M. Victoria López Cordón y J. M. Jover Zamora en “El
descubrimiento barroco de la identidad nacional”, Historia de España, t. XXVI, Madrid, Espasa, recogen algunas imágenes de Europa en el ambiente cultural del s. XVII, donde se define el carácter de algunos pueblos (entre ellos España) con cualidades y defectos que han quedado de forma permanente:
“[…] a los ojos de muchos tratadistas de comienzos del
siglo XVII Europa se presenta como un conjunto de Estados, caracterizados por su respectiva dimensión nacional. En consonancia con esa visión, a cada uno de ellos le corresponde unas determinadas cualidades, también fijas y casi inmutables, que son atributos indiscutibles del conjunto de sus habitantes. Los había soberbios y crueles como los españoles, codiciosos como los franceses y poco fiables como los italianos. Algunos pecaban de simples y otros de ser proclives a todo tipo de excesos; fieros y taimados, nobles y envidiosos. Los adjetivos podían variar o repetirse en algunos casos según las épocas y los autores, pero la semblanza moral que identificaba a los unos a los ojos de los otros se mantiene casi siempre. Fuese esta positiva o negativa, no lo era debido a causas y circunstancias cambiantes, sino per se y desde siempre, en virtud de su misma naturaleza.” (1986: 391)
Francisco Ayala, en La imagen de España, Madrid, Alianza,
declara a propósito de la imagen de todo país que es una construcción mental que con el tiempo se va transformando y los miembros de esa nación se van adaptando a ella para cumplirla, aunque a veces sea involuntariamente:
“Lo que se llama carácter de un pueblo, sus rasgos, sus
propensiones, el estilo de su comportamiento, su exteriorización vital en conjunto, no deja de ser en cierta medida una construcción intelectual montada sobre abstracciones: un esquema mental. De la inagotable variedad humana se han extraído, seleccionado y aislado ciertos elementos que en un momento dado se estimaron “típicos” por creer que expresan con mayor propiedad, vigor o constancia una profunda manera de ser, una supuesta esencia nacional que en atención a su presente y a su pasado se le atribuye a ciertas colectividades históricas. Pero, una vez constituida tal imagen, quizá convincente, como pueden serlo las instantáneas del turista, pronto se erige en paradigma y adquiere un valor perceptivo, no solo como pauta de interpretaciones venideras, sino también –lo que es más curioso- en cuanto modelo válido para los miembros de la propia colectividad, quienes con deliberación o sin ella procuran entonces ajustar a él sus actitudes y satisfacer así las expectativas vinculadas al correspondiente esquema.”(1986: 28-29)
En relación con la imagen de España, manifiesta que nuestra
imagen resulta chocante para los demás y causa dos efectos polarizados, unos disfrutan con nuestra singularidad, otros, la rechazan y crean prejuicios:
“[…] nuestra extravagancia, el “sin sentido” de nuestra
realidad para los ajenos, se concreta en una deformación caricaturesca polarizada, según el sentimiento que domina el complejo emocional, en dos direcciones fundamentales: la que se complace en el tipismo y la que se horroriza con la leyenda negra.” (1986: 22)
Enrique Ucelay Dacal en su conferencia “La imagen
internacional de España en el periodo entreguerras”, recogida en las Actas del Simposio Internacional la mirada del otro: la imagen de España en el extranjero, Sevilla, marzo de 1992, sintetiza la visión de España en la Edad Moderna con imágenes terribles y atrasadas frente al nuevo modelo de la Europa burguesa y capitalista. Nuestra identidad se basa en el abuso y violencia del imperio, el catolicismo ultraconservador, los privilegios de clase del antiguo régimen…:
“[…] las torturas de la inquisición, la crueldad de la
conquista de América, la figura del monje glotón y lascivo, la salvaje soldadesca en plena masacre de inocentes (Alba saqueando los Países Bajos por ejemplo), la indolencia de los aristócratas, el latifundio como sinónimo de feudalismo […] (1992: 3)
El escritor mexicano Carlos Fuentes, en El espejo enterrado,
México, Tauro, ya expone la nueva imagen de España referida a su evolución económica tras el proyecto europeo, pero denuncia el riesgo de olvidar su relación con América Latina:
“[…] el peligro persiste de que España, al ingresar en la
Disneilandia Comunitaria europea, se vuelva demasiado próspera, demasiado cómoda, demasiado consumista, sin suficiente autocrítica y olvidadiza de su otro rostro, su perfil hispanoamericano”. (1998: 22)
También, Ernesto Sábato, en España en los diarios de mi vejez,
Barcelona, Seix Barral, teme la formación de una imagen de España alejada de su identidad idealista, luchadora, por imitar los nuevos sistemas anglosajones:
“Vengo a España temiendo no encontrar a quien busco,
tan cambiada la he visto que temo no reconocerla. Temo que vayan a traicionar a Quijote, así dados como están a “gratificarse” con cosas compradas, y a toda costa parecer ingleses o norteamericanos. ¡Por favor! ¿Qué quedaría de los Íberos sin Quijote?” (2004: 19)
No obstante, Sábato observa algunos reductos de nuestra esencia
en su visita a Sevilla, imagen de la España romántica como lugar de descanso, de contacto con la naturaleza, de hospitalidad y convivencia de culturas:
“Sevilla resiste, manteniendo mucho de su vieja
contextura, sobre todo algunos barrios, como el de Triana, al otro lado del río, o algunos rincones del barrio de la Santa Cruz por donde anduvimos ayer, con sus callejas tortuosas y sus macetas con malvones. Por la calle de Guzmán el Bueno, llegando casi a la iglesia de la Santa Cruz, una cierta nostalgia parece tomar cuerpo y revelarnos imágenes de otros tiempos, calles de la Inquisición, mujeres con faldas a lunares, de negro lujurioso sus miradas; andando casi como intrusos, como violadores o profanadores de algo sacro, o como quien entra, sin permiso, en el patio vacío de una casa desconocida por una puerta que ha quedado abierta. Los visitantes de la Sevilla de hoy, con sus hospitalarios y amables lugarcitos para un vino o un café, no podemos dejar de ver en ella, a un tiempo, a la Hispalis, como la llamaban los romanos, bocado tentador de fenicios, griegos, cartagineses, celtas y musulmanes. Sobre la antigua mezquita se levantó la Catedral imponente en su estilo gótico austero, el islámico patio de los Naranjos, y la magnífica Torre-Campanario, por todos conocida como la Giralda, erigida en tiempos del Califato, cuando a la oración se arrodillaba en otra lengua.”
En esta identificación de la imagen de España con la de Andalucía
insiste Friedrich Wolfzettel en su “Relato de viaje y estructura mítica”, en Romero Tovar, L., Libros de Viaje, realidad vivida y género literario, Madrid, Akal:
“[…] el andalucismo queda como rasgo marcado en la
caracterización del estereotipo español. La Carmen de Merimee y el subrayado efectuado por Meilac y Halevy para Bizet demuestran la anteposición de lo andaluz en detrimento de lo español cuando no su definitiva absorción […] Para muchas generaciones Andalucía ha sido la cumbre del viaje por España, la encarnación –por así decirlo- de la España mítica, etapa final de una iniciación al Otro y línea fronteriza, tal vez también, entre occidente y oriente, y ya se sabe que éste representa la imagen mítica del Otro en el subconsciente colectivo del mundo occidental.” (2005: 10)
También, el viajero argentino Ricardo Rojas, en su libro Retablo
Español, Buenos Aires, Losada, identifica la imagen de España con la de Andalucía y en particular con la de Sevilla, que representa del país el buen tiempo (mucho sol), la pureza de su ambiente, la riqueza de sus tierras, el carácter alegre de su gente:
“[…] Toda Andalucía goza de un sol espléndido, pero en
Sevilla, parece más luminoso; toda Andalucía respira un aire sutil, pero en Sevilla, parece más ligero; toda Andalucía posee tierras de sabroso fruto, pero en Sevilla la tierra parece más generosa, la vida más jocunda”. (1938 : 129)
Alberto Egea, en Viajeras románticas en Andalucía, Sevilla, Centro
de Estudios Andaluces, recopila la imagen de España que se formaron Virginia Wolf y otras escritoras inglesas en sus viajes por España. Wolf recreó sus visiones de nuestro país en el ensayo Viajes por España (1905) a partir de distintas anécdotas, como ésta en la que evidencia nuestro atraso lingüístico:
“Finalmente, tras muchos choques infructuosos de
español, francés e inglés, los nativos cayeron en la cuenta de que no hablábamos su lengua, y probaron sus poderes de gesticulación con nosotros. Al rato apareció un funcionario que nos informó de que sabía hablar francés. Nuestra solicitud de un hotel fue alegremente traducida a ese idioma. “El tren no continúa esta noche”, respondió el intérprete. “Ya lo sabemos, y por eso queremos dormir aquí”, dijimos. “Mañana a las 5,30”. “Pero esta noche, un hotel”, insistimos. El caballero que hablaba francés mostró un lápiz con aire de resignación y escribió enormes y muy negros los números 5 y 30. Nos encogimos de hombros y vociferamos “hotel”, primero en francés y luego en tres diferentes tipos de español. Para entonces el gentío ya había formado un corro alrededor de nosotros, y todo el mundo traducía para beneficio de su vecino. Luego se nos ocurrió usar un diccionario de español, que se había negado sistemáticamente a dejar a atrás, y encontramos y enfatizamos con un dedo índice el equivalente español de la palabra inglesa “hotel”. Cuantas cabezas había apretujadas, miraron con los ojos en blanco el lugar así indicado, y el intérprete dio con una brillante idea. Perdió la página y buscó febrilmente una palabra suya entre la S y la Z. Le enseñamos la parte española del diccionario y le dejamos que hiciera prolongadas búsquedas que luego se vio que fueron inútiles.” (2008: 55)
José García Mercadal traduce los Viajes de extranjeros por España y
Portugal de Arturo Farinelli, donde se presenta la imagen de una España asentada en una larga tradición de religiosidad y cuidado de sus iglesias: “En cuanto hubimos echado pie a tierra, fuimos a ver el Santo Cristo, que está hecho de plata y que produce, según dicen, muchos milagros; pero estaba cerrado y hubimos de aplazarlo hasta el día siguiente. No estando lejos de la iglesia de la Concepción, donde celebraban la octava de la Virgen, oímos allí las letanías, que cantaban con música. Ese templo estaba muy adornado e iluminado, porque España es el país donde las iglesias están más limpias y donde se gasta más en iluminaciones.” (1999: 452)
Por último, el libro de Hiltrud Friederich Stengmann, La imagen de
España en los libros de los viajeros alemanes del siglo XVIII, Universidad de Alicante, muestra la visión del jesuita Johann Wolfgang Bayer cuando fue enviado al sur de España en 1749 para trasladarse desde allí a Perú como misionero. Bayer estuvo en el Puerto de Santa María desde donde reproduce la imagen de una España generosa, con productos de calidad y fiestas únicas y vistosas. “Nada más llegar a este puerto marítimo nos visitaron algunos señores […] que preguntaron qué clase de gente y de mercancía traía el capitán […]. Después de haberlo inspeccionado todo anunciaron la orden del gobernador por la que según las costumbres marítimas tendríamos que permanecer tres días en el barco. Les explicamos que nos haría falta lo imprescindible y nos aseguraron que cada día nos iban a suministrar todas las cosas necesarias en un pequeño barco desde la ciudad. Así nos mandaron cada mañana el mejor vino, pan, carne y otros alimentos con las mejores frutas españolas para todo el día y en abundancia […] Junto a la pequeña capilla de Santa Ana, situada fuera de la ciudad al lado del río Guadalete y del puerto marítimo, se quemaron a las ocho de la tarde unos preciosos e impresionantes fuegos artificiales, representando un combate entre una ciudadela y un barco de guerra. Estos fuegos artificiales duraron casi una hora con muchísimas imágenes preciosas y fueron un gran placer para mis ojos, que no habían visto cosa semejante y jamás la volverán a ver […]”. (2014: 94)