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Jean

Louis Ska sj

Los enigmas del pasado


Prólogo a la edición española

«La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la
recuerda para contarla».
Gabriel García Márquez, Vivir para contarla (incipit).

Lo que el gran escritor colombiano dice de la experiencia individual puede


ser aplicado, mutatis mutandis, a la experiencia de los pueblos y a la del pueblo
de Israel en particular. La Biblia, en efecto, no es otra cosa que la «memoria
colectiva» de un pueblo, que, a lo largo de su historia, ha ido registrando en
menor medida unos hechos concretos, fechados y detallados, que algunas
experiencias que le han permitido vivir y sobrevivir y que, por consiguiente, han
merecido ser contadas de generación en generación. Como dice con tanta fortuna
Gabriel García Márquez, la vida no es nunca exactamente la que uno vivió. La
historia tampoco es sólo una serie de acontecimientos registrados con cuidado en
anales o en crónicas detalladas. La verdadera historia, la que cuenta y es
«maestra de la vida», es algo distinto a una recensión exacta, rigurosa, pero
también aséptica y anónima, de «lo que verdaderamente pasó». Está compuesta
de risas y lágrimas, de alegrías y sufrimientos, del sudor y de la sangre de
aquellos que vivieron unos momentos que se han vuelto, en el sentido literal de
la palabra, «memorables». Esta historia no se parece a los manuales escolares y a
menudo un tanto aburridos de nuestra infancia y de nuestra juventud; se parece
más bien a los recuerdos que una familia va reuniendo poco a poco, a esos viejos
álbumes de fotos amarillentas, a las cartas u objetos familiares que poseen todos
la misma cualidad: la de hacer brotar de los labios una «historia» que todos
escuchan en cada ocasión con el mismo placer renovado, una historia que
escuchamos para poder contarla, a nuestra vez, a nuestros propios hijos. Y es
que, a fin de cuentas, una familia se construye también en torno a cierto número
de historias que vale la pena contar. Los elementos importantes en una vida de
familia son los que engendran historias. Esas historias permanecen, conservan su
encanto y su poder evocador, transmiten el mismo mensaje o las mismas
lecciones, se adaptan también a las necesidades y a las circunstancias, porque
tienen una vida propia y tienen el rostro cambiante de la vida.
Es esencial entrar en el universo de la Biblia del mismo modo que se hojea
un álbum de recuerdos. Cada cosa tiene un sentido, y hasta el menor detalle tiene
su razón de ser. Ahora bien, la precisión en el detalle no es la del historiador, es
más bien la de un narrador de cuentos, la de los padres y los abuelos de un
pueblo que desean legar a las jóvenes generaciones los tesoros de su sabiduría en
forma de relatos que permitan revivir a cada uno las experiencias de un pasado
rico: «Las cosas que hemos oído y que sabemos, las que nos contaron nuestros
antepasados: las glorias del Señor y su poder, las maravillas que hizo, no se las
ocultaremos a sus descendientes, sino que se las contaremos a la generación
venidera» (Sal 78,3-4).

La memoria colectiva de un pueblo, en efecto, forma su conciencia


colectiva, su inteligencia y su sensibilidad. Para formar la conciencia de un
pueblo, no cabe duda de que la poesía es mejor aliada que la sequedad de una
recensión exacta y minuciosa de los acontecimientos, porque la poesía
proporciona al relato su encanto y le concede la capacidad de modelar los
espíritus o, más bien, la capacidad de invitarles a recorrer «los caminos antiguos,
los caminos seguros, los que procuran el reposo» (Jr 6,16).

La Biblia no es, pues, un manual de historia en el sentido moderno del


término; contiene más bien «historias», es decir, experiencias de las que se ha
acordado Israel y que ha transformado en relatos. Leer la Biblia de esta manera
tiene la gran ventaja, a mi modo de ver, de resolver las numerosas dificultades
planteadas estos últimos tiempos por algunas publicaciones bastante radicales y,
sobre todo, por los artículos aparecidos en la prensa, que, por otra parte, no han
retenido, la mayoría de las veces, más que el aspecto «sensacional» y provocador
de estas obras. Es cierto que los espíritus han podido sentirse turbados por
algunos títulos: «Ni Abrahán ni Moisés han existido nunca»; «Las historias de
los patriarcas no son más que invenciones piadosas»; «Israel no atravesó
seguramente el mar Rojo a pie enjuto»; «No hubo ninguna conquista de la tierra
prometida»; «David y Salomón no fueron más que pequeños reyezuelos
locales», y otras afirmaciones de este tipo.

El problema es, a buen seguro, delicado, puesto que la teología tradicional


afirma que la fe cristiana, al contrario que la mitología, está basada en
acontecimientos históricos. El Dios de la Biblia es un Dios que interviene en la
historia, y la encarnación es una última prueba de esta «inmanencia» de la
divinidad que vino a «plantar su tienda entre nosotros» (Jn 1,14). Negar la
historicidad de la Biblia equivale, por tanto, a minar uno de los fundamentos de
la fe bíblica y a poner en peligro todo el edificio de la teología cristiana. Como
dice la primera carta de san Juan (1,1-3), «lo que existía desde el principio, lo
que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos
contemplado y han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida, —
pues la vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio, y os
anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó-, lo que
hemos visto y oído os lo anunciamos para que también vosotros estéis en
comunión con nosotros».

Es preciso, por consiguiente, que los primeros testigos del Evangelio


hubieran podido ver, escuchar y tocar algo real para poder anunciarlo a
continuación. En el Antiguo Testamento, la situación es algo parecida:

Recuerdo las hazañas del Señor;

sí, recuerdo tus maravillas de antaño.

Considero todas tus obras, medito tus proezas.

Oh Dios, santo es tu proceder.

¿Qué dios es tan grande como nuestro Dios?

Tú, el Dios que realiza maravillas,

diste a conocer entre los pueblos tu poder;

con tu brazo rescataste a tu pueblo,

a los hijos de Jacob y de José.

Te vio el mar, oh Dios, te vio el mar y tembló,

hasta el océano se estremeció.

Las nubes descargaron sus aguas,

los nubarrones tronaron, zigzaguearon tus rayos.


El estruendo de tu trueno resonaba en el torbellino,

los relámpagos deslumhraron el orbe,

la tierra retemblaba estremecida.

Te abriste un camino por el mar,

un sendero por las aguas caudalosas,

y nadie descubrió tus huellas.

Guiabas a tu pueblo como un rebaño,

Moisés y Aarón lo conducían.


Este texto del Sal 77,12-21 describe la salida de Egipto y el paso del mar
como experiencias vividas. El lenguaje es, ciertamente, poético, pero se refiere a
un acontecimiento, no a imágenes o símbolos.

¿Cómo debemos interpretar, en este caso, esos relatos? A mi modo de ver, es


importante evitar dos escollos. El primero consiste en atrincherarse en
posiciones defensivas y afirmar, sin entrar en demasiados matices, que lo que
dice la Biblia «es verdadero» y que, por consiguiente, lo que ella cuenta
corresponde a lo que pasó de verdad. Esta posición fündamentalista es peligrosa
y, de todos modos, poco defendible, porque identifica, más o menos
conscientemente, el lenguaje de los relatos bíblicos con el de los historiadores
modernos. O bien obliga a los textos bíblicos a corresponder a las exigencias de
una determinada teología o de una determinada ideología, sin demostrar nunca
verdaderamente el buen fundamento de este postulado. Por otra parte, existe otra
posición extrema que es

mejor evitar, una posición nihilista que viene a negar todo vínculo entre los
relatos bíblicos y la historia. Baste, en este momento, con recordar que el pueblo
de Israel y su tierra pertenecen a la historia y no a la mitología, del mismo modo
que la primera comunidad de los discípulos de Jesucristo forma parte de la
historia y no de la leyenda.
La cuestión, no obstante, consiste en saber si existe alguna posibilidad de
navegar entre los dos escollos que acabamos de mencionar, entre el todo de los
fündamentalistas y la nada de los nihilistas. A mí me parece que sí, y que la vía
nos la indica Gabriel García Márquez, a quien he elegido, además, como guía
para escribir estas páginas introductorias. Con otras palabras, es esencial saber
cómo leer los relatos bíblicos y saber lo que podemos encontrar en ellos.

Este pequeño libro, fruto de varios seminarios realizados con grupos de


laicos en Italia, especialmente en Génova y en Roma, quiere acompañar al lector
durante su viaje a través de los relatos bíblicos, desde la creación del mundo (Gn
1) hasta el asedio de Jerusalén por Senaquerib en el año 701 a. C. Para que este
viaje resulte, a la vez, agradable e instructivo, es importante que nos proveamos
de algunos accesorios indispensables.

Lo primero que conviene introducir en nuestro equipaje es una de las


adquisiciones esenciales de la ciencia bíblica de estos dos últimos siglos; en este
caso, que los relatos bíblicos nos informan más sobre el mundo de quienes los
han escrito que sobre el mundo que describen. Dicho con palabras más sencillas,
«los relatos de familia» de los que hablaba yo más arriba siguiendo a Gabriel
García Márquez sirven más para hacernos entrar en el espíritu de familia que
para informarnos con precisión sobre su historia. Esto vale también para la
historia de Israel. Empleando palabras más técnicas, los textos bíblicos nos
informan poco sobre el «mundo del relato» y más sobre el de sus autores. Los
relatos patriarcales, por ejemplo, no nos dicen gran cosa sobre una supuesta «era
patriarcal»; nos revelan más bien, por el contrario, cuáles eran las
preocupaciones de un pueblo que intenta definir su identidad a partir de mejor
evitar, una posición nihilista que viene a negar todo vínculo entre los relatos
bíblicos y la historia. Baste, en este momento, con recordar que el pueblo de
Israel y su tierra pertenecen a la historia y no a la mitología, del mismo modo
que la primera comunidad de los discípulos de Jesucristo forma parte de la
historia y no de la leyenda.

La cuestión, no obstante, consiste en saber si existe alguna posibilidad de


navegar entre los dos escollos que acabamos de mencionar, entre el todo de los
fundamentalistas y la nada de los nihilistas. A mí me parece que sí, y que la vía
nos la indica Gabriel García Márquez, a quien he elegido, además, como guía
para escribir estas páginas introductorias. Con otras palabras, es esencial saber
cómo leer los relatos bíblicos y saber lo que podemos encontrar en ellos.
Este pequeño libro, fruto de varios seminarios realizados con grupos de
laicos en Italia, especialmente en Génova y en Roma, quiere acompañar al lector
durante su viaje a través de los relatos bíblicos, desde la creación del mundo (Gn
1) hasta el asedio de Jerusalén por Senaquerib en el año 701 a. C. Para que este
viaje resulte, a la vez, agradable e instructivo, es importante que nos proveamos
de algunos accesorios indispensables.

Lo primero que conviene introducir en nuestro equipaje es una de las


adquisiciones esenciales de la ciencia bíblica de estos dos últimos siglos; en este
caso, que los relatos bíblicos nos informan más sobre el mundo de quienes los
han escrito que sobre el mundo que describen. Dicho con palabras más sencillas,
«los relatos de familia» de los que hablaba yo más arriba siguiendo a Gabriel
García Márquez sirven más para hacernos entrar en el espíritu de familia que
para informarnos con precisión sobre su historia. Esto vale también para la
historia de Israel. Empleando palabras más técnicas, los textos bíblicos nos
informan poco sobre el «mundo del relato» y más sobre el de sus autores. Los
relatos patriarcales, por ejemplo, no nos dicen gran cosa sobre una supuesta «era
patriarcal»; nos revelan más bien, por el contrario, cuáles eran las
preocupaciones de un pueblo que intenta definir su identidad a partir de un
pasado remoto, justificar sus prerrogativas y dar cuerpo a sus convicciones y sus
esperanzas más fundamentales.

En segundo lugar, es necesario que nos proveamos de una buena dosis de


sentido crítico, en el sentido literal de la palabra. La palabra «crítica» procede,
en efecto, del verbo griego krínein, que significa «juzgar», «discernir». El
sentido crítico es, por consiguiente, la capacidad de juzgar y de discernir, de «no
tomar por oro todo lo que brilla», de no contentarse con respuestas manidas y
fórmulas comodín. Al leer la Biblia es importante medir la distancia que nos
separa de estos textos antiguos, escritos en otra lengua, en otro mundo y
siguiendo los criterios de una cultura distinta. No es posible aplicar a estos textos
nuestros criterios o juzgarlos según nuestros cánones. Tampoco es posible
trasladarlos a nuestro mundo sin «traducirlos». El lenguaje es diferente, los
modos de pensar y de expresarse son distintos, y los modos de contar también.
Sería ingenuo y poco razonable creer que estos textos pueden ser leídos y
comprendidos sin realizar un esfuerzo de transposición y de «traducción».
En tercer lugar, será asimismo útil procurarnos una amplia provisión de
«curiosidad intelectual». El gusto por la aventura, el deseo de explorar y de
descubrir, la sed de saber, son indispensables para poder aventurarse en la selva
de los textos bíblicos. Eso significa, por supuesto, que el lector podrá perder por
el camino algunas de sus falsas certezas, que podrá sentirse conmocionado en
sus convicciones o ver cómo se hunden algunas de sus construcciones
excesivamente simplistas. Deberá tener el coraje de dejar a su espalda, sin falsos
lamentos, algunas ideas demasiado simplistas sobre la Biblia para poder avanzar
por unos caminos que conducen a opiniones más sobrias, aunque también mucho
más sólidas. La honestidad intelectual requiere una actitud recomendada también
por el Evangelio en otro contexto: es preciso saber perder para poder encontrar
lo único que vale la pena (r/TMt 16,25 y par.). El que no quiere perder nada se
arriesga, por el contrario, a encontrarse con las manos vacías {cfíAt 25,28-29).

La curiosidad intelectual requiere asimismo cierto sentido de la gratuidad.


El esfuerzo por buscar la verdad juntos, con honestidad, es una empresa que
tiene valor en sí misma. No es necesario que se revele útil para otra cosa: para
confirmar o consolidar, por ejemplo, opiniones preconcebidas sobre la
revelación bíblica. La verdad es un valor en sí, del mismo modo que la Escritura
tiene valor en sí, sobre todo para el creyente que la lee como «Palabra de Dios».
El amor, dice Bernardo de Claraval, tiene en sí mismo su recompensa. Lo mismo
diremos del esfuerzo de la inteligencia recta, honesta y rigurosa.

Por último, se recomienda «llenar el depósito» de confianza. Confianza en


la Palabra de Dios, porque el creyente sabe que ésta no puede decepcionarle.
Confianza en las capacidades de la inteligencia humana, que, después de todo, es
un don de Dios. Confianza en poder superar los obstáculos y las resistencias que
cada uno encuentra, inevitablemente, en su camino. Confianza en la misma
investigación, porque, como dice el evangelio, «la verdad os hará libres» (Jn
8,32). Confianza asimismo en la comunidad de los lectores de la Biblia, que
desde hace casi veinte siglos no ha cesado de escrutar las Escrituras para
descubrir en ellas cada día un alimento sustancial para el espíritu.

Sólo me queda desear a todos los lectores de este volumen un buen viaje a
través de las páginas de un libro que ya cuenta con más de dos mil años pero que
sigue siendo joven y continúa estando alerta. Y les deseo también que vuelvan de
este viaje con algunos recuerdos inolvidables y algunos relatos para transmitir a
las generaciones futuras.
Jean-Louis Ska 3 de septiembre de 2003 Fiesta de san
Gregorio Magno
Capítulo primero - Contar historias y escribir la historia
La Biblia se presenta, tradicionalmente, como un libro de historia o de
historias con un comienzo, un largo desarrollo y un final. El comienzo de la
historia coincide con la creación del mundo y el fin con la predicación del
Evangelio en el Imperio romano durante el siglo I después de Cristo. Se podría
decir incluso que, en los primeros capítulos del Apocalipsis, la Biblia describe,
de una manera anticipada, el final último de toda la historia: el fin del mundo.
Dicho con palabras claras y sencillas, la Biblia contiene la historia del mundo
desde el comienzo hasta el final. La historia es parcial y fragmentaria, no
pretende en modo alguno ser exhaustiva; intenta más bien decir lo esencial sobre
nuestro mundo: afirma saber cómo se ha constituido, por qué existe y cuál es la
vocación de la humanidad en el universo y cómo acabará este universo que
conocemos. La historia contada en la Biblia es la historia de nuestro mundo, y es
nuestra historia. En particular, la Biblia nos cuenta cómo la humanidad ha
buscado largamente la salvación, una salvación que se le ha ofrecido, finalmente,
en Jesucristo.

Durante siglos, estas afirmaciones no han supuesto dificultad alguna,


especialmente en el mundo cristiano. Hoy, por el contrario, desde la aparición
del espíritu crítico, las cosas son muy diferentes y se ha vuelto necesario que nos
preguntemos cuál es el vínculo entre la «historia contada por la Biblia» y la
«historia real». Se trata, pues, de establecer con mayor precisión si la «historia»
contada por la Biblia es fiable o no.
I. La historia antigua y el mundo de la televisión
Adoptar el punto de vista crítico significa también poner en tela de juicio
una de nuestras actitudes más comunes e inconscientes frente a la realidad y
frente a nuestras representaciones de la realidad. En efecto, nuestro mundo está
dominado por los medios de comunicación, en particular por la televisión. Estos
medios crean la ilusión —pues se trata de una verdadera ilusión— de que es
posible suministrar imágenes fieles de la realidad. Lo que vemos en la televisión
sería —según la opinión general— una fotografía del mundo real. Esta fotografía
puede ser parcial, puede haber sido elegida con cuidado, y ciertos detalles
pueden haber sido ocultados. Probablemente olvidamos, con excesiva frecuencia
o con demasiada rapidez, que las imágenes están filtradas, que el ángulo de mira
y el encuadre están estudiados con conocimiento de causa, que ni la secuencia de
las imágenes ni el momento en que son presentadas son fruto de un puro azar,
sino de estrategias muy elaboradas. A pesar de todo esto, no es menos verdad
que, para nosotros, una película de actualidad es siempre un trozo de la realidad,
pues pensamos que no existe ninguna distancia entre la fotografía y la realidad
fotografiada.
II. La historia antigua y la «Pietá» de Miguel
Ángel
No pretendo discutir esta creencia, aunque sería oportuno hacerlo. Ante
todo, pretendo poner en duda la legitimidad de semejante actitud en lo que se
refiere a la Biblia. La historia que nos presenta la Biblia no es una película
televisada. No asistimos nunca a los acontecimientos contados como si
estuviéramos frente a la pequeña pantalla. En realidad, existe una distancia, a
menudo considerable, entre los acontecimientos y su descripción en las
Escrituras. Del mismo modo que Miguel Ángel no pudo tener como modelos a
María y a Jesús

para esculpir su Pietá dado que María y Jesús vivieron quince siglos antes
que él, así también los escritores bíblicos, especialmente los del Antiguo
Testamento, escribieron a menudo mucho después de los acontecimientos que
describen. Ahora bien, la Pietá de Miguel Ángel expresa, con una intensidad
digna de ser destacada, algo de la participación de una madre en la pasión y en la
muerte de su hijo. Una simple recensión periodística no hubiera captado esta
experiencia de la misma manera ni con la misma intensidad. Además, Miguel
Ángel forma parte de una larga cadena de artistas que han representado esta
escena u otras semejantes, cada uno de ellos según la sensibilidad de su época.

De hecho, los relatos bíblicos se encuentran a menudo más cerca de las


obras de arte, como la Pieta de Miguel Ángel, que de las rúbricas de prensa o de
los telediarios. No persiguen sobre todo la exactitud de la crónica fiel y
detallada; buscan más bien —y en primer lugar— transmitir un mensaje
existencial a propósito de los acontecimientos que describen. Dicho de modo
claro, pretenden «formar» más que «informar». La significación del
acontecimiento relatado es más importante que el «hecho en estado bruto», si es
que existen en nuestro mundo humano «hechos en estado bruto». La relación de
los hechos bíblicos con la «realidad» histórica es, por tanto, compleja; a buen
seguro, más compleja que la relación entre un reportaje televisado y un hecho de
la actualidad.

III. La «verdad» de los relatos bíblicos


Nuestra tarea es, por consiguiente, doble. Por una parte, es necesario
corregir nuestra representación de la «historia bíblica»;

por otra, será necesario definir mejor el tipo de «verdad» que encontramos
en las Escrituras. Para alcanzar este doble objetivo y convencernos de que la
Biblia no está escrita por corresponsales de prensa que siguieran personalmente
a los personajes y los acontecimientos con cuadernos de notas, grabadoras,
máquinas de fotos y cámaras de televisión, es necesario comparar la historia
bíblica con los documentos que los investigadores,

historiadores y arqueólogos nos pueden suministrar sobre los


acontecimientos que nos cuenta la Biblia. Será muy instructivo volver a tomar
toda la historia bíblica, a partir de la creación, y preguntarnos si las
descripciones ofrecidas por la Biblia están confirmadas o no por los documentos
contemporáneos.
IV. Historia e historias
El modo de relatar de la Biblia, como acabamos de ver, no es exactamente el
de un telediario^ ni tampoco el de los historiadores modernos. También aquí es
preciso corregir, sin duda, una manera demasiado difundida de abordar los
relatos bíblicos, a fin de adoptar una perspectiva más justa. Voy a poner un
primer ejemplo para hacerme comprender mejor.

1. El bautismo de Jesús

En el relato del bautismo, presente en los tres evangelios sinópticos (Mateo,


Marcos y Lucas), se abre el cielo y baja el Espíritu Santo en forma de paloma
sobre Jesús, que acaba de ser bautizado. Pero ¿quién ve esta paloma? Según los
tres evangelios, es Jesús el único que tuvo esta experiencia. Sin embargo, si fue
así, surge otra cuestión de inmediato: ¿cómo pueden contar los evangelistas este
acontecimiento? La respuesta que se nos ocurre de inmediato es que el mismo
Jesús se lo contó a sus discípulos. Con todo, subsiste un problema. Se trata de
una simple cuestión de estilo. El relato está en tercera persona y no en primera.
El evangelista no escribe: «Jesús me dijo que en aquel momento vio al Espíritu
Santo que bajaba sobre él en forma de paloma», ni tampoco: «Jesús me dijo: "En
ese momento, vi al Espíritu Santo que bajaba sobre mí..."». El autor del relato no
es Jesús, sino alguien que habla como si hubiera sido testigo ocular del
acontecimiento. Sin embargo, es preciso reconocer que el relato mismo excluye
que cualquier otra persona que no sea el mismo Jesús hubiera podido ver el
fenómeno. Además, es probable que los discípulos no estuvieran presentes, pues
Jesús los llamó después

de su bautismo. A esto debemos añadir que Marcos y Lucas se hicieron


discípulos todavía más tarde, después de la resurrección. En consecuencia, el
relato pone a su lector ante una imposibilidad: si Jesús es el único personaje
presente que pudo ver al Espíritu Santo, entonces —al menos en principio—
nadie puede decir: «Jesús vio al Espíritu Santo».

Otro modo de abordar las cosas sería decir que estamos ante una manera de
hablar y de escribir corriente y aceptada en aquella época. Esa manera de escribir
es todavía muy común en nuestros días, no en el mundo del periodismo o en el
de la historiografía, sino en el mundo de la novela. En efecto, los novelistas no
tienen problemas para decirle al lector lo que piensa un personaje que está solo
en una habitación. Pueden hacer asistir a escenas y revelar el contenido de
pensamientos o de monólogos que no pueden tener testigos. Nadie se rebela
diciendo: «Este autor "inventa" lo que dice», puesto que la escena se desarrolla
sin testigos. En este caso, todo el mundo es consciente de que el novelista no
pretende contar hechos experimentados. Estamos en el mundo de la ficción, que
no es exactamente el mundo real. Es un mundo creado y modelado por el autor
de la novela. Sin embargo, se trata de un mundo verosímil, esto es, semejante al
mundo real. Se trata de un mundo que podría ser o que podría haber sido, del
mismo modo que los personajes podrían asistir o podrían haber asistido.

Estas observaciones tan sencillas crean, sin duda, un gran malestar entre los
creyentes, porque, para ellos, la Biblia y los evangelios no pueden parecerse a
una novela, es decir, a un relato salido directamente de la imaginación de sus
autores. La historia bíblica es «verdadera», no es ni inventada ni legendaria. La
Biblia cuenta acontecimientos que han sucedido «de verdad», acontecimientos
en los que puede apoyarse nuestra fe con toda seguridad. En consecuencia,
hemos de elegir: o bien la historia de la salvación es historia «verdadera», o bien
nuestra fe pierde su fundamento. Henos, pues, ante un dilema del que
verdaderamente es muy difícil salir.

2. ¿Escribir una novela o escribir como en las novelas?

Llegados a este punto de nuestra investigación, se hace necesario introducir


una distinción importante, en primer lugar, para tranquilizar a quien pudiera
inquietarse por el giro que van tomando las cosas y, en segundo lugar, para dar
un paso hacia adelante en nuestra comprensión de la Biblia. Decir que la Biblia
utiliza determinados recursos literarios que encontramos en la novela moderna
no equivale en modo alguno a decir que la Biblia es una novela. Sólo supone
afirmar que la manera de escribir de los autores bíblicos está más cerca de la de
los novelistas modernos que de la de los cronistas, periodistas u otros
corresponsales de la televisión. En términos muy sencillos, esta constatación se
refiere únicamente a la forma de los relatos bíblicos y no implica ningún juicio
sobre su contenido.

3. La historiografía moderna

¿Cuál es, entonces, la verdadera diferencia entre la historia tal como


nosotros la comprendemos hoy y los relatos bíblicos? Vamos a partir de una
definición bastante simple: la historia, o la ciencia histórica llamada
historiografía, está basada en documentos y testigos.

Los documentos pueden ser escritos o no escritos. Un palacio, una casa, una
tumba, una punta de flecha, un graffi-ú escrito en una piedra, las cenizas dejadas
en un hogar, son otros tantos documentos que permiten descubrir la existencia de
personas. A partir de estos documentos, se vuelve posible —tomando las
precauciones necesarias y aplicando el rigor indispensable— elaborar un retrato
de las personas que dejaron estos documentos y reconstruir el mundo en el que
vivían. Ciertamente, los documentos escritos tienen una importancia capital.
Ahora bien, éstos tienen que ser usados con espíritu crítico, porque pueden ser
tendenciosos y deformar la verdad. Todos conocemos documentos parciales,
incompletos o carentes de fundamento.

Hoy conocemos asimismo las fotografías, las películas y las grabaciones. En


la antigüedad, en cambio, existían diferentes tipos de iconografía y de estatuaria.
Recientemente, algunos investigadores han consagrado mucho tiempo a estudiar
la impresión de los sellos antiguos encontrados en el Próximo Oriente y han
conseguido obtener informaciones muy interesantes sobre la historia de la
religión popular de la época.

Los testigos, por su parte, son testigos oculares, es decir, personas que han
asistido a los acontecimientos. Puede tratarse también de personas que han
recogido los testimonios de los testigos oculares. Sea como fuere, es importante
que en la base del testimonio haya un testigo directo. A esta razón se debe que la
historia se ocupe únicamente de acontecimientos públicos y no de
acontecimientos privados. La oración o la reflexión de una persona sola en su
habitación no forman parte de la historia, pues, necesariamente, no hay testigos.
Y cuando no tiene ni documentos ni testigos, el historiador se calla.
En la Biblia, sin embargo, el lector encuentra a menudo relatos que no
corresponden exactamente a esta definición de «historiografía». En general, el
lector no reacciona, pues los textos son muy conocidos y casi nadie plantea
cuestiones críticas sobre ellos. Ahora voy a presentar algunos ejemplos de
narraciones muy conocidas que no pueden haber sido escritas, a buen seguro, por
testigos directos. Se trata de ejemplos parecidos al del bautismo de Jesús
evocado más arriba.

4. La zarza ardiente

Es un primer ejemplo tomado del libro del Éxodo. Se trata de la famosa


escena de la zarza ardiente (Ex 3,1-6). La escena incluye dos personajes: Moisés
y Dios. ¿Quién asiste a la escena? Nadie. ¿Quién puede contarla? Se puede
responder que Moisés. Sin embargo, el relato no está en primera, sino en tercera
persona. También aquí el narrador «da la impresión» de ser testigo, es decir, que
se mete «en la piel» de un testigo ocular para poder contar lo que pasa.

5. El paso del mar

Otro ejemplo procede del relato del paso del mar (Ex 14). Cuando los
egipcios desaparecen porque las aguas refluyen sobre ellos, dicen, según el texto
bíblico: «Huyamos ante Israel, porque el Señor pelea por ellos contra Egipto»
(Ex 14,25). La «historicidad» de este relato plantea numerosas cuestiones. Un
primer problema, menor, procede de la lengua. Los egipcios hablaban,
evidentemente, la lengua egipcia. Sin embargo, en Ex 14,25 las palabras del
ejército egipcio están en hebreo, como si los egipcios hablaran esta lengua. A
buen seguro, se trata de una convención, puesto que este mismo fenómeno se
encuentra un poco por todas partes en la Biblia. Hay un segundo problema más
difícil de resolver: ¿quién oyó el discurso pronunciado por el ejército del faraón
en su huida? Todos los egipcios murieron inmediatamente después y, por
consiguiente, no pudieron contar nada (Ex 14,28). Por otra parte, una nube
separaba al ejército egipcio de los israelitas, soplaba un fuerte viento del este
(14,21) y era de noche (14,19-20). Nada de todo esto facilitaba las cosas. A la
mañana siguiente, los israelitas descubrieron los cuerpos de los egipcios sobre la
orilla (l4,30b). Pero ¿qué es lo que pudieron ver y oír durante la noche? Sin
embargo, el narrador hace asistir al lector a la escena como si él mismo fuera un
espectador directo. Si bien no es algo absolutamente imposible, está bastante
claro, no obstante, que esta parte del relato es más una «reconstrucción» que el
informe de un testigo ocular de los

acontecimientos.

6. La agonía de Jesús
Tenemos un último ejemplo, muy claro, procedente del Nuevo Testamento.
Jesús, durante su agonía, ora en el «huerto de los olivos». Los lectores de los
evangelios de Marcos y de Mateo pueden saber también lo que dijo Jesús en esta
circunstancia. Ahora bien, ¿quién estaba presente y oyó lo que dijo Jesús en esta
circunstancia? Nadie. En efecto, los tres

discípulos que acompañaban a Jesús, siempre según Marcos y Mateo,


dormían en ese momento. Esta vez, difícilmente pudo comunicarse Jesús con sus
discípulos, porque fue detenido, condenado y crucificado. Por su lado, los
discípulos habían huido justo después del arresto de su maestro. De momento,
importa poco saber cómo consiguieron escribir esta página los evangelistas. Es
esencial ver que no fue escrita por un «cronista» que seguía a Jesús y escribía lo
que decía en su agonía. Es sencillamente imposible. En consecuencia, la
«verdad» de la escena de Getsemaní —pues tiene una «verdad» que le es propia
— no puede ser la de un hecho «comidilla de la crónica», como los que
encontramos cada día en los periódicos. Para encontrar esta «verdad» del relato
evangélico, hemos de buscar en otra parte e interrogarnos sobre el estilo y las
técnicas literarias propias de los evangelistas.

En conclusión, debemos admitir que hay diferentes maneras de escribir la


«historia». Los cánones modernos son, qué duda cabe, más estrictos y más
severos que los que presidieron la redacción de los relatos que encontramos en la
Biblia; deberemos recordarlo y no esperar de los escritores bíblicos que
respondan a las exigencias del mundo contemporáneo en materia histórica.
Este libro, a fin de hacer más cómoda la lectura, no tiene notas. Los que
están familiarizados con la materia no tendrán ninguna dificultad para encontrar
los autores o las obras a los que hacemos referencia a lo largo de toda la
exposición. Aquellos, en cambio, que no lo están no se verán distraídos con
nombres y títulos desconocidos, a menudo en lenguas extranjeras. Por lo demás,
hemos añadido al final una breve bibliografía de consulta que permitirá, a los
que lo deseen, completar la lectura o encontrar más información sobre ciertos
puntos de mayor interés.
Capítulo segundo - Creación, diluvio, torre de
Babel: relatos de los orígenes y orígenes del
relato
La relación entre relato (lenguaje) e historia (realidad) puede variar
sobremanera, tanto en la literatura moderna como en la Biblia. Esta relación
evoluciona sobre todo en función de la intención del autor, del contexto y de los
temas tratados. Para ilustrar esta verdad elemental, conviene releer con mirada
crítica algunas de las páginas más importantes y más conocidas de la Biblia. Para
simplificar las cosas, recogeré el relato bíblico tal como se presenta en la
actualidad. Empezaré, por tanto, el recorrido por el relato de la creación. En cada
parte importante del relato, plantearé una misma serie de cuestiones: ¿Quién es
el que cuenta? ¿Cómo puede saber el narrador lo que narra? ¿Hay documentos
extrabíblicos sobre estos mismos acontecimientos? ¿Qué diferencias hay entre
los relatos bíblicos y los documentos extrabíblicos? ¿Cómo se pueden explicar
estas diferencias?
I. La creación del mundo (Gn 1-2)
¿Qué podemos saber de la creación? No mucho, diremos de inmediato, pues
no había ningún testigo cuando el mundo no existía aún. Los primeros testigos
aparecieron -como es obvio- sólo después de la aparición del género humano.
Por consiguiente, el narrador que describe cómo creó Dios el universo no puede
ser un testigo ocular, especialmente en lo que se refiere al primer relato de la
creación (Gn 1,1—2,3), relato que comienza con estas bien conocidas palabras:
«Al principio

creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1,1). En efecto. Dios no crea en este relato
a la primera pareja humana hasta el sexto día. En consecuencia, el narrador, para
poder contar lo que pasó durante los cinco primeros días, se vio obligado a
extrapolar o «imaginar» lo que ningún testigo humano pudo ver con sus propios
ojos. En el lenguaje técnico del análisis literario, el narrador de Gn 1 es
«omnisciente», es decir, que dispone de conocimientos y de informaciones
inaccesibles a una persona ordinaria. Por ejemplo, el narrador sabe lo que Dios
piensa y dice. Informa de ello a su lector sin intentar justificarse en modo
alguno. La cosa «cae por su propio peso», porque se trata de una manera de
contar aceptado por todos en aquella época. Por ejemplo, cuando el texto de Gn
1,26 dice:

«Y dijo Dios: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra


semejanza"», el lector crítico puede preguntarse cómo pudo tener conocimiento
el narrador de este discurso divino, que, además, debería ser un «monólogo
interior». Para el autor del texto, por el contrario, la cuestión ni siquiera se
plantea.

En realidad, esta técnica del «narrador omnisciente» es empleada con mucha


frecuencia por los novelistas, tanto por los antiguos como por los modernos. Se
trata de un primer punto de contacto entre los relatos bíblicos y las técnicas de la
literatura universal, y, como veremos, hay otros.

Pero todavía hay más: el estilo de Gn 1 es, en efecto, bastante próximo al de


ciertas teorías modernas sobre el origen del mundo (P. Gibert). Debo precisar de
inmediato que hablo únicamente del estilo, no del contenido de estas teorías.
Es posible que esto sorprenda. Pero quien interrogue a los científicos sobre
el origen del universo se dará cuenta enseguida de que emplean un estilo
parecido al del escritor de Gn 1: deben «imaginar» el origen del mundo a partir
de observaciones sobre el universo. Nadie ha «visto» cómo nació o se formó
nuestro universo. En consecuencia, el científico debe recurrir a su «fantasía»
para reconstruir el origen del mundo. En realidad, el autor de Gn 1 actúa de una
mane-

ra muy semejante. Ciertamente, no poseía los conocimientos de los


científicos de hoy. Su lenguaje y su modo de pensar no eran los de los
científicos, sino más bien los de los teólogos o los poetas. No por ello es menos
cierto que su modo de proceder es idéntico: a partir de la observación de su
universo, intenta comprender y reconstituir sus orígenes. Es P. Giben quien ha
mostrado todo esto en su libro sobre los relatos del comienzo.

Para comprender mejor la intención de este relato, también es oportuno


volver a situarlo en su contexto histórico. Para la mayoría de los exégetas, el
texto de Gn 1 fue concebido y escrito durante o inmediatamente después del
exilio (586-538 a. C.). Las razones que militan en favor de esta opinión son
bastante sólidas. Una de ellas es que, según los especialistas, es imposible leer
Gn 1 sin percibir en el texto la influencia de la mitología mesopotámica. El solo
hecho de describir el mundo primordial como un «caos acuático», es decir, como
un universo completamente recubierto por las aguas y sumergido en las tinieblas
{cf Gn 1,2), es típico de Mesopotamia, llanura atravesada por dos grandes ríos, el
Tigris y el Eufrates. No es éste el caso de la tierra de Israel, donde el «caos
primordial» está representado más bien como una tierra desierta y sin agua {cf
Gn 2,4b-5). Fue durante el exilio de Babilonia cuando el pueblo de Israel pudo
conocer estas condiciones geográficas y los mitos que nacieron en este marco.

Así pues, vale la pena volver a leer el texto en este marco histórico a fin de
otorgar un mayor relieve a su mensaje específico. Cinco puntos merecen nuestra
atención.

Primer punto

Contrariamente a las mitologías mesopotámicas, para Gn 1 el comienzo de


la «historia universal» coincide con el comienzo del mundo. A primera vista,
esta afirmación parece completamente lógica. Sin embargo, no lo es. En
Mesopotamia, como en la mayoría de las mitologías, la «his-

toria» empieza antes de la creación del mundo y de la humanidad. Empieza


con una «historia» de los dioses que precede a la creación de nuestro mundo.
Los acontecimientos de esta «historia divina» tienen una incidencia directa sobre
la historia humana y la predeterminan. Sólo pondré un ejemplo. Según un mito
mesopotámico bastante conocido, el mito de Atrahasis, el género humano fue
creado para reemplazar a los dioses inferiores, que se negaban a trabajar para los
dioses superiores. Estos dioses inferiores, entre otras cosas, se habían negado a
cavar los canales de riego absolutamente indispensables para el cultivo de los
campos de Mesopotamia. Según este relato, el destino de la humanidad fue
fijado, pues, por los dioses antes de la creación, y, a partir del momento en que
los hombres fueron creados, no disponen de otra opción que la de someterse a su
destino: trabajar para los dioses y alimentarlos ofreciéndoles sacrificios.

Para la Biblia, en cambio, el comienzo de la historia coincide con el


comienzo de nuestro mundo. Nada «había pasado» antes de ese momento; sólo
existía Dios y la tierra estaba «desierta y vacía» (Gn 1,2). En consecuencia, la
historia de la humanidad está determinada exclusivamente por lo que se decide
en el mismo momento y después de la creación de nuestro mundo, pero en
ningún caso antes. Por consiguiente, la libertad humana está menos
«predeterminada» en la Biblia que en el mundo mesopotámico.

Segundo punto

El creador del mundo es el Dios de Israel y no las divinidades paganas, en


particular las divinidades mesopotámicas. El relato bíblico va revelando, de una
manera progresiva, que el Dios creador es también el Dios de Abrahán, de Isaac
y de Jacob; es, a continuación, el Dios que hace salir a su pueblo de Egipto y lo
guía a lo largo de su historia. Esta visión, que le puede parecer trivial al lector
moderno, sobre todo si es creyente, no era evidente en absoluto para el pueblo de
Israel cuando se encontró confrontado brutalmente con la cultura

y la religión de Mesopotamia. Esta última poseía, en efecto, diferentes


«mitos de creación» en los que los dioses locales extendían su dominación sobre
el universo que ellos habían creado. Se trataba de una cultura muy superior a la
de Israel y, además, se trataba de la cultura de los vencedores.

A pesar de ello, el texto de Gn 1 afirma la superioridad del Dios de Israel


sobre las divinidades de Mesopotamia (y de las otras naciones). Más aún, esas
divinidades son, en realidad, «criaturas» del Dios de Israel. Los astros, por
ejemplo, fueron creados por Dios el cuarto día de la creación (Gn 1,14-19).
Ahora bien, las divinidades mesopotámicas eran identificadas en buena parte con
los astros (el dios Shamash era el sol, el dios Sin era la luna, la diosa Istar era el
planeta Venus, etc.). Hasta los monstruos marinos —que aparecen en ciertos
mitos mesopotámicos sobre la creación— fueron creados por Dios el quinto día
(Gn 1,21). La conclusión del razonamiento es evidente: si el Dios de Israel ha
creado los astros y si existía antes que ellos, la religión de Israel no tiene nada
que envidiar a la religión de Mesopotamia, que venera a estos astros. El hecho es
muy conocido, pero vale la pena subrayar que la fe de Israel sobrevivió a las
pruebas del exilio gracias a este trabajo de reflexión teológica.

Tercer punto

La destrucción de Samaría en el año 721 a. C. y, después, la deJerusalén en


el 586 a. C. fueron experiencias dramáticas y traumáticas. Fueron muchos los
que «perdieron la fe», como diríamos hoy, o al menos los que vieron destruidas
sus esperanzas por un Dios que parecía haber abandonado a su pueblo a su triste
suerte. Según el texto de Ez 37,11, muchos deportados estaban más que
desanimados y decían: «Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido
nuestra esperanza, estamos perdidos». El texto de Is 49,14, que se remonta a la
misma época, pone palabras similares en la boca de Jerusalén:

«YHWH me ha abandonado, mi Señor me ha olvidado» (véase también Is


40,27).

A fin de combatir la desesperación y el desaliento ampliamente difundidos


entre los israelitas, el texto de Gn 1 toma las aguas a partir de los orígenes del
mundo para mostrar que el «mal» no forma parte del plan divino. El mundo
creado por Dios es totalmente positivo. De hecho, el texto de Gn 1 no contiene
ninguna negación. Siete veces (cifra sagrada) repite el texto que «vio Dios que
[lo que había hecho] era bueno» (1,4.10.12.18.21.25.31). La última vez dice
incluso que «Dios vio que todo lo que había hecho era muy bueno» (1,31). Eso
significa, pues, que la raíz de todas las cosas y de todo ser en este mundo es
sana. Si existen la corrupción, la muerte y el mal, han llegado en un segundo
momento. Basta (por así decirlo) con «excavar» bajo la corrupción y la
perversidad presentes en el universo para encontrar una capa intacta de la
creación tal como salió de las manos de Dios al alba del universo. Sobre este
fundamento es como Israel puede reconstruir su esperanza en un futuro mejor.

Cuarto punto

Una cuarta afirmación pone en tela de juicio, de una manera radical, el


sentido de la superioridad que algunos pueblos como los asirlos o los babilonios
no podían dejar de desarrollar después de haber fundado inmensos imperios.
Israel, por su lado, debía experimentar, como es natural, un profundo complejo
de inferioridad tras haber sido conquistado y anexionado. Una vez más, el texto
bíblico critica radicalmente la mentalidad de su propio tiempo. Para hacerlo, Gn
1 muestra de modo claro que todos los hombres son iguales. En efecto, las
plantas y los animales han sido creados «según sus especies» (1,11-12.21.24-25),
pero no fue así cuando Dios creó a la primera pareja humana (1,26-27). Los
seres humanos no fueron creados «según sus especies», sino «a imagen de Dios,
como a su semejanza». No hay, por tanto, «razas humanas», nadie puede
pretender pertenecer a una «raza superior». Todos son iguales porque todos han
sido creados a imagen del mismo Dios {cf. 5,1). Además, todos los hombres
llevan en ellos algo de «sagrado» y de inviolable.

Quinto punto

El texto fue imaginado, y tal vez incluso redactado, mientras Israel se


encontraba lejos de su tierra. Quizás fue escrito después del final del exilio,
cuando los primeros deportados se encaminaban de nuevo hacia la tierra de
Israel. Sea como fuere, Israel no «poseía» en esta época su tierra: o bien se
encontraba todavía en Babilonia, o bien estaba volviendo hacia una tierra que
ahora forma parte del Imperio persa. Además, Israel ya no tiene templo o todavía
no lo ha reconstruido, es decir, que no dispone de un «lugar sagrado» para
celebrar a su Dios.

El texto de Gn 1 propone una solución bastante original a este problema:


afirma que el «tiempo» prevalece sobre el «espacio». Por ejemplo, hay tres días
completos consagrados exclusivamente al tiempo, los tres días más importantes
de la semana: el primero, el cuarto —justo en medio de la semana— y el séptimo
o último día. El primer día, Dios crea el ritmo primordial del tiempo, es decir, la
alternancia del día (luz) y de la noche (tinieblas) (Gn 1,3-5). El cuarto día, el día
central de la semana, Dios instala el «gran reloj» del universo para escandir el
ritmo del año, el reloj de los astros que permitía fijar el calendario (1,14-19).
Como es sabido, el calendario es uno de los importantes descubrimientos de
Mesopotamia. Gn 1 recoge e interpreta estos datos para decir que el Dios de
Israel es el Señor del tiempo y de la historia.

Por último, el séptimo día, Dios descansa (2,1-3). En ese día, por
consiguiente, no hay ninguna actividad divina. Dios, y sólo él, llena el séptimo
día con su presencia y por esa razón «consagra» y «bendice» este día (2,3). De
esta suerte. Dios habita en el tiempo antes de habitar en un templo, e Israel
puede encontrar y venerar a su Dios sin poseer un «lugar sagrado».

Estos cinco puntos, puestos así como exergo, nos conducen a la siguiente
conclusión: la teología del relato, con toda su riqueza, pertenece ciertamente a un
período tardío de la historia de Israel y sería imprudente pretender que estas
ideas se remonten a períodos más antiguos sin contar con elementos sólidos e
indiscutibles.
II. El diluvio (Gn 6-9)
El relato del diluvio plantea un problema particular. Según la Biblia, el
diluvio destruyó a toda la humanidad. Se trata, por consiguiente, de un fenómeno
universal. ¿Será posible encontrar huellas de semejante fenómeno? Por un lado,
el estudio de las religiones y de las tradiciones populares de todo el mundo
parece confirmar esa idea. Hay, efectivamente, relatos semejantes al de la Biblia
no sólo en el Oriente Próximo antiguo, especialmente en Mesopotamia, sino
también en todos los continentes: América del Norte, América Central y
América del Sur, Europa, África, India, China, etc. Parece, pues, que la
«memoria colectiva» de la humanidad ha conservado el recuerdo de este diluvio
universal.

Ahora bien, hay otro elemento que nos obliga a corregir esta primera
impresión positiva. El análisis escrupuloso de los relatos del diluvio encontrados
en Mesopotamia -es decir, en una cultura vecina a la del Israel bíblico— lleva a
una conclusión muy sobria: en la base de estos relatos hay un fenómeno bien
conocido en las grandes llanuras de esta región: la crecida anual de los dos ríos
de Mesopotamia, el Tigris y el Eufrates. Esta crecida primaveral, algunas veces
más importante que otras, es consecuencia de la lluvia y del deshielo en las
elevadas mesetas de la Anatolia oriental. Los arqueólogos han encontrado en una
ciudad de Mesopotamia una capa de barro de más de dos metros, producto de
una inundación de proporciones insólitas.

Sea como fuere, es muy difícil encontrar «un» diluvio único que pueda ser
el descrito por la Biblia, pues ha habido muchos en Mesopotamia. La presencia
de relatos semejantes en diferentes partes del mundo sólo confirma una cosa: la

historia del diluvio forma parte del patrimonio religioso universal. No es


ningún «monopolio» de la Biblia. Por esta razón, entre otras, es difícil detectar
un solo acontecimiento histórico que pueda haber sido el origen del relato
bíblico.

Por otra parte, es preciso reconocer que los relatos bíblicos tienen contraída
una deuda enorme con los relatos mesopo-támicos. Las equivalencias entre los
relatos son sorprendentes en diferentes puntos: en ambos aparece un arca, una
inundación, la salvación de una sola familia, el envío de aves al final del diluvio
y un sacrificio final. El «modelo» del relato bíblico es, por consiguiente, con
toda probabilidad, un relato mesopotámico o alguna tradición mesopotámica, y
no la información exacta de una experiencia vivida. Estamos, pues, de nuevo,
bastante lejos de un «relato histórico» en el sentido moderno de la expresión.
Además, el relato contiene una profunda reflexión teológica.

El relato del diluvio, igual que el de la creación, debe ser resituado también
en su marco histórico para comprenderlo mejor. Este contexto es el período
exílico y postexílico. Un número creciente de exégetas se muestra convencido,
en efecto, de que todo el texto, con sus diversos componentes, es tardío. Israel
entró en contacto con los relatos mesopotámicos del diluvio durante el exilio y, a
continuación, se apropió del mismo para adaptarlo a sus necesidades. El
protagonista del diluvio en la Biblia es Noé, un personaje tradicional del
«folklore», conocido como «justo» a la manera de Job y Daniel (véase Ez
14,14.20; cfi Gn 5,29). Era, por tanto, muy adecuado para desempeñar este papel
y reemplazar a los héroes mesopotámicos como Ut-napishtim o Atrahasis. Para
el resto, el relato bíblico recoge el boceto de los relatos mesopotámicos.

El relato como tal intenta responder a una cuestión fundamental en la época


del exilio: ¿en qué condiciones puede sobrevivir el universo? ¿Qué impedirá que
una catástrofe cósmica pueda hacer desaparecer el mundo? Para el que percibe la
analogía entre el diluvio y el exilio, la cuestión adquiere un matiz añadido y se
convierte en: «¿Volveremos a vivir una catástrofe semejante a la destrucción de
Jerusalén, al saqueo del templo y al final de la monarquía?».

La respuesta a esta cuestión es doble. La parte más antigua del relato, que
(de todos modos) es exílica o postexílica, sugiere que la supervivencia del
mundo depende exclusivamente de la gracia de Dios, que concluye una alianza
incondicional con el «justo» Noé y su familia, y promete que nunca más enviará
un diluvio para destruir el mundo (Gn 6,18; 9,8-17). El signo de esta alianza es
el arco iris (9,12-17). Desde el punto de vista humano, basta con un solo justo
como Noé para permitir que se salve el mundo, puesto que Dios ha concluido
una alianza gratuita con éste.

La segunda respuesta, más tardía, aparece tras la reconstrucción del templo


y el restablecimiento del culto (circa 520-515 a. C.). Para los textos de esta
época, añadidos al primer relato, la existencia del mundo depende del culto. Dios
promete no volver a destruir nunca más el universo porque le ha sido grato el
sacrificio de Noé (8,20-22). La lección es clara: el culto es condición de
supervivencia para Israel.

Las dos respuestas son complementarias. Si la primera insiste en la gracia


divina, la segunda subraya la necesidad de la respuesta humana y, en este caso,
del culto.

Hay un último elemento que merece ser mencionado. Para Gn 6, la causa


del diluvio hay que buscarla en el corazón humano. Lo que puede poner en
peligro la existencia misma del universo es, por tanto, la perversidad del corazón
del hombre (6,5; cf 8,21). Otra parte del texto, más antigua, habla, de una manera
más precisa, de la «violencia» que ha invadido todo el universo (6,11.13).

¿Cómo hacer frente al problema de esta violencia? El relato ofrece, una vez
más, dos respuestas complementarias. La primera se encuentra en Gn 9,2-3: los
hombres podrán comer carne, es decir, que la violencia se ejercerá con los
animales y no contra otros hombres. La segunda respuesta se encuentra en 8,20-
22: la violencia se canalizará a través del culto. La ofren-

da de «animales puros» es un acto «violento», pero ritualizado y, por


consiguiente, aceptable y legítimo. La violencia, canalizada y «legitimada» de
esta manera, ya no es destructora, sino que contribuye a «pacificar» la sociedad
(M. Girard).

Conclusión: el relato del diluvio difícilmente puede ser considerado como


un relato «histórico». Se trata más bien de una «parábola teológica» sobre las
amenazas que se ciernen sobre el universo y sobre los medios de salvar este
universo de la destrucción.
III. La torre de Babel (Gn 11,1-9)
El relato de Gn 11,1-9, llamado por lo general «la torre de Babel», no habla
sólo de una torre. El nombre «Babel» es ciertamente conocido y la identificación
de esta ciudad no plantea problema alguno. Se trata, por supuesto, de Babilonia.
La verdadera dificultad se encuentra en otra parte. El relato precisa que la ciudad
y la torre fueron abandonadas antes de su conclusión. Pues bien, sabemos que la
ciudad de Babilonia fue destruida y saqueada en más de una ocasión, pero no
existe ningún documento o prueba arqueológica que pueda corroborar el relato
bíblico cuando afirma que la ciudad se quedó sin acabar.

Por otra parte, fueron muchos los reyes asirlos que conquistaron un gran
imperio y fundaron, a continuación, una nueva capital. Las ciudades, en aquellos
tiempos, estaban dotadas siempre de una ciudadela (una «fortaleza» o un
«castillo»). El relato bíblico se apoya, sin duda, más en estos recuerdos que en
algún acontecimiento particular más o menos fácil de identificar. Dicho con otras
palabras, del mismo modo que el relato del diluvio, el de la torre de Babel
describe un acontecimiento «típico» y «emblemático».

Las ciudades grandiosas e imponentes de Mesopotamia, con sus


construcciones colosales, unas ciudades en las que se cruzaban masas como
hormigas procedentes de diferentes partes del imperio y que hablaban lenguas
diferentes, pudieron ejercer una gran fascinación sobre los israelitas, que, claro
está, no conocían nada semejante. La breve anécdota de Gn 11,1-9 «desmitifica»
con ironía el poder babilónico, totalitario e imperialista, para mostrar sus límites
y anunciar su fin.

Si fue así, el relato, en su redacción actual, difícilmente puede ser anterior al


exilio, porque sólo en esta época conoció Israel los grandes imperios de
Mesopotamia. La anécdota pretende mostrar la suerte que está reservada a este
mundo totalitario e imperialista. Semejante «sueño» de unidad, realizado en
detrimento de las diferencias culturales, está destinado irremediablemente al
fracaso. Ésa es la lección que debemos extraer de este texto, que juega sin cesar
con las palabras y maneja una ironía sutil. Por eso, al final, hace derivar el
nombre «Babel», que debería ser sinónimo de «gran potencia», de una raíz que
significa «confusión».
Capítulo tercero - Abrahán y los patriarcas:
¿actores de la historia o figuras legendarias?
I. Introducción: los relatos patriarcales y el
comienzo de la «historia de Israel»
Muchos autores piensan, con razón, que los relatos de Gn 1-11, es decir, los
relatos de la creación del mundo, Caín y Abel, el diluvio y la torre de Babel, no
pertenecen a la historia propiamente dicha, sino a una especie de prehistoria del
universo, no pueden ser relatos «históricos» en el sentido estricto del término.
Contienen numerosos elementos «sapienciales» porque quieren «explicar» el
origen del mundo o la condición humana, pero no quieren «describir»
exactamente este origen. Dicho con otras palabras, Gn 1—11 pretende explicar
el «porqué» de nuestro mundo, pero no pretende explicar «cómo» surgió.

Con Abrahán, dicen algunos, entraríamos en un mundo diferente y


caminaríamos sobre un terreno más seguro. Abrahán, en efecto, es un individuo,
no ya un «tipo». Los relatos se presentan asimismo más detallados y su marco es
más preciso. El estilo es diferente, más concreto y más alejado del de la
«mitología». La «historia» en cuanto tal empezaría, pues, con el comienzo de la
historia de Israel. Esto tendría un gran interés teológico, puesto que significaría
que el nacimiento del género literario de la historia coincide con la aparición del
antepasado de Israel en la escena universal.

Con todo, la situación es menos simple de lo que parece a primera vista. En


efecto, la investigación sobre lo que la arqueo-

logia y la historia del Oriente Próximo antiguo pueden decirnos sobre los
patriarcas es bastante decepcionante.
II. La historicidad de los patriarcas o de la época
patriarcal
1. Las escasas huellas dejadas por los patriarcas en la
historia

Para empezar, no hay huellas de los patriarcas bíblicos en los documentos de


aquella época. No hay ninguna inscripción, ningún documento, ni ningún
monumento que hable de Abrahán1, de Sara, de Isaac, de Rebeca, de Esaú, de
Jacob, ni de sus familias. No han dejado ni escritos ni inscripciones, porque, con
toda probabilidad, no escribían. Además, como vivían en tiendas, es difícil
encontrar huellas de los lugares en los que habitaban. Según los relatos bíblicos,
no construyeron monumentos, salvo algunos altares (Gn 12,7.8; 13,18; 22,9;

26,25; 33,20; 35,3.7), estelas (28,18; 31,45.51; 35,14-20) y tumbas {cf Gn


23; 25,9; 35,8.20; 49,30-32); sin embargo, los arqueólogos no han identificado
con certeza ninguno de estos monumentos. A esto se añade que algunos de los
textos que mencionan estas construcciones son relativamente tardíos.

2. ¿Historicidad de una época patriarcal?

No resulta fácil, por consiguiente, encontrar a los patriarcas en los


documentos de la época. Apoyándose en algunas costumbres características,
ciertos exégetas han intentado probar al menos la historicidad de una «época
patriarcal» (W. E Albright y su escuela). Por ejemplo, únicamente en los relatos
patriarcales se menciona la posibilidad de que una

' El faraón Sesac (950-926 a. de Cristo) menciona entre sus conquistas en el sur de Judá
una «fortaleza de Ab(i)ram» o «campo de Ab(i)ram». Algunos ven en este nombre el equivalente
de Abrahán, pero se trata de una hipótesis muy controvertida.

mujer sin hijos dé una de sus siervas a su marido. El hijo o los hijos nacidos
de esta unión son considerados hijos legítimos de la esposa. Eso es lo que pasa
en el caso de Abrahán y Agar, sierva dada por Sara a su marido. De esta unión
nació Ismael (Gn 16). Lía y Raquel, las dos esposas de Jacob, dieron a sus
siervas Bala y Ziipá a su marido en circunstancias parecidas (Gn 29-30). Ambas
conocieron momentos de esterilidad y resolvieron de este modo su dificultad
para tener hijos. Por otra parte, éstos son los dos únicos casos en que se
menciona esta costumbre. Por consiguiente, sería característica de un período
determinado de la historia de Israel. Ciertos documentos mesopotámicos del
segundo milenio antes de Cristo contienen, según estos mismos exégetas,
contratos similares. Esto sería un elemento importante que militaría a favor de la
antigüedad de las tradiciones patriarcales. Sin embargo, un examen más riguroso
de los contratos mesopotámicos ha revelado que esta comparación no se
mantiene en pie (Th. L. Thompson, J. van Seters y otros).

3. ¿Una antigua «religión de los patriarcas» o una «religión


de la familia»?

Otros autores (por ejemplo, Albrecht Alt en Alemania) han afirmado que la
religión de los patriarcas posee ciertas particularidades que la distinguen de otras
formas de la religión de Israel. La más importante sería el culto al «Dios del
padre» o al «Dios de los padres» (véase Gn 26,24; 28,13;

31,53; 32,10; 46,1; Ex 3,6). Contrariamente a las divinidades cananeas,


ligadas a parajes y a templos, el Dios de los patriarcas estaría ligado, en primer
lugar, a las personas. Este tipo de religión sería típico de los nómadas.

Con todo, esta teoría ha recibido una fuerte contestación (M. Kóckert). En
efecto, los textos bíblicos y sus paralelos extrabíblicos datan de una época
reciente. Las inscripciones extrabíblicas se remontan a la época de los nabateos
(últimos siglos antes de nuestra era). En lo que se refiere a los textos bíblicos, su
objetivo es ante todo mostrar la continuidad

entre el Dios de los tres patriarcas y el Dios del éxodo. Estos textos son en
su mayoría tardíos y fueron redactados para crear un vínculo teológico y literario
entre las diferentes partes del Pentateuco actual, sobre todo entre los relatos del
Génesis y los del Éxodo. En consecuencia, no es posible extraer gran cosa de
ellos sobre una eventual religión antigua propia de los patriarcas.

Otros estudios recientes (R. Albertz) demuestran, en cambio, que no


tenemos que situar la religión de los patriarcas en una época particular de la
historia de Israel. Se trataría más bien de un tipo de religión característica de la
familia extensa. En pocas palabras, la religión de la familia es más personal y
menos anónima que la religión oficial. El Dios de la familia o del clan es el de
un antepasado; no se trata verdaderamente del Dios del universo o del Dios de
toda una nación. Este Dios de la familia está cerca y sostiene a sus fieles a lo
largo de todas las vicisitudes de la vida cotidiana. Este Dios concluye
normalmente con los antepasados de la familia una alianza unilateral, es decir,
incondicional. Este Dios promete asistencia sin pedir nada a cambio. Por esa
razón el Dios de los patriarcas es un Dios de bondad y de mansedumbre,
dispuesto siempre a socorrer y que parece cerrar los ojos frente a las debilidades
(morales) de sus elegidos. Por ejemplo, Dios aflige al faraón con plagas cuando
este último toma a Sara en su harén sin saber que era la mujer de Abrahán. Por el
contrario, no castiga a Abrahán por haber mentido al decir que Sara era su
hermana, exponiendo así al faraón a cometer adulterio (Gn 12,10-20). El mismo
Dios promete proteger a Jacob durante todo el viaje que le conduce a casa de su
tío Labán (Gn 28,15), pero no dice nada de la razón de este viaje. En efecto,
Jacob ha robado la bendición de su hermano Esaú gracias a un engaño
imaginado por su madre. Rebeca (Gn 27). Esta «doble moral» es característica
tanto de los relatos patriarcales como de la «religión de la familia». Con todo, la
«justicia» triunfa muy a menudo, aunque a largo plazo:

Abrahán será expulsado de Egipto; Jacob permanecerá veinte años lejos de


su casa y será engañado a su vez por su tío Labán.

Estas reflexiones tienden a mostrar que la religión de los patriarcas no es


característica de una época particular de la historia de Israel, sino de una capa
social. La religión de los patriarcas «precede» a la religión de la nación (la
religión de Moisés) sólo porque la Biblia considera este nivel de la fe en Dios
como más fundamental. Hasta san Pablo dirá que la fe precede a la ley, del
mismo modo que Abrahán precede a Moisés. La religión de la alianza unilateral
precede a la de la alianza condicional, porque la gracia de Dios precede a las
exigencias de la ley y de la moral. La anterioridad es, por consiguiente, más
teológica que propiamente cronológica.

Desde el punto de vista histórico, eso significa, pues, que la religión de los
patriarcas ha existido, con diferentes formas, durante toda la historia de Israel,
porque está vinculada no a una época, sino a la institución de la familia extensa
en cuanto tal, una institución típica de toda la antigüedad.
4. El mundo de los nómadas y la historia

Existe, por tanto, una dificultad de fondo a propósito de la historia de los


patriarcas. Su modo de vivir es el de los nómadas o seminómadas que se
desplazan con sus rebaños en busca de pastos y viven en tiendas (Gn 12,8-9;
13,3.12.18;

18,1.6.9.10; 24,67; 25,27). El capítulo 18 del Génesis nos permite conocer


también con una precisión suficiente el régimen alimentario de los patriarcas: la
carne estaba reservada para las ocasiones excepcionales, se comía acompañada
de unas hogazas cocidas sobre una piedra, y bebían esencialmente leche (Gn
18,6-8). El vino, en cambio, aparece sólo en el régimen de los sedentarios (Gn
14,18). Este tipo de cultura nómada ha durado milenios. Los actuales beduinos
del desierto aún siguen viviendo más o menos como los patriarcas bíblicos. En
consecuencia, no es posible determinar con certeza la época patriarcal
apoyándonos únicamente en ciertas costumbres o en cierto modo de vida. Todo
esto nos obliga a proceder con una gran prudencia cuando se plantea la cuestión
de la historicidad de los relatos sobre los antepasados de Israel.

5. Los patriarcas y Egipto


Las introducciones a la Biblia reproducen, de vez en cuando, algunas de las
pinturas encontradas en una antigua tumba egipcia en Beni Hasan. En ellas está
representado un grupo de semitas asiáticos a su llegada a Egipto. Los animales
de carga son asnos. Estos semitas llevan ofrendas, entre las que figuran cabras de
sus rebaños. Transportan asimismo instrumentos de música y armas. Según
algunos especialistas (W. E Albright y su escuela), la pintura que reproducimos
en la página de al lado sería una ilustración de las migraciones de los patriarcas.
Así es como deberíamos imaginar la llegada de Abrahán o de los hermanos de
José a Egipto (Gn 12,10-20; 42; 43 y 46-47).

Pintura mural de la tumba de un oficial (gobernador) del faraón Sestrosis II


llamado Khnum-othep. La tumba está situada en Beni Hasan. Fecha: ca. 1890 a.
C. El gobernador es el personaje de gran talla situado a la derecha de la pintura.
Según los cánones de la pintura egipcia, el tamaño del personaje es proporcional
a su importancia. Hasta su vestido blanco y en parte diáfano es típico de los
personajes de la aristocracia. El grupo de los semitas (tal vez se trate de
amorritas) va precedido por dos siervos egipcios que llevan vestidos blancos y
que son también ligeramente más grandes que los asiáticos. La inscripción que
se encuentra arriba de la pintura explica la escena: «Llegada de la pintura negra
para los ojos que le ha sido traída por treinta y siete asiáticos». La barba es un
signo característico de los asiáticos, del mismo modo que los vestidos de colores
abigarrados. El jefe de la delegación sigue de inmediato al segundo siervo
egipcio, se inclina en un gesto de saludo respetuoso y presenta como regalo un
íbice domesticado. Su nombre está inscrito delante de él: «el jefe Ibsha». El
bastón encorvado que se ve por encima de los cuernos del íbice es el símbolo
egipcio tradicional para señalar a un príncipe asiático o beduino. Ibsha tiene en
la mano izquierda un bastón bastante parecido. En la procesión que sigue
aparecen hombres, mujeres y niños. Los hombres llevan arcos y flechas, lanzas y
bastones, mientras que el penúltimo hombre toca la lira de ocho cuerdas. Los
asnos llevan fardos, entre otras cosas odres y una lanza. El jefe Ibsha y el
hombre que le sigue con una cabra van con los pies descalzos, quizás como
signo de respeto, mientras que podemos observar que los hombres y las mujeres
llevan diferentes tipos de calzado. El gobernador Khnum-othep lleva unas
sandalias muy finas y sus siervos van también descalzos.
Fuente: Atlas Van de Bijbel, p. 38, n. 121.

Pero esto anda lejos de ser cierto. Los documentos egipcios, y en particular
estas pinturas, atestiguan sólo el paso habitual de grupos asiáticos por Egipto.
Basándonos en estos magros documentos no es posible determinar en qué época
particular de la historia egipcia habrían bajado a Egipto, para establecerse allí,
ciertos grupos específicos de nómadas o seminómadas procedentes de la tierra
de Canaán. Hace todavía algunos años era habitual hablar a este respecto de los
hicsos, una tribu asiática que consiguió gobernar Egipto durante casi dos siglos
(1730-1550 a. C.). Las migraciones patriarcales habría que ponerlas en relación
con la invasión de Egipto por los hicsos, del mismo modo que el éxodo es
posible que esté en relación con su expulsión. No obstante, los puntos de
contacto entre los textos bíblicos y los documentos egipcios sobre los hicsos son
demasiado vagos para permitir extraer conclusiones seguras al respecto.

No hay ninguna huella de un personaje llamado José en las listas de los


funcionarios egipcios. Los capítulos sobre la estancia de José en Egipto (Gn 39
—50) podrían hacer pensar que estamos en un mundo bien conocido, porque
estos relatos suponen cierto conocimiento de las costumbres egipcias.
Mencionan, por ejemplo, el hecho de que los egipcios no quieren comer con los
extranjeros (Gn 43,32) o que abominaban a los pastores (Gn 46,34). La historia
de José contiene asimismo una palabra que podría ser egipcia (Gn 41,13:

«Abrek», una palabra gritada ante el carro de José). Con todo, la traducción
es incierta y el origen de la palabra es objeto de gran discusión. En resumidas
cuentas, el conocimiento de Egipto que supone la historia de José sigue siendo
muy aproximativo. Los autores de los capítulos 37—50 del Génesis conocen de
Egipto lo que cualquier habitante de la tierra de Canaán un tanto cultivado puede
saber. En consecuencia, no es necesario que hubieran vivido en Egipto durante
un período particular para poder hablar de esta tierra como lo hacen.

6. Un argumento a favor de la historicidad de los patriarcas

Los especialistas pueden invocar un solo argumento bastante sólido a favor


de la historicidad de las figuras patriarcales: se trata de antepasados y es muy
difícil «inventar» a los antepasados de un pueblo. Si la figura no está muy
anclada en la tradición de un pueblo, difícilmente podrá ser aceptada, y menos
aún convertirse en parte del patrimonio literario de este pueblo. Siguiendo esta
línea de argumentación, los patriarcas bíblicos serían, por tanto, figuras
populares conocidas al menos en ciertas regiones de Israel. Es incluso probable
que cada uno de los patriarcas haya tenido una «patria» diferente. Las figuras de
Abrahán y Sara, por ejemplo, están ligadas en particular a Hebrón (o Mambré,
cerca de Hebrón;

véase Gn 13,18; 14,13; 18,1; 23,2.17). La figura de Isaac parece situarse


más al sur, en la región de Bersabea, en la frontera del Négueb (Gn 24,62; 25,11;
26,33; cf 34,27 que es, sin embargo, un texto tardío, puesto que pertenece a la
fuente «sacerdotal» postexílica). Jacob, en cambio, está ligado a las tribus del
norte. Tras su estancia en casa de su tío Labán en Jarán, viaja sobre todo entre
Siquén y Betel (Gn 28,19;

33,18; 35,1.16).

Con todo, este argumento invocado por los especialistas a propósito de los
patriarcas es bastante formal. Si bien permite encontrar la raíz popular y
tradicional de los relatos, no autoriza a afirmar gran cosa sobre la historicidad de
los mismos textos. ¿Cuándo se convirtieron estas figuras en los antepasados del
pueblo? ¿Cuándo se estableció la genealogía que nosotros conocemos, es decir,
Abrahán, Isaac y Jacob, por este orden? ¿Fue Abrahán siempre el «padre» de
Isaac y el «abuelo» de Jacob? ¿Fueron Isaac y Rebeca «desde siempre» los
padres de Isaac y de Esaú? ¿Fue Jacob desde siempre el padre de los doce hijos
que dieron sus nombres a las doce tribus de Israel (es decir, los antepasados
«epónimos» de las doce tribus)? Las respuestas a estas cuestiones y a otras
muchas siguen siendo forzosamente muy vagas. No hay

duda de que existe un «fundamento» para estos relatos en el patrimonio


popular de lo que se ha convertido en el «pueblo de Israel», pero es muy difícil
separarlo de todo lo que la Biblia ha añadido a lo largo de los siglos a fin de
celebrar estas figuras particularmente importantes para su identidad cultural y
religiosa.
III. La fecha de redacción de algunos textos
claves
Siempre a propósito de los relatos sobre los antepasados de Israel, hemos de
añadir un último dato. Muchos textos fundamentales de estos capítulos del
Génesis han revelado ser tardíos, es decir, que fueron redactados después del
exilio. La imagen de un Abrahán «peregrino» que viene de Ur de Caldea para
establecerse en la tierra de Canaán (Gn 11,28.31;

12,1-3; 15,7) es muy conocida. Ahora bien, la llamada de Abrahán (Gn


12,1-3), texto clave del libro del Génesis y pequeña joya de teología
veterotestamentaria, es considerada hoy como un texto postexílico. La finalidad
de este pasaje es presentar a Abrahán como antepasado de la comunidad que ha
regresado de Babilonia para reconstruir Jerusalén y su templo. Abrahán fue
llamado por YHWH, el Señor de Israel, y dejó su patria para ir hacia una tierra
desconocida, la tierra prometida (Gn 12,1). Abrahán obedeció (Gn 12,4a) y por
eso le bendijo Dios. El mensaje es claro: la bendición prometida a Abrahán vale
asimismo para todos los que han vuelto de Mesopotamia después del exilio para
establecerse en la tierra de Canaán.

En realidad, los textos en los que se afirma que Abrahán vino de Caldea son
poco numerosos. Prescindiendo de Gn 11,28.31 y 12,1-3, el tema se encuentra en
Gn 15,7 y en un texto tardío de Neh 9,7. Todos estos textos son recientes.
Además -y esto es un argumento de peso-, los restantes relatos sobre Abrahán no
hacen ninguna alusión a su origen mesopotámico. Abrahán vivió en la tierra de
Canaán como si se tratara de su «patria». Nunca fue considerado un extranjero ni
se comportó como tal, salvo en el relato postexílico de Gn 23. Vivió más bien
como un nómada que se desplaza con sus rebaños según las necesidades del
momento. Cuando reina el hambre (Gn 12,10), no vuelve a «su casa», a
Mesopotamia, sino que baja a Egipto (Gn 12,10-20) o a Filistea (Gn 20; 21,32;
26,1). El relato de Gn 24, donde el siervo de Abrahán vuelve a Jarán para
encontrar una esposa a Isaac, es un texto muy tardío. Emplea, por ejemplo, la
apelación divina «Dios del cielo» (Gn 24,7) que encontramos en el edicto de
Ciro (2 Cr 36,23; Esd 1,2). La expresión es típica del lenguaje de la época persa.
A Jacob se le presenta también como un modelo a los israelitas que
partieron al exilio y fueron invitados a volver a su casa. El viaje de Jacob es una
prefiguración de la «odisea» de los exiliados. Por ejemplo, cuando el patriarca
tiene que irse a vivir a casa de su tío Labán (Gn 28,15; ^28,21), Dios le promete
volver a traerle a su tierra, es decir, a la tierra de Canaán. La idea del «retorno»
es, además, uno de los «hilos conductores» del ciclo de Jacob (Gn 31,3.13;

32,10; 33,18). Una gran parte de estos textos es de origen redaccional.

Estas cuantas observaciones basadas en elementos que se encuentran


diseminados en los relatos sobre Abrahán (Gn 12-25) y Jacob (Gn 25—35)
muestran de una manera suficiente que ambos patriarcas son, hasta cierto punto,
fruto de una relectura y de una reactualización de textos más antiguos a fin de
responder a las preocupaciones de la comunidad vuelta a Jerusalén después del
final del exilio, en torno al año 530 a. C.

Este dato nos obliga a ser prudentes cuando buscamos un posible lazo entre
los textos bíblicos sobre los patriarcas y los movimientos de población entre el
norte de Mesopotamia y Siria o la tierra de Canaán hacia el año 1800 o 1700 a.
C., fecha propuesta en ocasiones para la época patriarcal.
IV. La intención de los relatos
1. «Leyendas» y personajes «legendarios»

Los relatos patriarcales son semejantes, en muchos puntos, a las «leyendas»


y a los relatos populares (H. Gunkel). Una leyenda es un relato popular que tiene
como finalidad primera poner de relieve las cualidades o las acciones de un
personaje ilustre o, en otros casos, explicar el origen de una ciudad, de un
monumento o de un lugar de culto y de peregrinación célebres. La leyenda
pretende ante todo hacer admirar a ciertos personajes o convencer de que los
lugares de los que habla tienen algo verdaderamente excepcional. Los personajes
de las leyendas, sin embargo, no son necesariamente «legendarios», es decir,
«inventados» o «ficticios», por el simple hecho de que aparezcan en las
leyendas. En cambio, una gran parte de lo que se cuenta en las leyendas es
verdaderamente «legendario» y resulta difícil, y hasta imposible en muchos
casos, separar los elementos legendarios de los elementos estrictamente
«históricos». Esa es también la situación en que la se encuentra el investigador
que se enfrenta con los relatos patriarcales.

2. ¿Informar o formar?

Como hemos visto, la diferencia entre la documentación que tienen a su


disposición los historiadores y los textos bíblicos sobre los patriarcas sigue
siendo considerable. Esto nos obliga a mantener cierta circunspección en
nuestras afirmaciones sobre la «historicidad» de los textos bíblicos y nos obliga
a leerlos con unos ojos diferentes. Su intención primera no es verdaderamente
«informar» sobre la historia, sobre «lo que ha pasado realmente»; pretenden más
bien «formar» la conciencia religiosa de un pueblo. Este segundo objetivo no
excluye en absoluto la presencia de elementos históricos en los relatos. Sin
embargo, la manera de contar es diferente, pues lo que interesa sobre todo a los
autores de estos relatos no es la objetividad de los datos, sino la significación de
los acontecimientos para sus destinatarios. El estilo y el género literario de los
relatos han sido elegidos en función de este objetivo, que ahora tenemos que
intentar definir con mayor precisión.
3. ¿Por qué hablar de los antepasados de Israel?

¿Por qué fueron escritos los relatos patriarcales? ¿Por qué se recopilaron
estos antiguos relatos y fueron situados al comienzo de la historia de Israel? La
respuesta a estas cuestiones es, sin duda, compleja, pero es la que nos permitirá
resolver muchos de los problemas que hemos encontrado hasta ahora.

La finalidad primera de los relatos sobre los antepasados de Israel es doble.


Por una parte, estos relatos pretenden definir al pueblo a partir de las
«genealogías». En la mentalidad popular que se refleja en este tipo de relatos,
ésta era una manera sencilla y eficaz de afirmar la identidad del pueblo:

los israelitas se distinguen de los pueblos vecinos —como los amonitas, los
moabitas, los filisteos, los ismaelitas, los arameos y los edomitas- porque tienen
antepasados diferentes. Por otra parte, esta «genealogía» fundamenta algunos
«derechos fundamentales» de los pueblos, como el derecho a la tierra. Sólo los
descendientes de Abrahán, de Isaac y de Jacob tienen derecho a la tierra de
Canaán y a las demás bendiciones prometidas por Dios a estos antepasados. Los
otros miembros de sus familias (Lot, BenAmi, Moab, Ismael, Esaú, etc.) no
gozan de estos derechos o, por lo menos, de todos ellos. En particular, Dios
concluyó una alianza únicamente con Abrahán, Isaac y Jacob, y sólo a ellos les
prometió la posesión de la tierra prometida (^/TGn 17; Ex 6,2-8).

Además de estos aspectos fundamentales, los relatos tienen de vez en


cuando una dimensión «paradigmática» o «ejemplar». Se presenta a los
antepasados como a los modelos que deben seguir. Eso vale sobre todo para
Abrahán, aunque también, en parte, para Jacob. Abrahán es un modelo de fe, de
confianza y de obediencia (véase sobre todo Gn 12,1-4a, la vocación de

Abrahán, o la «prueba» de Abrahán en Gn 22,1-19). Como ya he dicho, a


Abrahán y a Jacob se les presenta también como modelos a todos los que están
invitados a volver del exilio a la tierra de Israel para cumplir el plan de Dios.

Jacob, por su parte, se parece más a los héroes populares celebrados por sus
proezas o por su astucia, aun cuando esas «proezas» sean moralmente discutibles
(cf Gn 27). Eso, más que la voluntad explícita de reunir unos archivos históricos
sobre los orígenes del pueblo elegido, es lo que ha guiado a los redactores en la
composición de los relatos patriarcales.
Es muy probable que la última redacción de estos relatos sea postexílica y
que se remonte a la época en la que Israel ya no poseía su tierra. Ahora bien,
según la teología clásica del Deuteronomio, Israel perdió esta tierra porque no
observó la ley y «rompió» la alianza con su Dios {cf. Dt 28). La causa del exilio
fue la infidelidad de Israel (cf 2 Re 17). ¿Le queda a partir de ahí alguna
esperanza a Israel? Sí, responden los relatos patriarcales (en su última
redacción), porque la promesa de la tierra está ligada a una alianza más
«antigua» que la del Sinaí o la del Horeb, alianza condicionada por la
observancia de la ley. Según los relatos patriarcales, la promesa de la tierra está
ligada a una alianza unilateral e incondicional que Dios ha concluido con
Abrahán {cf Gen 15 y Gn 17). Dios le promete a Abrahán una tierra y una
descendencia numerosa, pero no le pide nada a cambio. Esta alianza depende
únicamente de la fidelidad de Dios a sus promesas; la infidelidad de Israel, por
consiguiente, no puede invalidarla y, efectivamente, no la ha invalidado. La
esperanza de Israel se basa, por tanto, en la gracia divina a la que responde la fe
de Abrahán (Gn 15,6). Sobre este fundamento indestructible se reconstituyó
Israel después del exilio, y eso es en gran parte lo que explica la razón de que los
relatos patriarcales tengan tanta importancia en la historia de la salvación.
Capítulo cuarto - Moisés: de héroe predavídico a
fundador del Israel postexílico

El acontecimiento central de la fe del pueblo de Israel es el éxodo. Israel


«nace» como pueblo de Dios y como «nación» cuando sale de Egipto. Sin
embargo, si interrogamos a las fuentes egipcias y a los documentos de la época
sobre estos acontecimientos, el resultado, otra vez, es más bien magro: los
especialistas, historiadores y arqueólogos, no han conseguido encontrar hasta el
día de hoy una sola alusión clara al éxodo en los papiros o en el material
epigráfico egipcio. Esto puede sorprendernos, dada la amplitud de este
acontecimiento en la tradición bíblica, pero así son las cosas.
I. El marco histórico del relato bíblico
A pesar de todo, es posible trazar un esbozo de la situación de Israel en
Egipto gracias a pinturas, bajorrelieves y algunos documentos escritos. Esta
investigación nos permite afirmar que el relato bíblico es verosímil, aunque no
permite —si nos mostramos rigurosos en nuestra investigación— «probar» de
una manera definitiva e indiscutible que haya habido un éxodo tal como el que
se describe en la Biblia. Faltan elementos sólidos para llegar a esa conclusión.
La falta de documentación no permite al historiador reconstruir con certeza la
secuencia cronológica de los acontecimientos relacionados con la salida de
Egipto de un pueblo llamado Israel. Existen varias teorías sobre el tema, pero
ninguna de ellas ha conseguido imponerse. En los parágrafos siguientes voy a
retomar los puntos esenciales del dossier a fin de analizarlos brevemente.
II. El personaje Moisés
El personaje de Moisés ocupa un lugar único en la historia de Israel. Se
podría pensar que un personaje tan célebre debió dejar por fuerza algunas huellas
en los documentos de la época. Sin embargo, debemos rendirnos a la evidencia:
ningún documento extrabíblico antiguo y conocido menciona a Moisés. Su paso
por la corte del faraón, su intervención en favor del pueblo hebreo y sus largas
batallas con el sucesor de este faraón no han tenido eco en la historia egipcia.

Desde el punto de vista histórico, sólo hay una cosa cierta sobre Moisés: su
nombre es de origen egipcio. La raíz moisés significa en egipcio «engendrado
por», «hijo (de)». La encontramos en algunos nombres de faraones, como
Ramsés, «hijo de Ra» (el dios sol); Tutmosis, «hijo deThot» (dios con cabeza de
ibis; dios de los escribas); Ahmosis, «hijo de Ah».

Este hecho tiene su importancia, pues permite afirmar que este nombre no
pudo ser «inventado» fácilmente. Si los israelitas hubieran tenido la posibilidad
de forjarse un héroe nacional, a buen seguro no le habrían dado un nombre
egipcio, sino un nombre típicamente semítico, es decir, hebreo. Moisés no es,
por consiguiente, un personaje enteramente «inventado». Con todo, es difícil
decir más. Evidentemente, no podemos deducir de ahí que todo lo que cuenta la
Biblia a propósito de Moisés ha ocurrido al pie de la letra tal como ella lo
describe.

Con toda probabilidad. Moisés se convirtió en un personaje clave de la


historia de Israel en la época postexílica, después de la desaparición de la
monarquía y cuando el pueblo de Israel tuvo que rendirse a la amarga evidencia
de que no tenía ninguna posibilidad de restaurarla, por lo menos
inmediatamente. Para eludir la dificultad, Israel buscó en su tradición un
fundamento más firme que la monarquía, algo más antiguo y que hubiera
sobrevivido a la catástrofe del exilio. Este fundamento lo encontró (o fue a
buscarlo) en la tradición mosaica, según la cual Israel había nacido y había
recibido sus instituciones religiosas y civiles, al menos en

parte, antes de la monarquía. Por esta razón, Israel podía seguir existiendo
sin la monarquía e incluso después de ella. En consecuencia, Moisés era
indispensable para la existencia de Israel; David, en cambio, no lo era.

Esta observación tiene una consecuencia inmediata en lo que se refiere a la


figura bíblica de Moisés. El retrato de este personaje es una obra esencialmente
postexílica, y la tarea del historiador que quiera determinar qué rasgos son los
más antiguos y se remontan -tal vez- a la figura del Moisés histórico es más que
ardua.
III. La esclavitud de los hebreos en Egipto (Ex 1
y 5)
La primera parte del libro del Éxodo (Ex 1—5) contiene algunos elementos
que, desde el punto de vista de la historia, son verosímiles. Por ejemplo, Ex 1 y
Ex 5 hablan de una población de semitas que residen en Egipto y han sido
obligados -por razones estratégicas o de otra índole— a construir ciudades no
lejos del delta del Nilo. De hecho, hay pinturas egipcias que representan a
esclavos de origen semita o asiático ocupados en la fabricación de ladrillos.
Podemos decir con certeza que estos esclavos son semitas, porque la iconografía
egipcia sigue unos cánones fijos para la representación de las diferentes razas.
Los semitas, por ejemplo, llevan barba, mientras que los egipcios son
barbilampiños o llevan barba postiza;

la nariz y los ojos de los semitas están representados también de una manera
reconocible. En consecuencia, el relato bíblico es verosímil. Con todo, estos
cuantos elementos no nos permiten ir mucho más lejos, porque no disponemos
de documentos escritos y a los que podamos poner fecha sobre el tema.

Por otra parte, hubo muchos esclavos en Egipto durante toda la historia
antigua de este país. Así pues, no hay que extrañarse en exceso de que un
pequeño grupo de esclavos semitas presentes en Egipto durante un período de
tiempo limitado no haya merecido figurar en una inscripción o en algún
monumento. En general, los grandes personajes apenas se ocupan de los
esclavos.

Por último, las ciudades de Pitón y Rameses, de las que habla el texto
bíblico de Ex 1,11 (cf 12,37), son conocidas. Sin embargo, sigue siendo difícil
establecer un vínculo entre estas ciudades y el empleo de esclavos en su
construcción. Como había que esperar, no se ha encontrado aún ninguna prueba
cierta de este hecho.

La fabricación de ladrillos en Egipto. Tumba de Rekhmare, ministro de


Tutmosis III. Fecha: ca. 1460 a. C. La pintura representa las diferentes fases de
la fabricación. Arriba a la izquierda, dos esclavos cogen agua de un estanque
rodeado de pequeños árboles (nótese la manera particular de representar los
objetos en perspectiva en la pintura egipcia antigua). Al lado, otros esclavos
trabajan la arcilla y la transportan a continuación en cestos para meterla en
moldes rectangulares de madera. Estas formas permanecen al sol a fin de
permitir que la arcilla se seque (cerca del estanque). Arriba a la derecha, los
ladrillos ya están preparados para ser transportados y empleados para la
construcción.

El esclavo que verifica con un instrumento la verticalidad del muro es un


asiático, pues lleva la barba característica. Otros dos esclavos, en la misma parte
izquierda, son probablemente asiáticos: su tinte es más claro, la forma de la nariz
es típica o bien llevan la barba característica. Los vigilantes están provistos de
bastones o de látigos.

La parte inferior representa otro tipo de construcción, más sofisticada, con


un plano inclinado. Está construida con piedras talladas, ladrillos y, tal vez, un
tipo especial de mortero.
Fuente: Atlas van de Bijbel, p. 46, n. 132.
IV. Las plagas de Egipto (Ex 7—12)
Los fenómenos de las plagas de Egipto, descritos en el relato bíblico, son
comunes en esta región. Por ejemplo, es normal -o lo era antes de la
construcción de la presa de Asuán— observar que cada año el agua del Nilo «se
convertía en sangre» cuando el río, tras recibir en primavera las aguas caídas en
África central, transporta arcilla roja. Las ranas,

mosquitos, moscas, langostas, enfermedades y epidemias eran fenómenos


corrientes en la antigüedad. Sólo el granizo es un fenómeno muy raro en Egipto,
aunque no desconocido. El relato bíblico lo describe además con mayor detalle
precisamente porque se trata de un acontecimiento insólito (Ex 9,13-35). La
plaga de las tinieblas (Ex 10,21-27), en cambio, se explica con bastante
facilidad: se trata de una tempestad de arena.

La muerte de los primogénitos es más difícil de explicar, sobre todo si todos


los primogénitos murieron la misma noche, incluidos los primogénitos de los
animales (Ex 11,15; 12,29). Ciertamente, es preciso tener en cuenta el lenguaje
hiperbólico del relato. Por otra parte, este último ha conocido, probablemente, un
desarrollo. Ex 4,23 anuncia únicamente la muerte del primogénito del faraón. El
relato de Ex 12 es, probablemente, una amplificación a partir de este primer dato
tradicional. Algunos especialistas añaden que existe una enfermedad particular
que ataca de manera exclusiva a los primogénitos.

Estas reflexiones manifiestan la precariedad de una investigación


estrictamente histórica sobre las plagas de Egipto. No han faltado los intentos al
respecto, y ciertas revistas de gran tirada publican, con regularidad, artículos
sobre el tema. Sin embargo, ya lo he dicho, los fenómenos descritos son
demasiado comunes o están descritos de una manera demasiado genérica para
que podamos situarlos en el tiempo con todo el rigor requerido por una
investigación histórica seria. Una vez más, el historiador honesto reconoce que
llega a una probabilidad, pero no a una certeza.

En realidad, el relato contiene un elemento único, pero que no es


exactamente de orden «histórico», es decir, que no forma parte de la simple
crónica de los acontecimientos. Se trata de una reflexión sobre el poder de YHWH,
Señor de Israel, que se extiende hasta Egipto. Dicho con otras palabras, el Dios
de Israel demuestra en este relato que él es el verdadero soberano de Egipto y
que dispone de un poder «superior» al del faraón. De hecho, este poder es de un
orden diferente: YHWH es el Señor de la naturaleza. De ahí que el relato bíblico
haya elegido un «género literario» diferente a la simple recensión, más apto para
transmitir un mensaje de fe. No se ha contentado con proporcionar una serie de
informaciones secas y neutras sobre los acontecimientos. Esta elección es
posible que complique la tarea del historiador; en cambio, la facilita a quien
busca el «sentido» de los textos: el relato de las plagas de Egipto pone de relieve
ante todo el aspecto «significativo» de las cosas. No se contenta, pues, con
informar sobre acontecimientos «sensacionales»; invita también a la reflexión al
lector.

Esta orientación teológica del relato nos permite comprender también el


carácter «milagroso» de las plagas de Egipto. El objetivo de estos relatos no es
presentar los fenómenos como infrecuentes e inexplicables para aquel que
conoce las leyes de la naturaleza. Al contrario, el relato quiere mostrar que sólo
Dios, el Dios de Israel, es señor de la naturaleza. Ni el faraón ni sus magos son
capaces de dar órdenes al Nilo, a las ranas, a los mosquitos, a las langostas, al
viento, al granizo, a la luz y a las tinieblas. Son asimismo incapaces de impedir
las enfermedades de los hombres y de los animales. Resumiendo, el poder del
faraón es limitado no exactamente porque no consiga provocar fenómenos
inauditos, sino porque no puede dar órdenes a la «naturaleza».

En efecto, la mentalidad antigua no distingue, como la mentalidad de


nuestros días, entre los fenómenos «naturales», que puede explicar la ciencia, y
los fenómenos «sobrenaturales», que la ciencia no consigue explicar. El
«milagro» principal, para el mundo antiguo, es el simple hecho de la existencia
en cuanto tal, es decir, el hecho de que haya un mundo poblado de seres vivos.
Existir es un milagro constante, porque la muerte es mucho más normal que la
vida. En consecuencia, todo fenómeno natural es un «milagro» para los antiguos,
porque no pasa nada en la naturaleza ni en el mundo de los hombres sin la
intervención de Dios. El relato bíblico pretende demostrar esta verdad esencial
con los medios literarios de que dispone. Por tanto, no debe extrañarnos que se
haya vuelto posible «explicar» hoy las plagas de Egipto de una manera sencilla y
natural.

Por último, debemos señalar que el autor bíblico ha conseguido dar a su


relato un color egipcio. Como hemos visto, todas las plagas son fenómenos
conocidos en Egipto y típicos de esas tierras. Además, cuando el fenómeno es
raro, como en el caso del granizo, el autor lo señala expresamente.
V. La salida de Egipto y el paso del mar (Ex 13—
15)
1. Los papiros Anastasi y otros documentos

La situación, más bien incómoda, del historiador apenas cambia cuando


aborda la salida de Egipto y el paso del mar. A propósito de este último, existen,
no obstante, algunos documentos egipcios interesantes: los papiros Anastasi,
algunos de los cuales contienen informes enviados a sus superiores por oficiales
destinados en las fronteras entre Egipto y el desierto del Sinaí. Egipto había
instalado, efectivamente, guarniciones en el este del país para vigilar, por una
parte, las infiltraciones de nómadas procedentes de la península del Sinaí y, por
otra, la huida de los esclavos de Egipto. Uno de estos informes habla, por
ejemplo, de dos esclavos que han conseguido escapar de la vigilancia y atravesar
la frontera (Anastasi V). Es preciso recordar que antes de la construcción del
célebre canal de Suez, el istmo que separa el Mediterráneo del mar Rojo era, en
parte, una región lagunosa y de marjales.

Otros textos egipcios antiguos nos informan sobre los muchos esclavos que
huían de Egipto para encontrar la libertad en el desierto. Ciertos documentos
hablan incluso de oficiales del faraón que optaban por esta solución cuando su
situación en la corte se volvía crítica, como cuenta, por ejemplo, un tal Sinuhé
(entre el año 1962 y 1928 a. C.). Este personaje atraviesa un lago en una barca,
después se oculta detrás de un matorral y aprovecha la oscuridad para escapar de
los centinelas que vigilaban los movimientos de las poblaciones del desierto
desde arriba de un muro construido con este fin por los faraones. Sinuhé será
acogido en el desierto por un jeque al que había conocido antes en Egipto.

2. ¿Por qué es tan poco abundante la documentación?

Los documentos que acabamos de recorrer nos permiten, sin la menor duda,
imaginar mejor el relato del paso del mar (o del milagro del mar) durante la
noche (Ex 14,20.21.24.27). Este «mar» del que habla el texto es más probable
que se tratara de uno de los lagos del istmo de Suez que del mar Rojo. Ahora
bien, todos los intentos de precisar la fecha del éxodo de una manera aunque
sólo fuera un poco más exacta se han manifestado infructuosos. Hubo
demasiados éxodos de esclavos semitas que huían de Egipto para poder decir
cuál de ellos fue el que menciona la Biblia.

Además, los archivos egipcios no han registrado la desaparición de ningún


ejército egipcio en el mar mientras perseguía a un grupo de israelitas salidos bajo
la guía de un tal Moisés. Tampoco han registrado la muerte de ningún faraón
ahogado en el mar. En realidad, las crónicas de la época no hablan gustosas de
los reveses y de las derrotas. Además, es poco probable que un faraón se
encargara personalmente de perseguir a un grupo de esclavos. Una vez, más nos
encontramos con que el relato embellece las cosas. Como ocurre siempre en los
cuentos y en los relatos populares, los personajes secundarios y subalternos
desaparecen casi siempre en beneficio de los personajes más importantes, que
toman todas las decisiones y guían todas las acciones.

Y, más probablemente aún, algunos acontecimientos como los que cuenta la


Biblia eran para la corte del faraón simples sucesos carentes de importancia. El
éxodo, un acontecimiento fundamental para la fe de Israel, es poco probable que
haya dejado huellas en la historia de Egipto.

3. El itinerario de la salida de Egipto

Queda pendiente una cuestión a propósito del paso del mar: la del itinerario.
Hay, por lo menos, tres posibilidades:

los hebreos atravesaron o bien el mar Rojo, o bien una zona pantanosa en la
región de los «lagos Amargos» (istmo de Suez), o bien una laguna cercana al
Mediterráneo llamada lago Menzaléh (que antiguamente recibía el nombre de
mar de Sirbónida). Se ha vuelto tradicional hablar del «paso del mar Rojo»; sin
embargo, es poco probable que los israelitas escogieran este itinerario, porque el
mar Rojo es demasiado profundo. Sea como fuere, la traducción de «mar Rojo»
no corresponde a la expresión hebraica que designa a este mar. En nuestros días,
esta expresión se traduce de un modo más exacto por «mar de los Juncos».
Ahora bien, como ya hemos dicho más arriba, la región atravesada actualmente
por el canal de Suez era en la antigüedad una región de lagos. Algunos de esos
lagos siguen existiendo todavía hoy, como los lagos Amargos, por ejemplo. Es
mucho más probable que debamos buscar en esta región el teatro del relato de
Ex 14. Pero, una vez más, se trata de una posibilidad. El relato bíblico no
suministra datos suficientemente precisos para datar el acontecimiento y situarlo
geográficamente. La experiencia de la fe {cf Ex 14,31) cuenta más que la
precisión geográfica y cronológica.

4. El milagro del mar

El «milagro del mar» describe un acontecimiento que puede ser


reconstituido de manera verosímil sin demasiadas dificultades. El grupo de los
esclavos hebreos ha sido perseguido en su huida por un destacamento de carros
egipcios (Ex 14,5-10). Los hebreos han llegado a la región de los marjales que
separan a Egipto del desierto (14,2.9). Pero los egipcios han conseguido darles
alcance antes de la puesta del sol. A la caída del día y durante gran parte de la
noche, un fuerte viento del este ha puesto al descubierto gran parte de la orilla de
un lago de la región (14,9 y parte de 14,21). Si los acontecimientos tuvieron
lugar cerca del mar, al efecto del viento se añadió probablemente el de la marea.
Sea como fuere, los carros egipcios avanzaron probablemente por esta parte de
la playa que todavía estaba húmeda. El relato bíblico no lo dice de una manera
explícita, pero sí es, al menos, una de las explicaciones que sugiere. Además, por
la noche, una espesa niebla (o una nube de arena levantada por el viento) ha
impedido a los egipcios ver y alcanzar a los israelitas (14,19-20). Hacia el final
de la noche —aquí es menester introducir de nuevo un elemento que el relato no
proporciona de una manera explícita—, el viento ha caído y el lago (o el mar) ha
vuelto a su sitio habitual (14,24). Los carros egipcios se han metido en el
atolladero (14,25), las aguas se han desplazado a gran velocidad y el ejército del
faraón se ha quedado sin salida posible, siendo sumergido por las aguas mientras
intentaba huir al volver sobre sus pasos. El mar que venía a su encuentro se lo ha
llevado todo (parte de 14,27-28). Al alba, los israelitas descubren los cadáveres
en la orilla del mar (14,30). Es preciso señalar que esta versión de los
acontecimientos no habla nunca de paso del mar. Israel se queda en su sitio y
asiste a los acontecimientos sin desplazarse (14,14 y 14,30).

Esta versión es verosímil. Es posible que la batalla del torrente Quisón (Jue
4) se desarrollara de una manera análoga. En esta última, los cananeos perdieron
la batalla porque muy probablemente sus carros se atascaron en la llanura
pantanosa del torrente Quisón. Así fue como Débora y Barac vencieron a Sisara,
general del rey Yabín de Jasor. La historia conoce otras revanchas similares de la
infantería contra los carros y la caballería.

Volviendo al relato de Éxodo 14, la visión más conocida y recogida por las
grandes películas de Hollywood sobre el éxodo, es decir, el paso del mar entre
dos murallas de agua, una a la derecha y otra a la izquierda, procede de un relato
más reciente que ha embellecido y amplificado claramente la

tradición má$ antigua (véase Ex l4,21b-22.29). Este relato pertenece a la


llamada tradición sacerdotal, un escrito que se remonta a la época postexílica

5. El Dios de la Biblia es alérgico al caballo

El relato de Ex 14 contiene un elemento interesante que ya hemos señalado:


describe la derrota de un ejército de carros y caballos. Da la impresión de que,
por muy paradójico que pueda parecer a primera vista, el Dios de la Biblia sea
alérgico al caballo. Para comprenderlo mejor, es preciso recordar que, en esta
época, el caballo era un animal empleado ante todo con fines militares y
representaba, por consiguiente, el poderío de las armas. El Dios de la Biblia, sin
embargo, es alérgico al caballo y prefiere el asno, un animal más común y, a
buen seguro, menos costoso.
Muchos textos bíblicos afirman, en efecto, que la salvación no viene del
«caballo», es decir, de un ejército que dispone del arma más sofisticada de la
época: el carro (Is 30,16; 31,1; Os 1,7; 14,4; Zac 9,10; Sal 20.8; 33; 16-17;
147,10-11; Prov 21,31). Este último texto resume bien esta idea: «Se apareja el
caballo para el combate, pero la victoria la da el Señor» (Pro 21,31). La famosa
descripción del caballo que aparece en Job 39,19-25 subraya con vigor el
aspecto guerrero de este animal. Algunos relatos hacen referencia asimismo a
esta temática. Absalón, el hijo rebelde de David, se había procurado un carro y
caballos para manifestar sus ambiciones (2 Sm 15,1); sin embargo, no tuvo
mucha suerte en sus empresas, puesto que murió en la batalla que le oponía al
ejército de su padre (2 Sm 18). Otro hijo de David, Adonías, eligió también esta
vía cuando pensó que había llegado el momento de suceder a su padre, que ya
estaba metido en años (1 Re 1,5). Su suerte no fue mucho más afortunada que la
de Absalón. El sucesor de David fue Salomón, y no Adonías, que no perdió sólo
el trono, sino también la vida (1 Re 2,12-15). Salomón, por su parte, entró de
manera triunfal en la ciudad de Jerusalén, pero no en un carro tirado por
caballos, sino sobre la muía de David (1 Re 1,38). El mulo -que para nosotros
representa algo completamente distinto a la gloria real— es, en la Biblia, el
símbolo de una realeza pacífica. Ni siquiera el mismo Salomón fue fiel a este
ideal, porque hizo construir, más tarde, cuadras para sus caballos y dotó a su
ejército de carros de guerra (1 Re 5,6; 9,19.22; 10,26-29).

Según el profeta Zacarías, el mesías que entrará en Jerusalén irá montado en


un asno (Zac 9,9), como Salomón al comienzo de su reino, porque será un rey
pacífico. Hará desaparecer de la ciudad los carros y los caballos para que reine la
paz (Zac 9,10). Según los evangelios, esta profecía se cumplió cuando Jesús
entró en Jerusalén montado en un asno (Mt 21,1-10; Me 11,1-11; Le 19,28-38;
Jn 12,12-16).

Una de las raras excepciones a esta regla es José (Gn 41,43). El carro que
recibió del faraón es signo de su nuevo poder:

José acaba de salir de la prisión y, de repente, se encuentra en la cima de la


jerarquía social de Egipto, justo por debajo del mismo faraón. El motivo está
recogido en el relato sin ninguna nota crítica.

La alergia bíblica al caballo es una crítica lanzada contra todo poder que se
apoye de una manera excesiva en el potencial militar, es decir, en la fuerza.
Según estos relatos, en particular Ex 14, Jue 4 y los textos de los Salmos y de los
profetas, este poder resulta, a fin de cuentas, muy frágil.
VI. La estancia en el desierto
1. Los cuarenta años

Los cuarenta años de estancia en el desierto crean a la exé-gesis muchos


problemas. A propósito del pasado nómada de Israel, debemos repetir lo que ya
dijimos a propósito de los patriarcas: esta manera de vivir ha durado milenios.
Todavía hoy, en el Négueb y en el desierto del Sinaí, siguen viviendo grupos de
beduinos con sus rebaños de una manera que no debe ser muy diferente a la que
se describe en la Biblia.

La cifra cuarenta es, a buen seguro, simbólica. Aparece en textos como Am


5,25; Ex 16,38; Nm 14,34; 33,38; Dt 1,3; 2,7; 8,2; Jos 5,6. Con la excepción (tal
vez) de Am 5,25, todos los textos citados son tardíos, es decir, postexílicos.

2. Los milagros realizados en el desierto

Como cabía esperar, no existen documentos extrabíblicos sobre el itinerario


de Israel por el desierto, ni tampoco los hay de acontecimientos como la teofanía
del Sinaí. Ahora bien, ciertos relatos pueden ser explicados a partir de un
acontecimiento más exacto de las condiciones de vida en esta región. El maná
del que hablan Ex 16 y Nm 11, por ejemplo, es un fenómeno común en estas
zonas desérticas o semidesérticas. Se trata de la secreción de un insecto que se
alimenta de la savia de un matorral, de una especie de taray. El color de esta
secreción es blanco, y su sabor, azucarado (véase Ex 16,14; Nm 11,7-8).

También es posible dar una explicación natural del «milagro del agua que
sale de la roca» (Ex 17,1-7 y Nm 20,1-13). Aunque sea rara, el agua no falta
nunca por completo. La humedad del aire se condensa durante la noche en
lugares más frescos y se va acumulando poco a poco, por ejemplo, en las grietas
y en las hendiduras de la roca a causa del brusco cambio de temperatura que
tiene lugar después de la puesta del sol. Allí se queda, a veces en una cantidad
relativamente importante, a causa del fenómeno de la tensión superficial. Pero
basta con dar un golpe violento sobre la hendidura para ver «salir», al pie de la
letra, toda esta agua de la roca. Naturalmente, es menester conocer estos lugares.

El relato de Ex 15,22-25, donde se describe cómo Moisés volvió potables


las «aguas amargas» echando en ellas un trozo de madera, podría tener asimismo
un fundamento real. La gente del desierto conoce, en efecto, las virtudes de la
madera de ciertos árboles que pueden hacer salubres aguas que no son potables.

Las migraciones de codornices (Ex 16 y Nm 11) y de otros pájaros son bien


conocidas por los habitantes de la costa mediterránea y del desierto del Sinaí. A
esto debemos añadir que las codornices que proceden de Europa y viajan a
finales del verano hacia África son un plato exquisito, mientras que las que
vienen de África en primavera no son comestibles. El tipo de alimento que
ingieren en África del norte o en África central hace su carne impropia para el
consumo. Eso explicaría por qué las codornices que come el pueblo en Ex 16 no
tienen ningún efecto negativo para la salud de los israelitas, mientras que las
consumidas en Nm 11 tienen consecuencias letales para un número considerable
de ellos.

La teofanía del Sinaí describe en realidad una tormenta violenta. Hay quien
ha pensado también en una erupción volcánica. Sin embargo, el texto habla de
un fuego que «baja» sobre la montaña (Ex 19,18). El «fuego» de una erupción
volcánica no baja; más bien, sube de la montaña.

Es cierto que estos elementos no bastan para proporcionar una base histórica
firme a todos los relatos bíblicos sobre la estancia de Israel en el desierto. No
obstante, ayudan a situarlos mejor. Además, nos impiden decir que todos estos
relatos son puras «invenciones». Sus autores tenían un conocimiento concreto de
las condiciones de vida en el desierto.

A propósito de los «milagros» de Dios en favor de su pueblo en el desierto y


de la explicación que hemos propuesto antes, conviene añadir una breve nota. El
«milagro», en la mentalidad moderna, es un fenómeno que no puede tener
explicación natural, racional o científica. Por consiguiente, requiere una
explicación de orden sobrenatural. Ahora bien, esta distinción entre «natural» y
«sobrenatural» es bastante reciente. Procede en gran parte de las discusiones
planteadas por el racionalismo y el positivismo del siglo de las luces. La
mentalidad bíblica no aplica esta distinción del mismo modo. El Dios de la
Biblia es también el Dios de la naturaleza. Por esta razón, todo fenómeno natural
que hace la vida posible allí donde de hecho es imposible sobrevivir es
considerado como una intervención divina. En el desierto, efectivamente, es más
normal morir que sobrevivir (Dt 8,15; 32,10; Jr 2,6; Os 13,5). Vivir en el
desierto y encontrar en él agua y alimento ya es un «milagro».

3. La estancia en el desierto

Continuando con el tema de la estancia de Israel en el desierto, algunas


publicaciones del arqueólogo italiano Emanuele Anati podrían suministrarnos
ciertas indicaciones útiles sobre el marco histórico de estos relatos bíblicos. Las
excavaciones realizadas en el Négueb, en particular las llevadas a cabo en la
región de Har Karkom, han tenido unos resultados bastante interesantes. Según
Anati, la región del Négueb, es decir, la parte septentrional del desierto del Sinaí,
ha estado habitada durante milenios. Sin embargo, los lugares habitados fueron
relativamente numerosos durante el tercer milenio antes de Cristo y disminuyen
de una manera súbita a partir del comienzo del segundo milenio (entre 1950 y
1000 a. C.). En el primer milenio, la población aumentó de nuevo, pero sin llegar
al nivel anterior. Este considerable descenso numérico a partir de comienzos del
segundo milenio se debió probablemente a un cambio climático. Dado que en
esta región la agricultura y la cría de ganado dependen casi por completo de las
precipitaciones, basta una reducción de la cantidad de éstas para provocar un
grave desequilibrio y obligar a una gran parte de la población a desplazarse a fin
de no perecer. Había dos posibilidades: el norte, hacia la tierra de Canaán, o el
oeste, hacia Egipto. Pues bien, ésas son precisamente las dos posibilidades que
se plantea la comunidad de Israel en el desierto y a propósito de las cuales
surgen con regularidad violentas discusiones. Moisés se bate por ir a establecerse
en la tierra de Canaán, mientras que el pueblo prefiere regresar a Egipto (Ex
14,11-12; 16,3; 17,3;

Nm 11,18.20; 14,2-4; 16,13-14; 20,5-6; 21,5). Existe, por tanto, cierta


convergencia entre los relatos bíblicos, aunque muchos de ellos sean recientes, y
ciertos datos proporciona-

dos por la arqueología. Con todo, aquí la prudencia es de rigor. Todavía no


hemos «encontrado» a Moisés ni al Israel del desierto. Sólo hemos encontrado
huellas de la existencia de una población relativamente numerosa en el desierto
del Négueb durante un período bastante largo, concretamente desde el 4000 al
2000 a. C. Esta población ha desaparecido a partir de 2000-1900. Estas tribus se
fueron probablemente a Egipto o bien hacia Palestina. Los datos precedentes
proporcionan un marco posible a lo que la Biblia describe en los relatos sobre la
estancia de Israel en el desierto y sobre los intentos de conquista a partir del sur.
Tal vez —pero se trata una vez más de una simple conjetura difícil de verificar—
tendríamos aquí el origen de ciertas tradiciones bíblicas sobre la estancia en el
desierto. La gran dificultad con que se enfrenta una hipótesis de este tipo
procede del hecho de que habría que hacer retroceder el origen de ciertos relatos
hasta el año 2000 a. C. Estudios recientes sobre la tradición oral muestran que
los relatos populares pueden conservar motivos del pasado durante mucho
tiempo. Ahora bien, la tradición transforma, adapta, colorea e interpreta
vigorosamente, según las circunstancias. En consecuencia, es poco prudente
pretender encontrar en estos relatos elementos históricos precisos que pudieran
remontarse a más de mil años hacia atrás y, sobre todo, es poco razonable
confiarse a estas tradiciones para emprender una reconstrucción histórica
detallada.

Al cabo de esta investigación hay una cosa segura: el Négueb es una región
donde la vida ha sido siempre precaria. Lo que cuenta la Biblia sobre las
dificultades para vivir en esta región se ha podido verificar en cualquier época.
El deseo de ir a vivir a Egipto o de dirigirse hacia el norte era una tentación casi
constante para estas poblaciones. El deseo se hacía más vivo cada vez que la
vida se volvía más difícil a causa de las condiciones meteorológicas menos
favorables. Por consiguiente, los incidentes que refiere la Biblia a propósito de la
estancia en el desierto no tienen, desde el punto de vista histórico, nada de
verdaderamente excepcional.

4. La actividad de Moisés en el desierto

La Biblia afirma varias veces que Moisés no entró en la tierra prometida,


porque murió en el desierto. Sin embargo, los textos que hablan de una «falta»
de Moisés son todos ellos tardíos (Nm 20,12-13; Dt 1,37-38; 3,23-28) e intentan
dar una explicación teológica de un hecho transmitido por la tradición. Pretenden
responder a una cuestión que surgió, de manera inevitable, cuando Moisés se
convirtió en el jefe que hizo salir a Israel de Egipto para conducirlo a «la tierra
que mana leche y miel» (Ex 3,8). A partir de este momento, se volvía inevitable
preguntarse la razón de que Moisés no hubiera entrado en esta tierra. Para estos
autores recientes, el hecho de no entrar en la tierra prometida no podía ser más
que un castigo divino, y así es como lo explican.

El marco en el que un personaje como Moisés pudo ejercer su actividad


existe, pues, con toda claridad, como acabamos de ver. Con todo, esos datos
diseminados no nos permiten afirmar que hemos encontrado a Moisés. Sólo
podemos decir que la arqueología traza un marco en cuyo interior es posible
situar una figura bíblica como la de Moisés. Para poder pasar de la posibilidad a
la certeza y reconstituir la figura histórica de Moisés deberíamos disponer de
otros elementos que los textos y las excavaciones no nos suministran, por
desgracia.

Repitamos, como conclusión, que Moisés es una figura clave en el Antiguo


Testamento, porque las instituciones mosaicas permiten al Israel postexílico vivir
sin monarquía y sin autonomía política. La situación de Israel en el desierto, bajo
la guía de Moisés, es emblemática: el Israel postexílico vive en una situación
semejante. La intención fundamental de los textos es transmitir este mensaje
esencial, y no esbozar el retrato del Moisés histórico o reconstruir el pasado ya
superado de los antepasados de Israel en el desierto. Anda lejos de ser excluido
que un personaje llamado Moisés viviera en el desierto del Négueb y ejerciera
allí una actividad religiosa y

jurídica importante. También anda lejos de ser excluido que esta actividad
tuviera un impacto sobre algunas poblaciones locales que, de un modo u otro,
acabaron por formar parte del pueblo de Israel del que habla la Biblia. Pero sería
aventurado decir más.

5. El Sinaí

Discuten mucho los especialistas sobre el emplazamiento del Sinaí. Hay por
lo menos tres o cuatro hipótesis al respecto. Algunos estiman que el Sinaí se
encuentra cerca del actual monasterio de Santa Catalina (el macizo de Djebel
Musa, la «montaña de Moisés», que cuenta, sin embargo, con varias cimas). Para
otros, debería encontrarse en Arabia Saudí, al este del golfo de Aqaba, en la
parte septentrional del macizo de Al-Hijaz. Es, efectivamente, sólo allí donde se
encuentran antiguos volcanes, y, al menos para estos investigadores, el relato de
Ex 19 supone una erupción volcánica. Recientemente, E. Anati ha propuesto Har
Karkom, un paraje montañoso del Négueb situado en el norte de la península del
Sinaí. Es preciso reconocer que hasta ahora no ha sido posible identificar con
certeza el paraje bíblico del Sinaí o del Horeb, como se le llama en el
Deuteronomio.

Las razones de estas dificultades son múltiples, pero la principal es de orden


teológico y literario. En efecto, para la Biblia, el monte Sinaí u Horeb es menos
un lugar geográfico que un lugar jurídico: allí es donde Israel se constituyó como
pueblo de Dios y se dotó de sus leyes fundamentales. Todas las instituciones que
se remontan, en la Biblia, a este momento de su «historia» son esenciales para la
supervivencia del pueblo. Las otras, en cambio, no lo son. Para la Biblia era más
importante llevar a cabo estas distinciones que informarnos sobre la exacta
situación geográfica de la montaña. Sin embargo, todos los textos parecen estar
de acuerdo en un solo punto, pero se trata de un punto capital del que debo
hablar ahora: el Sinaí no se encuentra en Israel, sino en el «desierto».

6. Las instituciones mosaicas

El monte Sinaí, la montaña donde Israel se convirtió en un «pueblo» y en


una «nación» al concluir una alianza con su Dios, se encuentra en el desierto y
no en la tierra prometida. Se trata, sin embargo, de una montaña más importante
que el monte Sión y que Jerusalén, puesto que Israel nació en el Sinaí y no en el
monte Sión.

De este hecho podemos extraer una conclusión importante: Israel puede


vivir como pueblo sin su propia tierra, sin monarquía y sin verdadero templo,
porque el pueblo es más antiguo que la conquista de la tierra, que la monarquía y
que el templo de Salomón. Israel espera, por supuesto, poseer algún día una
tierra, un rey y un templo. Ahora bien, dadas las circunstancias, hace de la
necesidad virtud y consigue existir como pueblo en esta condición transitoria.

La «teología del Sinaí», que es también la «carta magna constitucional» de


Israel, reposa en dos pilares. Ambos están ligados, porque todo el derecho de
Israel está sellado por la autoridad divina.

a) El derecho de Israel
El derecho de Israel, promulgado en el monte Sinaí, es diferente de los
derechos conocidos en el Oriente Próximo antiguo, porque su validez no está
ligada a un territorio y la autoridad que lo sanciona no es la autoridad tradicional
de una monarquía.

El derecho de Israel se funda en el consenso y no en el apremio. El pueblo


en su totalidad entra libremente en una alianza con su Dios y jura, siempre de
una manera libre, observar la ley. Así pues, Israel ha aceptado libremente dotarse
de un «derecho» y de una «ley», para ser el pueblo de Dios. Este derecho ha sido
propuesto, no impuesto. Vale porque cada «ciudadano», cada miembro del
pueblo de Israel, se ha comprometido públicamente a respetarlo.

Algunos podrían objetar que el derecho de Israel se basa más en la autoridad


divina y en la autoridad de Moisés que

en el consenso del pueblo. Ahora bien, la autoridad divina no es una


autoridad humana. Decir que el derecho es de origen divino significa que ese
derecho no ha sido impuesto por «nadie», es decir, por ninguna autoridad
humana.

Por otra parte, la autoridad de Moisés no es una autoridad política ordinaria.


No dispone de ninguna fuerza de coerción, ya sea una guardia personal o un
ejército, y tampoco posee un poder económico del que dependiera el pueblo. Las
«cualidades» de Moisés son intrínsecas y no extrínsecas. En nuestros días,
diríamos que proceden de su «competencia» y no de su «poder» político o
económico. Moisés está dotado de autoridad porque Dios le trata cara a cara (Dt
34,10) y le habla del mismo modo (Nm 12,8). Esta autoridad se basa, pues, en
cualidades humanas —religiosas para la Biblia— y no en condicionamientos
materiales. Éste es el «precio» que ha tenido que pagar Israel para construirse
como nación, es decir, construir su propia identidad sobre valores humanos
fundamentales, sin esperar a que se hubieran cumplido todas las condiciones
materiales para la realización de su «proyecto de sociedad». En este punto, la
Biblia se revela extraordinariamente moderna.

b) El culto
La misma situación se produce en el culto instituido por Moisés en el
desierto. En efecto, la característica fundamental del «santuario» del desierto es
su movilidad. Dicho de otro modo, el símbolo más importante de la presencia de
Dios es una tienda que se desplaza, que guía y acompaña al pueblo en su marcha
hacia la tierra prometida. Por consiguiente, Dios no reside sólo en la tierra
prometida, que es su «dominio» personal, ni espera a tener una morada estable y
definitiva, el templo de Salomón, para venir a habitar en medio de su pueblo. No
duda en compartir las condiciones precarias, provisionales y transitorias de su
pueblo en el desierto, tierra de muerte más que tierra de vida (Jr 2,2.6). Con
palabras muy sencillas, diríamos que Israel puede sobrevivir en el reino de

la muerte porque su Dios es capaz de hacerle vivir allí donde, como regla
general, es la muerte la que triunfa.

Esta teología de un Dios capaz de «morar» en lo provisional y hacer vivir a


su pueblo en una situación imperfecta y transitoria prepara y anticipa la teología
de la encarnación. Hay una frase del Nuevo Testamento que recoge lo esencial
del Antiguo Testamento para aplicarlo al Nuevo: «Y el Verbo se hizo carne y
plantó su tienda entre nosotros; y hemos visto su gloria» (Jn 1,14). Para Juan, el
Verbo viene a plantar su tienda en la imperfección del mundo humano y asume
la condición humana con todo lo que ésta tiene de efímero y de frágil. Eso
significa también que el Nuevo Testamento, del mismo modo que el Antiguo,
afirma con vigor que Dios se hace presente en nuestro mundo, que la plenitud de
la vida ha sido ofrecida ya, en cierto modo, a todos los «peregrinos» de nuestra
tierra. Dios no espera a los viajeros a su llegada, en la puerta de la eternidad; él
mismo ha cogido el bastón y las alforjas de peregrino para recorrer con su
pueblo el largo camino que conduce a la ciudad del infinito.

Este trabajo de reflexión teológica, en su forma definitiva, se sitúa como es


natural en el período postexílico, después de la pérdida de la tierra, del fin de la
monarquía y de la destrucción del templo. Es verdaderamente difícil imaginar
que una teología como ésta hubiera sido elaborada mientras Israel vivía
apaciblemente en su propio territorio, gobernado por sus reyes y ofreciendo culto
a su Dios en el templo de Jerusalén o en otros santuarios.
Capítulo quinto - ¿Conquista de la tierra,
asentamiento de pastores nómadas, rebelión
rural o evolución social?
I. El Libro de Josué y la arqueología
El Libro de Josué describe con gran detalle dos grandes batallas libradas
para la conquista de la tierra prometida: el asedio de Jericó (Jos 6) y la batalla
contra la ciudad de Ay (Jos 7-8). Por lo que se refiere al resto de la conquista,
este mismo libro se contenta, en general, con resúmenes (cf]os 10; 12).

1. Los problemas históricos del Libro de Josué

Según la cronología establecida por los investigadores, la conquista de Josué


debería haber tenido lugar entre el año 1200 y el 1100 a. C. Esta fecha plantea,
de golpe, un problema de talla al exégeta y al historiador, porque en esta época
las ciudades de Jericó y de Ay no estaban ocupadas. El pueblo de Israel, bajo la
guía de Josué, se habría encontrado, pues, frente a los escombros de ciudades en
ruinas (la palabra hebrea Ay significa, en efecto, «ruinas», «escombros»). Es
posible que los relatos hayan partido de una reflexión sobre estas ruinas y que la
destrucción de las ciudades fuera atribuida a posteriori a la conquista de Josué.
Pero esto es una simple conjetura entre muchas otras.
Son, efectivamente, varias las teorías propuestas para conciliar el texto
bíblico con los datos arqueológicos. De momento debemos conformarnos con
levantar acta de la existencia de una discordancia considerable y desconcertante
entre la «historia real» y la «historia bíblica» en este punto.

2. El Libro de Josué y el género literario «épico»

Para resolver el problema, conviene partir, como hemos hecho antes, de un


análisis más preciso del relato bíblico y de su intención. Este análisis, en lo que
se refiere al Libro de Josué, desemboca en una conclusión que se va a revelar
muy fructuosa: este libro es uno de los raros ejemplos de literatura «épica» en la
Biblia.
El carácter épico del Libro de Josué se manifiesta sobre todo por el modo de
describir las batallas de Israel contra las diferentes poblaciones del país. Excepto
en una ocasión, la del primer intento de conquista de Ay (Jos 7), Josué gana
todas las batallas, y las gana ampliamente. Nadie consigue detenerle. En el caso
de Ay, la derrota no se debe a ninguna falta de Josué, sino a la de un israelita,
Acán, que no ha observado la ley del anatema. El objetivo del relato no puede
ser más claro:

nadie puede desobedecer la ley del Señor impunemente. En suma, tanto en


el Libro de Josué como en la epopeya, las victorias o son completas o no son
tales. Es imposible vencer a medias.

El carácter épico del Libro de Josué se manifiesta, en segundo lugar, en la


«perfección» de este momento de la historia de Israel. La época de Josué es, en
efecto, para la Biblia, una especie de edad de oro, porque Israel es fiel a su Dios
—excepto, una vez más, en el caso de Acán (Jos 7)— y se muestra ejemplar en
la observancia de la ley (Jos 24,31; Jue 2,7). Todo ello explica el éxito de la
conquista.

La interpretación correcta del libro depende en gran parte de lo que


acabamos de decir. Está claro que el Libro de Josué se preocupa poco de
proporcionar una cronología detallada de lo que ha pasado. Se preocupa mucho
más de describir una época ideal de la historia de Israel. Al menos una vez en su
vida, cuando entró en la tierra prometida, Israel consiguió vivir según los
cánones fijados por Dios en la ley de Moisés. Que este momento se haya situado
al comienzo de la ocupación de la tierra es, a buen seguro, fruto de una opción
intencional: los primeros pasos de Israel en su tierra fueron «impe-

cables». La infidelidad no vino sino más tarde; por consiguiente, no es


original (Jue 2,10).

El Libro de Josué nos transporta, pues, al mundo exaltador e idealizado de la


epopeya y no nos hace tomar los senderos áridos de la «historiografía». Ahora
bien, epopeya no significa necesariamente «leyenda», es decir, pura ficción.
Según la definición de Víctor Hugo, «la epopeya es historia escuchada en la
puerta de la leyenda». Por eso el relato intenta exaltar a sus héroes, embellecer a
los actores y los acontecimientos, celebrar y engendrar en el lector unos
sentimientos de admiración. Su primera finalidad no es, ciertamente, aguzar el
sentido crítico.

Quien quiera espigar algunos elementos históricos en los relatos épicos


deberá sacarlos, necesariamente, de su espesa envoltura épica. La tarea tal vez
sea aún más complicada, porque los narradores bíblicos se parecen, aunque sea
un poco, a los alquimistas: han transformado por completo los ingredientes del
punto de partida —antiguos recuerdos y tradiciones antiguas— para elaborar
algo muy diferente: el relato épico. En teoría, el investigador honesto no puede
excluir que, en el origen, hubieran podido existir ciertos recuerdos históricos a
propósito de estos acontecimientos. Al contrario, puede suponer incluso, en
virtud de buenas razones, que fue así. Con todo, en muchos casos se ha vuelto
muy arduo o casi imposible encontrar esos elementos en el relato actual. La
investigación histórica debe servirse, por fuerza, de otros elementos, como el
estudio de documentos extrabíblicos y de datos arqueológicos, para llegar a
conclusiones más sólidas sobre lo que pasó en realidad.
II. Las teorías sobre la instalación de Israel en la
tierra de Canaán
Puesto que el relato épico no les permite representarse cuál fue exactamente
el curso de los acontecimientos, los exégetas han propuesto varias teorías para
intentar explicar cómo se instaló Israel en la tierra de Canaán. Las principales
teorías a este respecto son tres.

1. La conquista militar (la escuela deW. F. Albright)

La primera teoría, la más clásica y la más extendida hasta hace algunos


años, considera que el relato bíblico es, en gran parte, creíble desde el punto de
vista histórico. Se habría producido una verdadera conquista hacia el año 1200 a.
C. En esta época fueron destruidas algunas ciudades y los arqueólogos han
notado que el nivel cultural bajó claramente como consecuencia de estas
destrucciones. Con todo, no es posible probar que todo el país de Canaán fuera
conquistado en este momento. Textos como el de Jue 1 relativizan ya
fuertemente el gran fresco propuesto por el Libro de Josué. Sólo en tiempos de la
monarquía se impuso una cultura más o menos homogénea en todo el territorio
del Israel bíblico. Por consiguiente, la conquista habría sido un fenómeno
gradual y progresivo, desarrollado a lo largo de un extenso período de tiempo.
La «campaña relámpago» de Josué es, tal como hemos dicho más arriba, una
reconstrucción literaria. Pero, si se tiene todo en cuenta, el relato bíblico tendría
«un fundamento en la realidad», porque Israel se habría apoderado
verdaderamente de la tierra de Canaán después de una serie de conquistas
militares.

2. El asentamiento progresivo de los seminómadas (A. Alt)

A fin de resolver los problemas de esta primera teoría, y en particular el


problema planteado por las excavaciones realizadas en Jericó y en Ay, el célebre
exégeta alemán Albrecht Alt ha propuesto una segunda teoría. Más que en una
conquista militar de una increíble rapidez, habría que pensar en una infiltración
lenta y pacífica de seminómadas procedentes de regiones desérticas y que se
fueron asentando de una manera progresiva en la tierra de Canaán. A causa de la
trashumancia de sus rebaños, los seminómadas —los antepasados de Israel-
pasaban regularmente a las partes menos pobladas del país de

Canaán durante la estación seca, de abril a octubre, en busca de pastos para


sus rebaños. Poco a poco fueron ocupando los territorios menos poblados,
particularmente las colinas. De este modo, las tribus de Israel se habrían ido
estableciendo de una manera progresiva: primero, en las zonas montañosas y en
las partes menos acogedoras del país; más tarde, en las llanuras más fértiles; por
último, ya en tiempos de la monarquía, habrían conquistado las ciudades
cananeas e impuesto su dominio sobre ellas.

3. La rebelión de los campesinos contra las ciudades


cañoneas (G. Mendenhall - N. K. Gottwaid)

Una tercera teoría intenta explicar el fenómeno desde el punto de vista


religioso. ¿Cuál fue el cemento que pudo unir a las diferentes tribus en un solo
pueblo antes de la monarquía? La fe en un Dios único, diferente del dios
honrado por la población cananea que dominaba el país desde ciudades
fortificadas. Esta teoría, propuesta por algunos exégetas de Estados Unidos,
como George Mendenhall y Norman K. Gottwaid, introduce en la argumentación
un razonamiento de tipo sociológico. Voy a resumir a grandes rasgos la hipótesis
tal como ha sido desarrollada en la obra monumental de N. K. Gottwaid The
Tribes ofYahwe. A Sociology of the Religión of the Liberated Israel 1250-1050
B.C.E. fSCM, Londres 1979).

En síntesis, según esta teoría, los hebreos constituían esencialmente una


población de campesinos y de esclavos al servicio de las ciudades cananeas. El
poder de estas ciudades sobre el campo estaba garantizado por un ejército
profesional dotado de carros de combate. Este ejército, que necesitaba la cría de
caballos, resultaba bastante caro. Una parte de la población, en este caso la clase
dirigente y los militares, vivía a costa del resto de los habitantes de la región.
Para alimentar al ejército, era necesario efectivamente producir un «excedente»
que le estaba destinado, siendo que no participaba de

ninguna manera en la producción de los bienes de primera necesidad y que,


a fin de cuentas, no «servía» para nada, a no ser para garantizar la dominación de
una minoría, la clase dirigente, sobre un proletariado sin defensa. Este sistema de
explotación incluía instituciones como el trabajo forzoso, la servidumbre y la
prestación personal. A esto debemos añadir que la población sometida
difícilmente podía rebelarse contra sus «patronos», porque adoraba al mismo
dios que los cana-neos: el dios El.

Todo cambió cuando un reducido grupo de levitas, llegados de Egipto


después de haber pasado algún tiempo en el desierto, consiguió inculcar una
nueva fe en esta población explotada: la fe en el Dios YHWH. La adopción de este
«nuevo» Dios favoreció el despertar de una conciencia propia y cavó un foso
entre los cananeos, que tenían el poder, y las clases oprimidas. La ¡dea de una
alianza con Y H W H se fue abriendo camino entre los campesinos y sirvió de
catalizador en el proceso de unificación de esta población, que reagrupaba a
personas y clanes de orígenes diferentes. La religión fue, por consiguiente, el
elemento clave que permitió al «pueblo de Israel» ver la luz.

Los diferentes grupos de campesinos sometidos se rebelaron contra sus


patronos y, en su mayoría, huyeron hacia las colinas. Su instalación en esas
regiones inhóspitas fue posible gracias a algunas técnicas nuevas, como el
cultivo en terrazas y el uso de la escayola para impermeabilizar las cisternas. La
invención y el uso sistemático del hierro a comienzos del primer milenio antes
de Cristo hizo posible la explotación de terrenos hasta entonces incultos, porque
los útiles de hierro, más sólidos que los de bronce, permitían desmontar o labrar
suelos áridos.

Las ciudades cananeas, debilitadas por la pérdida de su mano de obra,


perdieron al final la batalla contra esta «nueva generación», que repobló, a
continuación, el país a partir de la región montañosa.
Según esta hipótesis, no se habría producido ninguna «invasión» desde el
exterior. Israel no habría venido del

desierto para conquistar la tierra, pues estaba en el país desde siempre. Del
exterior vino sólo un pequeño grupo, el de los levitas. Desde esos presupuestos,
estos investigadores ya no hablan de conquista, sino más bien de rebelión de
campesinos contra sus «patronos» cananeos.

4. Crítica de estas teorías y balance


Cada una de estas tres teorías plantea problemas particulares. En buena parte
ha sido el análisis de la cerámica empleada en esta época en Israel el que ha
obligado a revisar ciertas posiciones. La cerámica, en efecto, es omnipresente en
Israel. Sin embargo, cada población y cada cultura tiene un tipo de cerámica que
le es propio y a partir del cual es posible identificarla y datarla. A la inversa, todo
cambio en el tipo de cerámica -la forma de los vasos, su coloración, el tipo de
fabricación, etc.— corresponde a un nuevo tipo de población en las
implantaciones estudiadas (I. Finkelstein).

La primera teoría plantea dificultades porque no hay pruebas arqueológicas


de una conquista a partir de Transjordania. Ya he hablado de la dificultad que
supone encontrar la huella de las conquistas de Josué, especialmente en lo que se
refiere a las ciudades de la parte central de la tierra de Israel (Jericó, Ay, etc.).
Los arqueólogos tampoco han encontrado parajes israelitas construidos sobre
ciudades cananeas destruidas. Sin embargo, en ciertos lugares, como en Hazor,
en el norte de Galilea, los arqueólogos han observado que la ciudad fue destruida
hacia el año 1220-1200 a. C. A continuación, como se desprende del tipo de
construcción y de los utensilios que se remontan a esta época, se empobreció la
cultura. En consecuencia, cabe emitir la hipótesis de una conquista militar, al
menos en ciertos casos. A buen seguro, no se trata de una conquista de todo el
país bajo la guía exclusiva de Josué. Además, es difícil certificar que estos
nuevos habitantes puedan ser identificados con los israelitas de la Biblia.

La segunda teoría choca con el mismo problema: si se infiltraron algunos


grupos de seminómadas a partir de Transjordania, es difícil explicar por qué
adoptaron un nuevo tipo de cerámica tras haber atravesado el Jordán. Y ése es
precisamente el caso: no hay continuidad entre la cerámica ordinaria de
Transjordania y la de Cisjordania.

La tercera teoría ha ejercido y sigue ejerciendo todavía una gran fascinación,


en particular porque traduce los datos bíblicos en términos sociológicos. El
proceso de liberación de los esclavos y de liberación general que propone, con su
componente religioso esencial, es, en efecto, muy seductor. La hipótesis tiene su
lógica y su fuerza de persuasión. Su capacidad de volver a dar esperanza a los
explotados de este mundo también es innegable. Por desgracia, esta teoría
tropieza con ciertos datos ineludibles. En primer lugar, es preciso preguntarse
por qué la Biblia no ha conservado un recuerdo más preciso del acontecimiento.
Si es cierto que Israel nació de esta manera como pueblo libre, ¿por qué no se
cuenta este nacimiento glorioso con más fidelidad? Hay otra objeción, más
grave, de tipo cultural. Según los expertos, no hay continuidad entre la cultura de
las ciudades cananeas de la llanura y la de las poblaciones que ocuparon las
colinas. La cultura de las colinas es de tipo pastoral y no urbano. Por
consiguiente, los habitantes de las colinas no pueden proceder del proletariado
de las ciudades o de sus alrededores.

Una teoría, compartida hoy por muchos investigadores, combina elementos


de la segunda y de la tercera hipótesis. La cuestión esencial para el historiador
que estudia esta época es saber por qué y cómo se llevó a cabo el paso de
«Canaán» a «Israel». Con otras palabras, es preciso explicar, por una parte, el
final de la dominación cananea, basada en ciudades fortificadas y en un ejército
dotado de carros y caballos, y, por otra, hay que explicar también el comienzo de
la cultura más agrícola y pastoral de Israel.

Para ciertos especialistas, el sistema cananeo se apagó por sí mismo. Se fue


desmoronando poco a poco y acabó hun-

La nueva cultura que reemplazó a la cultura cananea de las llanuras nació en


el interior de las poblaciones autóctonas que habitaban en las colinas desde hacia
ya, sin duda, mucho tiempo, y, por consiguiente, es allí donde debemos buscar a
los antepasados de Israel. Estos antepasados fueron, en el origen, pastores
nómadas que se fueron asentando de una manera progresiva (y cíclica) en
pequeños pueblos, en la meseta que se extiende desde la llanura de Yzreel hasta
la de Berseba, que añadieron a la cría del ganado el cultivo de los cereales y, más
tarde, el de la viña y el del olivo (I. Finkelstein).

La teoría que acabo de exponer tiene sus cualidades y merece nuestra


consideración. Tal vez sea necesario añadirle algunos elementos nuevos o
algunos matices. Por ejemplo, los vínculos entre las poblaciones de Canaán y las
de Transjordania y las del Négueb, sin hablar de un grupo que habría emigrado a
Egipto, merecerían un estudio más detenido. En resumidas cuentas, la teoría de
un proceso interno en la sociedad cananea es, por el momento, la más
satisfactoria de todas las que se han propuesto, aunque siga siendo, sin duda,
difícil determinar con precisión todos los componentes de la cultura que tomó el
sitio de la civilización cananea.

5. La estela de Merneftah
El primer documento conocido que menciona el nombre de Israel se
remonta a la época de la instalación de Israel en el país de Canaán. Se trata de la
estela de Merneftah (1238-1209 a. C.), grabada durante el quinto año del reinado
de este faraón, sucesor de Ramsés II. La estela dataría, por consiguiente, del año
1233 ca. a. C.

La estela de Merneftah (ca. 1233 a. C.), encontrada en Tebas. En la cima de la estela se ve


dos veces al dios Amón, el dios-sol de Tebas, que ofrece una cimitarra al faraón. El disco,
símbolo del sol, planea por encima del dios Amón. A la derecha se encuentra el dios Horus, el
halcón, y, a la izquierda, la diosa Mut, esposa de Amón y diosa de Tebas.
Fuente: Atlas van de Bijbel, p. 45, n. 131.

Esta estela contiene una lista de pueblos vencidos por el faraón durante una
campaña desarrollada en Asia. Dice literalmente así: «Israel está aniquilado y ya
no tiene semilla [descendencia, posteridad]». Junto al jeroglífico que designa
Israel aparece el signo que significa «pueblo». La interpretación de esta
inscripción no resulta fácil. Tal vez haga alusión a una batalla que la Biblia no
menciona. ¿Quién habla gustosamente de una derrota? O bien el relato fue
transformado por completo para convertirlo en una victoria de Josué [cf. ]os 10).
Por último, algunos llegan incluso a poner en duda la historicidad de la estela.
Para éstos, el faraón enumera una serie de victorias sobre enemigos tradicionales
y sobre pueblos conocidos, siguiendo un género literario bien atestiguado. El
hecho de encontrar un nombre en una lista no significa necesariamente que el
faraón hubiera combatido contra ese pueblo. ¿Quién se atrevería a contradecir al
faraón de Egipto en este punto o en cualquier otro?

Con todo, también debemos admitir que un faraón no puede combatir contra
fantasmas. Si menciona a Israel por su nombre en esta lista es porque debía
existir en esta época la entidad correspondiente. Pero ¿qué podía representar
Israel en esta época? Es posible que el Israel que nosotros conocemos a través de
la Biblia todavía no se hubiera constituido, es decir, que no formara aún una
confederación de tribus que vivían en el territorio que se extiende desde la
región fenicia hasta el desierto del Sinaí, entre el valle del Jordán y el mar
Mediterráneo.

Es posible que el nombre «Israel» sólo designe a un clan o a una tribu que,
más adelante, dio su nombre a toda la nación. Hay otros ejemplos de este
fenómeno. No es raro, en efecto, que una región o un pueblo dé su nombre a
todo el país. Es habitual, por ejemplo, decir Suiza para designar a la
Confederación Helvética. Suiza debe su nombre, en realidad, al pequeño cantón
de Schwyz. Del mismo modo, Holanda y Países Bajos se emplean a menudo el
uno por el otro, porque Holanda es la región más importante de este país desde el

punto de vista político y económico. Lo mismo sucede con Inglaterra,


región clave del Reino Unido o Gran Bretaña. Francia, en cambio, debe su
nombre a los francos, a quienes se considera los verdaderos fundadores de esta
nación.

En esta misma línea, algunos investigadores advierten que la Biblia


menciona una vez a un clan, los hijos de Esriel o esrielitas, que habitaban en la
parte central del país (Jos 17,2). Esriel, antepasado epónimo de este clan, es uno
de los nietos de José, y no de los numerosos hijos de Manases. El nombre
«Esriel» es muy próximo al nombre «Israel», y se trataría tal vez de la
denominación adoptada como «nombre común» por todas las poblaciones de la
región, después de numerosas vicisitudes de las que no sabemos gran cosa

ux^.-riAi
El nombre de Israel en la estela de Merneftah. Fuente: Cahier Évangile, n. 33, p. 37.

6. Los hapiru y los hebreos

Los manuales y las introducciones al Antiguo Testamento, del mismo modo


que las presentaciones populares de la Biblia, hacen a menudo referencia a una
teoría que ha tenido un gran éxito estos últimos años. Los documentos
descubiertos en Tell el-Amarna (Egipto), capital del célebre Akenatón o
Amenofis IV (1374-1347 a. C.), mencionan con frecuencia a unos grupos
conocidos con el nombre de hapiru (apiru o abiru). Estos documentos proceden
de la correspondencia diplomática entre la corte de Egipto y sus vasallos de
Oriente Próximo; entre otros, del país de Canaán. Algunas cartas llevan el
nombre de un tal Abdi-Hepa, rey de Urusalim

(Jerusalén). Este reyezuelo se lamenta con regularidad de las incursiones de


los hapiru y pide ayuda a su soberano egipcio para defender el territorio contra
estos ataques.

En estas cartas, redactadas en acadio, se describe a los hapiru como poco


simpáticos y poco recomendables. Se trata, esencialmente, de campesinos y de
esclavos que han huido de sus patronos. Viven del robo y ocasionan problemas a
los pequeños potentados locales, que piden ayuda al faraón. Otros hapiru son
mercenarios o prestan sus servicios en los grandes trabajos de construcción.

Algunos han querido ver un vínculo entre estos hapiru y los hebreos de la
Biblia. Existiría un parentesco lingüístico entre las palabras «hapiru» o «habiru»
y «hebreos». Además, dispondríamos de un testimonio histórico de la invasión
de Canaán por los hebreos, a condición de identificar a los hapiru que atacan de
manera regular a las ciudades cananeas con los hebreos bíblicos.

Sin embargo, la teoría sigue siendo frágil. Hay dos elementos en particular
que no resisten un examen crítico. En primer lugar, las dos palabras, «hapiru» y
«hebreos», no están emparentadas. La base filológica de esta relación es
demasiado endeble. En segundo lugar, «hapiru» no es una denominación étnica,
sino más bien sociológica. Los hapiru no forman un pueblo, sino una capa de la
población que vive generalmente en la miseria. Por eso aparecen entre los
mercenarios o los esclavos de los grandes reinos e imperios. De vez en cuando,
la necesidad les obliga a llevar una vida fuera de la ley. Atacan pueblos y
ciudades para poder sobrevivir. En consecuencia, se impone la prudencia: es
mejor no relacionar demasiado rápidamente a los hebreos de la Biblia con los
hapiru de las cartas de Tell el-Amarna.

7. Los filisteos y los «pueblos del mar»

La historia de esta época contiene un último dato que puede darnos luz
sobre el trasfondo de los acontecimientos

referidos por la Biblia. Muchos documentos del Oriente Próximo antiguo


hablan, en efecto, de una invasión que tuvo lugar hacia el año 1200 a. C. La
región fue asaltada por unos invasores desconocidos hasta entonces, a los que se
designa, de una manera bastante imprecisa, con el nombre de «pueblos del mar».
El faraón Ramsés III (1184-1070 a. C.) celebra, en un gran bajorrelieve, una
victoria marítima sobre estos pueblos, que intentaban invadir Egipto hacia el año
1175 a. C. La ciudad de Ugarit (Fenicia), en cambio, no pudo resistir los
repetidos asaltos de estos invasores. El reino hitita, que ocupaba la actual
Turquía, cayó también, probablemente, bajo sus golpes. Estos «pueblos del mar»
eran de origen indoeuropeo y, por consiguiente, estaban más o menos vinculados
con las poblaciones griegas y con emparentadas con ellas que se establecieron en
la parte oriental del Mediterráneo, en particular alrededor del mar Egeo. Los
filisteos de los que habla la Biblia forman parte de esta ola de invasiones. Se
habían establecido junto al mar y controlaban la llanura costera de Palestina. No
es imposible que optaran por instalarse en este lugar tras haber sido rechazados
por Ramsés III. La arqueología ha confirmado la presencia de una población
nueva en esta región durante este tiempo. Los filisteos se distinguen en particular
por su cerámica típica. Por último, el título que llevan sus príncipes, seren (Jos
13,3, etc.; se emplea 18 veces en el Antiguo Testamento), la única palabra
filistea que se encuentra en la Biblia, podría estar emparentado, según algunos
especialistas, con la palabra griega tymnnos.
Conclusión

A fin de cuentas, es preciso reconocer que el relato bíblico de Josué y el de


Jueces proporcionan menos informaciones útiles que la arqueología sobre la
instalación de Israel en el país de Canaán. Este balance puede parecer negativo,
pero sólo a primera vista. El relato bíblico está basado indudablemente en ciertos
acontecimientos históricos. Por ejemplo, el pueblo de Israel no es un pueblo
mitológico, y la tierra pro-

metida, la tierra santa, no es una tierra de leyenda. Con todo, el objetivo


primero de los libros bíblicos, como el de Josué y el de los Jueces, no es
suministrar datos sobre los acontecimientos del período premonárquico. Lo
repito para disipar cualquier malentendido: el relato bíblico se basa en unos
cuantos hechos históricos. Ahora bien, estos relatos, en su estado actual, no
permiten identificar estos hechos con certeza. En consecuencia, es menester
someter estos relatos a un amplio examen crítico. Por otra parte, los datos
históricos -cuando los hay- están siempre al servicio de un designio de orden
literario y teológico. Ahora bien, es esencial leer un texto según la intención que
tiene para percibir su mensaje. Pedir a estos libros una recensión precisa y
meticulosa de la conquista y de la primera ocupación de la tierra prometida
equivaldría a pedir una cerveza en una bodega de vino. No es imposible
encontrar una, pero es mejor dirigirse a una cervecería. Y, además, ¿por qué
obstinarse en pedir una cerveza allí donde se ofrece un excelente vino?

Los recientes progresos en los campos de la exégesis de la Biblia y de la


historia del Israel antiguo nos obligan a admitir que la distancia entre ambos es
más considerable de lo que se pensaba en general hace algunos años. La manera
tradicional de presentar la revelación bíblica como revelación de Dios en la
historia tenía como primera consecuencia crear un estrecho vínculo entre
teología e historiografía. Ese vínculo existe, es cierto, y continúa existiendo; sin
embargo, hay una cosa que ha cambiado: el vínculo es menos estrecho, menos
inmediato, y la situación es más compleja que antes.
III. El Libro de Josué y el espíritu de las
bienaventuranzas
El lector cristiano siente poco aprecio por los libros de Josué y de los
Jueces. Se escandaliza a menudo porque esos libros parecen incitar a la
violencia, y es que el mismo Dios pide a su pueblo que extermine de manera
despiadada a

cualquiera que se oponga a la conquista. Josué recibe órdenes concretas en


relación con las ciudades conquistadas: debe exterminar a toda la población,
hombres, mujeres, niños, ganado, y quemar todos los objetos. ¿Cómo reconciliar
esta imagen con la del Dios de justicia y de perdón anunciado por Jesucristo en
el Evangelio?

La misma Biblia intenta justificar de vez en cuando la empresa, aunque con


poco éxito; al menos a nuestros ojos. Habla del «pecado» de las poblaciones
locales (Gn 15,16;

Dt 9,5) y del peligro que representaban estos pueblos para la fidelidad de


Israel (Dt 7,1-7). Pero ¿acaso no puede ser perdonado el pecador? ¿No se debe
anunciar la verdadera religión a quien todavía no la conoce? ¿Acaso no es
sagrada la vida, incluida la de un pagano (cf Gn 9,5-6)? ¿No hemos sido creados
todos por un mismo Dios (Gn 1.26-27)?

1. Josué, «el campeador»

Es, una vez más, el género literario del relato el que nos brinda la solución
más satisfactoria. En primer lugar, se ha vuelto bastante claro, después de la
investigación que hemos hecho más arriba, que las cosas no pasaron como las
cuenta la Biblia. Los israelitas no pasaron por el filo de la espada a los habitantes
de ciudades enteras. Como vimos antes, ni siquiera es seguro que Israel
conquistara el país de Canaán con las

armas.
¿Por qué, entonces, se describen los acontecimientos de este modo? En
primer lugar, porque Israel quiso dotarse de una epopeya nacional, tal como
requería la mentalidad de la época. Israel convirtió a Josué en un «campeador» o
en un «conquistador» para rivalizar con otras naciones que podían gloriarse de
su pasado histórico. Gracias a estos relatos, Israel podía afirmar que también él
había tenido sus héroes y que éstos habían llevado a cabo proezas inauditas.
Poseer una epopeya nacional se reveló todavía más necesario cuando Israel se
convirtió en una modesta provincia de grandes imperios,

como el asirio, el babilónico, el persa, el helenístico y el romano. La


aparente miseria del presente no debía hacer olvidar que en el origen no fue así:
Israel había sido otrora invencible y nadie había conseguido detener el avance
del ejército conducido por Josué. Si, ahora. Dios parece abandonar a su pueblo,
no era así cuando le concedía victoria tras victoria e Israel observaba
escrupulosamente la ley de su Dios. La lección es bastante clara: si queréis
volver a vivir un tiempo semejante, debéis comportaros como la generación de
esa época.

2. Las convenciones literarias de la epopeya

La descripción de la conquista obedece a las convenciones literarias de la


epopeya. Se trata, pues, más de una cuestión de estilo que de una cuestión moral.
La epopeya traslada a su lector a un mundo sublime donde lo relativo deja su
lugar a lo absoluto. La epopeya, en efecto, no conoce la vía media: las victorias y
las derrotas son totales, la apuesta es la vida y la muerte, los compromisos y las
tergiversaciones son impensables. Ésa es la razón de que los enemigos de Israel
deban desaparecer por completo. Después de una batalla no queda ningún
superviviente entre los adversarios. El que pierde la batalla debe desaparecer
necesariamente, sólo el que vence puede sobrevivir. Insisto: esta ley es la ley de
la epopeya, no la de la realidad. Hornero no actúa de otro modo en la Iliada.

Entonces, dirán algunos, ¿hay que leer la Biblia del mismo modo que la
Iliada o la Odisea! ¿No debería ser diferente, sobre todo en un campo tan
delicado como el de la guerra? La respuesta es sencilla: si Dios entra en juego —
y entra en juego de una manera masiva en el Libro de Josué-, estamos a buen
seguro en el mundo de lo absoluto. En consecuencia, era apropiado elegir un
género literario que pudiera traducir esta atmósfera en términos literarios. La
epopeya, con su estilo heroico, era la opción que se imponía naturalmente. Esta
estrategia literaria permite comprender mejor por qué los adversarios de Dios
encarnan el «mal» y deben desaparecer para siempre de la escena. En efecto,
¿quién puede oponerse a Dios?

3. Algunos peligros del género literario de la epopeya

Los peligros que encierra esta manera de escribir la historia son muchos, y
somos bien conscientes de ellos. El Libro de Josué, al insistir en la observancia
de la ley, introduce ya un cierto «código moral» en este mundo violento. Otros
libros, en especial los libros proféticos y los sapienciales, aunque también
algunas páginas del Pentateuco, mostrarán que Dios parte en son de guerra no
contra personas o pueblos particulares, sino más bien contra los males arraigados
en la sociedad, mucho más difíciles de combatir que un ejército cananeo.
Capítulo sexto: David y Salomón: ¿grandes
reyes o pequeños jefes de clanes locales?
I. El Libro de los Jueces
El Libro de los Jueces, que sigue al Libro de Josué, merece un tratamiento
aparte. Las situaciones descritas en él son con frecuencia «puntuales», porque
trata de acontecimientos que, en general, no conciernen más que a una tribu o a
un reducido grupo de tribus. En consecuencia, es difícil encontrar una
confirmación exterior a lo que se presenta en este libro. El género literario de los
mismos relatos no nos ayuda demasiado. La historia de Sansón, por ejemplo, se
parece, en más de un rasgo, a las leyendas heroicas comunes a otras culturas. En
consecuencia, no es posible decir gran cosa sobre la historicidad de los relatos.

Con todo, en conjunto, el Libro de los Jueces describe una situación difícil y
compleja, bastante parecida a lo que nos presentan los estudios recientes sobre el
establecimiento de Israel en la tierra de Canaán. El proceso fue largo y
progresivo. No se puede decir que todas las tribus participaron en una especie de
«guerra relámpago», tras la cual se habría conquistado el país de una manera
completa y definitiva. ¿Es posible ser más precisos? La crítica interna de los
relatos ha intentado determinar algunos elementos más seguros desde el punto de
vista histórico. Sin embargo, la empresa sigue siendo ardua y el resultado rara
vez es satisfactorio. En pocas palabras, el relato de los Jueces puede tener una
base histórica, es algo incluso probable. No obstante, sigue siendo muy difícil
probarlo de una manera convincente. La hones-

tidad nos obliga a reconocer que, hasta en este caso, los hechos concretos
que podrían constituir la base de los relatos nos escapan en gran parte.
II. La monarquía de David y de Salomón
1. David y Salomón: ¿grandes reyes o pequeños jefes
locales?

La figura de David también está hoy fuertemente relati-vizada. El reino de


David y de Salomón no pudo tener las dimensiones de los que habla la Biblia.
Ningún documento de esa época lo menciona (veremos un poco más adelante
que ahora disponemos de un documento que habla de la «casa de David», pero
no es exactamente lo mismo). Si la descripción de los libros de Samuel y del
primer Libro de los Reyes fuera una pintura realista, sería difícil comprender por
qué los imperios cercanos no han oído hablar ni han conservado recuerdo alguno
de ese reino. En el Egipto antiguo no hay recuerdo alguno de Salomón, aunque,
según la Biblia, éste se casó con una princesa egipcia, hija de faraón (1 Re 9,16;
11,1). El hecho, por otra parte, sería sorprendente, pues los faraones no daban a
sus hijas en matrimonio a extranjeros.

Tampoco la arqueología ha conseguido confirmar lo que nos dice la Biblia


de los reinados de David y de Salomón. No ha quedado gran cosa del palacio y
del famoso templo de Salomón. En realidad, la descripción del templo es,
probablemente, una reconstrucción tardía e idealizada.
Otras consideraciones nos obligan a examinar de una manera más crítica la
imagen del reino de David y de Salomón que nos propone la Biblia. En primer
lugar, en el espacio de una o dos generaciones no se puede constituir un reino de
cierta importancia. Hace falta más tiempo para crear una estructura política,
económica y militar de cierta importancia. En consecuencia, es improbable que
el reino de David y de Salomón se convirtiera en un tiempo tan

breve en el reino imponente y fuertemente estructurado descrito por la


Biblia. Es más probable que se tratara más bien de un modesto reino local que se
estableció en la región central de Judá y que se fue consolidando
progresivamente después.

Según las informaciones que nos suministran los textos bíblicos, los
historiadores afirman que David consiguió imponerse por tres razones
esenciales. Primera, la presión de los filisteos sobre las poblaciones locales hizo
necesaria una resistencia más organizada. Como en otros casos, la alianza contra
el enemigo común fue el primer cemento de la unidad. Segunda, David poseía
una ventaja estratégica sobre sus rivales, sobre todo sobre Saúl: poseía un
«ejército» —tal vez la palabra sea demasiado fuerte— o, por lo menos, un grupo
de hombres profesionales de las armas. Estos hombres de guerra alquilaban sus
servicios como mercenarios (David se pone al servicio de un rey filisteo: 1 Sm
27), extorsionaban a los propietarios de la región (con métodos próximos a los
de la «mafia»: cf. 1 Sm 25) o lanzaban expediciones contra otras poblaciones (1
Sm 30). Saúl, en cambio, era hijo de un gran propietario rural (1 Sm 9,1-3). No
poseía ejército profesional, y eso le ponía en situación de desventaja tanto en la
lucha contra los filisteos como en la carrera hacia el trono. Tercera, a estas dos
primeras razones, bastante evidentes, se añade tal vez un elemento interno. Una
tribu, a causa de la presión exterior o por otras razones, toma ventaja sobre las
otras y su «jefe» se convierte asimismo en jefe de las otras tribus. Eso es lo que
pasó con David:

la tribu de Judá vio aumentar su influencia y acabó por imponerse en la


parte central y meridional del país.

Este reino davídico, de dimensiones más bien modestas, adquirió, en la


memoria colectiva de Israel, unas dimensiones fabulosas, y casi legendarias, sólo
después de la caída de Samaría en el año 721 a. C. Fue en ese momento cuando
Jerusalén sucedió a Samaría y se convirtió en la ciudad más importante de la
región. Los reyes de Judá, que pertenecían

a la «casa de David», convirtieron a su antepasado en el primer rey de un


gran reino que tal vez correspondía más a sus sueños que a la realidad histórica.
En el mundo antiguo, el pasado justifica el presente. La historia de David y de
Salomón justificaba, por tanto, las pretensiones de los reyes de Judá sobre los
territorios del norte del país, que habían pasado a la dominación asiría. Más
tarde, después de la caída del Imperio asirio, pudieron extender los reyes de Judá
su zona de influencia hacia el norte, en particular en tiempos del reyJosías (640-
609 a. Q).

Así pues, en numerosos aspectos, la historia bíblica de David y de Salomón


es una obra de propaganda política. Eso no significa que no tenga ninguna
significación teológica ni fundamento histórico. Hasta las obras de propaganda
política deben tener en cuenta los hechos para ser creíbles y aceptables. Deben
obedecer también a los cánones del pensamiento religioso del tiempo. Por otra
parte, la valentía de David y el fasto del reino de Salomón está demasiado claro
que son instrumentos de propaganda, y no podemos interpretarlos como hechos
históricos. Evidentemente, estos relatos no pueden ser tomados al pie de la letra.

En conclusión, una cosa es cierta: el relato bíblico ha embellecido


sobremanera la historia de David y de Salomón. Para convencernos de ello basta
con leer el bien conocido relato de 1 Sm 17 y compararlo con 2 Sm 21,19. En
este último texto, la victoria contra Goliat no se atribuye a David, sino a otro
héroe, a Eljanán, hijo de Yair, de Belén. El relato, bastante elaborado, de 1 Sm
17 es una obra tardía que atribuye la proeza a David, también originario de la
región de Belén. Como dice el proverbio, «no se presta más que a los ricos».

La descripción del templo de Salomón debería ser también fuertemente


revisada para que pudiera corresponder a la realidad histórica. La finalidad del
texto de 1 Re 5-8 es mostrar que existía desde el principio en Israel un culto
único, reconocido por todas las tribus. Una vez más, la des-

cripción del pasado pretende legitimar una situación posterior. Esta situación
no existió de hecho más que después de la reforma deuteronómica (2 Re 22—23;
Dt 12) y en la época postexílica. La reforma deuteronómica que tuvo lugar bajo
el rey Josías, el año 622 a. C., introdujo la idea de la centralización del culto en
Jerusalén. Según la ley de Dt 12, únicamente estaba permitido ofrecer sacrificios
en el altar del templo de Jerusalén. Los otros santuarios habían sido declarados
«fuera de la ley». Del mismo modo, durante el período postexílico, el templo de
Jerusalén pretendía ser el único lugar legítimo de culto.

Por consiguiente, el texto de 1 Re 5—8 donde se describe la construcción


del templo de Salomón y la inauguración del culto tiene como finalidad validar
los derechos y las prerrogativas del templo de Jerusalén contra otros santuarios
rivales, como los del norte de Israel. Eso no significa que el relato haya sido
«creado» enteramente para alcanzar este objetivo. Sin embargo, la descripción
en cuanto tal está muy influenciada por la intención de sus autores, y esta
intención no tenía como finalidad primaria investigar con precisión un pasado
ahora ya superado.

2. La estela de Dan y la «casa de David»


Hasta ahora no existía ninguna mención de David fuera de la Biblia. Sin
embargo, en 1993, se descubrió una estela en Dan, cerca del nacimiento del
Jordán. En esta estela aparece una inscripción redactada en arameo que celebra
una victoria de Jazael, rey de Damasco, sobre el rey de Israel y sobre el rey de la
«casa de David». Jazael es probablemente el personaje mencionado en los
relatos de Elias y Elíseo (1 Re 19,15; 2 Re 8,7-15.28-29; 13,22-24). Hay quien
ha contestado la veracidad de este documento afirmando que se trata de una obra
de pura propaganda política. Sea como fuere, no todo ha sido inventado en esta
inscripción. Por ejemplo, sería difícil afirmar «haber vencido a la "casa de
David"» si esta «casa» no hubiera sido más que una ficción.

Un rey no se gloría de haber vencido a una quimera. La inscripción


contiene, por tanto, un testimonio interesante sobre la existencia de una «casa de
David» en esta época. Con todo, no contiene ninguna información sobre el
mismo personaje de David, que permanece envuelto entre las brumas del pasado.
III. Roboán, Jeroboán y Sesac, faraón de Egipto
El primer Libro de los Reyes dice que el reino de Salomón se dividió
enseguida después de su muerte. El reino del Norte eligió como rey a Jeroboán,
mientras que el del Sur siguió fiel al heredero de la dinastía de David, Roboán,
hijo de Salomón (1 Re 12). Este mismo libro cuenta que durante el reinado de
Roboán, Sesac (945-924 a. C.), faraón de Egipto, invadió el país de Judá (1 Re
14,25-28). Roboán tuvo que pagar un tributo considerable al faraón.

El texto egipcio que describe esta campaña contiene una lista de las
ciudades conquistadas, pero la inscripción está rota e incompleta; entre las
ciudades mencionadas no figura Jerusalén. ¿Será que ha desaparecido el nombre
de Jerusalén? ¿Será que no se cita esa ciudad porque era muy poco importante?
Nadie lo sabe. Otro detalle interesante: el faraón parece ser que se interesó
mucho más por el reino del Norte que por el reino del Sur durante la campaña.
Ese hecho confirma que el reino de Sur, en esta época, era mucho menos
importante que el reino del Norte.

En este caso existe un «contacto» entre el relato bíblico y un documento


egipcio: ambos atestiguan la existencia de una campaña militar. Sin embargo,
hay diferencias de detalle, porque cada uno tiene su propia línea de interés. El
Libro de los Reyes se preocupa sobre todo por la suerte de la ciudad santa y de
su templo, que fue despojado en esta ocasión para pagar un gravoso tributo (2 Re
15,25-26). El faraón, por su parte, intenta celebrar, en primer lugar, sus propias
victorias;

no habla, por consiguiente, más que de las ciudades que pueden añadir algo
a su gloria.
IV. El reino del Norte y la casa de Omrí
1. El rey Omrí, fundador de la gran dinastía del reino del
Norte (886-875 a. C.)

El rey Omrí es poco conocido por los lectores de la Biblia, que sólo le
consagra algunos versículos (1 Re 16,15-22.23-28). Este rey fue el padre de otro
más célebre, Ajab, marido de Jezabel y adversario del profeta Elias (1 Re 17-
18.21-22). Sin embargo, fue con Omrí con quien Israel entró por vez primera
como actor de pleno derecho en la escena internacional del Oriente Próximo
antiguo. La casa real de Israel, es decir, el reino del Norte, será llamada durante
mucho tiempo «casa de Omrí» en los documentos mesopotámicos, incluso
después de que sus reyes ya no sean miembros de esta dinastía. En consecuencia,
vale la pena que consagremos algunas líneas a este soberano.

Omrí construyó una nueva capital, más cerca de las grandes vías
comerciales de aquel tiempo y en una posición interesante desde el punto de
vista económico y estratégico (1 Re 16,24). Esta capital es la ciudad de Samaría,
que, desde el punto de vista político, económico y cultural, era mucho más
importante que Jerusalén.

La arqueología confirma lo que dicen ciertos documentos bíblicos y


extrabíblicos a este respecto. La ciudad de Samaría se extiende por una vasta
superficie, y las excavaciones han sacado a la luz edificios imponentes e incluso
algunas obras de arte de gran valor. También otras naciones del norte conocieron
una fuerte expansión en esta época, sobre todo Meguido. La prosperidad
material tuvo consecuencias en el plano internacional, porque las grandes
potencias de la época, esto es, los imperios de Mesopotamia, que se extendían
hacia el oeste, no podían dejar de interesarse por los reinos que controlaban las
rutas comerciales a lo largo de la costa mediterránea.

2. El reyAjab (875-853 a. C) y los primeros contactos con el


Imperio asirlo

Ajab, hijo de Omrí, es mejor conocido que su padre. La Biblia lo presenta


como un rey impío, incluso como el verdadero prototipo de la impiedad en el
Antiguo Testamento. Muchos lectores se acordarán de los choques del rey Ajab
y de su mujer, Jezabel, con el profeta Elias. Los episodios del sacrificio del
monte Carmelo (1 Re 18), de la huida de Elias hacia el monte Horeb (1 Re 19) y
de viña de Nabot (1 Re 21) figuran entre los relatos más conocidos del Antiguo
Testamento.

Desde un punto de vista estrictamente histórico, se presenta al rey Ajab de


un modo ligeramente distinto. Su matrimonio con Jezabel, hija del rey de Sidón
(1 Re 16,31), tiene una significación política y económica evidente: Israel quiere
encontrar un aliado en las ciudades de Fenicia contra los enemigos comunes,
sobre todo contra los asirlos, que buscan una salida al Mediterráneo y que
aparecen por primera vez en la región en tiempos del reinado de Asurbanipal II
(883-859 a. C.). Este soberano alcanza el Mediterráneo después de haber
sometido a algunos Estados árameos a los que ha convertido en vasallos de
Asiría. Tres grandes ciudades portuarias de Fenicia —Biblos, Tiro y Sidón—
quedan obligadas a pagarle tributo. Por otra parte, Israel mantenía relaciones
comerciales sostenidas con los puertos fenicios: Israel les podía vender los
productos de su agricultura, como el trigo, el vino y el aceite, la lana y el lino.
Por su parte. Fenicia, que comerciaba con todo el Mediterráneo, entre otros con
Egipto, suministraba productos raros, metales preciosos, marfil y, tal vez, incluso

armas.
La arqueología revela que Ajab fortificó algunas ciudades situadas en
posiciones estratégicas. Además de Samaría, donde prosiguió los trabajos
emprendidos por su padre, fortificó la ciudad de Jasor, situada al norte del mar
de Tiberíades, una ciudad que cierra el acceso al valle del Jordán, y la ciudad de
Meguido, que domina un paso estratégico en

la cadena del monte Carmelo, entre la llanura de Jezrael, al norte, y la


llanura de Sharon, al sur.

En consecuencia, no es sorprendente encontrar el nombre de Ajab entre los


miembros de una coalición de pequeños reinos que se aliaron para detener la
expansión de Asiría hacia el oeste. En efecto, en el año 853 a. C., el rey
Salmanasar III (858-824 a. C.), sucesor de Asurbanipal II, sale a su vez en
campaña hacia el oeste a fin de someter toda la región. Tiene que hacer frente a
la coalición que se opone a su conquista, en Qarqar, ciudad de Siria, bañada por
el río Orontes.

Salmanasar III recuerda que Ajab estaba presente con 2.000 carros y 10.000
soldados. Era el ejército más importante de esta coalición y, por esa razón, Ajab
figuraba, probablemente, entre los organizadores de la resistencia contra Asiria.
Algunos especialistas ponen en duda la cifra de «2.000 carros», que parece
excesiva. Tal vez se trate de un error más del escriba en un documento que
contiene algunos más. Es preciso admitir, y eso es algo que no sorprende a nadie,
que hasta los documentos no bíblicos deben ser leídos con una mirada crítica,
porque pueden dar informaciones erróneas.

Nadie sabe exactamente cuál fue el desenlace de la batalla de Qarqar (853 a.


C.). El rey Salmanasar III canta victoria, como podríamos esperarnos, pero
también es verdad que no volvió a presentarse por esta región durante algunos
años. No volvió a la región hasta el año 849 (es decir, cuatro años más tarde) y,
después, en el 848 y en el 845 a. C.

La Biblia, por su parte, no menciona esta batalla. Los escritores de los libros
de los Reyes no se interesan verdaderamente por la política internacional de la
época. Conceden mucha más importancia a los problemas religiosos del reino de
Norte. En consecuencia, la figura de Elías es, para ellos, central; la de
Salmanasar III, en cambio, es insignificante. La Biblia, como toda obra literaria,
es fruto de una selección. Un historiador moderno no podría dejar de mencionar
la batalla de Qarqar. No es ése el caso de la Biblia, y esto confirma que su
proyecto es muy diferente del de una «historiografía moderna». Nadie se
extrañará, pues, a partir de esos presupuestos, de que corresponda con nuestros
criterios en lo que se refiere a la historicidad y a la objetividad.

El hecho de que el rey Ajab se hubiera aliado con los árameos de Siria
contra Salmanasar III en la batalla de Qarqar hace bastante inverosímiles dos
relatos bíblicos que describen dos batallas entre Israel y los árameos (1 Re 20 y
22). Según 1 Re 22, Ajab habría sido herido en la segunda batalla, la de Ramot
de Galaad, y habría fallecido a consecuencia de sus heridas.

En realidad, al rey Ajab se le cita rara vez por su nombre en estos dos
relatos (cf 1 Re 20,2.13.14; 22,20), que emplean con mayor frecuencia la
denominación, bastante vaga, de «rey de Israel». Según los especialistas, estos
dos textos reflejan la situación de una época más reciente, la que corresponde a
los reinados de los reyes Joacaz (820-803 a. C.) yJoás (803-787 a. C.), que
hubieron de combatir contra los árameos de Damasco (cf 2 Re 13,3-5.22.24-25).
Después de Ajab, en efecto, Israel se debilitó mucho, mientras que los reinos
árameos, entre otros el de Damasco, ganaban importancia.

La tradición ha convertido al rey Ajab en el protagonista de estos dos relatos


porque era considerado como un rey impío. El rey no aparece bajo su mejor cara,
y está hecho adrede. Por otra parte, 1 Re 20 está consagrado por completo a la
gloria de los profetas, más poderosos y más eficaces que el mismo rey. Por su
lado, 1 Re 22 pone en exergo a dos profetas: a Miqueas, hijo de Yimiá, y a Elias.
El primero anuncia la derrota de Israel y la muerte de Ajab (22,17.18-23). El
segundo había anunciado el castigo de Ajab después del asesinato de Nabot,
profecía que se cumple en 1 Re 22,34-38 (cf. 1 Re 21,19 y 22,38). El profeta
Elias había predicho que allí donde los perros habían lamido la sangre de Nabot,
lamerían también la sangre de Ajab (1 Re 21,19). Sin embargo, Nabot murió en
Jezrael (1 Re 21,1.13) y Ajab en Samaría (1 Re 22,37-38). Esta incoherencia
muestra que el

redactor de 1 Re 22 ha unido este capítulo de una manera bastante artificial


al relato que precede inmediatamente, a fin de poner mejor de manifiesto la
secuencia: anuncio de castigo (1 Re 21) y cumplimiento del mismo (1 Re 22).

La intención teológica es, otra vez, más fuerte que la precisión histórica. Por
otra parte, a propósito de la muerte de Ajab, es posible emitir una hipótesis que,
por desgracia, no puede ser verificada debido a la falta de documentos. Es
posible que Ajab no muriera después de la batalla contra los árameos, sino
durante la batalla de Qarqar contra los asirlos en el 853 a. C., año de su muerte.
Ahora bien, dado que la Biblia no menciona esta batalla, «hace» morir a Ajab en
otras circunstancias. De todos modos, la muerte violenta del rey era considerada
un castigo divino.

La Biblia interpreta y organiza, por tanto, el relato con una intención


teológica que le es propia. Hoy diríamos que pretende demostrar una tesis. Esto
no debería sorprender a nadie. Los historiadores modernos no actúan de otro
modo, con una sola diferencia: sus tesis ya no son teológicas, sino propiamente
históricas.
3. La estela de Mesa

Esta estela fue encontrada en 1868 por un misionero aisa-ciano en la actual


Jordania. Tiene una altura de 1,10 metros y una anchura de 0,60. Los beduinos,
para venderla, la rompieron en varios trozos, pero fue salvada por el arqueólogo
Clermont-Ganneau. Ya reconstituida, se encuentra ahora en el Museo del
Louvre, en París. Incluye 34 líneas y trata de hechos que tuvieron lugar,
aproximadamente, entre los años 852 y 842 a. C. El texto de la inscripción
sugiere que la estela fue erigida en un santuario para dar gracias al dios Kemosh,
dios de Moab, tras una serie de victorias decisivas contra los enemigos de este
pueblo.

El pasaje más importante y de más interés en lo que nos afecta es el


siguiente:

Poy Mesa, hijo de Kemoshat, rey de Moab, el Dibonka. Mi padre reinó


sobre Moab durante treinta años y yo reiné después de mi padre. Convertí este
lugar en un [santuario] para Kemosh en Qerihó, lugar [santuario] de salvación
[palabra difícil de interpretar], puesto que me salvó de todos los asaltos y me
hizo triunfar sobre todos mis enemigos. Omrí era rey de Israel, oprimió a Moab
durante mucho tiempo porque Kemosh estaba irritado contra su país. Su hijo le
sucedió y dijo: «Oprimiré a Moab». En mi tiempo habló así, pero yo triunfé
sobre él y sobre su casa. E Israel ha sido arruinado para siempre [...].. ^

La Biblia habla también de este rey Mesa. Según el segundo Libro de los
Reyes, este rey estaba sometido a Israel y tenía que pagarle tributo (cf 2 Re 1,1;
3,4-5). Tras la muerte de Ajab, se rebeló y se negó a pagar el tributo. El hijo de
Ajab, Jorán, y sus aliados, el rey de Judá, Josafat, y el rey de Edom, atacaron al
rey de Moab y le pusieron sitio en su capital. Esta campaña se cuenta en 2 Re 3.

El mismo Mesa, por su lado, pretende haber conseguido liberarse del yugo
de Israel en tiempos del hijo, y no del nieto, de Omrí. Además, habría
reconquistado su territorio y conseguido apoderarse de una parte del territorio de
Israel. A continuación, reconstruyó las ciudades conquistadas y consolidó su
reino.

La Biblia y la estela de Mesa concuerdan en ciertos puntos importantes: el


nombre de Mesa, su sumisión a Israel y su rebelión. Cuando Mesa habla del
«hijo de Omrí, probablemente debamos comprender la palabra «hijo» no en
sentido estricto, sino más bien en el sentido de «descendiente». En este caso, el
«hijo de Omrí» sería Jorán (852-841 a. C.) y no Ajab (857-853 a. C.). En este
punto le falta precisión a la estela de Mesa.

Cada documento, es cierto, tiene su propio estilo y su propia intención. El


relato bíblico de 2 Re 3 exalta la figura del profeta Elíseo y apenas se interesa
por los detalles geográficos, históricos o estratégicos de la campaña militar que
describe. La estela de Mesa, por su parte, es un documento de propaganda
política, en el sentido amplio de la expre-
sión, y su primera finalidad es exaltar la figura del rey Moab.

4. La estela de Dan

Otro documento importante sobre este período es la estela de Dan, de la que


ya hemos hablado. Según esta inscripción, el rey Jazael de Damasco habría
matado al rey de Israel, Jorán, y al rey de Judá, Ocozías (el rey de la «casa de
David»). El comienzo de la estela, desafortunadamente, está incompleto.

Los dos fragmentos de la estela de Dan (ca. 841 a. Q), según un dibujo de Ada Yardeni.
Fuente: A. Biran — J. Naveh, «Tel Dan Inscription: New Fragments», 7£/45 (1995) 1-18,
p. 12.

El texto está escrito en arameo e incluye algunas dificultades de traducción.


De las trece líneas de que consta el texto reconstituido, sólo hay algunas
completas. Voy a citar aquí algunas frases importantes, más legibles, en una
traducción bastante libre para que sea más comprensible:
Yo maté a Jorán, rey de Israel, hijo de Ajab, y maté a Ocozías, hijo de Jorán, rey de la casa
de David. Y destruí sus ciudades y devasté sus tierras [...]. YJehú reinó sobre Israel [...].

La Biblia menciona las campañas de Jazael contra Israel en 2 Re 8,28. Hay


un punto en el que se da una contradicción patente entre la Biblia y la estela de
Dan. En efecto, según 2 Re 9,24.27, no fue Jazael quien mató a los reyes Jorán y
Ocozías, sino Jehú, tras un golpe de Estado militar. Dado que el relato bíblico
quiere poner de relieve la figura de Jehú, reformador religioso, tal vez sea menos
fiable que la estela de Dan. El mensaje del relato de 2 Re 9—10 no depende
enteramente, en efecto, de su precisión desde el punto de vista histórico. Por otra
parte, debemos añadir que la estela de Dan es con toda claridad una obra de
propaganda política. El historiador se encuentra, por tanto, frente a una tarea
difícil e incluso imposible. Hay un solo punto que parece incontestable: Jorán y
Ocozías murieron los dos de muerte violenta en las mismas circunstancias.
V. El reinado de Jehú (841-814 a. C.)
Jehú, un personaje poco conocido del lector de la Biblia, es el primer rey de
Israel del que poseemos una representación gráfica. Aparece en un bajorrelieve
asirio en una posición humillante: está postrado en tierra ante el rey Salmanasar
III, al que ya hemos mencionado más arriba, mientras va a pagar el tributo. Los
anales de Salmanasar III hablan de este tributo, impuesto por el rey de Asiría en
la campaña que emprendió contra la región siropalestina en el año 841 a. C. Su
adversario principal era Jazael, rey de

Damasco, el que erigió la estela de Dan. Salmanasar le llama «hijo de


nadie». A Jehú, por el contrario, le llama «hijo de Omrí».

La designación «hijo de nadie» es voluntariamente difamatoria. Significa,


en el lenguaje diplomático del tiempo, que Jazael era considerado un rey
ilegítimo, es decir, un usurpador. De todos modos, Salmanasar III no tenía
demasiadas razones para elogiarle, puesto que Jazael era adversario de Siria. El
documento asirlo se ve confirmado, en este punto, por el relato de 2 Re 8,7-15,
donde se habla de cómo consiguió Jazael hacerse con el trono: asesinó a Ben-
Hadad, enfermo y obligado a permanecer en la cama, ahogándolo con un tejido
húmedo.

Con todo, subsiste una dificultad. Según los documentos dejados por
Salmanasar III, el rey de Aran (Damasco) no se llamaba Ben-Hadad, sino
Hadadézer (Adad-Idri). ¿Llevaba el rey de Damasco dos nombres parecidos?
Ben-Hadad significa «hijo de Hadad» [Dios de los árameos semejante a Baal,
dios de la lluvia y de la fertilidad], y Hadadézer significa «[el dios] Hadad es mi
socorro». ¿Confunde la Biblia a dos reyes de Damasco? Tal vez sea preferible la
primera solución.

A Jehú, por el contrario, se le llama el «hijo de Omrí», mientras que la


Biblia lo convierte en el hombre que por fin liberó al país de esta dinastía odiada
por los autores de 1-2 Reyes (véase 2 Re 9-10). ¿Cómo puede ser esto? Hay, por
lo menos, dos explicaciones que, por otra parte, no se excluyen. Según ciertos
historiadores, la denominación «casa de Omrí» se había vuelto usual en el
lenguaje diplomático asirio para referirse a la «casa de Israel», casa reinante en
el reino del Norte. Sin embargo, no parece ser siempre ése el caso. A otros reyes
de Israel no se les llama de ese modo. Salmanasar III llama a Ajab «el Israelita».
Más tarde, Hadad-Nirari hablará, hacia el año 802 a. C., de «Joás el
Samaritano», y Teglatfalasar III empleará la misma designación para Menajén
hacia el 738 a. C. Por otra parte, sigue siendo verdad que Teglatfalasar III habla
todavía de la «casa de Omrí» en el año 732 a. C. a pro-

pósito de los reyes de Israel. Eso significa que, un año después de la


desaparición de esta dinastía, todavía se utilizaba ese nombre en los documentos
oficiales de los reyes de Asiría.

Otros investigadores prefieren una explicación tal vez un poco más


rebuscada, pero que no carece de valor. Salmanasar III había conseguido vencer,
efectivamente, a Jazael, rey de Damasco, en el año 841 ca. a. C., y el reyJehú de
Israel abandonó la política adoptada por sus predecesores para someterse a
Asiría. En consecuencia, es probable que el documento de Salmanasar III
pretenda crear un contraste entre ambos reyes, el «pérfido» Jazael de Damasco y
Jehú, el «leal» soberano de Israel, según el punto de vista asirlo, por supuesto.
Por consiguiente, si uno es denigrado por ser «hijo de nadie» (rey ilegítimo), el
otro es engrandecido, y eso explicaría la razón de que sea considerado sucesor
legítimo de la dinastía precedente, bien conocida por los asirlos.

El rey Jehú aparece también citado en la estela de Dan, como hemos visto
más arriba, pero en una parte muy fragmentaria. El texto dice solamente que
«Jehú reinó sobre Israel». Tal vez se haga alusión al asedio de una ciudad de
Israel por parte de Jazael, rey de Damasco. El texto es verdaderamente difícil,
aunque esto no parece imposible, pues Jazael y Jehú tenían dos políticas
opuestas respecto a Asiría. Además, la Biblia dice que Jazael había conseguido
conquistar todos los territorios de Transjordania que pertenecían al reino de
Israel (2 Re 10,32-33). No hay, por tanto, duda alguna sobre la hostilidad entre
Israel y Damasco en esta época.

La Biblia no menciona ni la sumisión de Jehú a Asiría ni el tributo pagado a


Salmanasar III. ¿Cómo explicar este silencio? Como hemos hecho en los casos
precedentes, es preciso que nos preguntemos por la intención del texto y por su
«género literario». El relato de 2 Re 9—10, que describe con gran detalle el
golpe de Jehú contra la casa de Omrí, es un relato de carácter profético. A Jehú
se le presenta aquí como un defensor de la causa de YHWH , el Dios de Israel,
contra Baal, el dios introducido por Ajab. El «golpe» organizado por

Jehú fue apoyado y quizás incluso inspirado por grupos pro-féticos. Según 2
Re 9,1-13, Jehú fue consagrado rey por un profeta enviado expresamente por
Elíseo para este cometido. Jehú será apoyado también en su política contra la
casa de Omrí por un grupo de tendencia conservadora, los recabitas, que seguían
viviendo como seminómadas. Por eso vivían en tiendas y no bebían vino (2 Re
10,15-16; cf]r 35,5-15). Los recabitas vieron ciertamente en Jehú a un
restaurador de la religión y de las costumbres antiguas, lo que corresponde
asimismo al punto de vista de la Biblia.

El obelisco de Salmanasar III, actualmente en el British Museum de


Londres, mide unos dos metros de alto y está decorado con bajorrelieves por las
cuatro caras. En uno de esos bajorrelieves, el rey Jehú, llamado «hijo de Omrí»,
está postrado ante el rey Salmanasar III (858-824 a. Q). El rey Jehú lleva una
boina puntiaguda. El rey Salmanasar ofrece una libación. A la derecha del rey,
arriba, se encuentran los símbolos de dos divinidades asirías:

el sol alado (Samas) y la estrella de la diosa Istar. Al rey de Asiría le


acompañan cuatro siervos que llevan un parasol, abanicos y otros símbolos de
poder. ^
Fuente: Atlas van den Bijbel, p. 88, n. 247b.

Las vicisitudes de Jehú con Asiría difícilmente entraban en esta perspectiva,


y es probable que por esta razón el relato bíblico guarde silencio a este respecto.
La Biblia contiene, en general, informaciones sobre los hechos que afectan de un
modo más directo al territorio de Israel y a la suerte de la población local. Si no
es éste el caso, guarda silencio, como hace a propósito de la batalla de Qarqar o
del tributo de Jehú.

Todo esto nos muestra que conviene leer con prudencia y sentido crítico no
sólo los textos bíblicos, sino también los documentos del Oriente Próximo
antiguo. Cada uno tiene su perspectiva y su intención particular, cada uno
interpreta y organiza los datos en función de un mensaje que puede ser político,
religioso o incluso ambos a la vez. Cada documento pretende convencer a su
lector para que adopte una posición política o una actitud religiosa concreta y le
«informa» única-
mente sobre lo que sirve a este propósito. Por eso el relato bíblico de 2 Re 9
—10 exalta a Jehú, el reformador religioso, mientras que los documentos asirlos
celebran las proezas de sus reyes y pretenden justificar de este modo sus
prerrogativas sobre un inmenso imperio.

Para mostrar que los puntos de vista pueden cambiar de un documento a


otro, me gustaría citar un último texto a propósito de Jehú, rey de Israel. El
profeta Oseas, que actúa en el reino del Norte más o menos entre los años 750 y
720 a. C., es mucho menos positivo que el autor de 2 Re 9—10 sobre este mismo
rey Jehú. En Os 1,4, Dios pronuncia este oráculo:

«Tomaré cuenta a la familia de Jehú por la sangre derramada en Jezrael, y


pondré fin a la realeza de la casa de Israel».

La llanura de Jezrael es el lugar donde Jehú se desembarazó de Jorán, último


descendiente de la casa de Omrí, para apoderarse del trono de Samaría (2 Re
9,15-37). Este final violento es, según los autores de 2 Re 9—10, una
consecuencia directa de la impiedad de los reyes de la casa de Omrí y, en
particular, del asesinato de Nabot, obra de Ajab y de Jezabel (1 Re 21; cf. 1 Re
21,19.29; 2 Re 9,25-26 y 36-37 [a propósito de Jezabel]). Para Oseas, en cambio,
la violencia del «golpe» militar de Jehú no se justifica y provocará a largo plazo
el final trágico del reino del Norte. Es muy probable que Oseas haya visto en la
revolución sangrienta de Jehú una prefiguración de los sangrientos cambios
dinásticos que tuvieron lugar justo antes de la caída de Samaría en el año 722 a.
C. El profeta condena el uso de la violencia, porque ve en ella la raíz de los
males que condujeron a Israel a la catástrofe final.

Es preciso subrayar que, en este caso concreto, la misma Biblia da dos


opiniones opuestas y casi antitéticas sobre el mismo acontecimiento y sobre el
mismo personaje. Ambos textos (2 Re 9-10 y Os 1) forman parte, tanto el uno
como el otro, de la Sagrada Escritura. Las perspectivas son diferentes porque sus
autores escriben en circunstancias diferentes y pretenden demostrar dos «tesis»
diferentes. El texto de

2 Re 9—10 pretende demostrar el triunfo del que es fiel a YHWH, Dios de


Israel, según el espíritu de los profetas, mientas que Oseas quiere probar que la
violencia engendra un proceso que nadie puede detener y que, a fin de cuentas,
se revela fatal para el que lo ha desencadenado. Cada uno de ellos tiene razón,
pero según su propio punto de vista.
VI. El tributo de Joás, rey de Israel (798-783 a.
C.)
Hadad-Nirari, rey de Asiría (809-773 a. C.), quiso reconquistar las regiones
sobre las que su abuelo Salmanasar III había extendido su dominación. Tras una
victoria decisiva contra el rey de Arpad en el año 805, consiguió controlar la
parte septentrional de Siria. Desde allí, bajó hacia el sur y derrotó al rey de
Damasco. En la inscripción de Cala, afirma Hadad-Nirari que a partir de ahora
controla toda la región siropalestina, hasta Edom y Filistea, al sur. Una estela del
mismo rey encontrada en Tell el-Rimah menciona el tributo pagado a Hadad-
Nirari por Joás el Samaritano y por los habitantes de Tiro y de Sidón.

La Biblia, una vez más, permanece muda sobre este acontecimiento.


Además, dice pocas cosas del rey Joás de Israel (2 Re 13,10-11; 14,8-10).
¿Cómo explicar el silencio de la Biblia? La razón es bastante sencilla, y ya
hemos hablado de ella. Los autores de los libros de los Reyes se interesan, en
primer lugar, por la historia de Israel y por los acontecimientos que afectan de
más cerca al pueblo y a su tierra. Ésa es la razón por la que hablan, sobre todo,
de las victorias de Joás contra Ben-Hadad III de Damasco, hijo de Jazael; de la
reconquista de las ciudades tomadas por Jazael a Joacaz, padre de Joás (2 Re
13,3 y 13,25), y de una victoria contra Amasias (796-781 a. C.), rey de Judá, en
Bet-semes (2 Re 13,14-19). Cuentan también el encuentro de Joás con Elíseo (2
Re 13,14-19), para mostrar la importancia de los profetas en la vida y en la
política del país. Estos últi-

mos constituyen el verdadero centro de interés de los autores. Por el


contrario, lo que sucede más allá de las fronteras y no afecta de una manera
directa al destino del pueblo no queda «registrado» en las crónicas bíblicas. Es
probable, por ejemplo, que el reyJoás consiguiera batir a Ben-Hadad III, porque
este último había quedado debilitado por las campañas de Hadad-Nariri III. La
Biblia, sin embargo, habla de la victoria de Joás sin preguntarse por las razones
de este éxito.

Para consolidar esta opinión sobre el silencio de la Biblia a propósito de


ciertos acontecimientos internacionales, basta con recordar que los libros de los
Reyes empiezan a hablar de Asiría únicamente cuando Teglatfalasar III (745-727
a. C.) invadió el norte del país (2 Re 15,19-20.29; cfis 8,23-9,1). La Biblia le
llama Pul (Pulu), nombre que había asumido cuando se convirtió en rey de
Babilonia en el año 729 a. C. Por consiguiente, es manifiesto que la Biblia no
menciona, casi exclusivamente, más que a los personajes que han hecho su
aparición en el círculo restringido de las fronteras de Israel.

Menajén, que era rey de Samaría en aquel momento, paga tributo a


Teglatfalasar III (2 Re 15,20). En efecto, una estela erigida por el rey de Asiría
con la lista de sus vasallos tributarios en Siria menciona el nombre de Menajén
de Samaría. Los anales de este mismo Teglatfalasar mencionan también una
campaña contra «el país de la casa de Omrí». El rey de Asiría deporta a la
población, el rey Pecaj (737-732 a. C.) es derribado y Teglatfalasar III instala en
el trono a Oseas (732-724 a. C.), último rey del reino del Norte.
Según 2 Re 15,30, Oseas urdió un complot contra Pecaj, lo asesinó y tomó
su sitio. Los documentos asirlos y el texto bíblico no se contradicen
necesariamente. Los documentos asirlos insisten en el apoyo dado a Oseas,
mientras que el texto bíblico recuerda los acontecimientos interiores sin
mencionar la intervención externa.

Teglatfalasar III recibió asimismo tributo por parte de Ajaz, rey de Judá,
amenazado por el rey de Damasco, Rezón, y por Pecaj, rey de Israel, que querían
obligarle a unirse a ellos

contra Asiría. Algunos textos, como 2 Re 16,5-18 e Is 7,1-9 hablan de estos


acontecimientos y de la guerra que se originó. El texto de 2 Re 16,8-9 habla del
tributo de Ajaz. En este caso, la acción de Ajaz y la intervención del rey de
Asiría tuvieron un efecto inmediato sobre la suerte de Jerusalén. Por esa razón
desea la Biblia transmitir el recuerdo de estos acontecimientos a las generaciones
futuras.

La historia bíblica se «interesa», pues, por la suerte particular del pueblo de


Israel y se no se interesa por la política internacional si no está directamente en
juego la supervivencia de Israel. Las crónicas asirías apenas difieren en este
punto. Hablan de otras naciones cuando éstas pueden figurar en las listas de las
conquistas o de los vasallos que pagan tributo. Estas crónicas reflejan, por tanto,
el interés de un gran imperio que tiene una política internacional de expansión.
Una historia completamente «desinteresada» u «objetiva» es un hecho muy raro
e incluso inexistente en la antigüedad. En realidad, la situación es hoy diferente,
porque los criterios de la historiografía han cambiado. Con todo, sigue siendo
verdad que la «historia objetiva» es un ideal casi imposible de alcanzar.
Capítulo séptimo - Israel y Judá en el torbellino
de la política internacional
I. El final del reino del Norte (722-721 a. C.)
Son muchos los documentos asirios que nos informan sobre el final del
reino del Norte, sobre el asedio y la toma de Samaría el año 722-721 a. C., y
estos documentos concuerdan en gran parte con el relato bíblico. Dado que el
ejército asirio aparece en más de una ocasión sobre el territorio de Israel, el
Libro de los Reyes no puede dejar de mencionar su presencia. Los nombres de
Salmanasar V (727-722 a. C.), sucesor de Teglatfalasar III, y de Sargón II (721-
705 a. C.), hijo de Salmanasar V, aparecen mencionados en la Biblia, el primero
en 2 Re 17,3-6;

18,9-12, y el segundo en Is 20,1.

En lo que se refiere a la toma de Samaría y a la deportación de la población,


el Libro de los Reyes atribuye toda la iniciativa a Salmanasar V y no habla nunca
de su hijo Sargón II. Sin embargo, este último afirma que asedió y conquistó la
ciudad de Samaría, deportó a la población y organizó el país como provincia del
Imperio asirio. Habla incluso, en un documento llamado «prisma de Nimrud», de
una rebelión de Samaría, a la que debió someter de nuevo. Sargón II instaló en
Samaría poblaciones extranjeras procedentes de otras partes de su imperio. Estas
afirmaciones no coinciden por completo con lo que dice la Biblia.

Hay dos explicaciones posibles: o bien la Biblia resume los acontecimientos


de este período y atribuye toda la acción

a Salmanasar V, porque la iniciativa procede de él, o bien Sargón II


reivindica para sí una parte de la obra realizada, cuando en realidad se contentó,
tras la muerte de su padre, con completar la conquista y organizar la
administración de esta nueva provincia de su imperio. Sea como fuere, la Biblia
y las crónicas asirías concuerdan en los puntos esenciales.

La Biblia pone de relieve otro aspecto de las cosas, un aspecto que es


fundamental para ella: consagra un extenso parágrafo a las causas religiosas de
la catástrofe (2 Re 17,7-23). En este punto, los autores bíblicos se acercan
bastante a los historiadores modernos, que no se contentan con describir el
desarrollo de los acontecimientos, sino que intentan comprender además sus
causas. Para la Biblia, estas causas son, por supuesto, religiosas: Israel paga el
precio de la infidelidad a su Dios. Los registros empleados por la Biblia y por los
historiadores modernos son, a buen seguro, diferentes, pero el esfuerzo de
reflexión es análogo.
II. Las campañas de Sargón II (721-705 a. C.)
contra el país filisteo
Sargón II prosiguió la política de su padre, Salmanasar V, y consolidó las
conquistas asirías, especialmente las de la costa mediterránea. Como el reino de
Samaría y otros pequeños reinos de la región habían buscado el apoyo de Egipto,
se hizo inevitable el conflicto entre Asiría y Egipto. En torno al año 720 a. C.
tuvo lugar una primera batalla en Rafia, localidad situada al sur de Gaza, donde
Sargón II venció a los egipcios y a sus aliados, los filisteos de Gaza.

Como el reino de Judá no estuvo implicado directamente en el conflicto, la


Biblia no ha conservado el recuerdo de esta campaña. Is 20, por su parte, habla
de una campaña ulterior que Sargón II lanzó contra la ciudad filistea de Asdod
hacia el año 712 a. C. Esta ciudad se había rebelado contra Asiría y había
intentado formar una coalición contra la gran poten-

cia oriental. Según ciertos documentos asirlos, los filisteos esperaban recibir
el apoyo de los reyes de Judá, Edom y Moab.

Los libros de los Reyes no dicen nada de estos tratos porque el reino de Judá
no se vio afectado, de una manera inmediata, por las expediciones asirías de
Sargón II. El profeta Isaías, por el contrario, que muy probablemente estaba
presente en la corte de Jerusalén en aquel momento, tuvo que interceder para que
el rey Ezequías (716-687 a. C.) no interviniera en el conflicto. El texto de Is
14,28-32, un oráculo contra Filistea, es demasiado vago y ambiguo para poder
contener una referencia concreta a estos acontecimientos. El oráculo prevé, no
obstante, una invasión de la región filistea a partir del norte (14,31). De esta
zona vinieron, en efecto, los ejércitos asirlos. Is 20,1-6 se muestra más explícito:
el texto menciona con claridad la campaña de Sargón II contra Asdod (20,1) y
afirma, con la misma claridad, que resulta vano esperar el apoyo de Egipto.
Isaías está convencido de que este país no podrá oponer resistencia al avance
asirio. Los acontecimientos le darán la razón.

En esta época, Judea formaba parte de la esfera de influencia de Asiría. Ajaz


se había convertido en vasallo de Teglatfa-lasar III (cfi 2 Re 16,7-9), y su hijo
Ezequías probablemente se vio obligado a seguir la misma política. Sargón II
afirma de todos modos «haber sometido a Judá, situado en un lugar lejano»
(inscripción de Nimrud, capital de Sargón II), y, según una carta enviada a
Sargón II por un funcionario de Nimrud, Judá le pagaba tributo.
III. La campaña de Senaquerib (705-681 a. C.)
contra Judá el año 701 a. C.
1. Los antecedentes del conflicto

Tras la muerte de Sargón II en el año 705 a. C., Judá y Jerusalén recobraron


un poco de esperanza {cfi 2 Re 18,7b). En efecto, Senaquerib (705-681), sucesor
de Sargón II, se

encontró enseguida con graves problemas. Bajo la influencia del caldeo


Merodak-Baladán, que había sido derrotado por Sargón II, pero que había
conseguido apoderarse nuevamente del trono de Babilonia, estallaron rebeliones
en todo el imperio y Ezequías se aprovechó de ello para reconquistar, al menos
en parte, su independencia. Volvió a la vieja política de aliarse con Egipto, a
pesar de la opinión contraria del profeta Isaías (véase Is 18,1-7; 19,1-15;

30,1-8; 31,1-3), que había dejado de creer en el poder egipcio. Isaías se


muestra crítico asimismo con los consejeros de la corte, gente poco inteligente
(Is 28,14-22;

29,15-16).

Es muy probable que Ezequías hubiera mantenido contactos con Merodak-


Baladán en esta época. La Biblia habla de ello en 2 Re 20,12-19 y sitúa el hecho
más bien hacia el final del reinado de Ezequías. Al menos, ésa es la impresión
que da. Sin embargo, el texto de 2 Re 18—20 no está organizado siguiendo los
criterios de una cronología estricta. Los documentos asirlos obligan a situar los
intentos de emancipación de Babilonia entre los años 721 y 711 a. C., es decir,
después de la muerte de Sargón II y a comienzos del reinado de Senaquerib; por
consiguiente, antes del año 701, año de la campaña militar de Senaquerib contra
Judea y Jerusalén.

Por otra parte, Senaquerib restableció el orden en Babilonia en el año 702 a.


C., antes de partir hacia el oeste de su imperio. Sería más lógico pensar que
Merodak-Baladán hubiera buscado el apoyo de los pequeños reinos del oeste, en
particular de Judá, antes de esta derrota y antes de la campaña del rey de Asiría
contra Jerusalén. Sin embargo, es difícil decir más.

2. Ezequías se prepara para resistir

Sea como fuere, Senaquerib, tras haberse hecho dueño de la situación en


Mesopotamia, parte en campaña contra

los rebeldes de la parte oeste de su imperio. Ezequías se prepara de


inmediato para resistir a la invasión asiría. El rey de Judá sometió las ciudades
filisteas (2 Re 18,8; cf 1 Cr 4,34-43), hizo prisionero a Padi, el rey proasirio de
Ecrón, fortificó la ciudad de Jerusalén a costa de trabajos onerosos -según el
profeta Isaías, el rey hizo derribar cierto número de casas para consolidar las
murallas defensivas (Is 22,10;

cf. Eclo 48,17)— y, por último, hizo excavar una galería en la roca para
hacer llegar el agua desde la fuente de Guijón hasta el interior de la ciudad (2 Re
20,20; cf Is 22,9.11;

2 Cr 32,30; Ecl 48,17).

En 1880 se encontró por casualidad una inscripción en el interior de esta


galería. El túnel tiene más o menos 540 metros de largo, por lo que se trata de
una auténtica proeza técnica para una época que no conocía nuestros medios
modernos, en particular los instrumentos de medida. La arqueología confirma
aquí lo que dice la Biblia en diferentes lugares.
La inscripción se encuentra actualmente en el Museo de Estambul (Israel
formaba parte en 1880 del Imperio otomano), pero es posible ver un calco de la
misma en el Museo del Louvre, en París. He aquí la traducción (algunas palabras
no son muy legibles y la traducción no siempre es segura):
He aquí /?71a excavación, y ésta fue la historia de la excavación. Mientras
los mineros [?] manejaban el pico el uno hacia el otro y cuando quedaban sólo
tres codos [1,35 metros, aproximadamente] por cavar, se oyó la voz de cada
uno llamando al otro, porque la resonancia en la roca venía del norte y del sur.
El día de la apertura, los mineros golpearon el uno al encuentro del otro, pico
contra pico. Entonces corrieron las aguas desde la fuente a la cisterna a lo
largo de 1.200 codos [unos 540 metros, aproximadamente], y la altura de la
roca por encima de la cabeza de los mineros era de cien codos [45 metros,
aproximadamente].
Estos trabajos de Ezequías están bien documentados y podemos hablar de
ellos con una relativa seguridad. La correspondencia con los descubrimientos
arqueológicos, los documentos epigráficos y los textos bíblicos es perfecta o
casi. Desgraciadamente, esta situación es más bien rara, como vamos a ver de
inmediato.

3. La campaña asiría contra Judá del año 701 a. C.

Vale la pena consagrar algunas páginas a la campaña de Senaquerib del año


701 a. C., menos por saber lo que pasó que por mostrar otra vez las dificultades
inherentes a la lectura de la Biblia y de los textos antiguos, sobre todo cuando se
Destrucción de una ciudad por un ejército asirio. Bajorrelieve (tamaño 94
x 63 centímetros) encontrado en el palacio de Asurbanipal (668-626 a. C.) en
Nínive.

Los soldados del cuerpo de ingenieros derriban sistemáticamente el recinto


de las murallas exteriores, mientras arden las murallas de la ciudadela. Algunos
soldados salen de la ciudad con su botín al hombro, seguidos por otro soldado
que empuja a dos habitantes hechos prisioneros y destinados -con mucha
probabilidad- a ser sus siervos. El prisionero que camina por la izquierda tiene
las manos atadas. Abajo, soldados y cantineras celebran la victoria comiendo y
bebiendo bajo la mirada de un centinela.
Fuente: Atlas van de Bijbel, p. 83, n. 230.

trata de establecer la cronología exacta de los acontecimientos. Además de


ello, estas páginas nos brindarán la ocasión de comprender mejor la estrategia
adoptada por la Biblia cuando pone a su lector frente a diferentes versiones del
mismo «hecho».

Disponemos de numerosos documentos asirlos y bíblicos sobre esta


campaña de Senaquerib. La Biblia habla de ella en diferentes ocasiones.
Tenemos, en primer lugar, el relato de 2 Re 18,13-20,19 y el texto paralelo de Is
36-39, casi idéntico. 2 Cr 32,1-21 nos brinda un breve resumen. A estos textos es
preciso añadir algunos oráculos de Isaías, en particular Is 1,4-9 y 22,1-14. Por
último, disponemos del texto de los anales de Senaquerib, generalmente llamado
«prisma de Senaquerib».

a) El texto bíblico de 2 Re 18-20

El texto bíblico de 2 Re 18,13-20,19 menciona explícitamente una sola


campaña de Senaquerib contra las ciudades de Judá, en el año catorce del
reinado de Ezequías (2 Re 18,13). Esta fecha corresponde al año 702-701 a. C.
El conjunto de los capítulos 18—20 se subdivide claramente en cuatro partes,
que no se corresponden necesariamente con cuatro fases cronológicas de los
acontecimientos.

La primera parte, más bien breve (2 Re 18,13-16), afirma que Ezequías, tras
la caída de numerosas ciudades de Judá frente al ejército asirio, se sometió a
Senaquerib y le pagó un tributo bastante importante: trescientos talentos de plata
y treinta talentos de oro. Según este texto, Ezequías toma la iniciativa de enviar
un mensaje conciliador a Senaquerib, que se encuentra en Laquis. El mismo
Ezequías reconoce su «falta» con el rey de Asiría (2 Re 18,14). Admite, pues, de
una manera implícita, que no debía rebelarse. El relato deja entender que
Senaquerib se habría retirado después de este compromiso.

La segunda parte, mucho más extensa (2 Re 18,17-19,37), está construida a


modo de díptico: encontramos, efectivamente, en ella dos mensajes de
Senaquerib a Ezequías (2 Re 18,17-36 y 19,9b-13), dos reacciones del rey
Ezequías (18,37—19,1; 19,14-19), dos intervenciones del profeta Isaías (19,5-7
y 19,20-34) y dos conclusiones (19,8-9 y 19,35-37).

La iniciativa corresponde esta vez a Senaquerib, que envía dos veces a un


oficial (el «copero mayor») al pie de los muros de Jerusalén para invitar a la
población a no escuchar a Ezequías y a someterse al rey de Asiría antes de que
sea demasiado tarde (2 Re 18,17-35; 19,9b-13; cf 18,14, donde la iniciativa
corresponde a Ezequías).

La primera vez, los mensajeros del rey de Asiría se dirigen en voz alta a
toda la población, en particular a los oficiales de la corte (18,17-18). La segunda
vez, el rey recibe una carta (19,14). Los dos mensajes son relativamente
idénticos: el rey de Asiría invita a la sumisión y amenaza con atacar si el rey no
acepta sus condiciones.
La respuesta de Ezequías es muy parecida en ambos casos:

se dirige al templo (19,1 y 19,14). En el segundo caso, ora para pedir la


ayuda de Dios (19,15-19). En ambas ocasiones sigue una intervención del
profeta Isaías. En 2 Re 19,2-4, el rey pide expresamente su ayuda y su oración.
En 2 Re 19,20, por el contrario, el profeta envía al rey un mensaje en el que
incluye un extenso oráculo contra el rey de Asiría (19,21-34).

La primera conclusión (19,8-9) sugiere que Senaquerib debió abandonar, al


menos durante cierto tiempo, su plan de asediar Jerusalén para hacer frente a un
ejército egipcio venido del sur para atacarle (18,9). El texto habla del nubio
Taraca, que reinó, efectivamente del año 685 al 644 a. C. en Etiopía, pero que
probablemente ya estuvo asociado al poder a partir del año 690. Con todo,
subsiste una dificultad de la que volveremos a hablar. El texto bíblico no dice
cuál fue el desenlace de esta confrontación entre Egipto y Asiría. Los anales
asirios, por su parte, dicen claramente que los egipcios sufrieron una grave
derrota.

Es probable que Senaquerib enviara su segundo mensaje después de haber


derrotado al ejército egipcio (19,9b). Nada

se opone a esta lectura, absolutamente lógica en suma, del texto bíblico. Con
todo, nos faltan una serie de elementos para poder afirmar que es ésta la única
manera de interpretar los datos.

La segunda conclusión (19,35-37) describe la liberación milagrosa de la


ciudad santa: el ángel del Señor hiere a 185.000 hombres. El ejército asirio
levanta el campamento y se vuelve a Asiría. Siempre según el texto bíblico,
Senaquerib fue asesinado a continuación por dos de sus hijos mientras oraba en
el templo de uno de sus dioses, Nisroch, tal como había predicho Isaías (19,7).

La tercera parte del relato de 2 Re describe la enfermedad de Ezequías y su


curación gracias a la intervención de Isaías (2 Re 20,1-11). El profeta anuncia
asimismo en este texto al rey que Dios les liberará, a él y a la ciudad de
Jerusalén, del dominio de los asirlos (20,6b). El oráculo de Isaías le promete al
rey quince años más de vida (20,6a). Si el rey Ezequías murió el año 687 a. C.,
eso significa que la enfermedad se remonta al año 702-701, el año de la campaña
de Senaquerib. Isaías habría profetizado al mismo tiempo el final de las dos
desgracias {cf. 2 Re 18,6): la enfermedad y la invasión asiría. El texto bíblico,
sin embargo, no pone en relación estos dos acontecimientos.

La cuarta parte del relato, esencial para comprender la implicación del reino
de Judá en la política internacional del tiempo, describe la embajada enviada por
Merodak-Baladán a Ezequías y la reacción negativa de Isaías (2 Re 20,12-19).
Este breve relato pone nuevamente de relieve la figura de Isaías. El profeta
predice al rey que los babilonios se llevarán un día a su casa todos los tesoros de
Jerusalén que han sido mostrados a los embajadores de Merodak-Baladán. El
final del Libro de los Reyes le dará la razón a Isaías. En cuanto al rey Ezequías,
el relato le quita la razón una vez más. Por último, el texto opone la clarividencia
del profeta a la estrechez de espíritu del rey, que se consuela porque la desgracia
sólo se abatirá sobre la ciudad después de su muerte (2 Re 20,19).

b) El texto de Isaías 36-39

Antes de hablar de los problemas particulares del texto de 2 Re, es menester


que digamos una palabra del texto paralelo que se encuentra en el Libro de
Isaías, concretamente en los capítulos 36—39. Dejaremos de lado algunas
diferencias menores que existen entre ambos textos. La diferencia princi
Prisma de Senaquerib

(ca. 701 a. C.).

Fuente: Atlas van de Bijbel, p. 89, n. 248.



pal se encuentra al principio del relato: Is 36 no contiene ningún paralelo
con el relato de 2 Re 18,14-16; no habla, por consiguiente, de la sumisión de
Ezequías ni del tributo pagado a Senaquerib para alejarle de la ciudad. De modo
manifiesto, el relato de Isaías 36—37 «elimina» una gran dificultad del texto de
2 Re, que yuxtapone sin dar explicaciones dos relatos de liberación de Jerusalén:
la primera vez es la iniciativa «humana» de Ezequías, que paga tributo a
Senaquerib, la que salva a la ciudad; en la segunda es la intervención milagrosa
del ángel del Señor la que salva a Jerusalén. Para el Libro de Isaías, es Dios
quien salva a la ciudad, y no se habla nunca de tributo. El relato isaiano es, por
tanto, mucho más «sobrenatural» y hace destacar más la figura del profeta. El
rey Ezequías, por su lado, depende por completo del profeta en sus iniciativas.

Otra diferencia importante es la inserción de un salmo de acción de gracias


cantado por Ezequías después de su curación (Is 38,9-20). Pero este salmo
plantea menos problemas de interpretación al historiador.

c) El texto de los anales asirlos sobre la campaña de


Senaquerib del año 701 a. C.

El texto del prisma de Senaquerib aparece a primera vista como una crónica
esmerada de la campaña de este rey destinada a pacificar las provincias
occidentales de su imperio. Pero no es ése exactamente el caso. El escriba sigue
un orden lógico más que cronológico y procede por temas. El análisis del texto
detecta tres temas principales:
— La campaña contra la ciudad de Sidón (Fenicia) y sus consecuencias:
conquista de otras ciudades, tributo de algunos reyes que se someten de manera
voluntaria, derrota del rey de Ascalón, que había intentado resistir

— Campaña contra las ciudades filisteas de la costa (en la región de Jafa)


que dependían del rey de Ascalón. Complot de la ciudad filistea de Ecrón,
apoyada por Egipto. Derrota de un ejército egipcio en Elteqe, ciudad situada a
una veintena de kilómetros al sur de Jafa, a orillas del torrente Sorek.

— Campaña hacia el interior de la tierra de Judá: toma de la ciudad filistea


de Ecrón; conquista de 46 ciudades fortificadas en el reino de Judá; deportación
de 200.150 personas y recogida de un enorme botín (sobre todo de ganado);
atribución de una parte del territorio de Judá a los reyes filisteos vasallos de
Senaquerib (el rey de Asdod, el nuevo rey de Ecrón y el rey de Gaza); asedio de
Jerusalén, donde Senaquerib «encierra a Ezequías como un pájaro en una jaula»;
tributo de Ezequías, que envía, con la misma ocasión, una embajada y una
escolta militar a Nínive para transmitir a Senaquerib su acta de fidelidad al rey
de Asiría.
La conclusión de los anales no puede dejar de asombrar. Aparentemente,
Senaquerib abandonó el asedio a Jerusalén porque Ezequías se sometió y envió
una embajada a Nínive para pagar el tributo. El texto del prisma de Senaquerib
no menciona en absoluto la toma de Jerusalén, mientras que sí lo hace con otras
ciudades. En este punto, la crónica asiría y los textos bíblicos concuerdan
perfectamente: Senaquerib se contentó con un enorme tributo y Jerusalén no fue
conquistada por el ejército asirio.

La razón de la decisión de Senaquerib sigue estando oscura, y los


historiadores se ven limitados a proponer conjeturas. Tal vez, Senaquerib se dio
cuenta de la excesiva dificultad que suponía la toma de Jerusalén. El asedio a
Samaría había durado demasiado tiempo (tres años, según 2 Re 18,10), y
Jerusalén se había preparado bien para un largo asedio (resistirá seis meses al
ejército babilónico; véase 2 Re 25,1-8). Así pues, o bien Senaquerib se dio
cuenta de que el verdadero peligro venía de Babilonia, donde Merodak-Baladán
proseguía fomentando la rebelión, o bien, más simplemente, quiso poner fin lo
antes posible a una campaña que ya era bastante larga. Ezequías, que hubo de
asistir impotente a la devastación de su reino, probablemente optó sin tardanza
por la solución menos mala —el «mal menor»— cuando vio que la ciudad de
Laquis había caído y que los asirios le atacaban directamente. En consecuencia,
se sometió y aceptó pagar, puesto que había obtenido lo que quería sin tener que
sufrir, además, un largo asedio.

d) Las contradicciones entre las diferentes versiones de


los acontecimientos

He aquí las principales contradicciones o tensiones entre las diferentes


fuentes que tenemos a nuestra disposición:

— Aunque el texto bíblico habla de una campaña de Senaquerib el año


catorce del reinado de Ezequías, el relato, al menos para un lector moderno,
acostumbrado a las crónicas precisas de la historiografía moderna, parece hablar
de dos campañas. Si Ezequías promete obediencia y paga tributo en 2 Re 18,14-
16, ¿por qué envía Senaquerib mensajeros inmediatamente después al rey de
Judá para pedirle que se rinda (2 Re 18,17)? ¿Cómo conciliar 2 Re 18,13-16 con
2 Re 18,17—19,37? A primera vista, parece muy difícil. En este punto, la
versión de Is 36—37 es mucho más clara. ¿Debemos suponer que Ezequías se
rebeló de nuevo después de haber pagado el tributo? Se trata de una solución
posible, pero anda lejos de ser la única.

La intervención de Taraca en 2 Re 19,8-9 crea un problema de cronología.


Este rey nubio reinó de 685 a 664 a. C. sobre Egipto. Es posible que fuera
asociado al poder por su padre, Sabaca, a partir del año 690. Sea como fuere,
todavía no estamos en el año 701. Hay dos soluciones para esta dificultad: o bien
los escritores bíblicos confunden a Sabaca con Taraca, o bien el ejército egipcio
estaba bajo las órdenes del príncipe Taraca. Senaquerib habla de una batalla
contra un ejército egipcio, sin citar el nombre de su comandante. Este extremo se
explica tal vez mejor si no participaba en la expedición el faraón en persona.

Según la crónica de Senaquerib, el choque entre los dos ejércitos tuvo lugar
antes de la campaña contra las ciudades de Judá, no durante ella, como deja
suponer 2 Re 19,8-9, y tuvo lugar en Elteqe (al sur de Jafa), que está bastante
lejos de Libná, ciudad mencionada en 2 Re 19,8 (y que se encuentra a unos
cuantos kilómetros al norte de Laquis). Una vez más, existe confusión e
imprecisión por una parte o por otra (y tal vez por ambas partes), aunque sí hay
unanimidad a propósito de una intervención egipcia organizada por un rey de
origen nubio.

- Las últimas graves dificultades proceden del relato de 2 Re 19,35-37. En


primer lugar, es menester que nos preguntemos cuál fue la causa de la derrota y
de la huida del ejército asirio. 2 Re 19,35-36 habla de una intervención
sobrenatural que obligó a Senaquerib a levantar el campamento. El texto sugiere,
sin la menor duda, que la liberación de Jerusalén se debió a la ayuda de Dios.
Empleando un lenguaje un tanto más moderno, nosotros diríamos que la ciudad
fue liberada por una intervención «providencial». Por otra parte, es difícil tomar
al pie de la letra lo que dice el texto bíblico cuando habla de una pérdida de
185.000 hombres, lo que constituye una cifra considerable y casi impensable
para aquella época (en 1815, en Waterloo, los combatientes de diferentes
ejércitos fueron más o menos 300.000, y de ellos fueron unos 48.000 los que se
quedaron en el campo de batalla). Si Senaquerib perdió de verdad tantos
hombres en una noche, es difícil explicar cómo consiguió llegar a Nínive y
reinar allí todavía durante veinte años. La pérdida de semejante ejército habría
incitado de inmediato a la rebelión a todas las provincias para recobrar su
independencia. No fue así. Por último, un espíritu crítico se preguntará quién fue
a contar los cadáveres asirlos en su campamento. Se preguntará también cómo
no estalló la peste poco después de esta batalla si no fueron enterrados todos
estos cadáveres.

¿Cómo hemos de interpretar, desde estos presupuestos, la intervención del


ángel del Señor en 2 Re 19,35? El relato de 2 Re 18,17-19,37 (Is 36-37) adopta
un tono particular para describir la invasión asiría porque propone una lectura
religiosa de los acontecimientos. Según las convenciones literarias de la época,
sugiere, pues, un «segundo nivel de lectura» que no debemos confundir con la
simple crónica de los

acontecimientos, como la que encontramos, por ejemplo, en la breve


recensión de 2 Re 18,9-12. Esta interpretación bíblica se basa en el hecho de que
Senaquerib no tomó Jerusalén. La descripción de 2 Re 19,35-36 no pretende, por
tanto, proporcionar una recensión exacta de lo que pasó. Más bien, invita a
integrar estos hechos en una visión más amplia de la historia, que -según 1-2
Reyes- es el designio de Dios revelado por los profetas; en este caso, por Isaías.
Para este profeta, Dios había decidido que Jerusalén no sería conquistada, y así
fue. Éste es el objetivo principal del relato, y conviene que lo leamos en función
de esta intención.

Siempre a propósito de 2 Re 19,35, existe un relato bastante curioso del


historiador griego Herodoto (484-425 a. C.) que, en su descripción de la
campaña de Asurbanipal contra Egipto (hacia el año 663 a. C.), dice que el
ejército asirio fue atacado por ratas que se comieron todo el equipo de cuero y
obligaron a retirarse al ejército asirio. Herodoto insiste además en llamar
Senaquerib y no Asurbanipal al rey de Asiría, un error evidente (Herodoto, II,
l4l). Las ratas, como es sabido, son portadoras también del bacilo de la peste,
que podía herir fácilmente a un ejército en campaña, dado el bastante bajo nivel
de higiene en esa época. ¿Se habrá inspirado el autor de 2 Re 19,35 en relatos
semejantes para la composición de su texto?

El segundo punto que requiere explicación es la muerte de Senaquerib.


Según 2 Re 19,37, éste murió asesinado y, al parecer, casi inmediatamente
después de haber vuelto a su patria. Ahora bien, en realidad, Senaquerib murió
asesinado veinte años después de su campaña en Judá, el año 681 a. C. Una
crónica babilónica dice que fue muerto por su hijo (en singular) en el curso de
una insurrección, mientras que 2 Re 19,37 (Is 37,38) menciona los nombres de
dos hijos. Asaradón, sucesor de Senaquerib, alude a sus hermanos (en plural),
que organizaron un complot contra él en su voluntad de apoderarse del trono. El
autor bíblico podría haber utilizado datos de este tipo para componer su relato.

2 Re 19,37 (Is 37,38) ve, a buen seguro, en esta muerte violenta el castigo
que Dios reservaba a aquel que se había atrevido a atacar la ciudad santa. Este
castigo había sido pre-dicho por el profeta Isaías (2 Re 19,7 = Is 37,7). Para
mostrar la relación de causa-efecto entre la invasión asiría y la muerte violenta
del rey Senaquerib, la Biblia «salta» los veinte años que separan a los dos
acontecimientos. Es interesante señalar, por último, que la suerte de Senaquerib
es semejante a la de otro rey impío, Ajab, cuya muerte había sido predicha por el
profeta Elias (1 Re 22,38; cf 21,21). La voluntad explícita del relato, también
esta vez, es exaltar la figura del profeta.

— Para volver a cosas menos complicadas, conviene decir una palabra sobre
el tributo pagado por Ezequías. El texto bíblico habla de trescientos talentos de
plata y treinta talentos de oro (2 Re 19,15). Los anales de Senaquerib proponen
cifras un tanto diferentes. El tributo no habría sido de trescientos (como dice el
texto bíblico), sino de ochocientos talentos de plata (quinientos más). Además,
Ezequías habría entregado antimonio, cornalina (traducción incierta de una
palabra difícil), camas y sillas de marfil, pieles de elefante, marfil, ébano, boj
(otra palabra difícil), un gran tesoro y muchos objetos, algunas de sus hijas,
mujeres de su palacio, cantores (hombres y mujeres). El texto bíblico tiende,
evidentemente, a minimizar la cantidad de bienes entregados por Ezequías,
mientras que el prisma de Senaquerib intenta, en sentido contrario, aumentarla.
Sigue siendo verdad que la suma es realmente impresionante y que el reino de
Judá debía ser bastante rico en esta época (cf 2 Re 20,13). Quizás fuera ante todo
y sobre todo por esta razón por la que Senaquerib atacó Jerusalén.

e) La interpretación de los acontecimientos por el profeta


Isaías

Si los textos de 2 Re 18,17-19,37 y de Is 36-37 ofrecen una versión más


bien positiva de los acontecimientos y subrayan el hecho de que, a fin de
cuentas, Senaquerib no con-

siguió conquistar Jerusalén, los oráculos de Isaías, por el contrario, ofrecen


una imagen bastante diferente de los mismos acontecimientos. Para el profeta, la
campaña asiría fue una verdadera catástrofe, aunque el pueblo no comprendiera
la lección. La Biblia, siguiendo su costumbre, yuxtapone versiones y opiniones
diferentes sin intentar armonizarlas. Para acentuar este hecho, recordemos que la
versión más positiva de los hechos se encuentra, justamente, en el mismo Libro
de Isaías, en los capítulos 36 y 37. Existen, por consiguiente, dos opiniones muy
diferentes en el interior del mismo libro.
El primer oráculo, Is 1,4-9, se remonta para muchos exégetas a la época que
sigue inmediatamente a la invasión asiría. La descripción que hace Isaías es
horrorosa:
4 ¡Ay, nación pecadora,

pueblo cargado de crímenes,

ralea de malvados, hijos corrompidos!

Han abandonado al Señor,


han despreciado al Santo de Israel,

le han vuelto la espalda.

5 ¿Dónde podré golpearos ya, si os seguís rebelando? La cabeza es pura

llaga, el corazón está agotado.

6 Desde la planta del pie hasta la cabeza no queda nada sano:

todo son heridas, golpes,

llagas en carne viva,

que no han sido curadas ni vendadas,

ni aliviadas con aceite.

7 Vuestro país está arrasado, vuestras ciudades incendiadas, vuestras


tierras las devoran extranjeros ante vuestros propios ojos;

todo es desolación, como cuando Sodoma fue arrasada.

8 Sión ha quedado como cabana en viña, como choza en melonar,

como ciudad sitiada.


9 Si el Señor todopoderoso

no nos hubiera dejado supervivientes,

habríamos quedado como Sodoma,

seríamos igual que Gomorra.


La descripción no necesita comentarios. Las imágenes poéticas de Isaías
corresponden exactamente a la situación:

todo el país ha sido destruido por la invasión, y sólo Jerusalén se ha librado.


Ahora bien, Isaías ve un castigo divino en la desolación que se abate sobre el
país. Estamos lejos del tono triunfal de 2 Re 17,18-19,37 (Is 36-37).
El segundo texto que merece ser mencionado es el de Is 22,1-14, un texto
que, según la mayoría de los exégetas, se remonta también al período de la
invasión asiría:
1 Oráculo sobre el valle de la Visión:

¿Se puede saber qué te sucede, que te subes en masa a las azoteas?
2 Di, ciudad ruidosa,

villa bulliciosa y bullanguera.

Tus caídos no cayeron a espada,

ni perecieron tus muertos en la guerra;

3 tus jefes huyeron en bloque;

tus guerreros han sido capturados sin disparar el arco, han sido hechos
prisioneros cuando trataban de huir.

4 Por eso os digo: «Dejadme en paz, no me consoléis en mi amargo llanto

por mi pueblo devastado»,


5 pues éste es un día de turbación,

consternación y abatimiento

que nos envía el Señor todopoderoso.


En el valle de la Visión

se desploman las murallas,

hasta los montes llegan los clamores.

6 Elam ha tomado la aljaba, mientras cabalgan los jinetes.

Quir ha sacado de la funda su escudo.

7 Tus mejores valles están llenos de carros;


la caballería carga contra la puerta;

8 han sucumbido las defensas de Judá.

Inspeccionasteis entonces

el arsenal de la Casa del Bosque,

9 visteis las numerosas brechas de la ciudad de David, recogisteis las aguas

de la alberca de abajo,

10 contasteis las casas de Jerusalén, y derribasteis viviendas para afianzar las

murallas.

11 Entre las dos murallas hicisteis una presa para recoger las aguas de la

antigua alberca. Pero no prestasteis atención a su Hacedor ni os fijasteis en el


que desde antiguo lo ideó.

12 Aquel día, el Señor todopoderoso os invitaba a llorar y a lamentaros, a

raparos la cabeza y a vestiros de saco.

13 Mas vosotros habéis respondido con alegría y algazara, con matanzas de

terneros y sacrificios de corderos;

os habéis hartado de carne y atiborrado de vino. «Comamos y bebamos, que


mañana moriremos».

14 Pues esto he oído al Señor todopoderoso:

«Sólo con la muerte

expiaréis este pecado.

Lo ha dicho el Señor todopoderoso.

El texto, que requeriría una explicación detallada, no invita, ciertamente, al


pueblo a alegrarse. Al contrario, el tono es sombrío, casi lúgubre. La «victoria»
no es tal más que en apariencia. En general, el profeta reprocha a su pueblo el
tener una visión muy parcial de los acontecimientos. Ni antes ni después de la
invasión de Judá ha conseguido comprender la significación de lo que estaba
pasando. Según otros oráculos de Isaías, la invasión es fruto de una política
errónea, y sus consecuencias son desastrosas. El pueblo, en cambio, se alegra
porque la ciudad de Jerusalén no ha sido tomada. Magro consuelo, dice el
profeta, y el error en que incurrís no dejará de tener efectos desastrosos. Una vez
más, estamos lejos del tono adoptado por el relato de 2 Re 18,17-19,37.
Algunas reflexiones a posteriori
Si hubiéramos podido comprar un periódico después de la invasión asiría de
la tierra de Judá en el año 701 a. C., en Jerusalén o Nínive, probablemente
hubiéramos leído titulares como éstos: «Ezequías, obligado a pagar tributo a
Senaquerib», «Ezequías, de rodillas frente al déspota asirio», «El Canossa de
Ezequías», «¡Victoria de YHWH sobre los asirlos!», «¡Los asirlos, derrotados!»,
«¡Milagro en Jerusalén!», «La desolación de Judá», «Gemidos y lamentos en la
ciudad de YHWH », «El triunfo de Senaquerib», «Senaquerib, el campeador»,
«Veni, vidi, vici», «Traidores humillados», «La otra cara de la campaña», «Las
amarguras de una marcha hacia el mar», etc. Estos titulares imaginarios dejan
ver lo que hubieran podido pensar del conflicto las diferentes partes implicadas
en él: los judíos, los habitantes de Jerusalén, el partido de Ezequías, los
diferentes redactores del Libro de los Reyes, el profeta Isaías, la opinión oficial y
la opinión pública de los asirlos.

Si buscamos lo que hubiera dicho la Biblia, debemos hacerlo en diferentes


periódicos. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que la Biblia no es un periódico,
sino todo un quiosco de periódicos. No encontramos en ella una sola opinión,
clara, sencilla, unilateral e incontestable, sino diferentes opiniones que se
completan en ciertos casos, pero que también se pueden contradecir en otros. De
este modo, la Biblia obliga al lector a no «absolutizar» una sola opinión, sino a
buscar, por el contrario, la «verdad» en el conjunto de las opiniones y más allá
de éstas, en una confrontación que lleva a corregir sin cesar las opiniones
parciales. Para continuar en la misma línea, la Biblia no es un periódico llamado
La Voz de Dios. La voz de Dios se hace oír a través de todas las voces humanas
que resuenan en la Biblia, en un concierto a veces armonioso y a veces
disonante, porque el camino que conduce a la verdad sinfónica final es largo y
puede pasar por momentos casi cacofónicos. Dios, para emplear otra imagen
semejante, no habla en una sola «cadena»; emplea diferentes cadenas y la Biblia
nos proporciona un mando a distancia que da acceso a todas las emisoras.

A buen seguro, podemos preferir o dar prioridad a un testimonio porque es


más preciso o más profundo. Podemos decir, por ejemplo, que el profeta Isaías
nos propone una visión más inteligente de la situación o que su visión de fe es la
que, a fin de cuentas, debe prevalecer sobre las otras. Pero también aquí
debemos admitir dos cosas. Primera, el texto bíblico no ha eliminado las otras
versiones de los hechos. La perspectiva bíblica no es ni unilateral ni «totalitaria»,
porque, si podemos expresarnos así, no suprime la «voz de la oposición».
Segunda, el mismo Isaías habla de manera diferente en sus oráculos y en los
relatos de los capítulos 36 y 37. La tensión o contradicción está, por
consiguiente, también presente en el interior del «testigo isaiano». La Biblia
yuxtapone y opone diferentes testimonios y no se preocupa de hacer callar a los
que piensan de modo distinto.

Esa estrategia está presente en toda la Biblia. Por esa razón hay, por
ejemplo, dos relatos de la creación (Gn 1,1—2,3 y 2,4-25). Hay también cuatro
evangelios y no uno solo. En efecto, la «realidad» de la creación difícilmente
puede ser encerrada en una sola perspectiva, del mismo modo que la «realidad»
de Jesucristo no puede ser presentada de modo adecuado por una sola mente,
aunque fuera genial. La «realidad», para la Biblia, es siempre más rica que las
versiones que puedan dar los escritores. La multiplicidad de versiones que se
manifiesta en las tensiones y las contradicciones de los textos es una de las
características principales de la Biblia. Por esta razón, el lector no puede
quedarse nunca con una sola línea de pensamiento, sino que está invitado a
superar todas las opiniones para dirigir su mirada hacia la «realidad» y la
«verdad» que va descubriendo poco a poco, a través de un esfuerzo constante
orientado a corregir los puntos de vista limitados de cada una de las versiones.

Este esfuerzo puede ser exigente. Podríamos soñar con un mundo en el que
la «verdad» fuera sencilla y límpida, en el que la única versión oficial de los
hechos fuera unívoca e irrevocable y estuviera apoyada por una autoridad
indiscutible que eliminara (o intentara eliminar) las dudas, las vacilaciones, las
resistencias. Este mundo existe y lo hemos encontrado en las páginas de este
libro. No se trata, sin embargo, del mundo de la Biblia; se trataría más bien del
mundo asirlo.
Epílogo Historia y relato, arte y poesía
A modo de conclusión, desearía proponer un último ejemplo que ilustra, una
vez más, que hay muchas maneras de percibir la realidad histórica y de
transmitir esta percepción. El ejemplo que voy a poner es la destrucción de la
«ciudad santa» del País Vasco, Guernica, el 27 de abril de 1937, por la aviación
de la Alemania nazi, aliada del bando nacional del general Franco durante la
Guerra Civil. Hubo, más o menos, dos mil víctimas civiles.

Disponemos para nuestra consulta de una amplia documentación sobre este


«hecho histórico». Sería posible, por ejemplo, encontrar la correspondencia entre
el cuartel general del campo nacional español y los jefes de la aviación alemana,
y las órdenes concretas dadas por los jefes a los pilotos del escuadrón aéreo.
Dispondríamos así de la documentación necesaria para describir de modo
cuidadoso la acción militar. Sería asimismo interesante volver a leer lo que las
agencias de prensa de la época comunicaron inmediatamente después del
bombardeo. Las diferentes agencias españolas y extranjeras vieron, a buen
seguro, el bombardeo de maneras diferentes. ¿Qué se dijo en Madrid, en Bilbao,
en Berlín, en París, en Londres, en Roma, en Moscú, en Washington o en
Santiago de Chile? ¿Qué dijo el bando nacional y qué dijo el bando republicano
español? ¿Qué dijeron los periódicos del País Vasco? Los relatos de los
supervivientes y de los testigos oculares podrían constituir un tercer grupo de
testimonios. Éstos pueden proceder de personas instruidas o de gente sencilla, de
personas implicadas o neutrales, de personas que han escapado del desastre o de
personas que lloran la pérdida de seres queridos. Estos relatos pueden haber sido
hechos inmediatamente después del acontecimiento o varios años más tarde.
También en este caso, las opiniones y, sobre todo, los modos de contar serán
muy diferentes. En cuarto lugar, podemos consultar obras de historiadores que
han estudiado ampliamente la época contemporánea, la Guerra Civil española o
la historia del País Vasco. Estos historiadores podrán ser vascos, españoles o
extranjeros, y sus perspectivas podrán variar según la posición o la distancia que
adopten respecto a los hechos. Algunos se sentirán más implicados, más
apasionados, y otros menos.

Por último, existen algunas obras de arte que rememoran esta tragedia. Voy
a citar una en particular, el famoso cuadro pintado por Pablo Picasso, que se
encuentra en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, en Madrid. Esta
obra no intenta hacer una «foto» de la ciudad destruida. No es posible saber, por
ejemplo, cuántas víctimas hubo a partir de un examen de la pintura. Nada se dice
sobre los antecedentes o las causas del desastre. Más aún, no resulta fácil
comprender lo que pasó a partir del examen exclusivo de la pintura. El
espectador sólo ve en ella cadáveres, ruinas, escombros, cuerpos, miembros,
destrucción y una gran desolación. Para comprender el cuadro hace falta,
efectivamente, conocer un poco la historia de Guernica; sin embargo, el mensaje
puede ser percibido de inmediato por cualquiera que contemple la obra de arte.

Picasso, en efecto, intenta transmitir un mensaje humano sobre lo que


sucedió, una fuerte impresión de horror ante una escena atroz. Esta fuerte
impresión será percibida de una manera diferente por cada uno de los
espectadores de la famosa tela, pero es difícil negarla o escapar a ella.

¿Y qué encontramos en la Biblia? ¿Recensiones exactas de hechos?


¿Crónicas de testigos oculares? ¿Obras de historiadores? ¿Obras de arte? Tal vez
encontramos un poco de todo

ello, sin distinciones muy claras. Yo, por mi parte, pienso que, en general,
nos las vemos más bien con obras de arte. Estas obras no son sofisticadas ni
refinadas, porque pertenecen al arte popular. Con todo, su fin no deja de ser el de
las obras de arte: transmitir un mensaje sobre lo que pasó. Su propósito no es
tanto proporcionar detalles a los historiadores; lo que pretenden, más bien, es
formar la conciencia de un pueblo que intenta comprender cuál es su destino en
este mundo.
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Tablas cronológicas

ORIENTE PRÓXIMO ANTIGUO


Ramsés II (1304-1238 a. Q).

Merneftah (1238-1209 a. Q).

Estela de Merneftah (1233 a. C.).

Sesak I (950-929 a. C.): campaña en Palestina.

Salmanasar III (858-824 a. C.): campañas en la región siropalestina; batalla


de Qarqar (853 a. C.) contra una coalición de pequeños reinos de la región
siropalestina.
rey Mesa - estela de Mesa, hacia el año 840 a. C.

Jazael asesina a Ben-Hadad II y prosigue la lucha contra Asiría, pero es


derrotado por Salmanasar III el año 841 a. C. Estela de Dan (hacia el 840 a. C.).

Salmanasar III recibe tributo de Jehú, rey de Israel, el año 841 a. C.

Hadad-Nirari III, rey de Asiría (810-783 a. C.), recibe tributo de Joás, rey de
Israel.
Teglatfalasar III (747-727 a. C.): campañas en la región siropalestina, en
particular contra Filistea (734 a. C.), el norte del reino de Israel (tal vez el 733 a.
C.) y Damasco (probablemente el 732 a. C.). Se convierte en rey de Babilonia
con el nombre de Pul en el año 729 a. C. Recibe tributo de Ajaz, rey de Judá.

Asiría: Salmanasar V (726-722): campañas contra Israel;

comienzo del asedio de Samaría (que cae en el año 722-721 a. Q).


Asiría: Sargón II (722-705 a. C.) afirma que tomó Samaría (722-
721 a. C.); campaña contra Filistea y victoria contra un ejército egipcio
en Rafia (al sur de Gaza) el año 720 a. C.; toma de Asdod (Filistea) el
año 711 a. C.
Babilonia: entre los años 721 y 711, Merodak-Baladán intenta
liberarse del yugo asirlo. Se rebelará de nuevo en tiempos de
Senaquerib y será derrotado por éste el año 702 a. C.
Egipto: Sabaca, faraón nubio (¿715?-696 a. C.); a continuación,
Taraca (corregente hacia el 690 a. C.;

reina del año 685 al 664 a. C.) será derrotado en Elteqe por
Senaquerib el año 701 a. C.
Asiría: Senaquerib (704-681 a. C.): el año 701, campaña contra los reinos de
Siria y Palestina, en particular contra Ezequías, rey de Judá. Asedio de Jerusalén.

REINO DE ISRAEL
Omrí (886-875 a. C.): fundador de la ciudad de Samaría.

Ajab (875-853 a. C.): forma parte de una coalición antiasiria.


Participa en la batalla de Qarqar (853 a. C.).

Jehú (841-814 a. C.): toma el poder eliminando a la dinastía de Omrí. Según


1 Re 9, habría matado a Jorán, rey de Israel y nieto de Ajab, y a Ocozías, rey de
Judá, probablemente vasallo de Jorán. Según la estela de Dan, estos dos reyes
fueron muertos por Jazael. Tal vez Jehú se aprovechó de los acontecimientos
para apoderarse del trono. Jehú paga tributo a Salmanasar III el año 841 a. C., es
decir, al comienzo de su reinado.
Joás (803-787 a. C.): el año 803, al comienzo de su remado, paga tributo a
Hadad-Nirari III.

Jeroboán II (787-747 a. C.): tiempos de prosperidad para Israel. Predicación


del profeta Amos y, después, del profeta Oseas.

Menajén (746-737 a. C.): paga tributo a Teglatfalasar III el año 737


a. C., último año de su reinado.
Pecaj (735-732 a. C.).

Oseas (732-724 a. C.): último rey de Israel. Busca ayuda en Egipto.


Comienzo del asedio de Samaría. La ciudad caerá el año 722-721 a. C.

REINO DE JUDÁ
Roboán (933-¿9l6? a. C.): hijo de Salomón, paga tributo a Sesac,
faraón de Egipto.

Entre los años 740 y 700 a. C.: predicación de los profetas


Miqueas e Isaías.

Acaz (735-¿7l6? a. C.): alianza con Teglatfalasar III contra el rey de Israel
Pecaj (735-732 a. C.) y el rey Rezón de Damasco. Paga tributo a Teglatfalasar III
(véase Is 7,1-9 y 8,5-8). Ezequías, su hijo, participa en el poder probablemente
desde el año 728 a. C.
Ezequías (716-687 a. C.): mantiene contactos con Merodak-Baladán
(Babilonia), fortifica Jerusalén y excava el canal de Siloé (inscripción de Siloé).
Jerusalén es asediada por Senaquerib en el año 701 a. C. Ezequías paga tributo a
Senaquerib. Actividad del profeta Isaías.

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