Este documento es una biografía del sacerdote Guido Schaffer escrita por H. Antonio Motta Simões. Resume la vida de Guido como un joven brillante, inteligente y dedicado a Dios que sirvió como médico voluntario y trabajó para ayudar a los pobres. Relata varios milagros y conversiones atribuidas a Guido a través de su ministerio, incluidas curaciones físicas. Describe a Guido como un verdadero siervo de Dios amado por muchos por su caridad, humildad y dev
Este documento es una biografía del sacerdote Guido Schaffer escrita por H. Antonio Motta Simões. Resume la vida de Guido como un joven brillante, inteligente y dedicado a Dios que sirvió como médico voluntario y trabajó para ayudar a los pobres. Relata varios milagros y conversiones atribuidas a Guido a través de su ministerio, incluidas curaciones físicas. Describe a Guido como un verdadero siervo de Dios amado por muchos por su caridad, humildad y dev
Este documento es una biografía del sacerdote Guido Schaffer escrita por H. Antonio Motta Simões. Resume la vida de Guido como un joven brillante, inteligente y dedicado a Dios que sirvió como médico voluntario y trabajó para ayudar a los pobres. Relata varios milagros y conversiones atribuidas a Guido a través de su ministerio, incluidas curaciones físicas. Describe a Guido como un verdadero siervo de Dios amado por muchos por su caridad, humildad y dev
Guido Schaffer: Siervo de Dios, hijo de la Iglesia,
amigo de los hombres
por H. Antonio Motta Simões, nov. OSB.
En 2002, mis amigos de grupo eran mayores que yo, ya
tenían hijos adolescentes, me gustaba mucho estar con ellos, pero sentía la falta de un amigo que fuera de mi edad. En la época, yo tenía 29 años. Pedí entonces al Señor que me diera un amigo así. Y Dios, que escucha nuestras súplicas, en toda a su delicadeza, me dio un amigo que era apenas un mes más joven que yo. Su nombre era Guido. Lo conocí en una fila de confesión en la Parroquia Nuestra Señora de Copacabana, que él frecuentaba desde chico. Hubo una gran empatía desde el primer momento y nos quedamos conversando por un buen tiempo. Él se estaba yendo para la Jornada Mundial de la Juventud en Canadá y me dijo que formaba parte de un grupo de oración y de la Pastoral de la Salud en la Santa Casa de Misericordia, en el Centro. Me invitó a participar y yo acepté inmediatamente. Así que volvió de la Jornada Mundial, nos encontramos y me uní al grupo de la Santa Casa. Formado en Medicina, y con un futuro promisorio, apenas sintió el llamado al sacerdocio, dejó su trabajo remunerado y a su novia. Médico del cuerpo y del alma, eso quería ser. Guido era un joven brillante, inteligente, simple, con sentido del humor, comunicativo, educado, atento, paciente, sereno, extremadamente caritativo y dedicado a Dios. Siempre haciendo el bien, siempre dándose, atendiendo a todos, sea por problemas de salud física o espiritual. Debido a sus ocupaciones como médico voluntario en la Santa Casa, con las hermanas de la Madre Teresa y en otros lugares, además del servicio en la pastoral de la salud en la Santa Casa, obtuvo el permiso para hacer sus estudios en la Facultad de san Benito y solamente entrar al Seminario los dos últimos años de Teología. Como médico, atendía a todos, aun cuando fuera solicitado a altas horas de la noche. Nunca lo vi desanimado, su entusiasmo por las cosas de Dios, por el servicio a la Iglesia de Cristo, era enorme, inquebrantable. Aun cuando las cosas se pusieran difíciles, aun cuando fuera criticado o perseguido, él no desfallecía, por el contrario, se alegraba por poder parecerse hasta en eso a Cristo. En medio de las tribulaciones, Dios lo consolaba y le confirmaba que estaba en el camino correcto. Nunca lo vi hacer mal a alguien, aunque se lo hubiesen hecho a él –a esos él los bendecía– nunca lo vi indisponerse con nadie ni hablar mal de nadie, ni siquiera murmurar. Como buen católico, participaba con especial amor de la celebración Eucarística, rezaba fielmente la Liturgia de las Horas y era devotísimo de nuestra Señora. En honor a la Santísima Virgen, a quien se había consagrado, rezaba el Rosario constantemente. Guido amó a Dios, a la Iglesia y a los hombres. Fue un verdadero siervo de Dios, hijo de la Iglesia, amigo de los hombres. Deseaba mucho ir al Cielo, junto con Dios, cerca de la Virgen Madre, de los ángeles y de los santos. Cuando una persona anciana se quejaba de su vejez, él le decía: “¡Qué santa envidia tengo de usted! ¿no quiere cambiar de edad conmigo? Pues no veo la hora de ir al Cielo”. Austero, amaba el ayuno y vivía fielmente la penitencia cristiana. Incluso en medio de sus actividades, siempre encontraba tiempo para la oración personal. Como Cristo que iba al monte para orar a solas con el Padre, a él también le gustaba estar a solas con Dios, en silencio, para oír la voz del Señor, para unirse a Él más íntimamente. Entre tantos dones y virtudes, Dios le dio el don de la palabra. En sus predicaciones, hablaba como un profeta, con autoridad, inflamado por el fuego del Espíritu. Citaba las Sagradas Escrituras como pocos. Predicaba lo que vivía y vivía lo que predicaba. Ardiendo de celo por Dios, decía la verdad directa y claramente, decía lo que tenía que ser dicho, sin ningún pernicioso respeto humano, pero sin faltar a la caridad. A este respecto, tenía un inmenso amor a la Palabra de Dios, su conocimiento de las Sagradas Escrituras era enorme, citaba decenas de Salmos e innumerables pasajes de memoria. También Dios lo agració con el don de la curación y la liberación. No pocas veces, mientras predicaba u oraba por alguien o en un grupo, sucedía una manifestación diabólica. Presencié eso algunas veces y amigos nuestros también vieron otros casos impresionantes, pero prefiero no comentarlos aquí. De una cosa estoy seguro: el diablo lo odiaba porque él era todo de Dios. En la Santa Casa, Dios derramó muchísimas gracias por medio de su hijo. Son tantos los casos que no caben en una única página. Voy a contar solamente algunos. Cierto sábado, rezaba el Rosario y hablaba con algunos pacientes. Entre ellos, había un travesti, HIV positivo, que, tocado por la gracia, se arrepintió de la vida que había llevado y abrazó la fe en Cristo. No estaba bautizado. El domingo siguiente, en presencia de su madre, que lloraba copiosamente, recibió de manos de Fray Anselmo, OFM, el bautismo, la unción de los enfermos y comulgó el Cuerpo de Cristo. Pidió incluso un rosario para poder rezar a nuestra Señora. El martes siguiente, falleció. Otra vez, mientras predicaba a los enfermos, le dijo una señora que, a causa de un problema neurológico, ya no caminaba más: “A la hora del Gran Hermano, en vez de ver ese programa que no te aporta nada, reza el Rosario y pedí la gracia que tanto deseas”. Así lo hizo. En algunas semanas, para gloria de Dios y alegría de todos nosotros, aquella señora fue andando a la misa dominical en la capilla de la Santa Casa. Había un hombre en muy grave estado, tenía una enfermedad que le afectaba el sistema inmunológico, su cuerpo estaba todo llagado, como quemado, su piel se había salido casi toda. Guido le habló sobre el sacramento de la confesión, pero aquel hombre no se quería confesar, decía que no mataba ni robaba, por eso no tenía pecado. Guido entonces le dijo: “mire, yo tampoco ni mato ni robo, y estoy lleno de pecados”. Y comenzó, humildemente, a decirle sus pecados a aquel paciente. Éste, compungido, aceptó confesarse y, además de hacerlo con Fray Anselmo, recibió la unción de los enfermos y la Eucaristía. En una semana, sus heridas sanaron y, a la otra, recibió el alta. ¡La alegría de él era enorme, así como su espanto! Otra vez, había una mujer que estaba con el cuerpo lleno de heridas y erupciones, además el tratamiento no estaba presentando mejoras. Guido y algunos más se pusieron a rezar por ella. En algunos días, sus heridas se habían secado totalmente. Por sus predicaciones y por las señales de Dios que lo acompañaban, Guido era requerido por mucha gente y en varios lugares. Dios obró muchas conversiones y curas a través de él. ¡Cuántos volvieron a la Iglesia por medio de Guido! Son innumerables los testimonios de personas, de todas las edades, que se convirtieron o empezaron a vivir seriamente su bautismo a causa de él. ¡Qué amor que tenía por los más pobres, por nuestros hermanos de la calle! Ayudaba asiduamente a las Hermanas de la Madre Teresa, que tenían su casa próxima a los Arcos de Lapa, y, en los casos más delicados, llevaba a los pobrecitos para ser tratados en la Santa Casa. Cierta vez, Guido, saliendo de la Santa Casa a la noche, muy cansado después de un duro día de trabajo, vio un mendigo con la cabeza abierta debido a una pedrada. De la herida salían gusanos. Entonces él atendió a aquel men- digo, le limpió la herida, le sacó los gusanos uno por uno y, mientras lo hacía, le hablaba de Jesús. Al final, el mendigo le agradeció y le dijo: “Ahora conozco a Jesús. Antes me habían hablado de Él, pero ahora Lo conozco por lo que usted hizo y me dijo”. Una vez, viendo a otro mendigo en una noche fría y medio lluviosa, se sacó su campera y se la dio al hombre, quedándose sólo con la remera. Prefirió sentir frío para calentar a Cristo que sufría en ese hermano de la calle. Una vez, en un evento de la Iglesia, en el Centro de la ciudad –no sé si en la Catedral, sé apenas que había una gran multitud dispersa bajo el cielo– escuchó la voz de un mendigo irritado, que gritaba, y algunas personas le respondían duramente. Él reconoció al mendigo –era uno de los que él atendía en las Hermanas de la Madre Teresa– fue hasta donde él estaba y le dio un abrazo apretado. El hombre entonces comenzó a llorar, dejó de gritar, se calmó, y todos quedaron admirados de la actitud de Guido. Después, una señora le dijo, admirada: “Hace tantos años que estoy en la Iglesia y nunca había visto algo así”. En esos años en que estuve en la Santa Casa, nos encontrábamos con frecuencia y conversábamos mucho. ¡Qué lindo era charlar con él, compartir nuestras experiencias de Dios! Desde que él entró en el Seminario y yo en el Monasterio, nos vimos poquísimas veces, nunca más pudimos conversar con calma. Entonces, obró la Providencia y tres días antes de su muerte, nos encontramos en un simposio de la Facultad de san Benito y, en los intervalos, pudimos conversar bastante, como en los viejos tiempos. Dios, en toda su delicadeza, quiso que nos despidiéramos uno del otro. Guido voló al Cielo un primer viernes de mes –día dedicado al Sagrado Corazón de Jesús– el 1 de mayo, mes de María. En la misa del día siguiente, el Salmo 116 (114-115) decía: “¡Qué penosa es para el Señor la muerte de sus amigos” (v. 15)! En la misa de cuerpo presente, la Parroquia de Nuestra Señora de Copacabana estaba colmada de fieles, en una gran conmoción. Lamentablemente, tuve que volver al Monasterio y no pude quedarme a la misa. Había parientes y amigos, laicos, religiosos y religiosas, seminaristas, y decenas de sacerdotes concelebrando la misa, presidida por el Arzobispo, Mons. Orani. En uno de los momentos más sobresalientes, Mons. Orani dijo a los presentes que “este joven quería mucho ser sacerdote”. Entonces, el arzobispo se dirigió al cuerpo de Guido y le entregó la estola. Una delicadeza más de Dios. Antes, en el velorio, al hablar con su madre, Nazaret, ella me dijo que él había sido un hijo ejemplar, que cumplió perfectamente el cuarto mandamiento, que nunca le levantó la voz a sus padres y los obedeció siempre. Un poco más temprano, cuando abracé a su padre, el Dr. Guido, él me dijo “gracias”. Dr. Guido, soy yo quien debo decirle “gracias”. Gracias, Dr. Guido y Nazaret. Gracias por haberme dado un gran amigo. Dios da, Dios quita. Bendito sea Dios. No perdí un amigo, pues sólo pierde algo quien no sabe dónde está. Con su partida junto a Dios, el Cielo celebró una fiesta y nosotros ganamos un intercesor. Guido, esperanos que estamos llegando. Un día, todos nosotros –parientes y amigos– estaremos ahí con vos para adorar a Dios cara a cara en un regocijo sin fin.
H. Antonio Motta Simões, nov. OSB, novicio del
Monasterio de san Benito de Río de Janeiro – 8 de mayo de 2009.
Oración
Dios y Señor nuestro que por medio de la vida del joven
Guido Schäffer nos enseñaste, con su ejemplo y pasión misionera, a lanzarnos mar adentro en el camino de la fe, concédenos por su testimonio de joven, médico, seminarista y surfista, anunciar con renovado ardor tu Palabra y alcanzar por su intercesión la gracia que te pedimos (hacer el pedido), a fin de que alcancemos un día la alegría de verlo elevado a la gloria de los altares. Por nuestro Señor Jesucristo, hijo bendito de la Virgen María, Madre del Amor Hermoso, Él que es Dios y vive y reina, en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amen.