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Las directrices de la Reforma Gregoriana

¿Cómo surgieron los cardenales?1

Ante el cesaropapismo, el papa Nicolás II creó el colegio cadenalicio


mediante un decreto “Produces sint” (1059), para frenar los abusos imperiales en
la elección de los papas. Los papas comenzaron a llamar hombres honestos para darles
el título de cardenal; llamaron particularmente a monjes de Cluny. En 1059 estableció
que sólo los cardenales eligieran al papa. La intervención del clero y pueblo romanos
quedaba reducida a una simple aclamación del papa elegido por los cardenales. En
cuanto al emperador, se usó una fórmula deliberadamente ambigua: al joven rey
Enrique y a sus sucesores les correspondía “el debido honor y reverencia”, pero no la
decisión de elegir papa.

Fue éste un paso importante en la lucha por la independencia religiosa, que


llevará a cabo el gran papa san Gregorio VII.

El gran papa Gregorio VII y el problema de las investiduras

Este siglo XI será el siglo de Gregorio VII. Era un monje llamado Hildebrando
Aldobrandeschi, que buen conocedor del caos que reinaba en la Iglesia, esquivó el cargo
de papa por veinticinco años. Silenciosamente se constituyó en el alma de seis papas
consecutivos para realizar la reforma moral en la Iglesia. Muerto el papa Alejandro II,
fue inútil su resistencia. Cardenales, clero y pueblo lo eligen por aclamación el 22 de
abril de 1073.

Era hombre de vida santa; su indomable energía y su firmeza de carácter lo


orientaron a la reforma de la Iglesia, que se llamará “reforma gregoriana”. Exigió las
normas que papas y sínodos habían dado para corregir la corrupción general de obispos
y clero, en cuanto a simonía y nicolaísmo. Y luchó por extirpar la costumbre de que
los señores feudales nombraran los títulares para los puestos eclesiásticos. A esto se
llamó la lucha contra las investiduras, y tenía como finalidad emancipar a la Iglesia
del poder feudal y dignificar el papado2

Con este papa la iglesia volvió a ser respetada como rectora espiritual. Bajo pena
de excomunión prohibió a los eclesiásticos recibir cargos –investiduras- de señor feudal
cualquiera. Gregorio VII no buscó que la Iglesia fuera superior al emperador, pero
tampoco permitía que continuase la compraventa de cargos eclesiásticos y el
nombramiento (investiduras) de hombres deshonestos para regir la Iglesia. Así que
escribió de puño y letra a casi todos los obispos de Italia, Francia y Alemania, a los
abades de Cluny y Montecasino, al arzobispo de Canterbury, al rey alemán Enrique IV,
al rey Felipe I de Francia, a Alfonso VI de Castilla, a Sancho de Aragón, a Guillermo

1
Cfr. RIVERO, A. Historia de la Iglesia. Siglo XI. Pp. 87-89.
2
Así rezaba: “Os rogamos y os exhortamos en Jesús, que procuréis enteraros bien del por qué y el
cómo de las tribulaciones y dificultades que sufrimos por parte de los enemigos de la Iglesia. Mi gran
preocupacón ha sido el que la santa Iglesia, madre nuestra, recuperase el decoro que le pertenece,
permaneciendo libre, casta y universal. Mas, como esto es totalmente contrario a los deseos del antiguo
enemigo, éste ha puesto en pie de guerra contra nosotros a sus secuaces, haciendo que todo se nos
pusiera en contra” (Gregorio VII, carta 64; P.L. 148,
709-710).
de Inglaterra, a los reyes de Hungría, Noruega, Dinamarca, Eslabona y al emir de
Marruecos. Quería defender los derechos de la Iglesia y promover una reforma de
costumbres.
Las normas y directivas de Gregorio VII constituyen el germen del derecho
canónico, poderoso instrumento disciplinar de la Iglesia hasta el día de hoy. No era
fácil arrancar un mal tan difundido. Reyes y señores feudales habían edificado “iglesias
propias” en “tierras propias”. Gregorio VII trató de conciliar y salvar lo salvable; no
buscó pelear sino salvar la Iglesia y sacarla del caos. Se atrajo las iras de muchos que
lo llamaron “papa del demonio, papa político”. Pero Gregorio no cedió. Echó mano
de la excomunión tanto para el emperador o rey que concedía la investidura, como
para quien la recibiese, obispos o arzobispos.

Es de todos bien conocida la lucha que entabló con el emperador alemán


Enrique IV, que se opuso al Papa3 en materia de elección papal, disciplina y moral
eclesiástica4 Gregorio lo excomulgó y le exigió hacer penitencia en Canosa5 para
recibir la absolución. Reconciliado, volvió a las mismas andadas, convocó un concilio
en Maguncia, y nombró un antipapa con el nombre de Clemente III, quien coronó
emperador a Enrique, y un conciábulo de obispos cómplices depuso a Gregorio VII.
Después Enrique bajó a Italia para sitiar Roma que consiguió conquistar tres años más
tarde. En realidad fue el mismo pueblo que, cansado del asedio, le abrió las puertas,
obligando al papa a encerrarse en el castillo de san Ángel.

Se halló Gregorio VII militarmente indefenso e incomprendido6 Por eso se retiró


a Salerno, donde falleció el 25 de mayo de 1085 recitando las palabras del salmo 44:
“He amado la justicia y odiado la iniquidad”. Y luego agregó “por eso muero en el
destierro”. Levantó la excomunión a todos, menos a Enrique IV y al antipapa.

3
Enrique IV convoca a veinticinco obispos y declara depuesto al papa Gregorio en una nota que decía
así: “Enrique, rey por voluntad de Dios, a Hildebrando, desde ahora monje falso, no papa. Condenado
por el juicio de nuestros obispos, baja, deja el puesto que has usurpado. Ocupe otro la sede de
Pedro. Yo, Enrique, rey por la gracia de Dios, te digo con todos nuestros obispos: ¡Baja, baja!”. La
nota estaba firmada en Worms. A lo que el papa respondió en san Juan de Letrán: “Bienaventurado
Pedro: como representante tuyo he recibido el poder de atar y desatar en el cielo y en la tierra. Por
el honor y defensa de tu Iglesia, en el nombre de Dios Todopoderoso, prohíbo al rey Enrique que
gobierne Alemania e Italia; libro a todos los cristianos del juramento de fidelidad al rey. Prohíbo
que nadie lo sirva como rey. Quede excomulgado; que los pueblos sepan que tú eres Pedro y sobre
esta piedra el Hijo de Dios ha edificado su Iglesia”. Era la primera excomunión que un papa lanzaba
contra un rey; y por primera vez en la historia, un papa liberaba a un pueblo de la obediencia al
rey. Estos hechos tomaron a Enrique por sorpresa.
4
Recordemos que en la elección del anterior papa, Alejandro II, Enrique opuso incluso otro concilio y
un antipapa (Honorio II).
5
Castillo ubicado en los Apeninos, al sur de Parma. Allí se refugió el papa para dar una buena
lección a Enrique IV. Enrique quiso ir contra el papa, pero al darse cuenta de que el papa estaba bien
protegido y le apoyaban casi todos en Alemania, hizo una farsa de penitencia: envió unas cartas al papa
en los tonos más humildes, prometiendo y jurando que cumpliría lo que el papa mandara, a condición
de que le levantara la excomunión. Se vistió de monje penitente y, descalzo, subió hasta el castillo de
Canosa, donde por tres días imploró perdón. El papa sabía que no debía fiarse, pero la recia fibra de
Hildebrando cedió a la ternura del buen pastor. Gregorio VII levantó la excomunión a Enrique y escribió
a los obispos y príncipes alemanes en tono conciliatorio. Grave error político del papa. El Enrique
irresponsable y caprichoso olvidó pronto sus promesas y volvió a las andadas.
6
También corrió por ahí una leyenda negra sobre este excelente papa. Leyenda, provocada en el siglo
XIX cuando Bismark, en su lucha contra la Iglesia, dijo: “No iremos a Canosa”. Bismark dijo que
el papa Gregorio había humillado al rey Enrique IV, cuando en realidad fue el rey quien se burló del
papa, hasta tal punto que murió en el destierro, malquistado con los príncipes alemanes.
A los ojos humanos parecía una gran derrota del papa, sin embargo, quedaba el
papado más fortalecido que nunca y con un prestigio moral jamás visto. El papa que
acababa de morir era ante la cristiandad el Vicario de Cristo. Fueron necesarios varios
decenios para zanjar definitivamente el problema de las investiduras sagradas7.

Después del papa Gregorio VII, Víctor III subió a la silla de Pedro y después
Urbano II. Éste dio a conocer su programa: “Resuelto a caminar por las huellas
de mi bienaventurado padre, el papa Gregorio, rechazo lo que él rechazó, condeno lo
que él condenó, amo todo lo que él amó y me uno en todo a sus pensamientos y
acciones”. Continuó la lucha contra la compraventa de cargos, trató de disminuir la
influencia del antipapa y continuó la reforma de la Iglesia.

DICTATUS PAPAE 8

En 1075 el papa Gregorio VII (1073-1085) elaboró una lista de 27 proposiciones


en las que reclamaba un poder casi absoluto para el papa; por ejemplo: «Sólo el Romano
Pontífice puede ser en justicia llamado universal» (n 2); «puede deponer a
emperadores» (n 12); «puede transferir a obispos, si es necesario, de una sede a otra»
(n 13); «ningún sínodo puede llamarse general sin su orden» (n 16); «ningún capítulo o
libro puede considerarse canónico sin su autorización» (n 17); «ninguna sentencia suya
puede ser revocada por nadie, y sólo él puede revocarla» (n 18); «no puede ser juzgado
por nadie» (19); «que a esta Sede se deberán someter los casos más importantes de cada
Iglesia» (n 21); «la Iglesia romana nunca se ha equivocado ni jamás en fe de las
Escrituras se equivocará» (n 22); «no debería considerarse católico el que no está en
conformidad con la Iglesia romana» (n 26); «el papa puede dispensar de los vínculos
de lealtad a los súbditos de hombres injustos» (n 27).
Los estudiosos no son unánimes en relación con la función precisa a que iban
encaminadas estas afirmaciones. Se han considerado como: una lista de condiciones
para el restablecimiento de la comunión con Oriente; un esbozo para un sínodo
cuaresmal en Roma (1075); una lista de capítulos para una colección de textos; una
enumeración de títulos para los cuales los canonistas debían buscar textos de reconocida
autoridad. Aunque no siempre se citaron expresamente las ideas del Dictatus papae
reaparecerían continuamente hasta la época de la Reforma y después.

Proceso del poder papal9

En este período de casi mil años, nuestro interés se dirigirá a la iglesia


occidental o latina. Su sede de autoridad estaba en Roma, que aún era la ciudad imperial,
aunque su poder político ya n o existía. Poca atención se le dará a la iglesia griega,
gobernada desde Constantinopla, excepto cuando sus asuntos se relacionen a la
historia del cristianismo europeo. N o referimos los hechos en su orden cronológico,
sin o que examinamos grandes movimientos, a menudo paralelos.

El hecho más notable en los diez siglos de la Edad Media es el desarrollo del
poder papal. Y a hemos visto cómo el papa de Roma afirmaba ser "obispo universal" y
cabeza de la iglesia. A hora afirma ser gobernador sobre las naciones, los reyes y
7
Será en el siglo XII con el concordato de Worms (1122) y el concilio de Letrán (1123) quienes
zanjarán la cuestión diciendo: el emperador renuncia a la investidura espiritual que se concede
entregando el báculo y el anillo, pero el papa admite que el emperador conceda al obispo los poderes
temporales entregándole el cetro. En este último terreno, el obispo debe obediencia a su soberano.
8
http://www.mercaba.org/DicEC/D/dictatus_papae.htm (08/10/17)
9
HURLBUT, J. Historia de la Iglesia cristiana. Vida. P. 60
emperadores. Este desarrollo tuvo tres períodos: crecimiento, culminación y
decadencia.

El período de crecimiento del poder papal empezó con el pontificado de


Gregorio I , "el Grande", y llegó a su apogeo bajo Gregorio VI I , mejor conocido
como Hildebrando. Debe notarse que desde los tiempos primitivos cada papa al
asumir su oficio cambiaba de nombre y Gregorio VII es el único papa cuyo nombre
de familia se destaca en la historia después de su ascensión a la silla papal.

A modo de resumen10

A la muerte de Alejandro, se planteaba de nuevo el asunto de la sucesión. El


decreto del Concilio Laterano establecía un procedimiento para la elección del nuevo
papa. Pero las viejas familias romanas habían dado pruebas de que ese decreto no les
infundía gran respeto. También era posible que el Imperio tratase de imponer un prelado
alemán, con la esperanza de que el papado volviera a ser instrumento de los intereses
imperiales. Por otra parte, el pueblo romano, imbuido de las ideas de reforma que se
habían predicado en toda la ciudad desde tiempos de León IX, no estaba dispuesto a
permitir que el papado se tornara otra vez juguete de los intereses políticos de uno u
otro bando. Por esa razón, en medio de los funerales de Alejandro, el pueblo rompió
a gritar: “¡Hildebrando obispo! ¡Hildebrando obispo!”. Acto seguido, los cardenales
se reunieron y eligieron papa a quien por tantos años había dado muestras de celo
reformador y de habilidad política y administrativa.

Hildebrando era un hombre de altos ideales, forjados en medio de las tinieblas


de la primera mitad del siglo. Su sueño era una iglesia universal, unida bajo la
autoridad suprema del papa. Para que ese sueño llegase a ser realidad, era necesario
tanto reformar la iglesia en los lugares donde el papa tenía autoridad, al menos nominal,
como extender esa autoridad a la iglesia oriental, y a las regiones que estaban bajo el
dominio de los musulmanes. Su ideal era la realización de la ciudad de Dios en la tierra,
de tal modo que toda la sociedad humana quedase unida como un solo rebaño bajo un
solo pastor. En pos de ese ideal, Hildebrando había laborado largos años, siempre
entre bastidores, para dejar que otros ocuparan el centro del escenario. Pero ahora el
pueblo reclamaba su elección. No había otro candidato capaz de salvar el papado de
quienes querían hacer presa de él. El pueblo lo aclamó, los cardenales lo eligieron, e
Hildebrando lloró. Ya no le sería posible continuar trabajando en la penumbra, y apoyar
la labor reformadora de otros papas. Ahora era él quien debía tomar el estandarte y
dirigir la reforma por la que tanto había añorado.

Al ascender al papado, Hildebrando tomó el nombre de Gregorio VII, e


inmediatamente dio los primeros pasos hacia la realización de sus altos ideales. De
Constantinopla le llegaban peticiones rogándole acudiera al auxilio de la iglesia de
Oriente, asediada por los turcos seleúcidas. Gregorio vió en ello una oportunidad
de estrechar los vínculos con los cristianos orientales, y quizá extender la autoridad
romana al Oriente. En su correspondencia de la época puede verse que soñaba con una
gran empresa militar, al estilo de las cruzadas que tendrían lugar poco después, con el
propósito de derrotar a los turcos y ganarse la gratitud de Constantinopla. Pero nadie en
Europa occidental respondió a su llamado, aun cuando el Papa, como un recurso
extremo, se ofreció a encabezar las tropas personalmente. Por lo pronto, Gregorio tuvo
que abandonar el proyecto.

10
GONZÁLES, J. Historia del Cristianismo-Tomo I. Unilit. Miami. 2008.pp441-445
En España se daban condiciones parecidas. Como veremos más adelante, era la
época de la reconquista de las tierras que por casi cuatro siglos habían estado en poder
de los moros. En Francia, había nobles que dirigían una mirada codiciosa hacia las
tierras ibéricas, y que querían participar de la reconquista a fin de hacerse dueños
de ellas. Con el propósito de darle fuerza legal a su empresa, algunos de esos nobles
argüían que España le pertenecía a San Pedro, y que era por tanto en nombre del papado,
y como vasallos suyos, que emprendían la reconquista. Gregorio alentó tales
pretensiones. Pero su resultado fue nulo, pues por diversas razones la empresa francesa
en España no se llevó a cabo.

Frustrado en sus proyectos tanto en el Oriente como en España, Hildebrando


dedicó todos sus esfuerzos a la reforma de la iglesia. Para él, como para los papas que
lo habían precedido, esa reforma debía comenzar por el clero, y sus dos objetivos
iníciales eran abolir la simonía e instaurar el celibato eclesiástico. En la cuaresma de
1074, un concilio reunido en Roma volvió a condenar la compra y venta de cargos
eclesiásticos y el matrimonio de los clérigos. Esto no era nuevo, pues desde tiempos de
León IX los decretos en contra de la simonía y del matrimonio se habían sucedido casi
ininterrumpidamente. Pero Gregorio tomó dos medidas que sí eran novedosas, con las
que esperaba lograr que sus decretos fueran obedecidos. La primera fue prohibirle al
pueblo asistir a los sacramentos administrados por simoníacos. La segunda consistió en
nombrar legados papales que fueran por los diversos territorios de Europa,
convocando sínodos y procurando por diversos medios que los decretos papales se
cumplieran a cabalidad.

Al prohibirle al pueblo que recibiera los sacramentos administrados


por simoníacos, Gregorio esperaba hacer del pueblo su aliado en la causa de reforma,
de modo que los altos prelados y los sacerdotes que no se humillaban ante las órdenes
papales fueran humillados al menos por la ausencia del pueblo. Empero este decreto
era difícil de cumplir, pues en las regiones donde se practicaba más abiertamente la
simonía no era fácil encontrar sacerdotes que no estuvieran mancillados por ella de uno
u otro modo. Luego, el pueblo se veía en la difícil alternativa entre no recibir los
sacramentos en obediencia al Papa, o recibirlos y así apoyar a los simoníacos. Además,
pronto hubo quien comenzó a acusar a Gregorio de herejía, y a decir que el Papa había
declarado que los sacramentos administrados por personas indignas no eran válidos, y
que tal opinión, sostenida siglos antes por los donatistas, había sido condenada por la
iglesia. De hecho, lo que Gregorio había dicho no era que los sacramentos
administrados por sacerdotes indignos no fuesen válidos, sino sólo que, a fin de
promover la reforma eclesiástica, los fieles debían abstenerse de ellos. Pero en todo
caso la acusación de herejía contribuyó a limitar el impacto de los decretos
reformadores.

El éxito de los legados papales no fue mucho mayor. En Francia, el rey Felipe I
tenía varias razones de enemistad con el Papa, y por tanto los legados no fueron
recibidos cordialmente. Con el apoyo del Rey, el clero se negó a aceptar los decretos
romanos. Mientras el alto clero se oponía sobre todo a los edictos referentes a la
simonía, muchos en el bajo clero se resistían a las nuevas leyes con respecto al
matrimonio. En efecto, había buen número de clérigos casados, personas relativamente
dignas de los cargos que ocupaban, que no estaban dispuestos a abandonar a sus esposas
y familias sencillamente porque el ideal monástico se había adueñado del papado. Por
tanto, estos clérigos se vieron forzados a unirse a los simoníacos en su oposición a la
reforma que los papas propugnaban. Gregorio y sus compañeros, surgidos todos de la
vida y los ideales monásticos, estaban convencidos de que el monaquismo era el patrón
que todos los clérigos debían imitar, y en ese convencimiento, al mismo tiempo que
dañaron su propia causa creándoles aliados a los simoníacos, produjeron sufrimientos
indecibles entre el clero casado y sus familias.
En Alemania, Enrique IV se mostró algo más cordial para con los legados
papales. Pero esto no lo hizo porque estuviera de acuerdo con su misión, sino
sencillamente porque esperaba que el Papa lo coronase emperador, y no quería
granjearse su enemistad. Con el beneplácito real, los legados trataron de imponer los
decretos romanos. En cuanto a la simonía, tuvieron cierto éxito. Pero la oposición a los
edictos referentes al matrimonio eclesiástico fue grande, y tales edictos sólo se
cumplieron en parte.

En Inglaterra y Normandía, Gregorio gozaba de cierta autoridad, pues años


antes, cuando todavía era consejero de Alejandro II, había prestado su apoyo a
Guillermo de Normandía, “el Conquistador”, quien tras la batalla de Hastings se había
hecho dueño de Inglaterra. Ahora los legados papales aprovecharon esa deuda de
gratitud para hacer valer los mandatos reformadores. Puesto que tanto Guillermo como
su esposa Matilde apoyaban la reforma, los legados fueron bien recibidos, y se condenó
la simonía. Pero Guillermo insistió en su derecho de nombrar los obispos en sus
territorios. Y entre el bajo clero la oposición al celibato eclesiástico fue grande.

Todos estos acontecimientos convencieron a Gregorio de que era necesario


continuar el proceso de centralización eclesiástica que sus predecesores habían
comenzado. Hasta entonces, los obispos metropolitanos habían tenido gran
independencia, y la autoridad papal había sido más nominal que real. En vista de la
oposición general a los decretos de reforma, Hildebrando llegó a la conclusión de que
era necesario promover la autoridad papal, a fin de que sus mandatos tuvieran que ser
obedecidos. En consecuencia, bajo su pontificado las pretensiones de la sede
romana llegaron a un nivel sin precedente. Aunque Gregorio nunca llegó a promulgar
todas sus opiniones con respecto al papado, éstas se encuentran en un documento del
año 1075. En él, Gregorio afirma no sólo que la iglesia romana ha sido fundada por el
Señor, y que su obispo es el único que ha de recibir el título de “universal”, sino también
que el papa tiene autoridad para juzgar y deponer a obispos; que el Imperio le pertenece,
de tal modo que es él quien tiene derecho a otorgar las insignias imperiales, así como a
deponer al emperador; que la iglesia de Roma nunca ha errado ni puede errar; que el
papa puede declarar nulos los juramentos de fidelidad hechos por vasallos a sus señores;
y que todo papa legítimo, por el sólo hecho de ocupar la cátedra de San Pedro, y en
virtud de los méritos de ese apóstol, es santo. Sin embargo, todo esto no pasaba de ser
teoría mientras los reyes, emperadores y demás señores laicos tuviesen autoridad para
nombrar a los obispos y abades. Si los dirigentes eclesiásticos recibían sus cargos de
los laicos, sería a ellos que les deberían fidelidad y obediencia, y no al papa.

Esto parecía haber quedado comprobado por el modo en que fueron recibidos
los legados papales en su misión de reformar la iglesia de los diversos reinos. Por esa
razón, en el año 1075, y después en el 1078 y el 1080, Gregorio prohibió a todos los
clérigos y monjes recibir obispados, iglesias o abadías de manos laicas, so pena de
excomunión. En el 1080, se añadía que también serían excomulgados los señores laicos
que invistieran a alguien en tales cargos.

Con estos decretos quedaba montada la escena para los grandes conflictos entre
el Pontificado y el Imperio.

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