Norteamérica no fue sólo el destino de muchos movimientos ideológicos “utópicos” nacidos en
Europa, que ante las dificultades políticas que encontraban en el viejo continente para poner en práctica sus ideales comunitarios se vieron obligados a emigrar. Fue también el destino y el origen de muchas comunidades de inspiración religiosa que hallaron allí una tierra fértil para poner en práctica sus ideas. De todos estos grupos, muy numerosos, expongo solamente algunos ejemplos de aquellos en los que los principios de igualdad y apoyo mutuo eran más evidentes, llegando en las más de las ocasiones al rechazo total de cualquier forma de jerarquía, a la ausencia de propiedad privada con la puesta en común de todos sus bienes, e incluso a la resistencia a las imposiciones del Estado. Dadas sus particulares características, parece conveniente calificar este movimiento con un nombre propio, y puesto que en su organización interna estos grupos eran, y en algunos casos todavía son, auténticas comunas, las palabras “comunalismo” y “comunalista” parecen convenirle bastante bien. Aunque su probado éxito en llevar una vida prácticamente autosuficiente, generar riqueza, mantener cierta autonomía en relación al Estado, configurar un proceso igualitario en la toma de decisiones (aunque en algunas de estas comunidades religiosas, las decisiones sólo las tomaban hombres), mantener un alto grado de cohesión interna, etc., nos ha de llevar a considerar seriamente estas comunidades y evaluar sus elementos positivos, tampoco son en general un modelo válido para una comunidad sostenible. En todas ellas, el elemento aglutinante, aquel que mantiene unida la comunidad, es algún tipo de creencia profunda o fe, canalizada muchas veces a través de un carismático líder, que a la vez que refuerza la cohesión interna del grupo, impone ciertas normas y hábitos de comportamiento que obligan a quienes están dentro y delimitan quienes se quedan fuera. Con otras palabras, no son comunidades abiertas a todo el mundo, sólo son apropiadas para quienes comulgan con su creencia básica. Entiendo que una comunidad intencional, aquella que se forma por expreso deseo de un grupo de personas con un objetivo común, puede exigir a sus nuevos miembros la aceptación de esos objetivos. Por el contrario, una comunidad local, que simplemente aspira a ser sostenible, no puede dejar a nadie fuera por sus creencias, aunque por supuesto puede desarrollar estrategias para que las personas vayan asumiendo los que, a mi entender, son los dos criterios básicos de toda comunidad sostenible: cuidar la gente, cuidar la tierra. Rápitas En 1803 George Rapp, un alemán que huía de la justicia por sus ideas religiosas apocalípticas, compró unas tierras vírgenes cerca de Pittsburgh. Un año más tarde, mil setecientas personas de origen alemán fundaban en dicho lugar la Harmony Society, primero como una cooperativa, poco después como una comunidad comunista. La mayoría de los hombres eran trabajadores duros, agricultores con conocimientos de construcción y de mecánica. En poco tiempo consiguieron poner en marcha una comunidad floreciente prácticamente autosuficiente. Tenían una iglesia, una escuela, un molino, un granero común, carpintería, herrería, aserradero, destilería y plantaciones de trigo, centeno, tabaco, cáñamo, lino, uva y amapolas para aceite.