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COMO L E E R

UN LIBRO
MORTIMER J. ADLER

COMO LEER
UN LIBRO

INSTITUTO POLITÉCNICO NACIONAL


MÉXICO 1992
Titulo de la obra en inglés:
HOW TO READ A BOOK

Version castellana
Corina Acevedo Diaz

\ Primera edición, agosto de 1961, Buenos Aires, Argentina


Primera edición en México, D . F . , abril de 1984.
iPrimera reimpresión en México, D . F . , abril de 1992.

ISBN 968-29-0176-6

Derechos de edición cedidos por Editorial Claridad, S.A.,


de Buenos Aires, Argentina, en exclusiva para el Instituto
Politécnico Nacional de México.
I N D I C E

Presentación 7
Proemio 9

PRIMERA PARTE

LA ACTIVIDAD DE LA LECTURA

I. Ei lector común 15
II. La lectura de "lecturas" 25
III. Leer es aprender 39
IV. Maestros, vivos y muertos 51
V. El fracaso de las escuelas 65
VI. Sobre la autoayuda 95
SEGUNDA PARTE

LAS REGLAS

VII. De muchas reglas a un hábito 111


VIII. Captando a través del título 127
IX. Examinando el esqueleto 142
X. Llegando a una transacción 161
XI. Qué es la proposición y por qué 180
XII. El ceremonial de la contradicción 201
XIII. Las cosas que el lector puede decir 213
XIV. Y todavía más reglas 224

IERCERA PARTE

EL RESTO DE LA VIDA DEL LECTOR

XV. La otra mitad 247


XVI. Los grandes libros 269
XVII. Mentes libres y hombres libres 294

APÉNDICE

Una lista de los grandes libros 309


PRESENTACIÓN

Me siento muy complacido de poder presentar a quienes nos


han distinguido con su preferencia e interés por conocer nues-
tro fondo bibliográfico, la tercera edición de la obra Cómo
leer un libro, del pensador norteamericano Mortimer J. Adler.

No cabe duda que quien lee se cultiva; pero ciertamente cuando


se hace de manera conveniente, se alcanza el mejor resulta-
do, traducido en una cultura con bases solidas; de ahí la
importancia de este libro, que constituye una inestimable apor-
tación para las generaciones presentes y futuras, por tratarse
de una obra seria y constructiva, gracias a la calidad del men-
saje que contiene.

Tengo la seguridad de que la presente edición que ahora mira


la luz, superará en su éxito a las anteriores y obtendrá la pre-
ferencia de los lectores de la comunidad politécnica y en ge-
neral, del pueblo mexicano.
A
Mark y Arthur
PROEMIO

He tratado de escribir un libro liviano acerca de la lectura


pesada.
Aquellos que no encuentran placer en saber y comprender,
no deben tomarse la molestia de leerlo, ni tampoco los que creen
que todos sus ratos de ocio deben consagrarse a distracciones fá-
ciles, tales como el cinematógrafo, la radio, y las novelas frivolas.
Me dirijo a los que comparten mi criterio.
La lectura —según la explico (y la defiendo) en este li-
bro— es un instrumento básico para vivir bien. No necesito de-
fender la conveniencia de vivir humana y razonablemente, pese
a que pareciese que tuviésemos que defender nuestro derecho a
hacerlo.
La lectura, repito, es un instrumento básico. Aquellos que
pueden hacer uso de ella para aprender en los libros, mientras se
distraen con ellos, tienen libre acceso a los arcanos de la erudición.
Pueden equipar sus intelectos de modo tal que la perspectiva de
horas pasadas en la soledad les resulte menos desoladora. Y en
las que transcurren en compañía de otras personas, no deben te-
mer el sonido falso de una conversación vacía.
La mayoría de nosotros encuentra que la conversación es
algo insípido. Parece que tuviésemos poco que decirnos, luego
de agotar los escasos tópicos familiares, repitiendo las mismas
gastadas observaciones. La prensa y la radio proporcionan los
temas; pero como éstos son casi siempre los mismos, nuestros
comentarios resultan igualmente triviales. Es ésta la razón que
nos impulsa a la chismografía y a la maledicencia, o nos hace
abandonar la conversación por el bridge o el cinematógrafo. Y si
no nos es posible mantener un diálogo interesante, ¡cómo sere-
mos de aburridos cuando quedamos librados a nuestra propia
compañía!
Una justificación, que no es ta única, de la educación liberal
(y éste es un libro sobre educación liberal) es la de que nos enri-
quece; nos hace hombres, y nos capacita para llevar la vida dis-
tintamente humana de la razón. La educación vocacional, a lo
sumo, puede sólo ayudarnos a ganar tos medios de proveer nues-
tras comodidades. Abrigo la esperanza de que todos sepan que la
educación se comienza, pero no se completa, en las escuelas y
colegios. Aunque nuestros colegios realizaran una tarea superior
a la que realizan, seguiría siendo necesario que todos nosotros
prosiguiésemos nuestra educación una vez egresados. Tal como
están las cosas, la mayoría de nosotros debe afrontar el problema
de obtener la educación que las escuelas y colegios no han conse-
guido inculcarnos. La educación nos sigue abriendo sus puertas,
lo mismo si contamos con una instrucción elemental o pese a ella,
pero con la única condición de que sepamos leer.
Teniendo bien presente esto, he escrito un libro acerca de la
lectura. Los que escriben sobre el sexo, o sobre el modo de ganar
dinero, dan a menudo la impresión de que su tema lo es todo en
la vida. Yo no deseo causar una impresión similar con respecto ú
la lectura, pero quiero persuadir a ustedes de que ésta es una parte
esencial de la vida de la razón.
En la primera parte de este libro, me he ocupado del papel
de la lectura en relación con la erudición y el pensamiento, en
la escuela y fuera de ella. En la segunda parte, he tratado de de-
linear los pasos que deben darse para aprender a leer. Como verán
no existe solamente el problema de cómo leer, sino también el de
qué leer. El título indica que mi principal objeto es la lectura
de libros pero el arte de leer que yo describo es aplicable a cual-
quier índole de comunicación. En la vida de sinrazón que hace
ahora presa en nosotros, pueden ustedes utilizar tales conocimien-
tos para ver a través de la propaganda de los órganos oficiales
antagónicos y a ta vuelta de tas proclamas neutrales, y aun leer
entre líneas en los excesivamente breves partes de la guerra.
Existe una tercera parte, que es la más importante. En una
democracia, debemos asumir las responsabilidades de los hombres
libres. La educación liberal es aquí un medio indispensable a este
fin. Ella no sólo nos hace hombres al cultivar nuestro intelecto,
sino que libera nuestra mente al disciplinarla. Sin mente en li-
bertad, no podemos actuar como hombres libres. Trataré de de-
mostrar a ustedes cómo el arte de leer bien está íntimamente rela-
cionado con el arte de pensar bien —claramente, críticamente,
libremente. En consecuencia, la tercera parte de este libro está
dedicada al resto de ta vida del lector.
Este es, en síntesis, un libro sobre la lectura en lo que ésta
se relacione con la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.
Dije que era éste un "libro liviano", y quise con esto significar
que era mucho más fácil que los libros grandes y buenos que
deben ustedes aprender a leer. Tengo la esperanza de que lo en-
cuentren ustedes así, y más aún, que cuando aprendan a leer, la
lectura difícil que un día dejaron de lado cese de resultarles pe-
sada. Gozarán aprendiendo, y todos los libros tes irán pareciendo
livianos a medida que descubran la luz que ellos encierren.
MORTIMER J. ADLER.

Chicago.
PRIMERA PARTE

LA A C T I V I D A D
DE LA LECTURA
CAPÍTULO PRIMERO

AL L E C T O R COMÚN

Este es un libro para lectores que no pueden leer. Esto podrá


parecer descortés, a pesar de que n o tenga la intención de serlo;
puede sonar como una contradicción, pero no lo es. Las aparien-
cias de descortesía y contradicción derivan solamente de la diver-
sidad de sentidos con que la palabra "lectura" puede ser usada.
El lector que ha llegado hasta aquí puede leer, con seguri-
dad, en algún sentido de la palabra, y, por consiguiente, adi-
vinar qué es lo que quiero decir. Esto es, que este libro está dedi-
cado a aquellos que pueden leer en u n sentido de la palabra pero
no en otros. Hay muchas clases de lectura y diversos grados de
habilidad para leer; y por lo tanto no es contradictorio decir que
este libro sea para los lectores que desean leer mejor, o de algún
modo diferente a aquel en el cual pueden hacerlo ahora.
Entonces, ¿a quiénes n o está dedicado este libro? Puedo res-
ponder a esta pregunta nombrando simplemente los dos casos
extremos. Existen aquellos que están incapacitados de leer en for-
ma absoluta: las criaturas, los imbéciles, y otros inocentes; y
"puede haber" los que son maestros en el arte de leer, los que
pueden leer lecturas de toda índole, y hacerlo tan bien como sea
humanamente posible. Tales personas constituyen el ideal de la
mayoría de los autores. Pero un libro como éste, que se ocupa
del propio arte de leer, y que tiene por objeto ayudar a sus lec-
tores a leer mejor, no puede importunar, solicitándole su aten-
ción, al que ya es experto.
Entre estos dos extremos situamos al lector común, y en
esta categoría estamos comprendidos la mayor parte de los que
hemos aprendido nuestro A.B.C. Fuimos iniciados en los pri-
meros pasos que conducen a la lectura y la escritura, pero la ma-
yoría de nosotros admitimos también que no somos expertos
lectores. Lo sabemos de muchos modos, pero se pone más de re-
lieve cuando encontramos que algunas cosas nos resultan demasia-
do difíciles de leer, o cuando tenemos que hacer un gran esfuerzo
para leerlas, o cuando alguna otra persona ha leído lo mismo que
nosotros y nos ha demostrado cuánto hemos omitido o interpre-
tado erróneamente.
Si usted no ha atravesado por circunstancias similares, si
nunca ha sentido el esfuerzo de leer, ni se ha encontrado decep-
cionado al ver que Todos sus esfuerzos no estaban a la altura
de la tarea en que se hallaba empeñado, no sé cómo podré inte-
resarlo en el problema. Muchos de nosotros, no obstante, hemos
experimentado dificultades en la lectura, sin que sepamos por qué
tenemos inconvenientes, ni cómo solucionarlos.
Creo que la causa de esto estriba en que la mayoría de nos-
otros no conceptuamos a la lectura una actividad complicada, que
implica muchas etapas diferentes en cada una de las cuales pode-
mos adquirir más y más destreza por medio de la práctica, como
sucede en el caso de cualquier otro arte. T a l vez ni pensemos que
existe un "arte" de leer. Nos inclinamos a considerar a la lectura,
casi como si fuera algo tan simple y natural como mirar o cami-
nar, y no existe un arte en mirar ni en caminar.
El verano pasado, mientras me hallaba escribiendo este li-
bro, recibí la visita de un joven. Se había enterado de lo que yo
estaba haciendo y venía a solicitarme un favor. ¿Querría decirle
cómo mejorar sus lecturas? Evidentemente creía que yo le res-
pondería con unas pocas frases; más aún, parecía pensar que una
vez que hubiese aprendido la sencilla receta, el éxito le aguardaría
al dar vuelta a la esquina.
Traté de explicarle que este asunto no era tan simple; he
dedicado muchas páginas de este libro, le dije, a las diversas reglas
de la lectura y a la explicación de cómo deben ser seguidas. Le dije
que este libro era similar a u n o sobre cómo jugar al tenis. Según
se dice en los libros, el arte del tenis consiste en reglas sobre la
preparación de cada una de las diversas jugadas; una discusión
sobre cómo y cuándo hacer uso de ellas; y una descripción de có-
mo organizar estas partes dentro de la estrategia general de un
juego exitoso. Acerca del arte de leer debe escribirse del mismo
modo. Hay reglas para cada uno de los diferentes pasos que deben
darse a fin de completar la lectura de un libro entero.
Me pareció un tanto indeciso. A pesar de que sospechaba n o
saber cómo leer, también parecía experimentar la sensación de que
no habría mucho que aprender. El joven era músico, y yo le pre-
gunté si la mayoría de las personas que podían percibir los soni-
dos sabían escuchar una sinfonía. Su respuesta fue, naturalmente,
negativa. Le confesé que yo me hallaba en este caso, y le pre-
gunté si él podía enseñarme a oír la música como un músico espe-
raba que se la oyese. Por supuesto, podía hacerlo; pero no en
unas pocas palabras. Escuchar una sinfonía era un asunto compli-
cado. N o sólo era necesario mantenerse despierto, sino que había
muchas cosas diferentes que oír, muchas partes que distinguir y
narrar. No podía decirme, concisamente, todo lo que yo tendría
que saber; además, yo debería pasar muchas horas escuchando
música para llegar a ser un oyente experto.
Pues bien, le dije que con la lectura sucedía lo mismo. Si yo
podía aprender a escuchar música, el podía aprender a leer un li-
bro, pero sólo en condiciones similares. El aprender a leer bien
equivalía a cualquier otro arte o habilidad; había reglas que se
debían aprender y seguir. Los buenos hábitos tenían que ser ad-
quiridos, y para lograr este objeto no era necesario vencer dificul-
tades insuperables; solamente se requerían voluntad de aprender
y paciencia durante el proceso.
No sé si mi respuesta lo satisfizo por completo. Si no fue
así, existía un obstáculo para su aprendizaje de lector. Aún no
llegaba a apreciar todo lo que implicaba la lectura, y como to-
davía la consideraba algo que casi todo el mundo podía hacer,
algo aprendido en la escuela primaria, seguía dudando de que
aprender a leer fuera ni más ni menos que aprender a oír música,
a jugar el tenis, o a convertirse en un experto en cualquier otra
compleja utilización de la mente y de los sentidos humanos.
Doy por descontado que usted desea aprender. Mi ayuda no
puede llegar más lejos que lo que usted lo permita, pues nadie
puede aprender de un arte más que lo que desee, o juzgue nece-
sario. Se oye decir a menudo que la gente trataría de leer si sólo
supiese cómo hacerlo, y a decir verdad, podría aprender si se em-
peñase en conseguirlo. Y se empeñaría si desease aprender.
— 2 —

Descubrí que no podía leer recién cuando salí del colegio


superior, llegando a esta conclusión luego de haber tratado de en-
señar a leer. La mayoría de los padres han hecho, probablemente,
un descubrimiento similar cuando quisieron enseñarles a sus hijos.
Paradójicamente, como consecuencia, los padres, por lo general,
aprenden más que sus hijos acerca de la lectura. La razón es sim-
ple. Tienen que dedicarse más activamente al asunto, como todo
el que enseña algo.
Volvamos a mi relato. Ateniéndome a mí foja de servicios,
fui uno de los estudiantes satisfactorios de mi época, en Colum-
bia. Pasábamos de un curso al siguiente con notas honorables.
El juego era fácil conociendo las artimañas necesarias, y si cual-
quiera nos hubiese dicho que no sabíamos gran cosa, o que no
podíamos leer muy bien, nos habría ofendido profundamente.
Estábamos seguros de poder asistir a conferencias y leer los textos
de nuestras asignaturas, de modo tal que nos capacitasen para
poder rendir exámenes con toda corrección. Esta era la prueba de
nuestra habilidad.
Algunos de nosotros seguimos un curso que aumentó nues-
tra propia satisfacción de un modo enorme. Este había sido recién
iniciado por John Erskine, y comprendía dos años. Su título
era "Honores Generales" y su inscripción estaba abierta a un
grupo selecto de estudiantes del penúltimo y del último año. Sus
estudios consistían solamente en la lectura de los grandes libros,
desde los clásicos griegos, pasando por las obras maestras latinas
y medioevales, hasta llegar a los mejores libros de ayer: William
James, Einstein, y Freud. Los libros abarcaban todos los campos:
los había de historia y de filosofía, o científicos, poesía dramá-
tica y novelas. Leíamos uno por semana, aproximadamente se-
senta en los dos años, y los discutíamos, con nuestros maestros,
en una reunión semanal exenta de ceremonias.
Aquel curso me produjo dos efectos. Por un lado me llevó
a creer que por vez primera había dado con la parte más valiosa
de la educación; una mina de oro. Aquí había temas humanos,
tratados de un modo realista, comparados con los libros de texto
y las conferencias que solamente exigían a la memoria. Pero lo
malo del caso es que yo no sólo creía haber descubierto la mina,
sino que también estaba convencido de ser su dueño. Aquí esta-
ban los grandes libros, yo sabía leerlos, el mundo estaba en mis
manos.
Si luego de graduado me hubiese dedicado a los negocios,
a la medicina o la jurisprudencia, muy posiblemente abrigaría
aún la presunción de que sabía leer y de que mi erudición sobre-
pasaba los límites de lo común. Afortunadamente, algo me des-
pertó de este ensueño. Para cada ilusión que los años escolares
puedan sustentar, hay algún duro golpe que la destruya. Unos
pocos años de ejercicio de su profesión hacen volver a la realidad
al abogado y al médico. Los negocios, o las tareas periodísticas,
desilusionan al muchacho que se creyó comerciante o reportero
cuando egresó de la escuela de comercio o de periodismo. Pues
bien; yo me creí educado liberalmente, pensé que sabía leer, y
que había leído en abundancia. La cura para esto fue la ense-
ñanza, y el castigo que más exactamente correspondía a mi crimen
fue el tener que enseñar, al año de haberme graduado, en el mismo
curso de "Honores" que me había hecho envanecer tanto.
Cuando estudiante, había leído todos los libros que ahora
iba a utilizar para enseñar, pero, como era muy joven y cons-
ciente de mis responsabilidades, resolví leerlos nuevamente; esto
es, solo para remozar cada semana mis conocimientos, lo nece-
sario para la clase próxima. Con el asombro consiguiente, semana
tras semana, descubrí que los libros me resultaban enteramente
nuevos. Me parecía leer por primera vez esos libros que yo pen-
saba conocer tan a fondo.
Con el transcurso del tiempo, fui notando que no solamen-
te no sabía mucho acerca de cualquiera de estos libros, sino que
tampoco era capaz de leerlos muy bien. Para compensar mi igno-
rancia e incompetencia, hice lo que hubiese hecho en mi lugar
cualquier joven profesor que tuviese alumnos a su cargo. Utilicé
recursos complementarios, enciclopedias, comentarios, toda clase
de libros sobre libros acerca de estos libros. Pensé que así aparen-
taría saber más que los estudiantes, quienes no se hallarían en
condicionas de discernir si mis preguntas o temas provenían de
mi lectura más perfecta del libro que ellos también estaban exa-
minando.
Afortunadamente para mí, fui descubierto; de otro modo,
quizá habría seguido satisfecho con arreglármelas, como maestro,
del mismo modo que lo había hecho como estudiante. Si había
logrado engañar a otros, pronto hubiese llegado a hacerlo con-
migo mismo. Mi primer golpe de suerte consistió en tener como
colega en esta enseñanza a Mark Van Doren, el poeta. Este diri-
gía las discusiones sobre poesía, como se suponía que yo debía
hacerlo cuando se tratara de historia, ciencias y filosofía. El era
varios años mayor que yo, probablemente más honrado, y, cosa
indudable, mejor lector. Viéndome obligado a comparar mi ac-
tuación con la suya, no me fue posible engañarme. Yo no había
descubierto el contenido de los libros leyéndolos, sino leyendo
"acerca" de ellos.
Mis preguntas a propósito de un libro eran de aquellas que
cualquiera podía hacer o contestar sin haber leído el libro —cual-
quiera que hubiese recurrido a aquellos que no pueden o no
quieren leer. Contrastando con las mías, sus preguntas parecían
surgir de las mismas páginas del libro; hasta daban la impresión
de que él tenía cierta intimidad con el autor. Cada libro era un
dilatado mundo, de infinitas e inexploradas riquezas, y ay del
estudiante que respondiese a las preguntas como si, en lugar de
haber viajado a través de él, hubiese estado escuchando una des-
cripción de sus bellezas. El contraste era demasiado violento, y
excesivo para mí. No me estaba permitido olvidar que "yo n o
sabía cómo leer".
Mi segunda buena fortuna consistió en que integraba aque-
lla primera clase un exigente grupo de estudiantes. N o demoraron
mucho en caer en la cuenta; sabían hacer uso de la enciclopedia,
o de un comentario, o de la introducción del editor que general-
mente adorna la publicación de un clásico, en igual forma que yo.
U n o de ellos, que desde entonces ha conquistado fama de crítico,
era particularmente turbulento. Encontraba un placer, que me
parecía interminable, en discutir las diversas teorías acerca del li-
bro, que podían ser obtenidas en fuentes secundarías, siempre con
el fin de demostrarnos, a mí y al resto de la clase, que el libro
en sí aún quedaba por discutir. N o quiero significar con esto que
él o los otros estudiantes pudieran leer, en realidad, el libro mejor
que yo, o que lo hubiesen hecho. Evidentemente ninguno de nos-
otros, exceptuando a Mr. Van Doren, estaba realizando el tra-
bajo de leer.
Luego del primer año de enseñanza, me restaban muy pocas
ilusiones acerca de mi capacidad de leer y escribir. Desde entonces,
he enseñado a estudiantes a leer libros, seis años en Columbia,
con Mark Van Doren, y durante los últimos diez años en la uni-
versidad de Chicago, con el presidente Robert M. Hutchins. Con
el transcurso de los años, creo que gradualmente he aprendido a
leer un poquito mejor. Yo no temo engañarme a mí mismo, cre-
yendo haberme convertido en un experto. ¿Por qué? Porque le-
yendo los mismos libros año tras año, descubrí nuevamente lo
que el primer año en que comencé a enseñar; que el libro que estoy
releyendo es casi nuevo para mí. Durante un tiempo, cada vez que
lo releía pensaba, con bastante lógica, que por fin lo había leído
realmente bien, que ya lo conocía a fondo, sólo hasta que la lec-
tura siguiente ponía de relieve mis insuficiencias y errores de con-
cepto. Luego de haberle sucedido esto varias veces, aún al más
obtuso no le costará el darse cuenta de que la lectura perfecta es
tan inalcanzable como el arco iris. Aunque la práctica conduce a
la perfección, en este arte de la lectura, como en otro cualquiera,
la larga carrera necesaria para probar el adagio sobrepasa el trecho
a recorrer.
_ 3 —

Me encuentro atormentado por dos impulsos. Sin lugar a


dudas, quiero animarlos a ustedes a emprender esta tarea de apren-
der a leer, pero no quiero engañarles diciendo que es algo muy
fácil o que puede hacerse en poco tiempo. Estoy seguro de que
ustedes no desean ser engañados. Como en el caso de cualquier
otra habilidad, el aprender a leer presenta dificultades que debe-
rán ser vencidas con ayuda del esfuerzo y del tiempo, y cualquiera
que intente algo creo que está preparado para hacerlo, y sabe que
la proeza rara vez sobrepasa al esfuerzo. Después de todo, lleva
tiempo y trabajo el crecer desde la cuna, el hacer fortuna, formar
una familia, o adquirir la sabiduría de que algunos ancianos ha-
cen gala. ¿Por qué razón no nos debe llevar tiempo y trabajo el
aprender a leer, y el leer lo que merezca la molestia de ser leído?
Naturalmente, esto no nos resultaría algo tan largo si lo
comenzáramos en la escuela. Por desgracia, sucede casi lo contra-
rio: Uno se ve detenido. Luego me ocuparé más extensamente
del fracaso de las escuelas; aquí sólo deseo registrar este hecho
acerca de nuestras escuelas, algo que nos concierne a todos, por-
que en gran parte son ellas las que han hecho de nosotros lo que
hoy somos —gente que no puede leer lo suficientemente bien
para disfrutar de lo que lee con fines de lucro, o para lucrar le-
yendo por placer.
Pero la educación no termina en la escuela, ni tampoco la
responsabilidad por el destino educacional definitivo de cada uno
de nosotros reside por entero en el sistema escolar. Cada uno pue-
de y debe decidir, por sí mismo, si está satisfecho de la educación
que recibió, o que está todavía recibiendo si aún se halla en la
escuela. Si no está satisfecho, queda a su cargo el remediarlo. Con
las escuelas como están, una mayor educación elemental no puede
remediar nada; una solución — t a l vez la única asequible a la
mayoría de las personas— consiste en aprender a leer mejor, y
luego, leyendo mejor, aprender más de lo que la lectura pone a
su alcance.
Esta solución y cómo utilizarla es lo que este libro trata
de exponer. Está dedicado a los adultos que gradualmente se han
ido dando cuenta de lo poco que han obtenido en toda su edu-
cación elemental, así como también a aquellos que, faltándoles
tales oportunidades, se han devanado los sesos por saber cómo
subsanar los inconvenientes de una privación que n o deben la-
mentar demasiado. A los estudiantes de escuelas y colegios, que
a veces traten de encontrar un medio de colaborar en su educación.
Y aún a los maestros, que tal vez suelan darse cuenta de que no
están ayudando en la medida de sus a sus alumnos, y que
quizá no sepan cómo hacerlo.
Cuando pienso en todo este gran público en potencia como
en el lector común, no desdeño todas las diferencias de educación
y habilidad, de instrucción o experiencia, y, por supuesto, tam-
poco los diversos grados de interés o especies de motivación que
puedan concurrir a esta tarea común. Pero es algo de impor-
tancia primordial que todos nosotros compartamos un reconoci-
miento de la tarea y de su valor.
Podemos tener ocupaciones que no nos obligan a leer como
un medio de vida, pero puede cabernos la seguridad de que esa
vida sería favorecida, en sus ratos de ocio, por algún aprendizaje
—de la especie de los que podemos llevar a cabo nosotros mismos
por medio de la lectura. Podemos estar ocupados profesionalmen-
te con asuntos que demanden una clase de lecturas técnicas en el
decurso de nuestro trabajo: el médico debe estar al día en ma-
teria de literatura médica; el abogado jamás cesa de leer casos;
el hombre de negocios tiene que leer informes financieros, pólizas
de seguros, contratos, etcétera. Carece de importancia el que la
lectura sea hecha con el fin de estudiar o de lucrar, ésta puede
hacerse mal o bien.
Podemos ser estudiantes de colegios superiores — t a l vez
candidatos para un grado más a l t o — y sin embargo darnos cuen-
ta de que lo que hacemos es atiborrarnos, no educarnos. Hay
muchos estudiantes de colegios que saben de seguro, cuando ob-
tienen su diploma de bachiller, que han pasado cuatro años si-
guiendo cursos y que lo han terminado al aprobar sus exámenes.
La maestría lograda en aquel proceso no concierne al tema, sino
a la personalidad del maestro. Si el estudiante recuerda lo sufi-
ciente de lo que le fue enseñado en conferencias y libros de texto,
y si está bien al corriente de los prejuicios favoritos del maestro,
puede pasar de curso con toda facilidad. Pero también está pa-
sando por alto una oportunidad de educarse.
Podemos ser profesores en alguna escuela, colegio, o univer-
sidad. Tengo la esperanza de que la mayoría de nosotros, los
maestros, sepamos que no somos lectores expertos, y de que n o
solamente nuestros estudiantes no pueden leer bien, sino que nos-
otros no podemos hacerlo mucho mejor. Todos los profesionales
llevan consigo una cierta dosis de patrañas, indispensables para
impresionar a los profanos o a los clientes que soliciten sus servi-
cios. La patraña que utilizamos los maestros es la pantalla de eru-
dición y pericia. Esta no es por entero una patraña, porque co-
múnmente sabemos un poquito más y podemos hacer las cosas
algo mejor que nuestros mejores alumnos. Pero n o debemos de-
jarnos engañar por dicha patraña; si no sabemos que nuestros
estudiantes no pueden leer bien, somos algo peor que farslntes:
no sabemos lo que tenemos entre manos. Y si no sabemos que n o
podemos leer mucho mejor que ellos, hemos permitido que nues-
tra impostura profesional nos engañe a nosotros mismos.
Así como los mejores médicos son aquellos que pueden con-
servar de algún modo la confianza del paciente, no ocultando sus
limitaciones sino confesándolas, los mejores maestros son los que
tienen menos pretensiones. Si los estudiantes se encuentran absor-
bidos por u n problema muy difícil, el maestro capaz de demos-
trarles que él también apenas anda a gatas, les ayuda mucho más
que el pedagogo que parece volar describiendo magníficos círculos
muy por encima de sus cabezas. T a l vez, si nosotros los maestros
fuéramos más honrados en lo concerniente a nuestras incapaci-
dades para la lectura, y menos reacios para revelar cuan duro nos
resulta el leer, y cuan a menudo andamos a tientas, llegaríamos
a interesar a los estudiantes en el juego de aprender, y no en el
de pasar.
4 —
Tengo la creencia de que he dicho lo suficiente para indicar,
a los lectores que no pueden leer, que yo tampoco lo hago mucho
mejor que ellos. Mi ventaja principal consiste en la claridad con
que sé "que n o puedo", y tal vez "por qué no puedo". Es éste
el mejor fruto de los años de experiencia empleados en tratar de
enseñar a otros. Naturalmente, si yo soy aunque sea un poquito
mejor que otra persona, me encuentro en condiciones de ayudarla
en algo. A pesar de que ninguno de nosotros puede leer lo sufi-
cientemente bien como para quedar satisfecho, podemos estar ca-
pacitados para leer mejor que otras personas; y aunque pocos de
nosotros leen bien, en realidad, todos podemos llevar a cabo una
buena tarea de lecturas relacionadas con algún tema en particular,
cuando el premio a obtener compensa el esfuerzo extraordinario.
El estudiante que por lo común es superficial, por una razón
particular lee algunas cosas bien. Los hombres de letras que son
tan superficiales como lo somos todos en la mayoría de sus lectu-
ras a menudo llevan a cabo una tarea cuidadosa, cuando el texto
se halla encuadrado dentro de su propio y limitado campo de ac-
ción, especialmente si su reputación depende de sus palabras. En
casos que conciernen a su profesión, un abogado probablemente
leerá de un modo analítico; un médico puede leer en forma simi-
lar los informes clínicos que describen síntomas con los cuales se
halla familiarizado. Pero ambos hombres ilustrados, tal vez no
realicen un esfuerzo similar en otros campos, o en otras oportu-
nidades. Aun los negocios asumen cierto aire de profesiones eru-
ditas cuando sus fanáticos se ven obligados a examinar informes
financieros o contratos, a pesar de que he oído decir que muchos
hombres de negocios no pueden leer estos documentos de un modo
inteligente ni cuando sus fortunas están en juego.
Si consideramos a hombres y mujeres en general, desligán-
dolos de sus profesiones o medios de vida, sólo existe una situa-
ción, según mi concepto, en la cual puedan ellos surgir casi por
sus propios medios, realizando un esfuerzo para leer mejor que lo
que lo hacen por regla general. Cuando se hallan enamorados y
leen una carta de amor lo hacen poniendo en ello sus cinco senti-
dos; leen cada palabra de tres modos; leen entre líneas y en los
márgenes: leen el conjunto de vocablos de las partes, y cada parte
en los vocablos del conjunto; se les despierta la-sensibilidad para
el contenido, y la ambigüedad para la insinuación y la deducción;
perciben el color de las palabras, el aroma de las frases, y el peso
de las oraciones. Puede ser que hasta tomen en cuenta la puntua-
ción. Entonces, aunque no lo hayan hecho antes o después, leen.
Estos ejemplos, especialmente el último, bastan para sugerir
una primera aproximación de lo que yo quiero significar con el
término "lectura". Sin embargo, no es esto suficiente. T o d o lo
que se refiere a este asunto puede ser más exactamente compren-
dido, al ser distinguidos de un modo más definido los diversos
"grados" y las diferentes "clases" de lectura. Para leer este libro
inteligentemente — l o que es el objeto de este libro, para así ayu-
dar a sus lectores a hacerlo con todos los demás que lean— deben
captarse tales distinciones. Esto corresponde al próximo capítulo.
Este ha llenado su cometido si ha logrado hacer comprender que
este libro no trata de la lectura en su sentido más amplío, sino
sólo de aquella clase de lectura que sus lectores no hacen suficien-
temente bien, o que no hacen de modo alguno, salvo cuando es-
tán enamorados.
CAPÍTULO II

LA L E C T U R A D E " L E C T U R A S "

— 1 —

Una de las reglas primordiales para leer algo, consiste en in-


dividualizar las palabras más importantes que utiliza el autor;
sin embargo, no debemos contentarnos con distinguirlas. Es nece-
sario saber cómo son usadas. El encontrar una palabra impor-
tante sólo señala el comienzo de una búsqueda, más difícil aún
es distinguir los significados — u n o o más, comunes o especia-
les—, que pueda tener la palabra, a medida que vaya apareciendo
aquí y allí, en el texto.
Ustedes ya saben que "lectura" es una de las palabras más
importantes del libro. Pero, como ya lo he sugerido, es una pa-
labra de muchos significados. Si dan ustedes por descontado que
saben lo que yo significo al usar esta palabra, es casi seguro que
nos veremos en dificultades antes de que avancemos mucho.
Este asunto de usar el idioma para hablar sobre el idioma
—especialmente si está uno luchando contra su abuso— es algo
arriesgado. Recientemente, Mr. Stuart Chase escribió un libro que
debió haber titulado así: "Palabras acerca de palabras", con lo
cual se habría evitado los incisivos comentarios de los críticos, que
con tanta presteza señalaron que Mr. Chase en persona estaba
sometido a la tiranía de las palabras. Mr. Chase admitió el peli-
gro cuando dijo, "con frecuencia seré cogido en mis propias redes
por hacer uso de un idioma incorrecto para abogar por otro
mejor".
¿Podré salvarme yo de caer en estas trampas? Estoy escri-
biendo sobre la lectura, y, por consiguiente, parecería que sólo
debiera atenerme a las reglas sobre escritura y no a las de la lec-
tura. Mi evasión puede ser más aparente que real, si se considera
que un escritor debería tener siempre presentes las reglas que rigen
a la lectura. Ustedes, sin embargo, están leyendo acerca de la lec-
tura; y no tienen escapatoria. Si las reglas sobre la lectura que yo
voy a sugerir son sensatas, deben ustedes seguirlas al leer este libro.
Pero, ustedes dirán, ¿cómo podemos seguir las reglas antes
de aprenderlas y comprenderlas? Para lograr este resultado tendre-
mos que leer alguna parte de este libro sin saber en qué consisten
las reglas. El único medio que conozco de ayudar a ustedes a solu-
cionar este dilema estriba en convertirlos en lectores conscientes
a medida que prosigamos. Comencemos de inmediato aplicando
la regla sobre la "búsqueda e interpretación de las palabras im-
portantes".

Al iniciar una investigación acerca de los diversos signifi-


cados de una palabra, por lo general resulta prudente hacerlo con
un diccionario y el propio conocimiento del idioma común. Si
han buscado ustedes la palabra "leer", en el vasto diccionario de
Oxford, habrán encontrado, en primer lugar, que las mismas le-
tras constituyen un sustantivo en desuso que se refiere al cuarto
estómago de un rumiante, y el verbo comúnmente usado que
clasifica a una actividad mental que implica palabras o símbolos
de una misma índole. De inmediato se habrán dado cuenta de que
no debemos molestarnos por el sustantivo en desuso, excepto, tal
vez, para registrar que la lectura tiene alguna relación con la ru-
miadura. Habrán descubierto a continuación que el verbo tiene
veintiún significados, más o menos afines, y más o menos co-
munes.
U n significado poco común de "leer", es pensar, o suponer.
Esto se convierte en el ya más usual de conjeturar o predecir, co-
mo cuando hablamos de leer en las estrellas, las palmas de las
manos, o el propio futuro. Esto lleva finalmente al significado
de la palabra en que ésta se refiere a la lectura cuidadosa de libros
u otros documentos escritos. Hay muchos otros significados, tales
como expresión verbal (cuando una actriz lee su parte ante el
director) ; como descubrir lo que no es perceptible, diferenciándo-
lo de lo que lo es (cuando decimos que podemos leer el carácter
de una persona en su cara) ; como instrucción, académica o perso-
nal (cuando alguien nos lee una conferencia).
Las leves variantes en uso parecen ser interminables; un
cantante lee la música; un hombre de ciencia lee en la naturaleza;
un ingeniero lee sus instrumentos, un impresor lee las pruebas;
nosotros leemos entre líneas; leemos algo en una situación, o algo
fuera de la partida.
Podemos simplificar las cosas destacando lo que es común
a muchos de estos sentidos; esto es, qué actividad mental está
involucrada; cuáles símbolos son interpretados de u n modo u
otro. Esto nos impone una primera limitación en el uso de la pa-
labra. N o tenemos nada que ver con una parte de la región intes-
tinal, ni con la pronunciación, o con el hablar algo en alta voz.
Una segunda limitación es necesaria, porque no tendremos en
cuenta, excepto para algunos puntos de comparación, la interpre-
tación, vidente o no, de los signos naturales como astros, manos
o rostros. Nos limitaremos a una clase de signo legible, a la clase
que el hombre inventó con el fin de comunicarse, es decir las
palabras del lenguaje humano. Esto elimina la lectura de otros
signos artificiales, tales como las manecillas de los diales de los
aparatos de física, termómetros, manómetros, velocímetros, etc.
E n adelante, pues, debe leerse la palabra "lectura" tal como
aparece en este texto, para referirse al proceso de interpretación o
comprensión que se presenta a los sentidos en la forma de palabras
u otras señales razonables. N o es ésta una legislación arbitraria
acerca de lo que la palabra "lectura" realmente significa; es sim-
plemente un modo de definir nuestro problema, que reside en leer
en el sentido de recibir comunicación.
Por desgracia, esto no es algo fácil de hacer, como ustedes
comprenderán al instante si alguien les preguntara: " ¿ Y qué me
dicen de escuchar? ¿No es eso también recibir comunicación?" Por
consiguiente, trataré de la relación que existe entre leer y escu-
char, puesto que las reglas de la buena lectura son, en su mayor
partes, las reglas del bien escuchar, aunque tal vez sean más difí-
ciles de aplicar en el último caso. Baste por el momento, con que
distingamos entre leer y escuchar, limitando la comunicación que
es recibida, a lo escrito o impreso más bien que a lo hablado.
Trataré de utilizar la palabra "lectura" en el sentido limi-
tado y especial que he advertido; pero sé que no siempre tendré
éxito. Será imposible evitar el uso de la palabra en alguno de sus
otros sentidos. Algunas veces tendré la atención de avisar explí-
citamente que estoy cambiando el significado. Otras, tal vez dé
por descontado que el contexto sirva de advertencia; y muy de
vez en cuando (espero) puede ser que cambie el significado sin
darme yo mismo cuenta de que lo hago.
Animo, gentiles lectores, pues éste es apenas el comienzo.
Lo anterior fue algo proemial al encuentro del más "estricto" sen-
tido en el cual la palabra "lectura" será usada. Debemos ahora
afrontar el problema que indicó el primer capítulo, o sea distin-
guir entre el sentido en el cual se puede leer este libro, por ejemplo,
como lo están haciendo, y el sentido en que se puede aprender
gracias a él, a leerlo mejor o de un modo distinto o mejor del
que ahora se lee.
Nótese que dije "mejor" o "distinto". La primera palabra
señala una diferencia en grados de habilidad, la otra una distin-
ción de clases. Creo que vamos a encontrarnos con que el mejor
lector puede también leer de un modo diferente. El menos capaci-
tado puede, probablemente, leer de un solo modo, el más sencillo.
Examinemos primero la escala de capacidad para leer, para deter-
minar qué es lo que deseamos significar con las palabras "mejor"
y menos "capacitado".

Hay un hecho evidente que demuestra la existencia de una


amplia escala de grados de capacidad para leer. Es que la lectura
comienza en los grados primarios y recorre todos los niveles del
sistema educacional. La de "lectura" es la primera de las tres
1
Erres í ) . Es la primera porque debemos aprender a leer para
aprender leyendo.
Puesto que lo que debemos aprender, a medida que ascen-
demos en nuestra educación, es cada vez más difícil o complejo,
tenemos que aumentar nuestra habilidad para leer de modo pro-
porcional.
La capacidad para leer y escribir es, en todas partes, la pri-
mera señal de educación, pero tiene muchos grados, desde un di-
ploma de escuela pública de enseñanza elemental, o menos aún,
hasta un grado de bachiller o un P h . B. Pero, en su reciente co-
mentario sobre la democracia americana, titulado "De la libertad
humana", Jacques Barzun nos advierte que no nos dejemos alu-
cinar con la baladronada de que tenemos la población más culta
del mundo entero. La capacidad para leer y escribir en este sen-
tido, no es educación; no es ni siquiera "saber leer" en el sentido
de captar, rápida y correctamente, el mensaje impreso en una pá-
gina. Y no digamos nada de estar en condiciones de juzgarlo
críticamente.
Se supone que las "graduaciones" en lectura acompañan a
las "graduaciones" de un nivel educacional a otro. A juzgar por
lo que sabemos acerca de la educación actual en América, esta su-
posición carece de base. En Francia es todavía cierto que el candi-
el) En inglés, las palabras leer, escribir y calcular comienzan con t
fonética (reací, wtite, zeckon).— (¿V. del T.).
dato para el diploma de médico debe hacer gala de una capacidad
para leer en un grado suficiente como para ser admitido en aquel
círculo superior de gente culta. Lo que los franceses llaman "ex-
plication de texte", es un arte que debe ser practicado en todos
los niveles educacionales y en el cual deben darse pruebas de ade-
lanto antes de ser digno de un ascenso. Pero en este país existe
con frecuencia muy poca diferencia discernible entre la "explica-
ción" que daría un estudiante de escuela secundaria y la de un
alumno del último año de un colegio superior, o aún la de un
candidato al doctorado. Cuando la tarea consiste en leer un libro,
el estudiante secundario y el alumno de primer año del bachille-
rato están a menudo en mejores condiciones, aunque más no sea
que por estar menos concienzudamente corrompidos por los malos
hábitos.
El hecho de que algo no anda bien en la educación ameri-
cana, en lo que respecta a la lectura, sólo significa que no discer-
nimos claramente las graduaciones, pero no que éstas no existan.
Nuestra tarea consiste en poner fin a la oscuridad que las envuelve.
Para distinguir más exactamente los grados de lecturas, debemos
definir los criterios de mejor y peor.
¿Qué son los criterios? Creo haber dado ya, en el capítulo
anterior, una idea aproximada de lo que son. Así, cuando decimos
que un hombre es mejor lector que otro, significamos que puede
leer un material más difícil. Cualquiera estaría de acuerdo en que,
si Jones está en condiciones de leer sólo diarios y revistas, y Brown
puede leer los mejores libros corrientes que no sean de ficción,
tales como La Evolución de la Física de Einsteín e Infeíd, o
Las Matemáticas para los Millones de Hogben, Brown tiene
más habilidad que Jones. Entre los lectores del nivel de Jones,
pueden establecerse más diferencias aún: entre aquellos que no
pueden leer nada mejor que periódicos ilustrados populares y
sensacionalistas, y los que conocen a fondo a The New York
Times. Entre el grupo Jones y el grupo Brown, aún quedan
otros, medidos por sus lecturas de periódicos o novelas populares
mejores y peores, o por los libros que no son de ficción, pero sí
de un estilo más popular que los de Einsteín o Hogben, tales
como El Drama de Europa de Gunther, o La Odisea de un
Médico Americano de Heiser. Y mejor que Brown es el hombre
que puede leer a Eüclides y Descartes tan bien como a Hbgben, o a
Galileo y Newton tan bien como al ensayo de Einsteín e Infeld
sobre ellos.
El primer criterio es evidente. En muchos terrenos medimos
la pericia de un hombre por la dificultad de la tarea que puede
realizar. La exactitud de tales mediciones depende, por supuesto,
de la libre precisión con que graduemos la dificultad de las tareas.
Nos hallaríamos dentro de un círculo vicioso si dijésemos, por
ejemplo, que el libro más difícil es el que sólo el mejor lector
puede conocer a fondo. Esto es verdad, pero no es saludable. Con
el objeto de comprender qué es lo que hace a algunos libros más
difíciles de leer que a otros, tendríamos que saber qué exigen a
la pericia del lector. Si supiésemos esto, sabríamos qué es lo que
distingue a los mejores lectores de los peores. En otras palabras,
la dificultad en el asunto de la lectura es una señal conveniente y
objetiva de los grados de capacidad para la lectura, pero no nos
dice cuál es la diferencia en el lector, en lo que respecta a su
pericia.
El primer criterio tiene, no obstante, alguna utilidad, si se
considera que es cierto que, cuanto más difícil es un libro, con
menos lectores contará en cualquier oportunidad que se presente.
Hay en esto algo de verdad, porque se da generalmente el caso
de que, a medida que uno asciende por la escala de excelencia en
alguna habilidad, disminuye el número de los que la practican:
cuanto más arriba, menos adeptos. Contando las cabezas, por
consiguiente, nos podemos formar una idea libre de prejuicios so-
bre si una cosa es más difícil de leer que otra. Podemos idear una
escala imperfecta y medir a los hombres por ella. Este es, en un
sentido, el medio en que son ideadas todas las escalas que se uti-
lizan en las pruebas de lectura hechas por los psicólogos docentes.
El segundo criterio nos lleva más lejos aún, pero es más difí-
cil de enunciar. Ya he indicado la diferencia entre lectura activa
y pasiva. Estrictamente hablando, toda lectura es activa; la que
llamamos pasiva es simplemente menos activa. La lectura es mejor
o peor según sea ésta más o menos activa; y un lector es mejor
que otro en la proporción en que es capaz de desarrollar un grado
mayor de capacidad en la lectura. Con el fin de explicar este pun-
to, debo estar primero bien seguro de que se ha entendido la razón
de que diga que, estrictamente hablando, no hay una lectura abso-
lutamente pasiva.
N o cabe duda de que la escritura y la lectura son empresas
activas, en las que el escritor o el orador está claramente haciendo
algo. Muchos parecen creer, no obstante, que los de leer y escu-
char son actos por completo pasivos. N o se requiere ningún es-
fuerzo. Consideran que leer y escuchar es "recibir" comunicación
de alguien que la está " d a n d o " activamente. Hasta aquí no están
errados, pero luego cometen la equivocación de suponer que reci-
bir comunicación es algo semejante a recibir un golpe, o un lega-
do, o un fallo del jurado.
Permítaseme utilizar al béisbol para ilustrar mi ejemplo.
Parar la pelota exige la misma actividad que arrojarla o golpearla.
El arrojador o voleador es aquí el "dador" en el sentido de que
su actividad inicia el movimiento de la pelota. El que la para o
intercepta es el "recibidor" en el sentido de que su actividad ter-
mina con él. Ambos son igualmente activos, a pesar de que las
actividades son por completo diferentes. La pelota es el objeto
pasivo: es arrojada y parada, un objeto inerte puesto en movi-
miento o detenido, mientras que los hombres vivientes son acti-
vos, y se mueven para arrojar, golpear, o parar. La analogía con
la escritura y la lectura es casi perfecta. L o que es escrito y leído,
como la pelota, es el objeto pasivo, común en algún modo a las
dos actividades que comienzan y terminan el proceso.
Podemos avanzar aún un paso más con esta analogía. U n
buen parador es el que detiene la pelota que ha sido golpeada o
arrojada. El arte de parar la pelota consiste en la destreza de saber
cómo hacerlo lo mejor posible en todas las situaciones. Del mismo
modo, el arte de leer reside en la destreza de captar todos los medios
de comunicación lo mejor posible. Pero el lector, como "parador",
es más parecido al que intercepta la pelota que a), que la para. El
parador hace una señal pidiendo un tiro especial. El sabe qué es
lo que espera. En un sentido, el tirador y el parador son dos hom-
bres con un solo pensamiento antes de que la pelota sea arrojada.
N o sucede así, sin embargo, en el caso del bateador y del que in-
tercepta la pelota. Este último puede desear que el bateador obe-
dezca señales que él le haga, pero que las reglas del juego no
permiten. Igualmente, los lectores pueden desear a veces que los
escritores se sometan a sus deseos en materia de lecturas, de un
modo absoluto, pero los hechos son generalmente diferentes. El
lector tiene que conformarse con lo que le den.
La analogía falla en dos puntos, ambos instructivos. En pri-
mer lugar, el bateador y el que intercepta la pelota, hallándose
en dos lados opuestos, no tienen como punto de mira el mismo
lugar. Cada uno se considera afortunado sólo si consigue frustrar
los esfuerzos del otro. Contrastando con ellos, el tirador y el pa-
rador solamente logran éxitos si colaboran uno con el otro. Aquí
la relación entre escritor y lector se asemeja más a la de estos últi-
mos que a la de los bateadores. El escritor, sin lugar a duda, n o
se empeña en tratar de "no ser parado" a pesar de que el lector
pueda muy a menudo creerlo así. U n a comunicación exitosa tiene
lugar en cualquier caso, cuando lo que el escritor desea que sea
recibido, se abre camino en los dominios del lector. La pericia
del escritor y del lector convergen en un mismo punto.
En segundo lugar, la pelota es simplemente una unidad. Se
la para "por completo" o no se la para. U n escrito, sin embargo,
es un objeto complejo. Puede ser recibido más o menos completa-
mente, desde una parte de lo que trata, hasta el total del concepto.
La suma de lo que el lector obtiene depende, por lo general, de la
cantidad de actividad que despliega en el proceso, así como de la
destreza con que ejecuta los diferentes actos mentales que en él
están implicados.
Ahora podemos definir el segundo criterio para juzgar la
capacidad para leer. Leyendo una misma cosa, un hombre puede
hacerlo mejor que otro, primero, si la lee más activamente y se-
gundo, realizando cada uno de los actos que la lectura implica
mis exitosamente. Estas dos cosas están relacionadas entre sí. La
lectura es una actividad compleja, tal como lo es la escritura.
Esta consiste en una gran cantidad de actos separados, cada u n o
de los cuales debe ser llevado a cabo en una buena lectura. E n
consecuencia, el hombre que pueda realizar más cantidad de estos
diversos actos está más capacitado para leer.

— 4 —

, j*\un no Inte diclio recluiente cueles son las buenas y las


malas lecturas. Me he ocupado de las diferencias sólo de modo
general y con vaguedad; aquí no es posible hacer nada más. Has-
ta que ustedes no sepan cuáles son las reglas que un buen lector
debe seguir, no se hallarán en condiciones de comprender lo que
éstas implican.
N o conozco ningún atajo que pudiera tomar para mostrar-
les "ahora", clara y detalladamente, lo que espero que tengan
presente antes de terminar. T a l vez no lo vean ni aún entonces.
Con leer un libro sobre cómo jugar al tenis tal vez no les baste
a ustedes para percibir "desde los costados de la cancha", los di-
versos matices de destreza en el transcurso del juego. Si perma-
necen en los costados, nunca sabrán cómo se siente uno jugando
mejor o peor. Del mismo modo, hay que poner en práctica las
reglas de la lectura antes de que se esté en condiciones de com-
prenderlas, y de que se sea capaz de juzgar sus propios mereci-
mientos, o los ajenos.
Pero puedo hacer algo más para ayudarlos a experimentar
la sensación de lo que es la lectura. Puedo seleccionarles los di-
versos tipos de lectura.
Descubrí este modo de hablar acerca de la lectura, presión
nado por la horrible necesidad que a veces impone un estrado
de conferencias. Me hallaba disertando sobre educación ante tres
mil maestros de escuela. Había llegado al punto en que me la-
mentaba de que los estudiantes de colegios superiores no supie-
sen leer, y de que nada se hiciese para subsanar la deficiencia.
Podía ver reflejado en sus caras que no sabían de qué estaba
hablando. ¿No les enseñaban ellos a los niños a leer? A decir ver-
dad, esto se llevaba a cabo en los grados más inferiores. ¿Por qué
razón pedía yo que se dedicasen cuatro años principalmente para
aprender a leer, y a la lectura de los grandes libros?
Espoleado por la provocación de la incredulidad general, y
por su creciente impaciencia antes mis desatinos, proseguí. Dije
que la mayoría de la gente n o podía leer, que muchos profesores
universitarios que yo conocía, tampoco podían hacerlo, y que
probablemente mis espectadores se hallarían en las mismas condi-
ciones. Mi exageración sólo agravó las cosas. Ellos sabían que
podían leer; lo hacían a diario. ¿Qué motivos tenía este idiota
para desvariar así desde su plataforma? Fue entonces cuando re-
solví cómo lo explicaría. Al hacerlo distinguí dos "clases" de
lecturas.
La explicación fue de esta manera. He aquí un libro, dije,
y aquí está la mente de ustedes. El libro consiste en idioma escri-
to por alguien con el objeto de comunicarles algo a ustedes. El
éxito que obtengan al leerlo se determina por el alcance con que
hayan captado lo que el escritor ha tratado de comunicarles.
Ahora bien, a medida que vayan recorriendo las página»,
entenderán perfectamente lo que el autor dice, o no ocurrirá así.
Si lo hacen, tal vez hayan obtenido informaciones pero no au-
mentado el entendimiento. Si, luego de una inspección que n o
les haya exigido esfuerzos, un libro les resulta totalmente inteli-
gible, la del autor y las de ustedes son almas forjadas en un mis-
mo molde. Los símbolos en la página expresan meramente la
común comprensión que tenían aún antes de encontrarse.
Tomemos la segunda alternativa. N o entendían ustedes el
libro "perfectamente de inmediato". Supongamos más aún — l o
que por desgracia no siempre es verdad— que lo comprendían
lo suficiente como, para darse cuenta de que no lo comprendían
todo. Sabían que en el libro hay más que lo que han entendido,
y, por consiguiente, que el libro contiene algo que puede aumen-
tar el entendimiento de ustedes.
¿Qué hacen entonces? Pueden hacer varias cosas. T o m a r el
libro y llevárselo a alguien que, en el concepto, pueda leer mejor
que ustedes, y hacer que les expliquen las partes que los preocu-
paban. O pedirle que les recomiende un libro de texto, o un co-
mentario que les aclararía todo, diciéndoles qué era lo que el
autor quería decir. O pueden decidir, como lo hacen muchos estu-
diantes, que lo que no está al alcance de los intelectos de ustedes
no es digno de que se molesten por ello, que comprenden lo sufi-
ciente, y que el resto carece de importancia. Si hacen una de estas
cosas, no llevarán a cabo la tarea de lectura que el libro requiere.
Esto puede hacerse sólo de un modo. Sin ayuda externa,
tomen el libro, llévenlo al cuarto de estudio, y trabajen en él.
Sólo con el poder de la mente, actúen con los símbolos que se
hallan ante ustedes de un modo tal que los eleve gradualmente
desde un estado de menor entendimiento a uno de mayor com-
prensión. T a l elevación, llevada a cabo por la mente al trabajar
en un libro, es la lectura, la clase de lectura que merece un libro
que desafía el entendimiento.
Así definí a grandes trazos lo que yo entendía por lectura:
el proceso por medio del cual un intelecto, con nada ert qué ba-
sarse exceptuando los símbolos legibles materiales, y sin ayuda
exterior, se eleva a sí mismo gracias al poder de su propio funcio-
namiento. La mente pasa del menor al mayor entendimiento. Las
causas que motivan este resultado residen en los varios actos que
forman el arte de leer. "¿Cuántos de estos actos conocen?" les
pregunté a los tres mil maestros. "¿Qué sería lo que harían sin
ayuda ajena si la vida de ustedes dependiera de la comprensión
de algo legible que a primera vista les resultase un tanto oscuro?"
Ahora sus rostros decían otra cosa muy distinta. Confesa-
ban con toda franqueza que no sabían qué hacer. Más, aún, expre-
saban que se hallaban dispuestos a admitir que existía tal arte y
que algunas personas debían poseerlo.
Evidentemente, toda la lectura no es de la clase que he des-
cripto. Leemos muchas cosas que en modo alguno nos "elevan",
aunque pueda ser que nos instruyan, diviertan o irriten. Parecería
haber diversos tipos de lectura: instructiva, recreativa, o para agu-
zar el entendimiento. Esto suena al principio como si sólo existiese
una diferencia en el fin con que leemos. En parte es así, aunque
no totalmente. En parte también, depende del objeto distinto que
será leído y del modo de leerlo. N o les será a ustedes posible ob-
tener mucha información de la lectura de la página cómica, o
elevarse mucho intelectualmente leyendo un almanaque. Puesto
que las cosas a leer tienen diferentes valores, debemos hacer uso
de ellas según el caso en que nos hallemos. Debemos satisfacer
cada uno de ellos. Más aún, tenemos que saber cómo llenar el
objeto que nos proponemos, capacitándonos para leer de un mo-
do apropiado cada clase de tema.
Omitiendo, por el momento, la lectura con fines recreativos,
deseo examinar aquí los dos tipos principales: la lectura en busca
de información y la que se hace para ampliar el entendimiento.
Creo que ustedes verán la relación entre estos dos tipos de lectura
y los grados de capacidad para realizarla. El lector menos hábil
es, por lo general, capaz de llevar a cabo sólo la primera clase
de lectura: la informativa. El mejor lector puede, por supuesto
hacer eso, y más aún. Puede aumentar su entendimiento así como
su acopio de datos. El querer pasar del menor al mayor entendi-
miento, por medio del propio esfuerzo intelectual aplicado a la
lectura, es algo semejante a tratar de levantarse del suelo tirando
de los cordones de los zapatos. Produce la misma impresión; y
exige un esfuerzo mayor aún. Evidentemente, sería éste un modo
más activo de leer, que impondría, no sólo una actividad más
variada, sino más pericia en la realización de los diversos actos
requeridos. Evidentemente, también, lo que por lo general es con-
siderado como más difícil de leer, y por consiguiente sólo al al-
cance del mejor lector, es lo que resulta más digno de merecer y
exigir este tipo de lectura.
Las cosas que pueden ustedes comprender sin esfuerzo, tales
como las revistas y periódicos, requieren un mínimo de lectura.
Necesitan ustedes muy poco arte: pueden leer de un modo relati-
vamente pasivo. Para cada persona que puede leer siquiera un
poco, hay algún material de esta clase, aunque tal vez sea éste
diferente para diferentes individuos. Lo que a un hombre le de-
manda un pequeño esfuerzo, o ninguno, puede implicar uno in-
menso para otro. La distancia a que pueda llegar cualquier perso-
na utilizando todos sus esfuerzos dependerá de la pericia que po-
sea o que sea capaz de adquirir, y esto se relaciona de un modo
u otro con su inteligencia natural.
La cuestión, sin embargo, no estriba en distinguir entre bue-
nos y malos lectores según los favores o deficiencias de la natu-
raleza; reside en que para cada individuo existen dos clases de
material legible: por un lado, algo que pueda leer sin esfuerzo
para ser informado, porque no le comunica nada que no pueda
inmediatamente comprender; por el otro, algo que se halla por
encima de él, en el sentido de que lo desafía a que haga el esfuer-
zo de tratar de entenderlo. Puede esto, por supuesto, estar dema-
siado por encima de él, definitivamente fuera de su alcance. Pero
no puede llegar a saberlo hasta que trate de alcanzarlo, y no le
será posible hacer la prueba si no se perfecciona en el arte de leer,
en la pericia necesaria para realizar el esfuerzo.

— 5 —

La mayoría de nosotros n o conoce los límites de nuestra


comprensión. Nunca hemos probado nuestros poderes exigiéndo-
les su completo desarrollo. Según mi honesto concepto, "casi to-
dos los grandes libros en todos los terrenos se hallan al alcance de
todos los hombres de inteligencia normal", con la condición, na-
turalmente, de que adquieran la destreza necesaria para leerlos y
para realizar el esfuerzo. Por supuesto, aquellos que fueron más
favorecidos en su nacimiento llegarán a la meta más prontamente,
pero no siempre es la velocidad la que gana las carreras.
Existen algunas cuestiones secundarias que deben ustedes te-
ner en cuenta. Es posible que se equivoquen en su juicio sobre
algo que están ustedes leyendo. Pueden creer que lo entienden, y
con lo que se obtiene de una lectura sin esfuerzos,
cuando en realidad pueden haber pasado mucho por alto. La pri-
mera máxima de indudable experiencia es muy antigua: el co-
mienzo de la sabiduría reside en una justa valuación de la propia
ignorancia. Del mismo modo el comienzo de la lectura como un
esfuerzo consciente para entender es una exacta percepción de la
línea existente entre lo que es inteligible y lo que no lo es.
He visto a muchos estudiantes leer un libro difícil tal como
si estuvieran leyendo la página deportiva. Algunas veces, he pre-
guntado al comenzar una clase si deseaban hacerme cualquier pre-
gunta sobre el texto, si había algo que no comprendían . . . Su
silencio respondía negativamente. Al cabo de dos horas, durante
las cuales no pudieron contestar ni las preguntas más simples que
los encauzaban a una interpretación del libro, tuvieron que admi-
tir, llenos de turbación, su deficiencia. Estaban turbados porque
eran totalmente honestos en su creencia de que habían leído el
texto; lo habían hecho, indudablemente, pero no como debía ser.
Si se hubiesen turbado "mientras" leían, en lugar de hacerlo
luego de concluida la clase, si se hubiesen animado a tomar nota
de las cosas que no comprendían, en lugar de dejarlas inmediata-
mente de lado, casi avergonzados y confusos, podían haber des-
cubierto que el libro que tenían entre manos era distinto de los
que leían habitualmente.
Permítanme que compendie la diferencia entre estos dos tipos
de lectura. Tendremos que examinar a ambos, porque los límites
entre lo legible por un lado, y lo que debe leerse, por otro, son a
menudo vagos. Cualquiera que sea el alcance de la distinción entre
las dos clases de lectura, podemos hacer uso de la palabra "lectu-
ra" en dos sentidos: ése en el cual hablamos de nosotros mismos
como leyendo diarios o revistas, o cualquier otra cosa que, según
nuestra capacidad y talento, nos resulte completamente inteligible
de primera intención. Tales cosas pueden aumentar el acopio de
información que recordamos, pero no pueden mejorar nuestro
entendimiento, puesto que nuestro entendimiento se hallaba a la
altura de ellas antes de que comenzáramos a leerlas. De otro
modo, hubiésemos experimentado el sobresalto que producen la
confusión y la perplejidad que se derivan de penetrar en un nivel
superior al nuestro, en el caso de que fuésemos activos y honestos.
El segundo sentido es aquel en el cual yo diría que un hom-
bre tiene que leer algo que al principio no entiende por completo.
En este caso el objeto a leer es, inicialmente, mejor que el lector.
El escritor está comunicando algo que puede aumentar el enten-
dimiento del lector. T a l comunicación entre desiguales debe ser
posible, o si no un hombre nunca podría aprender de otro, ya
sea por medio de la palabra o de la escritura. Aquí, por "apren-
der", quiero significar comprender más, no recordar más infor-
mación que tenga el mismo grado de comprensibilidad de otra
información que ustedes ya posean.
Evidentemente no hay dificultades para obtener nuevas in-
formaciones en el transcurso de una lectura si, como digo, los
hechos nuevos pertenecen a la misma clase de los que ustedes ya
conocen, hasta donde llegue la comprensibilidad de éstos. Así, un
hombre que conoce algunos de los hechos de la historia americana
y que los comprende bajo un cierto aspecto, puede fácilmente in-
formarse leyendo, en el primero de los sentidos, de más cantidad
de hechos similares y entenderlos bajo el mismo aspecto. Pero
supongamos que está leyendo una historia que no trata solamente
de proporcionarle algunos hechos más sino que le ofrece otros
nuevos, y, tal vez arroja una luz más potente sobre todos los he-
chos que él ya conoce. Supongamos que existe aquí un entendi-
miento mayor que el que él posee antes de comenzar a leer. Si
puede llegar a adquirir' aquel mayor entendimiento, está leyendo
en un segundo sentido. Se ha elevado literalmente por su propio
esfuerzo; aunque de modo indirecto, por supuesto, esto fue hecho
posible por el escritor que tenía algo que enseñarle.
¿Bajo qué condiciones tiene lugar esta índole de lectura?
Dichas condiciones son dos. E n primer lugar, hay una desigual-
dad inicial en lo que a entendimiento se refiere. El escritor debe
ser superior al lector, y su libro debe llevar consigo, de un modo
legible, las ideas que él posee y que les faltan a sus lectores en
potencia. En segundo lugar, el lector debe hallarse en condiciones
de sobreponerse a esta desigualdad en algún grado, tal vez en muy
pocas oportunidades de un modo tal, pero siempre acercándose a
un plano de igualdad con el escritor. Cuando llegue a aproxi-
marse a aquella igualdad la comunicación se habrá consumado
por completo.
En síntesis, sólo podemos aprender de nuestros superiores.
Debemos saber quiénes son y cómo podemos aprender de ellos.
El hombre que domina esta clase de saber posee el arte de la lec-
tura, en el sentido que me concierne muy especialmente. Todos,
probablemente, tienen alguna capacidad para leer en este sentido.
Pero todos nosotros, sin excepción, podemos aprender a leer mejor
y ganar más gradualmente por nuestros esfuerzos, aplicándolos a
asuntos más remunerativos.
CAPÍTULO III

LEER ES APRENDER

Una regla para la lectura, como ya lo han visto, consiste en


escoger e interpretar las palabras importantes en un libro. Hay
otra que se relaciona con ésta muy íntimamente, y que reside en
el descubrimiento de las sentencias importantes y la comprensión
de lo que ellas significan.
Las palabras "leer es aprender" forman una sentencia. Esta
es evidentemente importante para este estudio. A decir verdad, yo
diría que hasta ahora es la más importante. Su importancia puede
medirse por la solidez de las palabras que la componen. N o son
solamente importantes dichas palabras, sino ambiguas, como lo
hemos visto en el caso de la "lectura".
Ahora bien, si la palabra "leer" tiene muchos significados,
y lo mismo sucede con "aprender", y si la palabrita "es" se lleva
el premio a la ambigüedad, ustedes no se hallan en condiciones
de ratificar o desmentir la frase. Esta significa una cantidad de
cosas, algunas de las cuales pueden ser ciertas y algunas falsas.
Cuando ustedes hayan encontrado el significado de cada una de
las tres palabras, "tal como yo las he utilizado", habrán descu-
bierto el propósito que yo estoy tratando de dar a entender.
Entonces y solamente entonces, podrán ustedes decidir si están
de acuerdo conmigo.
Ya que ustedes saben que no vamos a considerar a la lectura
como medio de esparcimiento, pueden acusarme de inexactitud
por no haber dicho: "Leer ciertas lecturas es aprender". Mi de-
que ustedes, como lectores, pueden llegar a anticipar.
El "contexto" hizo innecesario el que dijera "ciertas lecturas".
Se sobreentendía que íbamos a ignorar a la lectura con fines de
esparcimiento.
Para interpretar la sentencia, primero debemos preguntar:
"¿Qué es aprender?" Evidentemente, no podemos discutir aquí a
la erudición de un modo adecuado. El único recurso consiste en
hacer un breve esbozo a grandes rasgos de lo que todos saben:
que aprender es adquirir erudición. ¡No huyan! No voy a definir
la palabra "erudición". Si tratara de hacerlo zozobraríamos en
el mar de palabras que súbitamente se sentirían importantes y
demandarían explicaciones. Para nuestros fines, lo que ustedes
entienden en la actualidad por "erudición" es suficiente. Ustedes
tienen erudición; saben que saben, y qué es lo que saben. Saben
la diferencia que existe entre saber y no saber algo.
Sí a ustedes se les exigiera que diesen un informe filosófico
sobre la naturaleza de la erudición, se encontrarían en aprietos;
pero así se han hallado muchos filósofos. Dejémoslos con sus
problemas, y prosigamos con el uso de la palabra "erudición",
sobre la base de que nos comprendemos mutuamente. P*ro, pue-
den ustedes objetar; aun si damos por sentado que hemos captado
suficientemente lo que queremos significar con la palabra "eru-
dición", existen otras dificultades cuando se dice que aprender es
adquirir erudición. Se aprende a jugar al tenis o a cocinar. Jugar
al tenis y cocinar no son erudición. Son modos de hacer algo que
requiere destreza.
La objeción tiene fundamento. A pesar de que la erudición
está implicada en toda pericia, ser diestro en alguna cosa es tener
algo más que erudición. La persona que tiene una habilidad n o
sólo sabe algo sino que puede hacer algo que quien no tiene dicha
habilidad no puede hacer en absoluto o por lo menos, tan bien
como ella. Existe una distinción muy conocida, de la que todos
nosotros hacemos uso cuando hablamos de saber "cómo" (hacer
algo) en oposición a saber "qué" (algo sucede). Se puede apren-
der "cómo", así como "qué". Ustedes ya han admitido esta dis-
tinción al reconocer que hay que aprender a leer para poder apren-
der leyendo.
Una restricción inicial es así impuesta a la palabra "apren-
der" en el sentido en que la estamos usando. Leer es aprender sólo
en sentido de obtener saber y no destreza. Ustedes no pueden
aprender a leer sólo leyendo este libro. T o d o lo que pueden apren-
der es la naturaleza de la lectura y las reglas del arte. Esto puede
ayudarles a aprender a leer, pero no es suficiente. Además, deben
ustedes seguir las reglas y practicar el arte. Solamente de este
modo puede ser adquirida la destreza, que es algo que se halla
por encima de la erudición que un simple libro puede comunicar.
— 2 —
Hasta aquí vamos muy bien. Pero ahora debemos regresar a
la distinción entre leer para información y leer para ampliar el
entendimiento. En el capítulo anterior, yo indiqué cuánto más
activa debe ser la última de estas lecturas, y cómo se siente uno
al hacerla. Ahora debemos considerar la diferencia existente entre
lo que se obtiene de estas dos clases de lectura. T a n t o información
como entendimiento son saber en algún sentido. Obtener más
información es aprender, y de este modo es llegar a comprender
lo que no se entendió antes. ¿En qué reside la diferencia?
Ser informado es sólo saber que algo sucede. Ser ilustrado
es saber, por añadidura, todos los detalles acerca del caso: por
qué ha sucedido, qué relación tiene con otros hechos, en qué res-
pecto es similar a éstos, y en cuál es diferente, etcétera.
La mayoría de nosotros conoce esta distinción en función
de la diferencia entre ser capaz de recordar algo y ser capaz de
explicarlo. Si ustedes recuerdan lo que dice un autor, han apren-
dido algo al leerlo. Si lo que él dice es verdad, ustedes también
han aprendido algo sobre el mundo. Pero aunque sea una reali-
dad lo leído acerca del libro o del mundo, ustedes no habrán ga-
nado nada más que información si sólo han ejercitado su memo-
ria. Ustedes no han sido ilustrados. Esto tiene lugar sólo cuando,
además de saber lo que dice un autor, ustedes saben qué es lo que
quiere decir y por qué lo dice.
U n ejemplo podrá sernos aquí de gran utilidad. Lo que voy
a relatar sucedió en una clase durante la cual leíamos el tratado
de Santo T o m á s de Aquino sobre las pasiones, pero algo similar
ha ocurrido en innumerables clases con muy diferente índole de
materias. Pregunté a un estudiante qué opinaba Santo T o m á s
acerca del orden de las pasiones. Muy correctamente me repuso
que el amor, según Santo T o m á s , es la primera de todas las pa-
siones y que las otras emociones (que nombró son exactitud),
le seguían en un orden indudable. Luego le pregunté qué era lo
que quería decir con eso. Me miró sobrecogido de asombro. ¿No
había respondido correctamente a mi pregunta? Le dije que sí lo
había hecho, pero repetí mi pedido de explicaciones. El me había
dicho lo que Santo T o m á s " d i j o " ; ahora yo quería saber qué era
lo que "quiso decir". El estudiante hizo un esfuerzo, pero todo
lo que consiguió fue repetir, en un orden ligeramente alterado, las
mismas palabras que había usado para contestar a mi pregunta
original. Pronto se hizo evidente que no sabía qué era lo que es-
taba diciendo, pese a que hubiese obtenido altas clasificaciones
en cualquier examen que no exigiese más que la respuesta a mi
pregunta original o a cualquiera otra similar.
Traté de ayudarle. Le pregunté si el amor era la primera
pasión en el sentido de ser una causa de otras emociones. Le pre-
gunté cómo era que el odio y el enojo, la esperanza y el temor,
dependían del amor. Le pregunté si sabía la relación existente
entre el gozo y la pena, y el amor. ¿Y qué es el amor? ¿Es amor
el hambre por la comida y la sed por la bebida, o es sólo aquel
maravilloso sentimiento que se supone que mueve al mundo?
¿Es amor el deseo de obtener dinero, fama, sabiduría o felicidad?
Hasta donde, pudo contestar estas preguntas repitiendo con mayor
o menor exactitud las palabras de Santo Tomás, así lo hizo.
Cuando cometió errores de memoria, otros miembros del curso
fueron exhortados a corregirle. Pero ni él ni ellos pudieron rea-
lizar ningún progreso en las explicaciones sobre el asunto dis-
cutido.
Probé aún un nuevo plan de acción. Les pregunté, presen-
tándoles mis excusas, sobre sus propias aventuras sentimentales.
Tenían edad suficiente para haber sentido algunas pasiones.
¿Odiaron alguna vez a alguien, y tuvo este odio alguna relación
con el amor hacia aquella persona o hacia otra cualquiera. ¿Expe-
rimentaron alguna vez una serie de emociones, alguna de las cua-
les de un modo u otro les llevaba a otra? Sus respuestas fueron
muy vagas, no porque se hallaran confusos o porque nunca se
hubiesen visto sentimentalmente conturbados, sino porque esta-
ban por completo desacostumbrados a pensar en sus aventuras
en ese sentido. Evidentemente, no habían establecido ninguna
relación entre las palabras que leyeron en un libro sobre las pa-
siones y sus propias aventuras. A éstas las ubicaban en mundos
apartes.
Se estaba poniendo de manifiesto que n o comprendían en lo
más mínimo lo que habían leído Sólo eran palabras aprendidas
de memoria, que los capacitaban para repetirlas de un modo u
otro cuando yo los acorralaba con una pregunta. Esto era lo que
hacían en otros cursos, y yo les estaba pidiendo demasiado.
Seguí insistiendo. T a l vez, si no podían comprender a de
Aquino iluminados por su propia experiencia, podían ser capaces
de utilizar la experiencia substitutiva que obtenían por medio de
la lectura de novelas. Habían leído obras de ficción. Aquí y allí,
algunos de ellos hasta habían llegado a leer una gran novela.
¿Aparecían las pasiones en esos cuentos? ¿Eran estas pasiones dife-
rentes? ¿Cómo eran descriptas? Los resultados fueron en este caso
tan poco satisfactorios como los anteriores, Me contestaron rela-
tando el cuento por medio de un sumario superficial del argu-
mentó. Entendían a las novelas que habían leído casi tan poco
como a Santo T o m á s .
Por último, les pregunté si habían seguido alguna vez otros
cursos en los cuales hubiesen sido discutidas pasiones o sentimien-
tos. La mayoría de ellos había cursado estudios elementales de
psicología, y hasta uno o dos conocían a Freud por referencias, y
tal vez habían leído algo de su obra. Cuando descubrí que no
habían establecido relación alguna entre la fisiología del senti-
miento, en la cual aprobaron muy posiblemente sus exámenes con
buenas clasificaciones, y las pasiones como Santo T o m á s las tra-
taba; cuando descubrí que no podían ni darse cuenta de que Santo
Tomás estaba determinando el mismo punto básico que Freud, me
di cuenta de cuál era el problema que debía afrontar.
Estos estudiantes eran alumnos de los últimos y penúltimos
años de colegios superiores. Podían leer en un sentido pero n o
en otro. Durante todos sus años de escuela primaria sólo habían
leído para obtener información, la índole de información que hay
que obtener de algo determinado, con el fin de contestar una pre-
gunta que les hicieran en clase y aprobar los exámenes. Nunca re-
lacionaron un libro con otro, un curso con otro, o algo que fue
dicho en libros o conferencias con lo que les aconteciera en sus
propias vidas.
Al ignorar que había algo más que hacer con un libro que
aprender sus enunciados más obvios de memoria, ellos eran com-
pletamente inocentes de su triste fracaso cuando llegaron a clase.
Según sus puntos de vista, ellos habían preparado a conciencia la
lección para ese día, y nunca se les pasó por las mentes la idea de
que pudiesen verse obligados a demostrar que habían comprendi-
do lo que leyeron. Aún cuando una cantidad de dichas sesiones
comenzaron hacerles comprender esta nueva exigencia, se encon-
traron impotentes. En el mejor de los casos llegaron a darse
cuenta un poco más de que no entendían lo que estaban leyendo,
pero no podían hacer casi nada para remediarlo. Aquí, próxima
la finalización de su instrucción elemental, eran totalmente inex-
pertos en el arte de leer para comprender.
3

Cuando leemos para informarnos, obtenemos hechos. Cuan-


do leemos para entender, no solamente aprendemos hechos sino
también su significado. Cada categoría de lectura tiene sus vir-
tudes, pero debe utilizarse en el lugar adecuado. Si un escritor no
entiende más que nosotros, o si en un pasaje especial él no hace
ningún esfuerzo para explicar, sólo podemos ser informados por
él, pero no ilustrados. Pero si un autor posee el discernimiento que
a nosotros nos falta, y si, por añadidura, ha tratado de hacérnos-
lo llegar en lo que ha escrito, estamos desdeñando el regalo que
nos hace si no lo leemos de un modo diferente al que ponemos
en práctica para leer periódicos y revistas.
Los libros que reconocemos como grandes o buenos son, por
lo general, aquellos que merecen la mejor clase de lectura. Es
cierto, naturalmente, que cualquier cosa puede ser leída para in-
formación tanto como para entendimiento. U n o debía ser capaz
de recordar lo que el autor dijo tanto como de comprender lo que
quiso decir. En un sentido, ser informado es un requisito previo
para ser ilustrado. El punto, no obstante, reside en no detenerse
al ser informado. Es una prodigalidad tan grande el leer un gran
libro con el único fin de informarse como el hacer uso de una
lapicera fuente para excavar en busca de lombrices.
Montaigne habla de "una ignorancia de nbvicio que prece-
de a la erudición, y una ignorancia doctoral que viene luego de la
primera". La primera es la ignorancia de aquellos que, sin saber
su A.B.C., no pueden leer en absoluto; la otra es la ignorancia
de los que han leído muchos libros de un modo erróneo. Estos
son, según los llama Pope con justicia, los ratones de biblioteca
neciamente enseñados. Siempre ha habido literatos ignorantes que
han leído demasiado extensivamente y mal. Los griegos tenían un
nombre para tal mezcla de erudición y tontería, que podría apli-
carse a los lectores estudiosos pero deficientes de todas las edades.
Son todos sophomores (estudiantes de segundo a ñ o ) . Leer bien
demasiado a menudo significa la cantidad y muy rara vez la ca-
lidad, de la lectura. N o fue el misántropo y pesimista Scho-
penhauer el único que prorrumpió en invectivas contra el exceso
de lecturas, porque encontró que, en su mayoría, los hombres
leían pasivamente y se hartaban de dosis tóxicas excesivas de in-
formación no asimilada. Bacon y Hobbes coincidieron con él.
Hobbes dijo: "Si yo leyese tantos libros como la mayoría de los
hombres —quería decir "si leyese m a l " — sería tan lerdo y estúpi-
do como ellos", Bacon discierne entre "libros para ser gustados,
otros para ser tragados, y unos pocos para ser masticados y dige-
ridos". El punto que permanece inamovible reside en la distinción
entre diferentes índoles de lectura apropiadas a las diferentes cla-
ses de literatura.
__ 4 —

Hemos realizado algunos progresos en la interpretación de la


frase "leer es aprender". Sabemos que algunas clases de lectura,,
pero no todas, permiten aprender. Sabemos que alguna, pero no
toda erudición, puede ser adquirida por medio de la lectura: la
adquisición de erudición pero no de pericia. Si inferimos, sin em-
bargo, que clase de lectura que da como resultado una informa-
ción o un entendimiento aumentados es "idéntica" a la clase de
erudición que da por resultado un mayor saber, cometeríamos un
grave error. Diríamos que nadie puede adquirir sabiduría si no
es por medio de la lectura, lo que es evidentemente falso.
Con el fin de evitar este error, debemos considerar ahora
una distinción más aún en tipos de erudición. Esta distinción tie-
ne un valor significativo en todo el asunto de la lectura, y su
relación con la educación en general. Si el punto que ahora voy
a tratar les resulta a ustedes poco familiar, y tal vez algo difícil,
les sugiero que tomen a las páginas próximas como un desafío a
su destreza para la lectura. Esta es una buena oportunidad para
comenzar a leer "activadamente" —marcando las palabras im-
portantes, tomando nota de las distinciones, viendo cómo se des-
arrolla el significado de la frase con que comenzamos.
En la historia de la educación, los hombres siempre han dis-
tinguido entre instrucción y descubrimiento como fuentes de sa-
biduría. La instrucción tiene lugar cuando un hombre enseña a
otro por medio de la palabra o de la escritura. Podemos, no obs-
tante, obtener sabiduría sin ser enseñados. Si no fuera éste el caso,
y a cada maestro tuviesen que enseñarle lo que luego enseña él a
otros, no había principio en la adquisición de la sabiduría^ E n
consecuencia, debe haber descubrimiento, o sea el proceso de
aprender algo por medio de indagaciones, investigaciones o re-
flexión, sin ser enseñado.
El descubrimiento es a la instrucción lo que el aprendizaje
sin maestro es al aprendizaje mediante la ayuda de uno de ellos.
En ambos casos, la actividad de aprender recae en el que aprende.
Sería un craso error el suponer que el descubrimiento es activo y
la instrucción pasiva. No hay aprendizaje pasivo, como no hay
lectura completamente pasiva.
La diferencia entre las dos actividades del aprendizaje resi-
de en los materiales en los cuales el que aprende obra. Cuando el
que aprende está siendo enseñado o instruido, actúa en algo que
se le comunica. Realiza actos, discurre, por escrito o en forma
oral. Aprende leyendo o escuchando. Nótese aquí la relación ínti-
ma entre leer y escuchar. Si ignoramos las diferencias secundarias
entre estos dos modos de recibir comunicación, podemos decir que
leer y escuchar son el mismo arte —el arte de ser enseñado. Cuan-
do, sin embargo, el que aprende adelanta sin ayuda de ningún
maestro, las operaciones inherentes al aprendizaje son llevadas a
cabo más bien basadas en la naturaleza que en el raciocinio. Las
reglas de tal aprendizaje constituyen el arte del descubrimiento.
Si usamos la palabra "leer" con vaguedad, podemos decir que el
descubrimiento es el arte de leer la naturaleza, como la instruc-
ción (el ser enseñado) es el arte de leer libros o, para incluir el
escuchar, de aprender por raciocinio.
¿Qué diremos acerca del pensar? Si por "pensar" queremos
dar a entender el uso de nuestras mentes para obtener conoci-
mientos, y si la instrucción y el descubrimiento agotan los medios
de obtener sabiduría, entonces evidentemente todo nuestro pen-
sar debe tener lugar durante una u otra de estas actividades. De-
bemos pensar durante el curso de una lectura y cuando escucha-
mos, tal como debemos pensar cuando investigamos. Naturalmen-
te, las índoles del pensamiento son diferentes como lo son los dos
modos de aprender.
La razón por la cual mucha gente considera al pensar como
mucho más íntimamente relacionado con las investigaciones y los
descubrimientos que con el acto de ser enseñado, es que éstas
suponen que leer y escuchar son asuntos pasivos. Muy posible-
mente sea cierto que se piensa menos cuando uno lee para infor-
marse que cuando uno se empeña en descubrir algo. Esta es la
forma menos activa de leer. Pero no es verdad cuando se trata de
la lectura más activa —el esfuerzo para comprender. Nadie que
haya realizado esta clase de lectura dirá que pueda llevarse a cabo
irreflexivamente.
Pensar es sólo una parte de la actividad de aprender. Hay que
usar también los propios sentidos y la imaginación. Hay que
observar, recordar y construir con la imaginación lo que no puede
ser observado. Existe, por otra parte, una tendencia a dar im-
portancia al papel de estás actividades en el proces*o de investiga-
ciones o descubrimientos, y a olvidar o restar valor a su lugar en
el proceso de la instrucción por medio de lecturas hechas o escu-
chadas. U n minuto de reflexión demostrará que tanto los poderes
sensitivos como los racionales deben ser empleados en leer y es-
cuchar. El arte de leer, sintetizado, abarca todas las mismas ha-
bilidades que están involucradas en el arte de descubrir; agudeza
de observación, memoria fácilmente disponible, alcance de ima-
ginación, y por supuesto, una razón adiestrada en el análisis y
la reflexión. Aunque en general las habilidades son las mismas,
pueden ser empleadas de modo diferente en los dos tipos princi-
pales de lectura.
— 5 —
Desearía hacer resaltar nuevamente los dos errores que se
cometen con tanta frecuencia. U n o es cometido por aquellos que
escriben o hablan sobre arte de pensar, como si hubiese tal cosa
en y por sí mismo. Puesto que nunca pensamos independiente-
mente de la tarea de ser enseñados, o del proceso de las investi-
gaciones, no existe un arte de pensar independiente del arte de
leer y de escuchar por un lado, y del arte del descubrimiento por
el otro. Hasta cualquier punto que sea cierto el que leer es apren-
der, es también verdad que leer es pensar. U n informe completo
del arte de pensar puede sólo ¡ser dado en el contexto de un análi-
sis completo de la lectura y la investigación.
El otro error lo cometen los que escriben sobre el arte de
pensar como si éste fuese idéntico al de descubrir. El principal
ejemplo de este error, que ha ejercido una poderosa influencia so-
bre la educación americana, es el libro de J o h n Dewey, titulado
Cómo Pensamos, Este libro ha sido la biblia de miles de maes-
tros que fueron adiestrados en nuestras escuelas educacionales.
El profesor Dewey limita su discusión sobre el pensamiento al
caso en que éste se utiliza para aprender por medio de descubri-
mientos. Pero éste es sólo uno de los dos modos principales en
que pensamos. Es igualmente importante saber cómo pensamos
cuando leemos un libro o escuchamos una conferencia. T a l vez,
es esto más importante todavía para los maestros que se ocupan
de la instrucción, puesto que el arte de enseñar debe estar relacio-
nado con el arte de ser enseñado, como el de escribir lo está con
el de leer. Dudo de que cualquier persona que no sepa leer bien
sea capaz de escribir bien. Y del mismo modo dudo de que alguien
que no posea el arte de ser enseñado pueda ser un maestro experto.
La causa de estos errores es probablemente algo compleja.
En parte, esto puede ser debido a la suposición falsa de que ense-
ñar e investigar son actividades, mientras que leer y ser enseñado
son artes meramente pasivos. En parte también, estos errores se
deben a la exageración del método científico, que le da impor-
tancia a las investigaciones o búsquedas como sí éstas fuesen la
única ocasión de pensar. Hubo muy probablemente una época en
la que se cometía el error contrario: cuando los hombres hacían
excesivo hincapié en la lectura de libros y prestaban muy poca
atención a la lectura de la naturaleza. Esto, sin embargo, no nos
disculpa, pues ambos extremos son por igual perniciosos. U n a
educación equilibrada debe dar a los dos tipos de lectura una jus-
ta importancia, así como también a las artes que éstos implican.
Cualquiera que sean sus causas, el efecto de estos errores en
la educación americana resulta evidente. Puede atribuírselos a la
negligencia casi total en que se ha tenido a la lectura inteligente a
lo largo del sistema escolar. Se ha dedicado mucho más tiempo a
la preparación de alumnos para que puedan descubrir cosas por
sí mismos que a enseñarles a aprender de otros. N o tiene un méri-
to especial, me parece, el desperdiciar tiempo descubriendo por sí
mismo lo que ya ha sido descubierto. U n o debería ahorrar sus
habilidades investigadoras para lo que aún no ha sido descubierto,
y ejercitar las de ser enseñado, para aprender lo que otros ya sa-
ben y por consiguiente se hallan en condiciones de enseñar.
De este modo, se desperdicia una enorme cantidad de tiempo
en cursos de laboratorios. La excusa habitual por el exceso de
ritual de laboratorio es que éste adiestra al estudiante en el arte
de pensar. A decir verdad, es así, pero solamente le enseña uno
de los tipos de pensamiento. U n hombre aproximadamente edu-
cado, hasta un investigador y hombre de ciencia, debería también
ser capaz de pensar mientras lee. Cada generación de hombres no
debiera tener que aprender todo por sí misma, como si nada se
hubiese aprendido antes. En realidad, no pueden hacerlo.
Si el arte de leer no se cultiva, como no se hace en el curso
de la educación americana actual, el uso de los libros disminuirá
constantemente. Podemos continuar obteniendo ciertos conoci-
mientos hablando con la naturaleza, pues ésta siempre nos res-
ponderá, pero es inútil que nuestros antepasados nos hablen si
no sabemos escucharlos.
Pueden ustedes alegar que la diferencia existente entre leer
libros y leer en la naturaleza es muy pequeña. Pero recuerden
que las cosas de la naturaleza no son símbolos que comunican
algo de otra mente humana, mientras que las palabras que leemos
y escuchamos lo son. Y recuerden también que cuando nos esfor-
zamos en aprender directamente de la naturaleza, nuestro pro-
pósito fundamental consiste en comprender el mundo en que
vivimos. "No estamos de acuerdo ni en desacuerdo con la natura-
leza", como nos sucede a menudo con los libros que leemos.
Nuestro propósito fundamental es el mismo que cuando
tratamos de aprender de los libros. Pero, en este segundo caso,
primero debemos estar seguros de que comprendemos lo que el
libro nos dice: sólo entonces podremos decidir si estamos, o no,
de acuerdo con su autor. El proceso de comprensión "directa" de
la naturaleza es diferente de aquel que da por resultado el llegar
a comprenderla por medio de la interpretación de un libro. Las
facultades críticas deben ser utilizadas solamente en el último de
los casos.
— 6 —

He estado hablando como si el leer y el escuchar pudiesen


ser tratados del mismo modo que el aprender de maestros. Hasta
cierto punto esto es cierto. Ambos son modos de ser instruidos, y
para ambos se debe estar adiestrado en el arte de ser enseñado.
Escuchar una serie de conferencias equivale en muchos aspectos
a leer un libro. Muchas de las reglas que voy a formular para la
lectura de libros pueden aplicarse a una serie de disertaciones. Con
todo, hay una buena razón para limitar- nuestra discusión al arte
de leer, o cuando menos para darle una ubicación preponderante
a la lectura dejando en un segundo plano a los demás puntos.
La razón consiste en que escuchar es aprender de un maestro vi-
viente, mientras que leer es aprender de uno muerto, o por lo
menos de uno que no se halla presente ante nosotros salvo a través
de su escritura.
Si ustedes le preguntan algo a un maestro viviente, éste pue-
de contestarles verdaderamente. SÍ ustedes se hallan confusos por
lo que dijo, pueden ahorrarse la molestia de pensar sólo con pre-
guntarle qué quiso decir. Si en cambio, le hacen ustedes una pre-
gunta a un libro, deben responderla ustedes mismos. En este res-
pecto un libro se asemeja a la naturaleza. Cuando se le habla,
sólo responde hasta donde uno realiza la tarea de pensar y anali-
zar por sí mismo.
Naturalmente, no quiero decir que si el maestro responde a
su pregunta a ustedes no les queda nada que hacer. Esto sólo su-
cede si la pregunta no es más que sobre algún hecho consumado.
Pero si ustedes se esfuerzan por obtener una explicación, tienen
50 MORTIMER J. ADLER

que entenderla o nada les ha sido explicado. N o obstante, el maes-


tro viviente a la disposición de ustedes, les resulta una ayuda en
el sentido de la comprensión de sus palabras, ayuda con que no
pueden contar cuando las palabras del maestro están en un libro
y son lo único con que ustedes cuentan para aclarar las dudas.
Pero los libros también pueden ser leídos bajo la dirección
de los maestros y con su. ayuda. Así es que debemos ocuparnos
de la relación entre libros y maestros —entre ser enseñado por
libros, con y sin el auxilio de maestros. Esta es materia para el
próximo capítulo. Evidentemente, es algo que les concierne a aque-
llos de entre nosotros que aún están, en la escuela. Pero también
concierne a los que no lo están, porque pueda ser que debamos de-
pender solamente de los libros para continuar nuestra educación,
y deberíamos saber cómo lograr que los libros nos enseñen bien.
T a l vez estemos en mejores circunstancias debido a la carencia de
maestros vivientes, c tal vez en peores.
CAPÍTULO I V

MAESTROS, MUERTOS O VIVOS

Podemos ser instruidos escuchando una disertación tanto


como leyendo un libro. Es esto lo que nos trae a considerar ahora
a libros y maestros, con el fin de completar nuestro entendimien-
to de la lectura como instrucción.
Enseñar, como ya lo hemos visto, es el proceso por el cual
un hombre aprende de otro por medio de la comunicación. De
este modo se distingue entre "instrucción" y "descubrimiento";
este último es el proceso por el cual un hombre aprende algo por
sí mismo, por medio del pensamiento y de la observación del
mundo, y no por recibir comunicación de otros hombres. Es cier-
to, naturalmente, que estas dos clases de aprendizaje están íntima
y embrolladamente fusionadas en la educación actual de cual-
quier, hombre. Cada uno puede ayudar al otro. Pero queda en
pie el punto dé qué siempre podemos decir, si nos tomamos la
molestia de hacerlo, si aprendimos algo de lo que sabemos de al-
guna otra p e r s o n a d o si lo descubrimos por nuestros propios
medios.
Podemos hasta llegar a ser capaces de discernir si lo hemos
aprendido de un libro o de un maestro. Pero, según el significado
de la palabra "enseñar', el libro que nos enseña algo puede ser
llamado "maestro". Debemos, por consiguiente, establecer una
diferencia entre maestros escritos y maestros orales, maestros de
los cuales aprendemos por medio de la lectura y maestros de los
cuales aprendemos escuchándolos.
Para simplificar las cosas, llamaré al maestro que habla u n
"maestro viviente". Es éste un ser humano con el que mantene-
mos algunas relaciones personales; y llamaré a los libros ''maes-
tros muertos". Téngase presente que no deseo insinuar que el
autor del libro haya muerto; en realidad puede ser dicho autor el
mismo maestro vivo que no sólo pronuncia conferencias ante
nosotros, sino que nos hace leer un libro de texto por él escrito.
Ya sea si el autor está vivo o muerto, el libro es un objeto
sin vida. N o puede conversar con nosotros, ni responder a nues-
tras preguntas; no crece ni se altera su mente, ni cambia de m o d o
de pensar. Es una comunicación, pero no podemos platicar con
él, en el sentido en el cual, muy de vez en cuando, nos es posi-
ble comunicarles algo a nuestros maestros vivientes. Las raras
oportunidades en las cuales nos ha sido posible conversar prove-
chosamente con el autor de un libro que hemos leído pueden con-
tribuir a que comprendamos lo que perdemos cuando el autor no
existe más, o se halla fuera de nuestro alcance.

— 2 —
¿Cuál es el rol del maestro viviente en nuestra educación?
U n maestro viviente puede ayudarnos a adquirir ciertas habili-
dades, puede enseñarnos a jugar en el "kindergarten", a formar
y a reconocer las letras en los grados primarios o a deletrear y a
pronunciar, a hacer sumas y divisiones, a cocinar, coser y reali-
zar trabajos de carpintería. U n maestro viviente nos puede auxi-
liar a perfeccionarnos en cualquier arte, aún en el arte de aprender
y en tales como el arte de la investigación experimental o el de leer.
Algo más que comunicación se implica en el acto de dar tal
ayuda. El maestro viviente no sólo nos dice qué debemos hacer,
sino que es particularmente útil al "demostrarnos" cómo debe-
mos hacerlo, y, de un modo aún más directo, al ayudarnos en las
diversas fases de la tarea. En este último respecto, n o puede ca-
bernos la menor duda de que un maestro viviente puede ser más
útil que uno muerto. El manual de más éxito no puede tomarles
a ustedes de la mano o decirles en el momento oportuno: " N o
lo hagan así. Háganlo de este otro m o d o " .
Ahora bien, hay algo que está totalmente en claro. Con res-
pecto a todo el saber que podemos adquirir por medio del des-
cubrimiento, un maestro viviente puede desempeñar solamente
una función. Evidentemente no puede enseñarnos aquel cono-
cimiento, puesto que entonces n o lo obtendríamos por medio del
descubrimiento. Sólo puede enseñarnos el arte de descubrir, esto
es, decirnos cómo debemos investigar, observar y pensar en el
proceso de averiguación de las cosas. Puede, además, ayudarnos
a adiestrarnos en los movimientos. En general es esto de la in-
cumbencia de libros como el de Dewey Cómo Pensamos, y de
aquellos que han tratado de ayudar a practicar a los estudiantes
siguiendo sus reglas.
Puesto que estamos principalmente interesados en la lectura
— y en la otra clase de aprendizaje, por medio de la instrucción—
podemos limitar nuestra discusión al papel que desempeña el
maestro cuando nos comunica sabiduría o nos ayuda a aprender
por medio de comunicación. Y, por el momento, limitémonos a
considerar al maestro viviente como una fuente de conocimientos,
y no como a un preceptor que nos ayuda a aprender a hacer algo.
Considerado como una fuente de conocimientos, el maestro
viviente es un competidor o un colaborador de los maestros muer-
tos, esto es, de los libros. Con "competición" quiero significar el
modo en que muchos maestros vivientes dicen a sus estudiantes
por medio de disertaciones lo que éstos podrían aprender leyendo
los libros que el conferencista ha compendiado. Mucho antes de
que existieran las revistas, los maestros vivientes se ganaban la
vida siendo "compendios para los lectores". Con "cooperación"
quiero decir cómo el maestro viviente divide, de un modo u otro,
la función de enseñar entre el y los libros disponibles: algunas
cosas las dice a los estudiantes por lo general reduciendo a su más
simple expresión lo que él mismo ha leído, y algo espera que el
estudiante aprenda por medio de la lectura.
Si éstas fuesen las úniess funciones que desempeñase un maes-
tro viviente con respecto a la comunicación de conocimientos, se
podría deducir que todo lo que puede aprenderse en la escuela pue-
de ser aprendido también fuera de la escuela y sin maestros vivien-
tes. Posiblemente fes cueste un poquito más el leer ustedes mismos
que el leer libros que hayan sido compendiados para ustedes. T a l
vez tendrían ustedes que leer más libros, si los libros fueran sus
únicos maestros. Pero hasta donde sea cierto que el maestro vivien-
te no tiene más conocimientos que comunicar que los que él ha
adquirido por medio de la lectura, ustedes pueden aprenderlos di-
rectamente de los libros. Pueden aprender tan bien como él, si leen
igualmente bien.
Me parece, además, que si lo que buscan ustedes es entendi-
miento más bien que información, la lectura los llevará más lejos
aún. La mayoría de nosotros somos culpables del vicio de leer pa-
sivamente, por supuesto; pero es más probable que lá mayoría de
la gente sea pasiva al escuchar una conferencia. U ñ a conferencia ha
sido bien descripta como el proceso por el cual las notas tomadas
por el maestro pasan a ser las notas del alumno sin atravesar por
las mentes de ninguno de los dos.
El tomar notas no es, por lo general, una asimilación activa
de lo que hay que entender, sino un registro casi automático de
lo que fue dicho. El hábito de hacerlo se transforma en un susti-
tuto más penetrante del aprendizaje y del pensamiento, a medida
que uno pasa más años en institutos educacionales. El caso es peor
aún en las escuelas profesionales, tales como las de derecho y
medicina, y en la escuela de graduados. Alguien dijo que se puede
establecer, la diferencia entre estudiantes graduados y no gradua-
dos, de este modo: Si ustedes entran en un aula y dicen: "Buenos
días", y los estudiantes contestan, no son graduados. Si. toman
nota del. saludo, son graduados.
Hay otras dos funciones que ejecuta el maestro viviente, por
medio de las cuales se relaciona con libros. Una es la de "repe-
tición". Todos hemos seguido cursos en la escuela en los que el
maestro decía en clase las mismas cosas que nos había indicado
que leyésemos en un texto escrito por él o por uno de sus colegas.
Me confieso culpable de haber enseñado así yo también. Recuerdo
el primer curso que dicté; era de psicología elemental. Se designó
un libro de texto! El examen que debía rendirse, según resolución
del departamento, para todas las divisiones de este curso, no exi-
giría más que el estudiante aprendiese lo que decía el texto. Mí
única función como maestro viviente consistía en ayudar al texto
a realizar su tarea. En parte yo hacía preguntas de la índole de
las que podrían presentarse en el examen. En parte, disertaba,
repitiendo el libro capítulo por capítulo, en palabras que no di-
ferían en mucho de las usadas por el autor.
T a l vez haya tratado a veces de aclarar algún punto, pero
si el estudiante había realizado la tarea de leer para, entender, po-
día comprender por sí solo. Si no podía leer de este modo, posi-
blemente no podía tampoco escuchar mis explicaciones de un
modo comprensivo.
La mayoría de los estudiantes seguían este curso por vani-
dad, y no por verdadero interés. Puesto que el examen no medía
el entendimiento sino la información, es muy probable que ellos
considerasen mis explicaciones como un. desperdicio de su tiempo
-—puro exhibicionismo de parte mía. Por. qué continuaban asis-
tiendo a clase, no lo sé. Si hubiesen dedicado tanto tiempo a la
lectura del texto como a las de las páginas deportivas, y puesto
tanta diligencia en los detalles informativos, podrían haber pasado
el examen sin ser aburridos por mí.
— 3 —

La función que queda por tratar es difícil de nombrar. T a l


vez pueda llamarla "comunicación original". Estoy pensando en
el instructor viviente que sabe algo que no puede ser encontrado
en libro alguno. Este algo debe haber sido descubierto por él mis-
mo, y no estar aún al alcance de los lectores. Esto sucede raras
veces. Acontece hoy con más frecuencia en el terreno de la eru-
dición o de las investigaciones científicas. De cuando en cuando
la escuela de graduados se ve favorecida por un ciclo de conferen-
cias que constituyen una comunicación original. Si ustedes no son
lo suficientemente afortunados y no pueden oír las conferencias,
se consuelan, por Jo general, diciendo que éstas aparecerán muy
poco tiempo más tarde en forma de libro.
La.impresión de libros se ha convertido hoy en día en u n
asunto tan rutinario y común que no es probable que en adelante
suceda lo que antes; que a las comunicaciones originales había que
oírlas o darlas por perdidas. Antes de Caxton, sin embargo, el
maestro viviente desempeñaba estas funciones, probablemente con
mayor frecuencia. Este era el motivo que impulsaba a los-estu-
diantes a atravesar toda la Europa medioeval para escuchar a un
famoso conferencista. Si nos remontamos lo suficiente en la his-
toria de la erudición europea, llegaremos a las primeras épocas,
antes de que fuese fundada la erudición, y de que existiese una
tradición de saber que una generación recibía de su predecesor )
transmitía a la próxima. En aquel entonces, por supuesto, el
maestro era en primer lugar un hombre erudito y en segundo
lugar un transmisor. Quiero decir que primero debía obtener co-
nocimientos "descubriéndolos él mismo", antes de que pudiese
enseñárselos a nadie.
La situación actual está en el otro extremo. El maestro vi-
viente es hoy en día en primer lugar un hombre de conocimientos,
más que descubridor. Es alguien que ha aprendido la mayor par-
te de lo que sabe de otros maestros, vivos o muertos. Considere-
mos al maestro término medio de hoy como a alguien que n o
posee ninguna comunicación original para transmitir. E n lo que
respecta a los maestros muertos, por consiguiente, éste debe ser
un repetidor o u n abreviador. E n cualquiera de los dos casos, sus
alumnos podrían aprender todo lo que él sabe con sólo leer los
libros que él ha leído.
Con respecto a la comunicación de conocimientos, el único
justificativo del maestro viviente es, pues, algo prosaico. El ser
humano, por su debilidad innata, elige siempre el camino más
fácil. El cúmulo de conferencias, asignaturas y exámenes puede
ser un modo más seguro y eficiente de proveer, a la generación
naciente, de una cantidad determinada de información, y aún de
un poco de entendimiento. Aun habiéndoles enseñado a leer bien,
puede ser que no lleguemos a confiar en que perseverarán en la
dura tarea de leer con el objeto de aprender.
El autodidacta es tan poco común como el hombre que se
ha levantado por sus propios esfuerzos. La mayoría de los hom-
bres n o llegan a ser auténticamente eruditos o a amasar grandes
fortunas sin ayuda ajena. La existencia de tales hombres, sin
embargo, prueba que esto puede lograrse. El escaso número de
los que lo han hecho señala la fibra y la disciplina, la paciencia y
la perseverancia que se requieren. T a n t o en lo que respecta a la
erudición como a la salud, debemos lo poco que poseemos en nues-
tra mayoría a estímulos externos.
Sin embargo, estos hechos y sus consecuencias prácticas en
la erudición elemental, no alteran el punto principal. L o que es
cierto en lo referente al maestro común lo es igualmente con re-
lación a todos los textos, manuales y silabarios. Estos, también,
no son más que repeticiones, recopilaciones y condensaciones de
lo que puede ser hallado en otros libros, a menudo en otros libros
de la misma índole.
N o obstante, hay una excepción que confirma la regla. Lla-
memos maestros primarios a estos maestros vivientes que desem-
peñan las funciones de la comunicación original. Se encuentran
unos pocos de éstos en cada generación, pues la mayoría son maes-
tros secundarios en el sentido ya descripto. Del mismo modo que
hay maestros primarios y secundarios que viven en la actualidad,
podemos establecer la misma diferencia entre los maestros muer-
tos. Hay libros primarios y secundarios.
Los libros primarios son aquellos que contienen comunica-
ciones originales. Por supuesto que no es indispensable que sean
enteramente originales. P o r el contrario, la originalidad total es
tan imposible como engañosa. Es imposible excepto en los hipo-
téticos comienzos de nuestra tradición cultural. Es engañosa por-
que nadie debería tratar de descubrir por sí mismo lo que otros
pueden enseñarle. La mejor clase de originalidad es, evidentemen-
te, aquella que agrega algo al fondo de conocimientos que la tra-
¿lición del saber ha puesto a nuestro alcance. La ignorancia o el
descuido de la tradición pueden, probablemente, dar como resul-
tado una originalidad falsa o superficial.
Los grandes libros, en todos los campos del saber, son en
algún buen sentido de la palabra, comunicaciones "originales".
Estos son los libros llamados por lo general "clásicos", pero esa
palabra tiene para mucha gente una connotación errónea y prohi-
bitiva; errónea en el sentido de que se refiera a la antigüedad, y
prohibitiva en el sentido de que parecería ser ilegible. Los grandes
libros son escritos hoy, y fueron escritos ayer, y también hace
muchos años. Y yo voy a tratar de demostrar que, lejos de ser
ilegibles, los grandes libros son los más legibles y los más dignos
de ser leídos.
_ 4

Lo que he dicho hasta aquí puede ser que no les ayude a


ustedes a escoger los grandes libros entre los que se hallan en las
estanterías de las bibliotecas. En realidad, diferiré el exponer los
criterios que prometen un gran libro —criterios que también les
ayudarán a ustedes a discernir entre los libros buenos y los malos—
hasta mucho más adelante (en el capítulo diez y seis, para ser
más exacto). Puede parecer lógico decir a una persona qué debe
leer antes de decirle cómo debe hacerlo, pero yo creo que revela
una pedagogía más sabia el explicar primero los requisitos de la
lectura. Salvo que uno sea capaz de leer cuidadosa y críticamente,
los criterios para juzgar libros, por muy rectos que sean en sí mis-
mos, es muy probable que con la práctica se conviertan en reglas
basadas en la experiencia o en la práctica pero no en la teoría.
Solo después de que ustedes hayan leído algunos grandes libros
competentemente llegarán a tener una comprensión íntima de los
patrones por los cuales los otros libros puedan ser juzgados gran-
des o buenos. Si están ustedes impacientes por conocer los títulos
de los libros que los más competentes lectores han consagrado
como grandes, pueden ahora mismo consultar el apéndice en el
que hay una lista de ellos; pero les aconsejaría que aguardasen
hasta después de leer la discusión de sus características y contenido
en el capítulo diez y seis.
Hay, sin embargo, algo que puedo decir aquí sobre los gran-
des libros. Ello puede explicar por qué son éstos generalmente
legibles, aún si no explica por qué debieran, por lo general, leerse.
Son como popularizaciones debido a que la mayoría de ellos fue-
58 M O R T I M E R J. ADLER

ron escritos para hombres corrientes y no para pedantes y erudi-


tos. Son como libros de texto porque están destinados a los prin-
cipiantes y, no a los especialistas o a los estudiantes adelantados.
Ustedes pueden ver por qué esto debe ser así. Hasta el grado en
que son originales, tienen que dirigirse a un público que comienza
apenas a leer. No hay necesidad de ningún requisito previo para
leer un gran libro, excepto otro gran libro en la tradición del
aprendizaje, por el cual el que luego es maestro puede haber sido
enseñado.
A diferencia de los libros de texto y de las popularizaciones,
los grandes libros dan por sentado un público de lectores compe-
tentes a fondo en la lectura. Esta es una de sus mayores distin-
ciones, y probablemente el motivo por el cual son tan poco leídos
hoy en día. No son solamente comunicaciones originales, en vez
de compendios o repeticiones, pero a diferencia de estas últimas
no se andan por las ramas. Ellos dícen: "Aquí hay Conocimientos
dignos de ser adquiridos. ¡Venid y tomadlos!"
La reproducción de los libros de texto y de las seríes de con-
ferencias en nuestro sistema educacional de. hoy es el signo más
seguro de nuestra declinación en el arte de leer y escribir. Más
cierto que la pulla que dice que los que pueden enseñar, enseñan
a los maestros, es la idea de que los maestros que pueden ayudar
a sus alumnos a leer los grandes libros escriben textos para ellos,
o por lo menos hacen uso de los que sus colegas han escrito. U n
libro de texto o manual, casi puede ser definido como una inven-
ción pedagógica para poner "algo" dentro de las cabezas de aque-
llos que no pueden leer lo suficientemente bien como para apren-
der más activamente. Una disertación común en una clase es un
ardid similar. Cuando los maestros ya no saben cómo desempeñar
la función de leer libros "con" sus alumnos, se ven obligados a
disertarles " a " ellos en lugar de leer con ellos.
Los textos y las popularizaciones de toda índole están escri-
tos para las personas que no saben cómo leer, o que sólo pueden
leer para informarse. A semejanza de los maestros muertos, éstos
son como los maestros secundarios vivientes que los escribieron.
Vivo o muerto, el maestro secundario trata de impartir conoci-
mientos sin exigir demasiado al que aprende, o demandarle una
actividad excesivamente diestra. El de estos libros es un arte de
enseñar que requiere en el estudiante el mínimo de arte de ser
enseñado. Más bien atestan la mente que la ilustran. La medida
de su éxito depende de la capacidad absorbente de la esponja.
Nuestro fin último es el entendimiento, más bien que la
información, pese a que esta última es un escalón necesario para
llegar a él. Por consiguiente, debemos ir hacia los maestros pri-
marios, puesto que ellos tienen entendimientos para dar. ¿Puede
caber alguna duda de que los maestros primarios son mejores
fuentes de erudición que los secundarios? ¿Hay alguien que no
crea que el esfuerzo que éstos nos exigen nos lleva al cultivo de
nuestras mentes? Podemos evitar el realizar esfuerzos cuando
aprendemos, pero no podemos evitar los resultados de un apren-
dizaje sin esfuerzos, las extravagancias de toda índole que reuni-
mos al permitir a los maestros secundarios que nos enseñen.
Si en el mismo colegio dos hombres disertaran, uno, que
hubiera descubierto alguna verdad, el otro, un hombre que estu-
viera repitiendo de segunda mano las informaciones recogidas so-
bre la obra del primero, ¿a cual de los dos preferirían escuchar
ustedes? Si, aun suponiendo que el repetidor prometiese simpli-
ficar las cosas hablando de un modo que estuviese al alcance de
las mentalidades de ustedes, ¿no sospecharían que al material de
segunda mano le falta algo en calidad o en cantidad? Si ustedes
pagan el más alto precio en esfuerzo, se verán recompensados por
las mejores mercancías.
Pero es el caso que, por supuesto, la mayoría de los maes-
tros primarios están muertos —los hombres murieron, y los li-
bros que nos han dejado son maestros muertos— mientras que
la mayor parte de los maestros vivientes son secundarios. Pero
supongamos que nos fuese posible resucitar a los maestros prima-
rios de todas las épocas. Supongamos que hubiese un colegio en el
cual el cuerpo de profesores estuviese así constituido. Herodoto y
Tucídides enseñarían la historia de Grecia, y Gibbon disertaría
sobre la decadencia de Roma. Platón y Santo T o m á s dictarían
juntos un curso de metafísica; Francis Bacon y J o h n Stuart Mili
discutirían la lógica de la ciencia; Aristóteles, Spinoza y Emma-
nuel Kant compartirían el estrado para tratar los problemas mo-
rales; Maquiavelo, T h o m a s Hobbes, y J o h n Locke hablarían so-
bre política.
Ustedes podrían seguir una serie de cursos de matemáticas
dictadas por Euclides, Descartes, Riemann, y Cantor, con Ber-
trand Russell y A. N . Whitehead al final, como complemento.
Podrían escuchar a San Agustín y a William James hablando
sobre la naturaleza del hombre y la mente humana, tal vez con
Jacques Maritain comentando las conferencias. Haryey discutiría
la circulación de la sangre y Galeno, Claude Bernard y Haldane
enseñarían fisiología en general.
Las disertaciones sobre física contarían con los talentos de
Galileo y Newton, Faraday y Maxwell, Planck y Einstein. Boy-
le, Dalton, Lavoisier, y Pasteur enseñarían química. Darwin y
Mendel dictarían las conferencias principales sobre la evolución
y la ciencia del desarrollo natural de los seres organizados, con
charlas complementarias a cargo de Bateson y T . H. Morgan.
Aristóteles, Sir Philipe Sydney, Wordsworth y Shelley, dis-
cutirían la índole de la poesía y los principios de la crítica litera-
ria, con T . S. Eliot por añadidura. En economía política las con-
jfcrciiciss $£ri3ii dictscÍBs j)or «/VcJsiTi Sm11li -RicsrclOf ICsrl JVInrx
t

y Marshall. Boas discutiría la raza humana y sus subespecies,


Thorstein Veblen y J o h n Dewey, los problemas económicos y
políticos de la democracia americana, y Lenin disertaría sobre
el comunismo.
Etienne Gilson analizaría la historia de la filosofía y Poin-
caré y Duhem, la historia de la ciencia. Hasta podría haber clases
sobre arte por Leonardo da Vihci, y una conferencia sobre Leo-
nardo a cargo de Freud. Hobbes y Locke podrían ocuparse del uso
y abuso de las palabras, con momentáneas alusiones a Ogden y
Richards Korzybski y Stuart Chase. Es posible imaginarse un
cuerpo de profesores infinitamente más extenso, pero con éste nos
bastará.
¿Existiría alguien que desease concurrir a otra universidad
pudiendo entrar en ésta? N o es necesario que haya límite para el
número de estudiantes. El precio de la admisión —el único requi-
sito para el ingreso— es la capacidad para leer y el empeño que
pongan en hacerlo. Esta escuela existe para todo aquel que desea
y pueda aprender de maestros de primera categoría, aunque éstos
ya hayan muerto en el sentido de no sacarnos de nuestro letargo
por medio de su presencia viviente. N o están muertos en ningún
otro sentido. Si la América contemporánea los desecha por haber
muerto, entonces, como dijo un conocido escritor, nosotros esta-
mos reproduciendo la locura de los antiguos atenienses que supu-
sieron que Sócrates murió cuando bebió la cicuta.
El maestro secundario es simplemente un alumno aventaja-
do, y se debería considerar a sí mismo como aprendiendo de los
maestros junto con los estudiantes más jóvenes que se hallan a su
cargo. N o debería actuar como si él fuese el maestro primario,
utilizando un gran libro como si éste fuese apenas otro libro de
texto, de la misma clase de los que uno de sus colegas pudiese
escribir. N o debería disfrazarse de uno que sabe y puede
en virtud de sus descubrimientos origínales, sí es sólo uno que ha
aprendido porque le han enseñado. Las fuentes originarias de sus
propios conocimientos deberían ser las fuentes primarias de eru-
dición para sus estudiantes, y un maestro de tal índole única-
mente se desempeña honestamente si no se ensalza a sí mismo
interponiéndose entre los grandes libros y sus jóvenes lectores.
El no debería "interponerse" como un mal conductor, sino que
tendría que inmiscuirse como un mediador; como alguien que
ayuda a los menos competentes a ponerse en contacto de un
modo más efectivo con las mejores mentes.

— 5 —

T o d o esto no es novedad, o por lo menos, no debiera serlo.


Durante muchos siglos, la educación fue considerada como la ele-
vación de la mente llevada a cabo por sus superiores. Si somos
honrados, la mayoría de nosotros, los maestros vivientes, tendría
que estar dispuesta a admitir que, aparte de las ventajas que con-
cede la edad, no es muy superior a nuestros alumnos en lo que
respecta a categoría o prendas intelectuales. Sí la elevación está
por ser un hecho, la enseñanza va a tener que estar a cargo de
mentalidades superiores a las nuestras. Este es el motivo por el
cual, durante muchos siglos, se creyó que la educación era pro-
ducida por el contacto con las grandes mentalidades del pasado y
del presente.
La única solución del problema es la siguiente: nosotros
los maestros, debemos saber cómo leer para lograr entendimiento.
Nuestros estudiantes también deben saberlo. Todos, en la escue-
la o fuera de ella, deben saberlo, si queremos que la fórmula ten-
ga éxito.
Pero, dirán ustedes, esto no es tan sencillo como lo parece.
Estos grandes libros son demasiado difíciles para la mayoría de
nosotros, en la escuela o fuera de ella. Esta es la causa por la
cual nos vemos obligados a obtener nuestra educación de maestros
secundarios, de conferencias en las aulas, de libros de texto, de
popularizaciones, que repiten y compendian para nuestro benefi-
cio lo que de otro modo sería para siempre tan inalcanzable como
on libro sellado. Aunque nuestra meta sea el entendimiento y no
62 M O R T I M E R J. ADLER

la información, debemos satisfacernos con una dieta mucho más


frugal. Somos víctimas de limitaciones incurables. Los maestros se
hallan demasiado por encima nuestro. Evidentemente, es mejor
recoger unas pocas migajas caídas de la mesa que morirse de ina-
nición adorando inútilmente el festín del que no podemos parti-
cipar.
Yo niego esto. Por una parte, la dieta más frugal es muy
probable que no sea en absoluto nutritiva, si es comida digerida
artificialmente, ya que puede ser adquirida de modo pasivo y rete-
nida en forma pasajera más bien que asimilada activamente. Por
la otra, como el profesor Morris Cohén dijo una vez, en una
clase suya, las perlas que se arrojan a los muy puercos son, proba-
blemente, sólo una imitación.
No niego que sea posible que los grandes libros exijan es-
fuerzos más arduos y empeñosos que los compendios. Sólo digo
que estos últimos no pueden reemplazar a los primeros porque
no puede extraerse la misma substancia de ellos. Pueden ser muy
buenos si todo lo que ustedes desean es una especie de informa-
ción, pero no si tratan de ilustrarse. El camino para llegar no
es una senda de rosas; este sendero de verdadero aprendizaje está
sembrado de rocas, no de flores. T o d o el que insista en tomar el
camino más fácil acaba en un estado de felicidad ilusoria; se con-
vierte en un obtuso pedante, neciamente educado, en un estudiante
de segundo año para toda su vida.
También digo que los grandes libros pueden ser leídos por
todos. La ayuda que el lector necesita de parte de los maestros
secundarios no consiste en los sustitutos fáciles de aprender. Con-
siste en ayuda para aprender a leer, y si fuese posible más aún,
una real ayuda en el curso de la lectura de los grandes libros.
Permítaseme que insista algo más en la teoría de que los
grandes libros son los más legibles. En un sentido, naturalmente,
con difíciles de leer; demandan la mayor habilidad para la lectu-
ra. Su arte de enseñar exige un arte de ser enseñado proporcional
y correspondiente. Pero al mismo tiempo, los grandes libros son
los más competentes para instruirnos sobre las materias de que
tratan.
Esto puede parecer paradójico, debido a que involucra dos
diferentes clases de maestría. Tenemos por un lado, la maestría
del autor y su dominio del tema en cuestión, y por el otro, nues-
tra necesidad de dominar el libro por él escrito. Estos libros tie-
nen ganada la fama de grandes a causa de. su maestría, y nosotros
nos valuamos como lectores según el grado de capacidad que al-
cancemos al dominar estos libros.
Si nuestra meta en lo referente a la lectura es el obtener
conocimientos e ideas, los grandes libros son los más legibles, tan-
to para los más como para los menos competentes, porque son
los más instructivos. Evidentemente, con " m á s " legibles no quie-
ro significar que lo sean "con el mínimo esfuerzo", aún para
el lector experto. Quiero decir que estos libros recompensan todos
los grados de esfuerzo y de habilidad hasta el máximo. T a l vez
sea más dura labor la de excavar para desenterrar oro que para
sacar papas, pero cada unidad de esfuerzo exitoso es premiada
más ampliamente.
La relación entre los grandes libros y las materias de que
tratan, las que los hacen lo que son, no puede ser cambiada. Este
es un hecho objetivo e inalterable. Pero la relación entre la com-
petencia original del lector principiante y los libros que son más
dignos de ser leídos, puede ser alterada. Al lector puede aumen-
társele la competencia, por medio de la guía y de la práctica. En
proporción con lo que esto suceda, no sólo será más capaz de
leer los grandes libros, sino que como consecuencia de ello, se
acercará más y más a la comprensión del tema tratado, al igual
que lo entendieron los maestros. T a l maestría es el ideal de la
educación. El deber de los maestros secundarios consiste en faci-
litar el aproximamiento a este ideal.

— 6 —
Cuando escribo este libro yo soy un maestro secundario.
Mi objeto es ayudar y servir de intermediario. N o voy a leerles
ningún libro para que ustedes se eviten la molestia de hacerlo
personalmente. Este libro sólo tiene que desempeñar dos funcio-
nes: interesarlos a ustedes en las ventajas de leer y ayudarles a
cultivar el arte.
Si ya no asisten ustedes a la escuela, tal vez se vean obliga-
dos a utilizar los servicios de un maestro del arte que esté muerto,
tal como este libro. Y ningún manual instructivo puede llegar a
ser tan útil, en cualquier sentido, como un buen guía viviente.
Puede serles un poquito más difícil de desarrollar la capacidad
cuando hay que practicar siguiendo las reglas que se encuentran
en un libro, sin que se les detenga, se les corrija y se les demuestre
cómo debe hacerse. Pero, indudablemente, puede hacerse. Dema-
siadas personas lo han hecho para que pueda quedar la posibili-
dad de una duda. Nunca es demasiado tarde para empezar, pero
todos tenemos motivos para incomodarnos con un sistema escolar
que no llenó su objeto de darnos una base sólida en nuestros
primeros años.
El fracaso de las escuelas y su responsabilidad, pertenecen
al próximo capítulo. Daré fin a éste atrayendo la atención de
ustedes sobre dos cosas. La primera es que ustedes ya han apren-
dido algo sobre las reglas de lectura. En los capítulos anteriores
vieron la importancia de seleccionar frases y palabras importan-
tes y la de interpretarlas. En el transcurso de este capítulo ustedes
han seguido una discusión sobre la legibilidad de los grandes li-
bros y el papel que desempeñan en la educación. Otro paso en la
lectura es el de descubrir y compenetrarse con los alegatos del
autor. Más adelante me ocuparé de la regla para hacerlo más
ampliamente.
El segundo punto es que ya hemos definido bastante bien
el propósito de este libro. El hacerlo nos ha llevado muchas pági-
nas, pero creo que a ustedes les será posible ver por qué hubiese
resultado este propósito ininteligible si yo lo hubiera presentado
en el primer párrafo. Podría haber dicho: "este libro tiene por
objeto ayudar a ustedes a desarrollar el arte de leer para conse-
guir entendimiento, no información; por consiguiente, desea ani-
marlos y ayudarles a leer los grandes libros". Pero no creo que
hubiesen comprendido lo que yo quería decirles.
Ahora sí lo hacen, pese a que aún puede ser que con algu-
nas salvedades acerca de las ventajas o significados de la empresa.
Pensarán ustedes que hay muchos otros libros, además de los
grandes, que sean dignos de leerse. Naturalmente, estoy de acuer-
do. Pero a su vez deben admitir que cuanto mejor es el libro
más digno es de ser leído. Más aún, si ustedes aprenden a leer
los grandes libros, no encontrarán dificultades para leer otros, o
para cualquier otra cosa relacionada con ese asunto. Podrán ha-
cer uso de su habilidad para ocuparse de cosas de menor cuantía.
Séame permitido recordarles que el deportista no caza patos cojos.
CAPÍTULO V

E L F R A C A S O D E LAS E S C U E L A S

En capítulos anteriores he dicho algunas cosas sobre el sis-


tema escolar que si no fuesen ciertas, serían difamatorias. Pero
si son verdad constituyen una grave acusación contra los educa-
cionistas que han violado la confianza pública. Aunque este ca-
pítulo pueda parecerles una prolongada disgresión del fin de este
libro, que es enseñarles a ustedes a leer, es necesario poner en claro
la situación en la cual la mayoría de nosotros o nuestros hijos
nos encontramos "educados" pero no instruidos. Si las escuelas
cumpliesen con su cometido, este libro sería superfluo.
Hasta aquí me he ocupado extensamente de mi experiencia
como maestro en escuelas, colegios y universidades. Pero no les
pido a ustedes que crean solamente a mí palabra no corroborada
en lo referente a los deplorables fracasos de la educación ameri-
cana. Hay muchos otros testigos que pueden ser llamados a de-
clarar. Mejor aún que testigos comunes, que pueden hablar tam-
bién de sus propias experiencias, hay algo semejante a una prueba
científica en el asunto. Podemos escuchar el informe de los exper-
tos sobre el resultado de las pruebas y de las mediciones.
Hasta donde puedo recordar, siempre ha habido quejas acer-
ca de que en las escuelas no se enseñaba a la juventud a escribir
y hablar bien. Y o he concentrado las quejas principalmente en
los productos de las escuelas secundarias y colegios. Nunca se es-
peró que un diploma de escuela elemental certificara una gran
competencia en estos asuntos. Pero luego de pasar cuatro u ocho
años más en la escuela, parecería razonable esperar que tuviesen
una habilidad disciplinada para llevar a cabo estos actos básicos.
Los cursos de inglés eran, y en su mayoría lo son aún, u n ingre-
diente primordial en el plan de estudios de las escuelas secunda-
rias. Hasta hace poco, el de inglés de primer año era un curso
que se exigía en todo colegio. Se suponía que estos cursos tenían
por objeto fomentar la destreza para escribir la lengua materna.
Y aunque haciendo menos hincapié que en lo referente a la escri-
tura, se sobreentendía que la habilidad para hablar con claridad,
sino con elocuencia, era uno de los fines que se perseguían,
Las quejas provenían de todas partes; hombres de negocios,
que ciertamente no pedían demasiado, protestaban por la incom-
petencia de los jovencitos que encontraban en su camino luego
de abandonar la escuela. Las editoriales al unísono se hacían eco
de sus protestas y agregaban las suyas, expresando la desgracia del
editor, que tenía que corregir con lápiz azul el material que sus
colegas graduados le hacían llegar a su escritorio.
Los maestros de inglés de primer año se veían en el caso de
hacer de nuevo en el colegio lo que ya debiera haber sido comple-
tado en la escuela secundaria. Los maestros de otros cursos en
otros colegios se han quejado del inglés chapucero e incoherente
hasta el extremo con que entregan los estudiantes los exámenes
escritos.
Y todo aquel que haya enseñado en una escuela para gra-
1
duados o en una escuela de derecho sabe que un B. A . í ) de nues-
tros mejores colegios significa muy poco en lo que respecta a la des-
treza de un estudiante para escribir o hablar. Más de un candidato
a
para el Ph. D . <> ha tenido que ser preparado por un preceptor an-
tes de escribir su disertación, no bajo el punto de vista de la
erudición o del mérito científico sino en lo que se relacionaba con
el mínimo de requisitos que exige un inglés sencillo, claro y correc-
to. A mis! colegas en la escuela de derecho, con frecuencia les
es imposible discernir si un estudiante conoce o no el derecho,
debido a su falta de capacidad para expresarse coherentemente
sobre un punto en disputa.
He dicho solamente escribir y hablar, no leer. Hasta hace
muy poco tiempo, nadie concedía mayor importancia a la (aún
mayor y predominante) incompetencia para leer, exceptuando tal
vez, a los profesores de derecho quienes, desde que se implan-
tó el método de casos para el estudio del derecho, se han dado
cuenta de que la mitad del tiempo de estudios en una escuela de
derecho, debe ser dedicado a enseñar al estudiante a leer casos.
Estos pensaron, sin embargo, que esta responsabilidad recaía par-
ticularmente en ellos; que en la lectura de casos había algo muy
especial. N o se daban cuenta de que si los graduados en colegios
tuviesen una destreza razonable para leer, la técnica más espe-
cializada de la lectura de casos hubiese podido ser adquirida en
mucho menos de la mitad del tiempo que requiere ahora.
Una razón para justificar el descuido comparativo de la
(1) Bachiller en Artes.—(N. del T.)
(2) Doctor en Filosofía.—(Ñ. del T.)
lectura, y el énfasis de la escritura y el hablar, es un p u n t o que
ya he mencionado. Escribir y hablar son, para la mayoría, "ac-
tividades" mucho más claramente definidas que la lectura. Puesto
que asociamos la destreza con la actividad, es una consecuencia
natural de este error el atribuir defectos en escribir y en hablar a
falta de técnica, y suponer que el fracaso en la lectura tiene que
deberse a un defecto moral, a la falta de laboriosidad más bien
que de pericia. Este error está siendo corregido gradualmente. Más
y más atención está siendo prestada al problema de la lectura. N o
quiero decir que los educacionistas hayan descubierto todavía la
solución que requiere, pero se han dado cuenta por fin de que
las escuelas están fracasando tanto, si no más, en el asunto de la
lectura, como en el de la conversación y la escritura.
Debiera resultar evidente, de inmediato, que estas destrezas
están relacionadas entre sí. Todas ellas son artes de hacer uso del
idioma en el proceso de comunicación, ya sea iniciándola o reci-
biéndola. Por consiguiente, no deberíamos sorprendernos si en-
contramos una correlación positiva entre los defectos de estas di-
versas destrezas. Sin esas ventajas de la investigación científica
por medio de medidas educacionales, me ofrecería a predecir que
alguien que no puede escribir bien tampoco puede leer bien. En
realidad, llegará más lejos aún. Apostaría a que su falta de ca-
pacidad para leer es responsable en parte de sus defectos en lo que
a la escritura se refiere.
Por muy difícil que resulte leer, es más fácil que escribir y
hablar bien. Para comunicarse bien con los demás, debe saberse
cómo se reciben las comunicaciones y ser capaz, por añadidura,
de dominar el expediente que producirá los efectos deseados. Pese
a que las artes de enseñar y de ser enseñado son correlativas, el
maestro, ya sea éste escritor u orador, debe preveer el proceso de
ser enseñado con el objeto de dirigirlo. Debe, para sintetizar, ser
capaz de leer lo que escribe, o de escuchar lo que dice, como sí
fuera enseñado por medio de esos actos. Cuando los mismos
maestros no posee a el arte de ser enseñado, mal pueden llegar a
ser buenos maestros.
— 2 —
N o tengo que pedir a ustedes que acepten mi predicción tan
falta de apoyo, ni que tomen mi apuesta a ciegas. Los expertos
pueden ser llamados como testigos bajo el punto de vista de la
evidencia científica. El producto de nuestras escuelas ha sido me-
dido por el autorizado aparato de las pruebas de hazañas. Dichas
pruebas alcanzan a éxitos académicos de toda índole —áreas
clásicas de información, así como a las habilidades básicas, las
tres Erres; y sirven para demostrar no solamente que el gradua-
do de una escuela secundaria carece de destreza, sino que también
está impresionantemente mal informado. Debemos limitar nues-
tra atención a los defectos de habilidad, y en forma especial en
lo que a la lectura se refiere, aunque los descubrimientos en lo que
respecta a escritura y oratoria son pruebas confirmadas de que
el graduado en escuelas secundarias se halla perplejo cuando se
trata de cualquier aspecto de comunicación.
Esto dista mucho de ser algo risible. Por muy deplorable
que pueda resultar que a aquellos que hayan pasado por las au-
las durante doce años les falte información tan rudimentaria,
mucho más lo será el hecho de que se vean privados del uso de
los únicos medios que puedan remediar la situación. Si pudiesen
leer — p o r no decir nada de escribir y hablar— serían capaces
de instruirse a sí mismos desde el principio hasta el fin de su vida
adulta.
Destaquemos que el defecto que descubren las pruebas re-
side en el tipo más sencillo de lectura: la lectura para información.
En su mayor parte, las pruebas ni siquiera llegan a medir la ca-
pacidad de leer para obtener entendimiento. Si lo hiciesen, los
resultados provocarían un tumulto.
El año pasado, el profesor James Mursell, del Colegio de
Profesores de Columbia, escribió un artículo en The Atlantic
Monthly, titulado "La derrota de las escuelas". Basaba su ale-
gato en "millares de investigaciones" que abarcaban el "consis-
tente testimonio de treinta años de investigaciones inmensamente
variadas acerca de la educación". Una enorme cantidad de pruebas
proviene de un reciente estudio sobre las escuelas de Pensílvania
realizado por la Fundación Carnegie. Citaré sus propias palabras:
¿Qué diremos del inglés? A este respecto, también, hay un
récord de fracasos y derrotas. ¿Los alumnos de las escuelas apren-
den eficazmente a leer su lengua materna? Sí y no. Hasta el
quinto y sexto grado, la lectura es, en general, eficazmente ense-
ñada y bien aprendida. Hasta aquel punto encontramos una
mejora firme y general, pero pasándolo, las curvas toman una po-
sición horizontal y se detienen en un punto muerto. La causa de
esto no es que una persona llegue a su límite natural de eficiencia
cuando curse el sexto grado, puesto que ha sido probado una y
otra vez que bajo una guía especial los niños mucho mayores, y
también los adultos, pueden realizar enormes progresos. Ni esto
quiere decir que la mayoría de los alumnos de sexto grado lean lo
suficientemente bien para todos los fines prácticos. Muchos alum-
nos apenas logran desenvolverse en la escuela secundaria debido
a una completa ineptitud para captar el significado de la página
impresa. Pueden mejorar; necesitan mejorar, pero no lo hacen.
El graduado término medio de las escuelas secundarias ha
leído muchísimo, y si sigue sus estudios en el colegio leerá todavía
mucho más; pero muy probablemente será un lector incompetente
y de poco mérito. (Nótese que esto resulta cierto con el estudiante
común y no con la persona que se ve sometida a un tratamiento
reparador especial). Dicho estudiante puede seguir el desarrollo
de una obra sencilla de ficción, y gozar con su lectura. Pero con-
frontémoslo con un análisis retórico cuidadosamente escrito, con
una controversia esmerada y económicamente planteada, o con
un trozo literario que demande una atención crítica, y se encon-
trará sin saber qué hacer. Ha sido demostrado, por ejemplo, que
el estudiante término medio de escuelas secundarias es asombrosa-
mente inepto cuando debe iniciar el pensamiento central de un
pasaje, o los niveles de énfasis y subordinación en una controver-
sia o en un análisis retórico. En realidad, y en el fondo, sigue
siendo un lector de sexto grado hasta promediados sus estudios
en el colegio.

Creo necesario agregar que ni aun luego de egresar del co-


legio está en mejores condiciones. Opino que es verdad que nadie
puede cursar sus estudios en el colegio si no es capaz de leer, para
obtener conocimientos, con una eficiencia razonable; más aún,
tal vez no pueda ingresar al colegio si es deficiente en este arte.
Pero si tenemos presentes las diferencias entre los diversos tipos
de lectura, y recordamos que los experimentos miden primordial-
mente la capacidad para llevar a cabo la lectura de la clase más
sencilla, no nos va a resultar muy consolador el hecho de que
los alumnos de colegios lean mejor que los egresados del sexto
grado. Las pruebas provenientes de las escuelas de graduados y de
profesionales tienden a demostrar que, en lo que respecta a la
lectura para lograr entendimiento, sus estudiantes son todavía
alumnos de sexto grado.
El profesor Mursell escribe todavía más tristemente acerca
de la clase de lecturas con que las escuelas han logrado atraer el
interés de los estudiantes;
Los alumnos en las escuelas, y también en las escuelas secun-
darias y los graduados en colegios, leen, pero muy poco. Las revis-
tas de categoría media y las novelas más o menos similares, son
las más leídas. La selección de lecturas se realiza de oídas, por
recomendaciones casuales, y avisos exhibicionistas. Evidentemen-
te, la educación no está produciendo un público capaz de discer-
nir o de arriesgarse en lo que a la lectura se refiere. Según infiere
un investigador, no se nota ningún síntoma de que "las escuelas
estén fomentando un interés permanente por la lectura como
una actividad para distraer los ratos de ocio".
Es un tanto optimista la idea de que los estudiantes y los
graduados lleguen a leer los grandes libros, cuando según todas
las apariencias ni siquiera leen los buenos libros que no son de
ficción y que se publican todos los años,
Paso casi por alto el resto del informe de Mursell sobre
los hechos relacionados con la escritura: que el estudiante término
medio no puede expresarse "con claridad, exactitud y corrección
en su lengua materna"; que "muchos alumnos de escuelas secun-
darias no son capaces de discernir entre lo que es una sentencia
y lo que no lo es": que el estudiante término medio posee un vo-
cabulario empobrecido. "El vocabulario inglés escrito parece no
aumentar en absoluto en los años transcurridos entre el último
curso de la escuela secundaria y el último del colegio. Después
de doce años de escuela muchos estudiantes todavía usan el idio-
ma inglés en muchas expresiones infantiles y rudimentarias; y
cuatro años más aportan mejoras casi imperceptibles". Estos he-
chos están relacionados con la lectura. El estudiante que no puede
"expresar los exquisitos y precisos matices del significado" tam-
poco podrá, fuera de toda duda, descubrirlos en la expresión de
cualquiera que trate de comunicar algo que se halle por encima
del nivel de sutileza que esté al alcance de un alumno de sexto
grado.
He aquí más pruebas. Recientemente la Junta de Regentes
del Estado de Nueva York pidió que se realizase una investiga-
ción acerca de la actuación de sus escuelas. Esta fue llevada a cabo
por una comisión bajo la supervisión del profesor Luther Gulick
de Columbia. U n o de los tomos del informe trata de las escuelas
secundarias, y una sección de éste se ha dedicado al "manejo
de los instrumentos para aprender". Citaré nuevamente dicho
párrafo:

Gran cantidad de graduados, aun de escuelas secundarias,


experimentan serias deficiencias en lo que a los instrumentos
básicos de la enseñanza se refiere. Las pruebas a que fueron some-
tidos los alumnos salientes por orden de la comisión investigadora
Incluían un examen de capacidad para leer y entender el inglés
corriente... Los pasajes entregados a los alumnos eran párrafos
tomados de artículos científicos sencillos, narraciones históricas,
discusiones sobre problemas económicos, y otros similares. La prue-
ba fue ideada originariamente para alumnos del octavo grado.
Descubrieron que el alumno del término medio último año
de escuelas secundarias podría pasar una prueba ideada para medir
una proeza digna del octavo grado. Esta, ciertamente, n o es una
victoria extraordinaria de las escuelas secundarías. Pero también
descubrieron que "una cantidad perturbadoramente grande de ni-
ños y niñas del estado de Nueva York egresan de las escuelas
secundarias, — y aún ingresan a escuelas más adelantadas—, sin
haber logrado obtener un mínimo deseable." Debemos estar de
acuerdo con ellos cuando dicen que "en habilidades que todos
deben poseer" —tales como leer y escribir— "todos debían estar
dotados de un mínimo de competencia". Es evidente que el pro-
fesor Mursell no hace uso de un lenguaje demasiado fuerte cuan-
do habla de "el fracaso de las escuelas".
La investigación de los regentes estudió la clase de aprendi-
zaje que los estudiantes de las escuelas secundarías realizan sin
ayuda externa, fuera de las escuelas y cursos. Esto, como pensaron
acertadamente, podía ser determinado por medio de sus lecturas
hechas independientemente de la escuela. Y nos dicen, sobre sus
resultados, "que luego de egresar de la escuela, la mayoría de los
jóvenes de ambos sexos leen solantente para recrearse, en especial
revistas mediocres o inferiores y de ficción y diarios". El alcance
de sus lecturas, en la escuela y fuera de ella, es desastrosamente
corto y de la más sencilla e inferior categoría. Las lecturas que
no son de ficción están descontadas. Ni siquiera han leído las me-
jores novelas publicadas durante sus años escolares. N o conocen
los nombres más que de los libros de más éxito; peor aún, "una
vez que han egresado de la escuela, se inclinan a n o tomar un libro.
Menos del cuarenta por ciento de los jóvenes y las jóvenes entre-
vistados, habían leído un libro o parte de algún libro en las dos
semanas que precedieron a la entrevista. Sólo uno en diez había
leído libros que no fueran de ficción". E n su mayor parte, leían
revistas, si es que leían algo. Y aún en este caso el nivel de sus
lecturas es bajo: "menos de dos personas jóvenes en cien leen re-
vistas del tipo de Harper's, Scribner's o The Atlantic Monthly."
¿Cuál es la causa de esta espantosa falta de capacidad para
leer y escribir? El informe de la investigación de los regentes pone
el dedo en la llaga cuando dice que "los hábitos de lectura de estos
jóvenes están, sin duda, influenciados por el hecho de que muchos
de ellos nunca habían aprendido a leer de manera inteligente".
Algunos de ellos "aparentemente se creían totalmente educados, y
consideraban que, por consiguiente, era innecesario leer". Pero en
su mayor parte, no saben leer, y por lo tanto no gozan leyendo.
"La posesión de una habilidad es una condición indispensable
para su uso y para poder gozar ejercitándola". A juzgar por lo
que sabemos de su falta de capacidad en general para leer —con
inteligencia y aun en algunos casos, para informarse — n o puede
sorprendernos el descubrir el limitado alcance de la lectura entre
los graduados en escuelas secundarias, y la calidad inferior de lo
que leen.
La gravedad de las consecuencias es evidente. "La calidad
inferior de las lecturas hechas por grandes cantidades de estos
niños y niñas", saca como conclusión esta parte del informe de
los regentes, "no hace concebir grandes esperanzas de que sus
lecturas independientes vayan a ampliar mucho su zona educa-
tiva". Ni, por lo que sabemos de la situación en los colegios, es
mucho mayor la esperanza de mejora para el graduado en un co-
legio. Es sólo un poco más probable que éste lea más seriamente
después de graduarse porque se halla sólo un poco más adiestrado
en la lectura luego de pasar cuatro años más en institutos educa-
cionales.
Repito, porque quiero que ustedes lo recuerden, que por
muy penosos que puedan parecer estos descubrimientos no son
ni la mitad de malos de lo que podrían ser si los exámenes fuesen
más severos. Estos miden una comprensión relativamente simple
de relativamente simples pasajes. Las preguntas, que los estudian-
tes sometidos a examen deben responder luego de haber leído un
breve párrafo, demandan muy poco más que el exacto conoci-
miento de lo que dijo el escritor; y no exigen mucho en el sentido
de la interpretación, y casi ningún juicio crítico.
Digo que las pruebas no son suficientemente severas, pero
el modelo que yo propondría no es, por cierto, demasiado ri-
guroso. ¿Es demasiado pedir que un estudiante sea capaz de leer
un libro entero, no meramente un párrafo, y que informe no sólo
sobre lo que en éste decía, sino que demuestre un aumento de
comprensión del asunto que se halla en discusión? ¿Es demasiado
esperar de las escuelas que ensenen a sus estudiantes, no sola-
mente a interpretar sino a criticar, esto es, a discernir entre lo
que es sensato y el error y la falsedad, a aplazar su juicio si
no están convencidos o a juzgar con razón sí están o no de acuer-
do? Me resulta difícil creer que tales exigencias pudiesen ser con-
sideradas exorbitantes en una escuela secundaria o en un colegio;
sin embargo, si tales requisitos fuesen incorporados a los
nes, y una actuación satisfactoria fuese condición indispensable
para poder graduarse, ni el uno por ciento de los estudiantes
que en la actualidad obtienen sus diplomas todos los años, ves-
tirían la toga.

Pueden ustedes pensar que las pruebas que hasta ahora he


presentado son de carácter local, pues se limitan a Nueva York y
Pensilvania, o que acentúan demasiado las deficiencias del alum-
no término medio o menos brillante de las escuelas secundarias.
Esto no es así. Las pruebas reflejan lo que acontece en el país
en general. Las escuelas de Nueva York y Pensilvania están por
encima del término medio; y las pruebas incluyen a los mejores
alumnos del último año de las escuelas secundarias, y no sola-
mente a los menos eficientes.
Permítanme que. apoye esta última afirmación con una cita
más. En junio de 1939, la universidad de Chicago celebró una
conferencia sobre la lectura, que duró cuatro días, únicamente
para maestros que asistieron a la sesión del verano. E n una de
estas reuniones, el profesor Drederich, del departamento de edu-
cación, informó sobre el resultado de una prueba a que fueron
sometidos en Chicago los más destacados alumnos del último
año de escuelas secundarias que llegaron allí para optar a becas
provenientes de todos los puntos del país. Entre otras materias,
estos candidatos fueron examinados en lectura. Los resultados,
según el profesor Drederich les relató a los mil maestros allí
reunidos, demostraron que la mayoría de estos " m u y capaces"
estudiantes, simplemente no podían comprender lo que habían
leído.
Más aún, prosiguió, "nuestros alumnos no obtienen mucha
ayuda directa para comprender lo que leen o escuchan, o para
saber qué es lo que quieren significar con lo que dicen o escri-
ben". Esta situación no se limita a las escuelas secundarias. Se
extiende igualmente a los colegios en este país, y hasta en Ingla-
terra, según lo indican las investigaciones recién realizadas por
Mr. J. A. Richards acerca de la capacidad lingüística de los es-
tudiantes aún no graduados de la universidad de Cambridge.
¿Y por qué no reciben ayuda los estudiantes? N o puede de-
berse a que los educacionistas profesionales ignoren el estado de
cosas. Aquella conferencia de Chicago duró cuatro días; en ella
se presentaron muchos ensayos a la mañana, a la tarde, y a la
noche, en todas las sesiones, y todos acerca del problema de la
lectura. La causa de todo esto debe ser que los educadores no
saben, sencillamente, cómo solucionarlo; y tal vez, por añadi-
dura, porque no se dan cuenta de cuánto tiempo y esfuerzos
deben gastarse en enseñar a los estudiantes a leer, escribir y hablar
bien. Demasiadas otras cosas, de mucha menor importancia, han
llegado a alborotar el plan de estudios.
Hace algunos años me pasó algo (que puede ilustrarnos)
relacionado con este asunto. Mr. Hutchins y yo habíamos em-
prendido la tarea de leer los grandes libros con un grupo de alum-
nos de los primeros y últimos años de las escuelas secundarías,
en la escuela experimental que está bajo la dirección de la uni-
versidad. Esto fue considerado como un novedoso experimento
o, peor aún, una idea desatinada. Muchos de estos libros no eran
leídos por los alumnos de colegios; se los reservaba para deleite
de los graduados. ¡Y nosotros íbamos a leerlos con niños y niñas
de escuelas secundarias!
Al finalizar el primer año, me dirigí al director de la es-
cuela secundaria para informarle de nuestros progresos. Dije que
estos jóvenes estudiantes se hallaban evidentemente interesados
en la lectura de los libros. Las preguntas que hacían así lo indi-
caban. La agudeza y vitalidad de su discusión sobre los temas tra-
tados en clase demostraban que tenían inteligencia suficiente como
para llevar a cabo la tarea. Bajo muchos conceptos, eran superio-
res a otros estudiantes de más edad que habían visto su mente
atrofiada por años de escuchar disertaciones, de tomar notas, y
pasar exámenes. Tenían la inteligencia mucho más aguzada que
los estudiantes o graduados de colegios. Pero, le dije, era per-
fectamente obvio que no sabían leer un libro. Mr. Hutchins y
yo (en las pocas horas semanales que pasábamos con ellos),
no podíamos discutir los libros y todavía enseñarles a leerlos.
Era un crimen que sus talentos natos no fueran adiestrados para
llevar a cabo una función que era, fuera de toda duda, de la
mayor importancia educacional.
¿Qué hacían las escuelas secundarias para tratar de enseñar
a leer a los estudiantes? pregunté yo. Se descubrió que el direc-
tor había estado meditando sobre este asunto; abrigaba la sos-
pecha de que los estudiantes no podían leer muy bien, pero el
programa no dedicaba ningún tiempo para enseñarles a hacerlo.
Enumeró todas la cosas más importantes en que estaban ocu-
pados. Me contuve a punto de decirle que si los estudiantes sa-
bían leer, podían prescindir de la mayoría de estos cursos y apren-
der lo mismo leyendo libros. De todos "modos", prosiguió,
"aunque dispusiésemos del tiempo necesario, no podríamos hacer
mucho en lo referente a la lectura hasta que la escuela de educa-
ción hubiese concluido sus investigaciones sobre dicho tema".
Y o estaba perplejo. Dentro de lo que ya sabía acerca del
arte de leer, no podía imaginarme qué Índole de investigación
experimental estaba siendo llevada a cabo que pudiese ayudar a
los estudiantes a aprender a leer o a sus maestros a enseñarles a
hacerlo. Conocía bastante a fondo la literatura experimental so-
bre dicho tema. Se han realizado millares de investigaciones y
presentado innumerables informes para establecer la "psicología"
de la lectura. Estos se ocupan de los movimientos, del ojo en
relación con las diversas clases de tipo, disposiciones de la página,
iluminación, etcétera. T r a t a n otros aspectos de la óptica mecáni-
ca y agudeza o incapacidad sensorial. Consisten en toda clase
de pruebas y medidas que tienden a una uniformación de resul-
tados en los diferentes niveles educativos. Y se han llevado a
cabo estudios clínicos y de laboratorio que se especializan en los
aspectos emotivos de la lectura. Los psiquiatras han descubierto
que a algunos niños les dan berrinches emotivos por causa de la
lectura, como a otros les sucede con las matemáticas. Algunas
veces las dificultades emotivas parecen ser causa de incapacidad
para leer; a veces es esta incapacidad la que las motiva.
T o d a esta tarea tiene, cuando más, dos aplicaciones prác-
ticas. Las pruebas y mediciones facilitan la administración de
las escuelas, la clasificación y la graduación de los estudiantes y
determina la eficiencia de uno u otro procedimiento. El trabajo
sobre las emociones y los sentidos, especialmente el de la vista,
en sus movimientos y como un órgano de visión, nos ha llevado
al programa terapéutico que forma parte de la "lectura repara-
dora o terapéutica". Pero ninguno de estos trabajos comienza a
tratar siquiera ligeramente el problema de cómo enseñar a la ju-
ventud el arte del bien leer, ya sea para ilustrarla como para in-
formarla. N o quiero decir que la tarea sea inútil o carente de im-
portancia, o que la lectura terapéutica no pueda salvar a gran
cantidad de niños de las incapacidades más graves. Solamente
digo que ésta se halla tan relacionada con la formación de bue-
nos lectores como lo está el desarrollo de una correcta coordina-
ción muscular con el desarrollo de un novelista que debe hacer
uso de su mano y de su vista en la caligrafía o mecanografía.
U n ejemplo puede ilustrar este punto. Supongamos que
usted desee aprender a jugar al tenis. Se dirige a un entrena'dor
de ese deporte para que le dé lecciones. Este lo contempla de pies
a cabeza, lo observa en la cancha durante un rato, y luego, puesto
que es un individuo excepcionalmente discernidor, le dice que n o
le será posible enseñarle. Usted tiene una callosidad en el dedo
gordo del pie y papiloma en la articulación de un pie. Su postura
es, en general, mala, y los músculos de sus hombros están ligados,
según lo demuestran sus movimientos. Usted necesita anteojos.
Y por último, parece que a usted le entra un desasosiego cuando
la pelota viene en su dirección, y un berrinche cada vez que usted
le yerra.
Hágase ver por el pedicuro y por un osteópata. Acuda a
un masajista para le rebaje los músculos, hágase atender la vista,
y normalice sus emociones de algún modo, con ayuda de psico-
analistas o sin ella. Haga todo esto, dice el entrenador, y luego
vuelva a buscarme y yo trataré de enseñarle a jugar al tenis.
El entrenador que dijo esto no sólo fue discreto sino tam-
bién sensato y su juicio era acertado. N o tendría objeto que tra-
tara de enseñarle a usted el arte del tenis, mientras sufriese todos
esos inconvenientes. Los psicólogos de la enseñanza han contri-
buido de este modo. Han diagnosticado las incapacidades que le
impiden o dificultan a determinada persona el aprender a leer.
Han ideado toda índole de terapéutica que contribuye, mejor
que lo que podría hacerlo el entrenador, a la lectura terapéutica.
Pero cuando toda esta tarea se haya llevado a cabo, cuando se
haya logrado el máximo que la terapéutica pueda rendir, todavía
quedará sin solución el problema de aprender a leer o a jugar al
tenis.
Los médicos que le arreglen sus pies, receten sus anteojos,
corrijan su postura, y lo alivien de sus tensiones emotivas, n o
pueden convertirlo en un jugador de tenis, aunque lo transformen
en una persona que puede aprender a jugarlo de una que n o lo
podía ni intentar. De igual modo, los psicólogos que diagnosti-
can su incapacidad para leer y prescriben un tratamiento, no sa-
ben hacer de usted un buen lector. Sólo lo capacitan para ser en-
señado por alguien que domine el arte. Este arte no les concierne
a ellos, aáí como el arte del tenis no les concierne a los pedicuros
u oculistas.
La mayor parte de esta investigación educativa es meramen-
te algo preliminar al asunto principal, que es aprender a leer.
Descubre los obstáculos y los elimina. Ayuda a curar la "inha-
bilidad" pero no elimina la "incapacidad". Cuando más, hace que
aquellos que son anormales en un sentido o en otro, se asemejen
más a la persona normal cuyos dones naturales la hacen libre-
mente susceptible de ser enseñada.
Pero el individuo normal tiene que ser enseñado. Ha sido
dotado del poder de aprender a leer, pero no ha nacido con ese
arte. Este debe ser cultivado. La cura de la anormalidad puede
vencer las desigualdades de nacimiento o los accidentes de las pri-
meras etapas del desarrollo. Aunque esta cura consiguiese que
todos los hombres fueran aproximadamente iguales en su capa-
cidad inicial para aprender, no podría llegar más lejos. En aquel
punto debería comenzar el desarrollo de la habilidad. La ins-
trucción verdadera en el arte de leer, empieza, en resumen, donde
concluye el radio de acción de los psicólogos de la enseñanza.
"Debería" empezar. Por desgracia no sucede así, como lo
prueban los hechos. Y, como ya lo he sugerido, hay dos razones
para que así no suceda. Primera, el plan de estudios y el pro-
grama educativo en general, desde la escuela pública de enseñanza
elemental hasta el colegio superior, está demasiado lleno de otras
cosas que ocupan todo el tiempo disponible, para permitir que
se les preste la atención suficiente a las habilidades básicas. Se-
gunda, la mayoría de los educacionistas no parecen saber cómo
se enseña el arte de leer. Las tres "Erres", sólo existen en el plan
de estudios de hoy en día en su forma más rudimentaria. Se con-
sidera que pertenecen a los grados primarios, en lugar de abarcar
todo el trayecto que lleva al diploma de bachiller. Como resul-
tado de esto, el bachiller no es mucho más competente en lo que
a la lectura y escritura se refiere, que un alumno de sexto grado.
_ 4 _
Desearía discutir estas dos razones algo más detenidamente.
En lo que respecta a la primera, el problema no consiste en saber
si las tres "Erres" pertenecen a la educación, sino hasta qué punto
le pertenecen y hasta dónde deben ser desarrolladas. Todos, hasta
el educacionista más progresista, admiten que a los niños se les
deben dar las habilidades básicas, que deben ser enseñados a leer
y escribir. Pero no hay unanimidad acerca de cuánta habilidad es
el mínimo absoluto que debe poseer un hombre educado y cuánto
tiempo educativo insumiría el darle ese mínimo al estudiante tér-
mino medio.
El año pasado fui invitado a participar en una transmisión
radiotelefónica nacional en la hora del mitin de la Ciudad. El
tema era la educación en una democracia. Los otros dos partici-
pantes eran el profesor Gulick de Columbia y Mr. J o h n Stude-
baker, comisionado nacional de educación. Si ustedes escucharon
la transmisión o leyeron el folleto que contenía los discursos,
habrán observado que allí parecía haber unanimidad entre todos
nosotros acerca de la idea de que las tres "Erres" eran una ense-
ñanza indispensable a la ciudadanía democrática.
Sin embargo, el acuerdo era sólo aparente y superficial. Por
una parte, yo quería significar por las tres "Erres" las artes de
leer, escribir y calcular como éstas debían ser poseídas por un
bachiller en estas zrtes; mientras que mis colegas querían signi-
ficar únicamente la índole más rudimentaria de enseñanza de es-
cuela elemental. Por la otra parte, ellos mencionaron cosas tales
como lectura y escritura sólo en el carácter de uno de los muchos
fines que la educación debía llenar especialmente en una demo-
cracia. N o negué que la lectura y la escritura son solamente una
parte y no el todo, pero no estuve de acuerdo con ellos -acerca
del orden de importancia de los diversos fines. Si fuese posible
enumerar todos los puntos indispensables que un programa edu-
cacional sensato debería considerar, yo diría que los mecanismos
de comunicación, que abogan por la capacidad para leer y escri-
bir, son nuestra obligación primordial, con más razón en una
democracia que en ninguna otra clase de sociedad, porque ésta
depende de un electorado culto e instruido.
Este es en pocas palabras, el problema. Lo primero debe ve-
nir primero. Solamente luego de habernos asegurado de que he-
mos cumplido de modo adecuado lo primordial, hallaremos tiem-
po o energía para asuntos de menor cuantía. De este modo, sin
embargo, no se hacen las cosas hoy CXI di3 en escuelas y colegios.
Se les presta la misma atención a los asuntos de importancia
inferior que a los primordiales. Con frecuencia se basa todo un
programa educativo en algo relativamente trivial, como sucede
en ciertos colegios que son un poco superiores a las escuelas de
educación social. Lo que solía ser considerado una actividad ex-
traordinaria en el plan de estudios, ha pasado al primer puesto,
y los elementos docentes básicos han sido relegados a segundo
plano y dejados de lado, archivándolos u olvidando su existencia.
En este proceso, comenzado por el sistema electivo y completado
por el exceso de educación progresiva, las disciplinas básicas in-
telectuales son arrinconadas o descartadas de un modo total.
En su falso liberalismo, los educacionistas progresistas han
confundido a la disciplina con regimentación (u organización).
Y han olvidado que la verdadera libertad es imposible sin una
mente liberada por la disciplina. N o me canso jamás de citar a
John Dewey cuando trato de ella. Dijo éste hace ya muchos
años: "La disciplina que es idéntica al poder enseñado es también
idéntica a la libertad La libertad verdadera, en resumen,
es intelectual; reside en el poder enseñado del pensamiento". U n a
mente disciplinada, instruida en el poder del pensamiento, es la
que puede leer y escribir críticamente, así como realizar una tarea
eficiente en lo que respecta al descubrimiento. El arte de pensar,
como ya hemos visto, es el arte de aprender por haber sido ense-
ñado o por medio de investigaciones sin ayuda exterior.
Repetiré que no estoy diciendo que en el saber leer y apren-
der por medio de libros resida toda la educación. Deberíamos ser
capaces de proseguir la investigación de un modo inteligente.
Más aún, deberíamos estar bien informados acerca de todos los
hechos que son una base necesaria para pensar. No existe motivo
alguno para que todo esto no pueda ser realizado durante el
tiempo educacional de que disponemos. Pero si tuviésemos que
elegir entre todo, con seguridad les daríamos un puesto de fun-
damental importancia a las habilidades básicas y dejaríamos que
la información de cualquier otra índole pasara a segundo término.
Los que hacen lo contrario deben considerar a la educación como
un cargamento de hechos que se adquiere en la escuela y se trata
de llevar consigo durante el resto de la vida, pese a que el bulto
se hace más pesado a medida que demuestra ser menos útil.
El mejor concepto sobre la educación es, a mi parecer, el
que acentúa la importancia de la disciplina. Según este concepto,
lo que se obtiene en la escuela no es tanto la erudición como la
técnica de su aprendizaje, el arte de la auto-educación, utilizando
todos los recursos que proporcione el medio ambiente. Las ins-
tituciones sólo educan si nos capacitan para continuar aprendien-
do siempre más y más. El arte de leer y la técnica de investigar
son los primeros instrumentos de aprendizaje, de ser enseñado
y de descubrir cosas nuevas. Por esto, este arte y esta técnica de-
ben ser los objetivos primordiales de un buen sistema educacional.
Aunque no estoy de acuerdo con Carlyle en que " t o d o " lo
que una universidad o la mejor de las escuelas secundarias puede
hacer por nosotros no es más que lo que comenzó la escuela pri-
maria: "enseñarnos a leer", coincido con el profesor Tenney de
Cornell en que si la escuela realmente enseña a leer a los estudian-
tes, les coloca en las manos "el instrumento primordial de toda
educación superior; después de esto, el estudiante, si así lo desea,
puede educarse él mismo". Si las escuelas enseñasen a sus "alum-
nos" a leer bien, los harían "estudiantes", y seguirían siéndolo
al egresar de ellas y para siempre.
Voy a llamar la atención de ustedes, de paso, sobre una
falta que muchas personas, especialmente profesores, cometen ai
leer. U n escritor dice que él cree que algo es de primordial im-
portancia, o más importante que otra cosa. El mal lector lo in-
terpreta como si dijese que ninguna otra cosa tiene importancia
excepto lo que él acentúa. He leído muchos juicios críticos sobre
el libro del presidente Hutchins titulado Estudios Superiores en
América, los cuales han interpretado erróneamente, por estu-
pidez o mala intención, su insistencia acerca de lo indispensable
que le es la capacidad para leer y escribir a la educación liberal
o general, diciendo que él aconsejaba la exclusión de toda otra
idea. Afirmar, como él lo hace claramente, que nada es más im-
portante que dicha capacidad, no significa negar que otras cosas
ocupen un segundo o tercer lugar.
Lo que yo he estado diciendo será, posiblemente, mal in-
terpretado de igual modo por los profesores o por los profesiona-
les de la educación. Es probable que lleguen más lejos aún y me
acusen de descuidar "al hombre entero", porque no he discutido
la disciplina de la emoción en la educación y la formación de un
carácter moral. Sin embargo, todo lo que no es discutido no es
necesariamente negado. Si ésta fuera la inferencia de las omisiones,
el escribir acerca de cualquier tema implicaría infinitas posibilida-
des de error. Este libro se ocupa de la lectura, no de todo en gene-
ral. Su contenido debería indicar, por consiguiente, que nuestro
interés primordial está concentrado en la educación intelectual,
y no en el conjunto de la educación.
Si a mí me preguntaran, como lo hicieron personas del
público que asistió aquella noche de la transmisión radial: "¿Qué
considera usted más importante para un estudiante: las tres
"Erres' o una buena reputación moral?", contestaría ahora como
lo hice entonces:

Esta elección entre las virtudes morales y las intelectuales es


algo muy difícil de hacer; pero si yo tuviese que decidir, elegiría
siempre las virtudes morales, porque las virtudes intelectuales sin
las morales pueden ser viciosamente utilizada», tal como sucede
cuando abusa de ellas cualquier persona que posee conocimientos
y habilidades, pero que no conoce los fines de la vida

Los conocimientos y la destreza mental no son los artículos


más importantes en esta vida. Mayor importancia tiene el amor
a lo justo y recto. La educación en conjunto debe considerar a
algo más que al intelecto humano. Digo que, en lo que respecta
al intelecto, no existe nada más importante que las habilidades
por las cuales éste debe ser disciplinado para funcionar bien.

Me ocuparé ahora de la segunda razón por la cual las es-


cuelas han fracasado en el asunto de la lectura y la escritura. La
primera razón era que en éstas se restaba valor a la importancia
y al alcance de la tarea, y por lo tanto se formaban un concepto
erróneo acerca del tiempo y esfuerzo relativamente más grandes
que deben ser dedicados a dicha tarea, con preferencia a cualquier
otra. La segunda es que las artes están casi perdidas. Las artes
a que me refiero en este momento son las liberales que una vez
fueron llamadas gramática, lógica y retórica. Estas son las artes
en las cuales un bachiller en artes (B.A.) y un maestro en artes
(M.A.) se supone que deberían descollar. Son las artes de leer
y escribir, hablar y escuchar. T o d o aquel que sepa algo acerca de
las reglas de gramática, lógica y retórica, comprenderá que éstas
gobiernan las operaciones que realizamos con el idioma en el
proceso de la comunicación.
Las diversas reglas para la lectura, a las.cuales más o menos
explícitamente me he referido, implican puntos de gramática, o
lógica o retórica. La regla que se ocupa de palabras y términos,
o la que trata de frases y preposiciones, tienen un aspecto lógico
y gramatical. La regla que corresponde a la prueba y a la con-
troversia, es evidentemente lógica. La regla que se refiere a
la interpretación del énfasis que el escritor atribuye a una co-
sa con preferencia a otra, da lugar a consideraciones retóricas.
Más adelante me ocuparé de estos diferentes aspectos de
las reglas de la lectura. Lo que nos interesa aquí es que la pérdida
de estas artes es responsable en gran parte de nuestra incapacidad
para leer y para enseñar a leer a los estudiantes. Es altamente
significativo que cuando Mr. I. A. Richards escribió un libro so-
bre la Interpretación en la Lectura, el cual es en realidad un li-
bro sobre algunos aspectos de la lectura, le pareció necesario re-
sucitar las artes, y dividir su tratamiento en tres partes principa-
les: gramática, retórica y lógica.
Cuando digo que las artes se han perdido, no quiero signi-
ficar que las ciencias de la gramática y la lógica, por ejemplo,
hayan desaparecido. Todavía hay gramáticos y lógicos en las
universidades. Aún se sigue estudiando científicamente la gramá-
tica y la lógica, y en algunas partes y bajo ciertos auspicios, se
lo hace con renovado vigor. Probablemente habrán oído ustedes
hablar de la "nueva" disciplina que ha sido anunciada última-
mente bajo el nombre de "semántica". Naturalmente, no es nue-
va. Es tan antigua como lo son Platón y Aristóteles. N o es nada
más que un nombre nuevo para el estudio científico de los prin-
cipios de uso lingüístico, que combina las consideraciones grama-
ticales y lógicas.
Los gramáticos antiguos y medioevales, y un escritor del
siglo dieciocho, tal como John Locke, podrían enseñar a los
"semánticos" contemporáneos muchos principios que éstos no co-
nocen, principios que no se verían en la necesidad de tratar de
descubrir si quisiesen y pudiesen leer unos cuantos libros. Es in-
teresante que, justamente en el momento en que la gramática casi
ha desaparecido de la escuela pública de enseñanza elemental, y
cuando los cursos de lógica son seguidos por muy pocos estu-
diantes de colegios superiores, estos estudios sean restablecidos
en las escuelas de graduados con grandes sones de trompetas, co-
mo si fueran algo recién descubierto.
El restablecimiento del estudio de la gramática y la ló-
gica, proyectado por los semánticos no altera, sin embargo, mí
concepto sobre la pérdida de las artes. Entre estudiar alguna cien-
cia y practicar el arte que le corresponda, hay un abismo. N o nos
gustaría ser servidos por una cocinera cuyo único mérito consis-
tiese en su habilidad para recitar el libro de recetas culinarias.
Según un antiguo proverbio, algunos lógicos son los hombres
menos lógicos del mundo. Cuando digo que las artes lingüísticas
han llegado a un nuevo punto bajo en la educación y cultura
contemporánea, me refiero a la práctica de la gramática y la
lógica, no al conocimiento de estas ciencias. Las pruebas que co-
rroboran mi afirmación se basan simplemente en que no podemos
leer y escribir tan bien como podían hacerlo hombres de otras
épocas, y en que tampoco podemos enseñar a la próxima genera-
ción a hacerlo así.
Es algo bien sabido que aquellos períodos de la cultura eu-
ropea en los cuáles los hombres estaban menos capacitados que
nunca para leer y escribir, fueron períodos en los que se alboroc
taba más acerca de la ininteligibilidad de todo lo que había sido
escrito anteriormente. Esto es lo que sucedió en el decadente pe-
ríodo helénico y en el siglo décimo quinto, y lo que sucede nue-
vamente en la actualidad. Cuando los hombres son incompeten-
tes para leer y escribir, su insuficiencia parece expresarse a sí mis-
ma por medio de su hipercrítica de los escritos ajenos. U n psico-
analista interpretaría esto como una proyección patológica de las
propias insuficiencias sobre las de los demás. Cuanto menos po-
damos utilizar las palabras de un modo inteligente, más probable
será que culpemos a los demás de ser ininteligibles en sus discur-
sos. Podemos hasta considerar un fetiche a nuestras pesadillas
idiomáticas, y entonces nos convertiremos, sin remedio, en semán-
ticos.
¡Los pobres semánticos! N o saben qué es lo que están con-
fesando acerca de sí mismos cuando denuncian a todos los libros
que n o pueden comprender. N i parece ser que la semántica les
haya ayudado mucho si, luego de poner en práctica sus rituales,
siguen encontrando ininteligibles a tantos pasajes. N o les ha ayu-
dado a convertirse en lectores mejores que lo que eran antes de
suponer que la semántica fuese algo tan mágico como la palabra
"sésamo". Si tan sólo hubiesen condescendido a dar por senta-
d o que la culpa no era de los grandes escritores del pasado y del
presente sino de ellos, en su categoría de lectores, tal vez dejarían
de lado la semántica o, por lo menos, harían uso de ella para
tratar de aprender a leer. Si pudiesen leer un poquito mejor, des-
cubrirían que el mundo contiene un número mucho mayor de
libros inteligibles que lo que ellos suponen hoy en día. En las
condiciones en que ellos se encuentran ahora casi no hay ningu-
no a su alcance.
6 —

Es fácil deducir, por sus consecuencias, que las artes liberales


no se practican más en general, en la escuela o fuera de ella; vale
decir, que los estudiantes no aprenden a leer y escribir, y que
los maestros no saben ayudarles. Pero la causa de este hecho es
implicada y oscura. La explicación de cómo llegamos al estado
en que hoy nos hallamos, educacional y culturalmente, deman-
daría, según todas las probabilidades, una detallada historia de
los tiempos modernos desde el siglo décimo cuarto hasta nuestros
días. Me consideraré satisfecho si logro ofrecer dos explicaciones
incompletas y superficiales acerca de lo que ha sucedido.
La primera es la de que la ciencia es la conquista más im-
portante de los tiempos modernos. N o solamente la veneramos
por todas las comodidades y utilidades, y por todo el dominio
de la naturaleza que proporciona, sino que también hemos caído
cautivos de su método, que representa el elixir de los conoci-
mientos. N o voy a argüir (aunque creo que es así) que el método
experimental no sea la llave mágica que abra todos los palacios
del saber. Lo único que deseo afirmar es que, bajo tales auspicios
culturales, es sólo natural que la educación recomiende la índole
de pensamiento y aprendizaje que recomienda el hombre de cien-
cia, aún descuidando o excluyendo por completo todo otro
método.
Hemos llegado a desdeñar la clase de erudición que consis-
te en ser enseñado por otros, prefiriendo aquella que nos lleva a
descubrir cosas por nosotros mismos. Como resultado de esto, las
artes pertinentes a la primera clase de aprendizaje, tales como el
arte de leer, son dejadas de lado, mientras que florecen las artes
de investigaciones independientes.
La segunda explicación está relacionada con la primera.
En la edad de la ciencia, que descubre progresivamente nuevas
cosas y aumenta nuestros conocimientos día a día, tenemos una
tendencia a pensar que el pasado no tiene nada que enseñarnos.
Los grandes libros que llenan las estanterías de todas las biblio-
tecas sólo revisten interés para los anticuarios. Dejemos que aque-
llos que deseen escribir la historia de nuestra cultura, se empapen
en su lectura; pero a nosotros, a los que nos atañe el saber acerca
de nosotros mismos, de los fines de la vida y de la sociedad, y
del mundo de la naturaleza en que vivimos, nos toca elegir entre
ser hombres de ciencia o leer informes de los periódicos sobre el
mitin científico más reciente.
N o tenemos que molestarnos en leer las grandes obras de
los hombres de ciencia ya desaparecidos. Estos no nos pueden
nada. La misma actitud pronto se extiende al campo de
la filosofía, de la moral, y de los problemas políticos y econó-
micos, a las grandes historias que fueron escritas antes de que las
últimas investigaciones fuesen completadas, y aun al terreno de
la crítica literaria. La paradoja, aquí, es que así llegamos a me-
nospreciar el pasado aun en campos que no emplean el método
experimental, y no podemos ser afectados por el contenido va-
riable de los descubrimientos experimentales.
Como en cada generación se escriben solamente algunos
grandes libros, la mayoría de éstos debe, necesariamente, pertene-
cer al pasado. Luego de haber dejado de leer los grandes libros
del pasado, no leemos los del presente, y nos contentamos con
informes y relatos sobre ellos, de segunda y tercera mano. T o d o
esto constituye un círculo vicioso. Debido a nuestra preocupación
por el momento presente y por el último descubrimiento, n o lee-
mos los grandes libros del pasado. Como no llevamos a cabo esta
índole de lectura y no la consideramos importante, no nos to-
mamos la molestia de tratar de aprender a leer los libros difíciles.
Como resultado de todo esto, no aprendemos a leer bien de modo
alguno. Ni siquiera podemos leer los grandes libros del presente,
aunque nos sea dado admirarlos a la distancia y a través de los
siete velos de la popularización. La falta de ejercicio engendra
flojedad. Concluimos no pudiendo leer bien ni siquiera las buenas
popularizaciones.
El círculo vicioso es digno de ser observado más de cerca.
Del mismo modo en que usted no puede mejorar su modo de ju-
gar al tenis jugando únicamente contra adversarios que pueda
vencer con toda facilidad, no llegará a mejorar en su habilidad
para leer si no trabaja en algo que lo someta a algún esfuerzo y
le exija nuevos recursos. Por consiguiente, se deduce que, en la
misma proporción en que los grandes libros han caído de los pe-
destales en que la tradición los había colocado como fuentes mag-
nas de aprendizaje, ha resultado más y más imposible el enseñar
a leer a los estudiantes. N o es posible cultivar su habilidad por
encima del bajo nivel de su práctica diaria. N o se les puede ense-
ñar a leer bien si, en su mayoría, no tienen la obligación de uti-
lizar dicha habilidad en su forma más elevada.
Eso en cuanto al círculo vicioso cuando gira en una direc-
ción. Ahora bien, volviendo al otro punto, encontramos que no
tiene mayor objeto el tratar de leer los grandes libros con estu-
diantes que no tienen ninguna preparación en el arte de leer desde
su escuela primaria, y que no están obteniendo ninguna en el resto
de su educación. Esta era la falla que tenía el curso de honores
en Columbia, en mi época, y sospecho que seguirán teniéndola los
cursos de lectura similares que se dicten en la actualidad.
En un curso, que ocupa una pequeña parte del tiempo del
estudiante, no es posible discutir los libros con él y todavía ense-
ñarle a leerlos. Esto es cierto de un modo especial si él proviene
de un ambiente escolar primario y secundario en el cual se le pres-
taba muy poca atención hasta a los rudimentos del arte de leer,
y si los otros cursos a que él concurre en el colegio superior no le
exigen esfuerzos a su capacidad de leer para aumentar su cultura.
Esto nos ha sucedido también aquí, en Chicago. Mr. Hut-
chins y yo hemos estado leyendo los grandes libros con estudian-
tes durante los últimos diez años. En la mayoría de los casos,
hemos fracasado sí nuestro objeto era el de dar a estos estudiantes
una educación liberal. Cuando digo un estudiante liberalmente
educado, que sea digno de ostentar el título de bachiller de artes
liberales, quiero significar uno que sea capaz de leer lo suficiente-
mente bien como para leer los grandes libros, y que, en realidad,
los haya leído bien. Si esto sirviese de pauta, hemos tenido poco
éxito. La culpa puede ser nuestra, por supuesto, pero me inclino a
creer que no podíamos, en un curso de tantos, vencer la inercia y
falta de preparación debidas al resto de la enseñanza concurrente.
La reforma educacional debe iniciarse muy por debajo del
nivel del colegio y ocurrir radicalmente en el nivel mismo del co-
legio, si el arte de leer está destinado a llegar a su total desarrollo
y si se desea que el alcance de la lectura sea el adecuado en la
época en que se otorgue el diploma de bachiller. Si esto no sucede
así, el diploma de bachiller seguirá siendo una parodia de las
artes liberales de las cuales toma su nombre. Seguiremos confi-
riendo grados, no a artistas liberales sino a mentalidades caóti-
camente instruidas y totalmente indisciplinadas.
Sólo existe un colegio, en este país, que yo conozca, que esté
tratando de crear artistas liberales en el verdadero sentido de la
palabra. Es el "St. John's College" de Annapolis, Maryland.
Allí admiten que se deben dedicar cuatro años a enseñar a los es-
tudiantes a leer, escribir y calcular, y a observar en un laboratorio,
al mismo tiempo que leen los grandes libros en todos los campos.
Allí comprenden que no tiene objeto el tratar de leer los libros
sin desplegar todas las artes necesarias a su lectura, del mismo
modo que es imposible cultivar estas habilidades intelectuales bá-
sicas sin, al mismo tiempo, proporcionarles a los estudiantes el
material adecuado para ejercitarlas.
Tienen que vencer muchos obstáculos en "St. J o h n " , pero,
entre ellos, n o se cuenta la falta de interés de los estudiantes ni
falta de voluntad para llevar a cabo la tarea que no se le exige
a ningún otro estudiante hoy en día. Los estudiantes n o experi-
mentan la sensación de que sus sagradas libertades son pisoteadas
porque no tienen libertad para elegir. Allí se prescribe lo que, edu-
cacionalmente, es bueno para ellos. Los estudiantes se interesan y
realizan la tarea. Pero u n o de los mayores obstáculos consiste en
que los estudiantes que llegan a "St. J o h n " provenientes de es-
cuelas secundarias, salen de éstas completamente desprevenidos.
Otro obstáculo es la incapacidad del público americano, tanto de
los padres como de los educacionistas, para valorar lo que "St.
J o h n " está tratando de hacer en favor de la educación americana.
Este es el deplorable estado de la educación en América, en
la actualidad, pese a las declaraciones y programas de algunos de
sus dirigentes.
El presidente Butter ha escrito elocuentemente, en sus infor-
mes anuales y en otras partes, sobre la importancia primordial
de tales disciplinas intelectuales según se manifiestan en la buena
escritura y lectura. Ha comprendido la verdad acerca de la tradi-
ción de la enseñanza en su solo párrafo:

Únicamente el erudito puede comprender que poco de lo que


se dice y piensa en el mundo moderno es nuevo en cualquier sen-
tido. Fue un colosal triunfo de los griegos y los romanos y de los
grandes pensadores de la Edad Media el sondear las profundida-
des de casi todo los problemas que la naturaleza humana tiene
que ofrecer, y el interpretar el pensamiento humano y las huma-
nas aspiraciones con asombrosa profundidad y discernimiento.
Por desgracia, a estos complejos hechos que deberían obrar como
controles en la vida de los seres civilizados, los conocen muy po-
cos, mientras que la mayoría capta, ora una antigua y bien pro-
bada falsedad, ora una vieja y bien demostrada verdad, como si
cada una de ellas tuviese todos los atractivos de la novedad.

La mayoría de los estudiantes no tendría que ser tan infor-


tunada, indispensablemente, si las escuelas y los colegios le ense-
ñasen a leer y le hiciesen leer los libros que constituyen su herencia
cultural. Pero esto no se lleva a cabo, por cierto que no en gran
escala, en Columbia o Harvard, en Princeton, Yale o California.
N o se hace en Chicago, donde el presidente Hutchins ha sido más
franco aún que el Dr. Butter, e incuestionablemente explícito en
su proyecto para la reforma del plan de estudios con el objeto de
que sean llenados los fines de la educación liberal.
¿Por qué? Existen muchas causas, entre las cuales no care-
cen de importancia algunas tan familiares como la inercia de los
intereses creados; la devoción que siente la mayoría de los maes-
tros de colegios por la competencia a la educación general o libe-
ral; y la indebida magnificación del método científico y sus noví-
simos descubrimientos. Pero otra causa es, por cierto, una apatía
general respecto a todo este asunto de la lectura, cuya apatía pro-
viene, a mi entendet, de una falta (igualmente general) de com-
prensión de lo que ésta implica. Con frecuencia me he pregun-
tado si la situación podría ser cambiada hasta tanto las propias
facultades hayan aprendido a leer los grandes libros y los hayan
leído, no sólo esa minoría que corresponde a sus propios nichos
académicos, sino todos ellos.

— 7 —

La situación que he descripto existe no sólo en la escuela sino


fuera de ella. El público paga la educación; y debe quedar satis-
fecho con lo que obtiene. El único modo de explicar la causa de
que el público no se rebele, es diciendo que, o no le importa, o
realmente no comprende dónde reside el mal. N o puedo creer lo
primero. Debe ser lo segundo. U n sistema educacional y la cultura
en la cual éste existe, tienden a perpetuar mutuamente.
Aquí también nos encontramos con un círculo vicioso. T a l
vez éste pueda ser roto por medio de la educación de los adultos,
haciéndole comprender a la población adulta qué es lo que no
anda bien en las escuelas que ellos frecuentaron y a las que ahora
mandan a sus hijos. Una de las primeras cosas a hacer es enseñarles
a valorar lo que podría ser una educación liberal en función de
destreza en la lectura y la escritura, y las ventajas que reportarían
los libros aún no leídos. Y o preferiría tratar de vencer su apatía
antes que dirigirme a algunos de mis colegas en la docencia.
N o cabe la menor duda de que el público en general es apá-
tico en lo que a la lectura se refiere. Es algo que por sabido no
necesita decirse. L o s editores también lo saben. T a l vez les resul-
tase a ustedes interesante escuchar detrás de las puertas de los edi-
tores cuando hablan de ustedes, del público en general, que cons-
tituye su comercio. He aquí a uno de éstos dirigiéndose a sus
colegas editores en un semanario profesional:
Comienza diciendo que "los graduados en colegios que no
saben leer constituyen la máxima acusación contra los métodos
educacionales norteamericanos, y un perpetuo desafío a los edi-
tores y libreros del país. U n a gran cantidad de graduados en co-
legios saben leer, pero hay demasiados cuya apatía aguda en lo
que a la lectura se refiere, podría ser descripta como una enfer-
medad causada por dicha ocupación".
El sabe en donde reside el mal: " L o s estudiantes son ense-
ñados por maestros que también son víctimas del mismo proceso
educacional, y quienes abierta o subconscientemente experimentan
una aversión positiva a la lectura desinteresada . . . E n lugar de
dar un paso al frente como lo haría un candidato ansioso por
continuar su educación, alguien que esperase todo un porvenir
de aprendizaje y lectura "después" de obtenido su diploma, nos
encontramos con un prematuro bachiller en artes que apenas llega
a ser un adulto, y que rehuye a la educación como si ésta fuese
una plaga".
Invita a los editores y libreros a contribuir en la medida
de sus posibilidades a atraer de nuevo a la nación hacia los libros,
y concluye así:

Si los cinco millones de graduados en colegios de este país


aumentasen el tiempo que dedican a la lectura de libros, aunque
sólo fuese en un diez por ciento, los resultados serían formidables.
Si la gente en general cambiase su combustible intelectual o vol-
viese a cargar sus baterías mentales con la misma regularidad con
que cambia el aceite del motor cada mil millas, o con que renueva
sus naipes gastados, tendría lugar algo semejante a un renaci-
miento de la lectura en nuestra República... Tal como están las
cosas es evidente que no somos un pueblo lector de libros. C h a -
paleamos en revistas y nos intoxicamos con películas cinemato-
gráficas.
A veces la gente se maravilla del éxito de libros favoritos
tales como La Historia a Grandes Rasgos, La Historia de la Filo-
sofía, El Arte de Pensar o la Geografía, de Van Loon, libros
que se venden por cientos de miles, y que algunas veces llegan al
millón de lectores. Mi comentario a esto es: "¡No es suficiente!"
Miro las estadísticas, y contemplo la apatía intelectual de la m a -
yoría de los egresados de colegios, y exclamo: "iEsperemos que
los graduados comiencen a leer! ¡No vendan los libros y conser-
ven sus diplomas! ¡Vendan los diplomas si encuentran a alguien
que se los compre, y conserven los libros!"
Resumiendo, demasiados hombres y mujeres usan sus diplo-
mas de colegio como una licencia oficial que los autoriza a "ini-
ciarse" en una ruta intelectual, como una sanción social que los
exime de pensar sus propios pensamientos y de comprar sus pro-
pios libros.

Otro editor dice que "millones de personas que pueden leer


y que leen diarios y revistas, jamás leen libros". Calcula que sería
posible inducirles a leer libros si se consiguiese que éstos se ase-
mejasen un poco más a los artículos de las revistas, que fuesen
más breves, más sencillos, y en general, ideados para aquel lector
al que gusta correr mientras lee. Esta empresa, llamada "La bi-
blioteca del pueblo" y descripta como " u n esfuerzo científico
destinado a fomentar la lectura de libros serios", a mí entender
ha frustrado sus fines declarados. N o es posible elevar a nadie
descendiendo a su nivel. Una vez que los que están abajo logren
que ustedes lo estén también, los mantendrán allí; puesto que es
más fácil conservarlos a ustedes abajo que elevarse a sí mismos.
N o es haciendo que los libros se parezcan menos a sí mis-
mos, sino tratando de que la gente se parezca más a los lectores,
como debe realizarse esta evolución. El proyecto que patrocina
"La biblioteca del pueblo" demuestra tanto desconocimiento de
las causas que motivaron esta situación, que sus creadores están
tratando de resolver, como de parte de las autoridades de Har-
vard cuando se quejan de las exuberantes escuelas preparatorias,
sin comprender que el modo de curar el mal es elevar el nivel de
la educación en Harvard por encima del de las escuelas prepara-
torias, en las que se pone a los estudiantes en mejores condicio-
nes de eficiencia para los exámenes que lo que puede lograr la
facultad.
Los editores no le atribuyen tanta importancia a la lectura
de los grandes libros como a los buenos libros nuevos que desea-
rían publicar si pudiesen encontrar quienes los leyesen. Pero ellos
saben — y si no lo saben, deberían saberlo— que estas dos cosas
están relacionadas entre sí. La capacidad de leer para instruirse,
y por consiguiente, el deseo de hacerlo, es el sine qua non de
cualquier lectura seria. Puede ser que la orden de sucesión causal
obre de ambos modos. Comenzando con buenos libros corrientes,
un lector puede ser guiado hacía los grandes libros, o viceversa.
Estoy seguro de que el lector que hace una de las dos cosas lle-
gará, eventualmente, a realizar la otra. Apostaría que las probabi-
lidades de que haga ambas es mayor si él ha gozado alguna vez
con la lectura concienzuda de un gran libro, y si ha desplegado
suficiente destreza como para disfrutar de su maestría en la ma-
teria de que éste trata.
— 8 —

Esta ha sido una larga lamentación. H a habido mucho llan-


to y crujir de dientes por causa del estado en que se halla la
nación. Porque no les gusten las palabras, pueden ustedes perder
la esperanza de lograr "un nuevo convenio", o tal vez pertenez-
can ustedes a la categoría incurable de los que dicen: "Siempre
fue así". Con esta última teoría no estoy de acuerdo. Ha habido
épocas en la historia de Europa, en las que el nivel de lectura era
más elevado que el actual.
En las postrimerías de la Edad Medía, por ejemplo, hubo
hombres que podían leer mejor que los mejores lectores de hoy
en día. Naturalmente, es verdad que había menos hombres que
supieran leer, que éstos tenían menos libros a su alcance, y que
dependían de la lectura para aprender, mucho más que lo que
dependemos nosotros. El p u n t o que queda en pie, sin embargo,
es que ellos dominaban los libros que valoraban, como nosotros
no llegamos hoy a dominar nada. T a l vez no respetemos a nin-
gún libro como ellos a la Biblia, el Koran o el Talmud; un texto
de Aristóteles, un diálogo de P l a t ó n ; o la Instituía de Justinia-
no. Sean como fuesen las cosas, ellos perfeccionaron el arte de
la lectura elevándolo a un p u n t o más alto que el que nunca ocu-
para antes o después.
Debemos vencer todos nuestros extraños prejuicios acerca de
la Edad Media y acudir a los hombres que escribieron exégesis de
las Escrituras, glosas sobre Justiniano, o comentarios sobre Aristó-
teles, reconociéndolos como los modelos más perfectos en lo que
a la lectura se refiere. Estas glosas y comentarios no fueron com-
pendios o sumarios. Fueron lecturas analíticas e interpretativas
de un texto ilustre. E n realidad, yo podría muy bien confesar
que he aprendido mucho de lo que sé acerca de la lectura, de un
comentario medioeval que estuve examinando. Las reglas que
voy a aconsejar son simplemente una formulación del método
que he observado viendo a un maestro medioeval leer un libro
con sus estudiantes.
Comparada con la brillantez de los siglos X I I y X I I I , la
época actual se asemeja mucho más a la edad del oscurantismo
de los siglos V I y V I L Entonces las bibliotecas habían sido que-
madas o clausuradas. Había pocos libros disponibles, y menos
lectores que libros. Hoy, por supuesto, tenemos más libros y bi-
bliotecas que los que nunca h u b o en la historia del mundo. E n
un sentido, también, hay más hombres que pueden leer. Pero el
que vale es el sentido en el que esto es cierto. E n lo que respecta
a la lectura para ampliar el entendimiento, las bibliotecas podrían
muy bien estar clausuradas y las imprentas paradas.
Pero, dirán ustedes, vivimos en una era democrática. Es
más importante que muchos hombres sean capaces de leer un poco
que conseguir que unos pocos hombres puedan leer bien. Hay
algo de verdad en esto, pero no es todo cierto. La participación
verdadera en los procesos democráticos de la autonomía requiere
una capacidad para leer y escribir mucho mayor que la que hasta
ahora se haya desplegado. En lugar de comparar a la época actual
con las postrimerías de la Edad Medía, comparémosla con el si-
glo X V I I I , pues fue éste un período de ilustración que se nos
presenta como un ejemplo apropiado. E n aquel entonces ya ha-
bía comenzado la democratización de la sociedad. Los que enca-
bezaban el movimiento, en este país y en el extranjero, eran h o m -
bres educados liberalmente, más que lo que es en la actualidad
ningún graduado en colegios. Los hombres que escribieron y
ratificaron la Constitución sabían cómo leer y escribir.
Porque nos hayamos empeñado en la tarea de difundir más
ampliamente la educación pública que lo que lo estaba en el siglo
X V I I I , no debemos considerar necesario que ésta sea menos li-
beral a medida que se hace más universal. En todos los niveles
y para todos los* elementos que constituyen la población debe ser
reimplantada la misma índole de educación que, por medio de la
disciplina para obtener la libertad, permitió a la democracia echar
raíces en este país, si se quiere proteger su florecimiento, que hoy
se ve amenazado por los vientos de violencia que soplan en el ex-
tranjero.
N o tienen ustedes más que leer los escritos de J o h n Adams
y T h o m a s Jefferson, de Hamilton, Madison y Gay, para ente-
rarse de que éstos pudieron leer y escribir mejor que nosotros o
que nuestros dirigentes de hoy en día. Si ustedes revisan los pla-
nes de estudios de los colegios coloniales, podrán descubrir por
qué fue así. Descubrirán que una vez se dio educación liberal en
este país. Es verdad que no todos la recibieron. La democracia
no había madurado aún hasta el punto de difundir la educación
popular.
Aún hoy puede ser cierto que alguna parte de la población
esté educada vocacionalmente, mientras que la otra parte lo está
liberalmente. Porque hasta una democracia debe tener dirigentes,
y su seguridad depende del calibre y del liberalismo de éstos. Si
no deseamos tener líderes que se jacten de pensar con su sangre,
debemos educar y, más aún, cultivar un respeto por aquellos que
pueden pensar con sus mentes, liberadas por la disciplina.
U n punto más. Se habla mucho hoy en día, entre los edu-
cacionistas liberales que temen el auge del fascismo, de los peligros
de la regimentación de la enseñanza. Ya he señalado que mu-
chos de ellos confunden disciplina con ejercicios militares prusia-
nos y con paso de ganso. Confunden autoridad, que no es otra
cosa que la voz de la razón, con autocracia o tiranía. Pero el
error que cometen en lo que a enseñanza se refiere es el más la-
mentable de todos. Ellos, y con la mayor parte de nosotros
sucede lo mismo, no saben qué es docilidad
Ser dócil significa ser educable. Para ser educable es necesario
poseer el arte de ser enseñado y practicarlo activamente. Cuanto
más actividad se despliegue para aprender de un maestro, muerto
o vivo, y cuanto más arte se dedique a dominar lo que el maestro
tiene que enseñar, más dócil es el que aprende. La docilidad es,
en síntesis, justamente el polo opuesto de la pasividad y de la
credulidad. Aquellos que carecen de docilidad —los estudiantes
que quedan dormidos durante la clase— son los más aptos para
ser enseñados. Careciendo del arte de ser instruidos, ya resida
éste en la habilidad para escuchar o para leer, no saben ser activos
al recibir lo que se les comunica. Por consiguiente, o no reciben
nada en absoluto, o lo que reciben no lo absorben críticamente.
Menospreciando a las tres "Erres" en su comienzo, y desde-
ñando las artes liberales casi por completo en su terminación,
nuestra educación actual es esencialmente iliberal. En lugar de
disciplinar y educar, enseña. Nuestros estudiantes son instruidos
en toda índole de prejuicios regionales y papillas digeridas arti-
ficialmente. Los demagogos han hecho presa de ellos, engordán-
dolos y trayendo flaccidez a sus intelectos. Su resistencia a la
autoridad especiosa, la cual no es otra cosa que la presión de una
opinión, ha sido disminuida. Llegan hasta la propaganda insi-
diosa que aparece en los títulos de algunos diarios locales.
Hasta cuando las doctrinas que imponen son auténticamen-
te democráticas, las escuelas fracasan en su empeño de cultivar el
juicio libre, porque han renegado de la disciplina. Dejan a sus es-
tudiantes expuestos a la enseñanza contraria que auspician ora-
dores más poderosos, o lo que es peor aún, a la influencia de sus
más bajas pasiones.
La nuestra es una educación demagógica más bien que de-
mocrática. El estudiante que no ha aprendido a pensar crítica-
mente, que no ha llegado a respetar a la razón como el único
arbitro de la verdad en las generalizaciones humanas, que no se
ha visto elevado por encima de las tenebrosas callejuelas de las
jerigonzas y santos y señas locales, no podrá ser salvado por el
orador de las aulas, y luego sucumbirá ante el orador de barri-
cada y ante la prensa.
Para lograr salvarnos, debemos cumplir los preceptos del " L i -
bro ritual de la secta episcopal". "Lee, toma notas, aprende, y
asimila interiormente".

ir
CAPÍTULO V I
SOBRE L A A U T O A Y U D A

He puesto ya todas mis cartas sobre el tapete. Ahora cono-


cen ustedes el motivo ulterior que me impulsó a escribir un libro
que tiene por objeto el ayudar a la gente a aprender a leer. Du-
rante años he vigilado el círculo vicioso que perpetúa este estado
de cosas y he pensado cómo podría rompérsele. Parecería un ca-
llejón sin salida. Los maestros de hoy fueron enseñados por los
de ayer, y a su vez enseñan a los de mañana. El público de hoy
ha sido educado en las escuelas de ayer y de hoy: no puede espe-
rarse de él que exija que las escuelas cambien mañana, ni que pre-
sente reclamaciones, "si" no conoce íntimamente, como resultado
de su propia experiencia, la diferencia que existe entre la verda-
dera educación y todas las imposturas corrientes. Aquél "si" me
dio la clave del problema. ¿Por qué razón el público no podría
actuar, tomando como base su propia experiencia, en lugar de
verse obligado a confiar en rumores y en todas las corrientes con-
trarias e ideas encontradas de las conversaciones sostenidas por los
expertos controversistas?
Podría hacerse. Si, de algún modo, fuera de la escuela y
luego de haberse graduado, la gente en general pudiese obtener
algo de la educación que no logró en la escuela, tendría razones
con las que no cuenta ahora, para quejarse del sistema escolar.
Y podría obtener la educación que no recibió, si pudiese leer. ¿Me
siguen ustedes en este razonamiento? El círculo vicioso se rompe-
ría si el público en general estuviera mejor educado que el produc-
to corriente de las escuelas y colegios. Se rompería en el lugar en
que éste supiese verdaderamente, y sin influencias externas, cuál
es la clase de instrucción que desearía que recibiesen sus hijos.
T o d a la soflama corriente que imparten los educacionistas no
podría disuadirlo.
A nadie que no colabore es posible enseñarle a leer, o a do-
minar cualquier otra habilidad. La ayuda que yo, o cualquier
otra persona en mis condiciones pueda ofrecer, es insuficiente.
Es, cuando más, una guía remota. Consiste en reglas, ejemplos y
consejos de toda índole. Pero ustedes deberán estar dispuestos a
"aceptar" consejos y a "obedecer" las reglas. N o podrán llegar
más lejos que lo que ustedes quieran. Por consiguiente, mi dia-
bólico plan no llenará su objeto si ustedes no cooperan conmigo
desde sus comienzos. Una vez que hayan ustedes empezado a leer,
dejaré que la naturaleza haga el resto, y esperaré confiado los re-
sultados finales.
Tengo la profunda convicción de que cualquiera que tuviese
presente la índole de educación por la que está luchando Mr.
Hutchins, y la que está tratando de implantar "St. J o h n " , se la
desearía- a los demás. Indudablemente, querría que la recibiesen
sus hijos. N o resulta paradójico el que la más violenta oposición
al programa provenga de educacionistas profesionales que parecen
haber tenido el menor contacto personal con este tipo de edu-
cación.
Algo más que la reforma educacional está en juego. La de-
mocracia y las instituciones liberales que tanto hemos fomentado
en este país desde su fundación están también en la balanza.
Guando Mr. Walter Lippmann descubrió por primera vez un li-
bro sobre "La educación de los padres fundadores de la repú-
blica", se sorprendió de que "los hombres que construyeron el
mundo moderno hubiesen sido educados de este modo tan anti-
cuado". El modo anticuado es el camino de las artes de leer y
escribir, el camino que conduce a la lectura de los grandes libros.
Mr. Lippmann, que pasó por Harvard con muchos honores,
atribuía su sorpresa al hecho de que, muy lógicamente, él nunca
había desafiado a los clásicos de su generación. Debemos decir
a favor suyo, sin embargo, que desde que salió de Harvard ha
leído muchos grandes libros. Esto ha influido en su criterio.

Comencé a pensar que tal vez fuese algo muy significativo


el que hombres educados así hubiesen fundado nuestras libertades
y que nosotros que estamos educados de distinto modo estuviese^
mos administrando mal nuestras libertades y corriendo el riesgo
de perderlas. Gradualmente, he llegado a creer que este hecho
es la clave principal del enigma de nuestra época, y que los hom-
bres están dejando de ser libres porque ya no se los educa en las
artes de los hombres libres.

¿Se dan ustedes cuenta de por qué pienso yo que hay di-
namita en la lectura, en una cantidad suficiente no sólo para vo-
lar el sistema escolar, sino hasta para surtir el arsenal que proteja
nuestras libertades?
He titubeado algún tiempo antes de hablar de la autoayuda.
A decir verdad, he titubeado algún tiempo antes de escribir este
libro, porque tengo un prejuicio, que tal vez sea algo irracional,
contra los libros sobre autoayuda. Siempre me han parecido
algo similar a los remedios patentados. Si ustedes toman éste o
aquél en pequeñas dosis a intervalos regulares, todas sus enferme-
dades desaparecerán. En mi serenidad académica, yo me hallé una
vez muy por encima y lejos de tales artimañas. Cuando se escribe
para los eruditos iguales a uno, no se emplean tales recursos, pro-
bablemente porque uno nunca esperaría que ellos se autoayudasen.
Dos cosas me han hecho descender de mi torre. E n primer
lugar, tal vez la atmósfera sea muy serena allá arriba, pero des-
pués de que los ojos se hayan abierto al fingimiento y al engaño
que perpetúan la serenidad, ésta se asemeja más a la calma que
a veces reina en un manicomio. E n segundo lugar, he visto los
frutos de la educación de los adultos. Puede llevarse a cabo. Y
cualquiera que haya trabajado en la educación de los adultos
sabe que debe solicitar la autoayuda. N o hay monitores que cuiden
a los adultos mientras éstos estudian. N o hay exámenes ni grados,
nada de la maquinaria de la disciplina externa. La persona que
aprende algo fuera de la escuela está autodisciplinada. Trabaja
por el mérito ante sus propíos ojos, no para acreditarse ante el
archivero.
Sólo debo agregar una advertencia para preservar la hones-
tidad de los procedimientos. Aquellos libros de autoayuda que
prometen más de lo que pueden dar son falsos. Ningún libro,
como ya lo he dicho anteriormente, puede guiarles a ustedes en
la adquisición de una habilidad con tanta eficiencia como el tutor
o entrenador, que los toma de la m a n o y los dirige en los diversos
movimientos a realizar.
Definiré aquí, simple y brevemente, las condiciones bajo
las cuales pueden ustedes ayudarse a sí mismos con eficacia. Cual-
quier arte o habilidad es poseído por aquellos que tienen formado
el hábito de actuar según las reglas. E n realidad, el artista o ar-
tesano en cualquier terreno difiere así del que carece de su habili-
dad. Posee un hábito que el otro no tiene. Ustedes saben lo que yo
quiero decir aquí con la palabra hábito. N o quiero significar el
vicio de los narcóticos o de las drogas. La habilidad que ustedes
posean para jugar al tenis o al golf, la técnica que emplean para
manejar un auto o cocinar una sopa, es un hábito. Ustedes lo
han adquirido realizando los actos que constituyen la operación
completa.
N o existe otra forma de crearse un hábito de actuar que n o
sea actuando. Esto es lo que se significa cuando se dice que uno
aprende a hacer, haciendo. La diferencia entre su actividad an-
tes y después de que ustedes hayan contraído un hábito radica
en la facilidad y prontitud. Pueden hacer la misma cosa mucho
mejor que cuando empezaron a aprender. Esto es lo que se quiere
significar cuando se dice que la práctica trae consigo la perfección.
Lo que se hace imperfectamente al principio se llega a hacer de
un modo gradual con esa especie de perfección automática que
implica una acción instintiva.
Ustedes hacen algo como si hubieran nacido haciéndolo, co-
mo si la actividad íes resultase tan natural como caminar o comer.
Esto es lo que significa el dicho de que el hábito es una segunda
naturaleza.
U n a cosa está bien clara. Conocer las reglas de un arte no
es lo mismo que poseer el hábito. Cuando hablamos de un hom-
bre y decimos que es diestro en algo, no queremos significar que
conozca las reglas de hacer algo, sino que domina el hábito de
hacerlo. Por supuesto, es cierto que el conocimiento de las reglas,
más o menos explícito, es una condición necesaria para adquirir
la destreza. N o es posible seguir reglas que se desconocen; ni ad-
quirir un hábito artístico —cualquier arte u oficio— sin seguir
reglas. El arte como algo que puede ser enseñado, consiste en el
hábito que proviene de actuar según las reglas.
T o d o lo que he dicho hasta ahora acerca de la adquisición
de la destreza es aplicable al arte de leer. Pero existe una diferen-
cia entre la lectura y otras habilidades. Para adquirir cualquier
arte es necesario conocer las reglas con el objeto de seguirlas. Pero
no es indispensable en todos los casos el comprender las reglas,
o por lo menos no lo es en el mismo grado. De este modo, al
aprender a conducir un automóvil, ustedes deben conocer las re-
glas, pero no es necesario que conozcan los principios de la mecá-
nica automotriz que las establecen. En otras palabras, el "com-
prender" las reglas es "saber m á s " que las reglas. Es conocer los
principios científicos que las sustentan. Si ustedes deseasen ser tan
capaces de reparar sus autos como de manejarlos personalmente,
tendrían que conocer sus principios mecánicos, y comprenderían
las reglas de manejar mejor de lo que lo hacen la mayoría de
CÓMO LEER U N LIBRO 99

los conductores. Si el comprender las reglas fuese una parte de


la prueba para obtener una licencia para conducir, la industria
automotor sufriría una depresión que haría que la última pare-
ciese una prosperidad repentina.
La razón de esta diferencia entre leer y conducir estriba
en que una corresponde a un arte intelectual y la otra a uno ma-
nual. Todas las reglas de un arte ocupan la mente en la actividad
que gobiernan, pero la actividad puede no ser principalmente una
actividad propia de la mente, como lo es la lectura. Leer y escri-
bir, las investigaciones científicas y la composición musical, son
artes intelectuales. Por esto es más necesario que los que las prac-
tican no sólo conozcan las reglas, sino que las entiendan.
Es más necesario, pero no es absolutamente indispensable.
Podría decirse con más exactitud que es un asunto de grados. Hay
que comprender "algo" las reglas de la lectura, si se desea formar
inteligentemente el hábito de esta operación intelectual. Pero no
es necesario comprenderlas perfectamente. Si fuera esencial una
completa comprensión, este libro sería un engaño. Para compren-
der de un modo total las reglas de la lectura, sería necesario po-
seer las ciencias de la gramática, retórica y lógica con una exac-
titud consumada. Así como la ciencia de la mecánica automotor
sustenta las reglas para conducir y reparar autos, del mismo modo
las ciencias liberales que recién he nombrado sustentan las reglas
del arte liberal que gobierna tales cosas como la lectura y la es-
critura.
T a l vez hayan ustedes observado que a veces me refiero a
las artes de leer y escribir como si fuesen artes liberales, y a veces
digo que las artes liberales son la gramática, la retórica y la lógica.
En el primero de los casos, aludo a las operaciones por las cuales
las reglas nos dirigen para que las hagamos bien; en el segundo,
me refiero a las reglas mismas que gobiernan tales operaciones.
Además, el hecho de que la gramática y la lógica sean a veces con-
sideradas ciencias y otras veces artes, significa que las reglas de
operación que las artes prescriben, pueden resultar comprensibles
gracias a los principios que sustentan dichas reglas, los que son
discutidos por la ciencia.
Sería necesario un libro diez veces mayor que éste para ex-
poner las ciencias que hacen que las reglas que rigen a la lectura
y a la escritura resulten inteligibles. Si ustedes comenzasen a es-
tudiar las ciencias con el único objeto de comprender las reglas
y formar los hábitos, posiblemente nunca llegarían a dominar a
ninguno de ellos. Esto es lo que sucede a muchos lógicos y
gramáticos que han dedicado sus vidas al estudio de las ciencias.
No aprenden a leer y a escribir. Es por esto que los cursos de lógica
como ciencia, aunque fuesen implantados para todos los estu-
diantes de colegios, no resolverían el problema. He conocido mu-
chos estudiantes que han pasado años verdaderamente dedicados
a la ciencia de la lógica, quienes no podían leer ni escribir media-
namente bien; en realidad, ni siquiera conocían las reglas del arte,
para no decir nada del hábito de la buena actuación según las
reglas.
Se impone una solución de este acertijo. Comenzaremos con
las reglas, o sea los preceptos que regulan más directa e íntima-
mente los actos que deben ustedes realizar para leer bien. Trataré
de hacer a las reglas lo más inteligibles que pueda en una breve
exposición, pero no me sumergiré en las intrincadas sutilezas de
la gramática o de la lógica científica. Bastará con que ustedes
comprendan que queda mucho más por saber acerca de las reglas
luego de apiender lo que enseña este libro, y que cuanto más se
empapen ustedes de los principios que las sustentan, mejor llega-
rán a conocerlas. T a l vez, si ustedes aprenden a leer leyendo este
libro, serán capaces de leer libros que tratan de las ciencias de la
gramática, de la lógica y la retórica.
Creo poder decir con satisfacción que éste es un procedi-
miento sensato. Puede no serlo así en general, pero debe resultar
así en el caso de la lectura. Si ustedes, para empezar, no saben leer
muy bien, no pueden aprender a hacerlo comenzando con libros
científicos acerca de gramática y de lógica porque n o pueden leer
lo suficientemente bien para comprenderlos en sí, o para derivar
de ellos aplicaciones prácticas formulando reglas de actuación
para ustedes mismos. Al dejar bien en claro este aspecto de nues-
tra empresa, eliminamos otra posibilidad de deshonestidad o simu-
1
lación. Siempre trataré de decirles si mi explicación sobre una
regla es superficial o inadecuada, como algunas de ellas tienen,
necesariamente, que serlo. Debo prevenir a ustedes contra otra
cosa. N o van a aprender a leer sólo con leer este libro, como n o
aprenderían a conducir un automóvil leyendo detenidamente u n
manual para conductores. Estoy seguro de que ustedes compren-
den la necesidad de la práctica. Pero pueden ustedes pensar que
les será posible empezar al p u n t o este asunto de la lectura, en
cuanto conozcan las reglas. Si ustedes lo creen así, se llevarán
una desilusión. Deseo prevenirlos porque tales decepciones pue-
den conducirles a abandonar la empresa perdiendo todas las es-
peranzas.
N o tomen la lista de reglas en una mano, y un libro para
leer en la otra, y no traten de hacerlo de inmediato como si po-
seyesen habítualmente esa habilidad. Esto sería tan peligroso para
la salud mental de ustedes como lo sería para la integridad física
del que lo hiciese el entrar a un auto por primera vez, con la rueda
del volante en una mano y un manual de conductor en la otra.
En ambos casos, una operación que es al principio torpe, aisla-
da, tediosa y dolorosa, llega a ser airosa y simple, fácil y placen-
tera, únicamente gracias a muchas horas de práctica. Si al empe-
zar no tienen éxito, el premio que trae consigo la práctica, los
inducirá a probar nuevamente.
Mr. Aaron Copland escribió recientemente un libro sobre
"Qué hay que oír en música". En su párrafo inicial, decía:

Todos los libros sobre la comprensión de la música están de


acuerdo en un punto: no es posible desarrollar una mejor valora-
ción del arte sólo con leer un libro que de 61 se ocupe. Si ustedes
desean comprender mejor a la música, no pueden hacer nada más
importante que escucharla. Nada puede, en absoluto, ocupar el
lugar del acto de escuchar música. Todo lo que tengo que decir
en este libro está dicho acerca de una experiencia que solamente
podrán ustedes adquirir fuera de este libro. Por consiguiente, es
probable que ustedes estén desperdiciando su tiempo al leerlo, si
no toman la firme resolución de oír mucha más música que la
que han escuchado hasta hoy. Todos nosotros, profesionales y no
profesionales, estamos perpetuamente empeñados en la tarea de
profundizar nuestro entendimiento del arte. El leer un libro pue-
de, a veces, ayudarnos. Pero nada puede reemplazar la considera-
ción primordial: escuchar a la música misma.

Sustituyamos las palabras "música" por "libros", y "leer


por "escuchar" y tendremos la primera y la última palabra de
consejo acerca del uso de las reglas que voy a exponer. El apren-
der las reglas puede ayudar, pero nada puede reemplazar la con-
sideración primordial, que es: leer libros.
Ustedes pueden preguntar: ¿Cómo sabré si estoy realmente
siguiendo las reglas cuando leo? ¿Cómo podré comprender si
estoy en realidad realizando la cantidad requerida de esfuerzo
para evadirme de la rutina de la lectura pasiva y chapucera? ¿Cuá-
les son las señales que indicarán que estoy progresando hacía la
lectura más inteligente?
Hay muchos modos de contestar a tales preguntas. Por un
lado, ustedes deberían ser capaces de discernir si están elevándose
gracias a la comprensión de algo que antes les parecía ininteligi-
ble. Por el otro, si conocen las reglas, siempre podrán controlar
sus lecturas, como se controla la suma de una columna de cifras.
¿Cuántos pasos que prescriben las reglas han dado? Pueden me-
dir sus éxitos en función de las técnicas que hubiesen utilizado para
actuar con un libro superior a ustedes, por medio del cual se ele-
vasen ustedes mismos hasta su nivel.
El signo más directo de que ustedes han llevado a cabo la
tarea de leer es la "fatiga". La lectura que es lectura implica
la actividad mental más intensa. Si no se encuentran agotados, no
han hecho el trabajo. Lejos de ser pasiva y descansada, siempre
he encontrado a toda la lectura que he hecho la ocupación más
ardua y activa. Con frecuencia no puedo leer más que unas pocas
horas seguidas, y rara vez leo mucho en ese tiempo. Generalmente
me resulta la lectura una tarea pesada y lenta. Puede ser que haya
personas que lean ligero y bien, pero yo no soy una de ellas. El
asunto de la velocidad no viene al caso. Estoy seguro de que es
un punto sobre el que muchos difieren. Lo importante es la ac-
tividad. El leer libros pasivamente no alimenta una mente. La
convierte en un papel secante.

— 3 __

Según mis normas acerca de la buena lectura, no creo haber


leído muchos libros. Naturalmente, he obtenido informaciones
de muchos libros, pero no he luchado para instruirme con muchos.
He releído algunos de éstos muy a menudo. T a l vez ustedes me
comprendan si les digo que en la actualidad es posible que no lea
más que diez libros por año para aumentar mis conocimientos,
esto es, libros que no haya leído anteriormente. N o he contado
con el tiempo con que contaba antes. Esta ha sido siempre, y lo
es aún, la tarea más ardua que haya realizado. Muy raras veces
leo en la salita sentado en una cómoda poltrona, por temor de
que la postura me induzca al reposo y éste al sueño. L o hago
sentado en mi escritorio, y casi siempre con un lápiz y una anota-
dor al alcance de la mano.
Esto sugiere otra señal por la cual es posible discernir si us-
tedes están llevando a cabo la tarea de leer. Esta debe, no sola-
mente cansarles, sino que es necesario que sea un producto percep-
tibie de su actividad mental. El pensamiento tiende, por lo gene-
ral, a expresarse abiertamente por medio del lenguaje. Se tiende
a verbalizar ideas, preguntas, dificultades, juicios que aparecen en
el curso del pensamiento. Si ustedes han estado leyendo, deben
haber estado pensando; poseen algo que pueden expresar con pa-
labras. Una de las razones por las cuales encuentro que el de la
lectura es un proceso lento, reside en que llevo un pequeño re-
gistro de lo que pienso, por poco que sea. N o puedo proseguir
con la lectura de la página siguiente si no dejo constancia de algo
que se me ocurrió al leer ésta. Algunas personas son capaces de
usar su memoria de un modo tal que no necesitan molestarse
tomando notas.
Nuevamente, es éste un asunto de diferencias individuales.
A mi me parece más eficaz no recargar mi memoria mientras leo
y en cambio utilizar los márgenes del libro anotador. La tarea
de la memoria puede, y debe, emprenderse más tarde. Pero yo
creo que es más fácil no mezclarla con la del entendimiento, que
constituye la parte principal de la lectura. Si ustedes son como
yo —en lugar de ser como aquellos que pueden leer y recordar al
mismo tiempo— podrán saber si han estado leyendo activamente
con sólo mirar los apuntes que han tomado.
Algunas personas gozan tomando notas en las cubiertas de
los libros, o en las hojas que quedan en blanco al final. Les pare-
ce, como a mí, que esto a menudo les evita la molestia de una lec-
tura extra para redescubrir los puntos principales que han resuelto
recordar. El hecho de manchar un libro o escribir en sus hojas
en blanco puede disponer mal a una persona a prestar sus libros.
Estos se han convertido en documentos para su autobiografía in-
telectual, y puede no desearse confiar tales registros a nadie, con
excepción de los mejores amigos. Y o rara vez siento deseos de con-
fesar tanto acerca de mí mismo, ni aun a mis amigos. Pero el
asunto de tomar notas mientras se lee es tan importante que us-
tedes no se deben privar de hacerlo escribiendo en un libro, por
temor a las posibles consecuencias sociales.
Si, por la razón mencionada o por otra cualquiera, abrigan
ustedes prejuicios contra la escritura en un libro, utilicen un ano-
tador. Si ustedes leyesen un libro prestado, tendrían que usar un
anotador. Luego se presenta el problema de guardar las notas pa-
ra que sirvan de referencia en el futuro, sobreentendiendo, por
supuesto, que ustedes hayan llevado un registro significativo de
sus lecturas, Y o pienso que escribir en el libro mismo es el pro-
cedimíento más eficaz y satisfactorio a seguir durante la primera
lectura, aunque a menudo es necesario ampliar luego las notas
en hojas separadas, El último sistema es indispensable si se está
organizando un sumario bastante detallado del libro.
Sea cual fuese el procedimiento que ustedes elijan, pueden
medirse como lectores al examinar las notas que hayan tomado
durante el curso de la lectura de un libro. N o olviden que aquí,
como en todo, hay algo más importante que la cantidad. Así
como hay lecturas y lecturas, también hay diversos modos de
tomar notas. N o recomiendo la clase de notas que la mayoría de
los estudiantes toman durante una conferencia. En éstas no se
registran pensamientos. Cuando más, son una cuidadosa trans-
cripción. Luego se transforman en la ocasión que da lugar a lo
que ha sido bien descripto como "hurtos legalizados y plagios
escolares". Cuando se las deja de lado al terminar los exámenes,
no se pierde nada con ello. El tomar notas inteligentemente es,
con toda probabilidad, algo tan duro de realizar como el leer del
mismo modo. E n realidad, una cosa debe ser un aspecto de la otra,
si las notas que se toman durante la lectura constituyen un re-
gistro del pensamiento.
Cada diferente operación relacionada con la lectura requiere
un paso diferente dado por el pensamiento, y de aquí que las no-
tas tomadas en las diversas etapas del proceso deberían reflejar
la variedad de actos intelectuales que han sido llevados a cabo.
Si se está tratando de captar la estructura de un libro, pueden
hacerse diversos bosquejos experimentales de sus partes principales
en el debido orden antes de que la impresión del conjunto lle-
gue a satisfacer. Bosquejos esquemáticos y diagramas de toda
índole son útiles para desligar los puntos principales de los asun-
tos subordinados y tangenciales. Si se desea y se puede señalar
algo en el libro, resulta una ayuda el subrayar las palabras y frases
importantes a medida que éstas aparezcan. Más aún, se debieran
tomar notas dé los cambios de significado numerando los lugares
en que las palabras importantes son usadas sucesivamente en di-
ferentes sentidos. Si parece que el autor se contradice, deben ano-
tarse los sitios en los cuales tienen lugar las afirmaciones incon-
sistentes, .y el texto debería ser señalado en la posibilidad de que
la contradicción sea sólo aparente.
N o tiene objeto el seguir enumerando la diversidad de notas
o señales que pueden hacerse. Es evidente que hay tantas como
cosas que hacer en el transcurso de la lectura. La clave consiste
simplemente en que sean ustedes capaces de descubrir si están
haciendo lo que deben al tomar las notas o señalar los puntos
que han acompañado a la lectura que realizaron.
U n ejemplo de anotación puede ser en este caso de utilidad.
Sí yo estuviese leyendo los primeros capítulos de esta obra, hu-
biese diseñado el siguiente diagrama para aclarar el significado
de las palabras "lectura" y "aprendizaje", y para verlos en rela-
ción con otra u otras cosas:

TIPOS DE LECTURA:
I.—Para distraerse.
II.— Para adquirir conocimientos.
A.— Para obtener información.
B. — Para obtener entendimiento.

TIPOS DE APRENDIZAJE:
J . — P o r descubrimiento: sin maestros.
//. — Por instrucción: ayudado por maestros.
A.—Por medio de maestros vivientes: conferencias;
escuchando.
B. — Por medio de maestros muertos: libros, lectura.
En consecuencia Lectura II ( A y B ) es Aprendizaje II ( B ) .
Pero los libros son también de diversas categorías:

TIPOS DE LIBROS:
I. — Compendios y repeticiones de otros libros.
II. — Comunicaciones originales.
De lo que se deduce que:

LECTURA II (A) está más íntimamente relacionado


con LIBRO I.

LECTURA II (B) con LIBROS II.


U n esquema de esta índole me proporcionaría una compren-
sión primordial de las distinciones más importantes que el autor
estableciese. Tendría ante mí, mientras leyera, un diagrama se-
mejante a éste, para así descubrir cuanto más me fuera posible-
irle agregando a medida que el autor procediese a multiplicar las
distinciones y a deducir conclusiones de las premisas que cons-
truyese en función de estas distinciones. De este modo, por ejem-
plo, la distinción entre maestros primarios y secundarios podría
ser ampliada al correlacionarla con los dos tipos de libros.

— 4 —
Ahora nos hallamos en condiciones de proseguir con la pró-
xima parte de este libro, en la cual serán discutidas las reglas de
la lectura. Si ustedes examinaron cuidadosamente el índice antes
de comenzar, saben lo que les espera. Si se asemejan a muchos
lectores que yo conozco, no prestaron la menor atención al ín-
dice o, cuando más, le echaron una rápida mirada. Pero los índi-
ces son como los mapas. Son tan útiles para leer un libro por vez
primera como lo es un plano de carreteras para hacer turismo en
un territorio desconocido.
Supongamos que miren de nuevo el índice. ¿Qué encuentran
en él? Que la primera parte de este libro, que han ustedes finali-
zado, es un estudio general sobre la lectura; que la segunda parte
está dedicada por entero a las reglas; que la tercera parte consi-
dera a la lectura en cuanto se relaciona con otros aspectos de nues-
tra vida. (Esto también lo hallarán en el prefacio).
Pueden ustedes hasta adivinar que en la próxima parte cada
uno de los capítulos, exceptuando el primero, será dedicado al
planteo y explicación de una o más reglas, con ejemplos de su
uso. Pero no podrán deducir de los títulos de estos capítulos
cómo las reglas estaban agrupadas en subseries y cuál era la re-
lación de las varias series subordinadas entre sí. Este, a decir ver-
dad, será el tema en el primer capítulo de la próxima parte. Pero
puedo adelantarles esto aquí. Las diversas series de reglas se re-
fieren a los diferentes modos por los cuales un libro puede ser
encarado; en función de ser éste una complicada estructura de
partes, que tienen clguna unidad de organización, en función de
sus elementos lingüísticos; en función de la relación entre el autor
y el lector, como si éstos estuviesen sosteniendo una conversación.
Finalmente, puede interesarles a ustedes el saber que existen
otros libros sobre la lectura, y en qué se relacionan con éste. Mr.
J. A. Richards ha escrito un extenso libro, al cual ya me he refe-
rido, y que se titula Interpretación en el Aprendizaje. Se refiere
primordialmente a las reglas de la segunda especie, y trata de
llegar mucho más lejos que este libro en los principios de la gra-
mática y la lógica. El profesor Tenney de Cornell, quien asi-
mismo ha sido mencionado, escribió recientemente un libro lla-
mado Lectura Inteligente, el cual también se ocupa con prefe-
rencia de las reglas de la segunda clase, aunque presta alguna aten-
ción a las de la lectura. Su libro sugiere varios ejercicios en la
ejecución de tareas gramaticales relativamente simples. Ninguno
de estos libros considera a las reglas de la primera clase, lo que
significa que ninguno de ellos encara el problema de "cómo leer
un libro entero". Más bien se ocupan de la interpretación de pe-
queños extractos y pasajes aislados.
Alguno podría sugerir que los libros recientes sobre semán-
tica podrían también resultar útiles. Y o abrigo algunas dudas que
ya he expuesto. Hasta diría que la mayoría de ellos sólo son útiles
para enseñar cómo no se lee un libro. Encaran el problema como
si la mayor parte de los libros no fuesen dignos de ser leídos,
especialmente los grandes libros del pasado, o aun aquellos del
presente de autores que no han sido purificados por la semántica.
Esto me parece un modo erróneo de encarar el asunto. El axio-
ma correcto es como el que rige el juicio de criminales. Debemos
dar por sentado que el autor es inteligible hasta que se demuestre
lo contrario, no que es culpable de tontería y que debe probar su
inocencia. Y el único modo de determinar la culpabilidad de un
autor consiste en realizar los mayores esfuerzos que estén a nues-
tro alcance para comprenderlo. Y hasta que no se haya hecho tal
esfuerzo con la ayuda de toda la destreza disponible, no se tiene
derecho de dictar un veredicto final en dicha causa. Si ustedes
fuesen autores, comprenderían por qué es ésta la regla de oro para
la comunicación entre los hombres.
SEGUNDA PARTE

AS R E G L A S
CAPÍTULO VII

D E MUCHAS REGLAS A U N H A B I T O

— 1 —

Mientras se hallen ustedes en la etapa de aprendizaje de la


lectura, tendrán que releer un libro más de una vez. Si éste es
digno de ser leído, tiene derecho a que lo lean por lo menos tres
veces.
Con el objeto de que ustedes no se alarmen ante las deman-
das que se les van a hacer, me apresuro a decirles que el lector
experto puede llevar a cabo estas tres lecturas al mismo tiempo.
Lo que yo he clasificado como "tres lecturas" no tienen que
serlo necesariamente en cantidad. Son, hablando con exactitud,
tres modos de leer. Hay tres "maneras" de leer un libro; para que
sea bien leído, cada libro debe leerse en estos tres modos cada vez
que se lee. El número de veces diferentes que puedan usteder leer
con provecho algo depende en parte del libro y en parte de las
condiciones de ustedes como lectores, de su ingenio y aplicación.
Repito que sólo al principio deben llevarse a cabo separada-
mente los tres modos de leer un libro. Antes de ser experto, n o
les será posible unir una cantidad de actos diferentes y obtener
una acción compleja y armoniosa. Ñ o se pueden poner las diver-
sas partes de la tarea, una dentro de la otra, de modo que coinci-
dan y se fusionen íntimamente. Cada una merece una atención
completa mientras se realiza; luego de haber practicado las partes
por separado, no sólo les será posible llevarlas a cabo con mayor
facilidad y menor atención, sino que también, gradualmente, po-
drán coordinarlas y obtener un todo que funcione satisfactoria-
mente.
Nada de lo que estoy diciendo en este caso deja de ser cono-
cimientos generales acerca de una destreza compleja. Sólo deseo
asegurarme de que ustedes comprenden que aprender a leer es algo
cuando menos tan complejo como aprender a escribir a máquina
o a jugar al tenis. Si pueden ustedes traer a su memoria la pa-
ciencia que tuvieron en cualquier otra cosa que aprendieron, tal
vez se sientan inclinados a ser más tolerantes con un maestro que
en breve les va a enumerar una larga lista de reglas para la lectura.
Los psicólogos experimentales han puesto al proceso de
aprender bajo un cristal para que cualquiera pueda examinarlo.
Las curvas del aprendizaje que han urdido en laboratorios, en
incontables estudios realizados sobre toda índole de habilidad
manual, demuestran gráficamente los progresos de un grado de
práctica a otro. Deseo atraer la atención de ustedes hacia dos de
sus descubrimientos.
El primero se llama "la meseta del saber". Durante una
serie de días, en los cuales se ejecuta una acción tal como escribir
a máquina o recibir informes telegráficos en el sistema Morse, la
curva señala mejoras tanto en rapidez como en la reducción de
errores. Luego, súbitamente, la curva toma la posición horizon-
tal; durante algunos días, el alumno no puede realizar progresos.
Su dura tarea no parece obtener resultados sustanciales, ya sea en
velocidad o en precisión. La regla que afirma que cada partícula
de práctica contribuye a la perfección del todo, parecería fallar
en este caso. Entonces del mismo modo brusco, el alumno emer-
ge de la meseta y comienza a ascender nuevamente. La curva que
registra sus progresos vuelve a reflejar nuevos progresos de día
en día; y esto continúa así; aunque tal vez con una aceleración
levemente disminuida, hasta que el que aprende llega a otra meseta.
Las mesetas no se encuentran en todas las curvas del apren-
dizaje, sino únicamente en aquellas que registran la marcha a re-
correr para lá consecución de una habilidad compleja. En reali-
dad, cuanto más compleja sea la acción a ser aprendida, mayor
es la frecuencia con que aparecen tales períodos estacionarios. N o
obstante, los psicólogos han descubierto que el aprendizaje pro-
sigue durante estos períodos, pese a hallarse oculto en el sentido
de no poner de manifiesto sus efectos prácticos en ese momento.
El descubrimiento de que "unidades más elevadas" de habilidad
están entonces en gestación, es el segundo de los dos a que me
referí anteriormente. Mientras el alumno progresa al escribir a
máquina letras aisladas, adelanta en velocidad y exactitud. Pero
tiene que formar el hábito de escribir sílabas y palabras como
unidades, y más tarde frases y oraciones.
La etapa durante la cual el alumno está pasando de una uni-
dad inferior de destreza a una superior, parece no implicar ningún
progreso en eficiencia porque el alumno debe desarrollar un cierto
número de "palabras unidades" antes de que pueda actuar en ese
nivel. Cuando domina una cantidad suficiente de estas unidades,
hace un nuevo esfuerzo supremo hacia el progreso hasta que tiene
que pasar a una más alta unidad superior de operaciones. Lo que
al principio consistía en un gran número de actos individuales —
los de mecanografiar cada letra por separado— se convierte final-
mente en un acto complejo —el de escribir una frase entera. El há-
bito sólo está perfectamente formado cuando el alumno ha llegado
a la máxima unidad de acción. Donde antes parecían haber mu-
chos hábitos, que resultaban difíciles de hacer coincidir, hay ahora
un solo hábito en virtud de la organización de todos los actos
separados coordinados para formar una acción fluida y grácil.
Los hallazgos de los laboratorios meramente confirman lo
que yo creo que la mayoría de nosotros ya sabe por experiencia
propia aunque puede ser que no hayamos reconocido en la me-
seta a un período en el cual se está gestando ocultamente el saber.
Si ustedes aprenden a servir la pelota, a recibir el servicio de su
oponente o a contestar, a jugar en la red, o en media cancha y en
la línea de base, cada uno de estos actos forma parte del total de
la habilidad. Al principio, cada uno debe ser dominado por sepa-
rado, porque existe una técnica para llevar a cabo cada uno de
ellos; pero ninguno de éstos en sí es el juego del tenis. Ustedes
tienen que pasar de estas unidades inferiores a la unidad superior
en la cual todas las habilidades separadas se unen y forman una
habilidad compleja. Tienen que ser capaces de pasar de un acto
a otro tan rápida y automáticamente como para que su atención
quede en libertad para dedicarse a la estrategia del juego.
Sucede de modo similar en el caso de manejar un automóvil.
Al principio, ustedes aprenden a conducir, a hacer los cambios o
a aplicar los frenos. Gradualmente, estas unidades de actividad
son dominadas y pierden su estado de separación en el proceso
de la conducción. Ustedes han aprendido a manejar cuando sa-
ben hacer todas estas cosas juntas sin pensar en ellas.
Aquel que tenga experiencia de haber adquirido una des-
treza compleja sabe que no debe temer el aparato con que las re-
glas se presentan a sí mismas al comienzo de algo nuevo a ser
aprendido. Sabe que no tiene que preocuparse por saber cómo
todos los diferentes actos, que debe dominar por separado, van
a coordinarse. El saber que las mesetas en el aprendizaje son pe-
ríodos de progreso oculto puede evitar el descorazonamiento. Las
unidades más elevadas están en gestación aunque no aumentan
de actividad la eficiencia en el momento.
La multiplicidad de reglas indica la complejidad de un há-
bito a formarse, no la pluralidad de distintos hábitos. Los actos-
partes se unen entre sí a medida que cada uno llega a la etapa
de la ejecución automática. Cuando todos los actos subordinados
puedan ser llevados a cabo más o menos automáticamente, uste-
des tendrán el hábito de la acción total. Entonces podrán pensar
en vencer a sus adversarios en el tenis, o en conducir sus automó-
viles en el campo. Este es un punto importante. Al comienzo,
el alumno se presta atención a sí mismo y a su habilidad para
realizar los actos separados. Cuando los actos han perdido su
estado de separación en la destreza de la acción total, el alumno
puede por fin prestar su atención a la meta que la técnica que ha
adquirido le capacite a alcanzar.

_ 2 —
Lo verdadero en materia de tenis o conducción de vehículos
es aplicable a la lectura, no simplemente a los rudimentos de las
escuelas primarias, sino también al tipo más elevado de lectura
para ampliar conocimientos. Cualquiera que reconozca que tal
lectura es una actividad compleja, estará de acuerdo en esto. He
dejado esto bien en claro para que ustedes no vayan a creer que
las exigencias que se les van a hacer aquí son más exorbitantes o
exasperantes que en otros campos del saber.
Al seguir cada una de las reglas no sólo irán ustedes adqui-
riendo eficiencia, sino que también irán cesando gradualmente
de preocuparse por las reglas por separado y de los actos aislados
que éstas regulan. Confiando en que las partes se cuidarán a sí
mismas, Ustedes estarán realizando una tarea mucho mayor; ya
no se prestarán tanta atención a ustedes mismos como lectores, y
podrán dedicar todas sus potencias mentales al libro que están
leyendo.
Pero por el momento debemos ocuparnos de las reglas sepa-
radas. Estas se dividen en tres grupos principales, cada uno de los
cuales está dedicado a uno de los tres modos indispensables en
que un libro debe ser leído. Ahora trataré de explicar por qué
debe haber tres lecturas.
En primer lugar, deben ser capaces de captar lo que se ofrece
como conocimiento. En segundo lugar, deben juzgar si lo que
se ofrece les resulta a ustedes realmente aceptable como conoci-
miento. En otras palabras, primero se halla la tarea de "compren-
der" el libro, y luego la de "hacer su crítica". Estas dos son com-
pletamente independientes, como lo verán cada vez mejor.
El proceso de entendimiento puede ser aún más dividido.
Para entender un libro, hay que encararlo primero, como un todo,
que tiene una unidad y una estructura de partes; y segundo, en
función de sus elementos, sus unidades de lenguaje y de pen-
samiento.
De este modo, existen tres lecturas distintas, las cuales pue-
den ser directamente nombradas y descriptas así:
I. — La primera lectura puede ser llamada "estructural" o
analítica. Aquí el lector procede del todo a sus partes.
II. — L a segunda lectura puede ser llamada "interpretativa"
o sintética. Aquí el lector procede de las partes al todo.
III. — La tercera lectura puede ser llamada "crítica" o ava-
luativa. Aquí el lector juzga al autor, y decide si está o no de
acuerdo con él.
En cada una de estas tres divisiones principales, deben darse
varios pasos, y por consiguiente hay varias reglas. Ustedes ya
conocen tres de las cuatro reglas para llevar a cabo la segunda
lectura: (1) deben descubrir e interpretar las "palabras" más
importantes del libro; (2) deben hacer lo mismo con las "fra-
ses" más importantes, y (3) análogamente con los "párrafos"
que expresen argumentos. La cuarta regla, que aún no he men-
cionado, consiste en saber cuáles de sus problemas solucionó el
autor, y cuáles no logró solucionar.
Para llevar a cabo la primera lectura deben ustedes saber
(1) qué índole de libro es el que leen; vale decir, cuál es su asun-
to tema. Deben también saber (2) qué es lo que el libro en con-
junto trata de expresar, (3) en qué partes está dividido dicho
conjunto, y (4) cuáles son los problemas principales que el au-
tor está tratando de solucionar. En este caso, también, hay cuatro
pasos y cuatro reglas. Tengan en cuenta que las partes a las cua-
les llegan ustedes al analizar el todo en esta primera lectura, no
son exactamente las mismas que las partes con las que comenza-
ron para construir el todo en la segunda lectura. En el primero
de los casos, las partes son las divisiones fundamentales del tra-
tamiento del autor de su asunto tema o problema. E n el segundo,
las partes son cosas tales como términos, proposiciones y silogis-
mos; esto es, las ideas, aseveraciones y argumentos del autor.
La tercera lectura también implica una cantidad de pasos.
Primero hay varias reglas generales acerca de cómo debe empren-
derse la tarea de la crítica, y luego vienen algunos puntos críticos
que pueden ustedes hacer (cuatro en t o t a l ) . Las reglas para la ter-
cera lectura les explican a ustedes en qué deben esmerarse para
lograr su objeto y cómo hacerlo.
E n este capítulo voy a tratar todas las reglas en general.
En los próximos capítulos me ocuparé de ellas por separado. Si
ustedes desean ver una reducción a fabulador de todas estas reglas,
compendiadas de modo aislado, la encontrarán al comienzo del
capítulo catorce.
Aunque más tarde lo comprenderán mejor, es posible de-
mostrarles a ustedes en este caso cómo estas diversas lecturas lle-
garán a fundirse en una, especialmente las dos primeras. Esto ya
ha sido sugerido por el hecho de que ambas tienen que hacer con
el todo y las partes en algún sentido. El saber de qué trata todo
el libro y cuáles son sus principales divisiones les ayudará a des-
cubrir sus términos y proposiciones principales. Si pueden descu-
brir cuáles son los más importantes argumentos del autor y cómo
los mantiene por medio de controversias y pruebas, tendrán una
ayuda para definir el tenor general de su tratamiento, y sus divi-
siones principales.
El último paso en la primera lectura consiste en definir el
o los problemas que el autor está tratando de solucionar. El últi-
mo paso en la segunda lectura reside en decidir si el autor ha re-
suelto estos problemas o cuáles ha solucionado y cuáles no. De
este modo, ven ustedes cuan íntimamente están relacionadas las
dos primeras lecturas, las que, por así decirlo, convergen en sus
pasos finales.
Cuando ustedes sean más expertos, podrán realizar estas
dos lecturas juntas. Cuanto mejor las puedan hacer juntas, más
se ayudarán entre sí para hacerlas. Pero la tercera lectura nunca
podrá ser ni llegará a ser absolutamente simultánea con las otras
dos. Hasta el lector más experto tiene que hacer las dos primeras
y la tercera algo aisladamente. El comprender a un autor debe
siempre preceder al criticarlo o al juzgarlo.
He conocido muchos "lectores" que hacen la tercera lectura
primero. Y peor aún que esto, no consiguen hacer las dos prime-
ras de ningún modo. Cogen un libro y al poco tiempo, empiezan
a encontrarle fallas. Están llenos de opiniones y utilizan el libro
como un mero pretexto para expresarlas. Casi no pueden ser
llamados "lectores" en absoluto. Se asemejan más a algunas per-
sonas que uno conoce, quienes creen que una conversación es una
ocasión para hablar pero no para escuchar. Estas personas no sólo
no son merecedoras de los esfuerzos que ustedes realizan para
hablar, sino que por lo general tampoco son dignas de ser escu-
chadas.
La razón por la cual las dos primeras lecturas pueden crecer
a la par es que ambas son tentativas para comprender el libro,
mientras que la tercera sigue siendo independiente porque implica
críticas después de que el entendimiento ha sido logrado. Pero
aún después de que las dos primeras lecturas se hayan fusionado
habitualmente, pueden ser analíticamente separadas. Esto es im-
portante. Si ustedes tuviesen que verificar y marcar su lectura
de un libro, se verían obligados a dividir todo el proceso en sus
partes. T a l vez tendrían que reexaminar por separado cada paso
que dieron, aunque en el momento en que lo dieron no lo toma-
ron aisladamente, tan habitual se había convertido el proceso
de leer.
Por este motivo, es importante el recordar que las diversas
reglas permanecen distintas unas de otras como reglas pese a que
tienden a perder su diferenciación a los ojos de ustedes, lleván-
doles a formar un hábito solo y complicado. Dichas reglas no
podrían ayudarles a controlar su lectura si no las consultasen co-
mo a otras tantas reglas diferentes. El maestro de composición
inglesa, revisando un ensayo con un estudiante y explicándole sus
observaciones, señala a tal o cual regla que el estudiante ha trans-
gredido. En esa oportunidad, al estudiante deben recordársele las
diversas reglas, pero el maestro no desea que su alumno escriba
con un reglamento ante él. Desea que éste escriba bien por cos-
tumbre, como si las reglas fueran parte integrante de su natura-
leza. Lo mismo rige en la lectura.

Ahora nos encontramos con una complicación adicional.


N o sólo deben ustedes leer un libro de tres maneras (y al co-
mienzo puede esto significar tres veces), sino que también deben
ser capaces de leer dos o más libros relacionados entre sí con el
objeto de leer bien cualquiera de ellos. N o quiero decir que uste-
des deben poder leer "cualquier" colección de libros, simultánea-
mente. Sólo pienso en libros que estén relacionados porque éstos
se ocupan del mismo asunto tema o tratan el mismo grupo de
problemas. Si no, no pueden leer m u y bien ninguno de ellos. Si los
autores dicen las mismas o diferentes cosas, si están o no de acuer-
do, ¿qué seguridad pueden ustedes tener de que entienden uno
de ellos si no reconocen tales solapaduras y divergencias, tales
acuerdos y desacuerdos?
Este punto requiere distinción entre lectura "intrínseca" y
"extrínseca". Abrigo la esperanza de que estas dos palabras no
sean engañosas. No conozco otro modo de nombrar la diferencia.
Por "lectura intrínseca" quiero significar leer un libro en sí mis-
mo, totalmente aparte de todos los otros libros. Por "lectura
extrínseca" quiero significar leer un libro a la luz de otros libros.
Los otros libros pueden, en algunos casos, ser sólo libros de con-
sulta, tales como diccionarios, enciclopedias, almanaques. Pueden
ser libros secundarios los que son comentarios o compendios úti-
les. Pueden ser otros grandes libros. Otra ayuda extrínseca para
la lectura es la experiencia apropiada. Las experiencias a las que
puede tenerse que acudir con el objeto de entender un libro pue-
den ser de la índole de las que tienen lugar sólo en un laboratorio,
o de la que los hombres adquieren en el curso de su vida diaria.
La lectura intrínseca y extrínseca tienden a fusionarse en el actual
proceso de entendimiento o aun de crítica de un libro.
Lo que he dicho anteriormente acerca de la capacidad para
leer libros afines relacionados entre sí es aplicable especialmente
a los grandes libros. Con frecuencia, en mis conferencias sobre
educación, me ocupo de los grandes libros, y personas de mi audi-
torio me escriben por lo general después de ellas para solicitarme
una lista de tales libros. Yo les aconsejo que consigan la lista
que ha publicado la "American Library Association" bajo el tí-
tulo de "Clásicos del mundo occidental", o la que publicó el St.
John's College de Annapolis, Maryland, como parte de su pros-
pecto. Luego he sido informado por estas personas de que expe-
rimentan grandes dificultades durante la lectura de los libros. El
entusiasmo que los impelió a pedirme la lista y a comenzar a
leer ha sido reemplazado por un sentimiento desesperado de ine-
ficiencia.
Hay dos razones para esto. Una, por supuesto, es que no
saben leer. Pero esto no es todo. La otra razón es que ellos creen
que podrían ser capaces de entender el primer libro que escogie-
sen, sin haber leído los otros con los cuales está aquél íntimamen-
te relacionado. T a l vez tratan de leer Los Ensayos Federalistas
sin haber leído los Artículos de la Confederación y la Constitu-
ción; o pueden tratar de leer todos éstos sin haber leído El Espí-
ritu de las Leyes de Montesquieu, el Contrato Social de Rous-
seau, y el ensayo de John Locke Del Gobierno Civil.
Muchos grandes libros no sólo son afines entre sí sino que
han sido en realidad escritos en un cierto orden, que n o debería
ser ignorado. U n escritor subsecuente ha sido influenciado por
uno anterior. Si ustedes leen primero el anterior, él puede ayu-
darles a comprender el libro posterior. El leer libros afines en
relación entre sí y en un orden que haga a los subsecuentes más
inteligibles es una regla básica de lectura extrínseca.
Me ocuparé de discutir las ayudas extrínsecas en el capítulo
catorce. Hasta entonces, solamente nos referiremos a las reglas
de lectura intrínseca. Debo recordarles nuevamente que debemos
hacer tales separaciones en el proceso del aprendizaje, aún cuando
el aprendizaje sólo está completo al desaparecer las separaciones.
El lector experto tiene presente en su imaginación a otros libros,
o a experiencias pertinentes, mientras lee un libro en particular
con el cual están relacionadas estas otras cosas. Pero por el m o -
mento, ustedes deben prestar atención a los pasos para leer un
solo libro, como si este libro fuese todo un mundo en sí mismo.
N o quiero decir, naturalmente, que su propia experiencia pueda
nunca ser excluida del proceso de entendimiento de lo que un
libro dice. Esta dosis de referencia extrínseca fuera del libro es
absolutamente indispensable, como ya lo veremos. Después de to-
do, ustedes no pueden penetrar en el m u n d o de un solo libro sin
traer a su memoria, al mismo tiempo, todo el conjunto de su
experiencia anterior.
Estas reglas de lectura intrínseca no sólo se aplican a la lec-
tura de un libro sino a cuando se sigue un ciclo de conferencias.
Estoy seguro de que más de una persona que pudiese leer bien
todo un libro obtendría más beneficios de un ciclo de conferen-
cias que los que obtienen la mayoría de las personas dentro o
fuera del colegio. Las dos situaciones son en gran manera simi-
lares, aunque el seguir una serie de conferencias puede exigir u n
mayor esfuerzo de memoria o más anotaciones. Existe otra difi-
cultad en lo que concierne a las conferencias. Es posible leer u n
libro tres "veces" si hay que leerlo separadamente en cada una
de las tres maneras. Esto no puede hacerse con las conferencias.
Las conferencias pueden ser muy buenas para aquellos que son
expertos en recibir comunicación, pero les resultan muy difíciles
a los que carecen de preparación.
Esto sugiere un principio educacional: tal vez sería sensato
asegurarse de que la gente sabe leer un libro entero antes de darle
ánimos para que asistan a un ciclo de conferencias. N o sucede así
ahora en los colegios; ni tampoco en la educación de los adultos.
Muchos creen que asistir a un curso de conferencias es un atajo
para llegar a obtener lo que no son capaces de leer en libros. Pero
no es un atajo que conduzca a la misma meta. E n realidad, po-
drían lo mismo tomar la dirección contraria.

Hay una limitación en la aplicabííidad de estas reglas, que


debería ya ser evidente. He recalcado repetidas veces que el obje-
to de éstas es ayudar a ustedes a leer un libro "entero". Por lo
menos, éste es su fin primordial, y se abusaría de ellas si se apli-
caran principalmente a extractos o a pequeñas partes de un texto.
N o es posible aprender a leer haciéndolo quince minutos diarios
en la manera prescripta por el libro de instrucciones que acom-
paña a los Clásicos de Harvard.
N o se trata sólo de que quince minutos diarios sean insufi-
cientes, sino que ustedes no deben leer un trocito aquí y un pedaci-
to allí, como recomienda el libro de instrucciones. La estantería de
cinco pies contiene muchos de los grandes libros, aunque también
incluye a algunos que no son tan grandes. E n muchos casos,
están incluidos libros enteros, en otros, sustancialmente grandes
extractos. Pero a ustedes no les indican que lean un libro entero
o la mayor parte de uno. Se les dice que prueben una pequeña can-
tidad de néctar acá, y que huelan algo de miel allá. Esto los
convertirá en picaflores literarios, pero no en lectores competentes.
Por ejemplo, un día ustedes deberán leer seis páginas de la
Autobiografía de Benjamín Franklín; al día siguiente once pá-
ginas de las primeras obras líricas de Mílton, y al siguiente diez
páginas de Cicerón sobre la amistad. Otra sucesión de días encuen-
tra a ustedes leyendo ocho páginas de Los Ensayos Federalistas
de Hamilton, luego observaciones de Burke sobre el gusto, que
ocupan quince páginas, y luego doce páginas del Discurso sobre
la Desigualdad de Rousseau. Lo único que determina el orden es
la ilación histórica entre el tema a leer y un día en especial del
mes. Pero el calendario es una consideración de escasa importancia.
N o solamente los extractos son excesivamente breves para un
esfuerzo de lectura sostenido, sino que el orden en el cual una
cosa sigue a la otra hace imposible el captar ningún todo autén-
tico en sí mismo o el comprender una cosa en relación con la otra.
Este plan para la lectura de los Clásicos de Harvard debe hacer a
los grandes libros tan ininteligibles como a un curso de colegio
bajo el sistema electivo. T a l vez el plan fue ideado para honrar
al Dr. Eliot, el patrocinador del sistema electivo y de la "Estan-
tería de cinco pies". E n cualquier caso, nos ofrece una buena lec-
ción objetiva de qué es lo que no debemos hacer si deseamos
evitar un baile de San Vito intelectual.

— 5 —
Aún hay una limitación más para el uso de estas reglas. A
nosotros nos incumbe en este caso sólo uno de los fines principa-
les de la lectura, y no el otro: nos interesa la lectura para apren-
der, no la lectura como distracción. Este fin está no sólo en el
lector sino también en el escritor. Nos ocupamos de, libros cuyo
objeto es enseñar, que tratan de impartir conocimientos. En ca-
pítulos anteriores he establecido una distinción entre lecturas para
obtener conocimientos y lecturas recreativas, y he restringido
nuestra discusión a la primera. Ahora debemos avanzar un paso
más aún y distinguir dos grandes categorías de libros que difie-
ren según la intención del autor así como según la satisfacción que
de su lectura puedan derivar los lectores. Debemos hacerlo así por-
que nuestras reglas son aplicables estrictamente a un tipo de libro
y a un tipo de fin en la lectura.
N o existen nombres reconocidos, convencionales, para estas
dos clases de libros. Siento la tentación de llamar, a una especie,
poesía o ficción, y a la otra, exposición o ciencia. Pero la pala-
bra "poesía" significa hoy en día, por lo general, obras líricas en
lugar de denominar toda la literatura imaginativa, o lo que es
a veces llamado belles tettres. De un modo similar, la palabra
cieno el ' tiende a excluir la historia y la filosofía, aunque ambas
son exposiciones de saber. Dejando los nombres de lado, la dife-
rencia es captada en función de la intención del autor: el poeta,
o cualquier escritor que sea un artista "selecto", tiene como meta
el complacer o deleitar, tal como lo hacen el músico y el escultor,
creando obras hermosas para ser admiradas. El hombre de ciencia,
o cualquier hombre de sabiduría que sea un artista "liberal", tra-
ta de instruir diciendo la verdad.
El problema de aprender a leer bien obras poéticas es cuan-
do menos tan difícil como el de aprender a leer para adquirir co-
nocimientos. Es también radicalmente diferente. Las reglas que
he enumerado brevemente y que dentro de poco voy a tratar en
detalle, son instrucciones para leer con el objeto de aprender, no
para disfrutar de un modo adecuado de una exquisita obra de
arte. Las reglas para la lectura de poesía tienen necesariamente
que diferir. Su exposición y explicación requeriría un libro tan
largo como éste.
En su plan básico general, podrían asemejarse a las tres di-
visiones de las reglas para la lectura de obras científicas o expo-
sitivas. Habría reghs a propósito de la apreciación del conjunto
en función de ser éste una estructura de partes unificada. Habría
reglas para discernir los elementos lingüísticos e imaginativos
que constituyen un poema o un cuento. Habría reglas para hacer
juicios críticos sobre la bondad o la deficiencia de la obra, reglas
que ayudasen a desarrollar el buen gusto y el discernimiento. Sin
embargo, más allá de esto, el paralelismo cesaría, porque la es-
tructura de un cuento y de una ciencia son muy diferentes; los
elementos lingüísticos son usados de distinto modo para evocar
imaginación y para comunicar pensamiento; los criterios de la
crítica no son los mismos cuando es una belleza más bien que
una verdad lo que debe ser juzgado.
La categoría de libros que deleitan o divierten, tiene en sí
tantos niveles de cualidad como la categoría de libros que ins-
truyen. La que es llamada "ficción frivola" requiere tan poca ca-
pacidad para leer, tan poca habilidad o actividad, como los libros
que son meramente informativos, y no nos requieren un esfuerzo
para comprender. Podemos leer los cuentos de una revista me-
diocre tan pasivamente como leemos sus artículos.
Así como hay libros expositivos que sólo repiten o compen-
dian lo que es mejor aprendido en las fuentes primarias de ilustra-
ción, así hay poesía de segunda mano de toda índole. N o quiero
decir simplemente la narración repetida, pues todas las buenas na-
rraciones son relatadas muchas veces. Quiero decir más bien el
libro narrativo o lírico que no altera nuestros sentimientos o mol-
dea nuestra imaginación. En ambos campos, los grandes libros,
los libros primarios, son similares por ser obras originales y nues-
tros superiores. Como en uno de los casos el gran libro es capaz
de elevar nuestro entendimiento, en el otro el gran libro nos ins-
pira, profundiza nuestra sensibilidad hacia todos los valores hu-
manos, aumenta nuestra humanidad.
En ambos campos de la literatura, sólo los libros que son
mejores que nosotros requieren destreza y actividad para ser leí-
dos. Podemos leer el otro material pasivamente y con poca efi-
ciencia técnica. Las reglas para leer literatura imaginativa, por
consiguiente, tienen por objeto principal el ayudar a las personas
a leer las grandes obras de las bellas letras —los grandes poemas
épicos, los grandes dramas, novelas y obras líricas—, tal como las
reglas para la lectura para aprender, se ocupan primordialmente
de las grandes obras históricas, científicas y filosóficas.
Lamento que ambas series de reglas no puedan ser tratadas
adecuadamente en un solo volumen, no sólo porque ambas cate-
gorías de lectura son necesarias para una capacidad razonable
para leer y escribir, sino porque el mejor lector es aquel que posee
ambas clases de capacidad. Las dos artes de lectura se profundizan
y apoyan entre sí. Rara vez llevamos a cabo una clase de lectura
sin tener que hacer un poquito de la otra al mismo tiempo. Los
libros no son simples y puros paquetes de ciencia o poesía.
Los libros más grandes combinan con frecuencia, estas dos
dimensiones básicas de la literatura. U n diálogo platónico tal
como La República, debe ser leído tanto como un drama que
como un discurso intelectual. U n poema como la Divina Co-
media de Dante, no es sólo una narración magnífica sino una
disquisición filosófica. El saber no puede ser impartido sin ser
apoyado por la imaginación y el sentimiento; y el sentimiento
y la fantasía están inveteradamente infectados con pensamiento.
N o obstante, queda en pie el caso de que las dos artes de la
lectura son distintas. Sería totalmente confuso el proseguir como
si las reglas que fuésemos a exponer, se aplicasen "por igual" a
la poesía y a la ciencia. Estrictamente, se aplican sólo a la cien-
cia o a los libros que comunican conocimientos. Se me ocurren
dos modos de compensar la deficiencia de este limitado tratamien-
to de la lectura. U n o consiste en dedicar luego un capítulo al
problema de leer literatura imaginativa. T a l vez, después que
ustedes se hayan familiarizado con las reglas detalladas para la
lectura de libros que no son de ficción, sea posible indicar bre-
vemente las reglas análogas para leer ficción y poesía. Trataré
de hacerlo en el capítulo quince. En realidad, iré más lejos aún,
y haré allí el esfuerzo de generalizar las reglas de modo tal que
puedan aplicarse a "cualquier" lectura. El otro remedio consiste
en sugerir libros para la lectura de poesía o ficción. Nombraré
algunos acá, y otros más en el capítulo quince.
Los libros que tratan de la apreciación o crítica de la poesía
son en sí mismos libros científicos. Son exposiciones de una cierta
índole de saber llamada a veces "crítica literaria"; conceptuados
más generalmente, son libros como éste, que tratan de instruir
en un arte —en realidad, un aspecto diferente del mismo arte,
el arte de leer. Ahora bien, si este libro les ayuda a ustedes a
aprender a leer cualquier índole de libro expositivo, podrán uste-
des leer estos otros libros sin ayuda exterior y ser ayudados por
ellos para leer poesía o bellas artes.
El gran libro tradicional de esta categoría es Arte Poética
de Aristóteles. Más modernos, están los ensayos de Mr. T . S.
Eliot, y dos libros de Mr. I. A. Richards, Los principios de la
Crítica y Crítica Práctica. Los Ensayos Críticos de Edgar
Alian Poe son dignos de ser consultados, especialmente el que
trata sobre El principio Poético. En su análisis de La Expe-
riencia Poética, Fr. T h o m a s Gílby ilustra el objeto y la manera
de los conocimientos poéticos. William Empson ha escrito sobre
Siete Tipos de Ambigüedad de un modo que resulta particular-
mente útil para leer poesía lírica. Y recientemente, Gordon Ge-
rould ha publicado un libro sobre Cómo leer ficción. Si uste-
des estudian estos libros, ellos los conducirán hacía otros.
En general, encontrarán una gran ayuda en aquellos libros
que no sólo formulan las reglas sino que las ilustran con ejem-
plos en la práctica discutiendo literatura apreciativa y crítica-
mente. En este caso, más que en el caso de la ciencia, ustedes
necesitan ser guiados por alguien que en realidad les demuestre
cómo se debe leer haciéndolo por ustedes. Mr. Mark Van Doren
acaba de publicar un libro titulado simplemente Shakespeare.
E n él está "su" lectura de las obras de Shakespeare. N o hay en él
reglas de lectura, pero ofrece un modelo a seguir. Ustedes hasta
pueden ser capaces de descubrir las reglas que gobernaron al autor
al verlas actuar. Hay otro libro que desearía mencionar porque
señala la analogía entre la lectura de literatura imaginativa y ex-
positiva. Poesía y Matemáticas de Scott Buchanan ilustra el
paralelo entre la estructura de ciencia y la forma de ficción.

— 6 —
Pueden ustedes poner reparos a todo esto. Pueden aducir
que yo he traído por la fuerza una distinción donde ninguna
surgiría espontáneamente. Pueden decir que hay sólo un modo
de leer todos los libros, o que cualquier libro puede ser leído en
todos los sentidos, si es que existen muchos sentidos.
He anticipado esta objeción al indicar que la mayoría de
los libros tiene diversas dimensiones, ciertamente una poética y
una científica. Hasta he llegado a decir que la mayoría de los
libros, y en especial de los grandes libros, debe ser leída de ambas
maneras. Pero esto no significa que las dos índoles de lectura de-
ban ser confundidas, o que debamos ignorar por completo nues-
tro propósito primordial al leer un libro o la intención principal
del autor al escribirlo. Creo que la mayoría de los autores sabe si
son fundamentalmente poetas u hombres de ciencia. Los grandes,
por cierto, lo saben. Cualquier buen lector debería tener concien-
cia de lo que quiere cuando acude a un libro: primordiales cono-
cimientos, o deleite.
El punto adicional es sencillamente que uno debiera satis-
facer su propósito al acudir a un libro escrito con una intención
similar. Si lo que se busca es saber, parece ser más sabio el leer
libros que ofrecen instrucción, si tales hubiese, que libros que
narran cuentos. Si se buscan conocimientos acerca de un cierto
asunto tema, lo mejor es apelar a libros que tratan de ese tema
más bien que a otros. Parece un error leer una historia de Roma,
si lo que se desea aprender es astronomía.
Esto no significa que un mismo libro no pueda ser leído
de diferentes maneras y según diversos fines. El autor puede te-
ner más de una intención, aunque creo que posiblemente una sea
la primordial y que ésta imponga el carácter evidente del libro.
Así como un libro puede tener un carácter primario y uno secun-
dario —así como los diálogos de Platón son primariamente filo-
sóficos y secundariamente dramáticos, y la Divina Comedia
es primariamente narrativa y secundariamente filosófica— del
mismo modo el lector puede encarar el libro según el caso. Hasta
puede, si así lo desea, invertir el orden de los propósitos del autor,
y leer los diálogos de Platón principalmente como un drama, y
la Divina Comedia, principalmente como filosofía. Esto no
deja de tener paralelos en otros terrenos. Una pieza de música
que ha tenido por objeto el ser disfrutada como una obra exquisita
de arte puede ser usada para hacer dormir al bebé. Una silla idea-
da para que se sienten encima de ella puede ser colocada detrás
de cordones en un museo y admirada como un objeto de belleza.
T a l duplicidad de propósito y tales transmutaciones de ca-
rácter primario y secundario dejan inmutable al punto principal.
Sea lo que fuese lo que ustedes hagan con respecto a la lectura,
cualquiera sea el propósito que pongan en primero o en segundo
término, deben saber qué es lo que están haciendo y deben obe-
decer las reglas para hacer tal cosa. N o es un error leer un poema
como si fuese filosofía, o ciencia como si fuese poesía, mientras
sepan ustedes qué es lo que están haciendo en un momento dado
y cómo hacerlo bien. N o supondrán, entonces, que están hacien-
do otra cosa, o que no tiene importancia cómo hacen cualquier
cosa que estén haciendo.-
Hay, sin embargo, dos errores que deben ser evitados. A
uno de ellos lo llamaré "purismo". Este error de suponer que un
libro dado puede ser leído sólo de un modo. Es un error porque
los libros no son puros en carácter, y esto a su vez se debe al hecho
de que la mente humana que los escribe o los lee, está arraigada
en los sentidos y en la imaginación y conmueve o es conmovida
por las emociones y el sentimiento.
Al segundo error le llamo "oscurantismo". Este es el error
de suponer que "todos" los libros pueden ser leídos sólo de una
manera. De este modo, existe el extremo del esteticismo, el cual
encara a todos los libros como si fuesen poesía, negándose a dis-
tinguir otros tipos de literatura y otros modos de leer. El otro
extremo es el del intelectuaíismo, el cual trata a todos los libros
como si fuesen instructivos, como si nada pudiese encontrarse en
un libro con excepción de conocimiento. Ambos errores son resu-
midos en una sola línea por Keats — " L a belleza es verdad, la
verdad, belleza"— cuya línea puede contribuir al efecto de su
oda, pero que es falsa como un principio de crítica o como una
guía para leer libros.
Ya han sido ustedes suficientemente prevenidos acerca de
lo que deben y de lo que no deben esperar de las reglas, que se-
rán discutidas en detalle en los próximos capítulos. N o van a
verse a menudo en el caso de hacer uso equivocado de ellas, por-
que encontrarán que no actúan fuera de su correcto y limitado
campo de aplicabilidad. El hombre que les vende a ustedes una
sartén casi nunca les advierte que no les será útil como refrigera-
dor. Sabe que puede confiar en que eso lo descubrirán por sí
mismos.
CAPÍTULO VIII

CAPTAND

O A TRAVÉS DEL TITULO

—1—
Solamente por sus títu
los, tal vez no podrían ustedes dis-
cernir
en el caso de Calle Principal y Pueblo Central cuál

de ambas era ciencia social y cuál era ficción. Aún después dehaber leído los dos pu
en algunas novelas contemporáneas, y tanta ficción en la mayor
parte de la sociología, que es difícil mantenerlas desvinculadas.
(Por ejemplo, fue anunciado recientemente, que Viñas de Ira
había sido implantado como lectura obligatoria en los cursos
de ciencia social de varios colegios).
Como dije anteriormente, los libros pueden ser leídos de
diversos modos. Es comprensible que algunos críticos literarios
escriban una crítica sobre una novela de Dos Passos o de Stein-
beck como si la considerasen un descubrimiento científico o una
pieza de oratoria política; o por qué algunos sienten la tentación de
leer el libro de Freud sobre Moisés como una obra de ficción.
En muchos casos, la falla reside en el libro y en el autor.
Los autores tienen, a veces, motivos mixtos. A semejanza
de otros seres humanos, están sujetos a la flaqueza de querer
hacer demasiadas cosas al mismo tiempo. Si se ven confundidos
en sus intenciones, el lector no puede ser culpado si no sabe qué
par de anteojos para leer debe ponerse. Las mejores reglas para
la lectura no surtirán efecto sobre los malos libros excepto, tal vez,
para ayudarles a ustedes a darse cuenta de que son malos.
Dejemos de lado a ese extenso grupo de libros contemporá-
neos que confunden ciencia y ficción, o ficción y oratoria. Exis-
ten suficientes libros — l o s grandes libros del pasado y muchos
contemporáneos— que son perfectamente ciaros en su intención
y, por consiguiente, merecen que Jos hagamos objeto de una lec-
tura preferente. La primera regla de lectura nos exige que actue-
mos con discernimiento. Debería decir la primera regla de la pri-
clase
mera
con preferencia
de
lectura.
libro están
Esta
antespuede
leyendo,
de comenzar
definirse
y debieran
a así:
leer. saberlo
ustedes lo
deben
antessaber
posible,
qué
Deben saber, por ejemplo, sí están leyendo ficción: una no-
vela, una obra teatral; épica o lírica o si es ésta una obra exposi-
tiva de alguna índole, un libro que comunique fundamentalmente
conocimientos. Imagínese la confusión de una persona que se afa-
na leyendo una novela, y suponiendo todo el tiempo que es ésta
una plática filosófica; o de una que medita acerca de un trata-
do científico como si fuese una obra lírica. No pueden ustedes
imaginarlo, porque yo les he pedido que hagan algo casi imposi-
ble. En su mayoría, la gente sabe la clase de libro que va a leer,
antes de comenzarlo. Lo escogieron para leerlo porque era de esa
índole. Esto es verdaderamente cierto en lo que respecta a la dis-
tinción esencial en tipos de libros. La gente sabe si desea diversión
o instrucción, y rara vez acude a la fuente equivocada para obtener
lo que desea.
Desgraciadamente, hay otras distinciones que no son reco-
nocidas de un modo tan simple y común'. Puesto que hemos ex-
cluido por el momento a la literatura imaginativa de nuestra
consideración, nuestro problema en este caso reside en las distin-
ciones subordinadas dentro del campo de los libros expositorios.
N o es sólo una cuestión de saber qué libros son fundamental-
mente instructivos, sino distinguir cuáles son instructivos de un
modo especial. Las clases de información o ilustración que pro-
porcione una historia y un libro filosófico no son las mismas.
Los problemas tratados en un libro de física y en uno de moral
social no son similares, ni tampoco lo son los métodos que em-
plean los escritores para solucionar problemas tan diferentes.
No es posible leer libros que difieren así, del mismo modo.
N o quiero decir que las reglas de la lectura sean aquí tan radi-
calmente diferentes, como en el caso de la distinción básica entre
poesía y ciencia. Todos estos libros tienen mucho en común; se
ocupan del saber. Pero también son diferentes, y para leerlos bien
debemos leerlos de una manera apropiada a sus diferencias.
Debo confesar que en este punto, me siento como un ven-
dedor que, habiendo acabado de persuadir al cliente de que el
precio no es demasiado elevado, no puede evitar el mencionar el
impuesto a la venta que es adicional. El entusiasmo del cliente
comienza a disminuir. El vendedor vence este obstáculo con algo
más de adulación, y luego se ve obligado a decir que no puede
hacer el envío hasta dentro de varias semanas. Si el comprador
no lo deja plantado en este momento, puede considerarse afortu-
nado. Ahora bien, no acabo yo de persuadir a ustedes de que
ciertas distinciones son dignas de ser tenidas en cuenta, cuando
tengo que agregar: "Pero hay más aún". Espero que ustedes no
me abandonarán. Les prometo que alguna vez tendrán fin las
distinciones en tipos de lectura. El fin está en este capítulo.
Repetiré nuevamente la regla: "ustedes deben saber qué cla-
se de libro (expositorio) están leyendo, y deberían saberlo lo
antes posible en el proceso, con preferencia antes de comenzar a
leerlo". T o d o está en claro excepto la última frase. ¿Cómo, se
preguntarán ustedes, puede pedírsele al lector que sepa qué clase
de libro está leyendo antes de empezar a leerlo?
Me tomo la libertad de recordar a ustedes que un libro siem-
pre tiene título y, más aún, por lo general tiene,un subtítulo, un
índice, un prefacio o una introducción del autor. Desdeñaré el
panegírico del editor. Después de todo, pudiera ocurrir que tu-
viesen ustedes que leer un libro que hubiese perdido su cubierta.
Lo llamado convencionalmente el "asunto fachada", es, por
lo general, suficiente de todos modos para el fin de la clasificación.
El asunto fachada consiste en el título, subtítulo, índice, y pre-
facio. Estas son las señales que el autor enarbola para hacerles sa-
ber a ustedes de qué lado sopla el viento. N o es culpa suya si
ustedes no acceden a detenerse, mirar y escuchar.

— 2 —
La cantidad de lectores que no prestan atención a las seña-
les es mayor que lo que ustedes pudiesen imaginarse, a menos
que sean de aquellos que son lo suficientemente honrados para
admitirlo. He tenido experiencia en repetidas oportunidades con
estudiantes. Les he preguntado de qué trataba un libro. Les he
pedido que me dijeran, en términos generales, qué clase de libro
era. Este, según he descubierto, es un buen modo, casi un modo
indispensable, de comenzar una discusión.
Muchos estudiantes son incapaces de contestar esta primera
y sencillísima pregunta sobre el libro. A veces se disculpan di-
ciendo que todavía no han terminado de leerlo, y que por con-
siguiente, no lo saben. Esta no es ninguna excusa, señalo yo.
¿Miraron el título? ¿Estudiaron el índice? ¿Leyeron el prefacio
o introducción? No, no lo hicieron. El frente de un libro parece
ser algo semejante al tic-tac de un reloj, algo que sólo se nota
cuando no está allí.
Una razón por la cual los títulos y prefacios son ignorados
por tantos lectores es que ellos no creen importante el clasificar
el libro que leen. No obedecen esta primera regla. Si trataran
de hacerlo, sentirían gratitud hacia el autor por tratar de ayudar-
les. Evidentemente, ej autor cree que es importante para el lector
el saber qué clase de libro se le ha dado. Este es el motivo por el
cual se toma la molestia de ponerlo bien en claro en el prefacio,
y generalmente trata de que su título sea más o menos descrip-
tivo. De este modo, Einstein e Infeld, en su prefacio a La Evo-
lución de la Física le dicen al lector que esperan de él que sepa
"que un libro científico, aunque sea popular, no debe ser leído
del mismo modo que una novela". También idean, como lo hacen
muchos, autores, un índice analítico para aconsejar al lector de
antemano acerca de los detalles de su tratamiento. En cualquier
caso, los encabezamientos de los capítulos registrados al comienzo
sirven al propósito de amplificar el significado del título prin-
cipal.
El lector que ignora todas estas cosas sólo debe culparse a
sí mismo si la siguiente pregunta lo turba: ¿Qué clase de libro
es éste? Y va a estar más perplejo aún. Si no puede contestar esa
pregunta, y si nunca se la hace a sí mismo, no va a estar capa-
citado para preguntar o responder a una cantidad de otros inte-
rrogantes acerca del libro.
Recientemente, Mr. Hutchins y yo estábamos leyendo dos
libros junto con una clase de estudiantes. U n o era de Maquiavelo
y el otro de Santo T o m á s de Aquino. En la discusión inicial Mr.
Hutchins preguntó sí ambos libros eran de la misma índole. Dio
la casualidad de que escogió a un estudiante que no había termi-
nado de leerlos. Este utilizó este motivo como una excusa para
evitarse la respuesta. "Pero", dijo Mr. Hutchins, "¿qué me dice
usted de sus títulos?". El estudiante había omitido fijarse en que
Maquiavelo había escrito sobre El Príncipe, y Santo T o m á s
acerca de La Autoridad de los Príncipes. Cuando la palabra
"príncipe" fue escrita y subrayada en el pizarrón, el estudiante
se sentía predispuesto a adivinar que ambos libros trataban el
mismo problema.
"¿Pero qué clase de problema es?", insistió Mr. Hutchins.
"¿Qué clase de libros son éstos?". El estudiante creyó ahora ver
una salida, e informó que había leído los dos prefacios. " ¿ Y en
qué le ayuda eso a usted.?", preguntó Mr. Hutchins. "Pues bien",
dijo el estudiante, "Maquiavelo escribió su pequeño manual so-
bre cómo ser un dictador y salirse con la suya, para Lorenzo de
Medícís, y Santo T o m á s escribió el suyo para el rey de Chipre",
N o lo interrumpimos en aquel punto para corregir el error
de esta afirmación. Santo T o m á s n o trataba de ayudar a los ti-
ranos a salirse con la suya. El estudiante había usado sin embargo
una palabra que casi contestaba la pregunta. Cuando se le pregun-
tó qué palabra era, él no lo sabía. Cuando le dijeron que ésta
era "manual" no comprendió la significación de lo que había
dicho. Le pregunté si sabía en términos generales qué clase de
libro era un manual. "¿Era un libro de recetas culinarias? ¿Era
un tratado de moral? ¿Era un libro sobre el arte de escribir poe-
sías?" Contestó afirmativamente a todas estas preguntas.
Le recordamos que en clase se había establecido una distin-
ción entre libros teóricos y prácticos. " O h " , dijo, viendo claro
súbitamente, "éstos son ambos libros prácticos, libros que ense-
ñan qué es lo que se "debería" hacer más bien que cuál "es" el
caso". Al cabo de otra medía hora, con otros estudiantes induci-
dos a intervenir en la discusión, conseguimos por último clasifi-
car a los dos libros como obras "prácticas" sobre "política". El
resto del período transcurrió tratando de descubrir si ambos au-
tores interpretaban a la política del mismo modo y si sus libros
eran igualmente prácticos o prácticos del mismo modo.
Relato esta anécdota no solamente para corroborar mi afir-
mación sobre el desdén general hacia los títulos, sino también
para aseverar algo más aún. Los títulos más claros del mundo,
el asunto frente más explícito, no les ayudarán a ustedes a clasi-
ficar un libro, aunque presten atención a estas señales, si no tienen
ya presentes las amplias líneas de clasificación.
No sabrán en cuál sentido los Elementos de Geometría,
de Euclides, y los Principios de Psicología, de William James,
son libros de la misma índole, si no saben que tanto la psicología
como la geometría son ciencias técnicas; ni serán más adelante
capaces de distinguirlos, si no saben que hay diferentes clases de
ciencia. De un modo similar, en el caso de la Política, de Aris-
tóteles, y de La riqueza de las Naciones, de Adán Smith, sólo
pueden ustedes discernir cómo son estos libros semejantes y dife-
rentes si saben qué es un problema práctico, y que son las dife-
rentes clases de problemas prácticos.
Los títulos facilitan a veces la agrupación de libros. Cual-
quiera sabría que los Elementos, de Euclides, la Geometría, dé
Descartes, y los Fundamentos de ta Geometría, de Hilbert, eran
tres libros de matemáticas, más o menos relacionados en su asun-
to tema. Este no es siempre el caso. Podría no ser fácil dedu-
cir por los títulos que la Ciudad de Dios, de San Agustín, el
Leviatán, de Hobbes, y el Contrato Social, de Rousseau, son
tratados de política, a pesar de que un estudio cuidadoso del enca-
bezamiento de sus capítulos revelaría el problema común a estos
tres libros.
-
N o obstante, no es suficiente el agrupar libros como si fue-
sen de la misma clase. Para seguir esta primera regla de lectura
deben ustedes saber cuál es aquella clase. El título no se lo dirá,
ni todo el resto del asunto frente, ni siquiera el libro entero, algu-
nas veces, si no cuentan con algunas categorías que puedan apli-
car para clasificar libros inteligentemente. En otras palabras, esta
regla tiene que hacérseles a ustedes un poco más inteligible si van
a seguirla. Esto sólo puede lograrse por medio de una breve dis-
cusión de las clases principales de libros expositivos.
T a l vez lean ustedes los suplementos literarios semanales.
Estos clasifican los libros recibidos esa semana bajo una serie de
encabezamientos, tales como: poesía y ficción o bellas letras; his-
toria y biografías; filosofía y religión; ciencia y psicología; eco-
nomía y ciencias sociales; y por lo general, hay una larga lista
bajo el nombre de "misceláneas". Estas categorías son correctas
como aproximaciones burdas, pero no logran establecer algunas
distinciones básicas y asocian libros que deberían estar separados.
N o son tan malas como un letrero que he vísto en cierta
librería, el cual indicaba las estanterías donde había libros de
"filosofía, teosofía, y nuevos pensamientos". N o son tan bue-
nas como el plan corriente de clasificación de bibliotecas, que es
más detallado, pero ni aún aquél es totalmente apropiado a nues-
tros fines. Necesitamos un plan de clasificación que agrupe libros
teniendo en cuenta los problemas de la lectura, y no tenga por
objeto el venderlos o el ponerlos en estanterías.
Voy a proponer, primero, una distinción mayor, y luego
diversas distinciones subordinadas a la principal. N o les moles-
taré con distinciones carentes de importancia en lo que respecta
a la habilidad de ustedes para la lectura.

La distinción mayor es la de libros teóricos y prácticos.


Todos usan las palabras "teóricos" y "prácticos", pero pocos sa-
ben qué significan, y menos que nadie, lo sabe el perspicaz hom-
bre práctico que desconfía de todos los teorizadores, especialmen-
te si forman parte del gobierno. Para muchos, significa visiona-
rio o aun místico, y "práctico" significa algo que actúa, algo que
proporciona una compensación inmediata. Hay algo de cierto en
esto. L o práctico está de algún modo relacionado con lo que "ac-
túa" en alguna manera de inmediato o a la larga. Lo teórico le
concierne a algo a ser visto o comprendido. Si pulimos la basta
verdad que es aquí captada, llegamos a la distinción entre conoci-
mientos y acción como los dos fines que un escritor puede haber
contemplado.
Pero, dirán ustedes, ¿no tratamos aquí de libros que comu-
nican conocimientos? ¿En qué interviene la acción? Se olvidan
de que la acción inteligente depende de los conocimientos. Estos
pueden ser utilizados de muchas maneras, no sólo para contro-
lar a la naturaleza e inventar útiles maquinarias sino también
para dirigir a la conducta humana y regular las acciones del
hombre en diversos campos de la destreza. Lo que tengo aquí
presente está ilustrado por la distinción entre ciencia pura y apli-
cada o, como es a veces incorrectamente definida: ciencia y tec-
nología.
Algunos libros y algunos maestros sólo están interesados en
la ciencia en sí, que ellos tienen que comunicar. Esto no quiere
decir que nieguen su utilidad, o que insistan en que la ciencia es
buena "solamente" por sí misma. Simplemente se limitan a una
clase de enseñanza, y dejan la otra clase para los demás. Se preo-
cupan de los problemas de la vida humana que puedan ser solu-
cionados por la ciencia. Comunican conocimientos, también, pero
siempre con un énfasis sobre su aplicación.
Para hacer que la ciencia sea práctica debemos convertirla en
reglas de acción. Debemos pasar del saber cuál es el caso al saber
qué hacer en él si queremos lograr algo. Puedo compendiar esto
recordándoles a ustedes una distinción que ya han conocido en
este libro, entre saber " q u é " y saber "cómo". Los libros teóricos
enseñan " q u e " algo "es" el caso. Los prácticos enseñan "cómo"
hacer algo que ustedes creen que "deberían" hacer.
Este libro es práctico, no teórico. Cualquier "manual", para
hacer uso de la expresión del estudiante, es un libro práctico.
Cualquier libro que enseña ya sea lo que ustedes "deberían" hacer
o "cómo" hacerlo, es práctico. De este modo pueden ver que la
categoría de libros prácticos incluye todas las exposiciones de artes
a ser aprendidas, todos los manuales de práctica en cualquier terre-
no, tales como ingeniería o medicina, o cocina, y tratados que
son convencionalmente clasificados como de moral, tales como li-
bros sobre problemas económicos, éticos o políticos.
Mencionaré otro ejemplo más de escritura práctica. U n a
oración — u n discurso político o una exhortación moral— evi-
dentemente trata de comunicar qué es lo que se debería hacer o
cómo se debería sentir acerca de algo. T o d o el que escribe prácti-
camente sobre algo no sólo trata de aconsejar síno también de
que sigan sus consejos. Por consiguiente, en todo tratado moral
hay un elemento de oratoria. Este se halla también presente en
libros que tratan de enseñar en arte, a semejanza de éste. Yo,
por ejemplo, he tratado de persuadir a ustedes de que hagan el
esfuerzo de aprender a leer.
Aunque todo libro práctico es algo oratorio — o tal vez,
como diríamos hoy en día, una propaganda— no hace
que la oratoria sea coextensiva con la práctica. Ustedes conocen
la diferencia entre una arenga política y un tratado sobre políti-
ca, o entre propaganda económica y un análisis de problemas
económicos. El Manifiesto Comunista es un trozo de oratoria,
pero El Capital es mucho más que eso.
A veces es posible descubrir que un libro es práctico a través
de su título. Sí éste contiene frases cómo "el arte de", o "cómo
hacer", se lo puede localizar de inmediato. Si el título nombra
terrenos que ustedes saben que son prácticos, tales como ciencias
económicas o políticas, ingeniería o negocios, leyes o medicina,
podrán fácilmente clasificar los libros.
Hay todavía más huellas a seguir. Una vez le pregunté a
un estudiante si podía decir, juzgando por los títulos, cuál de
los dos libros de J o h n Locke era práctico y cuál era teórico. Los
dos títulos eran: Un Ensayo Acerca del Entendimiento Humano
y Un Ensayo Sobre el Origen, Alcance y fin del Gobierno Civil,
El estudiante había caído en la cuenta por los títulos; dijo que
los problemas gubernamentales eran prácticos y que el análisis
del entendimiento era teórico.
Dijo más aún. Dijo que había leído la introducción del
libro de Locke sobre entendimiento, escrita por el autor. En ésta,
Locke expresaba que su idea era la de inquirir el "origen, certeza
y alcance de los conocimientos humanos". El estilo de la frase
se asemejaba al del título del libro sobre gobierno, con una im-
portante diferencia. Locke se ocupaba de la "certeza" o validez
de los conocimientos en uno de los casos, y del "fin" del gobier-
no en el otro. "Ahora bien", dijo el estudiante, "las preguntas
acerca de la validez de algo son teóricas, mientras que el promo-
ver interrogantes acerca del fin de algo, del propósito que sirve,
es práctico".
Aquel estudiante tenía varios modos de captar la clase de
libro que estaba leyendo y, debo agregar, era un lector superior
a la mayoría. Hago uso de este ejemplo para ofrecerles a ustedes
un buen consejo. Encaminen sus primeros esfuerzos para diag-
nosticar un libro a través de su título y el resto del asunto princi-
pal. Si esto resultase insuficiente deberán depender de los rastros
que hallen en el cuerpo principal del libro. Prestando atención a
las palabras y teniendo presentes las categorías básicas, debieran
ser capaces de clasificar un libro sin necesidad de llegar muy le-
jos en su lectura.
U n libro práctico pronto delatará su carácter por medio de
la aparición frecuente de palabras tales como "debería", "debie-
se", "bueno", " m a l o " , "fines", y "medios". La afirmación ca-
racterística en un libro práctico es la que dice que algo debería
ser hecho; o que éste es el modo correcto de hacer algo; o que
una cosa es mejor que otra como un fin a ser buscado, o como
un medio a ser elegido. Contrastando con esto, un libro teórico
dice repetidamente "es" en lugar de "debería" o "debiese"; trata
de demostrar que algo es verdad, que éstos son los hechos; n o
que las cosas serían mejor si fuesen de otra manera, y que éste
es el modo de mejorarlas.
Antes de ocuparnos de la subdivisión de los libros teóricos,
me permitiré advertirles a ustedes del peligro de suponer que el
problema es tan sencillo como discernir sí están bebiendo té o
café. Me he limitado a sugerir algunas pistas que pueden ayu-
darles a hacer estas distinciones. Cuanto mejor entiendan todo
lo que está involucrado en la diferencia entre lo teórico y lo prác-
tico, más capaces serán de utilizar los rastros a seguir.
Aprenderán a desconfiar de los nombres y, por supuesto,
de los títulos. Encontrarán que aunque la economía sea primor-
dial y habitualmente una materia práctica, existen sin embargo,
libros sobre economía que son puramente teóricos. Encontrarán
autores que desconocen la diferencia entre teoría y práctica, así
como hay novelistas que desconocen la diferencia entre ficción
y sociología. Encontrarán libros que aparentan ser en parte de
una clase, y en parte de otra, tales como la Etica, de Spinoza.
Sin embargo, queda librado a la capacidad de ustedes como lee-
torcs el descubrir el modo en que el autor encara su problema.
A este fin, la distinción entre teórico y práctico es fundamental.

Ya conocen ustedes la subdivisión de libros teóricos en his-


toria, ciencias y filosofía. Todos, con excepción de los profesores
de aquellas materias, conocen las diferencias en líneas generales.
Es sólo cuando se trata de refinar lo evidente, y de dar gran pre-
cisión a las distinciones, que se encuentran en dificultades; puesto
que yo no deseo que ustedes se encuentren tan confundidos como
los profesores, trataré de "definir" qué es historia, o ciencia o
filosofía. Una aproximación relativa bastará para capacitarnos
para distinguir si los libros teóricos que leemos pertenecen a una
u otra clase.
E n el caso de la historia, el título, por lo general, da la
pauta. Si la palabra "historia" no aparece en el título, el resto
del asunto frente nos informa que éste es un libro sobre algo que
sucedió en el pasado, no necesariamente en la antigüedad, por-
que esto puede haber sido sólo ayer. Recuerden al escolar que
caracterizaba al estudio de la aritmética por la pregunta a menudo
repetida: "¿Qué cabe en. . . ?" La historia puede ser caracterizada
de modo similar por: "¿Qué sucedió luego?" La historia es el
conocimiento de acontecimientos o cosas determinadas que no
sólo existieron en el pasado sino que sufrieron una serie de cam-
bios en el curso del tiempo. El historiador relata estos sucesos
y a menudo ilustra su narración con algún comentario sobre la
importancia de los acontecimientos, o alguna idea acerca de éstos.
La ciencia no se ocupa del pasado como tal. T r a t a de asun-
tos que pueden suceder en cualquier tiempo o lugar. T o d o s saben
que el hombre de ciencia busca leyes o generalizaciones; desea ave-
riguar cómo suceden las cosas en la mayoría o en el total de los
casos, y no, como el historiador, cómo sucedieron en el pasado
algunas cosas en particular en un tiempo y lugar determinados.
El título nos capacita para decir si un libro nos ofrece ins-
trucción en ciencias menos frecuentemente de lo que lo hace en
el caso de la historia. La palabra "ciencia" aparece a veces, pero
por lo general se ve el nombre del asunto tema, tal como psico-
logía, o geología, o física. Luego debemos saber si aquel asunto
tema corresponde al hombre de ciencia, como lo hace claramente
la geología, o al filósofo, como la metafísica. La dificultad la
ofrecen los casos que no son claros, tales como física y psico-
logía, las cuales han sido reclamadas, en varias oportunidades,
tanto por hombres de ciencia como por filósofos. Hasta por las
palabras "filosofía" y "ciencia" hay desaveniencias, porque han
sido usadas de diversos modos. Aristóteles llamó tratado cientí-
fico a un libro sobre "Física", aunque según el uso corriente
deberíamos considerarlo filosófico; y Newton tituló a su gran
obra Principios Matemáticos de Filosofía Natural, aunque ésta
es para nosotros una de las obras maestras de la ciencia.
La filosofía es como la ciencia y difiere de la historia en que
busca verdades generales más bien que un informe sobre sucesos
pasados en particular. Pero el filósofo no formula la misma ín-
dole de preguntas que el hombre de ciencia, ni emplea la misma
clase de método para contestarlas.
Si tienen ustedes interés en proseguir más aún con el tema,
les recomiendo que traten de leer Los Grados del Conocimiento,
de Jacques Maritain, el cual ofrece un sensato concepto del mé-
todo y del fin de la ciencia moderna, así como una valiosa com-
prensión del alcance y la naturaleza de la filosofía. Solamente
un escritor contemporáneo puede tratar esta distinción de un
modo adecuado, porque es sólo en las últimas centurias que he-
mos apreciado completamente qué está involucrado en el pro-
blema de distinguir y relacionar a la filosofía con la ciencia.
Y entre los escritores contemporáneos, Jacques Maritain es una
excepción por ser capaz de hacer justicia tanto a la ciencia como
a la filosofía.
Puesto que no es probable que los títulos y los nombres de
los asuntos que se tratan nos ayuden a discernir si un libro es filo-
sófico o científico, ¿cómo podremos saberlo? Tengo un criterio que
ofrecer, el cual creo que tendrá éxito, aunque tengan ustedes que
leer una gran parte del libro antes de que puedan aplicarlo. Si un
libro teórico se refiere a cosas que están situadas fuera del alcan-
ce de la rutina diaria normal, es una obra científica.
Ilustraré lo dicho. Las dos Nuevas Ciencias, de Galileo,
les exige a ustedes que imaginen, o que vean ustedes mismos en
un laboratorio, el experimento del plano inclinado. La Óptica,
de Newton, se refiere a experiencias en cuartos oscuros con pris-
mas, espejos y rayos de luz especialmente controlados. La expe-
riencia en particular a la cual alude el autor puede no haber sido
lograda por él en un laboratorio. Ustedes también pueden tener
que verse obligados a viajar por todas partes para obtener esa
índole de experiencia; los hechos que Darwin registra en El Ori*
gen de las Especies, fueron por él observados en el transcurso
de muchos años de trabajo en el terreno; sin embargo son hechos
que pueden ser — y lo han sido— vueltos a verificar por muchos
otros observadores que realizaron un esfuerzo similar. N o son los
actos que puedan ser verificados en función de la experiencia dia-
ria común del hombre corriente.
En contraste, un libro filosófico no apela a hechos u obser-
vaciones que estén situados fuera de la experiencia de un hombre
corriente. U n filósofo remite al lector a su propia, normal y
común experiencia, para la verificación o apoyo de cualquier cosa
que él quiera decir. De este modo el Ensayo Acerca del Entendi-
miento Humano, de Locke, es una obra filosófica sobre psico-
logía, mientras que los escritos de Freud son científicos. Locke
logra todo su objeto en función de la experiencia que tienen uste-
des de sus propios procesos mentales. Freud puede lograr la ma-
yoría de sus objetos sólo con informarles lo que él ha observado
bajo las condiciones clínicas del consultorio del psicoanalista, co-
sas acerca de las cuales la mayoría de la gente nunca llega a soñar,
o si lo hace, no lo es del modo en que el psicoanalista las con-
templa.
La distinción que he sugerido es admitida popularmente
cuando decimos que la ciencia es experimental o que depende de
esmeradas investigaciones u observaciones, mientras que la filo-
sofía es, en realidad, sólo el acto de pensar sentado en un sillón.
El contraste no tiene intención denigrante. Hay algunos proble-
mas que pueden ser solucionados en un sillón por un hombre que
sabe cómo pensar en ellos a la luz de una experiencia humana y
corriente. Hay otros problemas, por supuesto, que no pueden ser
solucionados ni con la dosis máxima de pensamiento en el mejor
sillón. Lo que se necesita es investigación de alguna clase —expe-
rimentos o indagaciones en el terreno— para ampliar la experien-
cia más allá de la rutina normal diaria; se requiere una experien-
cia especial.
N o quiero significar que un filósofo sea sólo un pensador
y que el hombre de ciencia sea meramente un observador. Ambos
tienen que observar y que pensar pero piensan acerca de diferen-
tes clases de observaciones. U n o tiene que hacer especialmente las
observaciones, bajo condiciones especiales, etcétera, antes de poder
pensar para solucionar el problema. El otro puede confiar en su
experiencia corriente.
Esta diferencia en el método siempre se pone de manifiesto
en los libros filosóficos y científicos, y es así como es posible de-
ducir qué clase de libro se está leyendo. Si ustedes notan la clase
de experiencia a que se está haciendo referencia como una condi-
ción para entender lo que se está diciendo, sabrán si el libro es
científico o filosófico. Las reglas de lectura extrínseca son más
complicadas en el caso de los libros científicos. Pueden ustedes,
en realidad, tener que presenciar un experimento o ir a un museo,
si no pueden hacer uso de la imaginación para idear algo que
nunca hayan observado y que el autor está describiendo como la
base para sus más importantes declaraciones.
N o sólo las condiciones extrínsecas para la lectura de libros
científicos y filosóficos son diferentes; también las reglas de lec-
tura intrínseca están sujetas a diferente aplicación en ambos casos.
Los hombres de ciencia y los filósofos no piensan exactamente
del mismo modo. Su estilo para argüir es diferente. Ustedes deben
ser capaces de encontrar los términos y proposiciones que cons-
tituyen esta diferente clase de argumentación. Es por esto que re-
viste tanta importancia el que sepan la clase de libro que están
leyendo.
Lo mismo reza con la historia.
Los enunciados históricos son diferentes de los científicos y
de los filosóficos; un historiador arguye e interpreta los hechos
de diferente manera. Más aún, la mayoría de los libros de histo-
ria están escritos en estilo narrativo. Y una narración es una
narración, ya sea ésta de hechos reales o de ficción. El historiador
debe escribir poéticamente; con esto quiere significar que debe
obedecer las reglas para contar un buen relato. Las reglas intrín-
secas que hay que seguir para leer un libro de historia son, por
lo tanto, más complicadas que para uno de ciencia o de filosofía,
por que hay que combinar la clase de lectura que es apropiada
a los libros expositivos con la clase adecuada a la poesía o a la
ficción.
— 5 —

Hemos descubierto algo interesante en el curso de esta dis-


cusión. La historia presenta complicaciones para la lectura intrín-
seca, porque combina de un modo singular dos tipos de lectura.
La ciencia presenta complicaciones en la lectura extrínseca, porque
requiere que el lector siga de algún modo el informe de experien-
cias especiales. N o quiero decir con ello que sean éstas las únicas
complicaciones en las lecturas intrínsecas o extrínsecas; luego en-
contraremos otras. Pero en lo que a las dos mencionadas se re-
fiere, la filosofía parecería ser la clase de lectura más sencilla.
Sólo lo es en el sentido de que un dominio de las reglas para
la lectura de obras expositivas es por sí mismo más conducente
al dominio de los libros filosóficos.
Pueden ustedes objetar a todas estas distinciones sobre dis-
tinciones, aduciendo que carecen de importancia para aquel que
desea aprender a leer. Creo que puedo refutar esas objeciones,
aunque esto requiera más argumentos de los que pueda ofrecer-
les ahora para convencerles plenamente. En primer lugar, les
recordaré que ustedes han admitido la razón para distinguir entre
poesía y ciencia. Comprendieron que no es posible leer obras de
ficción y de geometría del mismo modo. Las mismas reglas no
regirán a ambas clases de libros, ni actuarán de la misma manera
para con diferentes clases de libros instructivos, tales como obras
de historia y de filosofía.
En segundo lugar, llamaré la atención de ustedes sobre un
hecho evidente. Si ustedes entrasen en un aula en la cual un maes-
tro estuviese conferenciando o instruyendo a sus alumnos de cual-
quier otro modo, podrían discernir muy rápidamente, creo yo,
sí la clase era sobre historia, ciencias, o filosofía. Habría algo en
el modo de actuar del maestro, en la clase de palabras que usase,
el tipo de argumentos que emplease, la índole de los problemas
que propusiese, que lo delataría como perteneciente a un depar-
tamento de enseñanza o a otro. Y establecería una gran diferencia
para ustedes el saber esto, si es que estuviesen dispuestos a escu-
char inteligentemente lo que iba a decirse. Afortunadamente, la
mayoría de nosotros no somos tan torpes como el muchacho que
asistió durante medio semestre a una clase de filosofía sin saber
que el curso de historia, para el cual él se había inscripto, se dic-
taba en otra parte.
Abreviando, los métodos para enseñar las diferentes clases
de asuntos temas son diferentes. Cualquier maestro lo sabe. A
causa de la diferencia en el método y en el asunto tema, el filó-
sofo encuentra, por lo general, más fácil el enseñar a estudiantes
que no han sido previamente instruidos por sus colegas, mientras
que el hombre de ciencia prefiere al estudiante a quien sus colegas
ya han preparado. Los filósofos, por lo común, encuentran más
difícil enseñarse entre sí que los hombres de ciencia; menciono
estos hechos bien conocidos para indicar qué es lo que quiero sig-
nificar por la inevitable diferencia al enseñar filosofía y ciencia.
Ahora bien, si hay una diferencia en el arte de enseñar en
los diversos terrenos, debe haber una diferencia recíproca en el
arte de ser enseñado. La actividad del estudiante debe de algún
modo corresponder a la actividad del instructor. La relación entre
los libros y sus lecturas es la misma que aquélla entre los maes-
tros vivientes y sus alumnos. Por consiguiente, como los libros
difieren en las clases de conocimientos que tienen que comunicar,
éstos proceden a instruirnos diferentemente; y, si pensamos se-
guirlos, debemos aprender a leer cada clase de una manera apro-
piada.
Habiéndome tomado toda la molestia de dedicar este capí-
tulo a lograr mi objeto, ahora voy a abandonarlos. O, tal vez,
les sirva a ustedes de alivio el saber que en los próximos capítulos
que tratan de las restantes reglas sobre la lectura, voy a ocupar-
me de todos los libros que comunican conocimientos, y los que
leemos para obtener información e ilustración, como si fuesen
de la misma clase. Son de la misma clase "en el modo más ge-
neral"; son todos más expositivos que poéticos. Y es necesario
presentarles a ustedes estas reglas, primero en el modo más ge-
neral, antes de calificarlas para su aplicación en las clases subor-
dinadas de la literatura expositiva.
Las clasificaciones sólo serán inteligibles cuando ustedes ha-
yan captado las reglas en general. Por lo tanto, trataré de pospo-
ner cualquier discusión más detallada de las clases subordinadas
hasta el capítulo catorce. A esta altura ya habrán ustedes estu-
diado todas las reglas de la lectura y comprendido algo de su
aplicación a cualquier clase de libro que comunique conocimien-
tos. Entonces será posible sugerir cómo las distinciones que hemos
hecho en este capítulo requieren las calificaciones en las reglas.
Cuando hayan ustedes concluido podrán ver, mejor de lo
que lo hacen ahora, por qué esta primera regla de la primera lectura
de cualquier libro consiste en saber qué clase de libro es. Espero
que lo hagan, porque estoy seguro de que el lector experto es
un hombre de un grande y exquisito discernimiento.
CAPÍTULO IX

EXAMINANDO EL ESQUELETO

T o d o libro tiene un esqueleto oculto entre sus tapas. La


tarea de ustedes es encontrarlo; un libro llega a ustedes con carne
sobre sus huesos desnudos y ropas sobre su carne. Está totalmente
vestido de etiqueta. No voy a pedirles que sean descorteses o
crueles. N o tienen que desvestirlo ni arrancar la carne de sus
miembros para llegar a la firme estructura que yace bajo la suave
superficie. Pero deben leer el libro con rayos X, pues es una par-
te esencial de la primera comprensión de cualquier libro el captar
su estructura.
Ustedes saben cuan violentamente se oponen algunas per-
sonas a la vivisección. Hay otras que sienten lo mismo hacia u n
análisis de cualquier índole. Sencillamente les disgusta que las
cosas sean desarmadas, aun cuando el único instrumento usado
para seccionar sea la mente. Por alguna razón sienten que algo
está siendo destruido por el análisis; esto es particularmente cier-
to en el caso de las obras de arte. Si ustedes tratan de mostrarles
la estructura interior, la articulación de las partes, el modo en que
las coyunturas encajan, reaccionan como si ustedes hubiesen ase-
sinado al poema o a la pieza de música.
Es por esto que he usado la metáfora de los rayos X . N o
se le causa daño alguno al organismo viviente iluminando su es-
queleto; el paciente no llega siquiera a sentir como si su intimi-
dad hubiese sido violada. Sin embargo el médico ha descubierto
la disposición de las partes; tiene un mapa visible de todo el plan;
tiene un plano básico de arquitecto. Nadie duda de la utilidad
de tales conocimientos para ayudar a las más amplias operaciones
en el organismo viviente.
Pues bien, de la misma manera pueden ustedes penetrar bajo
la superficie móvil de un libro y llegar a su rígido esqueleto. Pue-
den ver cómo tienen cohesión, y la cuerda que las une formando
un todo. Pueden hacer esto sin menoscabar en lo más mínimo la
vitalidad del libro que están leyendo; no deben temer que el títe-
re quede destrozado, y que nunca sea posible reconstruirlo. El
todo puede seguir animado mientras ustedes procedan a descubrir
qué es lo que hace mover al mecanismo.
Cuando era estudiante tuve una aventura que me enseñó
esta lección. A semejanza de otros muchachos de mi edad, yo
creía que podía escribir poesía lírica; hasta puedo haber llegado
a pensar que era poeta. T a l vez es por esto que reaccioné tan vio-
lentamente contra un maestro de literatura inglesa, que'insistió en
que nosotros fuésemos capaces de afirmar la unidad de todos los
poemas en una frase única, y que luego diésemos un prosaico ca-
tálogo de su contenido por medio de una ordenada enumeración
de todas sus partes subordinadas.
Hacer esto con el Adonais de Shelley o con una oda de
Keats me parecía poco menos que robo y mutilación criminal.
Cuando tal carnicería realizada a sangre fría estuviese terminada,
toda la "poesía" habría desaparecido. Pero llevé a cabo la tarea
que se me había encomendado y, luego de un año de análisis, des-
cubrí que pensaba de otra manera. U n poema no se destruía con
tal táctica para su lectura; por lo contrario, el mayor discerni-
miento que resultaba parecía hacer que el poema se asemejase más
a un organismo vital. En lugar de ser un inefable trazo confuso,
éste se movía ante uno con la gracia y proporción de un ser
humano.
Esta fue mi primera lección de lectura. De ellas aprendí dos
reglas que son la segunda y la tercera reglas para la primera lec-
tura de cualquier libro. Digo "cualquier libro". Estas reglas son
aplicables tanto a la ciencia como a la poesía, y a cualquier índole
de obra expositiva. Su aplicación será, por supuesto, algo dife-
rente, según la clase de libro en que se usen. La unidacl de una
novela no es la misma que la unidad de un tratado de política;
ni son las partes de la misma clase, u ordenadas del mismo modo.
Pero todo libro digno de ser leído tiene una unidad y una orga-
nización de partes. U n libro que n o las tuviese sería una confu-
sión relativamente ilegible, tal como lo son los malos libros.

___ 2 —
Voy a enunciar estas dos reglas todo lo más sencillamente
que me sea posible. Luego las explicaré' e ilustraré. (La primera
regla, que discutimos en el capítulo anterior, era; "Clasificar el
libro según la clase y el asunto t e m a " ) .
La segunda regla —digo "segunda" porque deseo mantener
la numeración de las cuatro reglas que comprenden el primer
modo de leer— puede ser expresada como sigue: "Enunciar la
unidad de todo libro en una sola frase, o cuando más en varias
frases" (un breve párrafo).
Esto significa que ustedes deben poder decir acerca de qué
es el todo, lo más concisamente que puedan. Decir cuál es el te-
ma del libro no es lo mismo que decir qué clase de libro es.' La
palabra "acerca" de qué tema, puede en este caso inducir a error;
en un sentido, un libro es "acerca" de un cierto tipo de asunto
tema el cual trata de un cierto modo. Si ustedes saben esto, sa-
ben qué "clase" de libro es. Pero hay otro sentido tal vez más
familiar de la palacra "acerca". Preguntamos a una persona acer-
ca de qué se preocupa, qué está haciendo. Así podemos especular
sobre qué es lo que el autor está tratando de hacer. El descubrir
"acerca" de qué trata un libro en este sentido es descubrir su
"tema" o " p u n t o " principal.
Todos, según creo, admitirán que un libro es una obra de
arte. Más aún, estarán de acuerdo conmigo en que en la medida
en que éste sea bueno, como libro y como obra de arte, tiene una
más perfecta y penetrante unidad. Saben que esto es cierto en lo
que respecta a la música y a la pintura, a las novelas y a las obras
de teatro. N o es menos cierto en lo referente a los libros que co-
munican conocimientos; pero no es suficiente reconocer este hecho
vagamente; la unidad debe ser captada con certeza. Deben ustedes
ser capaces de discernir por ustedes mismos o para cualquier otra
persona qué es la unidad, y expresarlo concisamente. N o se satis-
fagan con "sentir la unidad" que no pueden expresar. El estu-
diante que dice "Sé qué es, pero no puedo decirlo", no engaña a
nadie, ni siquiera a sí mismo.
La tercera regla puede ser expresada como sigue: "Exponer
las partes principales del libro, y demostrar cómo están organi-
zadas para formar un todo al ser coordinadas entre sí y con la
unidad del todo".
La razón para esta regla debería ser obvia. Si una obra de
arte fuera absolutamente simple, por supuesto no tendría partes,
pero éste no es el caso. Ninguna de las cosas físicas sensibles que
el hombre conoce es simple en este modo absoluto; no lo es nin-
guna producción humana. Todas son unidades complejas. U s -
tedes no han captado una unidad compleja si todo lo que saben
acerca de ella es cómo es una; deben saber también cómo son mu-
chas, no un mucho que consiste en una cantidad de cosas separadas.
sino un mucho organizado. Si las partes no estuvieran orgánica-
mente relacionadas, el todo que ellas formasen no sería uno. Ha-
blando estrictamente, no habría todo en absoluto, sino sólo una
colección.
Ustedes saben la diferencia entre un montón de ladrillos,
por un lado, y la casa individual que éstos pueden formar, por
el otro. Saben la diferencia entre una casa y una colección de ca-
sas. U n libro es como una casa; es una mansión de muchas habi-
taciones de diferentes modelos y niveles, de diferentes tamaños y
formas, con diferentes perspectivas, habitaciones con diferentes
funciones a realizar. Estas habitaciones son, en parte, indepen-
dientes; cada una tiene su propia estructura y decoración inte-
rior, pero no son absolutamente independientes y separadas; están
unidas por puertas y arcadas, por corredores y escaleras.
Porque están unidas, la función parcial que realiza cada una
contribuye con su parte a la utilidad de toda la casa. De otra ma-
nera la casa no sería genuinamente habitable.
La analogía arquitectónica es casi perfecta. U n buen libro,
como una buena casa, es un ordenado arreglo de partes; cada par-
te principal goza de una cierta dosis de independencia. C o m o
veremos, puede tener una estructura interior propia; pero también
debe estar unida a las otras partes —esto es, relacionada funcio-
nalmente con ellas— puesto que de otro-modo no podría con-
tribuir con su parte a la comprensibilidad del todo.
Así como las casas son más o menos habitables, del mismo
modo los libros son más o menos legibles. El libro más legible
es una proeza arquitectónica realizada por el autor. Los mejores
libros son aquellos que tienen la estructura más inteligible y,
podría agregar, más clara; aunque son por lo general más com-
plejos que los libros más inferiores, su mayor complejidad es,
por alguna razón, también una mayor simplicidad, porque sus
partes están mejor organizadas, más unificadas.
Esta es una de las razones por las cuales los grandes libros
son más legibles. Las obras menores son, en realidad, más fasti-
diosas para leerlas; sin embargo, para leerlas bien —esto es,
todo lo bien que puedan ser leídas— deben ustedes tratar de
descubrir algún plan en ellas. Habrían sido mejores si el autor
mismo hubiese visto el plan algo más claramente. Pero si es que
tienen alguna cohesión, si son una unidad compleja hasta cierto
punto, debe haber un plan y deben ustedes encontrarlo.
Volveré ahora a la segunda regla que exige que ustedes ex-
pongan la unidad. Algunas ilustraciones de esta regla en acción
pueden guiarles para ponerla en práctica. Comienzo con un caso
famoso. Muchos de ustedes han leído, probablemente, La Odi-
sea de Homero, en la escuela. Indudablemente, la mayoría conoce
la historia de Ulises, el hombre que tardó diez años en regresar
del sitio de Troya, y que encontró a su fiel esposa Penélope ase-
diada por pretendientes. Es ésta una narración detallada, según
la relata Homero, llena de emocionantes aventuras en mar y en
tierra, repleta de episodios de toda índole y con muchas compli-
caciones en su trama. Como es un buen relato, tiene una sola
unidad de acción, un hilo principal en su argumento, que une a
todo.
Aristóteles, en su Poética, insiste en que ésta es la carac-
terística de toda buena narración, novela u obra teatral. Para
apoyar su teoría, demuestra cómo la unidad de La Odisea puede
ser compendiada en pocas frases:

Cierto hombre está ausente muchos años de su hogar: es vi-


gilado celosamente por Neptuno, y dejado abandonado. Mientras
tanto, su hogar se halla en lamentables condiciones: los preten-
dientes están disipando sus bienes y conspirando contra su hijo.
Finalmente, arrojado por la tempestad, llega; se da a conocer a
ciertas personas; ataca a los pretendientes con su propia mano, y
se salva mientras los aniquila.

"Esta", dice Aristóteles, "es la esencia del argumento; el


resto es digresión".
Luego de conocer el argumento de este modo, y por medio
de éste la unidad de toda la narración, pueden ustedes poner las
partes en sus correspondientes lugares. Puede resultarles un buen
ejercicio el probar esto con algunas novelas que hayan leído.
Pruébenlo con algunas novelas grandes, tales como T o m Jones
o Crimen y Castigo o el moderno Ulises. Una vez, durante
una visita de Mr. Clifton Fadiman a Chicago, Mr. Hutchins y
yo le pedimos que presidiera nuestra ckse en la discusión del
Tom Jones de Fielding. Este redujo el argumento a la fórmula
familiar: un muchacho conoce una chica, el muchacho desea la
chica, y la obtiene. Esta es la trama de toda novela. La clase
aprendió qué significa decir que hay sólo un corto número de
argumentos en el mundo; la diferencia entre ficción buena y mala
que tenga el mismo argumento esencial reside en lo que el autor
haga con éste, en cómo vista de etiqueta a los huesos desnudos.
Otro ejemplo — u n o más apropiado porque es a propósito
de obras que no son de ficción—: tenemos los primeros seis capí-
tulos de este libro. Espero que a esta altura ya los hayan leído
una vez. Tratándolos "como si fuesen" un conjunto completo,
¿pueden ustedes enunciar su unidad? Si a mí me pidieran que lo
hiciese, lo haría del siguiente modo: este libro trata de la natura-
leza de la lectura en general, de las diversas clases de lectura, y
la relación del arte de leer con el arte de ser enseñado dentro y
fuera de la escuela. Considera, por lo tanto, las graves consecuen-
cias del descuido de la lectura en la educación contemporánea,
sugiriendo como una solución que los libros pueden substituir
a los maestros vivientes si las personas se ayudan a sí mis-
mas a aprender a "leer. He aquí la unidad, tal como yo la veo,
definida en dos frases. Titubeo antes de pedirles que relean los
primeros seis capítulos para verificar la exactitud de mi aserto.
Algunas veces un autor les dice a ustedes bondadosamente,
en la portada, cuál es la unidad. En el siglo dieciocho los escri-
tores tenían el hábito de idear títulos detallados que decían al lec-
tor cuál era el tema de todo el libro. He aquí un título de Jeremy
Collier, un teólogo inglés, que atacaba la obscenidad del drama
de la Restauración con mucha más cultura que la empleada recien-
temente por la Liga de Moralidad para atacar las películas cine-
matográficas: "Una breve opinión sobre la inmoralidad y pro-
fanidad de la escena inglesa, junto con ej sentido de antigüedad
sobre este argumento". De esto pueden deducir que Collier ofrece
muchos flagrantes ejemplos de abusos contra la moral pública y
que va a apoyar su protesta citando textos de aquellos que, en
la antigüedad, argüían, como lo hacía Platón, que las tablas
corrompen a la juventud, o, como lo dijeron los primeros Padres
de la Iglesia, que las obras teatrales son seducciones de la carne
y del demonio.
A veces el autor dice que la unidad de su proyecto está en su
prefacio. En este respecto, los libros expositivos difieren radical-
mente de los de ficción. U n escritor científico o filosófico no
tiene ningún motivo para mantener el suspenso. En realidad,
cuanto menos en suspenso mantenga a ustedes un autor, más
probable será que puedan mantener el esfuerzo de leerlo íntegra-
mente. A semejanza de un cuento en un periódico, un libro expo-.
sitivo puede compendiarse a sí mismo en su primer párrafo.
No tengan reparos en aceptar la ayuda del autor si éste la
ofrece, pero no se fíen demasiado completamente en lo que dice en
el prefacio. Los proyectos mejor enunciados de los autores, como
"los de otras ratas y hombres" suelen tomar el mal camino. Guíen-
se algo por el prospecto que les da el autor, pero recuerden siem-
pre que la obligación de encontrar la unidad corresponde al lector,
tanto como la de tenerla corresponde al escritor. Sólo pueden
ustedes cumplir con esa obligación honestamente, leyendo el libro
entero.
El párrafo inicial de la historia de la guerra entre griegos
y persas, de Herodoto, ofrece un excelente sumario del todo; dice
así:

Estas son las investigaciones de Herodoto de Halicarnaso, con


el objeto de que los actos de los hombres no sean borrados por el
tiempo ni las grandiosas y maravillosas proezas llevadas a cabo
por los griegos y bárbaros sean privadas de renombre; y por lo de-
más, por qué causa se hicieron la guerra los unos a los otros.

Este es un buen comienzo para ustedes, como lectores; les


dice suscintamente de qué trata el libro entero.
Pero mejor será que no se detengan aquí; luego de haber
leído las nueve partes, probablemente les parecerá necesario deta-
llar aquel enunciado para hacerle justicia al todo. Pueden desear
mencionar a los reyes persas —Ciro, Darío, y Jerjes—, los héroes
griegos de Salamina y las Termopilas, y los sucesos principales
—el cruce del Helesponto y las batallas decisivas de esa guerra.
T o d o el resto de los detalles fascinantes, con los cuales
Herodoto los prepara a ustedes de un modo exquisito para llegar
a esta culminación, pueden ser omitidos en el argumento. T e n -
gan en cuenta, en este caso, que la unidad de una historia es un
solo hilo de trama, muy parecido a lo que sucede con los libros
de ficción. Esto es parte de lo que quise significar en el capítulo
anterior al decir que la historia es una amalgama de ciencia y
poesía. En lo que respecta a la unidad, esta regla de la lectura
provoca la misma clase de respuesta en historia y en ficción. Pero
hay otras reglas de lectura que requieren la misma clase de análisis
en historia que en ciencia y en filosofía.
Unos pocos ejemplos más bastarán. Primero encararé un li-
bro práctico. La Etica de Aristóteles es un estudio de la natu-
raleza de la felicidad humana, y un análisis de las condiciones
bajo las cuales la felicidad puede ser ganada o perdida, con una
indicación de cómo debe ser la conducta de los hombres y cómo
deben pensar para llegar a ser felices o para evitar la desdicha,
acentuando la importancia, en especial, del cultivo de las virtudes
morales e intelectuales, aunque también reconocen otros bienes
necesarios, tales como salud, riqueza, amigos, y una sociedad jus-
ta en qué vivir.
Otro libro práctico es La Riqueza de tas Naciones de Adam
Smith. En este caso el lector es ayudado por la propia enunciación
del autor del "plan de la obra" justo al comenzar ésta. Pero esto
ocupa varias páginas. La unidad puede ser más brevemente expues-
ta como sigue: "Este es un estudio de las fuentes de riqueza na-
cional en cualquier economía, la cual está edificada sobre una di-
visión de labor, considerando la relación de los salarios, trabajo
pagado, los beneficios devueltos al capital, y la renta debida al
terrateniente, como los factores primordiales en el precio de los
artículos de primera necesidad. Discute los diversos modos en
los que el capital puede ser más o menos ventajosamente emplea-
do y relaciona el erigen y uso del dinero con la acumulación y
empleo del capital. Examinando el desenvolvimiento de la opulen-
cia en diferentes naciones y bajo diferentes condiciones, compara
los diversos sistemas de economía política y aboga por los bene-
ficios del libre intercambio. Si un lector entendiese así la unidad
de La Riqueza de las Naciones, y del mismo modo a El Capi-
tal de Carlos Marx, se hallaría muy en camino de ver la relación
entre dos de los libros más influyentes de los tiempos modernos".
El Origen de las Especies de Darwin, nos ofrecería un buen
ejemplo de la unidad de un libro teórico de ciencia. L o expondría
así: "Este es un informe de la variación de seres vivientes durante
el curso de innumerables generaciones y el modo por el cual dicha
variación tiene como resultado nuevas agrupaciones de plantas
y animales; trata de la variabilidad de los animales domésticos,
y de ésta, bajo condiciones naturales, demostrando cómo factores
tales como la lucha por la existencia y la selección natural, actúan
para acusar y mantener tales agrupaciones; sostiene que las especies
no son grupos fijos e inmutables, sino que son sólo variedades en
transición de una posición relativa menos definida a una más
definida, apoyando este argumento con pruebas de animales ex-
tintos encontrados en la corteza de la tierra, de la distribución
geográfica de las cosas vivientes, y de la embriología y anatomía
comparativa". Esto puede parecerles a ustedes u n bocado muy
grande, pero el libro lo era mucho mayor aún para ser tragado
en el siglo diecinueve.
Por último, tomaré el Ensayo sobre el Entendimiento Hu-
mano de Locke, como un libro teórico de filosofía. T a l vez re-
cuerden que en el último capítulo Locke mismo compendiaba su
obra diciendo que era "un estudio del origen, certeza y alcance
del saber humano, junto con las bases y grados de creencia, opi-
nión y asenso". N o discutiría una enunciación de proyectos tan
excelente hecha por el autor, excepto para agregar dos califica-
ciones subordinadas para hacer justicia a las partes primera y
tercera del ensayo; se probará, diría yo, que no hay ideas innatas
sino que todo el saber humano es adquirido por medio de la ex-
periencia ; y el idioma será discutido como un medio para expresar
el pensamiento, sus usos adecuados y la indicación de los abusos
más comunes.
Hay dos cosas que deseo que ustedes observen antes de que
prosigamos. La primera es cuan frecuentemente pueden esperar
del autor, en especial de' uno bueno, que les ayude a enunciar el
plan del libro. Pese a esto, la mayoría de los estudiantes se hallan
casi desconcertados cuando se les pide que digan brevemente acerca
de qué es el libro. En parte puede deberse a su falta de capacidad
general para decir frases concisas en inglés. En parte a su descuido
de esta regla de lectura; pero esto indica evidentemente que les
prestan tan poca atención a las palabras proemiales del autor
como a su título. N o creo incurrir en una conclusión precipitada
que lo que se aplica a los estudiantes en la escuela reza
también con la mayoría de los lectores en cualquier método de
vida. Los lectores de esta índole, si pueden ser así llamados, pare-
cen desear que un libro siga siendo lo que, según Willíam James,
es el mundo para un bebé: una enorme, hartante y zumbadora
confusión.
El segundo p u n t o es un alegato que hago yo en defensa pro-
pia. Por favor, no tomen a los sumarios de muestra que les he
dado como si yo quisiese que, en cada caso, fuesen una formulación
definitiva y absoluta de la unidad del libro. Una unidad puede
ser diversamente enunciada; no existe un criterio sencillo del bien
y del mal en este asunto. Una exposición es mejor que otra, por
supuesto en la proporción en que ésta sea de breve, exacta y am-
plia. Pero exposiciones completamente diferentes pueden ser igual-
mente buenas, o igualmente malas.
A menudo he enunciado la unidad de un libro de un modo
totalmente distinto de como la expresó el autor, y esto sin presen-
tarle mis excusas. Del mismo modo pueden ustedes diferir con-
migo; después de todo, un libro es algo diferente para cada lector.
N o me sorprendería que aquella diferencia se expresase a sí mis-
ma en el modo en que el lector enunciase su unidad. Esto no quiere
significar que todo sea admisible. Aunque los lectores sean dife-
rentes, el libro es el mismo y puede haber un control objetivo de la
exactitud y fidelidad de los enunciados que cualquiera haga acer-
ca de él.

Ahora podemos dirigirnos a la otra regla estructural, la


regla que nos exige que expongamos las partes principales del
libro en su orden y relación. Esta tercera regla está íntimamente
relacionada con la segunda que acabamos de discutir. T a l vez
ya hayan ustedes visto cómo una unidad bien enunciada indica
las partes principales que forman el todo. N o es posible compren-
der un todo sin ver de algún modo sus partes; pero también es
cierto que sólo captando la organización de sus partes es posible
conocer y. comprender el todo.
Por lo tanto, pueden ustedes preguntarse por qué he hecho
aquí dos reglas en lugar de una. Es, fundamentalmente, un asun-
to de comodidad. Es más fácil captar una estructura compleja y
unificada, -en dos pasos que en uno. La segunda regla atrae la
atención de ustedes hacia la unidad, y la tercera hacia la comple-
jidad de un libro. Hay otra razón para esta separación; las par-
tes principales de un libro pueden verse en el momento en que
ustedes capten su unidad. Pero estas partes son, por lo general,
complejas en sí mismas y tienen una estructura interior que deben
ver. De aquí que la tercera regla implique algo más que una enu-
meración de las partes. Significa tratar las partes como si fuesen
conjuntos, subordinados cada una con una unidad y una comple-
jidad propias.
. Puedo transcribir la fórmula para actuar según esta tercera
regla. Porque es ésta una fórmula, puede guiarles a ustedes de un
modo general. Según la segunda regla, «recordarán ustedes, tenía-
mos que decir: el libro entero es acerca de esto y aquello, y tal
y cual cosa. Hecho esto, podemos proseguir como sigue: (1) el
autor desarrolló su plan en cinco partes principales, de las cuales
la primera parte es acerca de esto y aquello, la segunda es acerca
de tal y cual cosa, la tercera acerca de esto, la cuarta acerca de
aquello, y la quinta es todavía acerca de otra cosa más. ( 2 ) La
primera de estas partes principales está dividida en tres secciones,
de las cuales la primera considera a X, la segunda a Y, y la ter-
cera a Z. Cada una de las partes principales está dividida de mo-
do similar. (3) En la primera sección de la primera parte el au-
tor establece cuatro puntos, de los cuales el primero es A, el se-
gundo B, el tercero C, y el cuarto D. Cada una de las otras sec-
ciones es igualmente analizada, y esto se hace con cada una de
las secciones de cada una de las otras partes principales.
¿Es esto aterrador? Ya,veo por qué puede serlo; ustedes di-
rán: "¿Hacer todo esto, y en la que es sólo la primera lectura de
un libro? Llevaría toda una vida leer un libro de esta manera".
Si ustedes lo creen así puedo ver que todas mis advertencias no
han surtido ningún efecto. Expuestas de este modo por medio
de una fórmula fría y exigente, las reglas parecen demandarles
a ustedes una tarea casi imposible de llevar a cabo. Pero han ol-
vidado que el buen lector hace esto habitualmente y por consi-
guiente con facilidad y naturalidad. T a l vez no lo escriba, quizá
ni siquiera cuando lo lee lo aclare verbalmente; pero si se le pi-
diese un informe sobre la estructura de un libro, haría algo aproxi-
mado a la fórmula que he sugerido.
La palabra "aproximación" debería disminuir la inquietud
de ustedes. Una buena regla siempre describe la actuación ideal;
pero un hombre puede ser muy hábil en un arte sin ser el artista
ideal; puede ejercer bien una profesión si solamente se aproxima
a la regla. He enunciado aquí la regla para el caso ideal; estaría
satisfecho y lo mismo lo estarán ustedes con ustedes mismos, si
lograsen una relativa aproximación a lo que es requerido. Aun
cuando obtengan más práctica no desearán leer todos los libros
con el mismo grado de esfuerzo; no encontrarán provechoso el
gastar toda la habilidad que posean en ciertos libros.
He tratado de ofrecer una aproximación exacta a los reque-
rimientos de esta regla en el caso de, relativamente, pocos libros
en otros casos, vale decir en la mayor parte de ellos, me satisfaré
con tener una noción relativamente aproximada de la estructura
del libro. Encontrarán, como yo lo he hecho, que el grado de
aproximación que ustedes deseen alcanzar varía con el carácter del
libro y el fin que persigan al leerlo. Prescindiendo de esta va-
riabilidad, la regla permanece inmutable; ustedes deben saber
seguirla, ya sea que la sigan exacta y estrictamente, o sólo de un
modo superficial.
El aspecto prohibitivo de la fórmula para enunciar el orden
y la relación de las partes puede ser algo atenuado por medio de
algunos ejemplos de la regla en acción. Desgraciadamente, es más
difícil de ilustrar esta regla que la otra que enuncia la unidad.
Una unidad, después de todo, puede ser expuesta en una frase o
dos, cuando más aún en un párrafo. Pero en el caso de cualquier
libro grande y complejo, una relación cuidadosa y adecuada de
las partes, y sus partes y las partes de "sus" partes hasta las uni-
dades estructurales menores, ocuparán por escrito muchísimas
páginas.
Algunos de los más grandes comentarios medioevales sobre
las obras de Aristóteles son más extensos que los originales. Na-
turalmente, incluyen algo más que un análisis estructural, puesto
que acometen la tarea de interpretar al autor frase por frase. L o
mismo reza con ciertos comentarios modernos, tales como los
más grandes de La Crítica de la Razón Pura, de Kant. Sugiero
que ustedes hojeen un comentario de esta índole si desean ver esta
regla seguida a la perfección. Santo T o m á s de Aquino, por ejem-
plo, comienza cada sección de su comentado con un hermoso
bosquejo de los conceptos de Aristóteles en aquella parte de su
obra; y siempre dice c o n t r a r i d a d cómo esa parte encaja en la
estructura del conjunto, especialmente en relación a las partes que
vienen antes y después.
Pensándolo bien, tal vez no deban ustedes leer los comen-
tarios magistrales. U n principiante en la lectura podría sentirse
deprimido por su perfección; podría sentirse como el novato al-
pinista se siente al pie del "Jungfrau". U n ejemplo mediocre y
breve de análisis que yo les ofrezca puede resultarles más anima-
dor, aunque por cierto los eleve menos. Es muy bueno enganchar
el coche a una estrella, pero es mejor comprobar antes de empuñar
la dirección que está bien lubricado.

— 5 —

Existe otra dificultad para ilustrar esta regla. Debo elegir


algo de lo que pueda estar relativamente seguro de que la mayoría
de ustedes lo haya leído. De otra manera no podrían derivar ma-
yores beneficios del análisis muestra como guía. Para comenzar
por consiguiente, tomaré nuevamente los seis primeros capítulos
de este libro. Debo advertirles de inmediato que éste no es un
libro muy bueno. Su autor no tiene lo que yo llamaría una gran
mentalidad. El libro tiene una estructura muy floja; las divisio-
nes de sus capítulos no corresponden a las divisiones básicas de
todo el tratamiento. Y dentro de los capítulos la progresión de
puntos es a menudo desordenada e interrumpida por divagaciones.
Pueden ustedes haber creído que era un libro fácil de leer, pero
el análisis probará que en realidad, no es muy legible.
He aquí un análisis de los primeros seis capítulos, abarcando
a la Primera parte, tratado como un todo.
1 . — Este libro (parte I) está dividido en tres partes prin-
cipales:
A . — La primera trata de la naturaleza y clases de lectura,
y el sitio que ocupa la lectura en la educación.
B . — La segunda trata del fracaso de la educación contem-
poránea con respecto a la lectura.
C . — La tercera trata de demostrar cómo la situación edu-
cacional contemporánea puede ser remediada.
2 . — La primera parte ( A ) está dividida en las secciones
siguientes:
a. — Una primera se ocupa de las variedades y grados de
la capacidad para leer;
b . — Una segunda se ocupa de las distinciones principales
entre la lectura como distracción y la lectura como instrucción;
c . — Una tercera se ocupa de la distinción, en la lectura
como instrucción, entre información y entendimiento;
d. — Una cuarta se ocupa de la relación entre esta última
distinción con una entre lectura activa y pasiva.
e. — Una quinta que define la clase de lectura a ser discu-
tida como la recepción de comunicaciones que impliquen cono-
cimientos;
f. — U n a sexta que relaciona a la lectura con el aprendizaje,
al distinguir entre aprendizaje por descubrimiento y aprendizaje
por instrucción;
g . — Una séptima que trata de la relación entre libros y
maestros, distinguiéndolos como muertos y vivos, y demuestra
que leer es aprender de maestros muertos;
h . — Una octava que distingue entre maestros primarios
y secundarios, vivos y muertos, y define a los grandes libros como
comunicaciones originales, y por consiguiente maestros primarios.
La segunda parte (B) está dividida en las siguientes sec-
ciones:
a. — U n a primera en la cual son enumeradas varías prue-
bas, citando el autor su experiencia personal en lo que a la falta
de capacidad para leer de los estudiantes se refiere;
b . — Una segunda en la que es discutida la relación de la
lectura con otras habilidades tales como la escritura y la oratoria
con respecto a los defectos educacionales corrientes;
c . — U n a tercera en la cual son enunciados los resultados
de las medidas educacionales científicas demostrando la falta de
estas habilidades en los graduados en nuestras escuelas;
d. — U n a cuarta en la cual se ofrecen otras pruebas, espe-
cialmente de editores de libros, corroborando estos descubri-
mientos;
e . — U n a quinta en la cual se trata de explicar el porqué
del fracaso de las escuelas.
La tercera parte (C) está dividida en las siguientes sec-
ciones:
a . — Una primera en la cual se demuestra que cualquier
arte o habilidad pueden ser adquiridos por aquellos que los practi-
quen según las reglas;
b . — Una segunda en la cual se indica cómo podría adqui-
rirse el hábito de íeer en el caso de aquellos que no aprendieron a
hacerlo en la escuela;
c . — Una tercera en la cual se sugiere que, al aprender a
leer, la gente puede compensar los defectos de su educación;
d. — Una cuarta en la cual se expresa la esperanza de que
la gente, en general, comprendiese lo que debería ser una educación,
por medio del aprendizaje de la lectura y por medio de la lectura
misma, y tomara serias medidas para reformar el fracasado sis-
tema escolar.
3 . — E n la primera sección de la primera parte se lee lo
siguiente:
(1) • — Q u e los lectores de este libro deben ser capaces de
leer en un sentido, aunque tal vez no en otro;
( 2 ) — Q u e las personas difieren en su habilidad para leer,
tanto según sus dotes naturales como según sus privilegios edu-
cacionales;
(3) — Q u e la mayoría de la gente no sabe qué está invo-
lucrado en el arte de la lectura.
Y así sucesivamente.
Me detengo aquí porque podrán ver cuántas páginas llevaría
si realizase la tarea en detalle. Tendría que enumerar los puntos
dados en cada una de las secciones de cada una de las partes prin-
cipales. Notarán que he enumerado aquí los tres pasos principales
de análisis para que correspondan a las tres partes de la fórmula
que les di algunas páginas atrás. El primero es el enunciado de
las partes principales; el segundo es su división en secciones; el
tercero es la enumeración de puntos en cada sección. Completé las
dos primeras etapas del análisis, pero no así la tercera.
Más aún, si releen los seis capítulos que he analizado así,
notarán que no están tan bien estructurados, ni son tan claros
y ordenados como los he hecho aparecer. Algunos de los puntos
ocurren fuera de orden, algunos de los capítulos se sobreponen en
su consideración del mismo punto o su tratamiento del mismo
tema. Tales defectos de organización son los que quise significar
cuando dije que no era éste un libro muy bueno. Si ustedes tratan
de completar el análisis que yo he comenzado lo descubrirán por
sí mismos.
Podré darles unos cuantos ejemplos más de la aplicación
de esta regla, si no trato de poner en práctica el proceso con todos
sus detalles. Tomemos la Constitución de los Estados Unidos
de Norteamérica. Este es un documento interesante y práctico, y
una pieza literaria muy bien organizada, por cierto. Ustedes no
deberían encontrar dificultades para ubicar sus partes principales.
Están muy claramente indicadas, aunque tengan ustedes que hacer
algún análisis para definir las divisiones principales. Sugiero lo
siguiente:
PRIMERO: El preámbulo, manifestando la finalidad de la
Constitución;
SEGUNDO: El primer artículo, que trata del departamento
legislativo del gobierno;
T E R C E R O : El segundo artículo, que trata del departamen-
to ejecutivo del gobierno;
CUARTO: El tercer artículo, que trata del departamento
judicial del gobierno;.
QUINTO: El cuarto artículo, que trata de las relaciones entre
los gobiernos estaduales y el federal;
SEXTO: Los artículos quinto, sexto, séptimo, que tratan
de las reformas de la Constitución, su status como la ley suprema
de la tierra, y medidas para su ratificación;
SÉPTIMO: Las dkz primeras reformas, que constituyen la
declaración de derechos;
OCTAVO: Las reformas restantes hasta el día de hoy.
Este es sólo un modo de llevar a cabo la tarea; hay muchos
otros. Por ejemplo, los primeros tres artículos podrían ser agru-
pados juntos en una división; o, en lugar de dos divisiones con
respecto a las reformas, podrían agregarse más divisiones, agru-
pando las reformas según los problemas de que traten. Sugiero
que hagan ustedes la prueba de hacer su propia división de la
Constitución en sus partes principales. Vayan más lejos de lo
que yo fui, y traten de exponer también las partes de las partes.
T a l vez hayan leído la Constitución muchas veces antes de ésta,
pero si ponen en práctica esta regla al leerla otra vez, encontra-
rán muchas cosas que nunca vieron antes de ahora.
Voy a ofrecerles un ejemplo más, muy brevemente. Ya he
enunciado la unidad de La Etica, de Aristóteles; ahora les daré
una primera aproximación de su estructura. El todo está dividido
en las siguientes partes principales: una primera que trata de la
felicidad como.fin de la vida, y se ocupa de ella en relación a
todos los otros bienes accesibles; una segunda que trata de la
naturaleza de la acción voluntaria, y su relación con la formación
de hábitos virtuosos y viciosos; una tercera, que se ocupa de las
virtudes y vicios diversos, tanto morales como intelectuales; una
cuarta, que trata de los estados morales que no son ni virtuosos
ni viciosos; una quinta, que trata de la amistad; y una sexta y
última que se ocupa del placer y complementa el cómputo de la
felicidad humana comenzado en la primera parte.
Estas divisiones, evidentemente, no corresponden a los diez
libros de La ética. De este modo la primera parte se cumple
en el primer libro; la segunda recorre el segundo libro y la prime-
ra mitad del tercero, y la tercera se extiende desde el resto del
tercer libro hasta el final del sexto; la discusión del placer tiene
lugar al final del séptimo libro y nuevamente al comienzo del
décimo.
Menciono todo esto para demostrarles que no es necesario
seguir la estructura aparente de un libro tal como está indicada
en las divisiones de sus capítulos. Naturalmente, puede ser supe-
rior al ensayo que ustedes hagan, pero también puede ser peor;
en cualquiera de los casos lo importante es que el ensayo les per-
tenece a ustedes. Ë1 autor hizo el suyo con el fin de escribir un
buen libro; ustedes hacen el suyo con el fin de leerlo bien. Sí él
fuera autor perfecto y ustedes lectores perfectos, se descuenta que
ambos serían iguales. En la medida en que el lector o el autor,
o ambos, se alejen de la perfección, el resultado inevitable será
toda índole de discrepancias.
No quiero significar que deban ustedes ignorar totalmente
los encabezamientos de los capítulos y las divisiones seccionales
hechas por el autor. Estas tienen por objeto el ayudarles, al igual
que los títulos y prefacios; pero deben usarlos como guías para
su actividad propia y no descansar pasivamente en ellos. Existen
pocos autores que ejecutan su plan a la perfección, pero hay a
menudo más plan en un gran libro que lo que se descubre a sim-
ple vista. La superficie puede ser engañosa. Deben mirar por de-
bajo de ésta para descubrir la verdadera estructura.
— 6 —
En general, estas reglas para la lectura que hemos estado dis-
cutiendo, parecerían serlo también para la escritura. Por supuesto
que lo son. La lectura y la escritura son recíprocas, como lo es
enseñar y ser enseñado. Si los autores o maestros no organizasen
sus comunicaciones, si no lograsen unificarlas y ordener sus par-
tes, no tendría objeto el dirigir a los lectores o a los oyentes en
la búsqueda de la unidad y el descubrimiento de la estructura
de conjunto.
Pese a que hay reglas recíprocas en ambos casos, no se siguen
del mismo modo. El lector trata de "destapar" el esqueleto que
oculta el libro. El autor "sobresaltado", trata de "cubrirlo". Su
fin es ocultar el esqueleto artísticamente, o, en otras palabras,
cubrir con carne los huesos desnudos. Si es un buen escritor, no
sepulta a un diminuto esqueleto bajo una masa de grasa. Las
articulaciones no deberían verse en los sitios en que la carne es
delgada, pero si se evita la flaccidez se podrán notar las coyun-
turas; y el movimiento de las partes revelará a las articulaciones.
Años atrás, cometí un error que resultó instructivo en lo
referente a este punto. Escribí un libro en forma de bosquejo.
Estaba tan obsesionado con la importancia de la estructura, que
confundí las artes de leer y escribir. Bosquejé la estructura de
un libro y la publiqué. Como es natural, a la mayoría de los lec-
tores que se respetaban a sí mismos y que se creían capaces de
llevar a cabo su tarea, si yo podía realizar la mía, mi obra les
resultó repelente. Supe por sus reacciones que les había dado a
leer un libro que yo no había escrito. Los escritores deberían es-
cribir libros y dejar los comentarios para los lectores.
Sintetizaré todo esto recordándoles la antigua máxima que
reza que un escrito debe poseer unidad, claridad, y coherencia.
Es ésta una máxima básica del buen escribir. Las dos reglas que
hemos tratado en este capítulo se ajustan a escritos que siguen
aquella máxima. Si el escrito tiene unidad, debemos encontrarla;
si tiene claridad y coherencia debemos apreciarlas encontrando el
orden y la distinción y claridad de sus contornos. L o que es
coherente tiene cohesión en una ordenada disposición de partes.
Podría añadir que estas dos reglas pueden ser usadas para
leer cualquier parte de un libro expositivo, así como para el todo.
Si la parte escogida es en sí una unidad compleja, relativamente
independiente, su unidad y complejidad deben discernirse para
que sea bien leída. He aquí una diferencia significativa entre los
libros que comunican conocimientos y obras poéticas, de teatro
y novelas. Las partes de la primera pueden ser mucho más autó-
nomas que las partes de la última. El estudiante que se supone
que ha leído una novela, y que dice que ha "leído lo suficiente
como para captar la idea", no sabe qué es lo que está diciendo.
Si la novela tiene algo de bueno, la idea está en el todo, y no
puede encontrarse a menos de leer el libro entero. Pero ustedes
pueden "captar" la idea de La Etica de Aristóteles, o del Ori-
gen de las Especies, de Darwin, leyendo algunas de sus partes
cuidadosamente.
— 7 —
Hace tanto tiempo que tal vez lo hayan ustedes olvidado,
mencioné una cuarta regla para completar el primer modo de
leer un libro. Esta puede enunciarse brevemente; requiere pocas
explicaciones y ningún ejemplo; en realidad, repite en otra forma
lo que ya han hecho si es que han aplicado la segunda y tercera
reglas. Pero es una repetición útil porque muestra al todo y a
sus partes bajo otra luz.
Esta cuarta regla exige que "descubran" cuáles son los pro-
blemas del autor. Esta regla, por supuesto, es muy a propósito
para los grandes libros. Si recuerdan que éstos son comunicacio-
nes originales, comprenderán que el hombre que los escribió co-
menzó con problemas y concluyó con la solución de éstos. El
libro contiene ostensiblemente una o más respuestas a ésta.
El escritor puede decirles o no decirles a ustedes cuáles eran
las preguntas así como darles las respuestas que son los frutos de
su labor; Si lo hace o no, o especialmente si no lo hace, es tarea
de ustedes como lectores la de formular el problema con toda la
precisión que les sea posible. Deberían ser capaces de enunciar
el o los problemas principales que el libro trata de contestar; y
de exponer los problemas subordinados si las preguntas princi-
pales son complejas y tienen muchas partes. Deberían no sólo
poseer un concepto relativamente adecuado de todas las pregun-
tas involucradas, sino también poder colocar las preguntas en
un orden inteligible. ¿Cuáles son primarias, cuáles secundarias?
¿Cuáles preguntas deben ser contestadas primero, sí es que otras
deben ser contestadas después?
Verán cómo esta cuarta regla duplica, en un sentido, la ta-
rea que ya ustedes han realizado al enunciar la unidad y encon-
trar sus partes. Sin embargo, puede ayudarles a hacer tal tarea;
en otras palabras, el seguir la cuarta regla es una conducta útil
junto con la obediencia a las otras dos.
Si ustedes conocen la clase de preguntas que "cualquiera
puede hacer acerca de cualquier cosa", se convertirían en peritos
en el descubrimiento de los problemas del autor. Estos pueden
ser expresados brevemente. ¿Existe algo? ¿Qué clase de cosa es?
¿Qué provocó su existencia, o bajo qué condiciones puede exis-
tir, o por qué existe? ¿Qué objeto llena? ¿Cuáles son las conse-
cuencias de su existencia? ¿Cuáles son sus propiedades caracte-
rísticas, sus rasgos típicos? ¿Cuáles son sus relaciones con otras
cosas de una índole similar? ¿Cómo actúa? ¿Las precedentes son
todas preguntas teóricas? ¿Las siguientes son prácticas? ¿Qué fi-
nes deben ser buscados? ¿Qué medios deben ser elegidos para un
fin dado? ¿Qué cosas deben hacerse para lograr un objetivo de-
terminado, y en qué orden? Bajo estas condiciones, ¿qué es lo
que se debe hacer correctamente, o qué es lo mejor antes que lo
peor? ¿Bajo cuáles condiciones sería mejor hacer esto que aquello?
Esta lista de preguntas está lejos de ser completa o analíti-
camente refinada, pero representa los tipos de las preguntas más
frecuentes en la prosecución de conocimientos teóricos o prácti-
cos. Puede ayudarles a descubrir los problemas que un libro ha
tratado de solucionar.
Cuando hayan seguido las cuatro reglas enunciadas en este
capítulo y en el anterior, pueden dejar reposar por un momento
el libro que tienen entre manos. Y pueden suspirar diciendo:
"¡Aquí finaliza la primera lectura!".
CAPÍTULO X

LLEGANDO A UNA TRANSACCIÓN

¿En dónde estamos?


Hemos visto que cualquier buen libro es digno de ser leído
tres veces. Estas tres lecturas tienen que ser realizadas separadas
y conscientemente, cuando estamos aprendiendo a leer, pese a
que pueden hacerse las tres juntas e inconscientemente cuando ya
somos expertos. Hemos descubierto que hay cuatro reglas para
la lectura primera o analítica. Son éstas: (1) clasificar el libro
según la clase y el asunto tema; (2) enunciar el tema del libro
entero con la máxima brevedad; (3) definir sus partes principa-
les en su orden y relación y analizar estas partes como ya han
analizado el todo; (4) definir el problema o los problemas que
el autor trata de solucionar.
Ahora están ustedes preparados para proseguir con la se-
gunda lectura, y sus cuatro reglas. Ya están algo familiarizados
con la primera de estas reglas, expuesta en el segundo capítulo
de este libro: localizar las palabras importantes que usa el autor
y hallar el modo en que las usa. Luego ponemos en acción esta
regla, agotando los diversos significados de palabras tales como:
"leer" y "aprender". Cuando en cualquier contexto lleguen a
saber con toda exactitud qué es lo que yo quise significar cuando
usé estas palabras, habrán ustedes "llegado a una transacción"
conmigo.
El llegar a una transacción es casi la última etapa en cual-
quier negocio exitoso. T o d o lo que resta por hacer es firmar sobre
la línea de puntos. Pero en la lectura de un libro, llegar a una
transacción es sólo la primera etapa de la interpretación. A menos
que el lector llegue a una transacción con el autor, la comuni-
cación de conocimientos de uno al otro no tiene lugar. U n tér-
mino, como pronto verán, es el elemento básico de los conoci-
mientos comunicables.
Pero de inmediato pueden ver que un "término" no es una
"palabra", por lo menos, no sólo una palabra sin importancia pos-
terior. Si un término y una palabra fueran exactamente lo mis-
mo, sólo sería necesario encontrar las palabras importantes en
un libro para conocer en seguida sus términos básicos. Pero una
palabra puede tener muchos significados especialmente si es im-
portante. Si el autor usa una palabra en un sentido y el lector
la lee en otro, han cambiado palabras entre ellos, pero no han
llegado a una transacción. Donde hay una ambigüedad sin solu-
cionar en la comunicación, no hay comunicación, o, cuando más,
ésta es incompleta.
Consideremos por un instante la palabra "comunicación".
Su raíz está relacionada con la palabra "común"; hablamos de
una comunidad cuando la gente tiene algo en común. La comu-
nicación es un esfuerzo por parte de un hombre tendiendo a
compartir algo con otro: su saber, sus decisiones, sus sentimien-
tos. Sólo logra su objeto cuando este esfuerzo da como resultado
un algo común, como algo de conocimientos que ambos hombres
tienen en común.
Ahora bien, cuando hay ambigüedad en la comunicación,
todo lo que hay en común son las palabras, que un hombre dice
o escribe y otro oye o lee. Mientras continúe la ambigüedad no
hay significado en común entre escritor y lector. Para que la
comunicación sea completada exitosamente es necesario, por con-
siguiente, que las dos partes usen las mismas palabras con los
mismos significados. Cuando aquello ocurre tiene lugar la comu-
nicación, el milagro de dos mentes y un solo pensamiento.
U n término puede definirse como una palabra no ambigua.
Esto no es totalmente exacto puesto que no hay palabras n o
ambiguas.
Lo que debería haber dicho es que un término es una pa-
labra "usada de modo no ambiguo". El diccionario está lleno de
palabras; casi todas ellas son ambiguas en el sentido de que tienen
miuchos significados. Busquen "cualquier" palabra y averigüen
esto por ustedes mismos, si creen que existen muchas excepciones
para esta generalización. Pero una palabra que tiene muchos sig-
nificados puede ser usada cada vez con un sentido. Cuando uste-
des y yo juntos, como lectores y escritor, logramos de algún modo
por u n tiempo una palabra dada con un significado, entonces
durante esa época de utilización no ambigua, hemos llegado a
una transacción. Creo que, por ejemplo, conseguí llegar a una
transacción en el asunto de leer y aprender.
N o es posible hallar términos en los diccionarios, aunque
los materiales para su construcción estén allí; los términos sólo
ocurren en el proceso de comunicación; ocurren cuando un escri-
tor trata de evitar ambigüedad, y un lector le ayuda tratando
de seguir el uso que éste hace de las palabras. Por supuesto, hay
muchos grados de éxito en este asunto. Llegar a una transacción
es el límite ideal al cual deberían esforzarse en llegar escritores
y lectores. Puesto que es ésta una de las proezas fundamentales
en el arte de leer y escribir, podemos pensar de los términos que
son un uso artístico de las palabras, y un uso experto de palabras
con el objeto de comunicar conocimientos.
Volveré a enunciarles la regla. Según la expuse originaria-
mente, era: localizar las palabras importantes y hallar el modo en
que el autor las usa. Ahora puedo agregar a esto algo más preciso
e importante: "encontrar las palabras importantes" y por medio
de ellas, "llega a una transacción con el autor". Hago notar que
la regla tiene dos partes. El primer paso consiste en localizar las
palabras que establecen una diferencia; el segundo, en determinar
sus significados al ser usados con precisión.
Esta es la primera regla para el segundo modo de leer, la
lectura interpretativa. Las otras reglas a ser discutidas en el pró-
ximo capítulo, son semejantes a la primera en lo que se refiere
a un punto importante. Ellas también obligan a dar dos pasos;
uno que trata del idioma como tal, y un paso más allá del idioma,
hacia el pensamiento que está más allá de éste.
Si el idioma fuese un medio puro y perfecto para expresar
el pensamiento, estos pasos no serían separados. Sí cada palabra
tuviese sólo un significado, si las palabras no pudiesen ser utili-
zadas ambiguamente, si, abreviando, cada palabra fuese un tér-
mino ideal, el idioma sería un medio ideal y diáfano. El lector
vería directamente, a través de las palabras del escritor, el conte-
nido de su mente. Si tal fuese el caso, este segundo modo de leer
resultaría absolutamente innecesario. "La interpretación sería in-
necesaria."
Pero, qué lejos está éste de ser el caso. N o tiene objeto llorar
por este motivo ni lo tiene el fingir proyectos imposibles para
un idioma ideal, como han tratado de hacerlo el filósofo Leibnitz
y algunos de sus discípulos. Lo único que queda por hacer es
sacar el mejor partido del idioma tal como es, y el único modo
de conseguirlo consiste en usar el idioma lo más expertamente
posible.
Como el idioma es imperfecto como medio, resulta un obs-
táculo para la comunicación. Las reglas de lectura interpretativa
están encaminadas a vencer aquel obstáculo. Podemos esperar de
un buen escritor que haga todo lo que está a su alcance para llegar
a nosotros atravesando la barrera que el idioma levanta, pero n o
debemos esperar que lo haga todo. En realidad, debemos encon-
trarlo a mitad de camino. Nosotros, como lectores, debemos tra-
tar de excavar el túnel desde nuestro lado. La probabilidad de
un encuentro de mentes "por medio" del idioma, depende de la
buena voluntad, tanto del lector como del escritor, para dirigirse
uno hacia el otro. Así como el enseñar no resulta beneficioso
si no existe una actividad recíproca de ser enseñado, del mismo
modo ningún autor, prescindiendo de su habilidad para escri-
bir, puede lograr comunicación sin una habilidad recíproca por
parte de los lectores. La reciprocidad se funda, en este caso, en
el hecho de que las reglas del buen escribir y leer son las mismas,
en principio. Si esto no fuera así, las diversas habilidades de es-
cribir y leer no pondrían a las mentes en contacto, por más es-
fuerzo que se hiciese, como tampoco los hombres que perforan
un túnel desde los lados opuestos de una montaña, podrían ja-
más encontrarse si no hiciesen sus cálculos según los mismos prin-
cipios de ingeniería.
Ustedes habrán notado que cada una de las reglas de lectura
interpretativa involucra dos pasos. Pasaré de la similitud de la
ingeniería a explicar cómo están relacionados. Pueden compararse
a los dos pasos que da un detective para perseguir al asesino. De
todas las cosas que rodean la escena del crimen, él debe escoger
aquellas que ofrezcan una probabilidad de convertirse en "indi-
cios". Luego debe usar estos indicios para acorralar al criminal.
El interpretar un libro es una especie de trabajo detectívesco. El
encontrar las palabras importantes significa localizar los indicios,
y el llegar a una transacción por medio de ellos es acorralar el
pensamiento del autor.
Si, por un momento, fuera a expresarme técnicamente, di-
ría que estas reglas tienen un aspecto gramático y otro lógico. El
paso gramático es el que trata de las palabras; el lógico, el que
trata de sus significados o, con más exactitud, de los términos.
En lo que concierne a la comunicación, ambos pasos son indis-
pensables. Si el idioma es usado sin pensamiento, no se comunica
nada; y pensamiento o ciencia no pueden ser comunicados sin
idioma. Como artes, la gramática y la lógica atañen al idioma en
relación al pensamiento y al pensamiento en relación al idioma.
Es por esto que dije antes que la habilidad para leer y escribir
se obtiene por medio de estas artes liberales, especialmente gra-
mática y lógica.
Este asunto del idioma y del pensamiento — e n particular
la distinción entre palabras y términos— es tan importante que
voy a correr el riesgo de incurrir en repeticiones para estar seguro
de que comprenden bien el punto principal. Dicho p u n t o es que
" u n a " palabra puede ser el vehículo de "muchos" términos. Ilus-
traré esto esquemáticamente de la siguiente manera: la palabra
"leer" ha sido usada en muchos sentidos en el curso de nuestra
discusión. Tomemos tres de los significados: ( 1 ) leer en el sen-
tido de obtener diversión; (2) leer en el sentido de obtener in-
formación, y (3) leer en el sentido de ganar en percepción.
Simbolicemos ahora a la palabra "leer" con la letra X, y a
los tres significados con las letras a, b y c. Entonces, lo que
simbolizan Xa, X b , y Xc, no son tres palabras, puesto que X
sigue siempre siendo la misma. Pero son tres términos, con la
condición, naturalmente, de que ustedes y yo sepamos cuándo
es usada X en un sentido definido y no en otro. Sí yo escribo
Xa en un sitio dado, y ustedes leen X b , estamos escribiendo y
leyendo la misma palabra, pero no del mismo modo. La ambi-
güedad impide la comunicación. Sólo cuando ustedes piensen la
palabra como yo la pienso, tendremos un pensamiento en común
entre nosotros. Nuestras mentes no pueden encontrarse en X, sino
únicamente en Xa. o X b , o Xc. De este m o d o hemos llegado a
una transacción.
— 2 —
Abrigo la esperanza de que ahora estén ustedes preparados
para considerar la regla requerida para que los lectores lleguen a
una transacción. ¿Cómo hay que prepararse para dar el primer
paso? ¿Cómo se encuentran las palabras importantes en un libro?
Pueden estar seguros de una cosa. N o todas las palabras que
un autor usa son importantes; más aun, pueden estar seguros de
que la mayoría de sus palabras no lo son. Sólo aquellas palabras
que él usa de un modo especial, son importantes para él, y para
nosotros como lectores. Naturalmente, éste no es un asunto abso-
luto, sino un asunto de grados. Las palabras pueden ser más o
menos importantes. Nuestra única preocupación debe consistir
en el hecho de que algunas palabras en un libro son más impor-
tantes que otras. E n uno de los extremos se hallan las palabras
que el autor usa como lo hace el proverbial hombre de la calle.
Puesto que el autor está usando estas palabras como lo hacen los
hombres comunes en conversaciones comunes, el lector no debe-
ría encontrar dificultades en ella. Está familiarizado con su ambi-
güedad y se ha acostumbrado a la variación en sus significados,
según aparecen en éste o en aquel contexto.
Por ejemplo, la palabra "leer" aparece en el hermoso libro
de Sir Arthur Eddington sobre La Naturaleza del mundo Físi-
co. Habla de la "lectura de indicaciones", la lectura de diales y
manómetros de instrumentos científicos. Usa la palabra "lectu-
ra" en uno de sus sentidos comunes; ésta no es para él una pa-
labra técnica. El puede confiar en el uso ordinario para comunicar
lo que quiere significarle al lector. Aunque usase la palabra "lec-
tura" en un sentido diferente en alguna otra parte de su libro
—digamos en una frase tal como "lectura de la naturaleza"—
podría confiar en que el lector notase la desviación hacía otra
de las acepciones comunes de la palabra. El lector que no pudiese
hacer esto tampoco podría hablar con sus amigos o llevar ade-
lante sus negocios diarios.
jPero Sir Arthur no puede usar la palabra "causa" tan ato-
londradamente! Esta puede ser una palabra común, pero Sir Ar-
thur la usa en un sentido definitivamente especial cuando de ca-
sualidad discute la teoría. Como debe entenderse, aquella palabra
establece una diferencia que, tanto a él cómo al lector, debe preo-
cupar. Por la misma razón, la palabra "lectura" es importante en
este libro; no podemos proseguir sin usarla de un modo común.
Repito que un autor usa la mayoría de las palabras como
la gente hace corrientemente al conversar, con una esfera de signi-
ficados, y confiando en que el contexto indicará las desviaciones.
El conocimiento de este hecho debería ayudarles a encontrar las
palabras más importantes; hay para esto un requisito. U n con-
temporáneo como Eddington, o como yo, empleará la mayoría
de las palabras tal como se usan corrientemente " h o y " , y ustedes
sabrán cuáles son éstas porque hoy se hallan con vida. Pero al
leer los grandes libros del pasado, puede resultar más difícil en-
contrar las palabras que el autor está usando como la mayoría
de los hombres lo hizo en el lugar y época en que las escribía.
La traducción de libros de idiomas extranjeros complica aún más
el asunto.
Esto les mostrará por qué la eliminación de palabras comu-
nes puede ser un modo preparatorio de discernir. Sin embargo,
sigue siendo cierto que la mayor parte de las palabras de cualquier
libro puede ser leída tal como uno las usaría para hablar con un
amigo. T o m e n cualquier página de este libro y cuenten las pala-
bras que estamos usando de esa manera: todas las preposiciones,
conjunciones y artículos, y, por descontado, la mayoría de los ver-
bos, sustantivos y adjetivos. En este capítulo hasta aquí, diría que
sólo ha habido unas pocas palabras importantes: "palabra", "tér-
mino", "ambigüedad", "comunicación", "importante"; de en-
tre éstas, "término" es claramente la más importante. T o d a s las
otras lo son por su relación con ella.
N o es posible localizar las palabras importantes sin hacer
un esfuerzo por comprender el pasaje en el cual aparecen. Esta
situación es algo paradójica; sí ustedes entienden el pasaje, sabrán,
por supuesto, cuáles palabras son en él las más importantes. Si
no comprenden completamente el pasaje es muy probable que así
suceda porque no saben de qué modo el autor usa ciertas pala-
bras. Si señalan las palabras que les causan dificultades, es posible
que acierten con las que el autor está usando especialmente. Se de-
duce que es probable que así suceda, del hecho de que ustedes no
deberían experimentar dificultades con las palabras que el autor
usa de un modo ordinario.
Desde el punto de vista de ustedes, como lectores, las pa-
labras más importantes son aquellas que más trabajo les dan.
Como he dicho, es probable que estas palabras sean también im-
portantes para el autor. Naturalmente que puede suceder lo con-
trario. Pueden no serlo.
También es posible que las palabras que son importantes
para el autor no les molesten a ustedes, y que sea así precisamente
porque las entienden. En tal caso ustedes ya han llegado a una
transacción con el autor. Solamente donde no logren llegar a una
transacción, tendrán aún trabajo por hacer.

Hasta ahora hemos venido procediendo negativamente al


eliminar las palabras comunes. Ustedes descubrirán algunas de
las palabras importantes por el hecho de que no son "comunes
para ustedes". Por esto les molestan. Pero, ¿hay algún otro modo
de localizar las palabras importantes? ¿Hay algunas señales posi-
tivas que las identifiquen?
Hay señales positivas que yo puedo sugerirles. La primera
y más evidente es el énfasis explícito que un autor coloca sobre
ciertas palabras y no sobre otras. Puede hacer esto de muchas
maneras; puede utilizar recursos tipográficos tales como comillas
o letras itálicas para señalarles a ustedes la palabra; puede atraer
la atención de ustedes hacia la palabra, claramente, discutiendo
sus varios sentidos y el modo en que la va a usar aquí y allí.
O puede acentuar la importancia de la palabra definiendo el ob-
jeto al cual la palabra da nombre.
Nadie puede leer a Euclides e ignorar que palabras tales co-
mo " p u n t o " , "línea", "ángulo", "figura", "paralelo", etcétera,
son de importancia fundamental. Son éstas las palabras que nom-
bran entidades geométricas que Euclides define. Hay otras pala-
bras importantes tales como: "igualdades", "total", "parte", pero
éstas no nombran nada definido. Ustedes saben que son importan-
tes porque aparecen en los axiomas. Euclides les ayuda a ustedes,
en este caso, aclarando exactamente sus proposiciones fundamen-
tales al comienzo. Ustedes pueden adivinar que los términos que
forman tales proposiciones son básicos; y aquello les subraya
las palabras que expresan estos términos. T a l vez no tengan difi-
cultades con estas palabras, porque son palabras de uso común,
y parece que Euclides las usa de ese modo.
Si todos los autores escribiesen como lo hizo Euclides, po-
drían replicar ustedes, este asunto de la lectura sería mucho más
fácil. Desgraciadamente, esto no es posible; aunque algunos hom-
bres han pensado que cualquier tema puede ser expuesto de ma-
nera geométrica. No trataré de explicar por qué el procedimiento
—el método de exposición y prueba— que es aplicable en mate-
máticas, no lo es en otros campos del saber. Para nuestro objeto,
es suficiente destacar lo que es común a toda índole de exposición.
T o d o campo del saber tiene su vocabulario propio; Euclides deja
el suyo bien definido desde el comienzo; lo mismo reza con cual-
quier escritor, tal como Newton o Galileo, que escriba de modo
geométrico. En libros escritos de otra manera, o en otros terrenos,
el vocabulario técnico debe ser descubierto por el lector.
Si el autor no ha puesto de relieve las palabras por sí mis-
mo, el lector puede ubicarlas por medio de algún conocimiento
previo del asunto-tema. Si el lector conoce algo de biología o
economía política antes de empezar a leer a Darwin, o a Adam
Smith, cuenta, por cierto, con algunos puntos de apoyo para dis-
tinguir las palabras técnicas. Los varios pasos de la primera lec-
tura pueden ser útiles aquí; si ustedes saben qué clase de libro es,
y de qué trata en conjunto, y cuáles son sus partes principales,
se verán muy auxiliados para separar el vocabulario técnico de
las palabras comunes. El título puesto por el autor, los encabe-
zamientos de los capítulos y el prefacio, pueden serles muy útiles
en este sentido.
Ahora ya saben que "riqueza" es una palabra técnica para
Adam Smith, y "especies" lo es para Darwin. Y como una pa-
labra técnica lleva a otra, es inevitable que descubran otras pa-
labras técnicas de un modo similar. Pueden hacer, en poco tiem-
po, una lista de las palabras importantes usadas por Adam Smith;
labor, capital, tierras, salarios, beneficios, renta, mercancía, pre-
cio, canje, productivo, improductivo, dinero, etcétera. Y he aquí
algunas que no podrán dejar de encontrar en Darwin: variedad,
género, selección, supervivencia, adaptación, híbrido; la más ade-
cuada es: creación.
Donde un campo de ciencia tiene un vocabulario técnico
bien definido, la tarea de localizar las palabras importantes en
un libro que trata de aquel asunto-tema es relativamente fácil.
Pueden distinguirlas "positivamente" por tener algún conocimien-
to del terreno o. "negativamente" por saber qué palabras deben
ser técnicas desde que no son ordinarias. Desgraciadamente, hay
muchos terrenos en los cuales un vocabulario técnico no está bien-
definido.
Los filósofos son famosos por sus vocabularios privados.
Por supuesto, hay algunas palabras que tienen una reputación
tradicional en filosofía. Aunque éstas puedan no ser usadas por
todos los escritores en el mismo sentido, son, sin embargo, pa-
labras técnicas en la discusión de ciertos problemas. Pero los filó-
sofos, a menudo, encuentran necesario acuñar nuevas palabras o
tomar alguna palabra de uso común y convertirla en una palabra
técnica. Esta última conducta corre el-riesgo de resultar muy en-
gañosa, para el lector que supone conocer qué es lo que la palabra
significa, y por consiguiente, la trata como una palabra común.
Con respecto a esto, una pista para llegar a una palabra im-
portante es que el autor se pelee con otros escritores a causa de
ella. Cuando un autor les dice cómo una palabra en particular
ha sido usada por otros, y por qué prefiere utilizarla él de un
modo diferente, pueden ustedes estar casi seguros de que, para él,
esa palabra reviste gran importancia.
He recalcado el valor de la noción del vocabulario técnico,
pero no deben tomar esto demasiado al pie de la letra. El grupo
relativamente pequeño de palabras que expresan las ideas princi-
pales del autor, sus conceptos sobresalientes, constituye su voca-
bulario especial; son éstas las palabras que llevan consigo su aná-
lisis. Si él está haciendo una comunicación original, algunas de
estas palabras serán probablemente usadas por él de un modo
muy especial, aunque pueda usar otras de una manera que se haya
hecho tradicional en aquel terreno. En cualquiera de los casos,
éstas son las palabras más importantes "para él". También de-
berían ser importantes "para ustedes" como lectores; pero, ade-
más, cualquier otra palabra cuyo significado no les resulte claro,
es importante para ustedes.

Lo malo de la mayoría de los lectores es que sencillamente


no prestan suficiente atención a las palabras para localizar sus
dificultades. N o logran distinguir las palabras que no compren-
den suficientemente, de aquéllas que entienden. T o d o lo que he
sugerido para ayudarles a encontrar las palabras importantes en
un libro, no les resultará de provecho si no hacen un esfuerzo
deliberado para señalar las palabras con las que deben actuar para
encontrar los términos que comunican. El lector que no logra estu-
diar, o por lo menos señalar las palabras que no comprende es
probable que termine tan mal como el maquinista de la locomo-
tora que pasa sin parar, frente a las señales rojas, con la esperanza
de que la congestión del tráfico se arregle sola.
Si están ustedes leyendo un libro que puede aumentar su
comprensión, es lógico que todas sus palabras no sean igualmente
inteligibles. Si proceden como si todas fueran palabras comunes,
todas en el mismo nivel de comprensibilidad general, como las
palabras de un artículo periodístico, no darán el primer paso
hacia una lectura interpretativa. Lo mismo podrían estar leyendo
un diario, porque el libro no puede ilustrarles si no tratan de
entenderlo.
Sé bien cuan inveteradamente la mayoría de nosotros somos
adictos a la lectura pasiva. El defecto principal del lector pasivo
es su falta de atención hacia las palabras, y sus consiguientes
fracasos para llegar a una transacción con el autor. Hace algunos
años, el profesor Malcolm Sharp, de la Escuela de Leyes de la
Universidad de Chicago, y yo, dictamos un curso especial para
estudiantes que proyectaban seguir derecho. U n o de nuestros
fines principales era enseñarles a leer y a escribir; un abogado de-
beria poseer estas habilidades. La dirección de la Escuela de Dere-
cho había llegado a sospechar que no podía contarse con los
colegios para desarrollar estas destrezas. Nuestra experiencia con
estos estudiantes, que habían llegado al penúltimo año, demostró
que su sospecha estaba bien fundada.
¡Pronto descubrimos cuan pasivamente leían! Había sido
asignado el segundo ensayo de J o h n Locke: Del gobierno civil,
y habían dispuesto de algunas semanas para leer alrededor de un
centenar de páginas. T u v o lugar la clase. Mr. Sharp y yo hici-
mos preguntas relativamente simples, para encaminarlos, sobre
los puntos de vista de Locke sobre el gobierno, la relación de los
derechos naturales y civiles, la naturaleza de la libertad, etcétera.
Contestaron a estas preguntas, pero no de un modo que demos-
trase ningún conocimiento de Locke. Podrían haber respondido
lo mismo si nunca hubiesen abierto el ensayo de Locke.
¿Habían leído el libro? Nos aseguraron que sí. Hasta llega-
mos a preguntarles si no habían cometido el error de leer el primer
ensayo, en lugar del segundo. Parecía no haber habido ningún
error. Lo único que quedaba por hacer era demostrarles que,
aunque hubiesen "mirado" todas las páginas, no habían "leído"
el libro.
Pasé al pizarrón y les pedí que nombrasen las palabras más
importantes en el ensayo. Dije que quería que fuesen ya aquellas
palabras más importantes para Locke, o aquellas que les hubiese
costado más comprender. Al principio no hubo respuestas. Sólo
después de que yo hube puesto palabras tales como "natural",
"civil", "propiedad" e "igualdad" en el pizarrón, pude conse-
guir que contribuyesen. Finalmente logramos formar una lista
que incluía "libertad", "despotismo", "consentimiento" (de los
gobernados), "derechos", "justicia", etcétera.
Antes de proseguir, hice una pausa para preguntar si estas
palabras les eran totalmente extrañas. No, todas eran palabras
familiares y comunes, según dijeron. U n estudiante indicó que
algunas de estas palabras aparecían en la Declaración de la Inde-
pendencia. Se dijo allí que resultaba patente que todos los hom-
bres eran creados "igual", que fueron dotados de ciertos "dere-
chos" inalienables, que los "justos" poderes del gobierno se de-
rivan del "consentimiento" de los gobernados. Encontraron otras
palabras, tales como "despotismo", "usurpación", y "libertad",
las cuales, según ellos creían, usaron Locke y los padres fundadores
de un modo similar.
Aquello nos dio pie para estar de acuerdo con ellos en que
los escritores de la Declaración y los que proyectaron la Cons-
titución habían popularizado extremadamente la tradición de
la discusión política norteamericana. Mr. Sharp añadió que pro-
bablemente muchos de ellos habían leído el ensayo de Locke y
que habrían seguido el uso que de ellas hacía el autor. ¿Cómo
las usaba Locke? ¿Cuáles eran sus significados, no en general
ni en el lenguaje popular, sino en la teoría política de Locke?
Y en los grandes documentos norteamericanos ¿"cuáles pueden
haber sido influenciados por Locke?
Fui nuevamente al pizarrón para anotar los significados de
las palabras, a medida que ellos las sugerían. Pero muy pocas
sugestiones se oyeron y rara vez ofreció un estudiante una serie
de significados. M u y pocos habían descubierto la ambigüedad
fundamental de las palabras importantes. Mr. Sharp y yo hici-
mos luego una lista de los significados de las palabras, no un sig-
nificado para cada una, sino varios. Contrastando los significados
de "natural" y "civil", tratamos de demostrarles las distin-
ciones de Locke entre igualdad " n a t u r a l " y "civil"; libertad
"natural" y " c i v i l ' ; y derechos "naturales" y "civiles".
Al cabo de una hora, les pregunté si todavía creían que ha-
bían leído el libro. U n poco tímidamente admitieron que no
lo habían hecho. Lo leyeron, por supuesto, cómo si leyesen el
diario o un libro de texto, pasivamente, sin prestar atención a
las palabras y a los significados. Para el objeto del entendimiento
de lo que Locke tenía que decir, esto era lo mismo que no leer
en absoluto. Aquí teníamos un grupo de futuros abogados que
no sabían el significado de las palabras principales de la Declara-
ción de la Independencia, o del preámbulo de la Constitución,
Mi objeto, al contarles esta historia, es el de demostrarles
que hasta que se vence la lectura pasiva, el lector procede como
si supiese lo que significan todas las palabras, especialmente si
está leyendo algo en lo cual las palabras importantes también
son de uso popular. Si estos estudiantes hubiesen desarrollado el
hábito de la lectura activa, habrían notado las palabras que he
mencionado. En primer lugar, habrían sabido que tales palabras
no sólo son populares, sino que pertenecen al vocabulario técnico
de la teoría política. Percibiendo aquello, habrían pensado en
segundo lugar, en cuáles podían ser sus significados técnicos. Y,
por último, si hubiesen tratado de determinar su importancia,
habrían encontrado a Locke usando palabras en diversos sentidos.
Entonces habrían podido comprender la necesidad de llegar a una
transacción con el autor.
Debería agregar que la lección fue aprendida. Con estos mis-
mos estudiantes, leímos más adelante libros más difíciles que el
ensayo de Locke. Se presentaron a clase mejor preparados para
la discusión, porque habían señalado las palabras que establecían
una diferencia crucial. Habían perseguido las palabras importantes
a través de las desviaciones de sus significados. Y, lo que es más,
habían comenzado a disfrutar de una nueva experiencia —la lec-
tura activa de un libro—. Llegó algo tarde en su vida estudiantil,
pero la mayoría de ellos reconoció con gratitud que más valía
tarde que nunca.
— 5 —
Recuerden que localizar las palabras importantes es sólo el
comienzo de la tarea. Este acto se limita a dar con los sitios del
texto donde tienen ustedes que trabajar. Hay otro paso para
llevar hasta el fin esta primera regla de lectura interpretativa.
Ocupémonos de él ahora. Supongamos que han marcado las pa-
labras que les resultan difíciles. ¿Qué viene después?
Hay dos posibilidades principales. O el autor está usando
estas palabras en un solo sentido durante todo el libro, o las
está usando en dos o más sentidos, desviando su significado en
cada parte. En la primera alternativa, la palabra representa un
solo término. En Euclides encontramos un buen ejemplo del uso
de las palabras importantes de un modo tal que están limitadas a
un solo significado. En la segunda alternativa, la palabra repre-
senta varios términos: éste es el caso más usual, y está ilustrado
por el uso que se le da en el ensayo de Locke.
A la luz de estas alternativas, la conducta de ustedes debería
ser la siguiente: tratar de determinar si la palabra tiene un signi-
ficado o muchos significados. Si tiene muchos, tratar de averiguar
si están relacionados entre sí, y cómo. Finalmente, señalar los
lugares donde la palabra es usada en uno u otro sentido, y ver
si el contexto da pie a la razón del cambio de significado. Esto
último los capacitará para seguir a la palabra en sus cambios de
significado con la misma flexibilidad que caracteriza su uso por
el autor.
Pero ustedes pueden quejarse, diciendo que todo está en claro
menos lo principal. ¿Cómo se descubre cuáles son los significados?
Sólo hay una contestación a esto, y me temo que no la encuen-
tren muy satisfactoria. Pero la paciencia y la práctica les proba-
rán lo contrario. La respuesta es que para descubrir el significado
de una palabra que no entiendan tienen que usar los significados
de todas las otras palabras que ustedes comprendan en el contexto.
Este debe ser el modo, aunque piensen al principio que se asemeja
a un tiovivo.
El modo más sencillo de ilustrar esto es considerar una de-
finición, y una definición está enunciada con palabras. Si ustedes
no comprenden ninguna de las palabras usadas en la definición,
es evidente que no comprenden el significado de la palabra que
nombra el objeto a ser definido. La palabra " p u n t o " es una pa-
labra básica en geometría. Pueden ustedes saber qué significa,
pero Euclides desea asegurarse de que la usan de un solo modo.
Les dice qué significa definiendo al principio el objeto que luego
va a usar la palabra como nombre. Dice: " U n punto es aquello
que no tíene partes".
¿Cómo logra esto que ustedes lleguen a una transacción con
él? El da por descontado que ustedes saben cuándo una pala-
bra significa sí y otra no, en la frase, con suficiente precisión.
Saben que todo aquello que tenga partes es un todo complejo.
Saben que lo contrario de complejo es simple. Ser simple es lo
mismo que carecer de partes. Saben que el uso de las palabras
"es" y "aquel que" significa que el objeto referido debe ser una
entidad de alguna índole. Hasta pueden saber que no hay cosas
físicas sin partes, y, por consiguiente, que un punto —según
Euclides habla de él— no puede ser físico.
Este ejemplo es típico del proceso por el cual ustedes obtie-
nen significados. Ustedes actúan con significados que ya poseían;
si cada palabra que fuese usada en una definición tuviese que ser
definida ella misma, nunca podría definirse nada. Sí cada palabra
en un libro que ustedes estuviesen leyendo les resultara total-
mente extraña, como sucede en el caso de un idioma completa-
mente extranjero, no podrían progresar en absoluto.
.Me imagino que esto será lo que la gente quiere significar
cuando dice que un libro es griego para ella. Simplemente no ha
tratado de comprenderlo; la mayoría de las palabras de cualquier
libro inglés son palabras familiares. Estas palabras rodean a las
que nos son extrañas, a las técnicas, a las que pueden traerle difi-
cultades al lector. Las palabras circundantes son el "contexto"
para las palabras a ser interpretadas. El lector cuenta con todos
los materiales que necesita para llevar a cabo la tarea.
N o pretendo decir que la tarea sea fácil. Sólo insisto en que
no es imposible de realizar. Si lo fuese, nadie podría leer un libro
para aumentar su entendimiento. El hecho de que un libro pueda
proporcionar nuevos puntos de vista, o ilustrar, indica que éste,
probablemente, contiene palabras que puedan resultar poco fáciles
de comprender. Si ustedes no pudiesen llegar a entender estas pa-
labras por su propio esfuerzo, la lectura de que estamos hablando
sería imposible. Sería imposible pasar del menor al mayor enten-
dimiento por medio de sus propios actos con un libro.
Si no es imposible — " y n o lo e s " — entonces la única solu-
ción es la que he indicado. Como ustedes entienden algo para
comenzar, pueden emplear su fondo de significados para inter-
pretar las palabras que les desafían. Cuando hayan tenido éxito,
se habrán elevado a ustedes mismos en entendimiento. Habrán
llegado o se habrán aproximado al entendimiento con que comen-
zó el autor.
N o hay regla empírica para hacer esto. El proceso se asemeja
al método experimental para armar un rompecabezas. Cuantas
más partes se pongan juntas más fácilmente calzan las partes res-
tantes. U n libro llega a las manos de ustedes con una gran canti-
dad de palabras ya en su lugar. U n a palabra en su lugar es un
término. Está ubicada definitivamente por el significado que
ustedes y el autor comparten al usarla. Las partes restantes deben
ser puestas en su lugar; harán esto tratando de hacerlas calzar
de este modo o del otro. Cuanto mejor comprendan el cuadro,
que las palabras ya ubicadas revelen de modo incompleto, más
fácil les será completar la imagen convirtiendo en términos a las
palabras restantes. Cada palabra puesta en su lugar facilita el
próximo arreglo.
Naturalmente, cometerán errores en el proceso. Creerán que
han logrado encontrar el lugar de una palabra y cómo colocarla
allí, sólo para descubrir más tarde que la colocación de otra les
obliga a hacer toda una serie de arreglos. Los errores se corregirán,
porque mientras no se encuentren, la imagen no podrá comple-
tarse. Una vez que hayan conseguido ustedes alguna experiencia,
en esta tarea de llegar a una transacción, pronto estarán capacita-
dos para controlarse ustedes mismos. Sabrán si han tenido éxito
o no, sin creer alegremente que entienden cuando no lo hacen.
Al comparar un libro con un rompecabezas he hecho una
suposición que no es sencilla ni universalmente cierta. U n buen
rompecabezas es, por supuesto, aquél en el que calzan todas sus
partes. El cuadro puede ser perfectamente completado; lo mismo
reza con el libro idealmente bueno. Pero hay pocos libros de
esta índole. En la medida de lo buenos que sean, sus términos
estarán tan bien hechos y coordinados por el autor que el lector
podrá llevar a cabo la tarea de interpretación fructíferamente.
Aquí, como en el caso de todas las reglas de lectura, los malos
libros son menos legibles que los buenos. Las reglas no actúan
sobre ellos, salvo para demostrar lo malos que son. Si el autor
usa palabras de modo ambiguo, no es posible descubrir con exac-
titud qué es lo que está tratando de decir. Sólo puede averiguarse
que no ha sido preciso.
Pero, preguntarán ustedes, un autor que usa una palabra en
más de un sentido ¿no la usa ambiguamente? ¿Y no dijo usted
que la costumbre habitual de los autores es usar palabras en varios
sentidos, especialmente sus palabras más importantes?
La respuesta a la segunda pregunta es "Sí", a la primera
" N o " . Usar una palabra de modo ambiguo es usarla en varios
sentidos sin distinguir o relacionar estos significados. (Por ejem-
plo, yo he usado probablemente, la palabra "importante" am-
biguamente en este capítulo, sin dejar nunca por completo en claro
si quería significar importante para el autor o para ustedes). El
autor que hace esto no facilita el camino para un entendimiento
con el lector. Pero el autor que distingue los diversos sentidos
en los cuales está usando una palabra crítica y permite que el lec-
tor lleve a cabo el discernimiento correspondiente, está ofreciendo
facilidades.
N o deben olvidar que una palabra puede representar a varios
términos. U n modo de recordarlo es distinguir entre el "voca-
bulario" técnico del autor y su "terminología" analítica. Si uste-
des hacen una lista en una columna de las palabras importantes,
y en otra de sus diversos significados, verán la relación entre el
vocabulario y la terminología.
— 6 —
Hay varias complicaciones más. En primer lugar, una pa-
labra que tiene varios significados diferentes puede ser usada ya
sea en un solo sentido o en una combinación de sentidos. Tomaré
nuevamente como ejemplo la palabra "lectura". En algunos lu-
gares la he usado para representar la lectura de libros instructivos
más bien que de entretenimiento. En otros más, la he usado para
representar a la lectura que ilustra más bien que informa.
Ahora bien, si simbolizamos aquí como lo hicimos anterior-
mente a los tres significados distintos de "lectura" con Xa, X b ,
y Xc, podrán ustedes ver que el primer uso recién mencionado
es Xabc, el segundo Xbc, y el tercero Xc. En otras palabras, si
tres significados se relacionan entre sí, se puede usar una palabra
que los represente a todos, a algunos o solamente a uno por vez.
Mientras cada uso sea definido, la palabra así usada es un término.
En el segundo lugar, está el problema de los sinónimos.
Ustedes saben en general que los sinónimos son palabras -que
tienen el mismo significado o muy poca diferencia en éste. U n
par de sinónimos es exactamente lo contrario de una sola palabra
usada de dos modos. Sinónimos son dos palabras usadas del mis-
mo modo. De aquí que un término idéntico pueda ser represen-
tado por dos o más palabras usadas sinónimamente.
Podemos indicar esto simbólicamente, como sigue: Dejemos
que X, e Y, sean dos palabras diferentes tales como "ilustración"
y "discernimiento": que la letra " a " represente el mismo signifi-
cado que cada una pueda expresar, vale decir, un adelanto en en-
tendimiento. Entonces Xa, e Ya, representan el mismo término
aunque son palabras distintas. Cuando hablo de lectura "para
discernimiento" y lectura "para ilustración", me refiero a la mis-
ma clase de lectura, porque las dos frases son usadas con el mismo
significado. Las palabras son diferentes pero sólo hay aquí un
término que deben ustedes captar como lectores.
Pueden ver la importancia de esto. Si suponían que cada vez
que un autor cambiaba sus palabras, estaba cambiando sus tér-
minos, cometían un error tan grande como el de suponer que
cada vez que usaba las mismas palabras, los términos continua-
ban inmutables. Conserven esto en la memoria cuando hagan la
lista (en columnas aparte), del vocabulario y de la terminología
del autor. Por un lado, una sola palabra puede estar relacionada
con diversos términos. Por el otro, un sólo término puede estar
relacionado con diversas palabras.
Que éste es el caso, por lo general, se deduce de la naturaleza
del idioma en relación al pensamiento. U n diccionario es un re-
gistro del uso de las palabras. Muestra cómo los hombres han
usado la misma palabra para referirse a cosas diferentes, y pala-
bras diferentes para referirse a la misma cosa. El problema del
lector consiste en saber qué es lo que el autor hace con las pala-
bras en cualquier lugar del libro. El diccionario puede, a veces,
ayudar, pero sí el escritor se separa en lo más mínimo del uso
común, el lector debe arreglárselas solo como pueda.
En tercer lugar, y por último, se halla el asunto de las fra-
ses. Una frase, como ustedes saben, es un grupo de palabras que
no expresa un pensamiento completo como lo hace una oración.
Si la frase es una unidad, esto es, si es un todo que puede ser el
sujeto o predicado de una oración, es como una sola palabra.
Y, como una sola palabra, puede referirse a algo de que se hable
del mismo modo.
Por consiguiente, se deduce que un término puede ser expre-
sado por una frase lo mismo que por una palabra. Y todas las
relaciones que existan entre palabras y términos se mantienen
también entre términos y frases. Dos frases pueden expresar los
mismos términos, y una frase puede expresar varios términos,
según el modo en que sean usadas sus palabras constitutivas.
En general, una frase tiene menos probabilidades de ser am-
bigua que una palabra. Como ésta es un grupo de palabras, cada
una de las cuales está en el contexto de las otras, las palabras
solas tienen más probabilidades de tener significados restringi-
dos. Es por esto que un escritor suele substituir a una frase muy
elaborada por una sola palabra, si es que desea estar seguro de
ser comprendido.
Con un ejemplo debería bastarnos. Para estar seguro de
que ustedes llegarán a una transacción conmigo, en materia de
lectura, substituyo la frase "lectura para ilustración" por la pala-
bra "lectura". Para estar doblemente seguro, puedo hasta llegar
a substituir una frase más complicada, tal como "el proceso de
pasar del menor al mayor entendimiento por la acción de su men-
te sobre un libro" Hay aquí solo un término, vale decir la refe-
rencia a una clase de lectura de la cual estoy tratando de hablar.
Pero aquel término ha sido expresado por una sola palabra, una
frase breve y una más extensa.
Este ha sido, probablemente, el capítulo más difícil de leer
de cuantos han ustedes leído; yo sé que para mí fue el más difícil
de escribir, y creo que sé a qué se debió dicha dificultad. La regla
de lectura que hemos tratado no puede llegar a ser totalmente
comprensible sin entrar en toda índole de explicaciones gramáti-
cas y lógicas acerca de términos y palabras.
Les aseguro que les he explicado muy poco. Una informa-
ción adecuada sobre estos asuntos llevaría muchos capítulos. Les
digo esto para advertirles que sólo he tocado los puntos más esen-
cíales. Espero haber dícho lo suficiente para hacer de la regla una
guía útil en la práctica. Cuanto más la pongan en práctica más
comprenderán lo intrincado del problema. Desearán saber algo
más acerca del uso literal y metafórico de las palabras; sobre la
distinción entre palabras abstractas y concretas, o entre nombres
propios y comunes. Se les despertará el interés por todo el asunto
de las definiciones: la diferencia entre definir palabras y definir
objetos; por qué algunas palabras son indefinibles, y sin embargo
tienen significados definidos, etcétera. Buscarán luz acerca de lo
que es llamado "el uso emotivo de las palabras'', esto es, el uso
de palabras para despertar emociones, para mover a los hombres
a la acción o para cambiar sus mentes, como diferente de la comu-
nicación de conocimientos.
Sí la práctica de la lectura despierta estos futuros intereses,
se encontrarán en situación de satisfacerlos leyendo libros sobre
estos temas especiales. Y derivarán más beneficios de la lectura de
tales libros porque irán hacia ellos con preguntas nacidas de su
propia experiencia en la lectura. El estudio de la gramática y la
lógica, las ciencias que son la razón fundamental de estas reglas
de interpretación, es práctico sólo en cuanto puedan relacionarlo
con la práctica.
CAPÍTULO XI

Q U E ES LA P R O P O S I C I Ó N Y P O R Q U E

N o solamente el llegar a una transacción, sino también el


hacer proposiciones, tiene lugar entre comerciantes, así como en
el mundo de los libros. Lo que un comprador o vendedor quiere
significar con una proposición, es alguna índole de propuesta,
alguna clase de oferta o de aceptación. En negocios honrados, el
hombre que hace una proposición en este sentido está declarando
su intención de actuar de cierto modo. Para realizar negociaciones
exitosas se requiere algo más que honestidad. La proposición de-
bería ser clara, y, por supuesto, atractiva, porque así los comercian-
tes pueden llegar a una transacción.
En un libro, una proposición es también una declaración.
Es una expresión del juicio del autor acerca de algo. Este afirma
algo que cree cierto, o niega algo que considera falso. Asegura
que esto o aquello es un hecho. Una proposición de esta índole
es una declaración de conocimientos, no de intenciones. El autor
puede decirnos sus intenciones, al comienzo, en un prefacio. E n
un libro expositivo, por lo general, prometer instruirnos acerca
de algo; para averiguar sí cumple aquellas promesas debemos es-
perar sus proposiciones.
El orden de la lectura invierte algo el orden de los negocios.
Los hombres de negocios llegan a una transacción, luego de des-
cubrir qué es la proposición. Pero, habitualmente, el lector debe
llegar primero a una transacción con el autor, antes de que pueda
averiguar qué es lo que el autor está proponiendo, qué juicios
está declarando. Es por esto que la primera regla de interpretación
trata de palabras y términos, y la segunda, que vamos a discutir
ahora, trata de oraciones y proposiciones.
Hay una tercera regla de interpretación relacionada ínti-
mamente con la segunda. El autor puede ser honesto al confe-
sarse en asuntos de hechos de conocimientos. Por lo general,
nosotros actuamos en esa confianza; pero la honestidad no es
suficiente. Sólo si estamos exclusivamente interesados en la per-
sonalidad del autor, podemos declararnos satisfechos con saber
cuáles son sus opiniones. Sus proposiciones no son más que ex-
presiones de opinión, si no hay en ellas alguna razón que las
justifique. Si estamos interesados por el asunto-tema de un libro,
y no sólo en el autor, deseamos saber no solamente cuáles son
las proposiciones, sino por qué lo son.
La tercera regla, por consiguiente, trata de argumentos de
toda índole. Hay muchas clases de razonamientos, muchas mane-
ras de mantener lo que se dice. A veces es posible argüir que algo
es cierto; a veces no puede defenderse más que una probabilidad.
Pero toda especie de controversia consiste en una cantidad de
afirmaciones relacionadas entre sí, en cierto modo. Esto es dicho
"a causa" de "aquello". " A causa", en este caso, significa una
razón dada.
La presencia de argumentos es indicada por otras palabras
que se refieren a afirmaciones, tales como: "si" esto es así, "enton-
ces" aquello; o "puesto que", esto, por consiguiente "aquello";
o se "deduce" de esto que "aquél" es el caso. En el curso de capítu-
los anteriores, tuvieron lugar tales encadenamientos. Yo dije: si
pensar es usar nuestras mentes para obtener conocimientos sólo
de dos maneras, ya sea al ser enseñado o al investigar, entonces,
dije, debemos llegar a la conclusión de que todo lo que pensamos
tiene lugar en el curso de una u otra de estas actividades.
U n argumento es siempre un grupo o una serie de afirmacio-
nes de las cuales algunas proporcionan las bases o razones para
lo que deberá ser deducido. Por consiguiente, es necesario un párra-
fo, o cuando menos un conjunto de oraciones, para expresar un
argumento. Las premisas o principios de un argumento pueden
no ser siempre expuestos en primer lugar, pero son, sin embargo,
la fuente de la conclusión. Si el argumento es válido, la conclu-
sión viene después de las premisas. Esto no implica necesariamen-
te que la conclusión sea cierta, porque las premisas (una o todas
ellas) que defiende, pueden ser falsas.
T a l vez ya hayan ustedes observado algo acerca de la ilación
de estas tres reglas. Vamos de los términos a las proposiciones y
de éstas a los argumentos, al ir de palabras (y frases) a oraciones
y a series de oraciones o párrafos.
Cuando todavía se enseñaba gramática en las escuelas, todos
estaban familiarizados con estas unidades. U n escolar sabía que
una secuencia ordenada de oraciones formaba un párrafo. Mi
experiencia con estudiantes de colegios en los últimos diez años
me induce a dudar de que siga siendo común esta sencilla ciencia.
No parece que estos estudiantes sean capaces de escribir o hablar
oraciones y párrafos, y esto me ha hecho dudar de si podrán re-
conocerlos en los libros que lean.
Además, verán que ahora, luego de las más simples, avan-
zamos hacia la construcción de unidades más complejas. El más
pequeño elemento significativo en un libro es, por supuesto, una
palabra. Sería cierto pero no adecuado decir que un libro consis-
te en palabras. También consiste en grupos de palabras tomadas
como unidad, y, asimismo, en grupos de oraciones, tomadas como
una unidad. El lector que sea más bien activo que pasivo, prestará
atención no sólo a las palabras, sino también a las oraciones y
párrafos. No existe otra manera de descubrir los términos del
autor, sus proposiciones y argumentos.
El movimiento de esta lectura interpretativa o segunda, pa-
rece llevar la dirección opuesta al movimiento de la primera o
estructural. Allí pasamos del libro como todo a sus partes prin-
cipales, y luego a sus divisiones subordinadas. Como pueden su-
poner, los dos movimientos se encuentran en alguna parte. Las
partes principales de un libro, y aun sus divisiones principales,
contienen muchas proposiciones y, por lo general, varios argumen-
tos. Pero si ustedes continúan dividiendo el libro en partes, final-
mente tienen que decir: ' E n esta parte se establecen los siguientes
puntos". Ahora bien, es posible que cada uno de estos puntos sea
una proposición, y algunos de ellos, tomados en conjunto, proba-
blemente formen un argumento.
De este modo, se encuentran los dos procesos que hemos de-
nominado primera y segunda lectura. Ustedes descienden hasta
las proposiciones y argumentos al dividir el libro en sus partes;
y ascienden hacia los argumentos al ver cómo están compuestas
de proposiciones y, en su esencia, de términos. Cuando hayan
completado estas dos lecturas, podrán en verdad, decir que cono-
cen el contenido del libro.
_ 2 —
Hay algo más, digno de atención en lo que se refiere a las
reglas que vamos a tratar en este capítulo. Como en el caso de la
regla sobre palabras y términos, aquí también nos ocupamos de
la relación de la palabra con el pensamiento. Las oraciones y
los párrafos son unidades gramaticales, son unidades de idioma.
Las proposiciones y los argumentos son unidades de lógica, o sea
de pensamiento y conocimientos.
Si recuerdan cuál era nuestro problema principal en el capítulo
anterior, estarán preparados para afrontar u n o similar aquí. Por-
que el idioma no es un medio perfecto para la expresión del pensa-
miento, porque una palabra puede tener muchos significados y
dos o más palabras pueden tener el mismo significado, vemos
qué complicada es la relación entre el "vocabulario" de un autor
y su "terminología". U n a palabra puede representar varios térmi-
nos, y un término puede ser representado por varias palabras.
Los matemáticos describen la relación entre los botones y los
ojales de un saco bien confeccionado como la perfecta relación de
parte por parte. Hay un botón para cada ojal, y un ojal para cada
botón. Pues bien, el p u n t o está en que palabras y términos " n o "
se hallan en una situación semejante. El más grande error que
puedan cometer al aplicar estas reglas es el de suponer que exista
una relación de parte por parte entre los elementos del idioma y
aquellos del pensamiento o de los conocimientos.
De inmediato les demostraré esto en el caso de las oraciones
y las proposiciones. N o todas las oraciones expresan en un libro
una proposición, pues algunas oraciones expresan preguntas. Más
bien plantean problemas que los resuelven. Las proposiciones son
las respuestas a preguntas, son declaraciones de conocimientos o
de opinión. Es por esto que llamamos declarativas a las oraciones
que las expresan, y distinguimos a las oraciones que hacen pre-
guntas con el nombre de interrogativas. Otras oraciones expresan
deseos o intenciones, y pueden proporcionarnos algún conocimien-
to del propósito del autor, pero no comunican los conocimientos
que él trata de exponer.
Más aún, no todas las oraciones declarativas pueden ser leí-
das como si cada una expresara una proposición. Hay por lo menos
dos razones para esto. La primera es el hecho de que las palabras
son ambiguas y pueden usarse en varios sentidos. De aquí que
sea posible que la misma oración exprese diferentes proposiciones
si hay un cambio en los términos que las palabras expresan. "Leer
es aprender" es, por cierto, una oración simple. Pero si en un lugar
yo quiero con "aprender" significar la adquisición de informa-
ción, y en otro el desarrollo del entendimiento, la proposición no
es la misma, porque los términos son diferentes. Sin embargo,
verbalmente la oración es la misma.
La segunda razón es que todas las oraciones no son tan sim-
ples como "leer es aprender". T a l vez recuerden de la escuela ele-
mental, si es que pertenecieron a una generación más afortunada,
la distinción entre oraciones simples, por un lado, y oraciones com-
plejas o compuestas, por el otro. Cuando sus palabras son usadas
de un modo no ambiguo, una oración simple expresa, por lo ge-
neral, una sola proposición. Pero hasta cuando sus palabras son
usadas de un modo no ambiguo, una oración compuesta es en
realidad un conjunto de oraciones, unidas por palabras tales como
" y " , "sí", y "luego", o "no sólo" y "pero también". Pueden
ustedes deducir, no sin razón, que debe ser muy difícil trazar una
línea entre una larga oración compuesta y un breve párrafo. U n a
oración compuesta puede expresar una cantidad de proposiciones
relacionadas entre sí en la forma de un argumento.
Las oraciones complejas son las más difíciles de interpretar.
N o hay duda de que las oraciones compuestas expresan varias
proposiciones relacionadas de algún modo; pero una oración com-
pleja puede expresar tanto una proposición como varias. T o m a r é
una oración interesante de El Príncipe, de Maquiavelo, para
ilustrar mi aserto:
" U n príncipe debería inspirar temor de un modo tal, que
si no conquistase amor, evitase el odio; porque él puede muy bien
soportar el ser temido mientras no sea odiado, lo que siempre
será hasta tanto se abstenga de la propiedad de sus ciudadanos
y de sus mujeres".
Esta es, gramaticalmente, una "sola" oración, aunque sea
compuesta y compleja. El p u n t o y coma y el "porque" indican la
interrupción principal que hace que la oración sea compuesta.
La primera proposición es que un príncipe debería inspirar temor
de cierto modo.
Comenzando con la palabra "porque" tenemos una oración
compleja. Podría hacérsela independiente: "La razón para esto
es que él puede soportar", etcétera. Esta oración compleja expresa,
por lo menos, dos proposiciones: (1) la razón por la cual el
príncipe debería inspirar temor de cierto modo, es que puede so-
portar el ser temido mientras no sea odiado; ( 2 ) puede evitar
el ser odiado sólo absteniéndose de la propiedad de sus ciudada-
nos y de sus mujeres.
Podrán ver por qué es tan importante distinguir las diversas
proposiciones que contiene una larga oración compuesta y com-
pleja. Para estar ustedes de acuerdo o no con Maquiavelo, deben
entender primero qué es lo que dice. Pero él dice tres cosas en esta
única oración. Pueden estar en desacuerdo con una de ellas y de
acuerdo con las otras; pueden pensar que Maquiavelo hace mal
en recomendar el terrorismo a un príncipe bajo cualquier prin-
cipío; pero pueden, reconocer su sagacidad al decir que el príncipe
haría bien en no despertar odio a la par que temor, y pueden
también estar de acuerdo en que el conservar sus manos fuera
de las propiedades y mujeres es una condición indispensable para
no ser odiado. Sólo si reconocen lcts ciiícircrites proposiciones en
una oración complicada, podrán juzgar con discernimiento lo que
el escritor dice.
Los abogados conocen muy bien este hecho. Tienen que
examinar las oraciones cuidadosamente para ver lo que el deman-
dante alega, o lo que niega el demandado. La oración: " J o h n
Doe firmó la escritura de arrendamiento el 24 de marzo", parece
bien simple, pero, sin embargo, dice varias cosas, una de las cuales
puede ser cierta y otra falsa. J o h n Doe puede haber firmado la
escritura, pero no el 24 de marzo, y el hecho puede ser importante.
Abreviando, hasta una oración gramaticalmente simple expresa
a veces dos o más proposiciones.

— 3 —
He dicho lo suficiente para indicar qué es lo que quiero sig-
nificar por la diferencia entre oraciones y proposiciones. N o se
relacionan de parte por parte. N o sólo puede una sola oración
expresar varias proposiciones, ya sea por medio de ambigüedad
o complejidad, sino que una idéntica proposición puede ser expre-
sada por dos o más oraciones diferentes. Si ustedes captan mis
términos a través de las palabras y frases que uso sinónimamente,
sabrán que estoy diciendo la misma cosa cuando digo: "Enseñar
y ser enseñado son funciones correlativas, " e " iniciar y recibir
comunicación son procesos afines".
Voy a dejar de explicar los puntos gramaticales y lógicos
involucrados, para ocuparme de las reglas. La dificultad en este
capítulo, como en el último, estriba en dejar de explicar. T a l
vez deba yo dar por sentado que en la escuela a que ustedes con-
currieron les enseñaron algo de gramática. Si así fue, podrán ver
ahora por qué todo este asunto de la sintaxis, de analizar, y
hacer diagramas de las oraciones, no era una rutina sin objeto,
inventada por maestros anticuados para oprimir el espíritu juve-
nil. T o d o esto ayuda a conseguir destreza para leer y escribir.
En realidad, debería decir que es casi indispensable. N o es
posible comenzar a tratar de términos, proposiciones y argumen-
tos —los elementos del pensamiento— hasta que se penetra bajo
la superficie del idioma. Mientras las palabras, oraciones y párra-
fos sean opacos y sin analizar, constituirán una barrera más bien
que un medio de comunicación. Ustedes leerán palabras, pero
no recibirán conocimientos.
He aquí las reglas. La primera regia, lo recordarán del ca-
pítulo anterior, es: "Encontrar las palabras importantes y llegar
a una transacción". La segunda regla es: "Señalar las oraciones
más importantes en un libro y descubrir las proposiciones que
éstas contienen". La tercera regla es: "Localizar o componer los
argumentos básicos en el libro, encontrándolos en la ilación de
oraciones". Verán más tarde por qué no dije párrafos en la formu-
lación de esta regla.
Ya conocen ustedes la segunda y tercera reglas. En capítulos
anteriores señalamos la oración "leer es aprender", destacando
su importancia, porque ésta expresaba una proposición básica en
esta discusión. También notamos varias clases diferentes de argu-
mentos; una prueba de que los grandes libros son los más legibles,
y un conjunto de pruebas para demostrar que las escuelas han
fracasado en la tarea de enseñar las artes de leer y escribir.
Nuestra tarea actual consiste en obtener más luces sobre cómo
actuar'según las reglas. ¿Cómo se localizan las oraciones más
importantes en un libro? ¿Cómo, entonces, se las interpreta para
descubrir la proposición o las proposiciones que contienen?
Nuevamente tenemos este énfasis sobre lo que es "importan-
te". Decir que sólo hay un número relativamente pequeño de ora-
ciones importantes en un libro, no quiere significar que n o se
deba prestar atención a todo el resto. Es evidente que tienen uste-
des que aprender a entender todas las oraciones; pero la mayoría
de éstas, como la mayoría de las palabras, no les acarrearía dificul-
tades. Desde el punto de vista de ustedes como lectores, las oracio-
nes importantes "para ustedes" son aquellas que requieren un es-
fuerzo interpretativo, porque, a primera vista, no son perfecta-
mente inteligibles. Se las comprende sólo lo suficiente como para
saber que hay más que comprender. Estas pueden no ser las ora-
ciones que revistan más importancia "para el autor", pero es
probable que lo sean, porque es de esperar que las dificultades
mayores provengan de las cosas más importantes que el autor
tiene que decir.
Desde el punto de vista del autor, las oraciones importantes
son aquellas que expresan los juicios sobre los cuales reposa todo
su argumento. Por lo general, un libro contiene mucho más que
la exposición escueta de un argumento; el autor puede explicar
cómo llegó al punto de vista que ahora mantiene, o por qué cree
que su posición tiene graves consecuencias. Puede discutir las pala-
bras que va a usar; puede comentar las obras de otros; puede dar
rienda suelta a toda índole de discusiones defensivas y circundan-
tes. Pero el corazón de su comunicación se encuentra en las afirma-
ciones y negativas principales que esté haciendo, y las razones
que dé para hacerlo así.
Por consiguiente, para habérselas con las oraciones principa-
les tienen ustedes que mirarlas como si surgieran de la página en
un alto relieve.
Algunos autores ayudan a hacerlo; subrayan las oraciones
para beneficio de ustedes, les dicen que ése es un p u n t o impor-
tante cuando lo definen, o bien usan uno u otro recurso tipo-
gráfico para destacar sus oraciones principales. Por supuesto, nada
ayuda a aquellos que no quieren mantenerse despiertos mientras
leen. He conocido muchos estudiantes que no prestaban atención
a tales señales; preferían continuar leyendo más bien que dete-
nerse y examinar cuidadosamente las oraciones importantes. Sa-
bían, algo inconscientemente, que el autor no trataba de ayu-
darles; trataba de obligarles a realizar alguna tarea mental donde
era más necesario.
Hay unos cuantos libros en los cuales las proposiciones prin-
cipales son presentadas en oraciones que ocupan un lugar especial
en el orden y estilo de la exposición. Euclides, nuevamente, nos
da el ejemplo más evidente de esto. N o sólo enuncia sus defini-
ciones, sus postulados y axiomas —sus proposiciones principa-
les—, al comienzo, sino que* clasifica todas las proposiciones a
ser probadas. Pueden ustedes no entender sus afirmaciones, pue-
den pasar por alto las oraciones importantes o el agrupamiento
de oraciones para el enunciado de las pruebas. T o d o aquello lo
tienen ya hecho.
La Suma Theologica de Santo T o m á s de Aquino, es otro
libro cuyo estilo de exposición pone las oraciones principales en
alto relieve. Actúa provocando preguntas. Cada sección está enca-
bezada por una pregunta; hay muchas indicaciones de la respues-
ta que Santo T o m á s está tratando de defender. T o d a una serie
de objeciones a la respuesta está enunciada. El lugar donde Santo
T o m á s comienza a argüir su punto, está marcado con las pa-
labras: " Y o respondo aquello". N o hay excusas de falta de ca-
pacidad para localizar las oraciones importantes en tal libro,
aquellas que expresan las razones, así como las conclusiones; sin
embargo, debo informarles que todo esto es un borrón para los
estudiantes que tratan todo lo que leen como si revistiera la mis-
ma importancia. Esto, por lo general, quiere significar que todo
carece por igual de importancia.

— 4 —
Descontando a los libros cuyo estilo o formato llama la
atención hacia lo que necesita más interpretación de parte del lec-
tor, la de señalar las oraciones es una tarea que el lector debe llevar
a cabo por sí mismo. Hay varías cosas que puede hacer, y ya he
mencionado una. Si es sensible a la diferencia entre los pasajes
que puede entender fácilmente y aquellos que no puede compren-
der, probablemente será capaz de localizar las oraciones que so-
portan el peso principal del significado. T a l vez ustedes comien-
cen a ver qué parte esencial de la lectura es el estar perplejo y saber-
lo. La extrañeza es el comienzo de la sabiduría, en el aprendizaje
de libros, así como en el de la naturaleza. Si ustedes nunca se hacen
preguntas a ustedes mismos acerca del significado de un pasaje,
n o pueden esperar que el libro les dé una idea que ustedes ya no
poseen.
Otra pista que conduce a las oraciones importantes se halla
en las palabras que las componen. Si ya han señalado las palabras
importantes, éstas deberían llevarlos hacia las oraciones que me-
recen más atención. De este modo el primer paso en la lectura
interpretativa prepara para el segundo. Pero también puede suce-
der a la inversa; puede ser que ustedes señalen ciertas palabras sólo
después de encontrarse confusos a causa del significado de una
oración. El hecho de que haya expuesto estas reglas en un orden
fijado no quiere significar que deban ustedes seguirlas en aquel
orden. Los términos constituyen proposiciones; las proposicio-
nes contienen términos. Si ustedes conocen los términos que ex-
presan las palabras, han captado la proposición en la oración. Si
entienden la proposición comunicada por una oración, también
han llegado a los términos.
Esto sugiere una pista más hacia la ubicación de las princi-
pales proposiciones; ellas deben pertenecer a los argumentos prin-
cipales del libro. Deben ser, o premisas o conclusiones; por consi-
guiente, si pueden ustedes descubrir estas oraciones que parecen
formar una secuencia, una secuencia en la cual hay un principio
y un fin, probablemente habrán puesto el dedo en oraciones que
son importantes.
Dije una secuencia en la cual hay un principio y un fin.
T o d o argumento que el hombre pueda expresar con palabras re-
clama tiempo para ser expuesto, evidentemente más tiempo que
si fuese una sola oración. Se puede decir una oración sin volver
a tomar aliento, pero en un argumento hay pausas. Hay que decir
primero una cosa, luego otra; y todavía otra más. U n argumen-
to comienza en alguna parte, va a alguna parte, llega a alguna
parte. Es un movimiento del pensamiento; puede comenzar con
lo que es realmente la conclusión y luego proceder a dar las ra-
zones para ello. O puede empezar con las pruebas y razones y
traernos a la conclusión que sigue de allí.
Naturalmente, aquí, como en cualquier otra parte, la pista
no conducirá a ningún lado a menos que sepan usarla. Tienen
ustedes que reconocer un argumento cuando lo vean. Pese a algu-
nos desengaños experimentados en la enseñanza, todavía persisto
en mi opinión de que la mente humana es tan sensible por natu-
raleza a los argumentos, como la vista a los colores. Los ojos n o
verán si n o se los mantiene abiertos, y la mente no seguirá un
argumento si no se halla despierta. Explico mí desengaño con
los estudiantes, en lo que a esto se refiere, diciendo que la ma-
yoría de ellos están dormitando mientras leen libros o asisten a
una clase.
Hace varios años, Mr. Hutchins y yo comenzamos a leer
algunos libros con un nuevo grupo de estudiantes. Estos n o te-
nían casi ninguna práctica y habían leído muy poco cuando los
conocimos. U n o de los primeros libros que leímos fue: La Natu-
raleza de las Cosas, de Lucrecio; pensamos que les resultaría inte-
resante, pues la mayoría de nuestros estudiantes son extremada-
mente materialistas y esta obra de Lucrecio es una poderosa expo-
sición de la posición materialista extrema. Es el informe más
extenso que tenemos sobre la posición de los antiguos atomistas
griegos.
Porque eran principiantes en la lectura (aunque en su ma-
yoría fuesen alumnos de los últimos años del colegio), leímos el
libro lentamente, a un promedio de treinta páginas por vez. A u n
así tenían dificultades para saber qué palabras debían señalar, y
qué oraciones subrayar. T o d o lo que Lucrecio decía parecíales
de igual importancia. Mr. Hutchins decidió que sería un buen
ejercicio para ellos escribir " s ó l o " las conclusiones a que llegara
Lucrecio, o las que tratara de probar en la próxima parte; " n o
nos digan", expresó, "qué es lo que Lucrecio piensa acerca de los
dioses o acerca de las mujeres, o qué es lo que ustedes piensan
de Lucrecio. Queremos el argumento condensado, y esto significa
que primero deben encontrar las conclusiones".
El argumento principal, en la sección que debían leer, era
una tentativa por demostrar que los átomos sólo diferían en for-
ma, tamaño, peso y velocidad de movimiento. N o tenían calida-
des en absoluto, ni colores, u olores, o tejidos. T o d a s las cali-
dades que experimentamos son enteramente subjetivas — e n nos-
otros más bien que en las cosas.
Las conclusiones podían haberse escrito en unas cuantas pro-
posiciones; pero ellos produjeron enunciados de toda índole. Su
fracaso para extraer conclusiones de todo lo demás no se debió
a la falta de práctica en la lógica. No tenían dificultades en seguir
la línea de un argumento una vez que se les presentara; pero de-
bían tener el argumento ya sacado del libro para verlo. N o eran
lectores suficientemente buenos todavía para hacerlo por sí mis-
mos. Cuando Mr. Hutchins realizó la tarea, ellos vieron cómo
los enunciados escritos en el pizarrón formaban un argumento.
Pudieron ver la diferencia entre las premisas —las razones o prue-
bas— y las conclusiones que éstas mantenían. Abreviando, había
que enseñarles a leer, no a razonar.
Repito, no tuvimos que enseñarles lógica o explicarles en
detalle qué era un argumento; podían reconocer cada uno en cuan-
to se lo ponían en el pizarrón en unas pocas exposiciones; pero
no podían encontrar argumentos en un libro, porque todavía no
habían aprendido a leer "activamente", a desligar las oraciones
importantes del resto, y a observar la ilación que mantenía el
autor. Al leer a Lucrecio como si fuese un periódico, era natural
que no estableciesen tales discriminaciones.

— 5 —

Supongamos ahora que ustedes han localizado las oraciones


principales. La regla exige otro paso: deben descubrir la proposi-
ción o las proposiciones que contiene cada una de estas oraciones.
Este es sólo otro modo de decir que deben saber qué significa la
oración. Ustedes descubren términos al descubrir qué significa
una palabra en un uso dado; del mismo modo descubren propo-
siciones al interpretar todas las palabras que forman la oración,
y, especialmente, sus palabras principales.
Evidentemente, no pueden hacer esto sí no saben algo de
gramática. Deben conocer el rol que desempeñan los adjetivos y
adverbios, cómo funciona el verbo en relación a los substantivos,
cómo las palabras y cláusulas modificantes restringen o amplían
el significado de las palabras que modifican, etcétera; deben poder
analizar una oración según las reglas de la sintaxis. He dicho ante-
riormente que iba a dar por descontado que ustedes sabían todo
esto de gramática. N o puedo creer que no lo sepan, aunque los
conocimientos que posean puedan haberse oxidado un tanto por
falta de práctica en los rudimentos del arte de leer.
Sólo hay dos diferencias entre encontrar los términos que
expresan las palabras, y las proposiciones en oraciones. Una es
que en el segundo caso se emplea un texto más grande. Se reúnen
todas las oraciones que la rodean para dominar la oración en
cuestión, tal como se usaron las palabras que la rodeaban para
interpretar una palabra en particular. En ambos casos, se procede
desde lo que ustedes entiendan a la elucidación gradual de lo que
es, al principio, relativamente ininteligible.
La otra diferencia reside en el hecho de que las oraciones
complicadas, por lo general, expresan dos o más proposiciones.
No está completa la interpretación de una oración importante
mientras no se hayan separado de ella todas las proposiciones
diferentes que contenga, aunque éstas sean afínes. La habilidad
para hacer esto se obtiene fácilmente. T o m e n alguna ora-
ciones complicadas que tiene este libro y traten de enunciar con
sus propias palabras cada una de las cosas que ailí se afirman.
Enumérenlas y relaciónenlas.
"¡Enuncíelas con sus propias palabras!" Esto sugiere la
mejor prueba que conozco para averiguar si ustedes han com-
prendido la proposición o las proposiciones en la oración. Si
cuando se les pide que expliquen lo que el autor quiere decir en
una oración en particular, todo lo que ustedes pueden hacer es
repetir sus mismas palabras, con algunas alteraciones de menor
cuantía en el orden en que las dicen, será bueno que sospechen
que no saben qué quiere significar. Idealmente, deberían poder
decir la misma cosa con palabras completamente diferentes. Al
ideal, por supuesto, es posible aproximarse gradualmente; pero
si no pueden omitir en absoluto las palabras del autor, se habrá
probado que "sólo palabras" han pasado de él a ustedes, " n o así
pensamientos o conocimientos". Conocen sus palabras, no su
mente. El trataba de comunicarles conocimientos, y ustedes sólo
recibieron palabras.
El proceso de traducción de un idioma extranjero al inglés
es muy indicado para ilustrar la prueba que he sugerido. Si uste-
des no pueden exponer, en una oración en inglés, lo que dice una
oración en francés, saben que no comprenden el significado del
francés. T a l traducción está por entero en el nivel literal, porque
aun cuando usted¿s hayan construido una réplica fiel en inglés,
todavía pueden no saber qué trataba de comunicar el autor de
la oración en francés. He leído una cantidad de traducciones que
revelan tal ignorancia.
Sin embargo, la traducción de una oración en inglés a otra
no es meramente literal. La nueva oración que ustedes han for-
mado no es una réplica literal de la original. Si es exacta, sólo
será fiel al pensamiento; es por esto que la mejor prueba a que
se puedan dedicar es la de hacer tales traducciones, si es que desean
estar seguros de haber captado la proposición, y no únicamente
tragado las palabras. Lo he experimentado innumerables veces con
estudiantes. Nunca falla cuando se quiere descubrir la falsifica-
ción de entendimiento. El estudiante que dice saber lo que el autor
quiere significar, pero que sólo puede repetir la oración del autor
para demostrarlo, no sería capaz de reconocer la proposición del
autor si se la presentasen con otras palabras.
El autor mismo puede expresar la misma proposición con
diferentes palabras en el curso de sus escritos. El lector que no ha
visto, a través de las palabras, la proposición que comunican, tra-
tará, probablemente, a las oraciones equivalentes como si fuesen
enunciadas de diferentes proposiciones. Imagínense a una perso-
na que no supiese que: "2 -f 2 = 4 y 4 — 2 = 2 " eran nume-
raciones escritas de la misma relación aritmética — la relación
de cuatro como el doble de dos, o de dos como la mitad de cuatro.
Tendrían que llegar a la conclusión de que aquella persona,
sencillamente, no entendió la ecuación. La misma conclusión es
aplicable por fuerza a ustedes, o a cualquier otra persona que no
puede explicar cuándo se hacen enunciados equivalentes de la
misma proposición, o a quien no puede ofrecer por sí mismo un
enunciado equivalente cuando dice entender la proposición que
una oración contiene.
Estos conceptos tienen relación con el problema de leer dos
libros sobre el mismo asunto. Con frecuencia, diferentes autores
dicen la misma cosa con distintas palabras, o cosas diferentes
usando casi las mismas palabras. El lector que no pueda ver, a
través del idioma, los términos y proposiciones, nunca llegará a
ser capaz de comparar tales obras afines. Por causa de sus dife-
rencias verbales, es probable que lea erróneamente a los autores
creyendo que están en desacuerdo, o que ignore sus verdaderas
diferencias a causa de las semejanzas verbales de sus enunciados.
Y o llegaría más lejos aún y diría que una persona que no puede
leer dos libros afines con discernimiento, no puede leer ninguno
de los dos por separado.
Hay otra prueba para determinar si ustedes entienden la pro-
posición en una oración que han leído. ¿Pueden señalar alguna
experiencia que hayan tenido que la proposición describa, o con
la cual la proposición esté relacionada de algún modo? ¿Pueden
ejemplificar la verdad general que ha sido enunciada refiriéndose
a algún ejemplo de ella en particular? A menudo es tan bueno
el imaginar un caso posible como informar sobre uno verdadero.
Si no pueden hacer nada en absoluto para ejemplificar o ilustrar
la proposición, ya sea imaginariamente o por referencias a suce-
sos verdaderos, deberían sospechar que n o saben lo que se está
diciendo.
Todas las proposiciones no son por igual susceptibles a esta
prueba. Puede ser necesario tener la experiencia especial que sólo
un laboratorio es capaz de proporcionar, para estar seguro de que
se han captado ciertas proposiciones científicas. Más adelante vol-
veremos a este punto en la discusión de lectura de libros cientí-
ficos; pero aquí, el punto principal está bien en claro. Las pro-
posiciones no existen en el vacío; se refieren al mundo en que
vivimos. Y a menos que puedan ustedes demostrar algún cono-
cimiento de hecho verdaderos o posibles a los cuales se refiere la
proposición, o es de algún modo pertinente, ustedes; se hallan
"jugando con palabras", no tratando con pensamientos y saber.
Les daré un ejemplo. Una proposición básica en metafísica
está expresada por las siguientes palabras: "Nada actúa excepto
lo que es actual". He oído a muchos estudiantes repetirme estas
palabras con un aire de sabiduría satisfecha. Han pensado que
estaban cumpliendo su deber para conmigo, y para con el autor,
con una repetición literal tan perfecta. Pero la farsa era demasiado
evidente. Primero les pediría yo que enunciasen la proposición
con otras palabras; rara vez podrían decir, por ejemplo, que si
algo no existe no puede hacer algo. Sin embargo, ésta es una
traducción directamente clara — clara, cuando menos, para cual-
quiera que comprendiese la proposición en la oración original.
Si no lograra obtener una traducción, les pediría que me
ejemplificaran la proposición. Si alguno de ellos me dijese que
la gente no huye de lo que es meramente posible — q u e un parti-
do de béisbol no se suspende a causa de "posibles" lluvias— yo
sabría de inmediato que la proposición había sido captada.
El vicio del "literalismo" puede definirse como un mal há-
bito de usar palabras sin cuidarse de los pensamientos que éstas
deberían comunicar y el conocimiento de las experiencias a que
5
ellas deberían referirse. Es jugar con palabras. C o m o las dos
pruebas que he sugerido lo indican, el "literalismo" es el pecado
que acosa a quienes no logran leer interpretativamente. Tales
lectores nunca lleg allá de las palabras; poseen lo que leen
como una memoria verbal que pueden recitar vacíamente. Por
extraño que parezca, una de las acusaciones hechas por educado-
res progresistas contra las artes liberales, es la de que éstas tien-
den al literalismo, cuando los hechos prueban claramente que es
el descuido en que la educación progresista tiene a las "tres erres"
el que trae exactamente ese resultado. El fracaso en la lectura —el
literalismo imperfecto—• de aquellos que no han sido instruidos
en las artes de la gramática y la lógica, demuestra cómo la falta
de tal disciplina da por resultado la esclavitud a manos de las pa-
labras, más bien que su dominio.

— 6 —

Hemos dedicado tiempo suficiente a las proposiciones. Ocu-


pémonos ahora de la tercera regla, que exige al lector que trate
de los conjuntos de oraciones. Dije, anteriormente, que había
una razón para no formular esta tercera regla que indica que el
lector debería encontrar los párrafos más importantes. La razón
es que no hay convenios establecidos entre escritores sobre cómo
construir párrafos. Algunos grandes escritores, tales como M o n -
taigne y Locke, escriben párrafos extremadamente largos; otros,
tales como Maquiavelo y Hobbes, los escriben relativamente bre-
ves. En la actualidad, bajo la influencia del estilo de periódicos
y revistas, la mayoría de los escritores tienden a cortar sus párra-
fos para acomodarse a la lectura rápida y fácil. Debo confesarles
que, en el curso de la escritura de este libro, a menudo he hecho
dos párrafos de lo que a mí me parecía ser mas naturalmente uno,
porque se me ha dicho que a la mayor parte de íos lectores les
gustan los párrafos breves. Este párrafo, por ejemplo, es proba-
blemente demasiado largo. Si yo hubiese deseado mimar a mis
lectores, habría comenzado uno nuevo con las palabras "Algunos
grandes escritores.
N o se trata meramente de una cuestión de extensión. El
punto fastidioso en este caso se refiere a la relación entre idioma
y pensamiento. La unidad lógica hacia la cual la tercera regla di-
rige nuestra atención es el argumento — u n a secuencia de proposi-
ciones, algunas de las cuales dan razón para otras—. Esta unidad
lógica no está únicamente relacionada con ninguna unidad de es-
critura reconocible, como los términos están relacionados con pa-
labras y frases, y las proposiciones con oraciones. U n argumento,
como hemos visto, puede ser expresado en una sola oración com-
plicada; o puede expresarse en un número de oraciones que son
sólo parte de un párrafo. Algunas veces un argumento puede co-
incidir con un párrafo, pero también puede suceder que un argu-
mento recorra varios párrafos.
Aun hay una dificultad. Hay muchos párrafos, en cual-
quier libro, que no expresan en absoluto ningún argumento —
tal vez ni siquiera una parte de alguno—. Pueden éstos consistir
en un conjunto de oraciones que detallan pruebas o que informan
sobre cómo las pruebas fueron obtenidas. Así como hay oraciones
que son de importancia secundaria, porque son simplemente di-
gresiones u "observaciones" margínales, también pueden haber
párrafos de esta índole.
Por todo esto, sugiero la siguiente regla; Encuentren, si
pueden, los párrafos en un libro que enuncie sus argumentos im-
portantes; pero si los argumentos no están así expresados, la ta-
rea de ustedes consiste "en construirlos", tomando una oración
de este párrafo, y una de aquél, hasta que hayan reunido en con-
junto la secuencia de oraciones que enuncian las proposiciones que
componen el argumento.
Luego que hayan descubierto las oraciones principales, la
construcción de los párrafos debería ser relativamente fácil. Hay
varios modos de hacerlo. Pueden apuntar en un anotador las pro-
posiciones que, juntas, forman un argumento; o pueden poner un
número en el margen, para indicar el lugar donde se presentan las
oraciones que deberían ser aunadas en una secuencia. Los autores
ayudan más o menos a sus lectores en este asunto de aclarar los
argumentos. Los buenos autores tratan de revelar, no de ocultar,
su pensamiento; sin embargo, ni siquiera todos los buenos autores
actúan del mismo modo. Algunos, tales como Euclides, Galileo,
Newton (autores que escriben en estilo geométrico o matemático),
se aproximan mucho al ideal de hacer de un sólo párrafo una uni-
dad demostrativa. Con la excepción de Euclides, no hay casi
ninguno que haga de cada párrafo un argumento. El estilo de la
mayoría de los que escriben en campos científicos, que no son
matemáticos, tiende a presentar dos o más argumentos en un solo
párrafo o hacer que un argumento recorra varios de ellos.
En la medida en que un libro esté más flojamente construido,
los párrafos tenderán a ser más difusos. Con frecuencia tienen
ustedes que buscar a través de todos los párrafos de un capítulo
para encontrar las oraciones que pueden construir en el enuncia-
do de un solo argumento. He leído libros que obligan a buscar en
vano, y algunos que ni siquiera fomentan dicha búsqueda.
U n buen libro, por lo general, se compendia a sí mismo a
medida que se desarrollan sus argumentos. Si el autor resume sus
argumentos, para beneficio de ustedes, al final de un capítulo, o
al final de una detallada sección, ustedes deberían ser capaces de
releer las páginas anteriores y encontrar los materiales que él hubo
reunido en el sumario. En El Origen de las Especies, Darwin
compendia todo su argumento, para el lector, en el último capítu-
lo, titulado "Recapitulación y conclusión". El lector que ha atra-
vesado el libro a fuerza de trabajo, merece esta ayuda. El que no
lo ha hecho, no puede hacer uso de ella.
Otra diferencia, entre un buen y un mal escritor, reside en
la omisión de pasos en un argumento. A veces éstos pueden ser
omitidos sin perjuicio ni inconvenientes, porque las proposiciones
omitidas pueden, generalmente, ser suplidas con los conocimientos
comunes de los lectores. Pero otras veces su omisión conduce a
conclusiones erróneas y hasta puede ser hecha con la intención de
engañar. Una de las artimañas más comunes entre oradores y
propagandistas consiste en dejar de decir ciertas cosas, cosas que
son de gran importancia para el argumento, pero que pueden
ser contradichas si se ponen en claro. Pese a que no esperamos tales
recursos en un autor honrado, cuya meta es instruirnos, no deja
de ser una meta sensata del bien leer cuidadosamente, dejar bien
en claro cada paso de un argumento.
Sea cual fuese la clase del libro, la obligación de ustedes, como
lectores, permanece inmutable. Si el libro contiene argumentos,
ustedes deben saber cuáles son, y esto compendiado. Cualquier
buen argumento puede ser resumido. Hay, por supuesto, argu-
mentos construidos sobre argumentos; en el curso de un análisis
detallado, una cosa puede probarse con el fin de probar otra, y
ésta puede a su vez ser usada para hacer una afirmación más aún.
Las unidades de razonamiento son, sin embargo, argumentos sim-
ples. Si pueden encontrarlos en cualquier libro que estén leyendo,
n o es probable que pasen por alto las oraciones más grandes.
Pueden ustedes objetar que todo esto es muy fácil decirlo,
pero que a menos que se sepa la estructura de un argumento, como
lo hace un lógico, ¿cómo puede esperarse encontrarlos en un libro,
o, peor aún, construirlos cuando el autor no los enuncia sólida-
mente en un solo párrafo?
Puedo responder a esto indicando por qué debe ser evidente
que ustedes no tienen que saber acerca de los argumentos " l o que
sabe un lógico". N o sé si, para bien o para mal, hay relativamente
pocos lógicos en el mundo. La mayoría de los libros que comu-
nican conocimientos y que pueden instruirnos, contienen argu-
mentos. Están destinados al lector común, no a los especialistas en
lógica.
Yo, por mi parte, no creo que la gran competencia lógica
sea necesaria para leer estos libros. Repito lo que dije anterior-
mente, que la natutaleza de la mente humana es tal que si actúa
durante el proceso de la lectura, si llega a una transacción con el
autor y capta sus proposiciones, también verá sus argumentos.
N o obstante, hay algunas cosas, que yo podría decir, que
les resultarán a ustedes útiles para poner en práctica esta tercera
regla. En primer lugar, se debe recordar que todo argumento ha
de involucrar una cantidad de enunciados. De éstos, algunos dan
las razones por las cuales ustedes deberían aceptar una conclusión
que el autor propone. Si ustedes encuentran primero la conclusión,
busquen luego las razones; si encuentran primero las razones, vean
a dónde conducen.
En segundo lugar, deben discernir entre la índole de argu-
mentos que señala a uno o más hechos en particular, como prueba
para alguna generalización, y la índole que ofrece una serie de
enunciados generales, para probar alguna generalización más.
Las proposiciones generales a las cuales se les llama evidentes por
sí mismas, o axiomas, son proposiciones que conocemos como
ciertas tan pronto como comprendemos sus términos. Tales pro-
posiciones son, en su esencia, derivadas de nuestra experiencia de
particulares.
Por ejemplo, cuando ustedes entiendan qué es cualquier
"todo físico", y cuando entiendan qué es lo que significa para
algo el ser parte de " t a l " todo, sabrán de inmediato que el todo
es mayor que cualquiera de sus partes. Por medio de la compren-
sión de tres términos — t o d o , parte y mayor q u e — conocerán de
inmediato una proposición verdadera. El paso más importante
para llegar a aquella verdad consiste en limitar el significado
de la palabra " t o d o " por medio de la calificación "físico". La
proposición de que el todo es mayor que una parte no es cierta para
toda índole de "todos". Pero cuando ustedes usen estas palabras
con significados restringidos, llegarán a términos que son eviden-
temente afines en cierto modo. L o que resulta evidente, de este
modo, es un axioma familiar, una proposición que los hombres
han admitido como verdadera durante muchos siglos.
Algunas veces, tales proposiciones son llamadas tautologías.
El nombre no tiene mayor importancia, salvo para indicar cómo
se siente acerca de la proposición cuya verdad es clara sin prueba
—una generalización que es argüida directamente de particula-
res—. Cuando en los tiempos modernos las verdades autoevidentes
han sido llamadas "tautologías", el sentimiento que las respalda
es, a veces, el de desdén por lo trivial, o una sospecha de prestídi-
gitación. Los conejos se extraen de un sombrero. Ustedes ponen
la verdad adentro al definir las palabras, y luego la sacan como
si estuvieran sorprendidos de encontrarla allí. Sin embargo, ten-
gan en cuenta que no es éste el caso. Limitar el significado de una
palabra no es definir una cosa; todos y partes son cosas, no pala-
bras; no las definimos; en realidad, no podemos hacerlo. L o que
hicimos fue limitar nuestras palabras de modo que se refiriesen
a un cierto tipo de cosa, con la cual estamos familiarizados. U n a
vez que esto fue hecho, descubrimos que sabíamos algo que nues-
tras palabras limitadas podían expresar.
En la literatura científica se observa la distinción entre la
prueba de una proposición por razonamiento, y su establecimiento
por experimento. Galileo, en su obra Dos Nuevas Ciencias, habla
de ilustrar, por experimentos, conclusiones a las cuales ya se ha
llegado por demostración matemática. Y en un capítulo final,
el gran filósofo Harvey escribe: "Ha sido demostrado por razón
y experimentos que la sangre por el latido de los ventrículos fluye
a través de los pulmones y corazón, y es bombeada hacia todo
el cuerpo". A veces es posible mantener una proposición, tanto
por el razonamiento de otras verdades generales, como por el
ofrecimiento de pruebas experimentales. A veces sólo es asequible
un método de argumento.
En tercer lugar, se debe observar qué es lo que el autor da
por sentado, qué dice que pueda comprobarse o presentar pruebas,
y qué es lo que no necesita ser probado, por ser evidente en sí
mismo. Puede tratar honestamente de decirles a ustedes cuáles son
sus suposiciones, o puede sólo (y con la misma honestidad), de-
jar que ustedes las encuentren por su cuenta. Evidentemente, todo
no puede probarse, así como todo no puede definirse. Si toda
proposición tuviese que ser probada, no podría llegarse a ninguna
prueba. Cosas tales como axiomas, o proposiciones de algún modo
provocadas por la experiencia, y suposiciones, o postulados, son
necesarias para la prueba de otras proposiciones.
Si estas otras son probadas, pueden, por supuesto, ser usa-
das como premisas en futuras pruebas.

Estas tres reglas de lectura —acerca de términos, proposicio-


nes, y argumentos— pueden encontrar su culminación en otra
regla, cuarta y final. Esta cuarta regla gobierna el último paso
en la segunda lectura de un libro. Aún más que esto, une a la
segunda lectura con la primera.
T a l vez ustedes recuerden que el último paso en la primera
lectura era el descubrimiento de los problemas principales que el
autor trataba de solucionar en el curso de su libro. Ahora bien:
después de que ustedes hayan llegado a una transacción con el
autor, captando sus proposiciones y argumentos, pueden controlar
lo que han descubierto contestando las siguientes preguntas:
¿Cuáles de los problemas que el autor "trató" de solucionar "lo-
gró" hacerlo? ¿En el curso de la solución de éstos, se embarcó
en otros nuevos? De los problemas que no logró solucionar,
antiguos o nuevos, ¿en cuáles supo el autor que había fracasado?
U n buen escritor, como un buen lector, debería saber si un pro-
blema ha sido solucionado o no, aunque puedo ver cómo podría
causarle al lector menos molestias el reconocer el fracaso.
Cuando sean ustedes capaces de responder a estas preguntas,
podrán sentirse razonablemente seguros de haber logrado com-
prender el libro. Si comenzaron con un libro que estaba por en-
cima de ustedes — y por consiguiente, uno que podía enseñarles
algo— han dado un gran paso adelante.
Más aún, están ahora capacitados para completar la lectura
del libro.
La tercera y última etapa de la tarea será relativamente fácil.
Han estado ustedes manteniendo sus ojos y mentes abiertos y
sus bocas cerradas. Hasta aquí, han seguido al autor. De aquí en
adelante, van a tener una oportunidad de discutir con el autor
y de expresarse ustedes mismos.

ir
CAPÍTULO XII

EL CEREMONIAL DE LA C O N T R A D I C C I Ó N

Al finalizar el capítulo anterior dije que habíamos recorrido


un largo camino. Hemos aprendido lo que se espera de nosotros
en la primera lectura de un libro; ésta es la lectura en la cual ana-
lizamos la estructura del libro. También hemos aprendido cuatro
reglas para llevar a cabo una segunda lectura del mismo libro
— u n a lectura interpretativa—. Las cuatro reglas son; (1) llegar
a una transacción con el autor al interpretar sus palabras básicas;
(2) captar las proposiciones importantes del autor mediante la
búsqueda de sus oraciones importantes; (3) conocer los argumen-
tos del autor, encontrándolos en secuencias de oraciones, o cons-
truyéndolos con dichas secuencias; (4) determinar, entre sus pro-
blemas, cuáles solucionó el autor y cuáles no, y de estos últimos,
decidir cuáles supo el autor que n o había logrado solucionar.
Ahora están ustedes en condiciones de leer del tercer modo
el mismo libro. Aquí recibirán la recompensa de todos los esfuer-
zos que realizaron anteriormente.
Leer u n libro es como una especie de conversación. Ustedes
pueden creer que no es así, porque el autor lo dice todo y a uste-
des no les queda nada por decir. Si lo creen así no se dan cuenta
de las oportunidades y obligaciones de u n lector.
En realidad, el lector tiene la última palabra. El autor ha
dicho lo que deseaba, y entonces le toca el turno al lector. La
conversación entre u n libro y su lector podrá parecer algo m u y
ordenado, con cada parte hablando por turno, sin interrupciones,
etcétera. Sin embargo, si el lector es indisciplinado y descortés,
puede ser todo menos ordenado. El pobre autor no puede defen-
derse. N o puede decir: " ¡ E h ! , aguarden a que yo acabe, para
comenzar a discrepar conmigo". N o puede protestar porque el
lector no haya comprendido el verdadero sentido de sus palabras.
Las conversaciones corrientes entre personas que se enfren-
tan son buenas sólo cuando se mantienen decentemente. N o estoy
pensando meramente en la decencia según los convencionalismos
sociales, en lo que a cortesía se refiere. Hay, además, un proto-
colo intelectual que debe ser observado. $in él, la conversación
es una guerra de palabras, en lugar de ser una comunicación prove-
chosa. Naturalmente, aquí doy por descontado que la conversa-
ción es acerca de un asunto grave sobre el cual puede estarse, o no,
de acuerdo. Entonces es importante que los que la mantienen se
conduzcan bien. De otro modo, no se obtienen beneficios de esta
empresa. El beneficio de la buena conversación reside en lo que
de ella se aprende.
Lo que reza con la conversación común es más aplicable aún
a la situación un tanto especial, en la que un libro le ha hablado
al lector y el lector le responde. Por el momento, daremos por
sentado que el autor es bien disciplinado; puede deducirse que ha
conducido bien su parte de conversación en el caso de los grandes
libros. ¿Qué "puede" hacer el lector para estar a la recíproca?
¿Qué "debe" hacer para mantener bien sus teorías?
El lector tiene una obligación así como una oportunidad
de responder. La oportunidad es bien evidente. Nada puede evi-
tar que el lector abra juicio. Las raíces de la obligación, sin em-
bargo, están un poco más profundas en la naturaleza de las rela-
ciones entre libros y lectores.
%

Si un libro pertenece a la índole de los que comunican cono-


cimientos, el fin del autor era instruir. Ha tratado de enseñar;
ha tratado de convencer o de persuadir a su lector acerca de algo.
Sus esfuerzos son coronados por el éxito sólo si el lector dice fi-
nalmente: "He sido enseñado. Usted me ha convencido de que tal
y tal cosa es verdad, o me ha persuadido de que es probable".
Pero aun si el lector no está convencido o persuadido, la inten-
ción y el esfuerzo del autor deberían respetarse. El lector le debe
un juicio considerado; si no puede decir "Estoy de acuerdo",
debe cuando menos tener una base para disentir o para suspen-
der su juicio sobre el asunto.
Sólo digo que un buen libro merece ser leído activamente.
La actividad en la lectura no concluye con la tarea de compren-
der lo que un libro dice. Debe ser completada con la tarea de
crítica, de juicio. El lector pasivo peca contra este requisito, pro-
bablemente más aún que contra las reglas de análisis e interpre-
tación. N o sólo no realiza esfuerzos para comprender; descarta
u n libro dejándolo simplemente de lado u olvidándolo. Hace
algo peor que alabarlo tímidamente: lo condena al no hacerle
consideraciones críticas de ninguna índole.
2 —

Lo que quiero significar con responder, como podrán ver


ahora, no es algo independiente de la lectura. Es el tercer modo
en que un libro debe ser leído. E n este caso, como en el caso de
las otras dos lecturas, existen reglas. Algunas de éstas son máxi-
mas generales de etiqueta intelectual. Nos ocuparemos de ellas en
este capítulo; otras son criterios más determinados para definir
los puntos de crítica, y serán discutidos en el próximo capítulo.
Hay una tendencia a pensar que un buen libro se halla por
encima de la crítica del lector común. El lector y el autor no son
iguales. El autor sólo puede ser juzgado por un jurado formado
por sus iguales. Recuerden la recomendación de Bacon al lector:
"Lean, no para contradecir y refutar; no para creer y dar por
supuesto; no para encontrar temas de conversación y de racio-
cinio; sino para pesar y considerar". Sir Walter Scott reprende
aún más directamente a aquellos que leen para dudar o leen para
escarnecer.
Hay aquí algo de verdad, como lo veremos, pero no me place
el halo de impecabilidad que así rodea a los libros, y la falsa
piedad que ésta engendra. Los lectores pueden no asemejarse a
niños, en el sentido en que los grandes autores pueden enseñarles,
pero esto no significa que no se les deba prestar atención. Estoy
seguro de que Cervantes tenía razón cuando decía: " N o hay libro
tan malo que no se le pueda encontrar algo bueno". Sin embar-
go, creo que no existe un libro tan bueno que en él no pueda
hallarse una falta.
Es cierto que un libro capaz de ilustrar a sus lectores, y en
este sentido es su superior, no debería ser criticado por ellos hasta
que lo comprendiesen. Cuando así lo hagan, se habrán elevado
casi hasta igualarse con el autor. Ahora se encuentran en condi-
ciones de ejercer los derechos y privilegios de su nueva posición.
A menos que ejerzan ahora sus facultades críticas, le están hacien-
do una injusticia al autor. El ha hecho lo que ha podido para
poner a sus lectores a su mismo nivel, y es digno de que ellos
actúen como iguales suyos, de que traben conversación con él,
de que le respondan.
Como lo indiqué anteriormente, por lo general la docilidad
es confundida con la subordinación. (Tenemos una tendencia a
olvidar que la palabra "dócil" se deriva de la raíz latina que
significa enseñar o ser enseñado). U n a persona es erróneamente
considerada dócil si es pasiva y manejable. Por el contrario, la
docilidad es la virtud extremadamente activa de ser enseñable.
Nadie que no ejerza libremente su poder de juzgar con indepen-
dencia puede ser realmente enseñable. El lector más dócil es, por
lo consiguiente, el más crítico. Es el lector que finalmente respon-
de a un libro con el mayor esfuerzo para decidir su opinión sobre
los asuntos que el autor ha tratado.
Digo "finalmente", porque la docilidad requiere que un
maestro sea oído por completo y, más aún que eso, comprendido
antes de ser juzgado. También debería agregar que una cantidad
de esfuerzo no es un criterio adecuado de docilidad por sí sólo.
El lector debe saber juzgar un libro, así como debe saber llegar
a un entendimiento de su contenido. Este tercer grupo de reglas
para la lectura es una guía para la última etapa del ejercicio disci-
plinado de la docilidad.
Hemos encontrado en todas partes una cierta reciprocidad
entre el arte de enseñar y el de ser enseñado, entre la destreza del
autor, que lo convierte en un escritor considerado, y la del lector
que lo induce a manejar un libro con consideración. Hemos visto
cómo los mismos principios de gramática y lógica son la razón
fundamental de las reglas del bien escribir, así como de las reglas
del bien leer. Las reglas que hemos tratado hasta ahora se refieren
al logro de inteligibilidad por parte del escritor, y de comprensión
por parte del lector. Este último grupo de reglas sobrepasa al
entendimiento para llegar al juicio crítico. Aquí es donde la re-
tórica entra en juego.
Hay, por supuesto, muchas ocasiones de usar la retórica. Por
lo general pensamos en ella en relación con el orador o con el
propagandista. Pero en su significado más común, la retórica está
involucrada en toda situación en la cual la comunicación tiene
lugar entre hombres. Si nosotros somos los oradores, deseamos
no sólo que nos entiendan, sino también que estén de acuerdo
con nuestras palabras, en algún sentido. Si nuestro propósito es
serio al tratar de comunicar algo, deseamos convencer o persuadir
—más exactamente, convencer— acerca de asuntos teóricos y per-
suadir acerca de asuntos que en su esencia afectan a la acción o
al sentimiento.
Para ser igualmente serios al recibir tal comunicación, se
debe ser no sólo un agente interesado, sino también responsable.
Se es interesado cuando se sigue lo que ha sido dicho y se nota
la intención que impulsa a decirlo. Pero también se tiene la res-
ponsabilidad de tomar una posición. Cuando ustedes la toman,
es de ustedes, no del autor. Considerar responsable de sus juicios
a alguien que no sea ustedes, es ser un esclavo, no un hombre libre.
Por parte del orador, o del escritor, la habilidad retórica con-
siste en saber cómo convencer o persuadir. Puesto que éste es el
fin último a tener en cuenta, todos los otros aspectos de comuni-
cación deben servirle. La habilidad gramatical y lógica para escri-
bir clara e inteligiblemente tiene virtud en sí misma, pero es tam-
bién un medio para llegar a un fin. Recíprocamente, por parte
del lector u oyente, la habilidad retórica consiste en saber cómo
reaccionar ante cualquiera que trate de convencernos o persuadir-
nos. Aquí, la habilidad gramatical y lógica, que nos capacita para
comprender lo que se dice, también prepara el terreno para una
reacción lógica.

— 3 —

De este modo ven ustedes cómo las tres artes, gramática, ló-
gica, y retórica, cooperan para regular los procesos de leer y es-
cribir. La habilidad en las primeras dos lecturas proviene de una
maestría en la gramática y en la lógica. La habilidad en la tercera
depende del arte restante. Las reglas de esta tercera lectura se apo-
yan en los principios de retórica, concebidos en su más amplio
sentido. Las consideraciones como un código de etiqueta para
hacer al lector, no sólo cortés, sino efectivo en sus respuestas.
Probablemente ustedes también verán qué es lo que será la
primera regla. Ya lo he insinuado varias veces. Es sencillamente
que no deben ustedes comenzar a responder hasta que hayan escu-
chado atentamente y estén seguros de haber comprendido. Hasta
que estén honestamente satisfechos de haber llevado a cabo la dos
primeras lecturas, no deberían sentirse en libertad de expresarse.
Cuando lo hayan hecho, no sólo pueden abrir juicio crítico, sino
que deben hacerlo.
Esto significa que la tercera lectura debe seguir siempre, a
su debido tiempo, a las otras dos. Ya han visto ustedes cómo
las dos primeras lecturas se compenetran entre sí. Son separadas
en tiempo, sólo para el principiante, y aún puede éste combinar-
las de alguna manera. Ciertamente, el lector experto puede descu-
brir el contenido de un libro al analizar el todo en sus partes y,
al mismo tiempo, al construir el todo con sus elementos de pensa-
miento y conocimiento, sus términos, proposiciones y argumentos.
106 M O R T I M E R J. A D L E R

Pero el experto, al igual que el principiante, debe aguardar hasta


que comprenda antes de criticar con justicia.
Volveré a exponer esta primera regla de lectura crítica del
siguiente modo: "Ustedes deben ser capaces de decir, con una
certeza razonable, "comprendo", antes de que puedan decir cual-
quiera de las cosas siguientes: "estoy de acuerdo", o "disiento",
o "suspendo juicio". Estas tres observaciones agotan todas las
posiciones críticas que puedan ustedes adoptar. Espero n o haber
cometido el error de suponer que criticar es siempre disentir. Esta
es una mala interpretación, desgraciadamente muy común. Estar
de acuerdo es tan ejercicio de juicio crítico, por parte de ustedes,
como disentir. Pueden estar justamente tan equivocados al asentir
como al disentir. Asentir sin comprender es de mentecatos. Di-
sentir sin comprender es impúdico.
Aunque pueda no resultar tan evidente al principio, la sus-
pensión de juicio es también un acto de crítica. Es adoptar la p o -
sición de que algo no ha sido demostrado.
Esta regla parece dictada por el sentido común de un modo
tan evidente que puede extrañarles a ustedes el que y o me haya
tomado la molestia de exponerla tan claramente. T e n g o dos ra-
zones. E n primer lugar, muchas personas cometen el error, antes
mencionado, de identificar a la crítica con el desacuerdo. E n se-
gundo lugar, aunque esta regla parece evidentemente sensata, mi
experiencia me dice que pocas personas la observan en la práctica.
A semejanza de la regla de oro, ésta exige más servicio labial que
obediencia inteligente.
He tenido la experiencia compartida por todos los autores,
de sufrir los juicios de críticos que no se sintieron obligados a
realizar en primer término la primera lectura. El crítico piensa
con demasiada frecuencia que n o tiene que ser lector, desde que es
juez. También me ha sucedido, al dictar conferencias, tanto en
la universidad como en plataformas públicas, que se me hayan
hecho preguntas críticas que n o estaban basadas en nada de lo que
yo había dicho: (por una "pregunta crítica" quiero significar
ese recurso retórico por medio del cual alguien entre el público
trata de "arrancar la careta" al orador). Y tal vez recuerden us-
tedes una ocasión en la cual alguien le dijo a un orador: de um
resuello o cuando más de dos. " Y o no sé qué es lo que usted
quiere decir, pero creo que está usted equivocado".
He aprendido gradualmente que n o tiene objeto responder
a críticas de esta índole. Lo único cortés que se puede hacer es
pedirles que expongan, en nombre de ustedes, la posición que es-
tán desafiando, y a la que creen tener derecho; si no pueden
hacerlo satisfactoriamente, si n o pueden repetir lo que ustedes han
dicho "con sus propias palabras", ustedes sabrán que no han en-
tendido, y estarán enteramente justificados al ignorar sus críticas.
Estas no vienen al caso y están fuera de lugar, como deben estarlo
todas las que no se basen sólidamente en el entendimiento. Cuan-
do ustedes encuentren a la persona extraordinaria, que demuestre
que entiende lo que ustedes están diciendo tan bien como ustedes
mismos, entonces podrán gozar con su aprobación, o preocuparse
seriamente sí ella disiente.
En años de leer libros con estudiantes, he descubierto que
esta regla es más honrada en la violación que en la observancia.
Los estudiantes que, sencillamente, no saben qué dice el autor,
parecen no hesitar en erigirse en sus jueces. N o sólo disienten con
algo que no comprenden, sino — l o que es igualmente malo—,
que a menudo están de acuerdo con una posición que no pueden
expresar inteligiblemente por su cuenta. Su discusión, como su
lectura, es toda palabras, palabras, palabras. Cuando el entendi-
miento no se halla, presente, las afirmaciones y las negaciones
son igualmente carentes de sentido e inteligencia. Ni tampoco
una posición de duda o despego denota más inteligencia en un
lector que no sabe acerca de qué está suspendiendo juicio.
Aún hay otros puntos que tener en cuenta, en lo que con-
cierne a la observancia de esta regla. Si ustedes están leyendo un
gran libro deberían hesitar antes de decir "comprendo". Se su-
pone que tendrían que trabajar muchísimo antes de poder hacer
esa declaración con toda honradez y certeza. Por supuesto, uste-
des deben ser sus propios jueces en este asunto, y esto hace que
la responsabilidad sea mayor aún.
Decir " n o comprendo", es, naturalmente, abrir un juicio
crítico, pero sólo después de que hayan tratado de esforzarse lo
más que puedan se refleja éste, en el libro más que en ustedes mis-
mos. Si han hecho todo lo que de ustedes podía esperarse y to-
davía no entienden, esto puede atribuirse a que el libro sea in-
comprensible. La presunción es, sin embargo, en favor del libro,
especialmente si es éste un gran libro. Al leer grandes libros, el
fracaso en el entendimiento es, por lo general, culpa del lector.
Por consiguiente ésie se ve obligado a proseguir con la tarea de las
primeras dos lecturas durante un largo lapso antes de comenzar
la tercera. Cuando ustedes dicen " n o comprendo", presten aten-
ción al tono de su voz. Estén seguros de que éste admite la po-
sibilidad de que la culpa no sea del autor.
Hay otras dos condiciones bajo las cuales la regla exige un
cuidado especial. Si ustedes están leyendo sólo una parte del libro,
es más difícil estar seguros de que entienden, y, por lo tanto,
deberían vacilar mis antes de criticar. Algunas veces un libro está
relacionado con otros del mismo autor, y depende de ellos para
su significado total. En esta situación, también, deberían ustedes
ser más circunspectos al decir "entiendo", y más lentos para em-
puñar su lanza crítica.
El mejor ejemplo de impetuosidad, en lo que a esto último
se refiere, lo ofreceii los críticos literarios que han estado o no de
acuerdo con La Poética, de Aristóteles, sin comprender que los
principios más importantes en el análisis de la poesía de Aristó-
teles dependen, en parte, de puntos hechos en otras de sus obras,
sus tratados sobre psicología, lógica y metafísica. Han asentido
y disentido sin comprender de qué se trataba.
Lo mismo reza con otros escritores, tales como Platón y
Kant, Adam Smith y Carlos Marx, quienes no han sido capaces de
decir todo lo que pensaron o supieron en una sola obra. Los que
juzgan a La Crítica de la Razón Pura, de Kant, sin leer su Crí-
tica de la Razón Política, o la Riqueza de las Naciones, de Adam
Smith, sin leer su Teoría de los Sentimientos Morales; o El Ma-
nifiesto Comunista sin El Capital, de Marx, tienen muchas pro-
babilidades de asentir o de disentir con algo que no entienden
totalmente.

La segunda máxima general de lectura crítica es tan obvia


como la primera, pero, sin embargo, necesita ser enunciada clara-
mente por la misma razón. Esta es que: "no tiene objeto el ganar
un argumento si ustedes saben o sospechan que están equivoca-
dos". Prácticamente puede, por supuesto, dicho triunfo colocarles
en una posición prominente en el mundo por un corto tiempo.
Pero a la larga, la honradez es la mejor política.
Enunciada de este modo, aprendí la máxima, de labios de
Mr. Beardsley Ruml, en la época en que éste era decano de la
"División de ciencia social" en Chicago. La expuso a la luz de
muchas tristes experiencias, tanto en el mundo académico como
fuera de él. Desde entonces se ha convertido en un líder del m u n d o
mercantil y todavía sigue viendo confirmada su teoría, de que
muchas personas piensan que una conversación es una ocasión
para el engrandecimiento personal. Creen que lo que interesa es
ganar una discusión, no aprender una verdad.
Aquel que considera a la conversación como una batalla sólo
puede ganar siendo un antagonista, sólo estando en desacuerdo
exitosamente ya sea que tenga razón o que esté equivocado. El
lector que encara un libro con este espíritu, lee sólo para encon-
trar algo con qué disentir. Para el disputador y el contencioso,
siempre hay un hueso que roer. N o tiene importancia que el
hueso sea, en realidad, una astilla del hombro de su contrincante.
Lo que busca es un casas belli —como un incidente en el Lejano
Oeste o en la Europa Central.
Ahora bien, en una conversación que el lector mantiene con
un libro en la intimidad de su propio estudio, no hay nada que
le impida ganar la controversia. Puede dominar la situación; el
autor no está allí para defenderse. Si todo lo que desea es la fri-
vola satisfacción de pensar que desenmascara al autor, puede dár-
sela fácilmente. Apenas tiene necesidad de leer todo el libro para
encontrar una oportunidad. Una ojeada a las primeras páginas
le bastará.
Pero si se da cuenta de que el único beneficio de la conver-
sación con maestros vivos o muertos, se deriva de lo que se pueda
aprender de ellos; si comprende que sólo se gana obteniendo co-
nocimientos, n o humillando al contrincante, puede ver la futili-
dad del espíritu de contradicción. N o digo que un lector n o debie-
se, en el fondo, estar en desacuerdo y tratar de demostrar dónde
está equivocado el autor. Sólo digo que debería estar tan prepa-
rado para asentir como para disentir. Cualquiera de las dos cosas
que haga deberían estar motivadas por una sola consideración
•—los hechos y la verdad en lo que a ello se refiere.
Aquí se requiere algo más que honradez. Se sobreentiende
que un lector debería admitir un punto cuando lo ve; pero tam-
poco debería "sentirse" vapuleado al tener que estar de acuerdo
con el autor en lugar de disentir. Si se siente así, es crónicamente
sentencioso. A la luz de esta segunda máxima, le aconsejaría vi-
sitar a un psicoanalista antes de tratar de leer muchas lecturas
serias.
La tercera máxima está relacionada íntimamente con la se-
gunda. Enuncia otra condición previa al comienzo de la crítica;
recomienda "que se considere a los desacuerdos como soluciona-
bles". Mientras que la segunda regla les exigía a ustedes no di-
sentir "disputadoramente", ésta otra les previene contra el des-
acuerdo "sin esperanza". Uno se siente desesperanzado acerca de
la fecundidad de la discusión si no reconoce que todos los hombres
racionales pueden entenderse. Noten que dije "pueden entender-
se". N o dije que todos los hombres racionales "se entienden".
Digo que aún cuando no se entiendan, pueden hacerlo. Y lo que
estoy tratando de dejar sentado es que el desacuerdo es una agi-
tación fútil, si no se encara con la esperanza de que pueda condu-
cir a la resolución del problema.
Estos dos hechos —que los hombres no se entienden y que
pueden entenderse— emanan de la complejidad de la naturaleza
humana. Los hombres son animales racionales; su racionalidad es
la fuente de su poder para concordar. Su animalidad, y las imper-
fecciones de su razón que ésta origina, son la causa de la mayoría
de los desacuerdos que tengan lugar. Hay criaturas de pasión y
de prejuicio. El idioma que deben usar para comunicarse es un
medio imperfecto, nublado por la emoción y coloreado por el in-
terés, así como inadecuadamente transparente para el pensamiento.
Sin embargo, en la medida en que los hombres son racionales,
estos obstáculos para su mutua comprensión pueden ser vencidos.
La índole de desacuerdo que es sólo aparente y deriva de errores
de interpretación es, por cierto, curable.
Hay, por supuesto, otra clase de desacuerdo, que es debido
a desigualdades de conocimiento. El ignorante disiente a menudo
tontamente con el instruido acerca de asuntos que sobrepasan sus
conocimientos. El más instruido, sin embargo, tiene derecho a
criticar errores cometidos por aquellos que carecen de conocimien-
tos pertinentes. Los desacuerdos de esta índole también pueden ser
corregidos. La desigualdad de conocimientos es también curable
por medio de la instrucción.
En otras palabras, digo que todos los desacuerdos humanos
pueden ser solucionados por medio de la eliminación de malas inte-
ligencias o de la ignorancia. Ambas curas son siempre posibles,
aunque a veces resulten difíciles. Por lo tanto, el hombre que, a
cualquier altura de la conversación, disiente, debería cuando me-
nos tener la esperanza de llegar a un acuerdo al final. Debería
estar tan preparado para cambiar de opinión como para tratar
de que otro la cambiase. Siempre debería tener presente la posi-
bilidad de no comprender bien, o de que en algún punto es igno-
rante. Nadie que considere a un desacuerdo como una ocasión para
enseñar a otro debería olvidar que también es una ocasión de ser
enseñado.
Pero la dificultad reside en que mucha gente considera a los
desacuerdos como no relacionados con enseñar o ser enseñado.
Creen que todo es sólo cuestión de opiniones. Y o tengo la mía.
Ustedes tienen la suya. Nuestro derecho a tener nuestras opinio-
nes es tan inviolable como nuestro derecho a la propiedad pri-
vada. Bajo tal punto de vista, la comunicación no puede ser pro-
vechosa si el beneficio a obtener es un aumento de conocimientos.
La conversación es apenas algo mejor que un partido de ping-
pong de opiniones contrarias, un partido en el cual nadie lleva
cuenta de los tantos, nadie gana, y todos están satisfechos por-
que concluyen manteniendo las mismas opiniones con que co-
menzaron.
Yo no puedo pensar así. Creo que los conocimientos deben
ser comunicados y que la discusión puede acabar en aprendizaje.
Si es saber, y no opinión, lo que está en juego, el desacuerdo es
sólo aparente, y desaparecerá al llegar a una transacción y a una
reunión de mentes; o, si es real, entonces los problemas geñuinos
pueden siempre ser resueltos — a la larga, por supuesto— hacien-
do un llamamiento a los hechos y a la razón. La máxima de la
racionalidad en lo que respecta a los desacuerdos es ser paciente
a la larga. Digo, en síntesis, que los desacuerdos son asuntos dis-
cutibles. Y un argumento es vacío y maligno si no se comienza
sobre la suposición de que hay una verdad asequible, la cual,
cuando es alcanzada por la razón a la laz de toda la evidencia
pertinente, resuelve los problemas originales.
¿Cómo se aplica esta tercera máxima a la conversación entre
lector y autor? Esta trata de la situación en la cual el lector se
halla al disentir con algo en un libro; requiere que primero esté
seguro de que el desacuerdo no se debe a una mala inteligencia.
Supongamos que el lector ha tenido el cuidado de observar la
regla que establece que él no debe comenzar una lectura crítica
hasta que entienda, y esté, por consiguiente, satisfecho al ver que
no hay en este caso malos entendidos. Y luego ¿que?
Esta máxima le exige entonces que distinga entre conocí-
mientos y opinión, y que considere a un problema que concierne
al conocimiento como algo solucionable. Si continúa más adelan-
te con el asunto, puede ser instruido por el autor sobre puntos
que alterarán sus conceptos. Si aquello no sucediese, puede verse
justificado en su crítica, y, metafóricamente cuando menos, ser
capaz de instruir al autor. Puede por lo menos tener la esperanza
de que si el autor estuviese vivo y presente, su opinión podría ser
cambiada.
T a l vez ustedes recuerden algo que fue dicho en el capítulo
anterior. Si un autor no da razones para sus proposiciones, éstas
sólo pueden ser tratadas como expresiones de opinión por parte
suya. El lector que no distingue entre la exposición razonada de
conocimientos y la insulsa expresión de opiniones, no está leyendo
para aprender. Cuando más, está interesado en la personalidad
del autor y usa el libro como un caso de historia. T a l lector, por
supuesto, ni estará de acuerdo ni disentirá; n o juzgará el libro
sino el hombre.
Si, no obstante, el lector está fundamentalmente interesado
en el libro y no en el hombre —si, tratando de aprender, busca
conocimientos y no opiniones— debería tomar en serio sus obli-
gaciones críticas. La distinción entre conocimientos y opinión es
aplicable a él, así como al autor. El lector debe hacer más que
abrir juicios de acuerdo o desacuerdo. Debe dar razones. En el
primero de los casos, naturalmente, basta con que comparta acti-
vamente las razones del autor sobre el punto acerca del cual están
ambos de acuerdo. Pero cuando disiente, debe dar sus propios
motivos para hacerlo así. De otro modo, está tratando a un asunto
de conocimientos como si fuera de opinión.
Compendiaré ahora las tres máximas generales que he trata-
do. Las tres juntas enuncian las condiciones de una lectura crítica
y la manera en la cual el lector debería proceder a contestar.
La primera exige del lector que complete la tarea de enten-
dimiento antes de entrar precipitadamente en la lectura. La se-
gunda le ruega que no sea disputador o contencioso. La ter-
cera le pide que encare los desacuerdos sobre asuntos de conoci-
mientos como algo remediable. Llega más lejos aún: le ordena
que dé razones para sus discrepancias de modo tal que los pro-
blemas no sean meramente enunciados, sino también definidos.
Es en esto que reside toda la esperanza de resolverlos.
CAPÍTULO XIII

L A S COSAS Q U E E L L E C T O R P U E D E D E C I R

L o primero que un lector puede decir es que entiende o que


n o entiende. E n realidad, debe decir que entiende, con el objeto
de decir más. Si n o entiende, debe tener paciencia y volver a leer
dos veces el libro.
H a y una excepción a la severidad de la segunda alternati-
va. " N o entiendo" puede ser, en sí, una observación crítica. Para
que así lo sea, el lector debe ser capaz de mantenerla. Si la falta
reside en el libro más bien que en él mismo, el lector ha de loca-
lizar los orígenes de la dificultad. Debe poder demostrar que la
estructura del libro es desordenada, que sus partes n o tienen cohe-
sión, que algo en éste carece de pertinencia. O, tal vez, que el
autor se equivoca en el uso de palabras importantes, con toda una
cadena de confusiones que esto trae como consecuencia. En la
medida en que un lector pueda mantener su cargo de que un libro
es ininteligible, n o tiene más obligaciones críticas.
Supongamos, sin embargo, que ustedes están leyendo u n
buen libro. Esto significa que es un libro relativamente inteligi-
ble. Y supongamos que, finalmente, pueden decir "entiendo". Si
además de entender el libro, están ustedes totalmente de acuerdo
con lo que dice el autor, la tarea ha concluido; ustedes han sido
ilustrados y convencidos, o persuadidos. Es evidente que sólo
tendremos pasos adicionales por considerar, en el caso de discre-
pancia o suspensión de juicio. El primero es el caso más común.
Nos ocuparemos especialmente de él en este capítulo.
E n la medida en que los autores arguyen con sus lectores
— y esperan de sus lectores que a su vez les contesten—, el buen
lector debe estar familiarizado con los principios del argumento.
Debe ser capaz de mantener una controversia cortés, así como in-
teligente. Es por esto que un capítulo de tal índole resulta necesa-
rio en un libro sobre lectura. N o simplemente "siguiendo" los
argumentos de un autor, sino también "encontrándolos", puede
el lector llegar finalmente a un acuerdo o desacuerdo importante
con sus autores.
El significado del acuerdo y desacuerdo merece un momento
más de consideración. El lector que llega a una transacción con
un autor y capta sus proposiciones y razonamientos, está en rap-
pott con la mente del autor. E n realidad todo el proceso de in-
terpretación está encaminado a un encuentro de mentes mediante
el idioma. Puede describirse el entendimiento de un libro como
una especie de acuerdo entre escritor y lector. Están de acuerdo
acerca del uso del idioma para expresar ideas. P o r este acuerdo,
el lector puede ver, a través del idioma del autor, las ideas que
éste trata de expresar.
Si el lector entiende un libro, ¿cómo puede disentir con él?
La lectura crítica le exige que se decida; pero su mente y la del
autor se han identificado a través de su éxito al entender el libro.
¿Qué mente le queda para resolver independientemente?
Hay algunas personas que cometen el error que motiva esta
aparente dificultad. N o logran distinguir entre los dos sentidos
de "acuerdo". En consecuencia, suponen erróneamente que donde
hay entendimiento entre hombres, el desacuerdo es imposible.
Dicen que todo desacuerdo se debe simplemente a malas inteli-
gencias.
El error se corrige en cuanto recordamos que el autor está
abriendo juicios sobre el mundo en que vivimos. Sostiene que nos
está dando conocimientos teóricos acerca del modo en que las cosas
existen y se comportan, o conocimientos prácticos acerca de lo
que debe hacerse. Evidentemente, puede estar en lo cierto o equi-
vocado. Su pretensión está sólo justificada en la medida en que
hable verídicamente, o diga lo que es probable a la luz de la
evidencia; de otro modo, su pretensión es infundada.
Si ustedes dicen, por ejemplo, que "todos los hombres son
iguales", puede interpretarse que quieren decir que todos los hom-
bres están igualmente dotados, al nacer, de inteligencia, fuerza,
y otras habilidades. A la luz de los hechos, según yo los conozco,
estoy en desacuerdo con ustedes; creo que están equivocados. Pero
supongo que les he entendido mal. Supongo que con estas pala-
bras quisieron significar que "todos los hombres deberían tener
los mismos derechos políticos". M i desacuerdo estuvo fuera de
lugar porque interpreté mal lo que ustedes significaron. Ahora
supongamos que el error está subsanado; quedan aún dos alter-
nativas. Puedo asentir o disentir, pero si ahora disiento hay un
verdadero problema entre nosotros. Comprendo la posición po-
lítica de ustedes, pero mantengo una posición contraria.
Los problemas referentes a hechos o costumbres —proble-
mas acerca del m o d c en que las cosas son o deberían ser— son
reales solamente cuando están basados en un entendimiento mutuo
de lo que se está diciendo. U n acuerdo acerca del uso de las pala-
bras es la condición absolutamente indispensable para un acuerdo
o desacuerdo auténtico acerca de los hechos en discusión. Es a
causa de (y no pese a) el encuentro de ustedes con la mente
del autor por medio de una sensata interpretación de su libro,
que pueden decidirse sobre sí deben convenir con la posición que
él ha adoptado, o disentir con ella.

_ 2 —

Consideremos ahora la situación en la cual, habiendo dicho


ustedes que entienden, comienzan a disentir. Si han tratado de
obrar de acuerdo con las máximas enunciadas en el capítulo an-
terior, disienten porque creen que puede demostrarse que el autor
está equivocado en algún punto. N o están sencillamente voceando
sus prejuicios o expresando sus emociones.
En una época que ahora me parece a muchos años de distan-
cía, escribí un libro llamado Dialéctica. Era mi primer libro,
y estaba equivocado en muchos sentidos, pero por lo menos no
era tan pretencioso como su título. Trataba del arte de la con-
versación inteligente, del ceremonial de la controversia.
Mi error principal consistió en pensar que toda cuestión
tiene dos aspectos que pueden estar igualmente en lo cierto. E n -
tonces no sabía distinguir entre conocimientos y opinión. Pese
a este error, creo que sugerí correctamente tres condiciones que
deben llenarse en orden, para que la controversia sea bien llevada.
Puesto que los hombres son animales y racionales, es nece-
sario admitir las emociones que conducen a una disputa, o aque-
llas que surgen en el transcurso de ella. De otro modo es probable
que den rienda suelta a sentimientos en lugar de dar razones.
Pueden llegar hasta a creer que tienen razón cuando todo lo que
tiene son sentimientos violentos.
Más aún, deben poner en claro sus propias suposiciones;
deben saber cuáles son sus prejuicios —esto es, sus prevenciones—.
De otro modo no es probable que admitan que sus oponentes
puedan tener derecho a suponer algo diferente. Una buena con-
troversia no debería ser una disputa sobre suposiciones. Si un
autor, por ejemplo, les pide a ustedes explícitamente que den
algo por sentado, el hecho de que lo contrarío pueda también
ser dado por sentado no debería impedirles aceptar su pedido.
Si los prejuicios de ustedes corresponden al lado opuesto, y si
n o admiten que sean prejuicios, no pueden prestar al caso del
autor la justa atención debida.
Finalmente, sugerí que una tentativa de imparcialidad es un
buen antídoto para la ceguera, inevitable en el partidarismo. U n a
controversia sin partidarismo es, por supuesto, imposible. Pero
para estar seguro de que hay más luz en ella y menos calor, cada
uno de los disputadores debería tratar, cuando menos, de encarar
el punto de vista de su oponente. Si ustedes no han podido leer
un libro benévolamente, su desacuerdo con él es tal vez más con-
tencioso que judicial.
Sigo creyendo que estas tres condiciones son el sine qua non
de la conversación provechosa e inteligente. Son evidentemente
aplicables a la lectura, a causa de que ésta es una especie de conver-
sación entre lector y autor. Cada una de ellas contiene sensatos
consejos para los lectores que se hallen dispuestos a respetar la
honestidad de la discrepancia.
Pero, desde que escribí Dialéctica he crecido. Y soy un po-
co menos optimista acerca de lo que puede esperarse de los seres
humanos. Lamento tener que decir que la mayoría de mis desilu-
siones emanan del conocimiento de mis propios defectos; he viola-
do frecuentemente todas mis reglas acerca de las buenas maneras
intelectuales en las controversias. Me he sorprendido a mí mismo
"atacando" un libro en lugar de "criticarlo", derribando fanto-
ches, denunciando donde no podía mantener negativas, procla-
mando mis prejuicios, como si los míos fueran mejores que los
del autor.

Sin embargo, todavía soy lo suficientemente ingenuo como


para creer qtae la conversación y la lectura crítica pueden ser bien
disciplinadas, Sólo ahora, doce años más tarde, voy a substituir
las reglas de Dialéctica por una serie de prescripciones que pue-
den resultar más fáciles de seguir. Estas indican los cuatro modos
en que un libro puede ser "adversamente" criticado; mi esperanza
reside en que, si un lector se limita a cumplir estos puntos, ten-
drá menores posibilidades de dar rienda suelta a expresiones de
emoción y de prejuicio.
Los cuatro puntos pueden sintetizarse brevemente imaginan-
do al lector conversando con el autor, respondiéndole. Después
de que el lector ha dicho "entiendo pero disiento", puede hacer
las siguientes observaciones: ( 1 ) "Carece usted de información";
(2) "Está usted mal 'informado"; (3) "Es usted ilógico, su
razonamiento no es convincente"; (4) "Su análisis es incom-
pleto".
Estas objeciones pueden no ser completas, aunque yo creo
que lo son. En cualquier caso, son ciertamente las objeciones prin-
cipales que un lector que discrepe puede hacer; son algo indepen-
dientes. El hacer una de estas observaciones no impide hacer otra;
todas y cada una de ellas pueden hacerse, porque los defectos que
tratan no se excluyen mutuamente.
Pero, yo agregaría: el lector no puede hacer ninguna de
estas observaciones sin ser definitivo y preciso acerca del punto
en el cual el autor carece de información, o está mal informado, o
es ilógico. U n libro no puede carecer de informes o estar mal infor-
mado acerca de " t o d o " . N o puede ser totalmente ilógico; más
aún, el lector que hace una de estas observaciones debe no sólo
hacerla definitivamente, especificando respecto a qué la hace, sino
que siempre debe probar lo que dice. Debe dar razones.
Las primeras tres observaciones son algo diferentes de la
cuarta, como ustedes verán en seguida. Ocupémonos brevemente
de cada una de ellas, y luego pasemos a la cuarta.
(1) Decir que un autor "no está informado", es decir que
carece de algún elemento de juicio "pertinente" al problema que
él está tratando de solucionar. Nótese, aquí, que a menos que el
elemento de juicio que poseyese el autor hubiese sido "pertinente",
no habría motivos para hacer esta observación. Para mantenerla,
deben ustedes poder exponer los conocimientos que le faltan al
autor y demostrar por qué es pertinente, y cómo establece una di-
ferencia en lo que a sus conclusiones se refiere.
Unos pocos ejemplos serán suficientes en este caso. A Dar-
win le faltaban los conocimientos sobre genética que ahora pro-
porcionan las obras de Mendel y las de los siguientes experimen-
tadores. Su ignorancia acerca del mecanismo de la herencia es
uno de los principales defectos de El Origen de las Especies.
Gibbon desconocía ciertos hechos que posteriores investigaciones
históricas probaron como influyentes para la caída de Roma. Por
lo general, en ciencia y en historia, la falta de información es
descubierta en investigaciones posteriores. U n a técnica de obser-
vación mejorada y prolongadas investigaciones conducen a que
así sea, cómo sucede en la mayoría de las cosas. Pero en filosofía,
puede suceder de otro modo; hay las mismas probabilidades de
perder que de ganar con el transcurso del tiempo. Los antiguos,
por ejemplo, distinguían claramente entre lo que los hombres
pueden inferir intuitivamente e imaginar, y lo que pueden com-
prender. Sin embargo, en el siglo dieciocho, David Hume ponía
en evidencia su ignorancia de esta distinción entre imágenes e
ideas, pese a que ésta había sido tan bien probada por trabajos
de anteriores filósofos.
( 2 ) Decir que un autor está "mal informado" es decir que
él asevera lo que no hace al caso. Su error puede deberse a falta
de conocimientos, pero el error es algo más que eso. Sea cual fuese
su causa, éste consiste en aseveraciones contrarias a los hechos. El
autor propone como verdadero o más probable lo que es en rea-
lidad falso o menos probable; pretende poseer un saber del que
carece. Esta índole de defecto debería ser señalado, naturalmente,
sólo en el caso de que sea pertinente a las conclusiones del autor.
Y para probar la afirmación deben ustedes poder argüir la verdad
o la mayor probabilidad de una posición contraria a la del autor.
Por ejemplo, en un tratado político, Spinoza parece decir
que la democracia es un tipo de gobierno más primitivo que la
monarquía. Esto es contrario a hechos bien fundados de historia
política. El error de Spinoza a este respecto influyó sobre su ar-
gumento. Aristóteles estaba mal informado acerca del rol que el
factor masculino jugaba en la reproducción animal, y, por con-
siguiente, llegó a conclusiones imposibles de mantener sobre el
proceso de procreación. Santo T o m á s de Aquíno suponía errónea-
mente, que los cuerpos celestes cambiaban sólo de posición, que
de otro modo eran inalterables. Astrofísicos modernos corrigen
este error y es así que mejoran la astronomía antigua y medioeval.
Pero hay aquí un error que tiene una importancia relativa; el
cometerlo no afecta al informe metafísico de la naturaleza de to-
das las cosas sensibles como compuestas de materia y forma.
Estos dos primeros puntos de crítica están algo relacionados
entre sí; la carencia de información, como hemos visto, puede
ser la causa de aseveraciones erróneas. Más aún, cuando un hombre
está mal informado tampoco está informado de la verdad. Pero
se establece una diferencia si el defecto es simplemente negativo,
o si es también positivo. La falta de conocimientos pertinentes
hace imposible la solución de ciertos problemas o el mantener
ciertas conclusiones. Las suposiciones erróneas, sin embargo, con-
ducen a conclusiones equivocadas y a soluciones insostenibles. E n
conjunto, estos dos puntos se imputan a un autor con defectos en
sus premisas. Necesita saber más de lo que sabía; sus pruebas y
razones /no son suficientemente buenas, en cantidad o calidad.
( i ) Decir que un autor es "ilógico" es decir que ha cometido
una falacia al razonar. En general las falacias son de dos índoles.
Está la non sequitur, que significa que lo que se saca en conclu-
sión sencillamente no proviene de las razones ofrecidas. Y está
el caso de "inconsistencia", que significa que dos cosas que el
autor/ ha tratado de decir son incompatibles. Para hacer cual-
quier/a de estas críticas el lector ha de poder señalar el punto exacto
en el cual el argumento del autor carece de fuerza lógica o moral.
U n a de estas críticas se refiere a este defecto sólo en la medida en
que/las conclusiones principales se ven afectadas por ella. U n libro
puede carecer de fuerza moral en puntos sin importancia.
Es más difícil ilustrar este tercer punto, porque pocos auto-
res de grandes libros cometen deslices evidentes al razonar. Cuan-
do éstos tienen lugar están, por lo general, cuidadosamente ocultos,
y hay que ser un lector m u y observador para descubrirlos. Pero
yo puedo mostrarles una falacia patente que encontré en una
reciente lectura de El Príncipe, de Maquiavelo;
"Las bases principales de todos los estados, tanto nuevos
como antiguos, son las buenas leyes. Como n o pueden haber
buenas leyes donde el Estado no se halla bien armado, se deduce
que donde están bien armados tienen buenas leyes".
Ahora bien, sencillamente no "se deduce" del hecho de que
las buenas leyes dependan de una fuerza policial adecuada " q u e "
donde la fuerza policial es adecuada, las leyes deban necesaria-
mente ser buenas. Paso por alto el carácter altamente discutible
del primer hecho. Sólo estoy interesado en el non sequitur en
este caso. Es más verídico el decir que la felicidad depende de la
salud (que las buenas leyes dependen de una fuerza policial efi-
caz) , pero no se deduce que todos los que gozan de buena salud
sean felices.
E n sus Elementos de Derecho, Hobbes arguye en una parte
que todos los cuerpos no son más que cantidades de materia en
movimiento. "El m u n d o de los cuerpos -—dice él—, no posee
cualidades de ninguna especie". Luego, en otro lugar, sostiene
que el hombre mismo no es más que un cuerpo, o una colección
de cuerpos atómicos en movimiento; sin embargo, admitiendo la
220 MORTIMER J. A D L E R

existencia de cualidades sensoriales —colores, olores, gustos, etc-


cétera— llega a la conclusión de que éstas no son nada más que
movimientos de átomos en el cerebro. Esta conclusión es incon-
sistente con la posición tomada en primera instancia, esto es,
que el m u n d o de los cuerpos en movimiento carece de cualidades.
L o que se dijo de "todos" los cuerpos en movimiento debe apli-
carse a cualquier grupo particular de ellos, incluyendo los átomos
del cerebro.
Este tercer punto de crítica está vinculado a los otros dos.
U n autor puede, por supuesto, no conseguir sacar las conclusiones
que sus pruebas o principios denotan; entonces su razonamiento
es incompleto. Pero aquí nos interesa primordialmente el caso
en el cual él razona pobremente con buenas bases. Es interesante;
pero menos importante, descubrir la falta de fuerza lógica o mo-
ral en el razonamiento de premisas que en sí mismas son falsas,
o de evidencias inadecuadas.
U n a persona que, de premisas sensatas, llega a una conclu-
sión incapacitadamente, está en un sentido mal informada. Pero
vale la pena distinguir la índole de información errónea debida a
otros defectos, en especial al conocimiento insuficiente de detalles
importantes.
— 4 —
Los tres primeros puntos de crítica que acabamos de consi-
derar tratan de la validez de las aseveraciones y razonamientos del
autor. Ocupémonos ahora de la cuarta objeción que un lector
puede hacer. Esta es acerca de la plenitud de la ejecución del plan
del autor — d e lo adecuadamente que cumpla éste la tarea que ha
escogido.
Antes de proseguir con esta cuarta aseveración, hay que ob-
servar algo. Puesto que ustedes han dicho que comprenden, su
fracaso para mantener cualquiera de estas tres primeras observa-
ciones les obliga a estar de acuerdo con el autor hasta donde ha
llegado. N o tienen libertad de decisión acerca dé esto. N o es el
sagrado privilegio de ustedes el de decidir si van a estar de acuerdo
o si van a discrepar.
Puesto que ustedes no han podido demostrar que el autor
carezca de información, esté mal informado, o sea ilógico sobre
asuntos importantes, sencillamente n o pueden discrepar. Deben
asentir; no pueden decir como muchos estudiantes, y otros, lo
hacen, " n o encuentro nada equivocado en sus premisas, y ningún
error en su razonamiento, pero no estoy de acuerdo con sus con-
clusiones". T o d o lo que les será posible significar al decir algo
así, es que a ustedes no "les gustan" las conclusiones. N o discre-
pan; están expresando sus emociones o prejuicios. Si han sido
convencidos, deben admitirlo. (Si pese a su fracaso para soste-
ner uno o más de estos tres puntos críticos, ustedes todavía no
se "sienten honestamente" convencidos, tal vez no deberían ha-
ber dicho que entendían, en primer lugar).
Las primeras tres observaciones están relacionadas con los
términos, proposiciones y argumentos del autor. Estos son los
elementos que él usó para solucionar los problemas que iniciaron
sus esfuerzos. La cuarta observación —la de que el libro es "in-
completo", influye en la estructura del conjunto.
(4) Decir que el análisis de un autor es "incompleto", es
decir que éste no ha solucionado todos los problemas con que
comenzó, o que no ha hecho un uso tan bueno de sus materiales
como podía hacerlo, que no vio todas sus complicaciones y rami-
ficaciones, o que no logró establecer distinciones que son impor-
tantes para su empresa. No basta decir que un libro es incompleto;
cualquiera puede decir esto de cualquier libro. Los hombres son
finitos, y así lo son todas sus obras, sin excepciones. N o tiene
objeto, por consiguiente, el hacer esta observación, si el lector
no puede definir con exactitud lo inadecuado, ya sea por su propio
esfuerzo o mediante la ayuda de otros libros.
Ilustraré este punto brevemente. El análisis de tipos de go-
bierno en La Política de Aristóteles es incompleta. A causa de
las limitaciones de su época y de su errónea aceptación de la escla-
vitud, Aristóteles deja de considerar, o, a decir verdad, hasta de
concebir, la constitución verdaderamente democrática que está
basada en el sufragio universal masculino; no puede imaginar ni
al gobierno representativo ni a la forma moderna de Estado fede-
ral. Su análisis tendría que haber sido ampliado, para aplicarlo
a estas realidades políticas. Los Elementos de Geometría, de
Euclides, son un informe incompleto, porque dejó de considerar
otros postulados acerca de la relación de las líneas paralelas. Las
obras geométricas modernas, haciendo estas otras suposiciones,
suplen las deficiencias. El libro de Dewey Cómo Pensamos, lo
señalé ya anteriormente, es un análisis incompleto del pensamiento,
porque deja de ocuparse de la índole de pensamiento que tiene
lugar al leer o al aprender por instrucción, además de la índole
que aparece en investigaciones y descubrimientos. Para un cris-
tiano, que cree en la inmortalidad personal, la Etica, de Aristó-
teles, es un informe incompleto de la felicidad humana porque se
limita a la felicidad en esta vida.
Este cuarto punto no es estrictamente una base para desa-
cuerdo. Es críticamente adverso sólo en la medida en que señala
las limitaciones de la realización del autor. U n lector que asiente
en parte a lo que dice un libro —porque no encuentra razón para
hacer ninguna de las otras objeciones de la crítica adversa— puede
no obstante, suspender juicio sobre el conjunto, a la luz de este
cuarto punto acerca del estado incompleto del libro. La suspensión
de juicio de parte del lector, responde al fracaso del autor para
solucionar perfectamente sus problemas.
Los libros relacionados entre sí en el mismo terreno, pue-
den compararse críticamente en cuanto a estos cuatro criterios. U n o
es mejor que otro en la proporción en que diga más la verdad y co-
meta menos errores. Si leemos para obtener conocimientos, el
mejor es, evidentemente, aquel libro que trata más adecuadamente
un tema dado. U n autor puede carecer de la información que
otro posee; uno puede hacer suposiciones erróneas de las cuales
otro se halla libre; uno puede ser menos convincente que otro al
razonar sobre bases similares. Pero la comparación más profunda
se hace con respecto a la plenitud del análisis que cada uno pre-
sente. La medida de tal plenitud se encontrará en el número de
distinciones válidas e importantes que los informes comparados
contengan. Pueden ahora ustedes ver cuan útil es tener un concep-
to de los términos del autor; el número de términos distintos es
correlativo con el número de distinciones.
Pueden ver también cómo la cuarta observación crítica en-
cadena a las tres lecturas de cualquier libro. El último paso en la
primera lectura consiste en conocer los problemas que el autor
trata de solucionar. El último paso en la segunda lectura consiste
en saber cuáles problemas de éstos solucionó el autor, y cuáles no.
El paso final de la crítica es el punto acerca de la plenitud. Con-
cierne a la primera lectura en lo que ésta considera cuan adecua-
damente el autor expuso sus problemas, y a la segunda lectura
en lo que ésta mide cuan satisfactoriamente los solucionó.
_ 5 —
Hemos completado, ahora, de un modo general, la enu-
meración y discusión de las reglas de la lectura. Cuando hayan
ustedes leído un libro según estas reglas, habrán hecho algo; n o
necesito decirlo. Ustedes lo comprenderán sin ayuda exterior.
Pero tal vez debería recordarles que estas reglas describen una
actuación ideal; pocas personas han leído jamás un libro de esta
manera ideal, y los que lo han hecho, probablemente leyeron muy
pocos libros así. Sin embargo, el ideal sigue siendo la medida de
la proeza. Ustedes son buenos lectores en la medida en que se
aproximan a él.
Cuando hablamos de alguien como "bien leído" deberíamos
tener presente este ideal. T e m o que usemos demasiado a menudo
esta frase para significar la cantidad más bien que la calidad de
lectura. Una persona que ha leído ampliamente (pero no bien),
merece más ser compadecido que alabado, pues tanto esfuerzo ha
sido extraviado e infructuoso.
Los grandes escritores han sido siempre grandes lectores,
pero esto n o significa que leyeron " t o d o s " los libros que en su
época eran considerados grandes e indispensables. En muchos ca-
sos, leyeron menos libros que los que ahora se exigen en algunos
de nuestros mejores colegios, pero aquéllos los leyeron bien. Por-
que habían dominado tales libros se igualaron a sus autores. Ad-
quirieron el derecho a convertirse en autoridades en su propio de-
recho. En el curso natural de los acontecimientos, un buen estu-
diante llega con frecuencia a maestro, y de este modo, un buen
lector llega a ser autor.
Mi intención en este caso no consiste en conducir a ustedes
de la lectura a la escritura. Mas bien consiste en recordarles que
uno se aproxima al ideal de buena lectura al aplicar las reglas que
he descripto en la lectura de un solo libro, y no al tratar de fa-
miliarizarse superficialmente con una gran cantidad de ellos.
Existen, por supuesto, muchos libros dignos de ser bien leídos.
Hay un número mucho mayor que debería ser sólo escudriñado
y examinado superficialmente. Para que un libro llegue a ser bien
leído en el más amplio sentido de la palabra, debe saberse usar
cualquier habilidad que se posea con discriminación —leyendo
cada libro según sus méritos.
CAPÍTULO XIV

Y TODAVÍA MAS REGLAS

Dice el predicador: "El hacer muchos libros no tiene límites


y el mucho estudio es cansancio de la carne". Ustedes probable-
mente sentirán ahora lo mismo respecto a la lectura de libros y
a las reglas para realizarla. Me apresuro a decir, por lo tanto,
que este capítulo no va a aumentar el número de reglas de las que
tendrán ustedes que preocuparse. T o d a s las reglas básicas han sido
formuladas en general.
Aquí voy a tratar de ser más particular, considerando las
reglas en su aplicación a las distintas clases de libros. Y volveré
brevemente al problema de la lectura extrínseca. Hasta ahora
hemos conservado nuestra nariz en el libro. Hay unas pocas obser-
vaciones que hacer acerca de la utilidad de mirar hacia afuera del
libro que están ustedes leyendo, a fin de leerlo bien.
Antes de acometer cualquiera de estos asuntos, puede resultar
útil presentar todas las reglas en una sola tabla, escrita cada una
de ellas en la forma de una simple prescripción.

I. "El análisis de la estructura de un libro".


( 1 ) . "Clasifiquen el libro conforme a la índole y materia".
(2) . "Consignen de qué trata todo el libro con la mayor
brevedad".
(3) . "Enumeren las partes principales en su orden y rela-
ción, y analicen estas partes como han analizado el
todo".
(4) . "Definan el problema o problemas que el autor está
tratando de resolver".

II. "La interpretación del contenido de un libro".


( 1 ) . "Pónganse de acuerdo con el autor mediante la in-
terpretación de sus palabras básicas".
(2) . "Capten las proposiciones dominantes del autor, tra-
tando con sus frases más importantes".
(3) . "Conozcan los argumentos del autor, encontrándolos
en encadenamientos de frases o construyéndolos a
expensas de ellos".
( 4 ) . "Determinen cuál de sus problemas resolvió el autor
y cuál no, y de los últimos decidan cuál de ellos sabía
el autor que n o había logrado resolver".

III, "La crítica de un libro como comunicación de saber".


A. "Máximas generales".
(1) . " N o comiencen la crítica hasta que no hayan termi-
nado el análisis y la interpretación. ( N o digan que
están de acuerdo o en desacuerdo, o que suspenden
juicio, hasta que no puedan decir " E n t e n d e m o s ) " .
(2) . " N o discrepen disputativamente o contenciosamente".
(3) . "Respeten la diferencia entre el conocimiento y la
opinión, teniendo razones para cualquier juicio crí-
tico que hagan".

B. "Criterios específicos para los puntos de crítica".


(1) . "Indiquen dónde el autor carece de información".
(2) . "Indiquen dónde el autor está mal informado".
(3) . "Indiquen dónde el autor es ilógico".
(4) . "Indiquen dónde el análisis o relación del autor es
incompleto".
" N o t a : "De éstos, los tres primeros son criterios para la dis-
crepancia. Fracasando en todos éstos, ustedes deben estar de acuer-
do, al menos en parte, aunque pueden suspender el juicio acerca del
todo, a la luz del cuarto p u n t o " .
E n cualquier arte o campo de práctica, las reglas tienen un
modo decepcionante de ser demasiado generales. Cuanto más
generales, naturalmente, más escasas, y ésta es una ventaja. Pero
también es cierto que cuanto más generales son, más lejos están
de los embrollos de la situación real en la que ustedes tratan de
seguirlas.
He establecido reglas lo suficientemente generales como para
que sean aplicables a cualquier libro instructivo; pero n o se puede
leer un libro en general. Se lee este libro o aquél, y cada libro en
particular es de una índole particular. Puede ser una historia o
un libro de matemáticas, un tratado de política o una obra de
ciencia natural. Por consiguiente, ustedes deben tener cierta flexi-
bilidad y adaptabilidad al seguir estas reglas. Y o creo que ustedes
adquirirán gradualmente la sensación de cómo obran sobre las
diferentes clases de libros, pero pueden estar capacitados para ace-
lerar algo el proceso medíante unas pocas indicaciones acerca de
qué es lo que hay que esperar.
E n el capítulo V I I excluímos de la consideración todas las
bellas letras: las novelas, las piezas de teatro y las obras líricas.
Estoy seguro de que ustedes comprenderán ahora que "estas"
reglas n o rigen para la ficción. (Hay naturalmente, una serie para-
lela de reglas que trataré de sugerirles en el próximo capítulo).
Luego, en el capítulo VIII, vimos que la división básica de los
libros expositivos es en prácticos y teóricos —en libros que se
ocupan de los problemas de la acción y libros que se ocupan sola-
mente de que algo se sepa—. Propongo ahora que avancemos un
poco más en el examen de la naturaleza de los libros prácticos.

L o más importante, con respecto a cualquier libro práctico,


es que no puede nunca "resolver" los problemas prácticos de los
cuales se ocupa. U n libro teórico puede resolver sus propios pro-
blemas. Las preguntas acerca de la naturaleza de algo pueden ser
contestadas completamente en un libro. Pero un problema práctico
puede ser resuelto solamente por la acción misma. Cuando el pro-
blema práctico de ustedes sea cómo ganarse la vida, un libro sobre
cómo conquistar amigos e influenciar a la gente no puede resol-
verlo, aunque puede sugerir que se hagan ciertas cosas. Nada
carente de acción soluciona el problema; sólo se lo soluciona
ganándose la vida.
T o m e n ustedes este libro, por ejemplo. Es un libro práctico;
si el interés de ustedes por él es práctico, querrán solucionar el
problema de aprender a leer. Ustedes no considerarían el problema
como resuelto o eliminado hasta que no aprendiesen realmente.
Este libro no puede solucionarles a ustedes el problema. Sólo otra
persona exactamente en la misma situación podría hacerlo.
Los libros prácticos pueden, sin embargo, formular reglas
más o menos generales, que rigen a una cantidad de situaciones
particulares de la misma índole. Quienquiera que trate de usar
tales libros debe aplicar las reglas que rigen a casos particulares
y, por lo tanto, debe ejercitar el juicio práctico al hacerlo. E n
otras palabras, el lector mismo debe añadirle algo al libro para
hacerlo aplicable en la práctica. Debe sumar su conocimiento de
la situación particular y su juicio acerca de cómo la regla rige
el caso.
T o d o libro que contenga reglas —prescripciones, máximas o
cualquier clase de orientaciones generales— lo reconocerán ustedes
inmediatamente como un libro práctico; pero un libro práctico
puede contener más que reglas. Puede tratar de formular los prin-
cipios que se hallan involucrados en las reglas y hacerlos inteligi-
bles. Por ejemplo, en este libro práctico acerca de la lectura, he
tratado, aquí y allí, de explicar las reglas mediante breves expo-
siciones de principios gramaticales y lógicos. Los principios que
se hallan comprendidos dentro de las reglas son, generalmente,
científicos en sí mismos, vale decir que son partes del conocimiento
teórico. Tomados en conjunto, ellos son la teoría del asunto.
Así, hablando de la teoría de la construcción de puentes o de la
teoría del btidge whist. Nos referimos a los principios teóricos
que hacen de las reglas de buen procedimiento lo que son.
Los libros prácticos pertenecen a dos grupos principales. A l -
gunos, como éste, el libro de cocina, y el manual del conductor,
son esencialmente presentaciones de reglas; cualquiera otra discu-
sión que contengan tiene por objeto las "reglas". N o conozco
ningún gran libro de esta índole. La otra clase de libros prácticos
concierne esencialmente a los "principios que engendran reglas";
todos los grandes libros de economía política y moral son de esta
índole.
N o quiero decir que la distinción sea neta y absoluta; tanto
los principios como las reglas pueden encontrarse en el mismo
libro. La cuestión es, solamente, de una importancia relativa;
ustedes no tendrán dificultad alguna en clasificar los libros en
esos dos grupos. El libro de reglas de cualquier campo será siem-
pre inmediatamente reconocible como práctico. El libro de prin-
cipios prácticos puede parecer a primera vista un libro teórico;
en cierto sentido lo es, como lo hemos visto. T r a t a de la teoría
de una clase particular de práctica; ustedes podrán considerarlo
siempre, no obstante ello, como práctico; la naturaleza de sus
problemas lo pone en evidencia. Versa siempre sobre el campo de
la conducta humana en el cual los hombres pueden mejorar o
empeorar.
Al leer un libro que es esencialmente un libro de reglas, las
principales proposiciones que hay que buscar son naturalmente
las reglas. Una regla es expresada más directamente por una frase
imperativa que por una declarativa. Es una orden. Dice: "Ahó-
rrense nueve, dando una puntada a tiempo". Se la puede también
expresar declarativamente, como cuando decimos: " U n a punta-
da a tiempo ahorra nueve". Ambas formas de proposición sugie-
ren —la imperativa un poco más categóricamente— que vale la
pena ser diligente a fin de ahorrarse nueve puntadas.
Sea que se la formule declarativamente o en forma de orden
directa, ustedes siempre podrán reconocer una regla, porque ella
recomienda algo afirmando que vale la pena hacerlo para alcan-
zar un fin determinado. Así, la regla de lectura que les ordena
transar, puede también formularse como una recomendación: la
buena lectura involucra a la transacción. La palabra "buena"
es lo expreso en este caso. Que vale la pena llevarla a cabo va
implícito.
Los argumentos de un libro práctico de esta índole serán
tentativas de demostrar a ustedes que las reglas son válidas. El
escritor podrá tener que recurrir a los principios para persuadirlos
de que las reglas son válidas, o podrá simplemente ilustrar su va-
lidez mostrándoles cómo obran en casos concretos. Busquen uste-
des ambas clases de argumentos. El recurrir a los principios es ge-
neralmente menos persuasivo, pero tiene una ventaja; puede expli-
car la razón de las reglas mejor que los ejemplos de su uso.
En la otra clase de libros prácticos, que tratan principalmen-
te de los principios involucrados en las reglas, las proposiciones
y los argumentos más importantes parecerán, por supuesto, exac-
tamente iguales a los de un libro puramente teórico. Las proposi-
ciones dirán que algo es cierto y los argumentos tratarán de de-
mostrarlo.
Pero hay una diferencia importante entre la lectura de ese
libro y la de un libro puramente teórico. Desde que los proble-
mas últimos a resolverse son prácticos —problemas de acción—
un. lector inteligente de tales libros, acerca de los "principios prác-
ticos", siempre lee entre líneas o en los márgenes; trata de ver
las reglas que pueden no estar expresadas pero que sin embargo,
pueden ser deducidas de los principios. Puede ir aún más allá;
tratando de imaginarse cómo deberían aplicarse las reglas en la
práctica.
Salvo que se lo lea así, un libro práctico no es leído "como
práctico". N o lograr leer un libro práctico "como práctico" es
leerlo pobremente. En realidad, no lo comprenden ustedes, y se-
guramente no podrán criticarlo adecuadamente de ninguna otra
manera. Sí la inteligibilidad de las reglas se encuentra en los
principios, no es menos cierto que el significado de los principios
prácticos se encuentra en las reglas a que conducen, en las accio-
nes que recomiendan.
Esto indica qué deben hacer ustedes para comprender cual-
quier clase de libros prácticos. Indica, también, los criterios últi-
mos para el juicio crítico. En el caso de los libros puramente teó-
ricos, los criterios para el acuerdo o el desacuerdo se relacionan
con la verdad de lo que se está diciendo. Pero la verdad práctica
es diferente de la verdad teórica. Una regla de conducta es prácti-
camente cierta con dos condiciones: una es que se cumpla: la otra,
que su cumplimiento los conduzca al fin que corresponde, a un
fin que ustedes justamente deseen.
Supongan que el fin que el autor cree que ustedes deben
buscar no les parezca el legítimo. Aunque sus recomendaciones
pueden ser prácticamente sanas, en el sentido de que los conducen
a ese fin, no estarán ustedes de acuerdo con él en definitiva. Y el
juicio de ustedes sobre si su libro es prácticamente cierto o falso
lo formularán con arreglo a esto. Si no creen que vale la pena leer
cuidadosa e inteligentemente, este libro contiene poca verdad prác-
tica para ustedes, por más sanas que puedan parecer mis reglas.
Dense cuenta de lo que esto significa. Al juzgar un libro
teórico, el lector debe observar la identidad o la discrepancia entre
sus propios principios o suposiciones fundamentales y los del au-
tor. Al juzgar un libro práctico, todo depende de los fines u ob-
jetivos. Si ustedes no comparten el fervor de Carlos Marx acerca
de la justicia económica, su doctrina económica y las reformas que
ella sugiere les parecerán, quizá, prácticamente falsas e inadecua-
das. Pueden ustedes creer que conservar el status quo es un ob-
jetivo más deseable que la supresión de las iniquidades del capi-
talismo. En ese caso, probablemente pensarán que los documentos
revolucionarios son absurdamente falsos. El juicio principal de
ustedes lo formulaián siempre en función de los fines, no de los
medios; no tenemos ningún interés práctico ni siquiera en los me-
dios más ortodoxos para alcanzar fines que no nos interesan.

— 3 —
Esta breve discusión les da a ustedes una clave para las dos
preguntas principales que deben hacerse al leer cualquier clase de
libros prácticos. La primera es: ¿Cuáles son los objetivos del au-
tor? La segunda es: ¿Qué medios propone? Puede ser más difícil
contestar estas preguntas en el caso de un libro sobre principios,
que en el caso de uno sobre reglas; los fines y los medios serán
probablemente menos evidentes. Sin embargo, el responder a ellas,
en uno u otro caso, es necesario para la comprensión y la crítica
de un libro práctico.
Ello también ha de recordarles un aspecto de la escritura
práctica que señalamos anteriormente; hay una mezcla de orato-
ria o propaganda en todos los libros prácticos. Nunca he leído
u n libro político —por más teórico que parezca, por más "abs-
tractos" que sean los principios de que trata— que no intentase
persuadir al lector acerca de la "mejor forma de gobierno". Aná-
logamente, los tratados de moral tratan de persuadir al lector
acerca de la "buena vida", así como de recomendarle modos de
vivirla. Pueden ustedes ver por qué el autor práctico debe tener
siempre algo de orador o propagandista. Desde que el juicio defi-
nitivo de ustedes sobre su obra va a llevarlos hacia su aceptación
de la meta para la cual él está proponiendo medios, depende de él
el ganar a ustedes para sus fines. Para hacerlo, tiene que argüir
de manera tal que haga un llamamiento tanto a los corazones
como a las mentes de ustedes. Puede tener que actuar sobre sus
emociones y obtener la dirección de sus voluntades; es por ello
que lo llamo un orador o propagandista.
N o hay nada de malo o de vicioso en esto. Es de la natura-
leza misma de los asuntos prácticos que los hombres tengan que
ser persuadidos de que piensen y obren de una manera determinada.
N i el pensamiento práctico ni la acción son sólo asuntos de la
mente; no puede prescindirse de los intestinos. Nadie formula jui-
cios prácticos serios, o entra en acción, sin sentirse algo conmovido
más abajo del cuello. El escritor de libros prácticos que no com-
prenda esto será ineficaz. Al lector de ellos que n o lo comprenda,
probablemente le venderán una factura de mercaderías sin que
lo .sepa.
La mejor protección contra la propaganda de cualquier índo-
le es el completo reconocimiento de ella tal cual es. Sólo la ora-
toria escondida y no descubierta es insidiosa; lo que llega al cora-
zón sin pasar a través de la mente es probable que rebote y elimine
a la mente del asunto. La propaganda tomada así es como una
droga que ustedes no saben que ingieren. El efecto es misterioso;
ustedes no saben después por qué sienten o piensan de la manera
en que lo hacen. Pero el poner alcohol en la bebida en una dosis
reconocida les dará una ayuda que ustedes necesitan y saben cómo
usar.
La persona que lee un libro práctico inteligentemente, que
conoce sus términos, proposiciones y argumentos fundamentales,
estará siempre en condiciones de descubrir su oratoria. Señalará
los pasajes que hacen un "uso emotivo de las palabras". Sabiendo
que debe ser sujeto a persuasión, podrá hacer algo en lo que res-
pecta a la estimación de los llamamientos. Tiene resistencia a las
ventas. Pero no cometan ustedes el error de suponer que la resis-
tencia a las ventas debe ser el cien por cien; es buena cuando les
evita el comprar apresuradamente y sin pensarlo. Pero no debería
alejarlos completamente del mercado. El lector que supone que él
debería ser totalmente sordo a todos los llamamientos, puede dejar
de leer libros prácticos.
Hay otro punto más que señalar. Debido a la naturaleza de
los problemas prácticos y debido a la mezcla de la oratoria con
toda la escritura práctica, la "personalidad" del autor es más im-
portante en el caso de los libros prácticos que en el de los teóricos.
T a n t o con el objeto de comprender, como para juzgar un tratado
de moral, un tratado político, o una discusión económica, deberían
ustedes saber algo acerca del carácter del autor, algo sobre su vida
y época. Al leer la Potítica, de Aristóteles, es sumamente ade-
cuado saber que la sociedad griega se basaba en la esclavitud.
Análogamente, se arroja mucha luz sobre El Príncipe conociendo
la situación italiana en tiempos de Maquíavelo, y su relación
con los Médicis; o, en el caso del Leaiatán, de Hobbes, saber
que Hobbes, que vivió durante las guerras civiles inglesas, fue
patológicamente angustiado por la violencia y el desorden sociales.
A veces el autor les habla de sí mismo, de su vida y época.
Generalmente no lo hace tan explícitamente, y cuando lo hace,
su deliberada revelación de sí mismo es rara vez exacta o digna
de crédito. Por lo tanto, leer su libro y nada más, puede n o bas-
tar. Para comprenderlo y juzgarlo, pueden ser necesario leer otros
libros acerca de él y de su tiempo, o libros que él mismo leyó y
por los cuales fue influenciado.
Cualquier ayuda a la lectura que yazga fuera del libro que
se está leyendo, es extrínseca. Quizá recuerden ustedes que distin-
guí entre reglas intrínsecas y ayudas extrínsecas, en el capítulo
V I L Pues bien; la lectura de " o t r o s " libros es una de las más
evidentes ayudas extrínsecas en la lectura de un determinado libro.
Permítanme sintetizar mí punto de vista a este respeco diciendo
simplemente que la lectura extrínseca acerca del autor es mucho
más importante para interpretar y criticar los libros prácticos que
los teóricos. Recuerden ustedes esto como una regla adicional que
los guiará en la lectura de los libros prácticos.

Ahora volvámonos hacía la gran clase de los libros teóricos,


y veamos si hay en este caso algunas reglas adicionales. Debo
descomponer esta gran clase en tres divisiones principales que he
denominado y discutido ya en el capítulo V I I I : "la historia",
"la ciencia", y "la filosofía". A fin de tratar brevemente una
materia complicada, discutiré solamente dos cosas relacionadas con
cada uno de estos tipos de libros. Consideraré primeramente todo
lo peculiar a los problemas de ese tipo de libros —sus términos,
proposiciones y argumentos — y luego discutiré todas las ayudas
extrínsecas que sean pertinentes.
Ustedes saben ya que un libro de historia es una combina-
ción de conocimientos y de poesía. Todas las grandes obras histó-
ricas son narraciones; ellas cuentan una historia. Cualquier histo-
ria debe tener un argumento y personajes; tiene que tener episo-
dios, complicaciones en la acción, una culminación y un resulta-
do. Estos son los elementos de una historia, encarados como una
narración — n o términos, proposiciones y argumentos—. Para
comprender una historia en su aspecto poético, deben ustedes,
por lo tanto, saber leer las ficciones. N o he analizado aún las
reglas para hacerlo, pero de cualquier modo la mayor parte de
la gente puede realizar esta clase de lectura con cierta habilidad.
Saben cómo seguir una historia; conocen también la diferencia
entre una buena y una mala historia. La historia puede ser más
rara que la ficción, pero, no obstante ello, el historiador debe
lograr que lo sucedido parezca plausible. Si no lo hace, cuenta
una mala historia, una historia aburrida y aun absurda.
Examinaré en el próximo capítulo las reglas para leer la
ficción. Tales reglas pueden ayudarlos a interpretar y criticar las
historias en su dimensión poética como narraciones. Aquí me
limitaré a las reglas lógicas que ya hemos discutido; aplicadas a
las historias, ellas requieren de ustedes que distingan dos clases
de afirmaciones que encontrarán. En primer lugar, están todas las
proposiciones acerca de cosas particulares —hechos, personas o
instituciones—. Estas son, en cierto sentido, la materia de la
historia, la substancia de lo que se está narrando. E n la medida
en que tales afirmaciones están sujetas a discusión, el autor puede
tratar de darles, en su texto — o en sus notas al pie de él—, las
pruebas para inducirlos a creer que las cosas sucedieron de esta
manera más bien que de otra.
En segundo lugar, el historiador puede tener alguna inter-
pretación general de los hechos que está narrando. Esta puede
ser expresada poéticamente en la manera cómo cuenta la historia
— a quién hace héroe, dónde sitúa la culminación, cómo desenvuel-
ve el resultado—, pero puede también ser expresada en ciertas
generalizaciones que él enuncia. Ustedes deben buscar proposicio-
nes generales de esta índole. Herodoto, en su historia de las guerras
persas, les revelará bien pronto cuál es su concepción principal.

Las ciudades que antiguamente eran grandes, se han vuelto


en su mayor parte insignificantes; y las que actualmente son pode-
rosas, fueron débiles antaño. Por lo tanto, hablaré igualmente de
ambas, convencido de que la prosperidad nunca permanece mucho
tiempo en un lugar.

o más buenas historias de los mismos acontecimientos netamen-


ejemplifica una y otra vez el curso de su historia. El no trata de
probar la proposición; está satisfecho con mostrar incontables
ejemplos donde aquélla aparece como cierta. Esa es, generalmente,
la manera en que los historiadores arguyen en pro de sus genera-
lizaciones.
Hay algunos historiadores que tratan de argüir a favor de
sus conceptos generales, acerca del curso de los asuntos humanos.
El historiador marxista no sólo escribe de manera tal que la lucha
de clases está siempre claramente ejemplificada; frecuentemente
arguye que esto debe suceder en función de su "teoría de la his-
toria". T r a t a de demostrar que la interpretación económica es la
única; otro historiador, Carlyle, trata de demostrar que los asun-
tos humanos los controla la acción de los líderes. Esta es la
teoría de la historia del "gran hombre".
Para leer críticamente una historia, por consiguiente, deben
descubrir ustedes la interpretación que un escritor atribuye a los
hechos; deben conocer su "teoría", vale decir, sus generalizaciones
y, si es posible, las razones de ellas. N o hay otra manera por la
cual puedan ustedes decir por qué algunos hechos son relacionados
y otros omitidos, por qué se le da importancia a éste y no a aquél;
la manera más fácil de captar es leer dos historias de la misma
cosa, escritas desde diferentes puntos de vista. ( U n a de las cosas
que distinguen a la historia de la ciencia es que puede haber dos
o más buenas historias de los mismos acontecimientos (netamen-
te divergentes aunque igualmente persuasivas y dignas de crédito;
de una materia dada, hay en cualquier tiempo sólo una buena
explicación científica).
La lectura extrínseca es pues una ayuda para comprender y
juzgar los libros de historia; pueden ustedes ir a otras historias,
o a libros de consulta, para comprobar los hechos; pueden hasta
llegar a interesarse lo suficiente como para examinar los documen-
tos de los cuales recogió pruebas el historiador. La lectura de otros
libros no es la única ayuda extrínseca para la comprensión de la
historia. Pueden ustedes hasta llegar a interesarse también en vi-
sitar los lugares donde las cosas sucedieron, o contemplar los
monumentos y otras reliquias del pasado. La experiencia de ca-
minar alrededor del campo de batalla de Gettysburg me hizo com-
prender cuánto mejor entendería la relación de la invasión de
Aníbal si hubiese cruzado alguna vez los Alpes a lomo de elefante.
Quiero señalar la lectura de otras grandes historias de los
mismos hechos tomo la mejor manera de captar la parcialidad
de un gran historiador. Pero hay a menudo más que parcialidad
en una historia; hay propaganda. U n a historia de algo remoto,
en el tiempo o en el espacio, es también, con frecuencia, una espe-
cie de anatema o diatriba para las gentes locales, como lo fue la
relación de Tácito sobre los germanos y la explicación de Gíbbon
sobre por qué "cayó" Roma. Tácito exageró las primitivas virtu-
des de las tribus teutónicas, para avergonzar a sus compatriotas,
los romanos, por su decadencia y afeminación. Gíbbon subrayó
el papel que un naciente cristianismo había desempeñado en una
Roma que se derrumbaba para apoyar a los librepensadores y
anticlericales de su época contra los eclesiásticos establecidos.
De todos los libros teóricos, una historia es más parecida a
los libros prácticos en ese sentido. Por consiguiente, el consejo
al lector es igual; averigüen algo acerca del carácter del historiador
y las condiciones locales que puedan haberlo motivado. Hechos
de esta índole no sólo explicarán su parcialidad sino que los pre-
pararán a ustedes para las lecciones de moral que él les dice que
la historia enseña.
Las reglas adicionales para la lectura de obras científicas son
las más fáciles de formular. Entiendo por obra científica el in-
forme acerca de descubrimientos o conclusiones en algún campo
de la investigación, que se hayan llevado a cabo experimentalmen-
te. en un laboratorio, o mediante observaciones de la naturaleza
en bruto. El problema científico consiste siempre en describir los
fenómenos lo más exactamente posible y en indagar las interco-
nexiones entre las diferentes clases de fenómenos.
En las grandes obras de la ciencia no hay ni oratoria ni pro-
paganda, aunque puede haber parcialidad en el sentido de las
presuposiciones iniciales. Ustedes descubrirán esto y tomarán nota
de ello, distinguiendo lo que el autor supone de lo que establece
por medio de argumentos. Cuanto más "objetivo" sea un autor
científico, más les rogará expresamente que tomen esto o aquello
por admitido. La objetividad científica no es la ausencia de la
parcialidad inicial. Se la alcanza mediante la franca confesión de
ella.
Los términos principales de una obra científica son expresa-
dos generalmente mediante palabras poco comunes o técnicas;
éstas son relativamente fáciles de localizar y a través de ellas uste-
des asimilan fácilmente las proposiciones. Las principales propo-
siciones son siempre generales; un hombre de ciencia, a la inversa
de un historiador, trata de evadirse del localismo en el tiempo y
en el espacio; trata de decir cómo son las cosas generalmente; cómo
se conducen generalmente. El único p u n t o difícil es el referente
a los argumentos; la ciencia, como ustedes saben, es esencialmente
inductiva. Esto significa que sus argumentos fundamentales son
aquellos que sientan una proposición general mediante la referencia
a pruebas observables — u n caso aislado creado por un experi-
mento o una vasta formación de casos recogidos por la paciente
investigación. Hay otros argumentos de esta índole que son lla-
mados deductivos; éstos son argumentos en los cuales una pro-
posición es "probada" por otras proposiciones ya sentadas de
algún m o d o ; en lo que se refiere a la prueba, la ciencia no se
diferencia mucho de la filosofía. Pero el argumento inductivo es
privativo de la ciencia.
Para comprender y juzgar los argumentos inductivos de
una obra científica, ustedes tienen que estar en condiciones de
seguir las pruebas que el hombre de ciencia consigna como bases
de aquéllos. A veces, la descripción por parte del hombre de cien-
cia de un experimento realizado es tan vivida y clara, que ustedes
no tienen dificultades; a veces un libro científico contiene ilustra-
ciones y diagramas que les ayudan a trabar conocimiento con los
fenómenos descriptos.
Si estas cosas fallan, el lector no tiene más que un recurso.
Debe adquirir por sí mismo directamente la necesaria experiencia
especial. Puede tener que presenciar una demostración de laborato-
rio; puede tener que examinar y manejar trozos de aparatos si-
milares a aquellos a los cuales se refiere el libro; puede tener que
ir a un museo y observar ejemplares o modelos.
Esa es la razón por la cual el St. John's College de Annápolis,
donde todos los estudiantes leen los grandes libros, exige tam-
bién cuatro años de trabajo en el laboratorio a todos los estudian-
tes; el estudiante no sólo debe aprender a usar los aparatos para
las mediciones precisas y construcciones de laboratorio, sino que,
por medio de la experiencia directa, debe trabar conocimiento con
los experimentos cruciales en la historia de la ciencia. Hay expe-
rimentos clásicos, así como hay libros clásicos; los clásicos científi-
cos les resultan más inteligibles a aquellos que han visto con sus
propios ojos y hecho con sus propias manos lo que u n gran h o m -
bre de ciencia describe como el procedimiento por medio del cual
llegó él a sus concepciones.
Así, como ustedes ven, la principal ayuda extrínseca en la
lectura de los libros científicos no es la lectura de otros libros,
sino más bien el conseguir familiarizarse directamente con los
fenómenos involucrados. Cuanto más altamente especializada sea
la experiencia a obtenerse, más indispensable y a la vez más difícil
de lograr será.
N o quiero decir, por supuesto, que la lectura extrínseca no
pueda ser útil también. Otros libros acerca del mismo tópico pue-
den arrojar luz sobre los problemas y ayudarnos a ser críticos
del libro que estamos leyendo. Ellos pueden localizar puntos
de información errónea, de falta de pruebas, de análisis incomple-
tos. Pero todavía creo que la ayuda esencial es la que arroja luz
directa sobre los argumentos inductivos que son el alma de todo
libro científico.
6 —

La lectura de obras filosóficas tiene aspectos especiales, rela-


cionados con la diferencia que hay entre la filosofía y la ciencia.
Aquí estoy considerando solamente obras teóricas de filosofía,
tales como tratados metafísicos o libros acerca de la filosofía de
la naturaleza, porque los libros éticos y políticos ya han sido
tratados. Ellos constituyen la filosofía práctica.
El problema filosófico consiste en explicar y no en describir
la naturaleza de las cosas. Indaga más allá de las relaciones entre
los fenómenos; busca de penetrar hasta las causas y condiciones
últimas de las cosas existentes y mutables. Tales problemas se
solucionan solamente cuando las respuestas a ellos son claramente
demostradas.
El principal esfuerzo, en este caso, tendrá que realizarlo el
lector con respecto a los términos y a las proposiciones iniciales.
A pesar de que el filósofo también tiene una terminología técnica,
las palabras que expresan sus términos son tomadas a menudo del
lenguaje común y usadas en un sentido muy especial. Esto le
exige al lector un cuidado especial; si no se sobrepone a la tenden-
cia a usar palabras familiares de un modo familiar, es muy pro-
bable que no cometa más que tonterías faltas de sentido con el
libro. He visto a muchas personas dejar de lado a un libro filo-
sófico con disgusto e irritación, cuando la culpa era de ellos, no
del autor. Ni siquiera trataron de llegar a una transacción.
Los términos básicos de la discusión filosófica son, por su-
puesto, abstractos; pero lo mismo sucede con la ciencia. Ningún
conocimiento general es expresable salvo en términos abstractos;
no hay nada peculiarmente difícil en lo que respecta a las abstrac-
ciones; las usamos todos los días de nuestra vida y en toda índole
de conversación. Si substituyen ustedes la distinción entre lo par-
ticular y lo general por aquella entre lo concreto y lo abstracto,
temerán menos a las abstracciones.
Siempre que hablen generalmente acerca de algo, estarán usan-
do abstracciones; lo que ustedes pueden percibir mediante sus
sentidos es concreto y particular; lo que piensan con su mente
es siempre abstracto y general. Comprender una "palabra abstrac-
ta" es captar la idea que ésta expresa; "tener una idea" es sólo
otro modo de decir que se conoce un aspecto general de algo, a
lo cual la mente puede referirse. Ustedes no pueden ver o tocar,
o ni siquiera imaginar el aspecto que así ha sido aludido; si pu-
diesen hacerlo no existiría diferencia alguna entre los sentidos y
la mente. La gente que trata de "imaginarse" a qué se refieren las
ideas, se ofusca y acaba experimentando esa sensación de deses-
peranza acerca de todas las abstracciones.
Así como los argumentos inductivos deberían ser el p u n t o
que concentrase la atención del lector, en el caso de los libros cien-
tíficos, aquí ustedes deberían prestar la más cuidadosa atención
a los principios del filósofo. La palabra principio significa un
comienzo. Las proposiciones con las cuales un filósofo comienza
son sus principios. Estos pueden ser o cosas que él les pide a uste-
des que supongan con él, o asuntos que él intitula autoevidentes.
El problema de las suposiciones no existe. Formúlenlas para
ver qué resulta, aunque ustedes tengan conjeturas contrarias. Cuan-
to más claros sean ustedes acerca de sus propios prejuicios, más
probable será que no juzguen erróneamente a los de los demás.
Sin embargo, es la otra clase de principios la que puede aca-
rrearles dificultades. N o conozco un solo libro filosófico que no
cuente con algunas proposiciones iniciales que el autor considera
autoevidentes. Estas proposiciones son, en cierto modo, semejan-
tes a las introducciones del hombre de ciencia; son extraídas direc-
tamente de la experiencia más bien que probadas por otras propo-
siciones.
La diferencia reside en la experiencia de la cual se derivan.
E l filósofo apela a la experiencia común de la humanidad, n o
actúa en laboratorios ni investiga en campos de su especialidad.
Por consiguiente, para comprender y comprobar los principios
más importantes de un filósofo, ustedes n o necesitan la ayuda
extrínseca de una experiencia especial; él los remite a ustedes
al sentido común y a la observación diaria del m u n d o en el
cual viven.
Una vez que han captado los términos y principios de un
filósofo, el resto de la tarea de leer su libro no provocará dificul-
tades especiales. Deben, naturalmente, seguir las pruebas; deben
notar cada paso que da el progreso de su análisis —sus definicio-
nes y distinciones, su ordenamiento de términos—. Pero lo mismo
reza en el caso de un libro científico* El conocimiento de la evi-
dencia en uno de los casos, y la aceptación de los principios, en
el otro, son las condiciones indispensables para seguir todos los
restantes argumentos.
Una buena obra "teórica" de filosofía está tan libre de orato-
ria y propaganda como un buen tratado científico. Ustedes n o tic-
nen que preocuparse de la "personalidad" del autor, o investigar su
posición social y económica. No obstante, es útil realizar lecturas
extrínsecas relacionadas con un libro filosófico; ustedes deberían
leer las obras de otros grandes filósofos que se ocuparon de los
mismos problemas. Los filósofos han mantenido una larga con-
versación entre ellos en la historia del pensamiento. Será bueno
que ustedes presten oídos a dicha conversación antes de adoptar
una decisión sobre lo que dice u n o de ellos.
El hecho de que los filósofos discrepen no los diferencia de
otros hombres. Al leer libros filosóficos, deben recordar sobre?
todo, la máxima de respetar la diferencia entre conocimiento y
opinión; el hecho del desacuerdo n o debe inducirles a suponer
que todo es sólo un asunto de opiniones. Los desacuerdos persis-
tentes a veces localizan los grandes problemas aún n o soluciona-
dos, y tal vez insolubles. Señalan los misterios. Pero donde los
problemas son genuinamente discutibles por el conocimiento, uste-
des n o deben olvidar que los hombres "pueden" estar en desa-
cuerdo si hablan entre ellos el tiempo suficiente.
N o se preocupen del desacuerdo ajeno. La responsabilidad
de ustedes consiste en tomar las propias decisiones. Ante una
larga conversación mantenida por los filósofos por intermedio
de sus libros, deben juzgar qué es cierto y qué es falso. Cuando
hayan leído bien un libro filosófico -—y esto significa lectura ex-
trínseca suficiente, así como interpretación h á b i l — se hallarán
en posición de juzgar.
El signo más privativo de las preguntas filosóficas es que
cada uno debe responder por sí mismo. T o m a r las "opiniones"
de otros no es solucionarlas sino evadirlas; sólo los conocimientos
dan las soluciones y deben ser los conocimientos de ustedes. Pue-
den confiar en los testimonios de los expertos, como pueden ver-
se obligados a hacerlo en el caso de la ciencia.
Hay dos puntos más cerca de la lectura extrínseca en rela-
ción con los libros filosóficos. N o pasen todo su tiempo leyendo
libros sobre filósofos, sus vidas y opiniones. Traten de leer a
los filósofos mismos relacionados entre sí; y al leer a los filósofos
antiguos y medioevales, o aun a los modernos, no se sientan con-
fusos por los errores o insuficiencias en los conocimientos cientí-
ficos que revelen sus libros.
Los conocimientos filosóficos descansan directamente sobre
la experiencia común y no sobre los descubrimientos de la ciencia,
ni los resultados de investigaciones especializadas. Ustedes verán,
si siguen cuidadosamente las controversias, que la carencia de in-
formación o la información errónea en lo concerniente a asuntos
científicos nO viene al caso.
Este segundo punto hace que sea importante tener en cuenta
la época del filósofo que están leyendo. Esto no sólo lo situará
correctamente en la conversación con los que lo precedieron y
sucedieron, sino que los preparará a ustedes para la índole de
imaginería científica que empleará para ilustrar algunos de sus
puntos. La misma urbanidad que los hace a ustedes indulgentes
con quienes hablan un idioma extranjero, debería inducirlos a
cultivar una tolerancia hacia los sabios que no conocían todos los
hechos de que ahora estamos enterados. T a n t o los unos como los
otros pueden tener algo que decir, y nosotros seríamos unos tontos
si no los escuchásemos, simplemente a causa de nuestro provin-
cialismo.

Hay dos clases de libros que especialmente he omitido. U n a


es de matemáticas, la otra de teología. La razón que me impulsó
a hacerlo así es que en un nivel de lectura estos libros n o presentan
problemas especiales; y en otro, los problemas que presentan son
demasiado complicados y difíciles para que yo los trate aquí.
N o obstante, tal vez pueda decir algunas cosas sencillas acerca de
ellos.
En general, el tipo de proposición y el tipo de argumento
en una obra matemática son más bien filosóficos que científicos.
El matemático como el filósofo es un pensador de sillón; n o
lleva a cabo experimentos; no emprende observaciones especiales.
En base a principios que son o autoevidentes o supuestos, prueba
sus conclusiones y soluciona sus problemas.
La dificultad en la lectura de libros matemáticos emana en
parte de la índole de símbolos usados por el matemático; éste
escribe en un idioma especial, n o en el del hablar, corriente; posee
una gramática especial, una sintaxis especial, y reglas de acción
especiales. En parte, también, el método preciso de demostración
matemática es peculiar a este asunto-tema. Ya hemos visto muchas
veces que Euclides, y otros que escriben matemáticamente, tienen
un estilo definidamente distinto del de todos los otros autores.
Deben ustedes conocer la gramática y la lógica especial de
los matemáticos, si esperan llegar a ser lectores consumados de
libros matemáticos. Las reglas generales que hemos discutido
pueden ser aplicadas inteligentemente a este tema, sólo mediante
el conocimiento de ellas a la luz de principios especiales. Podría
agregar que la lógica del argumento científico y la de la prueba
filosófica son también diferentes; no sólo de las matemáticas sino
también entre sí. El concepto que yo desearía imbuirles a ustedes
en este caso es que hay tantas gramáticas y lógicas especiales como
aplicaciones específicamente diferentes de las reglas de lectura a
diferentes índoles de libros y temas.
Una palabra sobre teología. Esta difiere de la filosofía en
que sus primeros principios son artículos de fe a los que adhieren
los adeptos a alguna religión. El razonamiento que descansa so-
bre premisas a las cuales la razón misma puede alcanzar es filo-
sófico, no teológico. U n libro teológico siempre depende de los
dogmas y de la autoridad de una iglesia que los proclame. Si
ustedes no son de la fe, si no pertenecen a la iglesia, pueden, sin
embargo, leer "bien" un libro teológico, que trata de sus dogmas,
con el mismo respeto con que tratan ustedes las suposiciones del
matemático. Pero deben recordar que un artículo de fe no es algo
que el creyente "suponga". La fe, para aquellos que la poseen, es
la forma más cierta de conocimiento, no una opinión aventurada.
Hay una clase de lectura extrínseca peculiar a las obras teo-
lógicas. Quienes tienen fe creen en la palabra revelada de Dios
como está contenida en una Sagrada Escritura. De este modo, la
teología judaica requiere que sus lectores estén familiarizados con
el Antiguo Testamento, la teología cristiana con el Nuevo, la
mahometana con el Corán, etc.
Aquí debo detenerme. El problema de leer el Libro Sagrado
•—si ustedes tienen fe en que éste contenga la palabra de D i o s —
es el problema más difícil en todo el campo de la lectura. H a
habido más libros escritos acerca de cómo leer las Escrituras que
acerca de todos los otros aspectos de la lectura en su totalidad.
La palabra de Dios es evidentemente la escritura más difícil que
puedan leer los hombres. El esfuerzo del creyente ha sido debida-
mente proporcional a la dificultad de la tarea. Creo que sería
verdad decir que, por lo menos en la tradición europea, la Biblia
es "el" libro en más de un sentido. Es el que ha sido no sólo más
universalmente, sino más cuidadosamente leído.
242 M O R T I M E R J. A D L E R

— 8 —

Finalizaré este capítulo con un breve resumen de la ayuda


extrínseca a la lectura. ¿Qué hay detrás del libro que están ustedes
leyendo? Tres cosas, en mi opinión, que son especialmente per-
tinentes: experiencia —común o especial—, otros libros, y dis-
cusión viviente. El rol de la experiencia como factor extrínseco
es, creo, suficientemente claro. Otros libros pueden ser de diversas
índoles; pueden ser libros de consulta, secundarios, y comentarios,
u otros grandes libros que traten del mismo tema o de alguno
que se le relacione.
Rara vez es suficiente seguir todas las reglas de lectura intrín-
seca para leer bien cualquier libro, ya sea interpretativa o crítica-
mente. La experiencia y otros libros constituyen una ayuda ex-
trínseca indispensable. Al leer libros con estudiantes, me impresio-
na con frecuencia el hecho de que no utilizan esas ayudas aunque
no sean capaces de leer el libro sin apoyo exterior.
Bajo el sistema electivo, un estudiante sigue un curso como
si éste fuese algo totalmente independiente. U n curso no tiene
nada en común con otro, y ningún curso parece tener nada que
ver con los asuntos corrientes del estudiante, con sus problemas
vitales, con su experiencia diaria. Los estudiantes que toman así
un curso, leen libros del mismo modo; no realizan esfuerzos para
relacionarlos entre sí, aun cuando estén muy evidentemente re-
lacionados, o para aplicar lo que el autor dice a su propia expe-
riencia. Leen acerca del fascismo y del comunismo en los periódi-
cos; oyen defensas de la democracia por la radio; pero nunca pa-
rece ocurrírseles, a la mayoría de ellos, que el gran tratado políti-
co que puedan estar leyendo encare los mismos problemas, pese
a que el lenguaje empleado sea un poco más elegante.
El año pasado, Mr. Hutchins y yo leímos una serie le
obras políticas con algunos estudiantes. Al principio, éstos ten-
dían a leer cada libro como si éste existiese en un vacío. N o obs-
tante el hecho de que los diversos autores estaban llanamente
arguyendo acerca del mismo tema, ellos no parecían creer que valía
la pena mencionar un libro al leer otro. Pero los buenos estu-
diantes podían referirse a ellos cuando se les pedía que lo hiciesen.
Una de nuestras horas de clase más emocionantes fue aquella en
la que Mr. Hutchins preguntó si Hobbes habría defendido a Hitler
por haber encerrado al Pastor Niemóller en un campo de concen-
tración. ¿Habría tratado Espinosa de liberarlo? ¿"Qué habrían he-
cho Locke, y J o h n Stuart Mili?
Los problemas de palabras y conciencias libres hicieron que
los autores muertos hablasen de sucesos vivientes. Los estudian-
tes se dividieron en dos bandos en el asunto Niemóller, y lo mis-
mo sucedió con los libros —Mili contra Hobbes, y Locke contra
Espinosa—. Aunque los estudiantes no pudieron ayudar al Pastor
Niemóller, su caso había contribuido a localizar la oposición de
principios políticos a la luz de sus consecuencias prácticas. Aun-
que al principio no le habían encontrado nada mal a Hobbes y a
Espinosa, comenzaron a dudar de sus juicios anteriores.
La utilidad de la lectura extrínseca es simplemente una ex-
tensión del valor del contexto al leer un libro por sí sólo. Hemos
visto cómo el contexto debe ser usado para interpretar palabras
y oraciones que nos ayuden a hallar términos y proposiciones. Así
como el libro entero es un contexto para cualquiera de sus partes,
del mismo modo los libros relacionados ofrecen un contexto más
grande que les ayudará a interpretar el que estén leyendo.
Me place considerar a los grandes libros como involucrados
en una prolongada conversación acerca de los problemas básicos
de la humanidad. Los grandes autores fueron grandes lectores,
y un modo de entenderlos consiste en leer los libros que ellos le-
yeron. Como lectores, ellos mantuvieron una conversación con
otros autores, tal como cada uno de nosotros mantiene una con-
versación con los libros leídos, aunque no lleguemos tal vez a
escribirlos.
Para iniciar esta conversación debemos leer los grandes libros
relacionándolos entre sí, y en un orden que respete en algo a la
cronología. La conversación de los libros tiene lugar en el tiempo,
el tiempo es aquí la esencia y no debe ser desdeñado. Los libros
pueden ser leídos desde el presente hacia el pasado, o desde el pasa-
do hacia el presente. Aunque yo creo que el orden de pasado a
presente ofrece ciertas ventajas, por ser más natural, el requisito
de la cronología puede ser cumplido de cualquiera de los dos
modos.
El aspecto correspondiente a la conversación de la lectura (los
autores que conversan entre ellos, y cualquier lector que conversa
con su a u t o r ) . explica el tercer factor extrínseco que mencioné
anteriormente, esto es, la discusión viviente. Por discusión vivien-
te, sólo quiero significar la conversación que ustedes y yo poda-
mos mantener acerca de un libro que hayamos leído en común.
Pese a que esta ayuda no le es indispensable a la lectura,
constituye un gran apoyo. Es por esto que Mr. Hutchins y yo
conducimos nuestro curso de lectura de libros mediante reunio-
nes con los estudiantes, para discutirlos. El lector que aprende a
discutir bien un libro con otros lectores, puede, de tal modo,
llegar a mantener mejores conversaciones con el autor cuando se
halle a solas con él en su estudio. Puede hasta llegar a apreciar
mejor la conversación que los autores mantienen entre sí.
TERCERA PARTE

E L RESTO DE LA VIDA
13 ÍL T"
J JT E T O JR.
CAPÍTULO XV

LA O T R A M I T A D

Esta es solamente la mitad de un libro sobre la lectura, y


quizá hasta debiera decir que hasta aquí el libro se ha preocupado
solamente de la mitad de l o que la mayor parte de la gente lee.
Aun ésa podría ser una apreciación demasiado liberal: no soy
tan ingenuo como para suponer que el lector invertirá la mayor
parte de su vida leyendo grandes libros. Probablemente la mayor
parte del tiempo de que cualquiera dispone para leer, se emplea
en diarios y revistas. Y en lo que respecta a los libros, la mayoría
de nosotros leemos más obras de ficción que de otra índole. Es
verdad que las listas de los libros que más se venden están dividi-
das en dos mitades, ficción y lo que no es ficción. Pero aunque
los libros que no son de ficción alcanzan a menudo grandes públi-
cos, su público total es algo menor que el público de la ficción
buena o mala. De los libros que no son de ficción frecuentemente
los más populares son aquellos que, como los diarios y revistas,
tratan de asuntos de interés contemporáneo.
N o los he engañado a ustedes en lo que respecta a las reglas
adelantadas en capítulos anteriores. En el capítulo VII, antes de
emprender una discusión detallada acerca de las reglas expliqué
que tendríamos que limitarnos a la tarea de los libros serios; de
los que no son de ficción. Exponer "al mismo tiempo" las reglas
para leer literatura imaginativa y para leer literatura expositiva,
induciría a confusión, y una adecuada exposición de la lectura
de ficción, o de la poesía, no podrá realizarse en menos espacio
que el que ocupó el discutir las reglas acerca de lo que no es fic-
ción. Y o parecía enfrentado a la elección entre tener que escribir
un libro mucho más extenso, quizá hasta otro libro, o ignorar
a la mitad de lo que la gente lee. En aras de la claridad, opté por
la segunda alternativa mientras escribía la parte precedente de este
libro. Pero ahora, cuando considero el resto de la vida del lector,
no puedo ignorar por más tiempo los otros tipos de lectura. Tra-
taré de suplir esas deficiencias, a pesar de que sé que un solo ca-
pítulo dedicado a todas las otras clases de lectura tiene que ser
inadecuado,
Estaría muy lejos de ser franco si les hiciera creer a ustedes
que la falta de espacio es mi única falla. Debo confesar que tengo
mucha menos competencia para la tarea que este capítulo com-
prende, aunque podría agregar, como atenuante, que el problema
de saber leer literatura imaginativa es intrínsecamente mucho más
difícil. Sin embargo, pueden ustedes pensar que la necesidad de
formular reglas para la lectura de ficción es menos urgente, porque
son más los que parecen saber leer la ficción, y sacar algún prove-
cho de ella, que los que leen lo que n o es ficción.
Observen aquí la paradoja. Por un lado digo que la habilidad
en la lectura de ficción es más difícil de analizar; por el otro
parece ser un hecho que tal habilidad es más ampliamente poseída
que el arte de leer ciencia y filosofía, política, economía é historia.
Puede ser, naturalmente, que la gente se engañe a sí misma acerca
de su habilidad para leer novelas inteligentemente; si no es así,
creo que puedo explicar la paradoja de otra manera. La literatura
imaginativa, en primer lugar, más bien deleita que instruye; es
mucho más fácil ser deleitado que instruido, pero mucho más
difícil saber por qué es uno deleitado. La belleza es más esquiva,
analíticamente, que la verdad. P o r mi experiencia docente sé cómo
se les traba la lengua a las personas cuando se les pide que digan
qué les ha gustado de una novela.
Comprenden perfectamente que les gustó, pero no pueden
explicar mucho su deleite o decir qué les causó placer de lo que
el libro contenía. Esto indica, pueden ustedes decir, que es posible
ser buen lector de ficción sin ser buen crítico. Sospecho que esto
es, a lo sumo, semi-verdadero. U n a lectura crítica, de cualquier
cosa, depende de la amplitud de la comprensión de cada cual. Los
que pueden decir qué es lo que les gusta de una novela, probable-
mente no la habrán leído más profundamente que hasta sus con-
tornos más evidentes. Aclarar este último p u n t o requeriría una
explícita formulación de todas las reglas para la lectura de litera-
tura imaginativa. Faltándome para hacerlo, tanto espacio como
competencia, les ofreceré a ustedes dos atajos. El primero procede
por "vía de negación", formulando los obvios " n o se debe" en
vez de las reglas constructivas. El segundo procede por "vía de
analogía" traduciendo brevemente las reglas para leer lo que no
es ficción a sus equivalentes para la lectura de la ficción. Usaré
la palabra "ficción" para denominar a toda la literatura imagina-
tiva, incluyendo a la poesía lírica, así como a las novelas y obras
de teatro. La poesía lírica merece realmente una discusión por
separado y detallada. En realidad, así como en el caso de los li-
bros expositivos, en los que las reglas generales deben particula-
rizarse con la historia, la ciencia y la filosofía, así en este caso
un estudio apropiado tendría que considerar los problemas espe-
ciales involucrados en la lectura de la novela, del drama y de la
lírica. Pero tendremos que darnos por satisfechos con mucho
menos.
— 2 —
Para avanzar por el camino de la negación, es necesario antes
que todo comprender claramente las diferencias básicas entre la
literatura expositiva y la imaginativa. Esas diferencias explicarán
por qué no podemos leer una novela como si fuera una contro-
versia filosófica, o una obra lírica como si fuera una demostra-
ción matemática.
La diferencia más evidente, ya mencionada, se refiere a los
fines de las dos clases de escritura. Los libros expositivos tienden
en primer lugar a instruir, los imaginativos a deleitar. Los pri-
meros tratan de transmitir el conocimiento —el conocimiento
acerca de hechos que, o le sucedieron al autor, o pudieron suce-
derle. Los últimos tratan de comunicar el hecho mismo — u n
hecho que el lector puede conocer solamente leyendo— y si lo
logran dan al lector algo con qué deleitarse. Debido a sus inten-
ciones diferentes, las dos clases de obras llaman de diferente ma-
nera al intelecto y a la imaginación.
Nosotros experimentamos las cosas por medio del ejercicio
de nuestros sentidos e imaginación. Para saber cualquier cosa de-
bemos usar nuestras facultades de juicio y de raciocinio, que son
intelectuales. N o quiero decir que podamos pensar sin usar nuestra
imaginación, o que la experiencia sensorial esté siempre divorcia-
da de alguna reflexión racional; se trata solamente de una cues-
tión de énfasis. La ficción llama en primer término a la imagi-
nación; ésa es la razón por la cual se le llama literatura imagina-
tiva, por oposición a la ciencia y a la filosofía que son intelec-
tuales.
Hemos estado considerando a la lectifra como una actividad
por la cual nos ponemos en comunicación con otros. Si le miramos
ahora un poco más profundamente veremos que los libros expo-
sitivos "realmente" comunican lo que es eminente y esencialmente
comunicable — " e l conocimiento abstracto"; mientras que los li-
bros imaginativos " t r a t a n " de comunicar lo que es esencial y pro-
fundamente incomunicable— "la experiencia concreta*'. Hay algo
de misterioso en esto. Sí la experiencia concreta es realmente in-
comunicable, ¿por qué magia esperan el poeta o el novelista trans-
mitir a ustedes, para el deleite de cada cual, un hecho del cual
ellos han gozado?
Antes de contestar esta pregunta debo estar seguro de que
ustedes comprenden plenamente la incomunicabilidad de la expe-
riencia concreta. Todos han experimentado alguna intensa crisis
emocional —la rápida ola de la ira, una prolongada ansiedad con
respecto a un desastre inminente, el ciclo de la esperanza y la de-
sesperación en el amor—. ¿Han tratado ustedes alguna vez de
contarle eso a sus amigos? Pueden contarles todos los hechos sin
mayores dificultades, porque los hechos externos y observables
son materia del conocimiento común y pueden ser fácilmente co-
municados. Pero, ¿pueden ustedes darles el hecho mismo en toda
su concreta naturaleza interior —el hecho que encuentran ustedes
difícil hasta recordar en toda su plenitud e intensidad? Si el pro-
pio recuerdo que conservan ustedes de él es pálido y fragmentario,
¡cuánto más lo será la impresión que están ustedes transmitiendo
verbalmente! Al observar los rostros de quienes los escuchan po-
drán decir que ellos no experimentan aquello de lo cual están
ustedes hablando. Y pueden comprender entonces que ello requie-
re más arte narrativo del que ustedes poseen— un arte que es
patrimonio característico de los grandes escritores imaginativos.
En cierto modo, naturalmente, ni siquiera el más grande es-
critor puede comunicar los hechos que a él mismo le sucedieron.
Ellos son exclusivamente suyos a través de toda la eternidad. U n
hombre puede compartir su experiencia con otros, pero no puede
compartir las pulsaciones reales de su vida. N o pudiéndose comu-
nicar la experiencia única y concreta, el artista hace lo mejor des-
pués de eso; crea en el lector lo que no puede transmitir; usa pa-
labras para producir una experiencia de la que el lector pueda
disfrutar, una experiencia que el lector siente de una manera si-
milar y proporcional a la del escritor. Su lenguaje obra sobre las
emociones y la imaginación de cada lector de modo que cada cual
a su turno experimente lo que nunca había experimentado antes,
aunque durante el proceso puedan evocarse recuerdos. Esas nuevas
experiencias, distintas para cada lector según su propia naturaleza
individual y sus recuerdos, son, sin embargo, parecidas, porque
todas han sido creadas conforme a un mismo modelo —las in-
comunicables experiencias en las que se inspira el escritor. Somos
como muchos instrumentos que él puede tocar, cada uno con sus
armonías y resonancias, pero la música que él toca de modo tan
diferente en cada uno de nosotros sigue una misma partitura. Esa
partitura es transcripta a la novela o al poema; al leerla nosotros,
parece que comunicara, pero realmente crea, una experiencia. Esa
es la magia de la buena ficción que forja imaginativamente la
similitud de una experiencia real.
N o puedo confirmar lo que he dicho citando una novela o
una obra de teatro enteras. Sólo puedo pedir al lector que recuer-
de y que viva lo que le sucedió mientras estaba leyendo una fic-
ción que lo conmovió profundamente. ¿Aprendió hechos acerca
del mundo? ¿Siguió las discusiones y las pruebas? ¿O pasó por
la experiencia de novela creada realmente en su imaginación du-
rante el proceso de la lectura?
Sin embargo, puedo citar unos pocos, cortos, y sencillos
poemas líricos, sumamente conocidos. El primero es de Robert
Herrick: ( D
Cuando mi Julia va envuelta en sedas
Entonces, entonces, pienso cuan dulcemente fluye
Esa licuefacción de sus ropas.

Luego, cuando fijo mis ojos y veo


Esa brava vibración, en cada senda libre,
¡Oh, cómo me conmovía ese resplandor!
2
El segundo es de Percy Bysshe Shelley ;( )

(1) E l t e x t o o r i g i n a l e n i n g l é s e s e l s i g u i e n t e . — (2V. del T.)i

When, in silks m y Jolia goes,


Then, then, methinks, how sweetly flows
T h a t l i q u e f a c t i o n of h e r c l o t h e s .

N e x t , w h e n I cast m i n e eyes, and s e e


T h a t brave vibration e a c h w a y free,
O, h o w t h a t g l i t t e r i n g t a k e t h m e !

(2) E l t e x t o o r i g i n a l e n i n g l é s e s e l s i g u i e n t e . — (N. del T.):

M u s i c , w h e n soft v o i c e s die,
Vibrates in the m e m o r y —
Odora, w h e n s w e e t violets sicken,
Live within the sense they quicken.
La música, cuando tas voces suaves mueren,
Vibra en ta memoria.
Los olores, cuando las dulces violetas enferman,
Viven hasta donde alcanza el sentido que excitan.
Las hojas de la rosa, cuando ta rosa ha muerto
Son amontonadas para el techo de la amada;
Y así vuestros pensamientos, cuando os hayáis ido,
El amor mismo los adormecerá.
3
El tercero es de Gerard Manley Hopkins: ( )
Gloria a Dios por las cosas salpicadas de manchas
Por los cielos bicolores como una vaca mosqueada;
Por los lunares rosados como un moteado
sobre la trucha que nada;
Caídas de castañas en el fresco carbón de leña; alas
de pinzones;
Panorama parcelado y fragmentado — rebaño,
barbecho y arado;
Y todos los comercios, su mecanismo, lucha y arreglos.

Todas las cosas opuestas, originales, disponibles, raras;


Todo lo que es voluble, moteado, (¿quién sabe cómo?)

R o s e leaves, w h e n t h e rose is dead,


A r e h a s p e d for t h e b e l o v e d ' s b e d ;
A n d s o t h y t h o u g h t s , w h e n t h o u d art g o n e ,
L o v e itself shall s u m b a r o n .

(3) E l t e x t o o r i g i n a l e n i n g l é s e s el s i g u i e n t e . — (¿V. del T.) :

G l o r y b e t o G o d for D a p p l e d t h i n g s —
F o r s k i e s of c o u p l e - c o l o r as a b r i n d l e d c o w ;
F o r r o s e - i n o l e s a l l in s t i p p l e u p o n t r o u t t h a t s w i m ;
Fresh-firecoal chestnut-falls; finche's wings;
Landscape plotted and pieced-fold; fallow, and plough;
A n d all t r a d e s , t h e i r gear a n d t a c k l e a n d t r i m .

A l l t h i n g s c o u n t e r , o r i g i n a l , spare, s t r a n g e
W h a t e v e r is fickle, frockled ( w h o k n o w s h o w ? )
W i t h swift; s l o w ; s w e e t , sour; a d a z z l e , d i m ;
H e fathers-forth w h o s e b e a u t y is past change:
Praise him.
Con rápido, lento; dulce, agrio; deslumbrante, opaco;
El, cuya belleza está al margen del cambio; prolija
a través del tiempo
Alabadle.

Distintos en sus objetos y en la complejidad de las emocio-


nes en ellos referidas, estos poemas líricos obran sobre nosotros
de la misma manera. Actúan sobre nuestros sentidos directamente
mediante la música de sus palabras, pero más que eso, evocan co-
sas imaginadas y recuerdos que se funden en un único todo de
significativa experiencia. Se cuenta con que cada palabra desem-
peñará su papel, n o sólo musicalmente en la pauta de los sonidos,
sino también como una orden de recordar o de imaginarse. El
poeta ha dirigido de tal modo nuestras facultades que, sin que
nos diésemos cuenta de como sucedía, gozamos de una experiencia
que no hemos elaborado nosotros sino él. N o hemos recibido algo
de él, como recibimos "saber" de un escritor científico; más bien
nos hemos resignado a ser el medio de su creación. El ha usado
palabras para penetrar en nuestros corazones y fantasías e indu-
cirlos a que experimenten algo que refleje lo que él mismo expe-
rimentó así como un sueño puede parecerse a otro. En realidad,
por alguna extraña clase de emanaciones, el sueño del poeta es
soñado de diferente manera por cada uno de nosotros.
La diferencia básica entre la literatura expositiva y la ima-
ginativa — q u e la una instruye comunicando, mientras que la otra
deleita recreando lo que no puede comunicarse— conduce a otra
diferencia. Debido a sus fines radicalmente distintos, esas dos cla-
ses de escrituras usan necesariamente el idioma de diferente ma-
nera. El escritor imaginativo trata de llevar al máximo las latentes
antigüedades de las palabras para obtener con ellas toda la riqueza
y fuerza que son inherentes a sus múltiples significados. Usa las
metáforas como las unidades de su construcción, del mismo modo
en que el escritor lógico usa palabras aguzadas en forma tal que
tengan un solo significado. Lo que dice el Dante de la Divina
Comedia de que debe ser leída atribuyéndole cuatro significados
distintos aunque relacionados, se puede aplicar generalmente a
la poesía y a la ficción. La lógica de la literatura expositiva aspira
a u n ideal de inequívoca claridad. Nada debe dejarse entre líneas.
T o d o lo que es relevante y susceptible de ser claramente expre-
sado debe decirse lo más explícita y claramente que sea posible.
En cambio, la literatura imaginativa confía más bien en lo que
va implícito que en lo que se dice. La multiplicación de las metá-
foras pone más contenido entre las líneas que en las palabras que
las componen. El poema o la novela enteros dicen algo que nin-
guna de sus palabras dice o puede decir; expresa la incomunicable
experiencia que ha recreado para el lector.
T o m a n d o la poesía lírica y las matemáticas como las formas
ideales, o quizá debería decir las dos formas extremas de la lite-
ratura imaginativa y de la expositiva, podemos percibir otra dife-
rencia lógica entre las dimensiones poéticas y las dimensiones ló-
gicas de la gramática. Una aserción matemática es indefinidamente
traducible a otras aserciones que expresan la misma verdad. El
gran hombre de ciencia francés Poincaré dijo una vez que las ma-
temáticas eran el arte de decir la misma cosa en cuantas diferentes
maneras fuese posible. Cualquiera que haya observado cómo una
ecuación sufre las incontables transformaciones a que está sujeta
comprenderá esto. En cada etapa, los símbolos usados pueden ser
distintos o estar en un orden diferente, pero se expresa la misma
relación matemática. En cambio, una aserción poética es absolu-
tamente intraducibie, no solamente de un idioma a otro sino den-
tro de un mismo idioma de un grupo de palabras a otro. N o pue-
den ustedes decir lo que se dice con las palabras "la música, cuando
las suaves voces mueren, vibra en la memoria" de ninguna otra
manera con otras palabras inglesas. En este caso no hay propor-
ción que pueda expresarse con muchas frases equivalentes, que
expresen todas la misma razón. Se usan en él las palabras para
conmover la imaginación, n o para instruir la mente; por consi-
guiente, sólo estas palabras, y en este orden, pueden hacer aquello
para lo cual las urdió el poeta. Cualquier otra forma de palabras
creará otra experiencia — mejor o peor pero en todos los casos
distinta.
Pueden ustedes objetar que he trazado demasiado netamente
la línea entre las dos clases de literatura.
Pueden ustedes insistir, por ejemplo, en que podemos ser
tanto instruidos como deleitados por la literatura imaginativa.
Naturalmente que sí, pero n o de la misma manera que como nos
enseñan los libros científicos y filosóficos. Aprendemos de la expe-
riencia — l a experiencia que adquirimos en el decurso de nuestras
vidas cotidianas—. Así que, también, podemos aprender de las
experiencias sucedáneas o artísticamente creadas que la ficción
produce en nuestra imaginación. E n este sentido, la poesía y las
novelas instruyen y deleitan a la vez. El sentido en el cual la
ciencia y la filosofía nos enseñan es distinto. Los libros exposi-
tivos no nos suministran experiencias de novela; ellos comentan
hechos de la índole de los que nosotros hemos ya experimentado
o podemos experimentar. Es por ello que parece que corresponde
afirmar que los libros expositivos tienen como principal objeto
enseñar mientras que los libros imaginativos enseñan sólo inci-
dentalmente, si llegan a enseñar, creando experiencias de las cua-
les podemos aprender. Para aprender con libros de esa índole
tenemos que elaborar nuestro propio pensamiento acerca de la
experiencia; para aprender lo que enseñan los hombres de ciencia
y filósofos, debemos primeramente tratar de comprender lo que
ellos han pensado.
He recalcado esas diversas diferencias con el objeto de for-
mular unas pocas reglas negativas. Ellas no les indican a ustedes
cómo se lee la ficción. Les dicen a ustedes simplemente lo que n o
debe hacerse, porque la ficción es distinta de la ciencia. T o d o s
estos " n o se debe" se reducen a un sencillo concepto: no lean us-
tedes la ficción como sí fueran hechos; no lean una novela como
si fuera una obra científica, ni siquiera como si fuera ciencia social
o psicología. Este concepto único es variadamente expandido por
las siguientes reglas:
(1) No traten de encontrar un mensaje en una novela,
obra de teatro, o poema. La literatura imaginativa no es origi-
nariamente didáctica. Ninguna gran obra de ficción es la propa-
ganda azucarada que algunas críticas recientes quisieran hacernos
creer que son todas. (Si La Cabana del Tío Tom y Viñas de
Ira son buenas ficciones, lo son a pesar de lo que predican, no
debido a lo que predican). N o estoy haciendo aquí una divi-
sión categórica entre el arte y la propaganda, porque sabemos que
la ficción puede impulsar a los hombres a la acción, a menudo
más efectivamente que la oratoria. Mi p u n t o de vista es más bien
que la ficción tiene esta fuerza solamente cuando es buena como
ficción, n o cuando es un sermón o arenga ligeramente envuelto
por una fábula pobremente relatada. Si el precepto general es sen-
sato — q u e deben ustedes leer un libro por lo que es— busquen
entonces ustedes la historia, n o el mensaje, en los libros que se
ofrecen como narraciones.
Las obras teatrales de Shakespeare han sido minuciosamente
analizadas por espacio de siglos para descubrir su mensaje escon-
dido como si Shakespeare tuviese una filosofía secreta que ocul-
tase dentro de sus obras. La búsqueda ha sido infructuosa; su
fracaso debería de ser una clásica advertencia contra la lectura
equivocada de la ficción. Cuanto más sana es la vía de acceso que
encuentra en cada pieza un nuevo m u n d o de experiencias que Sha-
kespeare nos abre. Marco V a n Doren, en su reciente libro sobre
Shakespeare, comienza diciéndonos sensatamente que él encuentra
"creaciones", y no pensamientos o doctrinas en las obras de teatro.

La grande y central virtud de Shakespeare fue alcanzada por


el pensamiento seductor, pues el pensamiento no puede crear un
mundo. Sólo puede comprender un mundo, cuando ha sido creado.
Shakespeare, partiendo del mundo que ningún hombre ha hecho,
y no abandonándolo por cierto nunca, hizo muchos mundos den-
tro de él.
Mientras leemos una pieza de Shanespeare estamos con él. Po-
demos ser introducidos rápidamente o lentamente dentro de él
—en la mayoría de los casos rápidamente— pero una vez que esta-
mos allí nos encontramos encerrados. Ese es el secreto, y es todavía
el secreto del poder de Shakespeare para interesarnos. El nos con-
diciona a un mundo particular antes de que nos demos cuenta de
que existe; luego nos sume en sus particularidades.

La manera como Mr. Van Doren lee las obras de Shakes-


peare suministra un modelo para la lectura de cualquier ficción
merecedora del hombre.
(2) No busquen términos, proposiciones y argumentos en
ta literatura imaginativa. Tales cosas son recursos lógicos, no
poéticos. Corresponden a ese uso del lenguaje que aspira a la co-
municación del conocimiento y de las ideas, pero son enteramente
extrañas cuando el lenguaje sirve como intermediario para lo in-
comunicable, cuando se lo emplea creativamente. Como dice Mr.
Van Doren: " E n la poesía y en el drama, la afirmación es uno
de los medios más obscuros". Y o creo que iría más allá y diría
que en la ficción no hay abosluto ni declaraciones
verbales de las creencias del escritor. L o que un poema lírico "afir-
ma", por ejemplo, no puede encontrarse en ninguna de sus fra-
ses. Y el todo comprendiendo todas sus palabras en sus reacciones
recíprocas, dice algo que no puede nunca encerrarse dentro de la
camisa de fuerza de las proposiciones.
(3) No critiquen ta ficción según tas normas de ta verdad
y de ta consistencia que corresponden adecuadamente a la comu-
nicación del conocimiento. La "verdad" de una buena historia
es su verosimilitud, su intrínseca probabilidad o plausibilidad.
Debe ser una historia probable, pero no es necesario que describa
los hechos de la vida o de la sociedad de una manera que sea
verifícable mediante experimento o investigación. Hace siglos,
Aristóteles señaló que "la pauta de la corrección no es igual en
la poesía que en la política", o en física o psicología en lo que
respecta a esta cuestión. Las inexactitudes técnicas acerca de la
anatomía o los errores en geografía e historia deben ser criticados
cuando el libro en el cual aparecen se presenta como un tratado
sobre esas materias. Pero las afirmaciones erróneas respecto a he-
chos no malogran una historia si quien la cuenta logra rodearlos
de plausibilídad. Cuando leemos una biografía queremos la ver-
dad acerca de un hombre determinado; cuando leemos una novela
queremos una historia que debe ser cierta solamente en el sentido
de que "pudo haber sucedido" en el mundo de personajes y de
hechos que el novelista ha creado.
(4) No lean todos los libros imaginativos como si fueran
iguales. Exactamente como en el caso de la literatura expositiva,
en este caso, también hay diferencias en la clase de obras — l a
lírica, la novela, la obra de teatro— que requieren lecturas ade-
cuadamente diferentes.
Para hacer más útiles esos "no se debe", ellos deben ser com-
plementados por ingestiones constructivas. Mediante el desarro-
llo de la analogía entre la lectura de libros de hechos y de libros de
ficción, estaré en condiciones de llevar a ustedes por otro atajo a
las reglas para leer los últimos.

— 3 —

Hay, como hemos visto, tres grupos de reglas para la lec-


tura de los libros expositivos. El primer grupo lo forman las re-
glas para el descubrimiento de la unidad y de las estructuras, par-
cial y total; el segundo está constituido por reglas para el análisis
del todo en sus términos componentes, proposiciones y argumen-
tos; el tercero está formado por reglas para la crítica de la doc-
trina del autor, de modo que podamos llegar a un inteligente
acuerdo o desacuerdo con él. Hemos llamado a estos tres grupos
de reglas "estructurales", "interpretativas," y "críticas". Si hay
alguna analogía entre la lectura de los libros expositivos y la de
los imaginativos, deberíamos estar capacitados para encontrar
grupos de reglas similares que nos guiasen en el último caso.
Primero, ¿cuáles son las reglas estructurales para la lectura
de ficción? Si pueden ustedes recordar las reglas de esta indo-
le que ya hemos discutido (y si no pueden ustedes hacerlo, las
encontrarán sintetizadas en la parte inicial del capítulo X I V ) las
traduciré ahora brevemente a sus análogas de la ficción:
(1) Deben ustedes clasificar un trozo de literatura imagi-
nativa de acuerdo con su clase. Deben saber si es una novela o una
pieza de teatro o un poema lírico. Una obra lírica cuenta su his-
toria esencialmente en función de una sola experiencia emocional,
mientras que las novelas y piezas de teatro tienen tramas mucho
más complicadas, que comprenden a muchos personajes, sus accio-
nes y reacciones recíprocas, así como las emociones que experi-
mentan en el transcurso de la obra. T o d o el m u n d o sabe, ade-
más, que una obra de teatro se diferencia de una novela en razón
del hecho de que narra enteramente por medio de actos y discur-
sos. El autor no puede nunca hablar en nombre propio, como
puede hacerlo, y a menudo lo hace, en el curso de una novela.
T o d a s estas diferencias en el modo de escribir requieren diferen-
cias en la receptividad del lector; por consiguiente, deberían us-
tedes reconocer inmediatamente la clase de ficción que están le-
yendo.
( 2 ) Deben ustedes asir la unidad de todo el trabajo. Si lo
han hecho o no, puede comprobarse verificando sí están ustedes
en condiciones de expresar esa unidad en una o dos frases. La uni-
dad de un libro expositivo reside, en última instancia, en el pro-
blema principal que trata de solucionar. Por lo tanto su unidad
puede establecerse mediante la formulación de esta pregunta, o
mediante las proposiciones que responden a ella. Pero la unidad
de la ficción está siempre en su argumento. N o puedo recalcar
demasiado la diferencia entre "problema" y "trama" como fuen-
tes de la unidad en la literatura expositiva y en la imaginativa
respectivamente. N o habrán ustedes captado toda la historia mien-
tras no puedan sintetizar su argumento en una breve narración
— n o en una proposición o argumento—. Si tienen ustedes a
mano una edición anticuada de Shakespeare, podrán comprobar
que cada pieza trae como prefacio un párrafo que se llama "el
argumento". Este párrafo contiene nada más que la historia sin-
tetizada: una condensación del argumento. En esto reside la uni-
dad de la obra.
(3) Deben ustedes no sólo reducir el todo a su unidad más
simple, sino que deben también descubrir cómo está construido el
todo en todas sus partes. Las partes de un libro expositivo es-
tán relacionadas con partes del problema total, contribuyendo las
soluciones parciales a la solución del todo. Pero las partes de la
ficción son los diversos pasos que el autor da para desenvolver su
trama — los detalles de la representación y de los episodios. La
manera cómo las partes son arregladas difiere en los dos casos;
en la ciencia y en la filosofía deben ser ordenadas lógicamente;
en una historia, las partes deben encajar en un plan temporal,
un avance desde un principio a través de la parte media hasta su
fin. Para conocer la estructura de una narración deben ustedes
saber dónde comienza, por qué pasa, y dónde termina. Deben
conocer las diversas crisis que conducen hasta la culminación,
dónde y cómo tiene lugar la culminación y qué sucede en la parte
final.
Una serie de consecuencias se derivan de los puntos que aca-
bo de señalar. Por un lado las partes o sub-totales de un libro
expositivo es más probable que sean más independientemente le-
gibles que las partes de la ficción. El primer libro de los trece
de Euclídes, aunque es una parte de la obra entera, puede leerse
por separado. Eso es, más o menos, lo que sucede con todos los
libros expositivos bien organizados; sus secciones o capítulos,
tomados separadamente o en subgrupos, tienen sentido; pero los
capítulos de una novela, o los actos de una pieza de teatro, se
vuelven relativamente carentes de significado si se los arranca del
todo.
Por otra parte, el escritor expositivo no necesita conservar a
ustedes en suspenso. Puede decirles precisamente en su prefacio
o en los párrafos iniciales, qué va a hacer, y cómo va a hacerlo.
T a l información adelantada no apaga el interés de ustedes; por
el contrario, ustedes agradecen la guía. Pero la narración, para ser
interesante, debe sostener y elevar la incertidumbre. Aquí la incer-
tidumbre es esencial. Aun conociendo ustedes de antemano la uni-
dad de la trama, pues eso puede ser anunciado por el "argumento"
que prologa una obra de Shakespeare, todo lo que crea incerti-
dumbre debe permanecer oculto. N o deben ustedes estar en condi-
ciones de adivinar exactamente los pasos por medio de los cuales
se llega a la conclusión; por más reducido que sea el número de
los argumentos origínales, el buen escritor logra novedad e in-
certidumbre mediante la habilidad con la cual oculta los giros que
toma la narración al cubrir el terreno familiar.
Segundo, ¿cuáles son las reglas interpretativas para la lec-
tura de ficción? Nuestra precedente consideración de la diferencia
entre un uso poético y un uso lógico del lenguaje nos prepara para
hacer una traducción de las reglas que nos dirigen para encontrar
los términos, las proposiciones y los argumentos. Sabemos que
no deberíamos hacer eso. Pero, ¿qué debemos buscar si tratamos
de analizar la ficción?
( 1 ) Los elementos de la ficción son sus episodios e inciden-
cias, sus personajes y los pensamientos, discursos, sentimientos y
actos de éstos. Cada uno de ellos es una parte elemental del mundo
que crea el autor; mediante la manipulación de estos elementos
el autor cuenta su historia; ellos son como los términos en el
discurso lógico. Así como ustedes deben ponerse de acuerdo con
un escritor expositivo, en este caso ustedes deben trabar conoci-
miento con los detalles del episodio y de la representación. N o
habrán captado una historia hasta que no se hayan familiarizado
realmente con sus personajes, hasta que no hayan experimentado
sus hechos.
( 2 ) Los términos están relacionados en proposiciones. Los
elementos de la ficción están vinculados por la escena total, o
fondo, contra el cual se destacan en relieve. El escritor imaginati-
vo, como hemos visto, crea un mundo en el cual sus personajes
"viven, se mueven y tienen su existencia propia". La regla concer-
niente a la ficción análoga a la que los dirige a ustedes para encon-
trar las proposiciones del autor puede, por consiguiente, formular-
se como sigue: "lleguen ustedes a encontrarse como en su casa en
este mundo imaginario; conózcanlo como si fueran ustedes obser-
vadores situados en el escenario; conviértanse en miembros de su
población, deseosos de hacerse amigos de sus personajes y capa-
citados para participar en sus conocimientos medíante una com-
prensión simpática, como lo harían ustedes con los actos y sufri-
mientos de un amigo. Sí pueden hacer esto, los elementos de la
ficción dejarán de ser como peones aislados movidos mecánica-
mente sobre un tablero de ajedrez. Habrán encontrado ustedes las
relaciones que los vitalizan, convirtiéndolos en miembros de una
sociedad viviente.
(3) Si hay algún movimiento en un libro positivo, es el
movimiento de la argumentación, una lógica transición de las prue-
bas y las razones a las conclusiones que las sustentan. En la lec-
tura de tales libros es necesario seguir la argumentación. P o r lo
tanto después que hayan ustedes descubierto los términos y
proposiciones, les corresponde analizar su razonamiento. U n últi-
mo paso análogo en la lectura interpretativa de la ficción. Han
trabado ustedes conocimiento con los personajes; los han acom-
panado en el mundo imaginario en el cual moran, han admitido
las leyes de su sociedad, han respirado su aire, han probado su co-
mida, han viajado por sus carreteras. Ahora deben seguirlos a
través de sus aventuras; el escenario o fondo, el marco social, es,
(como la proposición), una especie de vinculación "estática" de
los elementos de la ficción. El desmarañamiento de la trama
(como los argumentos o el raciocinio) es la conexión dinámica.
Aristóteles dijo que el argumento es el alma de una historia. Es
su vida. Para leer bien una historia deben ustedes tener el dedo
sobre el pulso de la narración, sensible a todos sus latidos.
Antes de abandonar estos equivalentes correspondientes a
la ficción, por las reglas interpretativas de la lectura, debo pre-
venir a ustedes para que no examinen demasiado minuciosamente
la analogía. Una analogía de esta índole es como una metáfora
que se desintegrará si le exigen ustedes demasiado. La he usado
solamente para darles la sensación de cómo debe leerse analítica-
mente la ficción. Los tres pasos que he sugerido delinean el camino
en el cual uno va dándose progresivamente cuenta de la realiza-
ción artística de un escritor imaginativo. Lejos de malograr el dis-
frute de una novela u obra de teatro, ellos deben capacitar para
enriquecer el placer mediante el conocimiento íntimo de las fuen-
tes del deleite que experimentan. N o sólo sabrán ustedes qué les
gusta, sino por qué les gusta.
Otra advertencia: las reglas precedentes rigen principalmente
las novelas y las obras de teatro, y también a los poemas líricos
que tienen una cierta línea narrativa. Ellas se aplican también a
la lírica. Pero el corazón de una obra lírica yace en cualquier otra
parte; realmente se necesitaría un conjunto especial de reglas para
conducir a ustedes al secreto de ella. La lectura interpretativa de la
poesía lírica es un problema especial que no tengo ni competencia
ni espacio para considerar. He mencionado ya (en el capítulo V I I )
algunos libros que pueden ayudar en este asunto. A ésos podría
añadir los siguientes: el prefacio de Wordsworth a la primera
edición de las Baladas Líricas; los Ensayos sobre la Crítica, de
Matthew Arnold; los ensayos de Edgard Alian Poe sobre El
Principio Poético, y La Filosofía de la Composición; la obra de
T . S. Eliot sobre El Uso de la Poesía; la Forma en la Poesía
Moderna de Herbert Read, y el prefacio de Mark Van Doren a
Una Antología de la Poesía Inglesa y Americana.
Mientras estoy recomendando libros, quizá debería también
mencionar unos pocos que pueden ayudarles a desarrollar los po-
deres analíticos en la lectura de novelas: El Arte de la Ficción
de Percy Lubbock, los Aspectos de la Novela de E. M . Forster,
La Estructura de la Novela de E d w i n Muir, y los prefacios de
Henry James, reunidos bajo el título de El Arte de la Novela.
Para la lectura del drama, nada ha remplazado al análisis de la
tragedia y la comedia que Aristóteles hace en las Poéticas. D o n -
de sea necesario completarlo con orientaciones modernas en el arte
del teatro, pueden ser consultados libros como el ensayo de Geor-
ge Meredith Sobre la comedia, y La quintaesencia del Ibsenismo
de Bernard Shaw.
^Tercero', y último; ¿cuáles son las reglas críticas para la
lectura de la ficción? Pueden ustedes recordar que distinguimos,
en el caso de las obras expositivas, entre las máximas generales
que rigen a la crítica y un cierto número de puntos particulares
— de observaciones críticas específicas. Con respecto a las máxi-
mas generales, la analogía puede deducirse suficientemente me-
diante una traducción. Donde, en el caso de las obras expositivas,
el consejo era no criticar un libro— no decir si están ustedes de
acuerdo o en desacuerdo con él —si no pueden decir primeramente
que lo comprenden, así en este caso la máxima es; no critiquen
ustedes la literatura imaginativa hasta que no aprecien plenamente
qué ha tratado de hacerles experimentar el autor.
Para explicar esta máxima, debo recordarles el hecho obvio
de que no estamos de acuerdo ó en desacuerdo con la ficción. O
nos gusta o no nos gusta. Nuestro juicio crítico en el caso de los
libros expositivos atañe a su "verdad", mientras que al criticar
las belles lettres, como la palabra misma lo sugiere, consideramos
su "Belleza". La belleza de cualquier obra de arte está relacionada
con el placer que nos proporciona cuando la conocemos bien.
Ahora bien, hay una importante diferencia entre la crítica
lógica y la estética. Cuando estamos de acuerdo con un libro cien-
tífico, una filosofía, o historia, lo estamos porque creemos que
dice la verdad. Pero cuando nos gusta un poema, una novela, o
una obra de teatro, debemos vacilar, por lo menos un momento,
antes de atribuirle belleza o bondad artística, a la obra que nos
agrada. Debemos recordar que en materia de gustos hay mucha
divergencia entre los hombres, y que algunos, debido a una mayor
cultura, tienen mejor gusto que otros. Mientras es altamente pro-
bable que lo que le place a un hombre de gusto verdaderamente
bueno sea en sí mismo una bella obra, es mucho menos probable
que lo que les gusta o n o a los incultos signifique perfecciones
o fracasos artísticos. Debemos distinguir, en síntesis, entre la
expresión de gusto que indica meramente que algo gusta o n o
gusta y el juicio crítico último que concierne a los méritos objeti-
vos de la obra.
Permítanme ustedes, pues, volver a formular las máximas
de la siguiente manera. Antes de que expresen ustedes lo que les
gusta o lo que no les gusta, deben estar seguros de que han hecho
un esfuerzo honesto para apreciar la obra. Medíante la aprecia-
ción, quiero decir experimentando lo que el autor trató de que
experimentaran obrando sobre las emociones e imaginaciones de
ustedes. N o pueden "apreciar" una novela, leyéndola pasivamente,
más de lo que pueden "comprender" de esa manera u n libro filo-
sófico. Para lograr la apreciación, como la comprensión, deben
leer activamente y eso significa realizar todos los actos de la lec-
tura estructural y analítica que he esbozado brevemente.
Luego que hayan realizado tales lecturas serán competentes
para juzgar. El primer juicio será, naturalmente, de gusto. Dirán
que les gusta o no e! libro, y por qué les gustó o n o les gustó.
Las razones que den tendrán, por supuesto, algo de crítica
a propósito del libro mismo, pero en su primera expresión es pro-
bable que sean acerca de ustedes — d e sus preferencias y prejui-
cios que acerca del libro. P o r consiguiente, para llevar a cabo la
tarea de la crítica, deben objetar sus reacciones señalando esas
cosas del libro que las causaron. Deben pasar de decir que les
gusta o no les gusta y por qué, a decir qué tiene de bueno o de
malo el libro y por qué.
Hay aquí una verdadera diferencia. Nadie puede estar en des-
acuerdo con un hombre acerca de lo que a él le gusta o no le gusta.
La absoluta autoridad de su propio gusto es una prerrogativa de
todo hombre; pero otros pueden estar en desacuerdo con él acerca
de si el libro es bueno o malo. El gusto puede n o ser susceptible
de discusión pero las valoraciones críticas pueden ser atacadas y
defendidas; debemos acudir a los principios de la crítica estética
o literaria si deseamos apoyar nuestros juicios críticos.
Si los principios de la crítica literaria estuviesen firmemente
establecidos y hubiese acuerdo general sobre ellos, sería fácil enu-
merar brevemente las principales observaciones críticas que un lec-
tor pudiese hacer acerca de un libro imaginativo. Desgraciadamen-
te, o afortunadamente, no es así; y simpatizarán ustedes con mi
discreción al vacilar en entrar precipitadamente en materia. Me
arriesgaré sin embargo, a sugerir cinco preguntas que ayudarán a
cualquiera a formar un juicio crítico sobre la ficción. (1) ¿Hasta
qué punto tiene unidad la obra? (2) ¿De qué magnitud es la
complejidad de las partes y elementos que la unidad abarca y or-
ganiza? (3) ¿Es una historia probable, esto es, tiene la inherente
plausibilidad de la verdad poética? (4) ¿Los eleva a ustedes de
la ordinaria semiconciencia de la vida diaria a la claridad de la
intensa vigilia, excitando las emociones y llenando las imaginacio-
nes de ustedes? (5) ¿Crea un nuevo mundo en el cual son uste-
des introducidos y en el cual parece que viven con la ilusión de
que están viendo la vida constante y totalmente?
N o defenderé estas preguntas sino diciendo que cuanto más
puedan ser contestadas afirmativamente, más probable será que
el libro en cuestión sea una gran obra de arte. Creo que ellas po-
drán ayudarlos a discriminar entre la buena y la mala ficción
así como para volverse más articulados en la explicación de lo
que les gusta; aunque no deben olvidar nunca la posible discre-
pancia entre lo que es bueno en sí mismo y lo que les agrada,
deben estar capacitados para evitar la extrema sandez de la obser-
vación: " N o sé nada de arte, pero sé qué es lo que me gusta".
Cuanto mejor puedan discernir reflexivamente qué es lo que
les causa placer en la lectura de la ficción, más se acercarán al co-
nocimiento de las virtudes artísticas de la obra literaria misma.
Así se desarrollará gradualmente en ustedes una pauta para la crí-
tica; y salvo en el caso de que sean críticos literarios profesionales
—torturados por la necesidad de expresar los mismos pocos con-
ceptos de diferente manera para cada libro, y arrastrados por la
competencia a evitar lo obvio— encontrarán una gran compañía
de hombres de gusto similar con quienes compartir esos juicios
críticos de ustedes. Pueden hasta descubrir lo que creo que es cierto,
que el buen gusto en literatura lo adquiere cualquiera que aprenda
a leer.

— 4 —

Habiendo llegado tan lejos hacia la generalización del arte


de la lectura, mediante la traducción de las reglas expositivas a
sus equivalentes en la ficción, me veo impelido a dar el último
paso y terminar la tarea. Tienen ustedes reglas para leer "cual-
quier libro". Pero, ¿qué hay de las reglas para leer " t o d o lo que
es apto para imprimirse"? ¿Qué hay de la lectura de diarios y
revistas, ejemplares de avisos, propaganda política? ¿Pueden for-
mularse las reglas tan generalmente que se apliquen a todo?
Creo que sí. Necesariamente, al volverse más generales, las
reglas se reducen en número y se vuelven menos específicas en su
contenido. En lugar de tres grupos de reglas, cada uno de los cua-
les incluye tres o cuatro, las directivas "para leer cualquier cosa"
pueden sintetizarse en cuatro preguntas. Para leer bien cualquier
cosa, deben ustedes estar en condiciones de contestar estas cuatro
preguntas al respecto. A la luz de toda lá discusión que ha prece-
dido, las preguntas necesitan poca explicación. Ustedes saben ya
qué pasos deben dar para responder a estas preguntas.
Pero, primero, permítanme que les recuerde la distinción bá-
sica entre la lectura para informarse y para comprender, que se
halla involucrada en todo lo que he dicho respecto a la lectura. E n
la mayoría de los casos leemos los diarios y revistas y aún la parte
de avisos, por la información que contienen. La cantidad de ese
material es vasta, tan vasta que hoy en día nadie tiene tiempo para
leer más que una pequeña fracción de las fuentes de información
disponibles. La necesidad ha sido la madre de varios buenos in-
ventos en el campo de esa lectura; las así llamadas revistas de
noticias, tales como Times y Newsweek, realizan una función
inestimable para la mayoría de nosotros, leyendo la noticia y
reduciéndola a sus elementos esenciales de información. Los hom-
bres que escriben estas revistas son esencialmente lectores; ellos
han desarrollado el arte de leer para informar hasta un punto
que sobrepasa ampliamente la competencia del lector común.
Lo mismo reza con respecto al Reader's Digest que se ha
arreglado para reducir casi todo lo que de las revistas corrientes
merece nuestra atención al compacto espacio de un solo peque-
ño volumen. Naturalmente, los mejores artículos, como los me-
jores libros, no pueden resumirse sin que pierdan. Si los ensayos
de Montaigne o Lamb apareciesen en un periódico corriente, di-
fícilmente nos satisfaría leer un digesto de ellos. Una síntesis en
este caso solamente funcionaría bien si nos impulsase a leer el
original. Para el artículo corriente, sin embargo, una condensa-
ción es generalmente adecuada y a menudo hasta mejor que el
original, porque el artículo corriente es esencialmente informativo.
La habilidad que produce el Reader's Digest cada mes es, antes
que nada, una habilidad para la lectura, y sólo luego una habili-
dad para escribir sencilla y claramente. N o hace lo que pocos de
nosotros tenemos, la técnica -—no solamente el tiempo— necesa-
rios para hacerlo nosotros mismos. Penetra en la esencia de la in-
formación sólida, sacándola de páginas de material menos subs-
tancial.
Pero, después de todo, todavía tenemos que leer los periódi-
cos que realizan estos extraordinarios compendios de noticias e
información corriente. Si queremos ser informados, no podemos
evitar la tarea de leer, por más buenos que sean los digestos; y la
tarea de leer los digestos es, en último análisis, una tarea igual a
la que llevan a cabo los editores de estas revistas con los materiales
origínales que hacen accesibles en una forma más compacta. Ellos
nos han ahorrado trabajo, en lo que se refiere a la extensión ie
nuestra lectura, pero no nos han ahorrado completamente la m o -
lestia, ni pueden hacerlo. En cierto modo la función que realizan
nos aprovecha solamente si podemos leer sus digestos de infor-
mación tan bien como ellos han leído precedentemente a fin de
darnos los digestos.
Las cuatro preguntas que a continuación formularé como
guías para la lectura de cualquier cosa son igualmente aplicables
al material que puede informarnos o ilustrarnos. Para usar in-
telfgentemente estas preguntas como un conjunto de orientaciones,
deben ustedes saber, naturalmente, qué es lo que persiguen; si
están leyendo con un propósito o con el otro. Si son sensatos, el
propósito de ustedes concordará adecuadamente con la naturaleza
de la cosa a leerse. He aquí las cuatro preguntas con u n breve co-
mentario:
I. "¿Qué se dice en general?" (Para contestar esta pregunta
deben ustedes dar todos los pasos de la lectura estructural, según
las reglas ya establecidas) .
I I . "¿Qué se dice en particular?" (Ustedes no pueden descu-
brir plenamente lo que se está diciendo si no penetran por deba-
j o del lenguaje hasta el pensamiento. Para hacer esto deben ob-
servar cómo se usa el idioma y cómo se ordena el pensamiento.
En este caso, por consiguiente, deben seguir todas las reglas de la
lectura interpretativa).
I I I . "¿Es cierto?" (Sólo después de que sepan lo que se dice,
y cómo, podrán considerar si es cierto o probable; esta pregunta
requiere el ejercicio del juicio crítico. Deben decidir si aceptarán
o rechazarán la información que se les ofrece; deben estar especial-
mente alertas para descubrir las deformaciones de la propaganda al
suministrar las noticias. Al leer para ilustrarse, deben decidir si
están de acuerdo o en desacuerdo con lo que han llegado a enten-
der. Las reglas que deben ustedes seguir en este caso son las de la
tercera lectura o lectura crítica) .
I V . " ¿ Y eso qué importa?" (Salvo que lo que hayan leído sea
cierto en algún sentido, n o necesitan ustedes avanzar más. Pero
si lo es, deben ustedes encarar esta pregunta; n o pueden leer inte-
ligentemente para informarse sin determinar qué significado se
atribuye, o debiera atribuirse, a los hechos presentados. Los hechos
rara vez vienen a nosotros sin alguna interpretación, expresa o
implícita. Esto es especialmente cierto si están ustedes leyendo
digestos de información que necesariamente seleccionan los hechos
conforme a alguna valoración de su significado, o algún principio
de interpretación. Si están leyendo para ilustrarse, la investigación
que en cada etapa del saber es renovada por la pregunta. " ¿ Y eso
qué importa?", no tiene en realidad límites).
Estas cuatro preguntas sintetizan todas las obligaciones de
un lector; las tres primeras indican, además, por qué hay tres ma-
neras de leer cualquier cosa. Los tres grupos de reglas responden a
algo que está en la naturaleza misma del discurso humano. Si
las comunicaciones n o fuesen complejas, el análisis estructural se-
ría innecesario; sí el lenguaje fuese un medio perfecto en vez de
ser relativamente opaco, no habría necesidad de interpretación.
Si el error y la ignorancia no rodeasen a la verdad y el conoci-
miento, no tendríamos que ser críticos. La cuarta pregunta gira
hacia la distinción entre información y comprensión. Cuando el
material que han leído es en sí mismo esencialmente informativo,
son ustedes desafiados a avanzar más y a buscar la ilustración.
Hasta cuando hayan sido algo ilustrados por lo que han leído,
se los insta a que continúen la búsqueda del significado.
Conocer estas preguntas, naturalmente, no basta. Deben acor-
darse de hacérselas mientras leen y más que nada, deben ustedes
estar en condiciones de contestarlas exacta y correctamente; en
pocas palabras, la capacidad para hacer precisamente eso es el arte
de la lectura.
— 5 —
La capacidad para leer bien cualquier cosa puede ser la meta,
pero la meta no señala el mejor lugar para empezar a adquirir
el arte. Ustedes no pueden comenzar a adquirir los hábitos correc-
tos leyendo cualquier clase de material; quizá debería decir que
cierta clase de materiales facilitan más la adquisición de la disci-
plina que otros. Es demasiado fácil, por ejemplo, sacar algo de
los diarios, revistas y extractos, hasta cuando se los lee pobre y
pasivamente. Además, todos nuestros malos hábitos de lectura
superficial están asociados con estos materiales familiares. Es por
ello que a lo largo de este libro he insistido en que, tratar de leer
para comprender más bien que para informarse —porque es más
difícil, y menos usual—, les suministra a ustedes una mejor oca-
sión para desenvolver su habilidad.
Por la mis 1X13- rszon, la lectura de buenos libros, o mejor, de
los grandes libros, es la fórmula para los que quieran aprender
a leer. N o es que los rigores de la lectura difícil sean el castigo que
corresponde al crimen de los hábitos chapuceros; más bien desde
el p u n t o de vista de la terapéutica, que los libros que no pueden
ser comprendidos en absoluto si no se los lee activamente son la
prescripción ideal para cualquiera que sea aún una víctima de la
lectura pasiva. Tampoco creo que esta medicina sea como esos
remedios drásticos y enérgicos de los cuales se calcula que matarán o
curarán al paciente. Pues en este caso, el paciente puede determinar
la dosis. El puede aumentar la cantidad de ejercicio que toma en
fáciles etapas, el remedio comenzará a obrar en cuanto él empiece,
y cuanto más obre, más podrá tomar.
El lugar para empezar es, pues, los grandes libros. Ellos son
tan aptos para el fin, que es casi como si fuesen escritos con el
objeto de enseñar a la gente a leer; ellos están casi en la misma
relación, con el problema de aprender a leer, que el agua con el
asunto de aprender a nadar. Hay una importante diferencia: el
agua es indispensable para nadar. Pero después de que hayan
aprendido ustedes a leer practicando en los grandes libros, podrán
transferir sus habilidades a la lectura de buenos libros, a la lectura
de cualquier clase de libros, a la lectura de cualquier cosa. El hom-
bre que puede mantenerse a flote en los lugares profundos no ne-
cesita preocuparse de las partes poco profundas.
CAPÍTULO XVI

LOS G R A N D E S LIBROS
_ 1 __

Se hacen libros ilimitadamente; tampoco parece que haya un


límite en la confección de listas de libros. Lo uno es causa de lo
otro; siempre ha habido más libros que los que nadie pudiera
leer, y como se han multiplicado en una proporción siempre
creciente a través de los siglos, ha habido que hacer más y más
listas honoríficas. Es tan importante saber qué hay que leer como
saber cómo hay que leer. Cuando hayan aprendido ustedes a leer,
tendrán, espero, una larga vida para emplear en la lectura; pero,
en el mejor de los casos, podrán ustedes leer solamente unos pocos
libros de todos los que se han escrito, y los pocos que lleguen a
leer deberían incluir a los mejores. Pueden regocijarse en el hecho
de que no hay demasiados grandes libros para leer; parece que hay
menos libros mejores que familias de alcurnia, seguramente menos
de "cuatrocientos" como lo indica la frase "los cien mejores li-
bros" que se ha convertido en un grito de combate. Aunque no
debería ser tomada demasiado en serio, la frase es sugestiva; el
número es relativamente pequeño. Si bien ese número es pequeño,
quiero repetir una vez más lo que he dicho acerca de la cantidad
en la lectura. De lo contrario podrían ustedes interpretar mal la
enumeración de títulos que tendrá lugar en este capítulo y las lis-
tas de grandes libros que figuran en el Apéndice. Podrían ustedes
suponer que la recomendación de estos libros implica la convenien-
cia de leerlos todos. En un sentido, naturalmente que sí. Ideal-
mente uno debería leer muchos o hasta todos los grandes libros,
pero el ideal está siempre en el infinito y sólo será posible aproxi-
marse a él. Y lo más importante que hay que saber es que se
aproximan ustedes más genuinamente a él leyendo unos pocos
libros bien que muchos pobremente; la clave está en leer bien arítes
de leer mucho. Es mejor leer un pequeño numero de grandes libros
efectivamente, que todos ellos inefectivamente, pues se obtiene
poco o ningún provecho de una gran cantidad de lectura rutinaria.
Si tienen ustedes en cuenta esto, estoy seguro de que no se
asustarán del número de libros que se mencionan o de los títulos
que indican campos con los cuales no han trabado ustedes cono*
cimiento. En el curso de este capítulo trataré de agrupar a los
libros conforme a las materias de sus temas y sus principales p u n -
tos de interés, de modo que estarán ustedes en condiciones de em-
pezar a leer dondequiera que convenga mejor a las inclinaciones
de cada cual. U n libro conducirá a otro y así, comenzando por
aquellos que están en ese momento más a su alcance podrán us-
tedes orientarse hacia más amplios y más remotos círculos. Uste-
des pueden englobar finalmente toda la lista, pero lo más -im-
portante en lo que respecta a cualquier lista de libros es que debe
suministrar un buen comienzo.
La catalogación de los grandes libros es tan vieja como la
lectura y la escritura. Los maestros y bibliotecarios de la antigua
Alejandría la realizaron; sus listas de libros fueron la columna
vertebral de un plan de estudios educacional. Quintiliano la llevó
a cabo para la educación romana, seleccionando como dije, tanto
clásicos antiguos como modernos. Fue hecha una y otra vez en
la Edad Media por los mahometanos, judíos y cristianos con un
propósito similar; en el Renacimiento, líderes del reavivamiento
de la ciencia como Montaigne y Erasmo hicieron listas de los li-
bros que leyeron; ellos se ofrecieron como modelos de caballerosa
capacidad para leer y escribir. La educación humanística fue cons-
truida sobre una base de "letras humanas" como decía la frase.
La lectura prescripta estaba originariamente en las grandes obras
de la literatura romana, en su poesía, biografía e historia y en sus
ensayos sobre moral.
En el siglo decimonono había aún otras listas de libros. Si
quieren ustedes saber qué libros integraban la formación de un
dirigente liberal de su época, fíjense en la Autobiografía, de J o h n
Stuart Mili. Quizá la más famosa lista de libros que se confeccionó
en el siglo pasado fue la de Augusto Comte. Comte fue el pen-
sador francés que sintetizó la devoción del siglo decimonono por
la ciencia y por el progreso a través de la ciencia. Es de esperar,
por supuesto, que la selección de "mejores libros" cambiará con
los tiempos; sin embargo, hay una sorprendente uniformidad en
las listas que representan las mejores elecciones de cualquier perío-
do. En todas las épocas, tanto A. C. como D . C , los que confec-
cionan las listas incluyen tanto libros antiguos como modernos en
sus selecciones y siempre se preguntan si los modernos están a la
altura de los grandes libros del pasado. Los cambios que cada
época posterior introduce son principalmente adiciones más que
sustituciones. Naturalmente, la lista de grandes libros crece en el
decurso del tiempo, pero sus raíces y contornos parece que perma-
necen iguales; nuevas ramas se suman al árbol.
Esto se debe a que las listas famosas son genuinamente va-
riadas; ellas tratan de incluir todo lo que es grande en la tradición
humana. U n a mala selección lo sería aquélla motivada por un pre-
juicio sectario, dirigida por alguna clase de alegación especial. Ha
habido listas de esta índole, que escogían solamente los libros que
probasen un determinado p u n t o ; tales listas omiten muchos gran-
des libros; la tradición europea no puede ser abofeteada así. Ella
incluye muchas cosas que deben, necesariamente, parecer falsas
o extraviadas sí se las juzga desde cualquier p u n t o de vista parti-
cular. Dondequiera que encontremos la verdad ella estará siempre
acompañada de grandes errores. Para catalogar adecuadamente
los grandes libres se deben incluir todos los que han resultado
importantes, no sólo aquellos con los cuales se está de acuerdo o
que se aprueban.
Hasta hace treinta o cuarenta años, un curso de colegio se
construía en torno a un conjunto de lecturas obligatorias. Bajo
la influencia del sistema electivo y de otros cambios educacionales,
las exigencias en este país se relajaron gradualmente hasta un p u n -
to en que el grado de bachiller no implicó ya una capacidad ge-
neral para leer y escribir. Los grandes libros aparecían aún aquí
y allá, en este curso y en aquél, pero rara vez eran leídos y selec-
cionados entre sí; frecuentemente se los hacía suplementarios de
los libros de texto que dominaban el plan de estudios.
Las cosas habían llegado a lo peor cuando yo ingresé al co-
legio al comenzar el año veinte. C o m o ya he informado, vi tam-
bién empezar el curso superior. J o h n Erskine había persuadido al
cuerpo de profesores de Columbia de que instituyese un curso de
honores, dedicado a la lectura de grandes libros. La lista, que tuvo
la gran gentileza de componer, incluía entre sesenta y setenta
autores, que representaban todos los campos del saber y todas las
clases de la poesía; difería de otras selecciones corrientes en que
tenía un patrón de selección más elevado, y también en que trataba
de incluir todos los grandes libros, no solamente los de un período
determinado o de cierta índole. Era una lista más amplia que las
que se usaban en los cursos de lectura de Oxford, por ejemplo,
en que un estudiante se especializaba en "grandes antiguos" o
en "grandes modernos".
La lista de Erskine ha sido revisada y modificada muchas
veces desde que se hizo; Mr. Hutchins y yo la hemos usado con
algunas alteraciones en la Universidad de Chicago. El programa
de lectura del St. John's College, que comprende cuatro años, es
sustancialmente la misma lista, aunque ha sido enriquecida por
adiciones provenientes de los campos de las matemáticas y de las
ciencias naturales. Una lista similar, aunque algo más corta, se
usa actualmente en Columbia en un curso obligatorio para todos
los estudiantes de primer año. Creo que la lista de Erskine, con
algunas adiciones y cambios es una expresión bastante exacta de
lo que cualquiera llamaría hoy en día las grandes obras de la
cultura occidental.
A mí me ocurrió algo que me permitió captar este asunto
de catalogar los grandes libros; yo desempeñé el cargo de secreta-
río del cuerpo de profesores que dictó el curso de honores en Co-
lumbia durante los años en que se revisaba la lista original. Varios
miembros del cuerpo de profesores habían expresado su desconfor-
midad; querían omitir a algunos autores e incluir a otros. Para
arreglar el asunto, construimos una gran lista de alrededor de
trescientos libros, muchos más de los que cualquiera hubiese
deseado que se incluyesen, pero lo suficientemente larga como
para contener cualquier autor que cualquiera pudiera nombrar.
Procedimos entonces a votar, excluyendo gradualmente los
libros o autores sobre los cuales la votación indicase que no había
acuerdo general. Luego de mucha votación obtuvimos una lista
que satisfizo a todos. Tenía ochenta ítems, sólo alrededor de quin-
ce más que la enumeración de Erskine; contenía casi todos los
títulos de la lista original. De esos dos años de revisión aprendí
hasta qué punto hay unanimidad de juicio acerca de los grandes
libros; se evidenció claramente que sería difícil confeccionar una
lista de mucho más de cíen autores, sobre los cuales se pudiese
obtener ese acuerdo universal; si se iba más allá de eso se proveería
a los intereses de los especialistas en este período o en esta materia.
N o voy a tratar de hacerles una nueva lista de grandes libros.
Creo que las listas de que se puede disponer hoy en día son com-
pletamente satisfactorias; como he indicado, la lista revisada de
Columbia ha sido publicada por la Asociación Norteamericana de
Bibliotecas, bajo el título de Clásicos del M u n d o Occidental, y
se puede comprar por menos de un dólar. La lista que se usa ac-
tualmente en el St. J o h n ' s College en Annapolis, que es ligera-
mente más larga, puede conseguirse fácilmente de ese colegio.
Pero voy a ahorrarles la molestia de conseguir esas listáis* IZü.
el Apéndice encontrarán ustedes una enumeración bastante ade-
cuada; es una selección de autores y títulos de todas las listas que
he mencionado. He usado dos criterios al hacer esta selección;
primero, que el libro se pueda realmente conseguir en inglés; se-
gundo, que sea legible para cualquiera sin ayuda de una instruc-
ción especial. Sé, por supuesto, que el segundo criterio es aplicable
en un mínimo a los clásicos matemáticos y menos aplicable a los
grandes libros científicos que a los demás. Sin embargo, vale
hasta para ellos con una condición: la de que esos libros sean
leídos en su orden histórico; un trabajo anterior ayuda, pues, a
prepararse para uno posterior y a explicarlo.
Hablando estrictamente, un catálogo no es algo para leer;
tiene por objeto servir de referencia. Es por ello que he puesto el
largo inventario cronológico de los libros en el Apéndice. En este
capítulo voy a tratar de dar vida a esa lista hablando sobre los
libros.
Trataré aquí, por consiguiente, de compilar los grandes libros
en grupos más pequeños, cada uno de los cuales participará en una
conversación acerca de algún problema particular en el cual pue-
dan ustedes estar ya interesados'. En algunos casos las conversacio-
nes sobre un problema conducirán a otro; así, en vez de yacer
uno junto al otro como en hilera de cementerio, los libros se les
aparecerán a ustedes como corresponde: como los vivaces autores
de una tradición viviente. Probablemente no nombraré todos los
libros en este capítulo, pero podré hacer que se entable una con-
versación entre un número suficiente de ellos como para que pue-
dan ustedes imaginar que la tarea ha sido realizada por completo.
Si son ustedes inducidos a participar en la conversación mediante
la lectura de algunos de esos libros, ellos se encargarán del resto.

— 2 —
Antes de empezar, sin embargo, puede ser prudente decir algo
más acerca de lo que es un gran libro. He usado la frase una y
otra vez, con la esperanza de que lo que dije en el capítulo cuarto
sobre los grandes libros como comunicaciones originales, seña.
suficiente por el momento. En el capítulo octavo sugerí que entre
las obras poéticas había una distinción del paralelo. Así como los
grandes libros expositivos son aquellos que pueden aumentar
nuestro entendimiento más que los demás, así las grandes obras
de la literatura imaginativa elevan nuestro espíritu y ahondan
nuestra humanidad.
E n el decurso de. otros capítulos, puedo haber mencionado
otras cualidades que poseen los grandes libros. Pero ahora quiero
reunir en un solo lugar todos los signos por los cuales los grandes
libros pueden reconocerse, repitiendo algunos, añadiendo nuevos;
éstos son los signos que todo el mundo usa al hacer listas o selec-
ciones. Los seis que voy a mencionar pueden no ser todos los que
hay, pero son los que algunos de nosotros —el decano Buchanan
y el presidente Barr en St. John's, y Mr. Hutchins y yo en Chi-
cago— hemos encontrado más útiles en la explicación del otorga-
miento de la cinta azul de biblioteca.
(1) Y o solía decir en broma que los grandes libros eran
aquellos que todo el mundo recomienda y nadie lee, o los que
todo el m u n d o tiene la intención de leer y no lee nunca. La bro-
ma (que en realidad es de Mark T w a i n ) puede tener gracia
para algunos de nuestros contemporáneos, pero la observación es
falsa para la mayoría. En realidad, los grandes libros son proba-
blemente los que se leen más; n o son de los que más se venden
durante un año o dos; lo son permanentemente. Lo que el viento
se llevó ha tenido relativamente pocos lectores comparado con las
obras teatrales de Shakespeare o con Don Quijote. Sería razonable
estimar, como lo hizo un reciente escritor, que La Itíada, de H o -
mero, ha sido leída por 25.000.000 de personas en los últimos
3.000 años. Si cuentan ustedes el número de idiomas a los cuales
estos libros han sido traducidos y el número de años durante los
cuales han sido leídos, no pensarán que un número de lectores que
llega a varios millones es exagerado.
N o debe inferirse, por supuesto, que todos los libros que al-
canzan un formidable público se elevan a la categoría de clásicos
en razón de ese solo hecho. Tres Semanas, Quo Vadis y Ben Hur,
para mencionar solamente ficciones, son casos que vienen a pro-
pósito. N o quiero decir tampoco que un gran libro tenga que ser
el que más se venda en su propia época. Le puede llevar tiempo
acumular su público último; el astrónomo Kepler, cuya obra so-
bre los movimientos planetarios es ahora un clásico, se informa
que dijo de su libro que "puede esperar un siglo a un lector, como
Dios ha esperado 6.000 años a un observador".
(2) Los grandes libros son populares, no pedantescos; no
los escriben especialistas sobre especialidades para especialistas; sean
de filosofía o de ciencia, o historia o poesía, tratan de problemas
humanos, no académicos. Sé escriben para hombres, no para profe-
sores. Cuando digo que son populares, no quiero decir que sean
popularizaciones en el sentido de simplificación de lo que puede
encontrarse en otros libros. Quiero decir que fueron escritos ini-
cíalmente para un público popular; se los escribió con la intención
de que los leyesen los principiantes. Esto, como lo señalé anterior-
mente, es una consecuencia de que sean comunicaciones origi-
nales. Con respecto a lo que estos libros tienen que decir, la ma-
yor parte de los hombres son principiantes.
Para leer un libro de texto para estudiantes adelantados, tie-
nen ustedes que leer primero un libro de texto elemental. Pero
los grandes libros son todos elementales; tratan los elementos de
cualquier materia; no están relacionados entre sí como una serie
de libros de texto escalonados en la dificultad o en el tecnicismo
de los problemas que tratan. Esto es lo que quería decir al afirmar
que son todos para principiantes, aunque no todos comienzan en el
mismo lugar en la tradición del pensamiento.
Hay una clase de lectura previa, sin embargo, que realmente
ayuda a leer un gran libro, y es la de los otros grandes libros que
el autor mismo leyó. Si empiezan ustedes donde comenzó él esta-
rán mejor preparados para la nueva partida que él va a realizar.
Este es el punto que sugerí antes cuando dije que hasta los libros
matemáticos y científicos pueden leerse sin una instrucción especial.
Permítanme que los ilustre a este respecto tomando los Ele-
mentos de Geometría, de Euclides, y los Principios Matemáticos
de la Filosofía Natural, de Newton. Euclides no requiere estudios
previos de matemáticas; su libro es genuinamente una introduc-
ción a la geometría, así como a la aritmética. N o puede decirse
lo mismo de Newton, porque N e w t o n usa las matemáticas en
la solución de problemas de física; el lector debe estar capacitado
para seguir su razonamiento matemático, para poder comprender
cómo éste interpreta sus observaciones. Newton dominaba a Eu-
clides. Su estilo matemático demuestra cuan profundamente se
hallaba influenciado por el tratamiento euclidiano de la relación
y de las proporciones. Su libro no es, por consiguiente, fácilmente
legible — n i aún para los más competentes hombres de ciencia—
si no se ha leído antes a Euclides. Pero con Euclides de guía el
esfuerzo de leer a Newton o a Galileo deja de ser estéril.
N o estoy afirmando que esos grandes libros científicos pue-
dan leerse sin esfuerzo; estoy diciendo que si se los lee en un orden
histórico, el esfuerzo será premiado. Así como Euclides \ilumina
a Newton y a Galileo, así ellos a su vez ayudan a hacer inteli-
gibles a Maxwell y a Einstein. Lo dicho no se limita a las obras
matemáticas y científicas; se aplica asimismo a los libros filosó-
ficos. Sus autores les dicen a ustedes qué deberían haber leído
antes de llegar a ellos. Dewey quiere que hayan leído ustedes a
Mili y a Hume; Whitehead quiere que hayan leído a Descartes y
a Platón.
(3) Los grandes libros son siempre contemporáneos; en
cambio los libros que llamamos "contemporáneos" porque son
corrientemente populares, duran sólo un año o dos, o diez a lo
sumo; pronto se vuelven anticuados. Ustedes no podrán proba-
blemente recordar los nombres de los libros que más se vendieron
en el año anterior. Si les fuesen recordados, probablemente no
estarían ustedes interesados en leerlos. Especialmente en el campo
de los libros que no son de ficción, querrán ustedes el último pro-
ducto "contemporáneo". Pero los grandes libros no son nunca
puestos fuera de moda por el movimiento del pensamiento o de
los mudables vientos de la doctrina y de la opinión; por el con-
trario, un gran libro tiende a intensificar la significación de otros
sobre el mismo tema. Así El Capital, de Marx, y La Riqueza de
las Naciones, de Adam Smith, se iluminan recíprocamente y lo
mismo hacen obras tan distantes como la Introducción a la Me-
dicina Experimental, de Claude Bernard, y los escritos médicos de
Hipócrates y Galeno. Schopenhauer dijo claramente: "Echan-
do un vistazo a un gran catálogo de libros nuevos, se podrá llorar
pensando que cuando hayan transcurrido diez años no se oirá
hablar ni de uno de ellos". La explicación que da más adelante
vale la pena de ser seguida:

" E n todas las épocas se desarrollan dos literaturas, que co-


rren a la par pero que se conocen mutuamente muy poco; la una
real, la otra sólo aparente. La primera se convierte en literatura
permanente; la siguen aquellos que viven para la ciencia o la
poesía; su curso es sobrio y tranquilo, pero extremadamente len-
to, y produce en Europa apenas una docena de obras por siglo;
éstas, sin embargo, son permanentes. La otra clase la siguen las
personas que viven de la ciencia y de la poesía. Va al galope, con
mucho ruido y griterío de partidarios. T o d o s los años pone mil
obras en el mercado. Pero luego de unos pocos años uno se pre-
gunta: ¿Dónde están? ¿Dónde está la gloria que vino tan p r o n t o
y produjo tanto clamor? A esta categoría podría llamársela lite-
ratura efímera y a la otra literatura permanente".
"Permanente" y "efímero" son buenas palabras para deno-
minar los grandes libros persistentemente contemporáneos y los
corrientes que pronto se vuelven anticuados.
Porque son contemporáneos y deben leerse como tales, la
palabra "clásico" debe evitarse. Mark T w a i n , como ustedes re-
cordarán, definió a un clásico como "algo que todo el mundo
quiere haber leído y nadie quiere leer". Me temo que ni siquie-
ra esto sea cierto en lo que respecta a la mayoría de la gente.
"Clásico" ha llegado a significar un libro antiguo y anticuado.
La gente considera a los clásicos los grandes libros que fueron, los
grandes libros de su época. "Pero nuestros tiempos son diferen-
tes", dicen ellos; desde este punto de vista, el único motivo para
leer los clásicos es un interés histórico o filosófico. Es como es-
carbar entre los algo mohosos monumentos de una cultura pasada.
Los clásicos, así encarados, no pueden ofrecer instrucción a un
hombre moderno, excepto, naturalmente, acerca de las peculiari-
dades de sus antepasados. Pero los grandes libros no son glorias
marchitas: no son polvorientos restos para la investigación de los
eruditos; son más bien las más potentes fuerzas civilizadoras del
mundo de hoy.
Naturalmente, se progresa en algunas cosas. Nadie quiere
conducir un modelo anticuado luego de que los nuevos autos es-
tán en el mercado; nadie sugiere que renunciemos a la luz eléc-
trica, las cañerías y los aspiradores de un departamento moderno
por los espaciosos inconvenientes de un palacio anticuado. Se pro-
gresa en todas las cosas útiles que el hombre puede inventar para
hacer más eficientes y más fáciles los movimientos de su vida; se
progresa en asuntos sociales, de la índole regularizada por el adve-
nimiento de la democracia en la época moderna; y se progresa
en el conocimiento y aclaración de los problemas y de las ideas.
Pero no se progresa en todo. Los problemas humanos fun-
damentales siguen siendo los mismos en todas las épocas. Cual-
quiera que lea los discursos de Demóstenes y las cartas de Cicerón
o, si ustedes prefieren, los ensayos de Bacon y Montaigne, verá qué
constante es la preocupación de los hombres por la felicidad y la
justicia, por la virtud y la verdad, y aun por la estabilidad y el
cambio mismos. Podemos lograr acelerar los movimientos de la
vida pero parece que no podemos cambiar las sendas aprovechables
para sus fines.
N o es sólo en materia de moral o de política que el progreso
es relativamente superficial; aun en el conocimiento teórico, aun
en ciencia y en filosofía, donde el saber aumenta y el entendi-
miento puede profundizarse, los avances que cada época ha hecho
se basan en un fundamento tradicional. La civilización crece como
una cebolla, capa sobre capa. Para comprender a Einstein, deben
ustedes, como él mismo se los dice, comprender a Galileo y a
Newton. Para comprender a Whitehead deben ustedes, como tam-
bién él se los dice, conocer a Descartes y a Platón. Si algunos
libros contemporáneos son grandes porque tratan de asuntos fun-
damentales, luego todos los grandes libros son contemporáneos
porque están envueltos en la misma discusión.
(4) Los grandes libros son los más legibles. Esto lo he di-
cho antes y significa varias cosas. Si las reglas de la lectura experta
están algo relacionadas con las reglas de la escritura experta, luego
éstos son los libros mejor escritos; si un buen lector es perito en
las artes liberales, ¡cuánto más las dominará un gran escritor! Esos
libros son "obras maestras" del arte liberal. Al decir esto, me
refiero en primer lugar a las obras expositivas. Las grandes obras
de la poesía o de la ficción son obras maestras de las bellas artes;
en ambos casos el escritor domina el idioma para bien del lector,
sea que tenga por fin la instrucción o el deleite.
Decir que los grandes libros son los más legibles equivale a
decir que no los defraudarán a ustedes si tratan de leerlos bien.
Pueden ustedes observar las reglas de la lectura hasta la máxima
habilidad que tengan, y ellos, a diferencia de obras más pobres,
n o cesarán de pagar dividendos. Pero es igualmente cierto decir
que hay en ellos realmente mucho más material de lectura. N o se
trata meramente de cómo están escritos, sino de lo que tienen que
decir, tienen más ideas por página que las que la mayor parte de
los libros tienen en su totalidad. Es por ello que pueden ustedes
leer un gran libro una y otra vez sin agotar nunca su contenido,
y probablemente jamás podrán ustedes leer con la suficiente maes-
tría como para dominarlo por completo. Los libros más legibles
son indefinidamente legibles.
Son legibles por otra razón. Pueden leerse a muchos niveles
distintos de entendimiento, así como con una gran diversidad de
interpretaciones. Los ejemplos más evidentes de los muchos nive-
les de lectura pueden hallarse en libros tales como Los Viajes
de Gullivet, Robinson Crusoe y la Odisea. Los niños pueden
leerlos con placer, pero no logran encontrar en ellos toda la be-
lleza y significación que deleitan a una mente adulta.
(5) También he dicho antes que los grandes libros son
los más instructivos, los que más ilustran. Esto se deriva, hasta
cierto punto, del hecho de que son comunicaciones originales, de
que contienen lo que no puede encontrarse en otros libros. Estén
ustedes en definitiva de acuerdo o en desacuerdo con sus doctri-
nas, éstos son los maestros originarios de la Humanidad, porque
han aportado las contribuciones básicas al saber y al pensamien-
to humanos.
Es casi innecesario añadir que los grandes libros son los que
ejercen más influencia. E n la tradición de la lectura, ellos han
sido muy discutidos por lectores que han sido también escritores.
Estos son libros sobre tos cuales hay muchos otros libros. Son
incontables y han sido en su mayoría olvidados, los libros que se
han escrito acerca de ellos —los comentarios, digestos, o popu-
larizaciones.
(6) Por último, los grandes libros tratan de los persisten-
temente no resueltos problemas de la vida humana. N o basta decir
de ellos que han resuelto importantes problemas, total o parcial-
mente. Ese es sólo un aspecto de su proeza. H a y verdaderos mis-
terios en el mundo que señalan los límites del conocer y del pensar
humanos; la indagación no solamente empieza con la duda, sino
que generalmente termina también con ella.
Las grandes mentes no desprecian, como las más estrechas,
los misterios, o huyen de ellos; los reconocen francamente y tra-
tan de definirlos mediante la más clara exposición de alternativas
en definitiva imponderables. La sabiduría es fortificada, no des-
truida por la comprensión de sus limitaciones; la ignorancia no
hace tontos tan seguramente como el autoengaño.

— 3 —

Pueden ustedes ver ahora cómo estos seis criterios se mantie-


nen unidos, cómo se derivan los unos de los otros y se apoyan
mutuamente. Pueden ustedes ver por qué, si éstos son los requisi-
tos, la exclusiva sociedad de los grandes autores tiene menos de
cuatrocientos miembros. De la brevedad de la lista de Erskine o
de la de St. J o h n , no se puede escapar cuanto estos criterios dan
las normas a seguir.
Quizá puedan ustedes comprender también por qué leer los
grandes libros más bien que los libros acerca de ellos, o los libros
que tratan de destilárselos a ustedes. "Algunos libros", dice Lord
Bacon, "pueden leerse por delegación, y pueden leerse selecciones
extraídas de ellos por otras personas; pero eso sería solamente
en lo que respecta a los argumentos menos importantes y a una
categoría mezquina de libros".
Con respecto a los otros, "los libros destilados son como las
aguas destiladas comunes, cosa de relumbrón". La misma razón
que envía a los hombres al salón de conciertos y a la galería de
arte debería enviarlos a los grandes libros más bien que a repro-
ducciones imperfectas. Se prefiere siempre el testigo originario al
rumor fragmentario. U n buen cuento puede ser malogrado por
un mal relator.
La única excusa que los hombres han dado siempre por leer
libros acerca de estos libros no cuadra aquí más que en el caso
de la música envasada o las reproducciones baratas de pintura y
escultura. Ellos saben que es más fácil, así como mejor, encontrar
el cultor de una de las bellas artes en su propia obra que en sus
imitaciones; pero creen que a los grandes maestros no se los puede
encontrar en sus propias obras. Creen que son muy difíciles, que
están muy por encima de ellos, y por consiguiente se consuelan
con sustitutos. Esto, como he tratado de ponerlo de manifiesto,
no es así. Lo repito, los grandes libros son los más legibles para
cualquiera que sepa leer; la pericia para leer es la única condición
para el ingreso en esta buena compañía.
Por favor, no miren ustedes la lista de grandes libros como
otra de esas listas que los hombres hacen para la isla desierta en
la cual van a naufragar. Para leer los grandes libros no necesitan
ustedes la idílica soledad, con la cual los hombres modernos pue-
den soñar solamente como la ventaja de un desastre. Si tienen us-
tedes algún tiempo disponible, pueden usarlo leyendo. Pero no
cometan el error del hombre de negocios que primero dedica to-
das sus energías a hacer su montón y supone que sabrá cómo usar
sus horas libres cuando se retire. La holganza y el trabajo debe-
rían ser componentes de todas las semanas, no divisiones del lapso
de la vida.
La prosecución del saber y de la ilustración a través de los
grandes libros puede aliviar el tedio de la tarea y la monotonía
de los negocios tanto como la música y las otras bellas artes. Pero
el tiempo libre debe ser genuinamente tiempo libre; debe haber
tiempo libre de los niños y de la radío, así como no ocupado por
el lucro. No sólo los ampliamente recomendados quince minutos
por día ridiculamente insuficientes —creería alguien a quien le
interesan el golf o el bridge que quince minutos bastan siquiera
para entrar en calor y-comenzar—, sino que el tiempo empleado
en la lectura no debe compartirse con balancear a T e d d y en la
rodilla, contestar las preguntas de Mary o escuchar a Jack Benny
y a Charles Me. Carthy.
Sin embargo, en la selección de libros que los hombres hacen
para un posible naufragio hay un p u n t o ; cuando se ven enfren-
tados a tener que elegir un número muy pequeño, tienden a ele-
gir los mejores. Olvidamos que la cantidad total de tiempo libre
que podemos rescatar de nuestras ocupadas vidas es probablemen-
te no mayor que unos pocos años en una isla desierta. Si compren-
diésemos eso, podríamos confeccionar una lista de lecturas para el
resto de nuestras vidas tan cuidadosamente como la haríamos
para una isla desierta. Como no tenemos que empaquetar los li-
bros en una funda impermeable, podemos planear sobre la base
de más de diez. Sin embargo, no podemos contar con la eterni-
dad; la campana sonará bien pronto; la escuela habrá terminado,
y salvo que hayamos trazado bien nuestros planes y los hayamos
seguido, encontraremos, probablemente, cuando el tiempo para
leer haya concluido, que lo mismo podríamos haber jugado al
golf o al bridge, para el bien que hizo a nuestras mentes.
La lista de lectura del Apéndice es una sugestión para los
que puedan captarla; no es demasiado larga para el tiempo dispo-
nible del hombre común ni demasiado corta para los que pueden
arreglárselas para encontrar' más tiempo. Por mucho que hagan
ustedes de ella, estoy seguro de una cosa. Ningún tiempo será des-
perdiciado. Ya sea la economía de ustedes de abundancia o de
escasez, encontrarán que cada ítem de esta lista es una provechosa
inversión de horas y energías.

— 4 —
Dije antes que iba a hacer agrupaciones más pequeñas de li-
bros según que sus autores pareciesen estar hablando acerca de los
mismos problemas y conversando entre sí. Comencemos en segui-
da. El modo más fácil de empezar es con los temas que dominan
nuestra conversación cotidiana; los diarios y la radio no nos
dejarán olvidar la crisis del mundo y nuestro papel nacional en
ella. Hablamos en la mesa y a la tarde y aun durante las horas
de oficina, acerca de la guerra y la paz, acerca de la democracia
contra los regímenes totalitarios, acerca de las economías dirigí-
das, acerca del fascismo y del comunismo, acerca de la próxima
elección nacional, y por lo tanto, acerca de la Constitución, que
ambos partidos van a usar como plataforma y como una tabla
con la cual golpearán en la cabeza al adversario.
Si hacemos más que mirar los diarios y escuchar la radio,
podemos haber leído libros tales como La Buena Sociedad, de
Walter Lipmann, o Espadas y Símbolos, de James Marshall.
Podemos hasta haber sido inducidos por estos libros y otras con-
sideraciones a examinar la Constitución misma. Si los problemas
políticos de que tratan los libros corrientes nos interesan, tenemos
mucho más que leer en relación con ellos y la Constitución. Estos
autores contemporáneos probablemente leen algunos de los gran-
des libros, y los hombres que escribieron la Constitución segura-
mente los leyeron. T o d o lo que tenemos que hacer es seguir el
camino y la pista se desenmarañará por sí sola.
Primero vayamos a los otros escritos de los hombres que
bosquejaron la Constitución; la más clara de todas es la colección
de trozos que arguyen en pro de la ratificación de la Constitución,
publicada mensualmente en The Independent Journal y en cual-
quier otra parte por Hamilton, Madison y Jay. Para comprender
los Ensayos Federalistas, deberían ustedes leer no sólo los Artícu-
los de la Confederación que la Constitución tenía por objeto
suplantar, sino también los escritos del mayor adversario de los
federalistas en muchos puntos, T h o m a s Jefferson. Recientemente
se ha confeccionado y publicado una selección de sus declaracio-
nes políticas.
Desgraciadamente, es más difícil conseguir los escritos de
otro gran participante en la discusión, J o h n Adams; pero encon-
trarán ustedes sus obras recopiladas en la biblioteca. Examinen
ustedes especialmente su Defensa de las Constituciones de Go-
bierno de los Estados Unidos, escrita en respuesta a un ataque del
economista y hombre de estado francés, T u r g o t ; y también sus
Discursos sobre Dávila. Los escritos de T o m Paine se pueden
conseguir en muchas ediciones; su Sentido Común y sus Dere-
chos del Hombre arrojan luz sobre los problemas del momento
y las ideologías que dominaban a los adversarios.
Estos escritores, porque son también lectores, nos conducen
a los libros que influyeron sobre ellos. Están "usando" ideas, la
exposición más extensa y desinteresada de las cuales puede encon-
trarse en cualquier otra parte. Las páginas de los Ensayos Fede-
palistgs y los escritos de Jefferson, Adams y Paine nos dirigen a
los grandes pensadores políticos del siglo X V I I I y de fines del
siglo X V I I de Europa. Deberíamos leer El Espíritu de las Leyes,
de Montesquieu, los ensayos de Locke Sobre el Gobierno Civil,
el Contrato Social, de Rousseau. Para saborear el racionalismo de
esta Era de la Razón debemos también leer aquí y allí en los
voluminosos escritos de Voltaire. Pueden ustedes suponer que el
individualismo del laissez-faire, de Adam Smíth, pertenece tam-
bién a nuestro fondo revolucionario, pero recuerden que La Ri-
queza de las Naciones fue publicada por primera vez en 1776.
Los padres fundadores fueron influenciados en sus ideas acerca de
la propiedad, del reparto de tierras y del comercio libre, por
John Locke y los economistas franceses contra los cuales escribió
Adam Smith posteriormente.
Nuestros padres fundadores eran muy versados en historia
antigua; se inspiraban en los anales de Grecia y Roma para mu-
chos de sus ejemplos políticos. Leyeron las Vidas, de Plutarco,
y la Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides •—la
guerra entre Esparta y Atenas y sus aliados—. Siguieron la for-
tuna de las diversas federaciones griegas por lo que pudieron arro-
jar de luz en la empresa que estaban a punto de acometer. N o eran
sólo versados en historia y en doctrina política, sino que fueron
a la escuela con los antiguos oradores. Revelan la influencia de
los discursos de Cicerón; como consecuencia de ello su propagan-
da política no solamente está magníficamente orientada, sino que
es asombrosamente efectiva aún hoy en día. Con excepción de
Lincoln (que había leído muy bien unos pocos grandes libros),
los estadistas norteamericanos de una época posterior ni hablan
ni escriben tan bien.
La pista conduce más allá. Los escritores del siglo X V I I I
han sido influenciados a su vez por sus antecesores en el pensa-
miento político. El Leviatán, de T h o m a s Hobbes, y los opúsculos
políticos de Spinoza tratan los mismos problemas de gobierno—
la formación de la sociedad por contrato, las justificaciones de la
monarquía, de la oligarquía y de la democracia, el derecho de
rebelión contra la tiranía. Locke, Spinoza y Hobbes son, en cierto
sentido, envueltos en una conversación sobre ellos. Locke y Spi-
noza habían leído a Hobbes. Spinoza, sobre todo, había leído
El Príncipe, de Maquíavelo, y Locke en todas sus partes se refiere
al "juicioso Hooker" y lo cita; el Richard Hooker que escribió
un libro sobre El Gobierno Eclesiástico en las postrimerías del
siglo X V I y cuya vida escribió Isaac Walton, el pescador,
Menciono a Hooker porque él, más que los hombres de una
generación posterior, había leído a los antiguos, especialmente la
Etica y la Política, de Aristóteles. Habíalos leído seguramente
mejor que T h o m a s Hobbes, si podemos juzgar por las referen-
cias que se encuentran en la obra de este último. La influencia
de Hobbes sobre Locke explica parcialmente la diferencia entre
Locke y Hobbes en muchas cuestiones políticas.
Otra corriente de influencia sobre nuestros padres funda-
dores vino a través de un pensador político católico del siglo X V I ,
Robert Bellarmine. Como Locke, él refutó la teoría del derecho
divino de los reyes. Madíson y Jefferson conocían los argumentos
de Bellarmine. Menciono a Bellarmine por la misma razón que
mencioné a Hooker, porque fue por intermedio de él que otros
libros aparecieron en escena. Bellarmine reflejó las grandes obras
medioevales sobre teoría política, especialmente los escritos de
Santo T o m á s de Aquino, que fue un sostenedor de la soberanía
popular y de los derechos naturales del hombre.
La conversación sobre temas políticos corrientes se amplía
así para abarcar dentro de sí la totalidad del pensamiento político
europeo. Si retrocedemos hasta la Constitución y los escritos del
76, nos vemos inevitablemente conducidos más allá, pues cada
escritor revela ser a su vez un lector. Poco se ha omitido. Si aña-
dimos la República y las Leyes, de Platón, que Aristóteles leyó
y contestó, y la República y las Leyes, de Cicerón, que fueron
leídas por juristas romanos y que por intermedio de ellos in-
fluyeron sobre el desenvolvimiento del Derecho en toda la Eu-
ropa medioeval, casi todos los grandes libros sobre política h a n
sido incluidos.
_ 5 —
Eso no es enteramente cierto. Volviendo a la conversación
original y tomando un nuevo punto de partida, podemos descu-
brir las pocas omisiones mayores. Supongamos que hay un nazi
en medio de nosotros y que nos cita Mi Lucha, N o siendo se-
guro que Hítler haya leído alguna vez los grandes libros, las de-
claraciones políticas de Mussolini pueden orientar mejor. Gire-
mos hacia el fascismo. Podemos estar en condiciones de descubrir
la influencia del filósofo francés Sorel, que escribió Reflexiones
Sobre la Violencia, Podemos recordar que Mussolini, en un tiem-
po, fue socialista. Si seguimos esas líneas en todas sus ramificacio-
nes, otros libros se introducirán inevitablemente en la conversación.
Estarían la Filosofía de la Historia y la Filosofía del Dere-
cho. Aquí encontraríamos la justificación del absolutismo del
Estado, la deificación del Estado. Habría también escritos de
Nietzsche, especialmente libros tales como Así Hablaba Zaratus-
tra, Más allá del Bien y del Mal y La Voluntad de Poderío.
Aquí encontraríamos la teoría del superhombre que está por en-
cima de los cánones del bien y del mal, la teoría de un exitoso
uso del poder como su propia justificación última. Y, detrás de
Hegel, por un lado, y de Nietzsche, por el otro — e n el último
caso a través de la influencia de Schopenhauer— estaría el más
grande de los pensadores alemanes, Émmanuel Kant. Cualquiera
que lea la Filosofía del Derecho, de Kant, verá que no puede
hacérsele responsable de las posiciones de sus secuaces generalmen-
te más influyentes.
Puede haber también un comunista sentado a nuestra mesa,
o un trotskísta, o un stalinista. Ambas especies juran por el mis-
mo libro. La conversación no llegará muy lejos sin que se men-
cione a Carlos Marx. Su gran obra El Capital sería también
..citada, aunque nadie la hubiese leído, ni siquiera el comunista;
pero si alguien hubiese leído El Capital y otra literatura revo-
lucionaria, habría encontrado una huella que conducía, por un
lado, a Hegel nuevamente — u n punto de partida tanto para el
comunismo como para el fascismo— y por el otro lado a los gran-
des teorizadores económicos y sociales de Inglaterra y Francia, a
La Riqueza de las Naciones de Adam Smith, a los Principios
de la Política Económica y del Impuesto de Ricardo y a la Fi-
losofía de la Pobreza de Proudhon.
U n abogado que se hallase presente podría apartar la conver-
sación de la teoría económica, haciéndola girar hacia los aspectos
legales de los negocios y del gobierno. Puede haber leído recién él
libro de Mr. T h u r m a n Arnold sobre El Folklore del Capitalis-
mo, o su libro anterior sobre Los Símbolos del Gobierno. Eso
podría recordar a alguien que Mr. Jerome Frank ha escrito tam-
bién un libro llamado El Derecho y la Mente Moderna. Estos
libros traerían otros a su zaga, si hubieran sido leídos teniendo
en cuenta los libros escondidos en su fondo.
Habiéndonos interesado en estos asuntos legales, podríamos
pronto dejar a Arnold y a Frank por la compañía del difunto
juez Holmes y de ese gran reformador del Derecho inglés, Jeremy
Bentham. Iríamos especialmente a la Teoría de la Legislación
de Bentham y a su Teoría de las Ficciones. Bentham recordaría
a todo el movimiento utilitarista y a sus estudiantes laureados,
John Austin y J o h n Stuart Mili. La Jurisprudencia de Austin
y los ensayos de Mili sobre La Libertad y sobre El Gobierno
Representativo, son parafraseados todos los días, aprobándolos
o desaprobándolos, por hombres que no los han leído, tanto han
llegado a incorporarse a la controversia contemporánea sobre el
liberalismo. Bentham puede también revivir a Blackstone, y con
él a los principios básicos del Derecho consuetudinario.
Blackstone, como ustedes recordarán, escribió los Comen-
tarios sobre las Leyes de Inglaterra, que Lincoln estudió tan cui-
dadosamente. Bentham lo atacó sin piedad en un libro titulado
Comentarios sobre los Comentarios. Si esta línea se siguiese más
adelante, volveríamos al Diálogo de las Leyes no Escritas de
Hobbes y a los grandes escritos medioevales y antiguos sobre el
Derecho y la justicia. Nuevamente encontraríamos a Platón y
Aristóteles, Cicerón y Aquino en el fondo..
Nuestro interés por el libro de Mr. Frank puede conducirnos
todavía en otra dirección. El libro de Mr. Frank tiene mucho que
decir acerca de la neurosis de los legisladores y jueces. El había
leído a Freud, y si partiéramos de eso, toda la historia de la socio-
logía podría encerrarse en otra lista de grandes libros, incluyendo
la obra de Pavlov sobre Los Reflejos Condicionados, los Prin-
cipios de Psicología de William James, la Filosofía de los In- —
conscientes de Hartmann, el Mundo como Voluntad e Idea de
Schopenhauer, el Tratado sobre la Naturaleza Humana de Hu-
me, la obra de Descartes sobre Las Pasiones del Alma y así suce-
sivamente. Si siguiéramos a Mr. Arnold hasta sus fuentes, halla-
ríamos una tangente distinta. El no está influenciado solamente
por Bentham como abogado, por la teoría del lenguaje y de los
símbolos de Bentham. Bentham, como ustedes recordarán, es el
padre de los semánticos de la actualidad, Ogden y Richards,
Korzybski y Stuart Chase. Si persiguiésemos ese interés, todas las
grandes-obras de las artes liberales tendrían que ser eventualmente
redescubiertas, pues los trabajos son insuficientes como análisis
del lenguaje y de las artes de la comunicación.
Una lista de lecturas obligatorias para semánticos aficionados
incluiría el Ensayo sobre el Entendimiento Humano de Locke,
especialmente el libro III sobre el lenguaje; el Leviatán de H o b -
bes, especialmente el primer libro, y su Retórica, que sigue estre-
chamente a la Retórica de Aristóteles. Debería de incluir también
los Diálogos de Platón sobre el lenguaje y la oratoria (Cratilo,
Gorgias y Fedro especialmente) y dos grandes obras medioeva-
les sobre el enseñar y el ser enseñado, una de San Agustín y
una de Santo Tomás, llamadas ambas Del Maestro. N o me
atrevo a empezar con las obras lógicas, porque la lista podría
ser demasiado larga, pero el Sistema de Lógica de J o h n Stuart
Mili, las Leyes del Pensamiento de Boole, el Novum Orga-
num de Bacon y el Organon de Aristóteles deben ser mencio-
nados.
Otra dirección es posible. La consideración de principios p o -
líticos y económicos tiende a hacer surgir problemas éticos básicos
sobre el placer y la virtud, sobre la felicidad, los fines de la vida,
y los medios para alcanzarlos. Alguien puede haber leído La Li-
bertad en el Mundo Moderno de Jacques Maritain y advertido lo
que este moderno secuaz de Aristóteles y Aquino tiene que decir de
los problemas contemporáneos, especialmente de los aspectos mo-
rales de los principios políticos y económicos corrientes. Eso no
solamente nos retrotraería a los grandes' tratados de moral del
pasado —la Etica de Aristóteles y la segunda parte de la Suma
Teológica de A q u i n o — sino que podría también introducirnos
en una disputa multilateral. Para ponerle término tendríamos que
consultar el Utilitarismo de Mili, la Crítica de la Razón Prác-
tica de Kant y la Etica de Spinoza. Hasta podríamos vol-
ver a los estoicos y epicúreos romanos, a las Meditaciones de
Marco Aurelio y a la obra de Lucrecio Sobre la Naturaleza de
las Cosas.
_ 6 —

Ustedes deberían haber observado muchas cosas en esta ra-


mificación de la conversación o de la reflexión acerca de problemas
corrientes. N o sólo un libro conduce a otro sino que cada uno
contiene implícitamente una gran diversidad de orientaciones.
Nuestra conversación o nuestro pensamiento puede ramificarse
en muchas direcciones y cada vez que lo hace otro grupo de libros
parece ser atraído. Adviertan ustedes, además, que a los mismos
autores se los representa con frecuencia en distintas relaciones,
pues han escrito generalmente acerca de muchos de estos tópicos
relacionados, a veces en diferentes libros pero a menudo en la
misma obra.
N o es tampoco sorprendente que, al retroceder uno hasta los
mundos medioeval y antiguo, los mismos nombres sean repetidos
muchas veces: Aristóteles y Platón, Cicerón y Aquino, por ejem-
plo, encabezan las fuentes. Han sido leídos y discutidos por los
escritores de la época moderna, que han estado de acuerdo o en
desacuerdo con ellos; y cuando no han sido leídos, sus doctrinas
se han filtrado de muchas maneras diferentes, a través de hombres
como Hooker y Belarmino.
Hasta aquí hemos tratado principalmente asuntos prácticos
—política, economía, moral— aunque ustedes habrán observado
una tendencia hacia lo teórico. Giramos hacia la psicología por
vía de la influencia de Freud sobre los abogados. Si se hubiese
llevado la controversia ética un poquito más adelante, habríamos
llegado muy pronto a la metafísica. En realidad, estábamos en
ella, con la discusión de Maritain sobre el libre albedrío y con la
Etica de Spinoza. La Critica de l a Razón Práctica, de Kant,
pudo habernos conducido a su Crítica de la Razón Pura, y a
todas las cuestiones teóricas acerca de la naturaleza del conocimien-
to y de la experiencia. Supongamos que consideramos brevemen-
te algunas cuestiones teóricas. Nos hemos interesado por la edu-
cación a lo largo de todo este libro. Alguien que haya leído el
libro de Mr. Hutchins Los Estudiantes Superiores en Norteamé-
rica o la Idea de una Universidad del Cardenal Newman, p o -
dría plantear una cuestión acerca de la metafísica y su lugar en
la educación superior. Eso generalmente inicia una discusión acer-
ca de qué es la metafísica; y generalmente alguien dice allí que
no existe tal cosa. Probablemente se nos remitirá a Democracia
y Educación de J o h n Dewey y a su Búsqueda de la Certidumbre
para comprobar que todo conocimiento válido es científico o ex-
perimental. Si se siguieran todas las orientaciones allí contenidas,
podríamos encontrarnos muy pronto con que habíamos regresado
a las fuentes de la tendencia antimetafísica corriente; la Filosofía
Positiva de Augusto Comte, la Indagación acerca del Entendi-
miento Humano de Hume, y quizás hasta los Prolegómenos a
Cualquier Metafísica Futura de Kant. Alguien que haya leído los
libros recientes de Whitehead, tales como su Proceso y Realidad
y su obra La Ciencia y el Mundo Moderno o el Reino de la
Esencia y el Reino de la Materia de Santayana. o los Grados
del Conocimiento de Maritain, podría objetar la supresión de la
física. El protagonista podría defender las pretensiones de la fi-
losofía teórica para darnos un conocimiento acerca de la naturaleza
de las cosas, de una índole diferente y apartado de la ciencia. Sí
hubiese leído bien esos libros, habría sido retrotraído a las gran-
des obras especulativas de los tiempos modernos y antiguos: a
la Fenomenología del Espíritu de Descartes, al Discurso sobre la
Metafísica de Leíbnitz, a la Etica de Spinoza, a los Principios
de ta Filosofía de Descartes, y a la Monadología de Leibnitz, a
la pequeña obra de Aquino sobre El Ser y la Esencia, a ta Meta-
física de Aristóteles y a los diálogos de Platón, el Timeo, el
Parmenides y el Sofista.
O supongamos que nuestros intereses teóricos giren más bien
hacia las ciencias naturales que hacia la filosofía. Ya he mencio-
nado a Freud y a Pavlov. Los problemas de la conducta humana
y de la naturaleza humana derivan hacia una cantidad de otra
índole, de la índole de los tratados recientemente por Alexis Carrel
y J. B. S. Haldane. N o sólo nos interesarían la naturaleza humana
sino su lugar en la Naturaleza. T o d o s estos caminos llevan al
Origen de las Especies de Darwin, y por consiguiente, por sen-
das, a La Antigüedad del Hombre de Lyell y al Ensayo sobre
la Población de Malthus. Recientemente, como ustedes saben, ha
habido una cantidad de libros acerca del ejercicio de la medicina
y unos pocos acerca de la teoría de ella. La hipocondría normal
del hombre hace que se interese anormalmente por los doctores,
por la salud y por el funcionamiento de su propio cuerpo. Aquí
hay muchas rutas para la lectura, pero todas pasarían probable-
mente a través de la Introducción a la Medicina Experimental
de Claude Bernard y del libro de Harvey sobre El Movimiento
del Corazón, recorriendo todo el camino que nos lleva de vuelta
a las Facultades Naturales de Galeno y a las asombrosas for-
mulaciones de medicina griega de Hipócrates.
El reciente libro de Einstein e Infeld sobre La Evolución
de la Física nos remite a las grandes piedras miliares en el desa-
rrollo del conocimiento experimental del hombre. E n este caso
profundizaríamos nuestra lectura si examinásemos los Funda-
mentos de ta Ciencia de Poincaré y el Sentido Común de las
Ciencias Exactas de Clifford. Ellos a su vez nos llevarían a obras
tales como las Investigaciones Experimentales sobre Electricidad
de Faraday, y El Químico Escéptico de Boy le; quizás hasta la
Óptica de Newton, las Dos Nuevas Ciencias de Galileo y las
Libretas de Apuntes de Leonardo de Vinci.
Las ciencias más exactas son no solamente las más experi-
mentales sino también las más matemáticas. Si nos interesa la
física no podemos evitar el considerar las matemáticas. Aquí tam-
bién, ha habido algunos libros recientes, tales como las Matemáti-
cas para el Millón de Hogben, pero creo que ninguno tan bueno
como una pequeña obra maestra de Whítehead llamada Una
Introducción a las Matemáticas. La obra más grande de Bertrand
Russell sobre Los Principios de las Matemáticas acaba también
de ser nuevamente publicada.
Si leyésemos estos libros, hasta podríamos atrevernos a abrir
los Fundamentos de la Geometría, la Teoría de los Números
de Dedekind y el Tratado de Algebra de Peacock. A través de
ellos no podríamos evitar volver a los puntos de partida de la
matemática moderna, la Geometría de Descartes y las obras mate-
máticas de Newton y Leibnitz. Las Conferencias Matemáticas
de Barrow, maestro de Newton, nos ayudarían extremadamente,
pero creo que encontraríamos necesario ver el conjunto de la
matemática moderna a la luz de su contraste con lo realizado
por los griegos, especialmente con los Elementos de Geometría
de Euclides, la Introducción a la Aritmética de Nícómaco y el
Tratado de las Acciones Crónicas de Apolonio.
Las relaciones entre los grandes libros y la versatilidad de
sus autores, puede aparecer ahora más claramente que antes. Leib-
nitz y Descartes eran ambos matemáticos y metafísícos. El En-
sayo sobre la Población de Malthus no fue solamente una obra
de ciencia social sino que influyó sobre las nociones de Darwin
acerca de la lucha por la existencia y la supervivencia del más apto.
Newton fue no sólo un gran físico experimental sino también un
gran matemático. Las Libretas de Apuntes de Leonardo contie-
nen tanto su teoría de la perspectiva en pintura como el registro
de sus investigaciones e invenciones mecánicas.

Voy a dar un paso más hacia adelante. Aunque nos hemos


interesado originalmente por las obras expositivas, una recitación
de los grandes libros sería penosamente deficiente si las obras maes-
tras de las bellas letras no fuesen mencionadas. En este caso, tam-
bién las obras contemporáneas podrían generar un interés por sus
antecesoras. La novela moderna tiene una variada historia que se
inicia cuando volvemos de Proust y T h o m a s Mann, James Joyce
y Hemingway, a las formas de narración que ellos han tratado
de modificar. Proust y quizás André Gide nos conducen a Flau-
bert, Zola y Balzac, y a los grandes rusos Dostoievsky y Tolstoi.
No nos olvidaremos tampoco de nuestros Mark T w a i n , Hermán
Melville y Henry James, o de Hardy, Dickens y Thackeray. De-
trás de todos éstos yacen las grandes novelas del siglo X V I I I de
Defoe y Fielding; Robinson Cvusoe y T o m Jones, nos recor-
darían muchos otros, incluso al Gultiver de Swift. Nuestros via-
jes no estarían completos por supuesto, hasta que no llegásemos
al Don Quijote de Cervantes y al Gargantúa y Pantagruel de
Rabelais.
Las obras de teatro, tanto agradables como desagradables,
de Shaw y otros contemporáneos, siguen una tradición de literatu-
ra dramática más larga aún. Estarían no solamente las modernas
obras de teatro de Ibsen, que influyó considerablemente sobre
Shaw, y las comedias anteriores a ellas de Sheridan y Congreve,
Dryden y Molière, sino que detrás de las tragedias de Racine y
Corneille y de las obras de teatro de Shakespeare y otros ísabeli-
nos, se encuentran las comedias griegas de Aristófanes y las gran-
des tragedias de Eurípides, Sófocles y Esquilo.
Por último, están los largos poemas narrativos, las grandes
epopeyas : el Fausto de Goethe, el Paraíso Perdido de Milton,
los Cuentos de Canterbury de Chaucer, la Divina Comedia de
Dante, la Canción de los Nibelungos, la Canción de Rolando,
las leyendas escandinavas, la Eneida de Virgilio, y la Ilíada y la
Odisea de Homero.
N o he mencionado todos los grandes libros y autores, pero
me he referido a un gran número de ellos como podrían agruparse
en el decurso de la conversación, o en la prosecución de intereses
suscitados por los problemas contemporáneos o por los libros co-
rrientes. N o hay barreras fijas entre esos libros; los unos desem-
bocan en los otros a cada instante.
Esto no es cierto solamente respecto a materias tan eviden-
temente relacionadas como la política y la ética, la ética y la
metafísica, la metafísica y las matemáticas, las matemáticas y la
ciencia natural. Aparece en conexiones más remotas; los escrito-
res de los Ensayos Federalistas se refieren a los axiomas de Eu-
clides como a un modelo para los principios políticos. U n lector
de Montaigne y Maquiavelo, así como por supuesto de Plutarco,
encontrará sus sentimientos e historias, hasta su lenguaje, en las
obras teatrales de Shakespeare. La Divina Comedia refleja la
Suma Teológica de Santo T o m á s , la Etica de Aristóteles y la
astronomía de Ptolomeo. Y sabemos cuan frecuentemente Pla-
tón y Aristóteles se refieren a Homero y a los grandes poetas
trágicos.
_ 8 —

Quizás comprendan ustedes ahora por qué he dicho con tanta


frecuencia que los grandes libros deben leerse relacionándolos en-
tre sí y en las más variadas clases de relaciones. Así leídos, ellos
se apoyan mutuamente, se iluminan recíprocamente; intensifican
los unos la significación de los otros. Y, naturalmente, se hacen
recíprocamente más legibles. Recitando sus nombres y rastreando
sus relaciones, he retrocedido desde los libros contemporáneos,
dando cada paso en función de los libros que el propio autor leyó.
Eso les ha demostrado a ustedes cómo está de involucrada en nues-
tra vida actual todj la tradición de los grandes libros.
Pero si desean ustedes usar un gran libro para que les sirva
de ayuda en la lectura de otro, sería mejor leerlos del pasado hacia
el presente, más bien que a la inversa. Si ustedes leen primero los
libros que un autor leyó, lo comprenderán mejor. Las mentes de
cada uno de ustedes han crecido como creció la suya, y por consi-
guiente están más capacitados para ponerse de acuerdo con él,
para conocerlo y comprenderlo. Avanzar en otra dirección es a
veces más emocionante; es como realizar el trabajo de un detective,
o jugar a la liebre y los perros. Hasta cuando se extrae esta emo-
ción de las lecturas retrospectivas de libros, tendrán ustedes que
comprenderlos, sin embargo, en la dirección adelantada. Esa es
la manera cómo sobrevinieron, y no pueden ser comprendidos de
otra.
Nuestro errar entre los grandes libros me ayuda a hacer otra
aserción. Es difícil decir, de cualquier libro contemporáneo, que
es un gran libro. Estamos demasiado cerca de él para formular
un juicio sereno. Algunas veces podemos estar relativamente se-
guros, como en el caso de la obra de Einstein o de Freud, las no-
velas de Proust y Joyce, o la filosofía de Dewey, Whitehead y
Maritain. Pero, la mayor parte de las veces debemos abstenernos
de tales elecciones. El salón de la fama es un lugar demasiado an-
gosto para que le enviemos nuestros candidatos vivientes, sin in-
cluir franqueo de retorno. Pero los libros corrientes pueden cierta-
mente ser buenos, aunque no podamos estar seguros de que sean
grandes. La mejor señal que yo conozco de que un libro corriente
es bueno, y de que hasta puede ser considerado grande algún día,
es la evidencia de su relación con los grandes libros. Tales libros
son atraídos, y nos atraen a nosotros, a la conversación que los
grandes libros han sostenido. Necesariamente, sus autores son bien
leídos; pertenecen a la tradición, sea cual fuere su opinión acerca
de ella, o por mucho que parezcan revolucionarla. Y la mejor
manera de leer tales buenos libros contemporáneos es a la luz de
los grandes libros. Como habrán ustedes observado, las conversa-
ciones comenzadas por estos libros tienden naturalmente a am-
pliarse y a abarcar otros, especialmente los grandes libros. Eso
indica la clase de lectura que esos buenos libros merecen.
Permítanme ustedes formular otra conclusión más. Sufrimos
hoy en día no solamente de nacionalismo político sino de provin-
cialismo cultural. Hemos desarrollado el culto del momento pre-
sente. Leemos sólo libros corrientes en su mayor parte, si leemos
alguno. N o solamente no lograremos leer bien los "buenos" libros
de este año, si leemos sólo esos libros, sino que no poder leer
los grandes libros nos aisla del mundo del hombre, tanto como
una ilimitada adhesión a la svástica lo hace a uno primero alemán
y después hombre —si llega a serlo. Es nuestros más sagrado
privilegio humano ser primeramente hombres y en segundo tér-
mino ciudadanos o nacionales. Esto es tan cierto en la esfera cul-
tural como en la política. N o hemos sido dados en prenda a
nuestro país o a nuestro siglo.
Es un privilegio para nosotros pertenecer a la más grande
hermandad del hombre que no reconoce límites nacionales, ni
ningún fetiche local o tribal. En realidad, diría que es nuestro
deber. N o sé cómo escaparme de la camisa de fuerza del naciona-
lismo político, pero sí sé cómo podemos convertirnos en ciudada-
nos del mundo de las letras, en amigos del espíritu humano en
todas sus manifestaciones, indiferente al mundo y al lugar.
Pueden ustedes adivinar la respuesta. Es leyendo los grandes
libros. Así la mente humana, dondequiera que esté situada, puede
ser liberada de los aprietos corrientes y de los prejuicios locales,
por medio de su elevación al plano universal de la comunicación.
Allí se apodera de las verdades generales, a las cuales toda la tra-
dición humana sirve de testigo.
Aquellos que saben leer bien saben pensar críticamente. En
este sentido se han convertido en mentes libres. Si han leído los
grandes libros — y quiero decir si "realmente" los han leído—
tendrán libertad para moverse en cualquier parte del mundo hu-
mano. Sólo pueden vivir plenamente la vida de la razón los que,
aunque vivan en un tiempo y lugar, no pertenecen completamente
a ellos.
CAPÍTULO XVII

M E N T E S LIBRES Y H O M B R E S LIBRES

N o nos confundamos respecto a los medios y a los fines. Los


grandes libros no se leen para hablar de ellos. El mencionarlos
por su nombre puede dar a ustedes la apariencia de capacidad para
leer y escribir, pero no tienen que leerlos para participar en los
deportes de salón o sobrepasar en brillo a la plata en una cena.
Espero haber aclarado que hay mejores razones para leer —real-
mente leer— los grandes libros. E n lo que atañe a la conversación,
es todo lo contrarío. He recomendado la discusión como ayuda
para la lectura, no la lectura para poder sostener una "brillante"
conversación. La conversación entre el lector y el autor, que es
parte integrante de la buena lectura, del leer bien, no puede tener
lugar si el lector no está habituado a la discusión de los libros. Si
tiene amigos con quienes habla sobre libros, es más probable que
discuta a los libros mismos.
Pero hay otro punto más importante. A u n leer los grandes
libros no es un fin en sí mismo; es un medio tendiente a vivir
una vida humana decorosa, la vida de un hombre libre y de un
ciudadano libre. Este debería ser nuestro objetivo último. Es el
tema último de este libro; volveré a él al final de este capítulo.
Por el momento, quiero prestarle un poco más de atención al pro-
blema de la discusión con relación a la lectura.
Ustedes, naturalmente, pueden conducir una conversación
con un solo libro; pero eso le parecerá a la mayoría de la gente
como hablar consigo mismo. Para una conversación animada
necesitan ustedes más que libros y la habilidad para leerlos; ne-
cesitan amigos y habilidad para hablar y escuchar, desgraciada-
mente, sólo tener amigos no es suficiente; todos tenemos amigos.
Pero supongamos que a nuestros amigos no les gusta leer libros,
y que no saben ni leerlos ni hablar acerca de ellos. Supongamos
que son amigos de la cancha de golf o de la mesa de bridge, amigos
de la música o del teatro, o de cualquier cosa excepto de los libros.
E n ese caso, la clase de conversaciones que imaginé en el último
capítulo no tendrá lugar.
Pueden ustedes sostener conversaciones que comiencen igual
sobre tópicos corrientes o libros recientes; alguien recita ci epígrafe
del diario o las últimas noticias de la estación radiotelefónica. La
gran noticia de esos días está llena de problemas; contiene las
semillas para incontables conversaciones. Pero, ¿se desarrollan
estas semillas? ¿Abandona la conversación el nivel del diario y
de la radio? Si no lo hace, todos encontrarán pronto aburrida la
conversación y cansados de repetir los mismos viejos temas decidi-
rán ustedes jugar a las cartas, ir al cine o hablar acerca de los veci-
nos. N o se requiere para esto una gran capacidad para leer y es-
cribir.
Alguien puede haber leído un libro, probablemente uno del
cual se habla actualmente en los círculos bien informados; he
ahí otra oportunidad para empezar una conversación, pero ésta
vacilará y se extinguirá pronto salvo que por fortuna llegue a
haber otros lectores del mismo libro. Lo más probable es que los
otros intervengan mencionando otros libros que han leído recien-
temente; no se establecerá ninguna vinculación; cuando todos
hayan dado y recibido recomendaciones acerca del próximo libro
a leer, la conversación se desviará hacia las cosas que la gente cree
que tiene en común. Aún estando presentes varias personas que
han leído el mismo libro, la conversación tiende a sofocarse debido
a su incapacidad para discutirlo de modo que conduzca a alguna
parte.
Quizá esté exagerando algo la situación de ustedes, pero
hablo por mi propia experiencia de muchas tertulias sociales in-
terminablemente aburridas. N o parece que hubiese suficiente can-
tidad de personas que tuviesen un fondo común de lectura; se ha
vuelto de buen tono usar la frase "marco de referencia". Para una
buena conversación se requiere que todos los que intervengan en
ella hablen dentro del mismo marco de referencia; la comunica-
ción no sólo termina en algo común; generalmente necesita un
fondo común para empezar. Nuestros fracasos en la comunicación
se deben tanto a la falta de una comunidad inicial de ideas como
a nuestra ineptitud para hablar y para escuchar.
L o que estoy diciendo puede sonar como si involucrase in-
ferencias drásticas; no solamente quiero que aprendan ustedes a
leer, sino que ahora les estoy pidiendo que cambien de amigos.
Me temo que hay algo de verdad en eso; o bien no cambiarán
ustedes mismos mucho, o bien deben cambiar ustedes de amigos.
Estoy solamente diciendo lo que todo el m u n d o sabe, que la
amistad depende de una comunidad de intereses. Si leen ustedes
los grandes libros, necesitarán amigos con quienes discutirlos; no
tienen ustedes que encontrar nuevos amigos si pueden persuadir
a los viejos de que lean con ustedes.
Recuerdo lo que dijo J o h n Erskine cuando lanzó al grupo
de estudiantes a que yo pertenecía a la lectura de los grandes li-
bros. Nos contó que algunos años atrás había notado que los. es-
tudiantes secundarios no podían hablar entre ellos inteligentemen-
te. Bajo el sistema colectivo, iban a diferentes clases, encontrándose
sólo de vez en cuando y leyendo solamente este o aquel libro de
texto en común; los miembros del mismo año escolar no eran
amigos intelectuales. Cuando él fue a Columbia a comienzos de
siglo, todos seguían los mismos cursos y leían los mismos libros,
muchos de ellos grandes libros. La buena conversación había
florecido y, más que eso, había habido amistades en lo que respecta
a ideas, así como en el campo de juego o en las fraternidades.
U n o de los motivos de que instituyese el curso de honores
fue el de reavivar la vida del colegio como comunidad intelectual.
Si un grupo de estudiantes leía los mismos libros y se encontraba
semanalmente durante dos años para discutirlos, éstos podían en-
contrar una nueva clase de camaradería; los grandes libros no
sólo los iniciarían en el mundo de las ideas sino que suministra-
rían el marco de referencia para una ulterior comunicación entre
ellos. Sabrían hablar inteligentemente e inteligiblemente entre sí,
no solamente sobre libros, sino a través de los libros acerca de todos
los problemas que ocupan el pensamiento y la acción de los
hombres.
En una comunidad semejante, decía Erskine, la democracia
estaría a salvo, porque la democracia requiere una comunicación
inteligente acerca de la solución de los problemas humanos y una
participación común en ella. Eso fue antes de que nadie pensara
que la democracia volvería a verse amenazada. Recuerdo que no
prestamos mucha atención a la perspicacia de Erskine en ese en-
tonces; pero ahora estoy seguro de que tenía razón. Estoy seguro
de que una educación liberal es el baluarte más fuerte de la
democracia.
— 2 —
N o sé qué posibilidades hay de cambiar las escuelas y cole-
gios de este país. Se mueven hoy en la dirección opuesta, lejos de
las tres "erres" y de la capacidad para leer y escribir. Es bastante
paradójico que las tendencias corrientes en materia de educación,
que he criticado, sean también motivadas por una devoción a la
democracia. Pero sé de cierto que algo puede hacerse acerca de la
educación adulta; ella no está aún enteramente bajo el control
de los colegios y escuelas de educación de los maestros. Ustedes
y sus amigos están en libertad de hacer planes para ustedes; n o
tienen que esperar que venga alguien y les ofrezca un programa;
n o necesitan elaborar una maquinaria para establecer uno. N i
siquiera necesitan ustedes maestros. Reúnanse, lean los grandes
libros y discútanlos. Así como aprenderán a leer leyendo, aprende-
rán a discutir discutiendo.
T e n g o muchas razones para pensar que esto es completamen-
te factible. Cuando fui a Chicago y comencé a darle un curso de
lectura al presidente Hutchins, algunas personas de un suburbio
de las inmediaciones me invitaron a que les hablase del curso.
Integraban el grupo hombres y mujeres maduros, todos egresados
de un colegio; algunos de los hombres se hallaban ocupados en el
trabajo profesional, otros en los negocios, muchas de las mujeres
se encontraban envueltas en actividades políticas y educacionales
locales así como en el cuidado de su familia. Ellos decidieron se-
guir el,curso. En el colegio leíamos más o menos sesenta libros en
dos años, a un promedio de u n o por semana. Como el grupo sub-
urbano no tendría tanto tiempo (debido á que se tenían que ocu-
par de los bebés y de los negocios) , solamente podrían leer un libro
por mes. Les tomaría alrededor de ocho años, por consiguiente
leer la misma lista de libros. Francamente, no creía que persevera-
rían.
Al principio n o leían mejor que la mayoría de los egresados
de colegios. Comenzaban con los garrapatos, la delgada capa de
garrapatos que una educación de colegio deja. Descubrieron que
sus hábitos de lectura, ajustados al diario y aun al mejor periódico
o libro corriente, equivalían notablemente a la más absoluta ca-
rencia de habilidad cuando llegaban a La Ilíada, la Divina Come-
dia, o Crimen y Castigo, La República de Platón, la Etica de
Spinoza o el Ensayo sobre ta Libertad de Mili, la Óptica de N e w -
ton o El Origen de las Especies de Darwin. Pero los leyeron
todos y mientras lo hacían aprendieron a leer.
Perseveraron porque sentían que su capacidad crecía año a
año y gozaban con la maestría que la eficiencia suministra. Ahora
pueden decir qué es lo que el autor está tratando de hacer, qué
preguntas está tratando de contestar, cuáles son sus conceptos
más importantes, qué razones tiene para sus conclusiones, y hasta
qué defectos hay en su tratamiento del tema. La inteligencia de
su discusión es claramente mucho mayor que lo que era hace diez
años, y eso significa seguramente una cosa: que han aprendido
a leer más inteligentemente.
Hace ahora diez años que este grupo se mantiene unido. Has-
ta donde puedo preverlo se proponen continuar unidos indefini-
damente, aumentando el alcance de sus lecturas y releyendo algu-
nos de los libros que leyeron pobremente en los primeros años.
Yo puedo haberlos ayudado dirigiendo sus discusiones, pero estoy
seguro de que ahora podrían continuar sin mi ayuda; en realidad,
estoy seguro de que lo harían. Han descubierto cuánto cambia
sus vidas. Eran todos amigos antes de empezar, pero ahora sus
amistades han madurado intelectualmente; la conversación florece
ahora donde antes podría haber pronto languidecido y cedido su
lugar a otras cosas. Han experimentado el placer de hablar inteli-
gentemente sobre serios problemas; actualmente no cambian opi-
niones como les place: la discusión se ha vuelto responsable; quien
dice algo debe sostenerlo; las ideas tienen relaciones entre sí y con
el mundo de los asuntos cotidianos. Han aprendido a juzgar pro-
posiciones y argumentos por su inteligibilidad y pertinencia. V a -
rios años antes de que yo fuese a Chicago, habíamos iniciado un
programa similar de educación de adultos en Nueva York. M r .
Buchanan era entonces director asistente del Instituto del Pueblo,
y él y yo persuadimos a Mr. Everett Dean Martín de que nos
dejase tratar de leer los grandes libros con grupos de adultos.
Estábamos proponiendo lo que era entonces un descabellado ex-
perimento en materia de educación adulta; ya no es un experi-
mento. N o debimos haber pensado que lo era entonces, si hubiése-
mos recordado los hechos de la historia europea. La discusión de
importantes problemas ha sido siempre el medio por el cual los
adultos continúan su educación, y aquélla rara vez ha tenido lugar
sin que fuese contra el fondo común suministrado por la lectura
de importantes libros.
Formamos unos diez grupos alrededor del área de Nueva
York. Se reunían en bibliotecas, gimnasios, salones sociales de las
iglesias, y en la Y. M. C. A . Se hallaban integrados por toda
clase de gente; algunos que habían ido al colegio, otros que n o
habían ido, ricos y pobres, opacos y brillantes. Los líderes de estos
grupos eran jóvenes, la mayoría de los cuales tampoco habían
leído los libros, pero querían probar. Su principal función era
la de conducir la discusión, comenzarla haciendo algunas pregun-
tas directrices, impulsarla cuando se estancaba, aclarar las disputas
cuando amenazaban ensombrecer los verdaderos temas de discusión.
Fue un gran éxito. Se interrumpió sólo porque necesitaba un
apoyo financiero que no obtuvo, para pagar su sostenimiento y
manutención. Pero puede ser revivido en cualquier parte y en cual-
quier momento por cualquier grupo de personas que decidan leer
los grandes libros juntos y hablar acerca de ellos; todo lo que
ustedes necesitan es algunos amigos con quienes comenzar y se-
rán ustedes mejores amigos antes de haber terminado.
Pueden decir que me he olvidado de una cosa. T a n t o en el
grupo de Nueva Y o r k como en el de Chicago que he descripto,
había líderes responsables de la conducción de la discusión, jefes
que pueden haber tenido un poco más de experiencia que el resto
del grupo en la lectura de los libros. Los lectores adiestrados pue-
den ayudar a comenzar, lo admito; pero son un lujo, no una
necesidad.
Pueden ustedes proceder de la manera más democrática eli-
giendo un líder para cada reunión. Dejen que diferentes personas
se turnen en ello; en cada ocasión, probablemente el líder apren-
derá más acerca de la lectura y discusión del libro que los otros.
Si todos los miembros del grupo obtienen sucesivamente esa ex-
periencia, el grupo entero aprenderá más rápidamente que si im-
portaran un líder del exterior. Hay esta compensación en el plan
que estoy sugiriendo, aunque pueda ser más difícil al principio.
N o necesito decirles cómo debe discutirse un libro. T o d a s
las reglas para leer lo indican; son un conjunto de directivas tanto
para discutir un libro como para leerlo. Así como deberían regu-
lar la conversación que sostienen ustedes con el autor, así gobier-
nan la conversación que pueden ustedes tener con sus amigos acer-
ca del libro. Y, como he dicho antes, las dos conversaciones se
sostienen mutuamente. U n a discusión se conduce haciendo pre-
guntas; las reglas para leer indican las principales preguntas que
pueden hacerse acerca de cualquier libro en sí mismo o en relación
con otros libros. La discusión se sostiene contestando preguntas.
Los que participan en ella deben, por supuesto, comprender las
preguntas y hacer observaciones apropiadas; pero si han adquirido
ustedes la disciplina de ponerse de acuerdo con un autor, ustedes
y sus amigos no deben tener dificultades en ponerse de acuerdo
entre sí. E n realidad es más fácil porque se puede ayudar mutua-
mente para llegar a un entendimiento. Estoy suponiendo, natu-
raímente, que ustedes tendrán buenos modales intelectuales, que n o
juzgarán hasta que no entiendan lo que el otro individuo está
diciendo, y que cuando juzguen darán razones. T o d a buena con-
versación es una cosa única; no ha sucedido nunca antes de esa
manera y no volverá nunca a suceder. El orden de las preguntas
será diferente en cada caso; las opiniones expresadas, el modo cómo
se las impugna y aclara variará de un libro a otro y de un grupo
a otro de los que discutan el mismo libro. Sin embargo, todas
las buenas discusiones son iguales en algunos aspectos, se mueven
libremente; se sigue a la controversia a donde quiera que con-
duzca. La comprensión y el acuerdo son las metas constantes, a
las que se puede llegar por caminos infinitamente variados; una
buena conversación no es ni sin objeto ni vacía. Cuando algo que
vale la pena de discutirse ha sido bien discutido, la discusión no es
la cosa vieja e improductiva que la mayor parte de la gente cree.
La buena discusión de importantes problemas a la luz de
grandes libros es casi una completa ejercitación en las artes del
pensar y del comunicarse; solamente escribir queda excluido. Ba-
con dijo: "La lectura hace a un hombre completo, la conversación
lo hace un hombre preparado, y la escritura un hombre exacto".
Quizás hasta la exactitud puede alcanzarse por medio de la pre-
cisión que una conversación bien regulada requiera. E n todo caso,
la mente puede ser suficientemente disciplinada por la lectura, la
atención y la conversación.

— 3 —
La mente adiestrada para leer bien tiene sus poderes analíti-
cos y críticos desarrollados. La mente adiestrada para discutir bien
los tiene aún más agudizados. La una requiere una tolerancia para
los argumentos originada en el tratar con ellos paciente y simpáti-
camente. El impulso animal de imponer nuestras opiniones a los
demás es así controlado; aprendemos que la única autoridad es
la razón misma —los únicos arbitros en cualquier disputa son las
razones y las pruebas. N o tratamos de ganarascendiente mediante
una exhibición de fuerza o contando las narices de los que están
de acuerdo con nosotros. Los verdaderos problemas no pueden
ser resueltos por la mera fuerza de la opinión; debemos apelar a
la razón, no depender de grupos de presión.
T o d o s queremos aprender y pensar rectamente; un buen
libro puede ayudarnos mediante los ejemplos de penetrante per-
cepción y de convincente análisis que proporciona. Una buena
discusión puede ayudarnos más aún sorprendiéndonos cuando es-
tamos pensando torcidamente. Si nuestros amigos no nos dejan
salimos con la nuestra, pronto aprenderemos que el pensar cha-
pucero, como el crimen, quedará siempre en evidencia. La confu-
sión puede obligarnos a hacer un esfuerzo que nunca habíamos
supuesto que se hallase dentro del alcance de nuestras fuerzas. Si
la lectura y la discusión no refuerzan esas exigencias en pro de
un recto y claro pensar, la mayoría de nosotros iremos por la vida
con una asombrosamente falsa confianza en nuestras percepciones
y juicios. Pensamos mal la mayor parte del tiempo, y, lo que es
peor, no lo sabemos porque rara vez somos descubiertos.
Los que saben leer bien, oír y hablar bien, tienen mentes
disciplinadas; la disciplina es indispensable para el libre uso de
nuestros poderes. El hombre que no tiene el arte de hacer algo
se encuentra amarrado cuando trata de actuar. La disciplina que
proviene de la pericia es necesaria para la destreza. ¿Hasta dónde
pueden ustedes llegar en la discusión de un libro con alguien que
no sabe ni leerlo ni discutirlo? ¿Hasta dónde pueden llegar uste-
des en la lectura sin una habilidad adiestrada?
La disciplina, como he dicho antes, es una fuente de libertad.
Solamente una inteligencia adiestrada puede pensar libremente;
y donde no hay libertad para pensar, no puede haber libertad
de pensamiento. Sin mentes libres no podemos seguir siendo hom-
bres libres durante mucho tiempo más.
Quizás ahora estén ustedes preparados para admitir que el
aprender puede estar significativamente relacionado con otras co-
sas —en realidad, con todo el resto de la vida del lector. Sus con-
secuencias sociales y políticas no son remotas, antes de considerar-
las, sin embargo, permítanme que les recuerde una inmediata jus-
tificación de que los fastidie para que aprendan a leer.
Leer — y con ello el pensar y el aprender— es un motivo
de gozo para los que lo hacen bien. Así como nos resulta grato
estar capacitados para usar habilidosamente nuestros cuerpos, p o -
demos obtener placer de un constante empleo de nuestras otras
facultades. Cuanto mejor usemos nuestras mentes, más aprecia-
remos lo bueno que es estar capacitados para pensar y aprender.
El arte de leer puede ser elogiado, por consiguiente, como intrín-
secamente bueno; tenemos poderes mentales para usar y tiempo
disponible en qué emplearlos desinteresadamente. La lectura es,
seguramente, un modo de ejercitarlos; si este elogio fuera el único,
302 MORTIMER J. ÁDLEU

yo no estaría satisfecho. Por más que la buena lectura sea una fuen-
te inmediata de placer, no es completamente un fin en sí mis-
ma. Debemos hacer algo más que pensar y leer para llevar una
vida humana. Debemos obrar. Si deseamos conservar nuestras
horas libres para actividades desinteresadas, no podemos eludir
nuestras responsabilidades prácticas. Es en relación con nuestra
vida práctica que la lectura tiene su justificación última.
La lectura de los grandes libros ha sido inútil si no nos in-
teresamos en crear una buena sociedad. T o d o s quieren vivir en ella,
pero pocos parecen deseosos de trabajar por ella. Déjenme ustedes
decir brevemente lo que considero una buena sociedad. Ella es
simplemente la ampliación de la comunidad en que vivimos con
nuestros amigos. Vivimos con nuestros amigos en pacífica e in-
teligente asociación. Formamos una comunidad porque nos co-
municamos, compartimos ideas y propósitos comunes. La buena
sociedad, en un sentido amplio, debe ser una asociación de hombres
que se han hecho amigos por una inteligente comunicación.

_ 4 _

Donde los hombres carecen de las artes de la comunicación,


la discusión inteligente debe languidecer; donde no hay dominio
de los medios para el intercambio de ideas, éstas dejan de desem-
peñar un papel en la vida humana. Cuando eso sucede, los hom-
bres son apenas mejores que los brutos que ellos dominan por la
fuerza o por la astucia, y pronto tratarán de dominarse mutua-
mente de la misma manera.
A ello sucede la pérdida de la libertad; cuando los hombres
no pueden vivir juntos como amigos, cuando una sociedad entera
no se construye sobre una verdadera comunidad de entendimiento,
la libertad no puede florecer. Podemos vivir libremente sólo con
nuestros amigos; con todos los demás, nos sentimos constante-
mente oprimidos por toda suerte de temores, y controlados en
cada movimiento por la sospecha.
La preservación de la libertad, para nosotros y para nuestra
posteridad es, hoy en día, una de las cosas que más nos interesan.
U n formal respeto por la libertad es el corazón del sano liberalis-
mo. Pero no puedo evitar el preguntarme si realmente nuestro
liberalismo es sano. N o parece que conociésemos los orígenes de
la libertad o sus fines. Clamamos por toda clase de libertades —
libertad de palabra, de prensa, de reunión— pero parece que no
comprendiésemos que la libertad de palabra es un privilegio vacío
y una conciencia libre es sólo un prejuicio privado. Sin ella nues-
tras libertades civiles solamente pueden ser ejercitadas de una ma-
nera pro forma, y no es probable que las conservemos mucho
tiempo más si no sabemos usarlas bien. Como el presidente Barr,
del St. J o h n ' s College, ha señalado, el liberalismo norteamericano
pide hoy en días demasiado poco, no demasiado. N o hemos exigi-
do, como lo hicieron nuestros antepasados, una mente liberada de
la ignorancia, una imaginación despierta y una razón disciplinada,
sin las cuales no podemos hacer uso efectivo de nuestras otras li-
bertades ni siquiera preservarlas. Hemos prestado atención a los
usos exteriores de la libertad más que a su esencia. El sistema edu-
cacional vigente sugiere, además, que no sabemos ya cómo se ha-
cen las mentes libres, y, por medio de ellas, los hombres libres.
N o es sólo un juego de palabras el relacionar liberalismo con
educación liberal, o decir que el adiestramiento en las artes libera-
les nos liberaliza, nos hace libres. Las artes de leer, de escribir, de
oír y de hablar, son las artes que nos posibilitan el pensar libre-
mente, porque disciplinan la mente. Son artes liberadoras. La
disciplina que realizan nos libera de los caprichos de la opinión
infundada y d e j a s estricteces del prejuicio local. Liberan a nues-
tras mentes de todo dominio que no sea el de la razón misma; un
hombre libre no reconoce ninguna otra autoridad. Los que piden
que se les libere de toda autoridad —de la razón misma— son
falsos liberales. Como dijo Milton, "quieren decir licencias cuando
gritan libertad".
El año pasado fui invitado por el Consejo Norteamericano
de Educación a hacer uso de la palabra en su reunión anual de
Washington. Opté por hablar sobre las consecuencias políticas
de las tres "erres" bajo el título de "El liberalismo y la educación
liberal". Traté de poner de manifiesto cómo el falso liberalismo
es el enemigo de la educación liberal, y por que una educación ver-
daderamente liberal es necesaria en este país para corregir las con-
fusiones de este ampliamente prevalente falso liberalismo. Por
falso liberalismo entiendo aquel que confunde autoridad con ti-
ranía y disciplina con regimentación. Existe dondequiera que los
hombres piensen que todo es sólo cuestión de opinión. Esa es
una doctrina suicida que se reduce en último término a la posición
que sólo la fuerza puede legitimar. El liberal que se hace libre de
la razón más que por ella, se somete al otro único arbitro en los
asuntos humanos, la fuerza, o lo que Mr. Chamberlaín ha llama-
do "el terrible arbitraje de la guerra".
Las consecuencias políticas de las tres "erres", o las artes
liberales, no hay que buscarlas muy lejos; si la democracia es una
sociedad de hombres libres, debe sostener y extender la educación
liberal o perecer. Los ciudadanos democráticos deben estar capaci-
tados para pensar por sí mismos; para hacer esto deben estar pri-
mero en condiciones de pensar y tener un cuerpo de ideas con qué
hacerlo; deben estar en condiciones de comunicarse claramente en-
tre sí y de recibir comunicación de toda índole críticamente. Para
tales fines la habilidad para leer y para leer los grandes libros es
obviamente sólo un medio.
En el Enrique VI, de Shakespeare, tiene lugar el siguiente
discurso:

Habéis corrompido muy pérfidamente a la juventud del reino


al erigir una escuela de gramática; y mientras antes, nuestros an-
tepasados no tenían otros libros que la muesca y la tarja, habéis
hecho que se use la imprenta y contrariamente al Rey, a su corona
y dignidad, habéis construido una fábrica de papel.

La lectura y la escritura parecíanle alta traición al tirano.


Este vio en ellas las fuerzas que podrían sacudirlo de su trono.
Y por algún tiempo lo hicieron en la gradual democratización del
mundo occidental por medio de la difusión del estudio y del in-
cremento de la capacidad para leer y escribir. Pero vemos hoy día
que los asuntos humanos toman un giro distinto. Los medios
de comunicación que en un tiempo fueron usados por los liberta-
dores para liberar a los hombres, son ahora usados por los dicta-
dores para subyugarlos.
Hoy en día la pluma es tan potente como la espada para
hacer un déspota. Los tiranos eran antes grandes generales; ahora
son estrategos de la comunicación, seductores oradores o propa-
gandistas; sus armas son la radio y la prensa, tanto como la po-
licía secreta y los campos de concentración. Y cuando los hombres
están empujados por la propaganda son tan serviles como cuando
son coaccionados por la fuerza bruta. Son muñecos políticos,
no hombres libres gobernados democráticamente.
Hobbes sospechaba de la democracia porque temía a su ten-
dencia a degenerarse en una oligarquía de oradores. Aunque nues-
tros propósitos sean diferentes de los suyos, debemos admitir que
la historia reciente apoya su punto de vista. Hemos visto en el
extranjero cómo el principal orador del país puede convertirse en
su tirano. Debemos salvar a la democracia de esas debilidades que
le son inherentes, cerrando esos caminos al despotismo. Si estamos
siendo oprimidos por organizaciones de fuerza, luchamos para
desarmarlas. Así es que debemos desarmar a los oradores y debe-
mos hacerlo anticipándonos al día en que su influjo comience a
ligar. Hay sólo un modo de hacer eso en el país donde la libertad
de palabra es un privilegio de todos. Los ciudadanos deben vol-
verse críticos de lo que leen y de lo que oyen; deben ser educados
liberalmente; si las escuelas fracasan en darles tal educación, deben
adquirirla por sí mismos aprendiendo a leer y leyendo.
Pero en bien de sus hijos deben finalmente comprender que
algo deberá hacerse acerca de las escuelas.
El hecho de que las mentes liberalmente disciplinadas difi-
cultan la acción de quienes tratan de hacer un uso indebido de los
medios de comunicación, es un p u n t o negativo. Hay asimismo
positivas ventajas; una democracia necesita tantos líderes com-
petentes como secuaces responsables. N i unos ni otros son posibles
si los hombres no ejercitan el libre juicio y están en posesión de
principios que dirigen la acción hacia los fines legítimos. U n ciu-
dadano democrático es un sujeto independiente porque depende
en última instancia de sus propias libres elecciones. U n líder de-
mocrático gobierna sólo guiando esa libertad, no imponiéndose a
ella.
Así como un buen maestro trata de suscitar un aprendizaje
activo por parte de sus estudiantes, así el arte de gobernar en una
democracia es el de invitar a los ciudadanos a una activa parti-
cipación.
Pero así como el enseñar bien no puede lograrse si los estu-
diantes no tienen el arte de ser enseñados —la pericia involucrada
en el aprender activamente de su maestro—, así el gobierno demo-
crático fracasa si los ciudadanos no poseen el arte recíproco de ser
gobernados. Sin el arte de ser enseñados, los estudiantes deben
recibir instrucción pasivamente; pueden aprender sólo si se les
adoctrina, en el sentido vicioso de ese término. Como hemos visto,
somos apropiadamente enseñables, o dóciles, solamente en cuanto
tenemos la disciplina mental necesaria para aprender mediante
el uso activo y libre de nuestros poderes. Del mismo modo, sin el
arte de ser gobernados, podemos serlo sólo por la fuerza o la im-
posición.
Una democracia, en síntesis, depende de los hombres que
pueden gobernarse a sí mismos porque tienen el arte de ser gober-
nados. Sea que ocupen las oficinas de gobierno, o meramente el
rango de ciudadanos, esos hombres pueden gobernar o ser goberna-
dos sin perder su integridad o su libertad. La fuerza bruta y la
propaganda insidiosa son males con los cuales están preparados
para lidiar. Mantener la reciprocidad entre el gobernar y el ser
gobernado es garantizar la libertad política y civil. Estas n o se ven
afectadas porque todos los hombres no estén en el gobierno o
porque las leyes justas deban ser reforzadas. El arte de ser gober-
nado y el recíproco arte de gobernar, como las artes de ser ense-
ñado y de enseñar, son artes de la mente; son artes liberales. El
gobernante democrático debe impulsarnos mediante la persuación
racional. Si somos buenos ciudadanos democráticos, seremos sus-
ceptibles de ser impulsados de ese modo, y solamente de ese modo.
El llamado a la realidad y a la razón distingue a la persuasión ra-
cional de la propaganda viciosa. Los hombres que mueven tal
persuasión permanecen libres porque se han movido ellos mismos;
han sido persuadidos "a sabiendas".
Saber ser gobernado es pues, la cualidad primaria para la
cuidadanía democrática; una educación liberal es tan necesaria para
preparar a los hombres para sus deberes políticos como para pre-
pararlos para su vida intelectual. El arte de leer está tan relacio-
nado con el arte de ser gobernado como con el arte de ser enseñado.
En ambos casos, los hombres deben de estar en condiciones de p o -
nerse en comunicación activamente, inteligentemente, críticamente.
El gobierno democrático, más que ningún otro, depende de
una exitosa comunicación; pues, como Walter Lippmann lo h a
señalado: "en una democracia la oposición no sólo es tolerada
como constitucional sino que debe ser mantenida porque es in-
dispensable". El consentimiento de los gobernados sólo se realiza
plenamente cuando, a través de un inteligente debate de princi-
pios, todos los colores de la opinión política toman parte en la
formación de las decisiones. T o d o debate que no se base en la
comunicación de los partidos es especioso. El proceso democráti-
co es una farsa cuando los hombres no logran entenderse recípro-
camente. Debemos estar tan capacitados para enfrentar a otras
mentes en los procesos del gobierno y de la vida social como para
hacerlo en los procesos del aprendizaje. En ambos casos debemos
estar en condiciones de tomar una resolución y obrar conforme a
ella.
Debemos obrar, sin embargo. Esa es la palabra final en todas
las fases de la vida humana. N o he titubeado en elogiar la lectura
y discusión de grandes libros como cosas intrínsecamente buenas,
pero repito que no son los fines últimos de la vida. Queremos la
felicidad y una buena sociedad. En esta concepción más amplia
la lectura es sólo un medio para un fin.
Sí, después de haber aprendido a leer y haber leído los gran-
des libros, obran ustedes tontamente en asuntos personales o polí-
ticos, bien se podrían haber ahorrado ustedes la molestia. Puede
haber sido divertido en el momento, pero la diversión no durará
mucho. Si los que leen bien no pueden actuar bien también, pron-
to nos encontraremos privados de los placeres que obtenemos de
esos éxitos. La erudición puede ser buena en sí misma, pero la
erudición sin acción adecuada nos conducirá a un mundo en el que
la persecución del conocimiento mismo es imposible, un mundo
en el cual los libros son quemados, las bibliotecas cerradas, la bús-
queda de la verdad es reprimida y los ratos de ocio desaprovecha-
dos y perdidos.
Abrigo la esperanza de que no sea demasiado ingenuo el es-
perar lo contrario de la educación genuinamente liberal, en la
escuela y fuera de ella. T e n g o ciertas razones para creer que los
que han leído realmente los grandes libros, pensarán probablemen-
te bien y sanamente acerca de las cuestiones que encaramos hoy
en día. El hombre que piensa con claridad respecto a los proble-
mas prácticos, sabe seguramente que sólo se los soluciona bien
por medio de la acción apropiada. Hasta qué punto respetará la
obligación de obrar conforme a dicha acción, está, naturalmente,
más allá de la providencia de las artes liberales. N o obstante ello,
éstas preparan para la libertad. Hacen mentes sanas y forman una
comunidad de amigos que comparten un mundo común de ideas.
Más allá de eso, depende de nosotros el aceptar o eludir la respon-
sabilidad de obrar como hombres libres.
APÉNDICE

U N A L I S T A D E LOS GRANDES LIBROS

La siguiente lista no puede conceptuarse como una biblio-


grafía completa de libros dignos de ser leídos, ni siquiera como
un inventario completo de los más grandes libros de la cultura
occidental. Me he limitado sólo a nombrar aquellos grandes libros
que son fácilmente obtenibles en traducciones corrientes al idioma
inglés. También me he limitado a consignar los títulos de los
libros que no requieran, en su mayoría, ninguna base o prepara-
ción especial.
Estas dos limitaciones, naturalmente, tienden a excluir a al-
gunos de los clásicos de matemáticas y de ciencias experimentales.
En estos dos campos, la obra de traducción al inglés dista mucho
de ser completa, y en muchos casos en los cuales se ha logrado
traducir al inglés, dicha traducción no se ha editado en volúmenes
económicos. Más aún, puede ponerse en duda el hecho de que al-
gunas de las grandes obras científicas y matemáticas puedan ser
examinadas provechosamente por los que carecen de una instruc-
ción adecuada. Ya he respondido afirmativamente a este interro-
gante y he sugerido que estos libros son inteligibles si se los encara
en su orden histórico. Aunque estuviese yo equivocado en lo que
a esto concierne, como puede suceder, creo que todos estarán de
acuerdo conmigo en que una lista de grandes libros sería lamen-
tablemente deficiente si en ella se omitiesen todos los libros ma-
temáticos y científicos. Y hay, por cierto, muchas personas que
poseen ya una base suficiente (proporcionada por cursos de estu-
dio con libros de texto de matemáticas y ciencia) como para ga-
rantizarles la revisión de comunicaciones originales que nunca po-
drán ser reemplazadas por libros de texto.
La mayoría de los autores y la mayor parte de los títulos
suenan, estoy seguro, familiarmente a nuestros oídos, aun cuando
nunca hayamos leído los libros. (En la mayoría de los casos, es
posible adivinar por el título la clase del libro, y el campo a que
pertenece). Los nombres desconocidos para unos pueden serles
familiares a otros. Espero que la rareza de algunos de estos nom-
bres no los descorazone o acobarde a ustedes. N o hay aquí nada
tan recóndito que sea esotérico, nada que un poco de valentía no
pueda conquistar.
Es prudente, por supuesto, el comenzar con aquellos libros
que más les interesen a ustedes, por cualquier motivo. Como lo
he dicho tantas veces, lo fundamental en este asunto es leer bien,
no mucho. Una lista de libros no debe ser considerada un "des-
afío" que sólo puede encararse dando fin hasta su último detalle;
debe considerársela como una "invitación" que pueden ustedes
aceptar gallardamente comenzando por donde mejor les plazca.
Los autores figuran por orden cronológico, según la fecha
conocida o supuesta de su nacimiento. Las diversas obras de un
autor en particular también están ordenadas cronológicamente,
dentro de lo posible. He tratado de dar la fecha en que un libro
fue publicado "por vez primera" en el idioma "original" de su
autor. Esto es bastante fácil de llevar a cabo con libros modernos,
pero difícil con la mayoría de los antiguos. En este último caso,
he utilizado las fechas designadas por eruditos dignos de confian-
za, aunque hasta en este asunto los eruditos discrepan en muchos
casos. N o debemos preocuparnos por errores insignificantes en las
fechas de obras. Siempre que una fecha de publicación no conste
en la lista, esto es debido, sencillamente, a que no se la conoce, o
a que el desacuerdo entre los eruditos a su respecto es demasiado
grande.
N o he anotado todas las obras de todos los autores. Sólo he
citado los títulos más importantes seleccionándolos, en el caso de
libros expositivos, para demostrar la diversidad de la contribución
de un autor a los diferentes campos del saber. En algunos casos,
he creído necesario hablar de las "Obras" del autor y especificar
entre paréntesis los títulos especialmente importantes.
Al hacer una lista de esta índole, la mayor dificultad reside
siempre en lo que concierne a los detalles relativamente contem-
poráneos. Cuanto más se acerca uno a su época, más difícil le re-
sulta expresar un juicio independiente. En este caso, el juicio pro-
pio debe ser semejante a un tanteo, y existe mucho espacio para dar
cabida a diferencias de opinión. Por esta razón he separado a los
contemporáneos de la lista principal. Los "grandes" autores están
enumerados consecutivamente; los "buenos" autores contemporá-
neos están señalados por las letras del alfabeto. La separación
aquí no tiene lugar entre vivos y muertos, porque algunos autores
que murieron recientemente son tan contemporáneos como los
que aún viven.
La discrepancia acerca de inclusiones o exclusiones probable-
mente se concentrará en la lista contemporánea, Sólo la ofrezco
como una sugestión. Cada* uno deberá decidir por sí mismo si
estos autores son verdaderamente grandes y deberían ser agregados
a la lista principal. El veredicto de la historia decidirá si el juicio
de ustedes es correcto. En cuanto a la lista principal, también pue-
de haber algunas pequeñas discrepancias; puedo pensar de inme-
diato en nombres y títulos que serán sugeridos: el Enéadas, de
Plotínus, las Flotecillas, de San Francisco, las obras de Scho-
penhauer, las novelas de T h o m a s Hardy, los escritos apologéticos
e históricos de J o h n Henry Newman —para mencionar a unas
pocas de las omisiones más obvias. En algunos casos, tales omisio-
nes se deben a la carencia de una traducción correcta al inglés; en
otros, al juicio que me vi obligado a hacer, que una obra en espe-
cial no era de la misma magnitud de aquellas numeradas; y en
otros más aún, a la opinión de que la importancia de un autor
era más atribuible a su vida y actos que a sus escritos. N o es po-
sible abrigar la esperanza de formar una lista de esta índole sin
tener que hacer frente a diferencias de opinión, precisamente por
que tales juicios tienen que ser hechos, de un modo u otro. Sólo
puedo esperar que la cantidad de agregados y sustracciones que
cualquiera pudiese desear hacer, constituyan un pequeño porcenta-
je de la lista total. Sí así sucediese, me satisfaría la idea de que la
lista es bastante representativa — q u e abarca lo que es generalmen-
te considerado como la tradición europea.
En última instancia, todos deberían hacer su lista propia
de grandes libros. Creo que sería aconsejable, sin embargo, leer
algunos de los libros que han sido aclamados por unanimidad,
antes de comenzar. Por supuesto, cuanto más lean, mejor será.
Esta lista es un punto de partida.
LISTA D E GRANDES LIBROS

CUYA LECTURA RECOMIENDA EL AUTOR

1. HOMERO (850 A. O , Ilíada, Odisea.


2. El Antiguo Testamento.
3. ESQUILO (525 -456 A. O , Tragedias, Casa de Atreus, Pro-
meteo Encadenado.
4. SÓFOCLES (497 - 406 A. C.), Tragedias, esp. Edipo Rey, An-
tígona, Electra.
5. EURÍPIDES (485 - 406 A. O , Tragedias, esp. Medea, Electra,
Hipólito, Bacchae.
6. HERODOTO (484- 425 A. C.), Historia (de las Guerras
Persas).
7. TUCIDIDES <470 -400 A. C ) , Historia de la Guerra del Pe-
loponeso.
8. HIPÓCRATES (460 - 357? A. O , Colección de escritos mé-
dicos.
1
9. ARISTÓFANES (444 -380 A. O , Comedias, esp. Lysistrata,
Las Nubes, Los Pájaros, Las Ranees.
10. PLATÓN (427 - 347 A. C.), Diálogos, esp. La República, Sym-
posium, Fedón, Menón, Apología, Lysis, Fedro, Protágoras,
Gorgias, Gritón, El Sofista, Philebus, Thaetatus, Parménides.
11. ARISTÓTELES (384 - 322 A. C ) , Obras, esp. Organón, Física,
Metafísica, De Anima, Etica, Política, Retórica, Poética.
12. EUCLIDES (323 - 283 A. O , Elementos de Geometría.
13. CICERÓN (106 -43 A. C.), Discursos, La República, Leyes,
Disputas tusculanas, Oficios.
14. LUCRECIO (95 - 52 A. C.), De la Naturaleza de las Cosas.
15. VIRGILIO (70 - 19 A. C.), La Eneida.
16. HORACIO (65 - 8 A. C.), Odas y Epodos, Arte Poética.
17. LIVIO (59 A. C. - 17 D. C.), Historia de Roma.
18. OVIDIO (43 A. C. - 17 D. O , Metamorfosis.
19. QUINTILIANO (40-118), Institución Oratoria.
20. PLUTARCO (45 - 120), Vidas.
21. TÁCITO (55 - 117), Diálogo de los Oradores, Germania.
22. NICOMACO, Introducción a la Aritmética.
23 EPICTETO (60 - 120), Discursos.
24. LUCIANO (120 - 190), Obras, esp. La Forma de Escribir His-
toria, La Verdadera Historia, Alejandro, el traficante de
Oráculos, Citaron, La Venta de Vidas, El Pescador, Diálogos
de los Dioses, Diálogos de los Dioses del Mar, Diálogos de los
Muertos.
25. MARCO AURELIO (121 - 180)Pensamientos.
26. GALENO (131 - 210), De las Facultades Naturales.
27. El Nuevo Testamento.
28. SAN AGUSTÍN (354 - 430), Del Maestro, Confesiones, La
Ciudad de Dios.
29. La Leyenda de los Nibelungos.
30. La Canción de Rolando.
31. Njal Quemado (leyenda islándica)
32. MAIMONIDES (1135 - 1204), Guía de los Descarriados.
33. SANTO TOMAS DE AQUINO (1225 - 1274), Del Ser y la Esen-
cia, Summa contra Gentiles, De la Autoridad de los Gober-
nantes, Summa Theológica.
34. DANTE (1265 - 1321), La Divina Comedia.
34. CHAUCER (1340 - 1400), Cuentos de Canterbury.
36. THOMAS A. KEMPIS (1380 - 1471), Imitación de Cristo.
37. LEONARDO DE VINCI (1425- 1519), Apuntes.
38. MAQUIAVELO (1469 - 1527), El Príncipe.
39. ERASMO (1469 - 1536), Elogio de la Locura, Los Coloquios.
40. SANTO TOMAS MORE (1478 - 1535), Utopía.
41. RABELAIS (1495 - 1553), Gargantúa y Pantagruel.
42. CAL VINO (1509 - 1564), Institutos de Religión Cristiana.
43. MONTAIGNE (1535 - 1592), Ensayos, esp. Sobre la Educación,
de los Niños, Sobre la Amistad, Sobre los Caníbales, Sobre
la Vida Solitaria, Sobre la Experiencia, Sobre la Modera-
ción, Sobre los Libros, Sobre la Costumbre, Sobre Algunos
Versos de Virgilio, Apología por Raymond de Sebond.
44. CERVANTES (1547 - 1616), Don Quijote.
45. EDMUND SPENSER (1552- 1599), Reina de las Hadas.
46. FRANCISCO BACON (1561 - 1626), El Progreso del Apren-
dizaje, El Novum Organum, El Nuevo Atlantis.
47. SHAKESPEARE (1564 - r 6 1 6 ) , Obras de teatro.
48. GAL ÍLEO (1564 - 1642), Diálogo en Torno a Dos Nuevas
Ciencias.
49. HARVEY (1578 - 1657), Sobre el Movimiento del Corazón.
50. GROTIUS (1583 - 1645), La Ley de la Guerra y la Paz.
51. HOBBES (1588- 1679), Elementos de Filosofía, Leviathan.
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Impreso en los Talleres Gráficos
de la Dirección de Bibliotecas y Publicaciones
del Instituto Politécnico Nacional,
Tresguerras 27, 06040 México, D.F.
Abril de 1992. Edición: 1,500 ejemplares.

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