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Aguirre en las cruzadas

Se repite que el cambio tiene nombre de mujer. Manuela,


Mónica, Ada. Y yo me pregunto a qué género pertenecían
Esperanza, Rita o María Dolores
Elvira Lindo 29 MAY 2015 - 00:00 CEST

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Esperanza Aguirre. / Emilio Naranjo (EFE)

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A la hora de escribir esta columna me impongo una condición innegociable: “Evitar los lugares
comunes por muy populares que sean”. Hay un lugar común que en estos días brota de la boca de
muchos opinadores, aunque cada uno lo exprese como si fuera un pensamiento que acaba de inventar.
Se dice y se repite que el cambio que a punto está de producirse tiene nombre de mujer. Manuela,
Mónica, Ada. Y yo me pregunto a qué genero, bromas aparte, pertenecían estas otras que respondían al
nombre de Esperanza, Rita o María Dolores. Cuando los barones reaccionarios tratan de desprestigiar a
una mujer que no les cuadra ideológicamente la tildan de mostrenca, de ambiciosa, de poco femenina.
Cuando los varones progresistas critican a una política también utilizan insultos muy ligados
tradicionalmente a la condición femenina: bruja, manipuladora, histérica o ridícula. En ambos casos se
fija la crítica en el físico y en la edad. Nada nuevo. El caso es que el género acaba pesando siempre
como una losa: solo aceptamos la soberanía de las mujeres cuando piensan estrictamente lo mismo que
nosotros. Reconozco mi radicalidad en este asunto. El sexo no te liga por fuerza a unos mandamientos
ideológicos. El único compromiso que asumo por mi condición es el de defender el derecho de
cualquier mujer a ser lo que le plazca y a pensar lo que quiera.

Dicho esto, hay mujeres que mejoran la vida de otras mujeres por el hecho de defender una sociedad
más justa, y no hay sociedad justa sin la participación activa de la mitad de la población; en ese
sentido, Manuela, Ada o Mónica, con sus proyectos de aliviar el desamparo de los desfavorecidos, de
promover la sanidad y la educación públicas y de frenar el despropósito especulativo que está
entregando las ciudades a un grupo reducido de billonarios que campean a sus anchas sin ser
controlados por las autoridades, Manuela, Ada o Mónica, esas tres representantes ciudadanas, pueden
(deben) facilitar la vida de las mujeres, que siempre que llegan las crisis y los malos tiempos son las
que llevan las de perder. Manuela Carmena lo sabe más que ninguna, por pertenecer a la generación de
mujeres que nos allanaron el camino, que era tortuoso, a las que vinimos después. Por ellas siento
devoción y agradecimiento. Esta semana se definía Carmena a sí misma en la radio como “una señora
mayor”. Ya era hora de que las señoras mayores tomaran el poder, de hecho, son las que en nuestro
país tienen tomada la calle, las más activas culturalmente, las que llenan los actos públicos, las
excursiones, las visitas museísticas, los clubes de lectura, los gimnasios con sus zumbas, las
inagotables, las que acuden a los cursos de Historia, a las visitas guiadas, las que no renuncian a la
entrega social. Unas radicales, sin duda, en grado sumo. Señoras mayores muy activas en ese whatsapp
presencial que tiene lugar a diario en las cafeterías a eso de las seis de la tarde.

En el reverso está Esperanza, que también es mujer. Aguirre fue jaleada y glosada por grandes firmas
de nuestro tiempo a las que encandilaba ese estilo castizo tan de señora bien que desciende con su
verbo a la altura del pueblo. Esperanza encajaba bien las bromas y las asumía sin miedo a convertirse
en personaje. Esperanza era la lideresa con la que soñaba ese sector de ultraliberales que siempre ha
considerado a Mariano el “hombre blandengue”, como diría El Fary. Pero está visto que el aplomo y la
retranca le venían a Aguirre del convencimiento insensato de que sus poderes no tenían caducidad;
ahora, cuando todo se derrumba, le echa la culpa al partido, a Rajoy, a los radicales insensatos que han
votado a una contrincante que quiere convertir Madrid en el país de los sóviets. A mí me ha sonado el
disparate un poco tintinesco, no sólo por la referencia al título de uno de los álbumes de Tintín sino por
el trazo socarrón de los personajes de Hergé. Con cachondeo y rapidez, los votantes de Manuela han
contestado a Esperanza con fotos que desmontan el insulto: padres con niños, señoras mayores,
escenas domésticas de lo más corriente y un hashtag que ironiza sobre el asunto: “Para Espe #yo soy
radical”. El primer signo de desparrame que advertí en Aguirre fue cuando afirmó en la tele que había
muchos que más que desbancarla querían fusilarla al amanecer. No percibí ya humor alguno en esa
frase sino agresividad y mal estilo. Luego vino lo que todos sabemos. Pero nunca he interpretado su
nerviosismo en función de sexo. Se trata sin más de alguien que se resiste a dejar de mandar.

Yo, que me imagino a todo el mundo en el colegio, pienso, “dios mío, menos mal que no me tocó en
mi clase”.

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