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¿Cuáles son esas razones para creer que Cristo es la revelación misma de Dios? La respuesta
a esa pregunta no puede apelar, cuando se trata de la credibilidad, simplemente a la
obediencia debida a Dios. Si el hombre debiera aceptar a Cristo porque ésa es la voluntad de
Dios, se habría pasado por alto un momento anterior: cómo puedo justificar que, en Cristo,
Dios me habla. La obediencia debida a Dios, que es radicalmente válida desde un punto de
vista teológico, no es razón adecuada cuando se trata de percibir la credibilidad, es decir las
razones de la fe, aquello que acompaña al misterio y reclama el interés y la investigación del
hombre.
Durante algún tiempo las razones para creer eran buscadas en argumentos externos al mismo
Cristo, argumentos con los que se pre-tendía demostrar que Jesús era el enviado de Dios que
tenía la misión de dar a conocer a los hombres los misterios divinos, y de realizar la
redención. En consecuencia, se buscaba la significatividad no de Cristo mismo —aunque no
estaba totalmente ausente—, sino su acreditación como legado divino a través de hechos —
milagros y profecías, principalmente— que probaban su origen y misión divinos. Con ello se
daba lugar a una cierta separación entre el acontecimiento y el sentido del que era. portador.
A partir del testimonio histórico que nos habla del hombre Jesús, podemos llegar al Cristo
que nos presenta la fe (punto de partida del que no se puede prescindir). Es Cristo, y Cristo
entendido en la plenitud de su misterio, el verdadero signo de credibilidad, de forma que todo
otro motivo, signo o razón que prepare para la fe se debe reconducir a Cristo, «ya que gracias
a su referencia a Cristo esos signos, motivos o razones se constituyen en cuanto tales»
PUNTO DE PARTIDA: JESUS // HORIZONTE: CRISTO
¿Dónde es posible encontrar hoy al Cristo real, y cuál es la imagen verdadera que de Él se
presenta a los hombres de nuestro tiempo? La respuesta es que al Cristo real, la imagen
verdadera de Cristo, sólo es posible encontrarlo en la Iglesia. La Iglesia presenta a Cristo no
como un ser del pasado, sino como el que habiendo vivido en este mundo en una época
determinada, ha inaugurado el nuevo tiempo en el que Él es «el Primero y el Último, el
Viviente» (Apoc 1, 17-18). Es la misma Iglesia la que conserva la memoria Christi y la
entrega en la Escritura. También es la Iglesia la que conduce a los hombres a la vida en Cristo,
ayudándoles, además, a dar a conocer con su existencia de creyentes el verdadero rostro del
Señor. En resumen, todo hombre puede encontrar a Cristo vivo en el anuncio que de Él hace
la Iglesia.
1) El primer punto que hay que poner de manifiesto para acercarse al signo que es Cristo
consiste en la afirmación de su real condición humana. Jesús no es un personaje
mítico, ni la personificación de idea-les éticos o religiosos, ni un modo de
manifestarse la divinidad, sino un hombre real y concreto.
La normalidad humana con que se presenta Jesús podría considerarse como una
dificultad en relación con el significado divino. Sin embargo, esa plena humanidad es
la condición de toda auténtica fuerza significativa. A veces se tiende a pensar que la
presencia de Dios en Jesús se manifestaría con más claridad si apareciera más
frecuente-mente el poder divino. Pero en realidad, si así fuera, Jesús dejaría de ser un
signo humano que los hombres pueden percibir, para pasar a convertirse en un
milagro permanente, desconectado de la existencia humana, conformada no por el
milagro, sino por la realidad de lo habitual. No sería posible entonces tomarlo como
fuente de sentido para una humanidad que Él no habría asumido del todo. Los
milagros, como intervenciones divinas, son signos de poder, cierta-mente, pero son
sobre todo signos de la presencia de Dios. Por eso, los milagros no son lo esencial de
la acción de Jesús, y están siempre al ser-vicio de su predicación, formando una
unidad con el gran signo que es el mismo Cristo.
2) Al ser realmente hombre, Jesús ha asumido en plenitud la condición del hombre y su
destino, mostrando al mismo tiempo que el sentido de la existencia se encierra en la
relación radical del hombre con Dios. Pone de manifiesto que esta existencia no es
resultado del azar, sino que responde a un destino personal en Dios, que es el
trasfondo último sobre el que se entiende esa vida. En Cristo, la humanidad es llevada
a la plenitud de su comunión con el Padre, y en Él se hace al mismo tiempo presente
el amor de Dios al hombre. Las claves para entender el secreto de la vida humana son
entonces: la aceptación amorosa de la soberanía de Dios y de la invitación que Dios
hace por amor para que se le acoja; el anuncio de la conversión y del seguimiento de
Cristo como norma esencial del vivir; y la entrega amorosa a Dios y a los demás
hombres.
4) Cristo se presenta como la realización acabada de todas las cualidades que son
propias del desarrollo moral pleno del hombre. Su vida se extiende de modo
armónico, sin rupturas, a lo largo del tiempo. El testimonio de vida de Jesús, sus
palabras, el equilibrio que le caracteriza, la energía que muestra en su actuar, que no
le aparta de los hombres, la comprensión y al mismo tiempo la exigencia, la libertad
plena y el abandono en las manos del Padre, caracterizan una personalidad única que,
además, mantiene una honda solidaridad con la existencia humana concreta.
En Cristo encuentra el hombre la fuente del sentido que busca, y eso es así porque, en Cristo,
Dios ha salido al encuentro del mismo hombre para ofrecerle su salvación. «Es razonable
creer en Cristo porque en Él encontramos acogidos e interpretados nuestros afanes,
contestadas nuestras preguntas más radicales, fundamentadas y llevadas a su culmen nuestras
ilusiones. A partir de esas razones, el hombre puede acoger la invitación de Dios que le pide
la aceptación confiada y. fiel en la fe.
Cuestión: el sentido de la vida del hombre hallado en Cristo: ¿no responderá en realidad a
una proyección de los anhelos, esperanzas y necesidad de res-puestas que tiene el hombre,
arrojado a una existencia inhóspita (Foierbag)? Estas preguntas hacen necesario plantearse
seriamente la cuestión de la verdad, porque solamente si el sentido que la vida humana recibe
de Cristo se apoya en la realidad de los hechos concretos (historia), se puede hablar con rigor
de razones para creer y de Cristo como signo de credibilidad. Dicho de otra forma, la fuerza
de sentido que procede del anuncio de Cristo debe ser el reflejo de su verdad. Hay que poder
afirmar la realidad de la vida de Jesús, de su muerte y de su resurrección, que son el horizonte
último de la conciencia cristiana, para que sea consistente el sentido que el hombre encuentra
en Cristo. Así, a partir del sentido es necesario interrogarse ahora por el acontecimiento, es
decir, por la historia, de Cristo. Del conocimiento histórico se espera recibir los elementos
que hagan razonable la fe en el misterio de Cristo. Concretamente, sobre la base de la
inseparabilidad entre el acontecimiento histórico y el miste-rio, se puede esperar una
respuesta a la pregunta: ¿Proporciona el estudio del acontecimiento, de la realidad
histórica de Jesús algún motivo o razón para creer que es el Cristo y el Señor? Pero no
sólo se da un paso del acontecimiento al misterio. También el misterio ilumina el
acontecimiento, porque la fe aporta a esa historia un significado que va, sin duda, más allá
de la estricta ciencia histórica. El historiador que se pregunta por la historia de Jesús no es
un espíritu indiferente a la respuesta que se dé a esa cuestión, porque también él parte de una
pre-comprensión determinada, de unos presupuestos en relación con la historia y el misterio
de Cristo. Por eso, la pregunta por el conocimiento que proporciona la historia se puede
completar con otra: ¿la fe en Cristo me permite, de una u otra forma, enriquecer mi
acceso al conocimiento histórico de Jesús? (ejemplo paradigmático de las relaciones entre
la fe y la razón, representadas en este caso por el misterio y la historia de Cristo,
respectivamente). Fe y razón, misterio y acontecimiento, no pueden darse separados, si se
quieren evitar polarizaciones de corte fideísta o racionalista en el conocimiento teológico.
En nuestro caso, el interés por el acceso histórico al acontecimiento de Jesús está movido por
la fe, y este acceso no constituye una condición que, en tanto no se halle resuelta, coloque
entre paréntesis la fe en Jesucristo, o la someta a la incertidumbre. Esa fe es el punto de
partida que permite una reflexión sobre las razones que da el cono-cimiento histórico para
creer en Cristo.
Dos tentaciones en el abordaje histórico (tomadas de dos herejías cristológicas)
1) Una lectura de las fuentes del conocimiento histórico de Jesús controlada por la afirmación
unilateral de la divinidad de Cristo corre el peligro de interpretar todo lo humano que se da
en su persona como una realidad de segundo orden, plasmación simbólica de una intención
catequética, que, por tanto, no habría que tomar con total realismo, sino más bien en un
sentido figurado que es necesario interpretar. Ésta es la tentación que llamamos del
docetismo en la interpretación de la historia de Jesús. Movida por el deseo de afirmar la
divinidad, se ve llevada a pensar que el aspecto humano de Cristo no es real, sino aparente,
o al menos secundario respecto a la divinidad.
LEER
Controversia del conocimiento histórico de Jesús a través de los evangelios: 433 – 441
Old quest / New quest / Third quest /: Sí a Jesús, no a Cristo // No a Jesús, sí a Cristo // Sí a
Jesús el Cristo
Para llegar al acontecimiento es necesario partir de los textos con que contamos. A su vez, el
acontecimiento no tiene su razón de ser en sí mismo, sino que remite necesariamente al
significado revelador y salvífico que encierra la resurrección de Jesús. De nuevo, la historia
y la fe aparecen aquí mutuamente entrelazadas: la historia pone ante los ojos los hechos que
justifican racionalmente la fe, y ésta a su vez presenta el significado pleno de los hechos.
2) por qué fue Jesús condenado: Jesús ha muerto en la cruz por dos clases de motivos
que se corresponden con los dos procesos a que fue sometido, el proceso judío (EL
1
Yo Soy) y el proceso romano. En el proceso judío (Me 14, 53-65) 0 las acusaciones
presentadas contra Jesús fueron solamente de orden religioso: su identidad mesiánica
y divina, y la cuestión de la destrucción del templo. La acusación más grave contra él
era el haberse atribuido una relación tan singular con Dios que parecía una
equiparación, lo cual resultaba inimaginable para los celosos guardianes del
1
monoteísmo judío. En el proceso romano 1 la acusación que se presenta contra Jesús
al procurador es la de ser uno de los pretendientes mesiánicos que pro-movían la lucha
de liberación contra los romanos.
4) el sentido que Jesús dio a su muerte: La muerte por los pecados es resultado de su
propia entrega: «El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál 2, 10).
RESURRECCION DE JESUS
La muerte de Jesús forma una unidad de misterio con la resurrección. Sin la resurrección, la
muerte hubiera supuesto el final definitivo de la predicación y de la obra realizada por Jesús
durante su vida terrena. A la luz de la resurrección, en cambio, la muerte adquiere su
significado pleno de revelación del amor de Dios a los hombres. Por lo que se refiere a la
dimensión de acontecimiento, la muerte y la resurrección de Jesús son dos actos distintos,
pero esencialmente relaciona-dos. La muerte real de Jesús es condición de una resurrección
también real (es decir, corporal); la resurrección, por su parte, es un desmentido de la muerte
porque muestra que no tiene ésta la última palabra.
Frente a las posturas que vacían de contenido real la resurrección, halla la mayor parte de los
teólogos y un considerable número de exegetas que afirman la dimensión real, de
2
acontecimiento, de la resurrección de Jesús 5. Esta convicción pertenece, además, a la fe de
la Iglesia que ha mantenido constante e inequívocamente la realidad corporal de la
resurrección de Jesucristo como un elemento esencial de la acción de Dios entre los hombres.
Sin él, la fe pierde su fuerza. Como escribía Guardini hace más de medio siglo: «Quien
rechaza la resurrección, rechaza, al mismo tiempo, todo cuanto está relacionado con Su
esencia y conciencia. Lo que queda no vale la pena que se constituya en materia de fe». En
su catequesis sobre el Credo ha enseñado esta verdad Juan Pablo II: «La fe en la
resurrección es desde el comienzo, una convicción basada en un hecho, en un acontecimiento
real, y no en un mito o una "concepción", una idea inventada por los Apóstoles o producida
por la comunidad postpascual (...) La fe cristiana en la resurrección de Cristo está ligada,
pues, a un hecho, que tiene una dimensión histórica precisa»
El sepulcro vacío y las apariciones: Tanto el sepulcro vacío como las apariciones han
constituido un argumento de la apologética (racionalista) sobre la resurrección de Jesús. La
función argumentativa de estos dos hechos es, por otro lado, ajena a la Escritura. Así,
concretamente en los evangelios no se apela al hecho del sepulcro vacío como un argumento
a favor de la resurrección. Igualmente, el significado de las apariciones del Resucitado
trasciende la mera comprobación de su triunfo sobre la muerte. Al mismo tiempo que se
afirma lo anterior, se debe reconocer que el sepulcro vacío y las apariciones son dos hechos
que guardan una relación muy estrecha con la fe. Ellos no producen la fe en Jesús resucitado,
pero son en todo caso requeridos para atestiguar el carácter de acontecimiento real de la
resurrección. El sepulcro podría estar vacío por diversas razones. Pero en cambio el hecho
de que el sepulcro siguiera ocupado por el cadáver de Jesús sería un argumento que tiraría
por tierra la realidad de la resurrección. Unas apariciones a «testigos escogidos», «a los que
él quiso» podrían ser interpreta-das, en principio, como acontecimientos interiores o
subjetivos. Pero si nadie hubiera tenido la experiencia de haber visto a Jesús resucitado, no
sería posible hablar de la resurrección.
El sepulcro vacío y las apariciones son trazas, signos en el orden fenomenal, del signo que
es la resurrección de Jesús, y entre ellos hay una relación muy estrecha. Concretamente, la
ambigüedad del puro hecho de que el sepulcro estuviera vacío queda despejada a la luz de
las apariciones de Jesús. Por su parte, el sepulcro vacío otorga consistencia externa a las
apariciones del Señor. Ambos se muestran como los efectos de la resurrección de Jesús, las
comprobaciones más próximas al hecho de la resurrección. La resurrección no tuvo ni, dada
su naturaleza de misterio, podía tener testigos. Pero una vez que ha tenido lugar, está en el
origen de algunos efectos a partir de los cuales es posible ir a su causa.
Sepulcro vacío: Aunque el sepulcro vacío no constituya una prueba de la resurrección, aporta
a la fe un servicio notable. En primer lugar, como criterio negativo tal como hemos apuntado
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anteriormente: Por relación al universo fenomenal, la resurrección, es desaparición S. Pero
además, «para la comunidad primitiva de Jerusalén entonces, y también para nosotros hoy,
el hecho del sepulcro vacío era la señal comprobante de la verdad de la predicación apostólica
sobre la resurrección. Ésta era algo cierto». El sepulcro vacío se constituye en el puente de
unión entre el Crucificado que fue puesto en el sepulcro y el Resucitado que lo abandonó. El
significado cristológico es evidente en cuanto expresa la identidad entre ambos. Por otra
parte, los textos sobre el sepulcro vacío no se detienen en el vacío que ha quedado en la
tumba, sino que subrayan la apertura misma de la tumba y, sobre todo, el sujeto que la abrió.
La muerte ha perdido su poder (Hch 2, 24; 1 Co 15,54-55). El sepulcro abierto y vacío es la
señal evidente de la acción salvífica de Dios que libera a Jesús de la muerte.
Historicidad de la resurrección
Hay autores que niegan el carácter histórico de la resurrección sencillamente porque niegan
la realidad, el acontecimiento, de la resurrección. Así, por ejemplo, las diversas posturas más
o menos próximas al pensamiento bultmaniano afirman que la resurrección no es histórica
en un sentido radical: según ellos, el hecho de la resurrección pertenecería exclusivamente a
la fe, por lo que no tendría sentido tratar de encontrar, a nivel histórico, huellas del
Resucitado.
Otros autores, que afirman sin ningún género de dudas la realidad de la resurrección —
también con sus manifestaciones a nivel de la comprobación histórica—, prefieren no
referirse a la resurrección como un hecho histórico porque, afirman, el momento mismo de
la resurrección y la persona de Jesús resucitado escapan a una comprobación histórica
rigurosa, en el sentido de que pertenecen ya a un nivel de la realidad distinto del espacio-
temporal propio de la historia. Otros autores, finalmente, dan al término «histórico» el sentido
de real, por lo que piensan que la afirmación de la historicidad de la resurrección es condición
indispensable para mantener el carácter real —corporal— de la resurrección.
ACONTECIMIENTO DE LA RESURRECCION
La resurrección de Jesús es también principio de salvación y de vida nueva. Tiene, por tanto,
un carácter salvífico, unida a la pasión y muerte. El designio de amor que se ha revelado en
la muerte de Cristo y que nos libera del pecado, encuentra su culminación en la resurrección
que nos abre el acceso a una nueva vida.