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Sión es Jerusalén, la de la tierra y la del cielo, la patria del Pueblo de Dios, la Iglesia,
la Tierra Prometida, la Ciudad de Dios. Me regocijo al oír su nombre, disfruto al
pronunciarlo, al cantarlo, al llenarlo con los sueños de esta patria querida, con los
paisajes de mi imaginación y los colores de mi anhelo. Proyección de todo lo que es
bueno y bello sobre el perfil en el horizonte de la última ciudad en los collados
eternos.
Y luego vuelvo a abrir los ojos, los ojos de la fe, los ojos de saber y entender con una
sabiduría más alta y un entender más profundo... y veo mi ciudad, y en ella, como
signo y figura, discierno ahora la Ciudad de mis sueños. Sólo hay una ciudad, y su
apariencia depende de los ojos que la contemplan. También esta ciudad mía, con
sus callejones angostos y su atormentado pavimento, fue creada por Dios, es decir,
fue creada por el hombre que fue creado por Dios, que viene a ser lo mismo. Dios
vive en ella, en el silencio de sus templos y en el ruido de sus plazas. También esta
ciudad es sagrada, también a ella la santifican el humo de los sacrificios y el bullicio
de las fiestas. También es ésta la Ciudad de Dios, porque es la ciudad del hombre, y
el hombre es hijo de Dios.
Ahora vuelvo a alegrarme al pasar por sus calles, mezclarme con la turba y
quedarme atascado en los embotellamientos de tráfico. Esté donde esté, canto
himnos de gloria y alabanza a plano pulmón. Sí, ésta es la Ciudad y el Templo y la
Tienda de la Presencia y la morada del Gran Rey. Mi ciudad terrena brilla con el
resplandor del hombre que la habita, y así como el hombre es imagen de Dios, así su
ciudad es imagen de la Ciudad celestial. Este descubrimiento alegra mi vida y me
reconcilia con mi existencia urbana durante mi permanencia en la tierra. ¡Bendita sea
tu Ciudad y mi ciudad, Señor!