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RELATOS,
CUENTOS SOBRE
PACTOS CON EL
DIABLO,
EXORCISMO Y
POSESIONES
SELECCIÓN HECHA POR
GUILLERMO ENRIQUE
Textos tomados
PALENCIA de
MENDOZA
http://elespejogotico.blogspot.co
m/
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Contenido
1. JOVEN FLAMENCA ESTRANGULADA POR EL DIABLO. JEUNE FILLE
FLAMANDE ÉTRANGLÉE PAR LE DIABLE, CHARLES NODIER (1780-1844)..........3
El grito fue tan espantoso que el padre de la joven y todos los que estaban en
la casa concibieron al oírlo el presagio de alguna desgracia. Se apresuraron a
subir a la habitación donde encontraron a la doncella rígida y muerta, con el
cuello y el rostro negros y magullados. Tenía la boca azulada y desfigurada de
tal manera que todos retrocedieron de espanto.
La primera vez que me encontré con él, fue en París y a toda ley. Él bebía un
café solo sobre un mostrador de un bar del muelle de la Tournelle, hacia las
once de la noche. Estábamos los dos algo bebidos. Recuerdo, no obstante,
que el fonógrafo del establecimiento tocaba en aquel preciso momento «El
despertar del negro» al banjo. El Demonio me propuso en un primer momento
una partida de ese juego de azar, derivado del zanzíbar, vulgarmente conocido
como «ano» porque sólo cuentan los ases. La rechacé, conocedor de la
grotesca fama que este juego tiene en numerosos círculos y casinos de la zona
costera. Entonces me propuso muy educadamente que le hiciera compañía por
el muelle hasta que sonara la primera campanada de medianoche, instante en
el que Él retoma su servicio. Dimos algunos pasos en silencio. Luego, como
era de prever, Él intentó ejercer sobre mí distintos tipos de seducción, con el
objetivo de apropiarse de mi alma inmortal a poca costa.
—¿Quiere hacerse invisible? —insinuó en voz baja con el tono que los
parisinos adoptan habitualmente para venderle tarjetas transparentes a los
ingleses en el atrio de Notre-Dame—. Pues bien: póngase bajo el brazo el
corazón de un murciélago, el de una gallina negra, o mejor aún, el de una rana
de quince meses. Pero es más eficaz robar un gato negro, comprar un puchero
nuevo, un espejo, un encendedor, una piedra de ágata, carbón y yesca...
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—Hijo mío —me contestó entonces el Diablo con indulgencia— piense que en
París y su extrarradio existen tres millones de habitantes. Si atendiera su deseo
de hacer algo maravilloso, vería de inmediato que dos millones y medio de
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3. LA LEYENDA DEL MONTE SAINT-
MICHEL Guy de Maupassant
Primero lo había visto desde Cancale; era un castillo de hadas erguido sobre el
mar. Lo vi confusamente, como una sombra gris que se alzaba en el cielo
brumoso.
Volví a verlo desde Avranches, cuando se ponía el sol. La inmensa extensión
de la arena estaba roja, el horizonte estaba rojo, la bahía desmesurada estaba
toda roja; sólo la abadía escarpada, nacida allí, lejos de la tierra, como una
mansión fantástica, grandiosa como un palacio de ensueño, increíblemente
extraña y bella, permanecía casi negra entre el púrpura del día que moría.
Al día siguiente, al alba, fui hacia ella a través de la arena, con la mirada fija en
aquella monstruosa joya, grande como una montaña, cincelada como un
camafeo, y vaporosa como una muselina. Cuanto más me acercaba, más
admirado me sentía, ya que quizás no haya nada en el mundo más
sorprendente y perfecto.
Y caminé sin rumbo, sorprendido como si hubiera descubierto la residencia de
un dios a través de aquellas salas sobre columnas, ligeras o pesadas, a través
de aquellos pasillos calados de parte a parte, levantando mis ojos maravillados
sobre aquellos pequeños campanarios que parecían centellas de camino al
cielo y sobre toda aquella increíble maraña de torrecillas, gárgolas, adornos
esbeltos y encantadores, fuegos artificiales en piedra, encajes de granito, obra
de arte de arquitectura colosal y delicada.
Mientras permanecía extasiado, un campesino de la Baja NormandÍa me
abordó y se puso a contarme la historia de la gran disputa de san Miguel con el
diablo.
Un escéptico ingenioso dijo: "Dios ha hecho el hombre a su imagen, pero el
hombre se lo ha devuelto bien."
Estas palabras definen una verdad eterna y sería muy curioso estudiar en cada
continente la historia de la divinidad local, así como la de los santos patronos
en cada una de nuestras provincias. El negro tiene ídolos feroces, devoradores
de hombres; el mahometano polígamo puebla su paraíso con mujeres; los
griegos, como gente práctica que son, habían divinizado todas las pasiones.
Cada pueblo de Francia está situado bajo la invocación de un santo protector,
moldeado a imagen de sus habitantes.
Ahora bien, san Miguel vela por la Baja Normandía; san Miguel, el ángel
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4. EL DIABLO DE CERA.
LE DIABLE DE CIRE, JEAN RAY (1887-
1964)
Era un amanecer gris y algunos faroles brillaban aún, aquí y allá. El grupo de
mirones estaba compuesto principalmente por personas que tenían que
levantarse muy temprano para acudir al despacho o a la fábrica. Aunque iba a
desembocar a Cornhill, la calle estaba casi desierta. Pasó aún algún tiempo
antes de que los policías descubrieran el cuerpo, que dejaron allí en su ridícula
posición de muñeco desarticulado hasta que llegó el comisario. Este apareció
pronto caminando por la acera opuesta, en compañía de un joven de rostro
inteligente.
Entró en la casa vacía, subió la escalera hasta el tercer piso y llegó por fin a la
habitación misteriosa: cuya ventana había quedado abierta. Al pasar había
notado que todas las habitaciones estaban por completo desprovistas de
mobiliario. En ésta, sin embargo, había varios objetos de aspecto miserable:
una silla de caña y una mesa de madera blanca; sobre esta última se veía una
gran vela que sin duda había apagado alguna ráfaga de aire poco después del
drama. Una fina capa de polvo cubría la mesa, cuya madera no parecía limpia
más que en tres sitios. El polvo mostraba en efecto las huellas de dos círculos
vagos y de un rectángulo perfecto. White no tuvo que reflexionar mucho para
descubrir la causa.
-Bascrop -se dijo- ha debido sentarse aquí para leer, a la luz de esta vela. La
marca rectangular debe ser la del libro. En cuanto a estos dos redondeles sin
duda son los codos del pobre hombre. ¿Pero dónde está el libro? Nadie más
que yo ha entrado en esta casa desde la muerte del propietario. Por lo tanto, el
desgraciado debía tenerlo en la mano en el momento de su caída.
-¡Tenga su chelín!
Es así como White vino a entrar en posesión del libro que buscaba.
-Un libro de magia -murmuró el inspector- que data nada menos que del siglo
XVI. En aquel tiempo los verdugos solían quemar esta clase de libros y no
andaban equivocados.
-Bueno, amigo mío -dijo el doctor-, no había oído contar nunca que nadie
pudiese abatir al diablo con la ayuda de un simple revólver. Y, sin embargo, es
lo que usted ha hecho.
-¡El diablo! -balbuceó el inspector.
-Amigo mío, si hubiera fallado usted la vela hubiese corrido sin duda la misma
suerte que el desgraciado Bascrop. Porque, sabe, la clave del misterio era
precisamente la vela. Debía tener por lo menos cuatro siglos y estaba fabricada
con una cera llena de alguna materia terriblemente volátil, de la que los brujos
de aquella época conocían la fórmula. La extensión del texto mágico que había
que leer fue calculado de tal forma que la vela tenía que arder durante un
cuarto de hora entero, que es tiempo más que suficiente para que una
habitación se llene por completo de un gas peligroso, capaz de envenenar el
cerebro humano y de despertar en la víctima la idea obsesiva del suicidio.
Confieso que esto no es más que una suposición, pero creo, sin embargo., no
andar lejos de la verdad.
White no tenía deseo alguno de entablar una discusión sobre este tema.
Además, ¿qué otra hipótesis podría él arriesgar? A menos que...
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5. EL DIABLO Y EL RELOJERO.
THE DEVIL AND THE WATCHMAKER,
DANIEL DEFOE (1659-1731)
Viva en la parroquia de San Bennet Funk, cerca del Mercado Real, una
honesta y pobre viuda quien, después de morir su marido, tomó huéspedes en
su casa. Es decir, dejó libres algunas de sus habitaciones para aliviar su renta.
Entre otros, cedió su buhardilla a un artesano que hacía engranajes para
relojes y que trabajaba para aquellos comerciantes que vendían dichos
instrumentos, según es costumbre en esta actividad.
Sucedió que un hombre y una mujer fueron a hablar con este fabricante de
engranajes por algún asunto relacionado con su trabajo. Y cuando estaban
cerca de los últimos escalones, por la puerta completamente abierta del altillo
donde trabajaba, vieron que el hombre (relojero o artesano de engranajes) se
había colgado de una viga que sobresalía más baja que el techo o cielorraso.
Atónita por lo que veía, la mujer se detuvo y gritó al hombre, que estaba detrás
de ella en la escalera, que corriera arriba y bajara al pobre desdichado. En ese
mismo momento, desde otra parte de la habitación, que no podía verse desde
las escaleras, corrió velozmente otro hombre que llevaba un escabel en sus
manos. Éste, con cara de estar en un grandísimo apuro, lo colocó debajo del
desventurado que estaba colgado y, subiéndose rápidamente, sacó un cuchillo
del bolsillo y sosteniendo el cuerpo del ahorcado con una mano, hizo señas con
la cabeza a la mujer y al hombre que venía detrás, como queriendo detenerlos
para que no entraran; al mismo tiempo mostraba el cuchillo en la otra, como si
estuviera por cortar la soga para soltarlo.
Ante esto la mujer se detuvo un momento, pero el hombre que estaba parado
en el banquillo continuaba con la mano y el cuchillo tocando el nudo, pero no lo
cortaba. Por esta razón la mujer gritó de nuevo a su acompañante y le dijo:
Pero el que estaba subido al banquillo nuevamente les hizo señas de que se
quedaran quietos y no entraran, como diciendo: «Lo haré inmediatamente».
Entonces dio dos golpes con el cuchillo, como si cortara la cuerda, y después
se detuvo nuevamente. El desconocido seguía colgado y muriéndose en
consecuencia. Ante la repetición del hecho, la mujer de la escalera le gritó:
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-Déjame pasar. Te aseguro que yo lo haré -y con estas palabras llegó arriba y a
la habitación donde estaban los extraños.
Pero cuando llegó allí ¡cielos! el pobre relojero estaba colgado, pero no el
hombre con el cuchillo, ni el banquito, ni ninguna otra cosa o ser que pudiera
ser vista a oída. Todo había sido un engaño, urdido por criaturas espectrales
enviadas sin duda para dejar que el pobre desventurado se ahorcara y
expirara. El visitante estaba tan aterrorizado y sorprendido que, a pesar de todo
el coraje que antes había demostrado, cayó redondo en el suelo como muerto.
Y la mujer, al fin, para bajar al hombre, tuvo que cortar la soga con unas tijeras,
lo cual le dio gran trabajo.
Como no me cabe duda de la verdad de esta historia que me fue contada por
personas de cuya honestidad me fío, creo que no me dará trabajo convencerlos
de quién debía de ser el hombre del banquito: fue el Diablo, que se situó allí
con el objeto de terminar el asesinato del hombre a quien, según su costumbre,
había tentado antes y convencido para que fuera su propio verdugo. Además,
este crimen corresponde tan bien con la naturaleza del Demonio y sus
ocupaciones, que yo no lo puedo cuestionar. Ni puedo creer que estemos
equivocados al cargar al Diablo con tal acción.
Por el año 1727, cuando los terremotos se producían con cierta frecuencia en
la Nueva Inglaterra, y hacían caer de rodillas a muchos orgullosos pecadores,
vivía cerca de este lugar un hombre flaco y miserable, que se llamaba Tomás
Walker. Estaba casado con una mujer tan miserable como él: ambos lo eran
tanto, que trataban de estafarse mutuamente. La mujer trataba de ocultar
cualquier cosa sobre la que ponía las manos; en cuanto cacareaba una gallina,
ya estaba ella al quién vive, para asegurarse el huevo recién puesto. El marido
rondaba continuamente, buscando los escondrijos secretos de su mujer;
abundaban los conflictos ruidosos acerca de cosas que debían ser propiedad
común. Vivían en una casa, dejada de la mano de Dios, que tenía un aspecto
como si se estuviera muriendo de hambre. De su chimenea no salía humo;
ningún viajero se detenía a su puerta; llamaban suyo un miserable caballejo,
cuyas costillas eran tan visibles como los hierros de una reja. El pobre animal
se deslizaba por el campo, cubierto de un pasto corto, del cual sobresalían
rugosas piedras, que si bien excitaba el hambre del animal no llegaba a
calmarla; muchas veces sacaba la cabeza fuera de la empalizada, echando
una mirada triste sobre cualquiera que pasase por allí, como si pidiera que le
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sacase de aquella tierra de hambre. Tanto la casa como sus moradores tenían
mala fama. La mujer de Tomás era alta, de malísima intención, de un
temperamento fiero, de larga lengua y fuertes brazos. Se oía a menudo su voz
en una continua guerra de palabras con su marido: su cara demostraba que
esas disputas no se limitaban a simples dimes y diretes. Sin embargo, nadie se
atrevía a interponerse entre ellos. El solitario viajero se encerraba en sí mismo
al oír aquel escándalo y rechinar de dientes, observaba a una cierta distancia
aquel refugio de malas bestias y se apresuraba a seguir su camino,
alegrándose, si era soltero, de no estar casado.
Un día, Tomás Walker, que había tenido que dirigirse a un lugar distante, cortó
camino, creyendo ahorrarlo, a través del pantano. Como todos los atajos,
estaba mal elegido. Los árboles crecían muy cerca los unos de los otros,
alcanzando algunos los treinta metros de altura, debido a lo cual, en pleno día,
debajo de ellos parecía de noche, y todas las lechuzas de la vecindad se
refugiaban allí. Todo el terreno estaba lleno de baches, en parte cubiertos de
bejucos y musgo, por lo que a menudo el viajero caía en un pozo de barro
negro y pegadizo; se encontraban también charcos de aguas obscuras y
estancadas, donde se refugiaban las ranas, los sapos y las serpientes
acuáticas, y donde se pudrían los troncos de los árboles semisumergidos, que
parecían caimanes tomando el sol.
Finalmente llegó a tierra firme, a un pedazo de tierra que tenía la forma de una
península, que se internaba profundamente en el pantano. Allí se habían hecho
fuertes los indios durante las guerras con los primeros colonos. Allí habían
construido una especie de fuerte, que ellos consideraron inexpugnable y que
utilizaron como refugio para sus mujeres e hijos. Nada quedaba de él, sino una
parte de la empalizada, que gradualmente se hundía en el suelo, hasta quedar
a su mismo nivel, en parte cubierto ya por los árboles del bosque, cuyo follaje
claro se distinguía nítidamente del otro más oscuro de los del pantano.
-¿Qué hace usted en mis terrenos? -preguntó el hombre tiznado, con una voz
ronca y cavernosa.
-¡Sus terrenos! - exclamó burlonamente Tomás.
Son tan suyos como míos; pertenecen al diácono Peabody.
-Maldito sea el diácono Peabody -dijo el extraño individuo-; ya me he prometido
que así será, si no se fija un poco más en sus propios pecados y menos en los
del vecino. Mire hacia allí y verá cómo le va al diácono Peabody.
Tomás miró en la dirección que indicaba aquel extraño individuo y observó uno
de los grandes árboles, bien cubierto de hojas, por su parte exterior, pero cuyo
tronco estaba enteramente carcomido, tanto que debía estar enteramente
hueco, por lo que lo derribaría el primer viento fuerte. Sobre la corteza del árbol
estaba grabado el nombre del diácono Peabody, un personaje eminente, que
se había enriquecido mediante ventajosos negocios con los indios. Tomás echó
una mirada alrededor y notó que la mayoría de los altos árboles estaban
marcados con el nombre de algún encumbrado personaje de la colonia y que
todos ellos estaban próximos a caer. El tronco sobre el cual estaba sentado
parecía haber sido derribado hacía muy poco tiempo; llevaba el nombre de
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Growninshield; Tomás recordó que era un poderoso colono, que hacía gran
ostentación de sus riquezas, de las cuales se decía que habían sido adquiridas
mediante actos de piratería.
-Está pronto para el fuego -dijo el hombre negro, con aire de triunfo-. Como
usted ve, estoy bien provisto de leña para el invierno.
-¿Pero qué derecho tiene usted a cortar árboles en las tierras del diácono
Peabody? -preguntó Tomás asombrado.
-El derecho que proviene de haber ocupado anteriormente estas tierras
-respondió el otro-. Me pertenecían antes de que ningún hombre blanco pusiera
el pie en esta región.
-¿Quién es usted, si se puede saber? -preguntó Tomás.
-Me conocen por diferentes nombres. En algunos países soy el cazador furtivo;
en otros, el minero negro. En esta región me llaman el leñador negro. Soy
aquel a quien los hombres de bronce consagraron este lugar, y en honor del
cual alguna que otra vez asaron un hombre blanco, puesto que gusto del olor
de los sacrificios. Desde que los indios han sido exterminados por vosotros, los
salvajes blancos, me divierto presidiendo las persecuciones de cuáqueros y
anabaptistas. Soy el protector de los negreros y Gran Maestre de las brujas de
Salem.
-En pocas palabras, si no estoy equivocado -dijo Tomás audazmente-, usted es
el mismísimo demonio, como se le llama corrientemente.
-El mismo, a sus órdenes -respondió el hombre negro, con una inclinación de
cabeza que quería ser cortés.
Es fácil imaginarse qué condiciones eran éstas, aunque Tomás nunca se las
confesó a nadie. Deben haber sido muy duras, pues pidió tiempo para
pensarlas, aunque no era hombre que se detuviera en niñerías tratándose de
dinero. Cuando llegaron al límite del pantano, el extraño individuo se detuvo.
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No era hombre inclinado a confiar en su mujer, pero, como éste era un secreto
malvado, estaba pronto a compartirlo con ella. Toda la avaricia de su mujer se
despertó al oír hablar del oro enterrado; urgió a su marido a cumplir las
condiciones del hombre negro y asegurarse un tesoro que los haría ricos para
toda la vida. Por muy dispuesto que hubiera estado Tomás a vender su alma al
diablo, estaba determinado a no hacerlo para complacer a su mujer, por lo que
se negó rotundamente por simple espíritu de contradicción. Fueron numerosas
y graves las discusiones violentas entre ambos esposos acerca de esta
materia, pero cuanto más hablaba ella, tanto más se decidía Tomás a no
condenarse por hacerle el gusto a su mujer.
Son tantos los que aseguran saber lo que le ocurrió que, en resumidas
cuentas, nadie sabe nada. Es uno de los tantos hechos que aparecen confusos
por la enorme variedad de opiniones de los historiadores que se han ocupado
de ello. Algunos aseguran que se perdió en el pantano, y que dando vueltas
vino a caer en un pozo; otros, menos caritativos, suponen que huyó con el
botín y se dirigió a alguna provincia; según otros, el enemigo malo la atrajo a
una trampa, en la cual se la encontró después. Esta última hipótesis se
confirma por la observación de algunos pobladores del lugar, según los cuales
aquella misma tarde se vio a un hombre negro, con un hacha, que salía del
pantano, llevando un atadillo formado por un delantal, y con el aspecto de un
altivo triunfador.
La versión más corriente afirma, sin embargo, que Tomás se puso tan nervioso
por el destino de su mujer, que finalmente se decidió a buscarla en las
cercanías del fortín indio. Permaneció toda una larga tarde de verano en aquel
tétrico lugar, sin poder encontrarla. Muchas veces la llamó por su nombre, sin
obtener ninguna respuesta. Sólo los pájaros y las ranas respondían a sus
gritos. Finalmente, en la hora del crepúsculo, cuando empezaban a salir las
lechuzas y los murciélagos, el vuelo de los caranchos le llamó la atención. Miró
hacia arriba y observó un objeto, en parte envuelto en un delantal y que
colgaba de las ramas de un árbol. Un carancho revoloteaba cerca, como si
vigilara su presa. Tomás se alegró, por reconocer el delantal de su mujer y
suponer que contuviera todos los objetos valiosos que se había llevado.
Tomás no hizo a esto ninguna objeción, ya que, por el contrario, era una
proposición muy de su gusto.
-El mes próximo usted abrirá sus oficinas en Boston -dijo el hombre negro.
-Lo haré mañana mismo, si usted lo desea -repuso Tomás.
-Usted prestará dinero al dos por ciento mensual.
-Como que hay Dios, que cobraré cuatro -replicó Tomás.
-Usted se hará extender pagarés, liquidará hipotecas y llevará los comerciantes
a la quiebra.
-Los mandaré... al d... o -gritó Tomás, entusiasmado.
-Usted será usurero con mi dinero -añadió el hombre negro, agradablemente
sorprendido-. ¿Cuándo quiere usted el dinero?
-Esta misma noche.
-Trato hecho -dijo el diablo.
-Trato hecho -asintió Tomás.
Se estrecharon las manos y quedó finiquitado el negocio.
Este fue el fin de Tomás Walker y de sus mal habidas riquezas. Que todas las
personas excesivamente amantes del dinero se miren en este espejo. Es
imposible dudar de la veracidad de esta historia. Todavía puede verse el pozo,
bajo los árboles de donde Tomás desenterró el oro del capitán Kidd; en las
noches tormentosas alrededor del pantano y del viejo fortín indio, aparece una
figura a caballo vestida con un traje mañanero, que sin duda es el alma del
usurero. De hecho, la historia ha dado origen a un proverbio, a ese dicho tan
popular en la Nueva Inglaterra, acerca de «El Diablo y Tomás Walker».
En cuanto puedo acordarme, esta es la esencia del relato del ballenero del
Cabo Cod. Estaba adornado de diversos detalles triviales que he omitido, pero
los cuales nos sirvieron de alegre esparcimiento toda la mañana, hasta dejar
pasar la hora más favorable para la pesca, por lo que se propuso que
volviéramos a tierra y permaneciéramos bajo los árboles, hasta que cediera el
calor del mediodía.
dominios de la familia Hardenbroocks. Era un lugar que conocía bien por las
excursiones de mi mocedad. Cerca del sitio de nuestro desembarco se
encontraba un antiguo sepulcro holandés, que inspiró gran terror y dio pábulo a
numerosas fábulas entre mis compañeros de colegio. Durante uno de nuestros
viajes costeros habíamos entrado a verlo, encontrando féretros recargados de
adornos y muchos huesos; pero lo que lo hacía más interesante a nuestros
ojos es que existía una cierta relación con el casco del barco pirata, que se
pudría entre las rocas de Hell-Gate. También se decía que tenía mucho que ver
con los contrabandistas, lo que debía ser cierto cuando este apartado lugar
pertenecía a uno de los notables burgers, un tal Provost, al que se le conocía
por el sobrenombre de «el aventurero del dinero pronto» y del que se
murmuraba que tenía numerosos y misteriosos negocios de ultramar. Sin
embargo, todas estas cosas habían formado un buen revoltillo en nuestras
juveniles cabezas, de esa misma vaga manera como tales temas se entrelazan
en los cuentos de la mocedad.
Un gentilhombre de Silesia había invitado a unos amigos a una gran cena, pero
éstos se excusaron a la hora en que debía celebrarse. El gentilhombre,
despechado por encontrarse solo en la cena cuando había pensado dar una
fiesta, montó en cólera y dijo: —Puesto que nadie quiere cenar conmigo, ¡qué
vengan todos los diablos ...!
Todavía tenía la última palabra en la boca, cuando uno de los hombres negros
sacó el niño a la ventana. El gentilhombre, desesperado, dijo a uno de sus más
fieles servidores:
traería al niño.
—Muy bien —dijo el amo—, que Dios te acompañe, te asista y te dé fuerzas.
El servidor, después de recibir la bendición de su amo, el cura y demás gente
de bien que le acompañaba, entró en la vivienda y, tras encomendarse a Dios,
abrió la puerta de la sala donde estaban los huéspedes tenebrosos. Todos
aquellos monstruos, de horribles formas, unos de pie, otros sentados, algunos
paseándose, otros reptando por el suelo, fueron hacia él y gritaron:
—Yo cumplo con mi deber. Así pues, en el nombre y con la ayuda de Jesucristo
te quito este niño que debo devolver a su padre.
Y, diciendo estas palabras, cogió al niño y le apretó con fuerza entre sus
brazos. Los hombres negros sólo reaccionan con gritos y amenazas:
La iglesia de morenos que estaba en los bosques de pinos cerca del pequeño
pueblo de Oxford Cross Roads, en uno de los condados más pobres de
Virginia, era presidida por un individuo anciano, conocido por la comunidad en
general como el Tío Pete; pero los domingos los miembros de su congregación
se dirigían a él como Mano Pete. Era un hombre serio y lleno de energía, y,
aunque no sabía leer ni escribir, por muchos años había expuesto las
Escrituras a satisfacción de sus oyentes. Su memoria era buena, y esas partes
de la Biblia, que de vez en cuando había escuchado, eran utilizadas por él, y a
menudo con poderoso efecto, en sus sermones. Sus interpretaciones de las
Escrituras eran por lo general completamente originales, y ajustadas a las
necesidades, o lo que él suponía eran las necesidades, de su congregación.
Como podía esperarse, este sermón causó una gran sensación, y produjo una
profunda impresión sobre los feligreses. Por regla general, los hombres
estaban aceptablemente bien satisfechos con él; y cuando los servicios
terminaron, muchos de ellos aprovecharon la ocasión para señalar los puntos
tímida pero muy claramente a sus amistades y parientes de sexo femenino.
Pero a las mujeres no les gustó en absoluto. Algunas de ellas se enfadaron, y
hablaron con mucha fuerza, y los sentimientos de indignación pronto se
extendieron entre todas las hermanas de la iglesia. Si su Ministro hubiera
creído conveniente quedarse en casa y predicar un sermón así a su propia
esposa (quien, debe señalarse, no estaba presente en esta ocasión), habría
sido bastante bueno, considerando que él no había hecho ninguna alusión a los
de afuera; pero venir allí y predicarles esas cosas era completamente
insoportable. Cada una de las mujeres sabía que no tenía siete demonios, y
sólo algunas de ellas admitirían la posibilidad de que alguna de las otras
estuviera poseída por tantos.
La explicación del predicador sobre la manera en que cada mujer llegó a ser
poseída por tantos demonios les apareció de menor importancia. Lo que ellas
objetaban era la doctrina fundamental de su sermón, que estaba basado en su
afirmación de que la Biblia declaraba que cada mujer tenía siete demonios. No
estaban dispuestas a creer que la Biblia dijera tal cosa. Algunas de ellas
llegaron tan lejos como afirmar que era su opinión que el Tío Pete había
escuchado esa tonta idea de algunos de los abogados en el juzgado cuando
estuvo en un jurado un mes atrás. Era muy notable que, aunque la tarde del
domingo apenas había comenzado, la mayor parte de las mujeres de la
congregación llamaban Tío Pete a su Ministro. Era una prueba muy fehaciente
de una repentina disminución de su popularidad. Algunas de las mujeres de
más carácter, al no ver a su Ministro en el claro enfrente de la iglesia de troncos
entre las demás personas, fueron a buscarlo, pero no lo encontraron. Su
esposa le había ordenado volver a casa temprano, y poco después de despedir
a la congregación partió por un atajo en el bosque. Esa tarde, un airado comité
compuesto principalmente por mujeres, pero que incluía también a algunos
hombres que habían expresado su incredulidad ante la nueva doctrina, llegó a
la cabaña de su pastor, pero sólo encontró a su esposa, la vieja e intratable Tía
Rebeca. Ella les informó que su marido no estaba en casa.
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—Se había comprometido —dijo—, a cortar todo un bosque para Kunnel Martin
de Little Mountain durante toda la semana próxima. Está a catorce o trece
millas de aquí, y si se iba mañana por la mañana iba a perder todo el día.
Además, le he dicho que si sigue hasta la noche la cena estará pasada. ¿Qué
quieren todos ustedes con él? ¿Van a pagarle por predicar?
Cualquier intención en ese sentido fue negada al instante, y la Tía Rebeca fue
informada sobre el tema por el que sus visitantes habían venido para tener una
charla muy directa con su marido. Aunque pareciera extraño, el anuncio del
nuevo y sorprendente dogma no tuvo al parecer ningún efecto preocupante
sobre la Tía Rebeca. Por el contrario, la anciana más bien parecía disfrutar de
la noticia.
—Creo que él debe saber todo sobre eso —dijo ella—. Ya tuvo tres esposas, y
no se ha liberado de ésta todavía.
A juzgar por su risita y por los meneos de cabeza mientras hacía este
comentario, alguien podía imaginar que la Tía Rebeca estaba un poco
orgullosa del hecho de que su marido pensara que ella era capaz de exhibir un
diferente tipo de demonismo cada día de la semana. La líder de los indignados
miembros de la iglesia era Susan Henry; una mulata de una mente muy
independiente. Se sentía orgullosa porque nunca trabajó en la casa de nadie,
sólo en la suya, y esta inmunidad del servicio fuera le daba cierta preeminencia
entre sus hermanas. Susan no sólo compartía el resentimiento general con que
la sorprendente afirmación del viejo Peter había sido recibida, sino que sentía
que su promulgación había afectado su posición en la comunidad. Si cada
mujer estaba poseída por siete demonios, entonces a ese respecto no era
mejor ni peor que ninguna de las otras; y por esto su orgulloso corazón se
rebelaba. Si el pastor hubiera dicho que algunas mujeres tenían ocho demonios
y otras seis, habría sido mejor. Podría haber hecho entonces un arreglo mental
con respecto a su relativa posición que de alguna manera la habría consolado.
Pero ahora no tenía ninguna oportunidad. Las palabras del pastor habían
degradado a todas las mujeres por igual.
—Ahora, tú Jim —dijo Susan—, has ido a la escuela, y puedes contar dedos.
De acuerdo con los libros de la iglesia hay cuarenta y siete mujeres que
pertenecen a la congregación, y si cada una tiene siete demonios dentro,
exactamente quiero que me digas cuántos demonios vienen a la iglesia cada
domingo a escuchar el sermón del viejo Tío Pete.
Esta perspectiva del caso creó una sensación, y mostraron mucho interés en el
resultado de los cálculos de Jim, que fueron hechos con la ayuda de la parte
posterior de una vieja carta y un trozo de lápiz suministrado por Susan. El
resultado por fin fue anunciado como trescientos diecinueve, que, aunque no
precisamente correcto, estaba bastante cerca de satisfacer a la compañía.
Era una buena lógica, pero el sentimiento sobre el tema resultó ser aún más
fuerte, ya que las madres en la compañía se enfadaron tanto porque sus hijos
fueran considerados demonios que por un rato pareció existir el peligro de un
ataque de Amazonas sobre el desafortunado predicador. Esto fue evitado, pero
siguió mucho alboroto; la sensación general era que debían hacer algo para
mostrar el resentimiento profundamente arraigado por la horrible carga contra
las madres y las hermanas de la congregación. Hicieron muchas proposiciones
violentas, algunos de los hombres más jóvenes fueron tan lejos hasta ofrecer
quemar la iglesia. Finalmente se llegó a un acuerdo, por unanimidad: que el
viejo Peter debía ser destituido sin ceremonias de su lugar en el púlpito que
había llenado durante tantos años. A medida que pasaba la semana, algunos
de los hombres más viejos de la congregación que tenían sentimientos
amistosos hacia su viejo compañero y pastor discutieron el tema entre ellos, y
después con muchos de los otros miembros, y sucedió al final que llegaron al
consenso general de que debía permitirse al Tío Pete una oportunidad para
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Durante todo este tiempo de airada discusión, el bueno y viejo Peter estaba
callado y tranquilo, cortando madera y cargándola hasta Little Mountain. Su
mente estaba en una condición de gran comodidad y paz, porque no sólo había
sido capaz de librarse, en su último sermón, de muchos de los duros
pensamientos con respecto a las mujeres que había estado reuniendo por
años, sino que su ausencia de casa le daba vacaciones del hostigamiento de la
lengua de la Tía Rebeca, de modo que ningún nuevo pensamiento culpable
había surgido dentro de él. Se había olvidado del tema totalmente, y estuvo
rumiando un sermón respecto al bautismo, porque pensaba que podía
convencer a ciertos miembros más jóvenes de su congregación. Llegó a casa
muy tarde, el sábado por la noche, y se durmió en su simple sofá sin saber
nada de la terrible tormenta que se había estado reuniendo a lo largo de la
semana y que estaba por caer sobre él en la mañana. Pero al día siguiente,
mucho antes de la hora de la iglesia, recibió una advertencia suficiente de lo
que iba a ocurrir. Unos individuos y delegaciones se reunieron dentro y
alrededor de su cabaña; algunos para decirle todo lo que se había dicho y
hecho; algunos para informarle lo que se esperaba de él; algunos para estar de
pie y mirarlo; algunos para regañar; algunos para denunciar; pero ninguno para
alentarlo; ni para llamarlo "Mano Pete", esa amada denominación de los
domingos. Pero el anciano poseía un alma terca, y no se asustaba fácilmente.
-Hija mía, no muy lejos de aquí hay un santo varón que en lo que vas buscando
es mucho mejor maestro de lo que soy yo: irás a él.
debiese comportarse con ella, para que no se apercibiese que él, como hombre
disoluto, quería llegar a aquello que deseaba de ella.
Y probando primero con ciertas preguntas que no había nunca conocido a
hombre averiguó, y que tan simple era como parecía, por lo que pensó cómo,
bajo especie de servir a Dios, debía traerla a su voluntad. Y primeramente con
muchas palabras le mostró cuán enemigo de Nuestro Señor era el diablo, y
luego le dio a entender que el servicio que más grato podía ser a Dios era
meter al demonio en el infierno, adonde Nuestro Señor lo había condenado. La
jovencita le preguntó cómo se hacía aquello; Rústico le dijo:
-Oh, alabado sea Dios, que veo que estoy mejor que tú, que no tengo yo ese
diablo.
Dijo Rústico:
-Dices bien, pero tienes otra cosa que yo no tengo, y la tienes en lugar de esto.
Dijo Alibech:
-¿El qué?
Rústico le dijo:
-Tienes el infierno, y te digo que creo que Dios te haya mandado aquí para la
salvación de mi alma, porque si ese diablo me va a dar este tormento, si tú
quieres tener de mí tanta piedad y sufrir que lo meta en el infierno, me darás a
mí grandísimo consuelo y darás a Dios gran placer y servicio, si para ello has
venido a estos lugares, como dices.
-Oh, padre mío, puesto que yo tengo el infierno, sea como queréis.
Dijo entonces Rústico:
-Hija mía, bendita seas. Vamos y metámoslo, que luego me deje estar
tranquilo.
Y dicho esto, llevada la joven encima de una de sus yacijas, le enseñó cómo
debía ponerse para poder encarcelar a aquel maldito de Dios. La joven, que
nunca había puesto en el infierno a ningún diablo, la primera vez sintió un poco
de dolor, por lo que dijo a Rústico:
-Por cierto, padre mío, mala cosa debe ser este diablo, y verdaderamente
enemigo de Dios, que aun en el infierno, y no en otra parte, duele cuando se
mete dentro.
Dijo Rústico:
Y para hacer que aquello no sucediese, seis veces antes de que se moviesen
de la yacija lo metieron allí, tanto que por aquella vez le arrancaron tan bien la
soberbia de la cabeza que de buena gana se quedó tranquilo. Pero volviéndole
luego muchas veces en el tiempo que siguió, y disponiéndose la joven siempre
obediente a quitársela, sucedió que el juego comenzó a gustarle, y comenzó a
decir a Rústico:
-Bien veo que la verdad decían aquellos sabios hombres de Cafsa, que el
servir a Dios era cosa tan dulce; y en verdad no recuerdo que nunca cosa
alguna hiciera yo que tanto deleite y placer me diese como es el meter al diablo
en el infierno; y por ello me parece que cualquier persona que en otra cosa que
en servir a Dios se ocupa es un animal.
-Padre mío, yo he venido aquí para servir a Dios, y no para estar ociosa; vamos
a meter el diablo en el infierno.
-Rústico, no sé por qué el diablo se escapa del infierno; que si estuviera allí de
tan buena gana como el infierno lo recibe y lo tiene, no se saldría nunca.
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-Y nosotros, por la gracia de Dios, tanto lo hemos desganado, que ruega a Dios
quedarse en paz.
Y así impuso algún silencio a la joven, la cual, después de que vio que Rústico
no le pedía más meter el diablo en el infierno, le dijo un día:
Rústico, que de raíces de hierbas y agua vivía, mal podía responder a los
envites; y le dijo que muchos diablos querrían poder tranquilizar al infierno,
pero que él haría lo que pudiese; y así alguna vez la satisfacía, pero era tan
raramente que no era sino arrojar un haba en la boca de un león; de lo que la
joven, no pareciéndole servir a Dios cuanto quería, mucho rezongaba. Pero
mientras que entre el diablo de Rústico y el infierno de Alibech había, por el
demasiado deseo y por el menor poder, esta cuestión, sucedió que hubo un
fuego en Cafsa en el que en la propia casa ardió el padre de Alibech con
cuantos hijos y demás familia tenía; por la cual cosa Alibech de todos sus
bienes quedó heredera. Por lo que un joven llamado Neerbale, habiendo en
magnificencias gastado todos sus haberes, oyendo que ésta estaba viva,
poniéndose a buscarla y encontrándola antes de que el fisco se apropiase de
los bienes que habían sido del padre, como de hombre muerto sin herederos,
con gran placer de Rústico y contra la voluntad de ella, la volvió a llevar a
Cafsa y la tomó por mujer, y con ella de su gran patrimonio fue heredero. Pero
preguntándole las mujeres que en qué servía a Dios en el desierto, no
habiéndose todavía Neerbale acostado con ella, repuso que le servía metiendo
al diablo en el infierno y que Neerbale había cometido un gran pecado con
haberla arrancado a tal servicio. Las mujeres preguntaron:
La joven, entre palabras y gestos, se los mostró; de lo que tanto se rieron que
todavía se ríen, y dijeron:
-No estés triste, hija, no, que eso también se hace bien aquí, Neerbale bien
servirá contigo a Dios Nuestro Señor en eso.
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Luego, diciéndoselo una a otra por toda la ciudad, hicieron famoso el dicho de
que el más agradable servicio que a Dios pudiera hacerse era meter al diablo
en el infierno; el cual dicho, pasado a este lado del mar, todavía se oye. Y por
ello vosotras, jóvenes damas, que necesitáis la gracia de Dios, aprended a
meter al diablo en el infierno, porque ello es cosa muy grata a Dios y agradable
para las partes, y mucho bien puede nacer de ello y seguirse.
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10. HISTORIA DE UNA APARICIÓN DE
DEMONIOS Y ESPECTROS. HISTOIRE D
´UNE APPARITION DE DÉMONS ET DE
SPECTRES, CHARLES NODIER (1780-
1844)
Un gentilhombre de Silesia había invitado a unos amigos a una gran cena, pero
éstos se excusaron a la hora en que debía celebrarse. El gentilhombre,
despechado por encontrarse solo en la cena cuando había pensado dar una
fiesta, montó en cólera y dijo: —Puesto que nadie quiere cenar conmigo, ¡qué
vengan todos los diablos ...!
Todavía tenía la última palabra en la boca, cuando uno de los hombres negros
sacó el niño a la ventana. El gentilhombre, desesperado, dijo a uno de sus más
fieles servidores:
traería al niño.
—Muy bien —dijo el amo—, que Dios te acompañe, te asista y te dé fuerzas.
El servidor, después de recibir la bendición de su amo, el cura y demás gente
de bien que le acompañaba, entró en la vivienda y, tras encomendarse a Dios,
abrió la puerta de la sala donde estaban los huéspedes tenebrosos. Todos
aquellos monstruos, de horribles formas, unos de pie, otros sentados, algunos
paseándose, otros reptando por el suelo, fueron hacia él y gritaron:
—Yo cumplo con mi deber. Así pues, en el nombre y con la ayuda de Jesucristo
te quito este niño que debo devolver a su padre.
Y, diciendo estas palabras, cogió al niño y le apretó con fuerza entre sus
brazos. Los hombres negros sólo reaccionan con gritos y amenazas:
Quanga el cazador, junto con Hoom Feethos y Eibur Tsanth, dos de los más
emprendedores joyeros de Iqqua, cruzaron la frontera de una región a la cual
casi nunca iban los hombres, y de la cual regresaban menos aún. Dirigiéndose
hacia el norte de Iqqua, llegaron a las desoladas tierras de Mhu Thulan, donde
el gran glaciar de Polarión había inundado como un mar helado ciudades ricas
y de gran fama, cubriendo el gran istmo de orilla a orilla, bajo capas de hielos
perpetuos. De acuerdo con la leyenda, las cúpulas en forma de concha de la
ciudad de Cerngoth podían verse aún a través del hielo, así como las altas y
delgadas agujas de Oggon—Zhai, junto con las palmeras y mamuts y los
templos cuadrados y negros del dios Tsathoggua, allí incrustados. Todo esto
había ocurrido hacía muchos siglos, y el hielo, como un muro poderoso y
deslizante, continuaba moviéndose hacia el sur por tierras desiertas.
Los cauces de las aguas se hicieron más profundos, discurriendo más allá del
montículo donde aguardaba el ejército. Entonces, como por arte de una magia
hostil, los ríos comenzaron a producir una niebla pálida y abrumadora, que
cegó y conjuró al sol de Ommum—Vog, hasta que sus rayos deslumbrantes
palidecieron y se enfriaron, cesando su poder sobre el hielo. En vano intentó el
mago nuevos conjuros que disipasen la niebla densa y gélida. Pero el vapor
descendió, maligno y pegajoso, enrollándose y retorciéndose como nudos de
serpientes fantasmas, y penetrando en la médula de los hombres como el frío
de la muerte. Cubrió todo el campamento como algo tangible, cada vez más
frío y grueso, entumeciendo los miembros de los que manoteaban a ciegas y
no podían ver los rostros de sus compañeros a un metro de distancia. Sin
embargo, algunos de los soldados de tropa consiguieron salirse y escapar
sigilosamente hacia el desvanecido sol, y observaron que ya no podía
distinguirse en los cielos el globo mágico que conjurara Ommum—Vog. Cuando
huían poseídos de un extraño terror, miraron hacia atrás y vieron que en vez de
la niebla baja y densa ahora había una nueva capa de hielo reciente que cubría
el montículo donde el rey y el mago habían establecido el campamento. El hielo
se elevaba sobre el terreno a una mayor altura que por encima de la cabeza de
un hombre alto: y débilmente, a una profundidad brillante, los soldados que
huían pudieron ver las formas aprisionadas de sus jefes y compañeros.
Quanga era tan valiente como Iluac, y no tenía miedo al glaciar, por haber ido
allí en numerosas ocasiones, pero nunca apreció nada llamativo. Poseía un
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El extraño trío inició su viaje a mediados del verano. Ahora, después de dos
semanas de caminar a través de una región salvaje y subártica, se estaban
acercando a los confines del hielo perpetuo. Viajaban a pie, transportando sus
provisiones a lomos de tres caballitos no mayores que bueyes enanos. Experto
cazador, Quanga se encargaba diariamente de su sustento a base de liebres y
faisanes propios del país. Tras ellos, en un cielo límpido de color turquesa,
ardía el sol poniente que según las leyendas describiera antaño un eclipse. En
las sombras de las colinas se amontonaba la nieve perpetua, mientras que en
los valles se extendían los glaciares de capas heladas. Comenzaron a
escasear los árboles y matorrales, en una tierra donde en tiempos pretéritos
florecieran frondosos bosques, bajo un clima más benigno. Pero las amapolas
llameaban aún en los campos y a lo largo de las laderas, extendiendo su frágil
belleza como una alfombra de color escarlata a los pies de un invierno eterno, y
las tranquilas lagunas y corrientes estancadas estaban cercadas de blancos
lirios acuáticos. Volviéndose un poco hacia el este, contemplaron el humear de
los picos volcánicos que se seguían resistiendo a la invasión de los glaciares.
Hacia el oeste se erguían las altas montañas sombrías cuyas cumbres y picos
estaban coronados de nieve, mientras sus laderas se sumergían bajo el mar de
hielo. Ante ellos se extendía la muralla poderosa del reino glaciar, abarcando
llanuras y riscos. El verano había retrasado el avance de los hielos, y al
avanzar, Quanga y los joyeros llegaron hasta unos profundos surcos
excavados por el deshielo temporal, que surgían de debajo de los deslizantes
paredones verdiazules.
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Ante ellos se extendía un paisaje que bien parecía un mundo externo helado,
perteneciente a otras dimensiones, y totalmente íntegro, liso, excepto algunos
montículos dispersos y apriscos diseminados, extendiéndose la llanura hasta el
blanco horizonte de picos encrespados. El sol se hacía cada vez más pálido y
frío, disminuyendo tras los viajeros, sobre quienes soplaba un viento helado
procedente de las frías cumbres como si fuera la respiración de los abismos
existentes más allá del polo. No obstante, aparte de la desolación y melancolía
boreales no había nada que hiciese desfallecer a Quanga o a sus compañeros.
Ninguno de ellos era supersticioso, y consideraban que las viejas historias no
eran más que mitos insulsos, imaginaciones producto del miedo. Quanga se
sonrió con displicencia al pensar en su hermano Iluac, quien se había aterrado
tan extrañamente, imaginándose cosas tan extraordinarias después de
encontrar a Haalor. Sin duda se trataba de una debilidad muy singular por parte
de Iluac, por tratarse de un cazador audaz e incluso temerario que nunca había
temido a ningún animal ni a ninguna bestia. En cuanto al infortunio de Haalor y
Ommum—Vog con su ejército, al quedar atrapados en el glaciar, estaba claro
que habían dejado atraparse por las tormentas de invierno; y los escasos
supervivientes, debilitados mentalmente tras los numerosos esfuerzos, se
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Haalor permanecía con apostura regia y erecta, manteniendo los ojos bien
abiertos, cuya penetrante mirada proyectaba sensación de vida. Sobre su
pecho resplandecía incandescente en la sombra glacial el triángulo de rubíes,
rojos y calientes como la misma sangre, y los fríos ojos de los topacios,
aguamarinas, diamantes y crisolitas irradiaban destellos desde el azul de los
ropajes. A primera vista, las fabulosas piedras sólo se encontraban a una
distancia de uno o dos pies de hielo desde los avariciosos dedos del cazador y
sus compañeros. Sin pronunciar una sola palabra, contemplaron absortos el
preciado tesoro. Aparte de los grandes rubíes, los joyeros calcularon
igualmente el valor de las demás piedras de Haalor. Con gran alegría por su
parte, comprendieron que sólo el valor de estas últimas compensaba
sobradamente las fatigas del viaje y la insolencia de Quanga. Por su parte, el
cazador se arrepentía del bajo precio exigido a los joyeros. Sin embargo, las
dos bolsas de oro le convertirían en un hombre rico. Podría beber hasta
saciarse los costosos vinos, más rojos que los propios rubíes, procedentes de
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enorme boca. Había aumentado la oscuridad, y la luz era como la que ilumina
los mares árticos bajo grandes masas de hielo. La inclinación de la cueva era
más marcada, descendiendo hacia profundidades insondables. Arriba, muy
arriba, los hombres pudieron contemplar la diminuta entrada que ahora no era
mayor que la boca de una zorrera. Por un instante quedaron estupefactos. Los
cambios ocurridos en la cueva no admitían explicaciones naturales; de pronto,
los hyperbóreos sintieron la aprensión angustiosa de todos los horrores
supersticiosos que poco antes despreciaran. Ya no podían negar la existencia
consciente de una maldad animada, los enormes poderes diabólicos que las
viejas leyendas atribuían al hielo.
Dándose cuenta del peligro que corrían, y espoleados por un pánico frenético,
comenzaron a ascender el declive. Hoom Feethos conservó la abultada bolsa
de rubíes así como el pesado saco de oro que colgaba de su cinturón, mientras
que Quanga tuvo la suficiente presencia de ánimo como para llevar consigo la
espada y el pico. Sin embargo, en su huida, acelerada por el miedo, ambos
olvidaron la segunda bolsa de oro, que yacía al lado de Eibur Tsanth, bajo los
restos de la estalagmita desprendida. El estrechamiento sobrenatural de la
cueva y el descenso terrible y siniestro del techo parecían haber cesado por el
momento. De todas formas, los hyperbóreos no pudieron detectar una
continuación visible del proceso a medida que ascendían frenética y
peligrosamente hacia la entrada. En numerosas ocasiones se vieron obligados
a encorvarse con el fin de evitar las poderosas fauces que amenazaban
descender sobre ellos; e incluso calzados con sus fuertes borceguíes de piel de
tigre tenían que hacer un verdadero esfuerzo para mantenerse en pie sobre la
terrible pendiente. A veces conseguían levantarse agarrándose a los salientes
resbaladizos en forma de columna, y con harta frecuencia hubo Quanga, que
iba el primero, de excavar improvisados escalones en la cuesta, ayudado de su
pico.
Hoom Feethos tenía tanto miedo que no podía ni hacer la más mínima
reflexión. Pero mientras escalaba, Quanga sí consideraba detenidamente las
alteraciones monstruosas de la cueva, alteraciones incomparables a todas las
conocidas a lo largo de su amplia y variada experiencia de los fenómenos de la
naturaleza. Intentó autoconvencerse de que había cometido un error de cálculo
en cuanto a las dimensiones de la cámara y la inclinación de su suelo. Esfuerzo
en vano, ya que todavía se veía enfrentado a un hecho que desafiaba su
raciocinio, un hecho que deformaba el conocido rostro del mundo con una
locura supraterrenal, odiosa, mezclando un caos maligno con sus ordenadas
realizaciones. Después de un ascenso terriblemente prolongado, parecido al
esfuerzo por escapar de un destino de pesadilla, tedioso y delirante,
consiguieron aproximarse a la boca de la cueva. Casi no quedaba sitio para
que un hombre se arrastrase sobre el estómago bajo los afilados y poderosos
dientes de hielo. Presintiendo que las fauces podían cerrarse sobre él como las
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Al ponerse en pie sobre el glaciar, oyó un grito salvaje emitido por Hoom
Feethos, quien, al intentar seguir a Quanga, se había enganchado en la
entrada con una de sus fajas. Su mano derecha, aferrada al saco de rubíes,
sobresalía del umbral de la cueva. El joyero no cesaba de dar alaridos,
protestando incoherentemente que los crueles colmillos de hielo le estaban
desgarrando hasta la muerte. A pesar de los sórdidos terrores por que había
pasado, aún le sobraba al cazador la suficiente valentía como para retroceder y
ayudar a Hoom Feethos. Estaba a punto de derribar los enormes pinchos de
hielo con su pico, cuando oyó el grito agonizante del joyero, seguido de un
rechinar áspero e indescriptible No se había producido ningún movimiento
visible de las fauces, y sin embargo, Quanga vio que llegaban al suelo. El
cuerpo de Hoom Feethos, atravesado de parte a parte por uno de los hielos
picudos, y clavado al suelo por el resto de los colmillos, chorreaba sangre
sobre el glaciar, como el mosto rojo que rezuma de la prensa de vino. Quanga
comenzó a dudar del testimonio de sus sentidos. El hecho ante el que se
enfrentaba era imposible de todo punto, dado que no había ninguna señal de
hendiduras en el montículo, sobre la boca de la cueva, que explicase el cierre
de las horribles fauces. Pero tan impensable enormidad había ocurrido ante
sus propios ojos si bien demasiado de prisa para poder reconocer el proceso.
Un repentino viento sopló hacia abajo por el glaciar; aullaba en los oídos de
Quanga como las voces lejanas de diablillos socarrones; gemía, y reía, y
ululaba con notas estridentes que recordaban el chirriar del hielo
resquebrajado. Azotaba a Quanga con dedos maliciosos, succionando el aire
por el que luchaba agonizante. A pesar de sus pesados ropajes y de la rapidez
de su difícil escalada, sentía el mordisco de sus colmillos, buscando la carne e
hincándose incluso en la médula. Mientras continuaba escalando observó
confusamente que el hielo ya no era liso, que de su superficie sobresalían
pilares y pirámides a su alrededor, adquiriendo formas a cada cual más salvaje.
Perfiles inmensos y malvados le contemplaban desde cristales verdiazules; las
cabezas deformes de los diablos bestiales fruncían el ceño, mientras dragones
desconfiados se retorcían a lo largo del escarpado muro, o se hundían en las
profundidades heladas de los precipicios. Además de estas formas imaginarias
adoptadas por el propio hielo, Quanga vio, o creyó ver, cuerpos y rostros
humanos incrustados en el glaciar. Manos pálidas parecían alzarse hacia él
desde las profundidades con gesto implorante; sintió sobre su persona la
mirada de los ojos helados de hombres que en eras anteriores quedasen
atrapados, y pudo contemplar sus miembros hundidos, rígidos y con extrañas
actitudes de verdadera tortura.
ver que un último escape sería igualmente imposible; que el hielo, un ser vivo,
consciente y malévolo, se estaba divirtiendo con un juego cruel y fantástico,
inventado de algún modo en su increíble animismo. Por ello, casi era mejor que
hubiera perdido el poder de la reflexión. Desesperado y sin previo aviso, llegó
al final de la glaciación. Fue como un repentino cambio de sueño que pilla al
soñador desprevenido: Quanga contemplaba, sin comprender al principio, los
familiares valles hyperbóreos que se extendían a los pies del parapeto hacia el
sur, y los volcanes que humeaban oscuros más allá de las colinas
sudorientales. Su huida de la cueva había consumido prácticamente todo el
largo atardecer subpolar, y ahora el sol se balanceaba cerca de la línea del
horizonte. Habían desaparecido los obstáculos, y como por una magia
prodigiosa, la capa de hielo recobraba su horizontalidad normal. Si hubiera
podido comparar sus impresiones, Quanga se habría dado cuenta de que en
ningún momento pudo comprender al glaciar durante la realización de sus
asombrosos cambios sobrenaturales.
Quanga no pudo encontrar los caballitos enanos que dejaran atados a los
sauces en la pradera del valle. Pero quizá, después de todo, no se trataba del
mismo valle. Sin embargo. no detuvo su huida para buscarlos. Después de una
aterrada mirada atrás, a la amenazadora masa de la glaciación, reanudó sin
detenerse su camino en línea recta hacia las montañas coronadas de humo. El
sol se hundió más, rozando indefinidamente el horizonte sudoccidental, e
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12. EL DIABLO QUE CONOCEMOS. THE
DEVIL WE KNOW, HENRY KUTTNER
(1915-1958) C.L. MOORE (1911-1987)
Carnevan abrió los ojos. Esperaba ver algo diferente, pero la habitación no
había cambiado en absoluto. Lo que le pasaba era lo que había pensado. Una
teoría había tomado forma en su mente, y ahora germinaba en una explosión
de enojo causada por el pensamiento de que alguien había estado
manoseando su posesión más exclusiva... su yo. Era, pensó, hipnotismo.
Madame Nefert, de alguna manera, logró hipnotizarlo durante la reunión, y sus
curiosas sensaciones de las semanas pasadas eran a causa de la sugestión
post-hipnótica. Resultaba un tanto tomado de los pelos, pero no era imposible.
Carnevan, como era publicitario, seguía inevitablemente ciertas líneas de
pensamiento. Madame Nefert hipnotizaba a un visitante y ese visitante volvía a
ella preocupado y sin comprender lo que había pasado. En ese momento la
médium le anunciaría, con toda probabilidad, que haría que los espíritus le
dieran una mano. Cuando el cliente estuviera adecuadamente convencido -lo
cual es el primer paso en una campaña de publicidad-, Madame Nefert
mostraría sus cartas, haciéndole saber el precio de lo que tenía para vender.
Era la primera etapa del juego. Hacer que el cliente necesite algo; luego,
vendérselo. Estaba muy bien. Carnevan se levantó, encendió un cigarrillo y se
puso la chaqueta. Ajustándose la corbata ante el espejo, examinó su cara de
cerca. Parecía gozar de perfecta salud. Sus reacciones eran normales. Sus
ojos se veían muy controlados. Bruscamente, sonó el teléfono. Carnevan lo
tomó.
su amante ante la noticia. Diana, con todo su cuerpo glorioso, era muy
estúpida; al principio, Carnevan encontró que ese era un atributo relajante, ya
que le daba una sensación ilusoria de poder en los momentos que estaban
juntos. Ahora, sin embargo, la estupidez de Diana podía convertirse en un
inconveniente. Ya enfrentaría eso más tarde. Primero que todo estaba Nefert.
Madame Nefert. Una sonrisa maliciosa asomó a sus labios. Pasase lo que
pasase, el título. Siempre había que buscar la marca comercial, impresionar al
consumidor. Sacó su coche del garaje del edificio de oficinas y condujo por la
ciudad siguiendo la avenida, girando hacia Columbus Circle. Madame Nefert
tenía una sala de estar en la parte delantera y atrás unos cuantos cuartuchos
atiborrados de cosas que nadie jamás visitaba puesto que, probablemente,
contenían su equipo. Una placa en la ventana proclamaba su profesión.
Carnevan subió los escalones y llamó. Entró al oír el sonido del zumbador del
portero eléctrico, giró a la derecha y empujó una puerta entreabierta que se
cerró a su espalda. Las cortinas habían sido echadas sobre las ventanas. La
estancia estaba iluminada por el resplandor rojizo y escaso de las lámparas de
las esquinas.
a él. Aspiró profundamente, comprendiendo que una imagen hecha con cartón-
piedra casi había destruido su balance emocional. Madame Nefert no se había
movido. Estaba inclinada hacia adelante, respirando en estertores roncos. Un
hedor débil e insidioso penetró por las narices de Carnevan. Alguien dijo con
viveza.
-¡Ahora!
La mano de la mujer se movió en un gesto inseguro de tanteo. Al mismo
tiempo, Carnevan se dio cuenta de la presencia de un recién llegado a la
habitación. Giró para ver, en medio del pentágono, una figura pequeña,
acurrucada, que lo miraba con firmeza. La luz roja era débil. Todo lo que pudo
ver Carnevan fue una cabeza y un cuerpo informe oculto por una capa obscura.
El hombre o niño o muchacho estaba en cuclillas. La visión de esa cabeza, sin
embargo, fue suficiente para que su corazón saltara de excitación... porque no
era enteramente humana. Al principio pensó que era una calavera. El rostro era
delgado y tenía una piel pálida y traslúcida, del más puro marfil, estirada sobre
el hueso. La cabeza estaba completamente calva. La forma de esa cabeza era
triangular, delicadamente aguda en los bordes, sin esos feos salientes en los
pómulos que hacen que los cráneos humanos sean tan repugnantes. Los ojos
resultaban inhumanos. Llegaban casi hasta donde debiera haber estado la
línea del cabello, si aquel ser lo hubiera tenido. Eran de un color gris verdoso,
nublados, como de piedra, y salpicados con danzarinas lucecitas opalescentes.
Era un rostro singularmente hermoso, con la clara y desapasionada perfección
del hueso pulimentado. Carnevan no pudo ver el cuerpo, que estaba oculto por
la capa.
¿Sería esa extraña cara una máscara? Carnevan supo que no. La sutil e
inconfundible sacudida de su ser físico entero le dijo que estaba mirando algo
horrible. Automáticamente, sacó un cigarrillo y lo encendió. El ser no se había
movido mientras lo observaba. Carnevan, abruptamente, se dio cuenta de que
la aguja de la brújula de su cerebro había desaparecido. El humo ascendió en
volutas desde su cigarrillo. Él, Gerald Carnevan, estaba plantado en aquella
habitación iluminada con escasa luz rojiza, con una falsa médium,
presumiblemente en falso trance y... "algo" agazapado a pocos pasos de
distancia. Fuera, a una manzana más allá, se encontraba Columbus Circle, con
sus carteles eléctricos y el intenso tráfico. Una clave chasqueó en el cerebro de
Carnevan: Luces eléctricas significan publicidad. Haz que el cliente se
maraville. Y en este caso el cliente parecía ser él. La aproximación solía ser
destructiva para las estudiadas tácticas de los vendedores. Carnevan comenzó
a caminar directamente hacia el ser. Los suaves labios rojos infantiles se
separaron.
Una premonición enfermante cruzó por la mente de Carnevan mientras veía las
delicadas y esbeltas manos operando en los cierres de la capa. Azazel la
apartó a un lado. Cerró la prenda casi en un instante. Carnevan no se había
movido. Pero un hilo de sangre le caía por la barbilla. Luego silencio hasta que
el hombre intentó hablar. Un ruido áspero y crujiente sonó en la habitación.
Carnevan, por fin, pudo encontrar su voz. Las palabras le salieron en un
semichillido. Gritó con brusquedad y se fue a un rincón, en donde se quedó
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-Dígale que iré a verla esta noche -gruñó, y colgó con fuerza el receptor. Fue
casi un alivio ver, de repente, la forma desmadejada de Azazel en el sillón.
-Ya está -dijo el demonio-. Dale tiene meningitis vertebral. Todavía no lo sabe,
pero la enfermedad se propaga muy rápidamente. Fue un experimento curioso,
pero resultó.
-No debe haber escándalo -dijo por último-. Si creyese que había una palabra
de verdad en lo que esa mujer dijo a Phyllis...
-Todo hombre de mi posición tiene enemigos -continuó Carnevan, recordando
de ese modo a su anfitriona que, maritalmente hablando, era un pez digno de
ser pescado. Ella suspiró.
-Muy bien, Gerald. Pediré a Phyllis que te vea. Espera aquí.
Salió de la estancia y Carnevan reprimió una sonrisa. Sin embargo, sabía que
no sería tan fácil convencer a Phyllis. Su prometida no apareció
inmediatamente. Carnevan imaginó que la señora Mardrake encontraba
dificultades en convencer a su hija de la buena fe del novio. Recorrió la
habitación, sacando el atado de cigarrillos y luego guardándolo otra vez. ¡Qué
casa más victoriana! Una gruesa Biblia familiar que descansaba en un atril le
llamó la atención. Como no tenía otra cosa que hacer se acercó y la abrió al
azar. Un pasaje pareció destacar. "Si cualquier hombre adora a la bestia y a su
imagen y recibe su marca en la frente o en su mano, beberá el vino de la ira de
Dios." Fue quizás una reacción instintiva lo que hizo que Carnevan alzase la
mano para tocarse la frente. Sonrió con desdén. ¡Superstición! Sí... pero había
demonios. En aquel momento Phyllis entró con el aspecto de Evangelina en
Acadia, con la mismísima expresión que debió adoptar la heroína de
Longfellow. Reprimiendo el poco galante impulso de darle una patada,
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-No se lo dije todo a mi madre -afirmó ella con tranquilidad-. Esa mujer dijo
cosas... Bueno, me di cuenta de que decía la verdad.
-Te amo -afirmó Carnevan de manera inconsecuente.
-No. O jamás te habrías enredado con esa mujer.
-¿Incluso aunque ocurriese antes de conocerte?
-Podría perdonar muchas cosas, Gerald, pero no eso -continuó tozuda la
muchacha -. Tú no quieres un marido -observó Carnevan-. Tú quieres la
imagen de un santo.
-Te amo, Gerald -fue todo lo dijo ella-. Pero tú no me quieres. No puedo
perdonarte eso. Por favor, vete antes que se pongan peores las cosas.
El dictamen del médico que llamaron de inmediato fue que Phyllis Mardrake
había sufrido una fuerte impresión nerviosa. El motivo era desconocido, pero
era fácil presumir que tenía algo que ver con su entrevista con Carnevan, quien
nada dijo para desmentir tal suposición. Phyllis, simplemente, yacía y se
retorcía, con los ojos vidriosos. En algunas ocasiones sus labios formaban
palabras.
-La capa... bajo la capa...
Sonó el teléfono. Carnevan se enteró de que Eli Dale había muerto... Meningitis
vertebral. Para celebrarlo se sirvió otra copa y brindó en dirección a Azazel, que
había desaparecido para visitar a Diana. El rostro delgado y duro de Carnevan
estaba ligeramente enrojecido por el licor que había consumido. Se plantó en el
centro del apartamento y giró despacio, mirando los muebles, los libros, el
diván. Tendría que encontrar otra vivienda pronto, más grande y mejor. Una
casa adecuada a una pareja recién casada. Se preguntó cuánto tiempo tardaría
Phyllis en recuperarse por completo. Azazel... ¿Qué es lo que buscaba aquel
demonio?, se preguntó. Ciertamente su alma no. ¿Y entonces qué buscaba?
-Gran Dios, Diana ¿qué te pasa? Por teléfono parecías histérica. Ya te dije
anoche que vieses a un médico.
Ella buscó un cigarrillo.
Cuando Carnevan lo encendió, le temblaban ligeramente las manos.
-Lo hice. No... no me fue de mucha ayuda, Gerald. Me alegro de que no estés
furioso conmigo.
-¿Furioso? Vamos, siéntate. Te prepararé algo de beber. Ya sobrepasé mi
enfado; nos llevamos bien juntos y Phyllis... bueno, no pudimos cortar nuestro
pastel y comérnoslo. Está en un asilo, ya sabes, y pasará mucho antes de que
se recupere. Incluso quizá puede ser una demente toda la vida... -dudó
Carnevan.
Diana se echó hacia atrás el pelo negro y se volvió para mirarle en el diván.
-Gerald, ¿crees que me estoy volviendo loca?
-No. No -contestó él-.
Creo que necesitas descanso, o un cambio.
Ella no lo escuchaba. Tenía la cabeza inclinada a un lado como si escuchase
una inaudible voz. Mirando de reojo, Carnevan vio a Azazel plantado a la otra
parte de la estancia, invisible para la chica pero aparentemente no silencioso.
-¡Diana! -gritó con viveza.
Ella abrió los labios. Su voz era insegura mientras lo miraba con consternación.
-Lo siento. ¿Qué decías?
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-Su control no puede durar mucho más. Creo que mañana se derrumbará. Una
maniática depresiva puede suicidarse, así que trataré de evitarlo. Cada arma
peligrosa que toque parecerá quemarla.
-Azazel -dijo... y luego con voz más alta-: ¡Azazel! ¡Soy tu amo! ¡Aparece!
Su pensamiento decidido, duro como el hierro, analizó la situación. Detrás
yacía un terror informe. ¿Era Azazel la madeja negra? ¿Se le aparecería por
completo?
-¡Azazel! ¡Soy tu amo! ¡Obedece! ¡Yo te convoco!
Pero me siguió.
-Y no podías entrar en mi mundo sin mi ayuda. Todo esa charla sobre mi alma
fue un cuento.
-Sí. Esa cosa me seguía. Luego huí, regresando a mi universo, y no me
persiguió. Quizá no puede hacerlo. Puede ser que sólo pueda moverse en una
dirección... desde su mundo al mío, y luego al tuyo, pero no en el otro sentido.
Se quedó aquí, lo sé.
-Se ha quedado -dijo Carnevan muy pálido-, para hechizarme.
-¿Siente usted el mismo horror que yo hacia eso? -interrogó Azazel-. Me lo he
preguntado. Somos tan diferentes físicamente...
-Nunca he podido verla de lleno. ¿Tiene rasgos?
Azazel no contestó. El silencio pendía en la habitación.
Por fin Carnevan se inclinó hacia adelante en su sillón.
-La cosa te hechiza... salvo que vuelvas a tu propio mundo. Entonces me
hechiza a mí. ¿Por qué?
-No lo sé. Es algo extraño para mí, Carnevan.
-¡Pero eres un demonio! Tienes poderes sobrenaturales...
-Sobrenaturales para ti. Hay poderes sobrenaturales para los demonios.
Carnevan se sirvió una bebida. Tenía los ojos contraídos.
-Muy bien. Tengo bastante poder sobre ti para mantenerte en este mundo, o no
habrías regresado cuando te convoqué. Así que estamos en un punto muerto.
Mientras permaneces aquí, esa cosa te perseguirá. No dejaré que vuelvas a tu
mundo, porque entonces volverá a perseguirme a mí... como lo ha estado
haciendo. Aunque parece haberse ido ahora.
-No se ha ido -dijo Azazel sin la menor expresión. El cuerpo de Carnevan se
estremeció incontroladamente.
-Mentalmente me puedo proponer no tener miedo. Físicamente la cosa es...
es...
-Es horrible incluso para mí -concluyó Azazel-. Yo sí la he visto directamente. Si
me mantienes en ese mundo tuyo, eventualmente me destruirá.
-Los humanos hemos exorcisado a los demonios -destacó Carnevan-. ¿No hay
algún modo que puedas exorcizar a esa cosa?
-No.
-¿Un sacrificio sangriento? -sugirió Carnevan nervioso-. ¿Agua bendita?
¿Campanas, libros y velas? -notó lo estúpido de sus proposiciones al mismo
tiempo que las hacía.
Pero Azazel se quedó pensativo.
-Nada de eso. Pero quizá la fuerza vital... -la capa obscura se estremeció.
Carnevan dijo:
-Según el folklore, los seres elementales han sido exorcizados. Pero primero es
necesario hacerlos visibles y tangibles. Darles ectoplasma, sangre... no sé.
El demonio asintió despacio.
-En otras palabras, trasladando la ecuación a su mínimo común denominador.
Los humanos no pueden luchar contra un espíritu sin cuerpo, pero cuando ese
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Hacia el ocaso del día que había pasado en Londres, la señora Drover se
dirigió hacia su casa, que tenía cerrada, para recoger algunas cosas
quedeseaba llevarse. Unas eran de su propiedad, otras de su familia, que
ahora vivía en el campo. Era un día de finales de agosto, pesado y nuboso; en
aquel momento, los árboles del paseo relucían iluminados por un amarillento
sol de atardecer húmedo. Por entre las nubes bajas, cargadas de tormenta,
asomaban retazos de chimeneas y parapetos. En su calle familiar reinaba una
atmósfera irreal. Un gato jugueteaba por aquellos lugares, pero ninguna mirada
humana observaba el regreso dela señora Drover. Colocándose algunos
paquetes bajo el brazo, introdujo con lentitud la llave en una cerradura poco
dispuesta a recibirla y, tras darle una vuelta, empujó la puerta con un golpe de
rodilla. Un hálito muerto salió a su encuentro, mientras la mujer penetraba en el
interior.La ventana de la escalera estaba cerrada, por lo que el vestíbulo se
hallaba a oscuras. Pero una puerta permanecía entreabierta.
La señora Drover la cruzó y penetró en ella, abriendo la ventana. Era una mujer
prosaica, pero entonces, al mirar a su alrededor, quedó más perpleja delo que
estimaba ser capaz tras las huellas de su larga experiencia de la vida, viendo la
mancha amarillenta sobre la repisa de mármol de la chimenea, el anillo
olvidado dentro de un vaso encima del escritorio, la rasgadura en el papel que
cubría la pared donde siempre golpeaba el pomo cada vez que la puerta se
abría bruscamente. El piano, trasladado a un almacén, dejó unas señales
parecidas a arañazos sobre el parquet. Aunque no había mucho polvo, cada
objeto estaba cubierto por una ligera película. Y como que la única ventilación
procedía de la chimenea, el salón entero había adquirido un olor peculiar. La
señora Drover dejó sus paquetes encima del escritorio y salió de la habitación
para dirigirse al piso alto. Los objetos que había ido a buscar se guardaban en
un arcón del dormitorio. Estaba ansiosa por ver en qué estado se encontraba la
casa, pues el portero que se cuidaba de ella, junto con otras de la vecindad,
estaba de vacaciones, y sabía que ella no iba a volver. Aun en el mejor de los
casos no vigilaría mucho, y la mujer no estaba muy segura de fiarse de él.
Había algunas resquebrajaduras en las paredes, producidas por el último
bombardeo, y deseaba echarles un vistazo, aunque no pudiera hacer nada.
primero que el vigilante habría regresado. Pero aun así, ¿a quiénse le ocurriría
echar una carta en el buzón, viendo que la casa estaba cerrada? No era un
circular, ni una factura. Y en la oficina de Correos no enviaban al campo las
cartas que se recibían destinadas a ella. El vigilante (aun cuando estuviera de
regreso), no podía saber que ella pasaría en Londres aquel día —su visita tenía
el propósito de la sorpresa—, por lo que su negligencia en lo referente a
aquella carta, abandonada nada allí, en medio del polvo, la anonadaba.
Sorprendida, tomó la carta, que no tenía sello. Tal vez no era importante, o si
no... Tomó la carta y subió rápidamente escaleras arriba sin echarle siquiera
una mirada, hasta que llegó a la que había sido su habitación, donde encendió
la luz. Daba a los jardines, donde el sol se había ocultado. Las nubes se
arremolinaban alrededor de los árboles y el césped, sumidos casi en la
oscuridad. Su aversión a mirar otra vez la carta, nacía del hecho de quela
atemorizaba el que alguien desdeñara sus costumbres. No obstante, en la
tensión que precede a la lluvia, la leyó; contenía unas pocas líneas:
La señora Drover miró la fecha: era de aquel día. Dejó la carta sobre la cama, y
luego la volvió a coger para leerla nuevamente. Sus labios, bajolas huellas del
lápiz labial, empezaron a ponerse blancos. Se dio cuenta del cambio que
experimentaba su propio rostro, y acudió al espejo, le pasó la mano para
quitarle el polvo que lo cubría, y se miró furtivamente. El espejo le devolvió la
imagen de una mujer de cuarenta y cuatro años, de mirada sorprendida bajo el
borde del sombrero caído hacia adelante. No se había empolvado desde que
salió de la tienda donde tomó sola el té. Las perlas que su marido le regaló el
día de su boda, colgaban alrededor de su flaco cuello, ocultándose dentro del
escote en forma de V de su jersey de lana rosa, tejido por su hermana mientras
todos se reunían alrededor del fuego.
-La hora convenida... ¡Dios mío! —dijo para sí—. ¿Qué hora? ¿Cómo iba a
pensar...? Después de veinticinco años...»
Tiró de un nudo que había atado mal. Volar...«Jamás fue cariñoso conmigo en
realidad. No le recuerdo así. Mamá decía que no me consideraba. Amar es
considerar a la persona amada. ¿Y qué hizo él? ¿Sólo hacerme prometer
aquello? No puedo recordar qué.» Pero se dio cuenta de que sí podía recordar.
Recordaba con tan terrible agudeza, que los veinticinco años trascurridos
parecían disolverse como humo. Instintivamente miró la señal que quedó
marcada en la palma de su mano. No recordaba únicamente todo lo que dijo e
hizo, sino la completa suspensión de su existencia durante aquella semana de
agosto.
Tenía que coger el taxi antes de que sonara cualquier hora. Iría calle abajo,
hacia la plaza en la que desembocaba la calle principal. Volvería asalvo con el
taxi a su propia casa y pediría al chófer que la acompañara a recoger los
paquetes. La idea del chófer la hizo tomar una decisión audaz. Dejó abierta la
puerta, y desde el rellano de la escalera, escuchó atentamente. No oyó nada,
pero mientras estaba allí, una ligera corriente de aire atravesó el rellano y le
acarició el rostro. Procedía de la planta baja; allá abajo alguien había abierto
una puerta o una ventana, alguien que había elegido aquel instante para
abandonar la casa.
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14. LA ESCUELA PARA BRUJAS. THE
SCHOOL FOR WITCHES, DYLAN
THOMAS (1914-1953)
En el pico de Cader había una escuela de brujas: allí, la hija del médico, que
enseñaba la cuna profana y la aguja del demonio, contaba con siete jovencitas
campesinas.
Al enseñarles las intrincadas maneras del demonio, alzó los brazos para
franquearle el paso. Tres años y un día habían transcurrido desde la primera
vez en que se postró ante la luna y, enloquecida por la media luz, se empapó el
cabello siete veces en el agua salada del mar y empapó un ratón en miel.
Permanecía en pie sin que nada ni nadie la tocase, en actitud de amar al
hombre perdido. Se le endurecieron los dedos sobre la luz, como si estuvieran
sobre el esternón del diablo que seguía sin acudir a su llamamiento.
La señora Price ascendió la colina y la vieron las siete. Era la primera noche
del año nuevo, el viento estaba aquietado en el pico de Cader y un atardecer a
medias tintado de rojo, prometedor, flotaba sobre los roquedos. Tras la
comadrona se fundió el sol tal como se hunde una piedra en la ciénaga, y la
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La Señora Price se persignó. Llevaba una ristra de ajos colgada del cuello. Con
cuidado, la rozó con un dedo. Las siete gritaron a voz encuello, y corrieron del
ventanal a las habitaciones interiores, en donde la hija del médico, arrodillada,
daba consejos al sapo negro, a su allegada y al gato adivino que dormitaba
pegado a la pared. La allegada movió la cabeza. Las siete se pusieron a bailar,
restregando los muslos contra la pared enlucida hasta que la sangre borró los
símbolos de la fertilidad que llevaban inscritos en ellos. Bailaron de la mano
entre los símbolos oscuros, bajo los mapas que indicaban el asenso y la caída
de las estaciones satánicas, y sus blancos vestidos revoloteaban alrededor.
Comenzaron a ulular las lechuzas, golpeteando la música de un invierno que
había despertado de súbito.
-Es una mujer muy negra, -dijo la señora Price, e hizo una reverencia al
médico. Despertó al oír la historia de la comadrona, que le hablaba de un
sueño de enfermedades y recordaba la rotura, la mancha negra, el eco, las
sombras mutiladas del séptimo sentido. Ella se acostó con un afilador negro. El
la hirió en lo más profundo, dijo el médico, y se limpió un bisturí en la manga.
Juntos, bajaron dando tumbos por los roquedos de la colina.
Al pie de la colina los recibió el terror, el terror de los ciegos que golpean con
sus blancos bastones sin saber dónde dan, las extremidades amputadas de las
tinieblas solidificadas; dos gusanos en el pliegue de un árbol, las barrigas en la
savia del caucho, los pegamentos de un bosque de simiente equivocada;
sujetando con todas sus fuerzas los sombreros y el bolso una y el maletín el
otro, los dos siguieron a rastras por el camino que llevaba al negro
alumbramiento. De la derecha, de la izquierda, los alaridos arrancados por los
dolores del parto llegaban por debajo de las ramas, atravesaban la madera
muerta desde la tierra, donde estornudó un topo, y desde el cielo, fuera de la
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-El párroco no tiene aprecio por los buhoneros, -dijo John Bucket, el calderero.
Al pico de Cader, dijo el afilador, y allá fueron.
-Ahora, -dijo la hija del médico- repite conmigo: Levántate y sal de la cebada
aristada. Levántate y sal de la verde hierba adormecida en la hondonada
frondosa del Señor Griffiths. Hombre grande, hombre negro, todo ojos y sólo un
diente, levántate y sal de las ciénagas de Cader. Repite: El diablo me besa.
-El diablo me besa, -dijo la muchacha helada en el centro de la cocina.
-Bésame para salir de la cebada aristada.
-Bésame para salir de la cebada aristada.
-Repite: Te crucifico.
-Te crucifico, -dijo la muchacha. Con el alfiler en la mano, se lo clavó al gato
agazapado en el regazo de la hija.
Porque el amor adopta múltiples formas: perro, gato, cerdo o cabra. Existía un
amante hechizado en el tiempo de la misa, formado de pleno, con sus rasgos
plasmados en la imagen del gato que salió huyendo con el vientre
ensangrentado, corriendo hasta dejar atrás a las siete jovencitas, el salón y el
dispensario, hasta salir a la noche y seguir corriendo por la colina.
El viento lo alcanzó en la herida y con agilidad bajó por los roquedos, camino
de los arroyos refrescantes. Pasó como un relámpago junto a los tres
buhoneros. Un gato negro trae buena suerte, dijo el sartenero.
-Un gato ensangrentado trae mala suerte, -dijo John Bucket, el calderero.
El afilador no dijo nada. Emergieron del silencio junto al muro de la casa que se
alzaba sobre la cima y escucharon la música infernal que salía de la puerta
abierta. Espiaron por la ventana de cristal tintado y las siete jovencitas
danzaron ante ellos.
Los buhoneros entraron. A medianoche dio a luz la muchacha negra, que parió
una bestia negra con ojos de gatito y una mancha en la comisura de la boca.
La comadrona, al recordar las marcas de nacimiento, habló en susurros con el
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-¿Quién habría hechizado a los grajos? Bien podía salir el sol a la una y diez de
la madrugada.
-Tú, llora, chilla, -dijo la señora Price con el bebé en brazos- que este es un
mundo perverso.
Con vozarrón de vendaval, habló al bebé medio asfixiado entre los pliegues del
abrigo de la comadrona. La señora Price llevaba un sombrero de hombre, y sus
enormes pechos palpitaban bajo la casa negra.
-Tú, llora, chilla, -dijo el mundo perverso- soy un viejo que te ciega, una
mujercita perversa que te hace cosquillas, una muerte seca que te reseca.
El bebé lloró y chilló como si tuviese una pulga en la lengua. Los buhoneros se
perdieron en la casa y no pudieron encontrar el camino de las habitaciones
interiores, donde las jovencitas seguían bailando con picos de ave y con los
pies palmeados, descalzas sobre los adoquines. El sartenero abrió la puerta
del dispensario, pero los frascos y la bandeja de los bisturíes y demás
instrumentos le alarmaron. Los pasadizos estaban demasiado oscuros para
John Bucket, el calderero, y el afilador lo sorprendió en una esquina.
-Entra, entra, -gritó la hija del médico al diablo para darle la bienvenida.
maletín. Las aves de la noche volaron al lado de ellos, pero la noche estaba
desierta, y aquellas alas y voces inquietas, abandonando el vacío para
siempre, eran las plumas de las sombras y los acentos de un vuelo invisible.
Una mandrágora había aullado en Cader. El señor Griffiths salió deprisa, por el
camino de las estrellas. John Bucket, el calderero, y el sartenero llegaron a la
luz de la candela y se vieron en compañía de extraños. En el círculo central de
la estancia, rodeados por las luces inciertas, estaban el afilador y la muchacha
desnuda; ella le sonrió, él le sonrió a ella, tentó con sus manos el cuerpo de la
jovencita, ella se puso rígida y se relajó después, él se acercó más, y ella
sonriendo volvió a ponerse rígida, y el se relamió.
-¿Era ese hombre tan alto, -murmuró el sartenero- ese que toma a la hija del
médico sin saludo previo, era ese Tom el afilador? Lo recuerdo en los caminos
bajo el sol de plomo, un buhonero negro con sus tres chaquetas puestas.
-Que duermas bien, Pembroke, que tus demonios te han abandonado. ¡Ay del
pico de Cader, que el hombre negro baila en mi casa!
Para aquella velada salvaje no había otro finque un fin de maldad. La tumba
había bostezado, y el negro aliento se alzó de la tierra. Bailaban las
metamorfosis del polvo de Cathmarw. Yaced quietas, cenizas del hombre, pues
el ave fénix ha de levantar el vuelo de donde estáis. Caiga la maldición sobre
Cader, sobre mi bella casa cuadrada. La señora Price rozó con el dedo los ajos
y el médico permaneció contristado.
Las siete los vieron. Un aquelarre, un aquelarre, exclamaron. Una, sin dejar de
bailar, tiró de la mano del médico; otra, bailando sin cesar, lo tomó de la cintura;
perplejo al ver la carne blanca en sus brazos, el médico también bailó.
-Maldición, caiga la maldición y la pena sobre Cader, -gritaba ala vez que
giraba entre las doncellas, y sus pasos fueron ganando velocidad.
Oyó elevarse su propia voz, notó que sus pies volaban sobre los adoquines.
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-Ved, ved, -dijo la hija del médico- ved la cruz en su cuello negro.
Había sangre bajo el mentón del bebé, allí donde tembló un bisturí al hacerle
un corte.
Y fue así que el último visitante de esa noche encontró a trece danzantes en
las habitaciones interiores de la casa de Cader: un hombre negro y una
muchacha sonrojada, dos buhoneros desharrapados, un médico, una
comadrona y siete muchachas campesinas que daban vueltas y más vueltas
tomados de las manos, bajo los mapas que señalaban el ascenso y la caída de
las estaciones satánicas, entre los símbolos de las artes más siniestras, dando
vueltas sin cesar, mareados, gritando hacia el techo a la vez que reverenciaban
la cruz invertida que estaba a la entrada.
-Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido
en la pantalla?
-Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.
-Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?
-Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel
Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.
-¿Siete nomás?
-El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un
poco de sangre.
de preguntar:
-Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?
-Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo,
pues, el diablo le ha dado tanto?
-El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden
hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con
malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.
-¿Y si Daniel se arrepiente?...
Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de
Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían
tristezas, remordimientos. Hice un esfuerzo y dije:
-Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza.
Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.
-Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?
-Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.
-¿Su alma?
Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban
parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo,
que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo:
-¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más
tarde la película.
No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown
confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo. Yo
seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos,
en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más.
Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos
repletos.
arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace
combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace
mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.
-Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta
semana le encargaré un par de trajes.
-Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto
va a ponerse contenta.
-Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me
gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra...
-Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último,
unos aretes de Paulina...
-Piense usted bien, hay algo que quizás olvida...
Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor
interrumpió con voz extraña:
-Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que
usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo...
Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja
de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego.
Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta:
-A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy
completamente a sus órdenes.
Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla
del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo,
componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma:
"Daría cualquier cosa porque nada te faltara." Esto lo había dicho yo muchas
veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que
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podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía
una especie de vértigo. Bruscamente, me decidí:
-Trato hecho. Sólo pongo una condición.
-¿Qué condición?
-Me gustaría ver el final de la película -contesté.
-¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown!
Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla,
sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.
La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro.
Añadió:
-Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen
falta todas las cosas que teníamos?
Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala,
empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de
un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la
calle.
Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que
acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi
casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.
-Pareces agitado.
-No, nada, es que...
-¿No te ha gustado la película?
-Sí, pero...
Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía
haberle contado. Parecía contenta y se rió mucho.
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