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Columna de opinión
LA OLA FEMINISTA
POR DANIEL MANSUY
Con el correr de las semanas, el movimiento feminista ha ido adquiriendo una fuerza
inusitada. Hasta los más escépticos se han rendido a la evidencia: estamos frente a un
fenómeno profundo y, en algún sentido, irresistible. En ese contexto, sobra decir que la mera
duda se convierte en anatema. ¿Cómo oponerse al movimiento de la historia? Las olas se
caracterizan precisamente por arrastrarlo todo, sin distinciones. Las alternativas parecen
reducirse a la adhesión incondicional, o bien condenarse al ostracismo.
Sin embargo, dejar de pensar el presente es renunciar a nuestra libertad: la historia nunca es
unívoca y, además, las olas dejan resaca. No se trata de negar los aspectos valiosos del
movimiento, pues muchas reivindicaciones son legítimas y urgentes. A partir de ahora, todos
estaremos mucho más atentos a situaciones que hasta ayer estaban normalizadas, como el
acoso o el abuso en posición de poder. Tampoco pasarán inadvertidas las brechas salariales,
o las escandalosas diferencias en los planes de salud. Sin embargo, cuando se intenta
comprender qué hay más allá, no se percibe mucho más que una sensación de malestar que
es tan justificada como inevitablemente vaga. Por lo mismo, no es razonable asumir que toda
demanda es válida solo por tener la etiqueta correcta. Después de todo, no existe algo así
como “un” feminismo, sino que este admite múltiples variantes.
Omitir la noción de diferencia tiene consecuencias relevantes. No es casual, por ejemplo, que
el feminismo olvide a veces su carácter eminentemente político, al asumir reivindicaciones
libertarias que remiten a la pura autonomía individual. Así, el movimiento feminista tiene una
tendencia a transformarse en crítica violenta a toda la cultura occidental y a todo aquello que
Marcela Iacub ha llamado el imperio del vientre. Esta crítica es plausible, pero es más
posmoderna que feminista (las instituciones occidentales serían intrínsecamente opresoras).
En esa historia, la explotación de la mujer sería solo un capítulo más. Lo único realmente
valioso sería lo subjetivo, idea que llevada al extremo encarna la negación de lo político (y,
como lo ha notado Nancy Fraser, favorece la aceleración del movimiento capitalista).
En ese contexto deben entenderse también los rasgos autorreferenciales que va tomando el
movimiento. El caso de Rafael Gumucio fue un buen síntoma de la pérdida de perspectiva
política: se trata de exigencias que no toleran la disidencia, ni aceptan la libertad de expresión.
Para las feministas más duras (que exigieron su salida de la universidad), Gumucio no estaba
equivocado, sino que sus ideas expresaban algo así como una maldad moral. Por lo mismo,
no cabía ninguna corrección en el plano intelectual, sino solo forzarlo a una autocrítica propia
del Moscú de los años ’30. Si el movimiento feminista cree que no debe estar sometido a
ninguna distancia crítica, es precisamente porque ha olvidado la noción de diferencia. En ese
sentido, una de las principales tentaciones que enfrenta el feminismo es precisamente la de
desconocer que el mundo humano está constituido de muchos bienes, y que todos ellos
merecen ser considerados en la discusión. Las ideas que defiende el feminismo son
importantes, pero no son las únicas; y sin libertad de expresión esa pluralidad no podría
manifestarse.
Ahora bien, lo interesante es que el feminismo posee su propio antídoto contra todos y cada
uno de estos riesgos. Las mujeres han venido a recordarnos una verdad fundamental: lo
humano tiene una división constitutiva y, por tanto, nadie puede agotar la especie. Si somos
conscientes de nuestra finitud, también seremos conscientes de la limitación de nuestras
respuestas a los problemas humanos. Dicho de otro modo, el feminismo se niega a sí mismo
cuando aspira a convertirse en asunto de fe.