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Introducción
Mi propósito en esta ocasión consiste en ofrecer una primera aproximación al
legado literario de los tres filósofos que figuran en el título de este texto, con el
objeto de llamar la atención sobre algunos aspectos inquietantes y problemáticos
que van más allá del mero ejercicio de arqueología académica en el cual solemos
enfrascarnos como una forma honorable de eludir nuestra responsabilidad social
como gente de vocación socrática.
No necesito recordar ahora la mala fama que pesa sobre nuestros personajes
dentro de la autonombrada posmodernidad en la cual presumible vivimos
inmersos. Desde luego, el desprestigio no es el mismo ni tiene el mismo peso en
cada uno de los tres. En cierta forma ese desprecio puede verse como la revancha
que los Pangloss han perpetrado contra sus delatores más conspicuos. Nada de
esto implica que estemos ante un triángulo virtuoso o una santísima trinidad. Por el
contrario, a menudo las disonancias, las querellas y los malentendidos terminan
por pesar más y ocultan las complicidades y acuerdos tácitos que existen entre
ellos.
Pese a todo, quizá valga la pena recordar algunos de los puntos de coincidencia
que nos autoriza a considerarlos miembros de una misma cofradía y al mismo
tiempo, nos permite desechar ciertas interpretaciones, a estas alturas algo
desgastadas pero persistentes, que han servido de excusa cómoda para afrontar
las verdaderas causas de nuestros males presentes. El primero de ellos tiene que
ver con la condición misma de estos autonombrados filósofos, que rehusan serlo
según el modelo heredado por el racionalismo del siglo XVII. Es decir, que
reniegan del apriorismo como método filosófico y, por consiguiente, de la
especulación aviesa. De allí que su instrumento de conocimiento no sea más el
grueso tratado sistemático, sino el ensayo, la obra teatral, el poema y la novela.
No son pues intelectuales que producen para el consumo intepares, sino que
intentan ilustrar, contrariar, provocar y, digamoslo de una vez, inducir la opinión en
aquellos asuntos apremiantes para acelerar los cambios sociales que consideran
impostergables y a los cuales se sienten llamados a contribuir. Es gracias a ellos
que la humanidad cobra conciencia de la posibilidad de cambio de las sociedades,
de una mejora y no simplemente de la decrepitud y su consiguiente extinción, de
un pueblo. Pero tendrá que pasa un siglo para que esa conciencia histórica se
torne evidente y quede fijada en el léxico. De allí que el agudo crítico alemán E. R.
Curtius se tome todavía la molestia de recordar en sus breves “Notas sobre la
novela francesa”, que si hablamos de “movimientos artísticos” es por extensión del
uso político que los franceses dieron a ese término.1
1
Curtius (1949, p. 340): “La palabra «movimiento», en el sentido de un proceso político y
social, fue usada por primera vez en Francia después de 1830. Se distinguía entre un
«partido del movimiento» y un «partido de la resistencia». Desde entonces hablamos de
«movimientos» espirituales, artísticos o religiosos, sin advertir que nos servimos de una
expresión procedente de la era de las revoluciones francesas. La transposición de
conceptos políticos al arte y a la literatura es una forma del pensamiento francés del siglo
XX. Víctor Hugo predicaba en 1827 el romaticismo como si fuera «el liberalismo de la
república», y después de 1871 Émile Zola se creía con derecho a profetizar: «La república
será naturalista o no será»”.
2
No hay que perder la oportunidad para celebrar la traducción reciente, si bien tardía, de
las George Macaulay Trevelyan Lectures, en donde Venturi con mano firme y grandes
trazos evalúa el legado de Cassirer y de Gay. Cf. Venturi (2014), pp. 58-63.
la Ilustración». El cuento del aula comienza con el progreso de la razón en
cuanto a descubrir y explorar el mundo físico moderno. Luego, en el siglo
XVIII, se le suma el desarrollo de las ciencias sociales cuando la luz se
vierte sobre la mente inquisitiva misma y sobre la naturaleza de la sociedad.
El proyecto de la Ilustración aún permanece con nosotros y todavía
configura los supuestos que los científicos sociales toman en sus manos.
Quienes se ocupan de las ciencias sociales y de su desarrollo a lo largo del siglo
pasado, podrán sin dificultad disentir del diagnóstico de Martin Hollis, y sostener
que en las ciencias sociales abunda un ánimo por completo opuesto al que se
respira por ese presunto proyecto de la Ilustración. Y para aportar pruebas de ello
quizá traiga a cuento aquel libro de Stanislav Andreski cuyo título reza Las
ciencias sociales como forma de brujería y en el cual el autor, para explicarse el
proceder de la gran mayoría de los científicos sociales del momento, planteaba ir
“Tras las huellas de Monsieur Pangloss y el Dr. Bowdler” (Andreski 1973, cap. 5).
Me apresuro a puntualizar que el científico social como Pangloss es ante todo un
charlatán, alguien que recurre a la jerga seudoespecializada para engañar a su
público y no precisamente un seguidor del optimismo filosófico propugnado por
Leibniz. De cualquier forma, el sentido se encuentra autorizado en el significado
del nombre compuesto que ha creado Voltaire con su ingenio habitual (Pan = todo;
gloss = lengua; el profesor Todolengua). No es este el lugar para juzgar si el
sentido de Andreski corresponde adecuadamente con el comportamiento de los
científicos sociales de su época, pero al margen de ello, muestra que de alguna
forma u otra, Pangloss ha entrado a formar parte del repertorio de los tipos
psicológicos que describen distintos perfiles de la condición intelectual humana.
Aunque, sin contar aún con el reconocimiento que, por ejemplo, encontramos en el
erizo y el zorro, en el esprit de finesse y el esprit de géométrie de Pascal, o para
tener un referente más literario, en el Tartufo de Moliere.
Pero el siglo aproximado que media entre el Tartufo (1664) y Cándido (1759) no
basta para explicar la popularidad del primero y el escaso uso que se ha hecho del
segundo. Ya a mediados de los 80’s, el filósofos inglés de origen suizo, A. J. Ayer
había escrito con pesar que con la excepción de Cándido, la obra de Voltaire ha
dejado de leerse. En estos aciagos días y a raíz del terrible asalto a las oficinas de
Charlie Hebdo se ha dicho que El tratado sobre la toleracia ha vuelto a leerse con
apremio. Esto es así porque la pregonada secularización a la que presuntamente
habían llegado las principales sociedades europeas se ha trastocado de manera
dramatica y ha quedado reducida a una tesis sociológica cuya validez se límita, si
a caso, a un sector cada más reducido de esas sociedades. Se trata de un asunto
delicado que, por lo demás, Ernest Gellner (1994) pudo visualizar con notable
claridad hace más de dos décadas atrás. Es decir, el llamado desencatamiento de
las sociedades europeas que Weber y otros padres de la sociología vieron como
signo inequívoco de las sociedades modernas ha sido refutado por hechos
insospechados a principios del siglo XX. Sin duda era aún demasiado temprano
para imaginar una Francia multicultural, una Alemania turca, una España que
renueva sus aires mozárabes y muestra el rostro de su antiguo colonialismo
latinoamericano.
El philosophe no es el filósofo
Cabe preguntarse entonces cómo se lee ahora Cándido y si se lee tal como se
leen las novelas de sus contemporáneos filósofos; es decir, como se lee, cuando
se lee, Julia o la nueva Eloísa de Rousseau o La Religiosa de Diderot. También
cabe preguntar si existe entre las novelas de estos filósofos el mismo propósito; es
decir, si fueron pensadas para dirimir un asunto filosófico o si por el contrario había
en alguna de ellas un interés estrictamente literario o estético. Por lo pronto, hay
que indicar algunas de las diferencias importantes entre ellos y sus lectores
pasados y presentes.
Quizá la más interesante de ellas consista en si todos ellos, apartir de aquel credo
que han forjado para sí y para los suyos, buscaron propagar su mensaje por
medio de los géneros literarios accesibles al gran público. Para responder a
semejante cuestión es menester aclarar primero el sentido o los sentidos
asociados al término con el cual enarbolan su causa y compararlo con el
significado usual del que se apartan. Afortunadamente, el proyecto de la
Enciclopedia al cual se encuentran los tres unidos permite revisar de forma rápida
la respectiva entrada. Lo primero que encontramos allí consignado es que el
término se emplea en esa época con bastante laxitud, ya que bastan unas cuantas
lecturas y una apariencia de sabio para recibir semejante título. Sin embargo, los
verdaderos filósofos son aquellos que ejercen la libertad de pensar, que
trascienden los límites de la religión y, colocan la razón más allá de la pura fe, pero
más específicamente.
El filósofo… aclara las causas [de su actuar] en la medida de sus
posibilidades, a menudo incluso las previene y se entrega a ellas con
conocimiento… el filósofo en sus propias pasiones no actúa sino después
de la reflexión; camina en la noche, pero precedido de una luz… construye
sus principios sobre una infinitud de observaciones particulares [y] estudia
la máxima desde su fuente; examina su origen; conoce su propio valor, y
sólo hace de ella el uso que le conviene… toma por verdadero lo que es
verdadero, por falso lo que es falso, por dudoso lo que es dudoso, por
verosímil lo que no es más que verosímil. Hay algo más, y he aquí una gran
perfección del filósofo: cuando no tiene motivos propios para juzgar,
permanece impasible… Así juzga y habla menos, pero juzga con más
seguridad y habla mejor.3
Hasta aquí, el filósofo representa el nuevo hombre que busca abrirse camino ante
el panorama que ofrecen los preciosos descubrimientos e inventos que se han
producido en el siglo previo. La moraleja se vuelve patente, la religión bajo la cual
se había levantado la idea de Europa y, por consiguiente, la noción misma de
civilización, ha perdido su función de guía y debe ser sustituida por la moral natural
que brota como espuma del uso de la razón natural que todo mundo posee. No
más tutela, no más autoridad bajo la cual haya que depositar todas las
espectativas de la vida. Pero no se trata, como luego se va a decir, de sustituir el
dogma religioso por el dogma de la razón, puesto que “El filósofo comprende la
opinión que rechaza con el mismo alcance y claridad que entiende la que acepta”
(Diderot y D’Alambert 1994, p. 62). No son las únicas virtudes, puesto que este
filósofo es quien entiende mejor que está en la naturaleza del hombre el ser social
y es por ello que al comprender a la perfección esto, no puede actuar de otra
manera que actuando bien entre los hombres.
Quienes vinieron después y sufrieron diversas penurias y decepciones solo
pudieron leer esta caracterización del filósofo de la Ilustración como un sueño no
menos optimista que la doctrina suministrada a Cándido por el profesor Pangloss.
Oh ironías de la vida, la crítica a la filosofía racionalista leibniciana se ha
convertido en un bumerang y se estrella irremediablemente contra quienes lo han
lanzado. La única excepción será Rousseau, quien a causa de una infancia infeliz
y una vegija que nunca termina de vaciarse, no se ha permitido hacerse de ese
optimismo razonable.
Pero no solo eso, también él desestima que la sociabilidad de los seres humanos
forme parte de la propia naturaleza. De allí que para algunos, Rousseau
3
Diderot y D’Alambert 1994, pp. 59-61. Esta caracterización del Philosophe confronta la
imagen negativa predominate, pues en 1740, el Diccionario de la Academia Francesa lo
definía como “hombre que, con espíritu libertino, se coloca a sí mismo por encima de los
deberes y de las obligaciones ordinarias de la existencia civil y cristiana. Se trata de un
hombre que no se niega nada a sí mismo y que no observa limitación alguna” (p. 45).
represente la revuelta en las filas mismas de la Enciclopedia; razón por la cual los
alemanes sin pensarlo dos veces le asimilaron como el primer romántico del
mundo ilustrado, con la notable excepción de Goethe, quien ajeno a todo
sentimentalismo y amigo del buen humor, no se pudo sustraer al impulso de
traducir a Diderot, eliogiarlo y lamentar la poca atención que se le prestaba entre
los suyos.4 Pero al margen de esta excepción, no hay que pasar por alto que para
terminar de meter el clavo, Gadamer (1997, p. 99), haya sentenciado, al seguirle la
pista a la genealogía del concepto de vida, que “la misma acuñación del término
«vivencia» evoca claramente la crítica al racionalismo de la Ilustración, que
partiendo de Rousseau dio una nueva validez al concepto de la vida”.
Y como del Rousseau romántico al Rousseau posmoderno solo hay un paso, qué
se le va hacer. Pero si es cierto que una cosa es lo que uno se propone y otra muy
distinta lo que la vida nos impone, quizá su único pecado haya sido su fracaso
para ajustarse al modelo que se han autoimpuesto. ¿Pero quién de ellos lo hizo
del todo? , pues ¿acaso Voltaire es algo más que una mascara y Diderot todo
menos quien “juzga y habla menos”? Nadie es perfecto. Sí, pero el traje a
Rousseau le queda ridículamente mal, puesto que al marcharse de la ruidosa vida
de los salones, para recogerse en la meditación solitaria, se parece más a
aquellos filósofos vulgares, que a decir de la entrada del término en la
Enciclopedia, al aislarse de la sociedad piensan demasiado y mal, puesto que lo
hacen “contra todo el mundo” (Diderot y D’Alambert 1994, p. 62).5
Sin embargo, en tanto filósofo y a su manera, Rousseau se ha puesto como meta
realizar una tarea emancipadora para los seres humanos, pues como observa
Starobinski (1988, p. 148), “si se ha convertido en escritor es para que los
hombres, sometidos durante demasiado tiempo al maleficio de la mentira y de la
iniquidad, despierten a la consciencia de su desgracia”. Y en la medida que se ha
propuesto como meta llevar a cabo una tarea emancipadora, en esa misma
medida podemos hablar de un Rousseau philosophe, y, por ende, de un ilustrado.
¿Pero qué hay entonces de esa famosa oposición entre civilización y naturaleza
que este resuelve a favor de la última y que le ha valido ser considerado un
4
Con la debida excepción de Hegel, quien leyó la traducción anotada de Goethe
del Sobrino de Rameau e insertó tres citas de dicha traducción en la segunda
parte de la Fenomenología del espíritu. Sobra decir que sobre el asunto sigue
corriendo
5
la tinta. Cf. Schmidt (1996).
Recoremos que en el inicio de su ruptura con Diderot, Rousseau se ha sentido ofendido
por aquel pasaje del Hijo natural en el cual el personaje de la pieza teatral sentencia: “solo
el malvado vive solo”; expresión que guarda cierta afinidad con la caracterización que se
hace del filósofo vulgar en la Enciclopedia.
espíritu completamente opuesto al que encontramos en Diderot y Voltaire. ¿Se
puede partir de allí para establecer una línea divisoría entre Julia y, digamos,
Jacques o Cándido? Dicho de otro modo, ¿existe una divergencia substancial
entre la novela de Rousseau y la novela de Diderot y Voltaire?
7
Por ejemplo, O’Hagan (2005, p. 7) se adhiere a la opinión de Hume pero se limita a usar
la novela para ilustrar lo que llama “los tres ejes” del pensamiento de Rousseau; es decir,
las ideas que corresponden al llamado Segundo Discurso, el Emilio y el Contrato Social.
Sobre la querella Rousseau-Hume se han traducido ya los libros de Edmons y Eidinow
(2007) y Zaretsky y Scott (2009).
la naturaleza el haber formado dos seres tan semejantes estando constituidos de
un modo tan diferente” (Rousseau (2002), t. 2, p. 182), a fin de cuentas lo que más
importa son las diferencias, pues son las oposiciones que ha establecido la
naturaleza las que hay que tomar como punto de partida para distinguir la
educación particular que deberá recibir Sofía y, por ende, Julia.
La mujer, débil y pasiva, no tiene otro “destino especial” que el “agradar al hombre”
y eso es justo lo que Julia hace, confinada desde la cuna a la esfera de la vida
privada. De allí nace su poder sobre el hombre y ese es el poder que Julia ejerce
sobre su pretendiente al alejarlo de sí después de recibir el primer beso prohibido.
Pero también Julia sufre al jugar su propio papel (y para acallar ese sentimiento, el
amante pregunta “¿No has seguido las más puras leyes de la naturaleza”8), pues
Rousseau no ha hecho otra cosa que poner en acción esa función instrumental de
la mujer en el momento mismo de su educación. Sin embargo, la educación de
Sofía y Julia consiste en alcanzar su objetivo de manera virtuosa, de allí que Julia
no tenga reparos en consolar por la muerte de la madre a Clara, su prima y
confidente, señalando las perniciosas enseñanzas de la tía.9
Hay que recordar que en Rousseau la debilidad en la mujer es virtud natural, pero
en el hombre es signo de su corrupción, y no hay mayor erosión de su condición
natural que el entrar a vivir en sociedad, pues “al volverse sociable y esclavo, se
vuelve débil, temeroso, rastrero, y su manera de vivir muelle y afeminada acaba
por enervar a un tiempo su fuerza y su valor” (Rousseau 2012, p. 123). Hay, desde
luego, varias anomalías que no pueden perderse de vista, pues el joven suizo es –
sin que se le haya descrito del todo físicamente– un ser delicado, de sentimientos
frágiles mientras que Julia posee el don de la contención que la vuelve virtuosa.
¿Pero de dónde consigue Rousseau deducir de una condición física una
consecuencia moral o metafísica?, ¿Acaso no ha hecho otra cosas que naturalizar
8
Carta XXI, a Julia, p. 116. Más adelante, Rousseau hace decir a Julia: “Acuérdate que
leyendo tu República de Platón hemos discutido sobre este punto de la diferencia de los
sexos. Persisto en mi antigua opinión, y no sabría imaginar un modelo común de
perfección para dos sexos tan diferentes. El ataque y la defensa, la audacia de los
hombres, el pudor de las mujeres, no son convencionales, como piensan tus filósofos,
sino disposiciones naturales, cuya justificación es fácil de hacer, y de las que se deducen
fácilmente todas las demás diferencias morales”, Carta XLVI, de Julia, p. 150.
9
“… reconoce también que la buena mujer era poco prudente con nosotras; que, sin
necesidad, nos hacía confidencias de lo más indiscretas; que nos hablaba sin cesar de las
máximas de la galantería, de las aventuras de su juventud, de la manera de manejar a los
amantes; y que para garantizarnos la caza de hombres, si no nos llegaba a enseñar a
tenderles trampas, sí al menos nos instruía en mil cosas que las jovencitas no tienen por
qué saber. Consuélate, pues, de su pérdida como de un mal que no deja de llevar consigo
alguna compensación: a nuestra edad, sus lecciones comenzaban a ser peligrosas, y el
cielo, tal vez, nos la ha llevado en un momento en que ya no era bueno que la tuviéramos”
(Carta VI, de Julia a Clara, p. 53).
algo que no es otra cosa que una construcción social más de las sociedades
europeas?, ¿Será porque, como dice Le Dœuff (1999, p. 28), “cuando en filosofía
se habla de mujeres no es de mujeres de quien se habla”?
Desde Wollstonecraft al estudio feminista del momento, Rousseau no sale bien
parado ante el examen escrutador de la otra mitad de su audiencia y de una parte
considerable de la otra que encuentran algo anticuado, el continuo temblar de
piernas, el eterno estado catatónico en el cual languidece el afligido filósofo. De no
ser porque el autor ha tenido a bien calmar las ansias del joven amante con el aire
de la montaña, la novela sería insufriblemente cursi para sus lectores de hoy. Pero
este cambio de escenario lejos de ser un mero recurso literario por medio del cual
Rousseau buscaría descargar la tensión que ha provocado la trasgresión en la que
han incurrido los dos amantes, representa el espacio ideal para realización plena
del filósofo en cuanto filósofo, pues allí, “los deseos son menos ardientes y las
pasiones más moderadas. La meditación toma, allí, un no sé qué carácter grande
y sublime, en proporción a los objetos que nos rodean, no sé qué voluptuosidad
tranquila que no tiene nada de acre ni de sensual” (Carta xxiii, a Julia, p. 93).
Quizá haya sido Starobinski (1983, cap. 5) quien llamó por primera vez la atención
sobre el efecto reflexivo que provocan los goces inmediatos de la contemplación
del mundo natural en La nueva Eloísa, pero el lugar priviligiado que Rousseau le
concede al jardín, como una extensión de la naturaleza silvestre, en la misma
novela ha sido tratado desde su misma publicación.
REFERENCIAS
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