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Hugo Midón: Teatro infantil, apto para todo público


Un espectáculo tiene distintas lecturas, según la edad y la experiencia del espectador. Como decía Ariel
Bufano, un maestro titiritero que estuvo muchos años en el Teatro San Martín: no hay rosas para niños y
rosas para adultos"

¿Quién es Hugo Midón?

Es actor, autor y director teatral. Desde los años 70, con La vuelta manzana, Pajaritos en la cabeza,
Cantando sobre la mesa y El imaginario, entre otras obras, innovó el teatro para niños. Su propuesta se
dirige a niños curiosos, inteligentes, imaginativos y con gran capacidad de juego, constructores de sentido e
interlocutores valiosísimos para mirar el mundo. En los 80 puso en escena Narices, una obra que les hablaba
a los chicos sobre el proceso militar y la recuperación de la democracia. Su paso por la televisión, como
realizador de programas infantiles, le brindó un gran manejo de la síntesis y le dio herramientas para
animarse a nuevos saltos en su propia dramaturgia. Siguieron Vivitos y coleando (I, II y III) , Locos re-
cuerdos, Popeye y Olivia, El salpicón, Stan y Oliver, La familia Fernández, Objetos maravillosos, Huesito
Caracú, y más recientemente Derechos torcidos.

Desde 1982 es director y docente del Centro de Formación Teatral Río Plateado. A lo largo de su carrera ha
recibido importantes premios. En dupla fiel desde los comienzos con el músico Carlos Gianni, Hugo Midón
es uno de los referentes más destacados y respetados de la comedia musical infantil.

En esta entrevista nos habla acerca de su larga experiencia como teatrista y sobre sus nuevos proyectos para
el cine y la televisión.

Por Mónica Klibanski y Carolina Gruffat

—Su propuesta teatral está asociada a la ruptura de algunos clichés del teatro infantil. ¿Cuáles son estos
lugares comunes que fue rompiendo a lo largo del tiempo, desde la puesta en escena de La vuelta
manzana, en la década del 70?

—En principio, se ha modificado un poco en la sociedad el trato y la consideración con respecto a la niñez.
Creo que ha cambiado positivamente. Por ejemplo, los padres de hoy somos más dialogadores que lo que
fueron nuestros padres, cuando había reglas claras de lo que era una familia; funcionaba de esa manera, y
uno tenía que canalizar las inquietudes siempre fuera el hogar. Hoy me parece que hay más apoyo –lo siento
con mis hijos, ahora lo empiezo a sentir con mis nietos, en el sentido de facilitar la concreción de sus
sueños-; eso es una cosa que 35 años atrás era diferente. Había pocos espectáculos para chicos, y desde el
arte consideraban que ese público era inferior al público adulto. ¿Por qué era inferior? Porque eran más
chicos. Había una teoría que decía “con dos globos y un payaso entretenemos a los chicos”.

—¿Eso tenía que ver solamente con una escasez de recursos o se ponían otras cosas en juego?

—Sí, claro, era una especie de colonialismo a ultranza. La función del chico dentro de la sociedad era
distinta. Eso fue cambiando, y dio oportunidad a que el teatro se fuera desarrollando, teniendo en cuenta
esos cambios de concepción de la niñez. En ese sentido, yo desde el comienzo sentí una valoración especial
por los chicos, a los que consideraba mis pares en cuanto a seres humanos y a importancia en la vida. Me
interesaba mucho el diálogo con los chicos, aun fuera del teatro –eso era una cosa que yo traía, no sé bien el
porqué de ese interés espontáneo–. En una reunión, me interesaba más hablar con un chico o una chica que
con un grande. Y en ese diálogo con los chicos que establecí dentro y fuera del teatro aprendí todo lo que sé
de teatro.

Al comienzo, tuve muy en cuenta lo que en la educación se planteaba como las necesidades e intereses de
los niños en determinadas edades, y hacía un tipo de espectáculo de mucha sencillez, que no iba más allá de
lo que en ese momento se podía pensar que había que hacer para niños. Lo que de entrada sí fue más allá fue
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la atención a cada uno de los elementos que conforman un espectáculo. Incorporé profesionales al vestuario,
escenografía, iluminación, coreografía, música, considerando que esto era importante en sí mismo. Mi
criterio fue: tiremos abajo esta teoría de “un globo y un payaso”, y vayamos en serio. Veamos qué tenemos
para contarles.

—Cuando habla de sencillez ¿se refiere al tipo de historias?

—Sí, al tipo de historias que dio lugar, por ejemplo, a La vuelta manzana, mi primera obra: la historia de un
espantapájaros que recorre la vuelta manzana, buscando un oficio mejor que el de espantapájaros. Esta
recorrida por los oficios fue muy bien recibida por las maestras, que en esa época solían salir a hacer el
recorrido de la manzana. La obra teatral ilustraba justamente eso y se podía trabajar muy bien en el aula a
partir de la visualización del espectáculo. Fueron, por lo tanto, muchas escuelas enteras a ver la obra.

—¿Cuál es el principal rasgo infantil en su obra?

—Me parece que el rasgo infantil está ligado a la intención que yo tengo de comunicar a un espectador de
distintas edades. A todo ese público nos dirigimos con un espectáculo que tiene distintas lecturas, según la
edad y la experiencia del espectador. Como decía Ariel Bufano, un maestro titiritero que estuvo muchos
años en el Teatro San Martín: “no hay rosas para niños y rosas para adultos”, no hay paisajes para niños y
paisajes para adultos. El paisaje es el mismo, la obra es la misma, pero con esa obra un chico de dos años va
a hacer una experiencia y el adulto va a hacer otra, y es así como tiene que ser. Por eso, nosotros lo
llamamos teatro para todo público, no teatro para niños. Yo sé que hay muchas cosas que los chicos no van a
entender en toda su profundidad; a lo mejor lo entienden literalmente. Por eso a veces los niños se ríen con
una cosa con la que los padres lloran.

—¿Hay maneras de contar una historia que atraigan particularmente a los chicos?

—El teatro, como género, es acción. Así como el cine es imagen, el teatro es acción. Y sobre todo en el
teatro para chicos hay que contar a través de lo que pasa, más que a través de lo que se dice. La palabra ahí
cumple una función, naturalmente, pero no es lo más importante, como lo es en la literatura. En el teatro lo
más importante es lo que pasa. Eso me llevó a desarrollar mucho el género de la comedia musical, donde lo
que pasa es muy fuerte, y a hacer escenas fuertes y contundentes, muy limpias de texto.

Hacer cuadros cortos o “flashes” que tengan un atractivo en sí mismos, en lugar de una historia en la que
hay que esperar hasta llegar al final. Eso se fue acentuando en mi trabajo. Como en el caso de Derechos
torcidos u Objetos maravillosos, donde se cuenta una historia, hay una trama, un pretexto, y cada cuadro es,
en sí mismo, algo que puede sacarse o ponerse, como un módulo.

DEL TEATRO A LA TELEVISIÓN, IDAS Y VUELTAS

—Volviendo a lo que decía sobre el peso que tienen las acciones, que se trata de historias breves, que
empiezan y terminan ¿podría pensarse que estas características formales facilitaron el traspaso de las
obras a un formato televisivo?

—A mí me parece que el formato con esas características tiene que ver con mi paso por la televisión. Eso
fue en el 89. De ahí en más empecé a hacer cosas como Vivitos y coleando, El salpicón, La familia
Fernández, Locos re-cuerdos. A partir de ahí empecé a hacer espectáculos “flashísticos”. Porque lo que
encontré de bueno en la televisión para mi desarrollo como actor, director y autor fue la capacidad de
síntesis, de resolver rápido una situación, que en lo posible pase, ocurra, no tanto que se diga.
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En el 83 había creado una obra que tenía mucho que ver con lo que nos había sucedido antes de esa fecha y
la esperanza que teníamos todos a partir de la recuperación de la democracia. Esa obra se llamó Narices, y
ya tenía algo de eso, primero porque aparecían los clowns, como símbolo de un país que se sacaba esos
anteojos negros que tenían los canas que iban en los Ford Falcon, se ponían narices de payaso. Había mucha
alegría en el ambiente. La gente estaba eufórica porque habíamos recuperado la democracia. En el 83 ya
había un poco de flash en este espectáculo. Contaba la historia de una pareja de payasos que habían sido
olvidados en una bohardilla y estaban llenos de telarañas, y ahí habían estado por unos cuantos años. Venían
unos duendecitos, que eran unos chiquitos acróbatas que andaban por los aires, y les sacaban todas las
telarañas. Y así esta pareja de payasos revivía y el lugar donde vivían empieza a limpiarse un poco de
telarañas. Esa obra tenía una gran cantidad de contenido político y era una obra para chicos también. Lo que
pasaba en el escenario eran cosas absurdas.

—¿Esta obra fue unánimemente bien recibida?

—Hubo rechazo. Decían: “Esto no es para chicos” y cuando preguntaba al público por qué me decían:
“porque yo me emocioné, pero los chicos ¿qué saben de todo esto?”.
Yo creo que de todo esto los chicos sabían mucho más de lo que nosotros nos imaginábamos. La crítica
advertía en los medios que no era un espectáculo “apropiado” para los niños.

—¿Cree que el peso de lo pedagógico en todo producto cultural dirigido a los niños coarta al artista?

—Yo me fui abriendo la cabeza sobre las posibilidades respecto de lo que se podía hablar o no hablar, de
espectáculo en espectáculo. Había permisos que me estaban dando los mismos chicos. Yo siempre iba más
allá, aún más allá, y se podía. Los chicos no se levantaban y se iban, sino que al contrario, disfrutaban. Y
volvían a ver el espectáculo, y al volver a verlo hacían otra lectura, se iban dando cuenta de más cosas. Yo
me he encontrado con muchos chicos de 20 años que fueron a ver Narices cuando eran chicos y me dicen:
“Cuando yo vi Narices flasheé, me rompiste la cabeza”.
Era una historia sencilla, dos payasos olvidados en un desván, esa era una lectura literal, lectura sencilla para
cualquier chico.

—¿Los chicos por sí mismos construyen sentido? ¿Qué tipo de lectura pueden construir respecto de lo
que ven? ¿Usted piensa en espectadores niños que pueden hacer lecturas?

—Totalmente. Y es más: cada niño va a hacer su propia lectura, y esto hay que respetarlo mucho. En la
escuela se masifica mucho la opinión. Yo lo veo cuando las maestras llevan a los chicos al teatro los días de
semana. Lo que observo es que lo que parece más importante que cualquier otra cosa es el silencio, cuando
el bullicio al ir a ver un espectáculo es lo lógico. El “¡silencio, señores!” yo lo vengo escuchando desde
hace 60 años. A un chiquito de 8 años le dicen: “Silencio, Martínez”, y digo yo: ¡cómo puede llamarse
Martínez una cosa tan chiquita!…Esto refleja la educación que se dirige a la población.

La educación a veces pega un salto, para que la gente pueda continuar, ampliar su visión de las cosas. Otras
veces la educación es tan conservadora como es la sociedad. Entonces la cosa es: “Entendieron todos lo
mismo, y les gustaron a todos las mismas cosas”. Por ejemplo, un chico de jardín de infantes ve una obra y
cuando le preguntan sobre qué parte le gustó más dice: “ A mí me gustó cuando la nena se iba”, y otro nene
dice: “A mí me gustó cuando volvió el señor”. Entonces la maestra hace toda una interpretación. Esto surge
en charlas después de ver la obra. Por eso sé mucho lo que piensan los docentes: tiene que ver con la
necesidad de cerrar. Yo creo que es bueno cerrar, pero si primero abriste, y cerrar con lo que ocurrió a partir
de lo que abriste.
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Y esa cantidad de detalles que observan los chicos conforma tal vez la línea argumental de un espectáculo,
los momentos bellos -porque me acuerdo de que era un momento bello cuando la nena se iba-. Y al otro le
gustó cuando volvió el señor, porque era divertido lo que hacía el señor. Las dos cosas son importantes, y los
detalles que tiran ellos a mí me conmueven. Lo importante para los chicos son los detalles, y no tanto lo
general. Hay que procurar que el chico esté bien; si está bien está abierto al juego, al conocimiento; pero la
escuela de repente se pone seria a los seis años.

—El juego es un elemento muy recurrente en sus obras…

—Sí, el juego con todo: juego corporal, con el lenguaje, con la resonancia de las palabras, con las
asociaciones libres que podemos hacer a partir de una palabra…

—¿Este rasgo o característica del teatro tiene espacio en la escuela, que generalmente tiende a un
modelo más racionalista?

—A mí me parece que tiene poco espacio; yo le daría más espacio. Me parece que hay un temor al desorden.
Lo advierto porque a veces hago talleres para las maestras, propongo algunas cosas y dicen: “el problemas
es el desorden, la indisciplina”. Es muy difícil jugar en el orden. Justamente, jugar es desordenar la realidad
y transformarla en otra cosa, es desordenar para armar, pero eso es tan humano que ir en contra sería ir en
contra de la salud del individuo.

—Lo pedagógico muchas veces restringe las experiencias o, como usted dice, masifica, pero ¿se puede
pensar en un teatro despegado de cualquier cuestión pedagógica, sin la pretensión de dejar una
moraleja?

—Me parece que justamente esa intención de cerrar hace que una obra o una conversación se vuelva
pedagógica, adónde lo que queremos mostrar ya lo sabemos de antemano. Se puede plantear la posibilidad
de ir hacia un lugar donde no sabemos qué va a pasar, y a dónde vamos a llegar. O sea, abrir hacia la
imaginación, el juego, la fantasía, los impulsos, los deseos, y otros elementos que nos pueden llevar a ese
mundo del porque sí, del azar. Y de ahí sacar conclusiones. Porque dentro de ese mundo hay una lógica tan
lógica como en el mundo concreto y realista. Una persona que habló mucho de este tema fue Gianni Rodari,
en un libro que se llama Gramática de la fantasía. A lo que apunta Rodari es a señalar que dentro de la
fantasía hay una lógica, por eso uno puede crear, pero también hay un límite, dado por los valores que se
manejan dentro del campo de lo fantástico.

—¿Por qué será que se piensa que, por ejemplo, una obra de teatro que ensalza lo ecológico puede tener
efecto educativo para el público infantil, y no es tan frecuente este tipo de teatro en la cartelera de
espectáculos para adultos?

—Por que hay un deseo de enseñar en cuanto uno vislumbra la palabra niño. Los adultos tenemos esa
reacción inmediata: “tenemos un niño, podemos enseñarle algo”; y nunca, o pocas veces, uno ve un niño y
piensa que puede aprender de él acerca de cualquier tema. Acercarse a un chico con esa intención, no de
enseñarle; en todo caso, de aprender juntos. Ya se habla en algunas escuelas de aprender juntos, dialogar con
el otro, y ver y respetarlo absolutamente al otro.

Fecha: Junio de 2006

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