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¿Se puede plasmar el horror?

Pedro Ángel Palou

Hace años vi una difícil exposición de pinturas de David Lynch en el rarísimo museo

de la Fundación Cartier en Parós. Rarísimo porque lo hizo Jean Nouvel que debería

tener una prohibición mundial de seguir haciendo museos. En ninguno de ellos, todos

hermosas esculturas urbanas, se puede colgar un cuadro o se puede exhibir algo sin

que la luz te enceguezca como un moderno Tiresias sólo por el pecado de querer

contemplar arte. Este edificio, en particular es una caja de vidrio sin una sola pared.

Así que Lynch y sus museógrafos se las vieron fatal y colgaron unas cortinas enormes

de colores a guisa de muros frente a las que suspendieron en un alarde de técnica y

malabarismo los enormes cuadros y las aún más enormes fotografías de la muestra.

Y digo que es una exposición difícil (acaso la más compleja de admirar que

haya yo presenciado) porque Lynch es un cineasta que cuenta sus historias desde las

artes plásticas, ahora me queda más claro que nunca. En la muestra de marras estaba

sin embargo toda su violencia contenida en un espacio bidimensional que le retira de

golpe la sutileza. Me explico. Cuando uno admira Mulholland Drive, por ejemplo,

todo el terror se sostiene por ausencia: una cortina que se mueve, apenas, es suficiente

para erizar el cuerpo. En sus cuadros, sobre todo en los collages, no en una pequeña

serie gris que me fascina, Lynch ha debido colocar lo que ha retirado de sus cintas: la

obsesión por la banalidad del mal de la que hablaba Hanah Arendt. Un hombre de

pantalón de mezclilla y cinturón enorme ha sido pegado sobre un lienzo casi rojo.

Lleva un saco azul marino. Lynch ha pintado en acrílico sólo lo que pudo ser su

cabeza y luego le ha superpuesto donde debía ir el corazón un enorme estómago y un

intestino grueso de plástico que son quizá lo único que el espectador mira, aunque
desvíe la vista. Me quedé allí, frente a ese cuadro casi media hora y todos quienes lo

vieron, sin excepción, voltearon, miraron de soslayo. Flavio Filóstrato lo dijo hace ya

muchos siglos: “Si la mimesis a menudo retrocede aterrada, la phantasia no retrocede

jamás”.

Todos retrocedemos frente al aire de fuego de Lynch que algo tiene de fresco

romano. En la pintura romana como en la de Lynch la energía de los cuerpos no se

propaga, hay una renuncia tácita al movimiento, no hay acción alguna, no hay siquiera

volumen o profundidad sino sólo un vacío que se convierte, curiosamente, en una

verosimilitud irresistible, que mueve al espanto.

Y el espanto, eso sí que lo sabíamos del cine de Lynch, es siempre silencioso,

no lento sino muestra terrible del presente eterno. Y presente eterno quiere decir

petrificación. La violencia es una piedra, una losa enorme en donde ya no hay

mutación posible. Es un rito despojado de mito. El mismo que horrorizó a un africano,

Aurelio Agustín y le hizo escribir en su Ciudad de Dios, que el miembro infame que

adoraban los romanos con lenguaje obsceno y deshonroso en la ciudad de Lavinium,

servía sólo para asegurar la siembra y ahuyentar el mal de ojo: fascinatio repellenda.

En El aire está en llamas Lynch fue demasiado lejos para cualquier espectador

porque llevó a su propio límite sus imágenes.

¿De qué hubiese sido acusado Bataille o el divino Marqués en estos días de falso

puritanismo y doble moral en los que un Elliot Spitzer o un Dominique Strauss Kahn

o un Harvey Weinstein arruinan sus carreras por lo que uno de ellos mismos,

finalmente, llamó una falta moral? Según un libro, Willpower, porque la voluntad es

algo que se vacía cuando se cansa. Ninguna persona que toma decisiones todo el día

no debe, dicen los autores, ver páginas con servicios sexuales por la noche porque su

capacidad de decisión y de discriminación se ha visto disminuida por el cansancio de


su voluntad. Sea lo que sea hay unos cuantos en el cine contemporáneo, Polanski –que

por cierto también enfrenta el ostracismo por un añejo caso de violación-, Tim Burton

y el propio Lynch que se atreven a llevar las convenciones morales sobre la

sexualidad hasta las últimas consecuencias. Necesitamos autores que nos recuerden

que hay una parte animal en nosotros, una muy grande. Y que nos muestren el espejo

de los síntomas de vivir en el capitalismo tardío. Pero la pregunta sigue en el aire,

¿cómo contar el horror sin ser parte del horror mismo, sin producir más violencia aún

que la que se quiere mostrar?

Lo demás es silencio, silencio enardecido, vuelto fuego, combustión, pero

silencio al fin.

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