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ESTE DOCUMENTO ES DE DOMINIO

PUBLICO BUSCA RECREAR LA


IMAGINACION DEL LECTOR. AQUÍ SE
ENCONTRARÁN HISTORIAS QUE TIENE
COMO SINTESIS ENTRAR EN EL
FANTASTICO MUNDO DE LA
DEMONOLOGIA. LA DEMONOLOGIA
COMO LO SABEMOS ATRAVIESA
INSTANCIAS MITICAS DEL SER HUMANO
GRACIAS A CIERTA PARTE DE LA
RACIONALIDAD SOMETIDA AL
ESPECTRO DE LA CREENCIA. COMO
TEMA FASCINANTE HAY QUE
DISFRUTAR DE SUS MEJORES RELATOS
FANTASTICO EN NOMBRE DE VARIADOS
Y RENOMBRADOS ESCRITORES

RELATOS,
CUENTOS SOBRE
PACTOS CON EL
DIABLO,
EXORCISMO Y
POSESIONES
SELECCIÓN HECHA POR
GUILLERMO ENRIQUE
Textos tomados
PALENCIA de
MENDOZA
http://elespejogotico.blogspot.co
m/
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Contenido
1. JOVEN FLAMENCA ESTRANGULADA POR EL DIABLO. JEUNE FILLE
FLAMANDE ÉTRANGLÉE PAR LE DIABLE, CHARLES NODIER (1780-1844)..........3

2. CONVERSACIÓN CON EL DIABLO. ENTRETIEN AVEC LE DIABLE, JEAN DE


LA VILLE DE MIRMONT (1886-1914)...........................................................................5
3. LA LEYENDA DEL MONTE SAINT-MICHEL Guy de Maupassant.......................8

4. EL DIABLO DE CERA. LE DIABLE DE CIRE, JEAN RAY (1887-1964)..............12

5. EL DIABLO Y EL RELOJERO. THE DEVIL AND THE WATCHMAKER, DANIEL


DEFOE (1659-1731)....................................................................................................16

6. EL DIABLO Y TOM WALKER. THE DEVIL AND TOM WALKER, WASHINGTON


IRVING (1783-1859)....................................................................................................18

7. HISTORIA DE UNA APARICIÓN DE DEMONIOS Y ESPECTROS. HISTOIRE D


´UNE APPARITION DE DÉMONS ET DE SPECTRES, CHARLES NODIER (1780-
1844)........................................................................................................................... 29

8. UNA HISTORIA DE SIETE DEMONIOS. A STORY OF SEVEN DEVILS, FRANK


R. STOCKTON (1834-1902)........................................................................................31

9. METER AL DIABLO EN EL INFIERNO. GIOVANNI BOCCACCIO (1313-1375) 38

10. HISTORIA DE UNA APARICIÓN DE DEMONIOS Y ESPECTROS. HISTOIRE D


´UNE APPARITION DE DÉMONS ET DE SPECTRES, CHARLES NODIER (1780-
1844) 43

11. EL DEMONIO DE HIELO. THE ICE-DEMON, CLARK ASHTON SMITH (1893-


1961) 45

12. EL DIABLO QUE CONOCEMOS. THE DEVIL WE KNOW, HENRY KUTTNER


(1915-1958) C.L. MOORE (1911-1987).......................................................................58

13. LA AMANTE DEL DEMONIO. THE DEMON LOVER, ELIZABETH BOWEN


(1899-1973)................................................................................................................. 78

14. LA ESCUELA PARA BRUJAS. THE SCHOOL FOR WITCHES, DYLAN


THOMAS (1914-1953).................................................................................................84

15. UN PACTO CON EL DIABLO. UN PACTO CON EL DIABLO, JUAN JOSÉ


ARREOLA (1918-2001)...............................................................................................92
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1. JOVEN FLAMENCA ESTRANGULADA
POR EL DIABLO. JEUNE FILLE
FLAMANDE ÉTRANGLÉE PAR LE
DIABLE, CHARLES NODIER (1780-
1844)

La historia que viene a continuación tuvo lugar el veintisiete de mayo de 1582.


Vivía en Amberes una chica joven y bella, amable, rica y de buena casa; esto la
hacía ser altiva, orgullosa, y sólo buscaba, día tras día, la forma de agradar con
sus trajes suntuosos a una infinidad de elegantes que le hacían la corte.

Esta joven fue invitada, según la costumbre, a las bodas de un amigo de su


padre que se casaba. Como no quería faltar y estaba deseosa de asistir a tal
fiesta para superar en belleza y gracia a todas las demás damas y doncellas,
preparó sus ricos trajes, dispuso el bermellón con el que quería maquillarse a la
manera de las italianas y, como no hay cosa que más guste a las flamencas
que la ropa bonita, mandó hacer cuatro o cinco pavanas, cuya vara de tela
costaba nueve escudos. Cuando estuvieron terminadas, ordenó venir a una
planchadora y le encomendó la tarea de almidonar con cuidado dos de las
pavanas para el día de las bodas y el siguiente, prometiéndole por su trabajo el
equivalente a veinticuatro cuartos.

La planchadora lo hizo lo mejor posible, pero la doncella no las encontró de su


agrado y envió enseguida a buscar a otra obrera a quien entregó las pavanas y
el sombrero para almidonarlos, prometiéndole un escudo si todo era de su
gusto. Esta segunda planchadora empleó toda su habilidad para hacerlo bien;
pero tampoco pudo contentar a la joven que, despechada y furiosa, desgarró y
lanzó por la habitación sus pavanas y sombreros, blasfemando el nombre de
Dios y jurando que prefería que el diablo se la llevase antes que ir a las bodas
así vestida.

Apenas hubo pronunciado la pobre doncella estas palabras cuando él diablo,


que estaba al acecho y había adoptado la apariencia de uno de sus más
queridos admiradores, se presentó ante ella con una gorguera en el cuello
admirablemente almidonada y arreglada a la última moda. La joven, engañada,
y creyendo que hablaba con uno de sus favoritos, le dijo amablemente:

—Amigo mío, ¿quién os ha compuesto tan bien vuestras gorgueras? Es así


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como yo las quería.


El espíritu maligno respondió que las había arreglado él mismo, y dicho esto se
las quita del cuello y las pone graciosamente en el de la doncella, que no pudo
contener la alegría de verse tan bien engalanada. Después de haber abrazado
a la pobre por la cintura, como para besarla, el malvado demonio lanzó un grito
horrible, le retorció miserablemente el cuello y la dejó sin vida en el suelo.

El grito fue tan espantoso que el padre de la joven y todos los que estaban en
la casa concibieron al oírlo el presagio de alguna desgracia. Se apresuraron a
subir a la habitación donde encontraron a la doncella rígida y muerta, con el
cuello y el rostro negros y magullados. Tenía la boca azulada y desfigurada de
tal manera que todos retrocedieron de espanto.

El padre y la madre, después de haber gritado y sollozado durante largo rato,


ordenaron amortajar a su hija, a quien introdujeron después en un féretro; y
para evitar el deshonor que temían, dieron a entender que su hija había muerto
súbitamente de apoplejía. Pero un suceso como aquél no podía permanecer en
secreto. Al contrario: era necesario que fuera puesto de manifiesto ante todos,
a fin de servir de ejemplo. Cuando el padre hube dispuesto todo para el entierro
de su hija, se encontró con que cuatro hombres fuertes y corpulentos no
pudieron levantar ni mover el ataúd que cobijaba aquel desgraciado cuerpo.
Hicieron venir a otros dos porteadores robustos que se unieron a los cuatro
primeros; pero fue en vano, pues el féretro era tan pesado que no se movía,
como si estuviera clavado con fuerza en el suelo. Los asistentes, espantados,
pidieron que se abriera el ataúd, y se procedió a ello al instante.

Entonces —¡oh, prodigio espantoso!—, no encontraron en el féretro más que


un gato negro, que se escapó precipitadamente y desapareció sin que se
pudiera saber lo que fue de él. El ataúd permaneció vacío; la desgracia de la
chica mundana fue descubierta y la iglesia no le concedió las oraciones de los
muertos.

Charles Nodier (1780-1844)


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2. CONVERSACIÓN CON EL DIABLO.
ENTRETIEN AVEC LE DIABLE, JEAN DE
LA VILLE DE MIRMONT (1886-1914)

Parece difícil, a la vista del nivel actual de nuestra civilización, representarse al


Diablo de forma diferente a un monstruo negro, con ojos de brasa y pies
hendidos, que disimula sus cuernos de macho cabrío bajo un sombrero rojo y
su cola peluda en los calzones. Sin embargo, determinadas tribus
supersticiosas del centro de África que, si se concede crédito a los relatos de
los misioneros, lo veneran casi tanto como nosotros, le atribuyen un color
blanco. Por lo que respecta a los partidarios de la secta de Sinto, en el Japón,
están persuadidos de que este personaje adopta la forma del zorro y, curiosa
coincidencia, los insulares de las islas Maldivas le sacrifican gallos y pollos. A
decir verdad, todas esas opiniones son igualmente falsas. El Diablo no es sino
un pobre hombre, de aspecto insignificante. Se parece a un profesor de la
enseñanza libre tanto como a un empleado de obras públicas. Se le desearía
incluso un aspeco más digno, al menos acorde con las tendencias políticas de
las últimas generaciones.

La primera vez que me encontré con él, fue en París y a toda ley. Él bebía un
café solo sobre un mostrador de un bar del muelle de la Tournelle, hacia las
once de la noche. Estábamos los dos algo bebidos. Recuerdo, no obstante,
que el fonógrafo del establecimiento tocaba en aquel preciso momento «El
despertar del negro» al banjo. El Demonio me propuso en un primer momento
una partida de ese juego de azar, derivado del zanzíbar, vulgarmente conocido
como «ano» porque sólo cuentan los ases. La rechacé, conocedor de la
grotesca fama que este juego tiene en numerosos círculos y casinos de la zona
costera. Entonces me propuso muy educadamente que le hiciera compañía por
el muelle hasta que sonara la primera campanada de medianoche, instante en
el que Él retoma su servicio. Dimos algunos pasos en silencio. Luego, como
era de prever, Él intentó ejercer sobre mí distintos tipos de seducción, con el
objetivo de apropiarse de mi alma inmortal a poca costa.

—¿Quiere hacerse invisible? —insinuó en voz baja con el tono que los
parisinos adoptan habitualmente para venderle tarjetas transparentes a los
ingleses en el atrio de Notre-Dame—. Pues bien: póngase bajo el brazo el
corazón de un murciélago, el de una gallina negra, o mejor aún, el de una rana
de quince meses. Pero es más eficaz robar un gato negro, comprar un puchero
nuevo, un espejo, un encendedor, una piedra de ágata, carbón y yesca...
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Yo no estaba de humor como para permitir que me siguiera recitando el Petit-


Albert o Las Clavículas de Salomón, obras pasadas de moda cuya lectura
abandoné hace ya mucho tiempo.

—Creo —repliqué— que en nuestra época de progresos sociales y


económicos, su ciencia lleva algo de retraso. La señorita Irma (¿no fue ella mi
primera amante cuando leía el futuro en los posos del café no lejos de la
estación Réamur-Sébastopol del metropolitano?) sabía tanto como usted sobre
esta cuestión. Valiéndose de una simple mesa giratoria de caoba chapeada,
hasta me procuró una conversación particular con el general Boulanger. En
aquellos momentos yo deseaba librarme del servicio militar.
—Mi arte es eterno, hijo mío —prosiguió el Diablo— y sus preceptos son
siempre útiles. Pero me doy cuenta de que, aunque escéptico y viciado por el
espíritu del siglo, usted posee bastante instrucción. Con mucho gusto lo
incluiría en el número de los intelectuales.
Estas palabras, que me adularon, me indujeron a pensar que mi compañero
buscaba en esta ocasión atraerme hacia el pecado de soberbia.
—Si tiene interés en que sigamos siendo amigos —le dije finalmente— no
intente utilizar astucias conmigo. ¿Quiere mi alma? Muy bien, se la cederé en
lo que vale. Pero deje de darme con el codo cada vez que nos cruzamos por el
acerado con una de esas impuras criaturas que la miseria ha reducido a formar
parte de su clientela. Sólo le pediré a cambio de lo que desea de mí, una cosa:
que me distraiga. ¿Sabe una cosa, Diablo? me aburro tanto como un hombre
puede hacerlo sobre este planeta. Como suele decirse, estoy hastiado. Los
crímenes pasionales de nuestros grandes diarios ya no me interesan; además
los asesinos terminan todos por ser atrapados; la manilla, los cientos o el juego
de la rana carecen de misterio para mí. Los beneficios de la gimnasia sueca o
el resultado del gran premio de ciclismo ya no bastan para satisfacer mis
aspiraciones de ideal. Quisiera que usted me ofreciera un espectáculo capaz
de procurarme entusiasmo durante sólo diez minutos. Mire, por ejemplo, haga
surgir por detrás de la Halle-au-Vin una aurora boreal. Desencadene algún
cataclismo inédito, haga sonar solas las campanas de Notre-Dame o elevarse
hacia el cielo como una flecha la torre Eiffel. Deje en libertad a las dos jirafas
del Jardín de Plantas, luego despierte a los muertos del cementerio del Père-
Lachaise y condúzcalos en orden, por rango de edad y distinción, a través de
los bulevares hasta la Concordia. Déle por lo menos un volcán a Montmartre y
un geiser al estanque del Luxemburgo. Si hace usted eso renuncio para
siempre a mi parte de vida eterna en el seno de Abraham. ¡Algo imprevisto,
algo imprevisto! ¡Por falta de algo imprevisto perecemos todos desde que
comenzó la era cuaternaria!

—Hijo mío —me contestó entonces el Diablo con indulgencia— piense que en
París y su extrarradio existen tres millones de habitantes. Si atendiera su deseo
de hacer algo maravilloso, vería de inmediato que dos millones y medio de
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ellos se convertirían a diversas religiones (y supongo, que unas 500.000


personas de espíritu débil, se morirían de susto en el acto). En consecuencia,
la pérdida que tendría que registrar a cambio de conseguir sólo su alma, aún
teniéndolo todo en consideración, sería una adquisición bastante mediocre.
Pero, puesto que me pone entre la espada y la pared, dése la vuelta y mire.

Mientras hablaba, el Diablo desapareció sin expandir, en contra de lo previsto,


el menor olor a azufre. Obedecí su recomendación y el espectáculo que se
ofreció a mi vista me dejó estupefacto. Había... había dos lunas en el cielo. Dos
lunas, dos lunas iguales se erguían juntas en el horizonte. Era, hay que
admitirlo, más de lo necesario para una noche de verano, ya de por sí bastante
poética. Pensaba en el pretexto suficiente que me procuraría este
acontecimiento sin precedentes para faltar a mi despacho a la mañana
siguiente, cuando un pequeño detalle me llamó la atención: La primera de las
dos lunas marcaba exactamente las doce de la noche. No era sino la esfera
luminosa del reloj de la estación de Lyon... He aquí como, una noche de
borrachera, vendí mi alma al diablo por un reloj...

Jean de la Ville de Mirmont (1886-1914)

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3. LA LEYENDA DEL MONTE SAINT-
MICHEL Guy de Maupassant

Primero lo había visto desde Cancale; era un castillo de hadas erguido sobre el
mar. Lo vi confusamente, como una sombra gris que se alzaba en el cielo
brumoso.
Volví a verlo desde Avranches, cuando se ponía el sol. La inmensa extensión
de la arena estaba roja, el horizonte estaba rojo, la bahía desmesurada estaba
toda roja; sólo la abadía escarpada, nacida allí, lejos de la tierra, como una
mansión fantástica, grandiosa como un palacio de ensueño, increíblemente
extraña y bella, permanecía casi negra entre el púrpura del día que moría.
Al día siguiente, al alba, fui hacia ella a través de la arena, con la mirada fija en
aquella monstruosa joya, grande como una montaña, cincelada como un
camafeo, y vaporosa como una muselina. Cuanto más me acercaba, más
admirado me sentía, ya que quizás no haya nada en el mundo más
sorprendente y perfecto.
Y caminé sin rumbo, sorprendido como si hubiera descubierto la residencia de
un dios a través de aquellas salas sobre columnas, ligeras o pesadas, a través
de aquellos pasillos calados de parte a parte, levantando mis ojos maravillados
sobre aquellos pequeños campanarios que parecían centellas de camino al
cielo y sobre toda aquella increíble maraña de torrecillas, gárgolas, adornos
esbeltos y encantadores, fuegos artificiales en piedra, encajes de granito, obra
de arte de arquitectura colosal y delicada.
Mientras permanecía extasiado, un campesino de la Baja NormandÍa me
abordó y se puso a contarme la historia de la gran disputa de san Miguel con el
diablo.
Un escéptico ingenioso dijo: "Dios ha hecho el hombre a su imagen, pero el
hombre se lo ha devuelto bien."

Estas palabras definen una verdad eterna y sería muy curioso estudiar en cada
continente la historia de la divinidad local, así como la de los santos patronos
en cada una de nuestras provincias. El negro tiene ídolos feroces, devoradores
de hombres; el mahometano polígamo puebla su paraíso con mujeres; los
griegos, como gente práctica que son, habían divinizado todas las pasiones.
Cada pueblo de Francia está situado bajo la invocación de un santo protector,
moldeado a imagen de sus habitantes.
Ahora bien, san Miguel vela por la Baja Normandía; san Miguel, el ángel
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radiante y victorioso, el portaestandarte, el héroe del cielo, el triunfante, el


dominador de Satán.
Voy a contarles cómo la gente de la Baja Normandía, astuta, cautelosa,
socarrona y quisquillosa, entiende y cuenta la lucha del gran santo contra el
diablo.
Para ampararse contra las maldades del demonio, su vecino, san Miguel
construyó él mismo, en pleno océano, aquella morada digna de un arcángel; y,
sólo, en efecto, un santo semejante podía crearse tal residencia.
Y como aún seguía temiendo las aproximaciones del Maligno, rodeó su
dominio con arenas movedizas más pérfidas que el mar.
El diablo vivía en una humilde choza en la costa; pero poseía las praderas
bañadas en agua salada, las bellas tierras fértiles donde crecen las grandes
cosechas, los más ricos valles y fecundos oteros de toda la región; mientras
que el santo no reinaba sino en la arena. De manera que Satán era rico y san
Miguel era pobre como un pordiosero.

Después de algunos años de ayuno, el santo se aburrió de ese estado de


cosas y pensó en llegar a un compromiso con el diablo; pero no era nada fácil,
Satán tenía apego a sus mieses.
San Miguel reflexionó durante seis meses; y, una mañana, se encaminó hacia
la tierra. El demonio tomaba una sopa delante de su puerta cuando vio al
santo; inmediatamente se precipitó a su encuentro, besó el bajo de su manga,
le hizo entrar y le ofreció algo de beber.
Luego, tras acabar una jarra de leche, san Miguel tomó la palabra: —He venido
a proponerte un buen negocio.

El diablo, cándido y confiado, contestó: —Me parece bien.


—Escucha. Me dejarás todas tus tierras.
Satán, preocupado, quiso hablar. —Pero...
El santo prosiguió: —Primero escucha. Me dejarás todas tus tierras. Me
encargaré del mantenimiento, del trabajo, de las labranzas, de las simientes, de
los abonos, en fin, de todo, y compartiremos a medias la cosecha. ¿Trato
hecho?
El diablo, perezoso por naturaleza, aceptó.
Tan sólo pidió, además, algunos de aquellos deliciosos salmonetes que se
pescan alrededor del solitario monte. San Miguel prometió dárselos.
Chocaron las manos, escupieron de lado para indicar que el trato estaba
cerrado, y el santo prosiguió:
—Mira, no quiero que tengas quejas de mí. Elige lo que prefieras: la parte de
las cosechas que estará por encima de la tierra o la que se quedará bajo la
tierra.
Satán exclamó: —Me quedo con la de encima.
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—De acuerdo —dijo el santo.


Y se fue.
Ahora bien, seis meses después, en los inmensos dominios del diablo, sólo se
veían zanahorias, nabos, cebollas, salsifíes, todas ellas plantas cuyas gruesas
raíces están buenas y sabrosas, y cuya hoja inútil vale como mucho para
alimentar a los animales.
Satán no obtuvo nada y quiso cancelar el contrato, tachando a san Miguel de
"malicioso".
Pero el santo, que se había aficionado al cultivo, volvió a ver al diablo: —Te
aseguro que ni por asomo lo pensé; ha resultado así; no es culpa mía. Pero,
para resarcirte, te propongo que este año te quedes todo lo que se encuentre
bajo tierra.
—De acuerdo —dijo Satán.
En la primavera siguiente, en toda su extensión, las tierras del Espíritu del Mal
estaban cubiertas con espesos trigos, avenas gordas como campaniles, linos,
colzas magníficas, tréboles rojos, guisantes, coles y alcachofas; en fin, con
todo lo que se abre al sol en granos o frutas.
De nuevo, Satán no obtuvo nada y se enfadó del todo.
Recuperó sus prados y sus labranzas y permaneció sordo a todas las nuevas
aproximaciones de su vecino.
Transcurrió un año entero. Desde lo alto de su mansión aislada, san Miguel
miraba la tierra lejana y fecunda, y veía al diablo dirigiendo las labores,
recogiendo las cosechas, trillando sus mieses. Y se desesperaba, enfurecido
por su impotencia. Como no podía engañar más a Satán, decidió vengarse de
él, y fue a invitarle a que viniera a cenar el lunes siguiente.
—No has tenido suerte en tus negocios conmigo —decía—, lo sé; pero no
quiero que quede rencor entre nosotros y cuento con que vengas a cenar
conmigo. Te daré cosas buenas que comer.
Satán, tan goloso como perezoso, aceptó en seguida. El día convenido, se
vistió con sus mejores atuendos y se encaminó hacia el Monte.
San Miguel le hizo sentarse a una mesa magnífica. Se sirvió primero una
besamela llena de crestas y riñones de gallo, con albóndigas de carne
condimentada; luego dos hermosos salmonetes con crema, seguidos de un
pavo blanco relleno de castañas confitadas en vino; luego una pierna de
cordero inglés, tierna como un pastel; luego legumbres que se deshacían en la
boca y una buena torta caliente, que humeaba esparciendo un perfume de
mantequilla.
Bebieron sidra pura, espumosa y azucarada, y vino tinto y espirituoso y, entre
plato y plato, hacían un hueco con un aguardiente de manzana añejo.
El diablo bebió y comió como un cosaco, tanto y tan bien que se vio en una
situación terriblemente embarazosa.
Entonces san Miguel, levantándose, formidable, gritó con voz atronadora: —
¡Ante mí! ¡Ante mí, canalla! Te atreves... Ante mí...
Satán, enloquecido, escapó y el santo, cogiendo un palo, le persiguió.
Corrían por las dependencias de la casa, dando vueltas alrededor de los
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pilares, subían las escaleras aéreas, galopaban a lo largo de las cornisas,


saltaban de gárgola en gárgola. El pobre demonio, tan enfermo que partía el
corazón verle, huía, mancillando la morada del santo. Llegó finalmente a la
última terraza, arriba del todo, desde donde se descubre la bahía inmensa con
sus ciudades lejanas, sus arenales y sus pastos. Ya no podía seguir
escapando; y el santo, pegándole en la espalda una furiosa patada, le lanzó
como una pelota a través del espacio.
Atravesó el cielo cual una jabalina, y fue a caer pesadamente ante la ciudad de
Mortain. Los cuernos de su frente y las uñas de sus miembros entraron
profundamente en la roca, que conserva las huellas de aquella caída de Satán
para la eternidad.
Cuando se levantó se vio cojo, lisiado hasta el fin de los siglos; y, mirando a lo
lejos el Monte fatal, erguido como un pico en el atardecer, entendió
perfectamente que siempre sería vencido en esa lucha desigual, y se marchó
arrastrando la pata, en dirección a lejanos países, abandonando a su enemigo
sus campos, sus oteros, sus valles y sus praderas.
Y así fue como san Miguel, patrón de los Normandos, venció al diablo.
Otro pueblo había soñado esa batalla de otra manera. FIN

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4. EL DIABLO DE CERA.
LE DIABLE DE CIRE, JEAN RAY (1887-
1964)

La multitud se había agolpado en torno a una cosa horrible, recubierta por un


trozo de tela grasienta. Las miradas se quedaron fijas por un instante sobre la
forma humana que podía adivinarse bajo su grosera cubierta y luego se
dirigieron hacia el piso superior de una casa triste cuya vieja fachada dejaba
ver un letrero carcomido que decía: «Se alquila».

-¡Miren la ventana! Está abierta. ¡Es de allí de donde ha caído!


-De donde ha caído... o de donde ha saltado.

Era un amanecer gris y algunos faroles brillaban aún, aquí y allá. El grupo de
mirones estaba compuesto principalmente por personas que tenían que
levantarse muy temprano para acudir al despacho o a la fábrica. Aunque iba a
desembocar a Cornhill, la calle estaba casi desierta. Pasó aún algún tiempo
antes de que los policías descubrieran el cuerpo, que dejaron allí en su ridícula
posición de muñeco desarticulado hasta que llegó el comisario. Este apareció
pronto caminando por la acera opuesta, en compañía de un joven de rostro
inteligente.

El comisario era pequeño y regordete y daba la sensación de estar aún medio


dormido.

-¿Accidente, asesinato, suicidio? ¿Qué opina usted, inspector White?


-Puede que se trate de un asesinato. De un suicidio tal vez, pero la causa no
está todavía muy clara.
-Es un asunto sin importancia -afirmó lacónicamente el jefe de policía-.
¿Conocía usted al muerto?
-Sí, es Bascrop. Soltero y bastante rico. Vivía como un ermitaño -respondió
White.
-¿Vivía en esta casa?
-No, claro que no, puesto que está para alquilar.
-¿Qué estaba haciendo aquí entonces?
-Esta casa le pertenecía.
-¡Ah, bueno...! No será más que una encuesta breve, inspector White. No va a
llevarle mucho tiempo.

El jurado había desechado la posibilidad de asesinato y el inspector White


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continuó la investigación por su propia cuenta, pues no estaba de acuerdo con


esto. El joven detective se había sorprendido de la expresión de angustia que
había conservado después de la muerte el rostro del poco sociable Bascrop.

Entró en la casa vacía, subió la escalera hasta el tercer piso y llegó por fin a la
habitación misteriosa: cuya ventana había quedado abierta. Al pasar había
notado que todas las habitaciones estaban por completo desprovistas de
mobiliario. En ésta, sin embargo, había varios objetos de aspecto miserable:
una silla de caña y una mesa de madera blanca; sobre esta última se veía una
gran vela que sin duda había apagado alguna ráfaga de aire poco después del
drama. Una fina capa de polvo cubría la mesa, cuya madera no parecía limpia
más que en tres sitios. El polvo mostraba en efecto las huellas de dos círculos
vagos y de un rectángulo perfecto. White no tuvo que reflexionar mucho para
descubrir la causa.

-Bascrop -se dijo- ha debido sentarse aquí para leer, a la luz de esta vela. La
marca rectangular debe ser la del libro. En cuanto a estos dos redondeles sin
duda son los codos del pobre hombre. ¿Pero dónde está el libro? Nadie más
que yo ha entrado en esta casa desde la muerte del propietario. Por lo tanto, el
desgraciado debía tenerlo en la mano en el momento de su caída.

White continuó su razonamiento. Por un lado, la calle desembocaba sobre


Cornhill, pero por el otro lado daba sobre un barrio sucio, de mala fama y
callejuelas infectas. Sobre la mayoría de las puertas podía leerse esta
inscripción escrita con tiza: «Llámeme a las cuatro».

En los alrededores vivía probablemente algún guardián de noche, o vigilante, y


este hombre tal vez supiera algo. Resultó ser viejo, sucio, y repugnante, y
apestaba a alcohol. Recibió a WhIte sin ninguna cortesía.

-Yo no sé nada, absolutamente nada. Lo único que me han contado es que un


hombre que estaba harto de la vida ha saltado de un tercer piso. Son cosas
que pasan.
-¡Vamos! -dijo secamente White-. Deme el libro que ha encontrado cerca del
cadáver o presento una denuncia contra usted.
-Encontrar no es robar -dijo aquel triste individuo con una risita-. Además, yo no
he estado por allí.
-¡Tenga cuidado! -le amenazó White-. Podría muy bien tratarse de un
asesinato.

El vigilante vaciló aún un momento y luego acabó murmurando con aire


mezquino:

-Sabe usted, este libro bien vale un chelín.


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-¡Tenga su chelín!
Es así como White vino a entrar en posesión del libro que buscaba.

-Un libro de magia -murmuró el inspector- que data nada menos que del siglo
XVI. En aquel tiempo los verdugos solían quemar esta clase de libros y no
andaban equivocados.

Se puso a hojearlo lentamente. Una página que tenía la esquina doblada le


llamó la atención. Comenzó a leerla lentamente. Cuando hubo terminado, su
rostro tenía una expresión muy grave.

-¿Por qué no he de ensayar yo también?, murmuró para sí.

Poco antes de la medianoche regresó a la calle desierta, empujó la puerta


medio desencajada de la casa siniestra y subió las escaleras en la obscuridad.
Esta, sin embargo, no era completa, ya que la luna llena iluminaba el cielo con
su luz helada y dejaba pasar bastante claridad a través de los cristales
empolvados de las ventanas como para que pudiera verse dentro. Una vez que
llegó a la habitación del drama, encendió la vela, se sentó donde Bascrop
debía haber estado y abrió el libro por la página que ya había visto antes. En
ella estaba escrito:

Encended la vela un cuarto de hora antes de la medianoche y leed la fórmula


en voz alta...

Se trataba de un texto en prosa bastante confusa que el Inspector no


comprendía en absoluto. Pero cuando hubo terminado la lectura carraspeó un
poco para aclararse la garganta y entonces oyó como un reloj vecino daba las
doce campanadas fatídicas.

Levantó la cabeza y lanzó un espantoso grito de horror. White no ha podido


nunca describir con precisión qué es lo que vio en aquel momento. Incluso hoy
en día duda de que viese realmente algo. Tuvo, sin embargo, la impresión clara
de que un ser obscuro y amenazador avanzaba hacia él, obligándole a
retroceder andando hacia atrás, hacia la ventana. Un pánico terrible le oprimió
el corazón. Supo que tenía que abrir aquella ventana, que tenía que continuar
retrocediendo y que finalmente acabaría por caer sobre la barandilla para ir a
estrellarse contra el pavimento tres pisos más abajo. Una fuerza invisible y
poderosa le empujaba.

Su voluntad estaba apunto de abandonarle y él se daba perfecta cuenta de


ello, pero una especie de instinto, el del policía acostumbrado a luchar por su
vida, aún estaba despierto en él. Con un esfuerzo sobrehumano consiguió
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echar mano a su revólver y concentrando en su brazo toda la energía de que


podía disponer apuntó a la sombra misteriosa y apretó el gatillo. Una
detonación seca rasgó el silencio de la noche y la vela saltó hecha pedazos.

White entonces perdió el conocimiento. El médico que estaba a la cabecera de


su cama cuando se despertó movió la cabeza sonriendo.

-Bueno, amigo mío -dijo el doctor-, no había oído contar nunca que nadie
pudiese abatir al diablo con la ayuda de un simple revólver. Y, sin embargo, es
lo que usted ha hecho.
-¡El diablo! -balbuceó el inspector.
-Amigo mío, si hubiera fallado usted la vela hubiese corrido sin duda la misma
suerte que el desgraciado Bascrop. Porque, sabe, la clave del misterio era
precisamente la vela. Debía tener por lo menos cuatro siglos y estaba fabricada
con una cera llena de alguna materia terriblemente volátil, de la que los brujos
de aquella época conocían la fórmula. La extensión del texto mágico que había
que leer fue calculado de tal forma que la vela tenía que arder durante un
cuarto de hora entero, que es tiempo más que suficiente para que una
habitación se llene por completo de un gas peligroso, capaz de envenenar el
cerebro humano y de despertar en la víctima la idea obsesiva del suicidio.

Confieso que esto no es más que una suposición, pero creo, sin embargo., no
andar lejos de la verdad.

White no tenía deseo alguno de entablar una discusión sobre este tema.
Además, ¿qué otra hipótesis podría él arriesgar? A menos que...

No, lo mejor era no pensar más en este asunto.

Jean Ray (1887-1964)

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5. EL DIABLO Y EL RELOJERO.
THE DEVIL AND THE WATCHMAKER,
DANIEL DEFOE (1659-1731)

Viva en la parroquia de San Bennet Funk, cerca del Mercado Real, una
honesta y pobre viuda quien, después de morir su marido, tomó huéspedes en
su casa. Es decir, dejó libres algunas de sus habitaciones para aliviar su renta.
Entre otros, cedió su buhardilla a un artesano que hacía engranajes para
relojes y que trabajaba para aquellos comerciantes que vendían dichos
instrumentos, según es costumbre en esta actividad.

Sucedió que un hombre y una mujer fueron a hablar con este fabricante de
engranajes por algún asunto relacionado con su trabajo. Y cuando estaban
cerca de los últimos escalones, por la puerta completamente abierta del altillo
donde trabajaba, vieron que el hombre (relojero o artesano de engranajes) se
había colgado de una viga que sobresalía más baja que el techo o cielorraso.
Atónita por lo que veía, la mujer se detuvo y gritó al hombre, que estaba detrás
de ella en la escalera, que corriera arriba y bajara al pobre desdichado. En ese
mismo momento, desde otra parte de la habitación, que no podía verse desde
las escaleras, corrió velozmente otro hombre que llevaba un escabel en sus
manos. Éste, con cara de estar en un grandísimo apuro, lo colocó debajo del
desventurado que estaba colgado y, subiéndose rápidamente, sacó un cuchillo
del bolsillo y sosteniendo el cuerpo del ahorcado con una mano, hizo señas con
la cabeza a la mujer y al hombre que venía detrás, como queriendo detenerlos
para que no entraran; al mismo tiempo mostraba el cuchillo en la otra, como si
estuviera por cortar la soga para soltarlo.

Ante esto la mujer se detuvo un momento, pero el hombre que estaba parado
en el banquillo continuaba con la mano y el cuchillo tocando el nudo, pero no lo
cortaba. Por esta razón la mujer gritó de nuevo a su acompañante y le dijo:

-¡Sube y ayuda al hombre!

Suponía que algo impedía su acción.

Pero el que estaba subido al banquillo nuevamente les hizo señas de que se
quedaran quietos y no entraran, como diciendo: «Lo haré inmediatamente».
Entonces dio dos golpes con el cuchillo, como si cortara la cuerda, y después
se detuvo nuevamente. El desconocido seguía colgado y muriéndose en
consecuencia. Ante la repetición del hecho, la mujer de la escalera le gritó:
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-¿Que pasa? ¿Por qué no bajas al pobre hombre?


Y el acompañante que la seguía, habiéndosele acabado la paciencia, la empujó
y le dijo:

-Déjame pasar. Te aseguro que yo lo haré -y con estas palabras llegó arriba y a
la habitación donde estaban los extraños.

Pero cuando llegó allí ¡cielos! el pobre relojero estaba colgado, pero no el
hombre con el cuchillo, ni el banquito, ni ninguna otra cosa o ser que pudiera
ser vista a oída. Todo había sido un engaño, urdido por criaturas espectrales
enviadas sin duda para dejar que el pobre desventurado se ahorcara y
expirara. El visitante estaba tan aterrorizado y sorprendido que, a pesar de todo
el coraje que antes había demostrado, cayó redondo en el suelo como muerto.
Y la mujer, al fin, para bajar al hombre, tuvo que cortar la soga con unas tijeras,
lo cual le dio gran trabajo.

Como no me cabe duda de la verdad de esta historia que me fue contada por
personas de cuya honestidad me fío, creo que no me dará trabajo convencerlos
de quién debía de ser el hombre del banquito: fue el Diablo, que se situó allí
con el objeto de terminar el asesinato del hombre a quien, según su costumbre,
había tentado antes y convencido para que fuera su propio verdugo. Además,
este crimen corresponde tan bien con la naturaleza del Demonio y sus
ocupaciones, que yo no lo puedo cuestionar. Ni puedo creer que estemos
equivocados al cargar al Diablo con tal acción.

Nota: No puedo tener certeza sobre el final de la historia; es decir, si bajaron al


relojero lo suficientemente rápido como para recobrarse o si el Diablo ejecutó
sus propósitos y mantuvo aparte al hombre y a la mujer hasta que fue
demasiado tarde. Pero sea lo que fuera, es seguro que él se esforzó
demoníacamente y permaneció hasta que fue obligado a marcharse.

Daniel Defoe (1659-1731)


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6. EL DIABLO Y TOM WALKER.
THE DEVIL AND TOM WALKER,
WASHINGTON IRVING (1783-1859)

En Massachusetts, a unos pocos kilómetros de Boston, el mar penetra a gran


distancia tierra adentro, partiendo de la Bahía de Charles, hasta terminar en un
pantano, muy poblado de árboles. A un lado de esta ría se encuentra un
hermoso bosquecillo, mientras que del otro la costa se levanta abruptamente,
formando una alta colina, sobre la cual crecían algunos árboles de gran edad y
no menor tamaño. De acuerdo con viejas leyendas, debajo de uno de estos
gigantescos árboles se encontraba enterrada una parte de los tesoros del
Capitán Kidd, el pirata. La ría permitía llevar secretamente el tesoro en un bote,
durante la noche, hasta el mismo pie de la colina; la altura del lugar dejaba,
además, realizar la labor, observando al mismo tiempo que no andaba nadie
por las cercanías, y los corpulentos árboles reconocer fácilmente el lugar.
Además, según viejas leyendas, el mismísimo diablo presidió el enterramiento
del tesoro y lo tomó bajo su custodia; se sabe que siempre hace esto con el
dinero enterrado, particularmente cuando ha sido mal habido. Sea como quiera,
Kidd nunca volvió a buscarlo, pues fue detenido poco después en Boston,
enviado a Inglaterra y ahorcado allí por piratería.

Por el año 1727, cuando los terremotos se producían con cierta frecuencia en
la Nueva Inglaterra, y hacían caer de rodillas a muchos orgullosos pecadores,
vivía cerca de este lugar un hombre flaco y miserable, que se llamaba Tomás
Walker. Estaba casado con una mujer tan miserable como él: ambos lo eran
tanto, que trataban de estafarse mutuamente. La mujer trataba de ocultar
cualquier cosa sobre la que ponía las manos; en cuanto cacareaba una gallina,
ya estaba ella al quién vive, para asegurarse el huevo recién puesto. El marido
rondaba continuamente, buscando los escondrijos secretos de su mujer;
abundaban los conflictos ruidosos acerca de cosas que debían ser propiedad
común. Vivían en una casa, dejada de la mano de Dios, que tenía un aspecto
como si se estuviera muriendo de hambre. De su chimenea no salía humo;
ningún viajero se detenía a su puerta; llamaban suyo un miserable caballejo,
cuyas costillas eran tan visibles como los hierros de una reja. El pobre animal
se deslizaba por el campo, cubierto de un pasto corto, del cual sobresalían
rugosas piedras, que si bien excitaba el hambre del animal no llegaba a
calmarla; muchas veces sacaba la cabeza fuera de la empalizada, echando
una mirada triste sobre cualquiera que pasase por allí, como si pidiera que le
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sacase de aquella tierra de hambre. Tanto la casa como sus moradores tenían
mala fama. La mujer de Tomás era alta, de malísima intención, de un
temperamento fiero, de larga lengua y fuertes brazos. Se oía a menudo su voz
en una continua guerra de palabras con su marido: su cara demostraba que
esas disputas no se limitaban a simples dimes y diretes. Sin embargo, nadie se
atrevía a interponerse entre ellos. El solitario viajero se encerraba en sí mismo
al oír aquel escándalo y rechinar de dientes, observaba a una cierta distancia
aquel refugio de malas bestias y se apresuraba a seguir su camino,
alegrándose, si era soltero, de no estar casado.

Un día, Tomás Walker, que había tenido que dirigirse a un lugar distante, cortó
camino, creyendo ahorrarlo, a través del pantano. Como todos los atajos,
estaba mal elegido. Los árboles crecían muy cerca los unos de los otros,
alcanzando algunos los treinta metros de altura, debido a lo cual, en pleno día,
debajo de ellos parecía de noche, y todas las lechuzas de la vecindad se
refugiaban allí. Todo el terreno estaba lleno de baches, en parte cubiertos de
bejucos y musgo, por lo que a menudo el viajero caía en un pozo de barro
negro y pegadizo; se encontraban también charcos de aguas obscuras y
estancadas, donde se refugiaban las ranas, los sapos y las serpientes
acuáticas, y donde se pudrían los troncos de los árboles semisumergidos, que
parecían caimanes tomando el sol.

Tomás seguía eligiendo cuidadosamente su camino a través de aquel bosque


traicionero; saltando de un montón de troncos y raíces a otro, apoyando los
pies en cualquier precario pero firme montón de tierra; otras veces se movía
sigilosamente como un gato, a lo largo de troncos de árboles que yacían por
tierra; de cuando en cuando le asustaban los gritos de los patos silvestres, que
volaban sobre algún charco solitario.

Finalmente llegó a tierra firme, a un pedazo de tierra que tenía la forma de una
península, que se internaba profundamente en el pantano. Allí se habían hecho
fuertes los indios durante las guerras con los primeros colonos. Allí habían
construido una especie de fuerte, que ellos consideraron inexpugnable y que
utilizaron como refugio para sus mujeres e hijos. Nada quedaba de él, sino una
parte de la empalizada, que gradualmente se hundía en el suelo, hasta quedar
a su mismo nivel, en parte cubierto ya por los árboles del bosque, cuyo follaje
claro se distinguía nítidamente del otro más oscuro de los del pantano.

Ya estaba bastante avanzada la tarde, cuando Tomás Walker llegó al viejo


fuerte, donde se detuvo para descansar un rato. Cualquier otra persona hubiera
sentido una cierta aversión a descansar allí, pues el común de las gentes tenía
muy mala opinión del lugar, la que provenía de historias de los tiempos de las
guerras con los indios; se aseguraba que los salvajes aparecían por allí y
hacían sacrificios al Espíritu Malo. Sin embargo, Tomás Walker no era hombre
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que se preocupara de relatos de esa clase. Durante algún tiempo se acostó en


el tronco de un árbol caído, escuchó los cantos de los pájaros y con su bastón
se dedicó a formar montones de barro. Mientras inconscientemente revolvía la
tierra, su bastón tropezó con algo duro. Lo sacó de entre la tierra vegetal y
observó con sorpresa que era un cráneo, en el cual estaba firmemente clavada
un hacha india. El estado de arma demostraba que había pasado mucho
tiempo desde que había recibido aquel golpe mortal. Era un triste recuerdo de
las luchas feroces de que había sido testigo aquel último refugio de los
aborígenes.

-Vaya -dijo Tomás Walker, mientras de un puntapié trataba de desprender del


cráneo los últimos restos de tierra.
-Deje ese cráneo -oyó que le decía una voz gruesa. Tomás levantó la mirada y
vio a un hombre negro, de gran estatura, sentado en frente de él, en el tronco
de otro árbol. Se sorprendió muchísimo, pues no había oído ni escuchado
acercarse a nadie; pero más se asombró al observar atentamente a su
interlocutor, tanto como lo permitía la poca luz, y comprender que no era negro
ni indio. Es cierto que su vestido recordaba el de los aborígenes y que tenía
alrededor del cuerpo un cinturón rojo, pero el color de su rostro no era ni negro
ni cobrizo, sino sucio obscuro, y manchado de hollín, como si estuviera
acostumbrado a andar entro el fuego y las fraguas. Un mechón de pelo hirsuto
se agitaba sobre su cabeza en todas direcciones; llevaba un hacha sobre los
hombros.

Durante un momento observó a Tomás con sus grandes ojos rojos.

-¿Qué hace usted en mis terrenos? -preguntó el hombre tiznado, con una voz
ronca y cavernosa.
-¡Sus terrenos! - exclamó burlonamente Tomás.
Son tan suyos como míos; pertenecen al diácono Peabody.
-Maldito sea el diácono Peabody -dijo el extraño individuo-; ya me he prometido
que así será, si no se fija un poco más en sus propios pecados y menos en los
del vecino. Mire hacia allí y verá cómo le va al diácono Peabody.

Tomás miró en la dirección que indicaba aquel extraño individuo y observó uno
de los grandes árboles, bien cubierto de hojas, por su parte exterior, pero cuyo
tronco estaba enteramente carcomido, tanto que debía estar enteramente
hueco, por lo que lo derribaría el primer viento fuerte. Sobre la corteza del árbol
estaba grabado el nombre del diácono Peabody, un personaje eminente, que
se había enriquecido mediante ventajosos negocios con los indios. Tomás echó
una mirada alrededor y notó que la mayoría de los altos árboles estaban
marcados con el nombre de algún encumbrado personaje de la colonia y que
todos ellos estaban próximos a caer. El tronco sobre el cual estaba sentado
parecía haber sido derribado hacía muy poco tiempo; llevaba el nombre de
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Growninshield; Tomás recordó que era un poderoso colono, que hacía gran
ostentación de sus riquezas, de las cuales se decía que habían sido adquiridas
mediante actos de piratería.

-Está pronto para el fuego -dijo el hombre negro, con aire de triunfo-. Como
usted ve, estoy bien provisto de leña para el invierno.
-¿Pero qué derecho tiene usted a cortar árboles en las tierras del diácono
Peabody? -preguntó Tomás asombrado.
-El derecho que proviene de haber ocupado anteriormente estas tierras
-respondió el otro-. Me pertenecían antes de que ningún hombre blanco pusiera
el pie en esta región.
-¿Quién es usted, si se puede saber? -preguntó Tomás.
-Me conocen por diferentes nombres. En algunos países soy el cazador furtivo;
en otros, el minero negro. En esta región me llaman el leñador negro. Soy
aquel a quien los hombres de bronce consagraron este lugar, y en honor del
cual alguna que otra vez asaron un hombre blanco, puesto que gusto del olor
de los sacrificios. Desde que los indios han sido exterminados por vosotros, los
salvajes blancos, me divierto presidiendo las persecuciones de cuáqueros y
anabaptistas. Soy el protector de los negreros y Gran Maestre de las brujas de
Salem.
-En pocas palabras, si no estoy equivocado -dijo Tomás audazmente-, usted es
el mismísimo demonio, como se le llama corrientemente.
-El mismo, a sus órdenes -respondió el hombre negro, con una inclinación de
cabeza que quería ser cortés.

Así empezó esta conversación de acuerdo con la antigua leyenda, aunque


parece demasiado pacífica para que podamos creerla. Uno se siente tentado a
pensar que un encuentro con tal personaje, en un lugar tan desolado y lejos de
toda habitación humana, era para hacer saltar los nervios de cualquier hombre,
pero Tomás era de temple férreo, no se asustaba fácilmente, y había vivido
tanto tiempo con una harpía, que ya no temía ni al mismo diablo.

Se cuenta que después de estas palabras iniciales, mientras Tomás seguía su


camino hacia su casa, ambos personajes mantuvieron una larga y seria
conferencia. El hombre negro le habló de grandes sumas de dinero, enterradas
por Kidd el pirata bajo los árboles de la colina, no lejos del pantano. Todos
estos tesoros estaban a disposición del hombre negro, quien los había puesto
bajo su custodia. Ofreció dárselos a Tomás, por sentir una cierta inclinación
hacia él, pero sólo en determinadas condiciones.

Es fácil imaginarse qué condiciones eran éstas, aunque Tomás nunca se las
confesó a nadie. Deben haber sido muy duras, pues pidió tiempo para
pensarlas, aunque no era hombre que se detuviera en niñerías tratándose de
dinero. Cuando llegaron al límite del pantano, el extraño individuo se detuvo.
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-¿Qué prueba tengo yo de que usted me ha dicho la verdad? -dijo Tomás.


-Aquí está mi firma -repuso el hombre negro, poniendo uno de sus dedos sobre
la frente de Tomás. Dicho esto dio vuelta, dirigiose a la parte más espesa del
bosque y pareció, por lo menos así lo contaba Tomás, como si se hundiera en
la tierra, hasta que no se vio más que los hombros y la cabeza, desapareciendo
finalmente. Cuando llegó a su casa, encontró que el dedo del extraño hombre
parecía haberle quemado la frente, de manera que nada podía borrar su señal.

La primera noticia que le dio su mujer fue acerca de la repentina muerte de


Absalón Crowninshield, el rico bucanero. Los periódicos lo anunciaban con los
acostumbrados elogios. Tomás se acordó del árbol que su negro amigo
acababa de derribar y que estaba pronto para arder. «Que ese filibustero se
tueste bien -dijo Tomás-. ¿A quién puede preocuparle eso?»
Estaba ahora convencido de que no era ninguna ilusión todo lo que había oído
y visto.

No era hombre inclinado a confiar en su mujer, pero, como éste era un secreto
malvado, estaba pronto a compartirlo con ella. Toda la avaricia de su mujer se
despertó al oír hablar del oro enterrado; urgió a su marido a cumplir las
condiciones del hombre negro y asegurarse un tesoro que los haría ricos para
toda la vida. Por muy dispuesto que hubiera estado Tomás a vender su alma al
diablo, estaba determinado a no hacerlo para complacer a su mujer, por lo que
se negó rotundamente por simple espíritu de contradicción. Fueron numerosas
y graves las discusiones violentas entre ambos esposos acerca de esta
materia, pero cuanto más hablaba ella, tanto más se decidía Tomás a no
condenarse por hacerle el gusto a su mujer.

Finalmente ella se decidió a hacer el negocio por su cuenta, y si lograba éxito,


a guardarse todo el dinero. Como tenía tan pocos escrúpulos como su marido,
una tarde de verano se dirigió al viejo fortín indio. Estuvo ausente muchas
horas. Cuando volvió no gastó muchas palabras. Contó algunas cosas acerca
de un hombre negro, a quien había encontrado, a media luz, dedicado a
derribar árboles a hachazos. Sin embargo se mantuvo bastante reservada, sin
acceder a contar más; debía volver otra vez con una oferta propiciatoria, pero
se negó a decir lo que era.

Al otro día, a la misma hora, se dirigió al pantano, llevando fuertemente


cargado el delantal. Tomás la esperó muchas horas en vano; llegó la
medianoche, pero no apareció; llegó la mañana, el mediodía, y nuevamente la
noche, pero ella no volvía. Tomás empezó a tranquilizarse, especialmente
cuando observó que se había llevado consigo un juego de té de plata y todo
artículo portátil de valor. Pasó otra noche y otro día, y su mujer seguía sin
aparecer. En una palabra, nunca más volvió a oírse hablar de ella.
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Son tantos los que aseguran saber lo que le ocurrió que, en resumidas
cuentas, nadie sabe nada. Es uno de los tantos hechos que aparecen confusos
por la enorme variedad de opiniones de los historiadores que se han ocupado
de ello. Algunos aseguran que se perdió en el pantano, y que dando vueltas
vino a caer en un pozo; otros, menos caritativos, suponen que huyó con el
botín y se dirigió a alguna provincia; según otros, el enemigo malo la atrajo a
una trampa, en la cual se la encontró después. Esta última hipótesis se
confirma por la observación de algunos pobladores del lugar, según los cuales
aquella misma tarde se vio a un hombre negro, con un hacha, que salía del
pantano, llevando un atadillo formado por un delantal, y con el aspecto de un
altivo triunfador.

La versión más corriente afirma, sin embargo, que Tomás se puso tan nervioso
por el destino de su mujer, que finalmente se decidió a buscarla en las
cercanías del fortín indio. Permaneció toda una larga tarde de verano en aquel
tétrico lugar, sin poder encontrarla. Muchas veces la llamó por su nombre, sin
obtener ninguna respuesta. Sólo los pájaros y las ranas respondían a sus
gritos. Finalmente, en la hora del crepúsculo, cuando empezaban a salir las
lechuzas y los murciélagos, el vuelo de los caranchos le llamó la atención. Miró
hacia arriba y observó un objeto, en parte envuelto en un delantal y que
colgaba de las ramas de un árbol. Un carancho revoloteaba cerca, como si
vigilara su presa. Tomás se alegró, por reconocer el delantal de su mujer y
suponer que contuviera todos los objetos valiosos que se había llevado.

«Recupere yo lo mío -dijo, tratando de consolarse-, y ya veré cómo me las


arreglo sin mi mujer».
Al subir por el árbol, el carancho extendió las alas y huyó a refugiarse en lo
más sombrío del bosque. Tomás se apoderó del delantal, pero, con gran
desesperación suya, sólo encontró dentro de él un hígado y un corazón. Según
las más auténticas historias, eso es todo lo que se encontró de la mujer de
Tomás. Probablemente intentó proceder con el diablo como estaba
acostumbrada a hacerlo con su marido; pero, aunque una harpía se considera
generalmente como un buen enemigo del diablo, en este caso parece que la
mujer de Tomás llevó la peor parte. Debió haber muerto con las botas puestas,
pues Tomás notó numerosas huellas de pies desnudos, alrededor del árbol,
como si alguien hubiera tenido que afirmarse bien; encontró además un montón
de negros e hirsutos cabellos, que indudablemente procedían del leñador.
Tomás conocía por experiencia la habilidad de su mujer para el combate. Se
encogió de hombros al observar señales de garras. «Por Dios -se dijo-, hasta él
ha debido pasar trabajos por ella».

Como era un hombre estoico, Tomás se consoló de la pérdida de sus objetos


de plata, con la de su mujer. Hasta sintió un poco de gratitud por el leñador
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negro, considerando que le había favorecido. En consecuencia, trató de seguir


cultivando su amistad, aunque durante algún tiempo sin éxito; el hombre negro
parecía sufrir ahora de timidez, pues, aunque la gente piense lo contrario, no
aparece en cuanto se le llama: sabe cómo jugar sus cartas cuando está seguro
de tener los triunfos. Finalmente, se cuenta que cuando la inútil búsqueda
había cansado a Tomás, hasta el punto de estar dispuesto a acceder a
cualquier cosa antes que renunciar al tesoro, una tarde encontró al hombre
negro, vestido como siempre de leñador, con el hacha al hombro, recorriendo el
pantano y silbando una melodía. Pareció recibir los saludos de Tomás con gran
indiferencia, dando cortas respuestas y prosiguiendo con su música.

Poco a poco, sin embargo, Tomás llevó la conversación adonde le interesaba,


empezando en seguida a discutir las condiciones dentro de las cuales Tomás
obtendría el tesoro del pirata. Había una condición, que no es necesario
mencionar, pues se sobreentiende generalmente en todos los casos en los que
el diablo hace un favor; a ella se agregaban otras, en las que el hombre negro
insistía tercamente, aunque fueran de menor importancia. Pretendía que el
dinero encontrado con su auxilio se emplease en su servicio. En consecuencia,
propuso a Tomás que lo dedicara al tráfico de esclavos, es decir, que fletara un
barco dedicado a ese negocio. Sin embargo, Tomás se negó resueltamente a
ello: su conciencia era bastante elástica, pero ni el mismo diablo podía inducirle
a dedicarse al tráfico del ébano humano. El hombre negro, al ver que Tomás
estaba tan decidido en este punto, no insistió, proponiendo en su lugar que se
dedicara a prestar dinero, pues el diablo tiene gran interés en que aumente el
número de usureros, considerándolos muy particularmente como hijos suyos.

Tomás no hizo a esto ninguna objeción, ya que, por el contrario, era una
proposición muy de su gusto.

-El mes próximo usted abrirá sus oficinas en Boston -dijo el hombre negro.
-Lo haré mañana mismo, si usted lo desea -repuso Tomás.
-Usted prestará dinero al dos por ciento mensual.
-Como que hay Dios, que cobraré cuatro -replicó Tomás.
-Usted se hará extender pagarés, liquidará hipotecas y llevará los comerciantes
a la quiebra.
-Los mandaré... al d... o -gritó Tomás, entusiasmado.
-Usted será usurero con mi dinero -añadió el hombre negro, agradablemente
sorprendido-. ¿Cuándo quiere usted el dinero?
-Esta misma noche.
-Trato hecho -dijo el diablo.
-Trato hecho -asintió Tomás.
Se estrecharon las manos y quedó finiquitado el negocio.

Pocos días después, Tomás se encontraba sentado detrás de su escritorio, en


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una casa de banca, en Boston. Pronto se esparció su reputación de


prestamista, que entregaba dinero por pura consideración. Todos se acuerdan
de los tiempos del gobernador Belcher, cuando el dinero era particularmente
escaso. Eran los tiempos de los asignados. Todo el país estaba sumergido bajo
un diluvio de papel moneda: se había fundado el Banco Hipotecario y
producido una loca fiebre de especulación; la gente desvariaba con planes de
colonización y con la construcción de ciudades en la selva. Los especuladores
recorrían las casas con mapas de concesiones, de ciudades que iban a ser
fundadas y de algún El Dorado, situado nadie sabía dónde, pero que todos
querían comprar. En una palabra, la fiebre de la especulación, que aparece de
vez en cuando en nuestra patria, había creado una situación alarmante; todos
soñaban con hacer su fortuna de la nada. Como ocurre siempre, la epidemia
había cedido; el sueño se había disipado, y con él las fortunas imaginarias; los
pacientes se encontraban en un peligroso estado de convalecencia y por todo
el país se oía a la gente quejarse de los «malos tiempos».

En estos propicios momentos de calamidad pública se estableció Tomás como


usurero en Boston. Pronto a su puerta se agolparon los solicitantes. El
necesitado y el aventurero, el especulador, que consideraba los negocios como
un juego de baraja; el comerciante sin fondos, o aquel cuyo crédito había
desaparecido, en una palabra, todo el que debía buscar por medios
desesperados y por sacrificios terribles, acudía a Tomás. Este era el amigo
universal de los necesitados, sin perjuicio de exigir siempre buen pago y
buenas seguridades. Su dureza estaba en relación directa con el grado de
dificultad de su cliente. Acumulaba pagarés e hipotecas, esquilmaba
gradualmente a sus clientes, hasta dejarlos a su puerta corno una fruta seca.

De esta manera hizo dinero como la espuma y se convirtió en un hombre rico y


poderoso. Como es costumbre en esta clase de gentes, comenzó a edificar una
vasta casa, pero de puro miserable no acabó ni de construirla ni de amueblarla.
En el colmo de su vanidad rompió coche, aunque dejaba morir de hambre a los
caballos que tiraban de él; los ejes de aquel vehículo no llegaron nunca a saber
lo que era el sebo y chirriaban de tal modo que cualquiera estaría tentado a
tomar ese ruido por los lamentos de la pobre clientela de Tomás.

A medida que pasaban los años empezó a reflexionar. Después de haberse


asegurado todas las buenas cosas de este mundo comenzó a preocuparse del
otro. Lamentaba el trato que había hecho con su amigo negro y se dedicó a
buscar el modo y la manera de engañarle. En consecuencia, de repente se
convirtió en asiduo visitante de la iglesia. Rezaba en voz muy alta y poniendo
toda su fuerza en ello, como si se pudiera ganar el cielo a fuerza de pulmones.
Del elevado tono de sus oraciones dominicales, podía deducirse la gravedad
de sus pecados durante la semana. Los otros fieles, que modesta y
continuamente habían dirigido sus pasos por los senderos de la rectitud, se
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llenaban a sí mismos de reproches al ver la rapidez con que este recién


convertido los sobrepasaba a todos. Tomás mostrábase tan rígido en
cuestiones de religión como de dinero; era un estricto vigilante y censor de sus
vecinos y parecía creer que todo pecado que ellos cometieran era una partida a
su favor. Llegó a hablar de la necesidad de reiniciar la persecución de los
cuáqueros y los anabaptistas. En una palabra, el celo religioso de Tomás era
tan notorio como sus riquezas.

A pesar de todos sus ahincados esfuerzos en pro de lo contrario, Tomás temía


que al fin el diablo se saliera con la suya. Se dice que para que no lo agarrara
desprevenido, llevaba siempre una pequeña biblia en uno de los bolsillos de su
levitón. Además, tenía otra de gran formato encima de su escritorio; los que le
visitaban le encontraban a menudo leyéndola. En esas ocasiones, ponía sus
lentes entre las páginas del libro, para marcar el lugar y se dirigía después a su
visitante para llevar a cabo alguna operación usuraria. Cuentan algunos que a
medida que envejecía, Tomás empezó a ponerse chocho y que suponiendo
que su fin estaba cercano, hizo enterrar uno de sus caballos, con herraduras
nuevas y completamente ensillado, pero con las patas para arriba, puesto que
suponía que el día del Juicio Final todo iba a estar al revés, con lo cual tendría
una cabalgadura lista para montar, pues estaba decidido, si ocurría lo peor, a
que su amigo corriera un poco si quería llevarse su alma. Sin embargo, esto es
probablemente sólo un cuento de viejas. Si realmente tomó esa precaución, fue
completamente inútil, por lo menos así lo afirma la leyenda auténtica, que
termina esta historia de la siguiente manera: Una tarde calurosa, en la canícula,
cuando se anunciaba una terrible tormenta, Tomás se encontraba en su
escritorio, vestido con una bata mañanera. Estaba a punto de desahuciar una
hipoteca, con lo que acabaría de arruinar a un desgraciado especulador en
tierras, por el que había sentido gran amistad. El pobre hombre pedía un par de
meses de respiro. Tomás se impacientó y se negó a concederle ni un día más.

-Eso significa la ruina de mi familia, que quedará en la miseria -decía el


especulador.
-La caridad bien entendida empieza por casa -objetó Tomás-. Debo
preocuparme por mí mismo, en estos tiempos duros.
-Usted ha ganado mucho dinero conmigo -dijo el especulador.
Tomás perdió su paciencia y su piedad.
-Que el d....o me lleve si he ganado un ochavo. En aquel momento se oyeron
tres golpes dados en la puerta. Tomás salió a ver quién era. En la puerta, un
hombre negro mantenía por la brida a un caballo del mismo color, que bufaba y
golpeaba el suelo con impaciencia.
-Tomás, ven conmigo -dijo el hombre negro secamente. Tomás retrocedió, pero
era demasiado tarde. Su Biblia pequeña estaba en el levitón y la grande debajo
de la hipoteca, que estaba a punto de liquidar; ningún pecador fue tomado más
desprevenido. El hombre le puso en la silla, como si fuera un niño, fustigó al
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caballo y se alejó a galope tendido con Tomás detrás de él en medio de la


tormenta que acababa de desencadenarse.
Sus empleados se pusieron la pluma detrás de la oreja y a través de las
ventanas le vieron alejarse. Así desapareció Tomás Walker a través de las
calles, flotando al aire su traje mañanero, mientras su caballo a cada salto
hacía brotar chispas del suelo. Cuando los empleados volvieron la cabeza para
observar al hombre negro, éste había desaparecido. Tomás nunca volvió a
liquidar la hipoteca. Una persona que vivía en el límite del pantano contó que
en el momento de desencadenarse la tormenta oyó ruido de herraduras y
aullidos, y cuando se asomó a la ventana vio una figura como la descripta,
montada en un caballo que galopaba como desbocado, a través de campos y
colinas, hacia el oscuro pantano, en dirección al derruido fuerte indio; poco
después de pasar por delante de su casa cayó en aquel sitio un rayo que
pareció incendiar todo el bosque.

Las buenas gentes sacudieron la cabeza y se encogieron de hombros, pero


estaban tan acostumbradas a las brujas, los encantamientos y toda clase de
triquiñuelas del diablo, que no se horrorizaron tanto como hubiera debido
esperarse. Se encargó a un grupo de personas que administraran las
propiedades de Tomás. Nada había que administrar, sin embargo. Al revisar
sus cofres, se encontró que todos sus pagarés e hipotecas estaban reducidos a
cenizas. En lugar de oro y plata, su caja de hierro sólo contenía piedras; en vez
de dos caballos, medio muertos de hambre en sus caballerizas, se encontraron
sólo dos esqueletos. Al día siguiente su casa ardió hasta los cimientos.

Este fue el fin de Tomás Walker y de sus mal habidas riquezas. Que todas las
personas excesivamente amantes del dinero se miren en este espejo. Es
imposible dudar de la veracidad de esta historia. Todavía puede verse el pozo,
bajo los árboles de donde Tomás desenterró el oro del capitán Kidd; en las
noches tormentosas alrededor del pantano y del viejo fortín indio, aparece una
figura a caballo vestida con un traje mañanero, que sin duda es el alma del
usurero. De hecho, la historia ha dado origen a un proverbio, a ese dicho tan
popular en la Nueva Inglaterra, acerca de «El Diablo y Tomás Walker».

En cuanto puedo acordarme, esta es la esencia del relato del ballenero del
Cabo Cod. Estaba adornado de diversos detalles triviales que he omitido, pero
los cuales nos sirvieron de alegre esparcimiento toda la mañana, hasta dejar
pasar la hora más favorable para la pesca, por lo que se propuso que
volviéramos a tierra y permaneciéramos bajo los árboles, hasta que cediera el
calor del mediodía.

Conformes con esto, tomamos tierra en una agradable parte de la costa de la


isla de Manhattoes, llena de árboles y que antiguamente perteneció a los
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dominios de la familia Hardenbroocks. Era un lugar que conocía bien por las
excursiones de mi mocedad. Cerca del sitio de nuestro desembarco se
encontraba un antiguo sepulcro holandés, que inspiró gran terror y dio pábulo a
numerosas fábulas entre mis compañeros de colegio. Durante uno de nuestros
viajes costeros habíamos entrado a verlo, encontrando féretros recargados de
adornos y muchos huesos; pero lo que lo hacía más interesante a nuestros
ojos es que existía una cierta relación con el casco del barco pirata, que se
pudría entre las rocas de Hell-Gate. También se decía que tenía mucho que ver
con los contrabandistas, lo que debía ser cierto cuando este apartado lugar
pertenecía a uno de los notables burgers, un tal Provost, al que se le conocía
por el sobrenombre de «el aventurero del dinero pronto» y del que se
murmuraba que tenía numerosos y misteriosos negocios de ultramar. Sin
embargo, todas estas cosas habían formado un buen revoltillo en nuestras
juveniles cabezas, de esa misma vaga manera como tales temas se entrelazan
en los cuentos de la mocedad.

Mientras yo reflexionaba sobre estas cosas, mis compañeros habían extendido


un almuerzo sobre el suelo, sacándolo de una canasta muy bien provista, y
colocando todo bajo los árboles, cerca del agua. Allí pasamos las horas
calurosas del mediodía. Mientras me encontraba tirado sobre la hierba,
entregado a esa ensoñación que tanto me gusta, pasé revista a los débiles
recuerdos de mi mocedad, y se los relaté a mis compañeros como me venían a
la memoria: incompletos recuerdos de un sueño, que divirtió a mis
acompañantes. Cuando terminé, uno de los burgers, hombre de edad
avanzada, llamado Juan José Vandermoere, rompió el silencio y nos observó
que él también recordaba una historia acerca de un tesoro, suceso que había
ocurrido en su vecindario y que podía explicar algunas de las cosas que había
oído en mi mocedad. Como sabíamos que era uno de los más veraces
hombres de la provincia, le rogamos que nos contara esa historia, lo que hizo
de muy buena gana, mientras fumábamos nuestras pipas.

Washington Irving (1783-1859) Página2


7. HISTORIA DE UNA APARICIÓN DE
DEMONIOS Y ESPECTROS. HISTOIRE D
´UNE APPARITION DE DÉMONS ET DE
SPECTRES, CHARLES NODIER (1780-
1844)

Un gentilhombre de Silesia había invitado a unos amigos a una gran cena, pero
éstos se excusaron a la hora en que debía celebrarse. El gentilhombre,
despechado por encontrarse solo en la cena cuando había pensado dar una
fiesta, montó en cólera y dijo: —Puesto que nadie quiere cenar conmigo, ¡qué
vengan todos los diablos ...!

Cuando acabó de pronunciar estas palabras, salió de casa y entró en la iglesia,


donde estaba predicando el cura. Mientras escuchaba el sermón, unos
hombres a caballo, oscuros como negros y ricamente vestidos, entraron en el
patio de su casa y dijeron a los criados que fueran a avisarle de que los
huéspedes habían llegado. Un criado asustado corrió a la iglesia y contó a su
amo lo que pasaba. El gentilhombre, estupefacto, pidió consejo al cura, que
acababa de terminar el sermón. El cura se dirigió sin pensárselo dos veces al
patio de la casa donde acababan de entrar los hombres negros. Ordenó que
saliera toda la familia fuera de la vivienda; lo que se ejecutó tan
precipitadamente que dejaron dentro de la casa a un niño que dormía en la
cuna. Los huéspedes infernales comenzaron entonces a mover las mesas, a
aullar, a mirar por las ventanas, adoptando formas de osos, lobos, gatos, y
hombres terribles, en cuyas manos se veían vasos llenos de vino, pescados y
carne cocida y asada.

Mientras que los vecinos, el cura y un gran número de curiosos contemplaban


con horror tal espectáculo, el pobre gentilhombre empezó a gritar:

—¡Ay! ¿Dónde está mi pobre hijito?

Todavía tenía la última palabra en la boca, cuando uno de los hombres negros
sacó el niño a la ventana. El gentilhombre, desesperado, dijo a uno de sus más
fieles servidores:

—Amigo mío, ¿qué puedo hacer?


—Señor —respondió el criado—, yo encomendaría mi vida a Dios, entraría en
su nombre en la vivienda, de donde, por intercesión de su favor y socorro, os
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traería al niño.
—Muy bien —dijo el amo—, que Dios te acompañe, te asista y te dé fuerzas.
El servidor, después de recibir la bendición de su amo, el cura y demás gente
de bien que le acompañaba, entró en la vivienda y, tras encomendarse a Dios,
abrió la puerta de la sala donde estaban los huéspedes tenebrosos. Todos
aquellos monstruos, de horribles formas, unos de pie, otros sentados, algunos
paseándose, otros reptando por el suelo, fueron hacia él y gritaron:

—¡Uh! ¡Uh! ¿Qué vienes a hacer aquí?

El servidor, lleno de espanto, pero fortalecido por Dios, se dirigió al espíritu


maligno que tenía al niño y le dijo:

—Vamos, entrégame a ese niño.


—No —respondió el otro—, es mío. Ve a decir a tu amo que venga él a
buscarlo.

El servidor insiste y dice:

—Yo cumplo con mi deber. Así pues, en el nombre y con la ayuda de Jesucristo
te quito este niño que debo devolver a su padre.

Y, diciendo estas palabras, cogió al niño y le apretó con fuerza entre sus
brazos. Los hombres negros sólo reaccionan con gritos y amenazas:

—¡Ah, desgraciado! ¡Ah, bribón! Deja a ese niño; si no lo haces, te


despedazaremos.
Pero él, despreciando su cólera, salió sano y salvo y depositó el niño en los
brazos del gentilhombre, su padre. Unos días después, todos estos huéspedes
desaparecieron; y el gentilhombre, que se había vuelto prudente y buen
cristiano, entró en su casa.

Charles Nodier (1780-1844)


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8. UNA HISTORIA DE SIETE DEMONIOS.
A STORY OF SEVEN DEVILS, FRANK R.
STOCKTON (1834-1902)

La iglesia de morenos que estaba en los bosques de pinos cerca del pequeño
pueblo de Oxford Cross Roads, en uno de los condados más pobres de
Virginia, era presidida por un individuo anciano, conocido por la comunidad en
general como el Tío Pete; pero los domingos los miembros de su congregación
se dirigían a él como Mano Pete. Era un hombre serio y lleno de energía, y,
aunque no sabía leer ni escribir, por muchos años había expuesto las
Escrituras a satisfacción de sus oyentes. Su memoria era buena, y esas partes
de la Biblia, que de vez en cuando había escuchado, eran utilizadas por él, y a
menudo con poderoso efecto, en sus sermones. Sus interpretaciones de las
Escrituras eran por lo general completamente originales, y ajustadas a las
necesidades, o lo que él suponía eran las necesidades, de su congregación.

Tanto como "Tío Pete" en el jardín y en el campo de maíz, o "Mano Pete" en la


iglesia, disfrutaba de la buena opinión de todo el mundo excepto de una
persona, y ésa era su esposa. Era una persona de gran temperamento y algo
insatisfecha, que había concebido la idea de que su marido tenía el hábito de
darle demasiado tiempo a la iglesia, y demasiado poco a la adquisición de pan
de maíz y cerdo. Cierto sábado le dio un tremendo regaño que afectó tanto la
moral del buen hombre que influyó en la selección del tema para su sermón del
día siguiente. Sus feligreses estaban acostumbrados al asombro, y les gustaba
bastante, pero nunca antes sus mentes habían recibido tal impacto como
cuando el pastor anunció el tema de su disertación. No tomó ningún texto en
particular, porque no era su costumbre, pero dijo que la Biblia establecía que
cada mujer en este mundo era poseída por siete demonios; y mostró con
mucho calor y sentimiento los males que este estado de cosas había causado
en el mundo. El tema, principalmente de su propia experiencia, llenaba su
mente, y lo entregó a su audiencia caliente y fuerte. Si sus deducciones eran
correctas, todas las mujeres eran criaturas que, al ser poseídas por siete
demonios, no eran capaces de un pensamiento ni de una acción
independiente, y debían con lágrimas y humildad ponerse absolutamente bajo
la dirección y la autoridad del otro sexo.

Cuando se acercaba a la conclusión de su sermón, el Hermano Peter cerró la


Biblia, que, aunque no podía leer una palabra de ella, siempre estaba abierta
delante de él mientras predicaba, y les entregó la exhortación final de su
sermón.
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—Ahora, mis amados feligreses de esta congregación —dijo—. Quiero que


comprendan que no hay nada en este sermón que acaban de escuchar que les
haga pensar que son ángeles. De ninguna manera, feligreses; todos ustedes
nacieron de mujeres, y tienen que vivir con ellas, y si algo en este mundo es
contagioso, mis feligreses, son los demonios, y por lo que he visto de algunos
de los hombres de este mundo espero que sean perseguidos por todos los
demonios que les puedan caber. Pero al parecer, la Biblia no dice nada sobre el
tema de la cantidad de demonios en el hombre, y espero que ésos que los
tienen —y deberíamos sentirnos muy agradecidos, mis queridos feligreses,
porque la Biblia no dice que todos los tengamos— los tienen de acuerdo a las
circunstancias. Pero con las mujeres es diferente; tienen exactamente siete, y
Dios bendiga mi alma, feligreses, creo que eso es suficiente.

Mientras le daba vueltas en mi cabeza al tema de este sermón, recordé una


parte de las Escrituras que escuché en un gran sermón y bautismo en el molino
de Kyarter, hace unos diez años. Uno de los predicadores estaba contando
sobre la vieja madre Eva comiendo una manzana. La serpiente pasa con una
manzana roja, y le dice: "Dale esto a tu esposo y pensará que es tan buena
cuando la coma que te dará cualquier cosa que le pidas, si le dices dónde está
el árbol". Eva muerde una vez y entonces arroja la manzana. "Qué quieres
decir, serpiente insignificante", dice ella. "¿Me das una manzana que no sirve
para nada excepto para hacer sidra?" Entonces la serpiente le entrega una
manzana amarilla, y ella le da un mordisco, y entonces dice: "Sigue de largo,
tonta serpiente, me diste esa manzana de junio que no tiene gusto a nada".
Entonces la serpiente piensa que a ella le gusta algo ácido y le entrega una
manzana verde. Ella muerde una vez, y luego le lanza la manzana por la
cabeza, y le grita: "¿Estás esperando que le dé esa manzana al tío Adán y que
le dé un cólico?" Entonces el demonio le ofrece una manzana Lady, pero ella
dice que no tomará nada tan insignificante como eso para su esposo, y le da un
mordisco y la lanza lejos. Entonces él le ofrece otras dos clases de manzanas,
una amarilla con líneas rojas y la otra roja de un lado y verde del otro —
también manzanas de muy buen aspecto— de la clase que se compra por dos
dólares el barril en la tienda. Pero Eva no se queda con ninguna de ellas y
después de darles un mordisco las arroja a un lado. Entonces la vieja serpiente
demonio se rasca la cabeza y dice para sus adentros: "Esta Eva, es muy
quisquillosa con sus manzanas. Creo que tendré que esperar hasta después
del invierno, y entonces buscar una realmente buena". Y espera hasta después
del invierno, y entonces le ofrece una Albemarle, y cuando ella le da un
mordisco sigue adelante y se la come toda, corazón, semillas, todo. "Mira esto,
serpiente", dice ella. "¿Tienes otra de esas manzanas en tu bolsillo?" Y
entonces él saca una y se la da. "Perdóname", dice ella. "Me iré a despertar a
Adán, y si él no quiere saber dónde está el árbol donde crecen estas
manzanas, puedes tenerlo como trabajador en un campo de maíz".
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Y ahora, mis amados feligreses —dijo el Hermano Peter—, mientras le daba


vueltas a este tema en mi cabeza, y preguntándome cómo era que las mujeres
tenían exactamente siete demonios cada una, recordé esa parte de las
Escrituras que escuché en el molino de Kyarter, y calculo que eso explica cómo
entraron los demonios en la mujer. La serpiente le dio a madre Eva siete
manzanas, y por cada mordisco que ella les dio recibió un demonio.

Como podía esperarse, este sermón causó una gran sensación, y produjo una
profunda impresión sobre los feligreses. Por regla general, los hombres
estaban aceptablemente bien satisfechos con él; y cuando los servicios
terminaron, muchos de ellos aprovecharon la ocasión para señalar los puntos
tímida pero muy claramente a sus amistades y parientes de sexo femenino.
Pero a las mujeres no les gustó en absoluto. Algunas de ellas se enfadaron, y
hablaron con mucha fuerza, y los sentimientos de indignación pronto se
extendieron entre todas las hermanas de la iglesia. Si su Ministro hubiera
creído conveniente quedarse en casa y predicar un sermón así a su propia
esposa (quien, debe señalarse, no estaba presente en esta ocasión), habría
sido bastante bueno, considerando que él no había hecho ninguna alusión a los
de afuera; pero venir allí y predicarles esas cosas era completamente
insoportable. Cada una de las mujeres sabía que no tenía siete demonios, y
sólo algunas de ellas admitirían la posibilidad de que alguna de las otras
estuviera poseída por tantos.

La explicación del predicador sobre la manera en que cada mujer llegó a ser
poseída por tantos demonios les apareció de menor importancia. Lo que ellas
objetaban era la doctrina fundamental de su sermón, que estaba basado en su
afirmación de que la Biblia declaraba que cada mujer tenía siete demonios. No
estaban dispuestas a creer que la Biblia dijera tal cosa. Algunas de ellas
llegaron tan lejos como afirmar que era su opinión que el Tío Pete había
escuchado esa tonta idea de algunos de los abogados en el juzgado cuando
estuvo en un jurado un mes atrás. Era muy notable que, aunque la tarde del
domingo apenas había comenzado, la mayor parte de las mujeres de la
congregación llamaban Tío Pete a su Ministro. Era una prueba muy fehaciente
de una repentina disminución de su popularidad. Algunas de las mujeres de
más carácter, al no ver a su Ministro en el claro enfrente de la iglesia de troncos
entre las demás personas, fueron a buscarlo, pero no lo encontraron. Su
esposa le había ordenado volver a casa temprano, y poco después de despedir
a la congregación partió por un atajo en el bosque. Esa tarde, un airado comité
compuesto principalmente por mujeres, pero que incluía también a algunos
hombres que habían expresado su incredulidad ante la nueva doctrina, llegó a
la cabaña de su pastor, pero sólo encontró a su esposa, la vieja e intratable Tía
Rebeca. Ella les informó que su marido no estaba en casa.
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—Se había comprometido —dijo—, a cortar todo un bosque para Kunnel Martin
de Little Mountain durante toda la semana próxima. Está a catorce o trece
millas de aquí, y si se iba mañana por la mañana iba a perder todo el día.
Además, le he dicho que si sigue hasta la noche la cena estará pasada. ¿Qué
quieren todos ustedes con él? ¿Van a pagarle por predicar?

Cualquier intención en ese sentido fue negada al instante, y la Tía Rebeca fue
informada sobre el tema por el que sus visitantes habían venido para tener una
charla muy directa con su marido. Aunque pareciera extraño, el anuncio del
nuevo y sorprendente dogma no tuvo al parecer ningún efecto preocupante
sobre la Tía Rebeca. Por el contrario, la anciana más bien parecía disfrutar de
la noticia.

—Creo que él debe saber todo sobre eso —dijo ella—. Ya tuvo tres esposas, y
no se ha liberado de ésta todavía.

A juzgar por su risita y por los meneos de cabeza mientras hacía este
comentario, alguien podía imaginar que la Tía Rebeca estaba un poco
orgullosa del hecho de que su marido pensara que ella era capaz de exhibir un
diferente tipo de demonismo cada día de la semana. La líder de los indignados
miembros de la iglesia era Susan Henry; una mulata de una mente muy
independiente. Se sentía orgullosa porque nunca trabajó en la casa de nadie,
sólo en la suya, y esta inmunidad del servicio fuera le daba cierta preeminencia
entre sus hermanas. Susan no sólo compartía el resentimiento general con que
la sorprendente afirmación del viejo Peter había sido recibida, sino que sentía
que su promulgación había afectado su posición en la comunidad. Si cada
mujer estaba poseída por siete demonios, entonces a ese respecto no era
mejor ni peor que ninguna de las otras; y por esto su orgulloso corazón se
rebelaba. Si el pastor hubiera dicho que algunas mujeres tenían ocho demonios
y otras seis, habría sido mejor. Podría haber hecho entonces un arreglo mental
con respecto a su relativa posición que de alguna manera la habría consolado.
Pero ahora no tenía ninguna oportunidad. Las palabras del pastor habían
degradado a todas las mujeres por igual.

Una reunión de los miembros opositores de la iglesia tuvo lugar a la noche


siguiente en la cabaña de Susan Henry, o mejor dicho en el pequeño jardín al
frente, porque la casa no era bastante grande para contener a las personas
que asistieron. La reunión no fue organizada, pero todo el mundo dijo lo que
tenía que decir, y el resultado fue una gran cantidad de gritos, y un aumento
general de la indignación contra el Tío Pete.

—¡Miren aquí! —gritó Susan, al final de algunos comentarios enérgicos—.


¿Hay alguna persona aquí que pueda contar dedos?
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Consultas sobre el tema corrieron por la multitud, y en unos momentos un niño


negro, de unos catorce años, fue empujado hacia ella como experto en
aritmética.

—Ahora, tú Jim —dijo Susan—, has ido a la escuela, y puedes contar dedos.
De acuerdo con los libros de la iglesia hay cuarenta y siete mujeres que
pertenecen a la congregación, y si cada una tiene siete demonios dentro,
exactamente quiero que me digas cuántos demonios vienen a la iglesia cada
domingo a escuchar el sermón del viejo Tío Pete.

Esta perspectiva del caso creó una sensación, y mostraron mucho interés en el
resultado de los cálculos de Jim, que fueron hechos con la ayuda de la parte
posterior de una vieja carta y un trozo de lápiz suministrado por Susan. El
resultado por fin fue anunciado como trescientos diecinueve, que, aunque no
precisamente correcto, estaba bastante cerca de satisfacer a la compañía.

—Ahora, ténganlo todos en la mente —dijo Susan—. Más de trescientos


demonios en la iglesia cada domingo, y nosotras las mujeres los tenemos.
¿Acaso alguien supone que voy a creer esa tonta charla?
Un hombre de edad madura levantó su voz ahora y dijo:
—Estuve pensando sobre este asunto y he llegado a la conclusión de que tal
vez las palabras del pastor fueron usadas en una forma figurativa. Tal vez los
siete demonios significan hijos.
Estos comentarios fueron mal recibidos por la reunión.
—¡Oh, váyase! —gritó Susan—. Su vieja mujer ha tenido siete hijos, con
seguridad, y espero que sean todos demonios. Pero esos pensamientos no se
aplican a todas las mujeres aquí, en particular porque las más jóvenes no se
han casado todavía.

Era una buena lógica, pero el sentimiento sobre el tema resultó ser aún más
fuerte, ya que las madres en la compañía se enfadaron tanto porque sus hijos
fueran considerados demonios que por un rato pareció existir el peligro de un
ataque de Amazonas sobre el desafortunado predicador. Esto fue evitado, pero
siguió mucho alboroto; la sensación general era que debían hacer algo para
mostrar el resentimiento profundamente arraigado por la horrible carga contra
las madres y las hermanas de la congregación. Hicieron muchas proposiciones
violentas, algunos de los hombres más jóvenes fueron tan lejos hasta ofrecer
quemar la iglesia. Finalmente se llegó a un acuerdo, por unanimidad: que el
viejo Peter debía ser destituido sin ceremonias de su lugar en el púlpito que
había llenado durante tantos años. A medida que pasaba la semana, algunos
de los hombres más viejos de la congregación que tenían sentimientos
amistosos hacia su viejo compañero y pastor discutieron el tema entre ellos, y
después con muchos de los otros miembros, y sucedió al final que llegaron al
consenso general de que debía permitirse al Tío Pete una oportunidad para
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explicarse, y dar los fundamentos y razones para su asombrosa declaración


con respecto al género femenino. Si podía mostrar autoridad bíblica para esto,
por supuesto no se hablaría nada más. Pero si no podía, entonces debía salir
del púlpito, y sentarse en un asiento al final de la iglesia por el resto de sus
días. Esta proposición encontró mayor aceptación, porque incluso los que
estaban más indignados tenían una seria curiosidad por saber qué diría el
anciano en su favor.

Durante todo este tiempo de airada discusión, el bueno y viejo Peter estaba
callado y tranquilo, cortando madera y cargándola hasta Little Mountain. Su
mente estaba en una condición de gran comodidad y paz, porque no sólo había
sido capaz de librarse, en su último sermón, de muchos de los duros
pensamientos con respecto a las mujeres que había estado reuniendo por
años, sino que su ausencia de casa le daba vacaciones del hostigamiento de la
lengua de la Tía Rebeca, de modo que ningún nuevo pensamiento culpable
había surgido dentro de él. Se había olvidado del tema totalmente, y estuvo
rumiando un sermón respecto al bautismo, porque pensaba que podía
convencer a ciertos miembros más jóvenes de su congregación. Llegó a casa
muy tarde, el sábado por la noche, y se durmió en su simple sofá sin saber
nada de la terrible tormenta que se había estado reuniendo a lo largo de la
semana y que estaba por caer sobre él en la mañana. Pero al día siguiente,
mucho antes de la hora de la iglesia, recibió una advertencia suficiente de lo
que iba a ocurrir. Unos individuos y delegaciones se reunieron dentro y
alrededor de su cabaña; algunos para decirle todo lo que se había dicho y
hecho; algunos para informarle lo que se esperaba de él; algunos para estar de
pie y mirarlo; algunos para regañar; algunos para denunciar; pero ninguno para
alentarlo; ni para llamarlo "Mano Pete", esa amada denominación de los
domingos. Pero el anciano poseía un alma terca, y no se asustaba fácilmente.

—Lo que digo en el púlpito —señaló—, explicaré en el púlpito, y sería mejor


que todos ustedes se fueran a la iglesia, y cuando llegue la hora del servicio,
allí estaré.

Este consejo no fue acatado de inmediato, pero en el transcurso de media hora


casi todos los aldeanos y holgazanes se habían marchado a la iglesia en el
bosque; y cuando el Tío Peter se hubo puesto su alto sombrero negro, algo
maltratado, pero todavía con suficiente aspecto clerical para esos feligreses, y
le hubo dado algo de lustre a sus zapatos de cuero, se dirigió por el mismo
sendero acostumbrado al edificio de troncos donde tan a menudo le había
hablado largamente a su gente. Tan pronto como entró en la iglesia fue
informado por un comité de los miembros líderes que antes de que empezara
con los servicios, debía aclarar a los feligreses si lo que había dicho el domingo
anterior, que cada mujer era poseída por siete demonios, era una verdad de las
Escrituras y no una simple tontería perversa de su propio cerebro. Si no podía
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hacerlo, no querían más oraciones ni prédicas de él. El Tío Peter no respondió,


sino que subió al pequeño púlpito, puso su sombrero sobre el banco donde
acostumbraba ponerlo, sacó su pañuelo rojo de algodón, se sonó la nariz de la
manera acostumbrada, y miró a su alrededor. La casa estaba llena de gente.
Incluso Tía Rebeca estaba ahí.

Después de que una lenta revisión de su audiencia, el pastor dijo:


—Feligreses y hermanas, veo delante de mí al Mano Bill Hines, que puede leer
la Biblia, y que tiene una. ¿Es cierto, Mano?
Después de que Bill Hines asintiera y gruñera recatadamente, el pastor
continuó.
—Y allí está el hijo de Ann Priscilla, Jake, que no es un hermano todavía,
aunque es bastante viejo, les digo; y él puede leer la Biblia, verdad, y me la ha
leído a mí una y otra vez. ¿No es así, Jake?
Jake sonrió, asintió, y bajó la cabeza, muy incómodo al ser señalado
públicamente.
—Y allí está la vieja Tía Patty, que conoce más de las Escrituras que cualquiera
aquí, habiendo sido enseñada por las hijas pequeñas de Kunnel Jasper y por
su madre antes que ellas. Creo que conoce toda la Biblia de memoria, desde el
Jardín del Edén hasta Nueva Jerusalén. Y hay otros aquí que conocen las
Escrituras, algunos una parte y otros otra. Ahora les pregunto a todos los que
conocen las Escrituras si recuerdan que la Biblia cuenta cómo nuestro Señor,
cuando era hombre, sacó siete demonios de María Magdalena.

Un murmullo de asentimiento subió desde los feligreses. La mayoría de ellos lo


recordaban.
—¿Pero alguno de ustedes leyó, o les leyeron, que alguna vez sacara los
demonios de alguna otra mujer?

Unos gruñidos negativos y sacudidas de cabeza significaban que nunca nadie


había oído hablar de esto.

—Bien, entonces —dijo el pastor, mirando suavemente a su alrededor—, todas


las otras mujeres todavía los tienen.

Un profundo silencio cayó sobre la asamblea, y en unos momentos un miembro


de edad se puso de pie.

—Mano Pete —dijo—, creo que debería comenzar con el himno.

Frank R. Stockton (1834-1902)


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9. METER AL DIABLO EN EL INFIERNO.
GIOVANNI BOCCACCIO (1313-1375)

En la ciudad de Cafsa, en Berbería, hubo hace tiempo un hombre riquísimo


que, entre otros hijos, tenía una hijita hermosa y donosa cuyo nombre era
Alibech; la cual, no siendo cristiana y oyendo a muchos cristianos que en la
ciudad había alabar mucho la fe cristiana y el servicio de Dios, un día preguntó
a uno de ellos en qué materia y con menos impedimentos pudiese servir a
Dios. El cual le repuso que servían mejor a Dios aquellos que más huían de las
cosas del mundo, como hacían quienes en las soledades de los desiertos de la
Tebaida se habían retirado. La joven, que simplicísima era y de edad de unos
catorce años, no por consciente deseo sino por un impulso pueril, sin decir
nada a nadie, a la mañana siguiente hacia el desierto de Tebaida, ocultamente,
sola, se encaminó; y con gran trabajo suyo, continuando sus deseos, después
de algunos días a aquellas soledades llegó, y vista desde lejos una casita, se
fue a ella, donde a un santo varón encontró en la puerta, el cual,
maravillándose de verla allí, le preguntó qué es lo que andaba buscando. La
cual repuso que, inspirada por Dios, estaba buscando ponerse a su servicio, y
también quién le enseñara cómo se le debía servir. El honrado varón, viéndola
joven y muy hermosa, temiendo que el demonio, si la retenía, lo engañara, le
alabó su buena disposición y, dándole de comer algunas raíces de hierbas y
frutas silvestres y dátiles, y agua a beber, le dijo:

-Hija mía, no muy lejos de aquí hay un santo varón que en lo que vas buscando
es mucho mejor maestro de lo que soy yo: irás a él.

Y le enseñó el camino; y ella, llegada a él y oídas de éste estas mismas


palabras, yendo más adelante, llegó a la celda de un ermitaño joven, muy
devota persona y bueno, cuyo nombre era Rústico, y la petición le hizo que a
los otros les había hecho. El cual, por querer poner su firmeza a una fuerte
prueba, no como los demás la mandó irse, o seguir más adelante, sino que la
retuvo en su celda; y llegada la noche, una yacija de hojas de palmera le hizo
en un lugar, y sobre ella le dijo que se acostase. Hecho esto, no tardaron nada
las tentaciones en luchar contra las fuerzas de éste, el cual, encontrándose
muy engañado sobre ellas, sin demasiados asaltos volvió las espaldas y se
entregó como vencido; y dejando a un lado los pensamientos santos y las
oraciones y las disciplinas, a traerse a la memoria la juventud y la hermosura
de ésta comenzó, y además de esto, a pensar en qué vía y en qué modo
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debiese comportarse con ella, para que no se apercibiese que él, como hombre
disoluto, quería llegar a aquello que deseaba de ella.
Y probando primero con ciertas preguntas que no había nunca conocido a
hombre averiguó, y que tan simple era como parecía, por lo que pensó cómo,
bajo especie de servir a Dios, debía traerla a su voluntad. Y primeramente con
muchas palabras le mostró cuán enemigo de Nuestro Señor era el diablo, y
luego le dio a entender que el servicio que más grato podía ser a Dios era
meter al demonio en el infierno, adonde Nuestro Señor lo había condenado. La
jovencita le preguntó cómo se hacía aquello; Rústico le dijo:

-Pronto lo sabrás, y para ello harás lo que a mí me veas hacer. Y empezó a


desnudarse de los pocos vestidos que tenía, y se quedó completamente
desnudo, y lo mismo hizo la muchacha; y se puso de rodillas a guisa de quien
rezar quisiese y contra él la hizo ponerse a ella. Y estando así, sintiéndose
Rústico más que nunca inflamado en su deseo al verla tan hermosa, sucedió la
resurrección de la carne; y mirándola Alibech, y maravillándose, dijo:
-Rústico, ¿qué es esa cosa que te veo que así se te sale hacia afuera y yo no
la tengo?
-Oh, hija mía -dijo Rústico-, es el diablo de que te he hablado; ya ves, me
causa grandísima molestia, tanto que apenas puedo soportarlo.

Entonces dijo la joven:

-Oh, alabado sea Dios, que veo que estoy mejor que tú, que no tengo yo ese
diablo.

Dijo Rústico:

-Dices bien, pero tienes otra cosa que yo no tengo, y la tienes en lugar de esto.

Dijo Alibech:

-¿El qué?

Rústico le dijo:

-Tienes el infierno, y te digo que creo que Dios te haya mandado aquí para la
salvación de mi alma, porque si ese diablo me va a dar este tormento, si tú
quieres tener de mí tanta piedad y sufrir que lo meta en el infierno, me darás a
mí grandísimo consuelo y darás a Dios gran placer y servicio, si para ello has
venido a estos lugares, como dices.

La joven, de buena fe, repuso:


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-Oh, padre mío, puesto que yo tengo el infierno, sea como queréis.
Dijo entonces Rústico:

-Hija mía, bendita seas. Vamos y metámoslo, que luego me deje estar
tranquilo.

Y dicho esto, llevada la joven encima de una de sus yacijas, le enseñó cómo
debía ponerse para poder encarcelar a aquel maldito de Dios. La joven, que
nunca había puesto en el infierno a ningún diablo, la primera vez sintió un poco
de dolor, por lo que dijo a Rústico:

-Por cierto, padre mío, mala cosa debe ser este diablo, y verdaderamente
enemigo de Dios, que aun en el infierno, y no en otra parte, duele cuando se
mete dentro.

Dijo Rústico:

-Hija, no sucederá siempre así.

Y para hacer que aquello no sucediese, seis veces antes de que se moviesen
de la yacija lo metieron allí, tanto que por aquella vez le arrancaron tan bien la
soberbia de la cabeza que de buena gana se quedó tranquilo. Pero volviéndole
luego muchas veces en el tiempo que siguió, y disponiéndose la joven siempre
obediente a quitársela, sucedió que el juego comenzó a gustarle, y comenzó a
decir a Rústico:

-Bien veo que la verdad decían aquellos sabios hombres de Cafsa, que el
servir a Dios era cosa tan dulce; y en verdad no recuerdo que nunca cosa
alguna hiciera yo que tanto deleite y placer me diese como es el meter al diablo
en el infierno; y por ello me parece que cualquier persona que en otra cosa que
en servir a Dios se ocupa es un animal.

Por la cual cosa, muchas veces iba a Rústico y le decía:

-Padre mío, yo he venido aquí para servir a Dios, y no para estar ociosa; vamos
a meter el diablo en el infierno.

Haciendo lo cual, decía alguna vez:

-Rústico, no sé por qué el diablo se escapa del infierno; que si estuviera allí de
tan buena gana como el infierno lo recibe y lo tiene, no se saldría nunca.
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Así, tan frecuentemente invitando la joven a Rústico y consolándolo al servicio


de Dios, tanto le había quitado la lana del jubón que en tales ocasiones sentía
frío en que otro hubiera sudado; y por ello comenzó a decir a la joven que al
diablo no había que castigarlo y meterlo en el infierno más que cuando él, por
soberbia, levantase la cabeza:

-Y nosotros, por la gracia de Dios, tanto lo hemos desganado, que ruega a Dios
quedarse en paz.

Y así impuso algún silencio a la joven, la cual, después de que vio que Rústico
no le pedía más meter el diablo en el infierno, le dijo un día:

-Rústico, si tu diablo está castigado y ya no te molesta, a mí mi infierno no me


deja tranquila; por lo que bien harás si con tu diablo me ayudas a calmar la
rabia de mi infierno, como yo con mi infierno te he ayudado a quitarle la
soberbia a tu diablo.

Rústico, que de raíces de hierbas y agua vivía, mal podía responder a los
envites; y le dijo que muchos diablos querrían poder tranquilizar al infierno,
pero que él haría lo que pudiese; y así alguna vez la satisfacía, pero era tan
raramente que no era sino arrojar un haba en la boca de un león; de lo que la
joven, no pareciéndole servir a Dios cuanto quería, mucho rezongaba. Pero
mientras que entre el diablo de Rústico y el infierno de Alibech había, por el
demasiado deseo y por el menor poder, esta cuestión, sucedió que hubo un
fuego en Cafsa en el que en la propia casa ardió el padre de Alibech con
cuantos hijos y demás familia tenía; por la cual cosa Alibech de todos sus
bienes quedó heredera. Por lo que un joven llamado Neerbale, habiendo en
magnificencias gastado todos sus haberes, oyendo que ésta estaba viva,
poniéndose a buscarla y encontrándola antes de que el fisco se apropiase de
los bienes que habían sido del padre, como de hombre muerto sin herederos,
con gran placer de Rústico y contra la voluntad de ella, la volvió a llevar a
Cafsa y la tomó por mujer, y con ella de su gran patrimonio fue heredero. Pero
preguntándole las mujeres que en qué servía a Dios en el desierto, no
habiéndose todavía Neerbale acostado con ella, repuso que le servía metiendo
al diablo en el infierno y que Neerbale había cometido un gran pecado con
haberla arrancado a tal servicio. Las mujeres preguntaron:

-¿Cómo se mete al diablo en el infierno?

La joven, entre palabras y gestos, se los mostró; de lo que tanto se rieron que
todavía se ríen, y dijeron:

-No estés triste, hija, no, que eso también se hace bien aquí, Neerbale bien
servirá contigo a Dios Nuestro Señor en eso.
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Luego, diciéndoselo una a otra por toda la ciudad, hicieron famoso el dicho de
que el más agradable servicio que a Dios pudiera hacerse era meter al diablo
en el infierno; el cual dicho, pasado a este lado del mar, todavía se oye. Y por
ello vosotras, jóvenes damas, que necesitáis la gracia de Dios, aprended a
meter al diablo en el infierno, porque ello es cosa muy grata a Dios y agradable
para las partes, y mucho bien puede nacer de ello y seguirse.

Giovanni Boccaccio (1313-1375)

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10. HISTORIA DE UNA APARICIÓN DE
DEMONIOS Y ESPECTROS. HISTOIRE D
´UNE APPARITION DE DÉMONS ET DE
SPECTRES, CHARLES NODIER (1780-
1844)

Un gentilhombre de Silesia había invitado a unos amigos a una gran cena, pero
éstos se excusaron a la hora en que debía celebrarse. El gentilhombre,
despechado por encontrarse solo en la cena cuando había pensado dar una
fiesta, montó en cólera y dijo: —Puesto que nadie quiere cenar conmigo, ¡qué
vengan todos los diablos ...!

Cuando acabó de pronunciar estas palabras, salió de casa y entró en la iglesia,


donde estaba predicando el cura. Mientras escuchaba el sermón, unos
hombres a caballo, oscuros como negros y ricamente vestidos, entraron en el
patio de su casa y dijeron a los criados que fueran a avisarle de que los
huéspedes habían llegado. Un criado asustado corrió a la iglesia y contó a su
amo lo que pasaba. El gentilhombre, estupefacto, pidió consejo al cura, que
acababa de terminar el sermón. El cura se dirigió sin pensárselo dos veces al
patio de la casa donde acababan de entrar los hombres negros. Ordenó que
saliera toda la familia fuera de la vivienda; lo que se ejecutó tan
precipitadamente que dejaron dentro de la casa a un niño que dormía en la
cuna. Los huéspedes infernales comenzaron entonces a mover las mesas, a
aullar, a mirar por las ventanas, adoptando formas de osos, lobos, gatos, y
hombres terribles, en cuyas manos se veían vasos llenos de vino, pescados y
carne cocida y asada.

Mientras que los vecinos, el cura y un gran número de curiosos contemplaban


con horror tal espectáculo, el pobre gentilhombre empezó a gritar:

—¡Ay! ¿Dónde está mi pobre hijito?

Todavía tenía la última palabra en la boca, cuando uno de los hombres negros
sacó el niño a la ventana. El gentilhombre, desesperado, dijo a uno de sus más
fieles servidores:

—Amigo mío, ¿qué puedo hacer?


—Señor —respondió el criado—, yo encomendaría mi vida a Dios, entraría en
su nombre en la vivienda, de donde, por intercesión de su favor y socorro, os
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traería al niño.
—Muy bien —dijo el amo—, que Dios te acompañe, te asista y te dé fuerzas.
El servidor, después de recibir la bendición de su amo, el cura y demás gente
de bien que le acompañaba, entró en la vivienda y, tras encomendarse a Dios,
abrió la puerta de la sala donde estaban los huéspedes tenebrosos. Todos
aquellos monstruos, de horribles formas, unos de pie, otros sentados, algunos
paseándose, otros reptando por el suelo, fueron hacia él y gritaron:

—¡Uh! ¡Uh! ¿Qué vienes a hacer aquí?

El servidor, lleno de espanto, pero fortalecido por Dios, se dirigió al espíritu


maligno que tenía al niño y le dijo:

—Vamos, entrégame a ese niño.


—No —respondió el otro—, es mío. Ve a decir a tu amo que venga él a
buscarlo.

El servidor insiste y dice:

—Yo cumplo con mi deber. Así pues, en el nombre y con la ayuda de Jesucristo
te quito este niño que debo devolver a su padre.

Y, diciendo estas palabras, cogió al niño y le apretó con fuerza entre sus
brazos. Los hombres negros sólo reaccionan con gritos y amenazas:

—¡Ah, desgraciado! ¡Ah, bribón! Deja a ese niño; si no lo haces, te


despedazaremos.
Pero él, despreciando su cólera, salió sano y salvo y depositó el niño en los
brazos del gentilhombre, su padre. Unos días después, todos estos huéspedes
desaparecieron; y el gentilhombre, que se había vuelto prudente y buen
cristiano, entró en su casa.

Charles Nodier (1780-1844)


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11. EL DEMONIO DE HIELO.
THE ICE-DEMON, CLARK ASHTON
SMITH (1893-1961)

Quanga el cazador, junto con Hoom Feethos y Eibur Tsanth, dos de los más
emprendedores joyeros de Iqqua, cruzaron la frontera de una región a la cual
casi nunca iban los hombres, y de la cual regresaban menos aún. Dirigiéndose
hacia el norte de Iqqua, llegaron a las desoladas tierras de Mhu Thulan, donde
el gran glaciar de Polarión había inundado como un mar helado ciudades ricas
y de gran fama, cubriendo el gran istmo de orilla a orilla, bajo capas de hielos
perpetuos. De acuerdo con la leyenda, las cúpulas en forma de concha de la
ciudad de Cerngoth podían verse aún a través del hielo, así como las altas y
delgadas agujas de Oggon—Zhai, junto con las palmeras y mamuts y los
templos cuadrados y negros del dios Tsathoggua, allí incrustados. Todo esto
había ocurrido hacía muchos siglos, y el hielo, como un muro poderoso y
deslizante, continuaba moviéndose hacia el sur por tierras desiertas.

Ahora Quanga conducía a sus compañeros por el camino del endurecido


glaciar hacia una meta atrevida. Su objeto no era ni más ni menos que la
recuperación de los rubíes del rey Haalor, quien, con el mago Ommum—Vog y
un nutrido grupo de aguerridos soldados había partido hacía cinco décadas
para guerrear en el hielo polar. Ni Haalor ni Ommum—Vog hablan regresado de
su fantástica expedición, y los restos de su tropa, derrotados y harapientos,
volvieron al cabo de dos lunas para narrar una increíble historia. Contaron
cómo el ejército había acampado sobre una especie de montículo,
cuidadosamente escogido por Ommum—Vog, desde donde se obtenía una
visión completa del territorio helado. Entonces el poderoso mago, de pie junto a
Haalor y en medio de un círculo de braseros de los que humeaba un constante
humo dorado, y recitando conjuros que eran más antiguos que el propio
mundo, había conjurado a un astro candente, mayor y más rojo que el sol
meridional que brillaba en el cielo. Y el astro, con rayos ardientes que
chispeaban desde el cenit, tórrido y refulgente, hizo que el sol brillase con la
misma intensidad que una luna en pleno día, mientras los soldados casi se
derriten a causa del gran calor, dentro de sus pesadas armaduras. Pero bajo
sus rayos se deshelaron los glaciares convirtiéndose en arroyos y riachuelos de
corriente rápida, hasta el punto que por un momento Haalor alimentó la
esperanza de poder reconquistar el reino de Mhu Thulan, donde sus
antepasados habían reinado durante tiempos pretéritos.
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Los cauces de las aguas se hicieron más profundos, discurriendo más allá del
montículo donde aguardaba el ejército. Entonces, como por arte de una magia
hostil, los ríos comenzaron a producir una niebla pálida y abrumadora, que
cegó y conjuró al sol de Ommum—Vog, hasta que sus rayos deslumbrantes
palidecieron y se enfriaron, cesando su poder sobre el hielo. En vano intentó el
mago nuevos conjuros que disipasen la niebla densa y gélida. Pero el vapor
descendió, maligno y pegajoso, enrollándose y retorciéndose como nudos de
serpientes fantasmas, y penetrando en la médula de los hombres como el frío
de la muerte. Cubrió todo el campamento como algo tangible, cada vez más
frío y grueso, entumeciendo los miembros de los que manoteaban a ciegas y
no podían ver los rostros de sus compañeros a un metro de distancia. Sin
embargo, algunos de los soldados de tropa consiguieron salirse y escapar
sigilosamente hacia el desvanecido sol, y observaron que ya no podía
distinguirse en los cielos el globo mágico que conjurara Ommum—Vog. Cuando
huían poseídos de un extraño terror, miraron hacia atrás y vieron que en vez de
la niebla baja y densa ahora había una nueva capa de hielo reciente que cubría
el montículo donde el rey y el mago habían establecido el campamento. El hielo
se elevaba sobre el terreno a una mayor altura que por encima de la cabeza de
un hombre alto: y débilmente, a una profundidad brillante, los soldados que
huían pudieron ver las formas aprisionadas de sus jefes y compañeros.

Sospechando que dicho fenómeno no era un acontecimiento natural, sino un


embrujamiento provocado por el gran glaciar, y que el propio glaciar era un ser
vivo, de carácter maligno y con poderes de límite desconocido, se apresuraron
en su huida. El hielo les dejó marchar en paz, como si advirtiese de la suerte
que correrían a quienes se atreviesen a conquistarlo. Unos creyeron el relato y
otros dudaron de su veracidad; pero el rey que gobernaba en Iqqua después de
Haalor no prosiguió la guerra con el hielo, y ningún mago se dedicó a batallar
con soles conjurados. Muchos hombres huyeron ante las constantes
avanzadillas de los glaciares, relatándose numerosas leyendas acerca de
gentes atrapadas o aisladas en valles solitarios por cambios repentinos y
diabólicos del hielo, como si este último alargase una mano viva. También
había leyendas de terribles socavones que se abrían y cerraban abruptamente
como fauces monstruosas que atacaban a quienes se atrevían a invadir el
desierto helado; se hablaba de vientos que parecían ser el aliento de demonios
boreales, y de cuerpos humanos reventados, que en un minuto se convertían
en estatuas duras como el granito. Durante mucho tiempo, y a lo largo de
mucha millas antes de llegar al glaciar, toda la región estaba deshabitada, y
sólo los cazadores más audaces se atrevían a perseguir a su presa por esas
tierras de inviernos perpetuos.

Pero ocurrió que el temerario cazador Iluac, hermano mayor de Quanga, se


internó en Mhu Thulan tras un enorme zorro negro que le había conducido a
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través de las enormes planicies cubiertas de hielo. Iluac siguió su rastro a lo


largo de muchas leguas, sin lograr ponerse a tiro de flecha de la bestia; por
último, llegó a un enorme montículo que sobresalía de la llanura, señalando al
parecer una colina enterrada. Iluac tensó la flecha en el arco y penetró a su vez
tras la bestia, pensando sin duda que el zorro se había introducido en una
cueva del montículo. Pronto se encontró en un lugar que parecía ser la cámara
de reyes o dioses boreales. Todo cuanto le rodeaba, inmerso en una tenue luz
verde, era enorme: altísimos pilares brillantes, gigantes estalactitas colgando
de la bóveda. El suelo era una pendiente hacia abajo, e Iluac llegó al final de la
cueva sin encontrar rastro alguno del zorro Pero en las transparentes
profundidades de la pared del fondo distinguió las formas erectas de
numerosos hombres, totalmente congelados y encerrados como en una tumba,
cuyos cuerpos estaban incorruptos, mientras que sus rasgos faciales aún
presentaban tersura y belleza. Los hombres estaban armados con largas
lanzas, y la mayoría portaba la coraza de soldado. Pero en medio había una
figura altiva ataviada con los mantos azul marino propios de un rey; a su lado
se encontraba un anciano encorvado vestido con el clásico ropón negro de los
hechiceros. Los mantos de la real figura estaban completamente bordados con
piedras preciosas que ardían como estrellas de colores a través del hielo.
Enormes rubíes, rojos como gotas de sangre recién coagulada, formaban un
triángulo sobre el pecho, reproduciendo el emblema real de los reyes de Iqqua.
Por ello, Iluac pudo determinar que había encontrado la tumba de Haalor y
Ommum—Vog. así como de los soldados que partieran con ellos en días
pretéritos.

Asustado ante todas las extrañas circunstancias, y recordando las viejas


leyendas, Iluac perdió su bravura por vez primera en su vida y abandonó la
cámara a toda prisa. No pudo dar con el zorro negro, y cesando su búsqueda
regresó hacia el sur, alcanzando las tierras más allá del glaciar sin tropiezo
alguno. Pero más tarde juró que el hielo había cambiado extrañamente
mientras perseguía al zorro, de manera que cuando salió de la cueva tardó un
rato en orientarse. Donde antes no existieran se encontró con profundos riscos
y barrancos, dificultando así su viaje de regreso; además, al parecer, el proceso
de glaciación se había extendido por numerosas millas superando el límite
anterior. Precisamente a causa de estos hechos, que no podía ni explicar ni
comprender, nació en el corazón de Iluac un miedo curioso y siniestro. Nunca
más regresó al glaciar, si bien relató a su hermano Quanga lo que había
encontrado, describiéndole la localización de la cueva—cámara donde estaban
enterrados el rey Haalor y Ommum—Vog junto con sus guerreros. Poco
después del suceso, Iluac murió en las garras de un oso blanco, no sin antes
haberle asaeteado en vano con todas sus flechas.

Quanga era tan valiente como Iluac, y no tenía miedo al glaciar, por haber ido
allí en numerosas ocasiones, pero nunca apreció nada llamativo. Poseía un
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corazón avaro, y a menudo pensaba en los rubíes de Haalor, encerrados con el


rey en el hielo eterno; y no tardó en pensar que un hombre arriesgado podía
recuperar los rubíes. Por ello, un verano, después de comerciar en Iqqua con
sus pieles, se dirigió a los joyeros Eibur Tsanth y Hoom Feethos, llevando
consigo algunos granates que había encontrado en un valle del norte. Mientras
los joyeros tasaban los granates, comentó casualmente acerca de los rubíes de
Haalor, inquiriendo astutamente sobre su valor. Entonces, al enterarse del
enorme valor de las gemas, y advirtiendo el interés avaricioso demostrado por
Hoom Feethos y Eibur Tsanth, les habló del relato que oyera de labios de su
hermano Iluac, ofreciendo guiarles hasta la cueva oculta, a cambio de que le
prometieran la mitad del valor de los rubíes. Los joyeros aceptaron la
proposición, a pesar de las dificultades del viaje, así como de la posterior venta
de las gemas pertenecientes a la familia real de Iqqua, y que sin duda serían
reclamadas por el presente rey, Ralour, si se enteraba de su descubrimiento.
Pero el valor fabuloso de las piedras incrementó su avaricia. Por su parte,
Quanga deseaba la complicidad y conspiración de los comerciantes,
consciente de que no le sería posible vender las joyas sin su ayuda. No se
fiaba de Hoom Feethos y Eibur Tsanth, y por esta razón les exigió que fuesen
con él a la cueva donde le entregarían la suma de dinero acordada tan pronto
se encontrasen en posesión del tesoro.

El extraño trío inició su viaje a mediados del verano. Ahora, después de dos
semanas de caminar a través de una región salvaje y subártica, se estaban
acercando a los confines del hielo perpetuo. Viajaban a pie, transportando sus
provisiones a lomos de tres caballitos no mayores que bueyes enanos. Experto
cazador, Quanga se encargaba diariamente de su sustento a base de liebres y
faisanes propios del país. Tras ellos, en un cielo límpido de color turquesa,
ardía el sol poniente que según las leyendas describiera antaño un eclipse. En
las sombras de las colinas se amontonaba la nieve perpetua, mientras que en
los valles se extendían los glaciares de capas heladas. Comenzaron a
escasear los árboles y matorrales, en una tierra donde en tiempos pretéritos
florecieran frondosos bosques, bajo un clima más benigno. Pero las amapolas
llameaban aún en los campos y a lo largo de las laderas, extendiendo su frágil
belleza como una alfombra de color escarlata a los pies de un invierno eterno, y
las tranquilas lagunas y corrientes estancadas estaban cercadas de blancos
lirios acuáticos. Volviéndose un poco hacia el este, contemplaron el humear de
los picos volcánicos que se seguían resistiendo a la invasión de los glaciares.
Hacia el oeste se erguían las altas montañas sombrías cuyas cumbres y picos
estaban coronados de nieve, mientras sus laderas se sumergían bajo el mar de
hielo. Ante ellos se extendía la muralla poderosa del reino glaciar, abarcando
llanuras y riscos. El verano había retrasado el avance de los hielos, y al
avanzar, Quanga y los joyeros llegaron hasta unos profundos surcos
excavados por el deshielo temporal, que surgían de debajo de los deslizantes
paredones verdiazules.
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Dejaron sus caballerías en un valle de abundante hierba, amarrados a


deformes y diminutos sauces con largas cuerdas de piel de ciervo. Entonces,
transportando las suficientes provisiones y material para dos días de viaje,
comenzaron a ascender la ladera helada desde un punto escogido por Quanga,
por considerarlo como más accesible, dirigiéndose hacia la cueva descubierta
por Iluac. Quanga se orientó tomando como puntos de mira las montañas
volcánicas y dos picachos aislados que se elevaban sobre la llanura helada
hacia el norte, como si fueran los pechos de una giganta bajo su brillante
armadura. Los tres estaban bien equipados para poder hacer frente a las
exigencias de su búsqueda. Quanga iba provisto de una curiosa hacha—pico
de bronce bien templado, para desenterrar el cuerpo del rey Haalor; como
armas llevaba una espada corta en forma de hoja, además de su arco y carcaj
de flechas. La piel de un oso gigante, de color marrón—negruzco, le servía de
vestimenta. Le seguían Hoom Feethos y Eibur Tsanth con pesados ropajes
para combatir el frío, quejándose por las incomodidades del viaje pero ebrios
de avaricia. No habían disfrutado de las largas caminatas a través de una tierra
estéril y desértica, ni de las inclemencias de los elementos septentrionales. Es
más, les desagradaba Quanga sobremanera, por considerarle grosero y
aprovechado. Sus males se vieron agravados por el hecho de que ahora se
veían obligados a transportar la mayor parte de las provisiones, además de las
dos pesadas bolsas de oro, que más tarde habrían de entregar a cambio de las
piedras. Por nada que no fuese tan valioso como los rubíes de Haalor se
hubiesen atrevido a llegar tan lejos, y por supuesto a poner siquiera los pies en
los formidables desiertos helados.

Ante ellos se extendía un paisaje que bien parecía un mundo externo helado,
perteneciente a otras dimensiones, y totalmente íntegro, liso, excepto algunos
montículos dispersos y apriscos diseminados, extendiéndose la llanura hasta el
blanco horizonte de picos encrespados. El sol se hacía cada vez más pálido y
frío, disminuyendo tras los viajeros, sobre quienes soplaba un viento helado
procedente de las frías cumbres como si fuera la respiración de los abismos
existentes más allá del polo. No obstante, aparte de la desolación y melancolía
boreales no había nada que hiciese desfallecer a Quanga o a sus compañeros.
Ninguno de ellos era supersticioso, y consideraban que las viejas historias no
eran más que mitos insulsos, imaginaciones producto del miedo. Quanga se
sonrió con displicencia al pensar en su hermano Iluac, quien se había aterrado
tan extrañamente, imaginándose cosas tan extraordinarias después de
encontrar a Haalor. Sin duda se trataba de una debilidad muy singular por parte
de Iluac, por tratarse de un cazador audaz e incluso temerario que nunca había
temido a ningún animal ni a ninguna bestia. En cuanto al infortunio de Haalor y
Ommum—Vog con su ejército, al quedar atrapados en el glaciar, estaba claro
que habían dejado atraparse por las tormentas de invierno; y los escasos
supervivientes, debilitados mentalmente tras los numerosos esfuerzos, se
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dedicaron a relatar historias extraordinarias. Aunque hubiese conquistado


medio continente, el hielo no era más que hielo, y en consecuencia cualquier
alteración quedaba sometida a ciertas leyes naturales. Iluac había dicho del
hielo que éste era un demonio poderoso, cruel, avaricioso y reticente a la hora
de ceder lo que había conquistado. Pero dichas creencias no eran más que
supersticiones absurdas y primitivas, que en ningún momento merecían
consideración alguna por parte de las ilustradas mentes del Pleistoceno.

A primera hora de la mañana escalaron el baluarte de hielo, y Quanga prometió


a los joyeros que llegarían a la cueva a la altura del mediodía, como muy tarde,
contando incluso con posibles dificultades en localizarla, y el consecuente
retraso. La llanura que se extendía ante ellos presentaba una asombrosa lisura,
con lo cual no había nada que les impidiese avanzar. Orientándose con las
montañas en forma de pechos como puntos de mira, llegaron después de tres
horas de caminata a una pequeña elevación parecida a una colina, que
correspondía con la descrita en el relato de Iluac. No sin dificultad, dieron por
fin con la entrada de la profunda cámara. Al parecer, el extraño lugar no había
cambiado apenas, o en absoluto, desde la visita de Iluac, ya que el interior, con
sus columnas y estalagmitas, se ajustaba a su descripción. La entrada tenía la
forma de unas fauces. Dentro, el suelo descendía formando un ángulo
resbaladizo durante una distancia de más de cien pies. La cámara rezumaba
una luminosidad húmeda y glauca que se filtraba a través del techo abovedado.
Al fondo, sobre la pared estriada, Quanga y los joyeros advirtieron las formas
empotradas de un grupo de hombres, entre los que se podía distinguir
fácilmente el cuerpo alto y vestido de azul del rey Haalor, junto a la oscura y
encorvada momia de Ommum—Vog. Detrás, descendiendo por el pasadizo en
prietas filas, podían apreciarse las formas de los soldados con las lanzas
levantadas para la eternidad.

Haalor permanecía con apostura regia y erecta, manteniendo los ojos bien
abiertos, cuya penetrante mirada proyectaba sensación de vida. Sobre su
pecho resplandecía incandescente en la sombra glacial el triángulo de rubíes,
rojos y calientes como la misma sangre, y los fríos ojos de los topacios,
aguamarinas, diamantes y crisolitas irradiaban destellos desde el azul de los
ropajes. A primera vista, las fabulosas piedras sólo se encontraban a una
distancia de uno o dos pies de hielo desde los avariciosos dedos del cazador y
sus compañeros. Sin pronunciar una sola palabra, contemplaron absortos el
preciado tesoro. Aparte de los grandes rubíes, los joyeros calcularon
igualmente el valor de las demás piedras de Haalor. Con gran alegría por su
parte, comprendieron que sólo el valor de estas últimas compensaba
sobradamente las fatigas del viaje y la insolencia de Quanga. Por su parte, el
cazador se arrepentía del bajo precio exigido a los joyeros. Sin embargo, las
dos bolsas de oro le convertirían en un hombre rico. Podría beber hasta
saciarse los costosos vinos, más rojos que los propios rubíes, procedentes de
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la lejana Uzuldaroum en el sur. Las delgadas jóvenes de ojos alargados de


Iqqua correrían a cumplir sus deseos, y, por último, podría apostar grandes
sumas en sus juegos.

Los tres estaban completamente inconscientes de su extraña situación,


completamente solos en la soledad boreal y acompañados de los muertos
congelados, olvidando igualmente la macabra naturaleza del robo que estaban
a punto de cometer. Sin aguardar a que sus compañeros le instasen, Quanga
levantó el bien templado y afilado pico de bronce y comenzó a golpear la pared
transparente con poderosos golpes. El hielo caía ruidosamente bajo la piqueta,
deshaciéndose en astillas acristaladas y gotas como diamantes. En escasos
minutos consiguió perforar una gran cavidad, y sólo una capa delgada,
resquebrajada y ruinosa le separaba del cuerpo de Haalor. Entonces, Quanga
se dedicó a retirar la capa con exquisito cuidado, hasta que muy pronto el
triángulo de enormes rubíes, más o menos cubiertos aún con partículas de
hielo, cayó en sus manos. Mientras que los orgullosos ojos sin vida de Haalor
contemplaban inmutables su tarea detrás de su máscara acristalada, el
cazador dejó caer el pico, y sacando su espada en forma de hoja de la vaina,
comenzó a cortar los delgados hilos de plata que cosían los rubíes al manto del
rey. En su prisa desgarró trozos de la tela azulada, dejando al descubierto la
carne helada y la blancura mortal. Retiró las piedras una a una,
entregándoselas a Hoom Feethos, quien se hallaba inmediatamente detrás de
él; y el comerciante, cuyos ojos brillaban con avaricia, y atontado ante el
éxtasis, las iba guardando cuidadosamente en una enorme bolsa de lagarto
moteado que había llevado para dicho fin. Cuando hubo rescatado el último
rubí, Quanga desvió su atención a las joyas menores que adornaban los
ropajes reales formando curiosos patrones de signo astrológico o significado
hierático. Entonces, cuando se encontraban embebidos por su preocupación,
Quanga y Hoom Feethos se sobresaltaron al oír un gran estruendo que culminó
con el suave tintineo de cristales rotos. Al volverse, vieron que una enorme
estalagmita se había desprendido de la bóveda, y que con su punta, con una
puntería asombrosa, había atravesado el cráneo de Eibur Tsanth, quien ahora
yacía en medio de los hielos desprendidos, y de cuyo encéfalo reventado
sobresalía un fragmento afilado y puntiagudo. Había muerto instantáneamente,
ignorante de su propia suerte.

Aparentemente, el accidente se debía a causas naturales, como los que suelen


ocurrir en el verano durante el deshielo de un gran muro de hielo; pero, en su
consternación, Quanga y Hoom Feethos se vieron obligados a tomar nota de
ciertas circunstancias que distaban mucho de ser normales y por supuesto
explicables. Mientras retiraban los rubíes, operación sobre la que centraron
toda su atención, la cámara se había reducido a la mitad, tanto en altura como
en dimensión, hasta el punto de que las estalagmitas quedaban justo por
encima de sus cabezas, como si fueran los colmillos atenazantes de una
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enorme boca. Había aumentado la oscuridad, y la luz era como la que ilumina
los mares árticos bajo grandes masas de hielo. La inclinación de la cueva era
más marcada, descendiendo hacia profundidades insondables. Arriba, muy
arriba, los hombres pudieron contemplar la diminuta entrada que ahora no era
mayor que la boca de una zorrera. Por un instante quedaron estupefactos. Los
cambios ocurridos en la cueva no admitían explicaciones naturales; de pronto,
los hyperbóreos sintieron la aprensión angustiosa de todos los horrores
supersticiosos que poco antes despreciaran. Ya no podían negar la existencia
consciente de una maldad animada, los enormes poderes diabólicos que las
viejas leyendas atribuían al hielo.

Dándose cuenta del peligro que corrían, y espoleados por un pánico frenético,
comenzaron a ascender el declive. Hoom Feethos conservó la abultada bolsa
de rubíes así como el pesado saco de oro que colgaba de su cinturón, mientras
que Quanga tuvo la suficiente presencia de ánimo como para llevar consigo la
espada y el pico. Sin embargo, en su huida, acelerada por el miedo, ambos
olvidaron la segunda bolsa de oro, que yacía al lado de Eibur Tsanth, bajo los
restos de la estalagmita desprendida. El estrechamiento sobrenatural de la
cueva y el descenso terrible y siniestro del techo parecían haber cesado por el
momento. De todas formas, los hyperbóreos no pudieron detectar una
continuación visible del proceso a medida que ascendían frenética y
peligrosamente hacia la entrada. En numerosas ocasiones se vieron obligados
a encorvarse con el fin de evitar las poderosas fauces que amenazaban
descender sobre ellos; e incluso calzados con sus fuertes borceguíes de piel de
tigre tenían que hacer un verdadero esfuerzo para mantenerse en pie sobre la
terrible pendiente. A veces conseguían levantarse agarrándose a los salientes
resbaladizos en forma de columna, y con harta frecuencia hubo Quanga, que
iba el primero, de excavar improvisados escalones en la cuesta, ayudado de su
pico.

Hoom Feethos tenía tanto miedo que no podía ni hacer la más mínima
reflexión. Pero mientras escalaba, Quanga sí consideraba detenidamente las
alteraciones monstruosas de la cueva, alteraciones incomparables a todas las
conocidas a lo largo de su amplia y variada experiencia de los fenómenos de la
naturaleza. Intentó autoconvencerse de que había cometido un error de cálculo
en cuanto a las dimensiones de la cámara y la inclinación de su suelo. Esfuerzo
en vano, ya que todavía se veía enfrentado a un hecho que desafiaba su
raciocinio, un hecho que deformaba el conocido rostro del mundo con una
locura supraterrenal, odiosa, mezclando un caos maligno con sus ordenadas
realizaciones. Después de un ascenso terriblemente prolongado, parecido al
esfuerzo por escapar de un destino de pesadilla, tedioso y delirante,
consiguieron aproximarse a la boca de la cueva. Casi no quedaba sitio para
que un hombre se arrastrase sobre el estómago bajo los afilados y poderosos
dientes de hielo. Presintiendo que las fauces podían cerrarse sobre él como las
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de un gran monstruo, Quanga se lanzó hacia delante y comenzó a retorcerse a


través del hueco, con una rapidez que distaba mucho de ser heroica. Pero algo
le retenía, y por un momento pensó preso de terror que su peor aprensión se
había hecho realidad. Pronto se dio cuenta que su arco y carcaj de flechas, que
aún colgaban de su espalda, se habían enganchado en el hielo. Mientras Hoom
Feethos temblaba de miedo e impaciencia, Quanga retrocedió y se libró de las
armas engorrosas, que lanzó delante con el pico en su segundo y más positivo
intento de atravesar la estrecha entrada.

Al ponerse en pie sobre el glaciar, oyó un grito salvaje emitido por Hoom
Feethos, quien, al intentar seguir a Quanga, se había enganchado en la
entrada con una de sus fajas. Su mano derecha, aferrada al saco de rubíes,
sobresalía del umbral de la cueva. El joyero no cesaba de dar alaridos,
protestando incoherentemente que los crueles colmillos de hielo le estaban
desgarrando hasta la muerte. A pesar de los sórdidos terrores por que había
pasado, aún le sobraba al cazador la suficiente valentía como para retroceder y
ayudar a Hoom Feethos. Estaba a punto de derribar los enormes pinchos de
hielo con su pico, cuando oyó el grito agonizante del joyero, seguido de un
rechinar áspero e indescriptible No se había producido ningún movimiento
visible de las fauces, y sin embargo, Quanga vio que llegaban al suelo. El
cuerpo de Hoom Feethos, atravesado de parte a parte por uno de los hielos
picudos, y clavado al suelo por el resto de los colmillos, chorreaba sangre
sobre el glaciar, como el mosto rojo que rezuma de la prensa de vino. Quanga
comenzó a dudar del testimonio de sus sentidos. El hecho ante el que se
enfrentaba era imposible de todo punto, dado que no había ninguna señal de
hendiduras en el montículo, sobre la boca de la cueva, que explicase el cierre
de las horribles fauces. Pero tan impensable enormidad había ocurrido ante
sus propios ojos si bien demasiado de prisa para poder reconocer el proceso.

Hoom Feethos quedaba lejos de cualquier ayuda humana, y Quanga, ahora


esclavo único de un pánico odioso, tampoco hubiera permanecido más tiempo
para asistirle. Mas al ver el saco que había caído de los dedos del joyero
muerto, el cazador lo arrebató movido por un impulso mitad miedo mitad
avaricia; y entonces, sin volver la vista atrás, huyó por el glaciar hacia el sol
poniente. Mientras corría, y durante algunos momentos, Quanga no se dio
cuenta de las alteraciones tan siniestras como fatídicas, comparables a las de
la cueva, que en cierto modo habían tenido igualmente lugar en la propia
llanura. Petrificado por el miedo, presa de un verdadero vértigo, observó que
estaba escalando una ladera larguísima y escalonada sobre la cual se retraía
un sol lejano, pequeño y frío, como si perteneciese a otro planeta. Incluso el
cielo tenía otro aspecto: aunque permanecía límpido de nubes, había adquirido
una palidez mortal. Una sensación densa de deseo maligno, poderoso y
helador, parecía invadir el aire y asentarse sobre Quanga como un hongo. Pero
lo más terrible de todo, precisamente por constituir una prueba del desarreglo
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consciente y maligno de la ley natural, era la inclinación vertiginosa hacia el


polo adoptada por la meseta.
Quanga tuvo la sensación de que la propia creación se había vuelto loca,
dejándole a merced de fuerzas demoniacas procedentes de cosmos exteriores
desdivinizados. Manteniéndose milagrosamente en pie, tropezando y sorteando
en su camino hacia arriba, temió por un momento resbalar, caer, y deslizarse
hacia abajo para siempre, cayendo en las insondables profundidades árticas.
Sin embargo, cuando se atrevió a pararse por fin y volverse temblando para
mirar hacia abajo, vio detrás de él una ladera escarpada idéntica a la que
estaba escalando: se trataba de un muro de hielo desquiciado y oblicuo, que se
elevaba interminablemente hacia un segundo sol igualmente remoto. En la
confusión de ese extraño bouleversement, creyó perder lo que le quedaba de
equilibrio, y el glaciar subía y bajaba a su alrededor como un mundo invertido
mientras él intentaba recuperar el sentido de la orientación, que por primera
vez en su vida había perdido. Al parecer, surgían pequeños y fugaces
parapetos que se reían de él desde los interminables escarpados glaciales.
Reanudó su ascenso desesperado a través de un perturbado mundo de ilusión,
sin que pudiera determinar si se dirigía hacia el norte, el sur, el este o el oeste.

Un repentino viento sopló hacia abajo por el glaciar; aullaba en los oídos de
Quanga como las voces lejanas de diablillos socarrones; gemía, y reía, y
ululaba con notas estridentes que recordaban el chirriar del hielo
resquebrajado. Azotaba a Quanga con dedos maliciosos, succionando el aire
por el que luchaba agonizante. A pesar de sus pesados ropajes y de la rapidez
de su difícil escalada, sentía el mordisco de sus colmillos, buscando la carne e
hincándose incluso en la médula. Mientras continuaba escalando observó
confusamente que el hielo ya no era liso, que de su superficie sobresalían
pilares y pirámides a su alrededor, adquiriendo formas a cada cual más salvaje.
Perfiles inmensos y malvados le contemplaban desde cristales verdiazules; las
cabezas deformes de los diablos bestiales fruncían el ceño, mientras dragones
desconfiados se retorcían a lo largo del escarpado muro, o se hundían en las
profundidades heladas de los precipicios. Además de estas formas imaginarias
adoptadas por el propio hielo, Quanga vio, o creyó ver, cuerpos y rostros
humanos incrustados en el glaciar. Manos pálidas parecían alzarse hacia él
desde las profundidades con gesto implorante; sintió sobre su persona la
mirada de los ojos helados de hombres que en eras anteriores quedasen
atrapados, y pudo contemplar sus miembros hundidos, rígidos y con extrañas
actitudes de verdadera tortura.

Quanga ya no era capaz de pensar. Terrores primitivos, sordos y ciegos, más


viejos que la razón, llenaban su mente con su oscuridad abismal. Le
empujaban implacablemente, como quien conduce una bestia, sin dejarle parar
en la burlona ladera digna de pesadilla. Una mínima reflexión le habría hecho
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ver que un último escape sería igualmente imposible; que el hielo, un ser vivo,
consciente y malévolo, se estaba divirtiendo con un juego cruel y fantástico,
inventado de algún modo en su increíble animismo. Por ello, casi era mejor que
hubiera perdido el poder de la reflexión. Desesperado y sin previo aviso, llegó
al final de la glaciación. Fue como un repentino cambio de sueño que pilla al
soñador desprevenido: Quanga contemplaba, sin comprender al principio, los
familiares valles hyperbóreos que se extendían a los pies del parapeto hacia el
sur, y los volcanes que humeaban oscuros más allá de las colinas
sudorientales. Su huida de la cueva había consumido prácticamente todo el
largo atardecer subpolar, y ahora el sol se balanceaba cerca de la línea del
horizonte. Habían desaparecido los obstáculos, y como por una magia
prodigiosa, la capa de hielo recobraba su horizontalidad normal. Si hubiera
podido comparar sus impresiones, Quanga se habría dado cuenta de que en
ningún momento pudo comprender al glaciar durante la realización de sus
asombrosos cambios sobrenaturales.

Dudando aún, como si se tratase de una ilusión que pudiera desvanecerse en


cualquier momento, contempló el paisaje que se extendía bajo las murallas.
Aparentemente, había regresado al mismo lugar del cual comenzara junto con
los joyeros su desastroso viaje por el hielo. Ante él descendía un declive suave
hacia las fértiles praderas. Temeroso de que se tratase de algo irreal y
engañoso —una trampa atractiva y hermosa, una nueva traición por parte del
elemento a quien ahora consideraba como un demonio cruel y todopoderoso—,
Quanga descendió por la ladera con paso veloz y ligero. Cuando sus pies se
hundían ya en los matorrales, y estaba rodeado de frondosos sauces y jugosas
hierbas, no daba aún crédito a la veracidad de su huida. Todavía se sentía
impulsado por una rapidez inconsciente, fruto de un miedo que rayaba en el
pánico; y un instinto primario, igualmente inconsciente, le arrastraba hacia las
cumbres volcánicas. El instinto le decía que encontraría un refugio entre sus
cavidades, contra el intenso frío boreal, y que una vez allí se encontraría a
salvo de las maquinaciones diabólicas del glaciar. Fuentes hirvientes corrían,
según las leyendas, perpetuamente desde las altas laderas de estas montañas;
inmensos géiseres, rugiendo y silbando cual calderas infernales, llenaban las
oquedades superiores con cataratas ardientes. Las prolongadas nieves que
azotaban Hyperbórea se convertían en lluvias inofensivas al aproximarse a los
volcanes, donde florecía durante las cuatro estaciones una flora rica y
multicolor, que en épocas anteriores consistiera en la propia de toda la región.

Quanga no pudo encontrar los caballitos enanos que dejaran atados a los
sauces en la pradera del valle. Pero quizá, después de todo, no se trataba del
mismo valle. Sin embargo. no detuvo su huida para buscarlos. Después de una
aterrada mirada atrás, a la amenazadora masa de la glaciación, reanudó sin
detenerse su camino en línea recta hacia las montañas coronadas de humo. El
sol se hundió más, rozando indefinidamente el horizonte sudoccidental, e
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iluminando la muralla de hielo y el suave paisaje con una luz de pálidas


tonalidades amatistas. Quanga apresuró su paso, no repuesto aún del miedo,
hasta que por fin alcanzó un crepúsculo prolongado y etéreo, propio de los
veranos septentrionales. Sin saber cómo, conservó a lo largo de todas las
etapas de su huida su hacha—pico, su arco y sus flechas. Horas atrás, como
un autómata, había introducido el pesado saco de rubíes en el interior de sus
ropajes, para no perderlo. Se había olvidado por completo de los mismos, y ni
siquiera se dio cuenta del cosquilleo del agua al deshelarse el hielo incrustado
en las joyas, y que ahora le empapaba la carne a través de la bolsa de lagarto.
Después de cruzar uno de los innumerables valles, chocó contra una raíz de
sauce que sobresalía, cayéndose el pico de la mano al tiempo que tropezaba.
Poniéndose en pie, corrió despavorido sin recogerlo.

Ya se distinguía un rojizo resplandor procedente de los volcanes, iluminando el


oscuro cielo, a medida que Quanga avanzaba al deseado e inviolable
santuario. Desmoralizado y sacudido aún por los recientes esfuerzos
sobrehumanos, comenzó a pensar que después de todo podría escapar del
demonio del hielo. De pronto se dio cuenta de que le consumía la sed, hecho al
que no había prestado atención hasta ahora. Haciendo un alto en uno de los
sombríos valles, bebió de un arroyo bordeado de flores. Entonces, cediendo al
inmenso cansancio acumulado, se dejó caer para descansar un momento entre
la amapolas rojas como la sangre, teñidas de violeta a la luz del crepúsculo. El
sueño descendió sobre sus párpados como una nieve suave y abrumadora,
pero pronto se interrumpió con sueños malvados donde todavía huía del glaciar
burlador e inexorable. Se despertó en medio de un terror frío, sudando y
temblando, para encontrarse contemplando el cielo septentrional, donde
lentamente moría un delicado fulgor. Creyó que una gran sombra, maligna,
masiva y en cierto modo sólida, se deslizaba sobre el horizonte y las colinas
bajas hacia el valle donde se encontraba. Llegó con una rapidez inexplicable, y
parecía que la última luz caía de los cielos, fría como si fuera un reflejo
atrapado en el hielo.

Se puso en pie con la rigidez de un cuerpo exhausto por el cansancio, mientras


se despertaba de nuevo el miedo y la estupefacción a causa de la pesadilla.
Como señal de un reto momentáneo, descolgó su arco y disparó una flecha
tras otra, hasta vaciar el carcaj, con el fin de herir a la sombra enorme, pálida y
deforme que parecía interponerse entre el cielo y él. Cuando concluyó, reanudó
su interrumpida huida. Mientras corría seguía temblando, sin poder evitarlo, a
causa del frío intenso y repentino que había descendido sobre el valle.
Torpemente, presa de un acceso de miedo, presintió que había algo irreal y
antinatural en el frío, algo que no pertenecía ni al lugar ni a la estación del año.
Los volcanes relucientes estaban cada vez más cerca, y pronto llegaría a las
primeras colinas. Por ello, el aire debería ser templado, por no decir caliente.
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De pronto el cielo se oscureció dejando entrever un destello verdiazul que


surgía desde lo profundo. Por un momento pudo ver la sombra sin rostro que
se erguía como un gigante en su camino, oscureciendo las estrellas y el
resplandor de los volcanes. Entonces, como si fuera el vapor de un remolino
tormentoso, se cerró sobre él, frío e inquieto. Parecía un fantasma de hielo,
algo que cegaba sus ojos y entorpecía su respiración, como si se encontrase
enterrado en una tumba glacial. Era algo frío, con el rigor transártico, algo
desconocido para él hasta entonces y que producía un dolor insoportable para
su carne, dejándole idiotizado. Oyó débilmente un sonido parecido al del hielo
al chocar, el rechinar de icebergs frotándose, todo ello envuelto en un pálido
resplandor verdiazul que se estrechaba y espesaba a su alrededor. Era como si
el alma del glaciar, perversa e implacable, le hubiera atrapado en su huida. A
veces luchaba torpemente, idiotizado por el miedo. Respondiendo a un impulso
desconocido, como si desease propiciar a una deidad vengativa, sacó la bolsa
de rubíes de su pecho y con un esfuerzo prolongado y doloroso trató de
lanzarla lejos. Las cuerdas que ataban la bolsa se soltaron al caer, y Quanga
oyó débilmente, en la lejanía, el tintineo de los rubíes al rodar y desparramarse
por una superficie dura. Le asaltó el olvido, y cayó hacia delante rígido,
ignorante de su propia caída.

Al amanecer yacía al lado de un pequeño arroyo, totalmente helado, boca


abajo en medio de un círculo de amapolas que se habían ennegrecido como si
las hubiera pisado un demonio gigante de hielo. Un charco próximo, formado
por un arroyuelo estancado, estaba cubierto por una capa delgada de hielo, y
sobre el hielo, como gotas de sangre congelada, se hallaban esparcidos los
rubíes de Haalor. A su debido tiempo, al desplazarse lenta pero
irresistiblemente hacia el sur, el gran glaciar las reclamaría.

Clark Ashton Smith (1893-1961)

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12. EL DIABLO QUE CONOCEMOS. THE
DEVIL WE KNOW, HENRY KUTTNER
(1915-1958) C.L. MOORE (1911-1987)

Las finas e imperativas convocatorias habían estado susurrando durante días


en lo profundo del cerebro de Carnevan. Eran mudas y apremiantes, y su
mente parecía la aguja de una brújula que giraba, inevitablemente, hacia el
punto más próximo de atracción magnética. Le era bastante fácil enfocar la
atención en aquello, pero descubrió que le resultaba bastante peligroso
relajarse. En esos momentos la aguja oscilaba y giraba, mientras el grito
insonoro se hacía más fuerte, sacudiendo los muros de su conciencia. El
significado del mensaje, sin embargo, seguía desconocido para él. No existía ni
la más remota posibilidad de que estuviera loco. Gerald Carnevan era neurótico
como la mayoría, y lo sabía.

Poseía varios títulos y era socio menor de una floreciente empresa de


publicidad de Nueva York, en la que contribuía con la mayoría de las ideas.
Jugaba al golf, nadaba y era buen compañero en el bridge. Tenía 37 años, el
rostro fino y duro de un puritano, cosa que ni por asomo era, y estaba siendo
chantajeado con delicadeza por su amante. Eso no le caía tan mal, más que
nada porque su mente lógica había evaluado las posibilidades y había llegado
a la conclusión de que valía la pena olvidarse del asunto de inmediato. Y sin
embargo no se había olvidado. El pensamiento había permanecido en lo más
profundo de su inconsciente y ahora surgía ante Carnevan. Eso, claro, podía
ser la explicación de la... la... de la "voz". Un deseo reprimido de resolver el
problema. Parecía encajar muy bien, si tenía en consideración su reciente
compromiso con Phyllis Mardrake. Phyllis, de estirpe bostoniana, no pasaría
por alto los amoríos de su prometido... si es que llegaban a descubrirse. Diana,
que no conocía el recato pero era adorable, no dudaría en descubrirle si eso
llegaba a pasar por su cabeza. La brújula volvió a estremecerse, giró y se
detuvo en un punto tenso. Carnevan, que estaba trabajando horas extras en su
despacho, gruñó furioso. Siguiendo un impulso, se arrellanó en su silla, tiró el
cigarrillo por la ventana abierta, y aguardó. Los deseos reprimidos, según las
enseñanzas de psicología, deberían aparecer al descubierto, en donde se los
pudiera convertir en inofensivos. Con esto en la cabeza, Carnevan borró toda
expresión de su fina y dura cara y aguardó. Cerró los ojos. A través de la
ventana llegaba el murmullo rugiente de la calle neoyorquina, que disminuía de
a poco, casi imperceptiblemente. Carnevan trató de analizar sus sensaciones.
Su inconsciente parecía cerrado en una caja hermética y tensa. Mientras sus
retinas se ajustaban a la obscuridad voluntaria, tras sus párpados cerrados se
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fueron esfumando unos dibujos luminosos.


Mudo, el mensaje llegó a su cerebro. No podía entenderlo. Era demasiado
extraño... incomprensible. Pero al fin se formaron las palabras. Un nombre. Un
nombre que oscilaba en el borde de la oscuridad, incordinado. Nefert. Nefert.
Ahora lo reconocía. Recordaba la semana pasada, cuando asistió, a pedido de
Phyllis, a la sesión. Había sido una reunión tosca y ordinaria, trompetas y luces,
y voces susurrando. La médium hacía sesiones tres veces por semana en un
viejo caserón de piedra cerca de Columbus Circle. Se llamaba Madame
Nefert... o así pretendía llamarse, aunque parecía más irlandesa que egipcia.
Ahora Carnevan sabía que la orden muda era Ver a Madame Nefert.

Carnevan abrió los ojos. Esperaba ver algo diferente, pero la habitación no
había cambiado en absoluto. Lo que le pasaba era lo que había pensado. Una
teoría había tomado forma en su mente, y ahora germinaba en una explosión
de enojo causada por el pensamiento de que alguien había estado
manoseando su posesión más exclusiva... su yo. Era, pensó, hipnotismo.
Madame Nefert, de alguna manera, logró hipnotizarlo durante la reunión, y sus
curiosas sensaciones de las semanas pasadas eran a causa de la sugestión
post-hipnótica. Resultaba un tanto tomado de los pelos, pero no era imposible.
Carnevan, como era publicitario, seguía inevitablemente ciertas líneas de
pensamiento. Madame Nefert hipnotizaba a un visitante y ese visitante volvía a
ella preocupado y sin comprender lo que había pasado. En ese momento la
médium le anunciaría, con toda probabilidad, que haría que los espíritus le
dieran una mano. Cuando el cliente estuviera adecuadamente convencido -lo
cual es el primer paso en una campaña de publicidad-, Madame Nefert
mostraría sus cartas, haciéndole saber el precio de lo que tenía para vender.

Era la primera etapa del juego. Hacer que el cliente necesite algo; luego,
vendérselo. Estaba muy bien. Carnevan se levantó, encendió un cigarrillo y se
puso la chaqueta. Ajustándose la corbata ante el espejo, examinó su cara de
cerca. Parecía gozar de perfecta salud. Sus reacciones eran normales. Sus
ojos se veían muy controlados. Bruscamente, sonó el teléfono. Carnevan lo
tomó.

-¿Hola? ¿Diana? ¿Cómo estás, querida? -a pesar de las actividades


chantajistas de Diana, Carnevan prefería mantener sus relaciones sin roces ni
mal entendidos para que por lo menos no se complicasen más, así que
sustituyó el epíteto que le vino a la cabeza por "querida"-. No puedo -dijo por
fin-. Esta noche tengo que hacer una visita importante. Ahora, espera... ¡No te
estoy dejando plantada! Te enviaré un cheque por correo.

Eso pareció satisfacerle. Carnevan colgó. Diana todavía ignoraba su próximo


matrimonio con Phyllis. Se sentía algo preocupado por la reacción que tendría
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su amante ante la noticia. Diana, con todo su cuerpo glorioso, era muy
estúpida; al principio, Carnevan encontró que ese era un atributo relajante, ya
que le daba una sensación ilusoria de poder en los momentos que estaban
juntos. Ahora, sin embargo, la estupidez de Diana podía convertirse en un
inconveniente. Ya enfrentaría eso más tarde. Primero que todo estaba Nefert.
Madame Nefert. Una sonrisa maliciosa asomó a sus labios. Pasase lo que
pasase, el título. Siempre había que buscar la marca comercial, impresionar al
consumidor. Sacó su coche del garaje del edificio de oficinas y condujo por la
ciudad siguiendo la avenida, girando hacia Columbus Circle. Madame Nefert
tenía una sala de estar en la parte delantera y atrás unos cuantos cuartuchos
atiborrados de cosas que nadie jamás visitaba puesto que, probablemente,
contenían su equipo. Una placa en la ventana proclamaba su profesión.
Carnevan subió los escalones y llamó. Entró al oír el sonido del zumbador del
portero eléctrico, giró a la derecha y empujó una puerta entreabierta que se
cerró a su espalda. Las cortinas habían sido echadas sobre las ventanas. La
estancia estaba iluminada por el resplandor rojizo y escaso de las lámparas de
las esquinas.

El cuarto estaba desnudo. La alfombra había sido corrida a un lado. Habían


trazado detalles en el suelo con tiza luminosa. En el centro de un pentágono
había un cacharro ennegrecido. Eso era todo, y Carnevan sacudió la cabeza
disgustado. Tal escenario sólo impresionaría a los más crédulos. Sin embargo,
decidió seguir la corriente hasta que llegase al fondo de aquel asunto
publicitario tan peculiar. Una cortina se apartó, revelando una alcoba en la que
estaba Madame Nefert, sentada sobre una silla dura y plana. La mujer ni
siquiera se había molestado en montar su mascarada de siempre. Carnevan lo
notó de inmediato. Con ese rostro goyuno y colorado y su pelo lacio parecía
una empleada de limpieza salida de una comedia. Llevaba un batín floreado,
que se abría para revelar una ropa interior blanca y sucia, especialmente en la
parte correspondiente a su generoso escote. La luz roja destellaba en su cara.
Miró a Carnevan con ojos vidriosos e inexpresivos.

-Los espíritus están... -comenzó, y de pronto guardó silencio. Brotó un gemido


profundo y sofocado en su garganta.
Todo su cuerpo se retorció, convulsivo.
Reprimiendo una sonrisa, Carnevan dijo:
-Madame Nefert, me gustaría hacerle unas cuantas preguntas.

Ella no contestó. Hubo un largo y pesado silencio. Al cabo, Carnevan inició un


movimiento hacia la puerta, pero la mujer siguió sin moverse. Estaba llevando
el juego hasta el máximo. Carnevan miró a su alrededor. Vio algo blanco dentro
del cacharro ennegrecido y se acercó para mirar dentro. Luego sintió una
náusea violenta. Sacó un pañuelo y, apretándoselo sobre la boca, giró para
enfrentarse a Madame Nefert. Pero no pudo hallar palabras. La cordura volvió
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a él. Aspiró profundamente, comprendiendo que una imagen hecha con cartón-
piedra casi había destruido su balance emocional. Madame Nefert no se había
movido. Estaba inclinada hacia adelante, respirando en estertores roncos. Un
hedor débil e insidioso penetró por las narices de Carnevan. Alguien dijo con
viveza.

-¡Ahora!
La mano de la mujer se movió en un gesto inseguro de tanteo. Al mismo
tiempo, Carnevan se dio cuenta de la presencia de un recién llegado a la
habitación. Giró para ver, en medio del pentágono, una figura pequeña,
acurrucada, que lo miraba con firmeza. La luz roja era débil. Todo lo que pudo
ver Carnevan fue una cabeza y un cuerpo informe oculto por una capa obscura.
El hombre o niño o muchacho estaba en cuclillas. La visión de esa cabeza, sin
embargo, fue suficiente para que su corazón saltara de excitación... porque no
era enteramente humana. Al principio pensó que era una calavera. El rostro era
delgado y tenía una piel pálida y traslúcida, del más puro marfil, estirada sobre
el hueso. La cabeza estaba completamente calva. La forma de esa cabeza era
triangular, delicadamente aguda en los bordes, sin esos feos salientes en los
pómulos que hacen que los cráneos humanos sean tan repugnantes. Los ojos
resultaban inhumanos. Llegaban casi hasta donde debiera haber estado la
línea del cabello, si aquel ser lo hubiera tenido. Eran de un color gris verdoso,
nublados, como de piedra, y salpicados con danzarinas lucecitas opalescentes.
Era un rostro singularmente hermoso, con la clara y desapasionada perfección
del hueso pulimentado. Carnevan no pudo ver el cuerpo, que estaba oculto por
la capa.

¿Sería esa extraña cara una máscara? Carnevan supo que no. La sutil e
inconfundible sacudida de su ser físico entero le dijo que estaba mirando algo
horrible. Automáticamente, sacó un cigarrillo y lo encendió. El ser no se había
movido mientras lo observaba. Carnevan, abruptamente, se dio cuenta de que
la aguja de la brújula de su cerebro había desaparecido. El humo ascendió en
volutas desde su cigarrillo. Él, Gerald Carnevan, estaba plantado en aquella
habitación iluminada con escasa luz rojiza, con una falsa médium,
presumiblemente en falso trance y... "algo" agazapado a pocos pasos de
distancia. Fuera, a una manzana más allá, se encontraba Columbus Circle, con
sus carteles eléctricos y el intenso tráfico. Una clave chasqueó en el cerebro de
Carnevan: Luces eléctricas significan publicidad. Haz que el cliente se
maraville. Y en este caso el cliente parecía ser él. La aproximación solía ser
destructiva para las estudiadas tácticas de los vendedores. Carnevan comenzó
a caminar directamente hacia el ser. Los suaves labios rojos infantiles se
separaron.

-Aguarda -ordenó una voz singularmente gentil-. No cruces el pentágono,


Carnevan. Puedes hacerlo, si quieres, pero iniciarías un incendio.
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-Eso lo estropea todo -observó el hombre, casi riendo-.


Los espíritus no hablan inglés vulgar. ¿Cuál es el plan?
-Bueno -dijo el otro sin moverse-. Para empezar, puedes llamarme Azazel. No
soy un espíritu. Soy bastante más que un demonio. En cuanto al inglés vulgar,
cuando entro en tu mundo, naturalmente, me ajusto a él... o me ajustan. Mi
propia lengua no se puede oír aquí. La hablo, pero tú oyes su equivalente en
inglés. Mi idioma queda automáticamente ajustado a tus capacidades.
-Está bien -contestó Carnevan-. ¿Y ahora qué? -expelió el humo por la nariz.
-Eres un escéptico -dijo Azazel, aún inmóvil-. Si abandono el pentágono podría
convencerte en un momento, pero no puedo hacerlo sin tu ayuda. De
momento, el espacio que ocupo coexiste en el espacio de mi mundo y el tuyo.
Soy un demonio, Carnevan, y quiero hacer un trato contigo.
-Espero que empiecen a resplandecer los flashes en cualquier momento. Pero
puedes falsificar cuantas fotos quieras, si ese es el juego. No pagaré nada por
ellas -contestó Carnevan, pensando en Diana, aunque con ciertas dudas.
-Lo harás -observó Azazel.
Y contó una breve y malintencionada historia acerca de las relaciones de
Carnevan con Diana Bellamy.
Carnevan notó que se ruborizaba.
-Basta -dijo secamente-.
Es chantaje, ¿verdad?
-Por favor, déjame que te explique... desde el principio. Entré en contacto
contigo en la sesión de la semana pasada. Para los habitantes de mi dimensión
es increíblemente difícil establecer contacto con seres humanos, pero en esta
ocasión lo logré. Implanté ciertos pensamientos en tu subconsciente y te retuve
por medio de ellos.
-¿Qué clase de pensamientos?
-Gratificaciones -dijo Azazel-. La muerte de tu socio mayor. El traslado de Diana
Bellamy. Riqueza. Poder. Triunfo. Te he cebado los pensamientos
secretamente, y así se estableció un lazo entre nosotros. No lo suficiente, sin
embargo, porque en realidad no pude comunicarme contigo hasta que trabajé
sobre Madame Nefert.
-Sigue -dijo tranquilo Carnevan-. Es una charlatana, claro.
-Claro que sí -sonrió Azazel-. Pero es celta. Un violín no sirve sin violinista. Yo
logré controlarla y le conduje a hacer los preparativos necesarios para poder
materializarme.
Luego te traje hasta aquí.
-¿Y esperas que te crea?
Los hombros del otro se agitaron intranquilos.
-Ahí está la dificultad. Si me aceptas, te serviré bien, muy bien, en verdad. Pero
no lo harás hasta que creas.
-Yo no soy Fausto -contestó Carnevan-. Aun cuando creyese en ti. ¿Por qué te
imaginas que iba a...?
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Se detuvo. Durante un segundo reinó el silencio. Carnevan, furioso, dejó caer


el cigarrillo y lo aplastó.
-Todas las leyendas de la historia -murmuró-. Folklore... todo folklore. Tratos
con demonios. Y siempre a un precio. Pero soy ateo, o agnóstico. No estoy
seguro de lo que soy. No puedo creer que tenga un... alma. Cuando muera, se
acabó todo.
Azazel le estudió pensativo.
-Naturalmente que tiene que haber un precio -una expresión curiosa cruzó el
rostro del ser.
Había burla en ella, y miedo también. Cuando volvió a hablar, lo hizo
presuroso-: Puedo servirte, Carnevan. Puedo complacer tus deseos... creo que
todos.
-¿Por qué me elegiste a mí?
-La sesión me atrajo. Eras el único presente allí con quien podía establecer
contacto.
Apenas halagado, Carnevan frunció el ceño. Le resultaba imposible creerlo.
Por último dijo:
-Me interesaría... si pensase que esto no es sólo una simple añagaza, un truco.
Cuéntame más. Lo que podrías hacer por mí.
Azazel habló con mayor detenimiento. Al terminar, los ojos de Carnevan
brillaban.
-Incluso un poco de eso...
-Resulta bastante fácil -apremió Azazel-. Todo está preparado. La ceremonia no
cuesta mucho y yo te guiaré paso a paso.
Carnevan chasqueó la boca sonriendo.
-Ahí está. No puedo creerlo. Me digo a mí mismo que no es real. En lo más
profundo de mi cerebro trato de encontrar la explicación lógica. Y todo es
demasiado fácil. Si estuviese convencido de que tú eres lo que dices y que
puedes... -Azazel le interrumpió.
-¿Sabes algo acerca de teratología?
-¿Eh? Oh... lo que cualquier hombre vulgar.
El ser se levantó despacio.
Llevaba, según vio Carnevan, una voluminosa capa de algún material obscuro,
opaco, tornasolado.
-Si no hay otro modo de convencerte -dijo el ser-, y puesto que no puedo dejar
el pentágono... debo emplear este medio.

Una premonición enfermante cruzó por la mente de Carnevan mientras veía las
delicadas y esbeltas manos operando en los cierres de la capa. Azazel la
apartó a un lado. Cerró la prenda casi en un instante. Carnevan no se había
movido. Pero un hilo de sangre le caía por la barbilla. Luego silencio hasta que
el hombre intentó hablar. Un ruido áspero y crujiente sonó en la habitación.
Carnevan, por fin, pudo encontrar su voz. Las palabras le salieron en un
semichillido. Gritó con brusquedad y se fue a un rincón, en donde se quedó
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plantado, con la frente apretada contra la pared. Cuando regresó, tenía el


rostro más compuesto, aunque el sudor relucía en él.
-Sí -dijo-. Sí.
-Muy bien... -aprobó Azazel.
A la mañana siguiente, Carnevan estaba sentado en su escritorio y hablaba
tranquilo con un demonio que estaba instalado cómodamente en un sillón,
invisible e inaudible para todos excepto para él. La luz del sol entraba de
soslayo por la ventana y una fría brisa llevaba entre sus alas el apagado clamor
del tránsito. Azazel parecía increíblemente real allí sentado, su cuerpo oculto
por la capa, su hermosa cabeza como la de una calavera creada por la luz
solar.
-Habla en voz baja -le avisó el demonio-. Nadie puede oírme, pero pueden
oírte. Susurra... o simplemente piensa.
Para mí será suficiente.
-Está bien -Carnevan se frotó la mejilla recién afeitada-. Será mejor que
tracemos un plan. Ya sabes que has de ganarte mi alma.
-¿Eh? -el demonio pareció perplejo durante un segundo; luego rió por lo bajo-.
Estoy a tu servicio.
-En primer lugar, no debemos despertar sospechas. Nadie creería la verdad.
Pero no quiero hacerles pensar que estoy loco... aunque quizá lo esté -agregó
Carnevan con lógica-. Pero ahora no consideraremos ese punto. ¿Qué hay de
Madame Nefert? ¿Cuánto sabe ella?
-Nada en absoluto -contestó Azazel-. Se encontraba en trance y yo la
controlaba. No recordó nada cuando despertó. Sin embargo, si prefieres, la
puedo eliminar.
Carnevan levantó la mano.
-¡Calma! Ahí es donde las personas como Fausto cometieron sus errores. Se
volvieron déspotas, borrachos por el poder a más no poder. Cualquier
asesinato que cometamos tendrá que ser necesario. ¡Vaya! ¿Cuánto control
tengo sobre ti? -Una buena cantidad -admitió Azazel.
-¿Si te pidiese que te matases tú mismo... lo harías?
Por toda respuesta, el demonio tomó un cortapapeles del escritorio y lo hundió
profundamente en su capa. Recordando lo que había debajo de aquella
prenda, Carnevan apartó la vista apresuradamente.
Sonriendo, Azazel volvió a colocar el cuchillo en su sitio, diciendo:
-El suicidio es imposible en un demonio.
-¿Es que no se te puede matar?
Hubo un corto silencio. Luego Azazel aclaró:
-Por lo menos tú no puedes hacerlo.
Carnevan se encogió de hombros.
-Estoy estudiando todas las posibilidades. Quiero saber qué terreno piso. Pero,
sin embargo, debes obedecerme. ¿Es eso cierto?
Azazel asintió.
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-Bueno. No me interesa que hagas caer sobre mi regazo un millón de dólares


en oro, como solías hacer. En esa forma el oro es ilegal, y la gente haría
preguntas. Cualquier ventaja que consiga debe venir de manera natural; sin
despertar la más ligera sospecha. Si Eli Dale muriese, la firma se quedaría sin
socio mayor. Yo conseguiría su lugar. Eso entraña bastante dinero para mis
propósitos.
-Puedo convertirte en dueño de la mayor fortuna del mundo -sugirió el
demonio.
Carnevan rió un poco.
-¿Y qué? Todo sería demasiado fácil para mí. Yo quiero experimentar las cosas
por mí mismo... con alguna ayuda tuya. Si uno hace trampas mientras se
divierte jugando al solitario es distinto a falsear todo el juego. Tengo mucha fe
en mí mismo. Y quiero justificarla, construir mi ego. La gente como Fausto se
equivocó. El rey Salomón debió haberse muerto de aburrimiento. Nunca utilizó
su cerebro y apuesto a que se le quedó atrofiado. ¡Fíjate en Merlín! -Carnevan
sonreía-. Estaba tan acostumbrado a convocar a los diablos para que hiciesen
lo que deseaba que un joven zoquete le sacó cuanto quiso sin ninguna
dificultad. No Azazel... quiero que muera Eli Dale, pero de manera natural.
El demonio miró sus esbeltas y pálidas manos.
Carnevan se encogió de hombros.
-¿Puedes cambiar de forma?
-Claro.
-¿Convirtiéndote en cualquier cosa?
Por toda respuesta Azazel se transformó, en rápida sucesión, en un gran perro
negro, en un lagarto, en una serpiente de cascabel y en el propio Carnevan.
Finalmente adoptó su forma y volvió a relajarse en la silla.
-Ninguno de esos disfraces te ayudaría a matar a Dale -gruñó Carnevan-.
Tenemos que pensar en algo de lo que no sospeche. ¿Conoces lo que son los
gérmenes de la enfermedad, Azazel?
El otro asintió.
-Lo conozco gracias a tu mente.
-¿Podrías transformarte en microbios?
-Si me dices los que deseas, podría localizar una muestra, duplicar su
estructura atómica y entrar en ella con mi propia fuerza vital.
-Meningitis vertebral -dijo pensativo Carnevan-. Es bastante fatal. Mandaría a
un hombre a la tumba. Pero te averiguaré si es un microbio o un virus.
-Eso no importa -dijo Azazel-. Localizaré algún portaobjetos que tenga
muestras del género... En cualquier hospital habrá. Y luego me materializaré
dentro del cuerpo de Dale como la misma enfermedad.
-¿Será lo mismo?
-Sí.
-Perfecto. La enfermedad se propagará, supongo, y eso será el fin de Dale. Si
no resulta, probaremos otra cosa.
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Volvió a su trabajo y Azazel desapareció. La mañana transcurrió muy despacio.


Carnevan comió en un restaurante cercano, preguntándose qué estaría
haciendo su demonio, y se sintió bastante sorprendido al descubrir que tenía
mucho apetito. Durante la tarde telefoneó a Diana. Ella había descubierto su
compromiso con Phyllis y había telefoneado a Phyllis. Carnevan colgó
reprimiendo su rabia violenta. Después de un breve instante, marcó el número
de Phyllis. Le dijeron que no estaba en casa.

-Dígale que iré a verla esta noche -gruñó, y colgó con fuerza el receptor. Fue
casi un alivio ver, de repente, la forma desmadejada de Azazel en el sillón.
-Ya está -dijo el demonio-. Dale tiene meningitis vertebral. Todavía no lo sabe,
pero la enfermedad se propaga muy rápidamente. Fue un experimento curioso,
pero resultó.

Carnevan trató de tranquilizar su mente. Estaba pensando en Phyllis. Se había


enamorado de ella, claro, pero la chica era tan condenadamente rígida, tan
increíblemente puritana... Él había dado un resbalón en el pasado; a ojos de
ella, eso podía ser suficiente para terminar con todo. ¿Rompería el
compromiso? Seguramente no. En esta época los pecadillos amorosos se
daban más o menos como sentados, incluso ante una chica que se ha criado
en Boston. Carnevan se estudió las uñas. Al cabo de un momento buscó una
excusa para ver a Eli Dale y solicitarle consejo sobre algún problema poco
importante del negocio, y escrutó con atención el rostro del viejo. Dale estaba
colorado y con los ojos brillantes, pero por otra parte parecía normal. Sin
embargo, sobre él estaba impresa la marca de la muerte. Carnevan lo sabía.
Aquel hombre moriría, el cargo de socio ejecutivo de la firma recaería sobre
otra persona... y se habría dado el primer paso en el plan de Carnevan. En
cuanto a Phyllis y Diana... ¡Oh, después de todo, poseía un demonio particular!
Teniendo el control de sus poderes podría resolver también ese problema.
Claro que Carnevan no sabía aún como hacerlo; en cada caso deberían
utilizarse primero, pensó, los métodos ordinarios. No debía depender
demasiado de la magia. Despidió a Azazel y condujo su coche hasta la casa de
Phyllis. Pero antes se detuvo en el apartamento de Diana. La escena fue breve
y tormentosa.

Morena, esbelta, furiosa y adorable, Diana dijo que no le permitiría que se


casase.
-¿Por qué no? -quiso saber Carnevan-. Después de todo, querida, si es
cuestión de dinero te lo puedo solucionar.
Diana dijo cosas desagradables acerca de Phyllis. Tiró un cenicero al suelo y lo
pisoteó.
-¿Así es que no soy bastante buena para que te cases conmigo? ¡Pero ella sí,
¿no?!
-Siéntate y cállate -sugirió Carnevan-. Trata de analizar tus sentimientos...
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-¡Tú, pez inmundo de sangre fría!


-... y fíjate qué terreno pisas. No estás enamorada de mí. El manejarme como
una marioneta te hace experimentar una sensación de poder y posesión. No
quieres que otra mujer me tenga.
-¡Compadezco a la mujer que te tenga! -gritó Diana, eligiendo otro cenicero.
Era bastante bonita, pero Carnevan no estaba de humor para apreciar la
belleza.
-Está bien -dijo-. Escúchame; si no armas escándalo no te faltará dinero... ni
nada... Pero si tratas de crearme problemas, lo lamentarás.
-No se me asustas fácilmente -repuso Diana-. ¿A dónde vas? Supongo que a
ver a ese espantapájaros rubio ¿no?

Carnevan le regaló una sonrisa imperturbable. Se puso el abrigo y desapareció.


Condujo hasta la casa de la espantapájaros rubia, donde encontró dificultades,
aunque no imprevistas. Por último convenció a la doncella y fue conducido a
enfrentarse con un bloque de hielo sentado en silencio en el diván. Ese bloque
de hielo era la señora Mardrake. -Phyllis no desea verte, Gerald -dijo ella. Su
boca puritana parecía morder las palabras. Carnevan se ajustó los pantalones,
metafóricamente hablando, y comenzó su discurso. Habló bien. Tan
convincente fue la historia de que Diana era un mito, de que todo el asunto
había sido preparado por un enemigo personal, que la señora Mardrake,
después de una lucha interna de cierta consideración, al fin capituló.

-No debe haber escándalo -dijo por último-. Si creyese que había una palabra
de verdad en lo que esa mujer dijo a Phyllis...
-Todo hombre de mi posición tiene enemigos -continuó Carnevan, recordando
de ese modo a su anfitriona que, maritalmente hablando, era un pez digno de
ser pescado. Ella suspiró.
-Muy bien, Gerald. Pediré a Phyllis que te vea. Espera aquí.

Salió de la estancia y Carnevan reprimió una sonrisa. Sin embargo, sabía que
no sería tan fácil convencer a Phyllis. Su prometida no apareció
inmediatamente. Carnevan imaginó que la señora Mardrake encontraba
dificultades en convencer a su hija de la buena fe del novio. Recorrió la
habitación, sacando el atado de cigarrillos y luego guardándolo otra vez. ¡Qué
casa más victoriana! Una gruesa Biblia familiar que descansaba en un atril le
llamó la atención. Como no tenía otra cosa que hacer se acercó y la abrió al
azar. Un pasaje pareció destacar. "Si cualquier hombre adora a la bestia y a su
imagen y recibe su marca en la frente o en su mano, beberá el vino de la ira de
Dios." Fue quizás una reacción instintiva lo que hizo que Carnevan alzase la
mano para tocarse la frente. Sonrió con desdén. ¡Superstición! Sí... pero había
demonios. En aquel momento Phyllis entró con el aspecto de Evangelina en
Acadia, con la mismísima expresión que debió adoptar la heroína de
Longfellow. Reprimiendo el poco galante impulso de darle una patada,
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Carnevan trató de tomarle las manos, fracasó, y la siguió hasta el diván. El


puritanismo y la educación tienen sus desventajas, pensó. Eso se hizo más
evidente cuando, pasados diez minutos, Phyllis seguía sin convencerse de la
inocencia de Carnevan.

-No se lo dije todo a mi madre -afirmó ella con tranquilidad-. Esa mujer dijo
cosas... Bueno, me di cuenta de que decía la verdad.
-Te amo -afirmó Carnevan de manera inconsecuente.
-No. O jamás te habrías enredado con esa mujer.
-¿Incluso aunque ocurriese antes de conocerte?
-Podría perdonar muchas cosas, Gerald, pero no eso -continuó tozuda la
muchacha -. Tú no quieres un marido -observó Carnevan-. Tú quieres la
imagen de un santo.

Era imposible romper la calma rígida de la muchacha. Carnevan perdió el


dominio de sí mismo. Discutió y suplicó, despreciándose por hacerlo de ese
modo. De todas las mujeres del mundo tenía que enamorarse de la más
estricta y puritana de todas. El silencio de ella tenía la cualidad de enfurecerle
casi hasta el punto de la histeria. Sintió ganas de gritar obscenidades en
aquella habitación tranquila, en aquella atmósfera casi religiosa. Sabía que
Phyllis le estaba humillando terriblemente, y en lo más hondo de su ser algo se
agitó de manera cruda bajo los latigazos que no podía impedir.

-Te amo, Gerald -fue todo lo dijo ella-. Pero tú no me quieres. No puedo
perdonarte eso. Por favor, vete antes que se pongan peores las cosas.

Salió de la casa, temblando de furia, acalorado y enfermo al darse cuenta de


que había fracasado al mantener su pose. ¡Phyllis, Phyllis, Phyllis! Un iceberg
imperturbable. Ella no conocía nada de humanidad. Las emociones jamás
existieron en su pecho, a menos que estuviesen también educadas, envueltas
en una red de encajes. Una muñeca de porcelana esperando que el resto del
mundo también lo fuese. Carnevan se quedó plantado junto a su coche,
temblando de rabia, deseando más que nada en el mundo herir a Phyllis como
él había sido herido. Algo se agitó dentro del coche. Era Azazel, la capa
envolviendo su obscuro cuerpo, el rostro blanco, huesudo, sin expresión.
Carnevan extendió un brazo señalando a la casa.

-¡La chica! -dijo con aspereza-. Ella... ella.


-No es necesario que hables -murmuró Azazel-. Leo tus pensamientos. Haré lo
que deseas.
Se fue. Carnevan saltó al coche, colocó la llave en el encendido y puso el
motor en marcha con furia. Mientras el vehículo empezó a moverse oyó un grito
agudo y cortante saliendo de la casa que acababa de abandonar. Detuvo el
coche y volvió corriendo, mordiéndose el labio.
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El dictamen del médico que llamaron de inmediato fue que Phyllis Mardrake
había sufrido una fuerte impresión nerviosa. El motivo era desconocido, pero
era fácil presumir que tenía algo que ver con su entrevista con Carnevan, quien
nada dijo para desmentir tal suposición. Phyllis, simplemente, yacía y se
retorcía, con los ojos vidriosos. En algunas ocasiones sus labios formaban
palabras.
-La capa... bajo la capa...

Y luego reía y gritaba alternativamente, hasta que el cansancio se apoderaba


de ella. Se recuperaría, pero después de algún tiempo. Entretanto fue enviada
a una clínica particular, en donde se ponía histérica cada vez que veía al doctor
Joss, que resultó ser un hombrecito calvo. Sus murmullos sobre capas se
hicieron menos frecuentes y ocasionalmente se le permitió a Carnevan
visitarla... porque ella preguntó por él. La pelea había sido olvidada y Phyllis
reconoció que se había equivocado en sus opiniones. Cuando estuviese del
todo bien se casaría con Carnevan. Y no habría más conflictos. El horror que
había visto quedaba profundamente encerrado en su cerebro, emergiendo sólo
durante el delirio y en sus frecuentes pesadillas. Carnevan se sentía
agradecido de que no se acordase de Azazel. Él, sin embargo, veía mucho al
demonio aquellos días... porque estaba preparando un cruel y maligno plan.
Comenzó poco después del colapso de Phyllis, cuando Diana siguió
telefoneándole al despacho. Al principio Carnevan hablaba un poco con ella.
Luego se dio cuenta de que la mujer era, en realidad, la responsable de la casi
enajenación mental de Phyllis. Resultaba claro que tenía que sufrir ella. No la
muerte; cualquiera podía morir. Eli Dale, por ejemplo, ya estaba fatalmente
enfermo de meningitis vertebral. Pero era necesaria una forma más sutil de
castigo... una tortura tal como la que estaba sufriendo Phyllis. Mientras
convocaba al demonio y le daba instrucciones, el rostro de Carnevan adoptó
una expresión que no era agradable de ver.

-Lenta, gradualmente, ella ha de volverse loca -dijo-. Debe tener tiempo de


darse cuenta de lo que ocurre. Proporciónale... retazos, por hablar así. Una
serie acumulativa de acontecimientos inexplicables; te daré los detalles
completos cuando los elabore. Ella me dijo que no se asusta fácilmente
-terminó Carnevan y se levantó para servirse una bebida. Ofreció otra al
demonio, pero él se la rechazó. Azazel estaba sentado en un rincón obscuro
del apartamento, mirando de tanto en tanto por la ventana, desde donde veía,
muy abajo, Central Park.
A Carnevan le asaltó un súbito pensamiento:
-¿Cómo reaccionas ante esto? Se supone que los demonios son malos. ¿Te
causa placer... lastimar a la gente?
El hermoso rostro del cráneo se volvió hacia él.
-¿Sabes lo que es el mal, Carnevan?
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El hombre añadió un poco de soda en el vaso.


-Comprendo. Cuestión de semántica. Claro, es un término arbitrario. La
humanidad ha creado sus propios niveles de...
Los ojos oblicuos y opalescentes de Azazel brillaron.
-Eso es un antropomorfismo moral, un egotismo. No habéis considerado el
medio ambiente. Las propiedades físicas de vuestro mundo causan el bien y el
mal, como ya sabéis.
Era la sexta bebida de Carnevan y sintió ganas de discutir.
-Es algo que no entiendo del todo; la moralidad viene de la mente y de las
emociones.
-Todo río tiene su fuente -repuso Azazel-. Pero hay una gran diferencia entre el
Mississippi y el Colorado. Si los seres humanos hubiesen evolucionado, en...
bueno, en mi mundo, por ejemplo... el molde completo del bien y del mal habría
sido distinto. Las hormigas tienen estructura social. Pero no es como la vuestra.
El medio ambiente es distinto.
-Hay diferencia también entre hombres e insectos.
El demonio se encogió de hombros.
-No somos parecidos. Menos parecidos que tú y una hormiga. Ambos tenéis
básicamente dos instintos comunes: el de autoconservación y el de la
propagación de la especie. Los demonios no se pueden propagar.
-La mayor parte de las autoridades en el tema están de acuerdo con eso
-admitió Carnevan-. Posiblemente ello da una razón a las variantes. ¿Cómo es
que hay tantísimas clases de demonios?
Azazel le interrogó con los ojos.
-Oh... ya sabes. Gnomos y duendecillos, hombres lobos, vampiros...
-Hay más clases de demonios que las que conoce la humanidad -dijo Azazel-.
La razón resulta muy evidente, vuestro mundo tiende hacia un molde fijo, un
estado de éxtasis. Ya sabes lo que es la entropía. La última mira de vuestro
universo es la unidad. Inmutable y eterna. Vuestras ramificaciones de la
evolución se encontrarán finalmente y permanecerán en un único tipo fijo. Las
desviaciones, como el dinormis y el alca, morirán como murieron los
dinosaurios y mamuts. Al final vendrá el éxtasis. Mi universo tiende hacia la
anarquía física. En el principio había sólo un tipo. En el fin habrá el caos más
profundo.
-Vuestro universo es como una copia en negativo del mío -meditó Carnevan-.
¡Pero... espera! ¡Dices que los demonios no pueden morir! Y tampoco pueden
propagarse. ¿Entonces cómo evolucionan?
-Dije que los demonios no se pueden suicidar -apuntó Azazel-. La muerte nos
puede llegar, pero desde una fuente exterior. Esto también se aplica a la
procreación.
Era todo demasiado confuso para Carnevan.
-Debéis tener emociones. La autoconservación implica miedo a la muerte.
-Nuestras emociones no son la vuestras. Clínicamente, puedo analizar y
comprender las reacciones de Phyllis. Ella se creyó muy rígida, y ha luchado
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inconscientemente contra esa opresión. Nunca reconoció, ni siquiera para sí,


su deseo de liberarse.
Pero tú eres un símbolo para ella; secretamente te admira y te envidia, porque
eres un hombre y, como se imaginaba, capaz de hacer lo que quieres. El amor
es un falso sinónimo para la propagación, como el alma es un deseo de
recubrir de pureza lo que surge a partir de la autoconservación. Nada existe. El
cerebro de Phyllis es una masa de inhibiciones, miedos y esperanzas. El
puritanismo, para ella, representa la seguridad. Por eso no pudo perdonarte tu
asunto con Diana. Fue una excusa para retirarse a la seguridad de su antiguo
sistema de vida.
Carnevan escuchaba interesado.
-Sigue.
-Cuando aparecí ante ella, la sorpresa física fue violenta. El subconsciente la
gobernó durante un momento. Por eso se reconcilió contigo. Es una escapista;
su antigua seguridad le pareció un fracaso, así que ahora cumple con su deseo
de escapar y su necesidad de protección accediendo a casarse contigo.
Carnevan se preparó otra bebida. Recordó algo.
-Acabas de decir que el alma no existe... ¿verdad? -el cuerpo de Azazel se
agitó bajo la ancha capa-.
-Me entendiste mal.
-No lo creo -repuso Carnevan, sintiendo un frío e inmortal horror bajo el cálido
torpor del licor-. Nuestro trato fue que te serviría a cambio de mi alma. Ahora
implicas que no tengo alma. ¿Cuál fue tu verdadero motivo?
-Tratas de asustarte a ti mismo -murmuró el demonio, sus extraños ojos alerta-.
A través de la historia se ha fundado la hipótesis de que existe el alma.
-¿De veras?
-¿Y por qué no?
-¿Cómo es un alma? -preguntó Carnevan.
-No podrías imaginarlo -repuso Azazel-. No hay punto de comparación. A
propósito, Eli Dale murió hace dos minutos.
Eres ahora el socio mayor de la firma. ¿Puedo felicitarte?
-Gracias -asintió Carnevan-. Cambiaremos de conversación si gustas. Pero
intentaré descubrir la verdad tarde o temprano... Si no tengo alma, tú preparas
alguna otra cosa. Sin embargo... volvamos a lo de Diana.
-Tú deseas que se vuelva loca.
-Yo deseo que tú la vuelvas loca. Ella es del tipo esquizofrénico, esbelta y de
largos huesos. Tiene una estúpida confianza en sí misma. Ha construido su
vida sobre el cimiento de las cosas reconocidamente reales. Hay que destruir
esas cosas.
-¿Y bien?
-Teme a la obscuridad -dijo Carnevan, y su sonrisa era muy desagradable-. Sé
sutil, Azazel. Ella oirá voces. Uno a uno sus sentidos comenzarán a fallar. O
mejor, a engañar. Olerá cosas que nadie percibe. Oirá voces. Tendrá sabor de
veneno en su comida, comenzará a sentir sensaciones... desagradables. Si es
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necesario, puede por fin... tener visiones.


-Esto es el mal, supongo -observó Azazel levantándose de la silla-. Mi interés
es puramente clínico. Puedo discernir que tales asuntos son importantes para
ti, pero no iré más lejos.

Sonó el teléfono. Carnevan se enteró de que Eli Dale había muerto... Meningitis
vertebral. Para celebrarlo se sirvió otra copa y brindó en dirección a Azazel, que
había desaparecido para visitar a Diana. El rostro delgado y duro de Carnevan
estaba ligeramente enrojecido por el licor que había consumido. Se plantó en el
centro del apartamento y giró despacio, mirando los muebles, los libros, el
diván. Tendría que encontrar otra vivienda pronto, más grande y mejor. Una
casa adecuada a una pareja recién casada. Se preguntó cuánto tiempo tardaría
Phyllis en recuperarse por completo. Azazel... ¿Qué es lo que buscaba aquel
demonio?, se preguntó. Ciertamente su alma no. ¿Y entonces qué buscaba?

Una noche, dos semanas después, llamó al timbre de la puerta del


apartamento de Diana. Ella preguntó quién era y abrió una rendijita antes de
dejar pasar a Carnevan. Se quedó sorprendido al ver los cambios sufridos por
la mujer. La alteración de su cara era poco tangible. Diana se mantenía bajo un
control de hierro, pero su maquillaje era demasiado espeso. Eso en sí ya era
revelador. Constituía un símbolo del esfuerzo mental que le costaba oponerse
contra la invasión psíquica. Carnevan preguntó solícito:

-Gran Dios, Diana ¿qué te pasa? Por teléfono parecías histérica. Ya te dije
anoche que vieses a un médico.
Ella buscó un cigarrillo.
Cuando Carnevan lo encendió, le temblaban ligeramente las manos.
-Lo hice. No... no me fue de mucha ayuda, Gerald. Me alegro de que no estés
furioso conmigo.
-¿Furioso? Vamos, siéntate. Te prepararé algo de beber. Ya sobrepasé mi
enfado; nos llevamos bien juntos y Phyllis... bueno, no pudimos cortar nuestro
pastel y comérnoslo. Está en un asilo, ya sabes, y pasará mucho antes de que
se recupere. Incluso quizá puede ser una demente toda la vida... -dudó
Carnevan.
Diana se echó hacia atrás el pelo negro y se volvió para mirarle en el diván.
-Gerald, ¿crees que me estoy volviendo loca?
-No. No -contestó él-.
Creo que necesitas descanso, o un cambio.
Ella no lo escuchaba. Tenía la cabeza inclinada a un lado como si escuchase
una inaudible voz. Mirando de reojo, Carnevan vio a Azazel plantado a la otra
parte de la estancia, invisible para la chica pero aparentemente no silencioso.
-¡Diana! -gritó con viveza.
Ella abrió los labios. Su voz era insegura mientras lo miraba con consternación.
-Lo siento. ¿Qué decías?
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-¿Qué dijo el médico?


-Casi nada -no deseaba seguir discutiendo aquello. En su lugar tomó la bebida
que Carnevan le había preparado, la miró y tomó un sorbo. Luego dejó el vaso.
-¿Ocurre algo malo? -preguntó el hombre.
-No. ¿Qué gusto tiene para ti?
-Bueno.

Carnevan se preguntó que es lo que había gustado Diana en su bebida. Quizás


almendras amargas. U otra de las ilusiones maestras de Azazel. Pasó los
dedos por el pelo de la chica, sintiendo un escalofrío de poder mientras lo
hacía. Una odiosa especie de venganza, pensó. Era raro que la aflicción de
Diana no le conmoviese en lo más mínimo. Sin embargo, no era básicamente
malo, lo sabía muy bien. El viejo, antiquísimo problema de las normas
arbitrarias... El bien y el mal. Azazel habló y sus palabras las oyó únicamente
Carnevan.

-Su control no puede durar mucho más. Creo que mañana se derrumbará. Una
maniática depresiva puede suicidarse, así que trataré de evitarlo. Cada arma
peligrosa que toque parecerá quemarla.

Abiertamente, sin previo aviso, el demonio desapareció. Carnevan lanzó un


gruñido y acabó su bebida. Por el rabillo del ojo vio algo que se movía.
Lentamente volvió la cabeza, pero aquello ya no estaba. ¿Qué había sido?
Algo así como una sombra negra, informe, imprecisa. Las manos de Carnevan
temblaron. Profundamente sorprendido, dejó el vaso y contempló el
apartamento. La presencia de Azazel jamás le había afectado de ese modo
antes. Probablemente era una reacción inconsciente; sin duda había estado
manteniendo un rígido control sobre sus nervios, sin advertirlo. Después de
todo, los demonios son sobrenaturales. Por el rabillo del ojo vio de nuevo la
brumosa oscuridad. Esta vez no se movió mientras trataba de analizarla. La
cosa oscilaba al borde del alcance de su visión. Sus ojos se movieron un poco
y entonces aquello también desapareció. Una nube negra, informe. ¿Informe?
¡No! Era, pensó, en forma de huso inmóvil y rígida sobre su eje. Las manos le
temblaban más que nunca. Diana le miraba.

-¿Qué te pasa, Gerald? ¿Te estás poniendo nervioso?


-Demasiado trabajo en la oficina -explicó-. Ya sabes que ahora soy el nuevo
socio principal. Me marcharé. Será mejor que vuelvas al médico mañana.

Ella no contestó, limitándose a mirarle mientras salía del apartamento.


Conduciendo hacia su casa, Carnevan captó de nuevo, levemente, la forma
negra y brumosa. Ni una sola vez pudo verla con claridad. Oscilaba justo al
borde de su visión. Notó, aunque no pudo ver, ciertos rasgos imprecisos sobre
ella. No pudo ni definir ni deducir cómo eran. Pero le temblaban las manos.
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Fría, furiosamente, su inteligencia luchó contra el terror irracional de su parte


física. Se enfrentó a la cosa extraña. O... no... no se enfrentó; siempre se
escapaba y desaparecía. ¿Azazel? Invocó e nombre del demonio, pero no tuvo
respuesta. Marchando hacia su apartamento, Carnevan se mordió el labio
inferior y pensó con ahínco. Cómo... por qué... ¿Qué era lo que hacía tan
horripilante... tan irracional a esta... aparición? No lo sabía, a menos que fuese,
quizás, el vago atisbo de rasgos en la negrura, esa situación que nunca le
permitía definir una imagen. Notó que esos rasgos eran indescriptibles, y sin
embargo sentía la perversa curiosidad de contemplarlos directamente. Una vez
a salvo en su apartamento, volvió a ver el huso negro al borde de su visión,
próximo a la ventana. Giró rápidamente para enfrentarse con él, pero se
desvaneció. En ese momento se apoderó de Carnevan una oleada de horror. El
sentimiento mortal, enfermizo, de que podía ver aquello, hizo que todo su ser
físico se revolviese.

-Azazel -llamó en voz baja.


Nada.
-¡Azazel!
Carnevan se sirvió una bebida, encendió un cigarrillo y buscó una revista. No
tuvo más molestias hasta que se acostó. Pasó la noche con tranquilidad. Pero
por la mañana, en cuanto abrió los ojos, algo negro y en forma de huso se alejó
mientras miraba en su dirección. Telefoneó a Diana; parecía mucho mejor,
según dijo ella. Al parecer Azazel no estaba trabajando. A menos que la cosa
negra fuese... Azazel. Carnevan marchó apresurado a su despacho, hizo que le
subiesen café y luego sólo bebió la leche. Sus nervios necesitaban tranquilidad,
no un estimulante.

La cosa negra apareció en el despacho dos veces durante aquella mañana. En


cada ocasión se produjo en Carnevan la terrible sensación de que si lo miraba
directamente los rasgos se le aparecerían con claridad. Y a su pesar intentó
mirarlo. Vanamente, claro. Su trabajo se resintió. Al poco salió y fue hasta el
sanatorio a ver a Phyllis. Ella estaba mucho mejor y habló del próximo
matrimonio. Mientras el huso negro se retiraba apresuradamente a través de la
soleada y agradable habitación, las palmas de las manos de Carnevan estaban
húmedas. Lo peor de todo, quizás, era darse cuenta de que si lograba mirar
fijamente al fantasma se volvería loco. Pero quería hacerlo. Eso lo sabía
perfectamente bien. Su reacción física e instintiva así se lo decía. Nada que
perteneciese a este Universo o a cualquier otro remotamente emparentado
podría producir un vacío tan profundo en su cuerpo, la sensación sorprendente
de que su estructura celular trataba de encogerse intentando alejarse del huso.
Volvió con el coche a Manhattan y evitó por poco sufrir un accidente en el
puente George Washington a causa de su estupidez de cerrar los ojos para no
ver algo que seguía estando allí cuando los volvió a abrir. El sol ya se había
puesto. Las iluminadas torres de Nueva York se alzaban contra el cielo púrpura.
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Su limpieza geométrica parecía carente de calor, inhóspita y poco hospitalaria.


Carnevan se detuvo en un bar, se tomó dos whiskys y se fue cuando una
madeja negra pasó corriendo por el espejo, cruzándolo de lado a lado. De
regreso a su apartamento, se sentó con la cabeza entre las manos durante casi
cinco minutos. Cuando levantó la cara tenía una expresión dura y maligna. Sus
ojos destellaban ligeramente; luego se deprimió.

-Azazel -dijo... y luego con voz más alta-: ¡Azazel! ¡Soy tu amo! ¡Aparece!
Su pensamiento decidido, duro como el hierro, analizó la situación. Detrás
yacía un terror informe. ¿Era Azazel la madeja negra? ¿Se le aparecería por
completo?
-¡Azazel! ¡Soy tu amo! ¡Obedece! ¡Yo te convoco!

El demonio se plantó ante Carnevan, materializándose de la nada. El rostro


hermoso, de color hueso pálido, estaba inexpresivo; las pupilas enormes de
aquellos ojos oblicuos y opalescentes parecían impasibles. Bajo la capa negra,
el cuerpo de Azazel se estremeció una vez y se quedó inmóvil. Con un suspiro,
Carnevan se hundió en su silla.

-De acuerdo -dijo-. ¿Qué te propones ahora? ¿Cuál es tu plan?


Azazel contestó tranquilo.
-Volví a mi mundo. Me hubiese quedado allí de no haberme llamado tú.
-¿Qué es esa... qué es esa cosa en forma de huso?
-No es de tu mundo -dijo el demonio-. Tampoco del mío. Me persigue.
-¿Por qué?
-Vosotros tenéis historias de hombres que han sido hechizados. A veces por
demonios. En mi mundo... yo fui hechizado.
Carnevan chasqueó los labios.
-¿Por esa cosa?
-Sí.
-¿Y por qué?
Los hombros de Azazel parecieron unirse.
-No lo sé. Excepto que es muy horrible y me persigue.
Carnevan alzó las manos y se apretó con fuerza los ojos.
-No, no. Es demasiada locura. Algo hechizando a un demonio. ¿De dónde
vino?
-Conozco mi universo y el tuyo. Eso es todo. Esa cosa, creo, vino de afuera de
nuestros sectores temporales.
En un súbito fogonazo de comprensión, Carnevan dijo:
-Por eso ofreciste servirme.
El rostro de Azazel no cambió.
-Sí. La cosa se me acercaba más y más. Pensé que si entraba en tu universo
podría escapar.
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Pero me siguió.
-Y no podías entrar en mi mundo sin mi ayuda. Todo esa charla sobre mi alma
fue un cuento.
-Sí. Esa cosa me seguía. Luego huí, regresando a mi universo, y no me
persiguió. Quizá no puede hacerlo. Puede ser que sólo pueda moverse en una
dirección... desde su mundo al mío, y luego al tuyo, pero no en el otro sentido.
Se quedó aquí, lo sé.
-Se ha quedado -dijo Carnevan muy pálido-, para hechizarme.
-¿Siente usted el mismo horror que yo hacia eso? -interrogó Azazel-. Me lo he
preguntado. Somos tan diferentes físicamente...
-Nunca he podido verla de lleno. ¿Tiene rasgos?
Azazel no contestó. El silencio pendía en la habitación.
Por fin Carnevan se inclinó hacia adelante en su sillón.
-La cosa te hechiza... salvo que vuelvas a tu propio mundo. Entonces me
hechiza a mí. ¿Por qué?
-No lo sé. Es algo extraño para mí, Carnevan.
-¡Pero eres un demonio! Tienes poderes sobrenaturales...
-Sobrenaturales para ti. Hay poderes sobrenaturales para los demonios.
Carnevan se sirvió una bebida. Tenía los ojos contraídos.
-Muy bien. Tengo bastante poder sobre ti para mantenerte en este mundo, o no
habrías regresado cuando te convoqué. Así que estamos en un punto muerto.
Mientras permaneces aquí, esa cosa te perseguirá. No dejaré que vuelvas a tu
mundo, porque entonces volverá a perseguirme a mí... como lo ha estado
haciendo. Aunque parece haberse ido ahora.
-No se ha ido -dijo Azazel sin la menor expresión. El cuerpo de Carnevan se
estremeció incontroladamente.
-Mentalmente me puedo proponer no tener miedo. Físicamente la cosa es...
es...
-Es horrible incluso para mí -concluyó Azazel-. Yo sí la he visto directamente. Si
me mantienes en ese mundo tuyo, eventualmente me destruirá.
-Los humanos hemos exorcisado a los demonios -destacó Carnevan-. ¿No hay
algún modo que puedas exorcizar a esa cosa?
-No.
-¿Un sacrificio sangriento? -sugirió Carnevan nervioso-. ¿Agua bendita?
¿Campanas, libros y velas? -notó lo estúpido de sus proposiciones al mismo
tiempo que las hacía.
Pero Azazel se quedó pensativo.
-Nada de eso. Pero quizá la fuerza vital... -la capa obscura se estremeció.
Carnevan dijo:
-Según el folklore, los seres elementales han sido exorcizados. Pero primero es
necesario hacerlos visibles y tangibles. Darles ectoplasma, sangre... no sé.
El demonio asintió despacio.
-En otras palabras, trasladando la ecuación a su mínimo común denominador.
Los humanos no pueden luchar contra un espíritu sin cuerpo, pero cuando ese
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espíritu queda confinado en un recipiente de carne, resulta sujeto a las leyes


físicas terrestres. Creo que ese es el camino, Carnevan.
-¿Quieres decir...?
-La cosa que me persigue es del todo extraña. Pero si puedo reducirla a su
esencia, la podré destruir. Como podría destruirte a ti si no hubiera prometido
servirte. Bueno, claro, si tu destrucción me ayudase. Pongamos que ofrezco un
sacrificio a esa cosa. Debe, por cierto tiempo, participar de la naturaleza de la
cosa que asimile. La fuerza humana vital lo haría...
Carnevan escuchaba ansioso.
-¿Resultaría?
-Creo que sí. Daré a esa cosa un sacrificio humano y un demonio puede
destruir con facilidad a un ser humano.
-Un sacrificio...
-Diana. Será más fácil, puesto que realmente ya he debilitado la fortaleza de su
conciencia. Debo derribar todas las barreras de su cerebro... un substituto
psíquico del cuchillo de sacrificio de las religiones paganas. Carnevan apuró de
un trago el contenido de su vaso.
-¿Entonces puedes destruir la cosa?
Azazel asintió.
-Eso creo. Pero lo que quedará de Diana no será humano de ninguna manera.
Las autoridades te harán preguntas. Sin embargo, trataré de protegerte.

Y se desvaneció antes de que Carnevan pudiese objetar algo. El apartamento


estaba mortalmente tranquilo. Carnevan miró a su alrededor, esperando ver
alejarse aquella madeja para evitar su mira directa. Pero no había rastros de
nada sobrenatural. Aún seguía sentado en la silla media hora más tarde,
cuando sonó el teléfono. Carnevan respondió:

-Sí... ¿quién? ¿Qué? ¿Asesinato?... No, iré en seguida.


Colgó el aparato y se incorporó, los ojos brillantes. Diana estaba muerta...
muerta. Asesinada horriblemente, y había ciertos factores que confundían a la
policía. Bueno, se encontraba a salvo. Quizá habría algunas sospechas, pero
jamás se podría probar nada. No había estado cerca de Diana en todo el día.
-Te felicito, Azazel -dijo en voz baja Carnevan. Aplastó el cigarrillo y se volvió
para buscar su abrigo en el armario.
La madeja negra había estado esperando tras él. Esta vez no se alejó cuando
la miró. No huyó. Y entonces Carnevan pudo verla de otra manera. Advirtió
cada rasgo de lo que erróneamente había imaginado como un huso de niebla
negra. Lo peor de todo es que Carnevan no se volvió loco.

Henry Kuttner (1915-1958) C.L. Moore (1911-1987)


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13. LA AMANTE DEL DEMONIO. THE
DEMON LOVER, ELIZABETH BOWEN
(1899-1973)

Hacia el ocaso del día que había pasado en Londres, la señora Drover se
dirigió hacia su casa, que tenía cerrada, para recoger algunas cosas
quedeseaba llevarse. Unas eran de su propiedad, otras de su familia, que
ahora vivía en el campo. Era un día de finales de agosto, pesado y nuboso; en
aquel momento, los árboles del paseo relucían iluminados por un amarillento
sol de atardecer húmedo. Por entre las nubes bajas, cargadas de tormenta,
asomaban retazos de chimeneas y parapetos. En su calle familiar reinaba una
atmósfera irreal. Un gato jugueteaba por aquellos lugares, pero ninguna mirada
humana observaba el regreso dela señora Drover. Colocándose algunos
paquetes bajo el brazo, introdujo con lentitud la llave en una cerradura poco
dispuesta a recibirla y, tras darle una vuelta, empujó la puerta con un golpe de
rodilla. Un hálito muerto salió a su encuentro, mientras la mujer penetraba en el
interior.La ventana de la escalera estaba cerrada, por lo que el vestíbulo se
hallaba a oscuras. Pero una puerta permanecía entreabierta.

La señora Drover la cruzó y penetró en ella, abriendo la ventana. Era una mujer
prosaica, pero entonces, al mirar a su alrededor, quedó más perpleja delo que
estimaba ser capaz tras las huellas de su larga experiencia de la vida, viendo la
mancha amarillenta sobre la repisa de mármol de la chimenea, el anillo
olvidado dentro de un vaso encima del escritorio, la rasgadura en el papel que
cubría la pared donde siempre golpeaba el pomo cada vez que la puerta se
abría bruscamente. El piano, trasladado a un almacén, dejó unas señales
parecidas a arañazos sobre el parquet. Aunque no había mucho polvo, cada
objeto estaba cubierto por una ligera película. Y como que la única ventilación
procedía de la chimenea, el salón entero había adquirido un olor peculiar. La
señora Drover dejó sus paquetes encima del escritorio y salió de la habitación
para dirigirse al piso alto. Los objetos que había ido a buscar se guardaban en
un arcón del dormitorio. Estaba ansiosa por ver en qué estado se encontraba la
casa, pues el portero que se cuidaba de ella, junto con otras de la vecindad,
estaba de vacaciones, y sabía que ella no iba a volver. Aun en el mejor de los
casos no vigilaría mucho, y la mujer no estaba muy segura de fiarse de él.
Había algunas resquebrajaduras en las paredes, producidas por el último
bombardeo, y deseaba echarles un vistazo, aunque no pudiera hacer nada.

Un rayo de luz se filtraba por una rendija y cruzaba el vestíbulo. Se detuvo


sorprendida ante la mesa del vestíbulo: había una carta paraella. Pensó
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primero que el vigilante habría regresado. Pero aun así, ¿a quiénse le ocurriría
echar una carta en el buzón, viendo que la casa estaba cerrada? No era un
circular, ni una factura. Y en la oficina de Correos no enviaban al campo las
cartas que se recibían destinadas a ella. El vigilante (aun cuando estuviera de
regreso), no podía saber que ella pasaría en Londres aquel día —su visita tenía
el propósito de la sorpresa—, por lo que su negligencia en lo referente a
aquella carta, abandonada nada allí, en medio del polvo, la anonadaba.
Sorprendida, tomó la carta, que no tenía sello. Tal vez no era importante, o si
no... Tomó la carta y subió rápidamente escaleras arriba sin echarle siquiera
una mirada, hasta que llegó a la que había sido su habitación, donde encendió
la luz. Daba a los jardines, donde el sol se había ocultado. Las nubes se
arremolinaban alrededor de los árboles y el césped, sumidos casi en la
oscuridad. Su aversión a mirar otra vez la carta, nacía del hecho de quela
atemorizaba el que alguien desdeñara sus costumbres. No obstante, en la
tensión que precede a la lluvia, la leyó; contenía unas pocas líneas:

«Querida Kathleen:»No habrás olvidado que hoy es nuestro aniversario, y el


día que acordamos. Los años han pasado lenta y rápidamente. En vista de que
nada ha cambiado, tengo confianza en que habrás mantenido tu promesa. Me
apenó el hecho de que dejaras Londres, pero me satisfacía saber que estarás
de vuelta a tiempo. Debes esperarme, por tanto, a la hora convenida. Hasta
entonces, "K."

La señora Drover miró la fecha: era de aquel día. Dejó la carta sobre la cama, y
luego la volvió a coger para leerla nuevamente. Sus labios, bajolas huellas del
lápiz labial, empezaron a ponerse blancos. Se dio cuenta del cambio que
experimentaba su propio rostro, y acudió al espejo, le pasó la mano para
quitarle el polvo que lo cubría, y se miró furtivamente. El espejo le devolvió la
imagen de una mujer de cuarenta y cuatro años, de mirada sorprendida bajo el
borde del sombrero caído hacia adelante. No se había empolvado desde que
salió de la tienda donde tomó sola el té. Las perlas que su marido le regaló el
día de su boda, colgaban alrededor de su flaco cuello, ocultándose dentro del
escote en forma de V de su jersey de lana rosa, tejido por su hermana mientras
todos se reunían alrededor del fuego.

La opresión normal de la señora Drover era de impaciencia controlada, pero de


asentimiento. Desde el nacimiento del tercero de sus hijos, atacada por una
enfermedad grave, tenía un tic muscular intermitente en la comisura izquierda
de su boca, pero a pesar de ello, podía sostener una expresión que era, a la
vez, enérgica y tranquila. Volviéndose de espaldas a su propia imagen, de un
modo tan precipitado como el empleado para buscarla, se dirigió al arcón
donde se hallaban sus cosas, abrió la cerradura, levantó la tapa y se puso de
rodillas para revolverlo. Cuando empezó a descargar el aguacero, nopudo
contener una fugaz mirada por encima de su hombro hacia lacama, donde
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estaba la carta. Tras la cortina de agua, la campana de la iglesia, que todavía


se mantenía en pie, desgranó seis campanadas, mientras la mujer, con temor
creciente, contaba cada uno de los lentos toques.

-La hora convenida... ¡Dios mío! —dijo para sí—. ¿Qué hora? ¿Cómo iba a
pensar...? Después de veinticinco años...»

La jovencita que hablaba con el soldado en el jardín no había visto su rostro


por entero. La oscuridad era absoluta, y ellos se despedían bajoun árbol. Ahora
y entonces —le parecía como si al no verle en aquellos momentos intensos
jamás le hubiera visto— se daba cuenta de su presencia, por los breves
instantes en los que él le apretaba la mano con fuerza, contra los botones de
su uniforme hasta hacerle daño. El corte del botón en la palma de su mano
sería su único recuerdo. Estaba tan cerca el fin de su licencia, en que vino de
Francia, que ella sólo deseaba que se hubiera ido. Fue en agosto de 1916.
Kathleen se apartóun poco y miró intimidada a los ojos del soldado, creyendo
ver resplandores espectrales en sus ojos. Volviéndose, y mirando por encima
del césped, vio a través de las ramas de los árboles, la ventana del salón
iluminada: contuvo el aliento, al pensar que podría volver corriendo a los brazos
cariñosos de su madre y su hermana, y llorar.

-¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí? Se ha marchado.

Dándose cuenta de que contenía el aliento, el soldado le dijo:

—¿Tienes frío?—Te marchas tan lejos...—No tan lejos como crees.—No te


comprendo.—No tienes por qué hacerlo —dijo—. Ya comprenderás cuando sea
el momento. Acuérdate de lo que convinimos.—Pero aquello fueron
suposiciones.—Estaré contigo —insistió el soldado—. Más tarde o más
temprano. No lo olvides. Lo único que tienes que hacer es esperar. Sólo un
minuto más y sería libre de correr por el prado silencioso.

Mirando a través de la ventana a su madre y a su hermana, para las queera


invisible, comprendió de repente que aquella extraña promesa la apartaba del
resto de la especie humana. Ninguna otra cosa hubiera podido hacerla sentirse
tan desamparada, tan perdida. No podía haber empeñado un pacto más
siniestro. Kathleen lo resistió muy bien cuando algunos meses más tarde dieron
por muerto a su prometido. Su familia no sólo la apoyó sino que incluso fue
capaz de alabar su valor sin límites. No podían lamentar la pérdida de alguien
de quien tan poco sabían. Esperaban que, al cabo de uno o dos años, ella
misma se consolaría; si únicamente se hubiera tratado deconsuelo, las cosas
habrían marchado mucho mejor. Pero no fue un simple disgusto; su pena era
algo completamente anormal. No tuvo que rechazar a nuevos pretendientes,
porque éstos no aparecieron. Durante años no tuvo ningún atractivo para los
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hombres hasta que, al aproximarse a la treintena, sus reacciones se hicieron


más naturales, hasta el punto de tranquilizar la ansiedad de su familia.
Empezó a sobreponerse, y a los treinta y dos años se sintió gratamente
aliviada, alverse cortejada por William Drover. Se casó con él y ambos se
establecieron en una parte tranquila de Kensington. En aquella casa pasaron
los años, nacieron sus hijos y vivieron hasta llegar los bombardeos de la
siguiente guerra. Sus movimientos como esposa de Drover eran limitados y
desechó la idea de que alguien la estaba espiando.Tal como estaban las cosas,
vivo o muerto, el autor de la carta sólo pretendía amenazarla. Cansada de
permanecer de rodillas y con la espalda expuesta a la habitación vacía, la
señora Drover se apartó del arcón para sentarse a una silla, cuyo respaldo
estaba firmemente apoyado en la pared. La placidez de su antigua habitación,
la atmósfera tranquilizadora de su hogar de casada en Londres, todo se había
evaporado; el encanto había sido roto por el autor de aquella carta.

La casa vacía sellaba aquella noche, años y años de voces, costumbres


ypasos. A través de las cerradas ventanas oía solamente el rumor de la lluvia
sobre los tejados de los alrededores. Para tranquilizarse, se dijo que había
sufrido una alucinación. Durante algunos segundos cerró los ojos, pensando
que la carta era una broma de su imaginación. Pero alabrirlos, la carta seguía
encima de la cama. Su mente no lograba desentrañar el sentido de la aparición
sobrenatural de la carta. ¿Quién sabía en Londres que iba a ir a la casa
precisamente hoy? El caso era, evidentemente, que alguien se había enterado.
Aun cuando el vigilante estuviera de vuelta, no tenía razón alguna para
esperarla; al contrario, se hubiera guardado la carta en el bolsillo para llevarla
luego al correo. Por otra parte, no existía ninguna señal de que el vigilante
hubiera vuelto. Y las cartas que se echan por debajo de las puertas de las
casas desiertas, no vuelan solas hacia las mesas de los vestíbulos. No se
quedan encima del polvo de las mesas vacías, como si estuvieran seguras de
que alguien las va a encontrar. Era precisa una mano humana para ello, y
nadie, excepto el vigilante, poseía la llave. Tal vez era posible que ya no
estuviese sola. Alguien debía estarle esperando al pie de las escaleras.

Esperando, ¿hasta cuándo? Hasta la «hora convenida». Al menos no era las


seis la hora convenida, pues habían sonado ya. Se levantó de la silla y fue a
cerrar la puerta. El problema era marcharse. ¿Volando? No, eso no: tenía que
tomar el tren. Como mujer, cuya total responsabilidad constituía la clave de su
vida familiar, no podía regresar al campo junto a su marido, sus hijos y su
hermana, sin los objetos que había ido a buscar. Hizo rápidamente algunos
paquetes con las cosas que deseaba llevarse. Pero todos ellos, junto con los
de sus compras, abultaban mucho, lo que significaba que debería tomar un
taxi. La idea del taxi la tranquilizó un poco, y su respiración se hizo normal.
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«Llamaré ahora a un taxi, no tardará en llegar. Le esperaré, oiré el ruido del


motor y bajaré tranquilamente hasta el vestíbulo. Voy a llamar. Pero no, la línea
telefónica está cortada...»

Tiró de un nudo que había atado mal. Volar...«Jamás fue cariñoso conmigo en
realidad. No le recuerdo así. Mamá decía que no me consideraba. Amar es
considerar a la persona amada. ¿Y qué hizo él? ¿Sólo hacerme prometer
aquello? No puedo recordar qué.» Pero se dio cuenta de que sí podía recordar.
Recordaba con tan terrible agudeza, que los veinticinco años trascurridos
parecían disolverse como humo. Instintivamente miró la señal que quedó
marcada en la palma de su mano. No recordaba únicamente todo lo que dijo e
hizo, sino la completa suspensión de su existencia durante aquella semana de
agosto.

«No era yo misma, me decían todos entonces.»

Recordaba, pero en sus recuerdos había un espacio en blanco, como si sobre


una fotografía hubiese caído una gota de ácido: le resultaba imposible recordar
el rostro de él.

«Dondequiera que esté esperándome, no le reconoceré. ¿Y quién puede echar


a correr, frente a un rostro que no conoce?»

Tenía que coger el taxi antes de que sonara cualquier hora. Iría calle abajo,
hacia la plaza en la que desembocaba la calle principal. Volvería asalvo con el
taxi a su propia casa y pediría al chófer que la acompañara a recoger los
paquetes. La idea del chófer la hizo tomar una decisión audaz. Dejó abierta la
puerta, y desde el rellano de la escalera, escuchó atentamente. No oyó nada,
pero mientras estaba allí, una ligera corriente de aire atravesó el rellano y le
acarició el rostro. Procedía de la planta baja; allá abajo alguien había abierto
una puerta o una ventana, alguien que había elegido aquel instante para
abandonar la casa.

La lluvia cesó. El empedrado estaba reluciente cuando la señora Drover


atravesó la puerta principal de su casa y salía a la calle desierta. Las casas
vacías de enfrente seguían mirándola con sus ojos resquebrajados. Se
apresuró calle abajo, intentando no mirar hacia atrás. Pero el silencio era tan
intenso —un silencio profundo en el Londres herido por la guerra—, que otros
pasos, en pos de los suyos, serían claramente perceptibles. Al desembocar la
calle en la plaza, donde la gente seguía vivienda empezó a tener conciencia de
sí misma, y reprimió su paso forzado. En el extremo de la plaza, dos autobuses
se cruzaron impasibles, mujeres, un viajante, ciclistas, un hombre empujando
un carro: otra vez el fluir ordinario de la vida. En el rincón más populoso de la
plaza debía estar —y estaba— la parada de taxis. Aquella noche había sólo un
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taxi, pero parecía esperarla.


Sin mirar a suespalda, el chófer puso en marcha el motor, mientras ella se
disponía a abrir la portezuela. Cuando la señora Drover entró en el taxi, dieron
las siete en algún reloj. El taxi se encaminó a la calle principal; para dirigirse
hacia su casa tenía que haber dado la vuelta. La mujer buscó apoyo en el
respaldo del asiento, y el taxi había dado la vuelta antes de que ella,
sorprendida por aquel movimiento, se hubiera dado cuenta deque no había
dicho «adonde iba». Se inclinó hacia adelante, para golpear el panel de vidrio
que separaba la cabeza del chófer de la suya propia. El chofer frenó, hasta que
detuvo casi el coche, se volvió e hizo bajar el panel de separación: la sacudida
hizo que la señora Drover cayera hacia adelante, hasta casi tocar el cristal con
el rostro. A través de la abertura, conductor y pasajero, separados solamente
por unos centímetros de distancia, permanecieron durante una eternidad, con
los ojos clavados el uno en el otro. La boca de la señora Drover quedó abierta
unos segundos, antes de que pudiera articular el primer grito.

Después siguió gritando desesperadamente, golpeando el cristal con sus


manos enguantadas mientras el taxi, que aceleró su marcha sin
contemplaciones, se internaba con ella por las desiertas calles.

Elizabeth Bowen (1899-1973)

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14. LA ESCUELA PARA BRUJAS. THE
SCHOOL FOR WITCHES, DYLAN
THOMAS (1914-1953)

En el pico de Cader había una escuela de brujas: allí, la hija del médico, que
enseñaba la cuna profana y la aguja del demonio, contaba con siete jovencitas
campesinas.

En el pico de Cader, a medias derruida y azotada por un clima hostil, la casa de


una sola planta daba albergue a las siete jovencitas, a los ecos del sótano, a
una cruz invertida sobre la entrada de las habitaciones interiores. Allí, cuando
soñaba con enfermedades en el centro de la colina tuberculosa, oyó el médico
gritar a su hija invocando el poder que rebullía bajo las raíces de occidente.
Invocaba a un demonio en concreto, pero la gehena ni siquiera bostezó bajo la
colina, y el día y la noche continuaron con sus sendas despedidas; cantaron los
gallos y cayó el maíz en las aldeas y en los campos amarillentos mientras ella
enseñaba a las siete jovencitas cómo se interponía la lujuria del hombre, cual
cadáver de caballo, frente a sus mezcolanzas inyectadas. Era baja, tenía
gruesos los muslos y las mejillas coloradas, los labios carmesíes y la inocencia
en los ojos. Sin embargo, se le endurecía el cuerpo cuando invocaba a las
flores negras bajo la marea de las raíces, cuando salía a recoger los cuajos de
los árboles para colocarlos bajo las ubres de las vacas, y las siete la miraban
fijamente, boquiabiertas, viendo cómo se le endurecían las venas de los
pechos; permanecía descubierta e invocaba al diablo, y las siete, descubiertas,
cerraban un círculo a su alrededor.

Al enseñarles las intrincadas maneras del demonio, alzó los brazos para
franquearle el paso. Tres años y un día habían transcurrido desde la primera
vez en que se postró ante la luna y, enloquecida por la media luz, se empapó el
cabello siete veces en el agua salada del mar y empapó un ratón en miel.
Permanecía en pie sin que nada ni nadie la tocase, en actitud de amar al
hombre perdido. Se le endurecieron los dedos sobre la luz, como si estuvieran
sobre el esternón del diablo que seguía sin acudir a su llamamiento.

La señora Price ascendió la colina y la vieron las siete. Era la primera noche
del año nuevo, el viento estaba aquietado en el pico de Cader y un atardecer a
medias tintado de rojo, prometedor, flotaba sobre los roquedos. Tras la
comadrona se fundió el sol tal como se hunde una piedra en la ciénaga, y la
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Oscuridad borboteó tras él, y el barro lo succionó en la burbuja de los campos


insondables.
En Belén existe una cárcel para mujeres locas, y en Cathmarw, junto a los
árboles de la casa del párroco, una muchacha negra se puso a chillar mientras
sufría los dolores del parto. Le daba miedo morir como una vaca en el establo,
le daban miedo los ruidos de los grajos. Llamó a gritos al médico del pico de
Cader cuando el occidente tumultuoso se removía en su sepultura. La oyó la
comadrona. Una muchacha negra se balanceaba en su cama. Sus ojos eran de
piedra. La señora Price ascendió la colina y la vieron las siete.

-Comadrona, comadrona, -llamaron las siete jovencitas.

La Señora Price se persignó. Llevaba una ristra de ajos colgada del cuello. Con
cuidado, la rozó con un dedo. Las siete gritaron a voz encuello, y corrieron del
ventanal a las habitaciones interiores, en donde la hija del médico, arrodillada,
daba consejos al sapo negro, a su allegada y al gato adivino que dormitaba
pegado a la pared. La allegada movió la cabeza. Las siete se pusieron a bailar,
restregando los muslos contra la pared enlucida hasta que la sangre borró los
símbolos de la fertilidad que llevaban inscritos en ellos. Bailaron de la mano
entre los símbolos oscuros, bajo los mapas que indicaban el asenso y la caída
de las estaciones satánicas, y sus blancos vestidos revoloteaban alrededor.
Comenzaron a ulular las lechuzas, golpeteando la música de un invierno que
había despertado de súbito.

Cogidas de la mano, las bailarinas dieron vueltas en torno al sapo negro y a la


hija del médico, siete ciervos en danza, sus cornamentas temblorosas en la
confusión de aquella habitación profana.

-Es una mujer muy negra, -dijo la señora Price, e hizo una reverencia al
médico. Despertó al oír la historia de la comadrona, que le hablaba de un
sueño de enfermedades y recordaba la rotura, la mancha negra, el eco, las
sombras mutiladas del séptimo sentido. Ella se acostó con un afilador negro. El
la hirió en lo más profundo, dijo el médico, y se limpió un bisturí en la manga.
Juntos, bajaron dando tumbos por los roquedos de la colina.

Al pie de la colina los recibió el terror, el terror de los ciegos que golpean con
sus blancos bastones sin saber dónde dan, las extremidades amputadas de las
tinieblas solidificadas; dos gusanos en el pliegue de un árbol, las barrigas en la
savia del caucho, los pegamentos de un bosque de simiente equivocada;
sujetando con todas sus fuerzas los sombreros y el bolso una y el maletín el
otro, los dos siguieron a rastras por el camino que llevaba al negro
alumbramiento. De la derecha, de la izquierda, los alaridos arrancados por los
dolores del parto llegaban por debajo de las ramas, atravesaban la madera
muerta desde la tierra, donde estornudó un topo, y desde el cielo, fuera de la
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vista de los gusanos.


No fueron los únicos que aquella noche se vieron atrapados en la ceguera
torrencial: para ellos, mientras avanzaban a tientas, dando traspiés, la tierra
estaba desierta, no había un solo hombre, y los profetas del mal tiempo
caminaban a solas por sus barriadas. Del silencio emergieron tres buhoneros,
pegados al muro de la capilla. Es la capilla de Cader, dijo el sartenero.

-El párroco no tiene aprecio por los buhoneros, -dijo John Bucket, el calderero.
Al pico de Cader, dijo el afilador, y allá fueron.

Pasaron muy cerca de la comadrona; ella escuchó el claqueteo de las tijeras y


la rama de un árbol tamborilear en los cacharros de cobre. Uno, dos y tres: se
fueron arrastrando los pies, invisibles, mientras ella se sujetaba las faldas. La
señora Price se persignó por segunda vez y volvió a tocar los ajos que le
colgaban del cuello. Un vampiro con tijeras era un demonio de Pembroke.

Y la muchacha negra gritaba como un cerdo.

-Hermana, levanta la mano derecha.

La séptima jovencita alzó la mano derecha.

-Ahora, -dijo la hija del médico- repite conmigo: Levántate y sal de la cebada
aristada. Levántate y sal de la verde hierba adormecida en la hondonada
frondosa del Señor Griffiths. Hombre grande, hombre negro, todo ojos y sólo un
diente, levántate y sal de las ciénagas de Cader. Repite: El diablo me besa.
-El diablo me besa, -dijo la muchacha helada en el centro de la cocina.
-Bésame para salir de la cebada aristada.
-Bésame para salir de la cebada aristada.

En círculo, el resto de las jovencitas se reía entre dientes.

-Sácame de la verde hierba.


-Sácame de la verde hierba. ¿Ya puedo ponerme la ropa?, -dijo la joven bruja
tras encontrarse con el mal invisible.

A lo largo de las primeras horas de la noche, en el humo de las siete candelas,


la hija del médico habló del sacramento de las tinieblas. En los ojos de su
allegada leyó la nueva de un grandísimo advenimiento profano; adivinando el
futuro en los ojos verdes y somnolientos vislumbró, con la misma claridad con
que vieron los buhoneros la torreta, la llegada de una bestia descomunal con
piel de ciervo, vio al animal astado cuyo nombre se lee del revés, y vio que el
negro, negro, negrísimo ser errante ascendía la colina hacia donde estaban las
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siete jovencitas sabias de Cader.


Despertó al gato.

-Pobre Campana, -dijo acariciando al gato a contrapelo- Talán, talán, Campana,


-dijo, y balanceó por la cola al gato babeante.
-Hermana, levanta la mano izquierda.

La primera jovencita alzó la mano izquierda.

-Ahora, con la derecha pon un alfiler en la izquierda.


-¿Dónde hay un alfiler?
-Aquí, -dijo la hija del médico- aquí tienes un alfiler, enredado en tus cabellos.

La muchacha hizo ademán de llevarse la mano al negro cabello y extrajo un


alfiler del rizo que le caía sobre la oreja.

-Repite: Te crucifico.
-Te crucifico, -dijo la muchacha. Con el alfiler en la mano, se lo clavó al gato
agazapado en el regazo de la hija.

Porque el amor adopta múltiples formas: perro, gato, cerdo o cabra. Existía un
amante hechizado en el tiempo de la misa, formado de pleno, con sus rasgos
plasmados en la imagen del gato que salió huyendo con el vientre
ensangrentado, corriendo hasta dejar atrás a las siete jovencitas, el salón y el
dispensario, hasta salir a la noche y seguir corriendo por la colina.

El viento lo alcanzó en la herida y con agilidad bajó por los roquedos, camino
de los arroyos refrescantes. Pasó como un relámpago junto a los tres
buhoneros. Un gato negro trae buena suerte, dijo el sartenero.

-Un gato ensangrentado trae mala suerte, -dijo John Bucket, el calderero.

El afilador no dijo nada. Emergieron del silencio junto al muro de la casa que se
alzaba sobre la cima y escucharon la música infernal que salía de la puerta
abierta. Espiaron por la ventana de cristal tintado y las siete jovencitas
danzaron ante ellos.

-Tienen pico, -dijo el sartenero.


-Y los pies palmeados, -dijo John Bucket, el calderero.

Los buhoneros entraron. A medianoche dio a luz la muchacha negra, que parió
una bestia negra con ojos de gatito y una mancha en la comisura de la boca.
La comadrona, al recordar las marcas de nacimiento, habló en susurros con el
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médico de la grosella que tenía su hija en el brazo.


-¿Está ya madura?, -preguntó la señora Price. Al médico le tembló la mano, y
con el bisturí cortó al bebé por debajo del mentón.
-Tú, llora, chilla, -dijo la señora Price, que amaba a todos los recién nacidos.

El viento aullaba por encima de Cader y despertaba a los grajos adormecidos,


que graznaron en la fronda y, con más fuerza que los búhos, perturbaron las
meditaciones de la comadrona. No era habitual que los grajos, adormecidos
sobre los tejados de zinc, se pusieran a graznar en plena noche.

-¿Quién habría hechizado a los grajos? Bien podía salir el sol a la una y diez de
la madrugada.
-Tú, llora, chilla, -dijo la señora Price con el bebé en brazos- que este es un
mundo perverso.

Con vozarrón de vendaval, habló al bebé medio asfixiado entre los pliegues del
abrigo de la comadrona. La señora Price llevaba un sombrero de hombre, y sus
enormes pechos palpitaban bajo la casa negra.

-Tú, llora, chilla, -dijo el mundo perverso- soy un viejo que te ciega, una
mujercita perversa que te hace cosquillas, una muerte seca que te reseca.

El bebé lloró y chilló como si tuviese una pulga en la lengua. Los buhoneros se
perdieron en la casa y no pudieron encontrar el camino de las habitaciones
interiores, donde las jovencitas seguían bailando con picos de ave y con los
pies palmeados, descalzas sobre los adoquines. El sartenero abrió la puerta
del dispensario, pero los frascos y la bandeja de los bisturíes y demás
instrumentos le alarmaron. Los pasadizos estaban demasiado oscuros para
John Bucket, el calderero, y el afilador lo sorprendió en una esquina.

-Cristo me defienda, -exclamó.

Las muchachas cesaron su danza, pues el nombre de Cristo resonó en el


vestíbulo.

-Entra, entra, -gritó la hija del médico al diablo para darle la bienvenida.

Fue el afilador el que encontró la puerta y giró el picaporte, entrando en la luz


de las candelas. Se plantó delante de Gladwys en el umbral de la puerta, un
gigante negro como la tinta, con una barba de tres días. Ella alzó la cara
acercándola a la suya, y el sayo le cayó en el acto. Subiendo por la colina, la
comadrona resoplaba y canturreaba para aliviar el paso con el recién nacido en
brazos, y el médico se afanaba tras ella, escuchando el golpeteo de su negro
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maletín. Las aves de la noche volaron al lado de ellos, pero la noche estaba
desierta, y aquellas alas y voces inquietas, abandonando el vacío para
siempre, eran las plumas de las sombras y los acentos de un vuelo invisible.

El propósito tras la silueta del pico de Cader, en el pecho de la colina repleto de


cantos y en los cráteres que picaban como la viruela aquella carne entre verde
y negruzca, no era otro que el propósito del viento que, de grado o por fuerza,
soplaba por todos los rincones la hierba amorfa y las piedras de un mundo
todavía por moldear. Los parches de hierba y los huesos de la empinada
cuesta, según meditó el médico mientras subía tras el bebé, adormecido en sus
recuerdos en el regazo de una desconocida, se arremolinaban unos con otros
al salir de los basureros del caos gracias a un viento invernal. Sin embargo, la
presunción del médico quedó en nada, pues el bebé negro soltó un alarido tan
alto y tan agudo que el señor Griffiths lo oyó desde su templo en la fronda de la
hondonada. El adorador de las plantas, de pie bajo la sagrada calabaza que
había clavado con cuatro clavos a la pared, oyó el alarido que descendía desde
las alturas.

Una mandrágora había aullado en Cader. El señor Griffiths salió deprisa, por el
camino de las estrellas. John Bucket, el calderero, y el sartenero llegaron a la
luz de la candela y se vieron en compañía de extraños. En el círculo central de
la estancia, rodeados por las luces inciertas, estaban el afilador y la muchacha
desnuda; ella le sonrió, él le sonrió a ella, tentó con sus manos el cuerpo de la
jovencita, ella se puso rígida y se relajó después, él se acercó más, y ella
sonriendo volvió a ponerse rígida, y el se relamió.

John Bucket, el calderero, no le había visto convertido en uno de los poderes


del mal, cuando desnudó los pechos y los muslos inmaculados de las gentiles
doncellas, un hombre negro y magnético, con la condenación de las mujeres en
su sonrisa al forzar las puertas del amor. Recordaba a un negro compañero de
ruta que afilaba las tijeras y los cuchillos por los pueblos y que, en la penumbra,
cuando los buhoneros vivaqueaban para pernoctar, era una sombra negra
como el tizón, silenciosa como los setos junto a los cuales caminaban.

-¿Era ese hombre tan alto, -murmuró el sartenero- ese que toma a la hija del
médico sin saludo previo, era ese Tom el afilador? Lo recuerdo en los caminos
bajo el sol de plomo, un buhonero negro con sus tres chaquetas puestas.

Como un dios, el afilador se inclinó sobre Gladwys, sanó su herida, ella


aguantó su ungüento y su fuego, ardió en el altar de la torre y así se cumplió el
negro sacrificio. Se apartó de sus brazos, con su corte abierto en una ofrenda,
las entrañas de un cordero, sonriente, llorosa:

-Danzad, danzad mis siete allegadas.


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Y las siete danzaron con las cornamentas estremecidas en la confusión de


aquella estancia profana. Un aquelarre, un aquelarre, exclamaron las siete al
bailar. Llamaron al sartenero, que seguía en la puerta. Él avanzó paso a paso,
ellas le tomaron de ambas manos.

-Danza, danza, mi desconocido, -gritaron las siete.

John Bucket, el calderero, se unió a ellos, y sus calderos resonaban como


tambores. Con habilidad lo arrastraron a la furia creciente de la danza. El
afilador, en medio del círculo, bailaba como una torre. Ganaron más velocidad
al dar vueltas y más vueltas, aunque ninguna gritaba más fuerte que los dos
buhoneros en el corazón de aquella compañía giratoria, y la hija del médico se
coló entre ellos. Les hizo dar vueltas con mayor celeridad; mareados como dos
veletas presa de cien vientos a la vez, eran dos siluetas en constante
revolución, al viento alborotado por los vestidos de las jovencitas, al compás de
la música del afilador y sus tijeras, de las sartenes y los calderos; mareada, ella
correteó entre las bailarinas, una rueda de cabellos y de ropas, y los alfileres
ensangrentados giraban también; las candelas palidecieron y menguaron por el
viento de la danza; ella giró como un torbellino al lado del buhonero, al lado del
afilador, al lado negro y oscuro, y olfateó su piel, olfateó las siete furias.

Fue entonces cuando llegaron el médico, la comadrona y el bebé. Entraron por


la puerta abierta con toda tranquilidad.

-Que duermas bien, Pembroke, que tus demonios te han abandonado. ¡Ay del
pico de Cader, que el hombre negro baila en mi casa!

Para aquella velada salvaje no había otro finque un fin de maldad. La tumba
había bostezado, y el negro aliento se alzó de la tierra. Bailaban las
metamorfosis del polvo de Cathmarw. Yaced quietas, cenizas del hombre, pues
el ave fénix ha de levantar el vuelo de donde estáis. Caiga la maldición sobre
Cader, sobre mi bella casa cuadrada. La señora Price rozó con el dedo los ajos
y el médico permaneció contristado.

Las siete los vieron. Un aquelarre, un aquelarre, exclamaron. Una, sin dejar de
bailar, tiró de la mano del médico; otra, bailando sin cesar, lo tomó de la cintura;
perplejo al ver la carne blanca en sus brazos, el médico también bailó.

-Maldición, caiga la maldición y la pena sobre Cader, -gritaba ala vez que
giraba entre las doncellas, y sus pasos fueron ganando velocidad.

Oyó elevarse su propia voz, notó que sus pies volaban sobre los adoquines.
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-Un aquelarre, un aquelarre, -gritó él médico bailando, e hizo las debidas


reverencias.
De repente, la señora Price, abrazada al bebé negro, fue rodeada a la entrada
de la estancia. Los doce danzantes la hicieron entrar, y las manos de
desconocidos le arrebataron el bebé del regazo.

-Ved, ved, -dijo la hija del médico- ved la cruz en su cuello negro.

Había sangre bajo el mentón del bebé, allí donde tembló un bisturí al hacerle
un corte.

-El gato, -gritaron las siete- el gato, el gato negro.

Habían desatado al diablo hechizado que habitaba en el gato, el esqueleto


humano, la carne y el corazón de la gehena de las raíces del valle y la imagen
de un ser que calmaba su herida en los arroyos lejanos. Su magia había
obrado; depositaron al bebé sobre los adoquines y prosiguió la danza.

-Pembroke, que duermas bien, -susurró la comadrona que bailoteaba- tiéndete,


no te muevas, condado desierto.

Y fue así que el último visitante de esa noche encontró a trece danzantes en
las habitaciones interiores de la casa de Cader: un hombre negro y una
muchacha sonrojada, dos buhoneros desharrapados, un médico, una
comadrona y siete muchachas campesinas que daban vueltas y más vueltas
tomados de las manos, bajo los mapas que señalaban el ascenso y la caída de
las estaciones satánicas, entre los símbolos de las artes más siniestras, dando
vueltas sin cesar, mareados, gritando hacia el techo a la vez que reverenciaban
la cruz invertida que estaba a la entrada.

El señor Griffiths, medio ciego después de haber pasado mucho tiempo


contemplando la luna, echó un vistazo y los encontró así. Vio al recién nacido
sobre los fríos adoquines. Invisible, en las sombras, se acercó sigiloso al bebé
y lo puso en pie. El bebé cayó. Con paciencia, el señor Griffiths puso en pie al
bebé, pero aquella mandrágora no iba a caminar esa noche.

Dylan Thomas (1914-1953)


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15. UN PACTO CON EL DIABLO. UN
PACTO CON EL DIABLO, JUAN JOSÉ
ARREOLA (1918-2001)

Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En


el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto
distinguido.

-Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido
en la pantalla?
-Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.
-Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?
-Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel
Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.
-¿Siete nomás?
-El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un
poco de sangre.

Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran


suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía
ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena
cantidad de monedas de oro, pregunté:

-En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?


-El diablo.
-¿Cómo es eso? -repliqué sorprendido.
-El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en
que la cedió.
-Entonces el diablo...
-Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy
deseoso de dinero, mírelo usted.

Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se


desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió:

-Ya llegarás al séptimo año, ya.

Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos


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de preguntar:
-Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?

El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los


ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos
y dijo sin mirarme:

-Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?


-Siendo así...
-En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.

Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de


Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta
imagen dio origen a otros pensamientos:

-Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo,
pues, el diablo le ha dado tanto?
-El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden
hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con
malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.
-¿Y si Daniel se arrepiente?...

Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un


movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño
sonido gutural. Yo insistí:

-Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces...


-No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le
han ido ya de las manos a pesar del contrato.
-Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta.
-¿Qué dice usted?
-Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como
para explicarme.
-Por ejemplo... -y mi vecino hizo una pausa llena de interés.
-Aquí está Daniel Brown -contesté-. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le
compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.

A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones.

-Perdóneme -dijo-, hace un instante usted estaba de parte de Daniel.


-Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.
-Usted, ¿cumpliría?
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No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La


opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su
casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal
las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!

Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de
Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían
tristezas, remordimientos. Hice un esfuerzo y dije:

-Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza.
Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.
-Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?
-Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.
-¿Su alma?

Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban
parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo,
que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo:

-¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más
tarde la película.

No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown
confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo. Yo
seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos,
en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más.
Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos
repletos.

-Usted, ¿es pobre?

Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y


con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante
volvió a preguntarme:

-Usted, ¿es muy pobre?


-En este día -le contesté-, las entradas al cine cuestan más baratas que de
ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar
ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir
con ella llegué tarde al cine.
-Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel,
¿qué concepto le merece?
-Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se
cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los
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arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace
combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace
mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.
-Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta
semana le encargaré un par de trajes.
-Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto
va a ponerse contenta.
-Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me
gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra...
-Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último,
unos aretes de Paulina...
-Piense usted bien, hay algo que quizás olvida...

Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor
interrumpió con voz extraña:

-Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que
usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo...

Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja
de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego.
Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta:

-A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy
completamente a sus órdenes.

Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla
del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo,
componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma:

-Aquí, en la cartera, llevo un documento que...

Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con


su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el
rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su
delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas
si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y
también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma?

Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un


pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja.

"Daría cualquier cosa porque nada te faltara." Esto lo había dicho yo muchas
veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que
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podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía
una especie de vértigo. Bruscamente, me decidí:
-Trato hecho. Sólo pongo una condición.

El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció


desconcertado:

-¿Qué condición?
-Me gustaría ver el final de la película -contesté.
-¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown!
Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla,
sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.

La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro.
Añadió:

-Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.

Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía:

-Necesito ver el final de la película. Después firmaré.


-¿Me da usted su palabra?
-Sí.

Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo


hallar fácilmente dos asientos. En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel
Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué
misteriosas circunstancias.

Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al


fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con
la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo,
parecía, sin embargo, dichoso. Apoyado en la azada, permaneció junto a la
puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los dos contemplaron el día que se
acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel
miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia
pobreza de la casa, preguntó:

-Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen
falta todas las cosas que teníamos?

La mujer respondió lentamente:


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-Tu alma vale más que todo eso, Daniel...


El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse,
llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y
parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y
pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo,
creciendo, hasta llenar toda la pantalla.

Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala,
empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de
un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la
calle.

Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que
acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi
casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.

Paulina me esperaba. Echándome los brazos al cuello, me dijo:

-Pareces agitado.
-No, nada, es que...
-¿No te ha gustado la película?
-Sí, pero...

Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó


mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente
de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En
medio de su risa, exclamó con festivo reproche:

-¿Es posible que te hayas dormido?

Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado,


contesté:

-Es verdad, me he dormido.

Y luego, en son de disculpa, añadí:

-Tuve un sueño, y voy a contártelo.

Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía
haberle contado. Parecía contenta y se rió mucho.

Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente,


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trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra


casa.

Juan José Arreola (1918-2001)

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