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ANTON SEMIONOVICH MAKARENKO

¿Por qué estudiamos en los centros de enseñanza técnica superior la resistencia de los materiales y, en
cambio, no estudiamos en los institutos pedagógicos la resistencia de la personalidad cuando se la empieza a
educar? Sin embargo, para nadie es un secreto que esta resistencia se produce. En fin, ignoro por qué no
tenemos tampoco una sección de control que pudiera decir a los diversos chapuceros pedagógicos:
—El 90% de su producción, amiguitos, es defectuosa. Ustedes no han hecho una personalidad comunista,
sino una porquería, un borrachín, un holgazán y un codicioso. Hagan el favor de pagar de su sueldo. (...)
Desde las cimas de los despachos olímpicos no se disciernen los detalles y los fragmentos del trabajo. Desde
allí se ve tan sólo un mar infinito de infancia sin fisonomía, y, mientras tanto, en el propio despacho se exhibe
el modelo de un niño abstracto, hecho de los materiales más ligeros: ideas, papel impreso, sueños irreales.
(Libro tercero, capítulo 10)

En mi informe acerca de la disciplina yo me había permitido poner en duda el acierto de tesis que entonces
eran reconocidas generalmente y que afirmaban que el castigo no hace más que educar esclavos, que se
debía dar libre espacio al espíritu creador del niño y, sobre todo, que era preciso hacer hincapié en la auto
organización y en la autodisciplina. Me permití sostener el punto de vista, para mí incuestionable, de que,
mientras no existiera la colectividad con sus organismos correspondientes, mientras faltasen la tradición y los
hábitos elementales de trabajo y de vida, el educador tendría derecho a la coerción, a cuyo empleo no debía
renunciar. También afirmé que era imposible fundamentar toda la educación en el interés, que la educación del
sentimiento del deber se hallaba frecuentemente en contradicción con el interés del niño, en particular tal como
lo entendía él mismo. A mi juicio, se imponía la educación de un ser resistente y fuerte, capaz de ejecutar
incluso un trabajo desagradable y fastidioso si lo requerían los intereses de la colectividad.
(Libro primero, capítulo 17)

No sé por qué —probablemente por un instinto pedagógico ignoto para mí—, me aferré a la instrucción militar.
(...) Después del trabajo, dedicábamos todos los días una o dos horas a esos ejercicios, en los que participaba
toda la colonia. (...) A los muchachos les gustaba mucho todo esto, y pronto tuvimos fusiles de verdad, porque
se nos aceptó con alegría en las filas de la instrucción militar general, ignorando artificialmente nuestro
tenebroso pasado de infractores de la ley. Durante la instrucción, yo era severo e inflexible como un auténtico
jefe; los muchachos aprobaban plenamente tal actitud. Así sentamos el comienzo del juego militar, que debería
ser más tarde uno de los motivos fundamentales de toda nuestra vida.
Yo observé ante todo, la influencia positiva que ejercía el porte militar. Cambió por completo el aspecto del
colono: se hizo más esbelto y más fino, dejó de recostarse en las mesas y en las paredes, podía mantenerse
libre y airoso sin necesidad de soportes. Ya los nuevos colonos empezaron a distinguirse notablemente de los
viejos. Hasta el propio andar de los muchachos se hizo más seguro y más flexible; ahora iban con la cabeza
erguida y empezaban ya a echar al olvido su costumbre de tener siempre metidas las manos en los bolsillos.
(...)
Por aquel tiempo, precisamente, fue introducida en la colonia la regla de responder a cada orden, en señal de
aquiescencia y de conformidad, con las palabras “a la orden”, contestación magnífica que se subrayaba con el
amplio saludo de los pioneros. (Libro primero, capítulo 23)

—A ti se te dirá: estás arrestado, y tú responderás: ¿Por qué? Yo no soy culpable.


—¿Y si, efectivamente, no soy culpable?
—¿Ves cómo no lo entiendes? Tú crees que el no ser culpable tiene una enorme importancia. Pero cuando
seas colono, entonces comprenderás otra cosa... ¿cómo explicártelo?... Comprenderás que lo importante es la
disciplina y que la cuestión de si eres o no culpable, no es, en realidad, un asunto de tanta importancia.
(Libro tercero, capítulo 9)

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