolerancia y la
persecución. Una mirada a la dinámica de la historia muestra que no es
así como se desarrollan las sociedades autoritarias. La intolerancia es la
primera y última función del poder; la manera de entender la v erdad no
desempeña ningún papel. Quienes están v erdaderamente conv encidos
de la v erdad objetiv a, no tienen nada que temer de la libertad de
inv estigación ni de la representación de puntos de v ista opuestos. Que
una sociedad dictatorial recurra a suprimir los puntos de v ista que se
opongan a ella demuestra que dicha sociedad no se basa en la v erdad
objetiv a, sino en la opinión de quienes detentan el poder.
Para poner punto final a este caso —y dejar sentada una protesta
pública—, expondremos las debilidades de un mito muy de moda en la
actualidad. Con frecuencia me señalan que, dada mi condición de
profesor ev angélico, afiliado a una v isión objetiv a de la v erdad,
contribuy o a fomentar la intolerancia en el mundo. Luego me inv itan a
aceptar el relativ ismo, porque supuestamente es una v isión oriental de la
v erdad, y engendra la tolerancia. A ldous Huxley , por ejemplo, echó la
culpa de la intolerancia que ocasionalmente caracterizó la historia
europea a una v isión objetiv a de la v erdad y recomendó adoptar una
actitud mística e intuitiv a, ejemplificada en el pensamiento hindú.7 Dichas
recomendaciones, por más bien intencionadas que sean, simplemente
no tienen ningún asidero en la realidad. La sociedad hindú tradicional,
con su sistema de castas, no es otra cosa que un racismo
institucionalizado. A lgunas de las guerras más sangrientas del siglo xx se
libraron en el subcontinente indio por motiv os religiosos. Mi intención
no es criticar la India ni la religión hindú, sino señalar que una
perspectiv a oriental de la v erdad no es ningún resguardo contra la
intolerancia. La intolerancia simplemente no es consecuencia de una
concepción particular de la v erdad, sino producto de las luchas por el
poder. Cuando el relativ ismo se conv ierte en nihilismo, allana el camino
para dicho autoritarismo.
¿Cómo saber si v amos camino a una sociedad autoritaria? Los
siguientes indicios son premonitorios:

Cuando la gente intenta imponer su punto de v ista


mediante la fuerza, en v ez de promov er el debate de
ideas y razones.
Cuando la gente siente la necesidad de reescribir la
historia para conformarla a su punto de v ista.
Cuando la gente apela a las autoridades en el gobierno,
como la Suprema Corte de Justicia o los legisladores,
para decretar qué es la v erdad.
Cuando las escuelas, para elaborar sus programas de
estudio y seleccionar los libros de texto, se guían más
por motiv aciones políticas que por objetiv os
pedagógicos.
Cuando la información se ev alúa en función de lo bien
que sirv e para promov er fines políticos, y no sobre su
condición de v erdad.
Cuando se hace ev idente que la gente prefiere sentirse
cómoda con una mentira conocida que incómoda con la
v erdad.

Mientras escribo estos puntos, pienso en ejemplos que atrav iesan


todo el espectro político. Por eso no está claro quién se impondrá: si la
«izquierda», la «derecha» o el «centro»; pero es ev idente que estas
dinámicas operan en nuestra cultura. Hace v einticinco años, v arios
escritores adv irtieron que si no retomábamos una v isión objetiv a de la
v erdad, acabaríamos en la confusión y la anarquía. El caos y a está aquí.
El siguiente paso será una sociedad autoritaria.

La bondad
Un juev es de nov iembre de 1990, un jugador de la NBA fue
acusado por solicitar serv icios de una prostituta; lo arrestaron, lo
encarcelaron, lo procesaron, y lo dejaron en libertad con tiempo
suficiente para presentarse en los últimos minutos del partido de
baloncesto de su equipo. Cuando llegó al estadio, los espectadores (al
tanto de las noticias) lo recibieron con una ov ación, y v olv ieron a
aplaudirlo cuando entró a la cancha para jugar. Los jugadores de
baloncesto, como cualquier persona en cualquier lugar y en todas las
épocas, son falibles, pero la reacción del público es representativ a de
nuestra cultura. Dudo que aprobaran la conducta del jugador; pero
con su reacción, manifestaban que no era importante. Eso fue
precisamente lo que expresó uno de sus compañeros de equipo en una
declaración a la prensa.8
Este ejemplo ilustra que nuestra cultura está al borde del nihilismo
respecto a la moral. Ya no tenemos normas claras sobre el bien y el mal,
pero sentimos que tampoco las necesitamos. Simplemente, no importa.
Esto no quiere decir que nuestra cultura promuev a la
inmoralidad. Dicha noción es más fácil de sostener desde el púlpito que
en la v ida real. Los predicadores que afirman que y a no hay más moral
en la telev isión, probablemente tampoco la miran. Podemos resumir un
supuesto código de ética que la may oría de las comedias
contemporáneas (como mínimo) parecen suscribir la may or parte del
tiempo.

Sé siempre fiel a ti mismo.


Sé siempre leal a tus amigos (salv o que implique v iolar la
norma anterior).
A cepta siempre a los demás y sus conv icciones. ¿Quién
sabe? Tal v ez al final ellos tengan razón.
Hijos: reconozcan que sus padres son solo humanos y
estén dispuestos a perdonarles sus conductas egoístas e
irreflexiv as (una completa inv ersión de los días de
Theodore «Beav er» Cleav er).
Las relaciones sexuales son muy especiales. No se
acuesten nunca con alguien si no están seguros de que
de v eras su pareja les cae bien. No juzguen a quienes
todav ía no han alcanzado este niv el de sofisticación
moral.

Por supuesto, esta moral está más diluida que una sopa digna de
un orfanato sacado de una nov ela de Charles Dick ens. Sin embargo,
representa a grandes rasgos el estado de nuestra cultura, en términos
de moral. Ya no hay consenso moral y , por ende, nos ocultamos detrás
de lugares comunes que no significan nada desde un punto de v ista
moral y relacional. En los hechos concretos, no hay mucho para decir
pero, de todos modos, en realidad no importa siempre y cuando «uno
sea fiel a sí mismo».
Este es el mensaje que nos bombardea día tras día. A parece en
forma endulcorada en los espectáculos de telev isión, en la música de
moda y en los editoriales de la prensa. Se repite con v ehemencia en la
música destinada a la cultura juv enil de hoy . Un grupo de rock ,
Metallica, declara que no nos debe importar nada excepto uno mismo
porque «todo lo demás no importa».
Es imposible que una sociedad sobrev iv a en el caos moral
absoluto. Para asegurar que continúe funcionando, tarde o temprano
será necesario encontrar un código o política moral. Si no existe, uno se
impondrá. A cabaremos con una moral social patrocinada por un
gobierno. El nihilismo moral también conduce al autoritarismo.
Parece una paradoja, porque la idea del relativ ismo ético es ser
tolerante. En realidad, parecería que la tolerancia es el único v alor
univ ersal que nos queda. Todos deberíamos respetar los v alores de los
demás, siempre. Por desgracia, la apuesta a la tolerancia es mucho más
ambigua que su expresión. Solo una persona que cree que el bien y el
mal están basados en algo más que las preferencias humanas (por
ejemplo, en la v oluntad div ina) y que los juicios de v alor no son
responsabilidad humana puede ser v erdaderamente tolerante.9 Quienes
creen que el bien y el mal se basan puramente en las decisiones
personales y que depende de cada uno hacer v aler esa decisión, no
pueden ser tolerantes. Desde una perspectiv a puramente lógica, pueden
ser tolerantes en cierta medida, hasta que alguien v ulnere sus
preferencias personales. Es decir, la tolerancia es la v irtud suprema,
pero entendida dentro de lo que es aceptable para ellos. Cuando un
juicio de moral contraría sus propias preferencias, son tan intolerantes
como los demás.
Lamentablemente, entonces, concluimos que el caos moral se
cierne sobre nosotros. Detrás de una fina capa superficial de moralina
y ace una tierra baldía en la que no hay nada malo y , en definitiv a,
tampoco hay nada completamente bueno. Mientras que nuestra cultura
no recupere un fundamento objetiv o de la moral, el fantasma del
autoritarismo se cierne como la única salida v iable a esta confusión.

La belleza
Un aspecto importante de una cultura es el arte que produce.
Tradicionalmente, el arte es la expresión de lo que una cultura considera
bello. ¿Qué cosas encontramos bellas en nuestra cultura? Muchos quizás
consideren que esta pregunta no es pertinente y tal v ez se sientan hasta
ofendidos. Todos sabemos que «la belleza está en la mirada del
observ ador», ¿no es así? Nadie tiene derecho a pronunciarse
dogmáticamente sobre qué es bello y qué no lo es. Con respecto a este
tema, aun los cristianos han absorbido esta corriente de nihilismo y
aceptan que los estándares de belleza no existen o que no importan. Lo
único que importa es que alguien encuentre que algo es agradable.
La afirmación «la belleza está en la mirada del observ ador» es en
extremo ambigua. Podría interpretarse de dos maneras:

Es necesario que hay a un observ ador para reconocer la


belleza dondequiera que esté. Para identificar la belleza
se requiere la presencia de alguien que la v ea. Este
significado podría darse, por ejemplo, cuando un
orfebre reconoce la belleza de un diamante en bruto.
La belleza es cualquier cosa que alguien quiera que sea.
El observ ador decide qué es lo bello para él, sin ninguna
referencia a una noción objetiv a de belleza.

Nuestra cultura entiende la naturaleza de la belleza en este


segundo sentido. No hay criterios para determinar qué constituy e el
buen arte. Todo lo que una persona quiera producir es tan bueno
como cualquier otra cosa. La apreciación de una persona comienza y
termina con láminas de paisajes campestres y adornos de porcelana;
otra persona (un profesor de arte que tuv e) coloca dentro de un marco
un pedazo de capa asfáltica que encontró en la carretera y considera
que es una buena expresión artística. Todo v ale. No hay criterios. Nada
importa.
¿No importa? Sí, importa porque el arte no es neutral. Una obra
de arte es una forma de comunicación. Con su creación, el artista
comunica algo sobre su experiencia, su actitud hacia el mundo o su
v isión de él. Un v erdadero artista no se limita a hacer un lindo cuadro.
Desea transmitir algo sobre cómo podría v erse el mundo. El arte realiza
afirmaciones; en consecuencia, importa.
Este tipo de discusión estuv o en el tapete hace unos años, en
relación a las obras de A ndres Serrano y Robert Mapplethorpe. Serrano
produjo un escándalo con su «Piss Christ», un crucifijo sumergido en
un v aso de su propia orina. El Centro de A rte Contemporáneo de
Cincinnati fue acusado de atentado al pudor, por exponer fotografías
homoeróticas y sadomasoquistas de Mapplethorpe (quien y a había
muerto de sida). El museo fue absuelto; el jurado se conv enció de que
aun si el arte es obsceno, es arte y , en consecuencia, es autónomo y no
está sujeto a los v alores morales. Owen Findsen, el crítico de arte del
Cincinnati Enquirer se alegró de la sentencia, porque «el mal existe en la
mirada del observ ador».10
Esto es nihilismo estético, y es tan problemático como el nihilismo
en cuestiones de v erdad y moral. El arte no tiene que ser bello y
realista. Quizás nos interpele o perturbe, pero no debería ser
destructiv o. La celebración de Serrano de los fluidos corporales11 o las
imágenes de Mapplethorpe de desnudos masculinos, en las poses más
repulsiv as que uno pudiera imaginar, destruy en la dignidad humana y
reducen la humanidad a meros organismos físicos intrascendentes. Estos
artistas hacían una afirmación con sus obras y , en última instancia,
transmitían la autodestrucción. Si nada importa, el artista tampoco
importa. A l destruir la realidad, el artista se destruy e a sí mismo.
No se trata de reprimir la libertad de expresión, aunque a v eces
se conv ierte en un caso de censura, como v eremos a continuación. En
principio, se trata de determinar el significado del arte y de establecer
que no es neutral. Habremos av anzado mucho en este tema si la gente
llegara a comprender cómo muchas obras de arte contemporáneo
propagan un mensaje nihilista sobre la v ida y la moral. Mapplethorpe no
se cruzó por accidente con las escenas que registró con su cámara.
Fueron tomas planeadas, montadas y arregladas deliberadamente para
transmitir sus ideas.
No es sorprendente que el nihilismo en el arte también contenga
las semillas del autoritarismo. La controv ersia Serrano/Mapplethorpe se
hizo pública porque eran obras financiadas con fondos federales. Hubo
indignación pública y se reclamó que el gobierno censurara el arte
patrocinado con fondos públicos. La comunidad artística protestó e
insistió en su derecho a la libertad de expresión y la creativ idad. Nadie
debería pensar que el arte es políticamente neutral. Hoy en día, el arte
está al serv icio de muchos intereses políticos: el resultado lógico del
nihilismo. Si el contenido y el método en el arte no importan, quien
quiera puede usar el arte en prov echo propio con impunidad. Como
resultado, se conv ierte en el portador de las ideas políticas del artista y
así debería juzgarse. Para confirmarlo, bastará un somero relev amiento
de la sección de arte en cualquier rev ista popular de noticias. Será difícil
eludir al menos un mensaje político implícito: y a sea sobre el medio
ambiente, feminista, de tipo reaccionario, lo que sea.12 Este fenómeno
es realmente una señal de la actitud nihilista que conv ierte al arte en una
mera función del capricho humano. El arte queda librado a los
caprichos de quien quiera que esté en el poder. Una de las primeras
medidas de los gobiernos autoritarios ha sido siempre la de supeditar las
artes a sus fines. Como no hay criterios, la única manera de ev aluar el
arte es si contribuy e o no a las metas de la sociedad. La única defensa
contra eso es la conv icción de que el arte tiene integridad propia.
Quisiera resumir esta sección. La confusión en nuestra cultura
respecto a la v erdad y la moral también se refleja en nuestro arte.
Hemos adoptado una actitud nihilista ante el arte, según la cual no hay
criterios y nada importa. Es una actitud autodestructiv a porque, en
última instancia, llev a a la destrucción del artista y priv a al arte de todo
significado. Por ende, el arte podría conv ertirse en un instrumento del
autoritarismo.

Un fundamento objetivo
El caos de nuestra cultura con respecto a la v erdad, la bondad y
la belleza es consecuencia del empeño en construir cosmov isiones sin un
fundamento objetiv o. El cristianismo, como defendimos en este libro,
constituy e dicho fundamento objetiv o.
La v erdad: Comenzamos con la realidad y describimos la v erdad
como aquello que se ajusta a la realidad. Incluy e a Dios, quien se rev eló
en las Escrituras y en Cristo.
La bondad: Dios es bueno y Sus mandamientos son buenos. La
base de la moral es la naturaleza de Dios, como está expresada en Su
div ina v oluntad.
La belleza: Dios creó una realidad que es objetiv amente bella. El
artista explora la naturaleza de la realidad dentro del marco de su
subjetiv idad, pero no puede descubrir la realidad si prescinde de los
criterios div inos de belleza y bondad.
Necesitamos tener clara esta relación lógica: El cristianismo no es
v erdadero porque llena el v acío de la cultura contemporánea, sino que
llena el v acío porque es v erdadero. El cristianismo no limita toda la
v erdad a la v erdad de la fe cristiana, sino que aporta un supuesto del
mundo que posibilita la exploración de la v erdad, la bondad y la belleza.
Hemos demostrado que el cristianismo es v erdadero. También
demostramos que responde al v acío humano tal como es ev idente en
nuestra cultura. Por tanto, la conclusión de todo este desarrollo es una
respuesta personal. No es una cuestión meramente intelectual. Si
nuestros argumentos fueron efectiv os, no podemos limitarnos a
reconocer la v erdad y el error filosófico. Necesitamos responder
personalmente al mensaje del cristianismo. Esto significa poner nuestra
fe en Jesucristo.
Los debates intelectuales son importantes, como hemos enfatizado
a lo largo de todo el libro, pero no son un fin en sí mismos. Son
esenciales solo porque apuntan al que es nuestro Redentor personal.
Jesucristo prometió: «Conoceréis la v erdad, y la v erdad os hará libres»
(Juan 8:32, RVR1960). A hora podemos responder los últimos casos.

Respuesta al caso 1: Espero que mi adhesión a la verdad no me convierta en arrogante.


Si así fuera, estaría pecando y necesitaría que Dios obrara en mi actitud. Como analizamos
extensamente en el capítulo 2, aferrarse a la verdad no implica necesariamente arrogancia.
De hecho, es esencial. Conocer la verdad, a pesar de la humildad con que nos manejemos,
implica que quienquiera que sostenga lo contrario está en el error. El teísmo cristiano y el
panteísmo hindú son mutuamente excluyentes, así como las creencias y prácticas de otras
religiones. La tesis inclusivista no puede ser verdadera, como mostramos en este capítulo.
Con el debido respeto y humildad hacia la gran mayoría de mis congéneres, la gracia de
Dios nos permite acceder a la verdad que los seres humanos necesitan escuchar.
Recordemos que esta no es una cuestión de imperialismo religioso, sino de redención
mediante el único camino que Dios ha provisto.

Respuesta al caso 2: Varios de mis estudiantes en aquella clase nunca entendieron qué
pretendía con mi pregunta, ni siquiera después de media hora más de discusión. Tienen
grabado a fuego el dogma actual de que no hay diferencia alguna entre la moral y la
decisión de elegir café o té, pizza con pepperoni o anchoas: es simplemente cuestión de
gustos personales. La posibilidad de que haya una base objetiva para decidir entre el bien y
el mal les resultaba una idea inaccesible.
Esta situación fue fascinante porque algunos de estos mismos estudiantes fueron
quienes más discutieron cuando debatimos algunos casos de moral. Defendieron sus
puntos de vista con fervor y entusiasmo, aun cuando no entendían la noción de tener una
base para sus juicios de valor moral.
Esta ocasión sirvió para recordarme la necesidad de no quedarme solo con lo que
la gente dice, sino procurar discernir sus presupuestos. La gente usa el lenguaje de la
moral; todavía hablan de lo que está bien y lo que está mal. Sin embargo, con esas
palabras tal vez no quieran significar más que aquello que les agrada subjetivamente.

Respuesta al caso 3: En un sentido, el muchacho tenía razón. El cuadro pintado de blanco


contiene un profundo mensaje . . . de nihilismo. Los paneles blancos son tan artísticos
como las demás obras en el museo, ya se trate de cuadros abstractos de Picasso o latas
de sopa de Andy Warhol.
Al cristiano no tiene que agradarle un estilo de arte en particular. Mi gusto
personal no se limita al arte realista y figurativo, pero lo que el cristiano no puede hacer
es decir que no importa. En un universo creado por Dios, todas las formas de expresión
importan.

Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:

1. Definir el nihilismo.
2. Mostrar cómo y por qué el nihilismo es cada v ez más
una característica de nuestra cultura.
3. Describir el inclusiv ismo en la religión y mostrar por qué
no es una tesis plausible.
4. Demostrar cómo el nihilismo existe detrás de una moral
contemporánea superficial.
5. Ilustrar cómo se manifiesta el nihilismo en el mundo del
arte.
6. Mostrar cómo el nihilismo en la v erdad, la bondad y la
belleza conduce al autoritarismo.
7. Identificar los siguientes nombres con la contribución
aludida en este capítulo: Marcus Bach, A ndres Serrano,
Robert Mapplethorpe.

Reflexión sobre las ideas

1. ¿Qué cambios en nuestra situación física y económica


han causado las actuales corrientes culturales e
intelectuales?
2. Quienes postulan que no puede haber una v erdad
absoluta caen en una paradoja, porque su postulado y a
es de por sí una v erdad absoluta. ¿Por qué, entonces,
continúan defendiendo esta noción?
3. ¿Cómo se representa un código moral objetiv o dentro
de un sistema político basado en el pluralismo? ¿En qué
lugar la libertad cede ante el interés por el bienestar
moral de la sociedad?
4. «Los criterios del arte» es un concepto muy ambiguo.
¿Cuántas capas de significado puede usted descubrir en
esta idea? ¿Cuáles son expectativ as legítimas que
podemos esperar de un artista?
5. Muchas controv ersias actuales se centran en la
posibilidad de decidir si una obra constituy e una
expresión artística o un atentado al pudor. ¿Es v álida
esta alternativ a? ¿Es posible que una obra sea
legítimamente arte y , sin embargo, obscena?
6. ¿Cuál debería ser la función del gobierno en la
promoción de la v erdad, la bondad y la belleza?
7. Si Jesucristo es la respuesta a las preguntas que nuestra
cultura no puede responder, ¿por qué hay tantas
personas que hacen todo lo posible para eludirlo?

Lecturas adicionales
Carl F. H. Henry , Twilight of a Great Civ ilization (Westchester, IL:
Crossway , 1988).
H. R. Rook maak er, Modern A rt and the Death of a Culture (Downers
Grov e, IL: InterVarsity , 1970).
Francis A . Schaeffer, Huy endo de la razón, trad. José Grau (Barcelona:
Ediciones Ev angélicas Europeas, 1969).
Helmut Thielick e, Nihilism (Nuev a York : Schock en, 1969).

1 Los filósofos, al menos desde Platón, han visto estas tres categorías como
preocupaciones importantes. Platón pensaba que «lo verdadero», «lo bueno» y «lo bello»
eran reales en sí mismos. Ver La república 6, 507B.
2 Edward B. Tylor, Primitive Culture (Londres: Murray, 1871), 1.
3 Uno de los análisis más populares lo constituye Francis A. Schaeffer, The God Who
Is There (Downer’s Grove, IL: InterVarsity Press, 1968).
4 Marcus Bach, Had You Been Born in Another Faith (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-
Hall, 1961), ix.
5 Recuerde que en el último capítulo mostramos que esta proposición de exclusividad
es esencial al cristianismo. Cristo es nuestro único acceso a Dios porque solo Cristo expió
nuestro pecado.
6 Muruga es también conocido por otros nombres (y diversas grafías). Es probable que
su veneración comenzara en el sur de la India y luego fuera absorbido en el panteón hindú.
En la actualidad, se lo identifica con Kartikeya o Skandar, el dios hindú de la guerra. En la
mitología hindú es hijo de Shiva, el heridor, y de Paravati, su esposa. Su hermano es
Ganesha, el dios con cabeza de elefante, Destructor de Obstáculos.
7 Aldous Huxley, The Perennial Philosophy (Nueva York: Harper & Row, 1944), 140-141.
8 Los Angeles Times, 16 de noviembre de 1990.
9 Esto no significa que quien crea en Dios como el origen de los valores éticos sea
necesariamente una persona tolerante. Hay muchos que profesan la moral cristiana y son
extremadamente intolerantes.
10 Art News 89 (diciembre 1990), 10.
11 Ver Art News 89 (abril 1990), 163.
12 Para confirmar este punto, consulto el ejemplar de Newsweek que me acaba de
llegar en el correo y leo: «Al otro lado del Edén: En una nueva exposición fotográfica, el
paisaje norteamericano tradicional luce desgastado», un detallado análisis de excelentes
fotografías, con claro contenido político. Newsweek, 1.º de junio de 1992, 66-67.

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