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Apuntes clase 25 de octubre

El núcleo dé la fe cristiana se sintetiza en la confesión de fe recogida por San Pablo: Jesús es


Señor (1 Co 12, 3; Fil 2, 11). En esa fórmula se hallan contenidos los dos elementos que
caracterizan al acto cristiano de fe. 1) Hay un hecho o acontecimiento de la historia: Jesús de
Nazaret, es decir, un personaje histórico, no un ser celestial, que ha sido un «hombre entre
los hombres» (DV 4), que ha compartido con los demás el destino de la vida en este mundo.
Pero ese acontecimiento no es más que una cara de la realidad. 2) De ese hombre se confiesa
una propiedad misteriosa, que va más allá de todo acontecimiento: es Señor, es decir, un ser
trascendente situado al nivel de Yahvé.

En cuanto acontecimiento, Jesús es accesible a todo hombre; en cuanto misterio, en cambio,


sólo es accesible a la fe. Ahora bien, es necesario insistir ya desde el principio en que tanto
el acontecimiento como el misterio de Jesucristo son inseparables y forman parte de una
única realidad. Precisamente son las razones para creer las que establecen el paso del
acontecimiento (signo) al misterio (fe).

¿Cuáles son esas razones para creer que Cristo es la revelación misma de Dios? La respuesta
a esa pregunta no puede apelar, cuando se trata de la credibilidad, simplemente a la
obediencia debida a Dios. Si el hombre debiera aceptar a Cristo porque ésa es la voluntad de
Dios, se habría pasado por alto un momento anterior: cómo puedo justificar que, en Cristo,
Dios me habla. La obediencia debida a Dios, que es radicalmente válida desde un punto de
vista teológico, no es razón adecuada cuando se trata de percibir la credibilidad, es decir las
razones de la fe, aquello que acompaña al misterio y reclama el interés y la investigación del
hombre.

Durante algún tiempo las razones para creer eran buscadas en argumentos externos al mismo
Cristo, argumentos con los que se pre-tendía demostrar que Jesús era el enviado de Dios que
tenía la misión de dar a conocer a los hombres los misterios divinos, y de realizar la
redención. En consecuencia, se buscaba la significatividad no de Cristo mismo —aunque no
estaba totalmente ausente—, sino su acreditación como legado divino a través de hechos —
milagros y profecías, principalmente— que probaban su origen y misión divinos. Con ello se
daba lugar a una cierta separación entre el acontecimiento y el sentido del que era. portador.

A partir del testimonio histórico que nos habla del hombre Jesús, podemos llegar al Cristo
que nos presenta la fe (punto de partida del que no se puede prescindir). Es Cristo, y Cristo
entendido en la plenitud de su misterio, el verdadero signo de credibilidad, de forma que todo
otro motivo, signo o razón que prepare para la fe se debe reconducir a Cristo, «ya que gracias
a su referencia a Cristo esos signos, motivos o razones se constituyen en cuanto tales»
PUNTO DE PARTIDA: JESUS // HORIZONTE: CRISTO

Cristo se muestra, entonces, como el «universale coricretum»3, es decir, el ser histórico-


concreto en quien se concentra el carácter universal de la realidad: la verdad, la vida, la
salvación se presentan no de modo abstracto (DE UN MODO SEPARADO COMO SE LAS
PRESENTABA ANTES), sino realizadas plenamente en Cristo. En sus propias palabras,
Jesús no duda en identificarse con la verdad y la vida (Jn 14, 6). Ésta es la condición básica
para que el hombre pueda encontrar en Él la respuesta definitiva a los más profundos anhelos
que atraviesan su existencia; ésta es también la raíz de la atracción única que el hombre
experimenta ante Cristo. Al considerar a Cristo como el principal signo de credibilidad se
acentúa el principio de la unidad entre el acontecimiento y el sentido que, de otra forma,
podrían entenderse como aspectos más o menos separados. Así resulta posible al hombre, en
su encuentro con Cristo, descubrir las razones para creer en Él, y ponerse en condiciones de
acoger la gracia confesando a Cristo como el hombre en quien, no sólo se da una especial
presencia de Dios, sino que es el mismo Hijo de Dios hecho hombre, en quien el Padre
manifiesta su amor por nosotros.

¿Dónde es posible encontrar hoy al Cristo real, y cuál es la imagen verdadera que de Él se
presenta a los hombres de nuestro tiempo? La respuesta es que al Cristo real, la imagen
verdadera de Cristo, sólo es posible encontrarlo en la Iglesia. La Iglesia presenta a Cristo no
como un ser del pasado, sino como el que habiendo vivido en este mundo en una época
determinada, ha inaugurado el nuevo tiempo en el que Él es «el Primero y el Último, el
Viviente» (Apoc 1, 17-18). Es la misma Iglesia la que conserva la memoria Christi y la
entrega en la Escritura. También es la Iglesia la que conduce a los hombres a la vida en Cristo,
ayudándoles, además, a dar a conocer con su existencia de creyentes el verdadero rostro del
Señor. En resumen, todo hombre puede encontrar a Cristo vivo en el anuncio que de Él hace
la Iglesia.

Para captar la significatividad que se contiene en Cristo se requieren dos tipos de


disposiciones: 1) aquellas que permiten y preparan para un encuentro personal (apertura al
otro); 2) la apertura a la cuestión del sentido de la existencia humana y de la realidad en
general (nuestro sentido de trascendencia, ect).

1) Volvemos a encontrarnos, en primer lugar, ante el problema de la relación personal.


¿Cómo puedo saber que Jesús de Nazaret es digno de ser creído? Una primera condición par-
a poder llegar a una respuesta satisfactoria es la disposición de apertura para aceptar al otro,
para dejarse interpelar por él y para el compromiso. Lo mismo que sucede en cualquier
encuentro entre personas, no hay una respuesta científica ni simplemente lógica a la pregunta
de por qué puedo e incluso debo interesarme por Cristo. Es la totalidad de la persona, y no
solamente su inteligencia, la que se ve implicada en la respuesta. Es especialmente su
capacidad de amor la que se ve interpelada, ya que sólo el amor puede captar el signo de
amor de quien se dirige a él. Pero además, en el caso de Jesús de Nazaret, el interés que me
lleva a considerar las razones que me ofrece para ser creído, se ve acrecentado porque se trata
no sólo de un mero encuentro personal, sino de un encuentro definitivo y único que tiene que
ver con el sentido más profundo de la vida. Para que ese encuentro sea posible es necesaria
una real apertura del corazón y una disposición para la conversión y de rechazo del pecado.
2) Para plantearse seriamente la significatividad de Cristo, es preciso mantener viva una
segunda apertura. Si anteriormente se trataba de la apertura al otro, ahora es preciso estar
abiertos al sentido de la realidad. La apertura al sentido se manifiesta de diversas maneras:
como búsqueda explícita, como testimonio interior de fracaso en esa búsqueda, como
experiencia de limitación, etc. Lo único que excluye esa apertura al sentido de la realidad es
la autosuficiencia de quien piensa que tiene en la mano todas las respuestas y no necesita
ninguna otra, o considera que no hay respuesta posible porque la entraña de la realidad es la
ausencia de sentido (nihilismo). En estos casos, no se dan las condiciones para plantearse
seriamente la significatividad de Cristo y, en general, la seriedad de cualquier cosa.
Conectando con esas dos condiciones, y retomando una idea apuntada anteriormente, se
puede afirmar que Cristo es el «universale concretum et personale»7. Con ello se quiere
afirmar que en el encuentro con la persona de Cristo —a través del amor, en último término—
, el hombre acepta y responde a Dios, y adquiere el más profundo sentido de su propia
existencia que tiene que ver con el sentido más profundo de la vida. Para que ese encuentro
sea posible es necesaria una real apertura del corazón y una disposición para la conversión
y de rechazo del pecado.
2) Para plantearse seriamente la significatividad de Cristo, es preciso mantener viva una
segunda apertura. Si anteriormente se trataba de la apertura al otro, ahora es preciso estar
abiertos al sentido de la realidad. La apertura al sentido se manifiesta de diversas maneras:
como búsqueda explícita, como testimonio interior de fracaso en esa búsqueda, como
experiencia de limitación, etc. Lo único que excluye esa apertura al sentido de la realidad es
la autosuficiencia de quien piensa que tiene en la mano todas las respuestas y no necesita
ninguna otra, o considera que no hay respuesta posible porque la entraña de la realidad es la
ausencia de sentido (nihilismo). En estos casos, no se dan las condiciones para plantearse
seriamente la significatividad de Cristo y, en general, la seriedad de cualquier cosa.
Conectando con esas dos condiciones, y retomando una idea apuntada anteriormente, se
puede afirmar que Cristo es el «universale concretum et personale»7. Con ello se quiere
afirmar que en el encuentro con la persona de Cristo —a través del amor, en último término—
, el hombre acepta y responde a Dios, y adquiere el más profundo sentido de su propia
existencia.
El signo de credibilidad que es Cristo interpela al hombre porque su persona y su vida es
portadora de sentido: en Él, el hombre descubre a Dios y se descubre a sí mismo.

1) El primer punto que hay que poner de manifiesto para acercarse al signo que es Cristo
consiste en la afirmación de su real condición humana. Jesús no es un personaje
mítico, ni la personificación de idea-les éticos o religiosos, ni un modo de
manifestarse la divinidad, sino un hombre real y concreto.
La normalidad humana con que se presenta Jesús podría considerarse como una
dificultad en relación con el significado divino. Sin embargo, esa plena humanidad es
la condición de toda auténtica fuerza significativa. A veces se tiende a pensar que la
presencia de Dios en Jesús se manifestaría con más claridad si apareciera más
frecuente-mente el poder divino. Pero en realidad, si así fuera, Jesús dejaría de ser un
signo humano que los hombres pueden percibir, para pasar a convertirse en un
milagro permanente, desconectado de la existencia humana, conformada no por el
milagro, sino por la realidad de lo habitual. No sería posible entonces tomarlo como
fuente de sentido para una humanidad que Él no habría asumido del todo. Los
milagros, como intervenciones divinas, son signos de poder, cierta-mente, pero son
sobre todo signos de la presencia de Dios. Por eso, los milagros no son lo esencial de
la acción de Jesús, y están siempre al ser-vicio de su predicación, formando una
unidad con el gran signo que es el mismo Cristo.
2) Al ser realmente hombre, Jesús ha asumido en plenitud la condición del hombre y su
destino, mostrando al mismo tiempo que el sentido de la existencia se encierra en la
relación radical del hombre con Dios. Pone de manifiesto que esta existencia no es
resultado del azar, sino que responde a un destino personal en Dios, que es el
trasfondo último sobre el que se entiende esa vida. En Cristo, la humanidad es llevada
a la plenitud de su comunión con el Padre, y en Él se hace al mismo tiempo presente
el amor de Dios al hombre. Las claves para entender el secreto de la vida humana son
entonces: la aceptación amorosa de la soberanía de Dios y de la invitación que Dios
hace por amor para que se le acoja; el anuncio de la conversión y del seguimiento de
Cristo como norma esencial del vivir; y la entrega amorosa a Dios y a los demás
hombres.

3) La enseñanza de Jesús es un elemento fundamental del signo que constituye su


persona y su obra. Hay, en primer lugar, una estrecha relación entre la enseñanza y la
vida de Jesús. La perfecta coherencia entre lo que Jesús hacía y enseñaba, daba a sus
palabras una autoridad única (Mt 7, 29). Además, la enseñanza de Jesús sale de modo
único al encuentro de las aspiraciones más profundas de los hombres y de su búsqueda
de sentido.

4) Cristo se presenta como la realización acabada de todas las cualidades que son
propias del desarrollo moral pleno del hombre. Su vida se extiende de modo
armónico, sin rupturas, a lo largo del tiempo. El testimonio de vida de Jesús, sus
palabras, el equilibrio que le caracteriza, la energía que muestra en su actuar, que no
le aparta de los hombres, la comprensión y al mismo tiempo la exigencia, la libertad
plena y el abandono en las manos del Padre, caracterizan una personalidad única que,
además, mantiene una honda solidaridad con la existencia humana concreta.

5) Al asumir íntegramente la vida humana, Cristo ha hecho suyos también el dolor y la


muerte. Más aún, ha querido someterse, por amor a los hombres, a la humillación, a
la tortura y a una muerte atroz para, al resucitar, manifestar plenamente el sentido que
estas realidades tienen en la vida del hombre. La kénosis de Jesús, su entrega y muerte
en la cruz, que podría verse como un contra-signo radical del ¡carácter divino de su
existencia, termina adquiriendo, a la luz de la resurrección, una fuerza significativa
única: que el amor es más fuerte que el dolor y que la muerte; más aún, que el dolor
y la muerte pueden ser vividos como muestras únicas del amor.

6) Cristo se presenta como centro, sentido, meta y consumador de la historia". En


Cristo, la historia alcanza su culmen y al mismo tiempo se abre, sobre todo a partir
de la resurrección, hacia una culminación en la que la realidad alcanzará un aspecto
definitivo. Esto no supone una disminución de la intensidad y seriedad de las cosas
que se dan en el tiempo. Impide, sin embargo, otorgarles una importancia definitiva,
ya que a todas les espera una culminación escatológica.

En Cristo encuentra el hombre la fuente del sentido que busca, y eso es así porque, en Cristo,
Dios ha salido al encuentro del mismo hombre para ofrecerle su salvación. «Es razonable
creer en Cristo porque en Él encontramos acogidos e interpretados nuestros afanes,
contestadas nuestras preguntas más radicales, fundamentadas y llevadas a su culmen nuestras
ilusiones. A partir de esas razones, el hombre puede acoger la invitación de Dios que le pide
la aceptación confiada y. fiel en la fe.

Cuestión: el sentido de la vida del hombre hallado en Cristo: ¿no responderá en realidad a
una proyección de los anhelos, esperanzas y necesidad de res-puestas que tiene el hombre,
arrojado a una existencia inhóspita (Foierbag)? Estas preguntas hacen necesario plantearse
seriamente la cuestión de la verdad, porque solamente si el sentido que la vida humana recibe
de Cristo se apoya en la realidad de los hechos concretos (historia), se puede hablar con rigor
de razones para creer y de Cristo como signo de credibilidad. Dicho de otra forma, la fuerza
de sentido que procede del anuncio de Cristo debe ser el reflejo de su verdad. Hay que poder
afirmar la realidad de la vida de Jesús, de su muerte y de su resurrección, que son el horizonte
último de la conciencia cristiana, para que sea consistente el sentido que el hombre encuentra
en Cristo. Así, a partir del sentido es necesario interrogarse ahora por el acontecimiento, es
decir, por la historia, de Cristo. Del conocimiento histórico se espera recibir los elementos
que hagan razonable la fe en el misterio de Cristo. Concretamente, sobre la base de la
inseparabilidad entre el acontecimiento histórico y el miste-rio, se puede esperar una
respuesta a la pregunta: ¿Proporciona el estudio del acontecimiento, de la realidad
histórica de Jesús algún motivo o razón para creer que es el Cristo y el Señor? Pero no
sólo se da un paso del acontecimiento al misterio. También el misterio ilumina el
acontecimiento, porque la fe aporta a esa historia un significado que va, sin duda, más allá
de la estricta ciencia histórica. El historiador que se pregunta por la historia de Jesús no es
un espíritu indiferente a la respuesta que se dé a esa cuestión, porque también él parte de una
pre-comprensión determinada, de unos presupuestos en relación con la historia y el misterio
de Cristo. Por eso, la pregunta por el conocimiento que proporciona la historia se puede
completar con otra: ¿la fe en Cristo me permite, de una u otra forma, enriquecer mi
acceso al conocimiento histórico de Jesús? (ejemplo paradigmático de las relaciones entre
la fe y la razón, representadas en este caso por el misterio y la historia de Cristo,
respectivamente). Fe y razón, misterio y acontecimiento, no pueden darse separados, si se
quieren evitar polarizaciones de corte fideísta o racionalista en el conocimiento teológico.

En nuestro caso, el interés por el acceso histórico al acontecimiento de Jesús está movido por
la fe, y este acceso no constituye una condición que, en tanto no se halle resuelta, coloque
entre paréntesis la fe en Jesucristo, o la someta a la incertidumbre. Esa fe es el punto de
partida que permite una reflexión sobre las razones que da el cono-cimiento histórico para
creer en Cristo.
Dos tentaciones en el abordaje histórico (tomadas de dos herejías cristológicas)

1) Una lectura de las fuentes del conocimiento histórico de Jesús controlada por la afirmación
unilateral de la divinidad de Cristo corre el peligro de interpretar todo lo humano que se da
en su persona como una realidad de segundo orden, plasmación simbólica de una intención
catequética, que, por tanto, no habría que tomar con total realismo, sino más bien en un
sentido figurado que es necesario interpretar. Ésta es la tentación que llamamos del
docetismo en la interpretación de la historia de Jesús. Movida por el deseo de afirmar la
divinidad, se ve llevada a pensar que el aspecto humano de Cristo no es real, sino aparente,
o al menos secundario respecto a la divinidad.

2) La tentación opuesta es la del subordinacionismo. Consiste en una lectura de los


evangelios presidida por el deseo de conocer al hombre Jesús de Nazaret, es decir, todo lo
que constituye la realidad históricamente comprobable de aquel galileo que predicó a las
gentes y que tenía una especial relación con Dios. Toda afirmación que vaya más allá de esto,
todo lo que supera lo humano queda fuera del campo de la historia, e incluso es negado. El
misterio de Cristo no tendría, pues, ninguna consecuencia en la historia, y sería sólo un asunto
que importa a la fe.

La historia no dará la fe en Cristo, pero en cambio responderá a preguntas que son


absolutamente pertinentes y que están relacionadas profundamente con el- misterio: a partir
de los documentos históricos con que contamos ¿quién y cómo era Jesús de Nazaret?; ¿cómo
se consideraba a sí mismo, qué idea tenía de su vida y de su misión?; ¿qué carácter, qué
rasgos psicológicos lo distinguían?; ¿cuáles eran sus relaciones con Dios, con los demás
hombres?; ¿cómo murió, y cómo veía su muerte?; ¿acabó todo al morir, o realmente resucitó
como afirma la fe? Esas preguntas presiden el estudio de Cristo como signo primordial de
credibilidad.

LEER

Conocimiento histórico sobre Jesús: LECTURA 427-432 - Fuentes: Evangelios – NT //


Extrabíblicas: romanas / judías / evangelios apócrifos

Controversia del conocimiento histórico de Jesús a través de los evangelios: 433 – 441
Old quest / New quest / Third quest /: Sí a Jesús, no a Cristo // No a Jesús, sí a Cristo // Sí a
Jesús el Cristo

Historicidad de los Evangelios y principios de interpretación: dogmático / literario / histórico


/ 442-451

Criterios de autenticidad: págs. 451-457


La resurrección de Jesús

La resurrección de Jesús es el núcleo del mensaje de los Apóstoles después de la Pascua. La


misión de los Doce consiste- precisamente en ser testigos de la resurrección de Cristo (cfr.
Hch 1, 22). La muerte de Jesús por los pecados y la resurrección es el núcleo del kerigma
que Pablo transmite (1 Co 15, 3-8).
La resurrección constituye por ello un misterio de la fe, aquel que da sentido a la muerte
porque expresa el triunfo de Jesús sobre la muerte y el pecado. Tiene entonces un significado
salvífico. En ella culmina la redención de Cristo que nos consigue la filiación divina mediante
su Espíritu.
Pero además de misterio, la resurrección de Cristo es también signo de su misión divina,
garantía de nuestra fe en El. Quiere esto decir que la resurrección no es solamente un
misterio, sino también un acontecimiento que tiene una dimensión histórica. No es la fe la
que genera la resurrección, sino al revés, la resurrección la que sirve de apoyo a la fe.
Acontecimiento y misterio son dos aspectos inseparables de la resurrección de Jesús.

Para llegar al acontecimiento es necesario partir de los textos con que contamos. A su vez, el
acontecimiento no tiene su razón de ser en sí mismo, sino que remite necesariamente al
significado revelador y salvífico que encierra la resurrección de Jesús. De nuevo, la historia
y la fe aparecen aquí mutuamente entrelazadas: la historia pone ante los ojos los hechos que
justifican racionalmente la fe, y ésta a su vez presenta el significado pleno de los hechos.

En cuanto acontecimiento, la resurrección de Jesús tiene como condición la muerte


realmente acaecida (ACONTECIMIENTO REAL E HISTORICO) También el hecho de la pasión y de la
muerte va acompañado de un significado, que en este caso es, precisamente, aquel con el que
Jesús se sometió a ella. El hecho de la muerte de Jesús no se debe separar, en consecuencia,
de la previsión que el mismo Jesús tuvo de su muerte, así como del sentido que le dio. Si la
muerte de Jesús fue aceptada por Él mismo de forma plenamente voluntaria y amorosa. En
este caso, la muerte de Jesús no sería ya. un desmentido a la presencia de Dios entre los
hombres, sino todo lo contrario: un signo de amor único. Dei Verbum afirma que la muerte
de Jesús —unida a la resurrección— es el punto culminante de la revelación de Dios a los
hombres en Jesucristo: «Él, con su presencia y manifestación, con sus obras y palabras,
signos y milagros, sobre todo, con su muerte y resurrección y envío del Espíritu de la verdad
lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino».

Cuestiones fundamentales que debemos plantearnos sobre el significado de la muerte de


Jesús:
1) la historicidad de la pasión de Jesús y de su muerte en la cruz: La muerte en cruz
de Jesús es un dato histórico incontrovertible, atestiguado unánimemente por todas
las fuentes tanto no cristianas. El acontecimiento de la Cruz está pues atestiguado por
el criterio de testimonio múltiple. También lo está por el criterio de discontinuidad:
un hecho tan infamante como el de la cruz chocaba violentamente contra el ambiente
judío y romano. Sobre el que cuelga del madero pesaba la maldición divina

2) por qué fue Jesús condenado: Jesús ha muerto en la cruz por dos clases de motivos
que se corresponden con los dos procesos a que fue sometido, el proceso judío (EL
1
Yo Soy) y el proceso romano. En el proceso judío (Me 14, 53-65) 0 las acusaciones
presentadas contra Jesús fueron solamente de orden religioso: su identidad mesiánica
y divina, y la cuestión de la destrucción del templo. La acusación más grave contra él
era el haberse atribuido una relación tan singular con Dios que parecía una
equiparación, lo cual resultaba inimaginable para los celosos guardianes del
1
monoteísmo judío. En el proceso romano 1 la acusación que se presenta contra Jesús
al procurador es la de ser uno de los pretendientes mesiánicos que pro-movían la lucha
de liberación contra los romanos.

3) la previsión de Jesús sobre su propia muerte; La afirmación de que Jesús dio un


sentido a su muerte implica que ésta no le llegó de un modo inesperado, sino que
Jesús era consciente de que su vida y su acción acabarían en una muerte violenta. La
previsión de su final trágico le permitió ejercer sobre la muerte aquel dominio que
consiste en aceptarla libremente como realización máxima de su misión reveladora
y salvífica. De esa forma, la muerte de Jesús pudo ser el supremo acto de amor. La
respuesta a esa pregunta se contiene en las predicciones de la pasión, pero
independientemente de ellas, es una conclusión del itinerario de Jesús atestiguado
con datos incontrovertibles. Como ha mostrado Schürmann, el comportamiento
general de Jesús, su predicación y la situación de conflicto temprano con las
autoridades judías le daban a entender necesariamente el final que le amenazaba:
Jesús aparecía ante sus adversarios como un endemoniado (Mc 3,22), un falso profeta
y un blasfemo por su postura frente a la Ley y las tradiciones; para todos estos casos
estaba prevista la muerte. Pero la acusación más fuerte contra Jesús fue, como ya se
ha indicado anteriormente, su acción de purificar el templo, la cual es traída a
colación más tarde en el curso del proceso judío (cfr. Mc 14, 58). Jesús no podía estar
ajeno al posible destino que le aguardaba. De hecho, la espera del martirio se aprecia
en unas palabras suyas que aparecen ya en plenas «controversias galileas»: «Mientras
el esposo está con ellos no pueden ayunar. Pero llegará el día en el que les será
arrebatado el esposo y entonces ayunarán». «El hijo del hombre va a ser entregado en
manos de los hombres y lo matarán; pero una vez muerto resucitará después de tres
días» (Me 9, 31). Esta fórmula subraya la iniciativa de Dios, pero no dice nada todavía
l
sobre el significado que Jesús dio a su propia muerte .

4) el sentido que Jesús dio a su muerte: La muerte por los pecados es resultado de su
propia entrega: «El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál 2, 10).

RESURRECCION DE JESUS

La muerte de Jesús forma una unidad de misterio con la resurrección. Sin la resurrección, la
muerte hubiera supuesto el final definitivo de la predicación y de la obra realizada por Jesús
durante su vida terrena. A la luz de la resurrección, en cambio, la muerte adquiere su
significado pleno de revelación del amor de Dios a los hombres. Por lo que se refiere a la
dimensión de acontecimiento, la muerte y la resurrección de Jesús son dos actos distintos,
pero esencialmente relaciona-dos. La muerte real de Jesús es condición de una resurrección
también real (es decir, corporal); la resurrección, por su parte, es un desmentido de la muerte
porque muestra que no tiene ésta la última palabra.

Cuestión: afirmar o negar radicalmente el carácter de acontecimiento de la


resurrección. Las diversas posturas —salvo los planteamientos de tipo racionalista— no
encuentran dificultades especiales en la afirmación de la resurrección como misterio. Lo que
señala una separación tajante entre unas u otras propuestas es la aceptación o el rechazo del
hecho de la resurrección de Jesús.

2. Bultmann (quita el sentido histórico), por su parte, considera que la resurrección no es un


acontecimiento histórico como el de la cruz, sino que forma parte del kerigma. Cristo habría
resucitado en el kerigma, y la resurrección no es sino el significado salvífico que emana de
la muerte de Jesús en cuanto juicio de Dios. La muerte de Cristo no es una muerte como las
demás porque en ella se revela la salvación de Dios que ha arrebatado a la muerte todo su
poder. Éste es el sentido de la afirmación kerigmática de que Jesús no quedó en la muerte,
sino que resucitó. En consecuencia, los relatos relacionados con la resurrección deben ser
sometidos a un proceso de desmitización para alcanzar su significado salvífico.

Frente a las posturas que vacían de contenido real la resurrección, halla la mayor parte de los
teólogos y un considerable número de exegetas que afirman la dimensión real, de
2
acontecimiento, de la resurrección de Jesús 5. Esta convicción pertenece, además, a la fe de
la Iglesia que ha mantenido constante e inequívocamente la realidad corporal de la
resurrección de Jesucristo como un elemento esencial de la acción de Dios entre los hombres.
Sin él, la fe pierde su fuerza. Como escribía Guardini hace más de medio siglo: «Quien
rechaza la resurrección, rechaza, al mismo tiempo, todo cuanto está relacionado con Su
esencia y conciencia. Lo que queda no vale la pena que se constituya en materia de fe». En
su catequesis sobre el Credo ha enseñado esta verdad Juan Pablo II: «La fe en la
resurrección es desde el comienzo, una convicción basada en un hecho, en un acontecimiento
real, y no en un mito o una "concepción", una idea inventada por los Apóstoles o producida
por la comunidad postpascual (...) La fe cristiana en la resurrección de Cristo está ligada,
pues, a un hecho, que tiene una dimensión histórica precisa»

Los textos neotestamentarios ofrecen un cuadro completamente realista de la resurrección.


Todos coinciden en una serie de puntos: 1) en la insistencia en que verdaderamente el Señor
ha resucitado; 2) en el testimonio de que Jesús se ha dejado ver y ha sido efectivamente visto
por sus discípulos y por otros testigos; 3) concuerdan en el hecho de que el sepulcro donde
había sido puesto el cuerpo del Crucificado estaba después vacío; 4) describen los efectos de
la Pascua que se encierran en el kerigma primitivo.

El sepulcro vacío y las apariciones: Tanto el sepulcro vacío como las apariciones han
constituido un argumento de la apologética (racionalista) sobre la resurrección de Jesús. La
función argumentativa de estos dos hechos es, por otro lado, ajena a la Escritura. Así,
concretamente en los evangelios no se apela al hecho del sepulcro vacío como un argumento
a favor de la resurrección. Igualmente, el significado de las apariciones del Resucitado
trasciende la mera comprobación de su triunfo sobre la muerte. Al mismo tiempo que se
afirma lo anterior, se debe reconocer que el sepulcro vacío y las apariciones son dos hechos
que guardan una relación muy estrecha con la fe. Ellos no producen la fe en Jesús resucitado,
pero son en todo caso requeridos para atestiguar el carácter de acontecimiento real de la
resurrección. El sepulcro podría estar vacío por diversas razones. Pero en cambio el hecho
de que el sepulcro siguiera ocupado por el cadáver de Jesús sería un argumento que tiraría
por tierra la realidad de la resurrección. Unas apariciones a «testigos escogidos», «a los que
él quiso» podrían ser interpreta-das, en principio, como acontecimientos interiores o
subjetivos. Pero si nadie hubiera tenido la experiencia de haber visto a Jesús resucitado, no
sería posible hablar de la resurrección.
El sepulcro vacío y las apariciones son trazas, signos en el orden fenomenal, del signo que
es la resurrección de Jesús, y entre ellos hay una relación muy estrecha. Concretamente, la
ambigüedad del puro hecho de que el sepulcro estuviera vacío queda despejada a la luz de
las apariciones de Jesús. Por su parte, el sepulcro vacío otorga consistencia externa a las
apariciones del Señor. Ambos se muestran como los efectos de la resurrección de Jesús, las
comprobaciones más próximas al hecho de la resurrección. La resurrección no tuvo ni, dada
su naturaleza de misterio, podía tener testigos. Pero una vez que ha tenido lugar, está en el
origen de algunos efectos a partir de los cuales es posible ir a su causa.

Apariciones: -habilitan la posibilidad de la resurrección-. 1) El que se aparece no es un


fantasma, sino que los encuentros de los discípulos con Él tienen lugar en un cuadro histórico
de espacio y tiempo concretos, aunque la descripción del Señor resucitado no sea susceptible
de una narración puramente humana. 2) El Resucitado es el mismo Jesús, el Maestro, con
quien habían convivido anteriormente; al mismo tiempo, sin embargo, goza de una libertad
que testimonia un nuevo y diferente modo de vida: se hace ver cuando quiere y de aquellos
que quiere y no está sometido como anteriormente a las leyes físicas. 3) Se da por supuesto
que los discípulos tuvieron una experiencia real y física de las apariciones. Vieron a Jesús,
como afirma Santo Tomás, «oculata fide», es decir, con ojos de creyentes, pero de modo
auténtico y real. El haber visto a Jesús resucitado les legitima para la misión de ser testigos
de la resurrección (cfr. 1 Co 9, 1). De hecho las apariciones terminan con el envío misionero.
Por esa razón pertenecen al corazón del mensaje cristiano: «A ese Jesús, Dios lo ha
resucitado, de lo cual todos nosotros somos testigos» (Hch 2, 32).

Sepulcro vacío: Aunque el sepulcro vacío no constituya una prueba de la resurrección, aporta
a la fe un servicio notable. En primer lugar, como criterio negativo tal como hemos apuntado
3
anteriormente: Por relación al universo fenomenal, la resurrección, es desaparición S. Pero
además, «para la comunidad primitiva de Jerusalén entonces, y también para nosotros hoy,
el hecho del sepulcro vacío era la señal comprobante de la verdad de la predicación apostólica
sobre la resurrección. Ésta era algo cierto». El sepulcro vacío se constituye en el puente de
unión entre el Crucificado que fue puesto en el sepulcro y el Resucitado que lo abandonó. El
significado cristológico es evidente en cuanto expresa la identidad entre ambos. Por otra
parte, los textos sobre el sepulcro vacío no se detienen en el vacío que ha quedado en la
tumba, sino que subrayan la apertura misma de la tumba y, sobre todo, el sujeto que la abrió.
La muerte ha perdido su poder (Hch 2, 24; 1 Co 15,54-55). El sepulcro abierto y vacío es la
señal evidente de la acción salvífica de Dios que libera a Jesús de la muerte.
Historicidad de la resurrección

Hay autores que niegan el carácter histórico de la resurrección sencillamente porque niegan
la realidad, el acontecimiento, de la resurrección. Así, por ejemplo, las diversas posturas más
o menos próximas al pensamiento bultmaniano afirman que la resurrección no es histórica
en un sentido radical: según ellos, el hecho de la resurrección pertenecería exclusivamente a
la fe, por lo que no tendría sentido tratar de encontrar, a nivel histórico, huellas del
Resucitado.
Otros autores, que afirman sin ningún género de dudas la realidad de la resurrección —
también con sus manifestaciones a nivel de la comprobación histórica—, prefieren no
referirse a la resurrección como un hecho histórico porque, afirman, el momento mismo de
la resurrección y la persona de Jesús resucitado escapan a una comprobación histórica
rigurosa, en el sentido de que pertenecen ya a un nivel de la realidad distinto del espacio-
temporal propio de la historia. Otros autores, finalmente, dan al término «histórico» el sentido
de real, por lo que piensan que la afirmación de la historicidad de la resurrección es condición
indispensable para mantener el carácter real —corporal— de la resurrección.

ACONTECIMIENTO DE LA RESURRECCION

Para responder adecuadamente a la pregunta de en qué sentido es histórica la resurrección de


Jesús, es necesario mantener al mismo tiempo dos tesis distintas: a) La resurrección es un
hecho real, independiente del modo subjetivo como es vivido por los creyentes, que da lugar
a manifestaciones también independientes de la fe; b) La resurrección trasciende la historia,
es decir, no es un retorno a la historia intramundana, sino la instalación de Jesús en una
vida distinta, en la anticipación escatológica de los tiempos últimos y definitivos a los que
llegará todo hombre con la resurrección final.

El significado de la muerte de Jesús que ofrece la resurrección no es sólo una convicción de


la fe predicada en el kerigma. En la base de la fe está la realidad del Resucitado. Cristo no
resucita en el kerigma, en la predicación, sino que es predicado porque ha resucitado. En
consecuencia, Cristo vive en toda su realidad personal, no sólo en el alma; ése es el sentido
de la resurrección corporal. Por eso, el testimonio de los discípulos sobre el Señor no se basa
en una alucinación, sino en un real «haber visto» l. El ser de Jesús no vive únicamente en el
recuerdo de los que creen en él, o en la memoria de quienes se sien-ten interpelados por su
mensaje.

La resurrección no significa, un retorno de Jesús a la vida terrena, «histórica». La


resurrección de Jesús no es como la de Lázaro que volvería a morir. A diferencia de ésta, la
resurrección de Jesús nunca es descrita en el Nuevo Testamento, porque es un acontecimiento
que tiene lugar más allá de lo que puede ser expresado con categorías puramente históricas o
únicamente espacio-temporales. Por eso, el hecho mismo de la resurrección escapa a la
verificación histórica, ya que no tuvo testigos. Por consiguiente, si la resurrección de Jesús
no es un retorno a la vida terrena tampoco es una continuación de esta vida: retorna a la vida,
pero a la vida nueva, definitiva, a la vida de Dios. Esto quiere decir que la resurrección
representa verdaderamente el cumplimiento de la historia y es un «acontecimiento
escatológico»; supera, por consiguiente, los límites de la historia entendida como sucesión
cronológica de hechos o como serie de acontecimientos experimentalmente documentables
o verificables.

La resurrección de Jesús es histórica en cuanto es real, es decir, resurrección corporal,


con manifestaciones en el ámbito de la verificación histórica'3. Estas manifestaciones
permiten hablar de la resurrección como de un hecho que guarda referencia a un lugar y a un
tiempo precisos. La referencia al lugar se concreta sobre todo en el sepulcro que, al que-dar
vacío, se convierte en un criterio negativo de la resurrección (si el sepulcro siguiera ocupado
por el cadáver de Jesús no podría hablarse de resurrección); también las apariciones guardan
una relación con el espacio, aunque distinta, al no estar Cristo sometido a las leyes físicas.
Después de la resurrección, Jesús se muestra no en visiones interiores, sino como una
presencia real, en un lugar y con capacidad de mantener una relación plena con las cosas. La
relación con el tiempo queda recogida en la afirmación de que Jesús ya había resucitado «el
primer día de la semana, a la salida del sol».
Al mismo tiempo, se debe insistir en que el hecho de la resurrección supera el ámbito de la
historia en la medida en que no es una vuelta a la vida anterior, sino a la vida gloriosa que
no está sujeta a control histórico porque se sitúa fuera del espacio y del tiempo. «Ninguno
—afirma Juan Pablo II— fue testigo ocular de la resurrección. Ninguno pudo decir
cómo había sucedido en su carácter físico. Y menos aún fue perceptible a los sentidos
su más íntima esencia de paso a la vida. Éste es el valor metahistórico de la resurrección,
que hay que considerar de modo especial si queremos percibir de algún modo el
4
misterio de ese suceso histórico, pero también transhistórico» . Por esta razón podemos
hablar de la resurrección como un hecho definitivo en el que se encuentra el sentido de toda
4
la historia, su verdad más profunda, su centro. Todo esto supera la cronología .

Un concepto cerrado, positivístico, de historia como mera comprobación de datos y


reconstrucción material de un hecho, prescinde del significado profundo de esos hechos y se
limita a una simple representación intelectual de una realidad que es mucho más densa y rica.
necesario situarla dentro del significado salvífico de la historia, es decir, en la historia
entendida como historia de la salvación de los hombres realizada por Dios. En esa historia
de salvación, la investigación histórica tiene un papel insustituible que realizar: abrir al
creyente la inteligibilidad y la credibilidad que hacen humana y libre a la fe, al demostrar la
veracidad histórica de los relatos. Dicho con otras palabras: la investigación histórica subraya
y justifica que la historia de la salvación que culmina en la resurrección de Jesús es verdadera
historia. Al mismo tiempo, sin embargo, sólo a la luz de la fe y de la caridad, la resurrección
del Señor es percibida y vivida con toda su riqueza y plenitud. Y así se entiende también que
hechos como el sepulcro vacío, las apariciones de Jesús y, en un sentido diferente, el cambio
de vida de los discípulos del Resucitado sean no solamente signos de la resurrección, sino
también significado, prolongación y explicitación permanente del hecho de que «al príncipe
de la vida Dios lo resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos» (Hch 3,
15).
SIGNIFICADO DE LA RESURRECCION

La resurrección no agota su realidad en ser un puro signo de la intervención de Dios y


acreditación de la vida y misión de Jesús, sino que tiene un alcance esencialmente revelador
y salvífico.

La resurrección de Jesús es la respuesta del Padre a su entrega redentora, y manifestación de


su gloria de Hijo amado de Dios. Al resucitar de entre los muertos, Jesús no sólo queda
acreditado como Señor, sino que aparece con la gloria propia del Hijo único de Dios. Con la
resurrección se muestra con claridad la naturaleza divina de Jesucristo, oculta durante su vida
terrena. muestra plenamente a Jesús como el Hijo amado del Padre

La resurrección es la culminación de la historia de la salvación, y el punto en el que la


revelación de Dios se hace plena. A la luz de la resurrección, toda la revelación adquiere su
iluminación última, y especialmente la pasión y muerte de Jesús como entrega al Padre por
amor a los hombres. La fe en la resurrección de Jesús es, por eso, «el corazón mismo de la fe
en Dios en quien reside el poder y el esplendor de la vida que lo abarca todo». La fe en la
resurrección sitúa al hombre ante la alternativa radical: aceptar vivir la vida de Jesús, y para
ello pasar también por su muerte. Mientras vivimos, continuamente nos están entregando a
la muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne
mortal» (2 Co 4, 8-11).

La resurrección de Jesús es también principio de salvación y de vida nueva. Tiene, por tanto,
un carácter salvífico, unida a la pasión y muerte. El designio de amor que se ha revelado en
la muerte de Cristo y que nos libera del pecado, encuentra su culminación en la resurrección
que nos abre el acceso a una nueva vida.

La resurrección de Jesús es un acontecimiento escatológico, por ser la intervención definitiva


de Dios y anticipación en la historia de las realidades últimas. Con su resurrección corporal
y su manifestación a los discípulos, Jesucristo muestra el término a que está abocado el
cosmos, y la gloria a la que están llamados los hijos de Dios. La resurrección aparece como
plenitud de la entera creación. Es, al mismo tiempo, fundamento de la esperanza en nuestra
propia resurrección a la vida eterna, «principio y fuente de nuestra resurrección futura».

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