Escolar Documentos
Profissional Documentos
Cultura Documentos
A los jóvenes
2005
“Queridos hermanos y hermanas: Después del gran
Papa Juan Pablo II, los cardenales me han elegido, a
mí, un sencillo y humilde obrero de la viña del Señor.
Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y
actuar incluso con instrumentos insuficientes y sobre
todo me encomiendo a vuestras oraciones.
En la alegría del Señor Resucitado, confiando en su
ayuda continua, sigamos adelante. El Señor nos
ayudará y María, su santísima Madre, estará a nuestro
lado. ¡Gracias!”.
(Palabras pronunciadas por el nuevo Papa Benedicto
XVI el día de su elección antes de impartir la bendición
apostólica Urbi et Orbi )
4
Alguno de vosotros podría tal vez identificarse con la descripción que Edith
Stein hizo de su propia adolescencia, ella, que vivió después en el Carmelo de
Colonia: “Había perdido consciente y deliberadamente la costumbre de rezar”.
Durante estos días podréis recobrar la experiencia vibrante de la oración como
diálogo con Dios, del que sabemos que nos ama y al que, a la vez, queremos
amar. Quisiera decir a todos insistentemente: Abrid vuestro corazón a Dios.
Dejaos sorprender por Cristo. Dadle el “derecho a hablaros” durante estos días.
Abrid las puertas de vuestra libertad a su amor misericordioso. Presentad
vuestras alegrías y vuestras penas a Cristo, dejando que él ilumine con su luz
vuestra mente y toque con su gracia vuestro corazón. En estos días bendecidos
con la alegría y el deseo de compartir, haced la experiencia liberadora de la
Iglesia como lugar de la misericordia y de la ternura de Dios para con los
hombres. En la Iglesia y mediante la Iglesia llegaréis a Cristo, que os espera.
Seguir las huellas de los Reyes Magos
A llegar hoy a Colonia para participar con vosotros en la XX Jornada
mundial de la juventud, me viene espontáneamente el recuerdo emocionado y
agradecido del siervo de Dios, tan querido por todos nosotros, Juan Pablo II, que
tuvo la idea brillante de convocar a los jóvenes de todo el mundo para celebrar
juntos a Cristo, único Redentor del género humano. Gracias al diálogo profundo
que se ha desarrollado durante más de veinte años entre el Papa y los jóvenes,
muchos de ellos han podido profundizar la fe, establecer lazos de comunión,
apasionarse por la buena nueva de la salvación en Jesucristo y proclamarla en
muchas partes de la tierra. Este gran Papa supo entender los desafíos que se
presentan a los jóvenes de hoy y, confirmando su confianza en ellos, no dudó en
impulsarlos a proclamar con valentía el Evangelio y ser constructores intrépidos
de la civilización de la verdad, del amor y de la paz.
Ahora me corresponde a mí recoger esta extraordinaria herencia espiritual
que nos ha dejado el Papa Juan Pablo II. Él os ha querido, vosotros le habéis
entendido y habéis correspondido con el entusiasmo de vuestra edad. Ahora,
todos juntos tenemos el cometido de llevar a la práctica sus enseñanzas. Con
este compromiso estamos aquí, en Colonia, peregrinos tras las huellas de los
Magos. Según la tradición, en griego sus nombres eran Melchor, Gaspar y
Baltasar. Mateo refiere en su Evangelio la pregunta que ardía en el corazón de
los Magos: “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?” (Mt 2, 2). Su
búsqueda era el motivo por el cual emprendieron el largo viaje hasta Jerusalén.
Por eso soportaron fatigas y sacrificios, sin ceder al desaliento y a la tentación
de volver atrás. Esta era la única pregunta que hacían cuando estaban cerca de
la meta.
También nosotros hemos venido a Colonia porque hemos sentido en el
corazón, si bien de forma diversa, la misma pregunta que inducía a los hombres
de Oriente a ponerse en camino. Es cierto que hoy ya no buscamos a un rey;
pero estamos preocupados por la situación del mundo y preguntamos: ¿Dónde
encuentro los criterios para mi vida, los criterios para colaborar de modo
responsable en la edificación del presente y del futuro de nuestro mundo? ¿De
quién puedo fiarme? ¿A quién confiarme? ¿Dónde está el que puede darme la
respuesta satisfactoria a los anhelos del corazón?
6
vuestro “sí” al Dios que quiere entregarse a vosotros. Os repito hoy lo que dije
al principio de mi pontificado: “Quien deja entrar a Cristo (en la propia vida)
no pierde nada, nada, absolutamente nada de lo que hace la vida libre, bella y
grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren de par en par las puertas de la
vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de
la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y
lo que nos libera” (Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino, 24 de
abril de 2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de abril
de 2005, p. 6). Estad plenamente convencidos: Cristo no quita nada de lo que
hay de hermoso y grande en vosotros, sino que lleva todo a la perfección para
la gloria de Dios, la felicidad de los hombres y la salvación del mundo.
Os invito a que os esforcéis estos días por servir sin reservas a Cristo,
cueste lo que cueste. El encuentro con Jesucristo os permitirá gustar
interiormente la alegría de su presencia viva y vivificante, para testimoniarla
después en vuestro entorno. Que vuestra presencia en esta ciudad sea el primer
signo del anuncio del Evangelio mediante el testimonio de vuestro
comportamiento y alegría de vivir. Elevemos de nuestro corazón un himno de
alabanza y acción de gracias al Padre por tantos bienes que nos ha dado y por
el don de la fe que celebraremos juntos, manifestándolo al mundo desde esta
tierra del centro de Europa, de una Europa que debe mucho al Evangelio y a
los que han dado testimonio de él a lo largo de los siglos.
Testimoniar el Evangelio con valentía
Ahora iré en peregrinación a la catedral de Colonia para venerar allí las
reliquias de los santos Magos, que decidieron abandonar todo para seguir la
estrella que los condujo al Salvador del género humano. También vosotros,
queridos jóvenes, habéis tenido o tendréis ocasión de hacer la misma
peregrinación. Estas reliquias no son más que el signo frágil y pobre de lo que
ellos fueron y vivieron hace tantos siglos. Las reliquias nos conducen a Dios
mismo; en efecto, es él quien, con la fuerza de su gracia, da a seres frágiles la
valentía de testimoniarlo ante el mundo. Cuando la Iglesia nos invita a venerar
los restos mortales de los mártires y de los santos, no olvida que, en definitiva,
se trata de pobres huesos humanos, pero huesos que pertenecían a personas en
las que se ha posado la potencia viva de Dios. Las reliquias de los santos son
huellas de esa presencia invisible pero real que ilumina las tinieblas del
mundo, manifestando el reino de los cielos que está dentro de nosotros.
Proclaman, con nosotros y por nosotros: “Maranatha” ―“Ven, Señor
Jesús”―. Queridos jóvenes, con estas palabras os saludo y os cito para la
vigilia del sábado por la tarde. A todos, ¡hasta luego!
punto comienza un nuevo camino para ellos, una peregrinación interior que
cambia toda su vida. Porque seguramente se habían imaginado de modo
diferente a este Rey recién nacido. Se habían detenido precisamente en
Jerusalén para obtener del rey local información sobre el Rey prometido que
había nacido. Sabían que el mundo estaba desordenado y por eso estaban
inquietos. Estaban convencidos de que Dios existía, y que era un Dios justo y
bondadoso. Tal vez habían oído hablar también de las grandes profecías en las
que los profetas de Israel habían anunciado un Rey que estaría en íntima
armonía con Dios y que, en su nombre y de parte suya, restablecería el orden
en el mundo. Se habían puesto en camino para encontrar a este Rey; en lo más
hondo de su ser buscaban el derecho, la justicia que debía venir de Dios, y
querían servir a ese Rey, postrarse a sus pies, y así servir también ellos a la
renovación del mundo. Eran de esas personas que “tienen hambre y sed de
justicia” (Mt 5, 6). Un hambre y sed que les llevó a emprender el camino; se
hicieron peregrinos para alcanzar la justicia que esperaban de Dios y para
ponerse a su servicio.
Aunque otros se quedaran en casa y les consideraban utópicos y soñadores,
en realidad eran seres con los pies en tierra, y sabían que para cambiar el
mundo hace falta disponer de poder. Por eso, no podían buscar al niño de la
promesa sino en el palacio del Rey. No obstante, ahora se postran ante una
criatura de gente pobre, y pronto se enterarán de que Herodes -el rey al que
habían acudido- le acechaba con su poder, de modo que a la familia no le
quedaba otra opción que la fuga y el exilio. El nuevo Rey ante el que se
postraron en adoración era muy diferente de lo que se esperaban. Debían,
pues, aprender que Dios es diverso de como acostumbramos a imaginarlo.
Aquí comenzó su camino interior. Comenzó en el mismo momento en que se
postraron ante este Niño y lo reconocieron como el Rey prometido. Pero
debían aún interiorizar estos gozosos gestos.
Debían cambiar su idea sobre el poder, sobre Dios y sobre el hombre y así
cambiar también ellos mismos. Ahora habían visto: el poder de Dios es
diferente del poder de los grandes del mundo. Su modo de actuar es distinto de
como lo imaginamos, y de como quisiéramos imponerlo también a él. En este
mundo, Dios no le hace competencia a las formas terrenales del poder. No
contrapone sus ejércitos a otros ejércitos. Cuando Jesús estaba en el Huerto de
los olivos, Dios no le envía doce legiones de ángeles para ayudarlo (cf. Mt 26,
53). Al poder estridente y prepotente de este mundo, él contrapone el poder
inerme del amor, que en la cruz -y después siempre en la historia- sucumbe y,
sin embargo, constituye la nueva realidad divina, que se opone a la injusticia e
instaura el reino de Dios. Dios es diverso; ahora se dan cuenta de ello. Y eso
significa que ahora ellos mismos tienen que ser diferentes, han de aprender el
estilo de Dios.
Habían venido para ponerse al servicio de este Rey, para modelar su
majestad sobre la suya. Este era el sentido de su gesto de acatamiento, de su
adoración. Una adoración que comprendía también sus presentes -oro,
incienso y mirra-, dones que se hacían a un Rey considerado divino. La
adoración tiene un contenido y comporta también una donación. Los
personajes que venían de Oriente, con el gesto de adoración, querían reconocer
9
a este niño como su Rey y poner a su servicio el propio poder y las propias
posibilidades, siguiendo un camino justo. Sirviéndole y siguiéndole, querían
servir junto a él a la causa de la justicia y del bien en el mundo. En esto tenían
razón. Pero ahora aprenden que esto no se puede hacer simplemente a través
de órdenes impartidas desde lo alto de un trono. Aprenden que deben
entregarse a sí mismos: un don menor que este es poco para este Rey.
Aprenden que su vida debe acomodarse a este modo divino de ejercer el poder,
a este modo de ser de Dios mismo. Han de convertirse en hombres de la
verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia. Ya no se
preguntarán: ¿Para qué me sirve esto? Se preguntarán más bien: ¿Cómo puedo
contribuir a que Dios esté presente en el mundo? Tienen que aprender a
perderse a sí mismos y, precisamente así, a encontrarse. Al salir de Jerusalén,
han de permanecer tras las huellas del verdadero Rey, en el seguimiento de
Jesús.
Queridos amigos, podemos preguntarnos lo que todo esto significa para
nosotros. Pues lo que acabamos de decir sobre la naturaleza diversa de Dios,
que ha de orientar nuestra vida, suena bien, pero queda algo vago y
difuminado. Por eso Dios nos ha dado ejemplos. Los Magos que vienen de
Oriente son sólo los primeros de una larga lista de hombres y mujeres que en
su vida han buscado constantemente con los ojos la estrella de Dios, que han
buscado al Dios que está cerca de nosotros, seres humanos, y que nos indica el
camino. Es la muchedumbre de los santos -conocidos o desconocidos-
mediante los cuales el Señor nos ha abierto a lo largo de la historia el
Evangelio, hojeando sus páginas; y lo está haciendo todavía. En sus vidas se
revela la riqueza del Evangelio como en un gran libro ilustrado. Son la estela
luminosa que Dios ha dejado en el transcurso de la historia, y sigue dejando
aún. Mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, que está aquí con nosotros
en este momento, beatificó y canonizó a un gran número de personas, tanto de
tiempos recientes como lejanos. Con estos ejemplos quiso demostrarnos cómo
se consigue ser cristianos; cómo se logra llevar una vida del modo justo, cómo
se vive a la manera de Dios. Los beatos y los santos han sido personas que no
han buscado obstinadamente su propia felicidad, sino que han querido
simplemente entregarse, porque han sido alcanzados por la luz de Cristo.
De este modo, nos indican la vía para ser felices y nos muestran cómo se
consigue ser personas verdaderamente humanas. En las vicisitudes de la
historia, han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han elevado a
la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro de
precipitar; la han iluminado siempre de nuevo lo suficiente para dar la
posibilidad de aceptar -tal vez en el dolor- la palabra de Dios al terminar la
obra de la creación: “Y era muy bueno”. Basta pensar en figuras como san
Benito, san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola,
san Carlos Borromeo; en los fundadores de las órdenes religiosas del siglo
XIX, que animaron y orientaron el movimiento social; o en los santos de
nuestro tiempo: Maximiliano Kolbe, Edith Stein, madre Teresa, padre Pío.
Contemplando estas figuras comprendemos lo que significa “adorar” y lo que
quiere decir vivir a medida del Niño de Belén, a medida de Jesucristo y de
Dios mismo.
10
Los santos, como hemos dicho, son los verdaderos reformadores. Ahora
quisiera expresarlo de manera más radical aún: sólo de los santos, sólo de Dios
proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo. En el siglo
pasado vivimos revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de
Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo para
transformar sus condiciones. Y hemos visto que, de este modo, siempre se
tomó un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de
orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama
totalitarismo. No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo
esclaviza. No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la
mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad,
el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera
consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al
mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?
Queridos amigos, permitidme que añada sólo dos breves ideas. Muchos
hablan de Dios; en el nombre de Dios se predica también el odio y se practica
la violencia. Por tanto, es importante descubrir el verdadero rostro de Dios.
Los Magos de Oriente lo encontraron cuando se postraron ante el niño de
Belén. “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”, dijo Jesús a Felipe ( Jn 14,
9). En Jesucristo, que por nosotros permitió que su corazón fuera traspasado,
se ha manifestado el verdadero rostro de Dios. Lo seguiremos junto con la
muchedumbre de los que nos han precedido. Entonces iremos por el camino
justo.
Esto significa que no nos construimos un Dios privado, un Jesús privado,
sino que creemos y nos postramos ante el Jesús que nos muestran las sagradas
Escrituras, y que en la gran comunidad de fieles llamada Iglesia se manifiesta
viviente, siempre con nosotros y al mismo tiempo siempre ante nosotros. Se
puede criticar mucho a la Iglesia. Lo sabemos, y el Señor mismo nos lo
dijo: es una red con peces buenos y malos, un campo con trigo y cizaña. El
Papa Juan Pablo II, que nos mostró el verdadero rostro de la Iglesia en los
numerosos beatos y santos que proclamó, también pidió perdón por el mal
causado en el transcurso de la historia por las palabras o los actos de hombres
de la Iglesia. De este modo, también a nosotros nos ha hecho ver nuestra
verdadera imagen, y nos ha exhortado a entrar, con todos nuestros defectos y
debilidades, en la muchedumbre de los santos que comenzó a formarse con los
Magos de Oriente. En el fondo, consuela que exista la cizaña en la Iglesia. Así,
no obstante todos nuestros defectos, podemos esperar estar aún entre los que
siguen a Jesús, que ha llamado precisamente a los pecadores. La Iglesia es
como una familia humana, pero es también al mismo tiempo la gran familia de
Dios, mediante la cual él establece un espacio de comunión y unidad en todos
los continentes, culturas y naciones. Por eso nos alegramos de pertenecer a
esta gran familia que vemos aquí; de tener hermanos y amigos en todo el
mundo. Justo aquí, en Colonia, experimentamos lo hermoso que es pertenecer
a una familia tan grande como el mundo, que comprende el cielo y la tierra, el
pasado, el presente y el futuro de todas las partes de la tierra. En esta gran
comitiva de peregrinos, caminamos junto con Cristo, caminamos con la
estrella que ilumina la historia.
11
Esta es, por usar una imagen muy conocida para nosotros, la fisión nuclear
llevada en lo más íntimo del ser; la victoria del amor sobre el odio, la victoria
del amor sobre la muerte. Solamente esta íntima explosión del bien que vence
al mal puede suscitar después la cadena de transformaciones que poco a poco
cambiarán el mundo. Todos los demás cambios son superficiales y no salvan.
Por esto hablamos de redención: lo que desde lo más íntimo era necesario ha
sucedido, y nosotros podemos entrar en este dinamismo. Jesús puede distribuir
su Cuerpo, porque se entrega realmente a sí mismo.
Esta primera transformación fundamental de la violencia en amor, de la
muerte en vida lleva consigo las demás transformaciones. Pan y vino se
convierten en su Cuerpo y su Sangre. Llegados a este punto la transformación
no puede detenerse, antes bien, es aquí donde debe comenzar plenamente. El
Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos dan para que también nosotros mismos
seamos transformados. Nosotros mismos debemos llegar a ser Cuerpo de
Cristo, sus consanguíneos. Todos comemos el único pan, y esto significa que
entre nosotros llegamos a ser una sola cosa. La adoración, como hemos dicho,
llega a ser, de este modo, unión. Dios no solamente está frente a nosotros,
como el totalmente Otro. Está dentro de nosotros, y nosotros estamos en él. Su
dinámica nos penetra y desde nosotros quiere propagarse a los demás y
extenderse a todo el mundo, para que su amor sea realmente la medida
dominante del mundo. Yo encuentro una alusión muy bella a este nuevo paso
que la última Cena nos indica con la diferente acepción de la palabra
“adoración” en griego y en latín. La palabra griega es proskynesis. Significa el
gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida,
cuya norma aceptamos seguir. Significa que la libertad no quiere decir gozar
de la vida, considerarse absolutamente autónomo, sino orientarse según la
medida de la verdad y del bien, para llegar a ser, de esta manera, nosotros
mismos, verdaderos y buenos. Este gesto es necesario, aun cuando nuestra
ansia de libertad se resiste, en un primer momento, a esta perspectiva. Hacerla
completamente nuestra sólo será posible en el segundo paso que nos presenta
la última Cena. La palabra latina para adoración es ad-oratio, contacto boca a
boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor. La sumisión se hace unión,
porque aquel al cual nos sometemos es Amor. Así la sumisión adquiere
sentido, porque no nos impone cosas extrañas, sino que nos libera desde lo
más íntimo de nuestro ser.
Volvamos de nuevo a la última Cena. La novedad que allí se verificó,
estaba en la nueva profundidad de la antigua oración de bendición de Israel,
que ahora se hacía palabra de transformación y nos concedía el poder
participar en la “hora” de Cristo. Jesús no nos ha encargado la tarea de repetir
la Cena pascual que, por otra parte, en cuanto aniversario, no es repetible a
voluntad. Nos ha dado la tarea de entrar en su “hora”. Entramos en ella
mediante la palabra del poder sagrado de la consagración, una transformación
que se realiza mediante la oración de alabanza, que nos sitúa en continuidad
con Israel y con toda la historia de la salvación, y al mismo tiempo nos
concede la novedad hacia la cual aquella oración tendía por su íntima
naturaleza.
13
2006
“Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis
mis testigos” (Hch 1,8).
Desde ahora, en un clima de incesante escucha de la palabra de Dios,
invocad, queridos jóvenes, el Espíritu Santo, Espíritu de fortaleza y de
testimonio, para que os haga capaces de proclamar sin temor el Evangelio
hasta los confines de la tierra. María, presente en el Cenáculo con los
Apóstoles a la espera del Pentecostés, os sea madre y guía. Que Ella os enseñe
a acoger la palabra de Dios, a conservarla y a meditarla en vuestro corazón
(cfr. Lc 2,19) como lo hizo Ella durante toda la vida. Que os aliente a decir
vuestro “sí” al Señor, viviendo la “obediencia de la fe”. Que os ayude a estar
firmes en la fe, constantes en la esperanza, perseverantes en la caridad,
siempre dóciles a la palabra de Dios. Os acompaño con mi oración, mientras a
todos os bendigo de corazón.
cada vez más en la sagrada Escritura, en la que Dios habla realmente con
nosotros hoy.
Es verdad que el hombre cayó y fue expulsado del Paraíso o, por decirlo de
otra forma, con palabras más modernas, es verdad que todas las culturas están
contaminadas por el pecado, por los errores del hombre en su historia, y así
queda oscurecido el plan inicial inscrito en nuestra naturaleza. De hecho, en
las culturas humanas hallamos este oscurecimiento del plan original de Dios.
Sin embargo, al mismo tiempo, observando las culturas, toda la historia
cultural de la humanidad, constatamos también que el hombre nunca ha podido
olvidar del todo este plan inscrito en lo más profundo de su ser. En cierto
sentido, siempre ha sabido que las demás formas de relación entre el hombre y
la mujer no correspondían realmente al plan original sobre su ser. De este
modo, vemos cómo las culturas, sobre todo las grandes culturas, siempre de
nuevo se orientan hacia esta realidad, la monogamia, el ser hombre y mujer
una carne sola. Así en la fidelidad puede crecer una nueva generación, puede
continuarse una tradición cultural, renovándose y realizando, en la
continuidad, un auténtico progreso.
El Señor, que habló de esto mediante la voz de los profetas de Israel,
aludiendo a la concesión del divorcio por parte de Moisés, dijo: “Moisés os lo
concedió “por la dureza de vuestro corazón”“. El corazón después del pecado
“se endureció”, pero este no era el plan del Creador; y los profetas, cada vez
con mayor claridad, insistieron en ese plan originario. Para renovar al hombre,
el Señor, aludiendo a esas voces proféticas que siempre guiaron a Israel hacia
la claridad de la monogamia, reconoció con Ezequiel que, para vivir esta
vocación, necesitamos un corazón nuevo; en vez del corazón de piedra -como
dice Ezequiel- necesitamos un corazón de carne, un corazón realmente
humano.
Y en el bautismo, mediante la fe, el Señor “implanta” en nosotros este
corazón nuevo. No es un trasplante físico, pero tal vez precisamente esta
comparación nos puede servir: después de un trasplante el organismo necesita
cuidados, necesita recibir las medicinas necesarias para poder vivir con el
nuevo corazón, de forma que llegue a ser “su corazón” y no “el corazón de
otro”. En este “trasplante” espiritual, en el que el Señor nos implanta un
corazón nuevo, un corazón abierto al Creador, a la vocación de Dios, para
poder vivir con este corazón nuevo hacen falta cuidados adecuados, hay que
recurrir a las medicinas oportunas para que el nuevo corazón llegue a ser
realmente “nuestro corazón”. Viviendo así en la comunión con Cristo, con su
Iglesia, el nuevo corazón llega a ser realmente “nuestro corazón” y se hace
posible el matrimonio. El amor exclusivo entre un hombre y una mujer, la vida
en común de dos personas tal como la diseñó el Creador resulta posible,
aunque el ambiente de nuestro mundo la haga tan difícil que parezca
imposible.
El Señor nos da un corazón nuevo y nosotros debemos vivir con este
corazón nuevo, usando las terapias convenientes para que sea realmente
“nuestro”. Así es como vivimos lo que el Creador nos ha dado y esto crea una
vida verdaderamente feliz. De hecho, podemos verlo también en este mundo, a
pesar de tantos otros modelos de vida: hay muchas familias cristianas que
viven con fidelidad y alegría la vida y el amor indicados por el Creador; así
crece una nueva humanidad.
25
Por último, quisiera añadir: todos sabemos que para llegar a una meta en el
deporte y en la profesión hacen falta disciplina y renuncias, pero todo eso
contribuye al éxito, ayuda a alcanzar la meta que se buscaba. Así, también la
vida misma, es decir, el llegar a ser hombres según el plan de Jesús, exige
renuncias; pero esas renuncias no son algo negativo; al contrario, ayudan a
vivir como hombres con un corazón nuevo, a vivir una vida verdaderamente
humana y feliz.
Dado que existe una cultura consumista que quiere impedirnos vivir según
el plan del Creador, debemos tener la valentía de crear islas, oasis, y luego
grandes terrenos de cultura católica, en los que se viva el plan del Creador.
Santo Padre, soy Inelida, tengo 17 años; soy ayudante del jefe scout de los
lobatos en la parroquia de San Gregorio Barbarigo y estudio en el instituto
“Mario Mafai”. En su Mensaje para la XXI Jornada mundial de la juventud,
usted nos dijo que “es urgente que surja una nueva generación de apóstoles
arraigados en la palabra de Cristo”. Son palabras tan fuertes y
comprometedoras que casi dan miedo. Ciertamente, también nosotros
quisiéramos ser nuevos apóstoles, pero ¿quiere explicarnos con más detalle
cuáles son, según usted, los mayores desafíos de nuestro tiempo, y cómo sueña
usted que deben ser estos nuevos apóstoles? En otras palabras, ¿qué espera
de nosotros, Santidad?
Todos nos preguntamos qué espera el Señor de nosotros. Me parece que el
gran desafío de nuestro tiempo -así me dicen también los obispos que realizan
la visita “ad limina”, por ejemplo los de África- es el secularismo, es decir, un
modo de vivir y presentar el mundo como “si Deus non daretur”, es decir,
como si Dios no existiera. Se quiere relegar a Dios a la esfera privada, a un
sentimiento, como si él no fuera una realidad objetiva; y así cada uno se forja
su propio proyecto de vida. Pero esta visión, que se presenta como si fuera
científica, sólo acepta como válido lo que se puede verificar con experimentos.
Con un Dios que no se presta al experimento de lo inmediato, esta visión
acaba por perjudicar también a la sociedad, pues de ahí se sigue que cada uno
se forja su propio proyecto y al final cada uno se sitúa contra el otro. Como se
ve, una situación en la que realmente no se puede vivir.
Debemos hacer que Dios esté nuevamente presente en nuestras sociedades.
Esta me parece la primera necesidad: que Dios esté de nuevo presente en
nuestra vida, que no vivamos como si fuéramos autónomos, autorizados a
inventar lo que son la libertad y la vida. Debemos tomar conciencia de que
somos criaturas, constatar que Dios nos ha creado y que seguir su voluntad no
es dependencia sino un don de amor que nos da vida.
Por tanto, el primer punto es conocer a Dios, conocerlo cada vez más,
reconocer en mi vida que Dios existe y que Dios cuenta para mí. El segundo
punto es el siguiente: si reconocemos que Dios existe, que nuestra libertad es
una libertad compartida con los demás y que por tanto debe haber un
parámetro común para construir una realidad común, surge la pregunta: ¿qué
Dios? En efecto, hay muchas imágenes falsas de Dios: un Dios violento, etc.
La segunda cuestión, por consiguiente, es reconocer al Dios que nos mostró su
26
rostro en Jesús, que sufrió por nosotros, que nos amó hasta la muerte y así
venció la violencia.
Hay que hacer presente, ante todo en nuestra “propia” vida, al Dios vivo, al
Dios que no es un desconocido, un Dios inventado, un Dios sólo pensado, sino
un Dios que se ha manifestado, que se reveló a sí mismo y su rostro. Sólo así
nuestra vida llega a ser verdadera, auténticamente humana; y sólo así también
los criterios del verdadero humanismo se hacen presentes en la sociedad.
También aquí, como dije en la primera respuesta, es verdad que no podemos
construir solos esta vida justa y recta, sino que debemos caminar en compañía
de amigos justos y rectos, de compañeros con los que podamos hacer la
experiencia de que Dios existe y que es hermoso caminar con Dios. Y caminar
en la gran compañía de la Iglesia, que nos presenta a lo largo de los siglos la
presencia del Dios que habla, que actúa, que nos acompaña. Por tanto, podría
decir: encontrar a Dios, encontrar al Dios que se reveló en Jesucristo, caminar
en compañía de su gran familia, con nuestros hermanos y hermanas que
forman la familia de Dios, esto me parece el contenido esencial de este
apostolado del que he hablado.
El gran Galileo dijo que Dios escribió el libro de la naturaleza con la forma
del lenguaje matemático. Estaba convencido de que Dios nos ha dado dos
libros: el de la sagrada Escritura y el de la naturaleza. Y el lenguaje de la
naturaleza -esta era su convicción- es la matemática; por tanto, la matemática
es un lenguaje de Dios, del Creador. Reflexionemos ahora sobre qué es la
matemática: de por sí, es un sistema abstracto, una invención del espíritu
humano que como tal, en su pureza, no existe. Siempre es realizado de forma
aproximada, pero, como tal, es un sistema intelectual, es una gran invención
-una invención genial- del espíritu humano. Lo sorprendente es que esta
invención de nuestra mente humana es realmente la clave para comprender la
naturaleza, que la naturaleza está realmente estructurada de modo
matemático, y que nuestra matemática, inventada por nuestro espíritu, es
realmente el instrumento para poder trabajar con la naturaleza, para ponerla a
nuestro servicio, para servirnos de ella mediante la técnica.
Me parece casi increíble que coincidan una invención del intelecto humano
y la estructura del universo: la matemática inventada por nosotros nos da
realmente acceso a la naturaleza del universo y nos permite utilizarlo. Por
tanto, coinciden la estructura intelectual del sujeto humano y la estructura
objetiva de la realidad: la razón subjetiva y la razón objetivada en la naturaleza
son idénticas. Creo que esta coincidencia entre lo que nosotros hemos pensado
y el modo como se realiza y se comporta la naturaleza, son un enigma y un
gran desafío, porque vemos que, en definitiva, es “una” la razón que las une a
ambas: nuestra razón no podría descubrir la otra si no hubiera una idéntica
razón en la raíz de ambas.
En este sentido, me parece que precisamente la matemática -en la que,
como tal, Dios no puede aparecer- nos muestra la estructura inteligente del
universo. Ahora hay también teorías basadas en el caos, pero son limitadas,
porque si hubiera prevalecido el caos, toda la técnica sería imposible. La
técnica es fiable sólo porque nuestra matemática es fiable. Nuestra ciencia, que
en definitiva permite trabajar con la energía de la naturaleza, supone la
estructura fiable, inteligente, de la materia.
Así, vemos que hay una racionalidad subjetiva y una racionalidad objetiva
en la materia, que coinciden. Naturalmente, ahora nadie puede probar -como
se prueba con experimentos, en las leyes técnicas- que ambas tuvieron su
origen en una única inteligencia, pero me parece que esta unidad de
inteligencia, detrás de las dos inteligencias, es realmente manifiesta en nuestro
mundo. Y cuanto más podamos servirnos del mundo con nuestra inteligencia,
tanto más manifiesto será el plan de la Creación.
Por último, para llegar a la cuestión definitiva, yo diría: Dios o existe o no
existe. Hay sólo dos opciones. O se reconoce la prioridad de la razón, de la
Razón creadora que está en el origen de todo y es el principio de todo -la
prioridad de la razón es también prioridad de la libertad- o se sostiene la
prioridad de lo irracional, por lo cual todo lo que funciona en nuestra tierra y
en nuestra vida sería sólo ocasional, marginal, un producto irracional; la razón
sería un producto de la irracionalidad. En definitiva, no se puede “probar” uno
u otro proyecto, pero la gran opción del cristianismo es la opción por la
racionalidad y por la prioridad de la razón. Esta opción me parece la mejor,
29
pues nos demuestra que detrás de todo hay una gran Inteligencia, de la que nos
podemos fiar.
Pero a mí me parece que el verdadero problema actual contra la fe es el
mal en el mundo: nos preguntamos cómo es compatible el mal con esta
racionalidad del Creador. Y aquí realmente necesitamos al Dios que se encarnó
y que nos muestra que él no sólo es una razón matemática, sino que esta razón
originaria es también Amor. Si analizamos las grandes opciones, la opción
cristiana es también hoy la más racional y la más humana. Por eso, podemos
elaborar con confianza una filosofía, una visión del mundo basada en esta
prioridad de la razón, en esta confianza en que la Razón creadora es Amor, y
que este amor es Dios.
***
Al final, Benedicto XVI entregó a un grupo de jóvenes, en representación
de todos, la sagrada Escritura y les dijo:
A fin de que, escuchándola con atención, sea cada vez más lámpara para
vuestros pasos y luz en vuestro camino. Queridos jóvenes, amad la palabra de
Dios y amad a la Iglesia, que os permite acceder a un tesoro de tanto valor,
ayudándoos a apreciar sus riquezas. Permaneced fieles a la Palabra que esta
tarde la Iglesia, a través del Sucesor de Pedro, os entrega, seguros de lo que
nos dice el evangelista san Juan: “Si permanecéis fieles a mi palabra, seréis
verdaderamente discípulos míos; conoceréis la verdad y la verdad os hará
libres” (Jn 8, 31-32).
Benedicto XVI impartió la bendición y prosiguió:
Y ahora, como conclusión de este encuentro, queridos amigos, deseamos
recordar a un testigo de la palabra de Dios, mi venerado predecesor el siervo
de Dios Juan Pablo II. De acuerdo con la exhortación de la carta a los Hebreos,
también nosotros queremos recordarlo como el que nos ha anunciado la
palabra de Dios y considerando atentamente el final de su vida, queremos
comprometernos a imitar su fe. Por eso, con algunos de vosotros iré ahora a su
tumba, a donde llevaremos la cruz del Año santo, que os entregó al comienzo
de las Jornadas mundiales de la juventud, y el icono de María santísima, Salus
Populi Romani. Os pido que me acompañéis en esta peregrinación uniéndoos a
mi plegaria. Pidamos al Señor que recompense al Papa Juan Pablo II por su
gran obra de difusión del Evangelio en el mundo y pidamos para nosotros su
mismo celo apostólico, a fin de que la Palabra de salvación, por obra de la
Iglesia, se difunda en todos los ambientes de vida y llegue a todo hombre hasta
los extremos confines de la tierra.
de la fiesta de las tiendas, durante el cual los fieles dan vueltas en torno al altar
llevando en las manos ramos de palma, mirto y sauce.
Ahora la gente grita eso mismo, con palmas en las manos, delante de Jesús,
en quien ve a Aquel que viene en nombre del Señor. En efecto, la expresión “el
que viene en nombre del Señor” se había convertido desde hacía tiempo en la
manera de designar al Mesías. En Jesús reconocen a Aquel que
verdaderamente viene en nombre del Señor y les trae la presencia de Dios.
Este grito de esperanza de Israel, esta aclamación a Jesús durante su entrada en
Jerusalén, ha llegado a ser con razón en la Iglesia la aclamación a Aquel que,
en la Eucaristía, viene a nuestro encuentro de un modo nuevo. Con el grito
“Hosanna” saludamos a Aquel que, en carne y sangre, trajo la gloria de Dios a
la tierra. Saludamos a Aquel que vino y, sin embargo, sigue siendo siempre
Aquel que debe venir. Saludamos a Aquel que en la Eucaristía viene siempre
de nuevo a nosotros en nombre del Señor, uniendo así en la paz de Dios los
confines de la tierra.
Esta experiencia de la universalidad forma parte esencial de la Eucaristía.
Dado que el Señor viene, nosotros salimos de nuestros particularismos
exclusivos y entramos en la gran comunidad de todos los que celebran este
santo sacramento. Entramos en su reino de paz y, en cierto modo, saludamos
en él también a todos nuestros hermanos y hermanas a quienes él viene, para
llegar a ser verdaderamente un reino de paz en este mundo desgarrado.
Las tres características anunciadas por el profeta -pobreza, paz y
universalidad- se resumen en el signo de la cruz. Por eso, con razón, la cruz se
ha convertido en el centro de las Jornadas mundiales de la juventud. Hubo un
período -que aún no se ha superado del todo- en el que se rechazaba el
cristianismo precisamente a causa de la cruz. La cruz habla de sacrificio -se
decía-; la cruz es signo de negación de la vida. En cambio, nosotros queremos
la vida entera, sin restricciones y sin renuncias. Queremos vivir, sólo vivir. No
nos dejamos limitar por mandamientos y prohibiciones; queremos riqueza y
plenitud; así se decía y se sigue diciendo todavía.
Todo esto parece convincente y atractivo; es el lenguaje de la serpiente,
que nos dice: “¡No tengáis miedo! ¡Comed tranquilamente de todos los árboles
del jardín!”. Sin embargo, el domingo de Ramos nos dice que el auténtico gran
“sí” es precisamente la cruz; que precisamente la cruz es el verdadero árbol de
la vida. No hallamos la vida apropiándonos de ella, sino donándola. El amor es
entregarse a sí mismo, y por eso es el camino de la verdadera vida,
simbolizada por la cruz.
Hoy la cruz, que estuvo en el centro de la última Jornada mundial de la
juventud, en Colonia, se entrega a una delegación para que comience su
camino hacia Sydney, donde, en 2008, la juventud del mundo quiere reunirse
nuevamente en torno a Cristo para construir con él el reino de paz. Desde
Colonia hasta Sydney, un camino a través de los continentes y las culturas, un
camino a través de un mundo desgarrado y atormentado por la violencia.
Simbólicamente es el camino indicado por el profeta, de mar a mar, desde
el río hasta los confines de la tierra. Es el camino de Aquel que, con el signo
de la cruz, nos da la paz y nos transforma en portadores de la reconciliación y
de su paz. Doy las gracias a los jóvenes que ahora llevarán por los caminos del
33
mundo esta cruz, en la que casi podemos tocar el misterio de Jesús. Pidámosle
que, al mismo tiempo, nos toque a nosotros y abra nuestro corazón, a fin de
que siguiendo su cruz lleguemos a ser mensajeros de su amor y de su paz.
Amén.
Pero ¿qué quiere decir construir la casa sobre roca? Construir sobre roca
quiere decir ante todo: construir sobre Cristo y con Cristo. Jesús dice: “Así
pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el
hombre prudente que construyó su casa sobre roca” (Mt 7, 24). Aquí no se
trata de palabras vacías, dichas por una persona cualquiera, sino de las
palabras de Jesús. No se trata de escuchar a una persona cualquiera, sino de
escuchar a Jesús. No se trata de cumplir cualquier cosa, sino de cumplir las
palabras de Jesús.
Construir sobre Cristo y con Cristo significa construir sobre un fundamento
que se llama amor crucificado. Quiere decir construir con Alguien que,
conociéndonos mejor que nosotros mismos, nos dice: “Eres precioso a mis
ojos,... eres estimado, y yo te amo” (Is 43, 4). Quiere decir construir con
Alguien que siempre es fiel, aunque nosotros fallemos en la fidelidad, porque
él no puede negarse a sí mismo (cf. 2 Tm 2, 13). Quiere decir construir con
Alguien que se inclina constantemente sobre el corazón herido del hombre, y
dice: “Yo no te condeno. Vete, y en adelante no peques más” (cf. Jn 8, 11).
Quiere decir construir con Alguien que desde lo alto de la cruz extiende los
brazos para repetir por toda la eternidad: “Yo doy mi vida por ti, hombre,
porque te amo”.
Por último, construir sobre Cristo quiere decir fundar sobre su voluntad
todos nuestros deseos, expectativas, sueños, ambiciones, y todos nuestros
proyectos. Significa decirse a sí mismo, a la propia familia, a los amigos y al
mundo entero y, sobre todo, a Cristo: “Señor, en la vida no quiero hacer nada
contra ti, porque tú sabes lo que es mejor para mí. Sólo tú tienes palabras de
vida eterna” (cf. Jn 6, 68). Amigos míos, no tengáis miedo de apostar por
Cristo. Tened nostalgia de Cristo, como fundamento de la vida. Encended en
vosotros el deseo de construir vuestra vida con él y por él. Porque no puede
perder quien lo apuesta todo por el amor crucificado del Verbo encarnado.
Construir sobre roca significa construir sobre Cristo y con Cristo, que es la
roca. En la primera carta a los Corintios san Pablo, hablando del camino del
pueblo elegido a través del desierto, explica que todos “bebieron... de la roca
espiritual que los acompañaba; y la roca era Cristo” (1 Co 10, 4). Ciertamente,
los padres del pueblo elegido no sabían que esa roca era Cristo. No eran
conscientes de que los acompañaba Aquel que, cuando llegaría la plenitud de
los tiempos, se encarnaría, asumiendo un cuerpo humano. No necesitaban
comprender que apagaría su sed el Manantial mismo de la vida, capaz de
ofrecer el agua viva para saciar la sed de todo corazón. Sin embargo, bebieron
de esta roca espiritual que es Cristo, porque sentían nostalgia del agua de la
vida, la necesitaban.
Mientras caminamos por las sendas de la vida, a veces quizá no somos
conscientes de la presencia de Jesús. Pero precisamente esta presencia viva y
fiel, la presencia en la obra de la creación, la presencia en la palabra de Dios y
en la Eucaristía, en la comunidad de los creyentes y en todo hombre redimido
por la preciosa sangre de Cristo, esta presencia es la fuente inagotable de la
fuerza humana. Jesús de Nazaret, Dios que se hizo hombre, está a nuestro lado
en los momentos felices y en las adversidades, y desea esta relación, que es en
realidad el fundamento de la auténtica humanidad. En el Apocalipsis leemos
36
estas significativas palabras: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye
mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”
(Ap 3, 20).
Amigos míos, ¿qué quiere decir construir sobre roca? Construir sobre roca
significa también construir sobre Alguien que fue rechazado. San Pedro habla
a sus fieles de Cristo como de una “piedra viva, desechada por los hombres,
pero elegida, preciosa ante Dios” (1 P 2, 4). El hecho innegable de la elección
de Jesús por parte de Dios no esconde el misterio del mal, a causa del cual el
hombre es capaz de rechazar a Aquel que lo ha amado hasta el extremo. Este
rechazo de Jesús por parte de los hombres, mencionado por san Pedro, se
prolonga en la historia de la humanidad y llega también a nuestros días.
No se necesita una gran agudeza para descubrir las múltiples
manifestaciones del rechazo de Jesús, incluso donde Dios nos ha concedido
crecer. Muchas veces Jesús es ignorado, es escarnecido, es proclamado rey del
pasado, pero no del hoy y mucho menos del mañana; es arrumbado en el
armario de cuestiones y de personas de las que no se debería hablar en voz alta
y en público. Si en la construcción de la casa de vuestra vida os encontráis con
los que desprecian el fundamento sobre el que estáis construyendo, no os
desaniméis. Una fe fuerte debe superar las pruebas. Una fe viva debe crecer
siempre. Nuestra fe en Jesucristo, para seguir siendo tal, debe confrontarse a
menudo con la falta de fe de los demás.
Queridos amigos, ¿qué quiere decir construir sobre roca? Construir sobre
roca quiere decir ser conscientes de que habrá contrariedades. Cristo
dice: “Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y
embistieron contra aquella casa...” (Mt 7, 25). Estos fenómenos naturales no
sólo son la imagen de las múltiples contrariedades de la condición humana;
normalmente también son previsibles. Cristo no promete que sobre una casa en
construcción no caerá jamás un aguacero; no promete que una ola violenta no
derribará lo que para nosotros es más querido; no promete que vientos
impetuosos no arrastrarán lo que hemos construido a veces a costa de enormes
sacrificios. Cristo no sólo comprende la aspiración del hombre a una casa
duradera, sino que también es plenamente consciente de todo lo que puede
arruinar la felicidad del hombre. Por eso, no debéis sorprenderos de que surjan
contrariedades, cualesquiera que sean. No os desaniméis a causa de ellas. Un
edificio construido sobre roca no queda exento de la acción de las fuerzas de la
naturaleza, inscritas en el misterio del hombre. Haber construido sobre roca
significa tener la certeza de que en los momentos difíciles existe una fuerza
segura en la que se puede confiar.
Amigos míos, permitidme que insista: ¿qué quiere decir construir sobre
roca? Quiere decir construir con sabiduría. Con razón Jesús compara a quienes
oyen sus palabras y las ponen en práctica con un hombre sabio que ha
construido su casa sobre roca. En efecto, es insensato construir sobre arena
cuando se puede hacer sobre roca, teniendo así una casa capaz de resistir a
cualquier tormenta. Es insensato construir la casa sobre un terreno que no
ofrece garantías de resistir en los momentos más difíciles. Tal vez sea más
fácil fundar nuestra vida sobre las arenas movedizas de nuestra visión del
mundo, construir nuestro futuro lejos de la palabra de Jesús, y a veces incluso
37
contra ella. Sin embargo, es evidente que quien construye de este modo no es
prudente, porque quiere convencerse a sí mismo y a los demás de que en su
vida no se desatará ninguna tormenta, de que ninguna ola se estrellará contra
su casa. Ser sabio significa tener en cuenta que la solidez de la casa depende
de la elección del fundamento. No tengáis miedo de ser sabios; es decir, no
tengáis miedo de construir sobre roca.
Amigos míos, una vez más: ¿qué quiere decir construir sobre roca?
Construir sobre roca quiere decir también construir sobre Pedro y con Pedro,
pues a él el Señor le dijo: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16, 18). Si
Cristo, la Roca, la piedra viva y preciosa, llama a su Apóstol piedra, significa
que quiere que Pedro, y con él toda la Iglesia, sean signo visible del único
Salvador y Señor.
Ciertamente aquí, en Cracovia, la ciudad predilecta de mi predecesor Juan
Pablo II, a nadie sorprenden las palabras acerca de construir con Pedro y sobre
Pedro. Por eso os digo: no tengáis miedo de construir vuestra vida en la Iglesia
y con la Iglesia. Sentíos orgullosos del amor a Pedro y a la Iglesia a él
encomendada. No os dejéis engañar por quienes quieren contraponer a Cristo
y a la Iglesia. Sólo hay una roca sobre la cual vale la pena construir la casa.
Esta roca es Cristo. Sólo hay una piedra sobre la cual vale la pena apoyarlo
todo. Esta piedra es aquel a quien Cristo dijo: “Tú eres Pedro, y sobre esta
piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18). Vosotros, los jóvenes, habéis conocido
bien al Pedro de nuestro tiempo. Por eso, no olvidéis que ni aquel Pedro que
está observando nuestro encuentro desde la ventana de Dios Padre, ni este
Pedro que ahora está delante de vosotros, ni ningún Pedro sucesivo estará
nunca contra vosotros, ni contra la construcción de una casa duradera sobre
roca. Al contrario, con su corazón y con sus manos os ayudará a construir la
vida sobre Cristo y con Cristo.
Queridos amigos, meditando en las palabras de Cristo sobre la roca como
fundamento adecuado para la casa, no podemos menos de notar que la última
palabra es una palabra de esperanza. Jesús dice que, a pesar de la furia de los
elementos, la casa no se desplomó, porque estaba fundada sobre roca. Con
estas palabras nos infunde una extraordinaria confianza en la fuerza del
fundamento, la fe que no teme ser desmentida porque está confirmada por la
muerte y resurrección de Cristo. Esta es la fe que, años después, confesará san
Pedro en su carta: “He aquí que coloco en Sión una piedra angular, elegida,
preciosa, y el que crea en ella no será confundido” (1 P 2, 6). Ciertamente “no
será confundido...”.
Queridos jóvenes amigos, el miedo al fracaso a veces puede frenar incluso
los sueños más hermosos. Puede paralizar la voluntad e impedir creer que
pueda existir una casa construida sobre roca. Puede persuadir de que la
nostalgia de la casa es solamente un deseo juvenil y no un proyecto de vida.
Como Jesús, decid a este miedo: “¡No puede caer una casa fundada sobre
roca!”. Como san Pedro, decid a la tentación de la duda: “Quien cree en
Cristo, no será confundido”. Sed testigos de la esperanza, de la esperanza que
no teme construir la casa de la propia vida, porque sabe bien que puede
apoyarse en el fundamento que le impedirá caer: Jesucristo, nuestro Señor.
38
2007
“Se necesita
jóvenes que
dejen arder
dentro de sí el
amor de Dios y
respondan
generosamente a
su llamamiento
apremiante,
como lo han
hecho tantos
jóvenes beatos y
santos del
pasado y
también de
tiempos cercanos al nuestro.” (07-07-20 Mensaje XXIII
JMJ)
40
la cruz revela la plenitud del amor que Dios nos tiene. Un amor crucificado,
que no acaba en el escándalo del Viernes santo, sino que culmina en la alegría
de la Resurrección y la Ascensión al cielo, y en el don del Espíritu Santo,
Espíritu de amor por medio del cual, también esta tarde, se perdonarán los
pecados y se concederán el perdón y la paz.
El amor de Dios al hombre, que se manifiesta con plenitud en la cruz, se
puede describir con el término agapé, es decir, “amor oblativo, que busca
exclusivamente el bien del otro”, pero también con el término eros. En efecto,
al mismo tiempo que es amor que ofrece al hombre todo lo que es Dios, como
expliqué en el Mensaje para esta Cuaresma, también es un amor donde “el
corazón mismo de Dios, el Todopoderoso, espera el “sí” de sus criaturas como
un joven esposo el de su esposa” (L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 16 de febrero de 2007, p. 4). Por desgracia, “desde sus orígenes, la
humanidad, seducida por las mentiras del Maligno, se ha cerrado al amor de
Dios, con el espejismo de una autosuficiencia imposible (cf. Gn 3, 1-7)” (ib.).
Pero en el sacrificio de la cruz Dios sigue proponiendo su amor, su pasión
por el hombre, la fuerza que, como dice el Pseudo Dionisio, “impide al amante
permanecer en sí mismo, sino que lo impulsa a unirse al amado” (De divinis
nominibus, IV, 13: PG 3, 712). Dios viene a “mendigar” el amor de su
criatura. Esta tarde, al acercaros al sacramento de la confesión, podréis
experimentar el “don gratuito que Dios nos hace de su vida, infundida por el
Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla”
(Catecismo de la Iglesia católica, n. 1999), para que, unidos a Cristo,
lleguemos a ser criaturas nuevas (cf. 2 Co 5, 17-18).
Queridos jóvenes de la diócesis de Roma, con el bautismo habéis nacido ya a
una vida nueva en virtud de la gracia de Dios. Ahora bien, dado que esta vida
nueva no ha eliminado la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al
pecado, se nos da la oportunidad de acercarnos al sacramento de la confesión.
Cada vez que lo hacéis con fe y devoción, el amor y la misericordia de Dios
mueven vuestro corazón, después de un esmerado examen de conciencia, para
acudir al ministro de Cristo. A él, y así a Cristo mismo, expresáis el dolor por los
pecados cometidos, con el firme propósito de no volver a pecar más en el futuro,
dispuestos a aceptar con alegría los actos de penitencia que él os indique para
reparar el daño causado por el pecado.
De este modo, experimentáis “el perdón de los pecados; la reconciliación
con la Iglesia; la recuperación del estado de gracia, si se había perdido; la
remisión de la pena eterna merecida a causa de los pecados mortales y, al
menos en parte, de las penas temporales que son consecuencia del pecado; la
paz y la serenidad de conciencia, y el consuelo del espíritu; y el aumento de la
fuerza espiritual para el combate cristiano” de cada día (Compendio del
Catecismo de la Iglesia católica, n. 310).
Con el lavado penitencial de este sacramento, somos readmitidos en la plena
comunión con Dios y con la Iglesia, que es una compañía digna de confianza porque
es “sacramento universal de salvación” (Lumen gentium, 48).
En la primera parte del mandamiento nuevo, el Señor dice: “Amaos unos a
otros” (Jn 13, 34). Ciertamente, el Señor espera que nos dejemos conquistar
por su amor y experimentemos toda su grandeza y su belleza, pero no basta.
45
Cristo nos atrae hacia sí para unirse a cada uno de nosotros, a fin de que
también nosotros aprendamos a amar a nuestros hermanos con el mismo amor
con que él nos ha amado.
Hoy, como siempre, existe gran necesidad de una renovada capacidad de
amar a los hermanos. Al salir de esta celebración, con el corazón lleno de la
experiencia del amor de Dios, debéis estar preparados para “atreveros” a vivir
el amor en vuestras familias, en las relaciones con vuestros amigos e incluso
con quienes os han ofendido. Debéis estar preparados para influir, con un
testimonio auténticamente cristiano, en los ambientes de estudio y de trabajo, a
comprometeros en las comunidades parroquiales, en los grupos, en los
movimientos, en las asociaciones y en todos los ámbitos de la sociedad.
Vosotros, jóvenes novios, vivid el noviazgo con un amor verdadero, que
implica siempre respeto recíproco, casto y responsable. Si el Señor llama a
alguno de vosotros, queridos jóvenes amigos de Roma, a una vida de especial
consagración, estad dispuestos a responder con un “sí” generoso y sin
componendas. Si os entregáis a Dios y a los hermanos, experimentaréis la
alegría de quien no se encierra en sí mismo con un egoísmo muy a menudo
asfixiante.
Pero, ciertamente, todo ello tiene un precio, el precio que Cristo pagó
primero y que todos sus discípulos, aunque de modo muy inferior con respecto
al Maestro, también deben pagar: el precio del sacrificio y de la abnegación,
de la fidelidad y de la perseverancia, sin los cuales no hay y no puede haber
verdadero amor, plenamente libre y fuente de alegría.
Queridos chicos y chicas, el mundo espera vuestra contribución para la
edificación de la “civilización del amor”. “El horizonte del amor es realmente
ilimitado: es el mundo entero” (Mensaje para la XXII Jornada mundial de la
juventud: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de febrero de
2007, p. 7). Los sacerdotes que os acompañan y vuestros educadores están
seguros de que, con la gracia de Dios y la constante ayuda de su divina
misericordia, lograréis estar a la altura de la ardua tarea a la que el Señor os
llama.
No os desalentéis; antes bien, tened confianza en Cristo y en su Iglesia. El
Papa está cerca de vosotros y os asegura un recuerdo diario en la oración,
encomendándoos de modo particular a la Virgen María, Madre de
misericordia, para que os acompañe y sostenga siempre. Amén.
EL JOVEN RICO
070510. Discurso. Jóvenes, Brasil. Estadio de Pacaembu.
"Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres
(...); luego ven y sígueme" (Mt 19, 21).
3. Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre el texto de san Mateo (cf. Mt
19, 16-22), que acabamos de escuchar. Habla de un joven que salió al
encuentro de Jesús. Merecen destacarse sus anhelos. En este joven os veo a
todos vosotros, jóvenes de Brasil y de América Latina. Habéis acudido a
nuestro encuentro desde diversas regiones de este continente; queréis escuchar,
de labios del Papa, las palabras de Jesús mismo.
Como en el Evangelio, tenéis una pregunta importante que hacerle. Es la
misma del joven que salió al encuentro de Jesús:” ¿Qué debo hacer para
alcanzar la vida eterna?". Quisiera profundizar con vosotros en esta pregunta.
Se trata de la vida, la vida que, en vosotros, es exuberante y bella. ¿Qué hacer
de ella? ¿Cómo vivirla plenamente?
Ya en la formulación de la pregunta entendemos inmediatamente que no
basta el "aquí" y "ahora"; es decir, nosotros no logramos limitar nuestra vida al
espacio y al tiempo, por más que pretendamos ensanchar sus horizontes. La
vida los trasciende. En otras palabras, queremos vivir y no morir. Sentimos
que algo nos revela que la vida es eterna y que es necesario comprometernos
para que esto suceda. O sea, está en nuestras manos y depende, de algún
modo, de nuestra decisión.
La pregunta del Evangelio no atañe sólo al futuro. No concierne sólo a lo
que sucederá después de la muerte. Al contrario, tenemos un compromiso con
el presente, aquí y ahora, que debe garantizar autenticidad y, en consecuencia,
el futuro. En una palabra, la pregunta plantea la cuestión del sentido de la vida.
Por eso, puede formularse así: ¿qué debo hacer para que mi vida tenga
sentido? O sea: ¿cómo debo vivir para cosechar plenamente los frutos de la
vida? O también: ¿qué debo hacer para que mi vida no transcurra inútilmente?
47
Jesús es el único capaz de darnos una respuesta, porque es el único que nos
puede garantizar la vida eterna. Por eso también es el único que logra mostrar
el sentido de la vida presente y darle un contenido de plenitud.
4. Sin embargo, antes de dar su respuesta, Jesús plantea al joven una
pregunta muy importante:” ¿Por qué me llamas bueno?". En esta pregunta se
encuentra la clave de la respuesta. Aquel joven percibió que Jesús es bueno y
que es maestro. Un maestro que no engaña. Estamos aquí porque tenemos esta
misma convicción: Jesús es bueno. Quizá no sabemos explicar plenamente la
razón de esta percepción, pero es cierto que nos aproxima a él y nos abre a su
enseñanza: un maestro bueno. Quien reconoce el bien es señal que ama, y
quien ama, según la feliz expresión de san Juan, conoce a Dios (cf. 1 Jn 4, 7).
El joven del Evangelio reconoció a Dios en Jesucristo.
Jesús nos asegura que sólo Dios es bueno. Estar abierto a la bondad
significa acoger a Dios. Así nos invita a ver a Dios en todas las cosas y en
todos los acontecimientos, incluso donde la mayoría sólo ve la ausencia de
Dios. Al ver la belleza de las criaturas y constatar la bondad que existe en
todas ellas, es imposible no creer en Dios y no experimentar su presencia
salvífica y consoladora. Si lográramos ver todo el bien que existe en el mundo
y, más aún, experimentar el bien que proviene de Dios mismo, no cesaríamos
jamás de aproximarnos a él, de alabarlo y darle gracias. Él nos llena
continuamente de alegría y de bienes. Su alegría es nuestra fuerza.
Pero nosotros sólo conocemos de forma parcial. Para percibir el bien
necesitamos ayudas, que la Iglesia nos proporciona en muchas ocasiones,
sobre todo en la catequesis. Jesús mismo explicita lo que es bueno para
nosotros, dándonos su primera catequesis:”Si quieres entrar en la vida, guarda
los mandamientos" (Mt 19, 17). Parte del conocimiento que el joven
ciertamente ya obtuvo gracias a su familia y a la Sinagoga: de hecho, conoce
los mandamientos, que llevan a la vida, lo cual equivale a decir que nos
garantizan autenticidad. Son las grandes señales que nos indican el camino
recto. Quien guarda los mandamientos está en el camino de Dios.
Sin embargo, no basta conocerlos. El testimonio vale más que la ciencia, o
sea, es la ciencia aplicada. No se nos imponen desde afuera, ni disminuyen
nuestra libertad. Por el contrario, constituyen fuertes impulsos interiores, que
nos llevan a actuar en cierta dirección. En su base están la gracia y la
naturaleza, que no nos dejan inmóviles. Debemos caminar. Nos impulsan a
hacer algo para realizarnos nosotros mismos. En realidad, realizarse por la
acción es volverse real. Desde nuestra juventud somos, en gran parte, lo que
queremos ser. Por decirlo así, somos obra de nuestras manos.
5. En este momento me dirijo nuevamente a vosotros jóvenes, pues quiero
oír también de vuestros labios la respuesta del joven del Evangelio:”Todo eso
lo he guardado desde mi juventud". El joven del Evangelio era bueno; cumplía
los mandamientos; andaba por el camino de Dios. Por eso, Jesús lo miró con
amor. Al reconocer que Jesús era bueno, demostró que también él era bueno.
Tenía experiencia de la bondad y, por tanto, de Dios. Y vosotros, jóvenes de
Brasil y de América Latina ¿habéis descubierto ya lo que es bueno? ¿Cumplís
los mandamientos del Señor? ¿Habéis descubierto que este es el camino
verdadero y único hacia la felicidad?
48
Los años que estáis viviendo son los años que preparan vuestro futuro. El
"mañana" depende mucho de cómo estéis viviendo el "hoy" de la juventud.
Mis queridos jóvenes, tenéis por delante una vida, que deseamos sea larga;
pero es una sola, es única: no la dejéis pasar en vano, no la desperdiciéis. Vivid
con entusiasmo, con alegría, pero sobre todo con sentido de responsabilidad.
Muchas veces sentimos temblar nuestro corazón de pastores, constatando
la situación de nuestro tiempo. Oímos hablar de los miedos de la juventud de
hoy, que nos revelan un enorme déficit de esperanza: miedo de morir, en un
momento en que la vida se está abriendo y busca encontrar su propio camino
de realización; miedo de fracasar, por no descubrir el sentido de la vida; y
miedo de quedar desconcertado ante la impresionante rapidez de los
acontecimientos y de las comunicaciones. Constatamos el alto índice de
muertes entre los jóvenes, la amenaza de la violencia, la deplorable
proliferación de las drogas, que sacude hasta la raíz más profunda a la
juventud de hoy. Por eso, a menudo se habla de una juventud perdida.
Pero mirándoos a vosotros, jóvenes aquí presentes, que irradiáis alegría y
entusiasmo, asumo la mirada de Jesús: una mirada de amor y confianza, con la
certeza de que vosotros habéis encontrado el verdadero camino. Sois los
jóvenes de la Iglesia. Por eso yo os envío a la gran misión de evangelizar a los
muchachos y muchachas que andan errantes por este mundo, como ovejas sin
pastor. Sed los apóstoles de los jóvenes. Invitadlos a caminar con vosotros, a
hacer la misma experiencia de fe, de esperanza y de amor; a encontrarse con
Jesús, para que se sientan realmente amados, acogidos, con plena posibilidad
de realizarse. Que también ellos descubran los caminos seguros de los
Mandamientos y recorriéndolos lleguen a Dios.
Podéis ser protagonistas de una sociedad nueva si os esforzáis por poner en
práctica una conducta concreta inspirada en los valores morales universales,
pero también un compromiso personal de formación humana y espiritual de
vital importancia. Un hombre o una mujer que no estén preparados para
afrontar los desafíos reales de una correcta interpretación de la vida cristiana
de su ambiente serán presa fácil de todos los asaltos del materialismo y del
laicismo, cada vez más activos en todos los niveles.
Sed hombres y mujeres libres y responsables; haced de la familia un foco
que irradie paz y alegría; sed promotores de la vida, desde el inicio hasta su
final natural; amparad a los ancianos, pues merecen respeto y admiración por
el bien que os han hecho. El Papa también espera que los jóvenes traten de
santificar su trabajo, haciéndolo con competencia técnica y con diligencia,
para contribuir al progreso de todos sus hermanos y para iluminar con la luz
del Verbo todas las actividades humanas (cf. Lumen gentium, 36).
Pero el Papa espera, sobre todo, que sepan ser protagonistas de una
sociedad más justa y fraterna, cumpliendo sus obligaciones ante el
Estado: respetando sus leyes; no dejándose llevar por el odio y por la
violencia; siendo ejemplo de conducta cristiana en el ambiente profesional y
social, y distinguiéndose por la honradez en las relaciones sociales y
profesionales. Tengan en cuenta que la ambición desmedida de riqueza y de
poder lleva a la corrupción personal y ajena; no existen motivos que
49
Fue una de las iglesias que él se encargó de reparar en los primeros años de su
conversión y donde escuchó y meditó el Evangelio de la misión (cf. 1 Cel I, 9,
22: FF 356). Después de los primeros pasos de Rivotorto, puso aquí el
"cuartel general" de la Orden, donde los frailes pudieran resguardarse casi
como en el seno materno, para renovarse y volver a partir llenos de impulso
apostólico. Aquí obtuvo para todos un manantial de misericordia en la
experiencia del "gran perdón", que todos necesitamos. Por último, aquí vivió
su encuentro con la "hermana muerte".
Queridos jóvenes, ya sabéis que el motivo que me ha traído a Asís ha sido
el deseo de revivir el camino interior de san Francisco, con ocasión del VIII
centenario de su conversión. Este momento de mi peregrinación tiene un
significado particular y he pensado en él como en la cumbre de mi jornada.
San Francisco habla a todos, pero sé que para vosotros, los jóvenes, tiene un
atractivo especial. Me lo confirma vuestra presencia tan numerosa, así como
las preguntas que habéis formulado. Su conversión sucedió cuando estaba en
la plenitud de su vitalidad, de sus experiencias, de sus sueños. Había pasado
veinticinco años sin encontrar el sentido de su vida. Pocos meses antes de
morir recordará ese período como el tiempo en que "vivía en los pecados" (cf.
2 Test 1: FF 110).
¿En qué pensaba san Francisco al hablar de "pecado"? Con los datos que
nos dan las biografías, todas ellas con matices diferentes, no es fácil
determinarlo. Un buen retrato de su estilo de vida se encuentra en la Leyenda
de los tres compañeros, donde se lee:”Francisco era muy alegre y generoso,
dedicado a los juegos y a los cantos; vagaba por la ciudad de Asís día y noche
con amigos de su mismo estilo; era tan generoso en los gastos, que en comidas
y otras cosas dilapidaba todo lo que podía tener o ganar" (3 Comp 1, 2: FF
1396).
¿De cuántos muchachos de nuestro tiempo no se podría decir algo
semejante? Además, hoy existe la posibilidad de ir a divertirse lejos de la
propia ciudad. En las iniciativas de diversión durante los fines de semana
participan numerosos jóvenes. Se puede "vagar" también virtualmente
"navegando" en internet, buscando informaciones o contactos de todo tipo. Por
desgracia, no faltan —más aún, son muchos, demasiados— los jóvenes que
buscan paisajes mentales tan fatuos como destructores en los paraísos
artificiales de la droga.
¿Cómo negar que son muchos los jóvenes, y no jóvenes, que sienten la
tentación de seguir de cerca la vida del joven Francisco antes de su
conversión? En ese estilo de vida se esconde el deseo de felicidad que existe
en el corazón humano. Pero, esa vida ¿podía dar la alegría verdadera?
Ciertamente, Francisco no la encontró. Vosotros mismos, queridos jóvenes,
podéis comprobarlo por propia experiencia. La verdad es que las cosas finitas
pueden dar briznas de alegría, pero sólo lo Infinito puede llenar el corazón. Lo
dijo otro gran convertido, san Agustín. "Nos hiciste, Señor, para ti; y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en ti" (Confesiones I, 1).
El mismo texto biográfico nos refiere que Francisco era más bien vanidoso.
Le gustaba vestir con elegancia y buscaba la originalidad (cf. 3 Comp 1, 2:
FF 1396). En cierto modo, todos nos sentimos atraídos hacia la vanidad, hacia
53
Cristo, es decir, la Iglesia. Entre Cristo y la Iglesia existe una relación íntima e
indisoluble. Ciertamente, en la misión de Francisco, ser llamado a repararla
implicaba algo propio y original.
Al mismo tiempo, en el fondo, esa tarea no era más que la responsabilidad
que Cristo atribuye a todo bautizado. También a cada uno de nosotros nos
dice: "Ve y repara mi casa". Todos estamos llamados a reparar, en cada
generación, la casa de Cristo, la Iglesia. Y sólo actuando así, la Iglesia vive y
se embellece. Como sabemos, hay muchas maneras de reparar, de edificar, de
construir la casa de Dios, la Iglesia. Se edifica con las diferentes vocaciones,
desde la laical y familiar hasta la vida de especial consagración y la vocación
sacerdotal.
En este punto, quiero decir algo precisamente sobre esta última vocación.
San Francisco, que fue diácono, no sacerdote (cf. 1 Cel I, 30, 86: FF 470),
sentía gran veneración por los sacerdotes. Aun sabiendo que incluso en los
ministros de Dios hay mucha pobreza y fragilidad, los veía como ministros del
Cuerpo de Cristo, y eso le bastaba para despertar en sí mismo un sentido de
amor, de reverencia y de obediencia (cf. 2 Test 6-10: FF 112-113). Su amor a
los sacerdotes es una invitación a redescubrir la belleza de esta vocación, vital
para el pueblo de Dios.
Queridos jóvenes, rodead de amor y gratitud a vuestros sacerdotes. Si el
Señor llamara a alguno de vosotros a este gran ministerio, o a alguna forma de
vida consagrada, no dudéis en decirle "sí". No es fácil, pero es hermoso ser
ministros del Señor, es hermoso gastar la vida por él.
El joven Francisco sintió un afecto realmente filial hacia su obispo, y en
sus manos, despojándose de todo, hizo la profesión de una vida ya totalmente
consagrada al Señor (cf. 1 Cel I, 6, 15: FF 344). Sintió de modo especial la
misión del Vicario de Cristo, al que sometió su Regla y encomendó su Orden.
En cierto sentido, el gran afecto que los Papas han manifestado a Asís a lo
largo de la historia es una respuesta al afecto que san Francisco sintió por el
Papa. Queridos jóvenes, a mí me alegra estar aquí, siguiendo las huellas de mis
predecesores, y en particular del amigo, del amado Papa Juan Pablo II.
Como en círculos concéntricos, el amor de san Francisco a Jesús no sólo se
extiende a la Iglesia sino también a todas las cosas, vistas en Cristo y por
Cristo. De aquí nace el Cántico de las criaturas, en el que los ojos descansan
en el esplendor de la creación: desde el hermano sol hasta la hermana luna,
desde la hermana agua hasta el hermano fuego. Su mirada interior se hizo tan
pura y penetrante, que descubrió la belleza del Creador en la hermosura de las
criaturas. El Cántico del hermano sol, antes de ser una altísima página de
poesía y una invitación implícita a respetar la creación, es una oración, una
alabanza dirigida al Señor, al Creador de todo.
A la luz de la oración se ha de ver también el compromiso de san Francisco
en favor de la paz. Este aspecto de su vida es de gran actualidad en un mundo
que tiene tanta necesidad de paz y no logra encontrar el camino para
alcanzarla. San Francisco fue un hombre de paz y un constructor de paz. Lo
pone de manifiesto también mediante la bondad con que trató, aunque sin
ocultar nunca su fe, con hombres de otras creencias, como lo atestigua su
encuentro con el Sultán (cf. 1 Cel I, 20, 57: FF 422).
56
eficaz del Evangelio en el alba del tercer milenio. Con mucho gusto os ofrezco
con este mensaje un motivo de meditación ir profundizándolo a lo largo de
este año de preparación y ante el cual verificar la calidad de vuestra fe en el
Espíritu Santo, de volver a encontrarla si se ha extraviado, de afianzarla si se
ha debilitado, de gustarla como compañía del Padre y del Hijo Jesucristo,
gracias precisamente a la obra indispensable del Espíritu Santo. No olvidéis
nunca que la Iglesia, más aún la humanidad misma, la que está en torno a
vosotros y que os aguarda en vuestro futuro, espera mucho de vosotros,
jóvenes, porque tenéis en vosotros el don supremo del Padre, el Espíritu de
Jesús.
una mera constatación, sino que quiere ser «Buena Noticia para los pobres,
libertad para los oprimidos, vista para los ciegos...». Es lo que se manifestó
con vigor el día de Pentecostés, convirtiéndose en gracia y en tarea de la
Iglesia para con el mundo, su misión prioritaria.
Nosotros somos los frutos de esta misión de la Iglesia por obra del Espíritu
Santo. Llevamos dentro de nosotros ese sello del amor del Padre en Jesucristo
que es el Espíritu Santo. No lo olvidemos jamás, porque el Espíritu del Señor
se acuerda siempre de cada uno y quiere, en particular mediante vosotros,
jóvenes, suscitar en el mundo el viento y el fuego de un nuevo Pentecostés.
alejan de la vida de fe. Y también hay jóvenes que ni siquiera reciben este
sacramento. Sin embargo, con los sacramentos del Bautismo, de la
Confirmación y después, de modo constante, de la Eucaristía, es como el
Espíritu Santo nos hace hijos del Padre, hermanos de Jesús, miembros de su
Iglesia, capaces de un verdadero testimonio del Evangelio, beneficiarios de la
alegría de la fe.
Os invito por tanto a reflexionar sobre lo que aquí os escribo. Hoy es
especialmente importante redescubrir el sacramento de la Confirmación y
reencontrar su valor para nuestro crecimiento espiritual. Quien ha recibido los
sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, recuerde que se ha convertido
en «templo del Espíritu»: Dios habita en él. Que sea siempre consciente de ello
y haga que el tesoro que lleva dentro produzca frutos de santidad. Quien está
bautizado, pero no ha recibido aún el sacramento de la Confirmación, que se
prepare para recibirlo sabiendo que así se convertirá en un cristiano «pleno»,
porque la Confirmación perfecciona la gracia bautismal (cf. Ibíd., 1302-1304).
La Confirmación nos da una fuerza especial para testimoniar y glorificar a
Dios con toda nuestra vida (cf. Rm 12, 1); nos hace íntimamente conscientes
de nuestra pertenencia a la Iglesia, «Cuerpo de Cristo», del cual todos somos
miembros vivos, solidarios los unos con los otros (cf. 1 Co 12, 12-25). Todo
bautizado, dejándose guiar por el Espíritu, puede dar su propia aportación a la
edificación de la Iglesia gracias a los carismas que Él nos da, porque «en cada
uno se manifiesta el Espíritu para el bien común» (1 Co 12, 7). Y cuando el
Espíritu actúa produce en el alma sus frutos que son «amor, alegría, paz,
paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga
5, 22). A cuantos, jóvenes como vosotros, no han recibido la Confirmación, les
invito cordialmente a prepararse a recibir este sacramento, pidiendo la ayuda
de sus sacerdotes. Es una especial ocasión de gracia que el Señor os ofrece:
¡no la dejéis escapar!
Quisiera añadir aquí una palabra sobre la Eucaristía. Para crecer en la vida
cristiana es necesario alimentarse del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. En
efecto, hemos sido bautizados y confirmados con vistas a la Eucaristía (cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 1322; Exhort. apost. Sacramentum caritatis,
17). Como «fuente y culmen» de la vida eclesial, la Eucaristía es un
«Pentecostés perpetuo», porque cada vez que celebramos la Santa Misa
recibimos el Espíritu Santo que nos une más profundamente a Cristo y nos
transforma en Él. Queridos jóvenes, si participáis frecuentemente en la
Celebración eucarística, si consagráis un poco de vuestro tiempo a la
adoración del Santísimo Sacramento, a la Fuente del amor, que es la
Eucaristía, os llegará esa gozosa determinación de dedicar la vida a seguir las
pautas del Evangelio. Al mismo tiempo, experimentaréis que donde no llegan
nuestras fuerzas, el Espíritu Santo nos transforma, nos colma de su fuerza y
nos hace testigos plenos del ardor misionero de Cristo resucitado.
7. La necesidad y la urgencia de la misión
Muchos jóvenes miran su vida con aprensión y se plantean tantos
interrogantes sobre su futuro. Ellos se preguntan preocupados: ¿Cómo
insertarse en un mundo marcado por numerosas y graves injusticias y
sufrimientos? ¿Cómo reaccionar ante el egoísmo y la violencia que a veces
61
parecen prevalecer? ¿Cómo dar sentido pleno a la vida? ¿Cómo contribuir para
que los frutos del Espíritu que hemos recordado precedentemente, «amor,
alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y
dominio de sí» (n. 6), inunden este mundo herido y frágil, el mundo de los
jóvenes sobre todo? ¿En qué condiciones el Espíritu vivificante de la primera
creación, y sobre todo de la segunda creación o redención, puede convertirse
en el alma nueva de la humanidad? No olvidemos que cuanto más grande es el
don de Dios –y el del Espíritu de Jesús es el máximo– tanto más lo es la
necesidad del mundo de recibirlo y, en consecuencia, más grande y
apasionante es la misión de la Iglesia de dar un testimonio creíble de él. Y
vosotros, jóvenes, con la Jornada Mundial de la Juventud, dais en cierto modo
testimonio de querer participar en dicha misión. A este propósito, queridos
amigos, me apremia recordaros aquí algunas verdades cruciales sobre las
cuales meditar. Una vez más os repito que sólo Cristo puede colmar las
aspiraciones más íntimas del corazón del hombre; sólo Él es capaz de
humanizar la humanidad y conducirla a su «divinización». Con la fuerza de su
Espíritu, Él infunde en nosotros la caridad divina, que nos hace capaces de
amar al prójimo y prontos para a ponernos a su servicio. El Espíritu Santo
ilumina, revelando a Cristo crucificado y resucitado, y nos indica el camino
para asemejarnos más a Él, para ser precisamente «expresión e instrumento del
amor que de Él emana» (Enc. Deus caritas est, 33). Y quien se deja guiar por
el Espíritu comprende que ponerse al servicio del Evangelio no es una opción
facultativa, porque advierte la urgencia de transmitir a los demás esta Buena
Noticia. Sin embargo, es necesario recordarlo una vez más, sólo podemos ser
testigos de Cristo si nos dejamos guiar por el Espíritu Santo, que es «el agente
principal de la evangelización» (cf. Evangelii nuntiandi, 75) y «el protagonista
de la misión» (cf. Redemptoris missio, 21). Queridos jóvenes, como han
reiterado tantas veces mis venerados Predecesores Pablo VI y Juan Pablo II,
anunciar el Evangelio y testimoniar la fe es hoy más necesario que nunca (cf.
Redemptoris missio, 1). Alguno puede pensar que presentar el tesoro precioso
de la fe a las personas que no la comparten significa ser intolerantes con ellos,
pero no es así, porque proponer a Cristo no significa imponerlo (cf. Evangelii
nuntiandi, 80). Además, doce Apóstoles, hace ya dos mil años, han dado la
vida para que Cristo fuese conocido y amado. Desde entonces, el Evangelio
sigue difundiéndose a través de los tiempos gracias a hombres y mujeres
animados por el mismo fervor misionero. Por lo tanto, también hoy se
necesitan discípulos de Cristo que no escatimen tiempo ni energía para servir
al Evangelio. Se necesitan jóvenes que dejen arder dentro de sí el amor de
Dios y respondan generosamente a su llamamiento apremiante, como lo han
hecho tantos jóvenes beatos y santos del pasado y también de tiempos
cercanos al nuestro. En particular, os aseguro que el Espíritu de Jesús os invita
hoy a vosotros, jóvenes, a ser portadores de la buena noticia de Jesús a
vuestros coetáneos. La indudable dificultad de los adultos de tratar de manera
comprensible y convincente con el ámbito juvenil puede ser un signo con el
cual el Espíritu quiere impulsaros a vosotros, jóvenes, a que os hagáis cargo de
ello. Vosotros conocéis el idealismo, el lenguaje y también las heridas, las
expectativas y, al mismo tiempo, el deseo de bienestar de vuestros coetáneos.
62
Sé que es más fácil decirlo que realizarlo, pero veo aquí personas que se
comprometen para que surjan también centros en las periferias, para que
crezca la esperanza. Por tanto, me parece que precisamente en las periferias
debemos tomar la iniciativa. Es necesario que la Iglesia esté presente; que
Cristo, el centro del mundo, esté presente.
Hemos visto, y vemos hoy en el evangelio, que para Dios no hay periferias.
La Tierra Santa, en el vasto contexto del Imperio romano, era periferia;
Nazaret era periferia, una aldea desconocida. Y, sin embargo, precisamente esa
realidad fue de hecho el centro que cambió el mundo. Así, también nosotros
debemos formar centros de fe, de esperanza, de amor y de solidaridad, de
sentido de la justicia y de la legalidad, de cooperación.
Sólo así puede sobrevivir la sociedad moderna. Necesita esta valentía de
crear centros, aunque aparentemente no parece existir esperanza. Debemos
oponernos a esta desesperación; debemos colaborar con gran solidaridad y
hacer todo lo posible para que aumente la esperanza, para que los hombres
colaboren y vivan. Como vemos, es necesario cambiar el mundo; pero es
precisamente la juventud la que tiene la misión de cambiarlo. No lo podemos
hacer sólo con nuestras fuerzas, sino en comunión de fe y de camino. En
comunión con María, con todos los santos; en comunión con Cristo,
podemos hacer algo esencial.
Os estimulo y os invito a tener confianza en Cristo, a tener confianza en
Dios. Estar en la gran compañía de los santos y avanzar con ellos puede
cambiar el mundo, creando centros en la periferia, para que esa compañía sea
realmente visible y así se haga realidad la esperanza de todos, de modo que
cada uno pueda decir: "Yo soy importante en la totalidad de la historia. El
Señor nos ayudará". Gracias.
Pregunta formulada por la joven Sara Simonetta:
Yo creo en el Dios que ha tocado mi corazón, pero son muchas las
inseguridades, los interrogantes, los miedos que llevo en mi interior. No es
fácil hablar de Dios con mis amigos; muchos de ellos ven a la Iglesia como
una realidad que juzga a los jóvenes, que se opone a sus deseos de felicidad y
de amor. Ante este rechazo siento fuertemente la soledad humana y quisiera
sentir la cercanía de Dios. Santidad, ¿en este silencio dónde está Dios?
Sí, todos nosotros, aunque seamos creyentes, experimentamos el silencio
de Dios. En el Salmo que acabamos de rezar se encuentra este grito casi
desesperado: "Habla, Señor; no te escondas". Hace poco se publicó un libro
con las experiencias espirituales de la madre Teresa. En él se pone de
manifiesto aún más claramente lo que ya sabíamos: con toda su caridad, su
fuerza de fe, la madre Teresa sufría el silencio de Dios.
Por una parte, debemos soportar este silencio de Dios también para poder
comprender a nuestros hermanos que no conocen a Dios. Por otra, con el
Salmo, podemos gritar continuamente a Dios: "Habla, muéstrate". Sin duda,
en nuestra vida, si tenemos el corazón abierto, podemos encontrar los grandes
momentos en los que realmente la presencia de Dios se hace sensible también
para nosotros.
Me viene a la mente en este momento una anécdota que refirió Juan Pablo
II en los ejercicios espirituales que predicó en el Vaticano cuando aún no era
65
Papa. Contó que después de la guerra lo visitó un oficial ruso, que era
científico, el cual le dijo: "Como científico, estoy seguro de que Dios no
existe; pero cuando me encuentro en una montaña, ante su majestuosa belleza,
ante su grandeza, también estoy seguro de que el Creador existe y de que Dios
existe".
La belleza de la creación es una de las fuentes donde realmente podemos
descubrir la belleza de Dios, donde podemos ver que el Creador existe y es
bueno, que es verdad lo que dice la sagrada Escritura en el relato de la
creación, o sea, que Dios pensó e hizo este mundo con su corazón, con su
voluntad, con su razón, y vio que era bueno. También nosotros debemos ser
buenos, teniendo el corazón abierto a percibir realmente la presencia de Dios.
Asimismo, al escuchar la palabra de Dios en las grandes celebraciones
litúrgicas, en las fiestas de la fe, en la gran música de la fe, percibimos esta
presencia.
Recuerdo en este momento otra anécdota que me contó hace poco tiempo
un obispo en visita "ad limina": una mujer no cristiana muy inteligente
comenzó a escuchar la gran música de Bach, Händel, Mozart. Estaba fascinada
y un día dijo: "Debo encontrar la fuente de donde pudo brotar esta belleza".
Esa mujer se convirtió al cristianismo, a la fe católica, porque había
descubierto que esa belleza tiene una fuente, y la fuente es precisamente la
presencia de Cristo en los corazones, es la revelación de Cristo en este mundo.
Por consiguiente, las grandes fiestas de la fe, de la celebración litúrgica,
pero también el diálogo personal con Cristo: él no siempre responde, pero hay
momentos en que realmente responde.
Luego viene la amistad, la compañía de la fe. Ahora, reunidos aquí en
Loreto, vemos cómo la fe une, la amistad crea una compañía de personas en
camino. Y sentimos que todo esto no viene de la nada, sino que realmente
tiene una fuente, que el Dios silencioso es también un Dios que habla, que se
revela, y sobre todo que nosotros mismos podemos ser testigos de su
presencia, que nuestra fe proyecta realmente una luz también para los demás.
Así pues, por una parte, debemos aceptar que en este mundo Dios es
silencioso, pero no debemos ser sordos cuando habla, cuando se nos muestra
en muchas ocasiones; vemos la presencia del Señor sobre todo en la creación,
en una hermosa liturgia, en la amistad dentro de la Iglesia; y, llenos de su
presencia, también nosotros podemos iluminar a los demás.
Paso a la segunda parte de su pregunta: hoy es difícil hablar de Dios a los
amigos y tal vez resulta aún más difícil hablar de la Iglesia, porque ven a Dios
sólo como el límite de nuestra libertad, un Dios de mandamientos, de
prohibiciones, y a la Iglesia como una institución que limita nuestra libertad,
que nos impone prohibiciones.
Pero debemos tratar de presentarles la Iglesia viva, no esa idea de un centro
de poder en la Iglesia con estas etiquetas, sino las comunidades de compañía
en las que, a pesar de todos los problemas de la vida, que todos tenemos, nace
la alegría de vivir.
Aquí me viene a la mente un tercer recuerdo. En Brasil estuve en la
"Hacienda de la Esperanza", una gran realidad donde los drogadictos se curan
y recobran la esperanza, recobran la alegría de vivir. Los drogadictos
66
testimoniaron que precisamente descubrir que Dios existe significó para ellos
la curación de la desesperación. Así comprendieron que su vida tiene un
sentido y recobraron la alegría de estar en este mundo, la alegría de afrontar
los problemas de la vida humana.
Por tanto, en todo corazón humano, a pesar de los problemas que existen,
hay sed de Dios; y donde Dios desaparece, desaparece también el sol que da
luz y alegría. Esta sed de infinito que hay en nuestro corazón se demuestra
también en la realidad de la droga: el hombre quiere ensanchar su vida, quiere
obtener más de la vida, quiere alcanzar el infinito, pero la droga es una
mentira, una estafa, porque no ensancha la vida, sino que la destruye.
Realmente, tenemos una gran sed, que nos habla de Dios y nos pone en
camino hacia Dios, pero debemos ayudarnos mutuamente. Cristo vino
precisamente para crear una red de comunión en el mundo, donde todos
podemos apoyarnos unos a otros, ayudándonos a encontrar juntos el camino de
la vida y a comprender que los mandamientos de Dios no son limitaciones de
nuestra libertad, sino las señales de carretera que nos orientan hacia Dios,
hacia la plenitud de la vida.
Pidamos a Dios que nos ayude a descubrir su presencia, a estar llenos de su
Revelación, de su alegría, a ayudarnos unos a otros en la compañía de la fe
para avanzar y encontrar cada vez más, con Cristo, el verdadero rostro de
Dios, y así la vida verdadera.
* **
DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Queridos jóvenes, que constituís la esperanza de la Iglesia en Italia:
Me alegra encontrarme con vosotros en este lugar tan singular, en esta
velada especial, en la que se entrelazan oraciones, cantos y silencios, una
velada llena de esperanzas y profundas emociones. Este valle, donde en el
pasado también mi amado predecesor Juan Pablo II se encontró con muchos
de vosotros, ya se ha convertido en vuestra "ágora", en vuestra plaza sin muros
y sin barreras, donde convergen y parten mil caminos.
He escuchado con atención al que ha hablado en nombre de todos
vosotros. A este lugar de encuentro pacífico, auténtico y jubiloso, habéis
llegado impulsados por mil motivos diversos: unos por pertenecer a un grupo;
otros, invitados por algún amigo; otros, por íntima convicción; otros, con
alguna duda en el corazón; y otros, por simple curiosidad...
Cualquiera que sea el motivo que os ha traído aquí, quiero deciros que
quien nos ha reunido aquí, aunque hace falta valentía para decirlo, es el
Espíritu Santo. Sí, esto es lo que ha sucedido. Quien os ha guiado hasta aquí es
el Espíritu. Habéis venido con vuestras dudas y vuestras certezas, con vuestras
alegrías y vuestras preocupaciones. Ahora nos toca a todos nosotros, a todos
vosotros, abrir el corazón y ofrecer todo a Jesús.
Decidle: "Heme aquí. Ciertamente no soy todavía como tú quisieras que
fuera; ni siquiera logro entenderme a fondo a mí mismo, pero con tu ayuda
estoy dispuesto a seguirte. Señor Jesús, esta tarde quisiera hablarte, haciendo
mía la actitud interior y el abandono confiado de aquella joven que hace dos
mil años pronunció su "sí" al Padre, que la escogía para ser tu Madre. El Padre
67
Nos podría decir muchas cosas al respecto el padre Giancarlo Bossi, por el
que oramos durante el tiempo de su secuestro en Filipinas, y hoy nos
alegramos de que esté aquí con nosotros. A través de él quisiera saludar y dar
las gracias a todos los que consagran su vida a Cristo en las fronteras de la
evangelización. Queridos jóvenes, si el Señor os llama a vivir más
íntimamente a su servicio, responded con generosidad. Tened la certeza de que
la vida dedicada a Dios nunca se gasta en vano.
Queridos jóvenes, antes de concluir estas palabras, quiero abrazaros con
corazón de padre. Os abrazo a cada uno, y os saludo cordialmente.
Nos uniremos "virtualmente" más tarde y nos volveremos a ver mañana
por la mañana, al terminar esta noche de vela, para el momento más
importante de nuestro encuentro, cuando Jesús mismo se haga realmente
presente en su Palabra y en el misterio de la Eucaristía.
Oremos para que el Señor, que realiza todo prodigio, conceda a muchos de
vosotros estar allí; para que me lo conceda a mí y os lo conceda a vosotros.
Este es uno de los muchos sueños que esta noche, orando juntos,
encomendamos a María. Amén.
nueva Alianza. Para acoger una propuesta fascinante como la que nos hace
Jesús, para establecer una alianza con él, hace falta ser jóvenes interiormente,
capaces de dejarse interpelar por su novedad, para emprender con él caminos
nuevos.
Jesús tiene predilección por los jóvenes, como lo pone de manifiesto el
diálogo con el joven rico (cf. Mt 19, 16-22; Mc 10, 17-22); respeta su libertad,
pero nunca se cansa de proponerles metas más altas para su vida: la novedad
del Evangelio y la belleza de una conducta santa. Siguiendo el ejemplo de su
Señor, la Iglesia tiene esa misma actitud. Por eso, queridos jóvenes, os mira
con inmenso afecto; está cerca de vosotros en los momentos de alegría y de
fiesta, al igual que en los de prueba y desvarío; os sostiene con los dones de la
gracia sacramental y os acompaña en el discernimiento de vuestra vocación.
Queridos jóvenes, dejaos implicar en la vida nueva que brota del encuentro
con Cristo y podréis ser apóstoles de su paz en vuestras familias, entre
vuestros amigos, en el seno de vuestras comunidades eclesiales y en los
diversos ambientes en los que vivís y actuáis.
Pero, ¿qué es lo que hace realmente "jóvenes" en sentido evangélico? Este
encuentro, que tiene lugar a la sombra de un santuario mariano, nos invita a
contemplar a la Virgen. Por eso, nos preguntamos: ¿Cómo vivió María su
juventud? ¿Por qué en ella se hizo posible lo imposible? Nos lo revela ella
misma en el cántico del Magníficat: Dios "ha puesto los ojos en la humildad
de su esclava" (Lc 1, 48).
Dios aprecia en María la humildad, más que cualquier otra cosa. Y
precisamente de la humildad nos hablan las otras dos lecturas de la liturgia de
hoy. ¿No es una feliz coincidencia que se nos dirija este mensaje precisamente
aquí, en Loreto? Aquí, nuestro pensamiento va naturalmente a la Santa Casa de
Nazaret, que es el santuario de la humildad: la humildad de Dios, que se hizo
carne, se hizo pequeño; y la humildad de María, que lo acogió en su seno. La
humildad del Creador y la humildad de la criatura.
De ese encuentro de humildades nació Jesús, Hijo de Dios e Hijo del
hombre. "Cuanto más grande seas, tanto más debes humillarte, y ante el Señor
hallarás gracia, pues grande es el poderío del Señor, y por los humildes es
glorificado", nos dice el pasaje del Sirácida (Si 3, 18-20); y Jesús, en el
evangelio, después de la parábola de los invitados a las bodas, concluye:
"Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado"
(Lc 14, 11).
Esta perspectiva que nos indican las Escrituras choca fuertemente hoy con
la cultura y la sensibilidad del hombre contemporáneo. Al humilde se le
considera un abandonista, un derrotado, uno que no tiene nada que decir al
mundo. Y, en cambio, este es el camino real, y no sólo porque la humildad es
una gran virtud humana, sino, en primer lugar, porque constituye el modo de
actuar de Dios mismo. Es el camino que eligió Cristo, el mediador de la nueva
Alianza, el cual, "actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta
someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (Flp 2, 8).
Queridos jóvenes, me parece que en estas palabras de Dios sobre la
humildad se encierra un mensaje importante y muy actual para vosotros, que
queréis seguir a Cristo y formar parte de su Iglesia. El mensaje es este: no
71
una nueva primavera del Espíritu. Os espero, por tanto, en gran número
también en Australia, al concluir vuestro segundo año del Ágora.
Por último, volvamos una vez más nuestra mirada a María, modelo de
humildad y de valentía. Ayúdanos, Virgen de Nazaret, a ser dóciles a la obra
del Espíritu Santo, como lo fuiste tú. Ayúdanos a ser cada vez más santos,
discípulos enamorados de tu Hijo Jesús. Sostén y acompaña a estos jóvenes,
para que sean misioneros alegres e incansables del Evangelio entre sus
coetáneos, en todos los lugares de Italia. Amén.
***
El Papa pronunció las siguientes palabras antes de impartir la bendición
apostólica:
Queridos hermanos y hermanas, estamos para despedirnos de este lugar en
el que hemos celebrado los santos misterios, lugar donde se hace memoria de
la encarnación del Verbo. El santuario lauretano nos recuerda también hoy que
para acoger plenamente la Palabra de vida no basta conservar el don recibido:
también hay que ir, con solicitud, por otros caminos y a otras ciudades, a
comunicarlo con gozo y agradecimiento, como la joven María de Nazaret.
Queridos jóvenes, conservad en el corazón el recuerdo de este lugar y, como
los setenta y dos discípulos designados por Jesús, id con determinación y
libertad de espíritu: comunicad la paz, sostened al débil, preparad los
corazones a la novedad de Cristo. Anunciad que el reino de Dios está cerca.
2008
nacen hoy fueran diferentes de los que nacían en el pasado. Además, se habla
de una "ruptura entre las generaciones", que ciertamente existe y pesa, pero es
más bien el efecto y no la causa de la falta de transmisión de certezas y
valores.
Por consiguiente, ¿debemos echar la culpa a los adultos de hoy, que ya no
serían capaces de educar? Ciertamente, tanto entre los padres como entre los
profesores, y en general entre los educadores, es fuerte la tentación de
renunciar; más aún, existe incluso el riesgo de no comprender ni siquiera cuál
es su papel, o mejor, la misión que se les ha confiado. En realidad, no sólo
están en juego las responsabilidades personales de los adultos o de los jóvenes,
que ciertamente existen y no deben ocultarse, sino también un clima
generalizado, una mentalidad y una forma de cultura que llevan a dudar del
valor de la persona humana, del significado mismo de la verdad y del bien; en
definitiva, de la bondad de la vida. Entonces, se hace difícil transmitir de una
generación a otra algo válido y cierto, reglas de comportamiento, objetivos
creíbles en torno a los cuales construir la propia vida.
Queridos hermanos y hermanas de Roma, ante esta situación quisiera
deciros unas palabras muy sencillas: ¡No tengáis miedo! En efecto, todas estas
dificultades no son insuperables. Más bien, por decirlo así, son la otra cara de
la medalla del don grande y valioso que es nuestra libertad, con la
responsabilidad que justamente implica. A diferencia de lo que sucede en el
campo técnico o económico, donde los progresos actuales pueden sumarse a
los del pasado, en el ámbito de la formación y del crecimiento moral de las
personas no existe esa misma posibilidad de acumulación, porque la libertad
del hombre siempre es nueva y, por tanto, cada persona y cada generación
debe tomar de nuevo, personalmente, sus decisiones. Ni siquiera los valores
más grandes del pasado pueden heredarse simplemente; tienen que ser
asumidos y renovados a través de una opción personal, a menudo costosa.
Pero cuando vacilan los cimientos y fallan las certezas esenciales, la
necesidad de esos valores vuelve a sentirse de modo urgente; así, en concreto,
hoy aumenta la exigencia de una educación que sea verdaderamente tal. La
solicitan los padres, preocupados y con frecuencia angustiados por el futuro de
sus hijos; la solicitan tantos profesores, que viven la triste experiencia de la
degradación de sus escuelas; la solicita la sociedad en su conjunto, que ve
cómo se ponen en duda las bases mismas de la convivencia; la solicitan en lo
más íntimo los mismos muchachos y jóvenes, que no quieren verse
abandonados ante los desafíos de la vida. Además, quien cree en Jesucristo
posee un motivo ulterior y más fuerte para no tener miedo, pues sabe que Dios
no nos abandona, que su amor nos alcanza donde estamos y como somos, con
nuestras miserias y debilidades, para ofrecernos una nueva posibilidad de bien.
Queridos hermanos y hermanas, para hacer aún más concretas mis
reflexiones, puede ser útil identificar algunas exigencias comunes de una
educación auténtica. Ante todo, necesita la cercanía y la confianza que nacen
del amor: pienso en la primera y fundamental experiencia de amor que hacen
los niños —o que, por lo menos, deberían hacer— con sus padres. Pero todo
verdadero educador sabe que para educar debe dar algo de sí mismo y que
78
Miren a su alrededor con los ojos de Cristo, escuchen con sus oídos, intuyan y
piensen con su corazón y su espíritu. ¿Están ustedes dispuestos a dar todo por
la verdad y la justicia, como hizo Él? Muchos de los ejemplos de sufrimiento a
los que nuestros santos respondieron con compasión, siguen produciéndose
todavía en esta ciudad y en sus alrededores. Y han surgido nuevas injusticias:
algunas son complejas y derivan de la explotación del corazón y de la
manipulación del espíritu; también nuestro ambiente de la vida ordinaria, la
tierra misma, gime bajo el peso de la avidez consumista y de la explotación
irresponsable. Hemos de escuchar atentamente. Hemos de responder con una
acción social renovada que nazca del amor universal que no conoce límites.
De este modo estamos seguros de que nuestras obras de misericordia y justicia
se transforman en esperanza viva para los demás.
Queridos jóvenes, quisiera añadir por último una palabra sobre las
vocaciones. Pienso, ante todo, en sus padres, abuelos y padrinos. Ellos han
sido sus primeros educadores en la fe. Al presentarlos para el bautismo, les
dieron la posibilidad de recibir el don más grande de su vida. Aquel día
ustedes entraron en la santidad de Dios mismo. Llegaron a ser hijos e hijas
adoptivos del Padre. Fueron incorporados a Cristo. Se convirtieron en morada
de su Espíritu. Recemos por las madres y los padres en todo el mundo, en
particular por los que de alguna manera están lejos, social, material,
espiritualmente. Honremos las vocaciones al matrimonio y a la dignidad de la
vida familiar. Deseamos que se reconozca siempre que las familias son el lugar
donde nacen las vocaciones.
Saludo a los seminaristas congregados en el Seminario de San José y
animo también a todos los seminaristas de América. Me alegra saber que están
aumentando. El Pueblo de Dios espera de ustedes que sean sacerdotes santos,
caminando cotidianamente hacia la conversión, inculcando en los demás el
deseo de entrar más profundamente en la vida eclesial de creyentes. Les
exhorto a profundizar su amistad con Jesús, el Buen Pastor. Hablen con Él de
corazón a corazón. Rechacen toda tentación de ostentación, hacer carrera o de
vanidad. Tiendan hacia un estilo de vida caracterizado auténticamente por la
caridad, la castidad y la humildad, imitando a Cristo, el Sumo y Eterno
Sacerdote, del que deben llegar a ser imágenes vivas (cf. Pastores dabo vobis,
33). Queridos seminaristas, rezo por ustedes cada día. Recuerden que lo que
cuenta ante el Señor es permanecer en su amor e irradiar su amor por los
demás.
Las Religiosas, los Religiosos y los Sacerdotes de las Congregaciones
contribuyen generosamente a la misión de la Iglesia. Su testimonio profético
se caracteriza por una convicción profunda de la primacía del Evangelio para
plasmar la vida cristiana y transformar la sociedad. Quisiera hoy llamar su
atención sobre la renovación espiritual positiva que las Congregaciones están
llevando a cabo en relación con su carisma. La palabra “carisma” significa don
ofrecido libre y gratuitamente. Los carismas los concede el Espíritu Santo que
inspira a los fundadores y fundadoras y forma las Congregaciones con el
consiguiente patrimonio espiritual. El maravilloso conjunto de carismas
propios de cada Instituto religioso es un tesoro espiritual extraordinario. En
efecto, la historia de la Iglesia se muestra tal vez del modo más bello a través
87
En una de sus obras, un famoso escritor francés nos ha dejado una frase
que hoy quiero compartir con vosotros: "Hay una sola tristeza: no ser santos"
(Léon Bloy, La femme pauvre, II, 27). Queridos jóvenes, atreveos a
comprometer vuestra vida en opciones valientes; naturalmente, no solos, sino
con el Señor. Dad a esta ciudad el impulso y el entusiasmo que derivan de
vuestra experiencia viva de fe, una experiencia que no mortifica las
expectativas de la vida humana, sino que las exalta al participar en la misma
experiencia de Cristo.
caminos de vida, llevan a los pastos del alma, aunque sean escarpados y
difíciles.
Queridos amigos, os invito a cultivar la vida espiritual. Jesús dijo: "Yo soy
la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da
mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5). Jesús
no hace juegos de palabras; es claro y directo. Todos le entienden y toman
posición. La vida del alma es encuentro con él, Rostro concreto de Dios. Es
oración silenciosa y perseverante, es vida sacramental, es Evangelio meditado,
es acompañamiento espiritual, es pertenencia cordial a la Iglesia, a vuestras
comunidades eclesiales.
Pero ¿cómo se puede amar, entrar en amistad con alguien a quien no se
conoce? El conocimiento impulsa al amor y el amor estimula el conocimiento.
Así sucede también con Cristo. Para encontrar el amor con Cristo, para
encontrarlo realmente como compañero de nuestra vida, ante todo debemos
conocerlo. Como los dos discípulos que lo siguen después de escuchar las
palabras del Bautista y le dicen tímidamente: "Rabbí, ¿dónde vives?" (Jn 1,
38), quieren conocerlo de cerca.
Es el mismo Jesús quien, hablando con los discípulos, distingue: "¿Quién
dice la gente que soy yo?" (cf. Mt 16, 13), refiriéndose a los que lo conocen de
lejos, por decirlo así "de segunda mano". "Y vosotros ¿quién decís que soy
yo?", refiriéndose a los que lo conocen "de primera mano", habiendo vivido
con él, habiendo entrado realmente en su vida personalísima hasta convertirse
en testigos de su oración, de su diálogo con el Padre.
Así, es importante que tampoco nosotros nos limitemos a la superficialidad
de tantos que escucharon algo acerca de él: que era una gran personalidad,
etc..., sino que entremos en una relación personal para conocerlo realmente. Y
esto exige el conocimiento de la Escritura, sobre todo de los Evangelios, donde
el Señor habla con nosotros. Estas palabras no siempre son fáciles, pero
entrando en ellas, entrando en diálogo, llamando a la puerta de las palabras,
diciendo al Señor: "Ábreme", encontramos realmente palabras de vida eterna,
palabras vivas para hoy, tan actuales como lo fueron en aquel momento y
como lo serán en el futuro.
Este coloquio con el Señor en la Escritura no debe ser nunca un coloquio
individual; ha de hacerse en comunión, en la gran comunión de la Iglesia,
donde Cristo está siempre presente, en la comunión de la liturgia, del
encuentro personalísimo de la sagrada Eucaristía y del sacramento de la
Reconciliación, donde el Señor me dice: "Te perdono".
Un camino muy importante es también ayudar a los pobres, a los
necesitados, tener tiempo para los demás. Hay muchas dimensiones para entrar
en el conocimiento de Jesús. Naturalmente están también las vidas de los
santos. Tenéis numerosos santos aquí, en Liguria, en Génova, que nos ayudan
a encontrar el verdadero rostro de Jesús. Sólo así, conociendo personalmente a
Jesús, podemos también comunicar esta amistad nuestra a los demás; podemos
superar la indiferencia. Porque, aunque parezca invencible —en efecto, a
veces, la indiferencia da la impresión de no necesitar a Dios—, en realidad,
todos saben qué les falta en su vida.
90
defender su fe en Jesús ante en medio hostil (cf. Hch 4,33) y curar a los
enfermos (cf. Hch 5,12-16). Y, obedeciendo al mandato de Cristo mismo,
partieron dando testimonio del acontecimiento más grande de todos los
tiempos: que Dios se ha hecho uno de nosotros, que el divino ha entrado en la
historia humana para poder transformarla, y que estamos llamados a
empaparnos del amor salvador de Cristo que triunfa sobre el mal y la muerte.
En su famoso discurso en el areópago, San Pablo presentó su mensaje de esta
manera: «Dios da a cada uno todas las cosas, incluida la vida y el respiro, de
manera que todos los pueblos pudieran buscar a Dios, y siguiendo los propios
caminos hacia Él, lograran encontrarlo. En efecto, no está lejos de ninguno de
nosotros, pues en Él vivimos, nos movemos y existimos» (cf. Hch 17, 25-28).
Desde entonces, hombres y mujeres se han puesto en camino para
proclamar el mismo hecho, testimoniando el amor y la verdad de Cristo, y
contribuyendo a la misión de la Iglesia. Hoy recordamos a aquellos pioneros –
sacerdotes, religiosas y religiosos– que llegaron a estas costas y a otras zonas
del Océano Pacífico, desde Irlanda, Francia, Gran Bretaña y otras partes de
Europa. La mayor parte de ellos eran jóvenes –algunos incluso con apenas
veinte años– y, cuando saludaron para siempre a sus padres, hermanos,
hermanas y amigos, sabían que sería difícil para ellos volver a casa. Sus vidas
fueron un testimonio cristiano, sin intereses egoístas. Se convirtieron en
humildes pero tenaces constructores de gran parte de la herencia social y
espiritual que todavía hoy es portadora de bondad, compasión y orientación a
estas Naciones. Y fueron capaces de inspirar a otra generación. Esto nos trae al
recuerdo inmediatamente la fe que sostuvo a la beata Mary MacKillop en su
neta determinación de educar especialmente los pobres, y al beato Peter To Rot
en su firme convicción de que la guía de una comunidad ha de referirse
siempre al Evangelio. Pensad también en vuestros abuelos y vuestros padres,
vuestros primeros maestros en la fe. También ellos han hecho innumerables
sacrificios, de tiempo y energía, movidos por el amor que os tienen. Ellos, con
apoyo de los sacerdotes y los enseñantes de vuestra parroquia, tienen la tarea,
no siempre fácil pero sumamente gratificante, de guiaros hacia todo lo que es
bueno y verdadero, mediante su ejemplo personal y su modo de enseñar y
vivir la fe cristiana.
Hoy me toca a mí. Para algunos puede parecer que, viniendo aquí, hemos
llegado al fin del mundo. Ciertamente, para los de vuestra edad cualquier viaje
en avión es una perspectiva excitante. Pero para mí, este vuelo ha sido en
cierta medida motivo de aprensión. Sin embargo, la vista de nuestro planeta
desde lo alto ha sido verdaderamente magnífica. El relampagueo del
Mediterráneo, la magnificencia del desierto norteafricano, la exuberante selva
de Asia, la inmensidad del océano Pacífico, el horizonte sobre el que surge y
se pone el sol, el majestuoso esplendor de la belleza natural de Australia, todo
eso que he podido disfrutar durante un par de días, suscita un profundo sentido
de temor reverencial. Es como si uno hojeara rápidamente imágenes de la
historia de la creación narrada en el Génesis: la luz y las tinieblas, el sol y la
luna, las aguas, la tierra y las criaturas vivientes. Todo eso es «bueno» a los
ojos de Dios (cf. Gn 1, 1-2. 2,4). Inmersos en tanta belleza, ¿cómo no hacerse
94
eco de las palabras del Salmista que alaba al Creador: «!Qué admirable es tu
nombre en toda la tierra!» (Sal 8,2)?
Pero hay más, algo difícil de ver desde lo alto de los cielos: hombres y
mujeres creados nada menos que a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26).
En el centro de la maravilla de la creación estamos nosotros, vosotros y yo, la
familia humana «coronada de gloria y majestad» (cf. Sal 8,6). ¡Qué
asombroso! Con el Salmista, susurramos: «Qué es el hombre para que te
acuerdes de él?» (cf. Sal 8,5). Nosotros, sumidos en el silencio, en un espíritu
de gratitud, en el poder de la santidad, reflexionamos.
Y ¿qué descubrimos? Quizás con reluctancia llegamos a admitir que
también hay heridas que marcan la superficie de la tierra: la erosión, la
deforestación, el derroche de los recursos minerales y marinos para alimentar
un consumismo insaciable. Algunos de vosotros provienen de islas-estado,
cuya existencia misma está amenazada por el aumento del nivel de las aguas;
otros de naciones que sufren los efectos de sequías desoladoras. La
maravillosa creación de Dios es percibida a veces como algo casi hostil por
parte de sus custodios, incluso como algo peligroso. ¿Cómo es posible que lo
que es «bueno» pueda aparecer amenazador?
Pero hay más aún. ¿Qué decir del hombre, de la cumbre de la creación de
Dios? Vemos cada día los logros del ingenio humano. La cualidad y la
satisfacción de la vida de la gente crece constantemente de muchas maneras,
tanto a causa del progreso de las ciencias médicas y de la aplicación hábil de la
tecnología como de la creatividad plasmada en el arte. También entre vosotros
hay una disponibilidad atenta para acoger las numerosas oportunidades que se
os ofrecen. Algunos de vosotros destacan en los estudios, en el deporte, en la
música, la danza o el teatro; otros tienen un agudo sentido de la justicia social
y de la ética, y muchos asumen compromisos de servicio y voluntariado.
Todos nosotros, jóvenes y ancianos, tenemos momentos en los que la bondad
innata de la persona humana –perceptible tal vez en el gesto de un niño
pequeño o en la disponibilidad de un adulto para perdonar– nos llena de
profunda alegría y gratitud.
Sin embargo, estos momentos no duran mucho. Por eso, hemos de
reflexionar algo más. Y así descubrimos que no sólo el entorno natural, sino
también el social –el hábitat que nos creamos nosotros mismos– tiene sus
cicatrices; heridas que indican que algo no está en su sitio. También en nuestra
vida personal y en nuestras comunidades podemos encontrar hostilidades a
veces peligrosas; un veneno que amenaza corroer lo que es bueno, modificar
lo que somos y desviar el objetivo para el que hemos sido creados. Los
ejemplos abundan, como bien sabéis. Entre los más evidentes están el abuso de
alcohol y de drogas, la exaltación de la violencia y la degradación sexual,
presentados a menudo en la televisión e internet como una diversión. Me
pregunto cómo uno que estuviera cara a cara con personas que están sufriendo
realmente violencia y explotación sexual podría explicar que estas tragedias,
representadas de manera virtual, han de considerarse simplemente como
«diversión».
Hay también algo siniestro que brota del hecho de que la libertad y la
tolerancia están frecuentemente separadas de la verdad. Esto está fomentado
95
por la idea, hoy muy difundida, de que no hay una verdad absoluta que guíe
nuestras vidas. El relativismo, dando en la práctica valor a todo,
indiscriminadamente, ha hecho que la «experiencia» sea lo más importante de
todo. En realidad, las experiencias, separadas de cualquier consideración sobre
lo que es bueno o verdadero, pueden llevar, no a una auténtica libertad, sino a
una confusión moral o intelectual, a un debilitamiento de los principios, a la
pérdida de la autoestima, e incluso a la desesperación.
Queridos amigos, la vida no está gobernada por el azar, no es casual.
Vuestra existencia personal ha sido querida por Dios, bendecida por él y con
un objetivo que se le ha dado (cf. Gn 1,28). La vida no es una simple sucesión
de hechos y experiencias, por útiles que pudieran ser. Es una búsqueda de lo
verdadero, bueno y hermoso. Precisamente para lograr esto hacemos nuestras
opciones, ejercemos nuestra libertad y en esto, es decir, en la verdad, el bien y
la belleza, encontramos felicidad y alegría. No os dejéis engañar por los que
ven en vosotros simplemente consumidores en un mercado de posibilidades
indiferenciadas, donde la elección en sí misma se convierte en bien, la
novedad se hace pasar como belleza y la experiencia subjetiva suplanta a la
verdad.
Cristo ofrece más. Es más, ofrece todo. Sólo él, que es la Verdad, puede ser
la Vía y, por tanto, también la Vida. Así, la «vía» que los Apóstoles llevaron
hasta los confines de la tierra es la vida en Cristo. Es la vida de la Iglesia. Y el
ingreso en esta vida, en el camino cristiano, es el Bautismo.
Por tanto, esta tarde deseo recordar brevemente algo de nuestra
comprensión del Bautismo, antes de que mañana consideremos el Espíritu
Santo. El día del Bautismo, Dios os ha introducido en su santidad (cf. 2 P 1,4).
Habéis sido adoptados como hijos e hijas del Padre y habéis sido incorporados
a Cristo. Os habéis convertido en morada de su Espíritu (cf. 1 Co 6,19). Por
eso, al final del rito del Bautismo el sacerdote se dirigió a vuestros padres y a
los participantes y, llamándoos por vuestro nombre, dijo: «Ya eres nueva
criatura» (Ritual del Bautismo, 99).
Queridos amigos, en casa, en la escuela, en la universidad, en los lugares
de trabajo y diversión, recordad que sois criaturas nuevas. Cómo cristianos,
estáis en este mundo sabiendo que Dios tiene un rostro humano, Jesucristo, el
«camino» que colma todo anhelo humano y la «vida» de la que estamos
llamados a dar testimonio, caminando siempre iluminados por su luz (cf. ibíd.,
100).
La tarea del testigo no es fácil. Hoy muchos sostienen que a Dios se le
debe “dejar en el banquillo”, y que la religión y la fe, aunque convenientes
para los individuos, han de ser excluidas de la vida pública, o consideradas
sólo para obtener limitados objetivos pragmáticos. Esta visión secularizada
intenta explicar la vida humana y plasmar la sociedad con pocas o ninguna
referencia al Creador. Se presenta como una fuerza neutral, imparcial y
respetuosa de cada uno. En realidad, como toda ideología, el laicismo impone
una visión global. Si Dios es irrelevante en la vida pública, la sociedad podrá
plasmarse según una perspectiva carente de Dios. Sin embargo, la experiencia
enseña que el alejamiento del designio de Dios creador provoca un desorden
que tiene repercusiones inevitables sobre el resto de la creación (cf. Mensaje
96
para la Jornada Mundial de la Paz, 1990, 5). Cuando Dios queda eclipsado,
nuestra capacidad de reconocer el orden natural, la finalidad y el «bien»,
empieza a disiparse. Lo que se ha promovido ostentosamente como
ingeniosidad humana se ha manifestado bien pronto como locura, avidez y
explotación egoísta. Y así nos damos cuenta cada vez más de lo necesaria que
es la humildad ante la delicada complejidad del mundo de Dios.
Y ¿que decir de nuestro entorno social? ¿Estamos suficientemente alerta
ante los signos de que estamos dando la espalda a la estructura moral con la
que Dios ha dotado a la humanidad (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de
la Paz, 2007, 8)? ¿Sabemos reconocer que la dignidad innata de toda persona
se apoya en su identidad más profunda –como imagen del Creador– y que, por
tanto, los derechos humanos son universales, basados en la ley natural, y no
algo que depende de negociaciones o concesiones, fruto de un simple
compromiso? Esto nos lleva reflexionar sobre el lugar que ocupan en nuestra
sociedad los pobres, los ancianos, los emigrantes, los que no tienen voz.
¿Cómo es posible que la violencia doméstica atormente a tantas madres y
niños? ¿Cómo es posible que el seno materno, el ámbito humano más
admirable y sagrado, se haya convertido en lugar de indecible violencia?
Queridos amigos, la creación de Dios es única y es buena. La preocupación
por la no violencia, el desarrollo sostenible, la justicia y la paz, el cuidado de
nuestro entorno, son de vital importancia para la humanidad. Pero todo esto no
se puede comprender prescindiendo de una profunda reflexión sobre la
dignidad innata de toda vida humana, desde la concepción hasta la muerte
natural, una dignidad otorgada por Dios mismo y, por tanto, inviolable.
Nuestro mundo está cansado de la codicia, de la explotación y de la división,
del tedio de falsos ídolos y respuestas parciales, y de la pesadumbre de falsas
promesas. Nuestro corazón y nuestra mente anhelan una visión de la vida
donde reine el amor, donde se compartan los dones, donde se construya la
unidad, donde la libertad tenga su propio significado en la verdad, y donde la
identidad se encuentre en una comunión respetuosa. Esta es obra del Espíritu
Santo. Ésta es la esperanza que ofrece el Evangelio de Jesucristo. Habéis sido
recreados en el Bautismo y fortalecidos con los dones del Espíritu en la
Confirmación precisamente para dar testimonio de esta realidad. Que sea éste
el mensaje que vosotros llevéis al mundo desde Sydney.
Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con
todo tu ser”, y “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (cf. Mc 13, 30-31).
Éste es, por así decirlo, el programa grabado en el interior de cada persona, si
tenemos la sabiduría y la generosidad de conformarnos a él, si estamos
dispuestos a renunciar a nuestras preferencias para ponernos al servicio de los
demás, y a dar la vida por el bien de los demás, y en primer lugar por Jesús,
que nos amó y dio su vida por nosotros. Esto es lo que los hombres están
llamados a hacer, y lo que quiere decir realmente estar “vivo”.
Queridos jóvenes amigos, el mensaje que os dirijo hoy es el mismo que
Moisés pronunció hace tantos años: “elige la vida, y vivirás tú y tu
descendencia amando al Señor tu Dios”. Que su Espíritu os guíe por el camino
de la vida, obedeciendo sus mandamientos, siguiendo sus enseñanzas,
abandonando las decisiones erróneas que sólo llevan a la muerte, y os
comprometáis en la amistad con Jesús para toda la vida. Que con la fuerza del
Espíritu Santo elijáis la vida y el amor, y deis testimonio ante el mundo de la
alegría que esto conlleva.
es un sacramento, es decir, un signo santo y eficaz del amor que Dios nos da
en Cristo a través de la Iglesia.
Íntimamente unido a este primer valor, del que he hablado, está el otro
valor que deseo subrayar: la seria formación intelectual y moral,
indispensable para proyectar y construir vuestro fututo y el de la sociedad. El
que en esto os hace "descuentos" no quiere vuestro bien. En efecto, ¿cómo se
podría proyectar seriamente el futuro, si se descuida el deseo natural de saber y
confrontaros que hay en vosotros? La crisis de una sociedad comienza cuando
ya no sabe transmitir a las nuevas generaciones su patrimonio cultural y sus
valores fundamentales.
No me refiero sólo y simplemente al sistema escolar. La cuestión es más
amplia. Como sabemos, existe una emergencia educativa y, para afrontarla,
hacen falta padres y formadores capaces de compartir todo lo bueno y
verdadero que han experimentado y profundizado personalmente. Hacen falta
jóvenes interiormente abiertos, deseosos de aprender y de llevar todo a las
exigencias y evidencias originarias del corazón. Sed de verdad libres, o sea,
apasionados por la verdad. El Señor Jesús dijo: "La verdad os hará libres" (Jn
8, 32).
En cambio, el nihilismo moderno predica lo opuesto, es decir, que la
libertad os hace verdaderos. Más aún, hay quien sostiene que no existe
ninguna verdad, abriendo así el camino al vaciamiento de los conceptos de
bien y de mal, haciéndolos incluso intercambiables. Me han dicho que en la
cultura sarda existe este proverbio: "Mejor que falte el pan y no la justicia".
En efecto, un hombre puede soportar y superar el hambre, pero no puede vivir
donde se proscriben la justicia y la verdad. El pan material no basta, no es
suficiente para vivir humanamente de modo pleno; hace falta otro alimento del
que es preciso tener siempre hambre, del que es necesario alimentarse para el
propio crecimiento personal y para el de la familia y la sociedad.
Este alimento —es el tercer gran valor— es una fe sincera y profunda, que
se convierta en sustancia de vuestra vida. Cuando se pierde el sentido de la
presencia y de la realidad de Dios, todo se "achata" y se reduce a una sola
dimensión. Todo queda "aplastado" en el plano material. Cuando cada cosa se
considera solamente por su utilidad, ya no se capta la esencia de lo que nos
rodea y, sobre todo, de las personas con quienes nos encontramos. Si se pierde
el misterio de Dios, desaparece también el misterio de todo lo que existe: las
cosas y las personas me interesan en la medida en que satisfacen mis
necesidades, no por sí mismas. Todo esto constituye un hecho cultural, que se
respira desde el nacimiento y produce efectos interiores permanentes. En este
sentido, la fe, antes de ser una creencia religiosa, es un modo de ver la
realidad, un modo de pensar, una sensibilidad interior que enriquece al ser
humano como tal.
Pues bien, queridos amigos, Cristo es también en esto el Maestro, porque
compartió en todo nuestra humanidad y es contemporáneo del hombre de
todas las épocas. Esta realidad típicamente cristiana es una gracia estupenda.
Estando con Jesús, frecuentándolo como un amigo en el Evangelio y en los
sacramentos, podéis aprender, de modo nuevo, lo que la sociedad a menudo ya
105
mismo tiempo múltiple, según los diversos carismas, como la Verdad es una y
al mismo tiempo de una riqueza inagotable. Confiad en el Espíritu Santo para
descubrir a Cristo. El Espíritu es el guía necesario de la oración, el alma de
nuestra esperanza y el manantial de la genuina alegría.
Para ahondar en estas verdades de fe, os invito a meditar en la grandeza del
sacramento de la Confirmación que habéis recibido y que os introduce en una
vida de fe adulta. Es urgente comprender cada vez mejor este sacramento para
comprobar la calidad y la hondura de vuestra fe y para robustecerla. El
Espíritu Santo os acerca al misterio de Dios y os hace comprender quién es
Dios. Os invita a ver en el prójimo al hermano que Dios os ha dado para vivir
en comunión con él, humana y espiritualmente, para vivir, por tanto, como
Iglesia. Al revelaros quién es Cristo muerto y resucitado por nosotros, nos
impulsa a dar testimonio de Él. Estáis en la edad de la generosidad. Es urgente
hablar de Cristo a vuestro alrededor, a vuestras familias y amigos, en vuestros
lugares de estudio, de trabajo o de ocio. No tengáis miedo. Tened “la valentía
de vivir el Evangelio y la audacia de proclamarlo” (Mensaje a los jóvenes del
mundo, 20 de julio de 2007). Os aliento, pues, a tener las palabras justas para
anunciar a Dios a vuestro alrededor, respaldando vuestro testimonio con la
fuerza del Espíritu suplicada en la plegaria. Llevad la Buena Noticia a los
jóvenes de vuestra edad y también a los otros. Ellos conocen las turbulencias
de la afectividad, la preocupación y la incertidumbre con respecto al trabajo y
a los estudios. Afrontan sufrimientos y tienen experiencia de alegrías únicas.
Dad testimonio de Dios, porque, en cuanto jóvenes, formáis parte plenamente
de la comunidad católica en virtud de vuestro Bautismo y por la común
profesión de fe (cf. Ef 4,5). Quiero deciros que la Iglesia confía en vosotros.
En este año dedicado a San Pablo, quisiera confiaros un segundo tesoro,
que estaba en el centro de la vida de este Apóstol fascinante: se trata del
misterio de la Cruz. El domingo, en Lourdes, celebraré la Fiesta de la
Exaltación de la Santa Cruz junto con una multitud de peregrinos. Muchos de
vosotros lleváis colgada del cuello una cadena con una cruz. También yo llevo
una, como por otra parte todos los Obispos. No es un adorno ni una joya. Es el
precioso símbolo de nuestra fe, el signo visible y material de la vinculación a
Cristo. San Pablo habla claramente de la cruz al principio de su primera carta a
los Corintios. En Corinto, vivía una comunidad alborotada y revuelta, expuesta
a los peligros de la corrupción de las costumbres imperantes. Peligros
parecidos a los que hoy conocemos. No citaré nada más que los siguientes: las
querellas y luchas en el seno de la comunidad creyente, la seducción que
ofrecen pseudo sabidurías religiosas o filosóficas, la superficialidad de la fe y
la moral disoluta. San Pablo comienza la carta escribiendo: “El mensaje de la
cruz es necedad para los que están en vías de perdición; pero, para los que
están en vías de salvación –para nosotros- es fuerza de Dios” (1 Co 1,18).
Después, el Apóstol muestra la singular oposición que existe entre la sabiduría
y la locura, según Dios y según los hombres. Habla de ello cuando evoca la
fundación de la Iglesia en Corinto y a propósito de su propia predicación.
Concluye insistiendo en la hermosura de la sabiduría de Dios que Cristo y, tras
de Él, sus Apóstoles enseñan al mundo y a los cristianos. Esta sabiduría,
misteriosa y escondida (cf. 1 Co 2,7), nos ha sido revelada por el Espíritu,
107
porque “a nivel humano uno no capta lo que es propio del Espíritu de Dios, le
parece una locura; no es capaz de percibirlo porque sólo se puede juzgar con el
criterio del Espíritu” (1 Co 2,14).
El Espíritu abre a la inteligencia humana nuevos horizontes que la superan
y le hace comprender que la única sabiduría verdadera reside en la grandeza de
Cristo. Para los cristianos, la Cruz simboliza la sabiduría de Dios y su amor
infinito revelado en el don redentor de Cristo muerto y resucitado para la vida
del mundo, en particular, para la vida de cada uno. Que este descubrimiento
impresionante de un Dios que se ha hecho hombre por amor os aliente a
respetar y venerar la Cruz. Que no es sólo el signo de vuestra vida en Dios y
de vuestra salvación, sino también –lo sabéis- el testigo mudo de los
padecimientos de los hombres y, al mismo tiempo, la expresión única y
preciosa de todas sus esperanzas. Queridos jóvenes, sé que venerar la Cruz a
veces también lleva consigo el escarnio e incluso la persecución. La Cruz pone
en peligro en cierta medida la seguridad humana, pero manifiesta, también y
sobre todo, la gracia de Dios y confirma la salvación. Esta tarde os confío la
Cruz de Cristo. El Espíritu Santo os hará comprender su misterio de amor y
podréis exclamar con San Pablo: “Dios me libre de gloriarme si no es en la
cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí,
y yo para el mundo” (Gál 6,14). Pablo había entendido la palabra de Jesús –
aparentemente paradójica- según la cual sólo entregando (“perdiendo”) la
propia vida se puede encontrarla (cf. Mc 8,35; Jn 12,24) y de ello había sacado
la conclusión de que la Cruz manifiesta la ley fundamental del amor, la
fórmula perfecta de la vida verdadera. Que a algunos la profundización en el
misterio de la Cruz os permita descubrir la llamada a servir a Cristo de manera
más total en la vida sacerdotal o religiosa.
Es el momento de comenzar la vigilia de oración, para la que os habéis
reunido esta tarde. No olvidéis los dos tesoros que el Papa os ha presentado
esta tarde: el Espíritu Santo y la Cruz.
profundos de vuestro corazón. Sois muchos los que venís a Lourdes para servir
esmerada y generosamente a los enfermos o a otros peregrinos, imitando así a
Cristo servidor. El servicio a los hermanos y a las hermanas ensancha el
corazón y lo hace disponible. En el silencio de la oración, que María sea
vuestra confidente, Ella que supo hablar a Bernadette con respeto y confianza.
Que María ayude a los llamados al matrimonio a descubrir la belleza de un
amor auténtico y profundo, vivido como don recíproco y fiel. A aquellos, entre
vosotros, que Él llama a seguirlo en la vocación sacerdotal o religiosa, quisiera
decirles la felicidad que existe en entregar la propia vida al servicio de Dios y
de los hombres. Que las familias y las comunidades cristianas sean lugares
donde puedan nacer y crecer sólidas vocaciones al servicio de la Iglesia y del
mundo.
El mensaje de María es un mensaje de esperanza para todos los hombres y
para todas las mujeres de nuestro tiempo, sean del país que sean. Me gusta
invocar a María como “Estrella de la esperanza” (Spe salvi, n. 50). En el
camino de nuestras vidas, a menudo oscuro, Ella es una luz de esperanza, que
nos ilumina y nos orienta en nuestro caminar. Por su sí, por el don generoso de
sí misma, Ella abrió a Dios las puertas de nuestro mundo y nuestra historia.
Nos invita a vivir como Ella en una esperanza inquebrantable, rechazando
escuchar a los que pretenden que nos encerremos en el fatalismo. Nos
acompaña con su presencia maternal en medio de las vicisitudes personales,
familiares y nacionales. Dichosos los hombres y las mujeres que ponen su
confianza en Aquel que, en el momento de ofrecer su vida por nuestra
salvación, nos dio a su Madre para que fuera nuestra Madre.
Que Ella sea para todos la Madre que acompaña a sus hijos tanto en sus
gozos como en sus pruebas. Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra,
enséñanos a creer, a esperar y a amar contigo. Muéstranos el camino hacia el
Reino de tu Hijo Jesús. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en
nuestro camino (cf. Spe salvi, n. 50). Amén.
Evangelio de Jesucristo "es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que
cree" (Rm 1, 16).
El anuncio cristiano, que fue revolucionario en el contexto histórico y
cultural de san Pablo, tuvo la fuerza para derribar el "muro de separación" que
existía entre judíos y paganos (cf. Ef 2, 14; Rm 10, 12). Conserva una fuerza
de novedad siempre actual, capaz de derribar otros muros que vuelven a
erigirse en todo contexto y en toda época. La fuente de esa fuerza radica en el
Espíritu de Cristo, al que san Pablo apela conscientemente. A los cristianos de
Corinto les asegura que, en su predicación, no se apoya "en los persuasivos
discursos de la sabiduría, sino en la manifestación del Espíritu y del poder" (cf.
1 Co 2, 4). Y ¿cuál era el núcleo de su anuncio? Era la novedad de la salvación
traída por Cristo a la humanidad: en su muerte y resurrección la salvación se
ofrece a todos los hombres sin distinción.
Se ofrece; no se impone. La salvación es un don que requiere siempre ser
acogido personalmente. Este es, queridos jóvenes, el contenido esencial del
bautismo, que este año se os propone como sacramento por redescubrir y, para
algunos de vosotros, por recibir o confirmar con una opción libre y consciente.
Precisamente en la carta a los Romanos, en el capítulo sexto, se encuentra una
grandiosa formulación del significado del bautismo cristiano. "¿Es que
ignoráis —escribe san Pablo— que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús,
fuimos bautizados en su muerte?" (Rm 6, 3).
Como podéis intuir, se trata de una idea muy profunda, que contiene toda
la teología del misterio pascual: la muerte de Cristo, por el poder de Dios, es
fuente de vida, manantial inagotable de renovación en el Espíritu Santo. Ser
"bautizados en Cristo" significa estar inmersos espiritualmente en la muerte
que es el acto de amor infinito y universal de Dios, capaz de rescatar a toda
persona y a toda criatura de la esclavitud del pecado y de la muerte.
En efecto, san Pablo prosigue así: "Fuimos, pues, con él sepultados por el
bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre
los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos
una vida nueva" (Rm 6, 4).
El Apóstol, en la carta a los Romanos, nos comunica toda su alegría por
este misterio cuando escribe: "¿Quién nos separará del amor de Cristo? (...)
Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados
ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni
otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en
Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rm 8, 35. 38-39).
Y en este mismo amor consiste la vida nueva del cristiano. También aquí
san Pablo hace una síntesis impresionante, igualmente fruto de su experiencia
personal: "El que ama al prójimo, ha cumplido la ley. (...) La caridad es, por
tanto, la ley en su plenitud" (Rm 13, 8. 10).
Así pues, queridos amigos, esto es lo que os entrego esta tarde.
Ciertamente, es un mensaje de fe, pero al mismo tiempo es una verdad que
ilumina la mente, ensanchándola a los horizontes de Dios; es una verdad que
orienta la vida real, porque el Evangelio es el camino para llegar a la plenitud
de la vida. Este camino ya lo recorrió Jesús; más aún, él mismo, que vino del
110
Padre a nosotros para que pudiéramos llegar al Padre por medio de él, es el
Camino. Este es el misterio del Adviento y de la Navidad.
111
2009
Hechos de los Apóstoles. La Iglesia cuenta con vosotros para esta misión
exigente. Que no os hagan retroceder las dificultades y las pruebas que
encontréis. Sed pacientes y perseverantes, venciendo la natural tendencia de
los jóvenes a la prisa, a querer obtener todo y de inmediato.
Queridos amigos, como Pablo, sed testigos del Resucitado. Dadlo a
conocer a quienes, jóvenes o adultos, están en busca de la «gran esperanza»
que dé sentido a su existencia. Si Jesús se ha convertido en vuestra esperanza,
comunicadlo con vuestro gozo y vuestro compromiso espiritual, apostólico y
social. Alcanzados por Cristo, después de haber puesto en Él vuestra fe y de
haberle dado vuestra confianza, difundid esta esperanza a vuestro alrededor.
Tomad opciones que manifiesten vuestra fe; haced ver que habéis entendido
las insidias de la idolatría del dinero, de los bienes materiales, de la carrera y el
éxito, y no os dejéis atraer por estas falsas ilusiones. No cedáis a la lógica del
interés egoísta; por el contrario, cultivad el amor al prójimo y haced el
esfuerzo de poneros vosotros mismos, con vuestras capacidades humanas y
profesionales al servicio del bien común y de la verdad, siempre dispuestos a
dar respuesta «a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (1 P 3,15). El
auténtico cristiano nunca está triste, aun cuando tenga que afrontar pruebas de
distinto tipo, porque la presencia de Jesús es el secreto de su gozo y de su paz.
María, Madre de la esperanza
San Pablo es para vosotros un modelo de este itinerario de vida apostólica.
Él alimentó su vida de fe y esperanza constantes, siguiendo el ejemplo de
Abraham, del cual escribió en la Carta a los Romanos: «Creyó, contra toda
esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones» (4,18). Sobre estas
mismas huellas del pueblo de la esperanza –formado por los profetas y por los
santos de todos los tiempos– nosotros continuamos avanzando hacia la
realización del Reino, y en nuestro camino espiritual nos acompaña la Virgen
María, Madre de la Esperanza. Ella, que encarnó la esperanza de Israel, que
donó al mundo el Salvador y permaneció, firme en la esperanza, al pie de la
cruz, es para nosotros modelo y apoyo. Sobre todo, María intercede por
nosotros y nos guía en la oscuridad de nuestras dificultades hacia el alba
radiante del encuentro con el Resucitado. Quisiera concluir este mensaje,
queridos jóvenes amigos, haciendo mía una bella y conocida exhortación de
San Bernardo inspirada en el título de María Stella maris, Estrella del mar:
«Cualquiera que seas el que en la impetuosa corriente de este siglo te miras,
fluctuando entre borrascas y tempestades más que andando por tierra, ¡no
apartes los ojos del resplandor de esta estrella, si quieres no ser oprimido de
las borrascas! Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas con los
escollos de las tribulaciones, mira a la estrella, llama a María... En los peligros,
en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María... Siguiéndola,
no te desviarás; rogándole, no desesperarás; pensando en ella, no te perderás.
Si ella te tiene de la mano no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no
te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto si ella te es propicia»
(Homilías en alabanza de la Virgen Madre, 2,17).
María, Estrella del mar, guía a los jóvenes de todo el mundo al encuentro
con tu divino Hijo Jesús, y sé tú la celeste guardiana de su fidelidad al
Evangelio y de su esperanza.
116
EL FUTURO ES DIOS
20090321. Discurso. Jóvenes. Luanda, Angola
Encontrarse con los jóvenes hace bien a todos. Tal vez tengan muchos
problemas, pero llevan consigo mucha esperanza, mucho entusiasmo y deseos
de volver a empezar. Jóvenes amigos, lleváis dentro de vosotros mismos la
dinámica del futuro. Os invito a mirarlo con los ojos del Apóstol Juan: «Vi un
cielo nuevo y una tierra nueva… y también la ciudad santa, la nueva Jerusalén,
que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se
adorna para su esposo. Y escuché una voz potente que decía desde el trono:
“Ésta es la morada de Dios con los hombres”» (Ap 21,1-3). Queridísimos
amigos, Dios marca la diferencia. Así ha sido desde la intimidad serena entre
Dios y la pareja humana en el jardín del Edén, pasando por la gloria divina que
irradiaba en la Tienda del Encuentro en medio del pueblo de Israel durante la
travesía del desierto, hasta la encarnación del Hijo de Dios, que se unió
indisolublemente al hombre en Jesucristo. Este mismo Jesús retoma la travesía
del desierto humano pasando por la muerte para llegar a la resurrección,
llevando consigo a toda la humanidad a Dios. Ahora, Jesús ya no está
encerrado en un espacio y tiempo determinado, sino que su Espíritu, el
Espíritu Santo, brota de Él y entra en nuestros corazones, uniéndonos así a
Jesús mismo y, con Él, al Padre, al Dios uno y trino.
Queridos amigos, Dios ciertamente marca la diferencia… Más aún, Dios
nos hace diferentes, nos renueva. Ésta es la promesa que nos hizo Él mismo:
«Ahora hago el universo nuevo» (Ap 21,5). Y es verdad. Lo afirma el Apóstol
San Pablo: «El que es de Cristo es una creatura nueva: lo antiguo ha pasado, lo
nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos
reconcilió consigo» (2 Co 5,17-18). Al subir al cielo y entrar en la eternidad,
Jesucristo ha sido constituido Señor de todos los tiempos. Por eso, Él se hace
nuestro compañero en el presente y lleva el libro de nuestros días en su mano:
con ella asegura firmemente el pasado, con el origen y los fundamentos de
nuestro ser; en ella custodia con esmero el futuro, dejándonos vislumbrar el
alba más bella de toda nuestra vida que de Él irradia, es decir, la resurrección
en Dios. El futuro de la humanidad nueva es Dios; una primera anticipación de
ello es precisamente su Iglesia. Cuando os sea posible, leed atentamente la
historia: os podréis dar cuenta de que la Iglesia, con el pasar de los años, no
envejece; antes bien, se hace cada vez más joven, porque camina al encuentro
del Señor, acercándose más cada día a la única y verdadera fuente de la que
mana la juventud, la regeneración y la fuerza de la vida.
Amigos que me escucháis, el futuro es Dios. Como hemos oído hace poco,
Él «enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni
dolor. Porque el primer mundo ha pasado» (Ap 21,4). Pero, mientras tanto, veo
ahora aquí algunos jóvenes angoleños –pero son miles– mutilados a
consecuencia de la guerra y de las minas, pienso en tantas lágrimas que
muchos de vosotros habéis derramado por la pérdida de vuestros familiares, y
no es difícil imaginar las sombrías nubes que aún cubren el cielo de vuestros
mejores sueños... Leo en vuestro corazón una duda que me planteáis: «Esto es
lo que tenemos. Lo que nos dices, no lo vemos. La promesa tiene la garantía
117
divina –y nosotros creemos en ella– pero ¿cuándo se alzará Dios para renovar
todas las cosas?». Jesús responde lo mismo que a sus discípulos: «No perdáis
la calma: creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay
muchas estancias, y me voy a prepararos sitio» (Jn 14,1-2). Pero, vosotros,
queridos jóvenes, insistís: «De acuerdo. Pero, ¿cuándo sucederá esto?». A una
pregunta parecida de los Apóstoles, Jesús respondió: «No os toca a vosotros
conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad.
Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser
mis testigos... hasta los confines del mundo» (Hch 1,7-8). Fijaos que Jesús no
nos deja sin respuesta; nos dice claramente una cosa: la renovación comienza
dentro; se os dará una fuerza de lo Alto. La fuerza dinámica del futuro está
dentro de vosotros.
Está dentro..., pero ¿cómo? Como la vida está oculta en la semilla: así lo
explicó Jesús en un momento crítico de su ministerio. Éste comenzó con gran
entusiasmo, pues la gente veía que se curaba a los enfermos, se expulsaba a los
demonios y se proclamaba el Evangelio; pero, por lo demás, el mundo seguía
como antes: los romanos dominaban todavía, la vida era difícil en el día a día,
a pesar de estos signos y de estas bellas palabras. El entusiasmo se fue
apagando, hasta el punto de que muchos discípulos abandonaron al Maestro
(cf. Jn 6,66), que predicaba, pero no transformaba el mundo. Y todos se
preguntaban: En fondo, ¿qué valor tiene este mensaje? ¿Qué aporta este
Profeta de Dios? Entonces, Jesús habló de un sembrador, que esparce su
semilla en el campo del mundo, explicando después que la semilla es su
Palabra (cf. Mc 4,3-20) y son sus curaciones: ciertamente poco, si se compara
con las enormes carencias y dificultades de la realidad cotidiana. Y, sin
embargo, en la semilla está presente el futuro, porque la semilla lleva consigo
el pan del mañana, la vida del mañana. La semilla parece que no es casi nada,
pero es la presencia del futuro, es la promesa que ya hoy está presente; cuando
cae en tierra buena da una cosecha del treinta, el sesenta y hasta el ciento por
uno.
Amigos míos, vosotros sois una semilla que Dios ha sembrado en la tierra,
que encierra en su interior una fuerza de lo Alto, la fuerza del Espíritu Santo.
No obstante, para que la promesa de vida se convierta en fruto, el único
camino posible es dar la vida por amor, es morir por amor. Lo dijo Jesús
mismo: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero,
si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se
aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12,24-
25). Así habló y así hizo Jesús: su crucifixión parece un fracaso total, pero no
lo es. Jesús, en virtud «del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como
sacrificio sin mancha» (Hb 9,14). De este modo, cayendo en tierra, pudo dar
fruto en todo tiempo y a lo largo de todos los tiempos. En medio de vosotros
tenéis el nuevo Pan, el Pan de la vida futura, la Santa Eucaristía que nos
alimenta y hace brotar la vida trinitaria en el corazón de los hombres.
Jóvenes amigos, semillas con la fuerza del mismo Espíritu Eterno, que han
germinado al calor de la Eucaristía, en la que se realiza el testamento del
Señor. Él se nos entrega y nosotros respondemos entregándonos a los otros por
amor suyo. Éste es el camino de la vida; pero se podrá recorrer sólo con un
118
bien como padres cristianos o en tantas otras formas de servicio que la Iglesia
os propone.
Queridos hermanos y hermanas, al final de la primera lectura de hoy, Ciro,
rey de Persia, inspirado por Dios, ordena al Pueblo elegido que vuelva a su
querida Patria y reconstruya el Templo del Señor. Que estas palabras del Señor
sean una llamada para todo el Pueblo de Dios en Angola y en toda África del
Sur: Levantaos, poneos en camino (cf. 2 Cr 36,23). Mirad al futuro con
esperanza, confiad en las promesas de Dios y vivid en su verdad. De este
modo construiréis algo destinado a permanecer, y dejaréis a las generaciones
futuras una herencia duradera de reconciliación, de justicia y de paz. Amén.
humana en el "Dios vivo". Sólo en él es segura y fiable. Más aún, sólo Dios,
que en Jesucristo nos ha revelado la plenitud de su amor, puede ser nuestra
esperanza firme, pues en él, nuestra esperanza, hemos sido salvados (cf. Rm 8,
24).
Pero, prestad atención: en momentos como este, dado el contexto cultural y
social en que vivimos, podría ser más fuerte el riesgo de reducir la esperanza
cristiana a una ideología, a un eslogan de grupo, a un revestimiento exterior.
Nada más contrario al mensaje de Jesús. Él no quiere que sus discípulos
"representen un papel", quizás el de la esperanza. Quiere que "sean"
esperanza, y sólo pueden serlo si permanecen unidos a él. Quiere que cada uno
de vosotros, queridos jóvenes amigos, sea una pequeña fuente de esperanza
para su prójimo, y que todos juntos seáis un oasis de esperanza para la
sociedad dentro de la cual estáis insertados.
Ahora bien, esto es posible con una condición: que viváis de él y en él,
mediante la oración y los sacramentos, como os he escrito en el Mensaje de
este año. Si las palabras de Cristo permanecen en nosotros, podemos propagar
la llama del amor que él ha encendido en la tierra; podemos enarbolar la
antorcha de la fe y de la esperanza, con la que avanzamos hacia él, mientras
esperamos su vuelta gloriosa al final de los tiempos. Es la antorcha que el Papa
Juan Pablo II nos ha dejado en herencia. Me la entregó a mí, como sucesor
suyo; y yo esta tarde la entrego idealmente, una vez más, de un modo especial
a vosotros, jóvenes de Roma, para que sigáis siendo centinelas de la mañana,
vigilantes y gozosos en esta alba del tercer milenio. Responded generosamente
al llamamiento de Cristo. En particular, durante el Año sacerdotal que
comenzará el 19 de junio próximo, si Jesús os llama, estad prontos y
dispuestos a seguirlo en el camino del sacerdocio y de la vida consagrada.
"Este es el momento favorable, este es el día de la salvación". En la
aclamación antes del Evangelio, la liturgia nos ha exhortado a renovar ahora
—y en cada instante es "momento favorable"— nuestra decidida voluntad de
seguir a Cristo, seguros de que él es nuestra salvación.
Este proceso tendrá como resultado una universidad que no sólo sea
tribuna para consolidar la adhesión a la verdad y a los valores de una cultura
determinada, sino también un lugar de entendimiento y de diálogo. Mientras
asimilan su herencia cultural, los jóvenes de Jordania y los demás estudiantes
de la región podrán adquirir un conocimiento más profundo de las conquistas
culturales de la humanidad, se enriquecerán con otros puntos de vista y se
formarán en la comprensión, la tolerancia y la paz.
Este tipo de educación "más amplia" es lo que se espera de las instituciones
de educación superior y de su contexto cultural, tanto secular como religioso.
En realidad, la fe en Dios no suprime la búsqueda de la verdad; al contrario, la
estimula. San Pablo exhortaba a los primeros cristianos a abrir su mente a
"todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de
honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio" (Flp 4, 8).
Desde luego, la religión, como la ciencia y la tecnología, la filosofía y
cualquier otra expresión de nuestra búsqueda de la verdad, puede corromperse.
La religión se desfigura cuando se la obliga a ponerse al servicio de la
ignorancia o del prejuicio, del desprecio, la violencia y el abuso. En este caso
no sólo se da una perversión de la religión, sino también una corrupción de la
libertad humana, un estrechamiento y oscurecimiento de la mente.
Evidentemente, ese desenlace no es inevitable. No cabe duda de que,
cuando promovemos la educación, proclamamos nuestra confianza en el don
de la libertad. El corazón humano se puede endurecer por los límites de su
ambiente, por intereses y pasiones. Pero toda persona también está llamada a
la sabiduría y a la integridad, a la elección más importante y fundamental de
todas: la del bien sobre el mal, de la verdad sobre la injusticia, y se la puede
ayudar en esa tarea.
La persona genuinamente religiosa percibe la llamada a la integridad
moral, dado que al Dios de la verdad, del amor y de la belleza no se le puede
servir de ninguna otra manera. La fe madura en Dios sirve en gran medida
para guiar la adquisición y la correcta aplicación del conocimiento. La ciencia
y la tecnología brindan beneficios extraordinarios a la sociedad y han
mejorado mucho la calidad de vida de muchos seres humanos. No cabe duda
de que esta es una de las esperanzas de cuantos promueven esta Universidad,
cuyo lema es Sapientia et Scientia.
Al mismo tiempo, la ciencia tiene sus límites. No puede dar respuesta a
todos los interrogantes que atañen al hombre y su existencia. En realidad, la
persona humana, su lugar y su finalidad en el universo, no puede contenerse
dentro de los confines de la ciencia. «La naturaleza intelectual de la persona
humana se perfecciona y debe perfeccionarse por medio de la sabiduría, que
atrae con suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al amor de la verdad y
el bien» (Gaudium et spes, 15).
El uso del conocimiento científico necesita la luz orientadora de la
sabiduría ética. Esa es la sabiduría que ha inspirado el juramento de
Hipócrates, la Declaración universal de derechos humanos de 1948, la
Convención de Ginebra y otros laudables códigos internacionales de conducta.
Por tanto, la sabiduría religiosa y ética, al responder a los interrogantes sobre
el sentido y el valor, desempeñan un papel central en la formación profesional.
125
lugares más remotos del mundo. Esta posibilidad era impensable para las
precedentes generaciones. Los jóvenes especialmente se han dado cuenta del
enorme potencial de los nuevos medios para facilitar la conexión, la
comunicación y la comprensión entre las personas y las comunidades, y los
utilizan para estar en contacto con sus amigos, para encontrar nuevas
amistades, para crear comunidades y redes, para buscar información y noticias,
para compartir sus ideas y opiniones. De esta nueva cultura de comunicación
se derivan muchos beneficios: las familias pueden permanecer en contacto
aunque sus miembros estén muy lejos unos de otros; los estudiantes e
investigadores tienen acceso más fácil e inmediato a documentos, fuentes y
descubrimientos científicos, y pueden así trabajar en equipo desde diversos
lugares; además, la naturaleza interactiva de los nuevos medios facilita formas
más dinámicas de aprendizaje y de comunicación que contribuyen al progreso
social.
Aunque nos asombra la velocidad con que han evolucionado las nuevas
tecnologías en cuanto a su fiabilidad y eficiencia, no debería de sorprendernos
su popularidad entre los usuarios, pues ésta responde al deseo fundamental de
las personas de entrar en relación unas con otras. Este anhelo de comunicación
y amistad tiene su raíz en nuestra propia naturaleza humana y no puede
comprenderse adecuadamente sólo como una respuesta a las innovaciones
tecnológicas. A la luz del mensaje bíblico, ha de entenderse como reflejo de
nuestra participación en el amor comunicativo y unificador de Dios, que quiere
hacer de toda la humanidad una sola familia. Cuando sentimos la necesidad de
acercarnos a otras personas, cuando deseamos conocerlas mejor y darnos a
conocer, estamos respondiendo a la llamada divina, una llamada que está
grabada en nuestra naturaleza de seres creados a imagen y semejanza de Dios,
el Dios de la comunicación y de la comunión.
El deseo de estar en contacto y el instinto de comunicación, que parecen
darse por descontados en la cultura contemporánea, son en el fondo
manifestaciones modernas de la tendencia fundamental y constante del ser
humano a ir más allá de sí mismo para entrar en relación con los demás. En
realidad, cuando nos abrimos a los demás, realizamos una de nuestras más
profundas aspiraciones y nos hacemos más plenamente humanos. En efecto,
amar es aquello para lo que hemos sido concebidos por el Creador.
Naturalmente, no hablo de relaciones pasajeras y superficiales; hablo del
verdadero amor, que es el centro de la enseñanza moral de Jesús: “Amarás al
Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con
todas tus fuerzas”, y “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (cf. Mc 12, 30-
31). Con esta luz, al reflexionar sobre el significado de las nuevas tecnologías,
es importante considerar no sólo su indudable capacidad de favorecer el
contacto entre las personas, sino también la calidad de los contenidos que se
deben poner en circulación. Deseo animar a todas las personas de buena
voluntad, y que trabajan en el mundo emergente de la comunicación digital,
para que se comprometan a promover una cultura de respeto, diálogo y
amistad.
Por lo tanto, quienes se ocupan del sector de la producción y difusión de
contenidos de los nuevos medios, han de comprometerse a respetar la
128
CRISTIANOS EN LA UNIVERSIDAD
20090711. Discurso. Encuentro europeo estudiantes universitarios.
¡Bienvenidos a la casa de Pedro! Pertenecéis a treinta y una naciones, y os
estáis preparando para asumir, en la Europa del tercer milenio, importantes
funciones y tareas. Sed siempre conscientes de vuestras potencialidades y, al
mismo tiempo, de vuestras responsabilidades.
¿Qué espera la Iglesia de vosotros? El tema mismo sobre el que estáis
reflexionando sugiere la respuesta oportuna: “Nuevos discípulos de Emaús.
Como cristianos en la Universidad”. Tras el encuentro europeo de profesores
celebrado hace dos años, también vosotros, los estudiantes, os reunís ahora
para ofrecer a las Conferencias episcopales de Europa vuestra disponibilidad
para proseguir en el camino de elaboración cultural que san Benito intuyó
necesario para la maduración humana y cristiana de los pueblos de Europa.
Esto puede realizarse si vosotros, como los discípulos de Emaús, os encontráis
con el Señor resucitado en la experiencia eclesial concreta y, de modo
particular, en la celebración eucarística. “En cada misa —recordé a vuestros
coetáneos hace un año durante la Jornada mundial de la juventud en Sydney—
desciende nuevamente el Espíritu Santo, invocado en la plegaria solemne de la
Iglesia, no sólo para transformar nuestros dones del pan y del vino en el
134
Cuerpo y la Sangre del Señor, sino también para transformar nuestra vida, para
hacer de nosotros, con su fuerza, “un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo”
(Homilía en la misa de clausura, 20 de julio de 2008: L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 25 de julio de 2008, p.12).
Vuestro compromiso misionero en el ámbito universitario consiste, por
tanto, en testimoniar el encuentro personal que habéis tenido con Jesucristo,
Verdad que ilumina el camino de todo hombre. Del encuentro con él es de
donde brota la “novedad del corazón” capaz de dar una nueva orientación a la
existencia personal; y sólo así se convierte en fermento y levadura de una
sociedad vivificada por el amor evangélico.
Como es fácil comprender, también la acción pastoral universitaria debe
expresarse entonces en todo su valor teológico y espiritual, ayudando a los
jóvenes a que la comunión con Cristo los lleve a percibir el misterio más
profundo del hombre y de la historia. Y precisamente por su específica acción
evangelizadora, las comunidades eclesiales comprometidas en esa acción
misionera, como por ejemplo las capellanías universitarias, pueden ser el lugar
de la formación de creyentes maduros, hombres y mujeres conscientes de ser
amados por Dios y estar llamados, en Cristo, a convertirse en animadores de la
pastoral universitaria.
En la Universidad la presencia cristiana es cada vez más exigente y al
mismo tiempo fascinante, porque la fe está llamada, como en los siglos
pasados, a prestar su servicio insustituible al conocimiento, que en la sociedad
contemporánea es el verdadero motor del desarrollo. Del conocimiento,
enriquecido con la aportación de la fe, depende la capacidad de un pueblo de
saber mirar al futuro con esperanza, superando las tentaciones de una visión
puramente materialista de nuestra esencia y de la historia.
Queridos jóvenes, vosotros sois el futuro de Europa. Inmersos en estos
años de estudio en el mundo del conocimiento, estáis llamados a invertir
vuestros mejores recursos, no sólo intelectuales, para consolidar vuestra
personalidad y para contribuir al bien común. Trabajar por el desarrollo del
conocimiento es la vocación específica de la Universidad, y requiere
cualidades morales y espirituales cada vez más elevadas frente a la vastedad y
la complejidad del saber que la humanidad tiene a su disposición. La nueva
síntesis cultural, que en este tiempo se está elaborando en Europa y en el
mundo globalizado, necesita la aportación de intelectuales capaces de volver a
proponer en las aulas académicas el mensaje sobre Dios, o mejor, de hacer que
renazca el deseo del hombre de buscar a Dios —”quaerere Deum”— al que
me he referido en otras ocasiones.
Amad vuestras universidades, que son gimnasios de virtud y de servicio.
La Iglesia en Europa confía mucho en el generoso compromiso apostólico de
todos vosotros, consciente de los desafíos y de las dificultades, pero también
de las grandes potencialidades de la acción pastoral en el ámbito universitario.
teología y las demás disciplinas científicas, cada una con su método propio,
tanto en el plano de una atenta reflexión como en el de una buena praxis.
Ilustres rectores y profesores, juntamente con vuestra investigación, hay
otro aspecto esencial de la misión de la universidad en la que estáis
comprometidos, es decir, la responsabilidad de iluminar la mente y el corazón
de los jóvenes de hoy. Ciertamente, esta grave tarea no es nueva. Ya desde la
época de Platón, la instrucción no consiste en una mera acumulación de
conocimientos o habilidades, sino en una paideia, una formación humana en
las riquezas de una tradición intelectual orientada a una vida virtuosa. Si es
verdad que las grandes universidades, que en la Edad Media nacían en toda
Europa, tendían con confianza al ideal de la síntesis de todo saber, siempre
estaban al servicio de una auténtica humanitas, o sea, de una perfección del
individuo dentro de la unidad de una sociedad bien ordenada. Lo mismo
sucede hoy: los jóvenes, cuando se despierta en ellos la comprensión de la
plenitud y unidad de la verdad, experimentan el placer de descubrir que la
cuestión sobre lo que pueden conocer les abre el horizonte de la gran aventura
de cómo deben ser y qué deben hacer.
Es preciso retomar la idea de una formación integral, basada en la unidad
del conocimiento enraizado en la verdad. Eso sirve para contrarrestar la
tendencia, tan evidente en la sociedad contemporánea, hacia la fragmentación
del saber. Con el crecimiento masivo de la información y de la tecnología
surge la tentación de separar la razón de la búsqueda de la verdad. Sin
embargo, la razón, una vez separada de la orientación humana fundamental
hacia la verdad, comienza a perder su dirección. Acaba por secarse, bajo la
apariencia de modestia, cuando se contenta con lo meramente parcial o
provisional, o bajo la apariencia de certeza, cuando impone la rendición ante
las demandas de quienes de manera indiscriminada dan igual valor
prácticamente a todo. El relativismo que deriva de ello genera un camuflaje,
detrás del cual pueden ocultarse nuevas amenazas a la autonomía de las
instituciones académicas.
Si, por una parte, ha pasado el período de injerencia derivada del
totalitarismo político, ¿no es verdad, por otra, que con frecuencia hoy en el
mundo el ejercicio de la razón y la investigación académica se ven obligados
—de manera sutil y a veces no tan sutil— a ceder a las presiones de grupos de
intereses ideológicos o al señuelo de objetivos utilitaristas a corto plazo o sólo
pragmáticos? ¿Qué sucedería si nuestra cultura se tuviera que construir a sí
misma sólo sobre temas de moda, con escasa referencia a una auténtica
tradición intelectual histórica o sobre convicciones promovidas haciendo
mucho ruido y que cuentan con una fuerte financiación? ¿Qué sucedería si, por
el afán de mantener un laicismo radical, acabara por separarse de las raíces que
le dan vida? Nuestras sociedades no serían más razonables, tolerantes o
dúctiles, sino que serían más frágiles y menos inclusivas, y cada vez tendrían
más dificultad para reconocer lo que es verdadero, noble y bueno.
Queridos amigos, deseo animaros en todo lo que hacéis por salir al
encuentro del idealismo y la generosidad de los jóvenes de hoy, no sólo con
programas de estudio que les ayuden a destacar, sino también mediante la
experiencia de ideales compartidos y de ayuda mutua en la gran empresa de
137
DEPORTE, EDUCACIÓN Y FE
20091103. Mensaje. Al cardenal Rylko
El deporte posee un valioso potencial educativo, sobre todo en el ámbito
juvenil y, por esto, ocupa un lugar de relieve no sólo en el uso del tiempo libre,
sino también en la formación de la persona. El concilio Vaticano II lo quiso
incluir entre los medios que pertenecen al patrimonio común de los hombres y
son aptos para el perfeccionamiento moral y la formación humana (cf.
Gravissimum educationis, 4).
Si esto vale para la actividad deportiva en general, vale más aún para la que
se lleva a cabo en los oratorios, en las escuelas y en las asociaciones
deportivas, con el fin de asegurar una formación humana y cristiana a las
nuevas generaciones. Como recordé recientemente, no hay que olvidar que "el
deporte, practicado con pasión y atento sentido ético, especialmente por la
juventud, se convierte en gimnasio de sana competición y de
perfeccionamiento físico, escuela de formación en los valores humanos y
140
deber del estudio y las misiones concretas entre los marginados. "Creemos —
escribía— que el católico no es una persona atormentada por cien mil
problemas aunque sean de orden espiritual... ¡No! El católico es quien tiene la
fecundidad de la seguridad. Así, fiel a su fe, puede mirar al mundo no como a
un abismo de perdición, sino como a un campo de mies" (La distanza dal
mondo, en Azione Fucina, 10 de febrero de 1929, p. 1).
Giovanni Battista Montini insistía en la formación de los jóvenes, para que
fueran capaces de entrar en relación con la modernidad, una relación difícil y a
menudo crítica, pero siempre constructiva y dialogada. De la cultura moderna
subrayaba algunas características negativas, tanto en el campo del
conocimiento como en el de la acción, como el subjetivismo, el individualismo
y la afirmación ilimitada del sujeto. Al mismo tiempo, sin embargo,
consideraba necesario el diálogo, siempre a partir de una sólida formación
doctrinal, cuyo principio unificador era la fe en Cristo; una "conciencia"
cristiana madura, por tanto, capaz de confrontarse con todos, pero sin ceder a
las modas del momento. Ya Romano Pontífice, a los rectores y decanos de las
universidades de la Compañía de Jesús les dijo que "el mimetismo doctrinal y
moral no está ciertamente conforme con el espíritu del Evangelio". "Por lo
demás, los mismos que no comparten las posiciones de la Iglesia —añadió—
nos piden una total claridad de posiciones para poder establecer un diálogo
constructivo y leal". Por lo tanto, el pluralismo cultural y el respeto nunca
deben "hacer perder de vista al cristiano su deber de servir a la verdad en la
caridad, y de seguir la verdad de Cristo, la única que da la verdadera libertad"
(cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de agosto de 1975,
p. 4).
Según el Papa Montini hay que educar al joven a juzgar el ambiente en el
que vive y actúa, a considerarse una persona y no un número en la masa: en
una palabra, hay que ayudarle a tener un "pensamiento fuerte" capaz de una
"acción fuerte", evitando el peligro que se puede correr de anteponer la acción
al pensamiento y de hacer de la experiencia la fuente de la verdad. Al respecto
afirmó: "La acción no puede ser luz por sí misma. Si no se quiere forzar al
hombre a pensar cómo actúa, es preciso educarlo a actuar como piensa. En el
mundo cristiano, donde el amor, la caridad tienen una importancia suprema,
decisiva, tampoco se puede prescindir de la luz de la verdad, que al amor
presenta sus finalidades y sus motivos" (Insegnamenti II, [1964], 194).
Queridos amigos, los años de la FUCI, difíciles por el contexto político de
Italia, pero apasionantes para los jóvenes que reconocieron en el siervo de
Dios a un guía y un educador, quedaron marcados en la personalidad de Pablo
VI. En él, arzobispo de Milán y más tarde Sucesor del apóstol Pedro, nunca
faltaron el anhelo y la preocupación por el tema de la educación. Lo confirman
sus numerosas intervenciones dedicadas a las nuevas generaciones, en
momentos borrascosos y atormentados, como el sesenta y ocho. Con valentía
indicó el camino del encuentro con Cristo como experiencia educativa
liberadora y única respuesta verdadera a los deseos y las aspiraciones de los
jóvenes, víctimas de la ideología. "Vosotros, jóvenes de hoy —repetía—,
algunas veces os dejáis fascinar por un conformismo que puede llegar a ser
habitual, un conformismo que doblega inconscientemente vuestra libertad al
143
humanidad puede vivir —dice— sin la ciencia, puede vivir sin pan, pero nunca
podría vivir sin la belleza, porque ya no habría motivo para estar en el mundo.
Todo el secreto está aquí, toda la historia está aquí". En la misma línea dice el
pintor Georges Braque: "El arte está hecho para turbar, mientras que la ciencia
tranquiliza". La belleza impresiona, pero precisamente así recuerda al hombre
su destino último, lo pone de nuevo en marcha, lo llena de nueva esperanza, le
da la valentía para vivir a fondo el don único de la existencia. La búsqueda de
la belleza de la que hablo, evidentemente no consiste en una fuga hacia lo
irracional o en el mero estetismo.
Con demasiada frecuencia, sin embargo, la belleza que se promociona es
ilusoria y falaz, superficial y deslumbrante hasta el aturdimiento y, en lugar de
hacer que los hombres salgan de sí mismos y se abran a horizontes de
verdadera libertad atrayéndolos hacia lo alto, los encierra en sí mismos y los
hace todavía más esclavos, privados de esperanza y de alegría. Se trata de una
belleza seductora pero hipócrita, que vuelve a despertar el afán, la voluntad de
poder, de poseer, de dominar al otro, y que se trasforma, muy pronto, en lo
contrario, asumiendo los rostros de la obscenidad, de la trasgresión o de la
provocación fin en sí misma. La belleza auténtica, en cambio, abre el corazón
humano a la nostalgia, al deseo profundo de conocer, de amar, de ir hacia el
Otro, hacia el más allá. Si aceptamos que la belleza nos toque íntimamente,
nos hiera, nos abra los ojos, redescubrimos la alegría de la visión, de la
capacidad de captar el sentido profundo de nuestra existencia, el Misterio del
que formamos parte y que nos puede dar la plenitud, la felicidad, la pasión del
compromiso diario. Juan Pablo II, en la Carta a los artistas, cita al respecto
este verso de un poeta polaco, Cyprian Norwid: "La belleza sirve para
entusiasmar en el trabajo; el trabajo, para resurgir" (n. 3). Y más adelante
añade: "En cuanto búsqueda de la belleza, fruto de una imaginación que va
más allá de lo cotidiano, es por su naturaleza una especie de llamada al
Misterio. Incluso cuando escudriña las profundidades más oscuras del alma o
los aspectos más desconcertantes del mal, el artista se hace, de algún modo,
voz de la expectativa universal de redención" (n. 10). Y en la conclusión
afirma: "La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente" (n. 16).
Estas últimas expresiones nos impulsan a dar un paso adelante en nuestra
reflexión. La belleza, desde la que se manifiesta en el cosmos y en la
naturaleza hasta la que se expresa mediante las creaciones artísticas,
precisamente por su característica de abrir y ensanchar los horizontes de la
conciencia humana, de remitirla más allá de sí misma, de hacer que se asome a
la inmensidad del Infinito, puede convertirse en un camino hacia lo
trascendente, hacia el Misterio último, hacia Dios. El arte, en todas sus
expresiones, cuando se confronta con los grandes interrogantes de la
existencia, con los temas fundamentales de los que deriva el sentido de la vida,
puede asumir un valor religioso y transformarse en un camino de profunda
reflexión interior y de espiritualidad. Una prueba de esta afinidad, de esta
sintonía entre el camino de fe y el itinerario artístico, es el número incalculable
de obras de arte que tienen como protagonistas a los personajes, las historias,
los símbolos de esa inmensa reserva de "figuras" —en sentido lato— que es la
Biblia, la Sagrada Escritura. Las grandes narraciones bíblicas, los temas, las
145
2010
edad constituye una gran riqueza, no sólo para vosotros, sino también para los
demás, para la Iglesia y para el mundo.
El joven rico le pregunta a Jesús: «¿Qué tengo que hacer?» La etapa de la
vida en la que estáis es un tiempo de descubrimiento: de los dones que Dios os
ha dado y de vuestras propias responsabilidades. También es tiempo de
opciones fundamentales para construir vuestro proyecto de vida. Por tanto, es
el momento de interrogaros sobre el sentido auténtico de la existencia y de
preguntaros: «¿Estoy satisfecho de mi vida? ¿Me falta algo?».
Como el joven del evangelio, quizá también vosotros vivís situaciones de
inestabilidad, de confusión o de sufrimiento, que os llevan a desear una vida
que no sea mediocre y a preguntaros: ¿Qué es una vida plena? ¿Qué tengo que
hacer? ¿Cuál puede ser mi proyecto de vida? «¿Qué he de hacer para que mi
vida tenga pleno valor y pleno sentido?» (ibíd., n. 3).
¡No tengáis miedo a enfrentaros con estas preguntas! Ya que más que
causar angustia, expresan las grandes aspiraciones que hay en vuestro corazón.
Por eso hay que escucharlas. Esperan respuestas que no sean superficiales,
sino capaces de satisfacer vuestras auténticas esperanzas de vida y de
felicidad.
Para descubrir el proyecto de vida que realmente os puede hacer felices,
poneos a la escucha de Dios, que tiene un designio de amor para cada uno de
vosotros. Decidle con confianza: «Señor, ¿cuál es tu designio de Creador y de
Padre sobre mi vida? ¿Cuál es tu voluntad? Yo deseo cumplirla». Tened la
seguridad de que os responderá. ¡No tengáis miedo de su respuesta! «Dios es
mayor que nuestra conciencia y lo sabe todo» (1Jn 3,20).
4. ¡Ven y sígueme!
Jesús invita al joven rico a ir mucho más allá de la satisfacción de sus
aspiraciones y proyectos personales, y le dice: «¡Ven y sígueme!». La
vocación cristiana nace de una propuesta de amor del Señor, y sólo puede
realizarse gracias a una respuesta de amor: «Jesús invita a sus discípulos a la
entrega total de su vida, sin cálculo ni interés humano, con una confianza sin
reservas en Dios. Los santos aceptan esta exigente invitación y emprenden,
con humilde docilidad, el seguimiento de Cristo crucificado y resucitado. Su
perfección, en la lógica de la fe a veces humanamente incomprensible,
consiste en no ponerse ellos mismos en el centro, sino en optar por ir
contracorriente viviendo según el Evangelio» (Benedicto XVI, Homilía en
ocasión de las canonizaciones, 11 de octubre de 2009).
Siguiendo el ejemplo de tantos discípulos de Cristo, también vosotros,
queridos amigos, acoged con alegría la invitación al seguimiento, para vivir
intensamente y con fruto en este mundo. En efecto, con el bautismo, Él llama a
cada uno a seguirle con acciones concretas, a amarlo sobre todas las cosas y a
servirle en los hermanos. El joven rico, desgraciadamente, no acogió la
invitación de Jesús y se fue triste. No tuvo el valor de desprenderse de los
bienes materiales para encontrar el bien más grande que le ofrecía Jesús.
La tristeza del joven rico del evangelio es la que nace en el corazón de cada
uno cuando no se tiene el valor de seguir a Cristo, de tomar la opción justa.
¡Pero nunca es demasiado tarde para responderle!
151
Son retos a los que estáis llamados a responder para construir un mundo
más justo y fraterno. Son retos que requieren un proyecto de vida exigente y
apasionante, en el que emplear toda vuestra riqueza según el designio que Dios
tiene para cada uno de vosotros. No se trata de realizar gestos heroicos ni
extraordinarios, sino de actuar haciendo fructificar los propios talentos y las
propias posibilidades, comprometiéndose a progresar constantemente en la fe
y en el amor.
En este Año Sacerdotal, os invito a conocer la vida de los santos, sobre
todo la de los santos sacerdotes. Veréis que Dios los ha guiado y que han
encontrado su camino día tras día, precisamente en la fe, la esperanza y el
amor. Cristo os llama a cada uno de vosotros a un compromiso con Él y a
asumir las propias responsabilidades para construir la civilización del amor. Si
seguís su palabra, también vuestro camino se iluminará y os conducirá a metas
altas, que colman de alegría y plenitud la vida.
Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, os acompañe con su protección.
Os aseguro mi recuerdo en la oración y con gran afecto os bendigo.
del lugar visita ese monasterio, ve a esta pequeña monja negra, de la cual
parece no saber nada y dice: "Hermana, ¿qué hace usted aquí?" Y Bakhita
responde: "Lo mismo que usted, excelencia". El obispo visiblemente irritado
dice: "Hermana, ¿cómo que hace lo mismo que yo?". "Sí —dice la religiosa—,
ambos queremos hacer la voluntad de Dios, ¿no es así?". Al final, este es el
punto esencial: conocer, con la ayuda de la Iglesia, de la Palabra de Dios y de
los amigos, la voluntad de Dios, tanto en sus grandes líneas, comunes para
todos, como en mi vida personal concreta. Así la vida, quizá no es demasiado
fácil, pero se convierte en una vida hermosa y feliz. Pidamos al Señor que nos
ayude siempre a encontrar su voluntad y a seguirla con alegría.
P. El Evangelio nos ha dicho que Jesús fijó su mirada en ese joven y lo
amó. Santo Padre, ¿qué significa ser mirados con amor por Jesús? ¿Cómo
podemos hacer esta experiencia también nosotros hoy? ¿Es realmente posible
vivir esta experiencia también en esta vida de hoy?
Naturalmente yo diría que sí, porque el Señor siempre está presente y nos
mira a cada uno de nosotros con amor. Sólo que nosotros debemos encontrar
esa mirada y encontrarnos con él. ¿Cómo? Creo que el primer punto para
encontrarnos con Jesús, para experimentar su amor, es conocerlo. Conocer a
Jesús implica distintos caminos. Una primera condición es conocer la figura de
Jesús tal como se nos presenta en los Evangelios, que nos proporcionan un
retrato muy rico de la figura de Jesús; en las grandes parábolas, como en la del
hijo pródigo, en la del samaritano, en la de Lázaro, etc. En todas las parábolas,
en todas sus palabras, en el sermón de la montaña, encontramos realmente el
rostro de Jesús, el rostro de Dios hasta la cruz donde, por amor a nosotros, se
da totalmente hasta la muerte y al final puede decir: "En tus manos, Padre,
pongo mi vida, mi alma" (cf. Lc 23, 46).
Por lo tanto: conocer, meditar sobre Jesús junto con los amigos, con la
Iglesia, y conocer a Jesús no sólo de modo académico, teórico, sino con el
corazón, es decir, hablar con Jesús en la oración. No puedo conocer a una
persona del mismo modo que estudio matemáticas. Para las matemáticas es
necesaria y suficiente la razón, pero para conocer a una persona, sobre todo la
gran persona de Jesús, Dios y hombre, hace falta la razón pero, al mismo
tiempo, también el corazón. Sólo abriéndole el corazón a él, sólo con el
conocimiento del conjunto de lo que dijo e hizo, con nuestro amor, con nuestro
ir hacia él, podemos ir conociéndolo cada vez más y así también hacer la
experiencia de ser amados.
Por tanto: escuchar la Palabra de Jesús, escucharla en la comunión de la
Iglesia, en su gran experiencia y responder con nuestra oración, con nuestro
diálogo personal con Jesús, en el que le hablamos de lo que no entendemos, de
nuestras necesidades y de nuestras preguntas. En un diálogo verdadero,
podemos encontrar cada vez más este camino del conocimiento, que se
convierte en amor. Naturalmente forma parte del camino hacia Jesús no sólo
pensar, no sólo rezar, sino también hacer: obrar el bien, comprometerse en
favor del prójimo. Hay distintos caminos; cada uno conoce sus posibilidades,
en la parroquia y en la comunidad en la que vive, para comprometerse también
con Cristo y por los demás, por la vitalidad de la Iglesia, para que la fe sea
verdaderamente una fuerza formativa de nuestro ambiente y, así, de nuestro
157
ayudan las amistades de hombres que "van delante de nosotros", que ya han
avanzado en el camino de la vida y que pueden convencernos de que caminar
así es el camino apropiado. Pidamos al Señor que nos dé siempre amigos,
comunidades que nos ayuden a ver el camino del bien y a encontrar así la vida
bella y gozosa.
un gran poder de persuasión, reforzadas por los medios y por las presiones
sociales de grupos hostiles a la fe cristiana. Cuando se es joven e
impresionable, es fácil sufrir el influjo de otros para que a aceptemos ideas y
valores que sabemos que no son los que el Señor quiere de verdad para
nosotros. Por eso, os repito: No tengáis miedo, sino alegraos del amor que os
tiene; fiaos de él, responded a su invitación a ser sus discípulos, encontrad
alimento y ayuda espiritual en los sacramentos de la Iglesia.
Aquí, en Malta, vivís en una sociedad marcada por la fe y los valores
cristianos. Deberíais estar orgullosos de que vuestro País defienda tanto al niño
por nacer como la estabilidad de la vida familiar para una sociedad sana. En
Malta y en Gozo, las familias saben valorar y cuidar de sus miembros ancianos
y enfermos, y acogen a los hijos como un don de Dios. Otras naciones pueden
aprender de vuestro ejemplo cristiano. En el contexto de la sociedad europea,
los valores evangélicos están llegando a ser de nuevo una contracultura, como
ocurría en tiempos de san Pablo.
En este Año Sacerdotal, os pido que estéis abiertos a la posibilidad de que
el Señor pueda llamar a algunos de vosotros a entregarse totalmente al servicio
de su pueblo en el sacerdocio o en la vida consagrada. Vuestro País ha dado
muchos y excelentes sacerdotes y religiosos a la Iglesia. Inspiraros en su
ejemplo y reconoced la profunda alegría que proviene de dedicar la propia
vida al anuncio del mensaje del amor de Dios por todos, sin excepción.
Os he hablado ya de la necesidad de atender a los más jóvenes, a los
ancianos y enfermos. Pero el cristiano está llamado a llevar el mensaje del
Evangelio a todos. Dios ama a cada persona de este mundo, más aún, ama a
cada persona de todas las épocas de la historia del mundo. En la muerte y
resurrección de Jesús, que se hace presente cada vez que celebramos la Misa,
Él ofrece a todos la vida en abundancia. Como cristianos, estamos llamados a
manifestar el amor de Dios que incluye a todos. Por eso, hemos de socorrer al
pobre, al débil, al marginado; tenemos que ocuparnos especialmente por los
que pasan por momentos de dificultad, por los que padecen depresión o
ansiedad; debemos atender a los discapacitados y hacer todo lo que esté en
nuestra mano por promover su dignidad y calidad de vida; tendremos que
prestar atención a las necesidades de los inmigrantes y de aquellos que buscan
asilo en nuestra tierra; tenemos que tender una mano amiga a los creyentes y a
los no creyentes. Esta es la noble vocación de amor y servicio que todos
nosotros hemos recibido. Que esto os impulse a dedicar vuestra vida a seguir a
Cristo. No tengáis miedo de ser amigos íntimos de Cristo.
San Agustín explica espléndidamente este proceso (cf. Sermón 272). Nos
recuerda que el pan no se hace a partir de un solo grano, sino de muchos. Para
que todos los granos se transformen en pan, primero hay que molerlos. Alude
aquí al exorcismo que han de hacer los catecúmenos antes de su bautismo.
Cada uno de nosotros que formamos parte de la Iglesia necesita salir del
mundo cerrado de su individualismo y aceptar la ‘compañía’ de los demás, que
“comparten el pan” con nosotros. Ya no debemos pensar más a partir del “yo”,
sino del “nosotros”. Por esto, todos los días pedimos a “nuestro” Padre el pan
“nuestro” de cada día. La condición previa para entrar en la vida divina a la
que estamos llamados es derribar las barreras entre nosotros y nuestros
vecinos. Necesitamos ser liberados de lo que nos aprisiona y aísla: temor y
desconfianza recíproca, avidez y egoísmo, malevolencia, para arriesgarnos a la
vulnerabilidad a la que nos exponemos cuando nos abrimos al amor.
Los granos de trigo, una vez triturados, se mezclan en la masa y se meten
en el horno. Aquí, san Agustín se refiere a la inmersión en las aguas
bautismales a la que sigue el don sacramental del Espíritu Santo, que inflama
el corazón de los fieles con el fuego del amor de Dios. Este proceso que une y
transforma los granos aislados en un único pan nos ofrece una imagen
sugerente de la acción unificadora del Espíritu Santo sobre los miembros de la
Iglesia, realizada de una manera eminente a través de la celebración de la
eucaristía. Quienes participan en este gran sacramento y se alimentan de su
Cuerpo eucarístico se transforman en el Cuerpo eclesial de Cristo. “Sé lo que
ves”, dice san Agustín animándolos, “y recibe lo que eres”.
Estas significativas palabras nos invitan a responder generosamente a la
llamada a “ser Cristo” para los que nos rodean. Ahora somos su cuerpo en la
tierra. Parafraseando una célebre expresión atribuida a santa Teresa de Ávila,
somos los ojos con los que mira compasivamente a los que pasan necesidad,
somos las manos que extiende para bendecir y curar, somos los pies de los que
se sirve para hacer el bien, y somos los labios con los que se proclama su
Evangelio. Sin embargo, es importante comprender que cuando participamos
de este modo en su obra de salvación, no estamos honrando la memoria de un
héroe muerto prolongando lo que él hizo. Al contrario, Cristo vive en nosotros,
su cuerpo, la Iglesia, su pueblo sacerdotal. Al tomarlo a Él como alimento en
la eucaristía y acogiendo en nuestros corazones su Espíritu Santo, nos
transformamos realmente en el Cuerpo de Cristo que hemos recibido, estamos
verdaderamente en comunión con Él y entre nosotros, y nos transformamos en
verdaderos instrumentos suyos, dando testimonio de Él en el mundo.
sangre indica la vida; así, podemos decir que, alimentándonos del cuerpo de
Cristo, acogemos la vida de Dios y aprendemos a mirar la realidad con sus
ojos, abandonando la lógica del mundo para seguir la lógica divina del don y
de la gratuidad. San Agustín recuerda que durante una visión le pareció oír la
voz del Señor que le decía: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Mas
no me transformarás en ti como al manjar de tu carne, sino que tú te
transformarás en mí» (cf. Confesiones VII, 10, 16). Cuando recibimos a
Cristo, el amor de Dios se expande en lo íntimo de nuestro ser, modifica
radicalmente nuestro corazón y nos hace capaces de gestos que, por la fuerza
difusiva del bien, pueden transformar la vida de quienes están a nuestro lado.
La caridad es capaz de generar un cambio auténtico y permanente de la
sociedad, actuando en el corazón y en la mente de los hombres, y cuando se
vive en la verdad «es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de
cada persona y de toda la humanidad» (Caritas in veritate, 1). Para el discípulo
de Jesús el testimonio de la caridad no es un sentimiento pasajero sino, al
contrario, es lo que plasma la vida en toda circunstancia. (…)
Las necesidades y la pobreza de numerosos hombres y mujeres nos
interpelan profundamente: cada día es Cristo mismo quien, en los pobres, nos
pide que le demos de comer y de beber, que lo visitemos en los hospitales y en
las cárceles, que lo acojamos y lo vistamos. La Eucaristía celebrada nos
impone y, al mismo tiempo, nos hace capaces de ser también nosotros pan
partido para los hermanos, saliendo al encuentro de sus necesidades y
entregándonos nosotros mismos. Por esto una celebración eucarística que no
lleve a encontrarse con los hombres allí donde viven, trabajan y sufren, para
llevarles el amor de Dios, no manifiesta la verdad que encierra. Para ser fieles
al misterio que se celebra en los altares, como nos exhorta el apóstol san
Pablo, debemos ofrecer nuestro cuerpo, nuestro ser, como sacrificio espiritual
agradable a Dios (cf. Rm 12, 1) en las circunstancias que requieren hacer que
muera nuestro yo y constituyen nuestro «altar» cotidiano. Los gestos de
compartir crean comunión, renuevan el tejido de las relaciones interpersonales,
inclinándolas a la gratuidad y al don, y permiten la construcción de la
civilización del amor. En un tiempo como el actual de crisis económica y
social, seamos solidarios con quienes viven en la indigencia, para ofrecer a
todos la esperanza de un mañana mejor y digno del hombre. Si vivimos
realmente como discípulos del Dios-caridad, ayudaremos a los habitantes de
Roma a descubrir que son hermanos e hijos del único Padre.
La naturaleza misma del amor requiere opciones de vida definitivas e
irrevocables. Me dirijo en particular a vosotros, queridos jóvenes: no tengáis
miedo de elegir el amor como la regla suprema de la vida. No tengáis miedo
de amar a Cristo en el sacerdocio y, si en el corazón sentís la llamada del
Señor, seguidlo en esta extraordinaria aventura de amor, abandonándoos con
confianza a él. No tengáis miedo de formar familias cristianas que vivan el
amor fiel, indisoluble y abierto a la vida. Testimoniad que el amor, como lo
vivió Cristo y como lo enseña el Magisterio de la Iglesia, no quita nada a
nuestra felicidad; al contrario, da la alegría profunda que Cristo prometió a sus
discípulos.
164
ESCUCHAR A DIOS
20100704. Discurso. Jóvenes. Sulmona
¡Ante todo quiero deciros que estoy muy contento de encontrarme con
vosotros! Doy gracias a Dios por la posibilidad que me brinda de quedarme un
poco con vosotros, como un padre de familia, junto a vuestro obispo y
vuestros sacerdotes. ¡Os agradezco el afecto que me manifestáis con tanta
calidez! Pero os doy también las gracias por lo que me habéis dicho, a través
de vuestros dos «portavoces», Francesca y Cristian. Me habéis hecho
preguntas con mucha franqueza y, a la vez, habéis demostrado tener puntos de
apoyo, convicciones. Y esto es muy importante. Sois chicos y chicas que
reflexionáis, que os hacéis preguntas y que tenéis también el sentido de la
verdad y del bien. O sea, sabéis utilizar la mente y el corazón, ¡y no es poco!
Es más, diría que es lo principal en este mundo: aprender a usar bien la
inteligencia y la sabiduría que Dios nos ha dado. La gente de esta tierra
vuestra, en el pasado, no disponía de muchos medios para estudiar ni para
afirmarse en la sociedad, pero poseía lo que enriquece verdaderamente a un
hombre y a una mujer: la fe y los valores morales. ¡Esto es lo que construye a
las personas y la convivencia civil!
De vuestras palabras se desprenden dos aspectos fundamentales: uno
positivo y otro negativo. El aspecto positivo procede de vuestra visión
cristiana de la vida, una educación que evidentemente habéis recibido de
vuestros padres, abuelos y otros educadores: sacerdotes, profesores,
catequistas. El aspecto negativo está en las sombras que oscurecen vuestro
horizonte: hay problemas concretos que dificultan contemplar el futuro con
serenidad y optimismo; pero también existen falsos valores y modelos
ilusorios que se os proponen y que prometen llenar la vida, cuando en cambio
la vacían. Entonces, ¿qué hacer para que estas sombran no sean demasiado
pesadas? Ante todo, ¡veo que sois jóvenes con buena memoria! Sí, me ha
impresionado el hecho de que hayáis retomado expresiones que pronuncié en
Sydney, en Australia, durante la Jornada mundial de la juventud de 2008. Y
además habéis recordado que las JMJ nacieron hace 25 años. Pero sobre todo
habéis demostrado que tenéis una memoria histórica propia vinculada a
vuestra tierra: me habéis hablado de un personaje nacido hace ocho siglos, san
Pedro Celestino V, y habéis dicho que le consideráis todavía muy actual. Veis,
queridos amigos, que de esta forma tenéis, como se suele decir, «una marcha
más». Sí, la memoria histórica es verdaderamente una «marcha más» en la
vida, porque sin memoria no hay futuro. Una vez se decía que la historia es
maestra de vida. La actual cultura consumista tiende en cambio a aplanar al
hombre en el presente, a hacer que pierda el sentido del pasado, de la historia;
pero actuando así le priva también de la capacidad de comprenderse a sí
mismo, de percibir los problemas y de construir el mañana. Así que, queridos
jóvenes, quiero deciros: el cristiano es alguien que tiene buena memoria, que
ama la historia y procura conocerla.
Os doy las gracias por ello, pues me habláis de san Pedro del Morrone,
Celestino V, y sois capaces de valorar su experiencia hoy, en un mundo tan
distinto, pero precisamente por esto necesitado de redescubrir algunas cosas
165
que valen siempre, que son perennes, por ejemplo la capacidad de escuchar a
Dios en el silencio exterior y sobre todo interior. Hace poco me habéis
preguntado: ¿cómo se puede reconocer la llamada de Dios? Pues bien, el
secreto de la vocación está en la capacidad y en la alegría de distinguir,
escuchar y seguir su voz. Pero para hacer esto es necesario acostumbrar a
nuestro corazón a reconocer al Señor, a escucharle como a una Persona que
está cerca y me ama. Como dije esta mañana, es importante aprender a vivir
momentos de silencio interior en las propias jornadas para ser capaces de
escuchar la voz del Señor. Estad seguros de que si uno aprende a escuchar esta
voz y a seguirla con generosidad, no tiene miedo de nada, sabe y percibe que
Dios está con él, con ella, que es Amigo, Padre y Hermano. En una palabra: el
secreto de la vocación está en la relación con Dios, en la oración que crece
justamente en el silencio interior, en la capacidad de escuchar que Dios está
cerca. Y esto es verdad tanto antes de la elección, o sea, en el momento de
decidir y partir, como después, si se quiere ser fiel y perseverar en el camino.
San Pedro Celestino fue, antes de todo esto: un hombre de escucha, de silencio
interior, un hombre de oración, un hombre de Dios. Queridos jóvenes:
¡encontrad siempre un espacio en vuestras jornadas para Dios, para escucharle
y hablarle!
Y aquí desearía deciros una segunda cosa: la verdadera oración no es en
absoluto ajena a la realidad. Si orar os alienara, os sustrajera de vuestra vida
real, estad en guardia: ¡no sería verdadera oración! Al contrario: el diálogo con
Dios es garantía de verdad, de verdad con uno mismo y con los demás, y así
de libertad. Estar con Dios, escuchar su Palabra, en el Evangelio, en la liturgia
de la Iglesia, defiende de los desaciertos del orgullo y de la presunción, de las
modas y de los conformismos, y da la fuerza para ser auténticamente libres,
también de ciertas tentaciones disfrazadas de cosas buenas. Me habéis
preguntado: ¿cómo podemos estar «en» el mundo sin ser «del» mundo? Os
respondo: precisamente gracias a la oración, al contacto personal con Dios. No
se trata de multiplicar las palabras —lo decía Jesús—, sino de estar en
presencia de Dios, haciendo propias, en la mente y en el corazón, las
expresiones del «Padre Nuestro», que abraza todos los problemas de nuestra
vida, o bien adorando la Eucaristía, meditando el Evangelio en nuestra
habitación o participando con recogimiento en la liturgia. Todo esto no aparta
de la vida, sino que ayuda a ser verdaderamente uno mismo en cada ambiente,
fieles a la voz de Dios que habla a la conciencia, libres de los
condicionamientos del momento. Así fue para san Celestino V: supo actuar
según su conciencia en obediencia a Dios, y por ello sin miedo y con gran
valentía, también en los momentos difíciles, como aquellos ligados a su breve
pontificado, no temiendo perder la propia dignidad, sino sabiendo que esta
consiste en estar en la verdad. Y el garante de la verdad es Dios. Quien le sigue
no tiene miedo ni siquiera de renunciar a sí mismo, a su propia idea, porque
«quien a Dios tiene, nada le falta», como decía santa Teresa de Ávila.
Queridos amigos: La fe y la oración no resuelven los problemas, pero
permiten afrontarlos con nueva luz y fuerza, de manera digna del hombre, y
también de un modo más sereno y eficaz. Si contemplamos la historia de la
Iglesia, veremos que es rica en figuras de santos y beatos que, precisamente
166
cambió una pequeña comunidad y así dio al mundo nueva luz. Que el ejemplo
de san Tarsicio y de san Juan María Vianney nos impulse cada día a amar a
Jesús y a cumplir su voluntad, como hizo la Virgen María, fiel a su Hijo hasta
el final.
anhelo de lo que es realmente grande forma parte del ser joven. ¿Se trata sólo
de un sueño vacío que se desvanece cuando uno se hace adulto? No, el hombre
en verdad está creado para lo que es grande, para el infinito. Cualquier otra
cosa es insuficiente. San Agustín tenía razón: nuestro corazón está inquieto,
hasta que no descansa en Ti. El deseo de la vida más grande es un signo de que
Él nos ha creado, de que llevamos su “huella”. Dios es vida, y cada criatura
tiende a la vida; en un modo único y especial, la persona humana, hecha a
imagen de Dios, aspira al amor, a la alegría y a la paz. Entonces
comprendemos que es un contrasentido pretender eliminar a Dios para que el
hombre viva. Dios es la fuente de la vida; eliminarlo equivale a separarse de
esta fuente e, inevitablemente, privarse de la plenitud y la alegría: «sin el
Creador la criatura se diluye» (Con. Ecum. Vaticano. II, Const. Gaudium et
Spes, 36). La cultura actual, en algunas partes del mundo, sobre todo en
Occidente, tiende a excluir a Dios, o a considerar la fe como un hecho privado,
sin ninguna relevancia en la vida social. Aunque el conjunto de los valores,
que son el fundamento de la sociedad, provenga del Evangelio –como el
sentido de la dignidad de la persona, de la solidaridad, del trabajo y de la
familia–, se constata una especie de “eclipse de Dios”, una cierta amnesia, más
aún, un verdadero rechazo del cristianismo y una negación del tesoro de la fe
recibida, con el riesgo de perder aquello que más profundamente nos
caracteriza.
Por este motivo, queridos amigos, os invito a intensificar vuestro camino
de fe en Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. Vosotros sois el futuro de la
sociedad y de la Iglesia. Como escribía el apóstol Pablo a los cristianos de la
ciudad de Colosas, es vital tener raíces y bases sólidas. Esto es verdad,
especialmente hoy, cuando muchos no tienen puntos de referencia estables
para construir su vida, sintiéndose así profundamente inseguros. El relativismo
que se ha difundido, y para el que todo da lo mismo y no existe ninguna
verdad, ni un punto de referencia absoluto, no genera verdadera libertad, sino
inestabilidad, desconcierto y un conformismo con las modas del momento.
Vosotros, jóvenes, tenéis el derecho de recibir de las generaciones que os
preceden puntos firmes para hacer vuestras opciones y construir vuestra vida,
del mismo modo que una planta pequeña necesita un apoyo sólido hasta que
crezcan sus raíces, para convertirse en un árbol robusto, capaz de dar fruto.
2. Arraigados y edificados en Cristo
Para poner de relieve la importancia de la fe en la vida de los creyentes,
quisiera detenerme en tres términos que san Pablo utiliza en: «Arraigados y
edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2, 7). Aquí podemos distinguir
tres imágenes: “arraigado” evoca el árbol y las raíces que lo alimentan;
“edificado” se refiere a la construcción; “firme” alude al crecimiento de la
fuerza física o moral. Se trata de imágenes muy elocuentes. Antes de
comentarlas, hay que señalar que en el texto original las tres expresiones,
desde el punto de vista gramatical, están en pasivo: quiere decir, que es Cristo
mismo quien toma la iniciativa de arraigar, edificar y hacer firmes a los
creyentes.
La primera imagen es la del árbol, firmemente plantado en el suelo por
medio de las raíces, que le dan estabilidad y alimento. Sin las raíces, sería
171
llevado por el viento, y moriría. ¿Cuáles son nuestras raíces? Naturalmente, los
padres, la familia y la cultura de nuestro país son un componente muy
importante de nuestra identidad. La Biblia nos muestra otra más. El profeta
Jeremías escribe: «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su
confianza: será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa
raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de
sequía no se inquieta, no deja de dar fruto» (Jer 17, 7-8). Echar raíces, para el
profeta, significa volver a poner su confianza en Dios. De Él viene nuestra
vida; sin Él no podríamos vivir de verdad. «Dios nos ha dado vida eterna y
esta vida está en su Hijo» (1 Jn 5,11). Jesús mismo se presenta como nuestra
vida (cf. Jn 14, 6). Por ello, la fe cristiana no es sólo creer en la verdad, sino
sobre todo una relación personal con Jesucristo. El encuentro con el Hijo de
Dios proporciona un dinamismo nuevo a toda la existencia. Cuando
comenzamos a tener una relación personal con Él, Cristo nos revela nuestra
identidad y, con su amistad, la vida crece y se realiza en plenitud. Existe un
momento en la juventud en que cada uno se pregunta: ¿qué sentido tiene mi
vida, qué finalidad, qué rumbo debo darle? Es una fase fundamental que puede
turbar el ánimo, a veces durante mucho tiempo. Se piensa cuál será nuestro
trabajo, las relaciones sociales que hay que establecer, qué afectos hay que
desarrollar… En este contexto, vuelvo a pensar en mi juventud. En cierto
modo, muy pronto tomé conciencia de que el Señor me quería sacerdote. Pero
más adelante, después de la guerra, cuando en el seminario y en la universidad
me dirigía hacia esa meta, tuve que reconquistar esa certeza. Tuve que
preguntarme: ¿es éste de verdad mi camino? ¿Es de verdad la voluntad del
Señor para mí? ¿Seré capaz de permanecerle fiel y estar totalmente a
disposición de Él, a su servicio? Una decisión así también causa sufrimiento.
No puede ser de otro modo. Pero después tuve la certeza: ¡así está bien! Sí, el
Señor me quiere, por ello me dará también la fuerza. Escuchándole, estando
con Él, llego a ser yo mismo. No cuenta la realización de mis propios deseos,
sino su voluntad. Así, la vida se vuelve auténtica.
Como las raíces del árbol lo mantienen plantado firmemente en la tierra,
así los cimientos dan a la casa una estabilidad perdurable. Mediante la fe,
estamos arraigados en Cristo (cf. Col 2, 7), así como una casa está construida
sobre los cimientos. En la historia sagrada tenemos numerosos ejemplos de
santos que han edificado su vida sobre la Palabra de Dios. El primero Abrahán.
Nuestro padre en la fe obedeció a Dios, que le pedía dejar la casa paterna para
encaminarse a un país desconocido. «Abrahán creyó a Dios y se le contó en su
haber. Y en otro pasaje se le llama “amigo de Dios”» (St 2, 23). Estar
arraigados en Cristo significa responder concretamente a la llamada de Dios,
fiándose de Él y poniendo en práctica su Palabra. Jesús mismo reprende a sus
discípulos: «¿Por qué me llamáis: “¡Señor, Señor!”, y no hacéis lo que digo?»
(Lc 6, 46). Y recurriendo a la imagen de la construcción de la casa, añade: «El
que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra… se parece a uno
que edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino
una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla,
porque estaba sólidamente construida» (Lc 6, 47-48).
172
Queridos amigos, construid vuestra casa sobre roca, como el hombre que
“cavó y ahondó”. Intentad también vosotros acoger cada día la Palabra de
Cristo. Escuchadle como al verdadero Amigo con quien compartir el camino
de vuestra vida. Con Él a vuestro lado seréis capaces de afrontar con valentía y
esperanza las dificultades, los problemas, también las desilusiones y los
fracasos. Continuamente se os presentarán propuestas más fáciles, pero
vosotros mismos os daréis cuenta de que se revelan como engañosas, no dan
serenidad ni alegría. Sólo la Palabra de Dios nos muestra la auténtica senda,
sólo la fe que nos ha sido transmitida es la luz que ilumina el camino. Acoged
con gratitud este don espiritual que habéis recibido de vuestras familias y
esforzaos por responder con responsabilidad a la llamada de Dios,
convirtiéndoos en adultos en la fe. No creáis a los que os digan que no
necesitáis a los demás para construir vuestra vida. Apoyaos, en cambio, en la
fe de vuestros seres queridos, en la fe de la Iglesia, y agradeced al Señor el
haberla recibido y haberla hecho vuestra.
3. Firmes en la fe
Estad «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2, 7). La
carta de la cual está tomada esta invitación, fue escrita por san Pablo para
responder a una necesidad concreta de los cristianos de la ciudad de Colosas.
Aquella comunidad, de hecho, estaba amenazada por la influencia de ciertas
tendencias culturales de la época, que apartaban a los fieles del Evangelio.
Nuestro contexto cultural, queridos jóvenes, tiene numerosas analogías con el
de los colosenses de entonces. En efecto, hay una fuerte corriente de
pensamiento laicista que quiere apartar a Dios de la vida de las personas y la
sociedad, planteando e intentando crear un “paraíso” sin Él. Pero la
experiencia enseña que el mundo sin Dios se convierte en un “infierno”, donde
prevalece el egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las personas
y los pueblos, la falta de amor, alegría y esperanza. En cambio, cuando las
personas y los pueblos acogen la presencia de Dios, le adoran en verdad y
escuchan su voz, se construye concretamente la civilización del amor, donde
cada uno es respetado en su dignidad y crece la comunión, con los frutos que
esto conlleva. Hay cristianos que se dejan seducir por el modo de pensar
laicista, o son atraídos por corrientes religiosas que les alejan de la fe en
Jesucristo. Otros, sin dejarse seducir por ellas, sencillamente han dejado que se
enfriara su fe, con las inevitables consecuencias negativas en el plano moral.
El apóstol Pablo recuerda a los hermanos, contagiados por las ideas
contrarias al Evangelio, el poder de Cristo muerto y resucitado. Este misterio
es el fundamento de nuestra vida, el centro de la fe cristiana. Todas las
filosofías que lo ignoran, considerándolo “necedad” (1 Co 1, 23), muestran sus
límites ante las grandes preguntas presentes en el corazón del hombre. Por
ello, también yo, como Sucesor del apóstol Pedro, deseo confirmaros en la fe
(cf. Lc 22, 32). Creemos firmemente que Jesucristo se entregó en la Cruz para
ofrecernos su amor; en su pasión, soportó nuestros sufrimientos, cargó con
nuestros pecados, nos consiguió el perdón y nos reconcilió con Dios Padre,
abriéndonos el camino de la vida eterna. De este modo, hemos sido liberados
de lo que más atenaza nuestra vida: la esclavitud del pecado, y podemos amar
173
a todos, incluso a los enemigos, y compartir este amor con los hermanos más
pobres y en dificultad.
Queridos amigos, la cruz a menudo nos da miedo, porque parece ser la
negación de la vida. En realidad, es lo contrario. Es el “sí” de Dios al hombre,
la expresión máxima de su amor y la fuente de donde mana la vida eterna. De
hecho, del corazón de Jesús abierto en la cruz ha brotado la vida divina,
siempre disponible para quien acepta mirar al Crucificado. Por eso, quiero
invitaros a acoger la cruz de Jesús, signo del amor de Dios, como fuente de
vida nueva. Sin Cristo, muerto y resucitado, no hay salvación. Sólo Él puede
liberar al mundo del mal y hacer crecer el Reino de la justicia, la paz y el
amor, al que todos aspiramos.
4. Creer en Jesucristo sin verlo
En el Evangelio se nos describe la experiencia de fe del apóstol Tomás
cuando acoge el misterio de la cruz y resurrección de Cristo. Tomás, uno de
los doce apóstoles, siguió a Jesús, fue testigo directo de sus curaciones y
milagros, escuchó sus palabras, vivió el desconcierto ante su muerte. En la
tarde de Pascua, el Señor se aparece a los discípulos, pero Tomás no está
presente, y cuando le cuentan que Jesús está vivo y se les ha aparecido, dice:
«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el
agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo» (Jn 20, 25).
También nosotros quisiéramos poder ver a Jesús, poder hablar con Él,
sentir más intensamente aún su presencia. A muchos se les hace hoy difícil el
acceso a Jesús. Muchas de las imágenes que circulan de Jesús, y que se hacen
pasar por científicas, le quitan su grandeza y la singularidad de su persona. Por
ello, a lo largo de mis años de estudio y meditación, fui madurando la idea de
transmitir en un libro algo de mi encuentro personal con Jesús, para ayudar de
alguna forma a ver, escuchar y tocar al Señor, en quien Dios nos ha salido al
encuentro para darse a conocer. De hecho, Jesús mismo, apareciéndose
nuevamente a los discípulos después de ocho días, dice a Tomás: «Trae tu
dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas
incrédulo, sino creyente» (Jn 20, 27). También para nosotros es posible tener
un contacto sensible con Jesús, meter, por así decir, la mano en las señales de
su Pasión, las señales de su amor. En los Sacramentos, Él se nos acerca en
modo particular, se nos entrega. Queridos jóvenes, aprended a “ver”, a
“encontrar” a Jesús en la Eucaristía, donde está presente y cercano hasta
entregarse como alimento para nuestro camino; en el Sacramento de la
Penitencia, donde el Señor manifiesta su misericordia ofreciéndonos siempre
su perdón. Reconoced y servid a Jesús también en los pobres y enfermos, en
los hermanos que están en dificultad y necesitan ayuda.
Entablad y cultivad un diálogo personal con Jesucristo, en la fe. Conocedle
mediante la lectura de los Evangelios y del Catecismo de la Iglesia Católica;
hablad con Él en la oración, confiad en Él. Nunca os traicionará. «La fe es ante
todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e
inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado»
(Catecismo de la Iglesia Católica, 150). Así podréis adquirir una fe madura,
sólida, que no se funda únicamente en un sentimiento religioso o en un vago
recuerdo del catecismo de vuestra infancia. Podréis conocer a Dios y vivir
174
En vuestras escuelas católicas, hay cada vez más iniciativas, además de las
materias concretas que estudiáis y de las diferentes habilidades que aprendéis.
Todo el trabajo que realizáis se sitúa en un contexto de crecimiento en la
amistad con Dios y todo ello debe surgir de esta amistad. Aprendéis a ser no
sólo buenos estudiantes, sino buenos ciudadanos, buenas personas. A medida
que avanzáis en los diferentes cursos escolares, debéis ir tomando decisiones
sobre las materias que vais a estudiar, comenzando a especializaros de cara a
lo que más tarde vais a hacer en la vida. Esto es justo y conveniente. Pero
recordad siempre que cuando estudiáis una materia, es parte de un horizonte
mayor. No os contentéis con ser mediocres. El mundo necesita buenos
científicos, pero una perspectiva científica se vuelve peligrosa si ignora la
dimensión religiosa y ética de la vida, de la misma manera que la religión se
convierte en limitada si rechaza la legítima contribución de la ciencia en
nuestra comprensión del mundo. Necesitamos buenos historiadores, filósofos
y economistas, pero si su aportación a la vida humana, dentro de su ámbito
particular, se enfoca de manera demasiado reducida, pueden llevarnos por mal
camino.
Una buena escuela educa integralmente a la persona en su totalidad. Y una
buena escuela católica, además de este aspecto, debería ayudar a todos sus
alumnos a ser santos. Sé que hay muchos no-católicos estudiando en las
escuelas católicas de Gran Bretaña, y deseo incluiros a todos vosotros en mi
mensaje de hoy. Rezo para que también vosotros os sintáis movidos a la
práctica de la virtud y crezcáis en el conocimiento y en la amistad con Dios
junto a vuestros compañeros católicos. Sois para ellos un signo que les
recuerda ese horizonte mayor, que está fuera de la escuela, y de hecho, es
bueno que el respeto y la amistad entre miembros de diversas tradiciones
religiosas forme parte de las virtudes que se aprenden en una escuela católica.
Igualmente, confío en que queráis compartir con otros los valores e ideas
aprendidos gracias a la educación cristiana que habéis recibido.
San David, uno de los grandes santos del siglo sexto, edad dorada para
estas islas por los santos y misioneros, fue fundador de la cultura cristiana que
está en el origen de la Europa moderna. La predicación de David fue sencilla,
pero profunda. Al morir, sus últimas palabras a sus monjes, fueron: «Estad
alegres, mantened la fe y cumplid las cosas pequeñas». Son las cosas pequeñas
las que manifiestan nuestro amor por aquel que nos amó primero (cf. 1 Jn 4,
19) y las que unen a las personas en una comunidad de fe, amor y servicio.
181
penetra hasta la esencia de nuestro ser. Verdad que se transmite no sólo por la
enseñanza formal, por importante que ésta sea, sino también por el testimonio
de una vida íntegra, fiel y santa; y los que viven en y por la verdad
instintivamente reconocen lo que es falso y, precisamente como falso,
perjudicial para la belleza y la bondad que acompañan el esplendor de la
verdad, veritatis splendor. (…)
En una de las meditaciones más queridas del Cardenal se dice: "Dios me ha
creado para una misión concreta. Me ha confiado una tarea que no ha
encomendado a otro" (Meditaciones sobre la doctrina cristiana). Aquí vemos el
agudo realismo cristiano de Newman, el punto en que fe y vida
inevitablemente se cruzan. La fe busca dar frutos en la transformación de
nuestro mundo a través del poder del Espíritu Santo, que actúa en la vida y
obra de los creyentes. Nadie que contemple con realismo nuestro mundo de
hoy podría pensar que los cristianos pueden permitirse el lujo de continuar
como si no pasara nada, haciendo caso omiso de la profunda crisis de fe que
impregna nuestra sociedad, o confiando sencillamente en que el patrimonio de
valores transmitido durante siglos de cristianismo seguirá inspirando y
configurando el futuro de nuestra sociedad. Sabemos que en tiempos de crisis
y turbación Dios ha suscitado grandes santos y profetas para la renovación de
la Iglesia y la sociedad cristiana; confiamos en su providencia y pedimos que
nos guíe constantemente. Pero cada uno de nosotros, de acuerdo con su estado
de vida, está llamado a trabajar por el progreso del Reino de Dios, infundiendo
en la vida temporal los valores del Evangelio. Cada uno de nosotros tiene una
misión, cada uno de nosotros está llamado a cambiar el mundo, a trabajar por
una cultura de la vida, una cultura forjada por el amor y el respeto a la
dignidad de cada persona humana. Como el Señor nos dice en el Evangelio
que acabamos de escuchar, nuestra luz debe alumbrar a todos, para que, viendo
nuestras buenas obras, den gloria a nuestro Padre, que está en el cielo
(cf. Mt 5,16).
Deseo ahora dirigir una palabra especial a los numerosos jóvenes
presentes. Queridos jóvenes amigos: sólo Jesús conoce la "misión concreta"
que piensa para vosotros. Dejad que su voz resuene en lo más profundo de
vuestro corazón: incluso ahora mismo, su corazón está hablando a vuestro
corazón. Cristo necesita familias para recordar al mundo la dignidad del amor
humano y la belleza de la vida familiar. Necesita hombres y mujeres que
dediquen su vida a la noble labor de educar, atendiendo a los jóvenes y
formándolos en el camino del Evangelio. Necesita a quienes consagrarán su
vida a la búsqueda de la caridad perfecta, siguiéndole en castidad, pobreza y
obediencia y sirviéndole en sus hermanos y hermanas más pequeños. Necesita
el gran amor de la vida religiosa contemplativa, que sostiene el testimonio y la
actividad de la Iglesia con su oración constante. Y necesita sacerdotes, buenos
y santos sacerdotes, hombres dispuestos a dar su vida por sus ovejas.
Preguntadle al Señor lo que desea de vosotros. Pedidle la generosidad de decir
sí. No tengáis miedo a entregaros completamente a Jesús. Él os dará la gracia
que necesitáis para acoger su llamada. Permitidme terminar estas pocas
palabras invitándoos vivamente a acompañarme el próximo año en Madrid en
la Jornada Mundial de la Juventud. Siempre es una magnífica ocasión para
183
que falleció a los 17 años. Este, queridos amigos, es el primer mensaje que
quiero dejaros: la relación entre padres e hijos, como sabéis, es fundamental;
pero no sólo por una buena tradición, que para los sicilianos es muy
importante. Es algo más, que Jesús mismo nos enseñó: es la antorcha de la fe
que se transmite de generación en generación; la llama que está presente
también en el rito del Bautismo, cuando el sacerdote dice: «Recibe la luz de
Cristo…, signo pascual…, llama que debes alimentar siempre».
La familia es fundamental porque allí brota en el alma humana la primera
percepción del sentido de la vida. Brota en la relación con la madre y con el
padre, los cuales no son dueños de la vida de sus hijos, sino los primeros
colaboradores de Dios para la transmisión de la vida y de la fe. Esto sucedió de
modo ejemplar y extraordinario en la familia de la beata Chiara Badano; pero
eso mismo sucede en numerosas familias. También en Sicilia existen
espléndidos testimonios de jóvenes que han crecido como plantas hermosas,
lozanas, después de haber brotado en la familia, con la gracia del Señor y la
colaboración humana. Pienso en la beata Pina Suriano, en las venerables María
Carmelina Leone y María Magno Magro, gran educadora; en los siervos de
Dios Rosario Livatino, Mario Giuseppe Restivo, y en muchos otros jóvenes
que conocéis. A menudo su actividad no es noticia, porque el mal hace más
ruido, pero son la fuerza, el futuro de Sicilia. La imagen del árbol es muy
significativa para representar al hombre. La Biblia la usa, por ejemplo, en los
Salmos. El Salmo 1 dice: Dichoso el hombre que medita la ley del Señor,
«como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón» (v. 3).
Esta «acequia» puede ser el «río» de la tradición, el «río» de la fe del cual se
saca la linfa vital. Queridos jóvenes de Sicilia, sed árboles que hunden sus
raíces en el «río» del bien. No tengáis miedo de contrastar el mal. Juntos,
seréis como un bosque que crece, quizá de forma silenciosa, pero capaz de dar
fruto, de llevar vida y de renovar profundamente vuestra tierra. No cedáis a las
instigaciones de la mafia, que es un camino de muerte, incompatible con el
Evangelio, como tantas veces han dicho y dicen nuestros obispos.
El apóstol san Pablo retoma esta imagen en la carta a los Colosenses,
donde exhorta a los cristianos a estar «enraizados y edificados en Cristo,
fundados en la fe» (cf. Col 2, 7). Vosotros, los jóvenes, sabéis que estas
palabras son el tema de mi Mensaje para la Jornada mundial de la juventud del
próximo año en Madrid. La imagen del árbol dice que cada uno de nosotros
necesita un terreno fértil en el cual hundir sus raíces, un terreno rico en
sustancias nutritivas que hacen crecer a la persona: son los valores, pero sobre
todo son el amor y la fe, el conocimiento del verdadero rostro de Dios, la
conciencia de que él nos ama infinitamente, con fidelidad y paciencia, hasta
dar su vida por nosotros. En este sentido la familia es «pequeña Iglesia»,
porque transmite a Dios, transmite el amor de Cristo, en virtud del sacramento
del Matrimonio. El amor divino que ha unido al hombre y a la mujer, y que los
ha hecho padres, es capaz de suscitar en el corazón de los hijos la semilla de la
fe, es decir, la luz del sentido profundo de la vida.
Así llegamos a otro pasaje importante, al que sólo puedo aludir: la familia,
para ser «pequeña Iglesia», debe vivir bien insertada en la «gran Iglesia», es
decir, en la familia de Dios que Cristo vino a formar. También de esto nos da
185
testimonio la beata Chiara Badano, al igual que todos los jóvenes santos y
beatos: junto con su familia de origen, es fundamental la gran familia de la
Iglesia, que se encuentra y se experimenta en la comunidad parroquial, en la
diócesis; para la beata Pina Suriano fue la Acción Católica —ampliamente
presente en esta tierra—; para la beata Chiara Badano, el Movimiento de los
Focolares; de hecho, los movimientos y las asociaciones eclesiales no se sirven
a sí mismos, sino que sirven a Cristo y a la Iglesia.
creciendo bien: si no excluís de vuestra vida a los demás, sobre todo a vuestros
amigos que sufren y están solos, a las personas con dificultades, y si abrís
vuestro corazón al gran amigo que es Jesús. También la Acción católica os
enseña los caminos para aprender el amor auténtico: la participación en la vida
de la Iglesia, de vuestra comunidad cristiana, el querer a vuestros amigos del
grupo de la Acción católica, la disponibilidad hacia los coetáneos con los que
os encontráis en el colegio, en la parroquia o en otros ambientes, la compañía
de la Madre de Jesús, María, que sabe custodiar vuestro corazón y guiaros por
el camino del bien. Por lo demás, en la Acción católica tenéis numerosos
ejemplos de amor genuino, hermoso, verdadero: el beato Pier Giorgio Frassati,
el beato Alberto Marvelli; amor que llega incluso al sacrificio de la vida, como
la beata Pierina Morosini y la beata Antonia Mesina.
Muchachos de la Acción católica, aspirad a grandes metas, porque Dios os
da la fuerza para ello. El «algo más» es ser muchachos y jóvenes que deciden
amar como Jesús, ser protagonistas de su propia vida, protagonistas en la
Iglesia, testigos de la fe entre vuestros coetáneos. Ese «algo más» es la
formación humana y cristiana que experimentáis en la Acción católica, que
une la vida espiritual, la fraternidad, el testimonio público de la fe, la
comunión eclesial, el amor a la Iglesia, la colaboración con los obispos y los
sacerdotes, la amistad espiritual. «Llegar a ser grandes juntos» muestra la
importancia de formar parte de un grupo y de una comunidad que os ayudan a
crecer, a descubrir vuestra vocación y a aprender el verdadero amor. Gracias.
2011
Queridos amigos: sed prudentes y sabios, edificad
vuestras vidas sobre el cimiento firme que es Cristo. Esta
sabiduría y prudencia guiará vuestros pasos, nada os hará
temblar y en vuestro corazón reinará la paz. Entonces
seréis bienaventurados, dichosos, y vuestra alegría
contagiará a los demás. Se preguntarán por el secreto de
vuestra vida y descubrirán que la roca que sostiene todo el
edificio y sobre la que se asienta toda vuestra existencia
es la persona misma de Cristo, vuestro amigo, hermano y
Señor, el Hijo de Dios hecho hombre, que da consistencia
a todo el universo. Él murió por nosotros y resucitó para
que tuviéramos vida, y ahora, desde el trono del Padre,
sigue vivo y cercano a todos los hombres, velando
continuamente con amor por cada uno de nosotros. (Fiesta
Acogida JMJ Madrid)
193
El cristianismo en cuanto tal ¿no está superado? ¿Se puede todavía hoy ser
creyentes razonablemente? Estas son las preguntas que se siguen planteando
muchos cristianos. El Papa Juan Pablo II tomó entonces una decisión audaz:
decidió que los obispos de todo el mundo escribieran un libro para responder a
estas preguntas.
Me confió la tarea de coordinar el trabajo de los obispos y de velar a fin de
que de las contribuciones de los obispos naciera un libro —me refiero a un
verdadero libro, y no a una simple yuxtaposición de una multiplicidad de
textos—. Este libro debía llevar el título tradicional de Catecismo de la Iglesia
católica y, sin embargo, debía ser algo absolutamente estimulante y nuevo;
debía mostrar qué cree hoy la Iglesia católica y de qué modo se puede creer de
manera razonable. Me asustó esta tarea, y debo confesar que dudé de que
pudiera lograrse algo semejante. ¿Cómo podía suceder que autores esparcidos
por todo el mundo pudieran producir un libro legible?
¿Cómo podían, hombres que viven en continentes distintos, y no sólo
desde el punto de vista geográfico, sino también intelectual y cultural, producir
un texto dotado de unidad interna y comprensible en todos los continentes?
A esto se añadía el hecho que los obispos no debían escribir simplemente
en calidad de autores individuales, sino en representación de sus hermanos y
de sus Iglesias locales.
Debo confesar que incluso hoy me parece un milagro que este proyecto al
final haya tenido éxito. Nos reunimos tres o cuatro veces al año durante una
semana y discutimos apasionadamente sobre cada una de las partes del texto
que mientras tanto se habían ido desarrollando.
En primer lugar se debía definir la estructura del libro: debía ser sencilla,
para que los grupos de autores pudieran recibir una tarea clara y no tuvieran
que forzar sus afirmaciones en un sistema complicado. Es la misma estructura
de este libro; sencillamente está tomada de una experiencia catequética larga,
de siglos: qué creemos / cómo celebramos los misterios cristianos / cómo
obtenemos la vida en Cristo / cómo debemos orar. No quiero explicar ahora
cómo nos encontramos con gran cantidad de preguntas, hasta que el resultado
llegó a ser un verdadero libro. En una obra de este tipo son muchos los puntos
discutibles: todo lo que los hombres hacen es insuficiente y se puede mejorar,
y a pesar de ello se trata de un gran libro, un signo de unidad en la diversidad.
A partir de muchas voces se pudo formar un coro porque contábamos con la
partitura común de la fe, que la Iglesia nos ha transmitido desde los Apóstoles
a través de los siglos hasta hoy.
¿Por qué todo esto?
Ya entonces, durante la redacción del Catecismo de la Iglesia católica,
constatamos no sólo que los continentes y las culturas de sus pueblos son
diferentes, sino también que en el seno de cada sociedad existen distintos
«continentes»: el obrero tiene una mentalidad distinta de la del campesino, y
un físico distinta de la de un filólogo; un empresario distinta de la de un
periodista, y un joven distinta de la de un anciano. Por este motivo, en el
lenguaje y en el pensamiento, tuvimos que situarnos por encima de todas estas
diferencias y, por decirlo así, buscar un espacio común entre los diferentes
universos mentales; así, tomamos cada vez mayor conciencia de que el texto
197
época, el atrio era al mismo tiempo un lugar de exclusión, ya que los "gentiles"
no tenían derecho a entrar en el espacio sagrado, Cristo Jesús vino para
"derribar el muro que separaba" a judíos y gentiles. "Reconcilió con Dios a los
dos pueblos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte, en
él, al odio. Vino y trajo la noticia de la paz…", como San Pablo nos dice
(cf. Ef 2, 14-17).
En el corazón de la Ciudad de las Luces, frente a esta magnífica obra
maestra de la cultura religiosa francesa, Notre-Dame de París, se abre un gran
atrio para dar un nuevo impulso al encuentro respetuoso y amistoso entre
personas de convicciones diferentes. Vosotros jóvenes, creyentes y no
creyentes, igual que en la vida cotidiana, esta noche queréis estar juntos para
reuniros y hablar de los grandes interrogantes de la existencia humana. Hoy en
día, muchos reconocen que no pertenecen a ninguna religión, pero desean un
mundo nuevo y más libre, más justo y más solidario, más pacífico y más feliz.
Al dirigirme a vosotros, tengo en cuenta todo lo que tenéis que deciros: los no
creyentes queréis interpelar a los creyentes, exigiéndoles, en particular, el
testimonio de una vida que sea coherente con lo que profesan y rechazando
cualquier desviación de la religión que la haga inhumana. Los creyentes
queréis decir a vuestros amigos que este tesoro que lleváis dentro merece ser
compartido, merece una pregunta, merece que se reflexione sobre él. La
cuestión de Dios no es un peligro para la sociedad, no pone en peligro la vida
humana. La cuestión de Dios no debe estar ausente de los grandes
interrogantes de nuestro tiempo.
Queridos amigos, tenéis que construir puentes entre vosotros. Aprovechad
la oportunidad que se os presenta para descubrir en lo más profundo de
vuestras conciencias, a través de una reflexión sólida y razonada, los caminos
de un diálogo precursor y profundo. Tenéis mucho que deciros unos a otros.
No cerréis vuestras conciencias a los retos y problemas que tenéis ante
vosotros.
Estoy profundamente convencido de que el encuentro entre la realidad de
la fe y de la razón permite que el ser humano se encuentre a sí mismo. Pero
muy a menudo la razón se doblega a la presión de los intereses y a la atracción
de lo útil, obligada a reconocer esto como criterio último. La búsqueda de la
verdad no es fácil. Y si cada uno está llamado a decidirse con valentía por la
verdad es porque no hay atajos hacia la felicidad y la belleza de una vida
plena. Jesús lo dice en el Evangelio: "La verdad os hará libres".
Queridos jóvenes, es tarea vuestra lograr que en vuestros países y en
Europa creyentes y no creyentes reencuentren el camino del diálogo. Las
religiones no pueden tener miedo de una laicidad justa, de una laicidad abierta
que permita a cada uno y a cada una vivir lo que cree, de acuerdo con su
conciencia. Si se trata de construir un mundo
de libertad, igualdad y fraternidad, creyentes y no creyentes tienen que
sentirse libres de serlo, iguales en sus derechos de vivir su vida personal y
comunitaria con fidelidad a sus convicciones, y tienen que ser hermanos entre
sí. Un motivo fundamental de este atrio de los Gentiles es promover esta
fraternidad más allá de las convicciones, pero sin negar las diferencias. Y, más
200
amor por las letras y por las ciencias profanas: «Fides ratione adiuvatur et ratio
fide perficitur», afirma Hugo de San Víctor (De sacramentis I, III, 30: pl 176,
232). Desde esta perspectiva, la capilla es el corazón que late y el alimento
constante de la vida universitaria, a la que está unido el Centro pastoral donde
los capellanes de las distintas sedes están llamados a realizar su valiosa misión
sacerdotal, que es imprescindible para la identidad de la Universidad católica.
Como enseña el beato Juan Pablo II, la capilla es «es un lugar del espíritu, en
el que los creyentes en Cristo, que participan de diferentes modos en el estudio
académico, pueden detenerse para rezar y encontrar alimento y orientación. Es
un gimnasio de virtudes cristianas, en el que la vida recibida en el bautismo
crece y se desarrolla sistemáticamente. Es una casa acogedora y abierta para
todos los que, escuchando la voz del Maestro en su interior, se convierten en
buscadores de la verdad y sirven a los hombres mediante su dedicación diaria
a un saber que no se limita a objetivos estrechos y pragmáticos. En el marco de
una modernidad en decadencia, la capilla universitaria está llamada a ser
un centro vital para promover la renovación cristiana de la cultura mediante un
diálogo respetuoso y franco, unas razones claras y bien fundadas (cf. 1 P 3,
15), y un testimonio que cuestione y convenza» (Discurso a los capellanes
europeos, 1 de mayo de 1998: L’Osservatore Romano, edición en lengua
española, 8 de mayo de 1998, p. 8). Así dijo el Papa Juan Pablo II en 1998.
hay una verdad racional sobre los problemas éticos y los grandes problemas
del hombre. Esto significa exponer el hombre al arbitrio de cuantos tienen el
poder. Tenemos que ponernos siempre en búsqueda de la verdad, de los
valores, tenemos derechos humanos fundamentales. Los derechos
fundamentales son conocidos y reconocidos, y precisamente esto nos pone en
diálogo el uno con el otro. La verdad como tal es dialogante, pues busca
conocer mejor, comprender mejor, y lo hace en diálogo con los demás. De este
modo, buscar la verdad y la dignidad del hombre es la mejor defensa de la
libertad.
Muchos de ellos han oído la voz de Dios, tal vez solo como un leve
susurro, que los ha impulsado a buscarlo más diligentemente y a compartir con
otros la experiencia de la fuerza que tiene en sus vidas. Este descubrimiento
del Dios vivo alienta a los jóvenes y abre sus ojos a los desafíos del mundo en
que viven, con sus posibilidades y limitaciones. Ven la superficialidad, el
consumismo y el hedonismo imperantes, tanta banalidad a la hora de vivir la
sexualidad, tanta insolidaridad, tanta corrupción. Y saben que sin Dios sería
arduo afrontar esos retos y ser verdaderamente felices, volcando para ello su
entusiasmo en la consecución de una vida auténtica. Pero con Él a su lado,
tendrán luz para caminar y razones para esperar, no deteniéndose ya ante sus
más altos ideales, que motivarán su generoso compromiso por construir una
sociedad donde se respete la dignidad humana y la fraternidad real. Aquí, en
esta Jornada, tienen una ocasión privilegiada para poner en común sus
aspiraciones, intercambiar recíprocamente la riqueza de sus culturas y
experiencias, animarse mutuamente en un camino de fe y de vida, en el cual
algunos se creen solos o ignorados en sus ambientes cotidianos. Pero no, no
están solos. Muchos coetáneos suyos comparten sus mismos propósitos y,
fiándose por entero de Cristo, saben que tienen realmente un futuro por delante
y no temen los compromisos decisivos que llenan toda la vida. Por eso me
causa inmensa alegría escucharlos, rezar juntos y celebrar la Eucaristía con
ellos. La Jornada Mundial de la Juventud nos trae un mensaje de esperanza,
como una brisa de aire puro y juvenil, con aromas renovadores que nos llenan
de confianza ante el mañana de la Iglesia y del mundo.
Ciertamente, no faltan dificultades. Subsisten tensiones y choques abiertos
en tantos lugares del mundo, incluso con derramamiento de sangre. La justicia
y el altísimo valor de la persona humana se doblegan fácilmente a intereses
egoístas, materiales e ideológicos. No siempre se respeta como es debido el
medio ambiente y la naturaleza, que Dios ha creado con tanto amor. Muchos
jóvenes, además, miran con preocupación el futuro ante la dificultad de
encontrar un empleo digno, o bien por haberlo perdido o tenerlo muy precario
e inseguro. Hay otros que precisan de prevención para no caer en la red de la
droga, o de ayuda eficaz, si por desgracia ya cayeron en ella. No pocos, por
causa de su fe en Cristo, sufren en sí mismos la discriminación, que lleva al
desprecio y a la persecución abierta o larvada que padecen en determinadas
regiones y países. Se les acosa queriendo apartarlos de Él, privándolos de los
signos de su presencia en la vida pública, y silenciando hasta su santo Nombre.
Pero yo vuelvo a decir a los jóvenes, con todas las fuerzas de mi corazón: que
nada ni nadie os quite la paz; no os avergoncéis del Señor. Él no ha tenido
reparo en hacerse uno como nosotros y experimentar nuestras angustias para
llevarlas a Dios, y así nos ha salvado.
En este contexto, es urgente ayudar a los jóvenes discípulos de Jesús a
permanecer firmes en la fe y a asumir la bella aventura de anunciarla y
testimoniarla abiertamente con su propia vida. Un testimonio valiente y lleno
de amor al hombre hermano, decidido y prudente a la vez, sin ocultar su propia
identidad cristiana, en un clima de respetuosa convivencia con otras legítimas
opciones y exigiendo al mismo tiempo el debido respeto a las propias.
217
Sí, hay muchos que, creyéndose dioses, piensan no tener necesidad de más
raíces ni cimientos que ellos mismos. Desearían decidir por sí solos lo que es
verdad o no, lo que es bueno o malo, lo justo o lo injusto; decidir quién es
digno de vivir o puede ser sacrificado en aras de otras preferencias; dar en
cada instante un paso al azar, sin rumbo fijo, dejándose llevar por el impulso
de cada momento. Estas tentaciones siempre están al acecho. Es importante no
sucumbir a ellas, porque, en realidad, conducen a algo tan evanescente como
una existencia sin horizontes, una libertad sin Dios. Nosotros, en cambio,
sabemos bien que hemos sido creados libres, a imagen de Dios, precisamente
para que seamos protagonistas de la búsqueda de la verdad y del bien,
responsables de nuestras acciones, y no meros ejecutores ciegos,
colaboradores creativos en la tarea de cultivar y embellecer la obra de la
creación. Dios quiere un interlocutor responsable, alguien que pueda dialogar
con Él y amarle. Por Cristo lo podemos conseguir verdaderamente y,
arraigados en Él, damos alas a nuestra libertad. ¿No es este el gran motivo de
nuestra alegría? ¿No es este un suelo firme para edificar la civilización del
amor y de la vida, capaz de humanizar a todo hombre?
Queridos amigos: sed prudentes y sabios, edificad vuestras vidas sobre el
cimiento firme que es Cristo. Esta sabiduría y prudencia guiará vuestros pasos,
nada os hará temblar y en vuestro corazón reinará la paz. Entonces seréis
bienaventurados, dichosos, y vuestra alegría contagiará a los demás. Se
preguntarán por el secreto de vuestra vida y descubrirán que la roca que
sostiene todo el edificio y sobre la que se asienta toda vuestra existencia es la
persona misma de Cristo, vuestro amigo, hermano y Señor, el Hijo de Dios
hecho hombre, que da consistencia a todo el universo. Él murió por nosotros y
resucitó para que tuviéramos vida, y ahora, desde el trono del Padre, sigue
vivo y cercano a todos los hombres, velando continuamente con amor por cada
uno de nosotros.
luz para comprender mejor vuestro ser y quehacer. En este sentido, y como ya
escribí en el Mensaje a los jóvenes como preparación para estos días, los
términos “arraigados, edificados y firmes” apuntan a fundamentos sólidos para
la vida (cf. n. 2).
Pero, ¿dónde encontrarán los jóvenes esos puntos de referencia en una
sociedad quebradiza e inestable? A veces se piensa que la misión de un
profesor universitario sea hoy exclusivamente la de formar profesionales
competentes y eficaces que satisfagan la demanda laboral en cada preciso
momento. También se dice que lo único que se debe privilegiar en la presente
coyuntura es la mera capacitación técnica. Ciertamente, cunde en la actualidad
esa visión utilitarista de la educación, también la universitaria, difundida
especialmente desde ámbitos extrauniversitarios. Sin embargo, vosotros que
habéis vivido como yo la Universidad, y que la vivís ahora como docentes,
sentís sin duda el anhelo de algo más elevado que corresponda a todas las
dimensiones que constituyen al hombre. Sabemos que cuando la sola utilidad y
el pragmatismo inmediato se erigen como criterio principal, las pérdidas
pueden ser dramáticas: desde los abusos de una ciencia sin límites, más allá de
ella misma, hasta el totalitarismo político que se aviva fácilmente cuando se
elimina toda referencia superior al mero cálculo de poder. En cambio, la
genuina idea de Universidad es precisamente lo que nos preserva de esa visión
reduccionista y sesgada de lo humano.
En efecto, la Universidad ha sido, y está llamada a ser siempre, la casa
donde se busca la verdad propia de la persona humana. Por ello, no es
casualidad que fuera la Iglesia quien promoviera la institución universitaria,
pues la fe cristiana nos habla de Cristo como el Logos por quien todo fue
hecho (cf. Jn 1,3), y del ser humano creado a imagen y semejanza de Dios.
Esta buena noticia descubre una racionalidad en todo lo creado y contempla al
hombre como una criatura que participa y puede llegar a reconocer esa
racionalidad. La Universidad encarna, pues, un ideal que no debe desvirtuarse
ni por ideologías cerradas al diálogo racional, ni por servilismos a una lógica
utilitarista de simple mercado, que ve al hombre como mero consumidor.
He ahí vuestra importante y vital misión. Sois vosotros quienes tenéis el
honor y la responsabilidad de transmitir ese ideal universitario: un ideal que
habéis recibido de vuestros mayores, muchos de ellos humildes seguidores del
Evangelio y que en cuanto tales se han convertido en gigantes del espíritu.
Debemos sentirnos sus continuadores en una historia bien distinta de la suya,
pero en la que las cuestiones esenciales del ser humano siguen reclamando
nuestra atención e impulsándonos hacia adelante. Con ellos nos sentimos
unidos a esa cadena de hombres y mujeres que se han entregado a proponer y
acreditar la fe ante la inteligencia de los hombres. Y el modo de hacerlo no
solo es enseñarlo, sino vivirlo, encarnarlo, como también el Logos se encarnó
para poner su morada entre nosotros. En este sentido, los jóvenes necesitan
auténticos maestros; personas abiertas a la verdad total en las diferentes ramas
del saber, sabiendo escuchar y viviendo en su propio interior ese diálogo
interdisciplinar; personas convencidas, sobre todo, de la capacidad humana de
avanzar en el camino hacia la verdad. La juventud es tiempo privilegiado para
la búsqueda y el encuentro con la verdad. Como ya dijo Platón: “Busca la
220
del dolor, para que alcancemos a mantenernos como Ella firmes al pie de la
cruz. Muchas gracias.
vuestras vidas, con sus penas y sus alegrías, colaborando con Él y entrando “a
formar parte de algún modo del tesoro de compasión que necesita el género
humano” (Spe salvi,40).
Con afecto entrañable, y por intercesión de San José, de San Juan de Dios
y de San Benito Menni, os encomiendo de todo corazón a Dios nuestro Señor:
que Él sea vuestra fuerza y vuestro premio.
cierto sentido, habéis hecho realidad las palabras del Señor: «Si uno quiere ser
el primero, sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35). Tengo la
certeza de que esta experiencia como voluntarios os ha enriquecido a todos en
vuestra vida cristiana, que es fundamentalmente un servicio de amor. El Señor
trasformará vuestro cansancio acumulado, las preocupaciones y el agobio de
muchos momentos en frutos de virtudes cristianas: paciencia, mansedumbre,
alegría en el darse a los demás, disponibilidad para cumplir la voluntad de
Dios. Amar es servir y el servicio acrecienta el amor. Pienso que es este uno de
los frutos más bellos de vuestra contribución a la Jornada Mundial de la
Juventud. Pero esta cosecha no la recogéis solo vosotros, sino la Iglesia entera
que, como misterio de comunión, se enriquece con la aportación de cada uno
de sus miembros.
Al volver ahora a vuestra vida ordinaria, os animo a que guardéis en
vuestro corazón esta gozosa experiencia y a que crezcáis cada día más en la
entrega de vosotros mismos a Dios y a los hombres. Es posible que en muchos
de vosotros se haya despertado tímida o poderosamente una pregunta muy
sencilla: ¿Qué quiere Dios de mí? ¿Cuál es su designio sobre mi vida? ¿Me
llama Cristo a seguirlo más de cerca? ¿No podría yo gastar mi vida entera en
la misión de anunciar al mundo la grandeza de su amor a través del sacerdocio,
la vida consagrada o el matrimonio? Si ha surgido esa inquietud, dejaos llevar
por el Señor y ofreceos como voluntarios al servicio de Aquel que «no ha
venido a ser servido sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos»
(Mc10,45). Vuestra vida alcanzará una plenitud insospechada. Quizás alguno
esté pensando: el Papa ha venido a darnos las gracias y se va pidiendo. Sí, así
es. Ésta es la misión del Papa, Sucesor de Pedro. Y no olvidéis que Pedro, en
su primera carta, recuerda a los cristianos el precio con que han sido
rescatados: el de la sangre de Cristo (cf. 1P 1, 18-19). Quien valora su vida
desde esta perspectiva sabe que al amor de Cristo solo se puede responder con
amor, y eso es lo que os pide el Papa en esta despedida: que respondáis con
amor a quien por amor se ha entregado por vosotros. Gracias de nuevo y que
Dios vaya siempre con vosotros.
vosotros, los jóvenes. La mesa está surtida de muchas cosas deliciosas, pero,
como en el episodio evangélico de las bodas de Caná, parece que falta el vino
de la fiesta. Sobre todo la dificultad de encontrar un trabajo estable extiende un
velo de incertidumbre sobre el futuro. Esta condición contribuye a posponer la
toma de decisiones definitivas, e incide de modo negativo en el crecimiento de
la sociedad, que no consigue valorar plenamente la riqueza de energías, de
competencias y de creatividad de vuestra generación.
Falta el vino de la fiesta también a una cultura que tiende a prescindir de
criterios morales claros: en la desorientación, cada uno se ve impulsado a
moverse de manera individual y autónoma, frecuentemente en el único
perímetro del presente. La fragmentación del tejido comunitario se refleja en
un relativismo que mella los valores esenciales; la consonancia de sensaciones,
de estados de ánimo y de emociones parece más importante que compartir un
proyecto de vida. También las elecciones de fondo se vuelven entonces
frágiles, expuestas a una perenne revocabilidad, que a menudo se considera
como expresión de libertad, mientras que más bien señala su carencia.
Asimismo, pertenece a una cultura carente del vino de la fiesta la aparente
exaltación del cuerpo, que en realidad banaliza la sexualidad y tiende a que se
viva fuera de un contexto de comunión de vida y de amor.
Queridos jóvenes, ¡no tengáis miedo de afrontar estos desafíos! No perdáis
nunca la esperanza. Tened valor, también en las dificultades, permaneciendo
firmes en la fe. Estad seguros de que, en toda circunstancia, sois amados y
estáis custodiados por el amor de Dios, que es nuestra fuerza. Dios es bueno.
Por esto es importante que el encuentro con Dios, sobre todo en la oración
personal y comunitaria, sea constante, fiel, precisamente como es el camino de
vuestro amor: amar a Dios y sentir que él me ama. ¡Nada nos puede separar
del amor de Dios! Estad seguros, además, de que también la Iglesia está cerca
de vosotros, os sostiene, no cesa de miraros con gran confianza. Ella sabe que
tenéis sed de valores, los valores verdaderos, sobre lo que vale la pena
construir vuestra casa. El valor de la fe, de la persona, de la familia, de las
relaciones humanas, de la justicia. No os desaniméis ante las carencias que
parecen apagar la alegría en la mesa de la vida. En las bodas de Caná, cuando
falta el vino, María invitó a los sirvientes a dirigirse a Jesús y les dio una
indicación precisa: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). Atesorad estas
palabras, las últimas de María citadas en los Evangelios, casi su testamento
espiritual, y tendréis siempre la alegría de la fiesta: ¡Jesús es el vino de la
fiesta!
Como novios estáis viviendo una época única que abre a la maravilla del
encuentro y permite descubrir la belleza de existir y de ser valiosos para
alguien, de poderos decir recíprocamente: tú eres importante para mí. Vivid
con intensidad, gradualidad y verdad este camino. No renunciéis a perseguir
un ideal alto de amor, reflejo y testimonio del amor de Dios. ¿Pero cómo vivir
esta etapa de vuestra vida, testimoniar el amor en la comunidad? Deseo
deciros ante todo que evitéis cerraros en relaciones intimistas, falsamente
tranquilizadoras; haced más bien que vuestra relación se convierta en levadura
de una presencia activa y responsable en la comunidad. No olvidéis, además,
que, para ser auténtico, también el amor requiere un camino de maduración: a
229
por decirlo así una luz en nuestra vida, una luz que el catecismo llama la gracia
santificante. Quien conserva dicha luz, quien vive en la gracia, es santo.
Queridos amigos, muchas veces se ha caricaturizado la imagen de los
santos y se los ha presentado de modo deformado, como si ser santos
significase estar fuera de la realidad, ingenuos y sin alegría. A menudo, se
piensa que un santo es sólo aquel que hace obras ascéticas y morales de
altísimo nivel y que precisamente por ello se puede venerar, pero nunca imitar
en la propia vida. Qué equivocada y decepcionante es esta opinión. No existe
ningún santo, salvo la bienaventurada Virgen María, que no haya conocido el
pecado y que nunca haya caído. Queridos amigos, Cristo no se interesa tanto
por las veces que flaqueamos o caemos en la vida, sino por las veces que
nosotros, con su ayuda, nos levantamos. No exige acciones extraordinarias,
pero quiere que su luz brille en vosotros. No os llama porque sois buenos y
perfectos, sino porque Él es bueno y quiere haceros amigos suyos. Sí, vosotros
sois la luz del mundo, porque Jesús es vuestra luz. Vosotros sois cristianos, no
porque hacéis cosas especiales y extraordinarias, sino porque Él, Cristo, es
vuestra, nuestra vida. Vosotros sois santos, nosotros somos santos, si dejamos
que su gracia actúe en nosotros.
Queridos amigos, esta noche, en la que estamos reunidos en oración en
torno al único Señor, vislumbramos la verdad de la Palabra de Cristo, según la
cual no se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Esta
asamblea brilla en los diversos sentidos de la palabra: en la claridad de
innumerables luces, en el esplendor de tantos jóvenes que creen en Cristo. Una
vela puede dar luz solamente si la llama la consume. Sería inservible si su cera
no alimentase el fuego. Permitid que Cristo arda en vosotros, aun cuando ello
comporte a veces sacrificio y renuncia. No temáis perder algo y, por decirlo
así, quedaros al final con las manos vacías. Tened la valentía de usar vuestros
talentos y dones al servicio del Reino de Dios y de entregaros vosotros
mismos, como la cera de la vela, para que el Señor ilumine la oscuridad a
través de vosotros. Tened la osadía de ser santos brillantes, en cuyos ojos y
corazones resplandezca el amor de Cristo, llevando así la luz al mundo. Confío
que vosotros y tantos otros jóvenes aquí en Alemania seáis llamas de
esperanza que no queden ocultas. “Vosotros sois la luz del mundo”. “Donde
está Dios, allí hay futuro”. Amén.
No sólo por los lindos vestidos, los regalos o el banquete de fiesta, sino
principalmente porque en ese día recibimos por primera vez a Jesús-Cristo.
Cuando yo comulgo, Jesús viene a habitar dentro de mí. Tengo que recibirlo
con amor y escucharlo con atención. En lo más profundo del corazón, le puedo
decir por ejemplo: «Jesús, yo sé que tú me amas. Dame tu amor para que te
ame y ame a los demás con tu amor. Te confío mis alegrías, mis penas y mi
futuro». Queridos niños, no dudéis en hablar de Jesús a los demás. Es un
tesoro que hay que saber compartir con generosidad. En la historia de la
Iglesia, el amor a Jesús ha llenado de valor y de fuerza a muchos cristianos,
incluso a niños como vosotros. Así, a san Kizito, un muchacho ugandés, lo
mataron porque él quería vivir según el bautismo que acababa de recibir.
Kizito rezó. Había comprendido que Dios no sólo es importante sino que lo es
todo.
Pero, ¿qué es la oración? Es un grito de amor dirigido a Dios nuestro
Padre, deseando imitar a Jesús nuestro Hermano. Jesús se fue a un lugar
apartado para orar. Como Jesús, yo también puedo encontrar cada día un lugar
tranquilo para recogerme delante de una cruz o una imagen sagrada y hablar y
escuchar a Jesús. También puedo usar el Evangelio. Después me fijo con el
corazón en un pasaje que me ha impresionado y me que guiará durante la
jornada. Quedarme así por un rato con Jesús, él me puede llenar con su amor,
su luz y su vida. Y estoy llamado, por mi parte, a dar este amor que recibo en
la oración a mis padres, mis amigos, a todos los que me rodean, incluso a los
que no me quieren o a los que yo quiero tanto. Queridos niños, Jesús os ama.
Pedid también a vuestros padres que recen con vosotros. Algunas veces habrá
que insistirles un poco. No dudéis en hacerlo. Dios es muy importante.
Que la Virgen María, su madre, os enseñe a amarlo cada vez más mediante
la oración, el perdón y la caridad. Os confío a todos a Ella, así como a vuestras
familias y educadores. Mirad, saco un rosario de mi bolsillo. El rosario es
como un instrumento que uso para rezar. Es muy sencillo rezar el rosario. Tal
vez lo sabéis ya, si no es así, pedid a vuestros padres que os lo enseñen.
Además, cada uno de vosotros recibirá un rosario al terminar nuestro
encuentro. Cuando lo tengáis en vuestras manos, podréis rezar por el Papa, os
lo ruego, por la Iglesia y por todas las intenciones importantes. Y ahora, antes
de que os bendiga con gran afecto, recemos juntos un Ave María por los niños
de todo el mundo, especialmente por los que sufren a causa de la enfermedad,
el hambre y la guerra. Recemos ahora: Ave María, etc.
LEVÁNTATE, TE LLAMA
20111219. Discurso. A muchachos de Acción Católica
Sé que este año reflexionáis sobre la invitación de Jesús a Bartimeo:
«Levántate, te llama». También vosotros debéis escucharla cada día. Cuando
vuestra madre o vuestro padre os despierten por la mañana para ir a la escuela,
se repite siempre el «levántate». Es verdad que a veces no es fácil de escuchar
y la respuesta no siempre es inmediata. Yo no sólo os invito a tener prontitud,
sino también a ver que dentro de esta palabra diaria hay una llamada de otra
persona que os ama mucho, hay una llamada de Dios a la vida, a ser
muchachos y muchachas cristianos, a comenzar un nuevo día que es un gran
don suyo para encontrar muchos amigos, como sois vosotros, para aprender,
para hacer el bien y también para decir a Jesús: «Gracias por todo lo que me
das». Por la mañana, cuando os levantéis, acordaos también del gran Amigo
que es Jesús con una oración. Espero que lo hagáis todos los días.
La invitación «Levántate, te llama» ya se ha repetido muchas veces en
vuestra vida y se sigue repitiendo también hoy. La primera llamada la habéis
recibido con el don de la vida; estad siempre atentos a este gran don,
apreciadlo, agradecédselo al Señor, pedidle que conceda una vida alegre a
todos los muchachos y muchachas del mundo: que a todos se los respete,
siempre, y que a ninguno le falte lo necesario para vivir.
Otra llamada importante la habéis recibido con el Bautismo, aunque no lo
recordéis; en aquel momento os convertisteis en hermanos de Jesús, que os
ama mucho más que cualquier otra persona, y quiere ayudaros a crecer. Otra
llamada, por último, es la que habéis recibido cuando hicisteis la primera
Comunión: aquel día la amistad con Jesús se volvió más profunda, íntima, y él
os acompaña siempre en el camino de vuestra vida. Queridos muchachos y
muchachas de la Acción Católica, responded con generosidad al Señor, que os
llama a su amistad: ¡nunca os defraudará! Os podrá llamar a ser un don de
amor a una persona para formar una familia, o bien os podrá llamar a hacer de
vuestra vida un don a él y a los demás como sacerdotes, religiosas, misioneros
o misioneras. Sed valientes al darle una respuesta, como habéis dicho:
«apuntad alto»; ello os hará felices durante toda la vida.
Queridos amigos, deseo pediros que hagáis algo: llevad a vuestros
compañeros esta hermosa invitación —«Levántate, te llama»— y decidles:
mira que yo he respondido a la llamada de Jesús y me siento contento porque
he hallado en él un gran Amigo, con el que me encuentro en la oración, al que
veo entre mis amigos, al que escucho en el Evangelio. La Navidad que os
deseo es esta: cuando preparéis el belén, pensad que estáis diciendo a Jesús:
«ven a mi vida y yo te escucharé siempre».
evangelización vivida. Cada vez con más claridad se perfila en las Jornadas
Mundiales de la Juventud un modo nuevo, rejuvenecido, de ser cristiano, que
quisiera intentar caracterizar en cinco puntos.
1. Primero, hay una nueva experiencia de la catolicidad, la universalidad de
la Iglesia. Esto es lo que ha impresionado de inmediato a los jóvenes y a todos
los presentes: venimos de todos los continentes y, aunque nunca nos hemos
visto antes, nos conocemos. Hablamos lenguas diversas y tenemos diferentes
hábitos de vida, diferentes formas culturales y, sin embargo, nos encontramos
de inmediato unidos, juntos como una gran familia. Se relativiza la separación
y la diversidad exterior. Todos quedamos tocados por el único Señor
Jesucristo, en el cual se nos ha manifestado el verdadero ser del hombre y, a la
vez, el rostro mismo de Dios. Nuestras oraciones son las mismas. En virtud del
encuentro interior con Jesucristo, hemos recibido en nuestro interior la misma
formación de la razón, de la voluntad y del corazón. Y, en fin, la liturgia
común constituye una especie de patria del corazón y nos une en una gran
familia. El hecho de que todos los seres humanos sean hermanos y hermanas
no es sólo una idea, sino que aquí se convierte en una experiencia real y
común que produce alegría. Y, así, hemos comprendido también de manera
muy concreta que, no obstante todas las fatigas y la oscuridad, es hermoso
pertenecer a la Iglesia universal, a la Iglesia católica, que el Señor nos ha dado.
2. De aquí nace después un modo nuevo de vivir el ser hombres, el ser
cristianos. Una de las experiencias más importantes de aquellos días ha sido
para mí el encuentro con los voluntarios de la Jornada Mundial de la Juventud:
eran alrededor de 20.000 jóvenes que, sin excepción, habían puesto a
disposición semanas o meses de su vida para colaborar en los preparativos
técnicos, organizativos y de contenido de la JMJ, y precisamente así habían
hecho posible el desarrollo ordenado de todo el conjunto. Al dar su tiempo, el
hombre da siempre una parte de la propia vida. Al final, estos jóvenes estaban
visible y «tangiblemente» llenos de una gran sensación de felicidad: su tiempo
que habían entregado tenía un sentido; precisamente en el dar su tiempo y su
fuerza laboral habían encontrado el tiempo, la vida. Y entonces, algo
fundamental se me ha hecho evidente: estos jóvenes habían ofrecido en la fe
un trozo de vida, no porque había sido mandado o porque con ello se ganaba el
cielo; ni siquiera porque así se evita el peligro del infierno. No lo habían hecho
porque querían ser perfectos. No miraban atrás, a sí mismos. Me vino a la
mente la imagen de la mujer de Lot que, mirando hacia atrás, se convirtió en
una estatua de sal. Cuántas veces la vida de los cristianos se caracteriza por
mirar sobre todo a sí mismos; hacen el bien, por decirlo así, para sí mismos. Y
qué grande es la tentación de todos los hombres de preocuparse sobre todo de
sí mismos, de mirar hacia atrás a sí mismos, convirtiéndose así interiormente
en algo vacío, «estatuas de sal». Aquí, en cambio, no se trataba de
perfeccionarse a sí mismos o de querer tener la propia vida para sí mismos.
Estos jóvenes han hecho el bien –aun cuando ese hacer haya sido costoso,
aunque haya supuesto sacrificios– simplemente porque hacer el bien es algo
hermoso, es hermoso ser para los demás. Sólo se necesita atreverse a dar el
salto. Todo eso ha estado precedido por el encuentro con Jesucristo, un
encuentro que enciende en nosotros el amor por Dios y por los demás, y nos
242
2012
245
Es siempre una alegría celebrar esta santa misa con los bautizos de los
niños, en la fiesta del Bautismo del Señor. Os saludo a todos con afecto,
queridos padres, padrinos y madrinas, y a todos vosotros, familiares y amigos.
Habéis venido —lo habéis dicho en voz alta— para que vuestros hijos recién
nacidos reciban el don de la gracia de Dios, la semilla de la vida eterna.
Vosotros, los padres, lo habéis querido. Habéis pensado en el bautismo incluso
antes de que vuestro niño o vuestra niña fuera dado a luz. Vuestra
responsabilidad de padres cristianos os hizo pensar enseguida en el sacramento
que marca la entrada en la vida divina, en la comunidad de la Iglesia. Podemos
decir que esta ha sido vuestra primera elección educativa como testigos de la
fe respecto a vuestros hijos: ¡la elección es fundamental!
La misión de los padres, ayudados por el padrino y la madrina, es educar al
hijo o la hija. Educar es comprometedor; a veces es arduo para nuestras
capacidades humanas, siempre limitadas. Pero educar se convierte en una
maravillosa misión si se la realiza en colaboración con Dios, que es el primer y
verdadero educador de cada ser humano.
En la primera lectura que hemos escuchado, tomada del libro del profeta
Isaías, Dios se dirige a su pueblo precisamente como un educador. Advierte a
los israelitas del peligro de buscar calmar su sed y su hambre en las fuentes
equivocadas: «¿Por qué —dice— gastar dinero en lo que no alimenta, y el
salario en lo que no da hartura?» (Is 55, 2). Dios quiere darnos cosas buenas
para beber y comer, cosas que nos beneficien; mientras que a veces nosotros
usamos mal nuestros recursos, los usamos para cosas que no sirven o que,
incluso, son nocivas. Dios quiere darnos sobre todo a sí mismo y su Palabra:
sabe que, alejándonos de él, muy pronto nos encontraremos en dificultades,
como el hijo pródigo de la parábola, y sobre todo perderemos nuestra dignidad
humana. Y por esto nos asegura que él es misericordia infinita, que sus
pensamientos y sus caminos no son como los nuestros —¡para suerte nuestra!
— y que siempre podemos volver a él, a la casa del Padre. Nos asegura,
además, que si acogemos su Palabra, esta traerá buenos frutos a nuestra vida,
como la lluvia que riega la tierra (cf. Is 55, 10-11).
A esta palabra que el Señor nos ha dirigido mediante el profeta Isaías,
hemos respondido con el estribillo del Salmo: «Sacaremos agua con gozo de
las fuentes de la salvación». Como personas adultas, nos hemos comprometido
a acudir a las fuentes buenas, por nuestro bien y el de aquellos que han sido
confiados a nuestra responsabilidad, en especial vosotros, queridos padres,
padrinos y madrinas, por el bien de estos niños. ¿Y cuáles son «las fuentes de
la salvación»? Son la Palabra de Dios y los sacramentos. Los adultos son los
primeros que deben alimentarse de estas fuentes, para poder guiar a los más
jóvenes en su crecimiento. Los padres deben dar mucho, pero para poder dar
necesitan a su vez recibir; de lo contrario, se vacían, se secan. Los padres no
son la fuente, como tampoco nosotros los sacerdotes somos la fuente: somos
más bien como canales, a través de los cuales debe pasar la savia vital del
amor de Dios. Si nos separamos de la fuente, seremos los primeros en
resentirnos negativamente y ya no seremos capaces de educar a otros. Por esto
nos hemos comprometido diciendo: «Sacaremos agua con gozo de las fuentes
de la salvación».
247
hombre, para que el hombre llegara a ser hijo de Dios. Renovemos, por tanto,
la alegría de ser hijos: como hombres y como cristianos; nacidos y renacidos a
una nueva existencia divina. Nacidos por el amor de un padre y de una madre,
y renacidos por el amor de Dios, mediante el Bautismo. A la Virgen María,
Madre de Cristo y de todos los que creen en él, pidámosle que nos ayude a
vivir realmente como hijos de Dios, no de palabra, o no sólo de palabra, sino
con obras. San Juan escribe también: «Este es su mandamiento: que creamos
en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como
nos lo mandó» (1 Jn 3, 23).
la fuente del Amor, que nos conduce hacia nuestro prójimo, para sentir su
dolor y ofrecer la luz de Cristo, su Mensaje de vida, su don de amor total que
salva.
En la contemplación silenciosa emerge asimismo, todavía más fuerte,
aquella Palabra eterna por medio de la cual se hizo el mundo, y se percibe
aquel designio de salvación que Dios realiza a través de palabras y gestos en
toda la historia de la humanidad. Como recuerda el Concilio Vaticano II, la
Revelación divina se lleva a cabo con “hechos y palabras intrínsecamente
conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la
salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las
palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el
misterio contenido en ellas” (Dei Verbum, 2). Y este plan de salvación culmina
en la persona de Jesús de Nazaret, mediador y plenitud de toda la Revelación.
Él nos hizo conocer el verdadero Rostro de Dios Padre y con su Cruz y
Resurrección nos hizo pasar de la esclavitud del pecado y de la muerte a la
libertad de los hijos de Dios. La pregunta fundamental sobre el sentido del
hombre encuentra en el Misterio de Cristo la respuesta capaz de dar paz a la
inquietud del corazón humano. Es de este Misterio de donde nace la misión de
la Iglesia, y es este Misterio el que impulsa a los cristianos a ser mensajeros de
esperanza y de salvación, testigos de aquel amor que promueve la dignidad del
hombre y que construye la justicia y la paz.
Palabra y silencio. Aprender a comunicar quiere decir aprender a escuchar,
a contemplar, además de hablar, y esto es especialmente importante para los
agentes de la evangelización: silencio y palabra son elementos esenciales e
integrantes de la acción comunicativa de la Iglesia, para un renovado anuncio
de Cristo en el mundo contemporáneo. A María, cuyo silencio “escucha y hace
florecer la Palabra” (Oración para el ágora de los jóvenes italianos en
Loreto, 1-2 de septiembre 2007), confío toda la obra de evangelización que la
Iglesia realiza a través de los medios de comunicación social.
llamar y a salvar, pero sigue siendo cierto que la enfermedad es una condición
típicamente humana, en la que experimentamos fuertemente que no somos
autosuficientes, sino que necesitamos de los demás. En este sentido podríamos
decir, de modo paradójico, que la enfermedad puede ser un momento
saludable, en el que se puede experimentar la atención de los demás y prestar
atención a los demás. Sin embargo, la enfermedad es siempre una prueba, que
puede llegar a ser larga y difícil. Cuando la curación no llega y el sufrimiento
se prolonga, podemos quedar como abrumados, aislados, y entonces nuestra
vida se deprime y se deshumaniza. ¿Cómo debemos reaccionar ante este
ataque del Mal? Ciertamente con el tratamiento apropiado —la medicina en
las últimas décadas ha dado grandes pasos, y por ello estamos agradecidos—,
pero la Palabra de Dios nos enseña que hay una actitud determinante y de
fondo para hacer frente a la enfermedad, y es la fe en Dios, en su bondad. Lo
repite siempre Jesús a las personas a quienes sana: Tu fe te ha salvado
(cf. Mc 5, 34.36). Incluso frente a la muerte, la fe puede hacer posible lo que
humanamente es imposible. ¿Pero fe en qué? En el amor de Dios. He aquí la
respuesta verdadera que derrota radicalmente al Mal. Así como Jesús se
enfrentó al Maligno con la fuerza del amor que le venía del Padre, así también
nosotros podemos afrontar y vencer la prueba de la enfermedad, teniendo
nuestro corazón inmerso en el amor de Dios. Todos conocemos personas que
han soportado sufrimientos terribles, porque Dios les daba una profunda
serenidad. Pienso en el reciente ejemplo de la beata Chiara Badano, segada en
la flor de la juventud por un mal sin remedio: cuantos iban a visitarla recibían
de ella luz y confianza. Pero en la enfermedad todos necesitamos calor
humano: para consolar a una persona enferma, más que las palabras, cuenta la
cercanía serena y sincera.
2339). En una sociedad que tiende cada vez más a malinterpretar e incluso a
ridiculizar esta dimensión esencial de la doctrina cristiana, es necesario
asegurar a los jóvenes que «quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada,
absolutamente nada de lo que hace la vida libre, bella y grande» (Homilía en
la misa de inauguración del pontificado, 24 de abril de 2005: L’Osservatore
Romano, edición en lengua española, 29 de abril de 2005, p. 7).
Quiero concluir recordando que, en el fondo, todos nuestros esfuerzos en
este ámbito están orientados al bien de los niños, que tienen el derecho
fundamental de crecer con una sana comprensión de la sexualidad y del lugar
que le corresponde en las relaciones humanas. Los niños son el tesoro más
grande y el futuro de toda sociedad: preocuparse verdaderamente por ellos
significa reconocer nuestra responsabilidad de enseñar, defender y vivir las
virtudes morales que son la clave de la realización humana. Albergo la
esperanza de que la Iglesia en Estados Unidos, aunque se haya visto frenada
por los acontecimientos de la última década, persevere en su misión histórica
de educar a los jóvenes y así contribuir a la consolidación de la sana vida
familiar que es la garantía más segura de la solidaridad intergeneracional y de
la salud de la sociedad en su conjunto.
«Os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo:
hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor»
(Lc 2,11). Y los Magos que buscaban al niño, «al ver la estrella, se llenaron de
inmensa alegría» (Mt 2,10). El motivo de esta alegría es, por lo tanto, la
cercanía de Dios, que se ha hecho uno de nosotros. Esto es lo que san Pablo
quiso decir cuando escribía a los cristianos de Filipos: «Alegraos siempre en el
Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El
Señor está cerca» (Flp 4,4-5). La primera causa de nuestra alegría es la
cercanía del Señor, que me acoge y me ama.
En efecto, el encuentro con Jesús produce siempre una gran alegría interior.
Lo podemos ver en muchos episodios de los Evangelios. Recordemos la visita
de Jesús a Zaqueo, un recaudador de impuestos deshonesto, un pecador
público, a quien Jesús dice: «Es necesario que hoy me quede en tu casa». Y
san Lucas dice que Zaqueo «lo recibió muy contento» (Lc 19,5-6). Es la
alegría del encuentro con el Señor; es sentir el amor de Dios que puede
transformar toda la existencia y traer la salvación. Zaqueo decide cambiar de
vida y dar la mitad de sus bienes a los pobres.
En la hora de la pasión de Jesús, este amor se manifiesta con toda su
fuerza. Él, en los últimos momentos de su vida terrena, en la cena con sus
amigos, dice: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced
en mi amor… Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y
vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15,9.11). Jesús quiere introducir a sus
discípulos y a cada uno de nosotros en la alegría plena, la que Él comparte con
el Padre, para que el amor con que el Padre le ama esté en nosotros
(cf. Jn 17,26). La alegría cristiana es abrirse a este amor de Dios y pertenecer a
Él.
Los Evangelios relatan que María Magdalena y otras mujeres fueron a
visitar el sepulcro donde habían puesto a Jesús después de su muerte y
recibieron de un Ángel una noticia desconcertante, la de su resurrección.
Entonces, así escribe el Evangelista, abandonaron el sepulcro a toda prisa,
«llenas de miedo y de alegría», y corrieron a anunciar la feliz noticia a los
discípulos. Jesús salió a su encuentro y dijo: «Alegraos» (Mt 28,8-9). Es la
alegría de la salvación que se les ofrece: Cristo es el viviente, es el que ha
vencido el mal, el pecado y la muerte. Él está presente en medio de nosotros
como el Resucitado, hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28,21). El mal no
tiene la última palabra sobre nuestra vida, sino que la fe en Cristo Salvador nos
dice que el amor de Dios es el que vence.
Esta profunda alegría es fruto del Espíritu Santo que nos hace hijos de
Dios, capaces de vivir y gustar su bondad, de dirigirnos a Él con la expresión
«Abba», Padre (cf. Rm 8,15). La alegría es signo de su presencia y su acción
en nosotros.
3. Conservar en el corazón la alegría cristiana
Aquí nos preguntamos: ¿Cómo podemos recibir y conservar este don de la
alegría profunda, de la alegría espiritual?
Un Salmo dice: «Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu
corazón» (Sal 37,4). Jesús explica que «El reino de los cielos se parece a un
tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y,
260
lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo» (Mt 13,44).
Encontrar y conservar la alegría espiritual surge del encuentro con el Señor,
que pide que le sigamos, que nos decidamos con determinación, poniendo toda
nuestra confianza en Él. Queridos jóvenes, no tengáis miedo de arriesgar
vuestra vida abriéndola a Jesucristo y su Evangelio; es el camino para tener la
paz y la verdadera felicidad dentro de nosotros mismos, es el camino para la
verdadera realización de nuestra existencia de hijos de Dios, creados a su
imagen y semejanza.
Buscar la alegría en el Señor: la alegría es fruto de la fe, es reconocer cada
día su presencia, su amistad: «El Señor está cerca» (Flp 4,5); es volver a poner
nuestra confianza en Él, es crecer en su conocimiento y en su amor. El «Año
de la Fe», que iniciaremos dentro de pocos meses, nos ayudará y estimulará.
Queridos amigos, aprended a ver cómo actúa Dios en vuestras vidas,
descubridlo oculto en el corazón de los acontecimientos de cada día. Creed
que Él es siempre fiel a la alianza que ha sellado con vosotros el día de vuestro
Bautismo. Sabed que jamás os abandonará. Dirigid a menudo vuestra mirada
hacia Él. En la cruz entregó su vida porque os ama. La contemplación de un
amor tan grande da a nuestros corazones una esperanza y una alegría que nada
puede destruir. Un cristiano nunca puede estar triste porque ha encontrado a
Cristo, que ha dado la vida por él.
Buscar al Señor, encontrarlo, significa también acoger su Palabra, que es
alegría para el corazón. El profeta Jeremías escribe: «Si encontraba tus
palabras, las devoraba: tus palabras me servían de gozo, eran la alegría de mi
corazón» (Jr 15,16). Aprended a leer y meditar la Sagrada Escritura; allí
encontraréis una respuesta a las preguntas más profundas sobre la verdad que
anida en vuestro corazón y vuestra mente. La Palabra de Dios hace que
descubramos las maravillas que Dios ha obrado en la historia del hombre y
que, llenos de alegría, proclamemos en alabanza y adoración: «Venid,
aclamemos al Señor… postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador
nuestro» (Sal 95,1.6).
La Liturgia en particular, es el lugar por excelencia donde se manifiesta la
alegría que la Iglesia recibe del Señor y transmite al mundo. Cada domingo, en
la Eucaristía, las comunidades cristianas celebran el Misterio central de la
salvación: la muerte y resurrección de Cristo. Este es un momento
fundamental para el camino de cada discípulo del Señor, donde se hace
presente su sacrificio de amor; es el día en el que encontramos al Cristo
Resucitado, escuchamos su Palabra, nos alimentamos de su Cuerpo y su
Sangre. Un Salmo afirma: «Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría
y nuestro gozo» (Sal 118,24). En la noche de Pascua, la Iglesia canta
el Exultet, expresión de alegría por la victoria de Jesucristo sobre el pecado y
la muerte: «¡Exulte el coro de los ángeles… Goce la tierra inundada de tanta
claridad… resuene este templo con las aclamaciones del pueblo en fiesta!». La
alegría cristiana nace del saberse amados por un Dios que se ha hecho hombre,
que ha dado su vida por nosotros y ha vencido el mal y la muerte; es vivir por
amor a él. Santa Teresa del Niño Jesús, joven carmelita, escribió: «Jesús, mi
alegría es amarte a ti» (Poesía45/7).
4. La alegría del amor
261
espejo de la vanidad, sino que se desarrolla en una vida de amor auténtico, tras
las huellas de Cristo crucificado. ¡Dios es la verdadera belleza! El corazón de
Clara se iluminó con este esplendor, y esto le dio la valentía para dejarse cortar
la cabellera y comenzar una vida penitente. Para ella, al igual que para
Francisco, esta decisión estuvo marcada por muchas dificultades. Aunque
algunos familiares no tardaron en comprenderla, e incluso su madre Ortolana y
dos hermanas la siguieron en su elección de vida, otros reaccionaron de
manera violenta. Su huida de casa, en la noche del domingo de Ramos al
Lunes Santo, fue una aventura. En los días siguientes la buscaron en los
lugares donde Francisco le había preparado un refugio y en vano intentaron,
incluso a la fuerza, hacerla desistir de su propósito.
Clara se había preparado para esta lucha. Y si Francisco era su guía, un
apoyo paterno le venía también del obispo Guido, como sugiere más de un
indicio. Así se explica el gesto del prelado que se acercó a ella para ofrecerle el
ramo, como para bendecir su valiente elección. Sin el apoyo del obispo,
difícilmente se habría podido realizar el proyecto ideado por Francisco y
realizado por Clara, tanto en la consagración que esta hizo de sí misma en la
iglesia de la Porciúncula en presencia de Francisco y de sus hermanos, como
en la hospitalidad que recibió en los días sucesivos en el monasterio de San
Pablo de las Abadesas y en la comunidad de San Ángel en Panzo, antes de la
llegada definitiva a San Damián. Así, la historia de Clara, como la de
Francisco, muestra un rasgo eclesial particular. En ella se encuentran un pastor
iluminado y dos hijos de la Iglesia que se confían a su discernimiento.
Institución y carisma interactúan estupendamente. El amor y la obediencia a la
Iglesia, tan remarcados en la espiritualidad franciscano-clarisa, hunden sus
raíces en esta bella experiencia de la comunidad cristiana de Asís, que no sólo
engendró en la fe a Francisco y a su «plantita», sino que también los
acompañó de la mano por el camino de la santidad.
Francisco había visto bien la razón para sugerir a Clara la huida de casa al
inicio de la Semana Santa. Toda la vida cristiana, y por tanto también la vida
de especial consagración, son un fruto del Misterio pascual y una participación
en la muerte y en la resurrección de Cristo. En la liturgia del domingo de
Ramos dolor y gloria se entrelazan, como un tema que se irá desarrollando
después en los días sucesivos a través de la oscuridad de la Pasión hasta la luz
de la Pascua. Clara, con su elección, revive este Misterio. El día de Ramos
recibe, por decirlo así, su programa. Después entra en el drama de la Pasión,
despojándose de su cabellera, y con ella renunciando por completo a sí misma
para ser esposa de Cristo en la humildad y en la pobreza. Francisco y sus
compañeros ya son su familia. Pronto llegarán hermanas también desde lejos,
pero los primeros brotes, como en el caso de Francisco, despuntarán
precisamente en Asís. Y la santa permanecerá siempre vinculada a su ciudad,
mostrándolo especialmente en algunas circunstancias difíciles, cuando su
oración ahorró a la ciudad de Asís violencia y devastación. Dijo entonces a las
hermanas: «De esta ciudad, queridísimas hijas, hemos recibido cada día
muchos bienes; sería muy injusto que no le prestáramos auxilio como
podemos en el tiempo oportuno» (Legenda Sanctae Clarae Virginis 23: FF
3203).
270
En esta mirada se transparenta la mirada misma de Dios sobre los hombres que
él ama y sobre la creación, obra de sus manos. En el Libro de la Sabiduría,
leemos: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los
pecados de los hombres, para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no
aborreces nada de lo que hiciste;… Tú eres indulgente con todas las cosas,
porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (Sb 11,23-24.26).
Volvamos al texto del Evangelio de hoy y preguntémonos: ¿Qué late
realmente en el corazón de los que aclaman a Cristo como Rey de Israel?
Ciertamente tenían su idea del Mesías, una idea de cómo debía actuar el Rey
prometido por los profetas y esperado por tanto tiempo. No es de extrañar que,
pocos días después, la muchedumbre de Jerusalén, en vez de aclamar a Jesús,
gritaran a Pilato: «¡Crucifícalo!». Y que los mismos discípulos, como también
otros que le habían visto y oído, permanecieran mudos y desconcertados. En
efecto, la mayor parte estaban desilusionados por el modo en que Jesús había
decidido presentarse como Mesías y Rey de Israel. Este es precisamente el
núcleo de la fiesta de hoy también para nosotros. ¿Quién es para nosotros
Jesús de Nazaret? ¿Qué idea tenemos del Mesías, qué idea tenemos de Dios?
Esta es una cuestión crucial que no podemos eludir, sobre todo en esta semana
en la que estamos llamados a seguir a nuestro Rey, que elige como trono la
cruz; estamos llamados a seguir a un Mesías que no nos asegura una felicidad
terrena fácil, sino la felicidad del cielo, la eterna bienaventuranza de Dios.
Ahora, hemos de preguntarnos: ¿Cuáles son nuestras verdaderas expectativas?
¿Cuáles son los deseos más profundos que nos han traído hoy aquí para
celebrar el Domingo de Ramos e iniciar la Semana Santa?
Queridos jóvenes que os habéis reunido aquí. Esta es de modo particular
vuestra Jornada en todo lugar del mundo donde la Iglesia está presente. Por
eso os saludo con gran afecto. Que el Domingo de Ramos sea para vosotros el
día de la decisión, la decisión de acoger al Señor y de seguirlo hasta el final, la
decisión de hacer de su Pascua de muerte y resurrección el sentido mismo de
vuestra vida de cristianos. Como he querido recordar en el Mensaje a los
jóvenes para esta Jornada – «alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4) –, esta es
la decisión que conduce a la verdadera alegría, como sucedió con santa Clara
de Asís que, hace ochocientos años, fascinada por el ejemplo de san Francisco
y de sus primeros compañeros, dejó la casa paterna precisamente el Domingo
de Ramos para consagrarse totalmente al Señor: tenía 18 años, y tuvo el valor
de la fe y del amor de optar por Cristo, encontrando en él la alegría y la paz.
Queridos hermanos y hermanas, que reinen particularmente en este día dos
sentimientos: la alabanza, como hicieron aquellos que acogieron a Jesús en
Jerusalén con su «hosanna»; y el agradecimiento, porque en esta Semana Santa
el Señor Jesús renovará el don más grande que se puede imaginar, nos
entregará su vida, su cuerpo y su sangre, su amor. Pero a un don tan grande
debemos corresponder de modo adecuado, o sea, con el don de nosotros
mismos, de nuestro tiempo, de nuestra oración, de nuestro estar en comunión
profunda de amor con Cristo que sufre, muere y resucita por nosotros. Los
antiguos Padres de la Iglesia han visto un símbolo de todo esto en el gesto de
la gente que seguía a Jesús en su ingreso a Jerusalén, el gesto de tender los
mantos delante del Señor. Ante Cristo – decían los Padres –, debemos deponer
273
La otra expresión concreta del amor, el amor al prójimo, sobre todo hacia
los más necesitados y los que sufren, es el impulso decisivo que hace del
sacerdote y de la persona consagrada alguien que suscita comunión entre la
gente y un sembrador de esperanza. La relación de los consagrados,
especialmente del sacerdote, con la comunidad cristiana es vital y llega a ser
parte fundamental de su horizonte afectivo. A este respecto, al Santo Cura de
Ars le gustaba repetir: «El sacerdote no es sacerdote para sí mismo; lo es para
vosotros» (Le curé d’Ars. Sa pensée – Son cœur, Foi Vivante, 1966, p. 100).
Queridos Hermanos en el episcopado, queridos presbíteros, diáconos,
consagrados y consagradas, catequistas, agentes de pastoral y todos los que os
dedicáis a la educación de las nuevas generaciones, os exhorto con viva
solicitud a prestar atención a todos los que en las comunidades parroquiales,
las asociaciones y los movimientos advierten la manifestación de los signos de
una llamada al sacerdocio o a una especial consagración. Es importante que se
creen en la Iglesia las condiciones favorables para que puedan aflorar tantos
“sí”, en respuesta generosa a la llamada del amor de Dios.
Será tarea de la pastoral vocacional ofrecer puntos de orientación para un
camino fructífero. Un elemento central debe ser el amor a la Palabra de Dios, a
través de una creciente familiaridad con la Sagrada Escritura y una oración
personal y comunitaria atenta y constante, para ser capaces de sentir la llamada
divina en medio de tantas voces que llenan la vida diaria. Pero, sobre todo, que
la Eucaristía sea el “centro vital” de todo camino vocacional: es aquí donde el
amor de Dios nos toca en el sacrificio de Cristo, expresión perfecta del amor, y
es aquí donde aprendemos una y otra vez a vivir la «gran medida» del amor de
Dios. Palabra, oración y Eucaristía son el tesoro precioso para comprender la
belleza de una vida totalmente gastada por el Reino.
Deseo que las Iglesias locales, en todos sus estamentos, sean un “lugar” de
discernimiento atento y de profunda verificación vocacional, ofreciendo a los
jóvenes un sabio y vigoroso acompañamiento espiritual. De esta manera, la
comunidad cristiana se convierte ella misma en manifestación de la caridad de
Dios que custodia en sí toda llamada. Esa dinámica, que responde a las
instancias del mandamiento nuevo de Jesús, se puede llevar a cabo de manera
elocuente y singular en las familias cristianas, cuyo amor es expresión del
amor de Cristo que se entregó a sí mismo por su Iglesia (cf. Ef 5,32). En las
familias, «comunidad de vida y de amor» (Gaudium et spes, 48), las nuevas
generaciones pueden tener una admirable experiencia de este amor oblativo.
Ellas, efectivamente, no sólo son el lugar privilegiado de la formación humana
y cristiana, sino que pueden convertirse en «el primer y mejor seminario de la
vocación a la vida de consagración al Reino de Dios» (Exhort. ap. Familiaris
consortio,53), haciendo descubrir, precisamente en el seno del hogar, la
belleza e importancia del sacerdocio y de la vida consagrada. Los pastores y
todos los fieles laicos han de colaborar siempre para que en la Iglesia se
multipliquen esas «casas y escuelas de comunión» siguiendo el modelo de la
Sagrada Familia de Nazaret, reflejo armonioso en la tierra de la vida de la
Santísima Trinidad.
Con estos deseos, imparto de corazón la Bendición Apostólica a vosotros,
Venerables Hermanos en el episcopado, a los sacerdotes, a los diáconos, a los
277
religiosos, a las religiosas y a todos los fieles laicos, en particular a los jóvenes
que con corazón dócil se ponen a la escucha de la voz de Dios, dispuestos a
acogerla con adhesión generosa y fiel.
en el que todas las cosas han sido creadas y en el que todas las realidades
subsisten (cf. Col 1, 17); es el nuevo Adán, que revela la verdad última sobre
el hombre y sobre el mundo en el que vivimos. En un tiempo, semejante al
nuestro, de grandes cambios culturales y de transformaciones sociales, san
Agustín indicaba esta relación intrínseca entre fe y empresa intelectual humana
recurriendo a Platón, el cual afirmaba que, según él, «amar la sabiduría es
amar a Dios» (De Civitate Dei, VIII, 8). El compromiso cristiano en favor del
aprendizaje, que hizo nacer las universidades medievales, se fundaba en esta
convicción de que el único Dios, como fuente de toda verdad y bondad,
también es la fuente del deseo ardiente del intelecto de conocer y del deseo de
la voluntad de realizarse en el amor.
Sólo en esta luz podemos apreciar la contribución peculiar de la educación
católica, que realiza una «diakonía de la verdad» inspirada por una caridad
intelectual consciente de que guiar a los demás hacia la verdad es, en el fondo,
un acto de amor (cf. Discurso a los educadores católicos,Washington, 17 de
abril de 2008). El hecho de que la fe reconozca la unidad esencial de todo
conocimiento constituye un baluarte contra la alienación y la fragmentación
que se producen cuando el uso de la razón se separa de la búsqueda de la
verdad y de la virtud; en este sentido, las instituciones católicas desempeñan
un papel específico para ayudar a superar la crisis actual de las universidades.
Sólidamente arraigados en esta visión de la interrelación intrínseca entre fe,
razón y búsqueda de la excelencia humana, todo intelectual cristiano y todas
las instituciones educativas de la Iglesia deben estar convencidos, y deseosos
de convencer a otros, de que ningún aspecto de la realidad permanece ajeno o
no tocado por el misterio de la redención y por el dominio del Señor resucitado
sobre toda la creación.
Durante mi visita pastoral a Estados Unidos hablé de la necesidad que tiene
la Iglesia estadounidense de cultivar «un modo de pensar, una “cultura”
intelectual que sea auténticamente católica» (Homilía en el Nationals Stadium
de Washington, 17 de abril de 2008: L’Osservatore Romano, edición en lengua
española, 25 de abril de 2008, p. 5). Asumir esta tarea conlleva ciertamente
una renovación de la apologética y un énfasis en los rasgos distintivos
católicos; pero, en última instancia, debe orientarse a proclamar la verdad
liberadora de Cristo y a fomentar un diálogo y una cooperación más amplios
para construir una sociedad cada vez más sólidamente arraigada en un
humanismo auténtico, inspirado por el Evangelio y fiel a los valores más altos
de la herencia cívica y cultural estadounidense. En el momento actual de la
historia de vuestra nación, este es el desafío y la oportunidad que espera a toda
la comunidad católica y que las instituciones educativas de la Iglesia deberían
ser las primeras en reconocer y abrazar.
podían superar y soportar también las dificultades. Me parece que esto es muy
importante: que también las pequeñas cosas hayan dado alegría, porque así se
expresaba el corazón del otro. De este modo, hemos crecido en la certeza de
que es bueno ser hombre, porque veíamos que la bondad de Dios se reflejaba
en los padres y en los hermanos. Y, a decir verdad, cuando trato de imaginar
un poco cómo será en el Paraíso, se me parece siempre al tiempo de mi
juventud, de mi infancia. Así, en este contexto de confianza, de alegría y de
amor, éramos felices, y pienso que en el Paraíso debería ser similar a como era
en mi juventud. En este sentido, espero ir «a casa», yendo hacia la «otra parte
del mundo».
primer lugar, para vosotros mismos, porque deseáis y realizáis el bien el uno al
otro, experimentando la alegría del recibir y del dar. Es fecundo también en la
procreación, generosa y responsable, de los hijos, en el cuidado esmerado de
ellos y en la educación metódica y sabia. Es fecundo, en fin, para la sociedad,
porque la vida familiar es la primera e insustituible escuela de virtudes
sociales, como el respeto de las personas, la gratuidad, la confianza, la
responsabilidad, la solidaridad, la cooperación. Queridos esposos, cuidad a
vuestros hijos y, en un mundo dominado por la técnica, transmitidles, con
serenidad y confianza, razones para vivir, la fuerza de la fe, planteándoles
metas altas y sosteniéndolos en la debilidad. Pero también vosotros, hijos,
procurad mantener siempre una relación de afecto profundo y de cuidado
diligente hacia vuestros padres, y también que las relaciones entre hermanos y
hermanas sean una oportunidad para crecer en el amor.
El proyecto de Dios sobre la pareja humana encuentra su plenitud en
Jesucristo, que elevó el matrimonio a sacramento. Queridos esposos, Cristo,
con un don especial del Espíritu Santo, os hace partícipes de su amor esponsal,
haciéndoos signo de su amor por la Iglesia: un amor fiel y total. Si, con la
fuerza que viene de la gracia del sacramento, sabéis acoger este don,
renovando cada día, con fe, vuestro «sí», también vuestra familia vivirá del
amor de Dios, según el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret. Queridas
familias, pedid con frecuencia en la oración la ayuda de la Virgen María y de
san José, para que os enseñen a acoger el amor de Dios como ellos lo
acogieron. Vuestra vocación no es fácil de vivir, especialmente hoy, pero el
amor es una realidad maravillosa, es la única fuerza que puede verdaderamente
transformar el cosmos, el mundo. Ante vosotros está el testimonio de tantas
familias, que señalan los caminos para crecer en el amor: mantener una
relación constante con Dios y participar en la vida eclesial, cultivar el diálogo,
respetar el punto de vista del otro, estar dispuestos a servir, tener paciencia con
los defectos de los demás, saber perdonar y pedir perdón, superar con
inteligencia y humildad los posibles conflictos, acordar las orientaciones
educativas, estar abiertos a las demás familias, atentos con los pobres,
responsables en la sociedad civil. Todos estos elementos construyen la familia.
Vividlos con valentía, con la seguridad de que en la medida en que viváis el
amor recíproco y hacia todos, con la ayuda de la gracia divina, os convertiréis
en evangelio vivo, una verdadera Iglesia doméstica (cf. Exh. ap. Familiaris
consortio, 49). Quisiera dirigir unas palabras también a los fieles que, aun
compartiendo las enseñanzas de la Iglesia sobre la familia, están marcados por
las experiencias dolorosas del fracaso y la separación. Sabed que el Papa y la
Iglesia os sostienen en vuestra dificultad. Os animo a permanecer unidos a
vuestras comunidades, al mismo tiempo que espero que las diócesis pongan en
marcha adecuadas iniciativas de acogida y cercanía.
En el libro del Génesis, Dios confía su creación a la pareja humana, para
que la guarde, la cultive, la encamine según su proyecto (cf. 1,27-28; 2,15). En
esta indicación de la Sagrada Escritura podemos comprender la tarea del
hombre y la mujer como colaboradores de Dios para transformar el mundo, a
través del trabajo, la ciencia y la técnica. El hombre y la mujer son imagen de
Dios también en esta obra preciosa, que han de cumplir con el mismo amor del
291
de Dios: están inmersas en Dios. Así vemos que quien está en el nombre de
Dios, quien está inmerso en Dios, está vivo, porque Dios —dice el Señor— no
es un Dios de muertos, sino de vivos; y si es Dios de estos, es Dios de vivos;
los vivos están vivos porque están en la memoria, en la vida de Dios. Y
precisamente esto sucede con nuestro Bautismo: somos insertados en el
nombre de Dios, de forma que pertenecemos a este nombre y su nombre se
transforma en nuestro nombre, y también nosotros, con nuestro testimonio —
como los tres del Antiguo Testamento—, podremos ser testigos de Dios, signo
de quién es este Dios, nombre de este Dios.
Por tanto, estar bautizados quiere decir estar unidos a Dios; en una
existencia única y nueva pertenecemos a Dios, estamos inmersos en Dios
mismo. Pensando en esto, podemos ver inmediatamente algunas
consecuencias.
La primera es que para nosotros Dios ya no es un Dios muy lejano, no es
una realidad para discutir —si existe o no existe—, sino que nosotros estamos
en Dios y Dios está en nosotros. La prioridad, la centralidad de Dios en
nuestra vida es una primera consecuencia del Bautismo. A la pregunta:
«¿Existe Dios?», la respuesta es: «Existe y está con nosotros; es fundamental
en nuestra vida esta cercanía de Dios, este estar en Dios mismo, que no es una
estrella lejana, sino el ambiente de mi vida». Esta sería la primera
consecuencia y, por tanto, debería decirnos que nosotros mismos debemos
tener en cuenta esta presencia de Dios, vivir realmente en su presencia.
Una segunda consecuencia de lo que he dicho es que nosotros no nos
hacemos cristianos. Llegar a ser cristiano no es algo que deriva de una
decisión mía: «Yo ahora me hago cristiano». Ciertamente, también mi decisión
es necesaria, pero es sobre todo una acción de Dios conmigo: no soy yo quien
me hago cristiano, yo soy asumido por Dios, tomado de la mano por Dios y,
así, diciendo «sí» a esta acción de Dios, llego a ser cristiano. Llegar a ser
cristianos, en cierto sentido, es pasivo: yo no me hago cristiano, sino que Dios
me hace un hombre suyo, Dios me toma de la mano y realiza mi vida en una
nueva dimensión. Como yo no me doy la vida, sino que la vida me es dada;
nací no porque yo me hice hombre, sino que nací porque me fue dado el ser
humano. Así también el ser cristiano me es dado, es un pasivo para mí, que se
transforma en un activo en nuestra vida, en mi vida. Y este hecho del pasivo,
de no hacerse cristianos por sí mismos, sino de ser hechos cristianos por Dios,
implica ya un poco el misterio de la cruz: sólo puedo ser cristiano muriendo a
mi egoísmo, saliendo de mí mismo.
Un tercer elemento que destaca de inmediato en esta visión es que,
naturalmente, al estar inmerso en Dios, estoy unido a los hermanos y a las
hermanas, porque todos los demás están en Dios, y si yo soy sacado de mi
aislamiento, si estoy inmerso en Dios, estoy inmerso en la comunión con los
demás. Ser bautizados nunca es un acto «mío» solitario, sino que siempre es
necesariamente un estar unido con todos los demás, un estar en unidad y
solidaridad con todo el Cuerpo de Cristo, con toda la comunidad de sus
hermanos y hermanas. Este hecho de que el Bautismo me inserta en
comunidad rompe mi aislamiento. Debemos tenerlo presente en nuestro ser
cristianos.
294
contrario discutible— de la vida. Sólo la vida que está en las manos de Dios,
en las manos de Cristo, inmersa en el nombre del Dios trinitario, es
ciertamente un bien que se puede dar sin escrúpulos. Y así demos gracias a
Dios porque nos ha dado este don, que se nos ha dado a sí mismo. Y nuestro
desafío es vivir este don, vivir realmente, en un camino post-bautismal, tanto
las renuncias como el «sí», y vivir siempre en el gran «sí» de Dios, y así vivir
bien. Gracias.
nuestro interior a los sentimientos del Señor Jesús (cf. Flp 2,5), buscando en
toda circunstancia una vivencia radical de su Evangelio. Lo cual significa, ante
todo, consentir que el Espíritu Santo nos haga amigos del Maestro y nos
configure con Él. También significa acoger en todo sus mandatos y adoptar en
nosotros criterios tales como la humildad en la conducta, la renuncia a lo
superfluo, el no hacer agravio a los demás o proceder con sencillez y
mansedumbre de corazón. Así, quienes nos rodean, percibirán la alegría que
nace de nuestra adhesión al Señor, y que no anteponemos nada a su amor,
estando siempre dispuestos a dar razón de nuestra esperanza (cf. 1 Pe 3,15) y
viviendo, como Teresa de Jesús, en filial obediencia a nuestra Santa Madre la
Iglesia.
5. A esa radicalidad y fidelidad nos invita hoy esta hija tan ilustre de la
Diócesis de Ávila. Acogiendo su hermoso legado, en esta hora de la historia, el
Papa convoca a todos los miembros de esa Iglesia particular, pero de manera
entrañable a los jóvenes, a tomar en serio la común vocación a la santidad.
Siguiendo las huellas de Teresa de Jesús, permitidme que diga a quienes tienen
el futuro por delante: Aspirad también vosotros a ser totalmente de Jesús, sólo
de Jesús y siempre de Jesús. No temáis decirle a Nuestro Señor, como ella:
«Vuestra soy, para vos nací, ¿qué mandáis hacer de mí?» (Poesía 2). Y a Él le
pido que sepáis también responder a sus llamadas iluminados por la gracia
divina, con «determinada determinación», para ofrecer «lo poquito» que haya
en vosotros, confiando en que Dios nunca abandona a quienes lo dejan todo
por su gloria (cf.Camino de perfección 21,2; 1,2).
6. Santa Teresa supo honrar con gran devoción a la Santísima Virgen, a
quien invocaba bajo el dulce nombre del Carmen. Bajo su amparo materno
pongo los afanes apostólicos de la Iglesia en Ávila, para que, rejuvenecida por
el Espíritu Santo, halle los caminos oportunos para proclamar el Evangelio con
entusiasmo y valentía. Que María, Estrella de la evangelización, y su casto
esposo San José intercedan para que aquella «estrella» que el Señor encendió
en el universo de la Iglesia con la reforma teresiana siga irradiando el gran
resplandor del amor y de la verdad de Cristo a todos los hombres.
vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1). En él
encontraréis la fuerza y el valor para avanzar en el camino de vuestra vida,
superando así las dificultades y aflicciones. En él encontraréis la fuente de la
alegría. Cristo os dice: ُسككلَماي كأعُطيككككم
( سMi paz os doy). Aquí está la
revolución que Cristo ha traído, la revolución del amor.
Las frustraciones que se presentan no os deben conducir a refugiaros en
mundos paralelos como, entre otros, el de las drogas de cualquier tipo, o el de
la tristeza de la pornografía. En cuanto a las redes sociales, son interesantes,
pero pueden llevar fácilmente a una dependencia y a la confusión entre lo real
y lo virtual. Buscad y vivid relaciones ricas de amistad verdadera y noble.
Adoptad iniciativas que den sentido y raíces a vuestra existencia, luchando
contra la superficialidad y el consumo fácil. También os acecha otra tentación,
la del dinero, ese ídolo tirano que ciega hasta el punto de sofocar a la persona
y su corazón. Los ejemplos que os rodean no siempre son los mejores. Muchos
olvidan la afirmación de Cristo, cuando dice que no se puede servir a Dios y al
dinero (cf. Lc 16,13). Buscad buenos maestros, maestros espirituales, que
sepan indicaros la senda de la madurez, dejando lo ilusorio, lo llamativo y la
mentira.
Sed portadores del amor de Cristo. ¿Cómo? Volviendo sin reservas a Dios,
su Padre, que es la medida de lo justo, lo verdadero y lo bueno. Meditad la
Palabra de Dios. Descubrid el interés y la actualidad del Evangelio. Orad. La
oración, los sacramentos, son los medios seguros y eficaces para ser cristianos
y vivir «arraigados y edificados en Cristo, afianzados en la fe» (Col 2,7). El
Año de la fe que está para comenzar será una ocasión para descubrir el tesoro
de la fe recibida en el bautismo. Podéis profundizar en su contenido
estudiando el Catecismo, para que vuestra fe sea viva y vivida. Entonces os
haréis testigos del amor de Cristo para los demás. En él, todos los hombres son
nuestros hermanos. La fraternidad universal inaugurada por él en la cruz
reviste de una luz resplandeciente y exigente la revolución del amor. «Amaos
unos a otros como yo os he amado» (Jn13,35). En esto reside el testamento de
Jesús y el signo del cristiano. Aquí está la verdadera revolución del amor.
Por tanto, Cristo os invita a hacer como él, a acoger sin reservas al otro,
aunque pertenezca a otra cultura, religión o país. Hacerle sitio, respetarlo, ser
bueno con él, nos hace siempre más ricos en humanidad y fuertes en la paz del
Señor. Sé que muchos de vosotros participáis en diversas actividades
promovidas por las parroquias, las escuelas, los movimientos o las
asociaciones. Es hermoso trabajar con y para los demás. Vivir juntos
momentos de amistad y alegría permite resistir a los gérmenes de división, que
constantemente se han de combatir. La fraternidad es una anticipación del
cielo. Y la vocación del discípulo de Cristo es ser «levadura» en la masa, como
dice san Pablo: «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa» (Ga 5,9).
Sed los mensajeros del evangelio de la vida y de los valores de la vida.
Resistid con valentía a aquello que la niega: el aborto, la violencia, el rechazo
y desprecio del otro, la injusticia, la guerra. Así irradiaréis la paz en vuestro
entorno. ¿Acaso no son a los «artífices de la paz» a quienes en definitiva más
admiramos? ¿No es la paz ese bien precioso que toda la humanidad está
306
buscando? Y, ¿no es un mundo de paz para nosotros y para los demás lo que
deseamos en lo más profundo? ُسلَماي كأعُطيككم ( سMi paz os doy), dice Jesús. Él
no ha vencido el mal con otro mal, sino tomándolo sobre sí y aniquilándolo en
la cruz mediante el amor vivido hasta el extremo. Descubrir de verdad el
perdón y la misericordia de Dios, permite recomenzar siempre una nueva vida.
No es fácil perdonar. Pero el perdón de Dios da la fuerza de la conversión y, a
la vez, el gozo de perdonar. El perdón y la reconciliación son caminos de paz,
y abren un futuro.
Queridos amigos, muchos de vosotros se preguntan ciertamente, de una
forma más o menos consciente: ¿Qué espera Dios de mí? ¿Qué proyecto tiene
para mí? ¿Querrá que anuncie al mundo la grandeza de su amor a través del
sacerdocio, la vida consagrada o el matrimonio? ¿Me llamará Cristo a seguirlo
más de cerca? Acoged confiadamente estos interrogantes. Tomaos un tiempo
para pensar en ello y buscar la luz. Responded a la invitación poniéndoos cada
día a disposición de Aquel que os llama a ser amigos suyos. Tratad de seguir
de corazón y con generosidad a Cristo, que nos ha redimido por amor y
entregado su vida por todos nosotros. Descubriréis una alegría y una plenitud
inimaginable. Responder a la llamada que Cristo dirige a cada uno: éste es el
secreto de la verdadera paz.
Ayer firmé la Exhortación Apostólica Ecclesia in Medio Oriente. Esta
carta, queridos jóvenes, está destinada también a vosotros, como a todo el
Pueblo de Dios. Leedla con atención y meditadla para ponerla en práctica.
Para que os ayude, os recuerdo las palabras de san Pablo a los corintios:
«Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones, conocida y leída
por todo el mundo. Es evidente que sois carta de Cristo, redactada por nuestro
ministerio, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas
de piedra, sino en las tablas de corazones de carne» (2 Co 3,2-3). También
vosotros, queridos amigos, podéis ser una carta viva de Cristo. Esta carta no
estará escrita con papel y lápiz. Será el testimonio de vuestra vida y de vuestra
fe. Así, con ánimo y entusiasmo, haréis comprender a vuestro alrededor que
Dios quiere la felicidad de todos sin distinción, y que los cristianos son sus
servidores y testigos fieles.
que había ejercitado las virtudes en grado heroico. La beatificación tuvo lugar,
por el Papa León XIII, el 6 de abril de 1894 y la canonización, por el Papa
Pablo VI, el 31 de mayo de 1970. Dada la relevancia de su figura sacerdotal,
en 1946 Pío XII lo nombró Patrono del clero secular de España.
El título de «Maestro» con el que durante su vida, y a lo largo de los siglos,
ha sido conocido San Juan de Ávila motivó que a raíz de su canonización se
planteara la posibilidad del Doctorado. Así, a instancias del cardenal Don
Benjamín de Arriba y Castro, arzobispo de Tarragona, la XII Asamblea
Plenaria de la Conferencia Episcopal Española (julio 1970) acordó solicitar a
la Santa Sede su declaración de Doctor de la Iglesia Universal. Siguieron
numerosas instancias, particularmente con motivo del XXV Aniversario de su
Canonización (1995) y del V Centenario de su nacimiento (1999).
La declaración de Doctor de la Iglesia Universal de un santo supone el
reconocimiento de un carisma de sabiduría conferido por el Espíritu Santo
para bien de la Iglesia y comprobado por la influencia benéfica de su
enseñanza en el pueblo de Dios, hechos bien evidentes en la persona y en la
obra de San Juan de Ávila. Éste fue solicitado muy frecuentemente por sus
contemporáneos como Maestro de teología, discernidor de espíritus y director
espiritual. A él acudieron en búsqueda de ayuda y orientación grandes santos y
reconocidos pecadores, sabios e ignorantes, pobres y ricos, y a su fama de
consejero se unió tanto su activa intervención en destacadas conversiones
como su cotidiana acción para mejorar la vida de fe y la comprensión del
mensaje cristiano de cuantos acudían solícitos a escuchar su enseñanza.
También los obispos y religiosos doctos y bien preparados se dirigieron a él
como consejero, predicador y teólogo, ejerciendo notable influencia en
quienes lo trataron y en los ambientes que frecuentó.
8. El Maestro Ávila no ejerció como profesor en las Universidades, aunque
sí fue organizador y primer Rector de la Universidad de Baeza. No explicó
teología en una cátedra, pero sí dio lecciones de Sagrada Escritura a seglares,
religiosos y clérigos.
No elaboró nunca una síntesis sistemática de su enseñanza teológica, pero
su teología es orante y sapiencial. En el Memorial II al concilio de Trento da
dos razones para vincular la teología y la oración: la santidad de la ciencia
teológica y el provecho y edificación de la Iglesia. Como verdadero humanista
y buen conocedor de la realidad, la suya es también una teología cercana a la
vida, que responde a las cuestiones planteadas en el momento y lo hace de
modo didáctico y comprensible.
La enseñanza de Juan de Ávila destaca por su excelencia y precisión y por
su extensión y profundidad, fruto de un estudio metódico, de contemplación y
por medio de una profunda experiencia de las realidades sobrenaturales.
Además su rico epistolario bien pronto contó con traducciones italianas,
francesas e inglesas.
Es muy de notar su profundo conocimiento de la Biblia, que él deseaba ver
en manos de todos, por lo que no dudó en explicarla tanto en su predicación
cotidiana como ofreciendo lecciones sobre determinados Libros sagrados.
Solía cotejar las versiones y analizar los sentidos literal y espiritual; conocía
los comentarios patrísticos más importantes y estaba convencido de que para
314
en ella. Y así, por esta razón, estoy convencido de que también hay una nueva
primavera del cristianismo.
Un tercer motivo empírico lo vemos en que esta inquietud se manifiesta en
la juventud de hoy. Los jóvenes han visto tantas cosas ―las ofertas de las
ideologías y del consumismo― pero perciben el vacío de todo esto, su
insuficiencia. El hombre ha sido creado para el infinito. Todo lo finito es
demasiado poco. Y por eso vemos cómo, en las generaciones más jóvenes, esta
inquietud se despierta de nuevo y cómo se ponen en camino; así hay nuevos
descubrimientos de la belleza del cristianismo; un cristianismo que no es
barato, ni reducido, sino radical y profundo . Por lo tanto, me parece que la
antropología, como tal, nos indica que siempre habrá nuevos despertares del
cristianismo y los hechos lo confirman con una palabra: cimiento profundo. Es
el cristianismo. Es verdadero, y la verdad siempre tiene un futuro.
P.― Santidad, usted ha dicho muchas veces que Europa ha tenido y tiene
todavía una influencia cultural sobre toda la humanidad y tiene que sentirse
especialmente responsable, no sólo del propio futuro, sino también del de todo
el género humano. Mirando hacia adelante, ¿es posible trazar los límites del
testimonio visible de los católicos y de los cristianos pertenecientes a las
Iglesias ortodoxas y protestantes, en Europa del Atlántico a los Urales que,
viviendo los valores evangélicos en los que creen, contribuyan a la
construcción de una Europa más fiel a Cristo, más acogedora, solidaria, no
sólo custodiando la herencia cultural y espiritual que los caracteriza, sino
también en el compromiso de buscar nuevas vías para afrontar los grandes
desafíos comunes que marcan la época post-moderna y multicultural?
Santo Padre ― Se trata de la gran cuestión. Es evidente que Europa tiene
también hoy en el mundo un gran peso tanto económico como cultural e
intelectual. Y, de acuerdo con este peso, tiene una gran responsabilidad. Pero
como ha dicho usted, Europa tiene que encontrar todavía su plena identidad
para poder hablar y actuar según su responsabilidad. El problema hoy no son
ya, en mi opinión, las diferencias nacionales. Se trata de diversidades que,
gracias a Dios, ya no constituyen divisiones. Las naciones permanecen, y en
sus diversidades culturales, humanas, temperamentales, son una riqueza que se
completa y da lugar a una gran sinfonía de culturas. Son, fundamentalmente,
una cultura común. El problema de Europa para encontrar su identidad creo
que consiste en el hecho de que hoy en Europa tenemos dos almas: una de
ellas es una razón abstracta, anti-histórica, que pretende dominar todo porque
se siente por encima de todas las culturas. Una razón que al fin ha llegado a sí
misma, que pretende emanciparse de todas las tradiciones y valores culturales
en favor de una racionalidad abstracta. La primera sentencia de Estrasburgo
sobre el Crucifijo era un ejemplo de esta razón abstracta que quiere
emanciparse de todas las tradiciones, de la misma historia. Pero así no se
puede vivir. Además, también la "razón pura" está condicionada por una
determinada situación histórica, y solo en este sentido puede existir. La otra
alma es la que podemos llamar cristiana, que se abre a todo lo que es
razonable, que ha creado ella misma la audacia de la razón y la libertad de una
razón crítica, pero sigue anclada en las raíces que han dado origen a esta
Europa, que la han construido sobre los grandes valores, las grandes
319
La historia nos ha mostrado cuántos jóvenes, por medio del generoso don
de sí mismos y anunciando el Evangelio, han contribuido enormemente al
Reino de Dios y al desarrollo de este mundo. Con gran entusiasmo, han
llevado la Buena Nueva del Amor de Dios, que se ha manifestado en Cristo,
con medios y posibilidades muy inferiores con respecto a los que disponemos
hoy. Pienso, por ejemplo, en el beato José de Anchieta, joven jesuita español
del siglo XVI, que partió a las misiones en Brasil cuando tenía menos de
veinte años y se convirtió en un gran apóstol del Nuevo Mundo. Pero pienso
también en los que os dedicáis generosamente a la misión de la Iglesia. De ello
obtuve un sorprendente testimonio en la Jornada Mundial de Madrid, sobre
todo en el encuentro con los voluntarios.
Hay muchos jóvenes hoy que dudan profundamente de que la vida sea un
don y no ven con claridad su camino. Ante las dificultades del mundo
contemporáneo, muchos se preguntan con frecuencia: ¿Qué puedo hacer? La
luz de la fe ilumina esta oscuridad, nos hace comprender que cada existencia
tiene un valor inestimable, porque es fruto del amor de Dios. Él ama también a
quien se ha alejado de él; tiene paciencia y espera, es más, él ha entregado a su
Hijo, muerto y resucitado, para que nos libere radicalmente del mal. Y Cristo
ha enviado a sus discípulos para que lleven a todos los pueblos este gozoso
anuncio de salvación y de vida nueva.
En su misión de evangelización, la Iglesia cuenta con vosotros. Queridos
jóvenes: Vosotros sois los primeros misioneros entre los jóvenes. Al final
del Concilio Vaticano II, cuyo 50º aniversario estamos celebrando en este año,
el siervo de Dios Pablo VI entregó a los jóvenes del mundo un Mensaje que
empezaba con estas palabras: «A vosotros, los jóvenes de uno y otro sexo del
mundo entero, el Concilio quiere dirigir su último mensaje. Pues sois vosotros
los que vais a recoger la antorcha de manos de vuestros mayores y a vivir en el
mundo en el momento de las más gigantescas transformaciones de su historia.
Sois vosotros quienes, recogiendo lo mejor del ejemplo y las enseñanzas de
vuestros padres y maestros, vais a formar la sociedad de mañana; os salvaréis
o pereceréis con ella». Concluía con una llamada: «¡Construid con entusiasmo
un mundo mejor que el de vuestros mayores!» (Mensaje a los Jóvenes, 8 de
diciembre de 1965).
Queridos jóvenes, esta invitación es de gran actualidad. Estamos
atravesando un período histórico muy particular. El progreso técnico nos ha
ofrecido posibilidades inauditas de interacción entre los hombres y la
población, mas la globalización de estas relaciones sólo será positiva y hará
crecer el mundo en humanidad si se basa no en el materialismo sino en el
amor, que es la única realidad capaz de colmar el corazón de cada uno y de
unir a las personas. Dios es amor. El hombre que se olvida de Dios se queda
sin esperanza y es incapaz de amar a su semejante. Por ello, es urgente
testimoniar la presencia de Dios, para que cada uno la pueda experimentar. La
salvación de la humanidad y la salvación de cada uno de nosotros están en
juego. Quien comprenda esta necesidad, sólo podrá exclamar con Pablo: «¡Ay
de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Co 9,16).
2. Sed discípulos de Cristo
321
6. Firmes en la fe
Ante las dificultades de la misión de evangelizar, a veces tendréis la
tentación de decir como el profeta Jeremías: «¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que
no sé hablar, que sólo soy un niño». Pero Dios también os contesta: «No digas
que eres niño, pues irás adonde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene»
(Jr 1,6-7). Cuando os sintáis ineptos, incapaces y débiles para anunciar y
testimoniar la fe, no temáis. La evangelización no es una iniciativa nuestra que
dependa sobre todo de nuestros talentos, sino que es una respuesta confiada y
obediente a la llamada de Dios, y por ello no se basa en nuestra fuerza, sino en
la suya. Esto lo experimentó el apóstol Pablo: «Llevamos este tesoro en vasijas
de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no
proviene de nosotros» (2Co 4,7).
Por ello os invito a que os arraiguéis en la oración y en los sacramentos. La
evangelización auténtica nace siempre de la oración y está sostenida por ella.
Primero tenemos que hablar con Dios para poder hablar de Dios. En la oración
le encomendamos al Señor las personas a las que hemos sido enviados y le
suplicamos que les toque el corazón; pedimos al Espíritu Santo que nos haga
sus instrumentos para la salvación de ellos; pedimos a Cristo que ponga las
palabras en nuestros labios y nos haga ser signos de su amor. En modo más
general, pedimos por la misión de toda la Iglesia, según la petición explícita de
Jesús: «Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies»
(Mt 9,38). Sabed encontrar en la eucaristía la fuente de vuestra vida de fe y de
vuestro testimonio cristiano, participando con fidelidad en la misa dominical y
cada vez que podáis durante la semana. Acudid frecuentemente al sacramento
de la reconciliación, que es un encuentro precioso con la misericordia de Dios
que nos acoge, nos perdona y renueva nuestros corazones en la caridad. No
dudéis en recibir el sacramento de la confirmación, si aún no lo habéis
recibido, preparándoos con esmero y solicitud. Es, junto con la eucaristía, el
sacramento de la misión por excelencia, que nos da la fuerza y el amor del
Espíritu Santo para profesar la fe sin miedo. Os aliento también a que hagáis
adoración eucarística; detenerse en la escucha y el diálogo con Jesús presente
en el sacramento es el punto de partida de un nuevo impulso misionero.
Si seguís por este camino, Cristo mismo os dará la capacidad de ser
plenamente fieles a su Palabra y de testimoniarlo con lealtad y valor. A veces
seréis llamados a demostrar vuestra perseverancia, en particular cuando la
Palabra de Dios suscite oposición o cerrazón. En ciertas regiones del mundo,
por la falta de libertad religiosa, algunos de vosotros sufrís por no poder dar
testimonio de la propia fe en Cristo. Hay quien ya ha pagado con la vida el
precio de su pertenencia a la Iglesia. Os animo a que permanezcáis firmes en
la fe, seguros de que Cristo está a vuestro lado en esta prueba. Él os repite:
«Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de
cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra
recompensa será grande en el cielo» (Mt 5,11-12).
7. Con toda la Iglesia
Queridos jóvenes, para permanecer firmes en la confesión de la fe cristiana
allí donde habéis sido enviados, necesitáis a la Iglesia. Nadie puede ser testigo
del Evangelio en solitario. Jesús envió a sus discípulos a la misión en grupos:
325
«Haced discípulos» está puesto en plural. Por tanto, nosotros siempre damos
testimonio en cuanto miembros de la comunidad cristiana; nuestra misión es
fecundada por la comunión que vivimos en la Iglesia, y gracias a esa unidad y
ese amor recíproco nos reconocerán como discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35).
Doy gracias a Dios por la preciosa obra de evangelización que realizan
nuestras comunidades cristianas, nuestras parroquias y nuestros movimientos
eclesiales. Los frutos de esta evangelización pertenecen a toda la Iglesia: «Uno
siembra y otro siega» (Jn 4,37).
En este sentido, quiero dar gracias por el gran don de los misioneros, que
dedican toda su vida a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra.
Asimismo, doy gracias al Señor por los sacerdotes y consagrados, que se
entregan totalmente para que Jesucristo sea anunciado y amado. Deseo alentar
aquí a los jóvenes que son llamados por Dios, a que se comprometan con
entusiasmo en estas vocaciones: «Hay más dicha en dar que en recibir»
(Hch 20,35). A los que dejan todo para seguirlo, Jesús ha prometido el ciento
por uno y la vida eterna (cf. Mt 19,29).
También doy gracias por todos los fieles laicos que allí donde se
encuentran, en familia o en el trabajo, se esmeran en vivir su vida cotidiana
como una misión, para que Cristo sea amado y servido y para que crezca el
Reino de Dios. Pienso, en particular, en todos los que trabajan en el campo de
la educación, la sanidad, la empresa, la política y la economía y en tantos
ambientes del apostolado seglar. Cristo necesita vuestro compromiso y vuestro
testimonio. Que nada –ni las dificultades, ni las incomprensiones– os hagan
renunciar a llevar el Evangelio de Cristo a los lugares donde os encontréis;
cada uno de vosotros es valioso en el gran mosaico de la evangelización.
8. «Aquí estoy, Señor»
Queridos jóvenes, al concluir quisiera invitaros a que escuchéis en lo
profundo de vosotros mismos la llamada de Jesús a anunciar su Evangelio.
Como muestra la gran estatua de Cristo Redentor en Río de Janeiro, su
corazón está abierto para amar a todos, sin distinción, y sus brazos están
extendidos para abrazar a todos. Sed vosotros el corazón y los brazos de Jesús.
Id a dar testimonio de su amor, sed los nuevos misioneros animados por el
amor y la acogida. Seguid el ejemplo de los grandes misioneros de la Iglesia,
como san Francisco Javier y tantos otros.
Al final de la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid, bendije a algunos
jóvenes de diversos continentes que partían en misión. Ellos representaban a
tantos jóvenes que, siguiendo al profeta Isaías, dicen al Señor: «Aquí estoy,
mándame» (Is 6,8). La Iglesia confía en vosotros y os agradece sinceramente
el dinamismo que le dais. Usad vuestros talentos con generosidad al servicio
del anuncio del Evangelio. Sabemos que el Espíritu Santo se regala a los que,
en pobreza de corazón, se ponen a disposición de tal anuncio. No tengáis
miedo. Jesús, Salvador del mundo, está con nosotros todos los días, hasta el fin
del mundo (cf. Mt 28,20).
Esta llamada, que dirijo a los jóvenes de todo el mundo, asume una
particular relevancia para vosotros, queridos jóvenes de América Latina. En la
V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que tuvo lugar en
Aparecida en 2007, los obispos lanzaron una «misión continental». Los
326
capellanes universitarios, los animadores de los colegios. ¡El Papa está con
vosotros! Y, sobre todo, estáis insertados en la gran comunidad académica
romana, en la que es posible caminar en la oración, en la investigación, en la
confrontación, en el testimonio del Evangelio. Es un don valioso para vuestra
vida; sabed verlo como un signo de la fidelidad de Dios, que os ofrece
ocasiones para conformar vuestra existencia a la de Cristo, para dejaros
santificar por Él hasta la perfección (cf. 1 Ts 5, 23). El año litúrgico que
iniciamos con estas Vísperas será también para vosotros el camino en el que
una vez más reviviréis el misterio de esta fidelidad de Dios, sobre la que estáis
llamados a fundar, como sobre una roca segura, vuestra vida. Celebrando y
viviendo con toda la Iglesia este itinerario de fe, experimentaréis que
Jesucristo es el único Señor del cosmos y de la historia, sin el cual toda
construcción humana corre el riesgo de frustrarse en la nada. La liturgia,
vivida en su verdadero espíritu, es siempre la escuela fundamental para vivir la
fe cristiana, una fe «teologal», que os implica en todo vuestro ser —espíritu,
alma y cuerpo— para convertiros en piedras vivas en la construcción de la
Iglesia y en colaboradores de la nueva evangelización. En la Eucaristía, de
modo particular, el Dios vivo se hace tan cercano que se convierte en alimento
que sostiene el camino, presencia que transforma con el fuego de su amor.
Queridos amigos, vivimos en un contexto en el que a menudo encontramos
la indiferencia hacia Dios. Pero pienso que en lo profundo de cuantos viven la
lejanía de Dios —también entre vuestros coetáneos— hay una nostalgia
interior de infinito, de trascendencia. Vosotros tenéis la misión de testimoniar
en las aulas universitarias al Dios cercano, que se manifiesta también en la
búsqueda de la verdad, alma de todo compromiso intelectual. A este propósito
expreso mi complacencia y mi aliento por el programa de pastoral
universitaria con el título: «El Padre lo vio de lejos. El hoy del hombre, el hoy
de Dios»… La fe es la puerta que Dios abre en nuestra vida para conducirnos
al encuentro con Cristo, en quien el hoy del hombre se encuentra con el hoy de
Dios. La fe cristiana no es adhesión a un dios genérico o indefinido, sino al
Dios vivo que en Jesucristo, Verbo hecho carne, ha entrado en nuestra historia
y se ha revelado como el Redentor del hombre. Creer significa confiar la
propia vida a Aquel que es el único que puede darle plenitud en el tiempo y
abrirla a una esperanza más allá del tiempo.
Reflexionar sobre la fe, en este Año de la fe, es la invitación que deseo
dirigir a toda la comunidad académica de Roma.
Queridos amigos, «el que os llama es fiel, y Él lo realizará» (1 Ts 5, 24);
hará de vosotros anunciadores de su presencia. En la oración de esta tarde
encaminémonos idealmente hacia la cueva de Belén para gustar la verdadera
alegría de la Navidad: la alegría de acoger en el centro de nuestra vida, a
ejemplo de la Virgen María y de san José, a ese Niño que nos recuerda que los
ojos de Dios están abiertos sobre el mundo y sobre todo hombre (cf. Zc 12, 4).
¡Los ojos de Dios están abiertos sobre nosotros porque Él es fiel a su amor!
Sólo esta certeza puede conducir a la humanidad hacia metas de paz y de
prosperidad, en este momento histórico delicado y complejo.
331
noble del destino humano que no pueden aceptar componendas con nada que
lo pueda insidiar.
En Italia muchas escenas de pesebres se adornan con ruinas de los antiguos
edificios romanos al fondo. Ello demuestra que el nacimiento del Niño Jesús
marca el final del antiguo orden, el mundo pagano, en el que las
reivindicaciones de César se presentaban como imposibles de desafiar. Ahora
hay un nuevo rey, que no confía en la fuerza de las armas, sino en el poder del
amor. Él trae esperanza a cuantos, como Él mismo, viven al margen de la
sociedad. Lleva esperanza a cuantos son vulnerables en los cambiantes
destinos de un mundo precario. Desde el pesebre Cristo nos llama a vivir
como ciudadanos de su reino celestial, un reino que cada persona de buena
voluntad puede ayudar a construir aquí, en la tierra
2013
SOY
SIMPLEMENTE UN
PEREGRINO QUE
EMPIEZA LA
ÚLTIMA ETAPA DE
SU
PEREGRINACIÓN
EN ESTA TIERRA.
PERO QUISIERA TRABAJAR TODAVÍA CON MI
CORAZÓN, CON MI AMOR, CON MI ORACIÓN, CON MI
REFLEXIÓN, CON TODAS MIS FUERZAS INTERIORES, POR
EL BIEN COMÚN Y EL BIEN DE LA IGLESIA Y DE LA
HUMANIDAD. Y ME SIENTO MUY APOYADO POR VUESTRA
SIMPATÍA. CAMINEMOS JUNTO AL SEÑOR POR EL BIEN
DE LA IGLESIA Y DEL MUNDO. GRACIAS, Y AHORA OS
IMPARTO DE TODO CORAZÓN MI BENDICIÓN. QUE OS
BENDIGA DIOS TODOPODEROSO, PADRE, HIJO Y
ESPÍRITU SANTO. GRACIAS.
337
EL FUNDAMENTO DE LA PAZ
20130101. Homilía. Santa María, Madre de Dios
Podemos preguntarnos: ¿Cuál es el fundamento, el origen, la raíz de esta
paz? ¿Cómo podemos sentir la paz en nosotros, a pesar de los problemas, las
oscuridades, las angustias? La respuesta la tenemos en las lecturas de la
liturgia de hoy. Los textos bíblicos, sobre todo el evangelio de san Lucas que
se ha proclamado hace poco, nos proponen contemplar la paz interior de
María, la Madre de Jesús. A ella, durante los días en los que «dio a luz a su
hijo primogénito» (Lc 2,7), le sucedieron muchos acontecimientos
imprevistos: no solo el nacimiento del Hijo, sino que antes un extenuante viaje
desde Nazaret a Belén, el no encontrar sitio en la posada, la búsqueda de un
refugio para la noche; y después el canto de los ángeles, la visita inesperada de
los pastores. En todo esto, sin embargo, María no pierde la calma, no se
inquieta, no se siente aturdida por los sucesos que la superan; simplemente
considera en silencio cuanto sucede, lo custodia en su memoria y en su
corazón, reflexionando sobre eso con calma y serenidad. Es esta la paz interior
que nos gustaría tener en medio de los acontecimientos a veces turbulentos y
confusos de la historia, acontecimientos cuyo sentido no captamos con
frecuencia y nos desconciertan.
El texto evangélico termina con una mención a la circuncisión de Jesús.
Según la ley de Moisés, un niño tenía que ser circuncidado ocho días después
de su nacimiento, y en ese momento se le imponía el nombre. Dios mismo,
mediante su mensajero, había dicho a María –y también a José– que el nombre
del Niño era «Jesús» (cf. Mt 1,21; Lc 1,31); y así sucedió. El nombre que Dios
había ya establecido aún antes de que el Niño fuera concebido se le impone
oficialmente en el momento de la circuncisión. Y esto marca también
definitivamente la identidad de María: ella es «la madre de Jesús», es decir la
madre del Salvador, del Cristo, del Señor. Jesús no es un hombre como
cualquier otro, sino el Verbo de Dios, una de las Personas divinas, el Hijo de
Dios: por eso la Iglesia ha dado a María el título de Theotokos, es decir
«Madre de Dios».
La primera lectura nos recuerda que la paz es un don de Dios y que está
unida al esplendor del rostro de Dios, según el texto del Libro de los Números,
que transmite la bendición utilizada por los sacerdotes del pueblo de Israel en
las asambleas litúrgicas. Una bendición que repite tres veces el santo nombre
338
comparten tan solo ideas e informaciones, sino que, en última instancia, son
ellas mismas el objeto de la comunicación.
El desarrollo de las redes sociales requiere un compromiso: las personas se
sienten implicadas cuando han de construir relaciones y encontrar amistades,
cuando buscan respuestas a sus preguntas, o se divierten, pero también cuando
se sienten estimuladas intelectualmente y comparten competencias y
conocimientos. Las redes se convierten así, cada vez más, en parte del tejido
de la sociedad, en cuanto que unen a las personas en virtud de estas
necesidades fundamentales. Las redes sociales se alimentan, por tanto, de
aspiraciones radicadas en el corazón del hombre.
La cultura de las redes sociales y los cambios en las formas y los estilos de
la comunicación suponen todo un desafío para quienes desean hablar de
verdad y de valores. A menudo, como sucede también con otros medios de
comunicación social, el significado y la eficacia de las diferentes formas de
expresión parecen determinados más por su popularidad que por su
importancia y validez intrínsecas. La popularidad, a su vez, depende a menudo
más de la fama o de estrategias persuasivas que de la lógica de la
argumentación. A veces, la voz discreta de la razón se ve sofocada por el ruido
de tanta información y no consigue despertar la atención, que se reserva en
cambio a quienes se expresan de manera más persuasiva. Los medios de
comunicación social necesitan, por tanto, del compromiso de todos aquellos
que son conscientes del valor del diálogo, del debate razonado, de la
argumentación lógica; de personas que tratan de cultivar formas de discurso y
de expresión que apelan a las más nobles aspiraciones de quien está implicado
en el proceso comunicativo. El diálogo y el debate pueden florecer y crecer
asimismo cuando se conversa y se toma en serio a quienes sostienen ideas
distintas de las nuestras. «Teniendo en cuenta la diversidad cultural, es preciso
lograr que las personas no sólo acepten la existencia de la cultura del otro, sino
que aspiren también a enriquecerse con ella y a ofrecerle lo que se tiene de
bueno, de verdadero y de bello» (Discurso para el Encuentro con el mundo de
la cultura, Belém, Lisboa, 12 mayo 2010).
Las redes sociales deben afrontar el desafío de ser verdaderamente
inclusivas: de este modo, se beneficiarán de la plena participación de los
creyentes que desean compartir el Mensaje de Jesús y los valores de la
dignidad humana que promueven sus enseñanzas. En efecto, los creyentes
advierten de modo cada vez más claro que si la Buena Noticia no se da a
conocer también en el ambiente digital podría quedar fuera del ámbito de la
experiencia de muchas personas para las que este espacio existencial es
importante. El ambiente digital no es un mundo paralelo o puramente virtual,
sino que forma parte de la realidad cotidiana de muchos, especialmente de los
más jóvenes. Las redes sociales son el fruto de la interacción humana pero, a
su vez, dan nueva forma a las dinámicas de la comunicación que crea
relaciones; por tanto, una comprensión atenta de este ambiente es el
prerrequisito para una presencia significativa dentro del mismo.
La capacidad de utilizar los nuevos lenguajes es necesaria no tanto para
estar al paso con los tiempos, sino precisamente para permitir que la infinita
riqueza del Evangelio encuentre formas de expresión que puedan alcanzar las
345
día, con la oración y con una vida cristiana coherente. Dios nos ama, pero
espera que también nosotros lo amemos.
Pero no es sólo a Dios a quien quiero dar las gracias en este momento. Un
Papa no guía él solo la barca de Pedro, aunque sea ésta su principal
responsabilidad. Yo nunca me he sentido solo al llevar la alegría y el peso del
ministerio petrino; el Señor me ha puesto cerca a muchas personas que, con
generosidad y amor a Dios y a la Iglesia, me han ayudado y han estado cerca
de mí. Ante todo vosotros, queridos hermanos cardenales: vuestra sabiduría y
vuestros consejos, vuestra amistad han sido valiosos para mí; mis
colaboradores, empezando por mi Secretario de Estado que me ha
acompañado fielmente en estos años; la Secretaría de Estado y toda la Curia
Romana, así como todos aquellos que, en distintos ámbitos, prestan su servicio
a la Santa Sede. Se trata de muchos rostros que no aparecen, permanecen en la
sombra, pero precisamente en el silencio, en la entrega cotidiana, con espíritu
de fe y humildad, han sido para mí un apoyo seguro y fiable. Un recuerdo
especial a la Iglesia de Roma, mi diócesis. No puedo olvidar a los hermanos en
el episcopado y en el presbiterado, a las personas consagradas y a todo el
Pueblo de Dios: en las visitas pastorales, en los encuentros, en las audiencias,
en los viajes, siempre he percibido gran interés y profundo afecto. Pero
también yo os he querido a todos y cada uno, sin distinciones, con esa caridad
pastoral que es el corazón de todo Pastor, sobre todo del Obispo de Roma, del
Sucesor del Apóstol Pedro. Cada día he llevado a cada uno de vosotros en la
oración, con el corazón de padre.
Desearía que mi saludo y mi agradecimiento llegara además a todos: el
corazón de un Papa se extiende al mundo entero. Y querría expresar mi
gratitud al Cuerpo diplomático ante la Santa Sede, que hace presente a la gran
familia de las Naciones. Aquí pienso también en cuantos trabajan por una
buena comunicación, y a quienes agradezco su importante servicio.
En este momento, desearía dar las gracias de todo corazón a las numerosas
personas de todo el mundo que en las últimas semanas me han enviado signos
conmovedores de delicadeza, amistad y oración. Sí, el Papa nunca está solo;
ahora lo experimento una vez más de un modo tan grande que toca el corazón.
El Papa pertenece a todos y muchísimas personas se sienten muy cerca de él.
Es verdad que recibo cartas de los grandes del mundo –de los Jefes de Estado,
de los líderes religiosos, de los representantes del mundo de la cultura,
etcétera. Pero recibo también muchísimas cartas de personas humildes que me
escriben con sencillez desde lo más profundo de su corazón y me hacen sentir
su cariño, que nace de estar juntos con Cristo Jesús, en la Iglesia. Estas
personas no me escriben como se escribe, por ejemplo, a un príncipe o a un
personaje a quien no se conoce. Me escriben como hermanos y hermanas o
como hijos e hijas, sintiendo un vínculo familiar muy afectuoso. Aquí se puede
tocar con la mano qué es la Iglesia –no una organización, una asociación con
fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunión de
hermanos y hermanas en el Cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos.
Experimentar la Iglesia de este modo, y poder casi llegar a tocar con la mano
la fuerza de su verdad y de su amor, es motivo de alegría, en un tiempo en que
tantos hablan de su declive. Pero vemos cómo la Iglesia hoy está viva.
351
SIMPLEMENTE UN PEREGRINO
20130228. Discurso. Saludo a los fieles de Albano.Castelgandolfo
ÍNDICE
2005 3
Cristo no quita nada y lo da todo 4
050424. Homilía en imposición del Palio y entrega anillo del pescador
Fiesta de acogida con los jóvenes (XX JMJ) 4
050818. Discurso en embarcadero del Poller Rheinwiesen, Colonia
Vigilia con los JÓVENES (XX JMJ) 7
050820. Discurso del Santo Padre en la Explanada de Marienfeld
Santa Misa (XX JMJ) 11
050424. Homilía en imposición del Palio y entrega anillo del pescador
2006 15
Sólo en Jesús encontraréis la felicidad 16
051121. Mensaje.Jóvenes Holanda. OR 23.12.2005, 10
Adquirir intimidad con la Biblia 17
060222. Mensaje. Jóvenes XXI JMJ 2006
La Palabra de Dios ilumina los pasos del hombre 20
060406. Encuentro con los jóvenes de Roma y el Lacio. XXI JMJ
Significado del Domingo de Ramos 28
060409. Homilía. Domingo de Ramos. XXI JMJ
La felicidad depende de la amistad con Jesús32
060410. Discurso. Congreso Univ 2006
Construir la vida sobre roca: Jesucristo 33
060527. Discurso. Jóvenes. Blonie, Cracovia
Navidad, verdad y belleza 36
061221. Discurso. A jóvenes de Acción Católica
354
2007 38
JMJ 2007: Amaos unos a otros como Yo os he amado 39
061127. Mensaje.
Experimentar y comunicar el amor de Dios 42
070329. Homilía.
El anuncio que renueva la vida 44
070421. Discurso. Pavía. Jóvenes
El joven rico 45
070510. Discurso. Jóvenes, Brasil. Estadio de Pacaembu.
Colmar la notable ausencia de líderes católicos 50
070513. Discurso. Aparecida. Inauguración V Conferencia general
del episcopado latinoamericano
Francisco: Jesús es su todo, y le basta 50
070617. Discurso. Jóvenes. Asís
Recibiréis el Espíritu Santo y seréis mis testigos. 55
070720. Mensaje. XXIII Jornada Mundial de la Juventud
Cristo es el centro del mundo 61
070901. Diálogo y discurso. Ágora de los jóvenes italianos. Loreto
Dios, María y Jesús: encuentro de humildades 68
070902. Homilía. Ágora de los jóvenes italianos. Loreto
Universitarios: creer en el estudio 72
071109. Discurso. A la FUCI
2008 74
La tarea urgente de la educación 75
20080121. Carta. A la diócesis de Roma
En la confesión experimentamos la alegría77
20080313. Homilía. Celebración penitencial para jóvenes
Ser discípulo de Jesucristo 80
20080419. Discurso. Jóvenes y seminaristas. Nueva York
Tomar en serio el ideal de la santidad 86
20080517. Homilía. Savona
Elegid bien, no arruinéis el futuro86
20080518. Discurso. Jóvenes. Génova
Cristo es la respuesta a vuestros interrogantes 88
20080614. Discurso. Jóvenes. Brindisi
La Eucaristía, encuentro de amor con el Señor 89
20080621. Mensaje. Vigilia jóvenes Congreso Eucarístico Quebec
JMJ: La obra del Espíritu Santo es la esperanza 90
20080717. Discurso. Acogida de los jóvenes. Barangaroo, Australia
JMJ ¿Qué quiere decir vivir la vida en plenitud? 95
20080718. Discurso. Jóvenes en recuperación. Sydney, Australia
JMJ: Cuando el Espíritu descienda, recibiréis fuerza 97
20080720. Homilía. XXIII JMJ. Hipódromo Randwick, Australia
Familia, formación y fe profunda 101
20080907. Discurso. Jóvenes. Cágliari.
Dos tesoros: el Espíritu Santo y la cruz 103
20080912. Discurso. Vigilia con los jóvenes. París
355
2009 108
La gran esperanza está en Cristo 109
20090222. Mensaje. XXIV JMJ
El futuro es Dios112
20090321. Discurso. Jóvenes. Luanda, Angola
Creced en vuestra amistad con Cristo 115
20090322. Homilía. Luanda, Angola
Queremos ver a Jesús 116
20090329. Homilía. Parroquia Santo Rostro de Jesús. Roma
La conversión es el único camino a la paz 116
20090328. Discurso. Jóvenes voluntarios
Cristo os ama de modo único y personal 118
20090406. Discurso. Jóvenes que recogen la cruz de la JMJ
Juan Pablo II: Audaz defensor de Cristo 119
20090402. Homilía. Cuarto aniversario de fallecimiento
2010 144
¿Qué he de hacer para heredar la vida eterna? 145
20100222. Mensaje. XXV Jornada mundial de la juventud. 28.03.2010
Aprender a amar es la clave 149
20100320. Carta. Al Cardenal Rylko. Foro de jóvenes
Vida eterna, amor, mandamientos y renuncias 150
20100325. Discurso. Encuentro con los jóvenes de Roma
356
2011 188
Verdad, anuncio y autenticidad en la era digital 189
20110124. Mensaje. Jornada mundial Comunicaciones sociales
El Catecismo de la Iglesia para los jóvenes 191
20110202. Carta. Prólogo a Youcat
Primacía de Dios y evangelización de la juventud 194
20110218. Discurso. A Obispos de Filipinas. Grupo 2
357
2012 240
La responsabilidad educativa del bautismo 241
20120108. Homilía. Bautismo del Señor
Bautismo: Somos hijos de Dios 243
20120108. Ángelus. Bautismo del Señor
Madurar un renovado humanismo 244
20120112. Discurso. Administradores de Roma y del Lacio
El papel decisivo de un guía espiritual 245
20120115. Ángelus
Silencio y Palabra: camino de evangelización 246
20120124. Mensaje. Jornada Comunicaciones sociales. 20 mayo
¿Cómo reaccionar ante la enermedad? 248
20120205. Ángelus
No la Iglesia, sino Cristo transformará todo 249
20120210. Discurso. A la Fundación Juan Pablo II para el Sahel
2013 330
El fundamento de la paz 331
20130101. Homilía. Santa María, Madre de Dios
Es urgente la formación de líderes 332
20130107. Discurso. Cuerpo diplomático
360