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Roles sociales y
géneros gramaticales.
El feminismo ante el
lenguaje Por Raúl Dorra

http://semanal.jornada.com.mx/2018/10/28/roles-sociales-y-generos-gramaticales-el-feminismo-ante-el-lenguaje-5672.html 11/03/19 14D58


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i

Cosas del género. Hace ya varios años, cuando daba un taller de análisis literario, tuve
un grupo integrado por aproximadamente una docena de mujeres y un varón. Como
era previsible, una vez debí iniciar la clase sin la presencia del muchacho único. Esa
vez la clase comenzó con normalidad pero pasados unos quince minutos el muchacho
llegó y pidió permiso para entrar. Me explicó el motivo de su tardanza. Yo escuché su
explicación, vacilé y le di ese permiso con cierta incomodidad. Siempre pensé que tal
incomodidad se debía a que esa situación me estaba revelando un desacomodo, una
falta de equidad entre los roles sociales y el género gramatical, pues a partir de ese
momento yo tenía que hacer ajustes a mi discurso: ya no le hablaría a “todas” sino a
“todos” a pesar de la abultada desproporción. Más que con el muchacho, en ese
momento me sentí incómodo con la lengua. La situación me hizo pensar en Roland
Barthes quien, con su estilo muchas veces catastrofista pero siempre iluminador,
había declarado que la lengua es una institución fascista no tanto por lo que impide
decir sino por lo que obliga a decir. Barthes no estaba pensando en el género sino en
algo más estructural: la frase. La lengua es aseverativa, está construida para que las
frases sean afirmaciones, para que yo diga por ejemplo que la tierra es redonda. Así, si
quiero negarlo debo introducir por lo menos un adverbio aunque ahora volvería a
afirmar que la tierra no es redonda. Ello supone que hablamos para afirmar, para
ejercer un poder a cada paso. Si quiero poner esto en duda debo decir la frase con otra

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entonación o introducir adverbios del tipo “quizá”, “acaso” o “tal vez”, lo cual es
perfectamente aceptable pero con la condición de no mantenerme mucho tiempo en
este registro, pues la duda es una enunciación flotante y, más que una enunciación, es
un pedido y una espera. No se puede avanzar dudando, construyendo frases así una
tras otra, la lengua pone sus obstáculos, no ofrece en ese caso un suelo donde
afirmarse.
En cuanto a la cuestión del género, la lengua me condiciona, me está siempre
condicionando para que use el género masculino como un género incluyente,
abarcador de lo femenino. Si me dirijo a “todos” en ese todos están comprendidas
también las mujeres, mientras que si me dirijo a “todas” en ese todas están
comprendidas sólo las mujeres. El género femenino es un género marcado,
excluyente, y el masculino es no marcado, incluyente. ¿En qué momento la lengua
operó esta distribución? El castellano la heredó del latín pero desde luego la historia
no comienza ahí. Sin duda tal distribución nos llega desde el origen mismo del
lenguaje. Dado que si se presentan a la vez dos géneros es necesario que uno de los
dos incluya al otro, podemos deducir que el predominio del masculino sobre el
femenino responde a una distribución original de los roles sociales o las identidades
sexuales. Esa distribución ha naturalizado los roles sociales y los géneros gramaticales
tal como los hemos conocido. Pero ahora, y seguramente por primera vez en la
historia de la humanidad, estamos ante el reclamo –y no sólo el reclamo sino la
progresiva conquista– de la igualdad universal de roles sociales e identidades sexuales
y, por ello, también progresa el reclamo de una igualdad en los géneros gramaticales.
En lo que se refiere a esto último, el reclamo se ha expresado a través de varias
iniciativas que tienen diversos grados de validez y eficacia. Por ejemplo, circula una
iniciativa –sin duda precaria– que consiste en sugerir la igualdad o la concurrencia de
los géneros masculino y femenino mediante caracteres como la arroba (l@s
compañer@s) o una x (lxs compañerxs). Estos signos son puramente ideográficos, no
suenan y por lo tanto sólo pueden aparecer en una comunicación escrita de eficacia
práctica. A pesar del valor que adquieren al expresar una actitud militante, poco
aportan a lo propiamente lingüístico. Creo que este recurso puede funcionar, por
ejemplo, en un mensaje de texto que, debido a la necesidad de compactar el
enunciado, echa mano de recursos de este tipo– pero no en una escritura
propiamente dicha. Puede funcionar en un mensaje de texto pero nunca de voz. Y es
claro que una iniciativa que quiera trascender debe tener, inevitablemente, una forma
hablada. Es en el habla donde se decide la evolución de una lengua.

ii

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En lo que hasta ahora conocemos, hay dos propuestas que buscan avanzar
verdaderamente en esta dirección. La primera consiste en crear una especie de
desdoblamiento agregando el género femenino al masculino para establecer una
suerte de réplica, instituyendo así dos géneros paralelos y excluyentes (los ciudadanos
y las ciudadanas o también: las y los deportistas). Aunque ha sido aceptada en
documentos institucionales y discursos públicos como algo comunicacional y aun
políticamente correcto, y aunque tenga eficacia al comienzo de un discurso (que de
hecho se convierte en un discurso político), esta opción tiene dos importantes
restricciones. Por un lado, si bien alcanza cierta fuerza replicante, no permite ir muy
lejos siguiendo su método. Una frase relativamente sencilla como: “Entusiasmados
con este proyecto, algunos de los primeros egresados están listos para ser sus
operadores”, difícilmente podría admitir una aplicación exhaustiva sin interrumpir la
buena comunicación. ¿Cómo decir, en cada caso, el femenino después o antes del
masculino sin perturbar, más bien arruinar, el diálogo con el otro? Pero la segunda
restricción es todavía más fuerte: dado que con esta opción tenemos dos géneros
paralelos y cada uno excluyente, como ocurre con los baños instalados en lugares
públicos que señalan y separan a mujeres de varones –aquí los varones y sólo los
varones/aquí las mujeres y sólo las mujeres–, ninguno de ellos serviría para expresar
terceras identidades sexuales como las que en el presente, y seguramente con más
fuerza en un futuro próximo, reclaman su lugar en el espacio social. ¿Cómo incluir a
quienes no están, o no estén, ni en la a ni en la o? En realidad resulta imprescindible
tener un género gramatical universalmente abarcador para hoy y para siempre. Y
dado que esta primera propuesta no satisface esa condición, resulta más limitada que
aquello que pretende reemplazar.
Pero la segunda propuesta parece mucho más interesante y, yo diría, orientada con
una profunda intuición lingüística: consiste en habilitar la vocal “e” y utilizarla como
indicadora de un género universal. Así, la frase antes citada quedaría de este modo:
“Entusiasmades con el proyecto, algunes de les primeres egresades están listes para
ser sus operadores.” La solución resulta simple, práctica y económica, pues ha echado
mano de un único elemento sintáctico, ha generado un solo desplazamiento y, sin
mayor violencia gramatical –si bien afecta a la concordancia–, ha logrado una decisiva
transformación semántica. Suena extraña al oído y también resulta extraña en la
escritura, pero esa extrañeza no impide, no impediría, su funcionamiento en la lengua
y tampoco es infranqueable, pues bien puede suavizarse y desaparecer con el hábito.
La lengua es un sistema de regulaciones complejas, pero tiene sus defectos. Por
ejemplo, no alcanza para nombrar la mayor parte de las experiencias de los sentidos y
tampoco las experiencias de la vida afectiva. Casi no hay cómo darle un nombre
propio a un sabor o a un sonido y menos a un sentimiento. La literatura es, entre otras
cosas, el arte que busca compensar este déficit. En cuanto al problema que nos ocupa,
podríamos decir que el ascenso relativamente reciente de un rol social (el de las

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mujeres) ha hecho visible la carencia originaria de un género gramatical
lingüísticamente habilitado para indicar de manera neutral la concurrencia de dos (o
más) géneros distribuidos en el todo de la sociedad humana, y de ahí afirmar que esa
carencia podría ser compensada de manera eficiente mediante la habilitación de la
vocal “e” como indicador de una concurrencia de géneros. Ésa sería entonces, creo, la
solución a un problema de justicia o equidad cada vez más difícil de pasar por alto.

iii

Tradicionalmente, una iniciativa como ésta, para progresar, tendría que haber
esperado hasta ser habilitada por el uso de generaciones de hablantes antes de ser
incorporada como elemento pleno de la lengua. Ese proceso de incorporación habría
terminado con el reconocimiento por parte de las academias que la administran. La
lengua, en efecto, es una institución social que está en el origen de la constitución de
lo humano. Lengua y sociedad son expresiones del mismo impulso original, pues el ser
humano es el animal que se socializa por el habla, el animal que habla. La estructura
de una lengua, tanto como sus transformaciones, no son obra de individuos ni de
grupos individualizados. Son obra de generaciones de hablantes y sus
transformaciones se regulan con el uso. Una lengua proviene de otra que ha quedado
sin el contexto social que la alimentaba y se mueve como una corriente subterránea.
Las transformaciones afectan en general al léxico, esto es, a las palabras, mucho más
que a la estructura sintáctica, o sea al esqueleto, la parte ósea del sistema. Sin
embargo en la evolución de la lengua no faltan las modificaciones en la selección del
género, como ocurre por ejemplo con las palabras “calor” y “color” que sufrieron una
transformación del masculino al femenino y la palabra “sartén” que va dejando de ser
un sustantivo femenino para admitir ambos géneros de acuerdo a la región en que se
lo use.
Suele aceptarse que una palabra o un elemento gramatical queda plenamente
instalado en la lengua cuando la Real Academia Española –la institución social que
tiene esa competencia– lo incorpora en su Diccionario. La rae se creó en el siglo xviii
para legislar sobre la escritura, es decir sobre los textos escritos, y sólo en segundo
lugar sobre el habla. Al revés de las teorías populistas que suponen que las lenguas
son patrimonio general de los pueblos que las usan y que es justamente en las clases
populares donde se encuentra su fuente, esta institución corporativa supone que son
las clases cultas las que usan la lengua en su sentido más correcto y que esa
corrección, dotada de gravedad, se derrama hacia los usos populares. Así, de un lado
tendríamos a Don Quijote de la Mancha, de Cervantes y, del otro, a La fábula de
Polifemo y Galatea, de Góngora. Sin embargo, con el correr del tiempo, los dominios

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del habla y de la escritura se fueron aproximando y en el mundo moderno, donde la
civilización se distribuye básicamente en las ciudades, donde prácticamente no
quedan habitantes que no estén alfabetizados y prevalecen los medios masivos de
comunicación, dichos dominios llegan a confundirse. Dotada de mayor prestigio
social, la escritura promueve instituciones como la Real Academia Española que
terminan imponiéndose como árbitros ya no sólo de la escritura sino también del
habla. Por ello, en la actualidad no es infrecuente que se consulte a la rae –o a una
academia local– sobre la pertinencia de tal o cual uso; o bien que la rae dé a conocer
un dictamen por su propia iniciativa. Así, está ocurriendo el fenómeno paradójico de
que las instituciones de la escritura no esperen que el habla haga su lento trabajo para
adelantarse con una sanción. Actualmente, las academias de la lengua están
discutiendo –en algunos casos a favor y en muchos casos en contra– sobre la
pertinencia del (mal) llamado “lenguaje inclusivo”. Así, antes de que los hablantes en
su conjunto terminen de aceptarlos, alguna academia de la lengua –o la propia rae –
podría ad elantarse a declarar que ciertos usos son correctos. Todo ello parece un
gran desorden, una inversión de funciones, pero en este caso se trata de un desorden
favorable.

iv

El hecho de que los lingüistas y las academias de la lengua hayan empezado a discutir
este asunto así sea para rechazarlo con vehemencia, es un anuncio de que la lengua
castellana más temprano que tarde sufrirá una transformación en su régimen de
concordancia, pues una vez iniciado este proceso ya no se detiene. Personalmente
creo que la propuesta de una duplicación del género sobrevivirá de manera
restringida en el tiempo y que las dificultades de orden gramatical y sobre todo
estético la irán haciendo retroceder. Vicente Fox solía comenzar hablando de “los
chiquillos y las chiquillas”, pero luego, al tratar de avanzar con sus “los” y sus “las” en
el discurso, no tardaba en reconocer que "ya me estoy haciendo bolas". Eso
seguramente le pasaría a cualquiera aunque tuviera más discreción y menos osadía
que Vicente Fox.
Pero creo, con fuerza, que la propuesta que habilita la “e” para una concurrencia de
géneros tiene todas las posibilidades de imponerse aunque debe esperar a que la
sociedad, a su vez, la vaya habilitando. Para ello debe dejar atrás el horizonte del
feminismo. Creo que debería tratarse de un uso extendido, superador del universo de
los actores (¿les actores?) que hoy la promueven. Esta transformación no puede ser
sólo una consigna de militantes del feminismo o un grito de barricada. En esas
barricadas puede reconocer su origen pero debería proyectarse sobre todo el universo

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de los hispanohablantes, pues con esa transformación resultaría beneficiada la lengua
que hablan, que hablamos todos, y no se trataría sólo de una transformación racional
sino básicamente sensible. Es en la sensibilidad de los hablantes donde esta
transformación debe operarse. Creo que no habría que insistir con extremismos
feministas que quieren modificar todo lo que termine en “o”. Hablar de “cuerpes”, de
“úteres” o “peches” impide ver serenamente la radicalidad y la necesidad actual de la
propuesta. Situada en sus términos, esa propuesta recuperará la homologación de la
estructura de la lengua y la estructura de la sociedad.
También creo que no se debe depender demasiado de la autoridad de las academias
de la lengua que, paradójicamente, se están adelantando a tratarla acaso para
sacarse el problema de encima. La verdadera sanción no provendrá de ellas sino de
los propios hablantes, porque esa sanción no se decreta: viene, vendrá con los años,
pues ya ha empezado su tarea l

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