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Alejandro Vignati y Andreas Faber-Kaiser

CREMACIONES ESPONTÁNEAS II

A las ocho, un mozo trajo un telegrama para la señora Reeser. Al tratar de entregárselo,
lanzó un grito pidiendo auxilio: la manecilla del de la puerta del departamento de la
señora Reeser estaba caliente. Dos pintores que trabajaban enfrente se aproximaron. Al
abrir uno de ellos la puerta salió una onda de aire caliente. Entraron en actitud de rescate,
pero no había rastro de la moradora en la cama. Algo de humo ocupaba el cuarto y el
único rastro de fuego era una llama pequeña en la viga de separación entre la habitación y
la cocina.

Los bomberos la eliminaron fácilmente, con parte del tabique. Su jefe realizó la
inspección pertinente y, asombrado, convocó a su superior inmediato, Claude Nesbitt.

Este llegó al poco rato, enfrentándose con el siguiente cuadro:

Dentro de un círculo apenas mayor a un metro, en el suelo, calcinado completamente,


aparecían algunos resortes de la poltrona y los restos de un cuerpo humano: fragmentos
de hígado adherido a un trozo de espinazo, un cráneo encogido al tamaño de una pelota
de baseball, un pie enfundado en una chinela negra (quemado hasta el tobillo) y un
montón de cenizas. El forense Edward Silk diagnosticó “muerte accidental”.

El jefe de policía y sus detectives principales interrogaron al equipo técnico de bomberos


y patólogos y no consiguieron desvelar el misterio. Todo el “accidente” estaba dentro de
un círculo de un metro veinte centímetros, fuera del cual no había indicios de daño por
acción de las llamas. Salvo el tabique junto al cual había estado sentada la señora Reeser,
no aparecía ningún otro daño.

Hasta cierta altura se apreciaba un hollín oleoso. También era perceptible en el cielo raso.
El interruptor de la luz (de plástico) por debajo de la línea de fuego se había fundido; otro
situado más arriba estaba indemne y funcionaba correctamente. Ningún elemento del
mobiliario situado fuera del círculo estaba dañado por el fuego. A un metro y medio del
lugar del suceso, las sábanas de la cama se veían intactas. En la cómoda se habían
derretido las velas, pero el pabilo no había ardido. El reloj eléctrico estaba detenido a las
4,20. Siguió andando cuando se le conectó a otro enchufe.

El calor había quebrado el espejo, pero otros dos se encontraban intactos.

La atención de los investigadores se concentró en una estufa de pared; pero no sólo


estaba cerrada, sino que el tanque estaba fuera de la habitación. Los fusibles no se habían
quemado. El horno de la cocina estaba desconectado y el frigorífico funcionaba
normalmente. Curiosamente, en el baño se había derretido un vaso de plástico; no así los
cepillos de dientes situados a su lado.
En el círculo del piso donde la víctima se había quemado, los detectives advirtieron una
capa de grasa, seguramente del cuerpo de la señora Reeser. Parecía increíble, pero no se
apreciaba ningún daño en la pintura de la pared de enfrente, donde una pila de viejos
diarios no registraban ningún rastro de chamuscamiento. Decidieron que la pila se había
formado con la silla a partir de la corriente de un cable que iba de la cocina hasta el
tabique.

Sólo había quedado de la lámpara su aro de metal; la base de madera ya la pantalla


ardieron. La ventana estaba abierta y se descubrieron manchas de humo en el alero.

Dado que la señora Reeser sufría dolores en una pierna, la estiraba sobre una banqueta.
Así se explica que uno de los pies no hubiera sido consumido por la combustión. Tanto el
jefe de policía Reichert como su lugarteniente Burguess – veteranos ambos –
manifestaron su estupor. Ni en el apartamento ni en vecindario había el característico (y
desagradable) olor a carne quemada. Quienes han trabajado en crematorios conocen lo
tremendo de su intensidad, y el mismo olor tendría que haberse percibido en las
inmediaciones del suceso.

No sucedió así. Los peritos revisaron de arriba a bajo las instalaciones del lugar sin
localizar nada extraño. El certificado de defunción expresó: “Muerte accidental por fuego
de origen desconocido”.

El seis de julio, los restos entregados al doctor Reeser fueron sepultados en el cementerio
de Chesnut Hill.

Las cenizas fueron remitidas a Washington, para que el F.B.I. investigara la posible
acción de elementos químicos en la muerte.

La noticia publicada en los diarios produjo un aluvión de cartas con teorías de todo
calibre: una “píldora atómica”, un soplete de oxiacetileno, suicidio con fósforo o
gasolina… y hasta un bromista que expresó de modo anónimo: “una bola de fuego entró
por la ventana y la batió. He visto como sucedió”.

Las autoridades realizaron la investigación en términos estrictamente científicos. Sabían


que en los crematorios la temperatura corriente es de mil doscientos grados, y para
reducir un cuerpo se requiere de tres a cuatro horas.

Tal temperatura hubiese convertido a todo el apartamento en un horno. La explicación del


rayo fue descartada, pues el Servicio Metereológico informó que esa noche no había
habido ninguna tormenta eléctrica.
Un mes después, el F.B.I. emitió su informe.

Los análisis no revelaban la existencia de ningún fluido o producto químico que pudiese
iniciar una combustión o acelerarla.

Tampoco había rastro de drogas que producen la muerte. Se insistió en el carácter


accidental del suceso y se desechó la eventualidad criminal.

Este articulo se publico el Domingo, Noviembre 26, 2006 a las 7:02 pm y esta en la
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2 Respuestas para “CREMACIONES ESPONTÁNEAS II”

1. German escribi :
Febrero 14th, 2007 de 8:11 pm

Yo he leido este artículo y está presente en un libro que se publicó en el año de 1973,
“Los Grandes Enigmas del Cielo y de la Tierra”, libro de Andreas Faber-Kaiser escrito en
colaboración con otro autor, el también fallecido periodista argentino Alejandro Vignati.

Título: Los Grandes Enigmas del Cielo y de la Tierra

Autores: Alejandro Vignati y Andreas Faber-Kaiser

Editorial: A.T.E.

Primera edición: 1973

El libro es muy bueno, interesante, realmente te pone a pensar sobre estos y muchos
misterios que existen en el mundo

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