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NOTAS SOBRE EL HECHO DE VER, texto de SIRI HUSTVEDT

Mirar y no ver: un viejo problema. Normalmente denota una falta de comprensión, una
incapacidad de descubrir el significado de algo dentro del mundo que nos rodea.

Los científicos cognitivos han llevado a cabo el siguiente experimento en repetidas ocasiones
y el resultado ha sido siempre el mismo, sin excepciones. Se le pide a un público que vea una
película donde aparecen dos equipos jugando al baloncesto. Se les pide a los observadores
que cuenten el número de veces que la pelota cambia de manos. Yo lo he hecho y hay que
estar muy atento para poder seguir el movimiento de la pelota. En mitad del partido, un
hombre disfrazado de gorila se mete en la cancha, se vuelve hacia la cámara, se da unos
golpes en el pecho y se marcha. La mitad de las personas no ven al gorila. Ni siquiera creen
que haya aparecido un gorila hasta que vuelven a pasarles la película y entonces lo ven,
entrando y saliendo de la cancha. Pero si no se les asigna la tarea de contar casi todos ven al
gorila. Esto se ha denominado ceguera perceptiva.

Ahora mismo, sentada ante mi escritorio, veo la pantalla, pero mi atención está centrada en
esta frase. De hecho, si cobro conciencia durante un momento de todo lo que hay alrededor
de las palabras, me distraigo: el fondo de pantalla azul del ordenador más allá del borde
blanco de la página; varios iconos por encima y por debajo; mi escritorio abarrotado de notitas
adhesivas pegadas sobre la superficie para poder leerlas con sólo girar la cabeza: «Habermas
254-255»; «Meany et al., repercusiones de la respuestas adrenocorticales ante el estrés»,
todo ello garabateado en un papelito rosa (restos de una investigación arcana); una grapadora
negra y un sinfín de otros objetos de los que cobro conciencia nada más fijar mi atención en
ellos. Pero lo que importa es que no suelo fijar mi atención en ellos. Día tras día, durante la
mayor parte del tiempo, apenas soy consciente, si es que lo soy, de que están ahí. Vivo en un
mundo fenomenológico restringido. Un narrador interno les dicta palabras a mis dedos, que
teclean automáticamente. No necesito pensar en la conexión entre mi cabeza y mis manos.
Estoy subsumida en ese vínculo. Si, de pronto, otro objeto se materializase sobre mi escritorio
y después desapareciera, es posible que yo no me diera cuenta ni de su aparición ni de su
desaparición.

Una vez, en un vestíbulo donde nunca había estado, confundí mi imagen reflejada con la de
una desconocida. No me di cuenta de que era un espejo. Mi propia forma me tomó por
sorpresa porque yo estaba desorientada dentro de aquel espacio. La expectativa es vital para
la percepción.

Hay días en los que voy por la calle y me parece ver a un viejo amigo, pero resulta ser un
desconocido. Ese momento de reconocimiento es como una chispa que se enciende de
repente y, cuando me doy cuenta de mi error, se extingue igual de rápido. El reconocimiento
se siente, no se piensa. No sé qué provocó mi error, no puedo explicar por qué una persona
me recordó a otra. ¿Sería porque en ese momento mi viejo amigo estaba presente de un
modo subliminal en mi cabeza o la confusión fue puramente externa, el mentón marcado, los
hombros caídos o la forma de andar?

No nos volvemos insensibles ante las horribles fotografías de la muerte y del sufrimiento.
Podemos elegir evitarlas. Cuando veo alguna imagen horripilante en el periódico matutino, a
veces aparto la vista tras registrar durante apenas unos segundos algo que me hubiera herido
de haberlo mirado más tiempo. Las personas que ven montones de películas de terror y
violencia no lo hacen porque sean insensibles, sino porque disfrutan de la descarga de
energía límbica que inunda su sistema mientras observan desde un lugar seguro los cuerpos
estallando en pedazos. Parece ser que ese público es mayoritariamente masculino.
Sentimos los colores antes de poder nombrarlos. Los colores actúan sobre nosotros de un
modo prerreflexivo. Una parte de mí siente el rojo antes de que yo pueda decir rojo. Mis
facultades cognitivas van a la zaga del impacto producido por el color. Cuando entro en una
habitación miro primero el jarrón con el ramo de tulipanes rojos porque son rojos y porque
están vivos.

Una vez mi madre me contó que al volver a casa encontró a nuestro gato muerto en el jardín.
Vio al animal desde bastante lejos, pero me dijo que se dio cuenta de inmediato y sin ningún
lugar a dudas de que estaba muerto. Algo inerte. Un objeto.

Siento atracción por las fotografías de los seres queridos ya fallecidos. Me fascinan. Allí está
el rostro amado, un rostro que cambió con el paso del tiempo. Es la foto la que preserva ese
rostro y no mi memoria, saturada con todas las caras que ese ser querido tuvo a lo largo de
los años. ¿O es sólo el rostro lo que envejeció? Hay veces que no soporto mirar esa imagen
que se ha convertido en un recordatorio del dolor. Y, sin embargo, no hay nada más banal que
las fotos de una familia que no conocemos. Después de morir mi padre, encontré entre sus
papeles varias tarjetas de Navidad que dentro tenían fotos de gente desconocida para mí
(fotos de familias felices), que sonreían ante la cámara. Las tiré.

La respuesta galvánica de la piel registra los cambios de temperatura y de electricidad que


transmiten los nervios y el sudor en momentos de alta emotividad. Unas personas con batas
blancas te ponen electrodos en las manos y estudian lo que te sucede. Cuando te muestran
una foto de tu madre, aumenta la respuesta galvánica de tu piel. Cobra sentido en el cuerpo.

¿Es nuestro mundo visual rico o pobre? Existe mucha polémica al respecto. La gente no se
pone de acuerdo. Los filósofos, los científicos y otros académicos cavilan sobre la cuestión de
tal riqueza o pobreza en artículos, libros y conferencias. Los seres humanos tenemos una
visión periférica muy limitada, pero podemos girar la cabeza y ver más de lo que nos rodea.
Cuando escribo, mi visión está restringida por la atención prestada, pero a veces, cuando
paseo la vista por un espacio, noto la densidad de la luz y del color que tiene el aire y me
sorprendo ante mi descubrimiento. Por ejemplo, cuando centro la atención aquí, delante de
mí, en las sombras proyectadas sobre el escritorio, la densidad de luz y de color se vuelven
extraordinarias. Mi relojito de mesa circular proyecta una doble sombra a ambos lados de su
base, una más oscura que la otra, una gris y la otra apenas grisácea. Hay un punto de luz
brillante en el borde del óvalo más oscuro. Mientras lo miro, se vuelve más hermoso.

¿Por qué es hermoso un rostro?

Si se nos muestra una imagen con demasiada rapidez para percibirla conscientemente, la
registramos inconscientemente y respondemos a ella sin saber por qué. La foto de una cara
con el ceño fruncido, aunque no recuerde haberla visto antes, me afecta. Los científicos
llaman a esto enmascaramiento. Los pacientes con discapacidad visual cerebral sufren una
ceguera cortical. Pierden la conciencia visual pero no la inconsciencia visual. Ven pero no
saben qué están viendo. Si les pides que adivinen lo que tienes en la mano (un lápiz) lo
adivinarán mucho mejor que la gente que está realmente ciega. Las palabras y la conciencia
están conectadas. ¿Cuántas cosas veo en este mundo que nunca llega a registrar mi
conciencia? Cuando voy andando por la calle, a veces vislumbro una escena apenas un
instante, pero no puedo decir qué es lo que he visto hasta pasadas unas fracciones de
segundo, lo que se tarda en procesar una imagen desconcertante: esa cosa peluda era un
animal de peluche que un niño pequeño balanceaba colgando de su cochecito. Otra vez el
lapso.

Somos criaturas que crean imágenes. Garabateamos, dibujamos y pintamos. Cuando dibujo lo
que veo, toco con mi mente el objeto que miro, es como si mi mano estuviera acariciando su
contorno. La gente que dejó de dibujar en la infancia continúa creando imágenes en sus
sueños o en las alucinaciones que ven justo antes de dormirse. ¿De dónde proceden esas
imágenes? Una vez soñé que me crecían hierbas, maleza y ramas en un brazo y que me
ponía a cortarlas afanosamente con un par de tijeras. No estaba asustada; era un trabajo que
realizaba como si tal cosa. Si pintara un autorretrato con mis brazos tupidos de hojas y ramas,
me llamarían surrealista.

Algunas personas que se quedan ciegas ven colores e imágenes vívidas. Algunas personas
que están perdiendo la vista alucinan despiertas. Un anciano vio vacas pastando en el salón
de su casa y una mujer vio personajes de dibujos animados corriendo por el brazo de su
médico. El síndrome de Charles Bonnet. Justo antes de dormirme yo vi un hombrecito
cruzando a toda prisa unos acantilados violetas y rosas. Una vez vi una explosión de colores
mezclados (verdes, azules y rojos) y después un deslumbrante fogonazo que se los tragó a
todos. Alucinaciones hipnagógicas. Freud decía que los sueños protegen el reposo. El mundo
nos es arrebatado durante la noche y nosotros creamos nuestras propias historias y
escenarios. Si te despiertas lentamente, recordarás más de ese submundo humano que si te
despiertas a toda prisa.

Privados de la vista, creamos visiones. Ver también es crear.

En el mundo hay cosas para ver. ¿Lo que yo veo es lo que tú ves? Podemos hablar sobre ello
y comprobarlo. A través de mi ventana se ve la fachada posterior de una casa. Una de sus
ventanas está cerrada completamente con una persiana azul. Pero si yo os digo que allí veo
una cebra voladora me diréis: Siri, estás alucinando. Estás soñando despierta.

A veces los artistas pueden convertir una alucinación en algo real. Un cuadro de una cebra
volando es algo real en el mundo, algo real que podemos ver.

¿Por qué no me agrada la palabra gusto aplicada al arte? Porque ha perdido su conexión con
la boca, la comida y la masticación. Esta pintura no es de mi gusto. Es amarga. Si
pensáramos en el gusto real de las cosas, entonces la palabra tendría sentido. Sería una
forma de sinestesia, un cruce sensorial: ver igual que degustar. Pero no es ése el uso que se
le suele dar, así que evito usar la palabra gusto cuando hablo de arte.

Mirar a un ser humano o incluso una representación artística de un ser humano es diferente
que mirar un objeto. Los recién nacidos, con sólo pocas horas de vida, copian las expresiones
de los adultos. Hacen muecas, intentan sonreír, ponen cara de sorpresa y sacan la lengua.
Las fotografías de neonatos imitando expresiones de adultos son cómicas y enternecedoras al
mismo tiempo. No saben lo que están haciendo; es una respuesta que está en ellos desde el
principio de su existencia. Más adelante, las personas aprenden a reprimir el mecanismo de
imitación; no estaría bien que continuáramos copiando de por vida las expresiones faciales
que vemos. De todos modos, a los seres humanos nos encanta mirar las caras porque en
ellas nos encontramos a nosotros mismos. Cuando me sonríes, siento que se me dibuja una
sonrisa en el rostro antes de ser consciente de lo que sucede, sonrío porque me veo a través
de tus ojos y sé que te gusta lo que ves.
Estoy mirando una pequeña reproducción de Muchacha con velo, de Johannes Vermeer, que
cuelga en una sala del Metropolitan Museum de Nueva York. Es la cabeza y el rostro de una
niña. Digo niña porque es muy joven. Yo diría que no tiene más de diez años. Cuando busco
el cuadro en uno de mis libros sobre Vermeer, veo que allí se titula Retrato de una niña, que
me parece mejor título. No debemos convertir a las niñas en muchachas tan rápidamente. La
niña está sonriendo, pero no es una sonrisa amplia. Mantiene los labios cerrados. Tengo la
impresión de que me está observando, aunque no parece mirarme directamente a los ojos. Lo
que está claro es que está respondiendo a la mirada de otra persona. Alguien la ha hecho
sonreír. No es bonita; su mirada sí es bonita, su conexión con la persona invisible. En su
expresión se adivina timidez, reserva, quizás un atisbo de indecisión. Creo que está mirando a
un adulto, probablemente al artista, porque se contiene. Gira la cabeza por encima de un
hombro y mira al artista. Siento un gran afecto por esa niña. Ésa es la magia de la pintura; no
es que yo sienta afecto por la representación de una cabeza de niña que fue pintada entre
1665 y 1667. No. Siento que me he quedado prendada de ella, de la misma manera que
puede pasarme con un niño que levanta la mirada hacia mí en la calle y me sonríe, quizás un
niño común y corriente que, con sólo mirarme, despierta un aluvión de simpatía y sentimientos
maternales. Pero mi sentimiento está hecho de algo más; me recuerda mi propia niñez y mi
timidez frente a los adultos que no conocía demasiado. Yo no era una niña atrevida y, en el
rostro de ese retrato, me veo a mí misma a esa edad.

En varias de las fotografías pintadas de Gerhard Richter, el artista pintó encima de unas fotos
del rostro y del cuerpo de su mujer. También pintó sobre fotografías tomadas a sus hijos
cuando eran bebés y ya más mayores. Siento que con ese gesto Richter los estaba
guardando para él, que mantenía ocultos fragmentos de su vida privada. En otras fotos, el
artista enmarcó a su familia con franjas de colores, convirtiéndola en un tema destacado. Me
encantan esos cuadros.

Las madres sienten necesidad de mirar a sus hijos. No podemos evitarlo.

Los amantes necesitan mirarse uno al otro. No pueden evitarlo.

A veces me gusta mirar el rostro de mi marido en las fotografías porque allí se convierte en un
extraño, en un objeto fijo en el tiempo. Con el transcurso de los años he llegado a conocerlo
también a través de mis otros sentidos (el tacto de su piel, el perfume cambiante de su cuerpo
en invierno, en primavera, en otoño y en verano, el sonido de su voz, su respiración y, a
veces, sus ronquidos por la noche). Cuando miro una fotografía suya, mis otros sentidos están
en reposo. Sólo lo veo y, como me parece guapo, su rostro inmóvil me excita.

Mirar pornografía es excitante, pero pierde interés después del orgasmo.

Leer el final del Ulises de James Joyce, el momento en que Molly Bloom recuerda, es algo
erótico, porque ella consiente, se rinde y se entrega, y esto es siempre excitante e interesante
porque es personal, no impersonal. ¿No es extraño que mirar unos pequeños símbolos
abstractos sobre una página blanca pueda hacer que una persona sienta esas cosas? Veo a
Molly en los brazos de él. Yo estoy en los brazos de él. Yo recuerdo tus brazos.

Cuando leo novelas, las veo. Creo imágenes que suelen permanecer en mi mente, junto con
algunas frases o ideas, después de acabar la novela. Sitúo a los personajes en lugares reales
e imaginarios. Pero lo que siempre recuerdo por encima de todo es el sentimiento que me ha
dejado ese libro, a menos que lo haya olvidado por completo.
Por lo general, no veo la filosofía, a no ser por algunas excepciones: Platón, Pascal,
Kierkegaard y Nietzsche, porque también son narradores.

Algunas personas no pueden crear visualizaciones mentales. No ven imágenes en su mente.


No convierten las palabras en imágenes. No pensaba que algo así fuera posible, lo supe hace
poco. Esas personas ven en abstracto. Recuerdan los símbolos escritos sobre la página.

«Ya veo» también puede significar «ya entiendo».

Hay una pequeña parte del cerebro llamada giro fusiforme que es vital para reconocer las
caras. La carencia de esa capacidad se denomina prosopagnosia. Puede suceder que una
persona que sufre una lesión cerebral se mire al espejo y piense que la imagen reflejada no es
la propia, sino un doble. Parece ser que lo que se pierde no es la razón, sino esa sensación
especial que experimentamos al ver nuestro reflejo especular, una agradable sensación de
propiedad. Cuando eso desaparece, la imagen de uno mismo se vuelve extraña.

Miro y a veces veo.

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