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Ombligados de Ananse: hilos ancestrales y modernos en el Pacífico

colombiano
Jaime Arocha Rodríguez

Contenido

Agradecimientos ................................................................................................................................. 3
INTRODUCCIÓN: DE ANANSE Y SUS OMBLIGADOS .............................................................. 4
CAPÍTULO I: LA LLEGADA Y LOS TRUCOS DE ANANSE ..................................................... 18
Puerta de viaje. Sin regreso ............................................................................................................... 25
Teatro que enseña secretos ................................................................................................................ 33
CAPÍTULO II: ANANSE EN ESTEROS Y MARES ...................................................................... 40
Concheras, pianguas y jejenes en un manglar ................................................................................... 58
Chinchorros pejeros .......................................................................................................................... 70
Pilotos, bañadores y achicadores ....................................................................................................... 73
CAPÍTULO III: ANANSE EN EL BAUDÓ (DEPARTAMENTO DEL CHOCÓ): CACHARRERA
DE CONVIVENCIA ÉTNICA Y AMBIENTAL ............................................................................. 89
Modernización, biodiversidad y multietnicidad .............................................................................. 100
Guerras de dioses ............................................................................................................................ 109
CAPÍTULO IV: A MANERA DE RECAPITULACIÓN: ANANSE EN LA ESTACIÓN
IMAGINARIA ................................................................................................................................ 129
REFERENCIAS .............................................................................................................................. 142
GLOSARIO..................................................................................................................................... 159

2
Dedico este libro a
mi maestra Nina S. de Friedemann, quien falleció
semanas antes de que se publicara este libro

Agradecimientos

A Nina S. de Friedemann por haberme presentado a la deidad Araña con los nombres de
Miss Nancy y Anansi, por la generosidad con la cual compartió conmigo las páginas de su
diario en África, por la paciencia con la cual leyó los primeros borradores de este libro, y
por las sugerencias que hizo para perfeccionarlo. A la historiadora y africanista Luz
Adriana Maya Restrepo, quien me mostró que el dios arácnido y astuto también moraba en
el Baudó con el nombre de Ananse. A mi amiga Salomé Gréze Maya por haber vinculado a
Ananse con mi cotidianidad. A mi colega José Fernando Serrano cuya utopía de crear un
instituto llamado Ananse para profundizar en el estudio del puente África-América sigue
viva. Al sociólogo Fernando Cubides, miembro del Comité Editorial del Centro de Estudios
Sociales de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia,
quien me incentivó para mejorar este libro, hasta hacerlo parte de la colección que ese
centro lanza gracias al premio a la excelencia que le otorgó Colciencias en reconocimiento
por la labor realizada. A Luz Gabriela Arango, directora del CES hasta septiembre de 1998,
por la paciencia que le tuvo a Ananse mientras ayudaba a tejer las versiones finales de estos
textos. A Guillermo Díez por su trabajo editorial y por haberme presentado a la gente de
Caimanfrío.

3
INTRODUCCIÓN: DE ANANSE Y SUS OMBLIGADOS

Los ombligados de Ananse son los iniciados en la hermandad de


Araña, el dios y diosa de los pueblos fanti-ashanti del golfo de
Benín. Odioso para los esclavizadores por su amoroso egoísmo,
humor negro, petulancia, y por la ubicuidad que lo puso en los
barcos de la trata negrera que esclavizó a tantos
africanos. Odiosa para los esclavistas por la astucia con la cual
tejió redes de cimarrones, de cabildantes negros e insumisos en
Cartagena, y de bogas mensajeros que remaban los champanes
por el Magdalena. Se volvió negro cimarrón Zambe, bisexual,
bailador incansable en los carnavales de Mompox, donde cada
año castra a su hermano Tigre, que también se vino desde el
Cuna para un ombligo- África occidental, con conejo, cuervo, gato y la épica de los
árbol (zotea a orillas del trucos que Anansi practica en los bosques de Ghana.
río Baudó, Boca de Pepé)
Como puede caminar por encima y por debajo del agua, llegó a
Foto: Jaime Arocha, las selvas del Pacífico, y por un hilo que fue sacando de su
octubre 1995 barriga, bajó por el manglar a los esteros. Niños y niñas aprenden
a imitarla con la complicidad de sus papás, que les ayudan
poniéndoles polvos de araña en la herida que deja el ombligo al desprenderse.

Ricardo Castillo, de una estirpe que evoca a la de los yolofos del Senegal en África, se
identifica más bien con los mestizos colombianos. La historia que aprendió en la
Universidad Nacional de Medellín no le sirvió para preguntarse si las ombligadas de
Ananse que veía por allá en el Patía, en verdad, eran cosas de indio1. Yo a nadie le había
oído algo así. Por eso le dije que Anansi es una voz del idioma akán, emparentada con
Kwaku Ananse, Annnacy y Nansy, como muchos pueblos de la Costa de Oro del África
Occidental bautizan a una de las encarnaciones del creador del caos (Gómez Rodríguez
1997: 9). En Costa Rica, Belice, Nicaragua, Panamá, Surinam y en las islas de Jamaica,
Saint Vincent y Trinidad y Tobago también conocen al embaucador Anansi, a quien
además apodan Bush Nansi, Compé Nansi y Aunt Nancy, y «[...] en el archipiélago
colombiano [de San Andrés y Providencia] Anansi ha sido llamada Miss Nancy, [...] Gama
Nancy [y] Breda (brother, hermano) Nancy» (ibid.: 72; Pomare 1998).

1
Comunicación personal de noviembre de 1994, con motivo de la presentación del proyecto de investigación
«Bosques de guandal», cuyos resultados aparecieron en el volumen Renacientes del guandal: «grupos negros»
de los ríos Satinga y Sanquianga (Del Valle et al. 1996).

4
Como Castillo insistía en que los negros habían aprendido de los indios a ombligar con
Ananse2, terminé per preguntarme si a los africanistas y afroamericanistas les faltaba
información, y me puse a leer a Fernando Urbina:

La ombligada es una práctica mágica de los indígenas embera del Chocó con la cual se
busca potenciar al recipiendario para efectuar de manera notable una actividad específica.
También sirve para neutralizar ciertas acciones [...] La fuente de donde se extrae esa fuerza
pertenece al mundo [...] animal. Ciertas propiedades específicas de las bestias, que
encuentran en grado menor su equivalente en el hombre, le pueden ser transmitidas a éste
mediante la acción ritual de una persona que tiene el poder de ombligar [...] no a la manera
de una cosa que se toma, usa y deja, sino de un emparentarse [...] en una comunión (1993:
343).

En agosto de 1973 [Urbina tuvo...] la oportunidad de dialogar con Cachí, una encantadora
abuela embera; su sobrino, Pascacio Chamorro, [le] sirvió de intérprete:

Se cogen [las partes del animal] y se raspan sobre una tabla nueva de balso. El polvito
se revuelve con achiote diluido en agua o [...] con aguardiente. Eso se le unta al ombligado
comenzando por encima de la parte del dedo corazón de la mano derecha, desde la uña
hacia la muñeca; luego se sigue con los otros dedos, finalmente desde la muñeca hasta la
nuca, donde se fricciona repetidas veces; después se sigue con el otro brazo (no se unta en
todo el dedo, ni en el brazo; sólo se traza una línea sobre ellos). También le dan de comer
del raspado (ibid.: 346).

Mi ombligo-árbol

Aún no entiendo cómo es que un sobijo por los brazos, la espalda y la nuca merece el
apelativo de ombligada, ni cómo es que los embera terminaron dándole el mismo nombre al
mismo animal que en el golfo de Benín los antepasados de los afrochocoanos habían
bautizado Anansi. Esos afrocolombianos se denominan a sí mismos libres porque
mantienen viva la memoria de la lucha de sus antepasados por alcanzar la libertad. Ellos, en
cambio, no se ombligan cuantas veces lo consideren necesario, sino una sola vez, aunque
en el Baudó sí existen dos rituales focalizados en el ombligo del recién nacido.

El primero se celebra cuando alguien nace, y la madre entierra la placenta y el cordón


umbilical debajo de la semilla germinante de algún árbol, escogido por ella y cultivado en
su zotea desde que supo de su preñez. La zotea consiste en una canoa desechada, un cajón
grande o unas ollas viejas que ella coloca cerca de la casa sobre una plataforma de palos y
rellena con esa tierra que las hormigas dejan a la entrada de sus hormigueros. Con sus hijos,

2
De nuevo constaté la visión mestizante del historiador Castillo cuando celebramos en Bogotá el seminario
Ley 70: etnicidad, territorio y conflicto en el litoral Pacífico colombiano, entre el 27 de noviembre y el 7 de
diciembre de 1995, con el auspicio de la Universidad Nacional de Colombia (Centro de Estudios Sociales,
Departamento de Antropología e Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales).

5
la trae del monte para sembrar aliños para el tapao, descansel (Amaranthaceae, Suárez
1996) para hacerse baños durante la menstruación, en fin, yerbas para la pócima que amarre
al marido y disuada a la amante de él (ibid.). En lugares del alto Baudó, como Chigorodó,
las zoteas siempre tienen cocos en retoño, con los cuales las madres hermanan a su
descendencia. Cada niño o niña distingue con el nombre de mi ombligo a la palmera que
crece nutriéndose del saco vitelino enterrado con sus raíces el día del alumbramiento.

En Surinam los miembros del winti, una religión emparentada con el vudú del actual
Benín, tienen ceremonias comparables. Sus practicantes femeninas no sólo toman los
mismos baños rituales de las afrobaudoseñas (Stephen 1998a: 73), sino que también
entierran la placenta y «[...] sobre ese punto del jardín plantan un árbol» (ibid.: 72,
traducción del autor)3.

La segunda y última ombligada baudoseña ocurre cuando es necesario curar la herida que
deja el ombligo al separarse del cuerpo. Como en otros lugares del Afropacífico, antes de
realizar el rito los padres tienen que haber escogido un animal, planta o mineral cuyas
cualidades formarán parte del carácter del niño o niña y las cuales irán siendo incorporadas
a partir de que se esparzan los respectivos polvos sobre la cicatriz umbilical (Friedemann
1989: 102). Por esta razón es usual que, al observar a alguien, la gente trate de inferir cómo
fue ombligado. María Elvira Díaz Benítez (1998: 94) anota que en Timbiquí (departamento
del Cauca) atan la mirada triste de una persona con ombligadas de dormidera; la arrechera
de las muchachas lindas, con la pringamosa, y la de los hombres, con la Patasola4.

En Surinam, el ombligo también es objeto de interés. Una vez desprendido, «[...] se guarda
para preparar medicinas que se le dan al niño en caso de que tenga alucinaciones con un
jinete cabalgante» (Stephen 1998a: 72)5. Al interrogarlo sobre esos remedios, el médico
Henri Stephen (1998b) describió algo idéntico a las botellas balsámicas o rezadas del
Chocó.

Héroe-heroína de autosuficiencia y autonomía

Empero, Ananse es lo que menos tendría que ver con una simple apropiación ambiental. Se
trata de un animal que los esclavizados deificaron por su autosuficiencia: de su propio

3
En los ríos Güelmambí y Saija del litoral Pacífico nariñense, las afrodescendientes usan bateas de moro con
finas tallas en madera, para tener allí a sus nenes y nenas hasta el bautizo. A partir de ese momento, a la
canoita le dan el nombre del niño o la niña y la guardan en el techo de la casa (Friedemann 1989: 101). En
San Andrés y Providencia, después de dar a luz, las madres también entierran la placenta con un árbol (Forbes
1998).
4
El que la Patasola sea un ser mítico plantea el problema de cómo llegar a su cuerpo y de ese modo obtener
los polvos necesarios para hacer la curación del ombligo.
5
Tanto la relación ombligo-sacralidad, como la ecuación árbol-vida ilustran lo que Mintz y Price (1992: 10)
llaman «orientaciones cognoscitivas» o sea supuestos básicos sobre las relaciones sociales o sobre el
funcionamiento de los fenómenos del mundo. Las propusieron como foco de atención para estudiar el puente
África-América, en reemplazo de rasgos culturales concretos que habían sido privilegiados por los partidarios
del modelo de encuentro para dilucidar el puente África-América.

6
cuerpo teje una casa que además le sirve para procurarse alimentos (Oakley Forbes, citado
por Gómez Rodríguez 1997: 90). En esta introducción reafirmo que Anansi saca de sus
entrañas la red que une a África con América.

Paradigma de astucia y supervivencia, Anansi embauca, engaña y crea el caos, pero


también reta a deidades más poderosas que ella, de quienes roba el fuego para dárselo a la
gente (Gómez Rodríguez 1997: 9, 49, 50). La responsabilidad «prometeica» de la heroína
africana pervive en el Chocó, además de sus conductas irreverentes y sacrílegas. Don Pío
Perea, director de la Defensa Civil en el Chocó, le contó a Nina de Friedemann de aquel día
cuando

[...] la araña era sacristán como yo en ese tiempo y [...] por comerse unas hostias la iban a
matar. Entonces, Anansi se subió a la torre más alta de la iglesia y, repicando las campanas,
gritó con una voz delgadita:

«Si Anansi muere, el mundo se acabará, la candela se apagará para siempre, la gente se
acabará también».

El cura se fue a ver quién tocaba las campanas anunciando semejantes desastres, pero como
Anansi era tan liviana, con ese cuerpo tan chiquito, no la vio y pensó que era una voz del
cielo.

Mientras tanto, la condena a muerte fue suspendida, porque la multitud de gente así lo
pidió. Pero con la condición de que dejara las malas mañas y trabajara (Friedemann y
Vanín 1991: 189, la cursiva es mía).

Como puede tener cualidades masculinas y femeninas, es de la misma filiación de Esú o


«[...] Eshu, Exú, Elegbara, Elelgba, Legba o Eléggua [deidad yoruba6 conocida] en
México, Cuba, Haití, República Dominicana, Brasil y Surinam [...] [oricha que en] el Brasil
fue liberador de esclavos y por ende el mayor enemigo de los esclavistas» (Gómez
Rodríguez 1997: 93).

Renovación africanista

Ni todos los antepasados de los afroamericanos conocían a Anansi, ni toda la gente negra se
ombliga con Araña. Sin embargo, todos si resistieron, y repudiaron y repudian la
esclavización. Ése espíritu compartido de insumisión me inspiró para escoger tanto el título
de este libro, como la metáfora que sirviera de sinónimo a la unión de las palabras
afrodescendiente y rebelde. Empero, Los ombligados de Ananse también representa la
intención de llevar a cabo nuevas investigaciones sobre los vínculos entre África y
América. En el Afropacífico esas pesquisas tendrán que averiguar con qué frecuencia

6
La asociación de esta deidad con el diablo en la simbólica de la santería la haría doblemente antiesclavista
(Adriana Maya, mensaje electrónico a propósito de Los ombligados de Ananse. París, julio 7 de 1998)

7
Ananse encarna al embaucador, qué tan usuales son las ombligadas con ella y cuáles de sus
cualidades anhelan los padres ver realizadas en su descendencia. Esta aspiración resulta de
las percepciones que tuve de Ananse durante las investigaciones que fundamentaron los
ensayos que presento en este volumen.

Estas percepciones aparecieron con nitidez en noviembre de 1992, cuando terminaba la


segunda expedición etnográfica que la Universidad Nacional de Colombia auspició en el
alto Baudó. Iniciábamos el ascenso por la serranía para llegar hasta la carretera, cuando
paramos en la casa de un campesino, quien nos ofreció algo de beber. Uno de los
estudiantes del laboratorio de investigación social vio una enorme telaraña y, asustado,
tomó su sombrero para golpear a su dueña. Nuestro anfitrión lo reprendió diciendo que si
mataba a Ananse, a él y a los de su familia les sobrevendrían muchos años de desgracias,
sin contar con los infortunios que siempre sufren los agresores de Araña.

Sorprendida, la historiadora africanista Adriana Maya me dijo: «¿has oído? Ananse, Miss
Nancy, la araña de San Andrés, la araña de los fanti también está aquí. ¿Te das cuenta de
las implicaciones de este hallazgo?»

Recordé que seis meses antes, con otro grupo de estudiantes, yo había llegado a Puerto
Echeverry sobre el río Dubasa, afluente del Baudó. Estábamos extenuados después de un
recorrido que nos había llevado por las selvas de Almendró y tan sólo queríamos algo de
beber. En la tienda donde pedimos gaseosas había una nevera tapizada de ananses. El
tendero las fue retirando con suavidad, abrió la puerta, sacó las botellas, y con la misma
dulzura las espantó para que no les hiciera daño al cerrar. En ese momento no entendimos
las intenciones del vendedor y nos limitamos a pensar que las nociones de higiene de la
gente en el río Dubasa eran muy distintas de las nuestras.

Tres años después, en un parmal sobre el río Pepé, afluente del bajo Baudó, Wilson
Ibargüen nos mostraría las ananses en plena selva y en una casa que su tío tenía para las
épocas de cosecha y cuido de los cerdos ramoneros. En este lugar había una pequeña
arboleda que rodeaba la vivienda, con decenas de telarañas intactas. En otra ocasión, doña
Luz Amira Largacha Mosquera, la síndica de las fiestas que se celebran en honor de la
santa patrona del pueblo, la Virgen de la Pobreza, interrumpió una entrevista que le
hacíamos José Fernando Serrano y yo, para señalarnos la presencia de Ananse, mientras la
tomaba en su mano y la acariciaba como a una mascota.

Pero entonces el énfasis de la investigación en curso estaba centrado en la reconstrucción


de la historia del poblamiento del alto Baudó y,por consiguiente, buscábamos dar ante todo
una respuesta a los fenómenos que enfoca el capítulo III de este volumen: las genealogías
de la gente; ver cómo era que el Baudó se había poblado de afrodescendientes; la forma
como ellos dirimían sus conflictos con los indígenas emberaes, sus vecinos; la aparición de
los símbolos de Changó en los altares funerarios o la figuración de sus rayos y centellas en

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las narrativas locales sobre el diamante de Nauca; la manera como la gente cambiaba de
orilla a sus cerdos para que se alimentaran bien sin dañar las cosechas propias o las de los
vecinos, o las prácticas pedagógicas que se empleaban para educar a los perros en
determinadas habilidades de la cacería.

Sin embargo, en ese momento sí habíamos identificado al embaucador en parábolas que


muestran sus fracasos debido a esa avaricia «que rompe el saco». Don Juan Arce las narró
el 25 de octubre de 1995, con ocasión del velorio de doña Genara Bonilla:

En Condoto, un relámpago le mostró a un minero una veta muy rica. Por la noche le dijo a
su mujer que despidiera a todas las personas que trabajaban con ellos en la mina y que tan
sólo le mostraría a ella dónde estaba el tesoro. La mujer se opuso a que les guardaran el
secreto a sus familiares y creía que más bien les deberían decir para que todos disfrutaran
de la riqueza nueva. Él se enfureció y la convenció de que fueran a abrir la veta, pero
cuando comenzó a hacerlo, la tierra embraveció, chupándose al oro y al minero ambicioso.

En la misma ceremonia, otros pepeseños contaron del hombre que halló una guaca y, al
guardársela para sí, un rayo lo desapareció de la tierra. Y seguían repitiendo cuentos que
asocian al rayo y al trueno con riquezas que, de no ser usadas con generosidad, pueden
matar a quien las halla.

En las historias de guacas y guaquería el iluminado siempre sale perdiendo debido al


egoísmo que su mujer o su compadre siempre aparecen condenando (véase Friedemann y
Vanín 1991). Y la astucia un tanto antisocial, asociada con la figura de Ananse, en el Baudó
se encarna en el zángano, oficiante mágico-religioso responsable de las trabas, conjuros y
maleficios que llevan a que una persona enferme o sea ofendida por una culebra. La
curación implica llamar a un médico raicero, cuyas botellas balsámicas y secretos operarán
si y sólo si logra descubrir y deshacer la traba respectiva.

Resistencia no ortodoxa

Empero, el héroe más anansino parecería ser el legendario Carlos Quinto Abadía, fundador
de Boca de Pepé en el bajo Baudó, bandolero conservador que exasperó al gobierno con sus
locuras anárquicas. Mediante sus habilidades mágicas podía hacerse invisible o ubicuo y,
de esa manera, despistar a los hombres armados que el gobernador mandaba para matarlo.
¿Habría sido ombligado con Ananse? Pero si no es éste el caso, ¿habría hecho como otros
afrochocoanos que, de manera consciente, mediante conjuros y oraciones buscan que Araña
los dote de sus poderes? Al respecto, Javier Echeverri (1996: 106) finaliza su narrativa
acerca de una de las fechorías que comete el Indiodiagua en Caminadó explicando que «[...]
el poder de andar sobre el agua lo da la araña anance, pero hay que hacerle su rezo cruzao».
Y el ya mencionado Pío Perea concluyó su relato sobre Anansi contándole a Friedemann y
Vanín (1991: 190) que

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Mi mayor anhelo cuando niño era poder caminar sobre el agua como Anansi.
Entonces, con mis amiguitos conseguimos la oración de Anansi para convertirnos en arañas
y poder pasar de un cuarto a otro en las casas que eran de tabla. Yo, de acólito, de sacristán
tenía que aprenderme muchas oraciones. En un santiamén aprendí la de Anansi. Decían que
en Semana Santa las oraciones eran más efectivas. Entonces, nos íbamos varios niños al
San Juan, al mediodía y uh, a las 12 de la noche, nos zambullíamos en el agua y abajo
rezábamos tres veces con potencia, sin respirar, sin salir a la superficie:

¡Oh, divina Anansi,

préstame tu poder!

para andar como tú

sobre las aguas del río,

sobre las aguas del mar,

oh, divina Anansi

Friedemann (1998b) rememora este encuentro y lo complementa:

Pío se dirigía a Ananse de cerca. Como se hace con las deidades africanas, sin
intermediarios. Se reía y sonreía porque, pese a recitar la invocación, sabía muy bien qué se
estaba guardando para sí mismo: el secreto. Es el poder del legado africano.

La entrevista reseñada en el libro Chocó, magia y leyenda tuvo lugar en una reunión con
algunos dirigentes cimarrones; entre ellos estaba Rudecindo Castro, en ese momento
director del programa de etnoeducación de ese movimiento en el Baudó. Lo conocí un poco
después y trabajé con él entre mayo de 1992 y octubre de 1995, cuando en asocio con otros
adalides de la Asociación campesina del Baudó (Acaba) tomó la decisión de que nuestro
equipo de investigaciones no continuara sus pesquisas etnobotánicas en el alto Baudó, uno
de cuyos objetivos era realizar observaciones sistemáticas de la botánica afrobaudoseña.
Como se verá en el capítulo III, pretendíamos entender las taxonomías vegetales utilizadas
por los descendientes de los africanos en esa región, y la forma como ellas habían servido
de instrumento de diálogo en la evolución de mecanismos para superar los antagonismos
territoriales y sociales que durante los últimos tres siglos tuvieron afrodescendientes e
indígenas embera. Ambos pueblos parecían habituados a una convivencia que no apelaba al
silenciamiento o eliminación del adversario mediante la violencia.

Varias semanas de negociación entre el equipo de la Universidad Nacional y los adalides de


la base llegaron a un punto muerto. Para nosotros, ellos ostentaban un radicalismo que no
parecía compadecerse con las relaciones de cooperación que habíamos desarrollado, ni con

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la manera como habíamos alcanzado consensos sobre las metas del proyecto de
investigación.

Esta situación impedía la última oportunidad que teníamos de recoger los conocimientos de
don Justo Daniel Hinestrosa, uno de los médicos raiceros más afamados de la región. Él
había regresado a Chigorodó (alto Baudó) después de haber tenido que dejarlo por la
presencia de la guerrilla, pero ya su salud daba muestras de quebrantamiento, y no había
tenido oportunidad de formar una generación de relevo. También quedaban resquebrajados
los proyectos de etnoeducación que hubieran permitido entregarle a las comunidades las
visiones de un pasado, que reflejaban documentos de archivo, además de las que nos
permitían elaborar los datos etnográficos.

Desde finales de 1995 rondan por mi mente esos episodios en busca de una explicación que
no se base en valoraciones legítimas tan sólo para la academia. Hoy creo que Ananse y sus
secretos hacen parte de esa explicación, recordando el actuar de Castro y otros adalides
afrodescendientes en las sesiones de la Comisión especial para comunidades negras que
elaboró lo que hoy se conoce como Ley 70 de 1993, referente a los derechos étnico-
territoriales de los afrodescendientes.

La actuación de esas personas parecía dispersa y dispersora y se consideró efecto de la falta


de experiencia en el tipo de organizaciones que la Constitución de 1991 les comenzaba a
exigir a las comunidades de la base para acceder a las instancias de democracia
participativa y desarrollo sostenible, delimitadas por el nuevo ordenamiento jurídico
nacional. El contraste, como es lógico, lo daba el movimiento indígena, visto como
disciplinado debido a una lucha de siglos para recuperar los territorios arrebatados por los
europeos. Visión ahistórica que hacía invisible el enfrentamiento cotidiano, pero poco
ortodoxo, entre la gente negra y sus esclavizadores y exesclavizadores, y que en las
sesiones de esa comisión se manifestaba en la permanente formación de divisiones raciales,
así fuera valiéndose de eufemismos como los de grupo de funcionarios (para los «blancos»)
vs. grupo de miembros del proceso (para los «negros»).

Los comportamientos de estos últimos siempre estuvieron signados por la autonomía y la


astucia. Los no negros, influidos por las nociones caras para la democracia y las ciencias
sociales que las legitiman, nos encontramos con personas poco dispuestas a manifestarse
solidarias o recíprocas con los funcionarios. Por el contrario, operaron en registros de ego y
etnocentrismo, como si antes de entrar a cada sesión invocaran las habilidades y
autosuficiencia de Anansi, ya no para hundirse en las aguas de ríos o mares, sino para llegar
a ser como Eléguaes y diablos de la santería, cotidianos liberadores de los esclavos
contemporáneos, mediante cualquier argucia.

Hace poco más de un año, entre el 31 de mayo y el 5 de junio tuvo lugar el Congreso de
convergencia participativa en conocimiento, espacio y tiempo, como celebración a cinco

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lustros de ejercer la investigación-acción-participativa, el paradigma que en parte guió los
trabajos que presenta este libro. En su conferencia magistral durante ese congreso, Manfred
Max-Neef (1998: 82-84) comparaba al neoliberalismo con un rinoceronte difícil de vencer
por su volumen y agresividad, a no ser que sobre él se abalanzaran cientos de millones de
mosquitos (organizaciones locales, grupos de vecinos y madres, y oenegés) que le
propinaran por lo menos un número igual de picaduras, hasta derrotarlo por cansancio y
desesperación.

En 1982, el neoliberalismo hacía un asomo incipiente en la ensenada de Tumaco. A partir


de ese año, la administración del presidente Belisario Betancur lo convirtió en política
estatal, mediante el impulso de megaproyectos viales, portuarios y de apertura económica
que promovieran la integración comercial del litoral Pacífico colombiano con los demás
países de la cuenca (Arocha 1998d). Para entonces, y como verá el lector en el capítulo II
de este libro, las investigaciones que con Nina de Friedemann llevábamos a cabo sobre
pesca artesanal y recolección de moluscos ya indicaban que, en esa región, el reemplazo del
manglar por estanques para la camaricultura, o la modernización de la minería artesanal en
ríos como el Güelmambí o el Magüí, destrozaban los hilos que Ananse había tejido para
formar sistemas de adaptación local y regional intercalando, según la época del año, ya
fuera pesca y agricultura o minería y agricultura (Arocha 1992e, Bravo 1990).

Comenzaban a evidenciarse los efectos de estos cambios sobre la relativa autosuficiencia


alimentaria que habían logrado los ombligados, y la consecuente expulsión territorial,
facilitada --además-- por la carencia de escrituras (ibid.). De ahí los argumentos académicos
en pro de la inclusión de los afrocolombianos dentro de la nación colombiana, mediante
instrumentos legales que permitieran dejar de verlos como «colonos en tierras baldías»
(Arocha 1989). Está por demostrarse la influencia de esas reflexiones científicas sobre la
introducción del artículo transitorio 55 dentro de la Constitución de 1991. Transformado en
Ley 70 de 1993, ese artículo ha sido el primer instrumento legal para tramitar los derechos
étnico-territoriales de los afrocolombianos (Arocha 1998d).

Luego de cuatro años de batallar haciendo los mapas y estudios socioeconómicos que la
Ley 70 requiere para que el Incora otorgue un título colectivo (ibid.), varios consejos
comunitarios del río Truandó lograron que les fuera otorgado uno de tales títulos. La lucha
se libró por el control de una de las zonas sobre las cuales una subsidiaria de Triplex
Pizano, S. A., Maderas del Darién, reclamaba permisos de explotación forestal. Esa área
también fue convertida en foco de atención después de que el presidente Ernesto Samper
Pizano intentara mejorar su imagen relanzando los proyectos de construir el canal
interoceánico por la vía de los ríos Atrato y Truandó, y de prolongar la carretera
Panamericana hacia Panamá (ibid.). No obstante el éxito de esa lucha popular, a los pocos
días de haber sido firmada la resolución que le daba vida a la primera propiedad colectiva
de comunidades negras en Colombia, fue asesinado el presidente de uno de los consejos
comunitarios adalides del proceso (Arocha 1998b). Junto con la creciente ola de

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desplazados desde el bajo Atrato hasta Pavarandó y el barrio Nelson Mandela en Cartagena,
este suceso podría ser indicio de que la Ley 70 llegó cuando ya es difícil echarle marcha
atrás a la expansión territorial contemplada por las estrategias a largo plazo que durante ese
mismo decenio de 1980 desarrollaron tanto las organizaciones guerrilleras para zonas como
las del bajo Atrato y el San Juan, como los grupos paramilitares (ibid.; Echandía 1998;
Pécaut 1997).

En su libro El camino del caimán, Javier Echeverri (1996) retrata para la región de
Caimanfrío en el Chocó cambios profundos e inseparables del narcotráfico. Una de las
primeras presencias de los dineros calientes consistió en retroexcavadoras para la minería
del oro. La pobreza sin precedentes fue echando raíces a medida que la nueva tecnología
dejaba, por una parte, «[...] la tierra acabaíta y sin ganas [...] y el monte desolao como brazo
de cruz [...]» (ibid.: 42), y por otra parte, a muchas personas como bambos temblones «[...]
di oler mercuriato [...]» (ibid.). Quedaban hechos trizas los acuerdos entre las familias
extendidas de mineros de almocafre y batea para trabajar en el canalón; ahora, ellos tan sólo
pueden barequiar el sobrado de arenas que dejan las enormes motobombas.

A medida que la presencia de guerrilleros y de los paramilitares llegados con los


«compratierras» se convertía en parte de la cotidianidad, las familias hacían como si no
fuera con ellas el que a unos hermanos les hubiera tocado tomar partido por un bando y a
otros por la facción opuesta. Echeverri habla de un muleque que va a galope tendido para
alertar a la gente sobre una patrulla que persigue a un guerrillero a quien todos conocen en
Caimanfrío. Pasa por el caserío de

[...] la Pamba donde se ve mucha cruz agraria clavada encima de las puertas y ventanas
para atajar cosa mala [...] (ibid.: 45).

Y ya en su destino, el jinete sostiene un diálogo con doña Justina Palacios quien narra
qué es esa «cosa mala»:

¡Ay burrones llevaos del oro, la coca y la guerra, todos galopan a morir! Y la que
siempre gana es La Vaca di Oro, que luego viene y compra la tierra de los muertos con un
cheque de Merellín. Chilapos y cholos se pasan abriendo selva, macaniando monte y
criando yerba en sabanales de vaquería pa La Vaca di Oro. Y luego viene ese capataz don
Roge, pelicandela gordo y pecoso en un jeep de llantas gordas y vidrios di ataúd, muy
peinao atrás. Hace traer su caballo fino que llaman Judas con jáquima di oro y lo bañan, le
dan champú, así como una blanca en piluquería, le peinan la cola dos chilapos y le brillan
una pomada pa pelo. Y don Roge pasea a Judas y dice a carajiar ese caballo por todo
Caimanfrío y el caballo baila al son de la música del jeep. Y esos tierrales comprados a
puños di oro y droga (ibid.: 47).

13
No obstante la crisis, en Caimanfrío pervive el espíritu de Ananse, cuyo «poder de
andar sobre el agua [se logra haciéndole] su rezo cruzao» (ibid.: 106). ¿Qué será de sus
ombligados?

Conceptos Obsoletos

Dudo de que explicaciones como las elaboradas desde la noción de mestizaje permitan
predecir la complejidad de la lucha que se avecina. Mientras que Echeverri nos muestra a
un pueblo que le sigue echando mano a sus africanías para enterrar a un cholo asesinado
después de que se vio envuelto como intermediario en un secuestro de la guerrilla (ibid.:
101-108), o para matar el hambre haciédole filtros de amor a un compratierras (ibid.: 55-
64), el antropólogo inglés Peter Wade persiste en sostener que «[...] gran parte de la cultura
negra procede de fuentes europeas [...]» (1997: 19), y en fustigar a quienes tornamos
nuestra mirada hacia las memorias de África por nuestra supuesta carencia de rigor
científico y peligrosidad política (ibid.).

Nos hacemos acreedores del último calificativo dizque porque atamos la legitimidad de
las culturas negras a su raigambre africana (ibid.). Sin embargo, en el libro de ese autor,
Gente negra, nación mestiza: dinámicas de las identidades raciales en Colombia, no aparece
prueba alguna de que hayamos construido el escalafón que nos atribuye. Lo que sí fuguran
son alternativas de dudosa factura. Por ejemplo, Wade plantea que la importancia de la
música y danza negras obedece al «atractivo sexual de la mujer negra» quien --en contextos
de dominación-- se convirtió en «objeto sexual perfecto», debido a que los amos pudieron
usar de ella «sin responsabilidad» (ibid.: 299). En lo político, es lógico que no sea peligrosa
la reiteración de un doble estereotipo --erotismo negro y pasividad femenina--, máxime si
se refuerza mediante un tercer estereotipo: «[...] ciertas características culturales [que tenían
los negros en África o los traídos al Nuevo Mundo] los hacían buenos semilleros para el
cultivo de las ideas que la sociedad colonial blanca tenía de sí misma [...]» (ibid.).

Esta elucubración sí atestigua la falta de rigor que su autor le imputa a los escritos de
sus criticados. En primer lugar, Wade no explicita ni las características culturales, ni las
regiones africanas a la cuales se refiere; segundo, parte de una posición ahistórica que
oculta los alegatos de aquellas esclavizadas que llevaron a las cortes a sus amos debido a la
pretensión de ellos de permanecer impunes luego de violarlas o intentar amancebarse con
ellas (Romero 1998; Spicker 1998), y tercero, lo guía un marco reaccionario que hace
invisible la lucha que desde la colonia llevan a cabo representantes de la Iglesia católica,
como san Pedro Claver, para extirpar el vínculo entre instrumentos musicales y deidades
africanas, así como el papel que toques de tambor y marimba desempeñan en la
convocatoria y aglutinamiento de rebeldes que jamás aceptaron la pérdida de la libertad
(Friedemann y Arocha 1986: 172-176; 415-423).

14
Un discípulo de Wade, el antropólogo posmodernista Eduardo Restrepo, sostiene que --
pese a los estándares éticos y políticos que hemos considerado deseables dentro de la
afroamericanística-- hay una significativa corriente investigativa que se ha hecho por fuera
del paradigma afrogenético. La libertad también puede ejercerse dando origen a una
antropología light que trivializa la historia y sustituye explicaciones basadas en la
subversión incesante por aquellas que apelan a los estereotipos del erotismo y la sumisión.

Empero, lo que si me parece inadmisible es la mentira. Wade asegura que yo he


clasificado a la inventiva y a la flexibilidad --sin más preámbulos-- como huellas de
africanía (1997: 19). Restrepo (1997b), en calidad de amplificador incondicional de los
infundios del inglés, los magnifica en el sentido de que yo supuestamente he sostenido que
el sentipensamiento también es huella de africanía.

De estas falacias se percatará el lector al examinar mi propuesta afrogenética en cuanto


a la evolución de las culturas de los descendientes de los africanos en Colombia. Sí
encontrará una exaltación de la inventiva, la creatividad y el sentipensamiento (Arocha
1996). Y aquí la reitero en el ámbito de la resistencia a la esclavitud en América. Desde que
el historiador Oruno Lara documentó que el batallar «[...] de los Bijago de Guinea y la de
los Jagas del Congo [era] parte de la lucha contra el negocio de la trata» (Friedemann
1998a: 82), no resulta fácil dudar de que las estrategias puestas en marcha por los africanos
cautivos y sus descendientes para construir su libertad fueron también una herencia africana
que se gestó en este continente durante el comercio triangular.

El presente volumen reitera el pensamiento que motivó a Nina de Friedemann y a mí


para elaborar el libro De sol a sol: génesis, transformación y presencia de los negros en
Colombia. Junto con ella, con la historiadora Adriana Maya y con quienes han sido
nuestros discípulos, no dejo de insistir en que pese a la especificidad de la africanía en
Colombia, negar sus memorias equivale a impugnar la humanidad de los esclavizados y sus
descendientes. El hecho de que a ellos se les hubiera privado de la libertad no significó que
los amos les hubieran amputado la capacidad de recordar y, menos aún, de llevar a cabo
procesos de reconstrucción política, social y cultural. Así, me valgo del prefijo afro para
resaltar una historia, mas no un fenotipo, que sin lugar a dudas comienza en África.

El hecho de que en su práctica política los grupos de la base no utilicen combinaciones


como afrocolombiano o afrochocoano para designar a los sujetos de sus reivindicaciones,
no implica que esos términos sean inválidos desde el ejercicio de la ciencia. Éste consiste
ante todo en sistematizar datos empíricos para perfeccionar «simulacros verbales de la
realidad fenoménica» (Bateson 1991: ). El que esas organizaciones populares no empleen
tales simulacros no los hace inadecuados, ni implica --como lo insinúa Restrepo (1997b)--
que la identidad étnica de los afrodescendientes sea una invención de aquellos antropólogos
que han resaltado la africanidad.

15
Restrepo (ibid.) también le rinde culto incondicional al concepto de hibridación. Lo
aplica para desarrollar un rasero según el cual no es buena ninguna antropología sobre
grupos negros que se refiera a lo ancestral, a lo diverso o a lo que no quepa dentro de lo
moderno (ibid.) La idea de hibridación, entonces, viene a desempeñar la misma función que
le correspondía a la de mestizaje: ocultar la especificidad afroamericana. Este uso de la
metáfora importada desde la genética es consecuente con el desconocimiento del aporte
africano en la formación de las identidades latinoamericanas por parte de quien la
popularizara, el antropólogo argentino Néstor García Canclini (1990: 71):

Los países latinoamericanos son actualmente resultado de la sedimentación,


yuxtaposición y entrecruzamiento de tradiciones indígenas (sobre todo en las áreas
mesoamericana y andina), del hispanismo colonial y de acciones, políticas, educativas y
comunicacionales modernas (ibid.: 73).

Desde la lingüística, Guy Mussart critica estos conceptos. En el simposio Etnicidad e


identidad en el mundo de habla portuguesa, celebrado dentro del IV Congreso luso-afro-
brasileño de ciencias sociales (Rio de Janeiro, septiembre 1° al 5 de 1996), mostró cómo la
noción de mestizaje apela a la idea facilista de que las culturas se mezclan como líquidos y
de que del infierno colonialista salieron, de un lado, el mestizo feliz y, de otro lado, el rasgo
cultural bonito. Es necesario sustituir la concepción de cambios culturales como promedios
aritméticos dentro de los cuales las partes se homologan en el todo de la modernidad, por
análisis comparables a los que se han hecho de la evolución de las lenguas criollas. Esos
análisis son inseparables de perspectivas políticas porque el surgimiento de las nuevas
lenguas siempre ha ocurrido en contextos de rebeldía. Dentro de ellos hay una búsqueda
dolorosa de paridad entre colonizadores y colonizados que es inseparable del reclutamiento
de nuevos hablantes y de una intermediación comunicativa. Sin embargo, el logro de esta
última no implica claudicar en el uso de la lengua materna. Ésta, por el contrario, se
constituye en un sustrato claramente identificable, con rasgos comunicativos de los otros
idiomas superpuestos. El caso del idioma palenquero de San Basilio ilustra bien la
argumentación de Mussart para Colombia, con su cimiento del ki-congo aún perceptible y
articulador del léxico español y portugués que se fue adaptando (Dieck 1998).

Dada la coyuntura socioeconómica que le sirve de marco a los reclamos territoriales y


políticos de los ombligados de Ananse, no es fácil imaginar la vía que tomará la lucha
contra el rinoceronte neoliberal. El 15 de junio de 1998 surgió una leve esperanza de
detener la expulsión territorial de la gente del Afropacífico colombiano. Se trata del punto
16 del llamado Acuerdo de la puerta del cielo suscrito en Maguncia (Alemania) por el
Ejército de liberación nacional y representantes de la sociedad civil, y cuyo texto dice:

Impulsar con todos los actores armados y partes concernientes el respeto a la


autonomía, creencias, cultura y derecho a la neutralidad de las comunidades indígenas y
demás etnias y sus territorios. (El Tiempo 1998c: 3A; las cursivas son mías).

16
Si los afrodescendientes retienen los territorios de sus antepasados, los esteros, selvas y
ríos del Afropacífico se llenarán de legiones de arañas autosuficientes que tejerán redes de
astucia, hasta formar la trama que le enredará las patas a la bestia neoliberal. Si los pierden,
el tejido será urbano, como se deduce al observar cómo los ombligados se han adaptado a
los ámbitos metropolitanos de Bogotá, Medellín y Cali. Cualquiera que sea el nuevo
escenario de la transformación cultural afrocolombiana, esas arañas y esas telas tendrán
nombres como Ananse, Anansi, Miss Nancy o Breda Nancy, que ni podrán negar el
sustrato cultural akán de los fanti-ashanti del África occidental, ni el parentesco que ese
legado de africanía crea entre los pueblos del Caribe continental e insular y los de las
selvas, ríos y puertos del Afropacífico que se extiende desde Panamá hasta Ecuador.

17
CAPÍTULO I: LA LLEGADA Y LOS TRUCOS DE ANANSE

El Día de la Raza

--Para un antropólogo, ¿qué mereció la pena celebrarse


cuando se cumplieron los quinientos años del
descubrimiento de América? ¿Se justifican los festejos
que se realizan el Día de la Raza?-- preguntó uno de los
profesores de secundaria asistentes a una de esas
conferencias que se organizan cada año en vísperas del 12
de octubre.

Me invadió un silencio angustioso, mientras hacía un


recuento rápido de mis pesamientos en torno a este
África en América (talla asunto. Me di cuenta de que después de hablar una hora
de un sol bamún sobre sobre la investigación que había llevado a cabo entre los
una batea tadoseña para afrodescendientes del río Baudó, terminaría por hacer otra
catear oro) Foto: Jaime charla acerca de parte de la historia de la trata y la
Arocha, sol bamún: esclavización de los africanos en América. Por fin hallé
colección de Adriana palabras para responder:
Maya; cateadora,
colección Jaime Arocha --A partir del 4 de julio de 1991, los colombianos
tenemos una nueva carta política, cuyo artículo séptimo
por fin reconoció el carácter multicultural y pluriétnico de la nación colombiana. Ya
podemos celebrar el que nuestras diferencias en la manera de comunicarnos, amar a Dios o
escoger con quien tenemos hijos no puedan ser motivo de exclusión de nuestra
colombianidad. Sin embargo, aún persisten voces que insisten en que debemos festejar
aportes europeos como «raza», idioma y religión. Que aparecen como superiores tan sólo
después de haber pasado por los filtros de formas racistas de ciencia y propaganda ideadas
para justificar exterminio y esclavización (Arocha 1998d). Los europeos hablaron de la
trata de esclavos negros como un acto humanitario. Inventaron que redimían a los africanos
integrándolos a la sociedad colonial de acuerdo con las prescripciones de los códigos
negros que asimilaban esclavo con mercancía. Especificaban además qué torturas y
mutilaciones no eran delictivas como medio de someter rebeldes. Sin embargo, el
argumento de la redención de almas fue poco convincente, a juzgar por la experiencia de
fray Bartolomé de las Casas. Después de esgrimirlo para salvar indios, en el capítulo V de
su Historia de las Indias, escribió: «¿Seré absuelto el día del Juicio Final?» (Friedemann y
Arocha 1986: 109).

--Tantos resquemores produciría la trata --agregué-- que a partir de 1580, como lo


señala Nicolás del Castillo Mathieu en su estudio Esclavos negros de Cartagena y sus

18
aportes léxicos, la Corona suspendió las licencias que le había otorgado desde 1533 a
algunos de sus mercaderes, funcionarios, misioneros, conquistadores y «allegados a la
Corte y privados del Rey». A su turno, ellos negociaban con los portugueses instalados en
las costas de las selvas de África ecuatorial. De ahí en adelante la importación de esclavos a
las colonias se subcontrató mediante asientos que monopolizaron, primero, Portugal, entre
1580 y 1640, y luego Holanda, desde 1640 hasta 1703. Durante esos años aumentó el
número de deportaciones de fantis y ashantis, así como las historias de Anansi y el
protagonismo de la deidad arácnida en el liderato de las luchas por la libertad. Miembros de
estas etnias siguieron arribando entre 1703 y 1740, mientras franceses e ingleses
controlaron el asiento hasta 1810, año que marca el final del intento de España por romper
los monopolios que habían regido, y el establecimiento de su propia compañía, la Gaditana,
después de cuya quiebra aumentarían los negocios con negros nacidos en América (Maya
1998a; véase tabla 1).

Tabla 1 Características preponderantes de los esclavizados en la Nueva Granada7

Afilia-
Período y
ción
régimen Labor desempe- Región de
Tratantes étnica Forma de resistencia
de la ñada destino
mayoritar
trata
ia

Wolof,
Españo-
balanta,
1533- les, Servicio domésti-
bran, Llanura
1580, genove- co,
zape, Caribe, Antio- Desconocida
Licen- ses, ganadería. Minerí
biáfara, quia
cias portugues a del oro
serere,
es
bijago

Kongo,
manicong
1580- Ganade- Llanura Cimarronaje
Portugues o, anzico,
1640, ría Minería del Caribe Antio- armado Cimarronaje
es angola
Asiento oro quia simbólico
bran,
zape

1640- Holande- Akán, Agricultura Min Valle del Cau- Cimarronaje


1703, ses yoruba, ería del oro ca Litoral armado Automanumi

7
Tomado de Arocha 1998d: 343. Fuentes: Escalante 1965 y Del Castillo 1982.

19
Asiento fanti, Pacífico sión
ewe-fon,
ibo

1704- Ewe-fon Valle del Cau- Cimarronaje


Agricultura Min
1713, Franceses yoruba, ca Litoral Pacíf armado, Auto
ería del oro
Asiento fanti ico manumisiónsion

1713-
Valle del Cau-
1740, Akán, Agricultura Min
Ingleses ca Litoral Automanumisión
Asiento ewe, ibo ería del oro
Pacífico

1740-
1810,
Akán,
contra-
Ingleses, ewe,
bando, Minería del oro Litoral Pacífico Automanumisión
españoles ashanti,
asiento,
kongo
comercio
libre

1750-
1850,
Españoles Criollos Minería del oro Litoral Pacífico Automanumisión
Comerci
o libre

--En otras palabras, ¿usted preferiría que se borrara el Día de la Raza? --me reclamó otro
maestro.

--Que se cambiara el nombre y abarcara otros sucesos --le dije, tratando de


conservar la calma--. En 1989, en Costa Rica tuvo lugar el simposio internacional Estado,
etnia y nación. En su clausura, los participantes redactaron una protesta para las agencias
multilaterales que adherían las ideas de celebración y descubrimiento, en referencia al 12 de
octubre de 1992. No lo firmé porque excluyeron al África y a los pueblos afrodescendientes
dentro de su inventario de tierra y gente transformadas de raíz desde 1492.

Para completar una cargazón

--Háblenos de una de esas exclusiones --pidió el primero de mis interlocutores.

20
--La producción y creación lingüística y cultural, dentro de márgenes cuya estrechez
estaba inédita dentro del transcurso humano --respondí--. La trata quizás haya sido el
episodio más vergonzoso en la historia de nuestra especie, y se tradujo en el transplante
masivo y violento de doce millones de africanos (Friedemann y Arocha 1986: 33-35).
Antecede en cien años al primer viaje de Colón, pero inicia su apogeo a mediados del siglo
XV, después de que los turcos ocuparon Constantinopla y taponaron las rutas que
terminaban en el sur de Rusia (ibid.: 30). Recorriéndolas, los europeos adquirían el grueso
de sus esclavos. El cambio tuvo lugar cuando la industria azucarera del Mediterráneo
tomaba un auge enorme. El impasse en el suministro constante de trabajadores para cultivar
y moler caña se resolvió gracias a que los avances tecnológicos alcanzados por los
navegantes portugueses permitieron obviar las rutas terrestres que atravesaban el desierto
del Sahara. Por su lentitud, éstas daban pie a que los capturados fueran rescatados por los
ejércitos de sus pueblos.

--¿De qué tecnología habla? --preguntó otra de las maestras que había guardado
silencio.

--Llegar hasta las costas de lo que los españoles y portugueses llamaban Guinea
usando las carabelas tradicionales era una empresa difícil, si no imposible. Tan sólo
modificando velas, cascos y timones, e introduciendo la brújula y el sextante, las naves
pudieron aprovechar tanto los vientos de todas las direcciones, remontar el Cabo Verde y
regresar hacia Europa (ibid.: 31, 32).

--¿Plantaciones de azúcar en el siglo XV? --dudó alguien en voz alta.

--Desde el siglo VII, los árabes comenzaron a sembrar esquejes de caña, pero ésa es
otra historia. (Véase el aparte La mermelada que nutrió al capitalismo). Aprovechando los
conflictos territoriales que signaban las relaciones entre muchos pueblos africanos, los
portugueses fueron los primeros en lograr que varios gobernantes del Congo y Angola se
convirtieran en sus intermediarios. Entre ellos sobresalen el rey Nzinga a Nkuwu, bautizado
por los portugueses como Joâo I, el 3 de mayo de 1491, y quien lo sucedió en 1510, Afonso
I del Congo (Friedemann y Arocha 1986: 85-92). A cambio de armas y mercancías
europeas, ellos suministraban telas, marfil, cera de abejas, tintes, nueces de cola, aceite de
palma, arroz y esclavizados (ibid.). Claro está que los propios portugueses también
tomaban parte en la captura, usando mallas y trampas. De ellos, a quienes residían en las
costas de Guinea se les conoció con los nombres de lançados y con el de pombeiros en el
río Congo (ibid.: 98-102). Para completar una cargazón de negros era necesario almace-
narlos en factorías. La del fuerte de San José de El Mina en Ghana, la Costa de Oro
africana, debe su renombre a Colón, quien alabó sus características y propuso replicarla,
después de haberla visitado en 1481. Por su parte, la de la isla de Goréé, frente a Dakar, hoy
por hoy es visitada por miles de africanos que aspiran a no perder la conciencia de su
historia (véase Puerta de viaje. Sin regreso, tomado del diario de Nina S. de Friedemann).

21
Ocultar para discriminar

--En las factorías se inició un proceso que sí merecería un brindis, la invención de nuevos
idiomas. Los captores de esclavos no atrapaban a todo un pueblo. Primero, porque los más
apetecidos eran los varones fuertes entre los 18 y 22 años. Segundo, porque algunos
lograban fugarse. Entonces, el lançado formaba un grupo de gente muy diversa que en los
primeros años podía incluir bigajos, balantas, yolofos, biáfaras, sereres y mandingas, por
ejemplo. Así, en la factoría convivían personas de afiliaciones étnicas y lingüísticas
dispares o antagónicas, quienes además tenían que interactuar con los portugueses. No
debió de ser infrecuente que, pese a hablar lenguas emparentadas, como sucede en nuestro
caso con el español y el italiano, algunos de ellos no lograran comprenderse; entonces,
fueron elaborando nuevas hablas. Aquí se comienza a saber de aquellas que se
fundamentaron en la familia africana bantú del Congo y Angola, con adiciones...

--Bantú me suena a salvaje --comentó otro maestro.

--Claro, porque uno de los horrores de nuestra cultura consiste en haber tomado
nombres africanos, como cafre, para designar lo que no es civilizado. O en desacreditar a la
familia negra llamándola ilegítima e inestable por no estar regida por la monogamia
católica, y por vincular a un gran número de parientes consanguíneos y afines. Al reiterar
descalificativos, se va construyendo la discriminación.

--Por eso será que uno no se da cuenta de ser racista --reflexionó la misma persona.

--Quizás --dije, añadiendo--: Al unirse con africanas, pombeiros y lançados


engendraban hijos de la tierra, quienes para el siglo XVII formaban una clase poderosa que
coadyuvó en la consolidación de estas jergas que los especialistas llaman vehiculares o
transaccionales porque sirven para hacer transacciones comerciales entre pueblos que
hablan distintos idiomas.

--Aquí la transacción era de personas --comentó alguien, agregando--: ¿Cómo se


sabe esto?

--En parte por el estudio de las lenguas criollas, llevado a cabo por lingüistas como
Willian Megenney, Carlos Patiño Rosselli y Armín Schwegler. Aquí en Colombia existen
la del Palenque de San Basilio, cerca de Cartagena, y la de San Andrés, Providencia y Santa
Catalina. Son idiomas...

--Dialectos querrá decir, profesor --me corrigió mi más frecuente interlocutor.

--Otra palabra horrible que se ha usado para ningunear a negros e indios,


asociándola con supuestas faltas de progreso o con inhabilidades comunicativas. En
realidad, los lingüistas hablan de dialectos no para designar inferioridades, sino las

22
particularidades que a lo largo de la historia va tomando un idioma en una región
específica.

--Decía --continué-- que los criollos son idiomas que tienen muchos elementos
prestados de otros. En el palenquero gran parte de las palabras africanas y el sustrato
gramatical vienen del ki-congo, una lengua bantú. También hay expresiones españolas y
portuguesas. La unión de esas tres lenguas, dentro de la cual el núcleo bantú es indeleble,
indica la posibilidad de que al fugarse, los cimarrones portaran una de esas jergas
transaccionales y que continuaran usándola en esos pueblos rodeados de murallas de
madera, que llamamos palenques en Colombia, cumbes en Venezuela, mambises en Cuba y
quilombos en Brasil. Estudios como los de Carlos Patiño Rosselli nos muestran que cuando
una pareja que habla esa jerga tiene hijos y los educan mediante ella, el habla se va
haciendo más rica y compleja; menos rudimentaria, hasta convertirse en un idioma criollo.

--No me queda claro qué celebración puede ameritar esto -- manifestó mi crítico de
cabecera.

--Este proceso tomó pocos años y se llevó a cabo en condiciones muy adversas;
piense en un caso típico: el 24 de diciembre de 1595 llegó a Cartagena la carabela Nuestra
Señora de la Concepción con 205 esclavos, pese a que el maestre portugués Jorge
Rodríguez Gramaxo tan sólo entregó setenta licencias debidamente registradas en la Casa
de Contratación de Sevilla. La nave llevaba ¡135 esclavos de sobrecupo! (ibid.: 118, 124).
Ello quiere decir que por lo menos durante 45 días estas personas permanecieron acostadas
y apeñuscadas, rodeadas de sus excrementos en un calor tropical, sin ventilación y
sometidas al movimiento de las olas. No es de extrañar que muchos se suicidaran, ni que
después del desembarque, los esclavos ponderaran el suicidio como una forma extrema de
liberación.

--Pero San Pedro Claver los ayudaba cuando llegaban --se disculpó otra maestra.

Formar cabildos para la autonomía

--Bueno, eso tuvo lugar un poco más tarde, después de 1620, cuando habían aumentado las
ocasiones de que las personas del mismo origen se encontraran. Para ese entonces los cabil-
dos de negros ya estaban establecidos para brindar ayuda a los recién desembarcados (ibid.:
174, 175). Se basaban en las antiguas cofradías de negros que habían existido en Andalucía
desde el siglo XV. Agrupaban a gente de la misma raíz étnica y, por lo tanto, brindaban
oportunidades de hablar el idioma ancestral y recordar viejos usos y costumbres. En estos
espacios afianzó Anansi el tejido de su red de insurgencia, astucia y autonomía. De ahí la
represión contra los cabildos. En ello desempeñó san Pedro Claver un papel destacado. Por
ejemplo, se dedicó a erradicar el tambor y sus toques (ibid.: 167-171). Desde la perspectiva
española, acertó al contribuir a demoler un medio de aglutinar y perpetuar recuerdos de
dioses y ceremonias, de danzas y ritos, de arte, poesía y comunicación.

23
--La memoria --insistí-- fue el mayor patrimonio de los capturados, en especial al
comienzo de la trata. Durante esos años no salían agrupaciones aglutinadas, sino cargas de
personas distintas. Se dice que durante la travesía se aliviaba el aislamiento fortaleciendo la
amistad con el compañero de viaje y estimulando el canto y el baile en los pocos momentos
de descanso, cuando los capturados podían ser llevados a cubierta (Chandler 1972). Estas
díadas creaban vínculos fuertes de afecto y solidaridad (Mintz y Price 1992: 42-46), pero se
rompían con el desembarque y la venta, cuando el esclavo tenía que comenzar a producir
riqueza para el amo. Pero, ¿cómo hacerlo si era difícil comunicarse? ¿Cómo lograrlo si en
América las materias primas para hacer instrumentos de trabajo --maderas y cuerdas, por
ejemplo-- eran tan diferentes? ¿Cómo alcanzarlo, si no había con quién consultar?
Pensemos que aquí pudo haber desembarcado un arquitecto, pero no la arquitectura dogón
de Malí; un sacerdote, pero no todo un complejo ceremonial, mítico y liturgico de los
ngolas; un médico, pero no la medicina balanta del río Cacheo. Una mayoría de postado-
lescentes, cuya formación por lo general estaba lejos de concluir, se bajó de las naves con
recuerdos que aplicó a las riquezas del nuevo continente y a las artes de indios y españoles,
hasta ir haciendo culturas nuevas. Éstas ostentaban el legado africano, pero no eran
africanas; dejaban ver los préstamos de América y Europa, pero no eran ni americanas ni
europeas.

--Como sucedió con el de la lengua, el proceso de producción cultural ocurrió con


una celeridad inigualada --recalqué--. Antes de haber completado medio siglo de vida en el
nuevo continente, los africanos ya habían desarrollado artefactos y técnicas, formas de
organización social y política, estrategias militares basadas en manejos creativos de selvas,
ciénagas y pantanos, así como medios de comunicación abiertos o clandestinos, según fuera
necesario contactar a sus semejantes o a sus dioses. A la velocidad de los procesos
normales de la humanidad, una elaboración comparable les hubiera tomado siglos de
evolución. Esta creatividad sí que merece celebrarse, pero jamás los esfuerzos de ayer y de
hoy por aniquilarla, debilitarla o sustituirla por la de raigambre europea.

24
Puerta de viaje. Sin regreso

(Tomado de las entradas que la antropóloga Nina S. de Friedemann hizo en su diario de


África, el 14 de agosto de 1984)

En la agenda de mi vida figuraba visitar uno de los fuertes que habían concentrado
esclavos, para luego arrumarlos en los barcos que zarpaban a la construcción de América:
Elmina, Arguin, Santo Tomé, Luanda. Hoy, no puedo creer que después de navegar 25
minutos desde Dakar esté pisando Goréé.

La isla es una reliquia histórica que vio pasar portugueses, holandeses, ingleses y franceses
en el forcejeo de la expansión para dominar mar, tierra y gente. En sus idas y venidas de
l48l, Diogo d'Azembuya, quien dirigía la construcción del fuerte de Elmina en la actual
Ghana, construyó una iglesia de piedra, cubierta de paja, para enterrar a los cristianos que
morían durante los negocios de la trata en la costa de Guinea. La isla también fue paso de
exploradores: Fernando Po, Diego Cam, Barthelemy Dias, Vasco de Gamma y, quien lo
creyera, san Francisco Javier, quien viajaba en l54l a las Indias a bordo de la carabela
Capitán Santiago.

--A dónde se dirige, madame? --me interpelan dos jóvenes. Sobre su mejilla derecha,
Menou Fructueux tiene una marca escarificada parecida a las que yo había visto en las
calles de Dakar. El otro se llamaba Biokou Justin y también es yoruba de la República de
Benín.

Creí que podría sonar ofensivo decirles que buscaba La Casa de los Esclavos. Quise eludir
ese terrible pasado de la humanidad, y les cuento que trabajo en un libro que enfoca la
historia de Goréé, donde habían vivido las famosas signares, mulatas y mestizas cuyas
uniones con hombres franceses en el siglo XVIII dieron origen a los que con sorna se
llamaron «matrimonios a la moda del país», que fueron la base de linajes poderosos en el
manejo del comercio y de la sociedad isleños.

Al devolverles la pregunta que ellos me habían hecho, sucede el milagro: «Venimos de


vacaciones desde Porto Novo y Cotonou en Benín, y queremos conocer La Casa de los
Esclavos».

En 1780, durante el auge de la trata, había empezado a construirla Nicolas Pépin, hijo de un
cirujano y hermano de Anne Pépin, signare del caballero de Boufflers. Gobernador de
Senegal en 1786, Boufflers resolvió establecer su residencia en Goréé donde dedicó
muchas horas a escribir sobre los encantos de su signare y de las demás que adornaban sus
salones.

25
La Casa es imponente. En medio de un patio enorme hay una escalera doble en forma de
herradura que lleva al segundo piso. Flanqueado por grandiosas columnas, estaba destinado
a la celebración de negociaciones. En su actual oficio de museo, el recinto enseña los
instrumentos de tortura que se emplearon con los cautivos, fotografías de los mismos y los
planos de la edificación con los usos del espacio. De las paredes cuelgan pinturas que
evocan la captura, la venta de hombres, mujeres y niños en las Américas y algunas escenas
de los tratos entre europeos y africanos en el comercio de esclavos. Así, las signares de
Goréé aparecen atendidas por esclavos y esclavas decoradas con sedas y joyas. Debajo de
esta plataforma encontramos los cuartos de los cautivos. Los hombres separados de las
mujeres, éstas de los niños y éstos de las niñas.

A manera de graffiti, cantidad de papelitos en su mayoría escritos en francés y pegados en


las paredes le quitan el aliento a mis acompañantes yoruba. Mientras Menou y Biokou los
leen uno por uno y por turnos, uno despues de otro, copio algunos. Muchos eran
conmovedores, otros candentes de reclamo, como aquel en lapiz negro:

La gente senegalesa ha querido mantener la presente Casa de Esclavos con el fin de


recordarle a cada africano que una parte de él mismo pasó por este santuario [Traduzco].

Más adelante encontramos el letrero oficial encima del umbral que miraba al mar y por
donde eran conducidos los cautivos con destino a los barcos:

Puerta de viaje. Sin regreso.

La mermelada que nutrió al capitalismo

En el colegio nos enseñaron a ligar esclavo con oro, pero no negro y azúcar, pese a que el
sistema capitalista debe su existencia a ese vínculo. En su libro Sweetness and Power
(Dulzura y poder, publicado en 1985 por Penguin de Nueva York), el antropólogo
norteamericano Sidney Mintz sugiere que para comprender esta verdad oculta, recordemos
que hace tan sólo tres siglos que la mermelada forma parte de la cotidianidad. Algo
parecido sucede con jamones y demás alimentos preservados mediante el azúcar de caña.
En su mayoría, son comidas que pueden esparcirse o encerrarse dentro de dos tajadas de
pan.

Desde los inicios del siglo XVIII, conservas y carnes procesadas fueron sacando a la mujer
de la cocina. Al despachar marido e hijos con emparedados, ella pudo acompañarlos en el
trabajo de las textileras inglesas, y también alimentarse allá. En ese espacio irrumpieron
café y té con azúcar para restaurar energías o excitar a los obreros dentro de la rutina
interminable que requería la hechura mecanizada de telas de algodón.

De las que se conocen como drogas del proletariado --café, té y tabaco-- el azúcar y el ron
figuran entre los primeros productos sintetizados mediante reacciones químicas. En las
minas de oro coloniales el consumo del aguardiente fue tan difundido como el de la carne
26
de res y el plátano. Los amos alimentaban a los esclavos, haciendo todo lo posible por
emborracharles sus rebeliones.

La adicción como forma de dominar se remonta al siglo VII, cuando los árabes
comenzaron a experimentar con esquejes de caña que habían conseguido en Asia. A
mediados del siglo XV, la aristocracia europea ya apetecía crecientes cantidades de azúcar
y alcohol de caña. Para suministrarlos, banqueros catalanes y genoveses venían financiando
la expansión de cañaduzales en el Mediterráneo, desde el norte de África hacia las islas
Canarias, Azores, Chipre y el sur de Portugal y España.

Este crecimiento se apoyó en otra invención de los árabes, la agroindustria. Combinando su


álgebra con el manejo de aguas escasas, realizaron aplicaciones de ingeniería hidráulica
para desarrollar sistemas de irrigación que les aseguraron rendimientos óptimos; separaron
las operaciones de producción de las del procesamiento de la caña, las cuantificaron y
detallaron, de forma tal que originaron una auténtica ingeniería industrial. En combinación
con la enorme masa de trabajadores que llegó de África a Jamaica y Brasil, esa moderna
administración empresarial hizo posible el pan con mermelada que infinidad de niños
textileros recibieron de sus madres en Manchester y otros puntos legendarios, en la llamada
revolución industrial.

En Mompox, Samuel se vuelve Anansi cimarrón

Resignación no rima con esclavización. En Angola había quilombos porque los


secuestrados no soportaban el cautiverio que antecedía al embarque hacia América.
Escapaban, se apertrechaban y, desde allá, comenzaban a resistir. Y quienes alcanzaban a
llegar a los puertos americanos, pronto pusieron en marcha variadas formas de oposición,
entre ellas el cimarronaje armado inicialmente desatado por rebeldes de afiliación bijago,
kongo y ngola, o el que practicaron branes y zapes apelando a prácticas africanas de
brujería como medio de aterrorizar a los amos. Luego, a principios del siglo XVIII, se
consolidó el mensaje autonomista de las historias de Anansi y con las telarañas de su
astucia vendría la búsqueda de la libertad aprovechando la legislación hispánica. Cientos de
personas comenzaron a comprar de sus amos cartas de libertad mediante el oro que
lograban ahorrar mazamorreando en domingos y días feriados. Hasta el propio
blanqueamiento genético y cultural representó una buena manera de huir del cautiverio.

Si bien es cierto que las huellas más nítidas de la resistencia cimarrona quedaron
estampadas en el palenque de San Basilio, en lugares del Chocó biogeográfico pueden
apreciarse otras improntas. La tradición oral habla del palenque de Tadó, nombre que
también aparece en el Togo con el sentido de ciudad amurallada (Maya 1998a: 38, 39). Sin
embargo, la voluntad de ocultamiento insiste en sostener que el vocablo corresponde a la
voz embera para nombrar el agua. Claro que en este caso, tan sólo las investigaciones
futuras dirán quién tiene la razón. Otro rastro de ese pasado aún pervive en una de las

27
danzas más caracterizadoras del carnaval, como podrá apreciarse en la recolección que
sigue en referencia al trabajo que Nina S. de Friedemann y yo llevamos a cabo en
desarrollo del proyecto titulado Una contribución al etnodesarrollo de grupos negros en
Colombia.

Depresión momposina

Los amigos africanos de Ananse

--Y tú, ¿qué opinas? --me preguntó Friedemann en Mompox, la noche anterior al domingo
de carnaval, después de haber presenciado un ensayo en el cual los miembros de la Danza
de Negros habían brincado, cantado y gritado con tal furor, que el capitán había quedado
afónico.

--No me imagino cómo se organizarán si el cantor solista está fuera de combate para
mañana. No comprendo por qué no reservó algo de su energía --respondí, ante la
perplejidad y el asombro que experimenté durante la función de esa noche. Era la cuarta
vez que la veíamos, pero la primera después de que su director Samuel Mármol nos
explicara que recapitulaba uno de los sucesos que más se repitió en la llanura Caribe entre
el inicio del siglo XVII y finales del siglo XVIII: la huida de esclavos hacia selvas y
ciénagas en busca de la libertad perdida. Entonces, habíamos sido testigos de la superación
de la metáfora consistente en que unos ebanistas comenzaran a portarse como cimarrones,
al logro de un acto sacramental: a medida que aumentaba el compromiso emocional de los

28
danzantes, dejaban de ser como cimarrones y se volvían cimarrones (véase Bateson 1991:
59-63).

Mientras escuchábamos el testimonio de Mármol, Friedemann pensó en voz alta: --¿Y si le


doy un ejemplar de Ma Ngombe: guerreros y ganaderos en Palenque? Ella imaginaba el
efecto que en la revitalización de la danza podrían tener los conocimientos que aparecen en
el libro que había escrito cinco años antes. Por fortuna, había llevado una copia que Samuel
examinó con avidez, rodeado por los miembros de su grupo, que se apretujaban para mirar
cada página.

Esa noche nos sorprendimos con la irrupción de Tio Tigre, quien agrede al capitán, para
luego ser vencido y, por si fuera poco, castrado por el adalid de los cimarrones, con la
ayuda de Perro. Quedaba así reiterado el carácter de perdedor que las historias de Anansi
siempre le asignan a Tigre (Pomare 1998).

Las máscaras hechas de diez capas de papel pegado con engrudo, pintadas con colores
brillantes y que no se habían puesto en las noches anteriores, tanto como los machetes y las
lanzas esbeltas, tallados en madera, habían agigantado el histrionismo de los danzantes.
Éstos formaban dos filas de a cuatro danzantes cada una y en el centro de la calle que
demarcaban se localizaba el adalid de la danza, a quien todos llamaban Zambe. Éste
coreaba los versos del capitán, quien permanecía adelante. Las palabras iban dirigidas
contra el secretario del despacho municipal, que despilfarró los fondos que hubieran
permitido extender la red del acueducto para que durante el verano se pudiera bombear
agua desde el centro del río Magdalena. Con Zambe en la mitad, él y los ocho bailarines se
movían hacia adelante y hacia atrás, pero al alcanzar el clímax de la denuncia pública,
formaban círculos rápidos, todavía con Zambe en el centro, a la vez que cantaban Vamo
San Migué que ya vino Zambe.

Cuando oyó la palabra por primera vez, Nina exclamó:

--¡Huy! Zambia [país que limita con Angola], Zambesi [el río principal de ese país], Zumbi
[adalid cimarrón de la revuelta del quilombo de Palmares en el Brasil], sande [nombre de
un pueblo aguerrido y guerrero de ascendencia negrítica oriental del conjunto ecuatorial].
¿Qué tal preguntarle a Samuel por el significado de ese nombre?

--Miguel Zambe era [el] cacique de [la] danza Donancut, una danza africana --nos explicó
Mármol.

En los siguientes versos, Zambe hizo públicas las trampas de un profesor corrupto y los líos
matrimoniales de los habitantes del barrio:

El pobre Cristóbal/se acuesta y se desvela.../

llorando a la mujer/que se le fue a Venezuela/

29
Las mujere de Colombia/yo les digo la verdá.../

Se van pa' Venezuela/¡Ay! pa tirá/buena mondá.

Recapituló las simpatías que despertaron programas de televisión, como la serie alemana de
dibujos animados llamada La abeja Maya y la comedia mexicana El Chapulín colorado. En
seguida, corrió tras los niños espectadores y agarró a uno de ellos a quien primero revolcó
en la tierra y luego simuló violar, con la ayuda del perro, el tigre y el capitán. Podría
plantearse que, para entonces, la encarnación de Anansi estaba completa: un danzante por
cada pata y un rebelde bisexual por cuerpo del arácnido.

--Mañana los linchan --añadí, pensando cómo irrumpiría en la aristócrata Calle Real del
Medio esta especie de guerrilla urbana, irreverente, erótica y crítica. Sin embargo, una
nueva metamorfosis ratificaría la posibilidad de habernos hallado ante otro truco de Araña.

Anansi se enfrenta y huye

Y ese domingo de carnaval quedamos atónitos. Para nuestra sorpresa, los aguerridos
luchadores semidesnudos que nos habían aterrado las noches anteriores se habían
camuflado. Los ocho danzadores vestían flores vistosas, camisetas blancas y sombreritos de
papel con flecos de colores. Zambe tenía las antenitas del Chapulín y, en una mano, su
mazo de aplastar malvados, el sonado chipote chillón. Lo había elaborado con un viejo
frasco de aceite, amarrado a un palo de escoba. De sus pies ató dos enormes trozos de
caucho que había cortado de llantas viejas. Así, sus carreras para perseguir enemigos o
víctimas de su lujuria desenfrenada dejaron de ser dramáticas y más bien provocaron
carcajadas sonoras.

Este cambio parecía consecuente con una vieja estrategia que el historiador Germán Carrera
Damas (1977) describió como medio para encarar la dominación: enfrentarse y huir. La
primera conducta había formado la esencia de los ensayos del barrio. La segunda habría
sido una especie de medio para negociar la presencia de la danza por fuera de su ámbito
cotidiano. El imaginar que hubiera algo muy de ellos que se entregara o reprimiera de
acuerdo con las características del ambiente nos permitió responder el siguiente
interrogante: ¿por qué el cuadernillo que en 1970 publicó el Centro de Investigaciones y
Promociones Folclóricas de Medellín, describiendo esta danza, no habla de cimarronaje y
palenques? En su documento, Tres danzas de Mompós, los expertos de Antioquia sostienen
que el baile rememora la cacería de un tigre que importuna los oficios de unos cultivadores
de maní. Pero si ello era así hace 25 años, ¿por qué entre la parafernalia descrita por este
grupo de investigación no sobresalen instrumentos de labranza, sino los mismos cuchillos,
machetes y lanzas de madera que nosostros vimos?

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Ritos para guardar secretos

Es muy posible que nos hallemos ante un secreto no intuido por los estudiosos, y que los
danzantes de 1970 hayan optado por no revelarlo. Ello sería consecuente con un
comportamiento reiterado por los descendientes de cimarrones a lo largo de toda América:
la información sobre los rebeldes, sus pueblos amurallados y sus usos y costumbres no
siempre ha sido pública. Su clandestinidad hace parte de la formación de hábitos de
resistencia y de la réplica provocada por la represión militar que los europeos han ejercido
contra los libertarios negros. Al respecto, en el número que el Latin American Report tituló
Las Américas negras (1492-1992), los antropólogos Norman Whitten y Arlene Torres
escriben:

En el decenio de 1970, los saramakas [de Surinam] le hablaron a los etnógrafos Richard y
Sally Price sobre conductas que ya no practicaban, excepto en tiempos de crisis colectiva,
debido a que esas prácticas estaban asociadas con los Primeros Tiempos, un período real e
histórico de guerra y rebelión que, de llegar a ser discutido, podía matar gente. Valiéndose
de subterfugios comunicativos y guardándose para sí los detalles, se refirieron a batallas,
rituales y artefactos poderosos.

Por su parte, la Danza de Negros de Mompox, no obstante el haber huido mediante


disfraces de chapulines y payasos, enfrentó la política manteniendo la intensidad de la
crítica a los funcionarios inescrupulosos o a los políticos mendaces. Incluso, hubo
ocasiones en las cuales bailaron y cantaron frente a las casas de quienes figuraban como
protagonistas de los escándalos que los versos habían recogido. Tampoco editaron las
escenas de cimarronaje, ni las que mostraban el bisexualismo del rebelde Zambe.

--El ingenio de los negros nunca dejará de sorprenderme --comentó Friedemann,


reflexionando cómo al huir, atenuando parte de la agresividad de coreografía y canto, la
danza había persistido en valerse de las celebraciones del carnaval, si no para hacerle un
juicio popular a los inmorales y corruptos, sí para crear una opinión pública en torno a ellos
y sus conductas asociales. Friedemann y yo no sabemos cómo pudieron sentirse los
infractores después de que hubieran sido denunciados ante distintas audiencias ciudadanas.
Tampoco, si en estas épocas de silenciar disidentes mediante la fuerza la Danza de Negros
fue víctima de represalias. Aspiramos a que investigaciones futuras aporten la información
faltante. Sin embargo, de lo que sí estamos seguros es de que, con otras danzas del carnaval
momposino, además de aliviar las tensiones sociales de la población, ésta desempeña
importantes funciones de carácter político: expresa lo que callan los medios de
comunicación de masas, ya sea por su gigantismo o por los intereses que defienden. Pero,
además, señala a quienes los tribunales no osan cuestionar, combatiendo así algo de esa
impunidad que vamos aceptando como normal. Como nos dijo el poeta Gutiérrez, otro
protagonista del carnaval, quien se ganaba la vida haciendo versos para la danza de farotas
y otras comparsas:

31
Aquí a la gente le da miedo hablar. Yo salgo a gritar. Aprovecho el carnaval para salir a la
calle y hablar de los problemas de Mompox. No sé qué va a pasar en este país, si cuando
pasa un policía, para que no les pida plata, hasta las estatuas de los parques tienen que
cerrar los ojos.

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Teatro que enseña secretos

Veinticuatro horas después de que Nina de Friedemann me preguntara mi opinión del


milagro de la transmutación de artesano en cimarrón en la Danza de Negros, nos
hallábamos extenuados de filmar y tomar notas, de correr detrás de Indios, Coyongos y
Farotas, entre otras danzas que habían brincado por las calles de Mompox en el domingo de
carnaval. Con todo, faltaban muchas respuestas. Una tenía que ver con esa intensidad de los
ensayos, que podía desembocar en un capitán sin voz. Éstos pueden comenzar hasta dos
meses antes del carnaval, y sirven para que los ejecutantes se pongan de acuerdo en la
musicalización de versos que han ido elaborando a lo largo del año o que les compran a
versificadores profesionales como el poeta Gutiérrez, quien vivía de componer coplas e
improvisar. Pero más allá de esta tarea, ¿para qué las repeticiones de baile y canto? ¿Para
qué, si lo que abunda en estos artistas son las facilidades de expresión y el virtuosismo en el
baile, el canto y la interpretación de tambores?

Poco a poco, hemos ido armando una explicación que también tendrá que verificarse
mediante más visitas a esa región en época de carnaval. El que la Danza de Negros salga a
la Calle Real del Medio, sin duda, es importante para ejecutantes y espectadores. Además
del entretenimiento, está la divulgación de datos desconocidos sobre malos y buenos tratos
de los pobladores del lugar. También, el dinero extra que bailadores y cantadores pueden
ganarse en una época del año cuando hay múltiples escaseces. Con todo, creemos que sus
adalides hacen las danzas para sus barrios, para su gente, para divertirlos y recordarles la
historia que no figura ni en libros ni cartillas, y mucho menos en las páginas de la prensa o
los programas de radio y televisión. La historia de un secreto muy bien guardado, ya no por
los que bailan, sino por los que los dominan: por cada esclavo siempre hubo un cimarrón
que se encargó o de convencer al primero para que se le uniera o de ir extendiendo la
rebelión. De ese modo, como lo demostró Nina de Friedemann en el libro que escribió con
Carlos Patiño Rosselli, Lengua y sociedad en el palenque de San Basilio, de los dos focos
de resistencia identificados en el siglo XVI se pasó a los 20 del siglo XVII, entre ellos
cuatro puntos importantes en la confluencia del Cauca con el Magdalena. De ahí se obtuvo
el balance de finales del siglo XVIII: 19 núcleos esparcidos por toda la llanura Caribe, el
litoral Pacífico y los valles del Magdalena, del Cauca y del Patía.

El cimarronaje que tapó la historia oficial

Los perfiles de este complejo panorama están por dibujarse con el detalle que alcanzó la
misma antropóloga para ese palenque. Su labor da cuenta de una sensibilidad especial, no
sólo por lo intrincado de la documentación, sino porque casi toda está plagada de un léxico
racista que no acierta a catalogar los alzamientos cimarrones como auténticos procesos de
liberación, sino que de manera reiterativa los demerita como actos criminales, y como
muestras de la supuesta falta de gratitud para con los blancos, quienes al esclavizar a los

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negros dizque más bien los redimían de su condición pagana y salvaje. Documentos en los
cuales los españoles nunca dejan de ser héroes, mientras que los negros pocas veces pasan
de cobardes y traicioneros.

Me atrevo a sugerirle al lector interesado en los detalles de siglo y medio de


enfrentamientos y negociaciones que hojee el texto que menciono. Comprenderá por qué
me interesa destacar aquí que los cimarrones aventajaban a los peninsulares en cuanto a la
práctica de la libertad y a la utilización del entorno pantanoso y selvático dentro de su
estrategia militar. En aras de resaltar el alcance autonómico del movimiento cimarrón,
subrayo que en 1774 el teniente coronel Antonio de la Torre Miranda no pudo ingresar al
palenque de San Basilio para realizar un censo. Sus pobladores le prohibieron el acceso
apoyándose en un entente cordiale, pacto de mutuas concesiones que habían suscrito en
1713 con el obispo de Cartagena, fray Antonio María Casiani. Los palenqueros alegaron
que, como lo habían hecho durante los últimos cien años, continuaban dándole vigencia a la
política pactada con los peninsulares: no permitir que allí se refugiaran los esclavos que
huían de haciendas y casas. Por su parte, estos últimos habían aceptado la territorialidad de
ése y otros palenques, como Matuna, Tabacal, Matudere, Bonga, Duanga y San Miguel. La
base de este reconocimiento consistía en la capitulación firmada en 1603 por el entonces
gobernador Gerónimo de Suazo después de que le aconteciera lo que le pasaría a varios de
sus sucesores: hundirse por días enteros hasta la cintura en los tremedales de ciénagas y
caños; perderse en bosques tupidos, ser picado por miles de insectos o enfermarse de peste,
y culpar de estas desgracias al poder mágico de los zahoríes palenqueros. Contradicha por
decenas de acciones bélicas, la capitulación había sido ratificada mediante cédula de 1691,
de cuyo contenido, a su vez, los españoles se habían retractado en 1695, con la consecuente
respuesta armada de los cimarrones, la cual condujo al entente cordiale.

Zambe ensueña porvenires

Cuando lo interrogamos, Samuel conocía el pasado de Miguel Zambe, pero no de dónde o a


dónde marchaban los guerreros que él dirigía en su transmutación. Como sucede con
muchos mitos y ritos, los conocimientos se esfuman con los ancianos sabios. Sin embargo,
allá en Mompox aún permanecía un dirigente de barrio que se veía a sí mismo como
responsable de transmitir una épica antigua, protagonizada por sus antepasados. En la
entrevista que le hicimos, Samuel sostuvo con vehemencia:

--Cuando yo hago la danza, sí sé lo que significa. Esta danza es una crítica al


gobierno, al alcalde, a la esclavitud que sentimos.

Cuatro semanas antes del carnaval, noche tras noche, decenas de niños gritan aterrorizados
por las carreras de un negro enorme que va en pos de uno de ellos para revolcarlo y
violarlo. También oyen las denuncias que hace el capitán de la Danza de Negros y ven a
quienes lo siguen, replicando actuaciones guerreras por la libertad. Repasan el pasado como

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no lo hacen en sus escuelas, hasta portar un recuerdo que a su debido tiempo podrán
ampliar y conectar con la vida de la gente que habita y habitó el continente de sus
antepasados. A medida que África figure más en las crónicas de América, ellos
comprenderán mejor su origen y nosotros nuestro trascurso. Y al conocerse más y
conocernos mejor, ambos delinearemos otras nociones de futuro.

Ananse cacharrera8

Los franceses usan la palabra bricoleur para referirse al improvisador de artificios e


inventor de soluciones que parecen imposibles, dado lo absurdo de los materiales que
emplea. Parte de su intuición, tratando de recordar de cuál de los desechos que por años ha
coleccionado podrá formarse la pieza que necesita. Como la improvisación está sujeta al
carácter impredecible del individuo, las soluciones que plantea no coinciden con las que
formulan otros ante el mismo problema. Aun careciendo de las herramientas adecuadas,
acepta todos los trabajos que le propongan, como me tocó ver en el caso del vecino del
adalid de pescadores, Rafael Valencia, en el barrio Panamá de Tumaco.

Una noche lluviosa de septiembre de 1983, sacó un destornillador enorme, unas tijeras de
sastre y un soldador de plomo, y comenzó a desarmar lo que por muchos años he
considerado una joya de la tecnología alemana, mi filmadora Nizo Braum. En un comienzo,
no me atrevía a mirar cómo hacía la limpieza de sus entrañas atascadas ese día con arena de
las playas de la Caleta Viento Libre, una aldea localizada sobre la ensenada, frente al
puerto. Soldó los contactos que había dañado al meter un chiro grasoso por los rincones
más apretados, pulió su labor con un pedazo de papel periódico amarillento y apretó las
tuercas que había removido, sin que le sobrara o le faltara ninguna. Con aire triunfal, me
dijo: «Ensaye a ve». Todo perfecto. « ¿Cuánto?» «Naa».

La gente no sólo es capaz del bricolage, sino que quizás éste sea el desarrollo más
característico de la evolución de las especies. François Jacob, premio Nobel en biología,
destaca en su libro El juego de lo posible cómo la selección natural no crea órganos de la
nada, sino que los va improvisando a partir de lo que existe: «Fabricar un pulmón con un
trozo de esófago es algo muy parecido a hacerse una falda con una cortina de la abuela».

Cacharrear identidades

Nuestras voces cacharreo y cacharrero quizás sean las más cercanas a las francesas en este
intento por resaltar un proceso del cual muchos se vanaglorian. Old Sturdbridge Village, en
el estado norteamericano de Massachusetts, es un pueblo artificial. Se erigió llevando
construcciones que iban a demoler y habían existido desde la primera mitad del siglo XVIII
en diferentes puntos de Nueva Inglaterra. El grueso de las exhibiciones consiste en
artefactos que los colonos inventaron para resolver problemas que no enfrentaban en
8
Una versión anterior de este ensayo apareció en Colombia pacífico, tomo II, pp.: 572-577, Pablo Leyva
(editor). Santafé de Bogotá: Fondo Financiera Eléctrica Nacional.

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Europa, con base en recursos que no conocían allá. El cacharreo marcó las formas y
funciones de máquinas para cortar madera, doblar hojalata, moldear cerámica, hacer
zapatos e hilar y tejer algodón. Museos comparables existen por casi todas la regiones de
los Estados Unidos.

En Francia pasa algo similar. La iglesia de Saint Martin des Champs, escenario del primer
capítulo de la afamada novela de Umberto Eco, alberga el péndulo que le da el título a la
obra. Alrededor de ella está la Academia de Artes y Medidas, que incluye los rastros que
troqueló el cacharreo en los instrumentos y aparatos de cuantificar espacio, tiempo, luz y
sonido. Museos no menos modestos que éste, como el Palacio de los Descubrimientos o la
Ciudadela de la Ciencia y la Tecnología, recogen la memoria estampada en la historia de
Francia por el bricolage del entorno y la improvisación con sus cosas.

Hacer custodias derritiendo poporos

Dentro de esta perspectiva, España figura en el extremo opuesto. Los cálices y las custodias
de oro con incrustaciones de esmeraldas, rubíes y diamantes almacenados en los tesoros de
las catedrales dominan las exhibiciones que dibujan la identidad nacional. No hay lugares
que indiquen cómo trabajaban los orfebres. Mucho menos que hablen de las técnicas que
emplearon los quimbayas, calimas, cenúes, taironas o muiscas para elaborar los poporos o
las figuras de jaguar, murciélago, rana o balsa que alimentaron las fundiciones auríferas de
la península. Ello enfocaría lo que más se trató de ocultar con ocasión del aniversario del
descubrimiento de América, celebrado en 1992: el saqueo de América y su consecuente
aniquilamiento de pueblos y culturas.

En esto de expresar cómo somos, nos pesa el legado hispánico. Ni en Mompox ni en


Barbacoas hay exposiciones que ostenten las prácticas de los orfebres de ascendencia
africana que han elaborado las piezas codiciadas en los mercados extranjeros. Los museos
del oro que el Banco de la República tiene a lo largo del país alardean del arte indígena o
del español, como sucede con la custodia de las Clarisas y la famosa Lechuga de los
jesuitas. Sin embargo, no montan exposiciones que enaltezcan la orfebrería negra o la que
está impregnada de memorias africanas (Lleras 1998).

La invisibilidad de las huellas africanas en la evolución de las culturas presentes en nuestra


nación depende, entonces, de dos factores. En primer lugar, de la poca relevancia que los
colonizadores ibéricos le conceden al bricolage en su formación cultural. En segundo lugar,
de la práctica de la exclusión como medio para discriminar y anular lo diverso.

Comencé hablando de un bricoleur de electrodomésticos que resultaba intuyendo el arreglo


de un instrumento de precisión. Este último, a su vez, se había averiado retratando una exis-
tencia que le debe su proyección actual al bricolage. La Caleta Viento Libre era una aldea
de agricultores que pescaban cuando las mareas y el cuidado de sus cultivos se los
permitían. Pero una noche el tsunami de diciembre de 1979 les arrancó las formas de

36
producción que habían desarrollado. Inundados los campos y salinizada la tierra, tuvieron
que cambiar de destino. Marcharon a los basureros de Tumaco y bricoleando con cuerdas
viejas, pedazos de icopor (poliestireno) y alambres, fabricaron más anzuelos de los que
habían tenido. Transformaron la pesca ocasional de cangrejos en actividad permanente,
sobreviviendo hasta que las tierras recuperaron la fertilidad perdida. Volvieron a vender
cocos, y con el ingreso adicional pudieron reemplazar los aparejos improvisados por redes
de nylon delgado que aumentaban las capturas.

Cacharrear prótesis sociales

El bricolage de los negros va más allá de la transformación de desechos en artefactos, e


incluye el desarrollo de prótesis sociales que compensan la escasez de energía mecánica. En
el Chocó biogeográfico esta limitación tiene raíces ambientales y humanas. Por una parte,
el calor, la humedad y la lluvia son enemigos persistentes de las ruedas de metal o de
madera, que se entierran, patinan, oxidan y pudren. Por otra parte, la marginalidad
geográfica y política en la cual el centro ha mantenido al litoral ha significado poco hierro.
Desde la Colonia, son limitados los inventarios de herramientas mineras que deben ser
reconstruidas y recicladas en las forjas.

La alternativa, una hilera de hombres y mujeres metidos en el canalón, agachados con las
manos dentro del agua, ablandando las arenas auríferas mediante barras, almocafres y
cachos. Bateas llenas de guijarros y greda pasan de mano en mano, hasta que cientos de
toneladas de piedra y arcilla han cambiado de lugar.

Esta prótesis social construida mediante una cadena de brazos que se mueven rítmicamente
tiene un aglutinante de memoria africana: la familia extendida. Hecha mediante la
vinculación de las parejas con su prole, o de las solas madres con sus hijos, el bricolage ha
permitido que quienes quieran asociarse con ella lo hagan aludiendo de preferencia a los
vínculos de la sangre o, en menor grado, a los del parentesco político. La puja por los
derechos mineros dio origen a linajes que, dependiendo de la región y del período, han
reconocido la línea que une a las abuelas con sus hijas y nietas, o a la de la pareja de
abuelos con sus descendientes de ambos sexos (Friedemann 1984b). En ambos casos, los
miembros de la enorme familia aceptan la figura de un antepasado fundador, hoy de
perfiles casi legendarios. Cuando esa figura es masculina y las líneas de ascendencia son
tanto del lado paterno como materno, los mineros hablan de un tronco (ramaje bilineal,
dentro de la terminología que emplean los estudiosos de la organización social ibid.) Su
persistencia ha sido insuficiente para que algunos expertos en el tema de la familia dejen de
insistir en la manida simplificación de la poliginia africana, incluido el estereotipo del
marido ocasional, caracterizado como fuente de inestabilidad e ilegitimidad, simpático con
los niños pero intrascendente en sus papeles económicos, sociales y políticos (Friedemann
y Espinosa 1993).

37
Pese a la fuerza del estereotipo referido a la familia del Afropacífico como caótica e
inestable, la realidad retrata fenómenos diferentes, como el del capitán de mina, quien
administra el ejercicio de los derechos que tiene cada miembro del tronco familiar en la
explotación de la mina comunitaria. Estos derechos permanecen latentes mientras el
integrante del ramaje no los active mediante labores mineras concretas. Al capitán le
corresponde determinar el grado y la línea de parentesco dentro del tronco, con el fin de
corroborar la legitimidad de su solicitud (Friedemann 1984b). En este sentido emula las
cualidades del ancestro fundador del tronco. Sin duda, el ejercicio de esa territorialidad
implica recuentos históricos frecuentes en cuanto al origen de la formación familiar y
comunitaria y, por lo tanto, habla en contra de la inestabilidad sugerida.

La ilegitimidad atribuida a las familias asociadas de tal modo indica más la ausencia e
intolerancia de Estado e Iglesia, así como las trabas burocráticas impuestas por curas y
empleados oficiales (Friedemann y Espinosa 1993). Su talante es muy parecido al de los
obstáculos que se deben vencer para escriturar las tierras en las cuales, por siglos, la gente
negra ha cultivado y producido riqueza ajena. Tropiezos que dicen bastante de la asimetría
en el trato a los afrocolombianos, a quienes no les sucede lo que a los indígenas con sus
familias y tierras, gracias a la Constitución de 1991: basta con la palabra de emberaes y
waunanaes para que las unas y las otras adquieran legitimidad ante expertos universitarios o
funcionarios gubernamentales.

Aun en el caso de las familias extendidas que se centran en el eje que une a abuelas madres
y nietas, los maridos están lejos de la insignificancia. En Tumaco, entre los originadores de
la pesca con chinchorro, la enseñanza de técnicas pesqueras le corresponde al hermano de
la adalid del grupo, por lo general dueña de aparejos y equipos. (Véase capítulo II de este
libro). Además, de los poderes del tío materno dependen la delimitación de las
proporciones que rigen la repartición de capturas y la escogencia de los compradores de la
producción.

Redes para ir y venir

En el Chocó es frecuente ver que, al saludarse, dos personas enumeren todos sus apellidos.
Con ello buscan conocer el grado de consanguinidad o afinidad que los liga, así como la
proximidad de sus regiones de origen. Cuanto más cercanos los vínculos, mayor la
confianza para conversar o realizar empresas conjuntas. Repetido por los afroamericanos de
otros puntos del litoral, este ejercicio permite apreciar redes intrincadas que --por medio del
parentesco-- conectan los puertos del litoral, por una parte, con las aldeas localizadas en el
interior sobre los ríos y entre las selvas húmedas, y por otra, con áreas metropolitanas de
Bogotá, Medellín, Cali y Popayán. Al apoyarse en ellas, los afiliados pueden circular en
todas las direcciones y en respuesta a las ofertas de trabajo que surjan. Por ejemplo, a
principios del decenio de 1980 corrió la noticia de que en la población de Payán
empresarios norteamericanos iniciaban una explotación minera mecanizada. Mediante el

38
pedido de posada a primos, tíos y cuñados, hombres y mujeres comenzaron a circular desde
la zona del río Telembí hacia la del rio Magüí. (Véase capítulo II de este libro). Un lustro
después, la gente reeditaba el éxodo en sentido inverso. La empresa foránea había sido
diseñada para evadir impuestos, no para darle trabajo a los negros. Cuando cumplió su
cometido, su desmantelamiento dejó en la ruina a decenas de familias que reconstruyeron
su existencia aferrándose a las cadenas de parientes.

En el litoral Pacífico no sólo los terremotos y maremotos cambian destinos sin previo aviso.
También lo hacen las inundaciones, los incendios y los cambios cíclicos en las temperaturas
del aire y del agua, por cuenta de la corriente marítima de El Niño. Y por si fuera poco, las
caídas abruptas en los mercados internacionales de minerales preciosos, maderas,
camarones y pescados sacuden la economía local y ocasionan sismos de intensidad
comparable a la de los naturales. Por estar en lo que quizás sea el ámbito más incierto de
Colombia, esa búsqueda de alternativas manipulando lo que ya se tiene, usando la intuición
como brújula, y el cacharreo como estrategia, encierra las claves del porvenir de los
ombligados de Ananse.

39
CAPÍTULO II: ANANSE EN ESTEROS Y MARES9

Las telarañas de Ananse

La región que quizás más ha puesto a prueba la


capacidad de supervivencia de Ananse y sus ombligados
es el sur del litoral Pacífico colombiano. Se trata de un
ambiente caluroso y superhúmedo, cuyos contornos
cambian día a día debido a la altura excepcional que la
atracción lunar le imprime a los pleamares. Así, el
acceso a los sitios de pesca, recolección y cultivo, o la
disponibilidad de especies, varían de acuerdo con las
fases de la Luna. También responden a cambios más
drásticos como los que más o menos cada lustro impone
Cobero (La Bocana, ensenada
el fenómeno climatológico conocido como El Niño, o los
de Tumaco). Foto: Jaime
terremotos y maremotos que --si bien ocurren con menos
Arocha, agosto de 1995)
frecuencia-- borran puertos y playas de la faz de la
Tierra.

Además de esos remezones telúricos, están los que provienen del sistema económico. El
litoral Pacífico posee materias apetecidas por los mercados del Atlántico Norte: maderas,
oro, camarones y demás productos sujetos a intervalos de auge y decadencia, que dictan las
leyes de la oferta y la demanda, pero, en especial, las de la especulación (Whitten 1970,
1974). Estos colapsos son tan impredecibles y desestabilizadores como lo es un temblor de
tierra.

En Colombia no son muchos los trabajos antropológicos acerca de las personas que viven
del mar y sus incertidumbres. Cuando comencé a realizar éste, mis observaciones de
terreno sobre las artes, aparejos y técnicas que emplean los pescadores y las recolectoras de
conchas de la ensenada de Tumaco me mostraron que la extracción, procesamiento y venta
de productos marinos ocurría en concordancia con la explotación de los manglares, el
cultivo de la tierra y otras actividades económicas. Entonces, tuve que ir ampliando mi
visión para hacerle justicia a la estrategia polifónica mediante la cual los ombligados de
Ananse le han salido al paso a la incertidumbre.

Una de las bases de esa estrategia era la teleraña que hizo Ananse uniendo pesca y
agricultura. Su funcionamiento consistía en atender las parcelas cuando las pleamares
hacían riesgosa la navegación, y en pescar durante los bajamares. A lo largo del año, los

9
Una versión abreviada de este capítulo apareció con el título Afrocolombianos, creadores de riqueza:
mineros, agricultores, pescadores y concheras, en el fascículo N° 31 que elaboré con Bernardo Leal para la
serie Colombia, país de regiones, Medellín: El Colombiano y Centro de Investigación y Educación Popular
(Cinep).

40
descensos en la producción de una actividad tendían a ser compensados por los ascensos de
la otra.

Alcancé a ser testigo de parte del funcionamiento de esta red, la cual también recibía
apoyos de la de los agricultores que tenían sus parcelas a lo largo de la carretera entre Pasto
y Tumaco, y que se fue rompiendo por la modernización económica del decenio de 1980.
Primero llegaron las piscinas para la camaricultura y luego, con la pavimentación de esa
vía, se expandió el cultivo de oleaginosas. La erosión de las economías campesinas tomó
fuerza a medida que muchos de los pescadores-agricultores vendieron sus tierras y pasaron
a trabajar en las plantas procesadoras de camarón, mientras que los de la carretera se
refugiaban en el puerto o en otras áreas metropolitanas.

Pese al resquebrajamiento de la relativa autosuficiencia alimentaria de la región, los


ombligados de Ananse no han cejado en su lucha por sobrevivir. Quienes habían vivido de
la explotación del mangle han formado asociaciones para defenderse en el mercado, buscar
apoyos para proteger el recurso del cual subsisten e, incluso, impulsar camaroneras
comunitarias. Han surgido nuevos grupos de concheras y los pescadores han seguido
innovando artes y técnicas. Esas transformaciones aparecen inventariadas en la tesis de
maestría de Marta Luz Machado, y también en el libro Pacífico: ¿desarrollo o diversidad?
Estado, capital y movimientos sociales en el Pacífico colombiano, editado por Arturo
Escobar y Álvaro Pedrosa, y son objeto de estudios a profundidad por parte del equipo que
el instituto francés Ostrom auspicia en la Universidad del Valle. Aquí no me propongo
reseñar los resultados de estos últimos trabajos, sino sistematizar datos recogidos dentro del
proyecto Etnodesarrollo de grupos negros en Colombia, el cual llevé a cabo en asocio con
Nina S. de Friedemann. He presentado parte de esa información en el libro De sol a sol:
génesis, transformación y presencia de los negros en Colombia y en artículos de revistas y
periódicos. La visión unificada de este libro facilitará comparaciones futuras.

Mi interés por la gente de Tumaco, El Chajal y la Caleta Viento Libre se relaciona con un
simposio llevado a cabo en San José de Costa Rica, en diciembre de 1981. Durante ese
encuentro académico se examinaron los alcances de los procesos de etnodesarrollo. El
antropólogo mexicano Guillermo Bonfil Batalla (1982) había acuñado el término para
referirse a la capacidad social de un pueblo para construir su futuro, aprovechando las
enseñanzas de sus experiencias y los recursos reales y potenciales de su cultura. A pesar del
prestigio académico y político de los invitados al evento de San José, en su mayoría
consideraron que en América Latina los únicos que habían ejercido el etnodesarrollo eran
los amerindios.

La antropóloga Nina S. de Friedemann estuvo presente allá y concluyó que, una vez más,
la academia tendía el velo de la invisibilidad sobre los pueblos afrodescendientes de
América Latina y del Caribe. Exceptuando su voz aislada, no figuró en la agenda de ese
simposio aproximación alguna sobre las formas de resistencia impulsadas por los pueblos

41
negros para hacerle frente a los proyectos hegemónicos estatales. Tampoco aparecieron las
maniobras constantes que ellos desarrollan para ejercer la participación política que, con
terquedad, los gobiernos insisten en negarles. En conclusión, volvía a relucir esa
antropología excluyente y discriminatoria, cuyos efectos venía denunciando la mencionada
autora desde finales del decenio de 1960 (Friedemann 1984b).

Para contrarrestar esa exclusión, ella y yo diseñamos en 1982 un proyecto de investigación


que demostrara que muchos de los descendientes de africanos no sólo forman etnias, sino
que han impulsado proyectos de etnodesarrollo. La propuesta que formulamos, Una
contribución al etnodesarrollo de grupos negros en Colombia, incluía la preparación de
materiales que coadyuvaran a la consolidación de procesos de afirmación étnica, como ha
sucedido con los herederos del legado cimarrón en el palenque de San Basilio, con los
campesinos que cultivan café y cacao en un enclave rodeado de plantaciones industriales de
caña de azúcar, localizado en la zona plana del norte del Cauca, o con los mineros-
agricultores de los ríos del litoral Pacífico.

A medida que avanzábamos en el diseño, descubríamos otros grupos cuyas organizaciones


también daban indicios de etnodesarrollo. Entre ellos descollaban los pobladores de La
Boquilla, cerca de Cartagena, y los de la ensenada de Tumaco. En uno y otro lugar, la
Asociación Nacional de Pescadores Artesanales de Colombia contaba con un nutrido
número de miembros.

El Centro de Investigaciones para el Desarrollo (CIID) decidió auspiciar esa porción de


nuestro trabajo de terreno, a cuyo término Friedemann viajó a Senegal y Mali, donde
constató la validez de algunas suposiciones sobre aquello que desde entonces llamábamos
huellas de africanía.

Hemos esgrimido este concepto en contra de aquel que persiste en ver a las culturas
afroamericanas como resultado de la herencia de patrones que permanecen más o menos
incólumes a lo largo del tiempo. Hace 20 años la afroamericanística se guiaba por el
modelo de encuentro postulado por Melville Herskovitz. Esta interpretación tenía como
punto de partida una concepción mecanicista que especificaba el área cultural como la
coincidencia entre un territorio y complejos de rasgos culturales. Así, los especialistas
imaginaron a los esclavos como portadores, si no de la totalidad, por lo menos de
componentes de un complejo africano occidental que habría chocado con complejos de
origen europeo (Mintz y Price 1992: 7-24). La pureza de las africanidades contemporáneas
sería inversamente proporcional a la intensidad del encuentro y podría medirse de acuerdo
con escalas de relativa autenticidad. Esos cálculos se construían comparando las
expresiones culturales del África occidental con las de este continente (Friedemann 1984b).

Este panorama de viejas retenciones y persistencias comenzó a cambiar con el uso del
concepto de adaptación introducido por Norman Whitten en 1970 para interpretar las

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manifestaciones socioculturales del litoral Pacífico colomboecuatoriano. Sus trabajos
rompían con el difusionismo lineal, introducían la posibilidad de ver en los desarrollos de
esas costas el impacto de invenciones independientes y facilitaban el prestarle atención a la
relación de la gente con su entorno físico y sociohistórico.

Por su parte, Sidney Mintz y Richard Price reformularon el modelo de encuentro con base
en los siguientes argumentos: (1) la comparación de rasgos contemporáneos se basa en una
visión estática de la historia; es muy posible que los complejos que hoy por hoy existen en
el África occidental, poco tuvieran que ver con los de hace dos o tres siglos, en especial por
las profundas transformaciones acarreadas, precisamente, por la esclavitud. (2) Cada grupo
de esclavos embarcados a la fuerza en África tenía procedencias étnicas muy disímiles; lo
usual era que quienes compartían espacio en urcas y filibotes, durante la travesía, ni
hablaran los mismos idiomas, ni adoraran a los mismos dioses, ni practicaran las mismas
tradiciones artesanales. (3) Tampoco es posible suponer que los esclavos hayan traído con
ellos sus instituciones; la captura de sacerdotes individuales no garantizó que todo un
complejo ritual y teológico atravesara el océano; algo similar puede decirse de los
gobernantes y los sistemas políticos, de los médicos y de la medicina.

Ante tal heterogeneidad, ambos autores proponen que lo homogéneo entre los individuos
capturados y explotados habrían sido las orientaciones cognoscitivas o «supuestos básicos
sobre las relaciones sociales y el funcionamiento de los fenómenos reales» (p. 10). Una sola
orientación puede manifestarse mediante rasgos muy diversos. Así, expresiones tan
distintas como el sacrificio de mellizos entre los ibos y la deificación de los mismos entre
los yorubas corresponderían a una orientación cognoscitiva única: los nacimientos
inusuales tienen un significado sobrenatural y merecen un tratamiento especial (ibid.)

Tales “principios gramaticales”, esas huellas de africanía, sí habrían sobrevivido al


encuentro con la cultura europea de los colonizadores blancos, constituyéndose en la
materia prima para un proceso evolutivo que ocurriría con una celeridad inigualada. Los
amos trataban a sus esclavos como bienes muebles. Si bien las condiciones de vivienda y
vida familiar que les permitieron eran precarias, a la hora del trabajo les exigieron
desempeñarse como miembros de grupos sociales. Parecería que supusieron que por el
hecho de exhibir obvias destrezas culturales, lingüísticas y manuales, todos los esclavos
compartían sistemas comunes de coordinación y comunicación. Pero, por lo menos al
principio de la trata, la realidad equivalía a heterogeneidad. Ante el horror de perecer si no
trabajaban de sol a sol, afianzaron sus orientaciones cognoscitivas y, aplicándolas al ámbito
que les era extraño, probaron y experimentaron. Así, con una eficiencia quizás no alcanzada
por el resto de la humanidad, los africanos en América reinventaron tecnologías, economías
y formas de organización social; reencarnaron a las deidades africanas en imágenes de yeso
o en tallas barrocas de madera, y crearon nuevos lenguajes en su habla, su música y su
gestualidad.

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Pese a la aceptación de estos postulados, nuestra investigación mostró que la
heterogeneidad de los cautivos fue pasajera. Las regiones de aprovisionamiento
permanecieron constantes a lo largo de la vigencia de cada uno de los asientos, de modo tal
que la consecuente reagrupación étnica no sólo fue inevitable, sino activada por los legados
de Ananse: cimarronaje que se extendió desde la llanura Caribe hasta El Patía y Tadó;
insumisión en los cabildos de negros de Cartagena y en los procesos de automanumisión
cuyo auge aumentó a partir del siglo XVIII. (Véase capítulo I). Esa investigación sí ratificó
que el sur del litoral Pacífico agigantó la autosuficiencia de Ananse, como se verá en las
secciones que siguen.

Terremotos, incertidumbre y creatividad

A Rafael Valencia lo mataron el 20 de septiembre de 1992. Resulta irónico recordar que


Martha Luz Machado, en ese momento mi estudiante de posgrado, me hubiera dado la
noticia minutos antes de que Anne Marie Losonzcy y yo iniciáramos un diálogo sobre las
formas no violentas de resolver el conflicto social que primaban en el litoral Pacífico. El
escenario era el Coloquio internacional sobre la contribución de África a la cultura de las
Américas. La ametralladora de utopías ya no está con nosotros.

Ése fue el nombre que le di a Rafa en el capítulo sobre su aporte (Friedemann y Arocha
1986: 314-324). Ya se cumplieron doce años desde que lo escribí dentro del libro De sol a
sol, del cual Nina S. de Friedemann es coautora. Han sido dos lustros a lo largo de los
cuales las predicciones que formulábamos sobre el porvenir de los pueblos indios y negros
del litoral parecen tener la desgracia de cumplirse.

Desde que conocí a Rafael, fui testigo de su capacidad para imaginar proyectos que
redimieran a los miembros de la seccional tumaqueña de la Asociación Nacional de
Pescadores Artesanales de Colombia (Anpac). Soñaba con un futuro digno, acataba las
sugerencias de los egresados de varias universidades, y había ayudado a fundar esa
organización. A lo largo del proceso, estos profesionales le enseñaron que uno de los
problemas fundamentales de los pescadores dizque consistía en aquella marcada
incapacidad para planear la construcción del porvenir, partiendo de las privaciones del hoy.
Valencia decía: «Los compas sólo piensan en su traguito y en gastarse cada peso que
reciben». Sus palabras evocaron el compromiso del antropólogo Marvin Harris (1971: 496,
497) de descorrer el velo tendido sobre una hipocresía llamada gratificación diferida: los
supuestos redentores de los pobres les exigen posponer la satisfacción de sus deseos. Les
importa poco que los medios de comunicación de masas y el sistema financiero no
renuncien en su obstinada campaña tendiente a convertir caprichos vanos en necesidades
cotidianas, igualando felicidad y libertad con satisfacción de antojos, y aleccionando a la
gente para que crea que los préstamos de bancos y usureros son señal de éxito personal.

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Rafa había pertenecido al MOIR. Sus años de militancia maoísta habían agudizado su
conciencia de clase, mas no aquella que quizás le hubiera ayudado a comprender que el
cambio de valores que él proponía a sus compañeros quizás podría reñir con las exigencias
cotidianas del medio social dentro de cual se movían. Capté este contrasentido en febrero
de 1984, cuando me hallaba analizando el cúmulo de notas legadas por un semestre de
trabajo etnográfico. En ellas reconocía las huellas del enfoque ecológico-cultural dentro del
cual me había formado (Steward 1973). Éste hace énfasis en cómo las relaciones entre un
pueblo y el escenario de su existencia moldean la forma como aquel organiza su tecnología,
su economía y su estructura social. Por eso dejé de traducir el verbo adaptarse por
conservar y lo convertí en sinónimo de innovación cultural para salirle al paso a los
cambios ambientales. Todo ello sin desconocer la consolidación de esa aldea universal que,
de manera asimétrica, estrecha los nexos entre los niveles locales, regionales, nacionales e
internacionales.

A partir de ese marco acumulé decenas de fichas sobre los cambios que, de manera
continua, experimenta el entorno tumaqueño, así como sobre las diversas estrategias a
través de las cuales han respondido los pobladores de la ensenada. También recogí informes
sobre las crisis profundas que sufre la cotidianidad como consecuencia de las decisiones
tomadas por empresarios transnacionales, desde sus rascacielos de Nueva York o Los
Ángeles. Mi suma de datos dibujaba un hábitat tan deleznable como el andamiaje
económico construido sobre él. Ante semejante incertidumbre, los intentos universitarios
por cambiarle a los pescadores tumaqueños su orientación temporal podrían ser tareas tan
arduas como inútiles.

El litoral Pacífico se puso de moda desde que el presidente Belisario Betancur incluyó a la
región en el inventario de mercancías que se vienen ofreciendo a japoneses, coreanos y
chinos. Las administraciones siguientes le han dado continuidad a esa noción de desarrollo
y, en octubre de 1996, el presidente Samper viajó al lejano oriente para firmar acuerdos que
profundizaran la integración del país con las naciones de la cuenca del Pacífico
(Presidencia 1996). Durante este lapso, la prensa despliega las ejecutorias de las entidades
responsables de la modernización de esa zona.

Así, se va asociando al litoral con El Dorado del siglo XXI. Éste incluye un gigantesco
almacén de canales transoceánicos, puertos, carreteras, maderas, oro, platino, palma
africana, camarones y camaroneras, pero se tiende a ignorar a los moradores negros e
indígenas de la región (Arocha 1998d: 380-383). Recuérdese la forma como Laureano
Gómez (1928: 59) se refería a nuestro país: «Somos un depósito de incalculables riquezas,
que no hemos podido disfrutar porque la raza no está condicionada para hacerlo».

Exclusión e invisibilidad étnicas persisten a pesar del reconocimiento que la Constitución


de 1991 hizo de la etnicidad afroamericana y amerindia como parte integral de la nación
colombiana. En consecuencia, el proceso de legitimación de la territorialidad étnica avanza

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con lentitud, cuando es necesaria la condición contraria. De manera creciente, y en especial
durante el último lustro, guerrilleros, fuerzas armadas y paramilitares incorporaron esa
región a la cartografía del conflicto armado en Colombia. La fuerza del aparato de guerra es
tal que los mecanismos dialogales y de naturaleza arbitral, que habían permitido superar los
conflictos interétnicos por el territorio, no alcanzan a interponerse en calidad de antídotos
contra la agresión armada o la justicia tomada por mano propia. Así, ambos pueblos
ancestrales se ven forzados a engrosar las filas de los desplazados por la violencia, en tanto
que los paisajes que crearon sus antepasados tienden a quedar a merced de las nuevas
empresas de explotación de recursos naturales o de la especulación en transacciones de
finca raíz.

Ensenada de Tumaco

La franja impredecible

La ensenada de Tumaco hace parte de la baja costa aluvial del litoral Pacífico. Esta franja
que se extiende 640 kilómetros hacia el sur, desde el Cabo Corrientes hasta la provincia de

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Esmeraldas en el Ecuador, presenta: (1) adyacente a la orilla del mar, un cordón de bajos de
barro y aguas pandas; (2) playas de arena interrumpidas por caletas de reflujo, estuarios y
vastos bajos de lodo; (3) una zona de manglares, cuyo ancho por lo general es de 2,5 a 5
kilómetros; (4) a espaldas de los manglares de agua salobre, una faja cenagosa de agua
dulce, cuyo nivel cambia con las mareas. Detrás de las ciénagas de reflujo, sobre tierras un
poco más altas, la selva húmeda ecuatorial cubre prácticamente la totalidad de las tierras
bajas del Pacífico (West 1957: 52, 53).

Este escenario figura entre los más húmedos del mundo. Recibe un promedio de 4.000
mm de lluvia anual. Aunque llueve todo el año, ocurren períodos más secos en los meses de
febrero, marzo, septiembre, octubre y noviembre. Su temperatura registra fluctuaciones de
menos de un grado, con una media de 28°C (ibid.: 22-39). Si bien es un territorio escaso en
sabanas, es abundante en ese barro arcilloso tan característico de los suelos ácidos y poco
fértiles del trópico húmedo. Allí, las ruedas tienden a enterrarse, oxidarse y pudrirse. Ese
hábitat de árboles enormes y manglares es además inhóspito para bueyes, caballos y mulas.
Con pocas máquinas y aún menos animales de tiro, sus pobladores tradicionales le han
dado vida a sus economías invirtiendo la energía de sus propios cuerpos.

El paisaje de la costa aluvial nunca es igual porque «[...] La variación media en el nivel de
las aguas es de 2,5 a 3 metros, pero durante la estación lluviosa aumenta a 4 y 4,5 metros»,
cuando el efecto de las pleamares puede notarse hasta en Barbacoas u otros sitios muy
separados de la orilla del mar (ibid.: 53). Las aguas ascienden por períodos de 6 horas y
media, y bajan durante lapsos de la misma duración (Olarte 1978). La marea comienza a
subir una hora después de que la Luna haya pasado sobre un lugar; como cada día su salida
se atrasa una hora, el comienzo de los flujos y reflujos siempre está cambiando (Escovar
1921). Las alturas que alcanzan las pleamares y bajamares también cambian en cada lapso.
Las pujas se dan durante los plenilunios cuando el nivel de la pleamar es cada día mayor.
Las quiebras, entre tanto, coinciden con las semanas de cuarto menguante y cuarto
creciente; para entonces, cada seis horas la altura del flujo es menor. Es como si durante los
ocho días de puja entrara más agua de la que sale, mientras que en los ocho días de quiebra
sucediera lo contrario (ibid., Igac 1983).

Los pilotos de los equipos que pescan con chinchorro en la ensenada tienen catálogos
mentales de las relaciones entre los fenómenos asociados con los cambios de marea. Por
ejemplo, hablan de que con el primero de quiebra hay que ir a La Bocana porque entonces
la pesca allá es muy abundante. O que en el segundo de puja siempre es mejor salir a pescar
a las 4 de la mañana.

A finales de 1982, el calentamiento de las aguas evidenciaba la llegada de El Niño. Este


cambio climatológico no muy bien explicado tiene ciclos de diez años y deja huellas en los
cinco continentes (Canby 1984). En la ensenada de Tumaco, conforme subía la temperatura
del mar, aumentaban las embarcaciones que con sus redes de arrastre peinaban el fondo,

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atrapando los productos de la nueva bonanza: camarones de, por lo menos, cinco especies:
tití, pomadilla, tigre y langostino; también jaibas o azulejos y calamares. El resto de
pescados –peladas, cardumas, pejesapos, anguillas y zafiros– formaba carga desechable que
regresaba al mar hecha cadáver.

Entonces los pescadores artesanales idearon la changa, versión miniatura de las redes que
los grandes camaroneros emplean para catar un sitio antes de hacer el lance. Le amarran la
changa a sus potros, después de haberse conseguido un motor de cuarenta caballos. Para
1983, enjambres de pequeñas canoas habían conquistado un sitio en el territorio que antes
habían monopolizado los pesqueros comerciales. La masacre de la fauna no tardó en
preocupar a los biólogos del entonces Inderena, y se fueron lanza en ristre, no contra los
pescadores empresariales, sino contra los que usaban changas: dizque porque los ojos de
sus mallas eran tan pequeños que arrasaban con todo. «Con lo mismo que arrasan las redes
grandes», dijeron pescadores como los de El Chajal. Pero ellos contaban con menos
recursos para defenderse, y las multas reiteradas, así como la creciente escasez de jaibas y
camarones, fueron sacando a muchos de ellos del panorama económico.

Para otros la única alternativa consistió en aumentar el hacinamiento de Tumaco y buscar


empleo en las procesadoras de camarones. Pero en 1992, cuando El Niño apadrinó una
nueva bonanza, regresaron a la ensenada con sus potros de palo y sus redes remendadas.

En la Caleta Viento Libre encontré más gente que había rehecho su vida con la
autosuficiencia de los ombligados de Ananse. Se les había conocido por sus cultivos de
caña, arroz, plátano y, en especial, cocos, en parcelas cercanas a la orilla. Pero la sal
depositada por el tsunami de 1979 esterilizó la tierra. Esas personas reaccionaron buscando
entre la basura pedazos de cordel para hacer largas líneas de anzuelos, cuyos plomos eran
piedras y cuyas boyas eran trozos de plástico, también rescatados de los botaderos.
Reciclando desechos, se convirtieron en pescadores de jaiba. Con el nuevo oficio,
comenzaron a erigir un presente alterno.

Como otras que se repiten a lo largo y ancho del litoral, las adaptaciones creadas en La
Caleta nacieron a pesar de un Estado discriminador. Los terremotos también atestiguan de
la inventiva que les ha permitido a los afrodescendientes enfrentar este trauma cíclico, más
severo que los anteriores, aunque menos frecuente. Éstos son recurrentes en la ensenada por
la cercanía de puntos de choque entre la capa litosférica de Nazca y la americana (National
Geographic, the editor 1986: 638, 639; Nel 1984, vol. 9: 9199-9201). A su vez, estos
movimientos sísmicos levantan esas olas que arrasan playas como la de La Caleta y
poblaciones costeras como La Ensenada, en la bocana de Iscuandé (Buzzard 1982: 4-6;
Friedemann 1989: 116-120; Rosero 1981: 1, 2; West 1957: 57-60). Entre los sacudones
más avasalladores figuran los de 1836, 1868, 1906 y diciembre de 1979. Los efectos de este
último aún son visibles en muchos lugares (Rosero 1981, 1983).

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A finales de 1983 se aclaró que Roberto Soto Prieto había planeado y ejecutado el robo de
13,5 millones de dólares pertenecientes al Estado colombiano. Tan pronto como este
empresario huyó de la justicia colombiana hacia Austria, comenzaron a cerrarse algunas de
las empresas de las cuales él figuraba como accionista. Dos de ellas funcionaban en
Tumaco: un aserradero industrial y una enlatadora de palmitos. Allí decenas de hombres y
mujeres recibieron el año nuevo sin empleo, preguntándose a quién reclamarle el pago de
sus prestaciones. Muy pronto, este grupo de desempleados aumentó con quienes habían
figurado en la nómina de la desfalcada multinacional CalColombia. Ellos eran responsables
de los servicios de transporte y suministro para una mina industrial que extraía oro, no muy
lejos de allí, en Payán, puerto del río Magüí. Una parte de todo este conglomerado de
personas buscaba medios para retornar a los pueblos ribereños de donde había emigrado en
busca de oportunidades para mejorar sus ingresos.

No obstante su severidad, este tipo de crisis no era nueva. En el litoral Pacífico, si mares,
mareas y maremotos tornan vacía la idea de porvenir, más lo pueden lograr aquellas
conmociones dependientes de la naturaleza de los productos de la región. Por su escasez en
el hemisferio norte y las dificultades para extraerlos, alcanzan precios elevados que pueden
llevar al exceso de oferta y caída abrupta de los precios.

La esclavización fue el primer vínculo con los mercados del Atlántico norte. Hoy, el oro,
las maderas, el petróleo y los recursos marinos la ligan con la economía de metrópolis
europeas y americanas. Por su papel nodal dentro de los circuitos que enlazan ambos
hemisferios, puertos como Tumaco son imanes para la población ribereña (Whitten y
Friedemann 1974) y figuran en los mapas de su ascenso social. De ahí que esos sitios
tengan períodos de crecimiento vertiginoso. Entre 1961 y 1976 se duplicó la población de
Tumaco y hubo barrios en los que llegaron a apretujarse ¡850 personas por cada cuadra!
(Ochoa de Sandoval 1982: 25-27). Sin embargo, suspendidas las actividades de las
industrias de Soto y las de CalColombia, es muy posible que hacia 1985 hubiera menos de
las 200.000 almas que los demógrafos le habían presagiado al puerto con base en sus
cálculos para el decenio anterior.

Si bien es cierto que Guapi, Tumaco o El Charco ocupan lugares importantes en los planes
de vida que hace la gente del litoral, no figuran como mojones, sino como peldaños
temporales entre la selva y ciudades del interior, como Popayán, Cali y Bogotá. La
circulación por esos puntos toma los sentidos que dicten las fuerzas de la geografía y del
mercado. Para regresar del puerto a la aldea ribereña, la gente se agarra de redes de
parientes que le permiten reclamar derechos étnico-territoriales, tanto por la vía materna
como la paterna, y en las explotaciones mineras artesanales comunales o familiares, o
también dentro del sistema agrícola de tumba y descomposición (Friedemann 1984a).
Basado en la siembra simultánea de plátano, cacao, arroz y frutales, su vitalidad y
permanencia dependen de la constancia de quienes emigran menos, las mujeres.

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Cuando la mudanza toma la dirección contraria, la conquista de un espacio urbano se hace
también colgándose de las parentelas (Whitten 1974). Como en este caso pueden estar
consolidándose, se admiten reclamos de membrecía más amplios, como los de ser
compadre de un primo o de un tío. No es raro que el anfitrión acepte al huésped por dos o
más años porque la solidaridad étnica debe alcanzar para ayudarle al recién llegado a
conseguir trabajo y techo.

Como resultado de todo este movimiento, las caras que uno ve en un barrio tumaqueño
como el de Panamá varían de continuo. La violencia añade su cuota al cambio de
fisionomías. Es muy frecuente que las peleas estallen en bailaderos y discotecas, por una
mujer, después de dos o tres noches de merengue, bolero y salsa. En otras ocasiones, para el
forastero es más difícil comprender los móviles. Al pescador Walberto lo mató su tío;
meses antes, regresando de botar chinchorro, el sobrino se había comido el pegao de arroz
que quedaba en la olla del almuerzo. El viejo lo reprendió y como Walberto le respondió a
puños, fue sancionado por la Anpac con una semana de licencia, lo cual fue calentando los
ánimos hasta llegar al homicidio.

Un escenario como el de Tumaco puede llenar de razones a quien opine que donde el
Estado está ausente, hay violencia. Situado al suroeste del departamento de Nariño, a 1° 48'
de latitud norte y a 78° 46' de longitud oeste de Greenwich, ese municipio tiene 3.800 km²
repartidos entre las islas de Tumaco, La Viciosa y El Morro, además de una porción
continental (Mendoza y Olarte 1976: 1, 2). Todas estas superficies están cubiertas por
precarias redes de acueducto, alcantarillado y electricidad. La prestación eficiente de estos
servicios nunca ha dejado de figurar en la agenda de los paros cívicos que se repiten desde
1980. Varias veces, los manifestantes han amenazado con buscar la anexión de su puerto al
Ecuador, y la prensa bogotana se ha mofado de ellos, sin reflexionar que allá la gente
compra leche, huevos, café cigarrillos, enlatados, manteca y aceite ecuatorianos, pesca con
redes tejidas con fibras hechas en ese país y sale al mar en canoas impulsadas por motores
comprados allá, sin los onerosos aranceles que se cobraban en Colombia antes de la
apertura económica. En su cotidianidad, los tumaqueños palpan al Ecuador, pero tienen que
imaginarse a Colombia. Mientras que montándose en una canoa de motor gastan hora y
media en llegar a la primera población ecuatoriana, la comunicación marítima con
Buenaventura es tan irregular como el cabotaje y la navegación fluvial (Ochoa de Sandoval
1982: 2). La única carretera es la de Pasto y, hasta 1995, transitarla era una aventura que no
sobrepasaba los 15 km/h en varios trechos de sus 300 km.

Volviendo al barrio Panamá, quizás sea difícil resistir la tentación de sostener que la
carencia de servicios públicos, añadida al muy apretado tejido de calles y casas, podría
crear una atmósfera de frustración propicia para las reacciones brutales y
desproporcionadas. Sin embargo, la iniciativa privada ha llenado muchos de los vacíos que
ha dejado el Estado. Por una parte, el Plan de Padrinos, una institución filantrópica
norteamericana, ofrece subsidios económicos, presta servicios médicos y educativos y

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auspicia innovaciones en los métodos y técnicas de pesca. Por otra parte, grupos de vecinos
han construido sistemas de desagüe a los cuales otros pueden conectar la tubería de sus
nuevos inodoros, siempre y cuando acuerden con quienes hicieron la instalación original y
se comprometan a cooperar en la manutención de las pequeñas redes (Buzzard 1982: 15-
20).

Los vecinos también se dan la mano en el arreglo de sus viviendas. Dependiendo de la


proximidad al mar y para responder al régimen de mareas, hacen sus casas sobre pilotes de
madera de 1 a 4 metros. Bien mantenidas, las paredes de tablas (tulapuesta), los pisos de
listón y los techos de zinc o de tela asfáltica resisten las intensas lluvias de todo el año. No
se puede decir lo mismo de las calles. De piedras y arena sueltas, se convierten en arroyos
con cada aguacero.

Los intentos por modernizar la pesca también se apoyaron en estas formas de solidaridad.
En 1972, varios pescadores del barrio formaron la Cooperativa de Pescadores del Pacífico,
Copesca, la cual llegó a tener 350 socios. Si bien ellos tuvieron la visión para conseguir un
crédito por tres millones de pesos para construir una sede con equipos de refrigeración, no
lograron programar el mantenimiento y reposición de equipos. Cuando los motores se
fundieron y las neveras dejaron de enfriar, se desintegró la organización. Inconformes,
cuatro de sus miembros viajaron a Buenaventura para tomar parte en el Primer Congreso de
Pescadores Artesanales. Viajaron con la intención de denunciar los efectos sobre la pesca
de los frecuentes derramamientos de petróleo. De allí nació la Asociación Nacional de
Pescadores Artesanales de Colombia (Anpac), institución que apoyó a los delegados de
Tumaco para que iniciaran una campaña educativa que desembocaría en la fundación de
una seccional tumaqueña de la Anpac.

En 1978 esta organización comenzó a elaborar proyectos para la creación de equipos para
pescar con chinchorros. Para 1980 ya existían cuatro de estas unidades de producción, con
92 asociados. En 1981, aunando esfuerzos con los del Plan de Padrinos, creó la Sociedad
Colectiva de Pescadores Artesanales. Esta empresa fue dueña de una sede moderna para el
procesamiento, refrigeración y venta de la captura lograda por las unidades asociadas. Otros
programas de la Anpac de Tumaco incluyeron la introducción de nuevos equipos y artes, la
educación de pescadores de otras localidades de la ensenada de Tumaco y la formación de
unidades adicionales de producción, como la de las recolectoras de las conchas de los
manglares.

En 1985 desapareció esa Sociedad debido a su incapacidad para cumplir sus acreencias con
la Caja Agraria, y a la presión de sus propios socios por liquidarla y repartir los aportes. De
los girones de esos esfuerzos, los afrodescendientes de la ensenada de Tumaco volvieron a
tejer grupos asociativos y comenzaron a explorar la forma como la Ley 70 podía
favorecerlos. El propósito fundamental de este nuevo estatuto consiste en legitimar la
territorialidad ancestral de las comunidades negras de riberas y selvas. Tal sería el caso de

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los chajaleños que combinan pesca y agricultura de acuerdo con la época del año. Sin
embargo, como se verá en las páginas que siguen, otra es la situación de residentes urbanos,
como es el caso de las recolectoras de piangua, quienes extraen los moluscos en distintos
esteros alejados del puerto, de acuerdo con la altura de las aguas y de la disponibilidad de
animales adultos. ¿El total de áreas que ellas visitan cada año forma un territorio étnico? Si
se tiene en cuenta que hay otra gente que vive del manglar, ¿cómo precisar las áreas sobre
las cuales cada grupo podría alegar estar ejerciendo algún tipo de dominio? ¿Qué
superposiciones territoriales tienen lugar? ¿Quiénes serían los depositarios de títulos? ¿La
colectividad de concheras, más los productores de carbón? ¿O cada colectividad tendría un
título distinto? ¿Se podrían otorgar escrituras sobre segmentos que por su importancia para
la vida de otras especies vegetales y animales deben ser protegidas por el Estado?

Frente a éstos y otros nuevos interrogantes, han aparecido nuevos grupos de expertos
tratando de plantear soluciones (Harold Moreno 1996). Muchos de ellos, empero, no parten
del conflicto entre la legitimación de territorialidades étnicas y las formas de desarrollo
sostenible, alcanzada por la Constitución de 1991, y las políticas de la apertura económica
profundizadas por las administraciones de los presidentes César Gaviria y Ernesto Samper.
En consecuencia, esos profesionales no aprecian el sentido adaptativo de los rasgos que la
cultura local origina como respuestas creativas a su ámbito movedizo e incierto, y ellos
mismos pueden coadyuvar en su eliminación.

En las próximas secciones continuaré dibujando las características de ese hábitat, para
luego detenerme en las estrategias que los afrotumaqueños han desarrollado para utilizar los
distintos territorios que componen su entorno.

Maniobras culturales en esteros y ensenadas

La antropología colombiana está en mora de profundizar la descripción y análisis de la


capacidad de maniobra cultural que comparten los ombligados de Ananse. Sin ella, sería
difícil comprender cómo tantos afrocolombianos logran desarrollar vidas plurales. Para la
zona plana del norte del Cauca, he sugerido que la endoculturación incluye variedad de
escenarios, juegos y formación de grupos de edad que quizás contribuyen a modelar
personalidades maleables (Arocha 1995). Ese proceso formativo tiene raíces históricas en la
simbiosis que el historiador Germán Colmenares identificó entre mina y hacienda de
trapiche (Friedemann y Arocha 1986: 241-257 y 325-332). La primera suministraba el
metálico para el funcionamiento de la segunda, y esta última producía para la anterior
carne, plátano y, en especial, aguardiente. La relación entre las dos unidades iba más allá
del vínculo geográfico y económico. Los amos rotaban a sus esclavos entre las labores
mineras y las agrícolas, pluralizando desde arriba la existencia esclavizada. Pero además de
esta posible diversificación cultural impuesta, está otra de carácter espontáneo: la que ha
surgido como respuesta a la variedad de escenarios como los que ofrece la franja objeto de
estas reflexiones.

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Manglares

Muy pocas actividades económicas del litoral Pacífico podrían imaginarse sin el manglar.
Durante las pleamares, esteros y caños amortiguan el oleaje, permitiéndole al navegante
bogar en potro hasta sitios distantes. La infinidad de organismos que sustenta forman el
primer eslabón de las complejas cadenas alimenticias del Pacífico. De los troncos y ramas
de sus árboles salen tanino y leña, y de las raíces, carbón vegetal. En fin, de las conchas y
cangrejos que se albergan en el lodo depende la vida de muchas mujeres.

La maraña de palos

El lodo suave del manglar es negro azuloso, compuesto de sedimentos de un diámetro


menor de los 0,02 mm, rico en restos de materia en descomposición. Ésta, al estar atrapada
en un barro pobre en oxígeno, dentro del cual hay una gran actividad de bacterias
anaeróbicas, produce bastante sulfuro de hidrógeno, causante del hedor propio de estos
pantanos. A lo largo de los esteros, donde continuamente se renuevan los depósitos de
sedimento, el barro es muy blando por lo cual una persona pesada puede hundirse hasta las
rodillas. (West 1957: 70).

De no ser por el sinnúmero de ríos que desembocan en el litoral Pacífico y la infinidad de


esteros que forman, no se depositaría ese barro rico en arcillas y materias orgánicas. A su
vez, si cada seis horas no fluctuara el nivel marino, el barro se endurecería y no permitiría
el arraigo de las semillas vivíparas del mangle y tampoco podría sostener los moluscos y
crustáceos que viven en su interior. Este teatro de vida sería impensable sin los cambios
permanentes en la salinidad de las aguas. Tampoco si las temperaturas fueran menores de
20°C en el mes más frío, o si su cambio excediera los 50°C (ibid.: 61, 62). También, si el
oleaje fuera demasiado fuerte, barro y semillas vivíparas serían arrastradas lejos de la costa.

En la ensenada de Tumaco hay dos tipos de manglar. En el primero es dominante el mangle


rojo (Rhizophora brevistyla). En el segundo predomina el mangle comedera o mangle
negro (Avicennia nitida). En uno y otro bosque también hay mangle blanco (Laguncularia
racemosa). Aunque no estén relacionados, los árboles del manglar comparten una serie de
adaptaciones al medio salino. Entre las características más sobresalientes figura el sistema
de raíces aéreas (Von Prahl, Cantera y Contreras 1990). El mangle rojo, por ejemplo, ha
desarrollado (1) grandes raíces arqueadas que se apuntalan en el barro levantando el tronco
sobre el suelo y (2) largas raíces colgantes que, partiendo de las ramas, buscan el fango del
suelo. Con la bajamar, esta maraña de raíces, cuya altura alcanza los 5 metros, forma un
laberinto casi impenetrable. El mangle comedera se caracteriza por un sistema de raíces
superficiales que disparan sobre el suelo vástagos puntiagudos hasta de 12 cm, que hieren a
los caminantes.

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Otra particularidad fundamental de los manglares consiste en la viviparidad de sus semillas,
las cuales germinan dentro de la fruta antes de separarse de la planta matriz. Una vez
ancladas en el barro, las semillas producen raíces y dan origen a un árbol nuevo. De este
modo, los manglares deberían reproducirse y colonizar rápidamente los bajos de barro; sin
embargo, debido a la actividad destructora de olas y corrientes, este caso no se da a menudo
(West 1957: 63).

Las hembras de los anofeles ponen sus huevos en los pocitos de agua lluvia y cristalina que
se forman entre los pétalos y hojas de las matas que crecen al lado del mangle: bromélidas
y orquídeas, helechos de 1,5 a 3 metros y quiches de mil verdes (ibid.: 66). Una multitud de
hormigas y termitas (muranes) defienden su territorio, clavando sus mandíbulas afiladas en
la ropa y la piel de la gente intrusa. Esta agresividad contrasta con el andar tranquilo de
cangrejos rojos, negros y amarillos y de aquellos caracoles grises y azulosos que rompen la
monotonía de verdes y marrones.

Esas mismas condiciones son las que, entre otras, hacen posible la participación de la mujer
en la recolección de pianguas y cangrejos. El complejo deltaico permite navegar por dentro,
sin tener que salirse al mar abierto para cubrir distancias largas. Los remeros cubren trechos
amplios con la marea alta, usando embarcaciones pequeñas. Como el lodo se deja escarbar
con la mano, las concheras no tienen que viajar con aparejos y herramientas.

La aldea mundial

Se dice que la televisión y los satélites convirtieron a la Tierra en una aldea. Sin embargo,
el pueblito existía mucho antes, conforme uno se percata, al hacer estudios sobre los
esclavizados y sus descendientes. Con la trata nació un comercio transcontinental, cuya
representación predilecta ha sido un triángulo (Friedemann y Arocha 1986: 117). En sus
vértices están Europa, África y América. Sus lados son rutas de doble vía. Por la que
conecta a África y América circulan, en una dirección, cautivos; en la otra, yuca y otros
productos agrícolas. El puente desde América a Europa llevaba oro y plata, azúcar y demás
drogas del proletariado (Mintz 1985); regresaba con instrumentos de represión: pólvora,
armas y caballos, telas y manufacturas de hierro. Algo comparable pasaba con la conexión
de ese continente con África.

No es que la modernización de los medios haya universalizado a la gente, pero ha


incrementado interconexiones, como aquella que se originó con la Segunda Guerra
Mundial. Para hacer las botas y las cartucheras de los soldados se necesitó más tanino. Para
suministrarlo, la gente negra del Pacífico se salió de sus pueblos ribereños y comenzó a
tumbar el mangle de la costa. A estos nuevos pobladores había que alimentarlos, así que
hubo más pescadores, más embarcaciones y redes; por lo tanto, más bocas que alimentar,
más fogones que prender, más leña que buscar, más carbón que preparar y más mujeres
trabajando en los esteros (Olarte 1974, 1978).

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Pero la bonanza no fue eterna. Los químicos que se inventaron taninos sintéticos quizás
murieron sin imaginarse las mudanzas que ocasionaron a lo largo de los ríos de nuestros
bosques aluviales, o los reacomodos de la minería y la agricultura tradicionales.

El conche y doña Segunda

Doña Segunda ya sale poco. El estero le quitó parte de sus fuerzas. Durante años hizo
carbón, «Tumbábamos el árbol, y lo cortábamos en pedacitos pequeños desde la raíz hasta
las ramas». Formaban el hogar para una hoguera e irradiando de él, casi tejiéndolos, se iban
colocando los trozos más gruesos. «Encima, va poniendo los más medianos, los más
grandecitos, luego el más medianitico, hasta el último que se dice es el del arrope, es el más
menuditico. [Sobre eso,] la paja, sí, de monte; se corta de cualquier monte, y luego lo ahoga
digamos con tierra. Mientras tanto, va quemando todo». Aunque, según ella explica,
también es posible iniciar la quema hasta el puro final, «echándole candela al plan. Si no, se
arropan los troncos gruesos con los menuditicos, los gruesos no queman, cuando la candela
pasa de los menuditicos a los más grandes. Quemada la patiadura, hasta el último palo, se
saca la tiza; luego se cova y se le echa agua de mar».

Cuando comenzaba a subir la marea, en companía de las dos o tres mujeres con quienes
había marchado hacia el estero, doña Segunda colocaba el carbón entre el potro. Por el
peso, bogaban despacio. Ya en tierra, los niños ayudaban. A ella le compraban en su casa,
pero había quienes salían por las calles a vender el carbón, como se hace con el pescado. Le
fue bien. Con parte de lo que ganó, se hizo socia de otra señora que tenía canoas y
chinchorros. Hasta le dio universidad a varios de sus nietos. El éxito caminó de la mano de
la autonomía. En cambio, a los desconchadores de mangle no les fue tan bien. Ni siquiera
llegaron a ser dueños de las macanas para quitar las tapas. Después de la bonanza, se
hallaron tan pobres como al principio.

Tanino

A don Casimiro Camacho, todos le dicen Camachito. Rafa me lo presentó con mucho
orgullo, «Vea, mi papá». Como trabajaba cuidando el muelle y la caseta de las supercanoas,
pude deleitarme muchas horas con su lenguaje pausado, lleno de palabras que me parecían
mágicas, como Guaripio, el nombre de la canoa que más le gustaba y que servía para traer
la cáscara de mangle desde el estero hasta el muelle de la procesadora que abrieron unos
españoles de apellido Martínez. Quedaba justo ahí, desde donde él me hablaba:

Me pagaban dos pesos por cada pesada (quintal de 75 kg de corteza). Íbamos todos de
madrugada, perdíamos el sueño de la madrugada con agua o sin agua, déle de noche.
Llegábamos al lugar a trabajar. Ya Rafa, mijo, se quedaba soplando la candela, viendo por
la vida, ¿no? Yo me saltaba con el hacha a derribar palo. Así que una vez que lo derribaba,
él me llamaba: «Papá ya está esto», pero yo como en el trabajo siempre he sido que me
agrada tomarme la vela, yo ni hacía por salir a desayunar, sino que eso era darle y darle

55
hasta que [...] pelábamos el palo, recogíamos la corteza [y] la embarcábamos. Ya que
teníamos la canoa repleta, de 20 pesadas, salíamos del estero pues por aprovechar la marea
alta [...] recién iba yo a hacer por la vida. Unas veces mi hijo se ponía ahí en el plan de
sacar ripio, pues para no tener [...] que perder tiempo ripiándola [en el puerto...] Sáquele la
conchita y dejar la pura cáscara. Llegábamos a la casa y yo me venía a botar [...] si era de
cargarla adentro, la cargábamos. Había muelles para botar la corteza [señala los alrededores
de la sede de Anpac]. De ahí la cargábamos a hombro porque [había] veces que los más
vivos tomaban las carretas, los que adelante llegaban pues. Y uno con ganas de pesar y la
carreta también invadida. Mientras que si iban desocupando uno iba llevando al hombro.
Allá adentro era la pesada; allá donde es la casa y la oficina [del Plan de Padrinos].

Les pagaban cada día; él sacaba para las golosinas del niño, para sus cigarrillos y
para la mujer. Al otro día lo mismo:

Ese trabajo es más encoñador porque cuando el palo de mangle es bien pelador, a usté le da
gusto; usté tiene que irle metiendo la macana despacio a troque de no irse de boca, poj poj
van cayendo las tapas al suelo. Otras veces es pegada la cáscara; hay que tumbar el palo y
entonces para aflojar la cáscara se le mete fogata por debajo: ahora sí ahí va hinchando la
cáscara o se le da mazo y ahora sí afloja, para no perder el trabajo de balde. [...] Uno se
para en las raíces; no es que vamos a decir que el mangle se tumba de tronco, sino que uno
le va dando a las raíces, ¿no? Muchas personas han perdido hasta la propia vida porque se
han visto atropelladas de otro palo.

También era posible llenar la canoa y esperar a que los Martínez mandaran un barco para
recoger la corteza.

Sí, el manglar se volvió buen negocio, porque mire: cuando nosotros no teníamos la
propiedad de ir por ejemplo los días lunes que amanecía enguayabada la gente [...] y yo
podía ir el día lunes a cargar cáscara y entonces así nos reuníamos dos o tres compañeros
buenos y decíamos, caramba a cortar leña de caldera o a la caldera del molino, pedacitos
así. Llegábamos y cortábamos 2 o 3 canoas; las vaciábamos; en trocitos las cargábamos y
las pesábamos. Con esa platica ya teníamos centavos para comprar nuestros cigarrillos y así
nuestros menesteres de irnos por la noche a cortar cáscara.

Explica que el mangle sí atrajo mucha gente a Tumaco y que las excursiones para buscar
cáscara cada vez tenían que hacerse más lejos. Por eso

Ya no se ven mangles grandes sino mangle mocito porque los mangles corpulentos ya
fueron derrocados, ¿oyó? Hubo mucha gente. Ni más ni menos como cuando se abre una
empresa como el ferrocarril o una carretera; grandes cuadrillas; ahora ha disminuido; están
criando los mozos que habían; ahora no están comprando. Vea, nosotros fuimos cortando
cáscara a un punto denominado Purúm. Nos fuimos en canoa pequeña y allá hacíamos unas
talanqueras hartas, para vivir teníamos un rancho; ahí dormíamos y trabajábamos los dos o

56
tres días y al decir los cuatro, nos veníamos con la canoa cargadita a llenar barco aquí
donde los Martínez; ¡barco! de motor y vela, para irse por fuera y entrar allá; barco así
como estos barcos pesqueros (señala las supercanoas); así iban allá; eran barcos que tenían
exclusivamente para esa tarea. Entre dos y tres hombres teníamos para llenar el barco de
boya a plomo, y qué cáscara. (El mangle que queda se seca), no ve que se le quita la
juerza...

Todos los instrumentos utilizados por quienes trabajaban en el manglar pertenecían a


diferentes clases de intermediarios. De ellos, los corteros tenían que alquilar desde las
canoas hasta las hachas para pelar o tumbar los palos. Cuando los Martínez ya no
compraron más concha, Camachito decidió regresarse con Rafa para la finca de la familia,
que no quedaba lejos de Tumaco, en Inguapí del Carmen. Años más tarde volverían a
abandonarla, en pos de la mejor fortuna que les prometía la pesca.

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Concheras, pianguas y jejenes en un manglar10

Hace cuatro años vi, por primera vez, la fotografía de esas dos niñas. Llevaban sombreros
alones y empujaban los remos de una canoa pequeñísima. Bogaban por un estero cerca de
Buenaventura, en busca de pianguas y sangaras, dos especies de conchas que viven
enterradas en el lodo de los manglares. Una parte de los animales recolectados se iría para
el mercado; otra se cocinaría en agua de coco, haciendo de la comida de esa noche un
verdadero manjar. Como me interesaba la pesca en el litoral Pacífico, en ese momento
pensé que era imperativo observar la recolección de pianguas.

En casi todo el mundo, las hijas, esposas y compañeras de los pescadores trabajan en la
preparación y venta de pescados y mariscos, mas no en su producción. Se dice que ello se
debe, por una parte, a lo difícil que es manejar embarcaciones y aparejos pesados, y por
otra, a que las jornadas de pesca requieren ausentarse de la casa por días y hasta semanas.

Fenómeno excepcional era, pues, el que, según la fotografía, parecía darse en esa franja
aluvial que se extiende al sur desde el río San Juan, hasta Esmeraldas, en la zona del litoral
Pacífico que comparten Colombia y Ecuador. Allá, numerosas mujeres son protagonistas de
lo que cabe llamar «explotación directa de un recurso marino». Y para recolectar las
conchas, ellas tienen que alejarse de hijos, familia y tareas domésticas. Empero, el ámbito
les sirve de cómplice para que las ausencias sean cortas, y con sus mareas y manglares, les
facilita navegar lejos por las aguas que aquietan los esteros. También les permite usar
potros y potrillos --embarcaciones de pequeña envergadura-- y unos implementos muy
simples.

A mediados de 1983, la seccional de Tumaco de la Asociación Nacional de Pescadores


Artesanales de Colombia puso en marcha un programa innovador para la recolección de las
conchas. Adquirió una canoa realzada de gran capacidad de carga y un motor fuera de
borda de 40 caballos de potencia. Se transportarían hasta 30 mujeres y su producción de
piangua. Entregarían sus conchas en las bodegas de la Sociedad Colectiva de Pescadores
Artesanales de Tumaco, localizadas frente a un estero enorme. Bautizado con el nombre de
Comuna del Manglar, el programa también incluía los servicios del motorista Ítalo
Valencia.

Maryluz era una de las hijas de Cleofe Batioja, pescador muy experimentado del barrio
Panamá de Tumaco; imagino que ahora tendrá unos 25 años y que seguirá siendo tan alegre

10
Juan Fernando Esguerra editó estas notas con el fin de publicarlas en el libro De sol a sol: génesis,
transformación y presencia de los negros en Colombia (Friedemann y Arocha 1986: 347-354). Una variación
sobre el mismo tema apareció en uno de los órganos del Departamento de Antropología de la Universidad
Nacional de Colombia, Cuadernos de antropología, N° 7. Su título, «Concheras, manglares y organización
familiar en Tumaco», simposio Pesca artesanal en las Américas, coordinado por Jaime Arocha y Mary De
Grys. Bogotá: Cuadragésimo quinto Congreso Internacional de Americanistas, julio 2 y 3 de 1985.

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y ágil como ese 9 de julio cuando vino a avisarme que las concheras de la Comuna del
Manglar se embarcarían a las 7 de la mañana, junto al sanitario público del barrio.
Saldríamos con la marea baja, para encontrar el manglar descubierto. El piso del
embarcadero era de tierra viscosa y verde. Mientras esperaba a Ítalo y a las socias de la
Comuna, asomaron en la proa varios potrillos con 3, 5 o 7 mujeres a bordo; cada conchera
llevaba una pequeña olla de aluminio, humeante, y un balde o un canasto. Maryluz fue la
primera en pegar el brinco y caer dentro de la canoa. Vestía un enorme suéter oscuro de
lana virgen. En ese trópico húmedo, su traje era testigo elocuente del tipo de ayuda que
recibieron los damnificados por el terremoto que casi acaba con Tumaco, en diciembre de
1979. La seguía su tía Betty Quiñones, y después de ellas dos, Lina y Ruth, adolescentes
atléticas, peinadas con trencitas diminutas, que no paraban de hablar y reírse. En seguida
apareció doña Olfa con sus comadres doña Gloria y doña Diana. Eran tres mujeres de cuyas
edades sólo se podía decir que oscilaban entre los 40 y 60 años. Por último, María. Venía
con un vestido rosado cuya finura se asomaba por entre las manchas de sudor dejadas por
muchos bailes de salsa. Al contrario de las otras, pidió ayuda para franquear las altas
realzas de tabla. Mientras que Ítalo y yo tratábamos de alzarla, nos gritó con rabia: «Flojos.
Ejque lojhombre no pujan pa sacá lo hijo». En efecto, dos días antes ella había dado a luz,
pero si no regresaba al manglar, el sustento de su nené peligraría.

Partimos a la hora prevista. Nuestro destino era un bosque de mangle rojo y blanco,
denominado El Piñal. Allí estaríamos desembarcando una hora más tarde. El azul celeste y
el rojo de la embarcación parecían recién untados. Sus cuatro flotadores de balso habían
sido colocados muy arriba, hundiéndose sólo cuando llevaba carga completa. Aquel día,
con tan sólo diez tripulantes, se mostraba muy inestable, celosa, como decían las concheras.
A las más viejas les producía mucho miedo los movimientos bruscos. Cuando íbamos a
plena velocidad, el roce tenue de los flotadores con las olas comenzó a levantar un rocío
penetrante y frío. Por ello, todas las concheras se aglomeraron en el centro de la canoa y se
cubrieron con amplias telas plásticas negras. Debajo de esas carpas improvisadas, fueron
desvistiéndose y poniéndose chores y camisetas o batas viejas, raídas y apropiadas para la
faena que les esperaba.

Después de darle la espalda a la ensenada, Ítalo se metió por una bocana amplia. La quietud
de sus aguas reflejaba canoa, vegetación y cielo, creando una simetría casi irreal. Volteando
siempre a la derecha, nos deslizábamos por esteros cada vez más angostos, hasta llegar a un
lugar donde los flotadores tropezaron contra las raíces del mangle. La orilla se veía firme,
pero al saltar a tierra los pies de las mujeres se iban clavando y el barro les subía hasta las
rodillas. Encaramado en la proa, yo permanecía boquiabierto por la habilidad de ellas para
moverse en ese piso tan blando. Sólo cuando comenzaron a encender sus braseros, ya
trepadas en las raíces aéreas, me enteré de que esas ollitas no eran para preparar alimentos,
sino para quemar estopa de coco y corteza de mangle rojo. El humo de ambas ahuyentaría
las nubes de jejenes del manglar. Ítalo me explicó que pianguas no eran los caracoles que

59
yo veía aferrados a los troncos del mangle, sino las conchas que vivían enterradas en el
cieno a 5, 10 y hasta 20 centímetros; que los cangrejos rojos y negros manchados de
amarillo se llamaban tasqueros y no eran muy sabrosos, pero que los barreños, azules y
amarillos, de gran tamaño, sí eran deliciosos. Comenzaba la época de atraparlos, tarea
difícil debido a los laberintos profundos que cavan con rapidez para despistar a los
recolectores.

Le pregunté si a las mujeres les molestaría que las fotografiara sacando la piangua. «No, al
revé; ejtarán felice; vamo», dijo Ítalo. Al no contar con el humo de los braseros que nos
protegiera de los insectos, nos untamos repelente en los brazos y la cara, y saltamos. Como
lo había previsto Ítalo, me hundí hasta más arriba de la rodilla. Me esforcé para que el barro
no se tragara mis zapatos de caucho. No había alcanzado a avanzar cinco pasos, cuando me
encontré con lo que para mí era una barrera vegetal impenetrable. Al ver que acomodaba mi
cámara dentro del morral, preparándome para reptar sobre el fango, Ítalo me alertó que
nuestro recorrido sería aéreo, pisando el lugar donde las raíces de mangle se unen para
sostener el tronco, por encima del agua en cada pleamar. Nos agarraríamos de las ramas. Lo
miré con gran escepticismo, y no sé cómo, pero rápidamente me encontré siguiéndolo.
Increíble. A los pocos minutos, estábamos a dos metros y medio del suelo, sobre una
maraña de palos y hojas que se bamboleaban al ritmo de nuestras pisadas. Cuando llegamos
junto a las mujeres, me sorprendió la velocidad con la cual había transcurrido nuestra
marcha. Desde mi parapeto de troncos, las observé moviéndose por debajo de las raíces, en
cuclillas o gateando, hundiéndose en el barro, palpándolo a cada tramo y sacando conchas
revueltas con el lodo. El olor era fresco y perfumado. Al contrario de lo que rezaban los
libros, no exudaba vapores de podredumbre.

Nunca había visto mi cámara tan embarrada y maltratada. Tampoco había sentido que
tomar la foto de una labor casi heroica fuera una acción tan emocionante y conmovedora.
Experimentaba una sensación de felicidad y total realización profesional.

El grupo de concheras se había dividido en dos: las cuatro jóvenes atravesaron un estero y
siguieron adelante. Las viejas se quedaron cerca de nosotros. Ruth, Lina y Maryluz
regresaron en una hora, atravesando el pantano a nado, porque ya comenzaba a subir la
marea. Ruth se unió a María, en tanto que doña Olfa y doña Gloria se separaron. Terminada
su labor, Lina se metió al agua para quitarse el barro. Con placidez, se sentó en una orilla.
Echó las conchas al suelo y comenzó a contarlas. De las gotitas de agua aferradas de sus
trenzas salían haces finísimos de luz, y su piel reflejaba un brillo casi azul. Me impresionó
el verde oscuro y vivaz de las hojas de mangle que recibían los rayos solares en línea
directa. Contrastaba con otro verde, claro, cristalino y transparente que me mostró el visor
de mi cámara, cuando las mismas hojas le quedaron a contraluz, mientras yo buscaba un
buen ángulo para fotografiar a la conchera. Los matices pardos y grises de los troncos y el
rojo de las patas de los cangrejos saturaban todas las posibilidades de película y retina.

60
Habían pasado dos horas. No resistí más y empecé a regresar buscando la canoa. El barro
que se le había pegado a mis zapatos ya estaba casi seco y, por lo mismo, muy resbaloso.
Así, ya no era fácil seguir a Ítalo caminando sobre los arcos de las raíces[ASF]Buscar en el
diccionario de la Academia . Ahora, el andar más lento, deslizante e inseguro les daba
tiempo a las hormigas para clavar sus mandíbulas en mi piel, después de haber trozado el
dril de mi camisa mojada. Sacudírselas con tanto sudor a veces parecía imposible. Las
termitas, llamadas muranes en la región, exploraron mis brazos, piernas y cuello abriéndose
camino por entre la tela con sus fauces afiladas. Por fin caímos sobre el piso de la canoa.
Lavamos nuestras ropas y zapatos y, extenuados, nos quedamos dormidos, sin energía para
pelear contra los jejenes.

La algarabía de las concheras jóvenes nos despertó. Lavaron sus ropas y se metieron al
agua a hacer recocha. Ya bañadas, fueron tomando sus puestos. Mientras tanto, Ítalo
prendió el motor y, yéndose en reverso, exploró cada curva del canal delgado, buscando a
las concheras de más edad. Ellas habían optado por no regresar al embarcadero, y a gritos
nos señalaban la localización de cada una. Pudimos enderezar la canoa a los 50 metros de
haberle ayudado a la última recolectora a acomodarse, con su brasero extinguido, sus
baldes de conchas y un barreño de tenazas enormes. De ahí en adelante, el ancho de las
superficies formadas por las aguas plomizas iba en aumento, hasta abrirse al infinito y
volverse azul profundo en la ensenada. Había pocas nubes y un sol blanco y brillante.

Antes de llegar al muelle de la Anpac, comenzaron a contar sus chiripianguas y zangaras.


Cada una de las concheras mayores tenía entre 290 y 310 conchas. La Anpac les reconocía
un peso por cada concha, pero descontaba cuarenta centavos por la gasolina, los repuestos,
el motorista y la consolidación de un fondo social para salud y vivienda. De no haber tenido
su grupo de trabajo, habrían tenido que depender de uno de los tenderos del barrio. Ellos
pagan la mitad, y no en dinero, sino en artículos de sus tiendas. Como a las mujeres les
cobran por el alquiler de los potrillos, es frecuente que si la captura es mala, ellas queden
endeudadas con el intermediario y que, para cancelarle, tengan que seguir concheándole.

Mariluz había recogido 225 pianguas, y para satisfacer mi curiosidad, me dio a probar una.
Ni el destornillador que venía con la herramienta del motor parecía suficiente para sacar de
la concha lo que aparentaba ser una gelatina de lodo. Con escrúpulos, me la metí a la boca.
Su sabor resultó exquisito. Se rieron al ver mi cara da satisfacción, y en medio de una gran
camaradería aceptaron que cuando desembarcáramos, Ítalo me retratara con ellas. Dentro
de una semana nos volveríamos a reunir para otro viaje; entonces, y si ellas estaban de
acuerdo, las filmaría para tener un registro ágil de una actividad que, con la tala del mangle
y la producción del carbón de mangle, entre todas las descritas en este libro, no se realiza
bajo el sol. En este caso, el trabajo de las mujeres se hace inclemente por la lucha constante
para no hundirse en el barro, en la humedad del aire y en las masas de insectos. A ellas, les
forja una altivez tan excepcional como su papel activo en la explotación de recursos
marinos.

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Ensenada: diques y arena

El cordón bajío de la ensenada le pinta colores al mar y causa turbulencias particulares.


Mediante esos y otros datos, los pescadores infieren el relieve marino y dibujan los mapas
mentales que guían sus recorridos en busca de peces, moluscos y crustáceos. Así, para calar
los chinchorros camaroneros, están pendientes de que las quiebras expongan bajos
arenosos. Por el contrario, quienes usan sus canoas motorizadas para arrastrar changas
tienen que sacarle el quite a las aguas panditas para no dañar artes y motores. El dique que
se encuentra adyacente al manglar es bastante amplio y está

Moldeado por olas y corrientes marinas a partir de las arenas finas que depositan los ríos.
Hacia el sur, desde Buenaventura hasta el delta del Patía, y a partir de la orilla, se extiende
una barrera de aguas pandas con un ancho de cinco a seis kilómetros [...] Durante los
bajamares, las porciones más altas de ese dique sobresalen un metro. Las olas grandes se
rompen contra la orilla de los bajos que miran al mar, formando una playa continua que
puede tener cuatro o más kilómetros. Una de las impresiones más vivas que deja la costa de
manglares es el ruido distante que hace aquella pared blanca de olas que estallan a lo lejos
(West 1957: 53-55).

Como de continuo --por la acción de mareas y corrientes-- las porciones más altas de los
bajos están cambiando de posición, la navegación junto a la orilla es muy peligrosa, así se
trate de canoas y botes de poco calado. Durante las pleamares, es casi imposible salir en
canoa debido a las marejadas que llegan a la costa. La faja de diques también hace riesgosa
la entrada por los estuarios de los ríos. Los bajos y los bancos que sobresalen durante las
bajamares se forman en las bocas de todos los ríos de la costa aluvial (ibid.)

El pez sin agallas

Pocas actividades humanas dependen tanto de la cultura como la pesca. La gente carece de
agallas, de aletas o de cualquier otra adaptación corporal que la haga apta para la
supervivencia acuática. Vivir de mares, ríos y lagos fue posible tan sólo cuando la gente
ideó máquinas para flotar o hundirse sin perecer asfixiada y, en especial, cuando ideó
formas de endoculturación capaces de formar personas hábiles en el manejo de tales
aparatos. Por lo tanto, las unas y las otras responden a procesos complejos de observación
del tipo de aguas y de la clase de fondos propios del entorno de la comunidad en cuestión.
De ahí que los pueblos pescadores tiendan a tener una larga tradición de convivencia con
los recursos acuáticos (Acheson 1981).

Sin embargo, los pescadores negros de Tumaco se desvían de esta línea. Hace setenta años
no usaban chinchorros pejeros. Y aún hoy, son más bien desconocidas las técnicas para
pescar a media mar, con las largas líneas de anzuelos conocidas como palangres. Como en
el caso de las concheras, parecería que el medio físico hubiera contribuido con la gente para
ahorrarle la invención de artefactos complejos. Como ellas, los pescadores también pueden

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navegar por dentro. Y aun cuando se alejen de las orillas, si prevén los efectos de pujas y
aguajes, encuentran aguas poco profundas y vientos más bien moderados. Y lo más
importante, fauna numerosa sustentada por la riqueza del manglar. Este ambiente
privilegiado permite, incluso, que la pesca industrial de camarones, entre otras especies,
también tenga lugar dentro de la propia ensenada de Tumaco y, por lo tanto, que sus
empresarios no tengan que incurrir en los gastos que en otros ámbitos implica la fabricación
de embarcaciones con grandes cavas de refrigeración.

A continuación, examino técnicas que se basan en redes de poca altura, con pequeños ojos
de malla. En este caso, la creatividad debe verse no tanto en función exclusiva de las
técnicas para extraer recursos, sino en la combinación plural de actividades económicas. El
rasgo adaptativo parecería ser el diseño de modelos de endoculturación múltiple que no
atan de por vida a una persona con una actividad económica, sino que le permiten subsistir
moviéndose de la una a las otras.

Planes, artes y aparejos

De no haber sido por el tsunami de 1979, la gente de la Caleta Viento Libre haría como la
de El Chajal: pescar durante las quiebras e irse para la finca durante los aguajes, cuando
disminuyen las capturas. Ahora su subsistencia depende tan sólo de la pesca de jaibas. Las
sacan mediante líneas de anzuelos. Si tuvieran los medios, quizás usarían aquellas pequeñas
redes de arrastre que se conocen con el nombre de changas. Pero ante la escasez, ellos
siguen con sus espineles, mientras que otros tienen que seguirse valiendo de un chinchorrito
pequeño que calan amarrándose los cabos a la cintura. Así pescan langostinos, camarones,
calamares y cangrejos.

El Chajal está localizado sobre la desembocadura del río Chagüí donde sólo es posible
llegar en embarcaciones de poco calado. Para construir el puerto de pasajeros y carga, los
chajaleños bajaron enormes piedras de río, a espaldas de las cuales nace la calle principal, y
que también es de piedras aluviales y está franqueada por casas de dos y tres pisos, cuya
altura, para una zona rural, me pareció al principio tan fuera de lugar como el poco espacio
que los constructores habían dejado entre vivienda y vivienda. Sin embargo, pronto
comprendí que allá escaseaba la tierra. Detrás del pueblo se levanta la montaña de selva
tupida, y como la marea cubre las porciones bajas, sólo queda una franja delgada para hacer
casas y calles. Fuera de la principal, todas éstas son de barro y las recorren enormes troncos
a los cuales se les han clavado barandas de madera. Sin estas especies de muelles, la gente
tendría muchas dificultades para ir de un lado a otro durante los plemares.

Por su parte, la Caleta Viento Libre está localizada al noroccidente de El Chajal. Treinta
casas (que aún revelan el afán por tener un techo, después del tsunami) se alinean a lo largo
de la orilla del mar. Aunque la salinidad del suelo todavía es elevada, comienzan a renacer

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las palmas que fueron tan importantes dentro de la agricultura de la aldea. Hoy sus
pobladores están otra vez combinando pesca y cultivo.

Chinchorros camaroneros

En la ensenada hay 77 de estas redes pequeñas. De ellas, 26 son de El Chajal (Rodríguez


1983). Miden hasta 100 metros de largo por cuatro de alto en el bolso donde quedan
atrapados los peces, con alas o mangas de dos metros cada una. No se necesitan más de
cinco hombres para manejarlas (Rodríguez 1982: 8) y sus ojos no alcanzan a tener la
pulgada y cuarto que el Inderena exigía para realizar una pesca que defienda larvas y
reclutas.

Cuando baja la marea, si no es que sobresalen, los bajos quedan a sólo 50 centímetros de la
superficie marina. De ahí que los pescadores lancen sus chinchorros camaroneros desde
estos puntos y los cobren (o recuperen) dentro del agua. Harán los lances que la pleamar les
permita. Entre abril y junio no son raras capturas hasta de 42 kilos de camarón. Si el grupo
es de cinco pescadores, dividen la captura en siete partes, una para cada uno de ellos, la
sexta para el dueño de la red y la séptima para el propietario de la canoa. Con las changas
se logra una producción más elevada, pero los gastos de gasolina y mantenimiento de los
motores reducen las cantidades para repartir. De ahí que yo me preguntara por qué los
chajaleños insistían en sustituir los chinchorros por las changas. La respuesta está en las
incapacidades prolongadas y frecuentes que sufren quienes calan los chinchorros, después
de ser picados por las rayas y peces sapos que abundan en los bajos.

Espineles

También llamados palangres, consisten en una serie de anzuelos que se guindan de una
línea madre de nylon. Para mantenerla hundida, pero paralela al fondo marino, a intervalos
regulares y a sus dos extremos se atan izadoras o cordeles que se yerguen perpendiculares
al piso por medio de boyas de pedazos viejos de icopor, que se amarran al extremo
superior, y a los sachos de piedra, del inferior. Para la extracción de jaibas --también
llamados azulejos-- se usan hilos delgados y anzuelos pequeños, calibres 30-36 y 9-10,
respectivamente (Cuero 1983).

Dos personas realizan las faenas mediante pequeños potros movidos a canalete o a vela. Por
lo general, padre e hijo salen con el bajamar y van soltando las líneas que pueden tener
hasta 50 anzuelos localizados cada braza y media (3 m). Como carnada utilizan trozos de
anguila (anguilla), cuya carne dura distrae al cangrejo mientras los pescadores recorren e
inspeccionan la línea. Para cobrar, jalan el cordel vertical donde la jaiba esta ocupada
tratando de trozar la anguila. La suben al potro mediante una especie de raqueta de tenis,
conocida como chayo. Con los equipos actuales, cada embarcación rinde 3 kilos diarios de
jaiba (ibid.)

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Reúnen la producción en grandes canastos y, sujetando las tenazas, van pasando los
cangrejos a ollas sobre brasas. Los azulejos se van cocinando en sus propias aguas y se
sacan cuando se ponen rojos y anaranjados. Cuando ya están fríos, las mujeres y los niños
los llevan al piso de la cocina, donde apalean quelas y caparazones, y van poniendo la carne
blanca en ollas de aluminio, que los hombres llevan a vender a las chontas en El Chajal.

Changas

En El Chajal todos reconocen a Héctor Mariano Cabezas como el tejedor de redes que
inventó e hizo popular la changa. Observó cómo, antes de lanzar redes de arrastre, los
camaroneros industriales hacían un lance de prueba. Así predecían la captura y el posible
éxito de la faena por venir. Tomando como base la red de prueba, Cabezas realizó varios
ensayos hasta desarrollar una malla con ojos de una pulgada, tan liviana y eficiente que
podía ser arrastrada mediante embarcaciones pequeñas tripuladas sólo por un proero y un
piloto.

Más baja y corta que los chinchorros camaroneros, la changa debe arar el fondo marino
cuando la jalan canoas de 6 m a 8 m de eslora. Lo ideal es usar motores de 40 caballos, pero
a muchos no les alcanza la plata sino para uno de 15. Como ninguno de los dos, pero en
especial el último, ha sido diseñado para desempeñar semejante esfuerzo, su vida es breve,
y costosa su manutención. Añadidos a los costos de combustible, estos gastos dan cuenta de
la relativa ineficiencia de esta estrategia.

De los extremos de la red salen cuatro cabos de 15 a 20 metros de longitud. Para que se
mantenga contra el piso del mar le ponen unas especies de alerones que los chajaleños
denominan puertas y que hacen con rectángulos de madera de 80 por 60 centímetros, con
argollas de hierro. De ellas, sujetan las amarras inferiores, hacia la mitad de la distancia
entre el bolso de la red y las plumas. Con este último nombre designan una vara de la
misma longitud de la canoa, que se ata a un travesaño localizado a las dos terceras partes la
popa. Ambos maderos se unen por medio de una manila que forma anillos que se pisan a sí
mismos. De cada extremo de la pluma salen seis cabos; dos de ellos se dirigen a un agujero
perforado en la proa. Allí se atan formando un triángulo que compensa el esfuerzo del
arrastre. Otros dos van en la línea superior, señalada y mantenida a flote mediante una sola
boya plástica de 80 cm de diámetro. Los restantes van en las puertas, y de las puertas, a la
línea inferior.

Mi anfitrión en El Chajal fue Félix Montaño, quien venía colaborando con la Anpac en la
organización de los demás pescadores del pueblo. Vivía en una casa que su mujer había
llenado de matas y, a diferencia del resto de sus compañeros, no tenía finca. De ahí que
saliera al mar con más frecuencia. Los demás se turnaban entre la changa y la tierra.
Pescaban más cuando se venían las quiebras, y menos con las pujas, porque se llenaban los

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caños que desembocan en el Chagüí, y así podían subir más lejos en sus canoas para
recoger fruta, y no tenían que bajarla a pie, enredándose con las raíces protuberantes de los
cientos de palos de la finca y del bosque.

El señor Montaño me llevó a varias faenas, pero la que mejor recuerdo fue la primera,
ocurrida el 16 de julio de 1982, cuando debimos haber salido a las seis de la mañana.
Empero, alguien le había secuestrado las varillas del acelerador al motor de Félix. Mientras
él negoció la devolución de las partes, su hijo, Henry y yo, rodeados de nubes de jejenes,
esperamos en el embarcadero, lo que nos permitió ver la llegada de varios chinchorros
camaroneros, y a sus pescadores heridos de raya, y a los cientos de cangrejitos agonizantes
que al ser desechados sin contemplación alguna formarían la superficie gelatinosa sobre la
cual se pararían el resto de quienes, esa mañana, salieron y entraron del muelle pesquero.

Cuando arrancamos, El Chajal parecía uno de aquellos palafitos mágicos que han hecho
famosa a la Ciénaga Grande del Magdalena. Por eso pudimos entrar hasta la propia casa de
Félix. Partimos después de que su mujer nos alcanzó el desayuno. La superficie estaba tan
tranquila que daba lástima cuando la proa hacía pedazos el cielo reflejado, primero en el
río, después en el mar. Félix actuaba como proero, y por el camino iba desenredando los
cabos de las puertas y verificando el estado de los anillos para la sujeción de éstas. Al tener
en cuenta que muy pronto harían las veces de rastrillos, sus partes metálicas debían estar en
óptimas condiciones. Terminada esta tarea, amarró el extremo posterior de la red, donde
termina la bolsa que recoge la captura.

Transcurridos 20 minutos, el piloto escogió el lugar del lance. Dio la orden de que el proero
asegurara la pluma y, girando a estribor, le mandó arrojar el bolso. Amarraron el motor al
lado izquierdo del espejo para que la canoa no dejara de dar vueltas a la derecha, y ambos
fueron echando las mangas de la red que comenzó a formar una línea perpendicular con el
lado del motor, y los cabos pasaron a la parte de atrás de la canoa. De nuevo, el proero
comprobó el estado de los amarres con las plumas y con el orificio de la proa.

El lance debería durar una hora, pero comenzaron a sacar la red veinte minutos antes.
Primero, el piloto viró a estribor para que el proero sujetara el cabo derecho desde la última
mitad de la canoa. Después de haber traído unos tres metros, lo ató provisionalmente de la
pluma y comenzó a traer el segundo cabo. Amarraron de nuevo el motor y comenzaron a
halar ambos cabos, luego subieron las puertas con sumo cuidado. Al llegar a la changa,
comenzaron a sacudirla para que los peces enmallados llegaran al buche. El proero
mantuvo la red dentro del agua y caminó con ella hacia las plumas, cerca de las cuales la
izó para que el piloto soltara las amarras y cayera al piso el contenido del bolso: animales,
ramas y troncos.

La captura incluía camarón tití, pomadilla, que es similar al titi, pero más amarillo y se
daña con mucha facilidad, y, en menor proporción, tigre y langostino. También había varios

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ejemplares de un langostino que tiene púas venenosas, jaibas de varios tamaños y un
calamar. Entre los peces figuraron peladas, cardumas, pejesapos, anguillas, y zafiros. Las
jaibas se abalanzaron de inmediato sobre los pies de la tripulación. En ese momento entendí
la utilidad de las botas de caucho.

En el transcurso del segundo lance, el proero comenzó a escoger la producción, desechando


las jaibas jóvenes o aquellas que hacía poco habían mudado su caparazón. Le devolvió al
mar todas las sardinas y luego los pejesapos. Éstos se desechan sujetando una jaiba joven a
la que se obliga a morder al pez, y así, tiran ambos animales al agua. Terminada la
clasificación, Henry sirvió el desayuno: enormes cantidades de arroz, atún enlatado,
galletas de coctel, naranjas y cocacola.

El nuevo lance dio resultados muy similares a los del primero, mientras que el tercero fue
de menos producción. Los dos lances siguientes tuvieron lugar en una pleamar muy rizada.
El zarandeo de la embarcación era fuerte y la altura de las olas hacía que la hélice girara en
el aire y así el motor se forzaba y la canoa perdía el impulso necesario para el arrastre. La
última captura quedó sin clasificar sobre el piso de la canoa y con los desechos vegetales.

Serían las tres de la tarde cuando el proero amarró la embarcación en una de las chontas del
puerto. Así llaman a los palafitos donde se procesa y vende la producción. Este nombre
quizás esté relacionado con la madera con la que se construye el piso de estas plataformas
que, junto con las casas de la parte trasera, se sostienen mediante pilotes de 3 a 5 metros,
clavados a la orilla del río Chagüí. En la canoa de Félix Montaño, llegamos a la chonta de
Aquiles Quiñones y su esposa Soledad, quienes hacía poco habían llegado desde Bogotá, lo
que podía deducirse de su vestido y manera de hablar. Combinaban la compra de pescado
con la de plátano y frutas para llevar a Tumaco o para venderle a otros usuarios de sus
instalaciones.

La chonta es un sistema de intercambio que funciona a la manera de un almacén en el cual


confluyen productos vegetales que pueden venir de lugares alejados de la ensenada, así
como productos marinos extraídos de los alrededores de Tumaco. En ella no circula mucho
dinero debido a que los dueños de la chonta pueden pagarle a los pescadores con plátanos,
chontaduro, cacao y caimitos, y a los agricultores, con el ripio de los frutos del mar.
Hablaré más adelante de la función de este sistema de intercambios que ha caído víctima de
la modernización.

A los pocos minutos de haber llegado al puerto, aparecieron otros dos hijos del piloto,
quienes enseguida ayudaron al proero a sacar las jaibas y a separar al tití de los langostinos
y los tigres y a aquél de la pomadilla, que se debe consumir pronto en el propio Chajal.
Terminada esta selección definitiva, metieron cada clase de animal en chivatas, que son
mochilas hechas con redes viejas. Mientras les llegaba el turno para cocinar los mariscos,

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comentaron las incidencias de la faena y les lanzaron piropos a las mujeres que pelaban
camarones.

Para cocinar mariscos y crustáceos se atiza primero el fuego de los calderos llenos de agua
salada. Estas canecas de 45 galones, la leña y las varas necesarias para guindar las chivatas
de las orillas son de la chonta. Sus dueños le descuentan al pescador tales usos y consumos.

Después de cinco minutos, sacan los productos y los lavan con agua dulce tomada del río.
Cuando los tres hermanos Montaño se disponían a pelar los mariscos, llegó una niña de
doce años que quiso ganarse los 25 pesos que vale pelar el contenido de una olla de dos
litros. A la muchacha le tomaba un segundo pelar un tití, tres un tigre y siete un langostino.
Los hombres gastaban el doble del tiempo, pero ganaban dos veces más que ella.

Hacia las cinco de la tarde les compraron el camarón. A esa hora habían completado un
poco más de tres kilos y cuarto de tigre y langostino (a $430 el kilo, es decir, $1.397,50) y
cuatro kilos y medio de tití (a $130 el kilo, es decir, $552,50). Ese día, los Montaño
reunieron $2.000, de los cuales Aquiles les descontó $1.000 de un avance anterior. Los
lances de aquel día no compensaron las 12 horas de trabajo invertidas por los dos hombres,
los $1.600 de la gasolina ni los $200 que había costado el almuerzo.

Al atardecer, la chonta parecía un lugar encantado: los rayos oblicuos del Sol pegaban a la
esterilla de guadua de las paredes, proyectando multiplicidad de líneas que formaban
diferentes ángulos y sombras. El vapor de los calderos envolvía a las docenas de pescadores
de chinchorro que llegaban y procesaban sus capturas. Dos jóvenes picaban el hielo traído
por Aquiles desde Tumaco, con el fin de preservar la producción de Félix y otros
pescadores que habían llegado primero. El hielo se metía en dos pequeñas canoas. En la
más grande se ponía una capa de camarón por cada capa de hielo, y en la pequeña se hacía
lo mismo con la carne de jaiba. A la mañana siguiente, rumbo a Tumaco, saldría este
curioso trencito acuático, con ambos potricos remolcados por la canoa realzada de la
chonta.

La captura diaria de una changa se divide en cinco partes. La primera de ellas es para el
dueño de la red; la segunda y la tercera, para el dueño del motor; la cuarta, para el proero, y
la quinta, para el piloto. Entre 1982 y 1983, el biólogo Óscar Julio Rodríguez tomó nota de
la producción de 24 changas, correspondiente a la venta en una de las chontas de El Chajal.
Comparada con las tablas de producción de los chinchorros , la tabla 2 muestra que durante
la cuaresma se pesca un mayor número de animales en un número menor de faenas.

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Tabla 2

Producción de las changas

Mes No. de Faenas kg tití Mes kg tigre Mes kg tití Ch/día kg tigre Ch/día

11.82 179 4.274 1.711 8,1 3,2

12.82 170 3.247 1.739 6,5 3,4

01.83 182 4.507 1.842 8,0 3,0

02.83 203 4.097 1.617 7,0 3,0

03.83 230 4.676 1.937 7,0 3,0

04.83 130 6.240 2.208 12,0 3,0

Total 27.039 11.052 8,0 3,0

De acuerdo con las series de la tabla anterior, la producción de las changas varía entre
medio y 43 kilogramos, dependiendo del número de lances y de la potencia del motor. El
hecho de que, hoy por hoy, Henry Montaño y casi todos sus compañeros de labores se
hayan mudado a Tumaco y se desempeñen como empleados de las procesadoras de
camarón ratificaría la opinión de los biólogos que dicen que las changas no eran muy
rentables. Sin embargo, para poder emitir una afirmación más certera sería necesario tener
en cuenta el fenómeno de El Niño y otros efectos ambientales. El acceso a esa información
requiere que la comunidad científica otorgue a los equipos de investigación un tiempo
mayor que el que actualmente les concede (quizás un año). En el caso de Tumaco, los
nexos entre cambios ambientales y culturales requerirán una visión más profunda que
permita tener en cuenta no sólo los hechos coyunturales, sino los que tienen ritmos más
lentos.

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Chinchorros pejeros
Entre los pescados de alto valor comercial figuran la corvina, el pargo rojo, la pelada, la
sierra, el róbalo, la mojarra, el bagre, el machetajo, el gualajo, el alguacil y el toyo. Se
capturan en aguas medias usando redes enormes cuyo manejo y calado requieren dos
embarcaciones, tripuladas por 20 o más pescadores que desempeñan labores especializadas
de cuya coordinación no sólo depende el éxito de cada zarpa, sino la vida misma.

De los 56 chinchorros pejeros que los biólogos habían contado en la ensenada, 14


pertenecían a pescadores de distintos barrios del puerto (Rodríguez 1983). A su vez, cuatro
de estos últimos constituían el equipo básico de la Sociedad Colectiva de Pescadores
Artesanales de Tumaco. Bautizaron esos equipos con unos apelativos --Birken, Zwann,
Libertador y Unidos Venceremos-- que daban cuenta del proceso contradictorio en el cual
se habían embarcado: construir su propia autonomía a partir de los fondos que la filantropía
norteamericana hacía llegar por medio del Plan de Padrinos.

A la hora de preguntar por el origen de la pesca con chinchorro en el barrio Panamá,


ancianos como Camachito o doña Segunda Mosquera decían que había comenzado hace
setenta años. Entre los responsables de la innovación, recitaban los mismos nombres: Pío
Vallecilla, María Minota, Roberto Landázuri, Eliodoro Landázuri, Félix Landázuri, Edgar
Valencia, Aleázar Quiñones (La Patrona), los hermanos Buitrago, Santiago Pineda y Pedro
Martínez. No dudaban en resaltar el papel de matronas autoritarias en este proceso. Con
desprecio, Rafael Valencia los llamaba dueños o patrones, añadiendo:

Todavía son mayoría. Explotan a los pescadores. ¿No ve que hasta les pegan? ¡Y ay del que
critique la repartición! Los obligan a reparar redes y canoas. Son dueños de tienda o
comerciantes que tienen el contacto y el billete para enyelar y vender la producción. Es
muy poco el dinero que le entregan al pescador, sino que al fiao le dan alimentos,
cigarrillos y aguardiente. Como lo que deben siempre es más caro que la parte que les toca
a los pescadores, ahí se la pasan pagándole con producción. La Sociedad es para librarnos
de ellos.

En los comienzos se usaban nasas que podían manejar unas cuatro personas, además del
canoero o piloto. Pese a que los dueños también se hubieran valido de su posición dentro de
las grandes parentelas para formar los equipos, durante mi investigación fue difícil trazar
las líneas de parentesco que aún moldean los grupos. Una de las dificultades para obtener la
información consistió en la constante prédica antinepotista de los asesores de la Anpac.
Cuando uno le preguntaba a un pescador si era familiar de otro, era usual que evadiera la
respuesta, como si los derechos familiares fueran algo amoral. Era corriente que hicieran
énfasis en el carácter democrático del grupo al cual pertenecían y que se refirieran a los
vínculos entre parientes como una vergüenza del pasado. Una segunda dificultad consistía
en el trazo de genealogías, no tanto por fallas en la memoria de los interrogados, como por
la multiplicidad de parientes que origina la poliginia. Y una tercera complicación era el

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parentesco ficticio: es usual que dos personas se llamen parientes para reforzar lazos de
amistad y afecto. Los jóvenes, además, utilizan apelativos como tío, tía, abuelita y abuelito
para referirse a las personas que les merecen mayor respeto.

Antes de que aparecieran las nuevas modalidades de pesca, al dueño o dueña del arte le
correspondían dos partes de la producción; otra era para el piloto y a cada pescador le
tocaba una parte. Como los motores fuera de borda sólo aparecieron en 1940, el cómputo
de los gastos era más sencillo: alimentación sumada al mantenimiento de redes y
embarcaciones. Sin embargo, no era permitido que los pescadores preguntaran por los
criterios para repartir las capturas y, si llegaban a hacer algún reclamo, los propios pilotos
tenían el derecho de propinarles palizas.

Con añoranza, los viejos recuerdan que la producción era abundante, aun en lugares
cercanos al barrio Panamá, donde ahora se coge muy poco. Dicen que, hoy por hoy, hay
que ir lejos para traer animales pequeños.

Diagrama de relaciones de parentesco

Mangas, sardenales y canoas

Los chinchorros pejeros que se hacen ahora miden hasta 400 brazas (800 metros), y en la
mitad su altura llega a las diez brazas. En el centro tienen un buche, cuya posición dentro
del mar se conocerá por una enorme boya roja. En el agua, la tensión de sus costados (alas
o sardenales) se mantiene por medio de plomos que van en la línea inferior, y en la línea
superior, boyas ovoides de icopor amarradas cada dos brazas. De ahí en adelante, aparecen
las mallas y medias mallas, que se van angostando paulatinamente hasta llegar a unos palos
de mangle, cuya longitud varía entre 1 metro con 20 cm y 1 metro con 80 cm. Se amarran 7
manilas de 60 a 70 metros del extremo que se lanza primero, llamado manga de estacas, y
del otro extremo o manga de apegue se amarran 8 manilas de la misma longitud. Así es
posible lanzar uno de estos chinchorros a distancias hasta de 1,5 km desde una orilla o
desde un bajo. Los de menor tamaño pueden lanzarse mediante embarcaciones de remo o
vela y calarse con tripulaciones de 10 personas. El lance de los más grandes requiere
tripulaciones hasta de 40 pescadores, quienes pueden no ser capaces de halar la red, si las
corrientes marinas son muy fuertes.

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Estos equipos tienen que usar motores de cuarenta caballos, adecuados para embarcaciones
hasta de diez metros de eslora. Los carpinteros tumaqueños empiezan la talla de una canoa
con una sola pieza sacada del tronco de un árbol. A ella le clavan diez o doce costillas de
140 grados cada 60 cm, con puntillas grandes que sujetan las tablas para realzar la
embarcación básica. Así aumentan en un metro la línea de flotación, y el ancho, en metro y
medio o dos metros para de este modo poder cargar una tonelada de pescado o de aparejos.
Para calafatear las realzas mezclan brea y estopa vegetal. Ninguna de las canoas de esta
zona tiene prolongaciones de proa y popa, tan prominentes en las piraguas senegalesas
como medio eficaz para aumentar la estabilidad marina. En Tumaco ese efecto se logra
mediante los dos flotadores de balso que se amarran de los lados.

Los tumaqueños llaman canoa madre o principal a la más grande de las dos, y en su centro
acomodan el chinchorro con los cabos necesarios para calarlo. Los tripulantes se sientan
encima de los aparejos y en los espacios restantes. La otra canoa o auxiliar es de menor
tamaño. De ida, transporta la segunda mitad de la tripulación, y de venida, la captura.

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Pilotos, bañadores y achicadores

Cada una de las embarcaciones tiene un piloto, un pilotillo o proero y un achicador. Por lo
general, el piloto de la principal actúa como capitán de todo el equipo, mientras que el
piloto de la auxiliar es el segundo en la jerarquía del grupo. Los proeros no sólo señalan los
obstáculos que se van presentando en la ruta, sino que comparten con el piloto la
responsabilidad de escoger el sitio para el lance, así como la táctica para desarrollarlo.

Cuando realizan la faena en un bajo, es indispensable programarla con la bajamar. Cuando


se lleva a cabo desde una playa, es posible hacer lances durante la pleamar, siempre y
cuando la vegetación de la orilla no les impida moverse con los cabos atados a la cintura.
Dependiendo de las mareas, salen entre las 3 y las 6 de la mañana. Les toma por lo menos
una hora cargar motores, tanques de gasolina, aparejos, alimentos y utensilios para cocinar.
Cada pescador va de mochitos (pantaloneta), camisa de manga corta, sombrero y sus
chivatas bien agarradas. Dentro de estas mochilas hechas con pedazos de chinchorro viejo
ponen un corte de plástico, un recipiente con agua dulce, una vianda, o plato u olla para que
se les sirva allí el almuerzo, y una cuchara o un tenedor. Después de acomodarse, sacan el
corte de plástico y con él se defienden del viento frío y de las salpicaduras levantadas por
los flotadores de balso. Exceptuando al piloto, al proero y al achicador, es usual que a los
pocos minutos de viaje toda la tripulación estire sus huesos y se ponga a dormir.

Cuando la pesca no es abundante o cuando los motores están en malas condiciones, se


escogen sitios cercanos para la faena. En estos lugares no se gastaba más de una hora
después de salir de la sede de Anpac. Cuando las máquinas estaban bien y esperaban una
buena captura, viajaban durante 2 y 3 horas hasta Salahonda o hasta la frontera con
Ecuador. Por la disminución de las capturas, los pescadores comenzaron a definir líneas de
territorialidad, que afirmaban llegando lo más temprano posible al lugar sugerido por la
estación del año y las mareas. La necesidad de pesca en zonas distantes también obedecía a
que el tsunami de 1979 agrietó fondos como los de La Bocana, donde se enredaban las
redes.

Poco antes de que la faena comience, es frecuente que el cielo esté lleno de arreboles que
hacen resaltar los perfiles de las embarcaciones y los pescadores. Entonces, las dos canoas
se alinean. Los tripulantes de la auxiliar toman el extremo del cabo de la manga de estacas
y el pilotillo orienta la máquina hacia la orilla. Allá se apea la mitad de la tripulación. La
canoa principal, también impulsada a gran velocidad, comienza a desenrollar los cabos de
la misma manga. Para ello, uno de los tripulantes asegura una palanca de madera contra las
tablas de la realza, mientras que el cobero cuida que las manilas se desenrollen sin formar
nudos. Terminados los cabos, los botadores de buche y plomo van lanzando el chinchorro
al mar, hasta llegar al sardenal perteneciente a la manga de apegue. Dejan la línea de boyas
en el extremo superior y en el inferior una línea de plomos. Lanzados los cabos de apegue,

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el piloto de la canoa principal se dirige a la orilla y ancla la embarcación para que el resto
de la tripulación se apee en la playa o en el bajo. El primero en saltar a tierra debe ser
persona experimentada, ya que tiene que sostener la red hasta que lleguen los demás.

A medida que saltan, comienzan a halar los cabos haciendo con ellos pares de anillos o
guindolas que se meten por la cabeza, hasta que el lazo les llega a los glúteos. Entonces,
con ritmo pausado, empiezan a avanzar de espaldas. En cada manga se forman dos filas de
6 a 8 pescadores cada una. Halan sincronizadamente, hasta llegar al propio monte o fondo
marino demasiado profundo para hacer la fuerza requerida. Cada trayecto se llama subida.
El primero que no pueda continuar, se va a la orilla del mar o al comienzo del bajo, hace
una guindola individual y aguanta el cabo hasta que llegan los demás para hacer sus pares
de guindolas.

Una vez en tierra, los proeros se desempeñan como caberos. La valía de su trabajo aumenta
con el avance del arrastre de la red. Si no enrollaran las manilas en el orden debido, el
segundo lance o el de la mañana siguiente tomará mucho tiempo. Al filo del agua siempre
hay alguien, llamado bañador, que guía los cabos para que no se enreden. Trabaja en
compañía del piloto, en especial cuando la línea de plomos se apega o se enreda en el fondo
del mar. Entonces, piloto y bañador salen en una de las canoas. Lo usual es que a esta altura
del lance baste con halar la línea de boyas para que la red se despegue.

Siempre me ha parecido emocionante el inicio de cada jornada. El brillo solar del amanecer
y los reflejos cambiantes del agua, así como la energía rebosante de los pescadores,
constituyen estímulo permanente para oprimir el obturador de la cámara o tomar notas
instantáneas. Cuando se está halando y el calor aumenta, uno va tomando conciencia del
cansancio y de los cientos de picaduras que los casi invisibles jejenes le han propinado
desde el embarcadero. Para quien no está acostumbrado a los rayos del Sol, el ardor en las
pantorrillas y en los brazos puede ser intolerable. A ello se suma la somnolencia producida
por el madrugón.

Entonces vale la pena tirarse al mar o caminar desde la manga de apegue hasta la manga de
estacas. Si el lance fue en una playa como la de La Hacienda, es posible que uno encuentre
en el trayecto sorpresas inesperadas, como la que ofrecen miles de cangrejos rojos que se
mueven en todas las direcciones posibles y huyen del ruido de los pasos extraños. En ese
momento uno cae en cuenta de que no se trataba de hojas secas, sino de una vitalidad
vibrante.

La composición de la manga de estacas es equivalente en número a la de la manga de


apegue. Sin embargo, es usual que aumente la edad de los pescadores, y con ella la
experiencia requerida para dar cumplimiento cabal a su misión de iniciar el lance. También
hay un cabero de estacas. Como en la manga de apegue, en este grupo el cabero también

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hala el chinchorro. Sin embargo, cuando está arreglando los cabos, le guardan el puesto,
dejando una guindola libre.

Una vez halados los cabos, se dice que el chinchorro comienza a calar. Casi siempre esto
coincide con el momento en que se hacen visibles las boyas. Para entonces, unos 500
metros separan ambos extremos de la red. Al estar cargada, y dado que se está cerca de la
orilla o el bajo, las probabilidades de que la red se enrede aumentan tanto como las veces
que hay que bañar el chinchorro, buceando y despegando la red del fondo del mar. Cuando
las boyas se aproximan a la orilla, menos guindolas se pueden hacer y así se arrastra tirando
directamente de la red. A partir de ese momento, los pescadores de cada manga se dividen
en dos grupos: acomodadores de boyas y acomodadores de plomos. En la manga de estacas,
el bañador y el pilotillo se meten al agua para facilitar el calado; en la otra, el piloto y el
cabero hacen lo mismo. Cuanto más cerca estén las boyas unas de otras, mayor el número
de gaviotas y tijeretas que se posan sobre el buche hirviente del chinchorro.

En la medida en que se acerca el bolso a los pescadores, más ardua es la operación del
calado. No paran, no hay descanso. Cuando sale la red, su acomodo no es tan ordenado;
quien esté disponible va ordenando cada manga. Dado que muchos peces quedan mallados
en las alas, otros pescadores condicionales reciben el mosqueo, es decir el pescado que
alcanzan a desenmallar. Mosquear puede ser una tarea tan productiva como la propia pesca,
pero requiere de un trabajo rápido por parte del pescador condicional. El mosqueo es una
actividad que pueden desempeñar aquellos pescadores que al no haber podido madrugar, se
unen a un grupo que no es el suyo.

Chequeo y tapao

La aparición de los sardenales coincide con el chequeo o inspección de la superficie


alborotada, en busca de presas valiosas, tales como las langostas. Se oyen gritos como
«Vienen dos cabezonas (o lisas); vi un toyo; viene una langosta». Quien cante primero,
tiene derecho a la presa, ya sea para venderla o para repartirla entre los miembros de su
familia. Cuanto más cerca esté de los pescadores, más hierve el buche. No deja de ser
angustioso el ruido de tantos seres vivos luchando por no morir. Los primeros peces que
saltan son arrojados con fuerza al bolso.

Los lances que presencié dieron muy pocos pescados comerciales como el pargo rojo, la
corvina o la sierra, debido a la época del año. El 90% de las capturas eran de especies para
el mercado local, como el burique, el ojón, la plumuda (sardina) y la abundancia (o
arrechera, del cual se dice que es afrodisiaco).

Acercan la canoa auxiliar y comienzan a llenarla de pescado. Cuando ésta se dirige hacia el
mercado, pueden suceder dos cosas: si la producción no fue abundante, se cargan los
aparejos en la principal y se regresa a puerto cuanto antes. En el caso contrario, se hace un
segundo lance. Como no se cuenta con dos canoas para realizarlo, el bañador de la manga

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de apegue toma el cabo de la misma, aguantándolo con toda su fuerza mientras la canoa
principal sale a gran velocidad para extender los cabos. Una vez fuera del agua, los otros
pescadores de la manga de apegue se botan a ayudar al bañador. El resto del lance sigue
como el primero.

Mientras esto sucede, el cocinero comienza a preparar el almuerzo. Lo tradicional es el


exquisito tapao, que prepara en una olla de aluminio donde coloca una capa de pescado y
pedacitos de plátano que se tapan con hojas del mismo; luego, una segunda capa de pescado
cubierta con hojas de bijao, hasta llegar al borde del recipiente. Sólo le pone un poco de
agua de mar, y espera a que los líquidos de las hojas le den sabor. Cuando termina su
subida, cada pescador pasa por el rancho y recibe su porción en una hoja de plátano. De
inmediato, regresa a la manga; se faja su guindola y cobra cabo a medida que come. Hoy,
las pastas y otras comidas cocinadas en agua dulce pasan de ser platos especiales a
cotidianos. Al haberse roto la red que unía pesca y agricultura, la economía local perdió su
autosuficiencia, de modo tal que resulta más fácil conseguir galletas de sal, sardinas
enlatadas, gaseosas y demás alimentos procesados, que pescado fresco y plátano.

El cargo de achicador se rota, mientras que el de cocinero es fijo. Cuando no hay un


segundo lance, reparten el almuerzo de regreso hacia Tumaco. En estos casos, una ración
frecuente consiste en pastas con salsa de tomate y arroz. Es sorprendente la cantidad de
alimentos que recibe cada cual. Una de las viandas más apetecidas es una tapa de olla de
medio metro de diámetro; otra, ollas de un litro. Algunos se comen todo lo que les sirven y
piden repetición. Otros guardan para llevarles a sus hijos. El repelo o pegao de arroz del
fondo de la olla se considera algo muy apetecido para llevar a la casa como obsequio,
después de la faena.

Cuando la captura era escasa en especies comerciales, los grupos de la Anpac les vendían
su pescado a los intermediarios de Tumaco y no a la Sociedad Colectiva de Pescadores
Artesanales, empresa de la cual eran copropietarios. Esta interacción comercial con su
propia comercializadora era más intensa en los meses de cuaresma, cuando aumentaba la
captura de los peces de alto valor comercial. Como se aprecia en las Tablas 3, 4, 5, 6 y 7
(véase pp. 51-53)

A mediados de julio de 1983 la captura de todos los grupos fue abundante pero sólo en
ojón, plumada y abundancia. Incluso, el mercado local se saturó y la producción fue
repartida entre los pescadores de los cuatro grupos de chinchorro con el fin de que las
mujeres la salaran y secaran. De ahí las grandes cantidades de pescado que por esos días
dejaban afuera, sobre pequeñas tarimas de madera, frente a cada casa.

El capitán del equipo reparte las ganancias del día. Éste suma los gastos de combustible y
comida que se presentan antes de zarpar y los resta a lo recibido de quien compra la
producción. De ahí, le suma doce partes al número de pescadores que salió ese día, para

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entonces hacer la división. Luego, le entrega cuatro partes a cada uno de los dueños de cada
motor y cuatro partes más al dueño de la red. Cada una de las partes restantes es para los
tripulantes que salieron esa mañana.

Tabla 3

Libertador

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Tabla 4.

Birkeen

78
Tabla 5.

Unidos Venceremos

79
Tabla 6.

Zwann

80
Tabla 7.

Otros equipos

A mediados de julio de 1983 la captura de todos los grupos fue abundante pero sólo en
ojón, plumada y abundancia. Incluso, el mercado local se saturó y la producción fue
repartida entre los pescadores de los cuatro grupos de chinchorro con el fin de que las
mujeres la salaran y secaran. De ahí las grandes cantidades de pescado que por esos días
dejaban afuera, sobre pequeñas tarimas de madera, frente a cada casa.

El capitán del equipo reparte las ganancias del día. Éste suma los gastos de combustible y
comida que se presentan antes de zarpar y los resta a lo recibido de quien compra la
producción. De ahí, le suma doce partes al número de pescadores que salió ese día, para
entonces hacer la división. Luego, le entrega cuatro partes a cada uno de los dueños de cada
motor y cuatro partes más al dueño de la red. Cada una de las partes restantes es para los
tripulantes que salieron esa mañana.

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Tabla 8

Forma como se reparte la producción entre los pescadores de un chinchorro

Motores = 2(4) = 8 partes

Chinchorro = 4 partes

Pescadores = 25 partes

Total = 37 partes

P (repartir) = (Producción – Gastos)/(n + 12)

Cuando hay un solo lance, los pescadores regresan antes de las tres de la tarde. Cuando hay
dos, entre las cuatro y las siete de la noche. Después de varias horas al sol calando el
chinchorro, dejan preparados los equipos para el día siguiente: ordenan los aparejos,
endulzan el motor y remiendan la red. Terminado todo esto, se van a la casa, se bañan y
regresan a la sede de la Sociedad para reunirse en el mentidero construido al frente de la
entrada. Decorado con murales alusivos a la historia de la Anpac, es el lugar predilecto para
comentar las incidencias del día y cortejar a las muchachas que pasan. Es usual que alguien
traiga una botella de aguardiente Galeras, ya sea para celebrar el éxito de la jornada o para
olvidar el fracaso de la misma. Como otros pescadores del mundo, éstos ingieren bastante
licor.

Hacia las siete de la noche regresan a sus casas, comen aparte de sus mujeres e hijos y, con
o sin ellos, acuden a las tiendas del barrio para no perderse la telenovela nacional. Luego se
van a dormir hasta las tres de la mañana, cuando el piloto del grupo pasa de puerta en
puerta para despertarlos. Al abrir los ojos, cada uno prenderá su radio, que hará llorar al
nené de la casa. Los perros comienzan a ladrar, las aves a aletear y cacarear y el barrio a
despertar. Hacia las seis de la mañana, los hombres que no pescan saldrán a buscar pescado
o carne, mientras las mujeres traen el verde (plátano) para el desayuno.

Pesca y mutilación corporal

A las cinco de la tarde de ese 23 de junio de 1983, como estaba cansado de transcribir notas
de campo, me fui a conversar con Camachito. Estaba en la caseta donde los pescadores del
chinchorro El Libertador guardaban canoas y aparejos. Charlaba con el viejito y con
quienes habían estado por la mañana pescando en Proalaluna. De un momento a otro,
decidieron partir al mismo sitio. Ésa era la época de irse para allá y no podían resignarse a
los ocho pesos que les había dejado el lance terminado cuatro horas antes. Además, tenían
rabia porque uno de los del grupo había chequeado dos rayas y una tortuga. Se suponía que
el beneficiado debería haber soltado a la tortuga, especie en vía de extinción, pero la mató
en el muelle por su carne y caparazón. Aunque me había negado a ver el sacrificio del

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animal, tuve que oír detalles de esa agonía tan prolongada que precede al último suspiro de
todas las tortugas.

Pregunté cómo botarían la red, si ya comenzaba a oscurecer. El capitán me miró con cara
de a usté qué le importa. El pilotillo trató de romper el hielo con un guiño, y añadió:
«Seguro, no fallaremo», me dijo. La dinamita no les falló. ¡Y yo que había pensado que
iban tan livianos porque usarían espineles! Hablé con Rafa porque si una de las metas de la
Anpac era proteger el medio para que les tocara algo a los pescadores de mañana, ¿cómo se
quedaban tan tranquilos sabiendo el sacrificio de tortugas y de la pesca con dinamita?

Rafa me explicó que ésas eran dos de las batallas que estaban perdiendo. Me contó cómo
hacía dos semanas, un hombre y su mujer habían tirado un taco tan cerca de una de las
canoas del Birken, que se habían dañado las realzas de la auxiliar. En vez de protestar, los
pescadores habían hecho lo usual en estos casos: desnudarse para que no los agredieran las
fieras (tiburones); botar un tibunco que, a manera de boya, les mostrara la dirección de la
corriente que se llevaba la mancha de peces muertos; coger otro tibunco para meter los
pescados que pudieran sacar con cada bañada y, por último, vender sin tener que repartir
porque la captura con mecha depende de la fuerza y habilidad de quien bañe, no del trabajo
en equipo.

Quienes han estudiado la pesca sostienen que la dinamita tiene mala prensa (Acheson
1981). Dicen que hay muchos peces que no mueren sino que quedan aturdidos, y que
cuando la mecha deja de producir, los pescadores la dejan, como sucede con cualquier otra
técnica. Gracias al abandono, el lugar va recuperando sus especies y cadenas alimenticias,
hasta que --como dicen en El Chajal-- el pescador otra vez puede volver a acosar a la fauna.
Sin embargo, el caso tumaqueño parecería salirse de madre. Primero, por el número
elevado de mujeres y hombres que luchan por sobrevivir después de la explosión, que
supusieron ocurriría un segundo más tarde, con dolor insoportable y hemorragias
interminables. Ésta les arrancó uno o ambos brazos, una o las dos piernas, orejas, narices u
ojos. Segundo, porque es en los manglares en donde se ven mejor las manchas de peces en
trance de devorar lo que esté a su paso. Quien pesca con dinamita pasa horas esperando ver
una de esas comederas. Entonces, en esos lugares, el estallido no sólo da cuenta de los
animales grandes que pueden sacar a manos limpias, sino de larvas, juveniles y reclutas de
camarones, cangrejos, caracoles, pianguas y demás animales cuya vida se desarrolla
alrededor de las raíces del mangle.

Recuerdo el bello manglar situado al frente de las casetas de los chinchorros de la Anpac. A
diario, los socios de la empresa temían que quienes tiraban las mechas allá, averiaran
instalaciones y equipos. Sus protestas eran inútiles porque ellos mismos no eran
consecuentes con sus súplicas.

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Arrecifes coralinos

Ricos en animales grandes y caros, los arrecifes coralinos del litoral Pacífico distan por lo
menos 36 km de Tumaco o El Chajal. A profundidades de 100 brazas o más, y cubiertos
por aguas turbulentas, requerirían embarcaciones mucho mayores que las empleadas para la
pesca con chinchorro. No sólo está en juego la seguridad de los pescadores, sino la
necesidad de recoger largas líneas de anzuelos y refrigerar luego la producción para que no
la dañe la travesía prolongada. La pesca de altura es selectiva y respetuosa del entorno,
adecuada para los pescadores artesanales, siempre y cuando adopten mejores
embarcaciones. Pese a que esta modalidad parece más cercana a la industrial, en El Chajal
hay un grupo de pescadores que, valiéndose de embarcaciones similares a las que usan para
arrastar las changas, cobran rayas y tiburones en lugares bien alejados de la costa. Además,
en la Calle de los Estudiantes de Tumaco existe un grupo de especialistas en pesca con
volantines. Por su parte, la Sociedad Colectiva, con el apoyo del Plan de Padrinos y otras
agencias, adoptó una tercera modalidad de pesca con embarcaciones de ferroconcreto que
cuentan con motores diesel de centro de 125 caballos de potencia.

Espineles para pesca de tiburón

No se necesitan más de dos personas para formar un equipo de pesca con espinel. Usan
potros de 6 a 8 metros de eslora con motores fuera de borda hasta de 40 caballos. Dada la
estrechez de las embarcaciones y el volumen de las presas que estos pescadores cobran, el
que quiera observar una de estas faenas debe viajar en otra canoa y prepararse para un día
de remezones por las olas altas y los vientos fuertes.

En El Chajal, don Alejandro Saya combina la agricultura con el cobro de rayas y tiburones.
Frente a su tienda, con las artes en la mano, me explicaba:

El espinel para la pesca de tiburón se hace primero empatando anzuelos en un empate corto,
y después que se empatan, se encadena en la mama [hilo limpio]. Se empata el primero y se
van midiendo dos brazas, [luego otro] anzuelo. Uso 300 anzuelos, o sea una línea de 600
brazas. Después uno se va a la mar y hay otro complemento que es como una piedra, un
sacho, del cual se amarra una cuerda, que el sacho la lleve al plan, y de la punta de la
cuerda arriba se amarra una boya. Bueno, y entonces, según la distancia que esté picando el
pescado, se amarra la punta de la mama [...] Pongamos que ésta es la boya, entonces, va
soltando y va boyando y va soltando. Cuando llega a 50 anzuelos, se amarra otro sacho, en
la misma forma. Según la hondura, se pone una izadora hasta de 20 brazas de larga. Se deja
unos 15 o 20 minutos. Se guinda uno de la punta, deja que pasen los 20 minutos y corre
para la otra punta, que empieza a levantar, hasta llegar a la segunda izadora. Suelta otra vez
allá, tiempla bien y ahora sí va mirando. Donde está el pescado, lo va sacando. El anzuelo
que tenga dañada la carnada, se le pone otra nueva, porque el pescado, según he notado, es
como una gente. Hoy día, antes con una sola carnada cogía hasta 2 o 3, 4, 5 pescados, pero

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hoy día no; en cuanto llegó un pescado, la babosió y la mordió y la dejó ahí, hay que
sacársela porque ya no pica más, otro ya no se la come. Coge, pero que sea nuevita, que
esté con todo el marijco, bueno, así es la pesca. Pican desde que se echa el anzuelo. Se le
dan tres revisadas, y si no viene el viento muy duro, entonces viene uno sacando y se acaba
la pesca. Hay veces que con dos revisadas se termina; si es raya o tiburón, en una vista no
más ya está arreglado.

Explica que no se usa ningún instrumento para sacar el pez del agua; basta con el propio
anzuelo. En el caso del tiburón, pese a sus dientes filudos, se agarra de la nuca y se mete al
potro porque abre la boca y se saca el anzuelo. Y continúa su relato:

La de la raya, esa sí hay que hacer fuerza, uno queda sudado, y cuando son grandes,
tenemos que ponernos todos a embarcarla. La raya, pues uno va arrimando el cabo, el
espinel y cuando siente adelante que jzjzjzjz, y corre el potro para adelante y ahí cuando se
siente se da planes porque ella como es ancha, pega en el plan y ahora entonces uno hace
fuerza, y en cuanto se levanta y en donde come, uno se aguanta cuando uno siente [...] los
anzuelos son número cero, cable 120 y 240. [...] Hay muchos peligros con la púa de la raya,
que inclusive llega a clavar en el potro. Para evitar este peligro se busca la manera de
cortarle esa púa mediante un machetazo. De ahí que a veces sea necesario agarrar la raya
por detrás con otro anzuelo. Ya para subirla, se le da con el machete en medio de los ojos.
El arpón es para pegárselo a la raya. Vale 400, pero con dos pescados ya ha recuperado la
inversión.

Al igual que la pesca con changas, la que se realiza mediante espineles ocurre en alternada
sincronía con las labores agrícolas. Los campesinos van al mar cuando hay quiebras, y a la
finca cuando hay pujas o aguajes. Y ésta, como la anterior, también atestigua la vigencia de
un modelo de adaptación polivalente, que incluye no sólo actividades económicas, sino
procesos de endoculturación que desembocan en la formación de individuos plurales.

Volantines

En el barrio de la Calle de los Estudiantes de Tumaco hay un grupo de especialistas en la


pesca de altura con volantines. Es posible que este arte llegue a representar una alternativa
para los grupos de chinchorro cuyos territorios están sobreexplotados.

Los volantines son cuerdas de nylon con 8 o 10 anzuelos, para pescar en bancos que están a
más de 100 brazas de profundidad, pero los cuales son todavía visibles desde la costa. Los
manejan grupos de cuatro pescadores que usan canoas ensanchadas con cava para enyelar
la captura.

El piloto catea el banco echando una línea de prueba. Si tiene éxito, los otros arrojan sus
anzuelos y van haciendo un poco de trolling, hasta que las pesas de las izadoras toquen el
fondo. Después de un rato, sacan los volantines y, dependiendo del número de peces,

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marcan el lugar con una boya, y luego la canoa ensanchada gira alrededor de ésta. Cada
faena implica pasar la noche en altamar y regresar al otro día con el pescado enyelado.

No hay bonanza de cuaresma porque extraen especies disponibles durante todo el año. Toda
la captura es de filete --ambalú, corvina y pargo rojo-- lo cual se traduce en calidad y
precio. Después de descontar los gastos, dividen la captura en dos. Una parte para el dueño
del motor y la restante se divide entre el número de pescadores que haya zarpado. Como en
la pesca de altura no hay territorialidad, se reducen las tensiones por salir primero y tomar
posesión del bajo o playa. Así es posible reemplazar los frágiles motores de gasolina por
Ruggerinis diesel que, si bien son lentos, son muy resistentes. Para muchos miembros de la
Sociedad, este arte ha debido explorarse antes de lanzar el programa que describo a
continuación.

Supercanoas

Con este nombre se distinguieron dos embarcaciones adquiridas por el Plan de Padrinos
dentro de un programa conjunto con la regional tumaqueña de la Asociación Nacional de
Pescadores Artesanales de Colombia, y con Cida, la agencia de ayuda internacional del
gobierno canadiense. Bautizadas Canadá y Alberta, fueron construidas en ferroconcreto por
un astillero de Barranquilla. Tenían 20 metros de eslora, motor central de diesel y 125
caballos de fuerza, cava de refrigeración, camarotes para diez tripulantes, cocina y sistema
de radiocomunicaciones. Dotadas de bastante autonomía, ya ofrecían la opción de explotar
bancos de peces localizados a 50 y más kilómetros de la ensenada, utilizando trasmallos
con ojos de 5 pulgadas y espineles de gran calibre.

Como el programa se proponía entrenar a los miembros de la Sociedad Colectiva en


técnicas de pesca más eficientes, la tripulación para cada una de estas embarcaciones salía
de cada uno de los equipos de chinchorro. Viajaban a Buenaventura donde tomaban cursos
sobre las técnicas y artes empleadas y comenzaban a salir en faenas que se demoraban de
siete a diez días. Los pescadores aspiraban a que, transcurridos seis meses, hubiera rotación
de tripulaciones y, por lo tanto, igualdad de oportunidades para aprender.

Los capitanes de estas embarcaciones no eran tumaqueños. Este personal, especializado en


navegación en alta mar, debía tener además licencia de operadores de radio. Dentro de esta
innovación fue necesario traer un técnico canadiense y contratar un supervisor de tierra,
quien se encargaba de la logística de cada zarpa y del consecuente contacto radial
permanente.

Quienes habían quedado en tierra no ocultaban su envidia por las primeras tripulaciones
seleccionadas, ni paraban de denunciar preferencias que consideraban injustas. Todos los
pescadores expresaban rencores hacia los capitanes y el técnico extranjero, asegurando que
sus conocimientos eran inapropiados para esas tierras. Los forasteros, a su vez, miraban con
desdén a los miembros de la Sociedad y no estaban integrados con ellos, y tampoco daban

86
muestras de compartir sus conocimientos. De ahí que quienes veían con buenos ojos la
pesca con volantines quizás tenían razón de que este salto fue demasiado ambicioso: para
todos hubiera sido más provechosa la introducción de un arte menos complejo.

Ananse y el mañana

Fue en junio de 1985 cuando vi por última vez a Rafael Valencia. Celebrábamos el
Simposio Pesca Artesanal en las Américas, dentro del Cuadragesimoquinto Congreso
Internacional de Americanistas, y a lo largo del encuentro, con una tristeza difícil de
disimular, describió escenas que para él debieron de ser dantescas: a principios de ese año,
los pescadores del barrio Panamá exigieron la liquidación de su propia Sociedad Colectiva
de Pescadores de Tumaco. Cuando ellos le solicitaron a la administración que les diera la
parte que les correspondía, él y otros compañeros intentaron convencer a los demás de que
su mayor capital era la solidaridad, la coordinación grupal y la sede que habían construido
con el trabajo de todos. Los afiliados desoyeron esa última súplica y exigieron que les
entregaran lo que creían suyo. Algunos, desencantados por el poco metálico, tomaron hasta
pupitres del salón que los vio reunirse cada semana para figurarse un nuevo futuro.

Con insistencia, Rafa se preguntaba: ¿no comprendieron que el capital era de ellos?, ¿que
su fuerza residía en mantener juntas las partes? Muy posiblemente no, y al disolverse no
hicieron otra cosa que responder con una lógica que parecería ajustarse a la transitoriedad
de su entorno y al desgarramiento de un tejido del cual ellos no tenían por qué ser
conscientes.

Me refiero a la telaraña que Ananse tejió entre agricultura y pesca, la cual también
involucraba a los campesinos de la carretera de Pasto a Tumaco. Estos últimos, como los
campesinos de la ensenada, también surtían el mercado local con plátano, chocolate,
chontaduro y frutas. Dejaron de hacerlo a medida que los unos fueron desplazados por el
cultivo de la palma africana, el cual, a su vez, avanzaba con la pavimentación de la vía y
con la proliferación de dineros calientes, y a medida que los otros perdían sus tierras por
efecto de la presión de los compratierras relacionados con la construcción y expansión de
estanques para la cría y exportación de camarones.

Considero imprescindible examinar el funcionamiento de otras redes. Tal es el caso de la


que unía a minería y agricultura en áreas como la del Magüí, entre otros ríos de Nariño
(Bravo 1990). Su funcionamiento era similar al que integraba pesca y agricultura: los
mineros iban al colino cuando las lluvias escaseaban y no había suficiente agua para
alimentar los canalones mediante los cuales lavaban arenas aluviales. En dirección hacia el
puerto podían circular excedentes de plátano y otros productos agrícolas; en la contraria,
pescado salado. Ambas rutas alimentaban mercados locales como el de la chonta de
Soledad y Aquiles en El Chajal (Arocha 1992e). Empero, en el Magüí, profesionales de
Corponariño comenzaron a promover la modernización de la minería artesanal (Bravo

87
1990). Otorgaron créditos para la compra de motobombas que propulsaban por los
canalones el agua de las quebradas, y pequeñas dragas que absorbían las arenas del fondo
de los ríos. Entonces, mientras que mineras y mineros se independizaban de las lluvias y
podían lavar oro todo el año, no podían atender sus colinos. Éstos se fueron enmontando y
dejando de producir, mientras que sus dueños racionalizaban el fracaso de la agricultura
diciendo que la malaria había atacado sus cultivos. Cuanto más palúdicas sus matas de
plátano, más tenían que aprovisionarse desde lugares que --como las costas de la región
ecuatoriana de Esmeraldas-- no habían figurado dentro de su noción de mercados para
comprar los alimentos que antes cultivaban. Los costos de los productos traídos de otras
regiones se sumaron a los del mantenimiento y reposición de equipos y, juntos, absorbieron
las ganancias que provenían de la mecanización de la minería. Los créditos se hicieron
onerosos y la emigración surgió como alternativa al fracaso.

¿Qué queda hoy de las telarañas de Ananse? Lo dirán las investigaciones que en la
actualidad tienen lugar en el Pacífico sur. Las respuestas que ellas ofrezcan serán
fundamentales para lograr que la territorialidad étnica legitimada por la Constitución de
1991 y la Ley 70 de 1993 tenga sentido en el marco de las particularidades urbanas y
rurales de la ensenada de Tumaco.

De su gente, las concheras forman un grupo que ha sido excluido del nuevo marco jurídico
(Ángela González 1998). El caso de una de ellas, Tomasa Preciado, ilustra la severidad de
la actual cuyuntura modernizante. Murió poco después de haber colaborado en la
investigación que llevó a cabo Martha Luz Machado (1996, 1997). Conmovida por la
historia, una de mis estudiantes preguntó de qué había muerto Tomasa. «De hambre»,
replicó Machado. Ante la sorpresa de la interlocutora, la expositora añadió: «se murió de
alimentarse con cocacola y galletas de soda».

Si las telerañas que tejió Ananse en la ensenada de Tumaco no hubieran sido desgarradas
por la modernización de la economía, plátano y pescado quizás no habrían desaparecido de
la dieta de Tomasa. Uno aspira a que con la astucia de la araña sus ombligados aprovechen
pronto las nuevas oportunidades que abre la Ley 70 y den origen a alternativas territoriales
y económicas que permitan contrarrestar los efectos del desarrollo pensado tan sólo para el
beneficio de los inversionistas.

88
CAPÍTULO III: ANANSE EN EL BAUDÓ (DEPARTAMENTO DEL
CHOCÓ): CACHARRERA DE CONVIVENCIA ÉTNICA Y
AMBIENTAL

Lecciones de paz

El 26 de octubre de 1997 los colombianos votaron por la


paz, aspirando a que el Estado buscara un cese al fuego y
la consecuente incorporación de guerrilleros y
paramilitares a la vida civil. De cumplirse esa voluntad
en un futuro próximo, quedaría por reversarse la
creciente tolerancia hacia la eliminación o el
silenciamiento del adversario, como medio cotidiano de
resolver disputas. He vislumbrado una posible
alternativa para ir demoliendo tal resignación. Se trata de
las lecciones que pueden ofrecer aquellos pueblos que --
Adalides baudoseños y
como los afrodescendientes y emberaes de la serranía del
atrateños en Itsmina. Foto:
Baudó-- han persistido en buscarle soluciones arbitradas
Jaime Arocha, 1995
a sus conflictos.

Mi interés por esa subregión del departamento del Chocó data de finales de 1990,
cuando se asomaba la posibilidad de incluir la legitimación de la territorialidad ancestral
afrocolombiana dentro de la reforma constitucional. Para entonces, la Asociación
Campesina del Baudó (Acaba) auspició una expedición ambiental en busca de apoyo para
sus programas. El informe de los profesionales que hicieron esa visita hablaba de una gente
negra que convivía en paz con su medio ambiente y con sus vecinos indígenas. Los datos
consignados parecían ajustarse a patrones de una civilidad construida al margen del Estado,
acerca de la cual había hablado Nina S. de Friedemann (1989). Esa información era
significativa para el programa de investigación que entonces yo comenzaba a impulsar en el
Departamento de Antropología de la Universidad Nacional de Colombia. Lo había
bautizado Observatorio de convivencia étnica en Colombia, con la intención de desarrollar
estudios comparativos sobre aquellos mecanismos no violentos que las culturas locales
tienden a poner en marcha para resolver sus antagonismos con independencia del Estado11.

11
Cinco antropólogos obtuvieron sus títulos profesionales dentro del Observatorio: María Teresa Acosta,
1993, Colonización, convivencia y etnicidad en la región de los ríos Minero y Carare; Mónica Espinosa,
1991, Convivencia y poder político entre los Andoques*, publicada en 1995 con el mismo título por la
Editorial Universidad Nacional; Adriana Lagos, 1994, Providencia: estudio sobre etnicidad, migraciones y
convivencia*; Javier Moreno, 1994, Ancianos, cerdos y selvas: autoridad y entorno en una comunidad
afrocolombiana*; José Fernando Serrano, 1994, Cuando canta el guaco: la muerte y el morir en poblaciones
afrocolombianas del alto Baudó, Chocó*; Una sexta antropóloga se graduó de la Universidad de los Andes
dentro del mismo programa de investigación, Natalia Otero, 1994, Los hermanos espirituales: relaciones

89
Propuse esta alternativa considerando que los análisis basados en la ausencia del
Estado, los factores políticos o de clase social habían sido insuficientes para explicar por
qué en ciertas regiones de Colombia, a lo largo de muchos años, persistían formas violentas
de resolver el conflicto (Arocha 1993). Entonces sugerí estudiar la cultura, en primer lugar,
como adaptación innovadora al entorno y a la historia cambiantes (Arocha 1990b). En
segundo lugar, siguiendo a Gregory Bateson, como una epistemología local, cargada de
hábitos inconscientes12, cuya aproximación puede arrojar luces sobre la forma como el
aprendizaje arraiga de una manera tan profunda estos patrones en el tiempo, que las
conductas que dependen de ellos llegan a replicar aquellas que algunos denominan
instintivas (Bateson 1991: 65-84).

En particular, los proyectos del Observatorio se fijaron en los hábitos de la cinesis y el


paralenguaje icónico. Estas dos formas de comunicación evolucionaron hasta formar un
complejo de signos, tanto codificados, como significativos, el cual incluye «[...] formas
[intrincadas] de arte, música, ballet [y] poesía [además de las] complejidades de [los
ademanes gestuales, faciales] y [de] entonación de la voz». Debido a la impremeditación
con la cual muecas, señas, cambios en la coloración de la piel o en la tensión muscular
afloran en el trato cotidiano, se han convertido en instrumentos especializados para revelar
«[...] asuntos de relación --amor, odio, respeto, temor, dependencia-- entre una persona y
las que tiene frente a sí, o entre una persona y el ambiente» (Bateson 1972: 412).

De manera concomitante con el estudio del nexo entre convivencia y riqueza en el


lenguaje de las emociones, en el Observatorio también nos identificamos con la sugerencia
de Bateson referente a que quizás sea pertinente desechar la noción occidental que
identifica al progreso con la alianza entre propósito consciente y tecnología, debido a que el
privilegio que esta ruta le otorga al reduccionismo y a la compartamentalización deviene en
la supresión de «[...] la sabiduría de largo plazo [en favor de] lo expedito, aunque exista una
nebulosa conciencia de que lo expedito nunca proporcionará una solución a largo plazo
[...]» (1991: 467).

Adherimos a esa apreciación como medio de justipreciar el aporte de quienes portan


epistemologías locales integradoras de la emoción y la razón, mente y naturaleza, lenguaje
y cinesis. Siguiendo una noción que Fals Borda introdujo en su Mompox y Loba: Historia
doble de la Costa (vol. I), y que Eduardo Galeano retomó (1989: 107), a esas
epistemologías las denominamos sentipensantes. De ellas parecen depender tanto los

compadrazgo entre pobladores afrocolombianos e indígenas emberá en el río Amporá, alto Baudó, Chocó. De
éstos, los trabajos marcados con asterisco recibieron el Premio de Excelencia Académica de la Universidad
Nacional de Colombia, y el de Espinosa fue laureado. En adición, se han esbozado ideas para otras áreas de la
cuenca del Pacífico, y para investigar las funciones arbitrales del palabrero wayúu y del carnaval de Mompox
(véase capítulo I de este libro). También, para algún día dar cuenta de la forma en que en zonas cafeteras
como las del Quindío el arbitraje violento parece haber tomado el lugar de la palabra.
12
Epistemología es «el agregado de presupuestos que subyacen a todas las interacciones y comunicaciones
entre personas» (Bateson y Bateson 1988: 97).

90
hábitos arbitrales y dialogales para la superación del antagonismo, como la polifonía
ecológica que les sirve de cimiento a tales hábitos (véase Bateson 1991: 426-439).

Con el fin de adecuar la epistemología batesoniana al panorama colombiano,


enmarcamos nuestros análisis en el espacio delimitado por las tensiones opuestas que se
originan en la integración de las etnias dentro de la nación. En respuesta a la historia local y
a las continuas variaciones del medio ambiente, las primeras tienden a la innovación y a la
diversificación, chocando así con los impulsos contrarios hacia la homogeneización, los
cuales emanan de políticas, instituciones y funcionarios estatales. Los afrobaudoseños a
quienes venía refiriéndome no son la excepción de esta tendencia contradictoria.

Un refugio de paz

La ocasión de palpar qué sucedía en el Baudó se presentó en mayo de 1992. Para ese
entonces las «comunidades negras» ya habían alcanzado el primer paso hacia el futuro
otorgamiento de títulos colectivos, mediante el artículo transitorio 55 de la Constitución de

91
199113. "Artículo 55 transitorio. Dentro de los dos años siguientes a la entrada en vigencia
de la presente constitución [4 de julio de 1991], el Congreso expedirá, previo estudio por
parte de una comisión especial que el gobierno creará para tal efecto, una ley que le
reconozca a las comunidades negras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas
rurales ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico, de acuerdo con sus prácticas
tradicionales de producción el derecho a la propiedad colectiva sobre las áreas que ha de
demarcar la misma ley [..]" (íbid.: 166).14. "Artículo 55 transitorio. Dentro de los dos años
siguientes a la entrada en vigencia de la presente constitución [4 de julio de 1991], el
Congreso expedirá, previo estudio por parte de una comisión especial que el gobierno
creará para tal efecto, una ley que le reconozca a las comunidades negras que han venido
ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico,
de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción el derecho a la propiedad
colectiva sobre las áreas que ha de demarcar la misma ley [..]" (íbid.: 166).15En
consecuencia, los dirigentes de Acaba requerían la colaboración de un grupo académico
que divulgara los alcances e implicaciones de ese artículo. La Corporación Autónoma
Regional del Chocó (Codechocó) y la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad
Nacional aceptaron apoyar esa iniciativa y partí con seis estudiantes que tomaban la
asignatura denominada Laboratorio de investigación social, de acuerdo con los
lineamientos teóricos y metodológicos del programa de investigación al cual ya me referí.

Antes de llegar a nuestro destino, ocurrieron tres hechos de importancia para las
búsquedas del Observatorio. Hablaré de ellos en el orden en el cual ocurrieron, señalando
antes que los dos primeros ratificaron la validez de estudiar la no violencia en la región, y el
tercero, la necesidad de integrar los métodos de historia y etnografía. El primer evento
consistió en el encuentro con una persona cuya existencia ni figuraba en el mundo posible
de los estudiantes, ni en el mío.

Joselito, el policía que detestaba las armas

13
Artículo 55 transitorio. Dentro de los dos años siguientes a la entrada en vigencia de la presente
constitución [4 de julio de 1991], el Congreso expedirá, previo estudio por parte de una comisión especial que
el gobierno creará para tal efecto, una ley que les reconozca a las comunidades negras que han venido
ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico, de acuerdo con
sus prácticas tradicionales de producción, el derecho a la propiedad colectiva sobre las áreas que ha de
demarcar la misma ley". (República de Colombia 1991: 166).
14
Para entonces, del puente sobre el río Atrato tan sólo se veían a lo lejos unas vigas fantasmales cubiertas de
musgo. Hoy la nueva estructura permite pasar al lado del pueblo de Yuto como una exhalación, mientras que
los vendedores de frutas y fritangas se debaten en la búsqueda de oficios alternos al de la alimentación de los
pasajeros, quienes ayer podían llegar a esperar hasta tres días, antes de que un averiado ferry estuviera en
condiciones de pasarlos de un lado al otro del río, incluido el bus en el cual viajaban.
15
En la primera expedición etnográfica al alto Baudó tomaron parte Javier Moreno, quien trabajó en San
Francisco de Cugucho; John Trujillo, en Chachajo; José Fernando Serrano, en Pureza y Nauca; Jaime Arocha,
en Chigorodó; Alejandro Castillejo, en Pie de Pató; Héctor Guzmán, en Puerto Echeverry (sobre el río
Dubasa), y César Moreno en Almendró (sobre la quebrada del mismo nombre).

92
A Joselito, el policía que detestaba las armas, lo conocimos a la salida de Yuto. Desde
Bogotá hacia Quibdó viajábamos los seis estudiantes del Observatorio de convivencia
étnica en Colombia; Pajarito, conductor del Toyota de la Universidad, y yo. Acabábamos
de recibir un poco de aire fresco y de comernos unas piñas dulces, mientras que el
trasbordador del Ministerio de Obras Públicas nos llevaba a la otra orilla del rio Atrato16. A
las pocas cuadras divisamos un puesto de policía y comenzamos a preparar nuestra
paciencia para tomar con calma la orden que habíamos oído desde Bogotá: «bájense; ésta es
una requisa; pónganse contra el carro con las manos en alto y las piernas separadas».
Después de palpar bolsillos y entrepiernas, uno espera el grito «¡Papeles!» Pero allá en ese
punto del Chocó, para nuestra sorpresa, no aconteció ni lo primero, ni lo segundo, sino lo
opuesto: un saludo amable y la pregunta respetuosa referente al seminario al cual
pertenecían el padre y sus seminaristas. Al de la Nacional, respondí, pensando al mismo
tiempo qué contestaría en caso de que al agente negro se le ocurriera pedirnos precisiones
sobre nuestra afiliación religiosa. Quizás sin comprender mi ironía, nos pidió el favor de
llevar a Quibdó a uno de sus compañeros. No había alcanzado a decir «sí», cuando el
hombre voluminoso, de cachucha con letreros de la ropa de marca Ocean Pacific y ataviado
como lo hacen casi todos los afrocolombianos, a la última moda y con colores brillantes, se
sentó a mi lado. Ni Pajarito, ni los estudiantes y mucho menos yo acertábamos a cruzarle
palabra alguna. Seguíamos resentidos por todas las paradas inútiles y las requisas
descorteses a las cuales nos habían sometido los uniformados de los retenes permanentes y
móviles. Supongo que ante nuestras caras poco amables hizo de tripas corazón, y nos
preguntó para dónde íbamos. «El alto Baudó es nuestro punto final». «¡Ay!», respondió
llevándose la mano derecha a la frente y añadiendo:

--Yo he estado allá, pero no vuelvo. Fui policía en Pie de Pató. La gente es buena
con uno, pero eso es duro, ¿oiga?

Nos aseguró que era horrible el descenso de la serranía por el punto donde termina
la carretera Panamericana. Lo llaman El Afirmado, y desde ahí hay que llegar hasta la
quebrada El Guineo, para embarcarse hacia Chigorodó. Nos hablaba de un camino de
peldaños verticales labrados en la arcilla del monte o tallados en las raíces de los enormes
árboles que se aferran a la cornisa casi vertical. Que por el barro que se le adhería a sus
botas, en más de una ocasión estuvo a punto de rodar, pero que los cargueros y guías lo
habían agarrado. Alimentó así nuestras pesadillas acerca de la travesía que habíamos
tratado de imaginar desde que hablamos del viaje en las aulas de la Nacional.

16
La segunda expedición se realizó bajo el auspicio de Acaba y la Vicerrectoría Académica de la Universidad
Nacional de Colombia (Cindec y División de Programas Curriculares). Participaron Javier Moreno, quien
retornó a San Francisco de Cugucho; Ricardo Pardo, también en Cugucho; Luz Dary Correa y Jeritza
Merchán, en Chachajo; José Fernando Serrano, en Pureza y Chigorodó; Sofía Gutiérrez, en Puerto Martínez;
Helka Quevedo y Nelson Lugo, en Nauca; Claudia Platarrueda, en Puerto Echeverry, y Soledad Aguilar, en
Platanares

93
Luego de recorrer un camino lleno de huecos inmensos que nos mandaban contra el
techo del carro, llegamos a Quibdó, donde el policía nos guió por las calles del barrio del
Niño Jesús en busca de nuestro anfitrión, Rudecindo Castro, el presidente de la Asociación
Campesina del Baudó (Acaba).

Sorprendidos por la gentileza de Joselito, al otro día hablamos de él en una comida


donde el señor Castro. Esildo Pacheco, uno de los invitados, conocía bien al agente. Contó
que en su barrio nunca castigaba a quienes encontraba consumiendo marihuana, sino que
los amonestaba en tono paternal.

En Pie de Pató se había adaptado de maravilla. Una noche, en una discoteca se le


había abalanzado Mandebá. Bien borracho, le mandó un puño y retó a Joselito para que le
respondiera si era hombre de verdad.

--Hombre soy y autoridá. Tengo mi arma y puedo arrestarte, pero no quiero eso.
Podría encenderte a culata, pero eso no me gusta. Invitame a un trago y me decís tus
desacuerdos.

Pero el borracho persistió en su intento de aporrear al agente. Haciéndole fuerza,


Joselito lo sentó y volvió a insistirle en el absurdo de obligarlo a desenvainar su arma.

--Es que quiero ver si vos sos capaz de matarme --dijo Mandebá.

--Y tú, ¿qué sacas [al quedar] bajo tierra? Yo tendría que ayudarte con tu mujé y,
¿de dónde voy a sacar para eso? Ven. Cambiame la bala por un trago y seamos amigos.

La madrugada los sorprendió pasados de tragos y abrazados entre risas. Pero vivos.
Hoy siguen siendo amigos.

De ahí en adelante, Joselito se volvió el hombre de confianza de todo el pueblo.


Hasta en los desacuerdos entre parejas era llamado para que ofreciera su opinión. Con
lágrimas la gente lo despidió del rio Baudó, y escenas similares se repiten a la hora de
despedirlo de otros lugares donde su empeño conciliador colma las aspiraciones de la
gente.

Uno de los estudiantes dudó de la veracidad de la versión de Esildo. Suponga que


exagera, le dije; sin embargo, la esencia de la historia es fundamental: Joselito es un policía
que resuelve el conflicto dialogando, sin recurrir a la violencia. El que Esildo pudiera haber
inventado el cuento, hablaría de que en esa cultura, el héroe es quien habla y no quien
dispara. Esta fabulación quizás sea más importante que la que se hace en una región como
la del eje cafetero acerca de los muertos que podía causar un guerrillero como Chispas,
valiéndose de una sola bala.

El embera cantador de alabaos

94
El haber hallado no sólo policías amables, sino uno a quien le disgustaba el uso de sus
armas, además de Esildos capaces de exagerar las historias sobre los que odian las pistolas,
se adicionaría a un segundo suceso para mostrarnos que ese corredor selvático del
noroccidente colombiano que yace por debajo del Darién, al occidente de la serranía del
Baudó, y que muere en el océano Pacífico, sí representaba un laboratorio adecuado para
estudiar la paz. Terminada la comida en la cual Esildo llevó la palabra, nos metimos en un
jeep de carpas descosidas que nos llevó al barrio Kennedy bajo una lluvia torrencial. Allá se
llevaba a cabo el velorio del hermano de Ángel Rubith Rivas Rentería, otro miembro de la
Asociación, residente en Puerto Martínez, también sobre el río Baudó.

Ninguno de nosotros había estado en una ceremonia fúnebre afrochocoana. Me


impresionó la disposición del espacio: filas de bancas y asientos formaban una «U» que
rodeaba el féretro. Nunca había visto tal número de deudos guardando tanta proximidad con
el cadáver, quienes además cantaban himnos en un idioma incomprensible para mí, pero
que me sonaba parecido al español. Nos explicaron que esos cantos eran alabaos, y nos
llevaron a ese círculo estrecho desde el cual vimos cómo pasaban mujeres jóvenes llevando
café, licor y cigarrillos por entre las densas filas. Para nuestra sorpresa, entre los cantadores
de alabaos comenzó a sobresalir un indígena, quien se paraba cuando lo embargaban la
emoción y las lágrimas. La imagen de su participación conmovedora hablaba en contra de
la cantinela que habíamos oído con respecto a la enemistad dizque atávica entre esos dos
pueblos étnicos. Concordamos en que, por el contrario, era pista de los patrones de
convivencia que intuíamos y acerca de los cuales debíamos de profundizar.

Esa noche también se nos informó que la persona a quien velábamos era la primera
víctima de unos paramilitares que meses más tarde serían expulsados mediante una
manifestación pública, la cual los habría sacado hasta los límites de la ciudad. Ese
compromiso con la denuncia abierta me llevó a imaginar que quizás la muerte del hermano
de Ángel Rubith sería de las últimas bajas causadas por paramilitares. El tiempo mostraría
el excesivo optimismo de esa predicción: los patrones tradicionales de convivencia
quedaron inermes ante el poderío de los profesionales de la muerte, quienes hoy causan
desplazamientos masivos desde el Baudó hacia barrios como el Obrero o el San Vicente de
Quibdó, o hacia otras áreas urbanas.

Genealogías de trúntagos y personas

El tercer aliciente de la investigación consistió en demostrar que el poblamiento del Baudó


por parte de afrodescendientes había sido anterior a 1959. De ese año databa la ley
mediante la cual se constituyó la reserva forestal del Estado colombiano en el litoral
Pacífico (Villa 1998). En mayo de 1992, entre los adalides de Acaba cundía la voz de que
quienes no pudieran demostrar haber llegado al área antes de esa fecha, serían considerados
invasores de la reserva o de los resguardos indígenas, cuyo desmembramiento territorial sí
se había permitido. Por lo tanto, los campesinos negros sí podían ser expulsados. Sabíamos

95
que una fuerza dispersora había consistido en la automanumisión, pero no contábamos con
un historiador que identificara fuentes que permitieran hacer un trazo de las migraciones
desde las áreas mineras hacia el refugio del Baudó. Entonces, pensé en alternativas
etnográficas.

En primer lugar, le pedí a cada miembro del equipo que averiguara si algunas de las
casas de la comunidad donde iba a estar habían sido construidas usando antiguas vigas
mamas, como sucedía en otra región de la cuenca, la del río Güelmambí (departamento de
Nariño; Friedemann y Arocha 1986: 231-300). En ese afluente del Telembí, esas enormes
piezas de madera se legan de generación en generación y son las primeras en atraer la
atención de la gente de los pueblos para salvarlas en caso de incendio. Pensé que si en el
Baudó podíamos identificar casas hechas con esas vigas estaríamos en capacidad de
averiguar cómo se habrían heredado y, por lo tanto, qué tantos años llevaban dentro de la
misma familia.

Ya en el Baudó, fue frustrante ver las caras de sorpresa de las personas, ante
nuestras preguntas sobre las vigas mamas. Sin embargo, una mañana, don Aquilino,
carpintero de Chigorodó y sobrino de nuestro anfitrión Octavino Palacios, me llevó hasta la
caseta que albergaba el sanitario comunal y me mostró uno de sus horcones. Era un trozo
de madera delgado y feo, medio carcomido por alguna clase de gorgojo.

--Trúntago, profe --me dijo, añadiendo que era una clase del más duro de los
guayacanes, y que ése en particular había sido de su bisabuelo. Quiere decir esto que la
edad del trúntago podría llegar a los 160 años y que ésta podría tomarse como indicativo de
una posible ola de poblamiento hacia el Baudó. Esta deducción se fundamenta en el
supuesto de que, para poder moverse de un lugar a otro y transmitirle herencia a algún
descendiente, el antepasado en cuestión ya tenía que ser libre por automanumisión,
manumisión por gracia del amo o por abolición de la esclavitud. Llegué a la cifra en
mención suponiendo que cada uno de los tres antepasados de don Aquilino tuvo 60 años,
que cada uno de ellos legó el trúntago cuando su hijo cumplió los 20, lo cual daría 120
años, a los cuales habría que sumar la edad que por ese entonces tenía don Aquilino --40
años.

Dos días antes de terminar esa primera expedición al alto Baudó, al entender por fin
la naturaleza de nuestra búsqueda, don Justo Daniel Hinestrosa se ofreció para llevarnos a
un lugar sobre el río Quito, donde había trúntagos aún más antiguos, provenientes de las
cercas de una de las propiedades de quienes fueran los amos de su abuelo. Esta mención era
de gran importancia dado que la tradición oral señalaba al río Quito como la ruta
fundamental de migración desde la región minera del Atrato hacia el alto baudó. Los
quebrantos de salud de don Justo y el orden público se confabularon para que la excursión
prometida nunca se llevara a cabo.

96
Con todo, dimos con una de las fibras más sensibles de la cultura afrobaudoseña.
Tres años más tarde, los afrodescendientes de Boca de Pepé en el bajo Baudó, en el
momento más intenso de la despedida hacia el más allá de una de las matronas del pueblo
cantaron el alabao de «Los guayacanes» y nos informaron que ese cántico fúnebre siempre
figuraba en el repertorio de cada ceremonia.

Ensayamos un medio alternativo de averiguar cuándo habían llegado al Baudó los


antepasados de quienes nos pedían explicaciones sobre las exigencias del artículo 55
transitorio de la Constitución en cuanto a la historia del poblamiento de las distintas
comunidades. Les solicité a los estudiantes trazar genealogías de las familias con las cuales
comenzaran a interactuar. La experiencia me había indicado que si un ombligado de
Ananse se encuentra con otro, con frecuencia le pide que le recite sus apellidos maternos y
paternos para identificar de ese modo la cercanía del parentesco que los pueda unir. Este
tipo de ejercicio tiende a ser reiterativo porque dentro de la tradición de pertenencia a un
tronco familiar, las personas heredan derechos mineros que permanecen latentes y se
activan mediante su trabajo en la mina respectiva (Friedemann 1971, 1984a). Pero además
de ello, esa noción de pertenencia es fundamental a la hora de migrar desde los ríos hacia
los puertos y verse en la necesidad de identificar aquellas redes de parentesco que les
aseguren la solidaridad requerida para encontrar trabajo y vivienda (véase capítulo II de
este libro).

Las genealogías ratificaron las deducciones que habíamos podido hacer siguiendo el
transcurso de los trúntagos: el origen de los afrobaudoseños se remontaba, por lo menos, a
los comienzos del siglo XIX. Esta información debía ser corroborada por los datos que
también les pedí a los estudiantes que recogieran, en cuanto a la historia oral de los
territorios reclamados por la familia extendida, y de la duración de los períodos de
enrastrojamiento y reutilización de los lotes en los cuales se dividía el territorio en cuestión.
Nuestras preguntas no fueron inteligibles debido a que, para esa época, aún no éramos
competentes en el manejo del léxico mediante el cual los baudoseños nombran las distintas
clases de bosques y terrenos de cultivo.

Sin duda, pudimos formarnos una visión aproximada sobre unas posibles fechas
para el origen del poblamiento afrodescendiente de la región. Sin embargo, terminamos esa
primera expedición con la certeza de que era imprescindible incorporar la dimensión que
podían brindar los documentos históricos y, de ese modo, establecer lo que más tarde
llamaríamos diálogos entre vivos y muertos.

Durante el segundo semestre de 1992, nos acercamos al logro de esa opción de


diálogo. La Universidad Nacional vinculó a Adriana Maya, historiadora africanista y
afroamericanista, quien además acababa de pasar dos años en la república ecuatorial de
Gabón. Allí había realizado observaciones etnográficas de las ceremonias de bwiti y
ombuerí de los fang, etnia de afiliación bantú, la misma de un buen número de los

97
antepasados de los afrochocoanos. En noviembre de ese año, con ella y otros estudiantes
del Laboratorio de investigación social que se unieron a quienes habían viajado en mayo,
fuimos profundizando las observaciones de terreno y realizando las primeras
aproximaciones a la información documental en archivos locales como el del juzgado de
Pie de Pató, la cabecera municipal del municipio del alto Baudó17. Así comenzamos a trazar
lazos entre los afrobaudoseños y sus antepasados, como modo más certero de hallar los
orígenes, el desarrollo y la consolidación de interacciones dialogantes. Entre ellas, el
compadrazgo, los intercambios comerciales, de labores agrícolas y de saberes botánicos y
médicos se fueron presentando como las materias primas de los nexos que unían a
amerindios y afrodescendientes en una convivencia quizás tensa, mas no de acallamiento
del contradictor. Mediante los datos recogidos en esas dos expediciones, diseñamos un
proyecto más amplio. Lo denominamos Los baudoseños: convivencia y polifonía
ecológica18, cuyas aspiraciones incluyeron: (1) describir la creatividad con la cual los
afrochocoanos se han adaptado al pasado hostil y al ambiente complejo y, de ese modo,
superar la obstinación académica tradicional por representar a esos pueblos en términos de
su marginalidad, pobreza y carencias en salud, educación y empleo. (2) Retratar la
evolución de los procesos mentales19 afrocolombianos como resultado de memorias de
africanía, y resistencia a la esclavitud y a la hispanización, y no tan sólo como efecto de la
abolición oficial y de las enseñanzas de los españoles, y (3) combinar los métodos de la
historia natural con los de la historia cultural20, para comprender, describir y, de ese modo,

17
Entre enero y mayo de 1992, bajo mi tutoría, Natalia Otero, del Departamento de Antropología de la
Universidad de los Andes, recorrió todo el alto Baudó, y en noviembre de 1992 regresó a Pie de Pató.
18
Esta investigación se inició en enero de 1995 con apoyos de Colciencias, el Centro-Norte Sur de la
Universidad de Miami, UNESCO y el CINDEC de la Universidad Nacional de Colombia. Además de la
coinvestigadora principal, la historiadora Adriana Maya, el equipo contó con los etnógrafos Javier Moreno y
José Fernando Serrano, los historiadores Orián Jiménez y Sergio Mosquera, y la bióloga Stella Suárez.
19
Dentro de esta investigación nos fundamentamos en la noción de mente que desarrolló Gregory Bateson del
siguiente modo: «[...] conjunto operante de acontecimientos y objetos [con] la complejidad de circuitos
causales y [ de] relaciones de energía [adecuados para procesar] información, [entendiendo] que un bit de
información [consiste en] la diferencia que hace una diferencia» (1991: 345).
Esta desantropomorfización de lo espiritual tiene que ver con tres apreciaciones de Lamarck: (1)«[...] no se
[le] pueden atribuir a ningún ser capacidades [espirituales] para las cuales no [tenga] órganos»; (2) «[...] los
procesos mentales deben tener siempre representación física» y (3) «[...]la complejidad del sistema nervioso
está relacionada con la complejidad de la mente» (ibid.: 459).
También nos valemos de la interpretación batesoniana de «sistema» como la «unidad que contenga
estructuras de retroalimentación competentes para procesar información. Hay sistemas ecológicos y sistemas
sociales, además del que forma el individuo más su ambiente» (Bateson 1992: 260). Y por último,
concordamos con su propuesta acerca de inmanencia mental: «La mente es inmanente en el circuito. Estamos
acostumbrados a pensar que de alguna manera la piel del organismo contiene la mente, pero la piel no
encierra a los circuitos [mentales]» (ibid.: 261).
20
Ésta es otra exploración que inspiró Bateson en su libro Angels Fear (Bateson y Bateson 1988: 110, 111) al
insistir en la búsqueda del pensamiento relacional: «[...] siempre me sorprendo por la manera tan ligera como
los científicos aseveran que las características del organismo se pueden explicar ya sea por el ambiente o por
el genotipo. Déjenme ser bien claro, porque yo en lo que creo es en la relación entre estos dos sistemas

98
reforzar los patrones de convivencia interétnica y ambiental que los afrodescendientes
venían evolucionando en el Chocó biogeográfico, por lo menos durante los últimos 250
años.

Pese a nuestras intenciones, a mediados de 1994 irrumpió en el alto Baudó un frente


guerrillero quizás disidente del Ejército Popular de Liberación, y en octubre de 1995
surgieron dificultades con la organización campesina que había apoyado nuestro esfuerzo, a
propósito de la investigación etnobotánica que nos proponíamos llevar a cabo.
Intentábamos documentar el funcionamiento de los mecanismos de convivencia centrados
alrededor del intercambio de saberes sobre las plantas y sus usos cotidianos y médicos, pero
algunos adalides de la base supusieron que esa parte del trabajo podría esconder intenciones
de negociar con las multinacionales interesadas en la manipulación biotecnológica del
patrimonio botánico baudoseño, e impidieron llevar a cabo nuevas expediciones científicas
al alto Baudó. Estos dos imprevistos implicaron suspender el trabajo en el eje de
Chigorodó-Nauca-San Francisco de Cugucho, donde lo habíamos iniciado. Entonces,
abrimos un nuevo terreno en Boca de Pepé sobre el curso medio del mismo río. Más
adelante, a comienzos de 1996, la aparición de otra guerrilla, el Benkos Biojó, y
restricciones financieras llevaron a la desintegración del equipo de trabajo y a obstáculos
tanto en el análisis de la información etnográfica como en el diálogo de ésta con la que
provenía de los archivos históricos y de la etnobotánica. Reportes de esa última fase de
campo y archivo aparecen, en primer lugar, en el volumen titulado Los afrocolombianos,
editado por Adriana Maya dentro de la serie Geografía Humana del Instituto Colombiano
de Cultura Hispánica. En segundo lugar, en el presente capítulo que, además, retoma datos
producidos por las primeras expediciones debido a que su difusión estuvo limitada por la
desaparición de la revista que las acogió (Señales abiertas) y el tiraje limitado del informe
sobre el simposio titulado La construcción de las Américas, llevado a cabo con la
coordinación de Carlos Alberto Uribe, en el sexto Congreso Nacional de Antropología
(Universidad de los Andes, julio de 1992).

explicativos; es precisamente en [el vínculo] entre los dos sistemas en donde se halla el verdadero sentido de
las características del organismo» (las cursivas son mías).

99
Modernización, biodiversidad y multietnicidad

Los 49.000 kilómetros cuadrados del departamento del Chocó (Losonczy 1991-1992, I: 3)
se consideran patrimonio de la humanidad, debido a la enorme diversidad de recursos
animales y vegetales que albergan, así como a los volúmenes de aire y agua que sus
bosques reciclan. Empero, esta riqueza podrá perderse a medida que el litoral se integra con
los países de la cuenca del Pacífico. Sus miembros han mostrado interés por formar
empresas conjuntas y explotar oro, platino, maderas finas y peces y crustáceos marítimos y
ribereños, o por contribuir en la expansión de plantaciones y zoocriaderos de alta tecnología
(ibid.: 9).

Desde 1982, el Estado colombiano viene propiciando esa tendencia. Cada una de las
administraciones presidenciales de ese decenio y del actual concibe el litoral como impulso
para el desarrollo de todo el país. Sin embargo, ninguna de ellas parece haber percibido que
ese modelo de desarrollo no es enteramente compatible con los programas que también
impulsan para la protección de la bioversidad y de la multietnicidad afrocolombiana e
indígena (Arocha 1998d). Los pueblos negros suman 84% del casi medio millón de
habitantes del Chocó; los indios, 9% (Losonczy 1991-1992 I: 3). Ambos comparten
adaptaciones polifónicas, bajas en capital, intensivas en mano de obra y muy sincronizadas
con el clima y demás cambios en el entorno (Arocha 1991a).

Los gobiernos de los presidentes César Gaviria y Ernesto Samper han puesto en
marcha un agresivo programa de obras públicas, a fin de dotar a la región con las carreteras
que conecten a las metrópolis andinas con el sistema portuario que también se está constru-
yendo (Arocha 1998a, 1998b). Sin embargo, la última de estas dos administraciones asumió
una posición más contundente hacia la región y anunció compromisos internacionales para
asociarse en la prolongación de la carretera Panamericana hacia Panamá, por la vía del
tapón del Darién, así como en la hechura del canal interoceánico que conecte al Atlántico
con el Pacífico por la vía del río Truandó, afluente del Atrato (ibid.)

Como resultado de esas transformaciones, creció la inmigración de paisas


provenientes de Risaralda y Antioquia, y de chilapos, como denominan los chocoanos a los
inmigrantes procedentes de los valles de los ríos Sinú y San Jorge, en la llanura Caribe.
Ambos han puesto en peligro la territorialidad ancestral de afrodescendientes e indígenas.
Sin embargo, desde los primeros meses de 1997, el suceso más dramático ha sido la
irrupción de formas de violencia jamás experimentadas en el litoral. Entre ellas, el
paramilitarismo ha causado desplazamientos masivos como los del bajo Atrato. Resulta
significativo el que esa zona geográfica precisamente fuera el ámbito de los primeros
territorios afrochocoanos cuyo dominio colectivo había reconocido el Estado en
cumplimiento de la Ley 70 de 1993 (ibid.) Ésta legitima la territorialidad étnica de los

100
afrodescendientes, al desarrollar los principios que delineó el artículo transitorio 55 de la
Constitución de 1991.

No cabe duda, pues, de que hoy la modernización del litoral y la apertura


generalizada de fronteras les da un nuevo hálito al capital y la industria. Infortunadamente,
la agresión armada parece ir de la mano de ambas. Así las cosas, la producción polifónica
enfrenta amenazas inéditas en la historia nacional.

Un refugio de paz aniquilado

Con otros segmentos de los valles del Atrato y del San Juan, el Baudó formaba un refugio
de paz exento de herramientas para matar y de los profesionales en manejarlas, y
contrastaba de manera significativa con otros lugares de Colombia donde la gente se valía
de bala y metralla como medios privilegiados de zanjar disputas por tierras o por derechos
políticos.

En adición a las nuevas reglas del comercio internacional, la Constitución de 1991


amenazó el porvenir de ese reducto de diálogo. Este efecto contrariaba el espíritu de la
nueva carta, y se debió a la asimetría que creó entre los derechos étnicos de indígenas y
afrocolombianos. En efecto, su séptimo artículo le reconoce a la nación colombiana
carácter multicultural y pluriétnico, en vez del monocultural y biétnico que delineaba la
Carta de 1886 (Arocha 1992b: 27, 28). En consecuencia, con ese título los artículos 28621.
"Artículo 286. Son entidades territoriales, los departamentos, los distritos, los municipios y
los territorios indígenas. La ley podrá darles el carácter de entidades territoriales a las
regiones y provincias que se constituyan en los términos de la Constitución y de la Ley"
(República de Colombia 1991: 108)22 y 28723 equipararon la autonomía de los resguardos
y cabildos de los indígenas con la de los municipios y departamentos. Como es lógico, esta
innovación aceleró la expansión territorial y el saneamiento de resguardos de indios,
procesos que en el Chocó databan de finales del decenio de 1970 y que respondían a la
presión que las organizaciones comenzaron a ejercer desde que se unificaron en la Orga-
nización Nacional Indígena de Colombia.

21
«Artículo 286. Son entidades territoriales, los departamentos, los distritos, los municipios y los territorios
indígenas. La ley podrá darles el carácter de entidades territoriales a las regiones y provincias que se
constituyan en los términos de la Constitución y de la Ley» (República de Colombia 1991: 108).
22
Dentro de esta categoría hay un caso de homicidio doble.
23
«Artículo 287. Las entidades territoriales gozan de autonomía para la gestión de sus intereses, y dentro de
los límites de la Constitución y la Ley. En tal virtud tendrán los siguientes derechos:
1. Gobernarse por autoridades propias.
2. Ejercer las competencias que les correspondan.
3. Administrar los recursos y establecer los tributos necesarios para el cumplimiento de sus funciones.
4. Participar en las rentas nacionales» (ibid.: 109).

101
No obstante las ventajas para los emberaes y waunanaes, en la cuenca del Pacífico
esta expansión, en parte, comenzó a realizarse a costa de paisajes que agricultores y
mineros negros habían creado, cuidado y cultivado. Una distorsión de la estructura
legislativa colombiana explica el suceso: después de obtener la libertad por rebelión,
automanumisión o como consecuencia de la abolición, los antiguos esclavos abandonaron
minas y plantaciones y se instalaron en zonas aisladas. Años más tarde, la legislación
republicana, pero en especial la Ley 2 de 1959, los consideró como invasores de áreas que
pertenecían al Estado o a los resguardos indígenas y se les catalogó como colonos en tierras
baldías (Villa 1998). De ese modo, no se les percibió con derechos ancestrales legítimos
sobre sus territorios.

Se esperaba que con su énfasis en la democracia participativa la nueva constitución


echara pie atrás en esta tradición, pero no fue así. Tan sólo les garantizó derechos étnicos
parciales a los afrocolombianos. El artículo 55 transitorio abrió la posibilidad de que a las
llamadas comunidades negras de las zonas ribereñas del litoral Pacífico se les otorgara
titulación colectiva sobre sus territorios y, por esa vía, accedieran a derechos autonómicos
comparables con los de los pueblos indios. Sin embargo, la nueva carta ató este logro a los
esfuerzos de la Comisión Especial para las Comunidades Negras. Instalada con un año de
atraso, en julio de 1992, tuvo plazo hasta abril de 1993 para remitirle al Congreso de la
República el proyecto de ley referente a los derechos territoriales colectivos. Esa ley pudo
ser sancionada en septiembre de 1993, pero su reglamentación aún no termina debido tanto
a la falta de voluntad política de los dos gobiernos que han tenido que ver con ella, como al
burocratismo de la Comisión de Alto Nivel responsable de ese proceso.

Inquisición, silencio y no violencia

Esta última limitación podría descartarse en términos de la persistencia de prácticas


nepotistas y clientelares. Sin embargo, sus antecedentes quizás hayan sido más complejos.
En la introducción hice referencia al posible emparentamiento entre la astucia, insumisión y
aparente insolidaridad de los adalides afrocolombianos con los atributos antiesclavistas de
la deidad mitológica Ananse. En esta sección me interesa resaltar que ante la reforma
constitucional de 1991, los afrodescendientes han estado en desventaja. Ello se debe a que,
al ligar la inclusión nacional con el ejercicio de la diversidad cultural, la Carta
constitucional exaltó un modo de comunicación política ajeno para los afrocolombianos: el
discurso basado en el esencialismo étnico.

En ámbitos como el de la Comisión de Comunidades Negras, a la cual le


correspondió la preparación de lo que hoy se conoce como Ley 70 de 1993, de los adalides
afrocolombianos se esperaba que hicieran explícitos manifiestos étnico-políticos como el
que divulgó el Consejo regional indígena del Cauca durante el decenio de 197024. Como

24
El programa que el Cric proclamó en 1971 se basaba en los siguientes aspectos: (i) recuperación de las
tierras de resguardo; (ii) ampliación de los resguardos existentes; (iii) fortalecimiento de los cabildos

102
esos líderes actuaron en registros poco ortodoxos para los círculos de agenciamiento étnico,
miembros del Instituto Colombiano de Antropología, responsable de la secretaría técnica de
la Comisión, argumentaron que los negros carecían de identidad étnica y que se la estaban
inventando, de manera oportunista con la reforma constitucional (Arocha y Friedemann
1993).

Esta argumentación no tiene en cuenta que los descendientes de los esclavizados


han carecido de los apoyos que sí han recibido los indígenas para enfrentar la represión
ejercida por los aparatos colonial y republicano, y para desarrollar prédicas apologéticas de
sus historias y culturas. Entre esos soportes están, en primer lugar, las legislaciones colonial
y republicana para delimitar y salvaguardar las formas ancestrales de territorialidad y
gobierno indígenas (Arocha 1998d: 380-385). En segundo lugar, los corregidores de indios
y demás vigilantes del cumplimiento de las respectivas leyes, hoy representados por redes
de oenegés apoyadas por la filantropía mundial (ibid.) Un tercer apoyo consiste en la
tradición erudita académico-política que desde mediados del siglo XIX viene elaborando
documentos históricos y etnográficos que enaltecen los legados indígenas como parte del
americanismo y, de ese modo, facilitan el que las organizaciones de base elaboren discursos
étnico-políticos (ibid.: 354-361).

En el caso de los esclavizados y sus descendientes, durante la época colonial fueron


perseguidos por los tribunales de la inquisición, con preferencia de otros grupos humanos,
porque sus prácticas religiosas ancestrales fueron catalogadas de satánicas, demoníacas y
paganas (ibid.: 347-354). Esa forma de represión recibió el complemento de la fuerza
militar, para contrarrestar el cimarronaje y otras alternativas de resistencia (ibid.) La
impunidad que se fue gestando en este ámbito restrictivo se reforzó por medio de los
códigos negros, cuya principal característica consistió en identificar a los esclavizados con
bienes muebles, susceptibles de ser torturados por insumisos, sin que el ejercicio de la
violencia en su contra necesariamente implicara castigo para los amos (ibid.)

En cuanto a las formas de territorialidad y gobierno afrodescendientes, durante


todos los períodos anteriores a julio de 1991 no hubo instrumentos para legitimarlas y
defenderlas (ibid.) Y si se mira la actividad académico-política, se halla que entre el
decenio de 1950 y 1990 un número excepcional de científicos sociales trató a los
afrocolombianos como sujetos culturales e históricos. A la demanda de profesionales que
comenzó a generar la Ley 70 de 1993 correspondió una oferta laboral de facultativos poco
inclinados a reconocer el papel de las memorias de africanía en la evolución de las culturas
negras.

indígenas; (iv) eliminación del terraje; (v) divulgación de las leyes de indígenas y exigencia de su
cumplimiento; (vi) defensa de la historia, la lengua y las costumbres indígenas, y (vii) formación de
profesores para educar a los indígenas de acuerdo con su situación y su lengua (Friedemann y Arocha 1985:
223, 224).

103
El efecto combinado de estas fuerzas consistió en la clandestinización de los
legados religiosos africanos; la abstención de la militancia étnica; la integración a los
sistemas político y de mercado nacionales mediante el blanqueamiento, y un marcado vacío
en aquel saber erudito que puede ser traducido como discurso étnico.

Entonces, si la base afrodescendiante no verbaliza con firmeza su conciencia étnica,


no quiere decir que la identidad esté por inventarse. Frente a esta coyuntura, al estudioso
que interactúa con ella más le compete la observación aguda que el interrogatorio
insistente. La metáfora central de este volumen --Los ombligados de Ananse-- no habría
llegado a existir si su elaboración se hubiera basado en la pregunta obsesiva y no en la
mirada y anotación pacientes.

Otro obstáculo que han enfrentado las comunidades negras ha sido el de la


sustitución de la racionalidad del clientelismo por la de la democracia participativa. Esta
última también hace parte del nuevo marco constitucional y requiere la formación de
nuevos entes organizativos que se hagan responsables de la planeación y ejecución de
proyectos de nivel local. Así como la Ley 70 contempla la formación de consejos
comunitarios que, entre otras tareas, tracen la cartografía del territorio a ser incluido en el
título colectivo, que presenten la historia de la comunidad y reseñen sus sistemas
productivos (Vásquez 1993), deben formarse otros comités que respondan por la
necesidades comunitarias, de acuerdo con la competencia de las diferentes agencias
estatales. Durante la estada del equipo en Boca de Pepé, además del consejo comunitario,
se formaron comités de vivienda y de gestión microempresarial. Como punto de partida
hacia la participación sin clientelismo, estos grupos locales debían elaborar proyectos que
deletrearan sus objetivos, justificaran su existencia, enumeraran, periodizaran y
cuantificaran las actividades que realizarían, indicando qué contrapartidas ofrecerían y, por
si fuera poco, cómo ejecutarían el gasto. Tanto el trabajo de los consejos comunitarios
como el de estos otros comités requerirían habilidades académicas difíciles de imaginar en
un pueblo con pocos egresados del sistema de educación superior.

Para llenar este vacío han surgido oenegés, y también los que Mónica Espinosa
(1998) llama empresarios étnicos, quienes ofrecen apoyo en la elaboración de esos
proyectos y en gestiones políticas, étnicas y ambientales. El potencial que ellas tienen para
dar origen a relaciones de clientelismo basadas en la tecnocracia es tan inocultable como la
atomización que las comunidades enfrentan como consecuencia de la infinidad de frentes
participativos que contempla el Estado.

A lo largo de estos años de tratar de nivelar asimetrías y generar mecanismos de


participación, las relaciones entre los dos pueblos confluyentes en el Baudó continuaron
deteriorándose. Si bien es cierto que no se ha registrado el que los unos hayan cometido
desafueros y atrocidades contra los otros, y que en las comunidades locales miembros de
los dos pueblos continúan participando en muchas de las actividades económicas sociales y

104
religiosas que los habían unido, las organizaciones que los representan y las oenegés que
los asesoran hacían poco en pro de una unión estratégica que permitiera aunar aquellas
fuerzas que podrían haber construido la muralla que defendiera la territorialidad ancestral
de ambas etnias. Cada quien jalaba para su lado o trataba de ocupar los mínimos espacios
que el otro dejaba libres, incluso simpatizando con la formación de guerrillas étnicas como
las Fuerzas Armadas Revolucionarias Indígenas Populares (Farip) o el Benkos Biojó.

Entre tanto, se fue ampliando el callejón que dejaron vacío. Por él entraron con
relativa facilidad, primero, una disidencia del Ejército Popular de Liberación y, luego, los
frentes ya mencionados, así como los paramilitares (Arocha 1998b). En febrero de 1995 ya
era inocultable la presencia de desplazados en Quibdó y en otras ciudades, incluida Bogotá.
Esa presencia nueva evidenciaba el que la antigua habituación al arbitraje y al diálogo,
como medios de superar desavenencias, no eran antídotos suficientes contra el aparato de
terror que iba avanzando al paso de la modernización.

Balas en vez de vergüenza

Parte de tal avance es la sustitución de la vergüenza pública por la fuerza, como medio de
castigar infractores. A finales de octubre de 1995, uno de los tenderos de Boca de Pepé
viajó a Buenaventura a buscar la remesa mensual para su almacén. En su asusencia, tres
jóvenes forzaron los candados de la tienda y se llevaron lastres para redes de pesca, pilas
eléctricas y otros artículos. Cuando el dueño regresó, puso la respectiva denuncia. La
comunidad identificó a los culpables y el inspector los sentenció a que devolvieran los
artículos sustraídos y desyerbaran la cancha de fútbol. Mientras desempeñaban este oficio,
fueron objeto de señalamiento y burla por parte de quienes pasaban junto a ellos.

Pese al escarnio público al cual fueron sometidos durante dos días, el tendero opinó
que merecían una pena más severa. Un cacharrero paisa que viajaba en su canoa y había
hecho la parada usual en el pueblo concordó con el ofendido. Días más tarde, el paisa
emprendería su regreso hacia Istmina por el río Pepé. Se ofreció para llevarme en su
embarcación. Luego de dos horas de navegación bajo la lluvia, paramos en Veriguadó para
desayunar. Allí nos encontramos con un joven en uniforme de fatiga y con su
ametralladora. Pertenecía al frente Benkos Biojó. Guardé silencio, mientras el paisa hacía
las presentaciones del caso, le hablaba del robo a la tienda de su amigo y le pedía que él y
sus compañeros hicieran presencia en la Boca para que le propinaran a los infractores el
castigo severo que la comunidad había sido incapaz de imponerles.

Las palabras del paisa eran punto de no retorno. Quienes ya las habían pronunciado,
invitando a una disidencia del Ejército Popular de Liberación para que ayudara a romper la
marginación en la cual se mantenía al alto Baudó, inauguraban un período nuevo en la
historia del Chocó. Desde agosto de 1994, los afrobaudoseños habían comenzado a oír de
amonestaciones perentorias, entre otras formas de administrar justicia armada. La tesorera

105
de la Asociación Campesina del Baudó tuvo que abandonar su casa en Chigorodó y
desplazarse a Quibdó como única manera de defenderse de la acusación por supuesta
malversación de fondos que le formulaba un tribunal armado con el cual ella, como otros
afrobaudoseños, jamás había tenido contacto. Más abajo, en Pie de Pató, Hermann Palacios
creyó que era su deber denunciar por la radio lo que para él habían sido irregularidades
reprochables en las elecciones de alcaldes y gobernadores de 1994. Semanas más tarde, se
contaría entre las decenas de líderes comunitarios que jamás imaginaron que serían
ejecutados sumariamente por ejercer ese disenso tan propio de los ombligados de Ananse.
Hasta entonces, el ejercicio del desacuerdo tan sólo había desembocado en la acusación de
inveterada desorganización que le achacaban al proceso político que desde 1991 los negros
colombianos habían intensificado para ser incluidos dentro de la nación.

El 20 de julio de 1995 la Asociación Campesina del Baudó pudo volver a llevar a


cabo la asamblea anual cuya realización en 1994 no había sido posible por la violencia. Los
directivos indicaron que informados de las arbitrariedades cometidas por el EPL, los del
Benkos Biojó le habían dado a los primeros guerrilleros un plazo perentorio para abandonar
la región. Debido a la persecución armada de una máquina de muerte contra la otra, en esa
ocasión ya nos podíamos encontrar en Boca de Pepé. Durante la reunión de la organización
campesina me estremecieron las intervenciones de sus miembros; una tras otra,
comenzaban pidiendo un minuto de silencio y continuaban con denuncias por las
ejecuciones, desapariciones y amenazas ocurridas en la respectiva vereda. Un total de 50
familias ya habían sido identificadas como desplazadas a los barrios de Quibdó, pero habría
que averiguar por personas que habían salido despavoridas, pero de quienes no se había
vuelto a saber nada.

Guerras de diablos

Los adalides de Acaba mostraban mucha indignación porque el más cruel de los
guerrilleros del EPL había sido un afrobaudoseño, el subcomandante Palacios. Entre sus
conductas extremas figuraban, en primer lugar, el haber golpeado y amenzado al
antropólogo William Villa, uno de los expertos más apreciados en todo el Chocó y, en
segundo lugar, haber traicionado al propio comandante de esa guerrilla.

Este último incidente era nombrado una y otra vez como definitivo en la salida del
grupo: después de que lo visitaran su madre y hermana, el comandante del EPL le ordenó a
Palacios escoltarlas en el trayecto fluvial desde Nauca hasta Chigorodó y desde ahí en el
ascenso a pie por la serranía hasta El Afirmado, donde tomarían la línea a Quibdó. Al final
del camino, Palacios mató a las mujeres y les robó el dinero que les había dado su hijo y
hermano. Regresó culpando a un desconocido, pero cuando se supo la verdad, el
comandante dispuso su ejecución, que no fue fácil. Como se sabía que Palacios tenía tratos
con el diablo, fue necesario alistar una bala de plata con la marca de la cruz, y una fosa de
concreto junto a la cual fue ejecutado por el doble asesinato. A pesar de las precauciones

106
para dominar un hombre investido con el poder del maligno, semanas más tarde sus
hermanos constataron que una fuerza descomunal había destrozado la lápida y abierto en
dos el sepulcro. El ataúd vacío le indicaba a los libres que el ser diabólico había resucitado
para vengar la muerte y seguir extendiéndola.

Y la muerte sí continuó ampliando su dominio. Al lado del Benkos Biojó que había
desplazado al EPL, aparecieron las Fuerzas Armadas Revolucionarias Indígenas Populares
(Farip), y ambas agrupaciones étnicas recibieron las presiones de paramilitares. La
presencia de ellos sigue haciendo crecer los barrios de desplazados en Quibdó y le da
vuelcos radicales a la política local.

El dos de enero de 1998 los noticieros de televisión hacían referencia a la revuelta


ocurrida un día antes, con motivo de la posesión de Misael Soto Córdoba como alcalde de
Pie de Pató. Hablaban de cómo su predecesor Ángel Rubith Rivas Rentería, antes de dejar
su cargo, había promovido el alzamiento contra el nuevo alcalde e incinerado documentos
de su mandato y, con ellos, incendiado la alcaldía y oficinas aledañas.

Al introducir este capítulo me referí al señor Rivas. El velorio de su hermano y la


subsecuente expulsión de quienes asesinaron a esa persona nos habían hablado del
compromiso de algunos afrochocoanos con la paz. Sin embargo, esos hechos también
evidenciaban la irrupción de la guerra en el Chocó. Una noticia de prensa reiteraba la
implacabilidad de las máquinas de la muerte: el 28 de febrero de 1998 fue arrestado en Cali
el exalcalde Rivas, cumpliendo «[...] una orden de captura expedida por la Fiscalía Segunda
de Quibdó dentro de una investigación que se le [seguía] por doble homicidio» de personas
caídas en la revuelta del primero de enero (El Espectador 1998: 14D).

Ese día la alcaldía de Pie de Pató quedaría grabada por las cámaras de televisión
como un recinto reducido a muros humeantes, techos desplomados y guayacanes
calcinados. Allá, seis años antes, Adriana Maya y Natalia Otero habían rescatado de las
inclemencias que se metían por una ventana sin vidrios aquellos expedientes que aún no
habían sido devorados por hongos, cucarachas y gorgojos. Dejaron una guía para estudiar
los folios que clasificaron. Como otras tareas que figuraban en nuestros planes, la de
sistematizar el análisis de esos sumarios abortó por la perturbación del orden público.

Con todo, las dos investigadoras alcanzaron a dibujar una visión general de los
casos que revisaron (Maya 1993), señalando tendencias que constataríamos en 1995
mediante documentos comparables de la Inspección de Policía de Boca de Pepé y del
Juzgado de Pizarro, cabecera municipal del bajo Baudó: durante los últimos 28 años, los
conflictos interétnicos han dado lugar a 3,28% de homicidios (véase tabla 9). Si se tiene en
cuanta que Boca de Pepé tiene cerca de 8.000 habitantes, la mitad de la población del
municipio del bajo Baudó (Jimeno et al. 1995: 45), la tasa anual promedio de homicidios

107
heteroétnicos por 100.000 habitantes, para el período, sería de 1,9225, en tanto que la
homicidios entre afrobaudoseños (84% de la población) llegaría a 0,57, y la de indígenas
alcanzaría a 49, estimando que ellos equivalen a 9% de la población del municipio.

Tabla 9

Muestra de número y porcentaje de delitos cometidos entre 1966 y 1994 (122 casos,
Inspección de Policía de Boca de Pepé y Juzgado Promiscuo de Pizarro)

25
Como no se presentan homicidios que involucren paisas, para este cálculo he usado la cifra de 7.440
habitantes, equivalentes a sumar 84% de la población de libres, más 9% de la población de cholos.

108
Guerras de dioses

Estas cifras son de carácter tentativo. De toda la documentación que había en la Inspección
Departamental de Policía de Boca de Pepé, con Javier Moreno y José Fernando Serrano
descartamos cerca de 25% que era ilegible debido a daños por humedad, insectos u hongos.
El resto lo dividimos en tres grupos que cada uno de nosotros examinó de acuerdo con las
siguientes categorías de conflictos: penales, tierras, explotación de maderas, relaciones
comerciales, legislación indígena y fianzas por delitos cometidos. Serrano y yo terminamos
la sistematización de los datos; de ellos, incluyo en la tabla 9 los relacionados con lo penal,
añadiéndolos a los que Serrano recogió en el archivo del juzgado promiscuo de Pizarro.
Como es lógico, la información que ofrezco presenta un subregistro cuya dimensión traté
de averiguar consultando con el Dane (Olaya 1998). Parecería, sin embargo, que --con todo
y lo imperfectas-- las cifras que recogimos en el bajo Baudó son más completas que las
oficiales, si se tiene en cuenta que para el período anotado yo obtuve un total de 15
homicidios para el corregimiento de Boca de Pepé. Entre tanto, el Dane tiene la cifra de 13
defunciones por causa 55 para todo el municipio del bajo Baudó.

La documentación consultada muestra que en el Baudó no hay asaltos y que, exceptuando


el envenenamiento de un indígena por otro, los homicidios son inseparables de raptos, actos
de estupro y riñas. En consecuencia, surge el interrogante sobre los mecanismos que
disuaden el homicidio. Para el caso del alto Baudó, los documentos del archivo judicial de
Pie de Pató mostraban que entre los móviles de los conflictos heteroétnicos sobresalía el
incumplimiento de los pactos sobre los cultivos que se podían sembrar en aquellas tierras
que los libres les entregaban en usufructo a los cholos (Maya 1993). Las deposiciones de
los negros tendían a alejarse del alegato sobre tierras para concentrarse en las denuncias
sobre las madres de agua, seres sobrenaturales que les habían enviado los jaibanás
indígenas (ibid.) A su vez, los testimonios de estos últimos también dejaban de hacer
enfásis en el problema de los sembrados, y se centraban en los maleficios que los zánganos
(afrobaudoseños practicantes de magia negra) les habían comenzado a hacer (ibid.)

Pese a su fragmentación, dispersión y mal estado, esas fuentes sugerían que parte de
los desacuerdos sobre el dominio de los territorios de los vivos terminaban dirimiéndose en
los ámbitos de la magia y la religión. En consecuencia, esa historiadora formuló la hipótesis
referente a que la metamorfosis de fricciones territoriales en guerras de dioses representaba
una forma de disuasión de los homicidios heteroétnicos. No obstante lo atractivo de ese
supuesto, su prueba requeriría demostrar que --frente a la coyuntura interétnica-- los
embera modifican la conducta que el antropólogo Camilo Hernández (1993: 328) describe
en referencia a la forma como los indígenas resuelven las escaseces de tierra que enfrentan
a medida que sus unidades familiares crecen:

109
[...] A pesar de que en los últimos tiempos el espacio entre las residencias
familiares se ha estrechado, las pautas tradicionales de poblamiento establecen tramos hasta
de varios kilómetros entre una familia extensa y la otra. Cada unidad residencial puede
combinar sin restricciones la patrilocalidad y la matrilocalidad, y estar compuesta hasta por
tres o cuatro generaciones. Así, cuando la familia extensa integrada por padres, hijos, nietos
y probablemente bisnietos ha aumentado notablemente su población tiende a romperse. El
nuevo núcleo familiar buscará otro lugar a lo largo del río principal o en alguno de sus
afluentes y dará comienzo a otro ciclo.

Si tenemos en cuenta el sistema tradicional, cada unidad familiar tiene su


propio jaibaná. Ahora bien, el jaibaná es quien posee el dominio de los espíritus de los
animales y demás entidades que pueblan el cosmos. Esos espíritus o jais, enviados por él,
son los que raptan el alma del indígena, causándole la muerte como ser humano. Éste es
uno de los motivos por el cual cada unidad residencial procura interponer entre sus vecinos
largos espacios de río y monte.

Por otro lado, la intervención de los abogados asesores de las organizaciones étnicas
también ha contribuido a eliminar los medios tradicionales de dirimir los conflictos
heteroétnicos. Con base en un marcado fundamentalismo cultural26, en primer lugar, ellos
han introducido una noción de lindero fijo que corresponde a la espacialidad andina,
modelada más por los mapas que por la realidad flexible vivida por los humanos en
regiones de selvas y ríos (Villa 1998). En segundo lugar, no le han dado prioridad a los
nexos de fraternidad que han surgido entre los dos pueblos, después de más de dos siglos de
interacción territorial. Así, ante el proceso constitucional de transformar los resguardos en
entidades territoriales indígenas, no plantean alternativas para evitar la demolición de
territorios biétnicos como los de San José de Pató o San Francisco de Cugucho o la
desposesión de adalides de comunidades negras, como don Juan Arce, quienes han sido
iniciados en prácticas religiosas embera y, por lo tanto, en Boca de Pepé representan hitos
vivientes de la convivencia pacífica entre las dos etnias.

Dormir y bailar la ira

En contraste con aquellas disuasiones del homicidio que provenían de la estructura


religiosa, nuestra etnografía del Baudó contiene un registro excepcional de cómo agencian
los afrobaudoseños las fricciones heteroétnicas. El 27 de noviembre de 1992 estábamos en
casa de Octavino Palacios en Chigorodó. Allí se le ofrecía un baile de despedida al equipo
de la Universidad Nacional. Hacia la medianoche, pese a que el ánimo de los asistentes era

26
El fundamentalismo cultural contemporáneo [...] resalta las diferencias culturales y su inconmensurabilidad
[además exhalta] identidades y lealtades nacionales primigenias [...propone] la resurección [...] de un
resaltado sentido de identidad primordial, diferenciación cultural y exclusividad. [Presupone] que las
«relaciones» entre diferentes culturas son [«atávicamente»] hostiles y mutuamente destructivas, porque hace
parte de la naturaleza humana el ser etnocéntrico; entonces, por el propio bien de ellas, diferentes culturas
deben mantenerse aparte (Stolcke 1995: 4, 5).

110
inmejorable, sin preámbulos, y con una botella despicada en la mano, un joven indígena
bastante embriagado se abalanzó sobre un negro de su misma edad. El video que grabé
sobre la fiesta muestra cómo este último esgrimió un cuchillo rudimentario.

Los asistentes se dividieron en dos grupos, cada uno de los cuales rodeó a los
adversarios. Mientras le acariciaban la cabeza, al embera le explicaban que los
chigorodoseños eran gente de paz. Lo fueron sacando del recinto, le dieron más licor y a la
media hora lo trajeron alzado y dormido, y lo depositaron en el suelo cerca del tocadiscos.
La pacificación del joven negro fue más expedita: un hombre mayor lo amonestó, mientras
que otro muchacho comenzó a bailarle al frente. Otros siguieron al bailarín, hasta que se
armó una competencia de las habilidades de cada quien. Comparada con otras peleas de
borrachos, en ésta hubo el tipo de mediación observado en otras instancias.

Seis meses antes de este choque, Octavino Palacios y su sobrino Aquilino también
habían tenido una pelea de borrachos en la placita que forman la casa de ambos y la de don
Justo Daniel Hinestrosa, por detrás del principal embarcadero de Chigorodó. Serrano
comparó mis notas sobre ese evento con las que él había tomado después de ver una pelea
en Nauca. Fuera de que en esta última los contrincantes estaban en su sano juicio, las dos
presentaban desarrollos comparables.

Tío y sobrino no pararon en mientes para hacer explícitas sus desavenencias. A


medida que sus vociferaciones y muecas caldeaban el ambiente, surgió un mediador que
trataba de calmar los ánimos. Su gestión parecía pasar inadvertida ante la intensidad de la
reyerta. Entonces, la gente del pueblo fue tomando bandos y haciéndole eco a las
respectivas quejas o formando corrillos independientes que aumentaban la resonancia de
los argumentos de cada quien. Ninguna de las dos facciones permanecía quieta, sino que se
movía como oleaje que va y viene, en tanto que familiares cercanos se unían al árbitro en
una tarea disuasiva que parecía poco exitosa.

En ese momento los enfrentados corrieron a sus casas para armarse. Al regresar, el
uno y el otro dirigían sus manos a los puntos del pantalón o la camisa que cubrían sus
cuchillos, sin llegar a sacarlos. A medida que cada uno gesticulaba dando señas
indiscutibles del poder que le confería su arma, el enfrentamiento se asimilaba a una danza
rodeada por dos coros de suplicantes y plañideras, cuyos gestos e insultos amplificaban las
muecas y gritos de los enfrentados. Cuando parecía que cualquiera de los dos adversarios
atravesaría el umbral que lo podía convertir en homicida, Aquilino le volteó la espalda a su
tío y abandonó la escena. Bajaron las voces de los aliados y éstos también se dispersaron,
mientras el árbitro disculpaba la supuesta cobardía del desertor y racionalizaba lo sucedido
a los pocos que quedaban.

El dar la espalda en el punto climático de la pelea puede haber tenido el sentido de


mostrarse indefenso. Exponerle su lado más vulnerable equivalía a que Aquilino retara a

111
Octavino para que aprovechara su indefensión y terminara con él. Sin embargo, desde la
oposición de significados que genera el discurso de la comunicación no verbal, conductas
como la de Aquilino tienden a ser de carácter disuasivo. A propósito de esta manera de
comunicarnos, Bateson anota que

[...] el tema sobre el cual versa el discurso [de la comunicación no verbal] es


diferente al tema del lenguaje y la conciencia. [Ésta] habla de cosas o personas específicas
y une predicados a las cosas o personas específicas que ha mencionado. Usualmente, el
[discurso de la comunicación no verbal] ni identifica cosas ni personas, sino que se focaliza
sobre las relaciones que se afirman entre ellas. [Es...] metafórico [y carece de] tiempo
gramatical, [y de] adverbio[s] simple[s] de negación [lo cual] tiene especial interés porque
obliga a los organismos a que digan lo contrario de aquello que pretenden significar, en aras
de lograr [que el contrario] acepte [...] que quieren significar lo opuesto de lo que dicen.

[Cuando los] perros [...] necesitan intercambiar el mensaje «No vamos a


agredirnos», la única manera [de] mencionar una pelea en la comunicación icónica es
mostrando los colmillos. Entonces, [precisan] descubrir que esa mención de la pelea fue
solamente exploratoria (Bateson 1991: 167, 168).

La disuasión ritualizada de los afrobaudoseños tiene una posible raíz histórica. El


cimarronaje de los siglos XVII y XVIII requería entrenamiento, el cual se alcanzaba
dividiendo a los palenques en mitades antagónicas que adiestraban a sus miembros
mediante juegos de combate verbal y físico (Friedemann 1987). Los rastros de esa
estrategia quedaron estampados en los cuagros de la organización social del Palenque de
San Basilio, en las vociferaciones y en las actuales destrezas pugilísticas de los nacidos allá
(ibid.)

No obstante, los ritos de disuasión también podrían depender de expresiones lúdicas


y artísticas que replican la división de los participantes por grupos que forman oposiciones
beligerantes en palabras o en señas, alrededor de sucesos comunitarios ficticios, como el
robo de frutas o animales. A estos espacios de histrionismo y ostentación del sentimiento
habría que agregar los de catarsis colectiva y confluencia interétnica --velorios, chigualos y
novenas--, y los de negociación de desavenencias cotidianas, como los necesarios para la
cría de cerdos ramoneros, todos en calidad de componentes del panorama más amplio que
troquela hábitos para arbitrar el conflicto mediante el diálogo.

Antagonismo y conciliación ficticios

La formación de grupos antagónicos que después de desavenirse se reconcilian mediante la


mueca y la palabra aparece tanto en rondas y juegos infantiles como en las pantomimas que
ejecutan los adultos durante ocasiones festivas. Por ejemplo, para el juego de la ladrona de
papayas, cerca de veinte niños se alinean contra una pared. Dos niñas se separan del grupo.
Una se aleja y comienza a imitar a una mujer que roza su colino (lote de cultivo). La otra la

112
mira, y si la anterior hace mal la imitación del trabajo, la reprende. Al ver que la primera ya
regresa, uno de los niños corre a esconderse. Ella cuenta, y como le hacía falta una, pregun-
ta qué se le habrá hecho su papayita. Entonces, separa a quien sospecha como ladrón. Éste
se marcha al lugar donde había ido la papaya, a sabiendas de que forma otro grupo y que
tiene que permanecer en silencio. Luego de rozar más tierra, la protagonista retorna y
encuentra que falta otra papaya. Por ello señala a otro culpable, hasta que el grupo original
se desintegra y se forman dos nuevas agrupaciones, papayas y ladrones, las cuales forman
dos filas, una por detrás de la cultivadora y la otra a espaldas de la interrogadora. Así las
cosas, dos masas chocan entre risas y empujones, y al final se reconcilian.

Al ver este juego, recordé que seis meses atrás, luego de mostrarnos su virtuosismo,
dos cantadoras famosas hicieron la representación de dos comadres que discutían porque a
una de ellas se le había perdido una gallina. La damnificada le cantaba sus quejas a su
amiga, quien respondía ignorar de qué se trataba aunque sus gestos la revelaban culpable.
Los lamentos se iban repitiendo de manera que la audiencia se iba dividiendo en apoyo de
cada una de las dos mujeres. En este caso, el canto servía de vehículo para desenredar el
antagonismo iniciado por la pantomima.

Entonces, parecería que a lo largo de la vida de los afrobaudoseños hay múltiples


oportunidades de reiterar ejercicios, tanto en la formación de segmentos de contrarios como
en la oferta de oportunidades para que estas agrupaciones zanjen sus diferencias de manera
amable. Junto con la figuración de danzas, representaciones costumbristas y otras
expresiones artísticas entre los medios para lograr que el ejercicio de la no violencia se
convierta en hábito, las ceremonias fúnebres desempañan papeles preponderantes.

Ritos fúnebres: síntesis del sentipensamiento afroamericano

Los velorios para despedir a los adultos que mueren, los chigualos que se celebran cuando
un niño deja de existir y las novenas que se rezan y cantan después de los entierros de
ambos forman uno de los sellos más visibles de la identidad de los ombligados de Ananse.
Se trata de ámbitos interétnicos de catarsis colectiva. Dentro de ellos, al alma no se la trata
como esencia que trasciende a su envoltorio material, sino como fuerza que permanece.
Sirven también para redistribuir algo de la no muy abundante riqueza económica de la
región: por una parte, los ricos deben aportar más a la hora de inscribirse en la lista de
quienes harán ofrendas para el difunto durante las ceremonias. Por otra parte, aumenta el
consumo de carne; hasta una decena de cerdos pueden llegar a sacrificarse en la noche del
velorio o en la de la última novena. El haber acompañado, con José Fernando Serrano, a
mis anfitriones de Chigorodó en el velorio y la novena de Wilfrido Palacios ha sido una de
las experiencias más conmovedoras de mi carrera. Extractaré segmentos de mis notas de
terreno para señalar cómo se manifestó el sentipensamiento en esos momentos solemnes.

Llanto, trance y catarsis

113
El 17 de mayo de 1992, casi agonizante y en una camilla improvisada, llegó Wilfrido
Palacios a Chigorodó. Lo traían de Quibdó, donde los médicos trataron en vano de salvarle
sus riñones. Quienes lo habían bajado desde El Afirmado, sobre el filo de la Serranía del
Baudó, ayudaron a bañarlo y lo pusieron sobre un lecho de heliotropos, «[...] unas plantas
que crecen a la sombra y son catalogadas como frescas» (Serrano 1994: 64). Teresa, su
mujer, las había preparado con anticipación.

Esta asociación entre cama perfumada mediante un colchón de plantas y superación


de la enfermedad evoca las ceremonias del ombwerí entre los fang de Gabón (África
ecuatorial). Ombwerí significa hospital, y las mujeres que se inician en el rito aspiran a
mejorarse mediante el mayor saber que puedan adquirir de la oficiante que las guía. La
interacción entre maestra y aprendiz ocurre sobre colchones de hojas olororas y frescas
(Maya 1992c).

A los pocos minutos de estar sobre los heliotropos, comenzó el acompañamiento


por parte de familiares y amigos. Ellos acariciaban a Wilfrido y sostenían conversaciones
con él, disimulando el sufrimiento y asegurándole que su mal era reversible. Hacia las ocho
de la noche, su hija mayor le trajo plátano y pescado para que comiera, y le dio agua. Dos
horas más tarde, Serrano y yo decidimos retirarnos. En el recinto estrecho, el calor había
llegado a ser insoportable. A la salida comentamos que Wilfrido ya no parecía tan enfermo,
abrigando la esperanza de que el afecto de quienes lo acompañaban obrara en favor de una
recuperación a lo mejor imposible. Quizás por eso fue que nos sorprendimos con los gritos
y llantos desgarradores que rompieron la calma del mediodía siguiente.

Valiéndose de una sábana blanca, quienes lo habían cargado el día anterior pasaron
el cadáver a la casa de su hermano Octavino. Teresa lo seguía con sus sollozos profundos,
haciéndole reclamos airados por la forma como la había abandonado a ella y a sus hijos y
pidiéndole consejos para superar las crisis que se avecinaban. Sucedía algo comparable con
lo que observaría en octubre de 1995, con ocasión de la muerte de la señora Genara Bonilla
en Boca de Pepé (Arocha 1998d: 364-368), y con ritos de documentado ancestro africano
que tienen lugar en el palenque de San Basilio, como la corrida de los muertos en una
hamaca por las calles del pueblo y con las vociferaciones que también permiten airear
reclamos por la partida del ser querido (Serrano 1994: 72, 73).

Con antelación, varias mujeres habían arreglado una plataforma donde Wilfrido
permaneció cubierto con otra sábana blanca. Mientras su hermana Rocío le inyectaba
formol, Octavino, cuaderno en mano, comenzó a recorrer el pueblo anotando los nombres
de quienes participarían mediante ofrendas en el velorio y la novena del muerto, las cuales
cubrirían los gastos médicos y fúnebres, así como los costos de la remesa de comida, café,
aguardiente, velas, tabaco y cigarrillos que se consumirían cada noche de la novena. De
nuevo surge la evocación de lo africano. En las ceremonias del bwite y el ombwerí de los
fang, el convocante --sosteniendo un sonajero y una especie de plumero de palma de iraca--

114
también recorre las calles anotando a los participantes con sus respectivas ofrendas (Maya
1992c).

Cuando Rocío terminó de embalsamar el cadáver, otras mujeres comenzaron a


arreglar el altar con velos blancos que pendían de un moño hecho de tela negra en forma de
mariposa. En Boca de Pepé este ícono también es proponderante, pero está encarnado por
una mariposa de madera, cuyo rostro es una calavera (Arocha 1998d: 365-368); aparece
también en casi todo el litoral, y en Cuba y Brasil, donde simboliza el hacha de Changó, por
efecto de la influencia yoruba (Thomson 1993).

Al otro lado de la calle, en la carpintería de Aquilino, se oía el ruido de serruchos,


garlopas y machetes que tallaban la caja mortuoria. Los allí reunidos no dejaban de hablar
del difunto y se iban turnando las labores necesarias para terminar la caja, hasta pintarla con
azafrán. Bien amarilla y aromatizada, hacia las 10 de la noche recibió a su huésped.

Desde ese momento aumentó el tono de los alabaos que cantaban personas venidas
de Chachajo, Santa Rita, Pureza, Nauca, Puerto Martínez y hasta de Pie de Pató. José
Fernando y yo no nos sorprendimos al ver cómo varios emberaes tomaban parte en el rito.
Ya los habíamos visto en Quibdó y Chachajo solidarizándose con el dolor de sus
compadres negros. En 1995 los vimos en Boca de Pepé con actitudes comparables (ibid.:
366), y de Cugucho había llegado la noticia del indígena que se apropió de las ceremonias
fúnebres afrobaudoseñas y dispuso la venta de una parte de la tierra que usufructuaba para
que le pagaran un funeral como el de los negros, con alabaos y ofrendas comunitarias27.

Como lo evidenciaría también tres años más tarde en el funeral de doña Genara
Bonilla (ibid.), quienes se hicieron presentes esa noche pertenecían a familias indígenas
encargadas de manejarle cultivos y animales a un compadre o comadre negros. En el caso
de Chigorodó, se trataba de hermanos espirituales de Octavino Palacios, quienes se
ocupaban de su finca a orillas de la quebrada Chigorodó. Desde nuestro arribo habíamos
oído de esa familia debido a los relatos por las desavenencias de ella con otros emberaes,
llegados del medio Baudó. Los nuevos pobladores le habían sacrificado un marrano a los
indios de Chigorodó. Como las autoridades indígenas no habían fallado en el litigio, los
emberaes recurrieron a su compadre Octavino, quien dispuso una sanción consecuente con
las normas de esa área para la cría y cuidado de marranos ramoneros.

Los chillidos de los cerdos que los deudos sacrificaban para atender a los huéspedes
contrastaban con la solemnidad de los cantos y del pase de las botellas de biche y aguar-
diente28. Afuera, sobre la calle principal, se instalaron mesas de dominó y se organizaron

27
El estudio que Adriana Maya llevó a cabo en el archivo del juzgado de Pie de Pató mostró que entre negros
e indios, los individuos pueden pagar derechos de usufructo sobre lotes pertenecientes a territorios
comunitarios, siempre y cuando se comprometan a no sembrar perennes.
28
El 11 de noviembre de 1992, Adriana Maya participó en el velorio de una señora que falleció en Pie de Pató
(cabecera municipal del alto Baudó). Observó cómo una de las oficiantes más próximas al féretro se abstuvo

115
corrillos cuya jovialidad era contrapunto de la solemnidad del interior de la casa de
Octavino y Rosmira (véase Serrano 1994). En todo el litoral, los ombligados de Ananse
mantienen ese contraste de ámbitos, con efectos positivos, tanto para la renovación de
vínculos familiares e interétnicos como para la de los espacios de la palabra moral y mítica
(Arocha 1998d: 368-370).

Transcurridas diez horas de rodear el altar blanco con alabaos, llanto y súplicas,
bajo una lluvia tenue se inició un cortejo de lágrimas abundantes y alaridos de angustia que
recorrió las calles principales. Con cada paso, la gente parecía abrirle los diques a su dolor,
de modo que no guardara resentimiento alguno. Teresa y una de sus hijas entraron en trance
dos veces y hubo un momento en el que la niña se revolcó en el barro.

A mediodía, el ataúd de cedro, aromatizado con pintura de azafrán, tocó el fondo de


la fosa. Teresa, dos de sus niñas y tres de los tíos del muerto fueron detenidos en su intento
de arrojarse al hueco para acompañar el féretro. Otros deudos colapsaron, y cuando
empezaron a echar terrones para tapar la caja, los niños comenzaron a hacerse en la frente
cruces con el barro que los excavadores habían sacado. Todos, incluidos los emberaes, los
imitaron, hasta quedar rucios.

En su análisis de la brujería como una forma de cimarronaje que los esclavos


mineros emplearon contra sus amos durante el siglo XVII, Maya (1992a) señala cómo, ante
la presencia de un adalid religioso, las oficiantes de menor rango se untaban tierra en la
cara. También, que el jesuita Alonso de Sandoval describió que durante el siglo XVI, entre
los bran del África occidental ocurría esta forma de etiqueta político-religiosa (ibid.)

Ya cerrada la tumba, los deudos la marcaron sembrando a su alrededor palmas de


Cristo, el arbusto de hojas rojas que también se emplea para demarcar los límites de una
finca. A partir de ese momento, y de manera abrupta, cesaron las lágrimas, los gritos y los
cantos.

La novena

Dos horas después, en el lugar donde Wilfrido había sido velado, las mujeres construyeron
un altar, con manteles de lino y encajes de seda, también presidido por el moño negro.
Prendieron una lamparita de keroseno de la cual las mujeres tomaban por las noches una
llamita que se llevaban a sus casas, y pusieron una taza a la cual nunca le faltó agua de
albahaca blanca.

de beberse todo el aguardiente que le pasaron. Tomó una parte y le ofrendó la otra a la difunta, metiéndola en
una botella llena de yerbas. Conocidas con el nombre de balsámicas, estas bebidas han sido secreteadas y, por
lo tanto, tienen un gran poder curativo.

116
Alrededor de este altar se llevó a cabo la novena. Después de los rezos de cada
noche, Teresa, sus hijos y sus hermanos dormían envueltos en humo de cigarrillos Pielroja,
y con sus bocas mojadas de café y aguardiente.

Un poco después de la hora del almuerzo del segundo día del novenario,
proveniente de Vigía del Puerto, en el bajo Atrato, llegó a Chigorodó la madre de Wilfrido.
Ingresó a esa sala, se acercó a la nueva tumba y comenzó a reprocharle a Wilfrido el que no
la hubiera esperado. Le hizo otros reclamos y luego habló con él en voz baja. Tan sólo esa
tarde me enteré de que ella era la madre de crianza, y que Octavino, Rocío y Eligio en
realidad no eran sus hermanos de sangre. No obstante, lo sufrían y lloraban como si hubiera
sido su propio hijo y hermano.

La última noche del novenario estuvo aún más concurrida que la del velorio. Había
más mujeres emberaes. No se sentaban en las bancas que se habían dispuesto, sino en el
piso, con las piernas rectas al frente o dobladas en ángulo de treinta grados. Al igual que las
mujeres negras, sostenían nenes que comenzaron a dormirse antes de la medianoche.
Desgonzados sobre el canto de ellas, al poco tiempo unos y otros fueron a parar al suelo,
sobre cunitas improvisadas. De manera espontánea, una adolescente indígena comenzó a
acariciarle la cabellera a Mónica Espinosa. La antropóloga había ido en apoyo de una
actividad de Acaba y se sorprendió con este gesto y con el que siguió: la niña se quitó uno
de sus anillos y se lo dio. Mónica sacó de su morral alguna prenda que la pequeña embera
agradeció con una mirada cálida.

Mónica y yo decidimos pedir permiso para sentarnos junto a la tumba de Wilfrido.


A partir de las 4 de la mañana aumentó la intensidad de los cantos, cuyos estribillos
tratábamos de repetir, algunas veces en vano. Cuando entonaron «Adiós mis padres, adiós
mis hijos, me voy a tierras desconocidas» experimentamos un profundo desgarramiento.
Mónica abandonó el recinto y yo me armé de valor para seguir la ceremonia. Un poco antes
del amanecer cesaron los alabaos. Alguien propuso rezar lo que llamó un trisagio, pero que
no corresponde a su equivalente en la liturgia católica tradicional. Terminado éste, a
manera de una eucaristía, el cantador que había venido de Chachajo se tomó el agua de
albahaca blanca, y los demás comenzaron a retirar adornos y encajes. Desesperadas y
moviéndose de un lado para el otro o pateando el piso, la madre, la esposa y las hijas
gritaban «Wilfrido quédate un rato más; no te vayas todavía». Y le siguieron hablando a
medida que, horas más tarde, adornaban la cripta del camposanto con las ofrendas que
habían permanecido en el altar de las novenas.

Tres años más tarde, terminadas las ceremonias fúnebres por doña Genara Bonilla,
experimenté emociones similares a las que me legaron el velorio y la novena por Wilfrido
Palacios: haber sido llevado por alabaos, licor y tabaco a espacios espirituales marcados por
una unidad comunitaria que le había abierto a los indígenas opciones comparables a las de
los negros para expresar sus más profundas emociones y renovar los afectos que los unían

117
con sus compadres. También, la percepción de que las almas de los muertos no
abandonaban a los suyos, sino que se diluían por los caminos de la familia y la comunidad,
entrando a una cotidianidad nueva29.

Mente e inmanencia

Entre los sentipensantes ombligados de Ananse, la inmanencia del alma o la integración


entre conciencia e inconsciencia se manifiestan en la vida diaria. He creído que es materia
prima de la convivencia pacífica con vecinos y medio ambiente. De ahí que me hubiera
interesado por su funcionamiento:

Chigorodó, alto Baudó, mayo 24 de 1992. Yarlecy se ha pasado toda la mañana y lo


que va de la tarde sentada frente a la puerta de su casa, sosteniendo una vara larga y debajo
de su extremo contrario puso un costalito. Sobre el saco viejo extendió al sol unas libras de
arroz. El trabajo de la niña consiste en espantar patos, gallinas y palomas. Ella no pone a
volar a los plumíferos moviendo el palo en todo momento, sino que espera a que por lo
menos una pareja picotee más de tres veces. Los granitos ingeridos son un bit de
información, es decir, «la diferencia que hace la diferencia» (Bateson 1990: 81-116) entre
mantener el palo quieto o agitarlo. Pero Yarlecy no es la única en practicar la técnica. Unos
metros más adelante, la mujer de Grangelio hace lo mismo que la de Aquilino, localizada
un poco más allá, también a la entrada de su casa.

Si las hubiera visto, Bateson habría dicho que formaban parte de un sistema al cual
también pertenecen las aves, el arroz, los costales, los palos largos para espantar, el sol, la
calle y la casa en cuyo frente sombreado se sientan las espantapájaros, a su vez compuestas
por sus sistemas sensoriales y de transmisión de impulsos al cerebro, cerebelo, sistema
muscular y una «epistemología local»30 que permite tanto la formación de la imagen perci-
bida como los límites tolerables en cuanto a número de animales que pueden acercarse a la
pila y, como ya he dicho, número de picotazos permisible. El proceso mental que pone en
marcha un día soleado circula por circuitos inmanentes los cuales yacen por fuera de las

29
Es posible que, como sucede en otros lugares del Chocó, en el Baudó también exista la creencia de que
cada persona tiene dos almas, sombra la una, fuerza vital la otra (Losonczy 1992). Y que el final de la novena
señale una separación muy diferente de la que marca el entierro (Serrano 1994).
30
Defino «epistemología» de acuerdo con Gregory Bateson como «[...] agregado de presupuestos que
subyacen a todas las interacciones y comunicaciones entre personas» (Bateson y Bateson 1988: 97), y
concuerdo con él en que «Es una torpeza referirse constantemente a la epistemología y a la ontología, y es
correcto considerar que sean separables en la historia natural humana. No parece existir una palabra adecuada
para cubrir la combinación de estos dos conceptos. Las aproximaciones más cercanas son estructura cognitiva
o estructura del carácter, pero estos términos no logran sugerir que lo importante es un cuerpo de suposiciones
habituales o premisas implícitas en la relación entre el hombre y el ambiente, y que esas premisas pueden ser
verdaderas o falsas. Usaré, por ello, en el presente ensayo el término único de epistemología para abarcar
ambos aspectos de la red de premisas que gobiernan la adaptación (o mala adaptación) al ambiente humano y
físico. Para emplear el vocabulario de George Kelly, son éstas las reglas mediante las cuales un individuo
construye su experiencia» (Bateson 1991: 344).

118
espantadoras y de los espantados, pero que los conectan de manera intensa aunque no
siempre consciente. Veamos:

Hay dos procesos inconscientes de formación de imágenes: el de las aves que ven el arroz
al rayo del sol y el de las mujeres que perciben a las aves en movimiento y a los picos de
ellas golpeando el arroz. Puede darse el caso de espantadoras que cuenten el número de
picotazos. Sin embargo, lo más probable es que vean a los animales «por el rabito del ojo»
para que éstos no se alejen antes de recibir el susto, pero que dentro de este procedimiento
también haya operaciones en las cuales no interviene la conciencia. Hay dos formas de
discurso de la comunicación no verbal cuyo aprendizaje y ejecución también son
inconscientes: el de las mujeres al mover el palo y el de las aves para realizar una buena
demostración de haber sido asustadas. Tanto las mujeres como las aves están expresando
emociones, sin el concurso de la conciencia.

Ni Yarlecy ni las otras mujeres mostraban preocupación por el tiempo que pasaban
ante aves y granos. La tranquilidad hace parte de la forma como los ombligados de Ananse
se relacionan con su medio y, por lo tanto, de la creatividad con la cual le salen al paso a las
dificultades que éste les plantea.

Navegar en tierra

Fui testigo de esa inventiva cuando acepté acompañar a don Justo Daniel Hinestrosa a
cosechar un arrocito que estaba listo en su finca, localizada río arriba, sobre la ladera
derecha del Baudó, a una cinco calle, desde Chigordó.

La noción de calle merece un paréntesis explicativo.

En todo el litoral Pacífico hay pocos caminos. Algunos dicen que la desidia oficial
tuvo que ver con esta carencia, y hoy es el celo de los funcionarios del Ministerio del
Medio Ambiente, quienes tratan de otorgar pocas licencias ambientales a quienes proponen
nuevas vías. Con ello buscan no sólo defender las selvas de la erosión, sino de la
penetración de los colonos. Además de estos aspectos políticos, es importante tomar con-
ciencia de que un ámbito tan húmedo, cálido, fangoso y pedregoso no es buen escenario
para la difusión de las ruedas o de los animales de tiro. Durante siglos, en esa región la
fuerza de los humanos ha sustituido la de las máquinas o las bestias. Entonces, en un
paisaje desprovisto de rutas, uno se pregunta ¿cómo es que los afrobaudoseños hablan de
calles? Podría decirse que lo que hacen es urbanizar sus ríos y aplicar una lógica parecida a
la que nos permite hablar de calles, cuando se refieren a aquello comprendido por los dos
puntos que el ojo puede abarcar al mirar hacia adelante en línea recta. Después de cruzar
una curva del río, nuestra mirada se posa sobre el extremo del nuevo horizonte. Así, el
sector comprendido entre el final de la curva y la línea abarcada por la mirada es una calle.
Y la distancia que media entre uno y otro destino se mide en calles.

119
Volviendo a la narrativa acerca de la visita al arrozal, a don Justo lo acompañaban
en su canoa su esposa Fidelia y dos de sus nietas, hijas de Fidelio, hijo de ambos.
Remolcaba otra canoa más pequeña, un potro; saludaba a las mujeres que se bañaban en el
río o lavaban ropas, e iba nombrando los árboles que veíamos. «Arocha: mire lo hobo» o
«ése ej l'amarrasuegra».

A la hora atracó, después de haber catado con su palanca qué tan fangosa habían
dejado la orilla las lluvias torrenciales de la noche anterior. Las niñas bajaron calabazos con
agua y la señora Fidelia unos costales, y él fue cobrando las manilas que sujetaban el potro;
se lo echó al hombro y siguió adelante, subiendo colinas empinadas y atravesando
tremedales y quebradas. Hasta entonces comprendí que no se trataba de algo así como un
bote salvavidas. Aquel hombre corpulento, de más de ochenta años, no sólo trepaba y
descendía por el barro con su carga, sino que paraba y hablaba de cada planta, hoja, raíz,
bejuco o flor que él o su esposa consideraban importantes.

Una vez en el arrozal, ambos le dieron al potrico un uso inesperado: trillar las
espigas. Después de cortar con sus machetes manojos de tallos de arroz, don Justo y doña
Fidelia los azotaban, golpeándolos contra los flancos de la pequeña canoa, en cuyo interior
quedaba el grano listo para empacarse, bajarse al pueblo, secarse y pilarse. Cuando
terminaban en un área, jalaban la canoa para que ésta navegara hasta la siguiente sección de
corte. Detrás de ellos quedaba un reguero de cañitas que el Sol y la humedad descompo-
nían, devolviéndole a la tierra parte de los nutrientes que ella le dio al arroz.

Si esa finca de don Justo hubiera sido ribereña, otro habría sido el destino de los
residuos que dejaban la recolección y la trilla de arroz. Habrían servido para alimentar
marranos que él habría mudado desde la ribera opuesta, una vez terminada la cosecha. Esta
combinación de actividades productivas dentro de espacios que se van alternando a lo largo
del año constituye la caracteristica fundamental de la polifonía del sistema económico de
muchos lugares del litoral Pacífico.

El arrozal de don Justo no tenía forma regular y en su interior había árboles,


arbustos y troncos caídos que comenzaban a retoñar o que les servían de lecho a hongos y
parásitas. Con frecuencia, el médico raicero suspendía su trabajo para nombrar las plantas y
usos médicos de algo que se asemejaba a obstáculos para siembra y cosecha o a maleza
perjudicial.

Doña Fidelia también tomaba parte activa en esa pedagogía botánica porque, como
él, sabe curar y, por lo tanto, escoger todo aquello que permita preparar compresas contra el
reumatismo, contra los males de los riñones o que se pueda mezclar con otros vegetales y
aguardiente y, de ese modo, elaborar las famosas balsámicas, tomas que curan desde pica-
duras de culebra hasta depresiones e infidelidades, siempre y cuando se les apoye su fuerza

120
mediante secretos, es decir, fórmulas de rezos mágicos que tan sólo le revelan y enseñan al
usuario sus maestros.

Con respeto, los dos ancianos se aproximaban a su arrozal y a las plantas que habían
crecido con él. Unos días antes, José Fernando Serrano vio cómo, al pasar junto al árbol
que había estado en lo que años atrás fuera el solar de la casa de sus padres, don Justo se
había quitado el sombrero y ofrecido una plegaria. Logramos explicar esta actitud reverente
al oír a otro miembro del equipo de investigación. En Puerto Echeverry, sobre el río
Dubasa, afluente del Baudó, Héctor Muñoz halló que el crecimiento de un niño era
inimaginable sin un árbol que lo acompañara. Como lo describí a propósito del parentesco
entre Ananse y los afrochocoanos, por eso es que la madre siembra la placenta y el cordón
umbilical del recién nacido con alguna semilla importante que ella comenzó a cultivar en su
zotea, tan pronto estuvo segura de la preñez. Lo más común es que le ponga encima un
coco que esté en retoño, y que a la nueva personita le enseñe que la palmera que crece con
ella es su ombligo.

Esta hermandad también involucra a los animales, no sólo en una segunda


ombligada, como la que se puede hacer con Ananse, sino en el cuidado de los cerdos o en la
utilización de los perros.

Animales antropomorfizados

Así como Yarlecy formaba un circuito comunicativo con las gallinas cuya alimentación
debía dosificar mediante los granos de arroz que secaba al sol, a agricultores y cerdos los
unía un proceso mental. Además, éste reforzaba hábitos para negociar conflictos cotidianos.

Los afrobaudoseños no mantienen a sus marranos en cautiverio, sino que les


permiten moverse por distintas áreas de sus territorios y del monte. Han consensualizado
reglas complejas con la meta de lograr un buen desarrollo de los animales, reduciendo al
máximo las probabilidades de que en sus movimientos dañen las cosechas propias o las de
sus vecinos.

En este caso, entre los componentes del sistema mental se incluyen los ciclos vitales
de los animales y de las plantas que cultivan o se dan en la selva, los de las orillas del río o
la quebrada, o los del propio dueño de los animales y las deidades, como la virgen de la
Pobreza, santa patrona de Boca de Pepé.

No todos los cerdos son aptos para ingresar a este sistema. En el bajo Baudó,
técnicos agropecuarios convencieron a varios campesinos para que mejoraran sus razas
porcinas. Compraron marranos rosaditos, de barrigas voluminosas y patas cortas. Vi a sus
dueños gastando tiempo y dinero en curaciones interminables de las heridas que les hacían
en sus extremidades y estómagos las ramas y palos del monte cuando tenían que salir de
carrera, huyéndole a un perro de cacería o a una fiera.

121
Un reto para la antropología consiste en documentar el proceso mediante el cual los
afrobaudoseños desarrollaron la raza de animales que pueden navegar con autonomía por
entre la maraña de raíces, troncos y bejucos, sin enterrarse en los tremedales y, además,
disponer de los hocicos poderosos que les permitan escarbar la tierra en busca de
tubérculos. Esos animales tienen miembros largos y cuerpos puntiagudos que recuerdan la
forma de una canoa.

La norma de oro para manejar los cerdos consiste en mantenerlos en la orilla del río
o quebrada donde el agricultor ya ha cosechado su maíz y su arroz. Entonces, los límites de
cada lote individual se eliminan para construir corredores largos por donde los cerdos
pueden andar con libertad y hacer el cañeo, alimentándose con los tallos caídos o las cañas
esparcidas por el piso. En San Francisco de Cugucho, la aldea afrochocoana más
septentrional del alto Baudó, Javier Moreno (1994) halló que ese desvanecimiento de
linderos presentaba una diferencia diametral con la delimitación precisa que tiene lugar
cuando mazorcas y espigas de arroz están listas para la cosecha; en ese momento, la entrada
del puerco vecino lleva a conversaciones agitadas para que el criador controle los
movimientos de sus marranos. La reincidencia puede desembocar en un sacrificio no pocas
veces disculpado por la equivocación de un disparo que, según alega el agricultor, iba
dirigido a un venado, a un tatabro o a un cerdo salvaje. Es frecuente que el responsable del
tiro tenga que comparecer ante el inspector de policía y pagar el valor del animal, o multas,
en caso de reincidencias.

Al contrario de lo que sucede con los cerdos, en esas épocas de cosecha la fauna
silvestre sí es invasora esperada y deseada porque, como sucede entre los indígenas de ésa y
otras regiones, los ombligados de Ananse cultivan maíz y arroz también a manera de
señuelos para atraer las presas que les apetecen.

El cañeo es una operación de reciclaje que podrá combinarse con otras fases de la
alimentación del marrano. Así, si en la orilla en cuestión maduran los mangos y otras frutas
sembradas en el monte alzao, el campesino lleva sus marranos al lugar para que se
alimenten de las frutas caídas y, de ese modo, se ceben. Algo parecido puede hacer con los
chontaduros y la purga de los animales más pequeños, a los cuales desteta terminada esa
fase, si y sólo si ya le ha obsequiado cada cerdito a un niño para que ambos crezcan
hermanados. Y cuando el criador lleva sus marranos a una platanera, aspira a que se coman
los retoños infértiles y contribuyan así a mejorar la producción.

El éxito en esta alternación de espacios implica reteñir o atenuar la línea que separa
los territorios e involucra a un albacea familiar. Como sucede con los bamilekes de
Camerún, entre los afrobaudoseños, cuando muere una cabeza de familia, el primogénito no
hereda derechos sobre territorios familiares, sino deberes administrativos con respecto a sus
hermanos y parientes. Este mecanismo permite que los territorios colectivos retengan su

122
integridad y que los miembros del linaje cuenten con un árbitro para dirimir sus
desavenencias (ibid.)

Al terminar las dos primeras expediciones al Baudó, el equipo de la Universidad


Nacional pensaba que cuantos más habitantes tuviera un pueblo, más disminuirían los
tiempos para dejar descansar la tierra y habría más cultivos y, por lo tanto, más
posibilidades de intromisión de los porcinos en las siembras y mayores conflictos entre el
dueño de los animales y el dueño de las cosechas. Este raciocinio explicaba la desaparición
de la cría de cerdos en lugares como Pie de Pató y la complicación de su tenencia en
Chigorodó. Empero, en 1995 fue evidente que, pese a ser numerosos, los afrobaudoseños
de Boca de Pepé aún mantenían sus cerdos ramoneros. La explicación de esta paradoja
consistió en la existencia de los llamados parmales, zonas que los ríos Baudó, Pepé, Querá
y Sibirú inundan, ya sea por las crecientes que ocasionan las lluvias o la subida de las aguas
que conlleva el cambio de mareas en el Pacífico (Arocha 1998d: 361). Aunque esas áreas
anegadizas no son aptas para la agricultura, sí albergan palmas de naidí, cuyo fruto nutre a
los porcinos que los agricultores llevan allá en diferentes épocas del año.

A pesar de que estos animales pueden ser tratados como simples mercancías, y ser
sacrificados para vender la carne, lo ideal es que los afrobaudoseños reserven sus porcinos
para ocasiones especiales. Tal es el caso de velorios y novenas, El Resucito de finales de
Semana Santa, la Navidad y fiestas patronales como la de san Martín de Porres en Pie de
Pató y la de la virgen de la Pobreza en Boca de Pepé.

En este último pueblo hay cerdos que no pertenecen a los humanos, sino a la virgen.
Se trata de lechones que pueden haber quedado huérfanos y se le ofrecen a la santa patrona
en calidad de las llamadas mandas. Estos animales reciben mejores tratos, no tienen que
someterse a todas las restricciones que rigen para los demás cerdos y no pueden matarse sin
autorización expresa de la virgen.

Como ella es una santa viva (Serrano 1996), tiene formas de comunicarle a los
mortales sus deseos. La imagen de su vitela puede aparecer sonriente, sonrojada o triste,
según el mensaje que aspire a transmitir. O en el momento de la salida en su procesión
anual del ocho de septiembre, su anda puede estar muy liviana o muy pesada.

El perro es otro animal antropomorfizado (Arocha 1998d: 370). Objeto de odio y


temor por haber sido utilizado por los amos para perseguir esclavos fugitivos, también lo es
de aprecio por el papel que desempeña en la cacería. Este vínculo doble explica el que una
persona pague mucho dinero al comprar un gozque, pero que una vez en su casa lo someta
a tratos bruscos. La flacura extrema que por lo general acusan estos animales se racionaliza
en función de su efectividad en la persecución de las presas: las perseguirá mejor, si se
siente acosado por el hambre.

123
Los afrobaudoseños educan a sus perros hasta convertirlos en especialistas en el
rastreo de determinados animales. Por ejemplo, para mejorar las destrezas de un perro
guagüero, lo someten a ayuno y abstinencia la noche antes de la jornada. Contratan
profesionales para que le hagan rezos específicos o le den baños en noches de luna llena,
con aguas hechas con los siete tipos de albahacas que distinguen. Quienes los arreglan
también tienen que intervenir cuando los animales pierden sus habilidades. Así sucede si el
can entra a la cocina y, por accidente, se está derramando sobre el fogón el agua hirviendo
mediante la cual el ama de casa preparaba la presa que atrapó su marido. Entonces, la única
manera de evitar que el animal pierda sus destrezas de cazador consiste en llamar a un
experto para que lo bañe con una mezcla de aceite de cocina y las cenizas que recibieron
ese líquido derramado (ibid.)

Los bañadores de perros figuran entre las personas más apreciadas de las
comunidades. No forman parte del común de la gente, sino de los círculos de quienes
cantan alabaos en los velorios y novenas, de quienes diagnostican y curan dolencias graves
o de quienes saben cómo sellar una vivienda para que no le entren los espíritus malos.
Saben de plantas y sus combinaciones y están dotados de un armamento de secretos
comparable al de los médicos raiceros para curar a quienes son ofendidos por las culebras.
A su vez, lo secreto de los secretos no radica en el encadenamiento simple de palabras
desconocidas. No es difícil poder comprar hojas en las cuales aparecen escritos o impresos,
y muchos de ellos, incluso, consisten en oraciones frecuentes de la liturgia católica. Éxito y
efectividad radican, más bien, en el número de veces con el cual recitan las frases, así como
en el ritmo que le imparten a la recitación.

Así pues, en el Baudó, y quizás en todo el Chocó, entre los afrocolombianos ni las
plantas ni los animales existen per se, sino adicionados, complementados y cualificados
mediante la palabra, por la mente de las personas. Empero, por sí misma, la voz humana
carece de poder. Tiene que ser amplificada mediante combinaciones de ritmo y número que
se aprenden con otras habilidades mediante largos años de iniciación. El que bañadores de
perros, médicos raiceros, componedores de casas o parteras pertenezcan a la categoría de
los iniciados podría ser indicio de una permanencia de africanía, acerca de cuyas
dimensiones habla el filósofo Hampeté Ba:

Gracias a la vivificación de la palabra [hay], fuerzas [que] se ponen a vibrar. En un


primer estadio se convierten en pensamiento; en un segundo, en sonido, y en un tercero en
palabra. La palabra está, pues, considerada como la materialización y exteriorización de las
fuerzas (1985: 189).

Fundada sobre la iniciación, la tradición [oral] abarca al hombre en su totalidad, y


por eso se puede decir que contribuye a crear un tipo de hombre particular y a esculpir el
alma africana (ibid.: 187).

124
Ecosofía contradictoria

La relación que los afrobaudoseños crearon con su río, sus quebradas y selvas no sólo era
de respeto, sino de hermandad. Sin embargo, el mercado es perturbación. En Boca de Pepé
son inocultables los impactos de la propagación de los cañaduzales para la producción y
venta de biche en el alto Baudó, y del corte y comercialización de maderas 31. La
participación de los pepeseños en el negocio de la extracción es tan decidida que el propio
consejo comunitario del pueblo tomó parte en una protesta pública por las restricciones que
el Ministerio del Medio Ambiente impuso en 1995 a la tala de bosques (Arocha 1998d:
359). Esta acción contradecía el mandato de la Ley 70 en cuanto a las responsabidades de
esos consejos en la salvaguardia de los recursos naturales (Vásquez 1993). Por contraste, en
el alto Baudó la modernización económica parecería implicar costos emocionales con
respecto a los cambios del vínculo entre personas, animales y plantas.

Manuel Palacios, un campesino de Chigorodó, le estaba metiendo ganado a su finca.


El calor y la humedad hacían que los pastos crecieran a unas velocidades casi
inverosímiles. Así, los vacunos nunca sufrían de hambre, pero al pisar lodo durante todo el
día, sus cascos se llenaban de hongos. Manuel no sabía qué hacer ante las dolencias de unas
vacas y unos toros que fueron domesticados para pastar en sabanas amplias y firmes, mas
no en el barrizal que queda después de talar los bosques tropicales. Los acariciaba, como
pídiéndoles excusas.

Al rostro de Manuel yo ya le había visto esa expresión dolida. El primer día que
visité su finca seguimos el ruido de una motosierra y llegamos a una manchita de cedros en
una de las esquinas de los potreros que él y sus hermanos estaban abriendo. Cuando cayó el
primer árbol, mi anfitrión dijo: «están mocitos», y en seguida --a manera de disculpa-- me
explicó que necesitaba el billete para seguir mejorando la finca.

La fraternidad que aún existía entre afrobaudoseños y naturaleza contribuía en la


preservación de la serranía como enclave de diversidad de plantas y animales. Este logro
podrá tener consecuencias prácticas en relación con los asuntos de dominio territorial
reconocido por la Ley 70 de 1993. Al demostrar la existencia de una ecosofía
afrocolombiana, sus portadores podrán alcanzar lo que los indígenas ya han logrado:
intercambiar sabiduría ambiental por autonomía territorial (Arocha 1992c).

Sin embargo, las implicaciones de esa ecosofía van más allá de los asuntos
territoriales. Ilustro mi pensamiento a partir de una anécdota de terreno.

En medio del sopor aplastante que ocasionan la humedad y el calor de un mediodía


de la selva baudoseña, videocámara en mano corrí a captar el vuelo lento e impredecible de
una libélula gigante (matapiojos) que se había posado frente al tronco que me había servido
31
Se nos aseguró que los compradores que subían por el Baudó para recoger las trozas tenían vínculos con el
narcotráfico, pero nunca pudimos verificar esa aseveración.

125
de escritorio. Mi apuro se debió al recuerdo de que sus enormes alas encerraban una
historia sobre el cambio que parecería ocurrir en las creencias de los colombianos: nuestra
fortuna, además del oro, el petróleo, el platino o las maderas que podamos extraer,
acabando con tierras, árboles y animales, incluye la diversidad de las formas de vida que
albergan nuestros bosques, ríos y mares.

La historia a la que me refiero se desarrolló en una ciudad universitaria


norteamericana. Allí vive el entomólogo que se ha interesado por la libélula desmesurada.
Un día, uno de los ejemplares que él observaba perdió un fragmento de una de sus alas. Por
accidente, ésta fue a dar a la pipa que el profesor tenía encendida, donde ni ardió, ni cambió
de forma. Perplejo, el científico habló con un colega del departamento de genética. Por
medios muy revolucionarios de duplicación artificial de genes, este último comenzó a hacer
en su laboratorio copias del material vivo y, cuando tuvo éxito, se puso en contacto con la
oficina de investigaciones de una fábrica de aviones. Maravillados, los ingenieros de ésta
ampliaron los experimentos con el insecto colombiano. Aspiran a que pronto su compañía
manufacture esas mismas membranas y las incorpore en la hechura de jets.

Sin duda, se aproxima a la ciencia ficción la imagen que uno se forma de unos
pasajeros suspendidos en el aire, rodeados por las fibras transparentes y delgadísimas que
aparecen en el video que muestra al matapiojos gigante del Baudó. Carlos Fonseca, funcio-
nario del Inderena en ese momento, fue quien hizo este relato dentro de una conferencia
que les ofreció a mis hijas y sus compañeras, cuando todavía estaban en el colegio. Explicó
que el gobierno colombiano tendría que adelantar gestiones para que tanto la universidad
como la fábrica de aviones le reconocieran a nuestro país el pago de regalías
correspondientes a la preservación del animal que teje el material que quizás revolucionará
la idea de volar. Se trataría de una diligencia similar a las que se adelantan frente a las
multinacionales que hoy llevan a cabo experimentos genéticos con la infinidad de plantas
que originan tan sólo las condiciones de nuestro trópico y las de otros países del hemisferio
sur.

Aun si fuera fabulada, esta narrativa es importante. Muestra cómo en la imaginación


de algunos dirigentes del país comienzan a figurar nociones sobre las verdaderas riquezas
del litoral Pacífico. Ya no descuellan la explotación y embarque de metales preciosos, sino
la preservación de los seres vivos y sus particularidades.

Hoy por hoy, las organizaciones de la base cuestionan que el pago de regalías sea
para el gobierno. Al fin y al cabo, la conservación de esas libélulas, entre muchos otros
seres vivientes del litoral Pacífico, no ha dependido mucho de la gestión de los
funcionarios, sino de la forma como los campesinos negros se relacionan con el medio que
los rodea.

126
Pese a la razón que asiste a las organizaciones de las comunidades negras, hay una
radicalización de ellas en cuanto a la defensa de los recursos de sus selvas. Existe tal recelo
que, de antemano, a los científicos se les ve como posibles saquedores. Ni nuestro trabajo
ni el que adelantaba el herbario de la Universidad Tecnológica Diego Luis Córdoba de
Quibdó fueron excepciones. Desde 1994 les habíamos mandado copias de nuestro proyecto
a los directivos de la asociación campesina que en 1992 nos había invitado a la región. Con
ellos habíamos discutido cómo contratar coinvestigadores de las comunidades para
involucrarlos en la recolección y devolución de los distintos tipos de información previstos
por la propuesta original. Sin embargo, en octubre de 1995 esos adalides vetaron la
realización de las labores en etnobotánica en el alto Baudó.

Dos eran nuestras intenciones con respecto a esa parte de la investigación. Primero,
acopiar datos sobre taxonomías y usos de plantas, para contrastarlas con las de los
emberaes. De ese modo, trataríamos de comprender cómo se llevaban a cabo esos
intercambios de saberes médicos y botánicos que figuraban en la agenda de la convivencia
dialogal interétnica. Segundo, habíamos vinculado una prioridad identificada por una de las
adalides de la asociación, la hija de don Justo Daniel Hinestrosa: documentar y rescatar los
saberes de éste y otros sabios de la región. Como muy pocos jóvenes habían mostrado
interés por aprender de estos sabedores tradicionales, existía la posibilidad de que sus
conocimientos desaparecieran sin haber sido debidamente recogidos y sistematizados.

Pese a que --como ya expliqué-- nos fue posible abrir otro terreno en el bajo Baudó
y avanzar en el trabajo etnobotánico, aún hoy es imposible dejar de pensar en que el saber
de personas como don Justo se está perdiendo de manera irremediable. Frente a la discusión
de este último punto, miembros de la asociación insinuaron que ellos mismos harían el
trabajo etnohistórico, etnográfico y etnobotánico. Sin duda éste sería el ideal. Sin embargo,
en su contra están cuatro siglos de discriminación sociorracial que han restringido el acceso
de la gente negra a la educación (Friedemann 1984b). Claro está que se ha dado un proceso
de cualificación de las organizaciones gracias a la experiencia que sus miembros han
logrado en el diseño y ejecución de los proyectos que hoy requiere la democracia
participativa. Se argumenta, además, que ellos mismos han tenido contacto directo con las
problemáticas de las comunidades y son portadores de las culturas de ellas. No obstante, las
competencias adquiridas en los procesos de gestión estatal y en el funcionamiento de sus
culturas no los hacen necesariamente competentes en las destrezas de la observación de la
realidad histórica, sociocultural y ambiental, ni en la descripción y análisis de la misma.
Esas destrezas implican aprendizajes especializados y particularmente complejos en lo
atinente a la formación y funcionamiento de los equipos interdisciplinarios requeridos para
el esclarecimiento del tipo de problemas que enfrentan. Entonces, mientras se alcanzan esos
aprendizajes, el vínculo entre saberes expertos locales y profesionales parecería ineludible.
Lo ideal sería que esa relación fuera con aquellos grupos de trabajo afiliados con las
universidades que han sido pensadas en función de los intereses de la nación, como es el

127
caso de las estatales, y no tanto con oenegés y grupos privados de lealtades imprecisas.
Empero, parecería que las negociaciones con los primeros son más intrincadas que las que
se han llevado a cabo con los segundos, dado el menor control que ellos tienen en asuntos
como la catalogación de un miembro de las comunidades en calidad de coinvestigador o en
la propia ejecución de los proyectos.

Por ahora quizás sea válido recalcar que la disuasión del trabajo investigativo limita
las posibilidades de que el conocimiento académico sea reinterpretado y aprehendido por
las comunidades y sus organizaciones, para luego ser traducido al lenguaje de las
«necesidades politizadas» (Escobar 1992) y así emplearlo como circulante en las relaciones
con el Estado. Este proceso de apropiación y uso del saber académico es relevante con
respecto a la Ley 70 de 1993. El estudio y futura legitimación de los títulos colectivos que
ella contempla requieren la elaboración de documentos sobre la historia de la comunidad y
de sus prácticas de manejo ambiental, además de la cartografía que permita dimensionar las
áreas bajo reclamación. Los indígenas se han favorecido del acervo de conocimientos
etnográficos, etnohistóricos y etnobotánicos recolectados desde la profesionalización de
esas disciplinas desde hace por lo menos 50 años. Sin embargo, antes de la reforma
constitucional los ombligados de Ananse no figuraban como sujetos apropiados dentro de
los campos de estudio de esas ciencias (Arocha 1996). De ahí que sean protuberantes los
vacíos de saber sobre sus comunidades, su transcurso y sus paisajes.

Lo grave de este impasse es que mientras se buscan mecanismos de negociación y


garantía, la modernización y la violencia que en Colombia parecen acompañarla siempre
continúan su avance ineluctable. La correlación entre éste y el aumento en el número de
desplazados es obvia. Las posibilidades de frenar el aniquilamiento cultural, la erosión de
los mecanismos tradicionales de diálogo para superar los conflictos interétnicos y la
expropiación violenta podrían aumentar con el incremento en la cantidad de títulos
colectivos que las comunidades pudieran llegar a asegurar y, en consecuencia, con los
saberes que pudieran cimentarlos. Entonces, las opciones que la paz tiene en esa región
podrán depender en algo de la mayor tolerancia que las comunidades y sus organizaciones
puedan desarrollar en cuanto al ingreso a la región del saber académico y científico.

128
CAPÍTULO IV: A MANERA DE RECAPITULACIÓN: ANANSE EN
LA ESTACIÓN IMAGINARIA

Lo étnico nacional a las puertas del cielo

Mientras escribo estas palabras finales, periódicos y


noticieros de radio y televisión difunden el
«Acuerdo de la Puerta del Cielo», que el 15 de julio
de 1998 firmaron comandantes del Ejército de
Liberación Nacional (ELN) y representantes de la
llamada «sociedad civil» colombiana. El evento se
llevó a cabo cerca de la ciudad alemana de
Maguncia, en un monasterio cuyo nombre inspiró el
del convenio.
Las niñas Rivas en Pie de Pató El pacto suscrito realza el problema étnico
(Alto Baudó). Foto: Jaime nacional con un énfasis que contradice no sólo la
Arocha, febrero de 1995. posición tímida que a ese respecto la misma
organización guerrillera había hecho explícita hace
poco, sino la de las pasadas campañas presidenciales, las de otros protagonistas de la lucha
armada, gremios, sindicatos y gobierno nacional (Cruz Roja Internacional, Comisión de
Reconciliación Nacional y Cambio 16 1998: 12, 19, 31, 33, 42; Pastrana 1998). El punto 16
del acuerdo de Maguncia es inequívoco en cuanto al compromiso excepcional de reconocer
que a los pueblos étnicos se les han irrespetado su autonomía y territorialidad ancestral
(Arocha 1998b) y que, por lo tanto, el reconocimiento de ambas --indeclinablemente--
tendrá que hacer parte de la búsqueda de la paz:

Impulsar con todos los actores armados y partes concernientes el respeto a la


autonomía, creencias, cultura y derecho a la neutralidad de las comunidades indígenas y
demás etnias y sus territorios. (El Tiempo 1998c: 3A; las cursivas son mías).

No he podido evitar que este giro desate fantasías sobre el final de la pesadilla que
agobia a los colombianos, y en particular a quienes con base en sus legados ancestrales han
transformado los paisajes de costas, ríos y selvas tropicales húmedas colombianas. Entre
esas representaciones hay dos dominantes: la primera, de geófagos32, máquinas de muerte
y desplazamiento que desaparecen de la historia. La segunda se refiere a una universidad

32
El etnohistoriador Augusto Gómez introdujo este sinónimo de especulador de finca raíz en la conferencia
que dictó dentro del simposio titulado Las ciencias sociales y la construcción del Estado-nación, celebrado en
Popayán con el auspicio del Departamento de Antropología de la Universidad del Cauca y el Banco de la
República (abril 23 y 24 de 1998).

129
que puede construir estaciones científicas en el litoral Pacífico, incluida una a orillas del río
Baudó.

La casa del «finao» Gregorio Ríos

Maguncia revive un sueño que tomó cuerpo arquitectónico imaginario el 25 de noviembre


de 1992, cuando navegaba por ese río en una canoa que don Justo Daniel Hinestrosa
impulsaba a remo. El sabio de la botánica y la medicina de los libres le imprimía a la
embarcación un andar firme y pausado, el cual, por fortuna, permitía deleitarse con los
pichindés verdeoscuros de las orillas, cuyas ramas acariciaban la superficie tranquila. La
mañana no parecía de invierno por su brillo nítido y azul que se reflejaba en el agua. Sobre
la margen derecha, varias mujeres desnudas reían, jugaban y retozaban, antes de ponerse en
el oficio de lavar la ropa que habían llevado desde sus casas. Apenas se percataron de que
en la canoa viajaban forasteros, se sumergieron hasta cubrir sus senos.

En la ribera izquierda al final de la primera calle que uno toma hacia Chachajo había
una colina redonda con una casa de tablones verticales que remataban en calados tallados
con preciosismo, cerca del techo de cuatro aguas en tejas de zinc. Cuando la vi, accioné
emocionado la videocámara e hice la anotación verbal correspondiente a la mirada que
grababa: «Éste sería el sitio ideal para la estación científica de la Universidad Nacional». Al
oírme, don Justo replicó: «Ésa era la casa del finao Gregorio Ríos».

Sin despegar la mirada de la colina, mi imaginación comenzó a recorrer los espacios


que intuía y los fue transformando de acuerdo con el patrón de fantasías que habitaba en mi
memoria desde que comencé a hacer investigación en el litoral Pacífico. El viaje que hice
en 1982 con Nina de Friedemann desde Tumaco hasta la aldea ribereña de Los Brazos,
sobre el río Güelmambí, me causó una perplejidad particular. Casi no vi ruedas y, además
de los cuerpos de las personas, había pocos «transformadores mecánicos» de energía. Por el
río no pasaban muchas canoas propulsadas por motores fuera de borda, y las únicas
máquinas de minería consistían en las motobombas que los paisas habían introducido,
asociados con los tradicionales capitanes de minas. ¿Cómo desarrollar rodillos y palancas
que relevaran a las personas de tanto esfuerzo, pero cuya introducción no se tradujera en
destrucción irreparable de bosques y orillas?

A lo largo de los recorridos de esos meses, siempre llegaba a la misma respuesta:


montar una estación científica que le permitiera a ingenieros, antropólogos y ecólogos
interactuar entre sí, con las comunidades de la base y con el medio, hasta comprender la
clase de ingeniería que debe aplicarse en esos bosques húmedos, en esos ríos abundantes o
en esos manglares amenazados. La idea de llegar a construir un sitio que permitiera
observaciones a largo plazo también se me vino a la cabeza al percatarme de que a partir de
largas entrevistas y observaciones puntuales era muy difícil dar cuenta de la complejidad de
las percepciones que comparten pescadores y concheras de la ensenada de Tumaco en

130
cuanto a las relaciones entre cambios climáticos, régimen de mareas y disponibilidad de
animales.

Con el paso del tiempo mi imaginación no sólo resaltaba el espacio físico para el
aprendizaje mutuo con las comunidades, las observaciones prolongadas y la innovación
científica, sino también el lugar que permitiera perfeccionar el trabajo interdisciplinario.
Éste tendrá que basarse en algo diferente de la repartición milimétrica de funciones
conforme a parcelas estrechas que cada quien defiende a partir de su entrenamiento
especializado, y debe aproximarse a una perspectiva histórica e integral de la relación entre
la gente y la naturaleza y brindarle a los grupos de la base máximas oportunidades para
conocer y aprehender los hallazgos que se vayan logrando.

Quizás por esto, al ver la casa del finado Ríos reflexioné acerca de aquellos símbolos
que pudieran guiar el sentido de la búsqueda. Uno de ellos, sin duda, sería el de Ananse. El
cetro fanti-ashanti que aparece en la carátula de este libro se reproduciría en papeles o en
pinturas sobre las paredes para que de continuo le dijera a los investigadores y a las
comunidades de la región que la historia de los pueblos del Afropacífico es larga, que se
remonta a una memoria anterior a la trata y que pervive no sólo en las historias que se
repiten en Nigeria, Benín, y el Caribe insular y continental sobre la araña astuta y ubicua,
sino también en el espíritu de insumisión cimarrona que les transmiten los padres a sus
hijos al ombligarlos con la diosa-dios.

Pleroma y creatura

Otro símbolo con el cual he soñado es el de la integración entre las personas y su medio. En
la base de los escalones empinados y tallados en barro que forman el embarcadero de la
casa del finado imagino una canoa azul celeste y roja. En su proa, con letras blancas de
esmalte brillante, se lee el nombre de Creatura. El motor fuera de borda atornillado a su
espejo está marcado con la palabra Pleroma. A quienes les he descrito esta ensoñación, me
han preguntado por el sentido de esos dos nombres extraños.

Significarán la búsqueda inspirada por el antropólogo británico Gregory Bateson.


Próximo a su muerte, ocurrida en 1988, él y su hija escribieron Angels fear (El temor de los
ángeles). En esa obra, tomaron del psicólogo Carl Gustav Jung las palabras pleroma y
creatura. La primera designa a «[...] ese mundo no viviente descrito por la física, que en sí
mismo ni contiene ni hace distinciones, pese a que nosotros debemos hacer distinciones en
[las] descripciones que hacemos de él». La segunda palabra habla de «[...] ese mundo de
explicación en el cual los fenómenos a describir están gobernados y determinados por
diferencias, distinciones e información» (Bateson y Bateson 1988: 18). Para Bateson, el
gran error epistemológico de la ciencia occidental consistió en haber separado esos dos
mundos y en estudiarlos mediante ciencias diferentes, a veces antagónicas. En su reemplazo

131
propuso desarrollar una nueva Epistemología --que escribía con mayúsculas-- y fijarse en la
interdependencia de pleroma y creatura.

Se trataría de que quien navegara en esa canoa tomara conciencia de que el pilotaje que
hace el motorista tan sólo es posible por la interacción entre pleroma y creatura. A lo largo
de cualquier trayecto fluvial, pleroma, entendida no sólo como motor, sino como río, le
sirve de matriz a todos los procesos mentales que el piloto tiene que ejecutar para navegar
con éxito. Las orillas, los colores del cielo, los movimientos y ondulaciones del agua, o los
troncos y embarcaciones que se desplazan por la corriente, se convierten en fuente de
mensajes que hacen posible manejar información. Con Bateson, entiendo ese concepto
como «la diferencia que hace la diferencia», por ejemplo, entre dar el giro correcto
moviendo el timón de pleroma, para esquivar un palo y no chocar o disminuir la velocidad
ante un potro pequeño impulsado por un indígena, quien lo lleva cargado de plátano. En
este último caso, la diferencia que hace la diferencia consiste en desacelerar a tiempo para
disminuir el oleaje, y que las turbulencias que el motor agita no lleguen a hundir al remero
con su cargamento.

Ese 25 de noviembre, mientras don Justo remaba río arriba, yo seguía soñando con la
estación. Se bautizaría con el nombre de Rogerio Velásquez, en reconocimiento al aporte
que ese antropólogo ombligado de Ananse le hizo a la identidad afrochocoana y al
desarrollo de las ciencias sociales colombianas. No me cabía duda de que algún día esa casa
anciana y señorial albergaría al equipo de investigación, y que alrededor de ella habría que
ir construyendo ámbitos para cada uno de los saberes que se integrarían dentro del esfuerzo
total: ecología mental y etnografía de la cinética corporal; historia documental y oral;
botánica, y educación. La unión de las exploraciones a realizarse en cada uno de esos
ámbitos trataría de responder a la pregunta referente a la materia prima con la cual están
hechos los procesos mentales de los baudoseños interactuantes en la región --libres y
cholos. Sigo pensando que tan sólo si uno llega a conocer tal materia prima puede
responder a la pregunta de cómo ambos pueblos, a lo largo de tres siglos, fueron
desarrollando hábitos para la convivencia pacífica con el entorno y con el vecino. Sin duda,
su existencia está amenazada por la modernización de la economía y la infraestructura.
Empero, la sostenibilidad ambiental a la cual hoy obliga la Constitución de 1991 y que, por
lo tanto, se plantea como medio de impulsar formas de desarrollo alterno y la búsqueda de
la paz es inseparable del conocimiento de esa materia prima.

Observaciones etnográficas

La estación Rogerio Velásquez incluiría espacios para la ecología mental, con estantes para
diarios de campo y fichas de observación, y para la etnografía de la cinética corporal, con
anaqueles para cintas de video y un computador para examinarlas y reproducirlas o

132
editarlas, según las necesidades de las comunidades33. En el primer ámbito, imagino a un
etnógrafo repasando diarios y haciendo las fichas correspondientes a sus viajes a Boca de
Pepé, con el propósito de hallar si la filigrana ecológica identificada en los sectores más
tradicionales del alto Baudó sobreviviría a los embates de la modernización económica.

Ese interrogante mantendría su validez porque el pequeño puerto del bajo Baudó
participaría aún más en la economía de mercado, debido a las ventas de madera a
comerciantes de Buenaventura, y de biche a los libres y cholos del alto Baudó, en cuyas
tierras no se cultiva la caña de azúcar. Empero, hasta finales de 1995 los afropepeseños
continuaban haciendo cosas muy parecidas a las que hacen personas que viven muy arriba,
en lugares como San Francisco de Cugucho, donde el río, por lo estrecho y pandito, no
permite la navegación de botes plataneros. Imagino al investigador escribiendo que en
ambos lugares las familias extendidas de los libres, al mismo tiempo que mantienen colinos
o lotes de cultivo en las orillas del río, se ocupan de varios tipos de monte: el biche, donde
comienza a recuperarse la vegetación selvática, después de cultivar un colino, y donde
siembran frutales; el alzao, cuya selva ya es prominente y cuyos frutales están en plena
producción, y del bravo a cuyo interior tan sólo se aventuran de día, para cazar, después de
haber hecho las preparaciones rituales que los defiendan de los espíritus que habitan esa
franja incierta.

Los ombligados de Ananse han intercalado con el clima esos movimientos desde la
orillas hacia la selva, de manera que la tala necesaria para las siembras no ocurra cuando
hay más lluvias o que el plantío de semillas y esquejes no tenga lugar cuando llueve menos.
La concatenación de tareas agrícolas con aguaceros y soles no sólo ha dado lugar a una
mayor producción agrícola, sino que ha impedido que se erosionen los suelos de la serranía.
Si bien ésta no es muy alta, tiene montañas pendientes que aún le sirven de refugios a la
enorme variedad de plantas, árboles, palmeras, bejucos, insectos, ranas, lagartijas, reptiles,
pájaros y mamíferos que ponen a nuestro país en la cartografía de la megabiodiversidad.

La improvisación ha dominado la forma como los ombligados de Ananse solucionan


los problemas que les plantea su medio. La capacidad que tienen, por ejemplo, de reciclar
viejos recipientes plásticos y hacer embudos, materas para sembrar o boyas para la pesca se
conoce como bricolage. Yo he propuesto reemplazar ese galicismo por una voz nuestra,
cacharreo, cuya exponenciación --sostengo-- en gran parte ha tenido que ver con las escasez
de herramientas propia del Chocó biogeográfico, desde la época de la minería colonial.
Antes de que se popularizaran las motosierras, el machete era prácticamente el único
artefacto del cual disponían y, en consecuencia, lograron que hoy se le den usos que sus
inventores quizás jamás imaginaron posibles. Reutilizan todos los objetos manufacturados

33
La energía eléctrica provendría de paneles solares y de la reutilización de las viejas plantas Lister que el
Plan Nacional de Rehabilitación repartió a lo largo de los ríos y que hoy están abandonadas cerca de escuelas
y puestos de salud.

133
que llegan a sus manos y les tienen nombres y usos a todos los seres verdes que hay a su
alrededor.

Los ombligados de Ananse también se han caracterizado por su manera libre de


expresar sentimientos y emociones. Los velorios son quizás los eventos que más los
caracterizan como sentipensantes (Fals Borda 1978)34. Las amarras que los libres
mantienen entre pensamiento y sentimiento se acoplan bien con la agricultura de tumba y
descomposición, eje de todo el sistema productivo de esa región.

Sin deslindar la alegría de la comida y el licor compartidos, han formado equipos


comunales de trabajo que en algunos lugares aún se llaman mingas. Así, en una de las
orillas del río o la quebrada afluente del Baudó, siembran su arroz y su maíz. Entre tanto, en
la ribera contraria mantienen cerdos ramoneros que se mueven por las tres clases de monte
que distinguen. Dependiendo del desarrollo del animal, lo llevarán al monte alzao, para que
recorra el cultivo de frutales que se encuentra allí y aproveche las frutas caídas, como las de
las palmas de chontaduro o como los aguacates. Ellas, además, le sirven en una etapa
fundamental de su crecimiento, a la cual sus dueños bautizan con el nombre de purga.
Después de cosechar maíz y arroz, y cuando ya a los lotes de cultivo tan sólo les quedan
pajas dobladas, cañas secas o tallos caídos, mudan de lado a los cerdos para que hagan el
cañeo, alimentándose de esos residuos.

En la sala de ecología mental podría examinarse la información relativa a la forma


como en el bajo Baudó los ombligados de Ananse también celebran acuerdos con los
emberaes para criar y cuidar marranos; sembrar, atender y cosechar maíz y arroz, o talar y
vender trozas de madera. Unidos con los del alto Baudó, esos materiales atestiguarían qué
tan difundida continuaría siendo la hermandad espiritual entre libres y cholos. Acerca de
ella escribió en detalle Natalia Otero, después de haber pasado más de un año en la
quebrada de Amporá, cerca de Pie de Pató. Allá, el respeto entre compadres y ahijados
coadyuva en la formación de un territorio biétnico donde nadie se atreve a valerse de las
balas para zanjar desacuerdos territoriales, sociales y políticos. Así, con otros sectores del
Atrato y del San Juan, hasta finales de 1994, el Baudó constituyó un refugio de paz libre de
guerrilleros, grupos paramilitares, soldados o policías. Si uno espera que surta efecto el
respeto hacia la autonomía étnico-territorial que hace explícito el Acuerdo de la Puerta del
Cielo, no sólo es para dejar de ver cómo personas queridas y conocidas caen asesinadas o
son desplazadas, sino para poder reanudar el estudio abortado por la violencia, sobre el
arraigo de patrones de convivencia pacífica que ligan a los pueblos ancestrales del Baudó.

34
Al respecto, Eduardo Galeano escribió en El libro de los abrazos (p. 107): «¿Para qué escribe uno si no es
para juntar sus pedazos? Desde que entramos en la escuela o la iglesia, la educación nos descuartiza: nos
enseña a divorciar el alma del cuerpo y la razón del corazón.
»Sabios doctores de Ética y Moral han de ser los pescadores de la costa colombiana, que inventaron la
palabra sentipensante para definir el lenguaje que dice la verdad».

134
Predecir si la conducta de agentes externos logrará reemplazar esos patrones por los
opuestos podrá quizás aproximarse completando el estudio de qué tan inconscientes son las
reacciones no violentas. El carácter mecánico de los comportamientos profundamente
aprendidos se localizan en el ámbito de lo que don Agustín Nieto Caballero llamaba los
«segundos instintos» (Sáenz, Saldarriaga y Ospina 1997 (II): 120). De ahí la dificultad de
acceder a ellos, pero sobre todo de destruirlos, y la importancia de analizar el refuerzo que
las palabras conscientes siempre han recibido de los gestos inconscientes (Bateson 1991:
71). Bateson también inspiró este punto de vista al insistir en que el discurso de la
comunicación no verbal evolucionó en calidad de instrumento especializado en la expresión
de las emociones de las personas y de la relación de ellas con otras y con su entorno
(Bateson 1991: 472).

Esclarecer el nexo entre muecas, violencia y paz requiere fotografías, películas o videos
impensables por fuera del proyecto de la estación, incluido un ámbito para la etnografía de
la cinética corporal, el cual permitiría entrenar a miembros de las comunidades de libres y
cholos en el manejo de cámaras, y la consecuente obtención de imágenes para su posterior
análisis.

Esos estudiosos partirían de muestras sobre las etapas de un conflicto, como el que
describí en el capítulo anterior entre un tío y su sobrino, ambos de la comunidad
altobaudoseña de Chigorodó. Interesaría determinar el papel de los coros comunitarios que
toman bandos a favor de cada uno de los contrincantes, el carácter ritual de la posesión y
exhibición de armas, y los medios disuasivos que tienen lugar en el umbral. Aquí, el
analista tendría que estar alerta a que cuando un acto comunicativo privilegia gestos y
muecas, el mover la cabeza de lado a lado no basta para decir no. Al carecer de partículas
que expresen la negación, el discurso de la comunicación no verbal tiene que recurrir a
medios más intrincados, como el de expresar lo contrario de lo que uno aspira a decir,
conforme lo hizo aquel sobrino que, cuando su tío podía haberlo acribillado, no enfrentó a
su agresor, sino que --por el contrario-- le dio la espalda y le mostró toda su vulnerabilidad.
Si uno lograra comprender cómo es que personas sometidas a una situación emocional que
inhibe la plena conciencia consiguen combinar palabras y gestos de un modo tal que
alcanzan a desactivar la máxima tensión que experimentan en el choque agresivo, uno
comenzaría a dar respuestas a por qué mientras unos pueblos aprenden a evitar el
desbordamiento de la violencia, otros asimilan la conducta opuesta.

Conversaciones entre vivos y muertos

Otro de los salones de la casa del finado Ríos se acondicionaría para el trabajo sobre la
historia documental y oral por categorías de poblamiento, patrones de convivencia
interétnica y patrones de convivencia ambiental. Ese ámbito brindaría la oportunidad de
enseñarles a los miembros de las comunidades a cómo leer documentos de la Colonia,
mediante copias obtenidas en el Archivo General de la Nación, en el Archivo Central del

135
Cauca y en los de la propia región. Los ombligados de Ananse aprenderían que sus abuelos
tienen razón cuando cuentan que los antepasados de los altobaudoseños llegaron desde el
Atrato por el río Quito, y que los de los bajobaudoseños arribaron desde el San Juan por los
ríos Pepé y Curundó. Empero, el estudio de los documentos mostraría que el arribo de los
pioneros se remonta a 1690, cuando comenzaron a comprarles la libertad a los esclavistas y
adquirieron de ellos la respectiva carta que hacía pública su condición de libres (Maya
1996). Pese a que esta forma de luchar contra la esclavitud haya sido documentada y
resaltada por historiadores como William Sharp (1976) y Germán Colmenares (1980), los
afrodescendientes del Chocó saben poco de ella. Comprometido con la legitimación del
Estado republicano, el sistema educativo enseña que la libertad fue una dádiva otorgada en
1851 mediante la abolición oficial de la esclavitud.

Las diferencias entre la enseñanza tradicional y la que se impartiría en la estación son


radicales. La primera hace énfasis en que la gente negra comenzó a crear cultura cuando fue
libre, a partir del siglo XIX, y que lo ha hecho en calidad de receptora de los legados
hispánicos e indígenas. Así, los años comprendidos entre la llegada desde África y la mitad
del siglo XIX quedan vacíos de creatividad e innovación culturales. La segunda, por el
contrario, destaca el papel de las memorias que la esclavización no le pudo borrar a los
capturados en África. Ellas acicatearon el cimarronaje y demás búsquedas tempranas de la
libertad, las cuales, a su vez, cimentaron los procesos de adaptación a los paisajes y
sociedades que los cautivos jamás habían imaginado.

Sobre las paredes habría carteles grandes con árboles genealógicos que incluirían los
nombres de las principales familias de la región; el color rojo de una parte de las líneas de
parentesco indicaría que la información provendría de entrevistas con personas de las
distintas comunidades; las azules, que los historiadores les habrían seguido la pista a los
apellidos en las fuentes de archivo. De este modo, se entendería que las conversaciones
entre etnógrafos e historiadores sobre el poblamiento del Baudó también implican un
diálogo entre vivos y muertos.

La estación tendría estantes con pedazos de trúntago o guayacán provenientes de los


horcones y vigas con las cuales se hacen las viviendas. Estarían marcados con códigos
referentes a la casa de donde éstos provendrían y al laboratorio que habría identificado la
antigüedad de cada uno. El que los trúntagos se leguen de generación en generación habla
de una impronta de los años de la esclavitud minera, cuando herramientas y materiales de
construcción eran escasos. Esa herencia es de tal importancia que uno de los principales
alabaos que se cantan en las ceremonias fúnebres habla de los guayacanes de la casa del
muerto.

Esta búsqueda habría sido impensable sin la información que Nina de Friedemann tenía
sobre la inclusión de las llamadas vigas mamas en los testamentos de los mineros del río
Güelmambí en las selvas de Nariño. Dicha información permitió responderles a las

136
comunidades parte de sus preguntas sobre la antigüedad de sus asentamientos, cuya
relevancia se hizo crucial a medida que los conflictos por la tierra se acrecentaron y las
comunidades negras recibieron la amenaza de ser expulsadas de sus territorios dizque por
haber invadido la reserva estatal creada por la Ley 2 de 1959.

Una estación llena de genealogías de guayacanes aumentaría las guías para explorar los
documentos de archivo en lo referente a la ancestralidad del poblamiento afrobaudoseño.
De ese modo, representaría un aporte significativo en la sustentación de reclamos
territoriales formulados en el marco de la Ley 70 de 1993.

En el espacio para la historia oral, la memoria de Rogerio Velásquez sería


especialmente preponderante por haber sido él el pionero en la recolección de cuentos y
leyendas sobre la fauna mítica del Afrochocó. Ananse, tío Tigre, tío Conejo y los héroes del
pasado que encarnaron las virtudes resaltadas por las respectivas moralejas llenarían
muchas horas de grabación, transcripción y análisis. Analistas de la tradición oral como el
nigeriano Yai Olabiyi, hoy en día profesor titular del Instituto de Estudios Africanos de la
Universidad de la Florida entre otros africanistas y afroamericanistas, tendrían allí un lugar
para hacer comparaciones, y los ombligados de Ananse, un sitio digno para aprender acerca
de África y de sus antepasados.

Médicos raiceros y jaibanás

Dentro de la estación, un ámbito para la biología permitiría demostrarles a los adalides de la


base que la intención de un proyecto como el que impulsábamos en el Baudó no consiste en
el saqueo de la biodiversidad chocoana. Allí se lograría parte del entrenamiento de los
profesionales que quizás más necesita la región. Sería el sitio para que aprendieran cómo
preparar materiales vegetales recogidos en la selva para su adecuado alamacentamiento,
clasificación, registro y divulgación nacional e internacional mediante su posterior envío al
Herbario Nacional y al Herbario de la Universidad Tecnológica Diego Luis Córdoba del
Chocó; para adiestrarse en el dibujo de hojas y tallos; para adquirir métodos y técnicas que
permitan acopiar la sabiduría de médicos raiceros en cuanto a la forma como ellos
clasifican los seres de la naturaleza, curan enfermedades e itercambian conocimientos con
los jaibanás de los emberaes; para conocer qué vínculos han ligado a esas personas, si su
parentesco consanguíneo, espiritual o, simplemente, su amistad. Particular énfasis se le
concedería a que los estudiantes tomaran conciencia de la forma como esos médicos han
sido invitados por sus contrapartes indígenas a concelebrar ceremonias emberaes tan
solemnes como el canto de jai; así mismo, para aprender cómo los jaibanás también han
recibido enseñanzas comparables de los médicos raiceros.

Uno de los problemas a resolver sería el de las diferencias en los nombres de las
enfermedades y en los criterios de diagnóstico, en especial porque la mayoría de los
jaibanaes indígenas no son totalmente bilingües y, aun en el caso de serlo, se valen de

137
criterios muy diferentes de los de los libres para formar taxones o para definir las terapias
apropiadas. El registro de los intercambios en el ámbito de lo sagrado constituiría una de las
evidencias más importantes del grado de unión entre ambos pueblos.

La formación de los niños

La estación sería impensable sin un lugar para el encuentro de univeritarios y personas


mayores, hombres y mujeres, pero en especial maestros y también niños que recogieran
canciones, rimas, rondas y juegos infantiles que sirvieran de marco para transformar los
textos de documentos históricos originales o de la tradición oral en cuentos para niños y
adultos, que una diseñadora gráfica ilustraría con escenas de la región. Crearían héroes
locales como Yeni y Caché, dos niños del Baudó que pasarían grandes peripecias viajando
con los adultos, salvando animales o tomando parte en las festividades de los distintos
pueblos: los entierros, las fiestas de la virgen de la Pobreza de Boca de Pepé o las de san
Martín de Porres en Pie de Pató.

De nuevo, éste sería lugar de encuentro con pasantes africanos y africanoamericanos


que coadyuvarían en la producción de materiales para las escuelas y para estudiantes del
resto de la nación, cuyos nuevos conocimientos derivarían en mayor tolerancia hacia las
conductas particulares que Ananse y sus ombligados desarrollaron durante los años de
insubordinación contra la esclavitud, y sobre las cuales construyeron sus paisajes de estero,
río y selva húmeda.

Sintonía con la realidad

El Acuerdo de la Puerta del Cielo podrá haber revitalizado la utopía de montar una
estación para la investigación científica a orillas del curso alto del río Baudó. Sin embargo,
la realización de algo que se le parezca parte de una realidad ambigua. Pocos minutos
después de anunciar el acuerdo, el comandante Pablo Beltrán del ELN también le
comunicaba a la prensa que su organización insurgente no renunciará al control político-
militar que ejerce en varias regiones del país, y que dentro de ellas aspira a tener un
crecimiento significativo. (Noticiero de las 7 1998).

Al día siguiente del anuncio, julio 16 de 1998, periodistas de la emisora La FM


entrevistaron al gobernador del Departamento de Bolívar sobre los desplazados que hay en
el municipio de san Pablo, al sur de la región. El mandatario se refirió a la nueva
encrucijada que enfrentan los civiles que habitan allá: hoy por hoy, ellos no sólo están en
medio del fuego cruzado entre guerrillas y paramilitares, sino entre el que disidentes del
ELN comenzaron a dispararles a los miembros de su antigua organización, a los de las
FARC y a los paramilitares.

El contraste entre lo que sucedía en Alemania y en Colombia era abismal. Empero, así
se caracterizará el período que se inicia: conversaciones sobre cómo lograr la paz, sin que

138
los agresores armados suspendan sus hostilidades. Lógicas encontradas y contradictorias
podrán darle la razón a expertos como Camilo Echandía (1998) y Daniel Pécaut (1997) en
el sentido de que en Colombia la confrontación bélica podrá alcanzar extremos que no se
conocían dentro de su historial de violencia política. El vaticinio se fundamenta en la
manera como --desde el decenio de 1980-- el monopolio de los recursos naturales articula
la planeación a largo plazo que --exceptuando las fuerzas del Estado-- han formulado todas
las organizaciones armadas como fundamento de sus estrategias de afianzamiento territorial
(ibid.).

En esta coyuntura es imposible excluir al litoral Pacífico del teatro de


territorializaciones armadas y violentas, pues alberga las riquezas que, como la
biodiversidad se codiciarán durante el siglo XXI y seguirá siendo escenario de aquellos
megaproyectos de desarrollo infraestructural que más incentivan el apetito de los geófagos.
Empero, no tiene municipios como San Vicente del Caguán o Puerto Triunfo, cuyos
nombres son indisociables de la historia de las FARC y de los paramilitares,
respectivamente. En el Chocó biogeográfico la competencia territorial apenas comienza, y
dentro de procesos de paz que no tienen que partir del desarme (El Tiempo 1998c, 1998d)
es difícil pensar que el desplazamiento masivo y forzado de civiles no se extenderá desde el
bajo Atrato hacia el resto del curso de ese río, al San Juan, al Baudó, al Patía o al Telembí.

El convenio suscrito en Maguncia también compromete a las partes en la humanización


de la guerra (Mercado y González 1998: 8A) y el ELN ofrece suspender

[...] la retención o privación de la libertad de personas con propósitos financieros en la


medida en que se resuelva por otros medios la suficiente disponibilidad de recursos para el
ELN, siempre que --mientras culmina el proceso de paz-- no se incurra en el debilitamiento
estratégico. También, a partir de hoy [julio 15 de 1998] cesa la retención de menores de
edad y de mayores de 65 años y en ningún caso se privará de la libertad a mujeres
embarazadas. (El Tiempo 1998c).

Sin embargo, es de suponer que le tomará un tiempo a la base guerrillera del ELN el
socializar y poner en práctica lo que sus jefes acordaron en Alemania; otro tiempo muy
distinto será el que el resto de las organizaciones guerrilleras invertirán en estudiar lo
pactado entre el ELN y la sociedad civil, en manifestar su desacuerdo, en formular sus
disensos y modificar sus conductas de guerra. Entre tanto, ¿qué será de los paramilitares?
Su más reciente enfrentamiento con las FARC en Murindó tuvo profundos efectos sobre
civiles indefensos, en su mayoría afrocolombianos e indígenas. Abadio Green, presidente
de la Organización Nacional Indígena de Colombia, hizo parte de la comisión que fue
nombrada para verificar las secuelas del choque. Sin embargo, ese grupo humanitario tan
sólo pudo llegar al lugar de los hechos una semana después de que éstos hubieran ocurrido
(El Tiempo 1998b).

139
A los grupos paramilitares se les menciona como responsables del asesinato del
presidente del consejo comunitario que tramitó el primer título colectivo otorgado por el
Incora a los afrodescendientes del Chocó (Arocha 1998d). Por este tipo de acciones se
colige que esos grupos pueden estar lejos de asumir una posición tan proétnica como la del
Acuerdo de la Puerta del Cielo, y que pueden pasar por encima de cabildos indígenas y
consejos comunitarios afrodescendientes en su intento de consolidación territorial. De ahí
que las FARC hayan expresado:

Requerimos el despeje total del área de un municipio en el norte del país y el


otorgamiento de plenas garantías para nuestras negociaciones (El Tiempo 1998d: 8A).

Siendo la realidad bastante menos amable y simple que las veladas de guitarra y tango
que compartieron en Alemania los signatarios del Pacto de Maguncia (Lara 1998: 20, 21),
es muy probable que una estación como la imaginada, al menos en sus inicios, no se
desarrolle conforme al sueño que he descrito. Más bien tendrá que identificar los lugares a
los cuales han ido a parar los afrobaudoseños que han sido víctimas del desplazamiento
forzado; de entrevistarlos y averiguarles por su bienestar, por las tierras que dejaron atrás,
por los desaparecidos; de fijarse cómo se adaptan a las nuevas condiciones que les impone
el destino urbano, partiendo de que, por lo general, los afrodescendientes son duchos en
circular entre ribera, puerto y ciudad.

Ya en junio de 1995 vi cómo las ombligadas de Ananse que habían llegado desde el alto
Baudó hasta el Barrio Obrero de Quibdó, al mismo tiempo que levantaban sus viviendas
improvisadas, habían construido zoteas. Como lo había visto hacer en el Baudó, con sus
padres, maridos, compañeros, hijos y sobrinos recorrían la selva que rodeaba ese barrio que
nacía, en busca tanto de la tierra que dejan las hormigas arrieras a la entrada de sus
hormigueros, sin la cual --debido a su valor agrícola y espiritual-- resulta impensable hacer
una zotea, como de las plantas que deben cultivar allí para condimentar los alimentos o
curar las dolencias de los viejos y los niños. Entre los jóvenes, me sorprendió un pelao
largo, flaco y pensativo a quien le decían Caché. Era víctima de dos desplazamientos: uno
desde el Urabá chocoano hasta el alto Baudó y otro desde allá hasta Quibdó, donde vivía
con una hermana de su madre, de quien hacía días no sabían nada.

Caché caminó conmigo poniendo atención a mis preguntas sobre las plantas que las
mujeres tenían en sus zoteas; sus ojos brillaban cuando yo alistaba la cámara para tomar
fotografías de las especies nombradas y se interesaba por lo que escribía en mi libreta de
campo. No parpadeó cuando me decidí a hacer el árbol genealógico de un señor desplazado
desde Bojayá. Se fijaba en las líneas rectas que dibujaba, en los círculos que simbolizan a
las mujeres, en los triángulos que representaban a los varones, y en los nombres de abuelos
y abuelas y tíos y tías que iba anotando. El entrevistado era de apellido Palacios, como don
Octavino, mi antiguo anfitrión en Chigorodó. El presentimiento de que existiera un
parentesco entre los dos Palacios acicateó mi curiosidad. Tomados los datos, los repasé con

140
doña Rosmira, la esposa de don Octavino, en ese entonces también refugiada en Quibdó
debido a las amenazas de una guerrilla, quizás del EPL.

Don Octavino y el entrevistado compartían varios familiares, pero de ellos el más


importante era un bisabuelo. Ese hallazgo no sólo le daba fuerza a la hipótesis sobre la ruta
que siguieron los pioneros desde las minas del Citará hacia el alto Baudó, tomando el río
Quito, sino que era indicio de que quizás otros desplazados harían parte de las mismas
redes de parientes. No pude esconder la alegría que me embargó. Caché la compartía
conmigo. Quizás, como yo, él intuía que, como siempre ha sucedido con los descendientes
de los esclavizados, Ananse comenzaba a retejer la red que los ha integrado y que les ha
permitido rehacer su existencia a partir de la astucia y la autosuficiencia. De pronto, éramos
testigos de que la fortaleza de la telaraña haría posible nuevas existencias en la ciudad o --lo
más importante-- el retorno a los territorios ancestrales.

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158
GLOSARIO35

abundancia: (véase) arrechera, en el litoral Pacífico,


sardina de escaso valor comercial, a la cual se le
atribuyen virtudes afrodisíacas.

achicador: en el litoral Pacífico, miembro de la


tripulación de un chichorro (véase) encargado de
achicar (véase) la canoa.

achicar: extraer el agua de una embarcación.

afrodescendiente: Sueli Carneiro introdujo este


Niños bañándose en el
término (¿neoetnónimo?) en el Taller sobre Etnicidad
río Misará después de
e identidad en el mundo de habla portuguesa dentro
bailar en un recorrido
del 4° Congreso Luso-Afro-Brasileño de Ciencias
para festejar a la virgen
Sociales, celebrado en el Instituto de Filosofía y
de la pobreza. (Sivira,
Ciencias Sociales de la Universidad Federal de Rio de
Bajo Baudó) Foto:
Janeiro, entre el 1° el 5 de septiembre de 1996.
Jaime Arocha, febrero
de 1995. aguajes: (véase) pujas.

ajiradado: animado.

alabao: canto ritual polifónico que se interpreta en registros muy altos durante toda la noche
de un velorio y, luego, durante las nueve noches de la novena.

almocafre: en el litoral Pacífico, instrumento usado en la minería artesanal para rasgar una
superficie pedregosa y forzar a que el barro rico en materiales auríferos se vaya al fondo del
canalón donde se hace el lavado. Su forma combina la de una cuchara con la de un garfio.
Va montado en un mango de madera.

anguilla: en el litoral Pacífico y en otros lugares de América, anguila.

apegar: en el litoral Pacífico, aferrarse a algo. También acercarse. Así, apegar a la orilla es
acercarse a la orilla.

armazón: cargamento de cautivos africanos.

arrechera: en el litoral Pacífico, sardina con supuestos poderes afrodisíacos.

35
En parte basado en Friedemann y Arocha 1986: 445-460.

159
arreglador de perros: en el Baudó, persona iniciada en los procedimientos mágicos, rituales,
pedagógicos, veterinarios y botánicos mediante los cuales se logra que un perro adquiera
habilidades para cazar determinadas presas.

arrope: entre los afrotumaqueños de la ensenada, cobertura de palos pequeños que se usa en
la producción del carbón de mangle.

asiento: en el litoral Pacífico, lugar donde comienza a crecer algo.

asiento de negros: desde 1580, hasta 1810, la Corona española suscribió contratos
concediéndole al contratista derechos monopólicos para proveer de esclavos a sus
posesiones de las Indias.

atajar: en el litoral Pacífico, técnica de pesca empleada en los esteros utilizando una red
pequeña similar al chinchorro. Ésta se fija al piso con grapas de palma, cuando las aguas
están bajas. Los lados y el buche (véase) van sujetos con palos. Se deja hasta que las aguas
suban; cuando vuelven a bajar, los pescadores hacen toda clase de ruidos para obligar a los
peces a que se metan al buche. Una o dos personas pueden llevar a cabo toda la operación,
la cual sirve de entrenamiento para otras clases de pesca.

azulejo: jaiba o cangrejo de mar.

balsámica o balsánica: en el departamento del Chocó, infusión de yerbas, raíces y partes de


distintos animales a la cual se le añade biche (véase) y se guarda en botellas benditas o
rezadas para curar distintos tipos de dolencias, incluidas las picaduras de culebra.

bañar: entre los afrobaudoseños, sobar.

bañador: en el litoral Pacífico, entre los tripulantes de un chinchorro (véase), quien se


encarga de bucear para desenredar la red cuando ésta se pega al fondo del mar.

bañar chinchorro: bucear para desenredar un chinchorro que seha quedado pegado del plan
(véase).

barbascos: diferentes variedades de plantas, cuyas raíces contienen veneno. Los pescadores
las machacan dentro de pequeñas represas para adormecer a los peces. En el Baudó, hay
agricultores que siembran barbascos con diferentes cultivos para controlar la acción dañina
de covatierra (véase).

barreño: en el litoral Pacífico, cangrejo amarillo y azul que se encuentra en los manglares a
partir de julio.

160
batea (para minería): recipiente circular plano, excavado en madera, cuyo diámetro puede
variar entre los cincuenta y noventa centímeros, y se usa para lavar arenas aurífeas o
separar el oro de la jagua.

biche: lo que está verde o sin madurar, como el monte que renace cuando se deja un lote de
cultivo, como el platino, que es oro biche. También, aguardiente de caña preparado en los
alambiques locales del litoral Pacífico (véase), chancuco.

boldo: remedio contra el paludismo.

bozal: esclavo recién llegado del África.

boya: flotador para izar una red o marcar su posición.

boya a plomo: en el litoral Pacífico, lleno o cargado desde las boyas (véase) hasta los
plomos (véase) o con la máxima capacidad de una embarcación.

brasero: en el litoral Pacífico, pequeña olla vieja para quemar estopa de coco y corteza de
mangle, cuyo humo ahuyenta a los jejenes del manglar.

braza: en el litoral Pacífico, medida de longitud utilizada por los pescadores, equivalente a
cincuenta metros.

bricolage: improvisación creativa que por lo general se contrapone a la racionalidad de la


ingeniería en la producción de instrumentos o en la reparación de objetos. Fabricar un
artefacto utilizando como materias primas otros artefactos u objetos desechados, cuyo uso
puede no estar relacionado con el que se fabrica (Jacob 1981).

bricoleur: improvisador cretativo, cacharrero (véase)

buche: en el litoral Pacífico, bolsa central del chinchorro (véase), de donde los peces ya no
pueden salir. También, parte ancha de una canoa o un potro.

bufeo: delfín.

cabo: lazo utilizado para jalar las mangas de un chinchorro (véase).

cacharrera/cacharrero: vendedora o vendedor ambulante que recorre las calles de los


pueblos o navega por ríos y quebradas ofreciendo cortes de tela, jabón de olor,
desodorantes, talcos, zapatos de tenis, y otras mercancías. Improvisador creativo, bricoleur
(véase).

cacharrear: improvisar con creatividad la fabricación de un objeto o artefacto, a partir de


artículos desechados e intrumentos diseñados para un uso diferente, bricolage (véase).

161
cacharro: mercancía que venden cacharreras y cacharreros.

calados: tallas en madera que adornan ventanas, techos y balcones de las casas del
Afropacífico.

calar: en el litoral Pacífico, momento de un lance cuando se ve la línea de boyas y ya no se


jalan los cabos de cada manga (véase), sino los sardenales (véase) del chinchorro (véase).
Los miembros de cada manga se dividen en dos subgrupos: uno tira de la relinga de boyas y
el otro, de la de lastres.

calle: distancia en línea recta que abarca la mirada de una persona, al final de la curva de un
río. En el Baudó, cuando navega por un río, la gente mide en calles la distancia que media
entre uno y otro destino.

canchimalas: pescado con púas venenosas.

canoa auxiliar: embarcación de un equipo de chinchorro (véase), donde va la tripulación


que jala la manga de estacas (véase). Dentro de ella, además, se lleva el pescado al
mercado.

canoa principal: en el litoral Pacífico, embarcación en que viajan los pescadores que jalan
la manga de apegue (véase), además del chinchorro (véase) con sus cabos.

canoa realzada: en el litoral Pacífico, embarcación basada en una canoa de origen indígena
(entre los emberaes, según Stipeck, 191: 37, champa para el río; parga e ibagua para el
océano), a la cual se le añade un costillar de madera y tablas para aumentar su calado y
capacidad de carga. Para mejorar su estabilidad se le amarran dos o cuatro flotadores de
balso. Las rendijas que quedan entre las tablas y la realza, se calafatean con brea y fibras
vegetales.

cantar jai: entre los indígenas embera, jai quiere decir espíritu y el canto de jai es la
ceremonia mediante la cual se les llama con diferentes propósitos, siendo la curación de
enfermedades el más conocido (Friedemann/Arocha 1985: 248-251; 371).

cañeo: entre los afrobaudoseños, después de haber cosechado arroz y maíz, los cultivadores
eliminan los límites de la propiedad familiar que delimitaban, y de ese modo crear especies
de callejones en las orillas de ríos y quebradas donde se les permite a los cerdos ramoneros
andar a sus anchas y alimentarse de los tallos y cañas que quedan dobladas sobre la tierra.

capón: en el litoral Pacífico, red análoga a la changa pero que se utiliza en el río; es de
menor tamaño y se mete a mano al agua; su calado no requiere de tracción mecánica.

carabalí: etnónimo ideado por los esclavizadores para designar a los cautivos del río
Calabar, incluidos los ibos e ibido-efik (Maya 1998a: 42). En el litoral Pacífico, camarón
tigre.

162
carduma: en el litoral Pacífico, sardina.

cimarrón: durante la Colonia, esclavo que escapaba de sus amos y que generalmente se
refugiaba en la cima del monte (De ahí el calificativo). También, ganado que se separaba de
las vacadas que llevaban los conquistadores para fundar las primeras ciudades del valle del
Cauca o los comerciantes para aprovisionar las minas de Antioquia. En el valle del Cauca y
en el Baudó, nombre de una planta que se usa como condimento y medicina.

cobero: en el litoral Pacífico, entre los tripulantes de un equipo de pesca con chinchorro, el
que se encarga de enrollar los cabos a medida que se van jalando y sacando del agua.

códigos negros: conjunto de normas sobre el manejo de los esclavizados en Europa y


América. Expedidos dentro de las Siete Partidas, desde el siglo XIII en España, fueron
reformados a finales del siglo XVIII y también se emplearon hasta el siglo XIX en Francia,
Inglaterra, Holanda y Portugal.

colino: en el litoral Pacífico, lote de cultivo, por lo general sembrado con plátano.

comedera: «cuando uno `tá jondiao con lajcanoa, con lojchinchorro y el pejcado sale a
comer. La mancha de pejcado sale encima del mar a comé» (Ángel Perlaza, ensenada de
Tumaco).

componedores de casas: entre los afrobaudoseños, personas iniciadas en las técnicas


mágico-religiosas y botánicas mediante las cuales es posible sellar los lados, puertas y
ventanas de una vivienda para hacerla inaccesible a los malos espíritus.

conchajena: en el litoral Pacífico, cangrejo ermitaño muy abundante en la ensenada de


Utría. En El Chajal, los afrodescendientes lo clasifican como un caracol.

condicional: en el litoral Pacífico, pescador que no es socio permanente de un grupo de


pesca con chinchorro (véase).

covar: cavar

covatierra: entre los afrobaudoseños, topo.

criollo: esclavo nacido en América.

cuagro: en el palenque de San Basilio, grupo de edad.

cuarterón: término utilizado durante la Colonia para designar a quien se consideraba que no
había heredado sino una cuarta parte de «sangre negra». Fue cayendo en desuso con las
reformas borbónicas de finales del siglo XVIII, hasta ser abolido durante el período
republicano.

cumbe: comunidad palenquera en Venezuela.

163
cununao: en el litoral Pacífico, ritual de carácter profano en la danza del currulao.

cununo: en el litoral Pacífico, tambor tallado en un tronco.

currulao: del idioma kikongo, «kulala», danza muy rápida y emocionada que hoy sólo se
baila en la costa Pacífica, pero que antes también se bailó en Cartagena. El vocablo original
perdura en la lengua del palenque de San Basilio.

cusumbí: mofeta.

CH

champa: canoa.

chancuco: bebida fermentada y destilada de miel de caña de azúcar en alambiques locales.


También (véase) biche, chapil, charuco y tapetusa.

changa: en el litoral Pacífico, pequeña red de ojo muy fino que los pescadores arrastran
mediante una canoa de 3.5 m-5 m de eslora, que la propulsa un motor de cuarenta caballos.
En El Chajal, a finales del decenio de 1970, después de trabajar como ranfañán (véase) y
haber observado de cerca las redes de prueba que emplean los camaroneros, un tejedor de
redes llamado Héctor Mariano Cabezas modificó las nasas de prueba que lanzan los
camaroneros comerciales. Con ello logró esta red artesanal de arrastre.

Changó: en el panteón yoruba, dios de la fertilidad, del fuego, del rayo y de los tambores.
Se manifiesta mediante la imagen de Santa Bárbara. Sus números son el 4 y el 6; sus
colores el rojo y el blanco (Murphy 1992: 42, 43). Su símbolo consiste en un hacha
simplificada como dos triángulos equiláteros unidos por uno de sus vértices. En el Baudó,
así aparece en los altares fúnebres, en la cestería y en los calados (véase) de las casas.

chapa: en el litoral Pacífico, dentadura postiza completa.

chapil: (véase) chancuco.

charuco: (véase) chancuco.

chautiza: en el litoral Pacífico, especie de sardina que aparece a mediados del año.

chayo: nasa utilizada en la pesca de jaibas. Parecida a unaraqueta de racket ball, su red es
más bien tensa, hecha de bejucos gruesos. Su parte ancha se mete al agua para sacar el
cangrejo que está mordiendo en el anzuelo la dura carne de anguila que se usa como
carnada.

chequeo: en el litoral Pacífico, competencia para reportar primero los animales de valor que
se enredan en el buche (véase) de un chinchorro. Quien canta primero, gana el derecho al
usufructo de ese animal.

164
chigualo: velorio por el alma de un niño.

chilapo: en el Afropacífico, etnónimo para nombrar a los inmigrantes de los valles de los
ríos Sinú y del San Jorge.

chilma: bejuco que produce un narcótico; se saca entre noviembre y diciembre.

chimilitas: en el carnaval de Mompox y otros puertos del bajo Magdalena, diminutivo con
el cual aparecen los indios chimilas en versos y cantos.

chinchorro: red de ojo pequeño, hasta 3 cm, cuya longitud puede llegar a los 1600 m, 800
brazas. De acuerdo con su tamaño, se lanza desde la playa o mediante la tracción de una
canoa con motor fuera de borda.

chiripiangua: variedad de piangua (véase).

chivata: en el litoral Pacífico, mochila hecha con las mismas fibras de las redes; los
pescadores de chinchorro las usan para llevar a las faenas de pesca de agua dulce, un plato
y un tenedor. En la pesca de camarones y cangrejos, las chivatas se emplean para meterlas
en los calderos hirvientes donde aquellos se cocinan.

chocar: golpear los guijarros para que suelten la arcilla rica en materiales auríferos.

chocolate: en la ensenada de Tumaco, árbol de..., mazorca de...

cholo: indígena embera, waunan o cuna.

chonta (Pyrenoplyphis major): palma, llamada también lata de gallinazo, cocorote, lata
macho, chontaduro. En el litoral Pacífico se conoce con ese nombre la madera que proviene
de dicha palma y que se usa para fabricar las unidades de percusión de la marimba.
Igualmente se denomina así al galpón con piso de esa misma madera, situado sobre el
puerto donde los pescadores de camarones y jaibas descargan su producción y la procesan,
hasta enyelarla (véase) para la venta. También es posible guardar allí aparejos, pagando un
arriendo. Los dueños de las chontas son además prestamistas, así que con ellos se dan
relaciones de endeudamiento.

chores (del inglés shorts): pantaloneta.

chorgao: en el litoral Pacífico, clase de piangua.

churo: en el litoral Pacífico, caracol. En la orfebrería artesanal, una de las partes de las
obras en filigrana.

damajagua: en el litoral Pacífico, tela obtenida de la corteza de un árbol.

165
dar máquina: imprimirle potencia a un motor fuera de borda.

dueños: en el litoral Pacífico, patronos o jefes de un equipo para la pesca con chinchorro
(véase); personas a quienes pertenecen los aparejos y las embaraciones.

Eleguá: en el panteón yoruba, oricha que abre los caminos y que es dueño de las
encrucijadas. Embaucador y mensajero que tomó los caminos del Niño de Atocha y San
Antonio de Padua, cuyo número es el 3, y sus colores el rojo y el negro (Murphy 1992: 42,
43).

enclave: santuario de tecnología y comodidades propias de zonas urbanas de países


desarrollados. Desde allí se extraen o exportan minerales, peces y mariscos, pieles y
animales vivos, o maderas, minerales preciosos, petróleo y carbón, todos esenciales para la
economía del país. Por lo general, está rodeado de selvas y desiertos, y dentro de las
economías dependientes no beneficia a los habitantes de las regiones donde se localiza, sino
más bien a los accionistas de las grandes corporaciones multinacionales.

encoñador: en el litoral Pacífico, se dice de un trabajo que da gusto realizar.

endulzar: lavar con agua dulce; desalinizar.

enyelar: en el litoral Pacífico, cubrir con trozos de hielo; a veces, congelar.

esclaviteño: en el litoral Pacífico, esclavista.

espejo: soporte vertical localizado en la popa de una canoa para asegurar el motor fuera de
borda.

espinel: también llamado palangre, consiste en un conjunto de hasta trescientos anzuelos


que se guindan de cordeles empatados a una línea central o mama (véase). Para mantenerlo
tenso en el agua, de los extremos de la mama se atan dos izadoras (véase) de cuyos
extremos superiores se amarran boyas, y de los inferiores, plomos. Para que las corrientes
no se lleven el espinel, entre los anzuelos se intercalan sachos (véase).

familia elemental: la formada sólo por la madre y los hijos.

fantasía: en el litoral Pacífico, adornos.

glosador: solista y adalid de un ritual de currulao (véase).

guaña: sardina de río.


166
guasá: tubo de astillas de chonta. También, una totuma o calabazo hemisférico con semillas
en el interior que, al sacudirlo, produce sonido musical.

guasca: cuerda para amarrar. En la minería del litoral Pacífico, también designa a la fila de
trabajadores, especialmente mujeres, que se pasan de mano en mano piedras del canalón
hacia el botadero.

guindola: en el litoral Pacífico, anillo que se amarra con cada cabo para que cada tripulante
se meta dentro de él y pueda así jalar el chinchorro (véase).

guinulero: lugar donde se siembran guinules (véase).

guinules: fruta similar al zapote.

hileros: nombre que se da en Tumaco a las corrientes de agua que cargan la basura que
apega o llega a las playas (véase apegar).

irse por dentro: en el litoral Pacífico, navegar por el manglar, durante la pleamar, tomando
los esteros.

irse por fuera: en el litoral Pacífico, navegar por fuera o lejos del manglar.

izadora: cuerda que iza la línea de un espinel (véase). Va sujetada alfondo por un sacho
(véase) o lastre de piedra y a la superficie por una boya.

jagua: mezcla de polvo de oro y partículas de óxido de hierro.

jaibaná: entre los embera y waunan, oficiante religioso.

ladino: esclavizado africano que, después de varios años en Europa o América, ya era
competente en las culturas e idiomas europeos.

lamparito: en el litoral Pacífico, hombre con mucha chispa.

lançado (voz portuguesa, «el que puja en una subasta»): traficante portugués residente en
África, a quien le correspondía conseguir esclavos para los barcos europeos.

lance: acción de lanzar un chinchorro (véase).En un día pueden hacerse hasta tres lances,
siempre y cuando la abundancia de capturas lo justifique.

167
lanzador: en el litoral Pacífico, miembro de un equipo de pesca con chinchorro (véase),
encargado de ir echando, ya sea el bolso de la red a la mar (lanzador de buche), las boyas
(lanzador de boyas) o los lastres de la misma (lanzador de plomos).

libre: etnónimo que adoptaron los africanos y sus descendientes tan pronto obtuvieron su
libertad. En el Baudó, sinónimo de persona negra.

línea: en el Afropacífico, bus.

línea de boyas y de plomos: para que el chinchorro (véase) se abra, es necesario templarlo
dentro del mar. Esto se logra mediante las fuerzas opuestas de una línea de flotadores o
boyas y una línea de lastres o plomos.

lo: en el litoral Pacífico, nos, pronombre personal, primera persona plural.

maestro de espinel: término equivalente a proero (véase) o probero (véase).

mama: en el litoral Pacífico, cordel largo que hace parte de un espinel (véase) o palangre
(véase) y se mantiene tenso y paralelo a la superficie del agua mediante dos izadoras
(véase) que se atan a cada uno de sus extremos y desde el cual, cada 30 o 50 cm, se guindan
cordeles verticales de menor longitud, con sus respectivos anzuelos.

mambís: comunidad palenquera de Cuba.

manda: entre los afrobaudoseños, afrenda que se le hace a alguna dedidad.

manga: sardenal (véase).

manga de estacas: en el litoral Pacífico, cabos y mitad de un chinchorro (véase), la cual se


lanza primero.

manga de apegue: mitad de un chinchorro (véase), con sus cabos, la cual se lanza de última.

mares: en el litoral Pacífico, oleaje.

mares altas: en el litoral Pacífico, oleaje muy fuerte.

marijco: en el litoral Pacífico, se refiere al olor que desprenden los pescados, camarones y
cangrejos.

marimba: voz procedente del quimbundo que corresponde al plural que se forma
anteponiendo al radical el prefijo «ma» muy frecuente en las lenguas bantúes. Instrumento
musical en el currulao (véase).

168
mayarse (enmallarse): en el litoral Pacífico, se dice que el pescado se maya (o se enmalla)
cuando no queda en el buche (véase) del chinchorro (véase), sino que se enreda en los
sardenales, (véase) mallas y medias mallas.

mediamarea: en el litoral Pacífico, mitad de la pleamar.

mediavaciante: en el litoral Pacífico, mitad de la bajamar.

médico raicero: entre los afrobaudoseños, persona iniciada en los métodos para diagnosticar
enfermedades y curarlas valiéndose de sus conocimientos sobre la botánica de la región.

mina comedero: en el litoral Pacífico, yacimiento aurífero respecto del cual tienen derechos
y deberes de explotación los miembros de una familia elemental (véase).

mina compañía: en el litoral Pacífico, yacimiento aurífero en el cual tienen derechos y


deberes de explotación miembros de un tronco (véase).

mitaca: cosecha a mediados del año. También, subienda de menor intensidad durante los
meses de junio y agosto. Elecciones de mitaca: las legislaturas que se celebran entre las
presidenciales.

mocito: en el litoral Pacífico, se dice del manglar joven.

mochos: en el litoral Pacífico, pantalones recortados un poco más arriba de la rodilla,


usados por quienes pescan con chinchorro (véase).

monte: selva. En el Baudó, monte biche es aquel donde comienza a recuperarse la


vegetación selvática, después de cultivar un colino (véase), y donde siembran frutales.
Monte alzao es aquel cuya cobertura boscosa ya es prominente y los frutales están allí
sembrados en plena producción. Y monte bravo el que ya se ha recuperado y es similar a la
selva vírgen, a donde los campesinos tan sólo se aventuran a cazar de día, tomando las
precauciones necesarias para evitar los ataques de los espíritus habitantes de esa franja
incierta.

mosqueo: en el Afropacífico, es la porción de pescado que se le da a una persona que no


pertenece a un chinchorro (véase) y que, por lo tanto, no tiene derecho a compartir las
partes en las que se divide la producción.Es usual que se le conceda a un niño de 10 a 12
años por ayudar a desenmallar el pescado, cuando comienza a calar (véase) el chinchorro
(véase). Cuando la persona mosquea bien, puede recibir una parte como los demás
pescadores, porque mosqueando es posible obtener una captura mayor que la obtenida
mediante la división por partes.El mosqueo es importante en relación con el adiestramiento
de los niños en las labores de pesca.

murán: en el litoral Pacífico, termita.

169
N

navegar por dentro: véase irse por dentro.

navegar por fuera: véase irse por fuera.

negritud: una fase del movimiento afrocriollo que tuvo su punto de partida en el concepto
de négritude expresado en Europa por poetas negros de la lengua francesa (de Senegal)
Aimé Cesaire (de Martinica), Léopold Sédar Senghor y León Damas (de Guayana
francesa), en 1930, en torno al reencuentro y revaloración de las personas negras frente a sí
mismas. En Colombia, el término negritudes se utiliza como eufemismo para señalar a las
poblaciones negras.

ngombe (voz bantú): ganado.

ñia (jugábamos): en el litoral Pacífico, cuando dos jugadores tienen mucha experiencia y
pueden hacerse el uno al otro tantos trucos que ninguno de los dos gana.

Oba: en el panteón Yoruba, oricha esposa de Changó. Representa lafidelidad conyugal.

Obatalá: en el panteón yoruba, oricha creador de la Tierra y de los seres humanos, de la


justicia y de la pureza.

ojón: en el litoral Pacífico, pez pequeño de ojos muy grandes, de escaso valor comercial.

oricha: cualquiera de las deidades masculinas y femeninas de los yorubas.

paisa: en el litoral Pacífico, etnónimo para denominar a quien no es cholo (véase) ni libre
(véase), así sea antioqueño o no.

palangre: hilera de anzuelos que penden de una línea principal o mama, (véase) y se
mantiene horizontal por medio de izadoras, (véase).

palenque: comunidad autónoma de los poderes coloniales, formada por cautivos cimarrones
o rebeldes, quienes demarcaban su territorio mediante empalizadas de madera.

pango: en el litoral Pacífico, toque mágico de marimba.

parmal: bosque donde predomina la palmera cuyo cogollo se corta para producir los
palmitos que se enlatan.

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patiadura: cobertura de un morro de palos de mangle, cuya combustión con poco oxígeno
produce el carbón de palo.

patronos: véase dueños.

pegao: arroz semiquemado que se pega a la olla.

peje: pez.

piangua: en el litoral Pacífico, concha del manglar (Anandera similis).

pigmentocracia: ordenamiento social determinado por las características físicas del


individuo, en particular por el color de la piel.

pilotillo: en el litoral Pacífico, capitán de la canoa auxiliar, sub capitán de la tripulación de


un equipo de pesca con chinchorro (véase).

piloto:en el litoral Pacífico, capitán de la canoa principal; adalid de la tripulación de un


equipo de pesca con chinchorro (véase).

plan: en el Afropacífico, fondo del mar o de un río.

plomo: lastre.

pluma: nombre derivado del de las grúas que arrastran las redes de los buques usados en la
pesca comercial de camarones, y el cual se refiere a la vara que sirve para remolcar la
changa (véase) con una canoa de motor. Tiene 3 o 4 metros y se fija al costillar hacia la
mitad de la embarcación, mediante un cabo que forma una espiral, cuyos anillos se van
pisando a sí mismos. Para que no se parta por la fuerza que ejercen los cabos que salen de
ella hacia la popa y se sumergen con la red, de los extremos de la vara se atan otros dos
cabos que se aseguran de un orificio perforado en la proa.

plumuda: en el litoral Pacífico, variedad de sardina de escaso valor comercial.

pomada o pomadilla: en el litoral Pacífico, camarón amarillo del mismo tamaño del tití,
pero de escaso valor comercial porque se descompone con rapidez.

pombeiro (de Pombo, adaptación a la fonética portuguesa de Mpumbu, lugar cerca del bajo
río Congo, donde se realizaba una feria de cautivos): traficante en los pombos o ferias de
esclavos.

pondo: en el litoral Pacífico, batea que termina en dos asas. Cargado por los mineros, sirve
para llevar piedras grandes desde el canalón hasta el botadero de la mina.

potro: canoa pequeña.

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proero (o probero): en el litoral Pacífico,navegante que se encarga de señalarle al piloto la
vía que debe tomar, ya sea para no tropezar con un obstáculo o para lanzar el chinchorro
(véase) de la mejor manera posible.

puertas: en el litoral Pacífico, planchas cuadradas de madera que miden entre 70 y 90


centímetros, que se atan a la changa (véase) para que ésta se arrastre por el fondo marino.

pujas: en el litoral Pacífico, semanas durante las cuales la pleamar alcanza cada día mayor
altura. También aguajes (véase).

purga: entre los afrobaudoseños, fase en el desarrollo de un cerdo, cuando su dieta


primordial consiste en las pepas de chontadoro que se han caído de las palmas. Si el animal
es pequeño, se desteta al terminar la purga.

quela: tenaza de los cangrejos.

quiebra: en el litoral Pacífico, semanas durante las cuales la bajamar alcanza su menor
nivel.

quilombo: comunidad palenquera en Brasil.

ramonero: entre los afrobaudoseños, cerdo doméstico que no se mantiene en cautiverio,


sino que se le permite hacer una vagancia controlada por bosques y riberas en busca de su
alimento.

rampira: en el litoral Pacífico, es el arte de hacer canastos. Los palos de los cuales se
obtiene la vena se consiguen en el monte. Son las mujeres las que hacen este trabajo porque
aprenden desde niñas.

ranfaña: en el litoral Pacífico, cantidad de pescado que en un barco camaronero le


corresponde a un miembro no permanente de la tripulación, quien no tiene derechos sobre
las partes en las cuales se divida la producción de camarón.

ranfañán: quien recibe la ranfaña (véase).

realza: véase canoa realzada.

recocha: bullicio, algazara, retozo colectivo.

recomendado: en el litoral Pacífico, agregado de una finca.

red agallera: trampa que permite atrapar peces por las agallas.

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relinga:extremo superior o inferior de un chinchorro (véase). La relinga inferior es de
plomos, y la superior de boyas.

resucito: entre los afrobaudoseños resurección.

riviel: en el litoral Pacífico, un demonio encarnado por una de las chontas (véase) de la
marimba (véase). En el Baudó, también es ánima en pena que navega en su ataúd, remando
con la tapa y llamando a los vivos mediante destellos luminosos. Quienes acuden a su
súplica, son atrapados por él.

sacho: en el litoral Pacífico, piedra que se usaa manera de lastre en los espineles (véase).

saltatrás: hijo de mestizos con rasgos de blancos que nace con facciones de negro.

sardenales: alas o mangas laterales de un chinchorro (véase).

secreto: entre los afrobaudoseños, combinación de palabras o de entonaciones vocales, cuya


divulgación lleva a que un ritual mágico o religioso pierda o aumente su poder, según el
caso.

subida: en el litoral Pacífico, trayecto que los pescadores le hacen recorrer a un cabo
(véase) de cualquier manga (véase) del chinchorro, desde la orilla hasta el límite de la playa
con el bosque o sobre un banco de arena.

tapa: en el litoral Pacífico, corteza del mangle.

tapao: en el litoral Pacífico, especie de sancocho de pescado, cuyo cocimiento se hace


tapando la olla con capas de plátano y hojas de bijao (véase).

tapetusa: (véase) biche.

tapiar: en el litoral Pacífico, tapar.

tasquero: en el litoral Pacífico, cangrejo rojo, negro y amarillo que se encuentra en los
manglares.

tibunco: recipiente viejo, hecho de plástico, que se usa comoboya o para achicar (véase).

tigre: en el litoral Pacífico, camarón de tamaño mediano, cuyo valor equivale al del
langostino. También lo llaman carabalí (véase).

tirar zorro: en el litoral Pacífico, buscar trabajo.

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tití (Palacom bankopi): en el litoral Pacífico, camarón pequeño de buen valor comercial.

tiza: carbón del palo de mangle.

trasquear: traquear.

trasmallo: red de ojos grandes y fibra delgada que se extiende a manera de pared para
atrapar a los peces por las agallas.

tronco: conjunto de parientes consanguíneos que pueden establecer su ascendencia, tanto


por línea paterna como materna, hasta llegar a un antepadado común, fundador de la
parentela.

trúntago: en el Baudó, guayacán. Viga de una casa, la cual se lega de generación en


generación.

tulapuejta: tablas para hacer casas.

tundiar o taconear: en el litoral Pacífico, valiéndose de un capón (véase), acorralar guañas


(véase) o peces diminutos.

verde:en el litoral Pacífico, plátano verde.

vianda: en el litoral Pacífico, segmento de un portacomida; recipiente que el pescador de un


equipo de chinchorro usa para recibir la comida.

viga mama: equivale a trúntago (véase) en el Afropacífico nariñense.

vulgado: en el litoral Pacífico, caracol de los manglares.

yonson (del inglés Johnson): motor fuera de borda.

zangara (Anandera grandie): variedad de piangua (véase) de mayor tamaño.

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