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UN LIBRO
MORTIMER J. ADLER
COMO LEER
UN LIBRO
Version castellana
Corina Acevedo Diaz
ISBN 968-29-0176-6
Presentación 7
Proemio 9
PRIMERA PARTE
LA ACTIVIDAD DE LA LECTURA
I. Ei lector común 15
II. La lectura de "lecturas" 25
III. Leer es aprender 39
IV. Maestros, vivos y muertos 51
V. El fracaso de las escuelas 65
VI. Sobre la autoayuda 95
SEGUNDA PARTE
LAS REGLAS
IERCERA PARTE
APÉNDICE
Chicago.
PRIMERA PARTE
LA A C T I V I D A D
DE LA LECTURA
CAPÍTULO PRIMERO
AL L E C T O R COMÚN
LA L E C T U R A D E " L E C T U R A S "
— 1 —
— 4 —
— 5 —
LEER ES APRENDER
— 2 —
¿Cuál es el rol del maestro viviente en nuestra educación?
U n maestro viviente puede ayudarnos a adquirir ciertas habili-
dades, puede enseñarnos a jugar en el "kindergarten", a formar
y a reconocer las letras en los grados primarios o a deletrear y a
pronunciar, a hacer sumas y divisiones, a cocinar, coser y reali-
zar trabajos de carpintería. U n maestro viviente nos puede auxi-
liar a perfeccionarnos en cualquier arte, aún en el arte de aprender
y en tales como el arte de la investigación experimental o el de leer.
Algo más que comunicación se implica en el acto de dar tal
ayuda. El maestro viviente no sólo nos dice qué debemos hacer,
sino que es particularmente útil al "demostrarnos" cómo debe-
mos hacerlo, y, de un modo aún más directo, al ayudarnos en las
diversas fases de la tarea. En este último respecto, n o puede ca-
bernos la menor duda de que un maestro viviente puede ser más
útil que uno muerto. El manual de más éxito no puede tomarles
a ustedes de la mano o decirles en el momento oportuno: " N o
lo hagan así. Háganlo de este otro m o d o " .
Ahora bien, hay algo que está totalmente en claro. Con res-
pecto a todo el saber que podemos adquirir por medio del des-
cubrimiento, un maestro viviente puede desempeñar solamente
una función. Evidentemente no puede enseñarnos aquel cono-
cimiento, puesto que entonces n o lo obtendríamos por medio del
descubrimiento. Sólo puede enseñarnos el arte de descubrir, esto
es, decirnos cómo debemos investigar, observar y pensar en el
proceso de averiguación de las cosas. Puede, además, ayudarnos
a adiestrarnos en los movimientos. En general es esto de la in-
cumbencia de libros como el de Dewey Cómo Pensamos, y de
aquellos que han tratado de ayudar a practicar a los estudiantes
siguiendo sus reglas.
Puesto que estamos principalmente interesados en la lectura
— y en la otra clase de aprendizaje, por medio de la instrucción—
podemos limitar nuestra discusión al papel que desempeña el
maestro cuando nos comunica sabiduría o nos ayuda a aprender
por medio de comunicación. Y, por el momento, limitémonos a
considerar al maestro viviente como una fuente de conocimientos,
y no como a un preceptor que nos ayuda a aprender a hacer algo.
Considerado como una fuente de conocimientos, el maestro
viviente es un competidor o un colaborador de los maestros muer-
tos, esto es, de los libros. Con "competición" quiero significar el
modo en que muchos maestros vivientes dicen a sus estudiantes
por medio de disertaciones lo que éstos podrían aprender leyendo
los libros que el conferencista ha compendiado. Mucho antes de
que existieran las revistas, los maestros vivientes se ganaban la
vida siendo "compendios para los lectores". Con "cooperación"
quiero decir cómo el maestro viviente divide, de un modo u otro,
la función de enseñar entre el y los libros disponibles: algunas
cosas las dice a los estudiantes por lo general reduciendo a su más
simple expresión lo que él mismo ha leído, y algo espera que el
estudiante aprenda por medio de la lectura.
Si éstas fuesen las úniess funciones que desempeñase un maes-
tro viviente con respecto a la comunicación de conocimientos, se
podría deducir que todo lo que puede aprenderse en la escuela pue-
de ser aprendido también fuera de la escuela y sin maestros vivien-
tes. Posiblemente fes cueste un poquito más el leer ustedes mismos
que el leer libros que hayan sido compendiados para ustedes. T a l
vez tendrían ustedes que leer más libros, si los libros fueran sus
únicos maestros. Pero hasta donde sea cierto que el maestro vivien-
te no tiene más conocimientos que comunicar que los que él ha
adquirido por medio de la lectura, ustedes pueden aprenderlos di-
rectamente de los libros. Pueden aprender tan bien como él, si leen
igualmente bien.
Me parece, además, que si lo que buscan ustedes es entendi-
miento más bien que información, la lectura los llevará más lejos
aún. La mayoría de nosotros somos culpables del vicio de leer pa-
sivamente, por supuesto; pero es más probable que lá mayoría de
la gente sea pasiva al escuchar una conferencia. U ñ a conferencia ha
sido bien descripta como el proceso por el cual las notas tomadas
por el maestro pasan a ser las notas del alumno sin atravesar por
las mentes de ninguno de los dos.
El tomar notas no es, por lo general, una asimilación activa
de lo que hay que entender, sino un registro casi automático de
lo que fue dicho. El hábito de hacerlo se transforma en un susti-
tuto más penetrante del aprendizaje y del pensamiento, a medida
que uno pasa más años en institutos educacionales. El caso es peor
aún en las escuelas profesionales, tales como las de derecho y
medicina, y en la escuela de graduados. Alguien dijo que se puede
establecer, la diferencia entre estudiantes graduados y no gradua-
dos, de este modo: Si ustedes entran en un aula y dicen: "Buenos
días", y los estudiantes contestan, no son graduados. Si. toman
nota del. saludo, son graduados.
Hay otras dos funciones que ejecuta el maestro viviente, por
medio de las cuales se relaciona con libros. Una es la de "repe-
tición". Todos hemos seguido cursos en la escuela en los que el
maestro decía en clase las mismas cosas que nos había indicado
que leyésemos en un texto escrito por él o por uno de sus colegas.
Me confieso culpable de haber enseñado así yo también. Recuerdo
el primer curso que dicté; era de psicología elemental. Se designó
un libro de texto! El examen que debía rendirse, según resolución
del departamento, para todas las divisiones de este curso, no exi-
giría más que el estudiante aprendiese lo que decía el texto. Mí
única función como maestro viviente consistía en ayudar al texto
a realizar su tarea. En parte yo hacía preguntas de la índole de
las que podrían presentarse en el examen. En parte, disertaba,
repitiendo el libro capítulo por capítulo, en palabras que no di-
ferían en mucho de las usadas por el autor.
T a l vez haya tratado a veces de aclarar algún punto, pero
si el estudiante había realizado la tarea de leer para, entender, po-
día comprender por sí solo. Si no podía leer de este modo, posi-
blemente no podía tampoco escuchar mis explicaciones de un
modo comprensivo.
La mayoría de los estudiantes seguían este curso por vani-
dad, y no por verdadero interés. Puesto que el examen no medía
el entendimiento sino la información, es muy probable que ellos
considerasen mis explicaciones como un. desperdicio de su tiempo
-—puro exhibicionismo de parte mía. Por. qué continuaban asis-
tiendo a clase, no lo sé. Si hubiesen dedicado tanto tiempo a la
lectura del texto como a las de las páginas deportivas, y puesto
tanta diligencia en los detalles informativos, podrían haber pasado
el examen sin ser aburridos por mí.
— 3 —
— 5 —
— 6 —
Cuando escribo este libro yo soy un maestro secundario.
Mi objeto es ayudar y servir de intermediario. N o voy a leerles
ningún libro para que ustedes se eviten la molestia de hacerlo
personalmente. Este libro sólo tiene que desempeñar dos funcio-
nes: interesarlos a ustedes en las ventajas de leer y ayudarles a
cultivar el arte.
Si ya no asisten ustedes a la escuela, tal vez se vean obliga-
dos a utilizar los servicios de un maestro del arte que esté muerto,
tal como este libro. Y ningún manual instructivo puede llegar a
ser tan útil, en cualquier sentido, como un buen guía viviente.
Puede serles un poquito más difícil de desarrollar la capacidad
cuando hay que practicar siguiendo las reglas que se encuentran
en un libro, sin que se les detenga, se les corrija y se les demuestre
cómo debe hacerse. Pero, indudablemente, puede hacerse. Dema-
siadas personas lo han hecho para que pueda quedar la posibili-
dad de una duda. Nunca es demasiado tarde para empezar, pero
todos tenemos motivos para incomodarnos con un sistema escolar
que no llenó su objeto de darnos una base sólida en nuestros
primeros años.
El fracaso de las escuelas y su responsabilidad, pertenecen
al próximo capítulo. Daré fin a éste atrayendo la atención de
ustedes sobre dos cosas. La primera es que ustedes ya han apren-
dido algo sobre las reglas de lectura. En los capítulos anteriores
vieron la importancia de seleccionar frases y palabras importan-
tes y la de interpretarlas. En el transcurso de este capítulo ustedes
han seguido una discusión sobre la legibilidad de los grandes li-
bros y el papel que desempeñan en la educación. Otro paso en la
lectura es el de descubrir y compenetrarse con los alegatos del
autor. Más adelante me ocuparé de la regla para hacerlo más
ampliamente.
El segundo punto es que ya hemos definido bastante bien
el propósito de este libro. El hacerlo nos ha llevado muchas pági-
nas, pero creo que a ustedes les será posible ver por qué hubiese
resultado este propósito ininteligible si yo lo hubiera presentado
en el primer párrafo. Podría haber dicho: "este libro tiene por
objeto ayudar a ustedes a desarrollar el arte de leer para conse-
guir entendimiento, no información; por consiguiente, desea ani-
marlos y ayudarles a leer los grandes libros". Pero no creo que
hubiesen comprendido lo que yo quería decirles.
Ahora sí lo hacen, pese a que aún puede ser que con algu-
nas salvedades acerca de las ventajas o significados de la empresa.
Pensarán ustedes que hay muchos otros libros, además de los
grandes, que sean dignos de leerse. Naturalmente, estoy de acuer-
do. Pero a su vez deben admitir que cuanto mejor es el libro
más digno es de ser leído. Más aún, si ustedes aprenden a leer
los grandes libros, no encontrarán dificultades para leer otros, o
para cualquier otra cosa relacionada con ese asunto. Podrán ha-
cer uso de su habilidad para ocuparse de cosas de menor cuantía.
Séame permitido recordarles que el deportista no caza patos cojos.
CAPÍTULO V
E L F R A C A S O D E LAS E S C U E L A S
— 7 —
ir
CAPÍTULO V I
SOBRE L A A U T O A Y U D A
¿Se dan ustedes cuenta de por qué pienso yo que hay di-
namita en la lectura, en una cantidad suficiente no sólo para vo-
lar el sistema escolar, sino hasta para surtir el arsenal que proteja
nuestras libertades?
He titubeado algún tiempo antes de hablar de la autoayuda.
A decir verdad, he titubeado algún tiempo antes de escribir este
libro, porque tengo un prejuicio, que tal vez sea algo irracional,
contra los libros sobre autoayuda. Siempre me han parecido
algo similar a los remedios patentados. Si ustedes toman éste o
aquél en pequeñas dosis a intervalos regulares, todas sus enferme-
dades desaparecerán. En mi serenidad académica, yo me hallé una
vez muy por encima y lejos de tales artimañas. Cuando se escribe
para los eruditos iguales a uno, no se emplean tales recursos, pro-
bablemente porque uno nunca esperaría que ellos se autoayudasen.
Dos cosas me han hecho descender de mi torre. E n primer
lugar, tal vez la atmósfera sea muy serena allá arriba, pero des-
pués de que los ojos se hayan abierto al fingimiento y al engaño
que perpetúan la serenidad, ésta se asemeja más a la calma que
a veces reina en un manicomio. E n segundo lugar, he visto los
frutos de la educación de los adultos. Puede llevarse a cabo. Y
cualquiera que haya trabajado en la educación de los adultos
sabe que debe solicitar la autoayuda. N o hay monitores que cuiden
a los adultos mientras éstos estudian. N o hay exámenes ni grados,
nada de la maquinaria de la disciplina externa. La persona que
aprende algo fuera de la escuela está autodisciplinada. Trabaja
por el mérito ante sus propíos ojos, no para acreditarse ante el
archivero.
Sólo debo agregar una advertencia para preservar la hones-
tidad de los procedimientos. Aquellos libros de autoayuda que
prometen más de lo que pueden dar son falsos. Ningún libro,
como ya lo he dicho anteriormente, puede guiarles a ustedes en
la adquisición de una habilidad con tanta eficiencia como el tutor
o entrenador, que los toma de la m a n o y los dirige en los diversos
movimientos a realizar.
Definiré aquí, simple y brevemente, las condiciones bajo
las cuales pueden ustedes ayudarse a sí mismos con eficacia. Cual-
quier arte o habilidad es poseído por aquellos que tienen formado
el hábito de actuar según las reglas. E n realidad, el artista o ar-
tesano en cualquier terreno difiere así del que carece de su habili-
dad. Posee un hábito que el otro no tiene. Ustedes saben lo que yo
quiero decir aquí con la palabra hábito. N o quiero significar el
vicio de los narcóticos o de las drogas. La habilidad que ustedes
posean para jugar al tenis o al golf, la técnica que emplean para
manejar un auto o cocinar una sopa, es un hábito. Ustedes lo
han adquirido realizando los actos que constituyen la operación
completa.
N o existe otra forma de crearse un hábito de actuar que n o
sea actuando. Esto es lo que se significa cuando se dice que uno
aprende a hacer, haciendo. La diferencia entre su actividad an-
tes y después de que ustedes hayan contraído un hábito radica
en la facilidad y prontitud. Pueden hacer la misma cosa mucho
mejor que cuando empezaron a aprender. Esto es lo que se quiere
significar cuando se dice que la práctica trae consigo la perfección.
Lo que se hace imperfectamente al principio se llega a hacer de
un modo gradual con esa especie de perfección automática que
implica una acción instintiva.
Ustedes hacen algo como si hubieran nacido haciéndolo, co-
mo si la actividad íes resultase tan natural como caminar o comer.
Esto es lo que significa el dicho de que el hábito es una segunda
naturaleza.
U n a cosa está bien clara. Conocer las reglas de un arte no
es lo mismo que poseer el hábito. Cuando hablamos de un hom-
bre y decimos que es diestro en algo, no queremos significar que
conozca las reglas de hacer algo, sino que domina el hábito de
hacerlo. Por supuesto, es cierto que el conocimiento de las reglas,
más o menos explícito, es una condición necesaria para adquirir
la destreza. N o es posible seguir reglas que se desconocen; ni ad-
quirir un hábito artístico —cualquier arte u oficio— sin seguir
reglas. El arte como algo que puede ser enseñado, consiste en el
hábito que proviene de actuar según las reglas.
T o d o lo que he dicho hasta ahora acerca de la adquisición
de la destreza es aplicable al arte de leer. Pero existe una diferen-
cia entre la lectura y otras habilidades. Para adquirir cualquier
arte es necesario conocer las reglas con el objeto de seguirlas. Pero
no es indispensable en todos los casos el comprender las reglas,
o por lo menos no lo es en el mismo grado. De este modo, al
aprender a conducir un automóvil, ustedes deben conocer las re-
glas, pero no es necesario que conozcan los principios de la mecá-
nica automotriz que las establecen. En otras palabras, el "com-
prender" las reglas es "saber m á s " que las reglas. Es conocer los
principios científicos que las sustentan. Si ustedes deseasen ser tan
capaces de reparar sus autos como de manejarlos personalmente,
tendrían que conocer sus principios mecánicos, y comprenderían
las reglas de manejar mejor de lo que lo hacen la mayoría de
CÓMO LEER U N LIBRO 99
— 3 __
TIPOS DE LECTURA:
I.—Para distraerse.
II.— Para adquirir conocimientos.
A.— Para obtener información.
B. — Para obtener entendimiento.
TIPOS DE APRENDIZAJE:
J . — P o r descubrimiento: sin maestros.
//. — Por instrucción: ayudado por maestros.
A.—Por medio de maestros vivientes: conferencias;
escuchando.
B. — Por medio de maestros muertos: libros, lectura.
En consecuencia Lectura II ( A y B ) es Aprendizaje II ( B ) .
Pero los libros son también de diversas categorías:
TIPOS DE LIBROS:
I. — Compendios y repeticiones de otros libros.
II. — Comunicaciones originales.
De lo que se deduce que:
— 4 —
Ahora nos hallamos en condiciones de proseguir con la pró-
xima parte de este libro, en la cual serán discutidas las reglas de
la lectura. Si ustedes examinaron cuidadosamente el índice antes
de comenzar, saben lo que les espera. Si se asemejan a muchos
lectores que yo conozco, no prestaron la menor atención al ín-
dice o, cuando más, le echaron una rápida mirada. Pero los índi-
ces son como los mapas. Son tan útiles para leer un libro por vez
primera como lo es un plano de carreteras para hacer turismo en
un territorio desconocido.
Supongamos que miren de nuevo el índice. ¿Qué encuentran
en él? Que la primera parte de este libro, que han ustedes finali-
zado, es un estudio general sobre la lectura; que la segunda parte
está dedicada por entero a las reglas; que la tercera parte consi-
dera a la lectura en cuanto se relaciona con otros aspectos de nues-
tra vida. (Esto también lo hallarán en el prefacio).
Pueden ustedes hasta adivinar que en la próxima parte cada
uno de los capítulos, exceptuando el primero, será dedicado al
planteo y explicación de una o más reglas, con ejemplos de su
uso. Pero no podrán deducir de los títulos de estos capítulos
cómo las reglas estaban agrupadas en subseries y cuál era la re-
lación de las varias series subordinadas entre sí. Este, a decir ver-
dad, será el tema en el primer capítulo de la próxima parte. Pero
puedo adelantarles esto aquí. Las diversas series de reglas se re-
fieren a los diferentes modos por los cuales un libro puede ser
encarado; en función de ser éste una complicada estructura de
partes, que tienen clguna unidad de organización, en función de
sus elementos lingüísticos; en función de la relación entre el autor
y el lector, como si éstos estuviesen sosteniendo una conversación.
Finalmente, puede interesarles a ustedes el saber que existen
otros libros sobre la lectura, y en qué se relacionan con éste. Mr.
J. A. Richards ha escrito un extenso libro, al cual ya me he refe-
rido, y que se titula Interpretación en el Aprendizaje. Se refiere
primordialmente a las reglas de la segunda especie, y trata de
llegar mucho más lejos que este libro en los principios de la gra-
mática y la lógica. El profesor Tenney de Cornell, quien asi-
mismo ha sido mencionado, escribió recientemente un libro lla-
mado Lectura Inteligente, el cual también se ocupa con prefe-
rencia de las reglas de la segunda clase, aunque presta alguna aten-
ción a las de la lectura. Su libro sugiere varios ejercicios en la
ejecución de tareas gramaticales relativamente simples. Ninguno
de estos libros considera a las reglas de la primera clase, lo que
significa que ninguno de ellos encara el problema de "cómo leer
un libro entero". Más bien se ocupan de la interpretación de pe-
queños extractos y pasajes aislados.
Alguno podría sugerir que los libros recientes sobre semán-
tica podrían también resultar útiles. Y o abrigo algunas dudas que
ya he expuesto. Hasta diría que la mayoría de ellos sólo son útiles
para enseñar cómo no se lee un libro. Encaran el problema como
si la mayor parte de los libros no fuesen dignos de ser leídos,
especialmente los grandes libros del pasado, o aun aquellos del
presente de autores que no han sido purificados por la semántica.
Esto me parece un modo erróneo de encarar el asunto. El axio-
ma correcto es como el que rige el juicio de criminales. Debemos
dar por sentado que el autor es inteligible hasta que se demuestre
lo contrario, no que es culpable de tontería y que debe probar su
inocencia. Y el único modo de determinar la culpabilidad de un
autor consiste en realizar los mayores esfuerzos que estén a nues-
tro alcance para comprenderlo. Y hasta que no se haya hecho tal
esfuerzo con la ayuda de toda la destreza disponible, no se tiene
derecho de dictar un veredicto final en dicha causa. Si ustedes
fuesen autores, comprenderían por qué es ésta la regla de oro para
la comunicación entre los hombres.
SEGUNDA PARTE
AS R E G L A S
CAPÍTULO VII
D E MUCHAS REGLAS A U N H A B I T O
— 1 —
_ 2 —
Lo verdadero en materia de tenis o conducción de vehículos
es aplicable a la lectura, no simplemente a los rudimentos de las
escuelas primarias, sino también al tipo más elevado de lectura
para ampliar conocimientos. Cualquiera que reconozca que tal
lectura es una actividad compleja, estará de acuerdo en esto. He
dejado esto bien en claro para que ustedes no vayan a creer que
las exigencias que se les van a hacer aquí son más exorbitantes o
exasperantes que en otros campos del saber.
Al seguir cada una de las reglas no sólo irán ustedes adqui-
riendo eficiencia, sino que también irán cesando gradualmente
de preocuparse por las reglas por separado y de los actos aislados
que éstas regulan. Confiando en que las partes se cuidarán a sí
mismas, Ustedes estarán realizando una tarea mucho mayor; ya
no se prestarán tanta atención a ustedes mismos como lectores, y
podrán dedicar todas sus potencias mentales al libro que están
leyendo.
Pero por el momento debemos ocuparnos de las reglas sepa-
radas. Estas se dividen en tres grupos principales, cada uno de los
cuales está dedicado a uno de los tres modos indispensables en
que un libro debe ser leído. Ahora trataré de explicar por qué
debe haber tres lecturas.
En primer lugar, deben ser capaces de captar lo que se ofrece
como conocimiento. En segundo lugar, deben juzgar si lo que
se ofrece les resulta a ustedes realmente aceptable como conoci-
miento. En otras palabras, primero se halla la tarea de "compren-
der" el libro, y luego la de "hacer su crítica". Estas dos son com-
pletamente independientes, como lo verán cada vez mejor.
El proceso de entendimiento puede ser aún más dividido.
Para entender un libro, hay que encararlo primero, como un todo,
que tiene una unidad y una estructura de partes; y segundo, en
función de sus elementos, sus unidades de lenguaje y de pen-
samiento.
De este modo, existen tres lecturas distintas, las cuales pue-
den ser directamente nombradas y descriptas así:
I. — La primera lectura puede ser llamada "estructural" o
analítica. Aquí el lector procede del todo a sus partes.
II. — L a segunda lectura puede ser llamada "interpretativa"
o sintética. Aquí el lector procede de las partes al todo.
III. — La tercera lectura puede ser llamada "crítica" o ava-
luativa. Aquí el lector juzga al autor, y decide si está o no de
acuerdo con él.
En cada una de estas tres divisiones principales, deben darse
varios pasos, y por consiguiente hay varias reglas. Ustedes ya
conocen tres de las cuatro reglas para llevar a cabo la segunda
lectura: (1) deben descubrir e interpretar las "palabras" más
importantes del libro; (2) deben hacer lo mismo con las "fra-
ses" más importantes, y (3) análogamente con los "párrafos"
que expresen argumentos. La cuarta regla, que aún no he men-
cionado, consiste en saber cuáles de sus problemas solucionó el
autor, y cuáles no logró solucionar.
Para llevar a cabo la primera lectura deben ustedes saber
(1) qué índole de libro es el que leen; vale decir, cuál es su asun-
to tema. Deben también saber (2) qué es lo que el libro en con-
junto trata de expresar, (3) en qué partes está dividido dicho
conjunto, y (4) cuáles son los problemas principales que el au-
tor está tratando de solucionar. En este caso, también, hay cuatro
pasos y cuatro reglas. Tengan en cuenta que las partes a las cua-
les llegan ustedes al analizar el todo en esta primera lectura, no
son exactamente las mismas que las partes con las que comenza-
ron para construir el todo en la segunda lectura. En el primero
de los casos, las partes son las divisiones fundamentales del tra-
tamiento del autor de su asunto tema o problema. E n el segundo,
las partes son cosas tales como términos, proposiciones y silogis-
mos; esto es, las ideas, aseveraciones y argumentos del autor.
La tercera lectura también implica una cantidad de pasos.
Primero hay varias reglas generales acerca de cómo debe empren-
derse la tarea de la crítica, y luego vienen algunos puntos críticos
que pueden ustedes hacer (cuatro en t o t a l ) . Las reglas para la ter-
cera lectura les explican a ustedes en qué deben esmerarse para
lograr su objeto y cómo hacerlo.
E n este capítulo voy a tratar todas las reglas en general.
En los próximos capítulos me ocuparé de ellas por separado. Si
ustedes desean ver una reducción a fabulador de todas estas reglas,
compendiadas de modo aislado, la encontrarán al comienzo del
capítulo catorce.
Aunque más tarde lo comprenderán mejor, es posible de-
mostrarles a ustedes en este caso cómo estas diversas lecturas lle-
garán a fundirse en una, especialmente las dos primeras. Esto ya
ha sido sugerido por el hecho de que ambas tienen que hacer con
el todo y las partes en algún sentido. El saber de qué trata todo
el libro y cuáles son sus principales divisiones les ayudará a des-
cubrir sus términos y proposiciones principales. Si pueden descu-
brir cuáles son los más importantes argumentos del autor y cómo
los mantiene por medio de controversias y pruebas, tendrán una
ayuda para definir el tenor general de su tratamiento, y sus divi-
siones principales.
El último paso en la primera lectura consiste en definir el
o los problemas que el autor está tratando de solucionar. El últi-
mo paso en la segunda lectura reside en decidir si el autor ha re-
suelto estos problemas o cuáles ha solucionado y cuáles no. De
este modo, ven ustedes cuan íntimamente están relacionadas las
dos primeras lecturas, las que, por así decirlo, convergen en sus
pasos finales.
Cuando ustedes sean más expertos, podrán realizar estas
dos lecturas juntas. Cuanto mejor las puedan hacer juntas, más
se ayudarán entre sí para hacerlas. Pero la tercera lectura nunca
podrá ser ni llegará a ser absolutamente simultánea con las otras
dos. Hasta el lector más experto tiene que hacer las dos primeras
y la tercera algo aisladamente. El comprender a un autor debe
siempre preceder al criticarlo o al juzgarlo.
He conocido muchos "lectores" que hacen la tercera lectura
primero. Y peor aún que esto, no consiguen hacer las dos prime-
ras de ningún modo. Cogen un libro y al poco tiempo, empiezan
a encontrarle fallas. Están llenos de opiniones y utilizan el libro
como un mero pretexto para expresarlas. Casi no pueden ser
llamados "lectores" en absoluto. Se asemejan más a algunas per-
sonas que uno conoce, quienes creen que una conversación es una
ocasión para hablar pero no para escuchar. Estas personas no sólo
no son merecedoras de los esfuerzos que ustedes realizan para
hablar, sino que por lo general tampoco son dignas de ser escu-
chadas.
La razón por la cual las dos primeras lecturas pueden crecer
a la par es que ambas son tentativas para comprender el libro,
mientras que la tercera sigue siendo independiente porque implica
críticas después de que el entendimiento ha sido logrado. Pero
aún después de que las dos primeras lecturas se hayan fusionado
habitualmente, pueden ser analíticamente separadas. Esto es im-
portante. Si ustedes tuviesen que verificar y marcar su lectura
de un libro, se verían obligados a dividir todo el proceso en sus
partes. T a l vez tendrían que reexaminar por separado cada paso
que dieron, aunque en el momento en que lo dieron no lo toma-
ron aisladamente, tan habitual se había convertido el proceso
de leer.
Por este motivo, es importante el recordar que las diversas
reglas permanecen distintas unas de otras como reglas pese a que
tienden a perder su diferenciación a los ojos de ustedes, lleván-
doles a formar un hábito solo y complicado. Dichas reglas no
podrían ayudarles a controlar su lectura si no las consultasen co-
mo a otras tantas reglas diferentes. El maestro de composición
inglesa, revisando un ensayo con un estudiante y explicándole sus
observaciones, señala a tal o cual regla que el estudiante ha trans-
gredido. En esa oportunidad, al estudiante deben recordársele las
diversas reglas, pero el maestro no desea que su alumno escriba
con un reglamento ante él. Desea que éste escriba bien por cos-
tumbre, como si las reglas fueran parte integrante de su natura-
leza. Lo mismo rige en la lectura.
— 5 —
Aún hay una limitación más para el uso de estas reglas. A
nosotros nos incumbe en este caso sólo uno de los fines principa-
les de la lectura, y no el otro: nos interesa la lectura para apren-
der, no la lectura como distracción. Este fin está no sólo en el
lector sino también en el escritor. Nos ocupamos de, libros cuyo
objeto es enseñar, que tratan de impartir conocimientos. En ca-
pítulos anteriores he establecido una distinción entre lecturas para
obtener conocimientos y lecturas recreativas, y he restringido
nuestra discusión a la primera. Ahora debemos avanzar un paso
más aún y distinguir dos grandes categorías de libros que difie-
ren según la intención del autor así como según la satisfacción que
de su lectura puedan derivar los lectores. Debemos hacerlo así por-
que nuestras reglas son aplicables estrictamente a un tipo de libro
y a un tipo de fin en la lectura.
N o existen nombres reconocidos, convencionales, para estas
dos clases de libros. Siento la tentación de llamar, a una especie,
poesía o ficción, y a la otra, exposición o ciencia. Pero la pala-
bra "poesía" significa hoy en día, por lo general, obras líricas en
lugar de denominar toda la literatura imaginativa, o lo que es
a veces llamado belles tettres. De un modo similar, la palabra
cieno el ' tiende a excluir la historia y la filosofía, aunque ambas
son exposiciones de saber. Dejando los nombres de lado, la dife-
rencia es captada en función de la intención del autor: el poeta,
o cualquier escritor que sea un artista "selecto", tiene como meta
el complacer o deleitar, tal como lo hacen el músico y el escultor,
creando obras hermosas para ser admiradas. El hombre de ciencia,
o cualquier hombre de sabiduría que sea un artista "liberal", tra-
ta de instruir diciendo la verdad.
El problema de aprender a leer bien obras poéticas es cuan-
do menos tan difícil como el de aprender a leer para adquirir co-
nocimientos. Es también radicalmente diferente. Las reglas que
he enumerado brevemente y que dentro de poco voy a tratar en
detalle, son instrucciones para leer con el objeto de aprender, no
para disfrutar de un modo adecuado de una exquisita obra de
arte. Las reglas para la lectura de poesía tienen necesariamente
que diferir. Su exposición y explicación requeriría un libro tan
largo como éste.
En su plan básico general, podrían asemejarse a las tres di-
visiones de las reglas para la lectura de obras científicas o expo-
sitivas. Habría reghs a propósito de la apreciación del conjunto
en función de ser éste una estructura de partes unificada. Habría
reglas para discernir los elementos lingüísticos e imaginativos
que constituyen un poema o un cuento. Habría reglas para hacer
juicios críticos sobre la bondad o la deficiencia de la obra, reglas
que ayudasen a desarrollar el buen gusto y el discernimiento. Sin
embargo, más allá de esto, el paralelismo cesaría, porque la es-
tructura de un cuento y de una ciencia son muy diferentes; los
elementos lingüísticos son usados de distinto modo para evocar
imaginación y para comunicar pensamiento; los criterios de la
crítica no son los mismos cuando es una belleza más bien que
una verdad lo que debe ser juzgado.
La categoría de libros que deleitan o divierten, tiene en sí
tantos niveles de cualidad como la categoría de libros que ins-
truyen. La que es llamada "ficción frivola" requiere tan poca ca-
pacidad para leer, tan poca habilidad o actividad, como los libros
que son meramente informativos, y no nos requieren un esfuerzo
para comprender. Podemos leer los cuentos de una revista me-
diocre tan pasivamente como leemos sus artículos.
Así como hay libros expositivos que sólo repiten o compen-
dian lo que es mejor aprendido en las fuentes primarias de ilustra-
ción, así hay poesía de segunda mano de toda índole. N o quiero
decir simplemente la narración repetida, pues todas las buenas na-
rraciones son relatadas muchas veces. Quiero decir más bien el
libro narrativo o lírico que no altera nuestros sentimientos o mol-
dea nuestra imaginación. En ambos campos, los grandes libros,
los libros primarios, son similares por ser obras originales y nues-
tros superiores. Como en uno de los casos el gran libro es capaz
de elevar nuestro entendimiento, en el otro el gran libro nos ins-
pira, profundiza nuestra sensibilidad hacia todos los valores hu-
manos, aumenta nuestra humanidad.
En ambos campos de la literatura, sólo los libros que son
mejores que nosotros requieren destreza y actividad para ser leí-
dos. Podemos leer el otro material pasivamente y con poca efi-
ciencia técnica. Las reglas para leer literatura imaginativa, por
consiguiente, tienen por objeto principal el ayudar a las personas
a leer las grandes obras de las bellas letras —los grandes poemas
épicos, los grandes dramas, novelas y obras líricas—, tal como las
reglas para la lectura para aprender, se ocupan primordialmente
de las grandes obras históricas, científicas y filosóficas.
Lamento que ambas series de reglas no puedan ser tratadas
adecuadamente en un solo volumen, no sólo porque ambas cate-
gorías de lectura son necesarias para una capacidad razonable
para leer y escribir, sino porque el mejor lector es aquel que posee
ambas clases de capacidad. Las dos artes de lectura se profundizan
y apoyan entre sí. Rara vez llevamos a cabo una clase de lectura
sin tener que hacer un poquito de la otra al mismo tiempo. Los
libros no son simples y puros paquetes de ciencia o poesía.
Los libros más grandes combinan con frecuencia, estas dos
dimensiones básicas de la literatura. U n diálogo platónico tal
como La República, debe ser leído tanto como un drama que
como un discurso intelectual. U n poema como la Divina Co-
media de Dante, no es sólo una narración magnífica sino una
disquisición filosófica. El saber no puede ser impartido sin ser
apoyado por la imaginación y el sentimiento; y el sentimiento
y la fantasía están inveteradamente infectados con pensamiento.
N o obstante, queda en pie el caso de que las dos artes de la
lectura son distintas. Sería totalmente confuso el proseguir como
si las reglas que fuésemos a exponer, se aplicasen "por igual" a
la poesía y a la ciencia. Estrictamente, se aplican sólo a la cien-
cia o a los libros que comunican conocimientos. Se me ocurren
dos modos de compensar la deficiencia de este limitado tratamien-
to de la lectura. U n o consiste en dedicar luego un capítulo al
problema de leer literatura imaginativa. T a l vez, después que
ustedes se hayan familiarizado con las reglas detalladas para la
lectura de libros que no son de ficción, sea posible indicar bre-
vemente las reglas análogas para leer ficción y poesía. Trataré
de hacerlo en el capítulo quince. En realidad, iré más lejos aún,
y haré allí el esfuerzo de generalizar las reglas de modo tal que
puedan aplicarse a "cualquier" lectura. El otro remedio consiste
en sugerir libros para la lectura de poesía o ficción. Nombraré
algunos acá, y otros más en el capítulo quince.
Los libros que tratan de la apreciación o crítica de la poesía
son en sí mismos libros científicos. Son exposiciones de una cierta
índole de saber llamada a veces "crítica literaria"; conceptuados
más generalmente, son libros como éste, que tratan de instruir
en un arte —en realidad, un aspecto diferente del mismo arte,
el arte de leer. Ahora bien, si este libro les ayuda a ustedes a
aprender a leer cualquier índole de libro expositivo, podrán uste-
des leer estos otros libros sin ayuda exterior y ser ayudados por
ellos para leer poesía o bellas artes.
El gran libro tradicional de esta categoría es Arte Poética
de Aristóteles. Más modernos, están los ensayos de Mr. T . S.
Eliot, y dos libros de Mr. I. A. Richards, Los principios de la
Crítica y Crítica Práctica. Los Ensayos Críticos de Edgar
Alian Poe son dignos de ser consultados, especialmente el que
trata sobre El principio Poético. En su análisis de La Expe-
riencia Poética, Fr. T h o m a s Gílby ilustra el objeto y la manera
de los conocimientos poéticos. William Empson ha escrito sobre
Siete Tipos de Ambigüedad de un modo que resulta particular-
mente útil para leer poesía lírica. Y recientemente, Gordon Ge-
rould ha publicado un libro sobre Cómo leer ficción. Si uste-
des estudian estos libros, ellos los conducirán hacía otros.
En general, encontrarán una gran ayuda en aquellos libros
que no sólo formulan las reglas sino que las ilustran con ejem-
plos en la práctica discutiendo literatura apreciativa y crítica-
mente. En este caso, más que en el caso de la ciencia, ustedes
necesitan ser guiados por alguien que en realidad les demuestre
cómo se debe leer haciéndolo por ustedes. Mr. Mark Van Doren
acaba de publicar un libro titulado simplemente Shakespeare.
E n él está "su" lectura de las obras de Shakespeare. N o hay en él
reglas de lectura, pero ofrece un modelo a seguir. Ustedes hasta
pueden ser capaces de descubrir las reglas que gobernaron al autor
al verlas actuar. Hay otro libro que desearía mencionar porque
señala la analogía entre la lectura de literatura imaginativa y ex-
positiva. Poesía y Matemáticas de Scott Buchanan ilustra el
paralelo entre la estructura de ciencia y la forma de ficción.
— 6 —
Pueden ustedes poner reparos a todo esto. Pueden aducir
que yo he traído por la fuerza una distinción donde ninguna
surgiría espontáneamente. Pueden decir que hay sólo un modo
de leer todos los libros, o que cualquier libro puede ser leído en
todos los sentidos, si es que existen muchos sentidos.
He anticipado esta objeción al indicar que la mayoría de
los libros tiene diversas dimensiones, ciertamente una poética y
una científica. Hasta he llegado a decir que la mayoría de los
libros, y en especial de los grandes libros, debe ser leída de ambas
maneras. Pero esto no significa que las dos índoles de lectura de-
ban ser confundidas, o que debamos ignorar por completo nues-
tro propósito primordial al leer un libro o la intención principal
del autor al escribirlo. Creo que la mayoría de los autores sabe si
son fundamentalmente poetas u hombres de ciencia. Los grandes,
por cierto, lo saben. Cualquier buen lector debería tener concien-
cia de lo que quiere cuando acude a un libro: primordiales cono-
cimientos, o deleite.
El punto adicional es sencillamente que uno debiera satis-
facer su propósito al acudir a un libro escrito con una intención
similar. Si lo que se busca es saber, parece ser más sabio el leer
libros que ofrecen instrucción, si tales hubiese, que libros que
narran cuentos. Si se buscan conocimientos acerca de un cierto
asunto tema, lo mejor es apelar a libros que tratan de ese tema
más bien que a otros. Parece un error leer una historia de Roma,
si lo que se desea aprender es astronomía.
Esto no significa que un mismo libro no pueda ser leído
de diferentes maneras y según diversos fines. El autor puede te-
ner más de una intención, aunque creo que posiblemente una sea
la primordial y que ésta imponga el carácter evidente del libro.
Así como un libro puede tener un carácter primario y uno secun-
dario —así como los diálogos de Platón son primariamente filo-
sóficos y secundariamente dramáticos, y la Divina Comedia
es primariamente narrativa y secundariamente filosófica— del
mismo modo el lector puede encarar el libro según el caso. Hasta
puede, si así lo desea, invertir el orden de los propósitos del autor,
y leer los diálogos de Platón principalmente como un drama, y
la Divina Comedia, principalmente como filosofía. Esto no
deja de tener paralelos en otros terrenos. Una pieza de música
que ha tenido por objeto el ser disfrutada como una obra exquisita
de arte puede ser usada para hacer dormir al bebé. Una silla idea-
da para que se sienten encima de ella puede ser colocada detrás
de cordones en un museo y admirada como un objeto de belleza.
T a l duplicidad de propósito y tales transmutaciones de ca-
rácter primario y secundario dejan inmutable al punto principal.
Sea lo que fuese lo que ustedes hagan con respecto a la lectura,
cualquiera sea el propósito que pongan en primero o en segundo
término, deben saber qué es lo que están haciendo y deben obe-
decer las reglas para hacer tal cosa. N o es un error leer un poema
como si fuese filosofía, o ciencia como si fuese poesía, mientras
sepan ustedes qué es lo que están haciendo en un momento dado
y cómo hacerlo bien. N o supondrán, entonces, que están hacien-
do otra cosa, o que no tiene importancia cómo hacen cualquier
cosa que estén haciendo.-
Hay, sin embargo, dos errores que deben ser evitados. A
uno de ellos lo llamaré "purismo". Este error de suponer que un
libro dado puede ser leído sólo de un modo. Es un error porque
los libros no son puros en carácter, y esto a su vez se debe al hecho
de que la mente humana que los escribe o los lee, está arraigada
en los sentidos y en la imaginación y conmueve o es conmovida
por las emociones y el sentimiento.
Al segundo error le llamo "oscurantismo". Este es el error
de suponer que "todos" los libros pueden ser leídos sólo de una
manera. De este modo, existe el extremo del esteticismo, el cual
encara a todos los libros como si fuesen poesía, negándose a dis-
tinguir otros tipos de literatura y otros modos de leer. El otro
extremo es el del intelectuaíismo, el cual trata a todos los libros
como si fuesen instructivos, como si nada pudiese encontrarse en
un libro con excepción de conocimiento. Ambos errores son resu-
midos en una sola línea por Keats — " L a belleza es verdad, la
verdad, belleza"— cuya línea puede contribuir al efecto de su
oda, pero que es falsa como un principio de crítica o como una
guía para leer libros.
Ya han sido ustedes suficientemente prevenidos acerca de
lo que deben y de lo que no deben esperar de las reglas, que se-
rán discutidas en detalle en los próximos capítulos. N o van a
verse a menudo en el caso de hacer uso equivocado de ellas, por-
que encontrarán que no actúan fuera de su correcto y limitado
campo de aplicabilidad. El hombre que les vende a ustedes una
sartén casi nunca les advierte que no les será útil como refrigera-
dor. Sabe que puede confiar en que eso lo descubrirán por sí
mismos.
CAPÍTULO VIII
CAPTAND
—1—
Solamente por sus títu
los, tal vez no podrían ustedes dis-
cernir
en el caso de Calle Principal y Pueblo Central cuál
de ambas era ciencia social y cuál era ficción. Aún después dehaber leído los dos pu
en algunas novelas contemporáneas, y tanta ficción en la mayor
parte de la sociología, que es difícil mantenerlas desvinculadas.
(Por ejemplo, fue anunciado recientemente, que Viñas de Ira
había sido implantado como lectura obligatoria en los cursos
de ciencia social de varios colegios).
Como dije anteriormente, los libros pueden ser leídos de
diversos modos. Es comprensible que algunos críticos literarios
escriban una crítica sobre una novela de Dos Passos o de Stein-
beck como si la considerasen un descubrimiento científico o una
pieza de oratoria política; o por qué algunos sienten la tentación de
leer el libro de Freud sobre Moisés como una obra de ficción.
En muchos casos, la falla reside en el libro y en el autor.
Los autores tienen, a veces, motivos mixtos. A semejanza
de otros seres humanos, están sujetos a la flaqueza de querer
hacer demasiadas cosas al mismo tiempo. Si se ven confundidos
en sus intenciones, el lector no puede ser culpado si no sabe qué
par de anteojos para leer debe ponerse. Las mejores reglas para
la lectura no surtirán efecto sobre los malos libros excepto, tal vez,
para ayudarles a ustedes a darse cuenta de que son malos.
Dejemos de lado a ese extenso grupo de libros contemporá-
neos que confunden ciencia y ficción, o ficción y oratoria. Exis-
ten suficientes libros — l o s grandes libros del pasado y muchos
contemporáneos— que son perfectamente ciaros en su intención
y, por consiguiente, merecen que Jos hagamos objeto de una lec-
tura preferente. La primera regla de lectura nos exige que actue-
mos con discernimiento. Debería decir la primera regla de la pri-
clase
mera
con preferencia
de
lectura.
libro están
Esta
antespuede
leyendo,
de comenzar
definirse
y debieran
a así:
leer. saberlo
ustedes lo
deben
antessaber
posible,
qué
Deben saber, por ejemplo, sí están leyendo ficción: una no-
vela, una obra teatral; épica o lírica o si es ésta una obra exposi-
tiva de alguna índole, un libro que comunique fundamentalmente
conocimientos. Imagínese la confusión de una persona que se afa-
na leyendo una novela, y suponiendo todo el tiempo que es ésta
una plática filosófica; o de una que medita acerca de un trata-
do científico como si fuese una obra lírica. No pueden ustedes
imaginarlo, porque yo les he pedido que hagan algo casi imposi-
ble. En su mayoría, la gente sabe la clase de libro que va a leer,
antes de comenzarlo. Lo escogieron para leerlo porque era de esa
índole. Esto es verdaderamente cierto en lo que respecta a la dis-
tinción esencial en tipos de libros. La gente sabe si desea diversión
o instrucción, y rara vez acude a la fuente equivocada para obtener
lo que desea.
Desgraciadamente, hay otras distinciones que no son reco-
nocidas de un modo tan simple y común'. Puesto que hemos ex-
cluido por el momento a la literatura imaginativa de nuestra
consideración, nuestro problema en este caso reside en las distin-
ciones subordinadas dentro del campo de los libros expositorios.
N o es sólo una cuestión de saber qué libros son fundamental-
mente instructivos, sino distinguir cuáles son instructivos de un
modo especial. Las clases de información o ilustración que pro-
porcione una historia y un libro filosófico no son las mismas.
Los problemas tratados en un libro de física y en uno de moral
social no son similares, ni tampoco lo son los métodos que em-
plean los escritores para solucionar problemas tan diferentes.
No es posible leer libros que difieren así, del mismo modo.
N o quiero decir que las reglas de la lectura sean aquí tan radi-
calmente diferentes, como en el caso de la distinción básica entre
poesía y ciencia. Todos estos libros tienen mucho en común; se
ocupan del saber. Pero también son diferentes, y para leerlos bien
debemos leerlos de una manera apropiada a sus diferencias.
Debo confesar que en este punto, me siento como un ven-
dedor que, habiendo acabado de persuadir al cliente de que el
precio no es demasiado elevado, no puede evitar el mencionar el
impuesto a la venta que es adicional. El entusiasmo del cliente
comienza a disminuir. El vendedor vence este obstáculo con algo
más de adulación, y luego se ve obligado a decir que no puede
hacer el envío hasta dentro de varias semanas. Si el comprador
no lo deja plantado en este momento, puede considerarse afortu-
nado. Ahora bien, no acabo yo de persuadir a ustedes de que
ciertas distinciones son dignas de ser tenidas en cuenta, cuando
tengo que agregar: "Pero hay más aún". Espero que ustedes no
me abandonarán. Les prometo que alguna vez tendrán fin las
distinciones en tipos de lectura. El fin está en este capítulo.
Repetiré nuevamente la regla: "ustedes deben saber qué cla-
se de libro (expositorio) están leyendo, y deberían saberlo lo
antes posible en el proceso, con preferencia antes de comenzar a
leerlo". T o d o está en claro excepto la última frase. ¿Cómo, se
preguntarán ustedes, puede pedírsele al lector que sepa qué clase
de libro está leyendo antes de empezar a leerlo?
Me tomo la libertad de recordar a ustedes que un libro siem-
pre tiene título y, más aún, por lo general tiene,un subtítulo, un
índice, un prefacio o una introducción del autor. Desdeñaré el
panegírico del editor. Después de todo, pudiera ocurrir que tu-
viesen ustedes que leer un libro que hubiese perdido su cubierta.
Lo llamado convencionalmente el "asunto fachada", es, por
lo general, suficiente de todos modos para el fin de la clasificación.
El asunto fachada consiste en el título, subtítulo, índice, y pre-
facio. Estas son las señales que el autor enarbola para hacerles sa-
ber a ustedes de qué lado sopla el viento. N o es culpa suya si
ustedes no acceden a detenerse, mirar y escuchar.
— 2 —
La cantidad de lectores que no prestan atención a las seña-
les es mayor que lo que ustedes pudiesen imaginarse, a menos
que sean de aquellos que son lo suficientemente honrados para
admitirlo. He tenido experiencia en repetidas oportunidades con
estudiantes. Les he preguntado de qué trataba un libro. Les he
pedido que me dijeran, en términos generales, qué clase de libro
era. Este, según he descubierto, es un buen modo, casi un modo
indispensable, de comenzar una discusión.
Muchos estudiantes son incapaces de contestar esta primera
y sencillísima pregunta sobre el libro. A veces se disculpan di-
ciendo que todavía no han terminado de leerlo, y que por con-
siguiente, no lo saben. Esta no es ninguna excusa, señalo yo.
¿Miraron el título? ¿Estudiaron el índice? ¿Leyeron el prefacio
o introducción? No, no lo hicieron. El frente de un libro parece
ser algo semejante al tic-tac de un reloj, algo que sólo se nota
cuando no está allí.
Una razón por la cual los títulos y prefacios son ignorados
por tantos lectores es que ellos no creen importante el clasificar
el libro que leen. No obedecen esta primera regla. Si trataran
de hacerlo, sentirían gratitud hacia el autor por tratar de ayudar-
les. Evidentemente, ej autor cree que es importante para el lector
el saber qué clase de libro se le ha dado. Este es el motivo por el
cual se toma la molestia de ponerlo bien en claro en el prefacio,
y generalmente trata de que su título sea más o menos descrip-
tivo. De este modo, Einstein e Infeld, en su prefacio a La Evo-
lución de la Física le dicen al lector que esperan de él que sepa
"que un libro científico, aunque sea popular, no debe ser leído
del mismo modo que una novela". También idean, como lo hacen
muchos, autores, un índice analítico para aconsejar al lector de
antemano acerca de los detalles de su tratamiento. En cualquier
caso, los encabezamientos de los capítulos registrados al comienzo
sirven al propósito de amplificar el significado del título prin-
cipal.
El lector que ignora todas estas cosas sólo debe culparse a
sí mismo si la siguiente pregunta lo turba: ¿Qué clase de libro
es éste? Y va a estar más perplejo aún. Si no puede contestar esa
pregunta, y si nunca se la hace a sí mismo, no va a estar capa-
citado para preguntar o responder a una cantidad de otros inte-
rrogantes acerca del libro.
Recientemente, Mr. Hutchins y yo estábamos leyendo dos
libros junto con una clase de estudiantes. U n o era de Maquiavelo
y el otro de Santo T o m á s de Aquino. En la discusión inicial Mr.
Hutchins preguntó sí ambos libros eran de la misma índole. Dio
la casualidad de que escogió a un estudiante que no había termi-
nado de leerlos. Este utilizó este motivo como una excusa para
evitarse la respuesta. "Pero", dijo Mr. Hutchins, "¿qué me dice
usted de sus títulos?". El estudiante había omitido fijarse en que
Maquiavelo había escrito sobre El Príncipe, y Santo T o m á s
acerca de La Autoridad de los Príncipes. Cuando la palabra
"príncipe" fue escrita y subrayada en el pizarrón, el estudiante
se sentía predispuesto a adivinar que ambos libros trataban el
mismo problema.
"¿Pero qué clase de problema es?", insistió Mr. Hutchins.
"¿Qué clase de libros son éstos?". El estudiante creyó ahora ver
una salida, e informó que había leído los dos prefacios. " ¿ Y en
qué le ayuda eso a usted.?", preguntó Mr. Hutchins. "Pues bien",
dijo el estudiante, "Maquiavelo escribió su pequeño manual so-
bre cómo ser un dictador y salirse con la suya, para Lorenzo de
Medícís, y Santo T o m á s escribió el suyo para el rey de Chipre",
N o lo interrumpimos en aquel punto para corregir el error
de esta afirmación. Santo T o m á s n o trataba de ayudar a los ti-
ranos a salirse con la suya. El estudiante había usado sin embargo
una palabra que casi contestaba la pregunta. Cuando se le pregun-
tó qué palabra era, él no lo sabía. Cuando le dijeron que ésta
era "manual" no comprendió la significación de lo que había
dicho. Le pregunté si sabía en términos generales qué clase de
libro era un manual. "¿Era un libro de recetas culinarias? ¿Era
un tratado de moral? ¿Era un libro sobre el arte de escribir poe-
sías?" Contestó afirmativamente a todas estas preguntas.
Le recordamos que en clase se había establecido una distin-
ción entre libros teóricos y prácticos. " O h " , dijo, viendo claro
súbitamente, "éstos son ambos libros prácticos, libros que ense-
ñan qué es lo que se "debería" hacer más bien que cuál "es" el
caso". Al cabo de otra medía hora, con otros estudiantes induci-
dos a intervenir en la discusión, conseguimos por último clasifi-
car a los dos libros como obras "prácticas" sobre "política". El
resto del período transcurrió tratando de descubrir si ambos au-
tores interpretaban a la política del mismo modo y si sus libros
eran igualmente prácticos o prácticos del mismo modo.
Relato esta anécdota no solamente para corroborar mi afir-
mación sobre el desdén general hacia los títulos, sino también
para aseverar algo más aún. Los títulos más claros del mundo,
el asunto frente más explícito, no les ayudarán a ustedes a clasi-
ficar un libro, aunque presten atención a estas señales, si no tienen
ya presentes las amplias líneas de clasificación.
No sabrán en cuál sentido los Elementos de Geometría,
de Euclides, y los Principios de Psicología, de William James,
son libros de la misma índole, si no saben que tanto la psicología
como la geometría son ciencias técnicas; ni serán más adelante
capaces de distinguirlos, si no saben que hay diferentes clases de
ciencia. De un modo similar, en el caso de la Política, de Aris-
tóteles, y de La riqueza de las Naciones, de Adán Smith, sólo
pueden ustedes discernir cómo son estos libros semejantes y dife-
rentes si saben qué es un problema práctico, y que son las dife-
rentes clases de problemas prácticos.
Los títulos facilitan a veces la agrupación de libros. Cual-
quiera sabría que los Elementos, de Euclides, la Geometría, dé
Descartes, y los Fundamentos de ta Geometría, de Hilbert, eran
tres libros de matemáticas, más o menos relacionados en su asun-
to tema. Este no es siempre el caso. Podría no ser fácil dedu-
cir por los títulos que la Ciudad de Dios, de San Agustín, el
Leviatán, de Hobbes, y el Contrato Social, de Rousseau, son
tratados de política, a pesar de que un estudio cuidadoso del enca-
bezamiento de sus capítulos revelaría el problema común a estos
tres libros.
-
N o obstante, no es suficiente el agrupar libros como si fue-
sen de la misma clase. Para seguir esta primera regla de lectura
deben ustedes saber cuál es aquella clase. El título no se lo dirá,
ni todo el resto del asunto frente, ni siquiera el libro entero, algu-
nas veces, si no cuentan con algunas categorías que puedan apli-
car para clasificar libros inteligentemente. En otras palabras, esta
regla tiene que hacérseles a ustedes un poco más inteligible si van
a seguirla. Esto sólo puede lograrse por medio de una breve dis-
cusión de las clases principales de libros expositivos.
T a l vez lean ustedes los suplementos literarios semanales.
Estos clasifican los libros recibidos esa semana bajo una serie de
encabezamientos, tales como: poesía y ficción o bellas letras; his-
toria y biografías; filosofía y religión; ciencia y psicología; eco-
nomía y ciencias sociales; y por lo general, hay una larga lista
bajo el nombre de "misceláneas". Estas categorías son correctas
como aproximaciones burdas, pero no logran establecer algunas
distinciones básicas y asocian libros que deberían estar separados.
N o son tan malas como un letrero que he vísto en cierta
librería, el cual indicaba las estanterías donde había libros de
"filosofía, teosofía, y nuevos pensamientos". N o son tan bue-
nas como el plan corriente de clasificación de bibliotecas, que es
más detallado, pero ni aún aquél es totalmente apropiado a nues-
tros fines. Necesitamos un plan de clasificación que agrupe libros
teniendo en cuenta los problemas de la lectura, y no tenga por
objeto el venderlos o el ponerlos en estanterías.
Voy a proponer, primero, una distinción mayor, y luego
diversas distinciones subordinadas a la principal. N o les moles-
taré con distinciones carentes de importancia en lo que respecta
a la habilidad de ustedes para la lectura.
EXAMINANDO EL ESQUELETO
___ 2 —
Voy a enunciar estas dos reglas todo lo más sencillamente
que me sea posible. Luego las explicaré' e ilustraré. (La primera
regla, que discutimos en el capítulo anterior, era; "Clasificar el
libro según la clase y el asunto t e m a " ) .
La segunda regla —digo "segunda" porque deseo mantener
la numeración de las cuatro reglas que comprenden el primer
modo de leer— puede ser expresada como sigue: "Enunciar la
unidad de todo libro en una sola frase, o cuando más en varias
frases" (un breve párrafo).
Esto significa que ustedes deben poder decir acerca de qué
es el todo, lo más concisamente que puedan. Decir cuál es el te-
ma del libro no es lo mismo que decir qué clase de libro es.' La
palabra "acerca" de qué tema, puede en este caso inducir a error;
en un sentido, un libro es "acerca" de un cierto tipo de asunto
tema el cual trata de un cierto modo. Si ustedes saben esto, sa-
ben qué "clase" de libro es. Pero hay otro sentido tal vez más
familiar de la palacra "acerca". Preguntamos a una persona acer-
ca de qué se preocupa, qué está haciendo. Así podemos especular
sobre qué es lo que el autor está tratando de hacer. El descubrir
"acerca" de qué trata un libro en este sentido es descubrir su
"tema" o " p u n t o " principal.
Todos, según creo, admitirán que un libro es una obra de
arte. Más aún, estarán de acuerdo conmigo en que en la medida
en que éste sea bueno, como libro y como obra de arte, tiene una
más perfecta y penetrante unidad. Saben que esto es cierto en lo
que respecta a la música y a la pintura, a las novelas y a las obras
de teatro. N o es menos cierto en lo referente a los libros que co-
munican conocimientos; pero no es suficiente reconocer este hecho
vagamente; la unidad debe ser captada con certeza. Deben ustedes
ser capaces de discernir por ustedes mismos o para cualquier otra
persona qué es la unidad, y expresarlo concisamente. N o se satis-
fagan con "sentir la unidad" que no pueden expresar. El estu-
diante que dice "Sé qué es, pero no puedo decirlo", no engaña a
nadie, ni siquiera a sí mismo.
La tercera regla puede ser expresada como sigue: "Exponer
las partes principales del libro, y demostrar cómo están organi-
zadas para formar un todo al ser coordinadas entre sí y con la
unidad del todo".
La razón para esta regla debería ser obvia. Si una obra de
arte fuera absolutamente simple, por supuesto no tendría partes,
pero éste no es el caso. Ninguna de las cosas físicas sensibles que
el hombre conoce es simple en este modo absoluto; no lo es nin-
guna producción humana. Todas son unidades complejas. U s -
tedes no han captado una unidad compleja si todo lo que saben
acerca de ella es cómo es una; deben saber también cómo son mu-
chas, no un mucho que consiste en una cantidad de cosas separadas.
sino un mucho organizado. Si las partes no estuvieran orgánica-
mente relacionadas, el todo que ellas formasen no sería uno. Ha-
blando estrictamente, no habría todo en absoluto, sino sólo una
colección.
Ustedes saben la diferencia entre un montón de ladrillos,
por un lado, y la casa individual que éstos pueden formar, por
el otro. Saben la diferencia entre una casa y una colección de ca-
sas. U n libro es como una casa; es una mansión de muchas habi-
taciones de diferentes modelos y niveles, de diferentes tamaños y
formas, con diferentes perspectivas, habitaciones con diferentes
funciones a realizar. Estas habitaciones son, en parte, indepen-
dientes; cada una tiene su propia estructura y decoración inte-
rior, pero no son absolutamente independientes y separadas; están
unidas por puertas y arcadas, por corredores y escaleras.
Porque están unidas, la función parcial que realiza cada una
contribuye con su parte a la utilidad de toda la casa. De otra ma-
nera la casa no sería genuinamente habitable.
La analogía arquitectónica es casi perfecta. U n buen libro,
como una buena casa, es un ordenado arreglo de partes; cada par-
te principal goza de una cierta dosis de independencia. C o m o
veremos, puede tener una estructura interior propia; pero también
debe estar unida a las otras partes —esto es, relacionada funcio-
nalmente con ellas— puesto que de otro-modo no podría con-
tribuir con su parte a la comprensibilidad del todo.
Así como las casas son más o menos habitables, del mismo
modo los libros son más o menos legibles. El libro más legible
es una proeza arquitectónica realizada por el autor. Los mejores
libros son aquellos que tienen la estructura más inteligible y,
podría agregar, más clara; aunque son por lo general más com-
plejos que los libros más inferiores, su mayor complejidad es,
por alguna razón, también una mayor simplicidad, porque sus
partes están mejor organizadas, más unificadas.
Esta es una de las razones por las cuales los grandes libros
son más legibles. Las obras menores son, en realidad, más fasti-
diosas para leerlas; sin embargo, para leerlas bien —esto es,
todo lo bien que puedan ser leídas— deben ustedes tratar de
descubrir algún plan en ellas. Habrían sido mejores si el autor
mismo hubiese visto el plan algo más claramente. Pero si es que
tienen alguna cohesión, si son una unidad compleja hasta cierto
punto, debe haber un plan y deben ustedes encontrarlo.
Volveré ahora a la segunda regla que exige que ustedes ex-
pongan la unidad. Algunas ilustraciones de esta regla en acción
pueden guiarles para ponerla en práctica. Comienzo con un caso
famoso. Muchos de ustedes han leído, probablemente, La Odi-
sea de Homero, en la escuela. Indudablemente, la mayoría conoce
la historia de Ulises, el hombre que tardó diez años en regresar
del sitio de Troya, y que encontró a su fiel esposa Penélope ase-
diada por pretendientes. Es ésta una narración detallada, según
la relata Homero, llena de emocionantes aventuras en mar y en
tierra, repleta de episodios de toda índole y con muchas compli-
caciones en su trama. Como es un buen relato, tiene una sola
unidad de acción, un hilo principal en su argumento, que une a
todo.
Aristóteles, en su Poética, insiste en que ésta es la carac-
terística de toda buena narración, novela u obra teatral. Para
apoyar su teoría, demuestra cómo la unidad de La Odisea puede
ser compendiada en pocas frases:
— 5 —
Q U E ES LA P R O P O S I C I Ó N Y P O R Q U E
— 3 —
He dicho lo suficiente para indicar qué es lo que quiero sig-
nificar por la diferencia entre oraciones y proposiciones. N o se
relacionan de parte por parte. N o sólo puede una sola oración
expresar varias proposiciones, ya sea por medio de ambigüedad
o complejidad, sino que una idéntica proposición puede ser expre-
sada por dos o más oraciones diferentes. Si ustedes captan mis
términos a través de las palabras y frases que uso sinónimamente,
sabrán que estoy diciendo la misma cosa cuando digo: "Enseñar
y ser enseñado son funciones correlativas, " e " iniciar y recibir
comunicación son procesos afines".
Voy a dejar de explicar los puntos gramaticales y lógicos
involucrados, para ocuparme de las reglas. La dificultad en este
capítulo, como en el último, estriba en dejar de explicar. T a l
vez deba yo dar por sentado que en la escuela a que ustedes con-
currieron les enseñaron algo de gramática. Si así fue, podrán ver
ahora por qué todo este asunto de la sintaxis, de analizar, y
hacer diagramas de las oraciones, no era una rutina sin objeto,
inventada por maestros anticuados para oprimir el espíritu juve-
nil. T o d o esto ayuda a conseguir destreza para leer y escribir.
En realidad, debería decir que es casi indispensable. N o es
posible comenzar a tratar de términos, proposiciones y argumen-
tos —los elementos del pensamiento— hasta que se penetra bajo
la superficie del idioma. Mientras las palabras, oraciones y párra-
fos sean opacos y sin analizar, constituirán una barrera más bien
que un medio de comunicación. Ustedes leerán palabras, pero
no recibirán conocimientos.
He aquí las reglas. La primera regia, lo recordarán del ca-
pítulo anterior, es: "Encontrar las palabras importantes y llegar
a una transacción". La segunda regla es: "Señalar las oraciones
más importantes en un libro y descubrir las proposiciones que
éstas contienen". La tercera regla es: "Localizar o componer los
argumentos básicos en el libro, encontrándolos en la ilación de
oraciones". Verán más tarde por qué no dije párrafos en la formu-
lación de esta regla.
Ya conocen ustedes la segunda y tercera reglas. En capítulos
anteriores señalamos la oración "leer es aprender", destacando
su importancia, porque ésta expresaba una proposición básica en
esta discusión. También notamos varias clases diferentes de argu-
mentos; una prueba de que los grandes libros son los más legibles,
y un conjunto de pruebas para demostrar que las escuelas han
fracasado en la tarea de enseñar las artes de leer y escribir.
Nuestra tarea actual consiste en obtener más luces sobre cómo
actuar'según las reglas. ¿Cómo se localizan las oraciones más
importantes en un libro? ¿Cómo, entonces, se las interpreta para
descubrir la proposición o las proposiciones que contienen?
Nuevamente tenemos este énfasis sobre lo que es "importan-
te". Decir que sólo hay un número relativamente pequeño de ora-
ciones importantes en un libro, no quiere significar que n o se
deba prestar atención a todo el resto. Es evidente que tienen uste-
des que aprender a entender todas las oraciones; pero la mayoría
de éstas, como la mayoría de las palabras, no les acarrearía dificul-
tades. Desde el punto de vista de ustedes como lectores, las oracio-
nes importantes "para ustedes" son aquellas que requieren un es-
fuerzo interpretativo, porque, a primera vista, no son perfecta-
mente inteligibles. Se las comprende sólo lo suficiente como para
saber que hay más que comprender. Estas pueden no ser las ora-
ciones que revistan más importancia "para el autor", pero es
probable que lo sean, porque es de esperar que las dificultades
mayores provengan de las cosas más importantes que el autor
tiene que decir.
Desde el punto de vista del autor, las oraciones importantes
son aquellas que expresan los juicios sobre los cuales reposa todo
su argumento. Por lo general, un libro contiene mucho más que
la exposición escueta de un argumento; el autor puede explicar
cómo llegó al punto de vista que ahora mantiene, o por qué cree
que su posición tiene graves consecuencias. Puede discutir las pala-
bras que va a usar; puede comentar las obras de otros; puede dar
rienda suelta a toda índole de discusiones defensivas y circundan-
tes. Pero el corazón de su comunicación se encuentra en las afirma-
ciones y negativas principales que esté haciendo, y las razones
que dé para hacerlo así.
Por consiguiente, para habérselas con las oraciones principa-
les tienen ustedes que mirarlas como si surgieran de la página en
un alto relieve.
Algunos autores ayudan a hacerlo; subrayan las oraciones
para beneficio de ustedes, les dicen que ése es un p u n t o impor-
tante cuando lo definen, o bien usan uno u otro recurso tipo-
gráfico para destacar sus oraciones principales. Por supuesto, nada
ayuda a aquellos que no quieren mantenerse despiertos mientras
leen. He conocido muchos estudiantes que no prestaban atención
a tales señales; preferían continuar leyendo más bien que dete-
nerse y examinar cuidadosamente las oraciones importantes. Sa-
bían, algo inconscientemente, que el autor no trataba de ayu-
darles; trataba de obligarles a realizar alguna tarea mental donde
era más necesario.
Hay unos cuantos libros en los cuales las proposiciones prin-
cipales son presentadas en oraciones que ocupan un lugar especial
en el orden y estilo de la exposición. Euclides, nuevamente, nos
da el ejemplo más evidente de esto. N o sólo enuncia sus defini-
ciones, sus postulados y axiomas —sus proposiciones principa-
les—, al comienzo, sino que* clasifica todas las proposiciones a
ser probadas. Pueden ustedes no entender sus afirmaciones, pue-
den pasar por alto las oraciones importantes o el agrupamiento
de oraciones para el enunciado de las pruebas. T o d o aquello lo
tienen ya hecho.
La Suma Theologica de Santo T o m á s de Aquino, es otro
libro cuyo estilo de exposición pone las oraciones principales en
alto relieve. Actúa provocando preguntas. Cada sección está enca-
bezada por una pregunta; hay muchas indicaciones de la respues-
ta que Santo T o m á s está tratando de defender. T o d a una serie
de objeciones a la respuesta está enunciada. El lugar donde Santo
T o m á s comienza a argüir su punto, está marcado con las pa-
labras: " Y o respondo aquello". N o hay excusas de falta de ca-
pacidad para localizar las oraciones importantes en tal libro,
aquellas que expresan las razones, así como las conclusiones; sin
embargo, debo informarles que todo esto es un borrón para los
estudiantes que tratan todo lo que leen como si revistiera la mis-
ma importancia. Esto, por lo general, quiere significar que todo
carece por igual de importancia.
— 4 —
Descontando a los libros cuyo estilo o formato llama la
atención hacia lo que necesita más interpretación de parte del lec-
tor, la de señalar las oraciones es una tarea que el lector debe llevar
a cabo por sí mismo. Hay varías cosas que puede hacer, y ya he
mencionado una. Si es sensible a la diferencia entre los pasajes
que puede entender fácilmente y aquellos que no puede compren-
der, probablemente será capaz de localizar las oraciones que so-
portan el peso principal del significado. T a l vez ustedes comien-
cen a ver qué parte esencial de la lectura es el estar perplejo y saber-
lo. La extrañeza es el comienzo de la sabiduría, en el aprendizaje
de libros, así como en el de la naturaleza. Si ustedes nunca se hacen
preguntas a ustedes mismos acerca del significado de un pasaje,
n o pueden esperar que el libro les dé una idea que ustedes ya no
poseen.
Otra pista que conduce a las oraciones importantes se halla
en las palabras que las componen. Si ya han señalado las palabras
importantes, éstas deberían llevarlos hacia las oraciones que me-
recen más atención. De este modo el primer paso en la lectura
interpretativa prepara para el segundo. Pero también puede suce-
der a la inversa; puede ser que ustedes señalen ciertas palabras sólo
después de encontrarse confusos a causa del significado de una
oración. El hecho de que haya expuesto estas reglas en un orden
fijado no quiere significar que deban ustedes seguirlas en aquel
orden. Los términos constituyen proposiciones; las proposicio-
nes contienen términos. Si ustedes conocen los términos que ex-
presan las palabras, han captado la proposición en la oración. Si
entienden la proposición comunicada por una oración, también
han llegado a los términos.
Esto sugiere una pista más hacia la ubicación de las princi-
pales proposiciones; ellas deben pertenecer a los argumentos prin-
cipales del libro. Deben ser, o premisas o conclusiones; por consi-
guiente, si pueden ustedes descubrir estas oraciones que parecen
formar una secuencia, una secuencia en la cual hay un principio
y un fin, probablemente habrán puesto el dedo en oraciones que
son importantes.
Dije una secuencia en la cual hay un principio y un fin.
T o d o argumento que el hombre pueda expresar con palabras re-
clama tiempo para ser expuesto, evidentemente más tiempo que
si fuese una sola oración. Se puede decir una oración sin volver
a tomar aliento, pero en un argumento hay pausas. Hay que decir
primero una cosa, luego otra; y todavía otra más. U n argumen-
to comienza en alguna parte, va a alguna parte, llega a alguna
parte. Es un movimiento del pensamiento; puede comenzar con
lo que es realmente la conclusión y luego proceder a dar las ra-
zones para ello. O puede empezar con las pruebas y razones y
traernos a la conclusión que sigue de allí.
Naturalmente, aquí, como en cualquier otra parte, la pista
no conducirá a ningún lado a menos que sepan usarla. Tienen
ustedes que reconocer un argumento cuando lo vean. Pese a algu-
nos desengaños experimentados en la enseñanza, todavía persisto
en mi opinión de que la mente humana es tan sensible por natu-
raleza a los argumentos, como la vista a los colores. Los ojos n o
verán si n o se los mantiene abiertos, y la mente no seguirá un
argumento si no se halla despierta. Explico mí desengaño con
los estudiantes, en lo que a esto se refiere, diciendo que la ma-
yoría de ellos están dormitando mientras leen libros o asisten a
una clase.
Hace varios años, Mr. Hutchins y yo comenzamos a leer
algunos libros con un nuevo grupo de estudiantes. Estos n o te-
nían casi ninguna práctica y habían leído muy poco cuando los
conocimos. U n o de los primeros libros que leímos fue: La Natu-
raleza de las Cosas, de Lucrecio; pensamos que les resultaría inte-
resante, pues la mayoría de nuestros estudiantes son extremada-
mente materialistas y esta obra de Lucrecio es una poderosa expo-
sición de la posición materialista extrema. Es el informe más
extenso que tenemos sobre la posición de los antiguos atomistas
griegos.
Porque eran principiantes en la lectura (aunque en su ma-
yoría fuesen alumnos de los últimos años del colegio), leímos el
libro lentamente, a un promedio de treinta páginas por vez. A u n
así tenían dificultades para saber qué palabras debían señalar, y
qué oraciones subrayar. T o d o lo que Lucrecio decía parecíales
de igual importancia. Mr. Hutchins decidió que sería un buen
ejercicio para ellos escribir " s ó l o " las conclusiones a que llegara
Lucrecio, o las que tratara de probar en la próxima parte; " n o
nos digan", expresó, "qué es lo que Lucrecio piensa acerca de los
dioses o acerca de las mujeres, o qué es lo que ustedes piensan
de Lucrecio. Queremos el argumento condensado, y esto significa
que primero deben encontrar las conclusiones".
El argumento principal, en la sección que debían leer, era
una tentativa por demostrar que los átomos sólo diferían en for-
ma, tamaño, peso y velocidad de movimiento. N o tenían calida-
des en absoluto, ni colores, u olores, o tejidos. T o d a s las cali-
dades que experimentamos son enteramente subjetivas — e n nos-
otros más bien que en las cosas.
Las conclusiones podían haberse escrito en unas cuantas pro-
posiciones; pero ellos produjeron enunciados de toda índole. Su
fracaso para extraer conclusiones de todo lo demás no se debió
a la falta de práctica en la lógica. No tenían dificultades en seguir
la línea de un argumento una vez que se les presentara; pero de-
bían tener el argumento ya sacado del libro para verlo. N o eran
lectores suficientemente buenos todavía para hacerlo por sí mis-
mos. Cuando Mr. Hutchins realizó la tarea, ellos vieron cómo
los enunciados escritos en el pizarrón formaban un argumento.
Pudieron ver la diferencia entre las premisas —las razones o prue-
bas— y las conclusiones que éstas mantenían. Abreviando, había
que enseñarles a leer, no a razonar.
Repito, no tuvimos que enseñarles lógica o explicarles en
detalle qué era un argumento; podían reconocer cada uno en cuan-
to se lo ponían en el pizarrón en unas pocas exposiciones; pero
no podían encontrar argumentos en un libro, porque todavía no
habían aprendido a leer "activamente", a desligar las oraciones
importantes del resto, y a observar la ilación que mantenía el
autor. Al leer a Lucrecio como si fuese un periódico, era natural
que no estableciesen tales discriminaciones.
— 5 —
— 6 —
ir
CAPÍTULO XII
EL CEREMONIAL DE LA C O N T R A D I C C I Ó N
— 3 —
De este modo ven ustedes cómo las tres artes, gramática, ló-
gica, y retórica, cooperan para regular los procesos de leer y es-
cribir. La habilidad en las primeras dos lecturas proviene de una
maestría en la gramática y en la lógica. La habilidad en la tercera
depende del arte restante. Las reglas de esta tercera lectura se apo-
yan en los principios de retórica, concebidos en su más amplio
sentido. Las consideraciones como un código de etiqueta para
hacer al lector, no sólo cortés, sino efectivo en sus respuestas.
Probablemente ustedes también verán qué es lo que será la
primera regla. Ya lo he insinuado varias veces. Es sencillamente
que no deben ustedes comenzar a responder hasta que hayan escu-
chado atentamente y estén seguros de haber comprendido. Hasta
que estén honestamente satisfechos de haber llevado a cabo la dos
primeras lecturas, no deberían sentirse en libertad de expresarse.
Cuando lo hayan hecho, no sólo pueden abrir juicio crítico, sino
que deben hacerlo.
Esto significa que la tercera lectura debe seguir siempre, a
su debido tiempo, a las otras dos. Ya han visto ustedes cómo
las dos primeras lecturas se compenetran entre sí. Son separadas
en tiempo, sólo para el principiante, y aún puede éste combinar-
las de alguna manera. Ciertamente, el lector experto puede descu-
brir el contenido de un libro al analizar el todo en sus partes y,
al mismo tiempo, al construir el todo con sus elementos de pensa-
miento y conocimiento, sus términos, proposiciones y argumentos.
106 M O R T I M E R J. A D L E R
L A S COSAS Q U E E L L E C T O R P U E D E D E C I R
_ 2 —
— 3 —
Esta breve discusión les da a ustedes una clave para las dos
preguntas principales que deben hacerse al leer cualquier clase de
libros prácticos. La primera es: ¿Cuáles son los objetivos del au-
tor? La segunda es: ¿Qué medios propone? Puede ser más difícil
contestar estas preguntas en el caso de un libro sobre principios,
que en el caso de uno sobre reglas; los fines y los medios serán
probablemente menos evidentes. Sin embargo, el responder a ellas,
en uno u otro caso, es necesario para la comprensión y la crítica
de un libro práctico.
Ello también ha de recordarles un aspecto de la escritura
práctica que señalamos anteriormente; hay una mezcla de orato-
ria o propaganda en todos los libros prácticos. Nunca he leído
u n libro político —por más teórico que parezca, por más "abs-
tractos" que sean los principios de que trata— que no intentase
persuadir al lector acerca de la "mejor forma de gobierno". Aná-
logamente, los tratados de moral tratan de persuadir al lector
acerca de la "buena vida", así como de recomendarle modos de
vivirla. Pueden ustedes ver por qué el autor práctico debe tener
siempre algo de orador o propagandista. Desde que el juicio defi-
nitivo de ustedes sobre su obra va a llevarlos hacia su aceptación
de la meta para la cual él está proponiendo medios, depende de él
el ganar a ustedes para sus fines. Para hacerlo, tiene que argüir
de manera tal que haga un llamamiento tanto a los corazones
como a las mentes de ustedes. Puede tener que actuar sobre sus
emociones y obtener la dirección de sus voluntades; es por ello
que lo llamo un orador o propagandista.
N o hay nada de malo o de vicioso en esto. Es de la natura-
leza misma de los asuntos prácticos que los hombres tengan que
ser persuadidos de que piensen y obren de una manera determinada.
N i el pensamiento práctico ni la acción son sólo asuntos de la
mente; no puede prescindirse de los intestinos. Nadie formula jui-
cios prácticos serios, o entra en acción, sin sentirse algo conmovido
más abajo del cuello. El escritor de libros prácticos que no com-
prenda esto será ineficaz. Al lector de ellos que n o lo comprenda,
probablemente le venderán una factura de mercaderías sin que
lo .sepa.
La mejor protección contra la propaganda de cualquier índo-
le es el completo reconocimiento de ella tal cual es. Sólo la ora-
toria escondida y no descubierta es insidiosa; lo que llega al cora-
zón sin pasar a través de la mente es probable que rebote y elimine
a la mente del asunto. La propaganda tomada así es como una
droga que ustedes no saben que ingieren. El efecto es misterioso;
ustedes no saben después por qué sienten o piensan de la manera
en que lo hacen. Pero el poner alcohol en la bebida en una dosis
reconocida les dará una ayuda que ustedes necesitan y saben cómo
usar.
La persona que lee un libro práctico inteligentemente, que
conoce sus términos, proposiciones y argumentos fundamentales,
estará siempre en condiciones de descubrir su oratoria. Señalará
los pasajes que hacen un "uso emotivo de las palabras". Sabiendo
que debe ser sujeto a persuasión, podrá hacer algo en lo que res-
pecta a la estimación de los llamamientos. Tiene resistencia a las
ventas. Pero no cometan ustedes el error de suponer que la resis-
tencia a las ventas debe ser el cien por cien; es buena cuando les
evita el comprar apresuradamente y sin pensarlo. Pero no debería
alejarlos completamente del mercado. El lector que supone que él
debería ser totalmente sordo a todos los llamamientos, puede dejar
de leer libros prácticos.
Hay otro punto más que señalar. Debido a la naturaleza de
los problemas prácticos y debido a la mezcla de la oratoria con
toda la escritura práctica, la "personalidad" del autor es más im-
portante en el caso de los libros prácticos que en el de los teóricos.
T a n t o con el objeto de comprender, como para juzgar un tratado
de moral, un tratado político, o una discusión económica, deberían
ustedes saber algo acerca del carácter del autor, algo sobre su vida
y época. Al leer la Potítica, de Aristóteles, es sumamente ade-
cuado saber que la sociedad griega se basaba en la esclavitud.
Análogamente, se arroja mucha luz sobre El Príncipe conociendo
la situación italiana en tiempos de Maquíavelo, y su relación
con los Médicis; o, en el caso del Leaiatán, de Hobbes, saber
que Hobbes, que vivió durante las guerras civiles inglesas, fue
patológicamente angustiado por la violencia y el desorden sociales.
A veces el autor les habla de sí mismo, de su vida y época.
Generalmente no lo hace tan explícitamente, y cuando lo hace,
su deliberada revelación de sí mismo es rara vez exacta o digna
de crédito. Por lo tanto, leer su libro y nada más, puede n o bas-
tar. Para comprenderlo y juzgarlo, pueden ser necesario leer otros
libros acerca de él y de su tiempo, o libros que él mismo leyó y
por los cuales fue influenciado.
Cualquier ayuda a la lectura que yazga fuera del libro que
se está leyendo, es extrínseca. Quizá recuerden ustedes que distin-
guí entre reglas intrínsecas y ayudas extrínsecas, en el capítulo
V I L Pues bien; la lectura de " o t r o s " libros es una de las más
evidentes ayudas extrínsecas en la lectura de un determinado libro.
Permítanme sintetizar mí punto de vista a este respeco diciendo
simplemente que la lectura extrínseca acerca del autor es mucho
más importante para interpretar y criticar los libros prácticos que
los teóricos. Recuerden ustedes esto como una regla adicional que
los guiará en la lectura de los libros prácticos.
— 8 —
E L RESTO DE LA VIDA
13 ÍL T"
J JT E T O JR.
CAPÍTULO XV
LA O T R A M I T A D
M u s i c , w h e n soft v o i c e s die,
Vibrates in the m e m o r y —
Odora, w h e n s w e e t violets sicken,
Live within the sense they quicken.
La música, cuando tas voces suaves mueren,
Vibra en ta memoria.
Los olores, cuando las dulces violetas enferman,
Viven hasta donde alcanza el sentido que excitan.
Las hojas de la rosa, cuando ta rosa ha muerto
Son amontonadas para el techo de la amada;
Y así vuestros pensamientos, cuando os hayáis ido,
El amor mismo los adormecerá.
3
El tercero es de Gerard Manley Hopkins: ( )
Gloria a Dios por las cosas salpicadas de manchas
Por los cielos bicolores como una vaca mosqueada;
Por los lunares rosados como un moteado
sobre la trucha que nada;
Caídas de castañas en el fresco carbón de leña; alas
de pinzones;
Panorama parcelado y fragmentado — rebaño,
barbecho y arado;
Y todos los comercios, su mecanismo, lucha y arreglos.
G l o r y b e t o G o d for D a p p l e d t h i n g s —
F o r s k i e s of c o u p l e - c o l o r as a b r i n d l e d c o w ;
F o r r o s e - i n o l e s a l l in s t i p p l e u p o n t r o u t t h a t s w i m ;
Fresh-firecoal chestnut-falls; finche's wings;
Landscape plotted and pieced-fold; fallow, and plough;
A n d all t r a d e s , t h e i r gear a n d t a c k l e a n d t r i m .
A l l t h i n g s c o u n t e r , o r i g i n a l , spare, s t r a n g e
W h a t e v e r is fickle, frockled ( w h o k n o w s h o w ? )
W i t h swift; s l o w ; s w e e t , sour; a d a z z l e , d i m ;
H e fathers-forth w h o s e b e a u t y is past change:
Praise him.
Con rápido, lento; dulce, agrio; deslumbrante, opaco;
El, cuya belleza está al margen del cambio; prolija
a través del tiempo
Alabadle.
— 3 —
— 4 —
LOS G R A N D E S LIBROS
_ 1 __
— 2 —
Antes de empezar, sin embargo, puede ser prudente decir algo
más acerca de lo que es un gran libro. He usado la frase una y
otra vez, con la esperanza de que lo que dije en el capítulo cuarto
sobre los grandes libros como comunicaciones originales, seña.
suficiente por el momento. En el capítulo octavo sugerí que entre
las obras poéticas había una distinción del paralelo. Así como los
grandes libros expositivos son aquellos que pueden aumentar
nuestro entendimiento más que los demás, así las grandes obras
de la literatura imaginativa elevan nuestro espíritu y ahondan
nuestra humanidad.
E n el decurso de. otros capítulos, puedo haber mencionado
otras cualidades que poseen los grandes libros. Pero ahora quiero
reunir en un solo lugar todos los signos por los cuales los grandes
libros pueden reconocerse, repitiendo algunos, añadiendo nuevos;
éstos son los signos que todo el mundo usa al hacer listas o selec-
ciones. Los seis que voy a mencionar pueden no ser todos los que
hay, pero son los que algunos de nosotros —el decano Buchanan
y el presidente Barr en St. John's, y Mr. Hutchins y yo en Chi-
cago— hemos encontrado más útiles en la explicación del otorga-
miento de la cinta azul de biblioteca.
(1) Y o solía decir en broma que los grandes libros eran
aquellos que todo el mundo recomienda y nadie lee, o los que
todo el m u n d o tiene la intención de leer y no lee nunca. La bro-
ma (que en realidad es de Mark T w a i n ) puede tener gracia
para algunos de nuestros contemporáneos, pero la observación es
falsa para la mayoría. En realidad, los grandes libros son proba-
blemente los que se leen más; n o son de los que más se venden
durante un año o dos; lo son permanentemente. Lo que el viento
se llevó ha tenido relativamente pocos lectores comparado con las
obras teatrales de Shakespeare o con Don Quijote. Sería razonable
estimar, como lo hizo un reciente escritor, que La Itíada, de H o -
mero, ha sido leída por 25.000.000 de personas en los últimos
3.000 años. Si cuentan ustedes el número de idiomas a los cuales
estos libros han sido traducidos y el número de años durante los
cuales han sido leídos, no pensarán que un número de lectores que
llega a varios millones es exagerado.
N o debe inferirse, por supuesto, que todos los libros que al-
canzan un formidable público se elevan a la categoría de clásicos
en razón de ese solo hecho. Tres Semanas, Quo Vadis y Ben Hur,
para mencionar solamente ficciones, son casos que vienen a pro-
pósito. N o quiero decir tampoco que un gran libro tenga que ser
el que más se venda en su propia época. Le puede llevar tiempo
acumular su público último; el astrónomo Kepler, cuya obra so-
bre los movimientos planetarios es ahora un clásico, se informa
que dijo de su libro que "puede esperar un siglo a un lector, como
Dios ha esperado 6.000 años a un observador".
(2) Los grandes libros son populares, no pedantescos; no
los escriben especialistas sobre especialidades para especialistas; sean
de filosofía o de ciencia, o historia o poesía, tratan de problemas
humanos, no académicos. Sé escriben para hombres, no para profe-
sores. Cuando digo que son populares, no quiero decir que sean
popularizaciones en el sentido de simplificación de lo que puede
encontrarse en otros libros. Quiero decir que fueron escritos ini-
cíalmente para un público popular; se los escribió con la intención
de que los leyesen los principiantes. Esto, como lo señalé anterior-
mente, es una consecuencia de que sean comunicaciones origi-
nales. Con respecto a lo que estos libros tienen que decir, la ma-
yor parte de los hombres son principiantes.
Para leer un libro de texto para estudiantes adelantados, tie-
nen ustedes que leer primero un libro de texto elemental. Pero
los grandes libros son todos elementales; tratan los elementos de
cualquier materia; no están relacionados entre sí como una serie
de libros de texto escalonados en la dificultad o en el tecnicismo
de los problemas que tratan. Esto es lo que quería decir al afirmar
que son todos para principiantes, aunque no todos comienzan en el
mismo lugar en la tradición del pensamiento.
Hay una clase de lectura previa, sin embargo, que realmente
ayuda a leer un gran libro, y es la de los otros grandes libros que
el autor mismo leyó. Si empiezan ustedes donde comenzó él esta-
rán mejor preparados para la nueva partida que él va a realizar.
Este es el punto que sugerí antes cuando dije que hasta los libros
matemáticos y científicos pueden leerse sin una instrucción especial.
Permítanme que los ilustre a este respecto tomando los Ele-
mentos de Geometría, de Euclides, y los Principios Matemáticos
de la Filosofía Natural, de Newton. Euclides no requiere estudios
previos de matemáticas; su libro es genuinamente una introduc-
ción a la geometría, así como a la aritmética. N o puede decirse
lo mismo de Newton, porque N e w t o n usa las matemáticas en
la solución de problemas de física; el lector debe estar capacitado
para seguir su razonamiento matemático, para poder comprender
cómo éste interpreta sus observaciones. Newton dominaba a Eu-
clides. Su estilo matemático demuestra cuan profundamente se
hallaba influenciado por el tratamiento euclidiano de la relación
y de las proporciones. Su libro no es, por consiguiente, fácilmente
legible — n i aún para los más competentes hombres de ciencia—
si no se ha leído antes a Euclides. Pero con Euclides de guía el
esfuerzo de leer a Newton o a Galileo deja de ser estéril.
N o estoy afirmando que esos grandes libros científicos pue-
dan leerse sin esfuerzo; estoy diciendo que si se los lee en un orden
histórico, el esfuerzo será premiado. Así como Euclides \ilumina
a Newton y a Galileo, así ellos a su vez ayudan a hacer inteli-
gibles a Maxwell y a Einstein. Lo dicho no se limita a las obras
matemáticas y científicas; se aplica asimismo a los libros filosó-
ficos. Sus autores les dicen a ustedes qué deberían haber leído
antes de llegar a ellos. Dewey quiere que hayan leído ustedes a
Mili y a Hume; Whitehead quiere que hayan leído a Descartes y
a Platón.
(3) Los grandes libros son siempre contemporáneos; en
cambio los libros que llamamos "contemporáneos" porque son
corrientemente populares, duran sólo un año o dos, o diez a lo
sumo; pronto se vuelven anticuados. Ustedes no podrán proba-
blemente recordar los nombres de los libros que más se vendieron
en el año anterior. Si les fuesen recordados, probablemente no
estarían ustedes interesados en leerlos. Especialmente en el campo
de los libros que no son de ficción, querrán ustedes el último pro-
ducto "contemporáneo". Pero los grandes libros no son nunca
puestos fuera de moda por el movimiento del pensamiento o de
los mudables vientos de la doctrina y de la opinión; por el con-
trario, un gran libro tiende a intensificar la significación de otros
sobre el mismo tema. Así El Capital, de Marx, y La Riqueza de
las Naciones, de Adam Smith, se iluminan recíprocamente y lo
mismo hacen obras tan distantes como la Introducción a la Me-
dicina Experimental, de Claude Bernard, y los escritos médicos de
Hipócrates y Galeno. Schopenhauer dijo claramente: "Echan-
do un vistazo a un gran catálogo de libros nuevos, se podrá llorar
pensando que cuando hayan transcurrido diez años no se oirá
hablar ni de uno de ellos". La explicación que da más adelante
vale la pena de ser seguida:
— 3 —
— 4 —
Dije antes que iba a hacer agrupaciones más pequeñas de li-
bros según que sus autores pareciesen estar hablando acerca de los
mismos problemas y conversando entre sí. Comencemos en segui-
da. El modo más fácil de empezar es con los temas que dominan
nuestra conversación cotidiana; los diarios y la radio no nos
dejarán olvidar la crisis del mundo y nuestro papel nacional en
ella. Hablamos en la mesa y a la tarde y aun durante las horas
de oficina, acerca de la guerra y la paz, acerca de la democracia
contra los regímenes totalitarios, acerca de las economías dirigí-
das, acerca del fascismo y del comunismo, acerca de la próxima
elección nacional, y por lo tanto, acerca de la Constitución, que
ambos partidos van a usar como plataforma y como una tabla
con la cual golpearán en la cabeza al adversario.
Si hacemos más que mirar los diarios y escuchar la radio,
podemos haber leído libros tales como La Buena Sociedad, de
Walter Lipmann, o Espadas y Símbolos, de James Marshall.
Podemos hasta haber sido inducidos por estos libros y otras con-
sideraciones a examinar la Constitución misma. Si los problemas
políticos de que tratan los libros corrientes nos interesan, tenemos
mucho más que leer en relación con ellos y la Constitución. Estos
autores contemporáneos probablemente leen algunos de los gran-
des libros, y los hombres que escribieron la Constitución segura-
mente los leyeron. T o d o lo que tenemos que hacer es seguir el
camino y la pista se desenmarañará por sí sola.
Primero vayamos a los otros escritos de los hombres que
bosquejaron la Constitución; la más clara de todas es la colección
de trozos que arguyen en pro de la ratificación de la Constitución,
publicada mensualmente en The Independent Journal y en cual-
quier otra parte por Hamilton, Madison y Jay. Para comprender
los Ensayos Federalistas, deberían ustedes leer no sólo los Artícu-
los de la Confederación que la Constitución tenía por objeto
suplantar, sino también los escritos del mayor adversario de los
federalistas en muchos puntos, T h o m a s Jefferson. Recientemente
se ha confeccionado y publicado una selección de sus declaracio-
nes políticas.
Desgraciadamente, es más difícil conseguir los escritos de
otro gran participante en la discusión, J o h n Adams; pero encon-
trarán ustedes sus obras recopiladas en la biblioteca. Examinen
ustedes especialmente su Defensa de las Constituciones de Go-
bierno de los Estados Unidos, escrita en respuesta a un ataque del
economista y hombre de estado francés, T u r g o t ; y también sus
Discursos sobre Dávila. Los escritos de T o m Paine se pueden
conseguir en muchas ediciones; su Sentido Común y sus Dere-
chos del Hombre arrojan luz sobre los problemas del momento
y las ideologías que dominaban a los adversarios.
Estos escritores, porque son también lectores, nos conducen
a los libros que influyeron sobre ellos. Están "usando" ideas, la
exposición más extensa y desinteresada de las cuales puede encon-
trarse en cualquier otra parte. Las páginas de los Ensayos Fede-
palistgs y los escritos de Jefferson, Adams y Paine nos dirigen a
los grandes pensadores políticos del siglo X V I I I y de fines del
siglo X V I I de Europa. Deberíamos leer El Espíritu de las Leyes,
de Montesquieu, los ensayos de Locke Sobre el Gobierno Civil,
el Contrato Social, de Rousseau. Para saborear el racionalismo de
esta Era de la Razón debemos también leer aquí y allí en los
voluminosos escritos de Voltaire. Pueden ustedes suponer que el
individualismo del laissez-faire, de Adam Smíth, pertenece tam-
bién a nuestro fondo revolucionario, pero recuerden que La Ri-
queza de las Naciones fue publicada por primera vez en 1776.
Los padres fundadores fueron influenciados en sus ideas acerca de
la propiedad, del reparto de tierras y del comercio libre, por
John Locke y los economistas franceses contra los cuales escribió
Adam Smith posteriormente.
Nuestros padres fundadores eran muy versados en historia
antigua; se inspiraban en los anales de Grecia y Roma para mu-
chos de sus ejemplos políticos. Leyeron las Vidas, de Plutarco,
y la Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides •—la
guerra entre Esparta y Atenas y sus aliados—. Siguieron la for-
tuna de las diversas federaciones griegas por lo que pudieron arro-
jar de luz en la empresa que estaban a punto de acometer. N o eran
sólo versados en historia y en doctrina política, sino que fueron
a la escuela con los antiguos oradores. Revelan la influencia de
los discursos de Cicerón; como consecuencia de ello su propagan-
da política no solamente está magníficamente orientada, sino que
es asombrosamente efectiva aún hoy en día. Con excepción de
Lincoln (que había leído muy bien unos pocos grandes libros),
los estadistas norteamericanos de una época posterior ni hablan
ni escriben tan bien.
La pista conduce más allá. Los escritores del siglo X V I I I
han sido influenciados a su vez por sus antecesores en el pensa-
miento político. El Leviatán, de T h o m a s Hobbes, y los opúsculos
políticos de Spinoza tratan los mismos problemas de gobierno—
la formación de la sociedad por contrato, las justificaciones de la
monarquía, de la oligarquía y de la democracia, el derecho de
rebelión contra la tiranía. Locke, Spinoza y Hobbes son, en cierto
sentido, envueltos en una conversación sobre ellos. Locke y Spi-
noza habían leído a Hobbes. Spinoza, sobre todo, había leído
El Príncipe, de Maquíavelo, y Locke en todas sus partes se refiere
al "juicioso Hooker" y lo cita; el Richard Hooker que escribió
un libro sobre El Gobierno Eclesiástico en las postrimerías del
siglo X V I y cuya vida escribió Isaac Walton, el pescador,
Menciono a Hooker porque él, más que los hombres de una
generación posterior, había leído a los antiguos, especialmente la
Etica y la Política, de Aristóteles. Habíalos leído seguramente
mejor que T h o m a s Hobbes, si podemos juzgar por las referen-
cias que se encuentran en la obra de este último. La influencia
de Hobbes sobre Locke explica parcialmente la diferencia entre
Locke y Hobbes en muchas cuestiones políticas.
Otra corriente de influencia sobre nuestros padres funda-
dores vino a través de un pensador político católico del siglo X V I ,
Robert Bellarmine. Como Locke, él refutó la teoría del derecho
divino de los reyes. Madíson y Jefferson conocían los argumentos
de Bellarmine. Menciono a Bellarmine por la misma razón que
mencioné a Hooker, porque fue por intermedio de él que otros
libros aparecieron en escena. Bellarmine reflejó las grandes obras
medioevales sobre teoría política, especialmente los escritos de
Santo T o m á s de Aquino, que fue un sostenedor de la soberanía
popular y de los derechos naturales del hombre.
La conversación sobre temas políticos corrientes se amplía
así para abarcar dentro de sí la totalidad del pensamiento político
europeo. Si retrocedemos hasta la Constitución y los escritos del
76, nos vemos inevitablemente conducidos más allá, pues cada
escritor revela ser a su vez un lector. Poco se ha omitido. Si aña-
dimos la República y las Leyes, de Platón, que Aristóteles leyó
y contestó, y la República y las Leyes, de Cicerón, que fueron
leídas por juristas romanos y que por intermedio de ellos in-
fluyeron sobre el desenvolvimiento del Derecho en toda la Eu-
ropa medioeval, casi todos los grandes libros sobre política h a n
sido incluidos.
_ 5 —
Eso no es enteramente cierto. Volviendo a la conversación
original y tomando un nuevo punto de partida, podemos descu-
brir las pocas omisiones mayores. Supongamos que hay un nazi
en medio de nosotros y que nos cita Mi Lucha, N o siendo se-
guro que Hítler haya leído alguna vez los grandes libros, las de-
claraciones políticas de Mussolini pueden orientar mejor. Gire-
mos hacia el fascismo. Podemos estar en condiciones de descubrir
la influencia del filósofo francés Sorel, que escribió Reflexiones
Sobre la Violencia, Podemos recordar que Mussolini, en un tiem-
po, fue socialista. Si seguimos esas líneas en todas sus ramificacio-
nes, otros libros se introducirán inevitablemente en la conversación.
Estarían la Filosofía de la Historia y la Filosofía del Dere-
cho. Aquí encontraríamos la justificación del absolutismo del
Estado, la deificación del Estado. Habría también escritos de
Nietzsche, especialmente libros tales como Así Hablaba Zaratus-
tra, Más allá del Bien y del Mal y La Voluntad de Poderío.
Aquí encontraríamos la teoría del superhombre que está por en-
cima de los cánones del bien y del mal, la teoría de un exitoso
uso del poder como su propia justificación última. Y, detrás de
Hegel, por un lado, y de Nietzsche, por el otro — e n el último
caso a través de la influencia de Schopenhauer— estaría el más
grande de los pensadores alemanes, Émmanuel Kant. Cualquiera
que lea la Filosofía del Derecho, de Kant, verá que no puede
hacérsele responsable de las posiciones de sus secuaces generalmen-
te más influyentes.
Puede haber también un comunista sentado a nuestra mesa,
o un trotskísta, o un stalinista. Ambas especies juran por el mis-
mo libro. La conversación no llegará muy lejos sin que se men-
cione a Carlos Marx. Su gran obra El Capital sería también
..citada, aunque nadie la hubiese leído, ni siquiera el comunista;
pero si alguien hubiese leído El Capital y otra literatura revo-
lucionaria, habría encontrado una huella que conducía, por un
lado, a Hegel nuevamente — u n punto de partida tanto para el
comunismo como para el fascismo— y por el otro lado a los gran-
des teorizadores económicos y sociales de Inglaterra y Francia, a
La Riqueza de las Naciones de Adam Smith, a los Principios
de la Política Económica y del Impuesto de Ricardo y a la Fi-
losofía de la Pobreza de Proudhon.
U n abogado que se hallase presente podría apartar la conver-
sación de la teoría económica, haciéndola girar hacia los aspectos
legales de los negocios y del gobierno. Puede haber leído recién él
libro de Mr. T h u r m a n Arnold sobre El Folklore del Capitalis-
mo, o su libro anterior sobre Los Símbolos del Gobierno. Eso
podría recordar a alguien que Mr. Jerome Frank ha escrito tam-
bién un libro llamado El Derecho y la Mente Moderna. Estos
libros traerían otros a su zaga, si hubieran sido leídos teniendo
en cuenta los libros escondidos en su fondo.
Habiéndonos interesado en estos asuntos legales, podríamos
pronto dejar a Arnold y a Frank por la compañía del difunto
juez Holmes y de ese gran reformador del Derecho inglés, Jeremy
Bentham. Iríamos especialmente a la Teoría de la Legislación
de Bentham y a su Teoría de las Ficciones. Bentham recordaría
a todo el movimiento utilitarista y a sus estudiantes laureados,
John Austin y J o h n Stuart Mili. La Jurisprudencia de Austin
y los ensayos de Mili sobre La Libertad y sobre El Gobierno
Representativo, son parafraseados todos los días, aprobándolos
o desaprobándolos, por hombres que no los han leído, tanto han
llegado a incorporarse a la controversia contemporánea sobre el
liberalismo. Bentham puede también revivir a Blackstone, y con
él a los principios básicos del Derecho consuetudinario.
Blackstone, como ustedes recordarán, escribió los Comen-
tarios sobre las Leyes de Inglaterra, que Lincoln estudió tan cui-
dadosamente. Bentham lo atacó sin piedad en un libro titulado
Comentarios sobre los Comentarios. Si esta línea se siguiese más
adelante, volveríamos al Diálogo de las Leyes no Escritas de
Hobbes y a los grandes escritos medioevales y antiguos sobre el
Derecho y la justicia. Nuevamente encontraríamos a Platón y
Aristóteles, Cicerón y Aquino en el fondo..
Nuestro interés por el libro de Mr. Frank puede conducirnos
todavía en otra dirección. El libro de Mr. Frank tiene mucho que
decir acerca de la neurosis de los legisladores y jueces. El había
leído a Freud, y si partiéramos de eso, toda la historia de la socio-
logía podría encerrarse en otra lista de grandes libros, incluyendo
la obra de Pavlov sobre Los Reflejos Condicionados, los Prin-
cipios de Psicología de William James, la Filosofía de los In- —
conscientes de Hartmann, el Mundo como Voluntad e Idea de
Schopenhauer, el Tratado sobre la Naturaleza Humana de Hu-
me, la obra de Descartes sobre Las Pasiones del Alma y así suce-
sivamente. Si siguiéramos a Mr. Arnold hasta sus fuentes, halla-
ríamos una tangente distinta. El no está influenciado solamente
por Bentham como abogado, por la teoría del lenguaje y de los
símbolos de Bentham. Bentham, como ustedes recordarán, es el
padre de los semánticos de la actualidad, Ogden y Richards,
Korzybski y Stuart Chase. Si persiguiésemos ese interés, todas las
grandes-obras de las artes liberales tendrían que ser eventualmente
redescubiertas, pues los trabajos son insuficientes como análisis
del lenguaje y de las artes de la comunicación.
Una lista de lecturas obligatorias para semánticos aficionados
incluiría el Ensayo sobre el Entendimiento Humano de Locke,
especialmente el libro III sobre el lenguaje; el Leviatán de H o b -
bes, especialmente el primer libro, y su Retórica, que sigue estre-
chamente a la Retórica de Aristóteles. Debería de incluir también
los Diálogos de Platón sobre el lenguaje y la oratoria (Cratilo,
Gorgias y Fedro especialmente) y dos grandes obras medioeva-
les sobre el enseñar y el ser enseñado, una de San Agustín y
una de Santo Tomás, llamadas ambas Del Maestro. N o me
atrevo a empezar con las obras lógicas, porque la lista podría
ser demasiado larga, pero el Sistema de Lógica de J o h n Stuart
Mili, las Leyes del Pensamiento de Boole, el Novum Orga-
num de Bacon y el Organon de Aristóteles deben ser mencio-
nados.
Otra dirección es posible. La consideración de principios p o -
líticos y económicos tiende a hacer surgir problemas éticos básicos
sobre el placer y la virtud, sobre la felicidad, los fines de la vida,
y los medios para alcanzarlos. Alguien puede haber leído La Li-
bertad en el Mundo Moderno de Jacques Maritain y advertido lo
que este moderno secuaz de Aristóteles y Aquino tiene que decir de
los problemas contemporáneos, especialmente de los aspectos mo-
rales de los principios políticos y económicos corrientes. Eso no
solamente nos retrotraería a los grandes' tratados de moral del
pasado —la Etica de Aristóteles y la segunda parte de la Suma
Teológica de A q u i n o — sino que podría también introducirnos
en una disputa multilateral. Para ponerle término tendríamos que
consultar el Utilitarismo de Mili, la Crítica de la Razón Prác-
tica de Kant y la Etica de Spinoza. Hasta podríamos vol-
ver a los estoicos y epicúreos romanos, a las Meditaciones de
Marco Aurelio y a la obra de Lucrecio Sobre la Naturaleza de
las Cosas.
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M E N T E S LIBRES Y H O M B R E S LIBRES
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La mente adiestrada para leer bien tiene sus poderes analíti-
cos y críticos desarrollados. La mente adiestrada para discutir bien
los tiene aún más agudizados. La una requiere una tolerancia para
los argumentos originada en el tratar con ellos paciente y simpáti-
camente. El impulso animal de imponer nuestras opiniones a los
demás es así controlado; aprendemos que la única autoridad es
la razón misma —los únicos arbitros en cualquier disputa son las
razones y las pruebas. N o tratamos de ganarascendiente mediante
una exhibición de fuerza o contando las narices de los que están
de acuerdo con nosotros. Los verdaderos problemas no pueden
ser resueltos por la mera fuerza de la opinión; debemos apelar a
la razón, no depender de grupos de presión.
T o d o s queremos aprender y pensar rectamente; un buen
libro puede ayudarnos mediante los ejemplos de penetrante per-
cepción y de convincente análisis que proporciona. Una buena
discusión puede ayudarnos más aún sorprendiéndonos cuando es-
tamos pensando torcidamente. Si nuestros amigos no nos dejan
salimos con la nuestra, pronto aprenderemos que el pensar cha-
pucero, como el crimen, quedará siempre en evidencia. La confu-
sión puede obligarnos a hacer un esfuerzo que nunca habíamos
supuesto que se hallase dentro del alcance de nuestras fuerzas. Si
la lectura y la discusión no refuerzan esas exigencias en pro de
un recto y claro pensar, la mayoría de nosotros iremos por la vida
con una asombrosamente falsa confianza en nuestras percepciones
y juicios. Pensamos mal la mayor parte del tiempo, y, lo que es
peor, no lo sabemos porque rara vez somos descubiertos.
Los que saben leer bien, oír y hablar bien, tienen mentes
disciplinadas; la disciplina es indispensable para el libre uso de
nuestros poderes. El hombre que no tiene el arte de hacer algo
se encuentra amarrado cuando trata de actuar. La disciplina que
proviene de la pericia es necesaria para la destreza. ¿Hasta dónde
pueden ustedes llegar en la discusión de un libro con alguien que
no sabe ni leerlo ni discutirlo? ¿Hasta dónde pueden llegar uste-
des en la lectura sin una habilidad adiestrada?
La disciplina, como he dicho antes, es una fuente de libertad.
Solamente una inteligencia adiestrada puede pensar libremente;
y donde no hay libertad para pensar, no puede haber libertad
de pensamiento. Sin mentes libres no podemos seguir siendo hom-
bres libres durante mucho tiempo más.
Quizás ahora estén ustedes preparados para admitir que el
aprender puede estar significativamente relacionado con otras co-
sas —en realidad, con todo el resto de la vida del lector. Sus con-
secuencias sociales y políticas no son remotas, antes de considerar-
las, sin embargo, permítanme que les recuerde una inmediata jus-
tificación de que los fastidie para que aprendan a leer.
Leer — y con ello el pensar y el aprender— es un motivo
de gozo para los que lo hacen bien. Así como nos resulta grato
estar capacitados para usar habilidosamente nuestros cuerpos, p o -
demos obtener placer de un constante empleo de nuestras otras
facultades. Cuanto mejor usemos nuestras mentes, más aprecia-
remos lo bueno que es estar capacitados para pensar y aprender.
El arte de leer puede ser elogiado, por consiguiente, como intrín-
secamente bueno; tenemos poderes mentales para usar y tiempo
disponible en qué emplearlos desinteresadamente. La lectura es,
seguramente, un modo de ejercitarlos; si este elogio fuera el único,
302 MORTIMER J. ÁDLEU
yo no estaría satisfecho. Por más que la buena lectura sea una fuen-
te inmediata de placer, no es completamente un fin en sí mis-
ma. Debemos hacer algo más que pensar y leer para llevar una
vida humana. Debemos obrar. Si deseamos conservar nuestras
horas libres para actividades desinteresadas, no podemos eludir
nuestras responsabilidades prácticas. Es en relación con nuestra
vida práctica que la lectura tiene su justificación última.
La lectura de los grandes libros ha sido inútil si no nos in-
teresamos en crear una buena sociedad. T o d o s quieren vivir en ella,
pero pocos parecen deseosos de trabajar por ella. Déjenme ustedes
decir brevemente lo que considero una buena sociedad. Ella es
simplemente la ampliación de la comunidad en que vivimos con
nuestros amigos. Vivimos con nuestros amigos en pacífica e in-
teligente asociación. Formamos una comunidad porque nos co-
municamos, compartimos ideas y propósitos comunes. La buena
sociedad, en un sentido amplio, debe ser una asociación de hombres
que se han hecho amigos por una inteligente comunicación.
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