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EL

PAÍS
QUE
NUNCA EXISTIÓ

Rafael Sanmartín Ledesma


Prólogo a la primera edición

Si siempre es dfícil prologar un libro, el vocablo se hace hipérbole, cuando se


trata de relatos como los que siguen a estas líneas.
Así, si de incardinar su contenido se tratara, habría que buscar sus referencias
en “Las mil y una noches”, las sátiras de Quevedo ú otras cobras “cortadas” por la
“tijera” de Muñoz Seca, ya que su intención irónica y mordaz, no se ha tratado de
disimular jamás, dejando al libre ingenio del lector la identidad de personas y países que
desfilan por el texto.
Sin embargo, los que conocemos al autor y su estilo, no podemos menos de
sorprendernos, al descubrir su faceta jocosa (absolutamente realista) y el acre sentido
del humor que de ella destila.
Rafael Sanmartín es un hombre aparentemente introvertido, profundo, realista
y con una cierta “veta” de pesimismo, que le hace aparecer como el “Pepito Grillo” de
sus interlocutores.
Pero, ante todo, Rafael Sanmartín es un creador nato, al que sus inquietudes le
hacen pequeño el mundo que habita. Aunque, por razones que no vienen al caso, no
haya alcanzado la “gloria” que tienen otros, con mucho menos merecimientos que él.
Este modesto prologuista, ha compartido con Rafael días y noches de radio. De
radio en directo, de radio viva, de radio comprometida y veraz. Ante el micrófono, en
DIRECTO, “sin red”, Rafael “se crece”. “templa y domina” el medio, como si algo en sus
genes le indicara el camino correcto, el buen hacer... ¡su auténtica vocación!
Por otra parte, Rafael posee la naturalidad de los grandes radiofonistas, esos
que no necesitan ponerse “la careta” del idioma cursi y afectado ante el micro, porque
su fonética (paradigmáticamente sevillana) no necesita de disfraces.
Porque, como excelente profesional de LA RADIO, sabe que la manera de hablar
de un sevillano culto, como es su caso, es uno de los más bellos, comprensibles y
comunicantes lenguajes del mundo.
Alejado actualmente por mor de la incomprensión y ¿por qué no? de las envidias,
de sus queridos micrófonos, Rafael sigue soñando con el día que, tras una atrayente
sintonía, vuelva a saltar a las ondas, a conectar con sus oyentes, que no le faltarán,
para decir:

Buenos días.
De nuevo con ustedes, y para todos ustedes,
¡Existe Onda Sevilla!

Ese día -Rafael lo sabe bien- muchos de sus antiguos colaboradores, entre
quienes tengo el honor de contarme, nos encontraremos junto a él, ante los
micrófonos... quizás para alargarle un pañuelo, con el que pueda enjugar la emoción
que, de seguro, le estará embargando, aunque sus oyentes no lo lleguen a notar.
Estas páginas recogen una parte de su creatividad. En ellas, Rafael ha
concentrado toda la amargura de un pueblo engañado... estafado, llevado por
derroteros por dónde jamás debió transitar.
Él, como hombre del pueblo, del pueblo sabio y llano, que no admite privilegios
perversos, ni componendas alevosas, describe, con nombres imaginativos, con otras
caras, la llamada “transición democrática”, de la que aún hoy día continúan viviendo -¡y
de qué manera!- tantos y tantos...
No es un crítico parcial, cuando describe aquello que pasó, aquello que muchos
han soñado... o aquello que pudo haber sucedido.
No llama por sus nombres a aquellos que están -o han estado- en el machito.
Les denomina de forma que a ninguna persona informada puede equivocar. No crea un
concepto sujetivo de la cuestión, sino un análisis correcto y aséptico de lo que ocurrió.
Se podrá, o no, estar de acuerdo con él, pero lo que la Historia (con mayúsculas)
dirá, no se aleja casi nada del mundo que “imagina”.
Me alegraría que estas líneas sean leídas con absoluta neutralidad, para que
alguien que no pensó, que no leyó, que no conversó, se plantee la necesidad de
hacerlo.
“El País que nunca existió”, existe. Y aquellos que nunca debieron acceder al
poder, continúan en el mismo... en su gran mayoría. Las lacras que ellos engendraron,
siguen campando por sus respetos, por los predios de esta torturada España.
Pero la voz del pueblo, sufrido y sufriente, la voz del desvalido, de la España
real, sigue viva. Muestra de ello es este relato de historia-ficción, que nos regala Rafael
Sanmartín
¡Gracias, Rafael!

José María Rodriguez R.


AQUÍ NO HAY NADA QUE JUSTIFICAR

Por eso, es mejor que no lea esto.


Pero, si quiere seguir, no dirá que no le hemos advertido. No vamos a decirle
nada gracioso ni ocurrente. Queda avisado.
Sólo queremos dejar bien claro, que las páginas que siguen son producto de la
mente calenturienta del autor. Nada más. No vayan a buscar similitudes en la vida
diaria, que nos conocemos.
No existen similitudes; no es posible hallar en la vida normal, casos como los que
se narran en El País que nunca existió. De lo contrario, dicho país sí hubiera existido
¿de acuerdo? Que quede claro.
El País que nunca existió está lleno de contradicciones. Lo que se hace no tiene
nada que ver con lo que se promete; se habla para rellenar, para llenar tiempos. Y,
cuando se dice la verdad, es para reafirmar abusos, egoísmos, influencias poco
edificantes... Y eso no ocurre en la vida normal, en ningún país civilizado. Y menos en
España ¿no?
Por ejemplo, Felipe González prometió, ya no se sabe cuantos puestos de
trabajo un día, cuando no tenía ni medio claro que fuera a salir elegido presidente del
Gobierno. Hay que suponer que cumplió su promesa, porque el pueblo soberano y
sabio le volvió a votar varias veces. Y, gracias a él, votó luego a sus sucesores.
Luego vino el Sr. Aznar quien, con su aspecto de sufrir problemas estomacales,
debía inspirar cierta ternura si no fuera por los efectos de su acidez, y aprovechó una
coyuntura internacional -mientras pudo- y se retiró cuando intuyó que la cosa económica
podía cambiar, después de practicar una hábil ampliación de sus contactos, utilísima
para su vida post-política.
Hizo que le sucedieran los “regeneradores” a quienes debía haber “regenerado”.
Otra prueba de que no hay similitudes. “El País que nunca existió” tiene final. España
no. Ya vimos que nadie quiere desmerecer de sus antecesores, y por eso procuran
incumplir concienzudamente. Es que, como le ocurría a la viejecita del chiste, cada
gobernante hace bueno al anterior. Será para que no hayan contradicciones.
Y si hablamos de Zapatero... De Zapatero es mejor no hablar.
En Europa no hay contradicciones, como las hay en “El País...”. Por eso, porque
ya somos Europa, tampoco las hay en España ¿están de acuerdo? Por ejemplo: En
casi todas las ciudades, los narcotraficantes están más que localizados. Tienen
nombres y apellidos, son conocidos y, en alguna ocasión, la policía ha tenido que
impedir que sean linchados por sus vecinos. Pues bien: en su momento, el Sr. Ministro
felipista y su Jefe, Felipe, decidieron que, para luchar “contra la droga” no había que
adaptar la legislación, sino puentear a la Justicia; detener a todo aquel que se olvidara
el DNI en su casa, parar de vez en cuando, aleatoria e inopinadamente, a todos los
coches que circulen por determinada calle, avenida o carretera y crear un atasco
formidable; y, sobre todo, lo más divertido: entrar en cualquier domicilio, sin más razón
ni orden que unas buenas y resistentes botas.
Con todo, lo mejor no es esto. Lo mejor vino con el “cambio”. Y es que por más
críticas que “los chicos de Fraga” lanzaron a aquella ley, luego se olvidaron,
inocentemente, de derogarla. Aunque a lo mejor no es amnesia, sino simple ejercicio
de coherencia: para que no hayan contradicciones.
¿Más ejemplos? (A ver si leen ustedes los periódicos ¿no?) Durante el mandato
de D. Felipe, muchas de las empresas más destacadas de España han pasado a
manos extranjeras, como ocurrió con Elosúa, Explosivos Rio Tinto, Carbonell, ENASA,
SANTANA, etc. etc. Y ello, muchas veces, a pesar de la oposición de sus directivos,
cuya lucha resultó infructuosa, frente a la maza del gobierno, que se decía socialista,
de Felipe González. La sangría continuó, con, por ejemplo, ENDESA, creada en base
a la fusión prácticamente obligada de varias compañías regionales, la mayor de ellas
Sevillana, que ya no es sevillana, ni andaluza. Lo peor es que con ella se perdió
“NUINSA”, empresa creada por aquella para facilitar la industrialización de Andalucía.
Y es que se quisieron pasar: industrializar Andalucía... ¡bráse visto!
Lo peor es que muchas de estas compradoras extranjeras resultaron ser un
“Bluff” que dejaron a las empresa compradas con el culo al aire. Pero quien obligó a
vender, al parecer, no tiene ninguna responsabilidad. Claro, a continuación, y como
quedaba poco que vender, al mando de Aznar-Rato, se vendieron las empresas
públicas rentables, así el Estado dejaba de ser empresario, obtenía una mejora
temporal, gracias a las cantidades percibidas y perdía, para siempre, los ingresos que
esas empresas rentables pudieran darle.
Y se concentraba el poder en menos manos. Todo no iban a ser 23-F rumasinos.
Otra cosa: a lo mejor, seguramente, faltaría más, mientras disfruta leyendo las
páginas que siguen (¿que quiere que diga?) siente que los tipos están algo
exageradillos, que los malos son muy malos y los buenos -bueno-, total que a lo mejor
piensa que los personajes hacen un poco el ridículo (y algunas veces no un poco) y que
juegan a la política o a la economía, pero no hacen política ni economizan... ¡Claaro!
Ya le venimos diciendo que este es un libro muy distinto a como es normalmente la vida
diaria nuestra de cada día. ¿Se da cuenta?
Está claro que, en la vida diaria no hay contradicciones, porque ahora no importa
vender algunas de aquellas a empresas controladas por gobiernos de países
extranjeros. Ponernos en manos de otros es la mejor forma de demostrar nuestro
“internacionalismo” sandunguero (y olé). ¿O no? Aquí, más papistas que el Papa, se
privatiza para cumplir con la “UE”, y van y venden ENDESA a una empresa propiedad
del Gobierno italiano. Cierran cajas, pero Alemania mantiene casi cuatrocientas. Y más
cosas que veredes. Si luego nos cortan el gas para chantajearnos tampoco será culpa
de quien vendió, sino “delacoyunturasocioeconómicaquehatraidounadesaceleración-
quenoveas...”, porque los políticos nunca tienen culpa de lo que pasa si lo que pasa es
una mala situación para el Estado. Por lo menos los que gobiernan en ese momento;
de los que estuvieron quince años antes, tal vez; de los que están en el momento de
la desgracia... -Oye pero ¿tú estás loco? ¿como van a tener culpa estos muchachos,
con lo monos que son? Tendrán culpa los de antes. O los que vengan después. Pero
¿nosotros...?
Por eso, tras nuestro ingreso en la Comunidad Económica Europea (actualizada
en UE), en un sistema “de libre comercio”, se ponen trabas a la venta de algunos
productos españoles y se imponen cupos a la producción de otros, como la leche o la
agricultura. Para dar salida a la producción lechera de centroeuropa y entrada a
importaciones agrícolas de terceros países. Pero, que quede claro ¿eh? esto no es
“economía planificada” sino libre...
Parece como si la UE tuviera programada Europa en dos zonas: una productora,
y la otra consumidora. Hay quien se pregunta entonces, ¿para qué entramos en la UE?
Pero, vamos a ver, pueblo inculto, ¿como vamos a discutir las sabias decisiones de
nuestros gobernantes? ¡Bráse visto! Ellos se matan por nosotros. Lo que hacen es
organizar las cosas. Si no, ¿a quien le van a vender las pobrecitas empresas alemanas,
catalanas, francesas, holandesas, vascas? Si hay que arrancar olivos, dejar de sembrar
papas, o algodón o naranjas o remolacha, matar vacas (“sacrificar” es más fino, ya lo
sé), o despedazar azucareras, ó desguazar barcos, no lo hacen por jodernos vivos. ¡Es
que hay que planificar!
No es nuestra intención retrasar el momento de su deleite en la lectura de estas
páginas que siguen (toma ya, modestia). Por eso vamos a dejar aquí la relación, porque
usted mismo tendrá buenos detalles, y porque lo que estamos comentando, y cuanto
pudiéramos comentar sobre la política española de los últimos treinta y cinco años, no
tiene nada que ver con el contenido de éste libro.
Por cierto: ¿usted, lector, se ha creído lo anterior? Allá usted.
Le voy a contar un chiste:
Un hombre pasa a la vida eterna. Para entrar, debe primero expiar algunos
“pecadillos” en el purgatorio. Allí es informado, por el funcionario de turno, qué tormento
le corresponde soportar, durante unos mesecillos.
- “Usted estará en esta piscina. Vendrá un demonio, con un cubo lleno de heces
y una escoba. Meterá la escoba en el cubo y se la restregará por la cara. Usted, como
es lógico, se sumergerá para evitarlo. Cuando ya no pueda resistir más bajo el agua,
sacará la cabeza para respirar. Y allí estará el demonio, con su escoba preparada, para
hacerle sufrir.”
El condenado queda pensativo, preocupado. Se arrepiente vivamente de las
faltas cometidas, pero comprende que ya no hay remedio. El funcionario, que adivina
sus pensamientos (o los ve, que para eso no es un político español) continúa:
-“Ahora bien, como usted es alemán, nacionalizado español, puede elegir
demonio alemán, o demonio español.”
-“No se qué diferencia hay”. -Contesta el condenado, afligido.
-“Se la voy a explicar.” -repone el funcionario, solícito- Mire: el demonio alemán
estará aquí todos los días, sin faltar ni uno, desde las ocho de la mañana hasta las ocho
de la noche. El español, cuando no se ponga enfermo se le habrá muerto la suegra, o
se le rompe la escoba, o se le ha perdido el cubo, o no encuentra mierda...
Que nadie se sienta ofendido. Al fin y al cabo no es más que un chiste y lo
cuento como me lo contaron. Puede que las cosas no sean tan radicales, pero, de todos
modos, da para pensar.

zzz

Ahora sí. En las líneas que siguen va a poder leer lo único serio contenido en
esta introducción.
En primer lugar, y ya que se ha hablado más atrás de la transición española,
parece obligado dejar en su sitio la figura de Adolfo Suárez. Al fin y al cabo, le tocó el
momento más duro y, a pesar de las críticas que todos tuvimos para su gobierno, tuvo
el mérito de ser el único que introdujo verdaderos cambios. Los suyos fueron los únicos
cambios importantes, y además lo hizo cuando más difícil resultaba acometerlos. No
queremos dejar sentada cátedra, ni este es el sitio para disertar sobre su persona. Pero
creemos que se le debe el reconocimiento.
Asimismo, debe quedar especialmente claro que, en ningún momento se hace
la mínima referencia en este libro a su Majestad el Rey don Juan Carlos I, ni su figura
ha servido de inspiración para ninguno de los personajes que protagonizan estos diez
cuentos. Lo mismo cabe decir respecto al actual Felipe VI.
Uno puede estar pirado, pero no es suicida.

Rafael Sanmartín
A quien me lea,
en la esperanza de que tenga
sentido del humor.
Y, si no,
a quien me ofrezca
un “buhero”
I

EL JEFE MALO
Una vez, hace mucho, muchísimo tiempo, hace miles de ciclos temporales, en
un país que nunca existió, subió al cielo el Gran Imperator de los Creyentes, que había
gobernado sabiamente durante toda su dilatada vida (la del Jefe, está claro) Su nieto,
que le sustituyó como Imperator del país, no era anciano (¿como iba a ser anciano, si
era el nieto?). El nuevo Imperator de los Creyentes era joven y comprendió que, para
modernizar el País debía repartir el poder; y entonces nombró un Jefe del Consejo de
ancianos, que tampoco era anciano, sino muy joven. Pero muy malo. Y se dio cuenta
de que, para realizar los cambios que se le exigían, no podría contentar ni a unos ni a
otros.
Por eso se conformó con ser denostado por todos. Porque era malo; era tan
malo que tampoco él pudo existir nunca. Porque los Jefes Supremos de los Supremos
Consejos de Ancianos son buenos. Hermosos y buenos. Pero el nuestro, no. Era
hermoso, eso sí, y mucho. Pero también era malo. Muy malo.
Su juventud fue, precisamente, lo más acusado de su subida al poder, aparte de
la forma tan sorpresiva como lo hizo, no esperada por nadie. O por casi nadie. Y el uso
que hacía de esa sorpresa. Y el cuidado con que se cuidaba. Para ser convincente,
hablaba con una voz engolada, gutural, bronca, completamente artificial.
Como era tan malo, los súbditos de aquel país estaban muy cansados de él; y
de ser súbditos, cosa, por otra pare, muy comprensible con un Jefe así. Y más, los que
ya se habían sentido cansados antes, en vida del Gran Abuelo. Y lo demostraban
diariamente, como mejor podían: protestaban, protestaban (eso sí, en silencio; porque
los muy miedicas no eran capaces de protestar en voz alta, frente a frente, como lo
hacen los hombres, porque le tenían miedo a la justicia del Jefe y, de una forma muy
especial, a los encargados de guardar el orden público, que había mucho (público): la
Guardia Grisácea que el anterior Jefe se había creado para mantener la paz en sus
reinos).
Pero los descontentos no descansaban, pese a todo. Se quejaban y pedían y
pedían sin cesar, aprovechaban cualquier cosa, cualquier nimiedad, ya fuera un viaje
del Jefe -quien los hacía por el bien de su bienamado país-, una pequeña debilidad de
la jefa, su esposa -ella, como mujer, tenía una especial sensibilidad por las joyas- o la
aparición de un noble o guerrero protestón e izquierdoso, para manifestar su
descontento.
Los descontentos, que no se conformaban con nada, daban más crédito a los
proscritos que desde los tiempos del abuelo se escondían en el bosque, para conspirar
contra el orden legalmente establecido por éste, que al propio Jefe. A veces, incluso,
escondían sus gallinas, o segaban sus campos antes de tiempo y escondían el grano
y otras tretas por el estilo, para no entregar los impuestos exigidos. Aunque, en eso de
eludir impuestos, quienes más habilidad demostraban -y, la verdad, no es posible
explicar por qué- era la nobleza. Por eso fueron decretados unos castigos
ejemplarísimos, para quienes evadieran impuestos hasta un máximo de 10.000 reales
al año. No obstante, esta cantidad se podía elevar caso de que el evasor fuera un noble
protestón, díscolo o progresista, o un trovador o artista.
Con todo aquello el nuevo Jefe se hallaba incómodo desde la subida al más alto
sillón. Pero no por la altura del asiento, sino por la tozudez de sus súbditos, empeñados
en negarse a entregarle cada uno la mitad de sus cosechas y ganados. Hasta los
villanos trabajaban con lentitud las tierras de sus señores amos, y hasta llegaban a fingir
enfermedades, incluso muertes totalmente innecesarias. Téngase en cuenta que el país
necesitaba mantener un fuerte ejército, y una muy bien preparada guardia, para guardar
el orden exigido por el Consejo de Ancianos y la nobleza. Además, para recibir ayuda
de esta, en soldada y dineros, era muy costoso mantenerla fiel, a costa de prebendas
-absolutamente necesarias y justificadas, no vayan a pensar- títulos, privilegios,
concesiones y otras menudencias.
Lo mismo ocurría con la Agrupación Sindical de chamanes, hechiceros y druídas,
quienes se encargaban de mantener a la gente sumisa y calladita, con la constante
amenaza del caluroso infierno y las calderas de Pedro Botero, para todos aquellos que,
en vez de poner la otra mejilla disciplinada y humildemente, enfrentaran al poder
constituido un orgullo y una soberbia tan alejados de la modestia requerida para
alcanzar el grado de digno guardador de las buenas formas morales.
Una día, en plena alocución pública, ante el populacho congregado a la puerta
del torreón principal, en la plaza mayor (que no era la mayor, pero bueno) un noble
sugirió una idea:
-“Movilicemos al ejército contra esos traidores a la patria, que quieren destruir
nuestro trabajo, el de nuestros padres y el de nuestros abuelos, y sumirnos en el más
tremendo caos y depravación. Y acabar con nuestro chollo y jodernos la marrana- Dijo
el buen hombre
El Jefe no se atrevía. No se atrevía porque, aunque era malo, era también muy
listo. Él no iba a ser menos que los masones, los judíos y los comunistas. Y temía las
consecuencias que aquello pudiera traer. Porque sabía que hasta el ejército había
llegado la ponzoña populachera; y hasta allí había algunos -no sabía cuantos, ni
quienes, ya le hubiera gustado- que no estaban de acuerdo con él, porque habían sido
manipulados y envenenados por el populacho; y que una parte de la nobleza no querría
verse mezclada, y quería ganar más pasta gansa cuando pudiera vender a otros reinos
las cosechas que ahora quedaban escondidas, y que los países que le estaban
ayudando podían retirarle su ayuda y enfadarse mucho, y ya no podría jugar con sus
jefes al parchís, porque no se hablarían, ni siquiera se mirarían a la cara... y además
¡leche! que no estaba muy seguro de cómo iba a responder el populacho.
El noble en cuestión, concluyó:
- Porque, si no, tendrá que hacerlo el propio ejército, para salvaguardar el honor
patrio.
- “Joder, como empuja este”- Pensó, y a continuación añadió: Chaval, no te
pases. -Y siguió pensando.
El caso era que la gente estaba cada vez más descontenta, y cada vez
protestaba más y más; a veces, incluso, casi al lado mismo de los guardias, quienes ya
no sabían qué hacer. Los pobres. Tan descontenta estaba, que un grupo de enanos
que vivían escondidos en el bosque, empezó a pedir la cabeza del Jefe, y su sustitución
-no de la cabeza, de todo el cuerpo- por un triunvirato democrático, con participación
popular, libremente elegido, con representación de todos los gremios y oficios, villas,
pueblos y demás zarandajas que piden los demócratas, cuando se ponen pesados y no
las tienen.
El jefe se dedicó a discurrir. Y encontró la solución. Acuciado por la necesidad

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de conservar el pellejo, y gracias a su indiscutido talento (a ver quien se atrevía a
discutirlo), halló la piedra filosofal que haría callar a aquellos indeseables, que
continuamente gritaban: “pan y libertad” “pan y libertad” (¡qué pesados!).
Llamó a su despacho al Excmo. Sr. Duque de las Altas Cumbres Nevadas, y le
dijo:
- He estado pensando...
- ¿Sí? ¿Y qué se siente -interrumpió el Duque, alborozado-.
El Jefe torció el gesto, en muestra de visible molestia, pero tragó saliva y
continuó:
- He estado pensando en las palabras del otro día, del Marqués de la Cruz
Ganada. ¿Lo recuerdas?
- Sí -el Duque se puso solemne-. Y estoy de acuerdo con él
- Vale, yo también. -continuó el Jefe- Por eso quería hablar contigo. Porque, es
que estas cosas, hay que hacerlas bien, con cuidado... hay que andar con muchos
ojos...
- Yo nada más que tengo dos... y además, veo poco. -Interrumpió de nuevo,
vivamente emocionado.
- Bueno, hazme el favor. -El Jefe continuaba resignado- Lo que quiero decir es
que hay que andar con mucho cuidado, para que nada se nos desmadre y nos pueda
superar. Para que esto salga bien, hace falta una chispa, algo que provoque la ira de
mis generales, y los mantenga unidos a mí ¿no creerás que quiero ser sustituido?
Tendría que producirse un secuestro. Y el secuestrado debería ser amigo mío, para que
la cosa tenga más realismo -el Jefe movía las manos expresivamente-, para que sea
más trágico. ¿Comprendes? Por eso te he llamado.
El Excmo. Sr. Duque de las Altas Cumbres Nevadas, se levantó asustado y
malhumorado:
- ¿Cómo? ¿Pretendes que me meta en el bosque... para que me secuestren
esos...? Vamos, tú estás... estás... -Se retiró ligeramente, con dos sonoros pasos hacia
atrás. Se acercó el dedo tieso a la sien, dónde lo apoyó verticalmente y le dio varias
vueltas.
- No, no -repuso el Jefe, intentando quitarle el nerviosismo con una sonrisa
forzada- Siéntate. No es eso. -El Duque se sentó, un poco más tranquilo- Tú no tienes
más que quedarte en tu castillo el tiempo que consideremos necesario, sin salir, para
que nadie te eche el ojo. Ya nos encargaremos los demás de publicar bandos con
supuestas cartas tuyas, debidamente adornados de lágrimas de tu mujer y ruegos
desesperados de ella y de tus hijos. Ya verás como matamos dos pájaros con una sola
flecha.
El Duque volvió a interrumpirlo, agitado:
- ¿Tú crees que se creerán eso de las lágrimas de mi mujer?
- Claro, hombre ellos no conocen tu vida íntima. -El Jefe le tranquilizó, y continuó
luego- Ya verás como matamos dos pájaros de un flechazo -repitió-. Escucha mi plan:
imagínate que un GRUPO -un grupo cualquiera, ya pensaremos el nombre. Los enanos
no, porque saltarían en seguida y nadie se lo iba a creer. Cualquier grupo, ya le
pondremos nombre, va y reivindica tu secuestro (y tú, en tu casa, poniéndote ciego de
comer) y pide la libertad de 87 presos, más diez pavos, dos gallinas para comer, y un
carro para salir del reino. Y una declaración mía, en la que debo reconocer que esto
está muy mal, y de que voy a ser bueno de ahora en adelante. Ya tenemos justificación
para que se enfade el ejército, y amenace con intervenir. Además, al “buscarte”,
“encontrarán” a muchos de esos bichos colorados repelentes, que se esconden en el
bosque, atacan a nuestros carros y se comen nuestros melones. Y, lo que es más

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importante: la sola mención de una rebelión de los Guerreros del Reino, hará que esos
comunitarios de mierda se lo piensen dos veces. Algunos van a temblar, ya verás. Y,
entonces, tendrán que aceptar mi plan de democracia teledirigida por entregas. ¿Qué,
dispuesto?
Mientras hablaba el Jefe, el semblante del Duque se transformaba de gozo. “-
Que gran Jefe” -pensaba- “Qué maravilla. Y es verdad que piensa. ¡Cómo cavila!
¡¡Genial!! Si no fuera porque este es un reino muy decente, le daría un beso.
Al final, gritó entusiasmado:
- ¡Bravo! ¡Magnífico! ¡Genial ¿Cuando tengo que esconderme?
- En cuanto acudan los enanos a la reunión que voy a convocar; ya te avisaré.
Ve haciendo acopio de whisky, ron, cognag, ginebra, etc. ¡Y algunas uvas! Vodka no
vayas a llevar ¿eh?
- Descuida. Me voy ahora mismo a preparar las cosas. Voy a empezar a
celebrarlo.
- Ten cuidado -añadió el Jefe con sorna- que la última vez te cargaste quince
copas de plata y se marearon los carneros con el tufillo...

El Jefe publicó un bando al día siguiente que, como norma impuesta desde aquel
momento, fue pegado en las esquinas, árboles, narices de bebedores, estómagos de
hambrientos y espaldas de labriegos respondones, y leído, día y noche, en las tabernas,
torres, torreones y puertas de todos los castillos y casas nobles y solariegas. El bando
en cuestión, decía:

“Nos, por la gracia que los dioses me han dado, y para que vean que soy muy
gracioso y salado, puedo disponer, y dispongo, los medios para que acabe de
una vez este injusto enfrentamiento entre hermanos; y podamos vivir en paz y
concordia, y llevarnos muy bien y aquí no ha pasado nada, y que no hayan
represalias de un lado ni del otro, porque ya no va a haber más vencedores ni
vencidos. Y los súbditos de éste reino podrán reunirse entre sí, y charlar y tomar
café, sin pelearse, que eso está muy feo. Y hasta podrán decidir si les gusta más
el pan frito o las rebanadas, y podrán vivir en sus casas, y procrear hijos
robustos, que continuarán esta ingente labor que ahora comenzamos, y hasta
podrán dirigirse a la más alta instancia -es decir, a mí- previo pago de una póliza
redonda con ribetes, que es como le gusta a mi señora, y tendrán derecho a que
los guardias sólo les peguen seis cachetes diarios, y ni uno más, y más cosas
que veredes. Porque, para que todo esto sea posible, propongo y dispongo, por
mi gracia, por gracioso y porque quiero, un plan de transformación, para
convertir este sacrosanto suelo que hoy pisamos, y sin que deje de serlo, en una
auténtica y real democracia teledirigida por entregas, el último grito
democrático, que he ideado yo solito y ya verán que bien nos va.”
“Por lo tanto, convoco a todos los grupos, grupúsculos y gentes que no hayan
estado de acuerdo conmigo -a que se jodan (tachado en el original)- a que
vengan a verme, que charlaremos y tomaremos una copita.”
“Todos, catecúmenos, comunitarios, enanos, todos, pueden venir a discutir y
aprobar mi plan. Palabrita del Niño Jesús que no les va a pasar nada. Que mis
guardias son más civilizados que la mar (que para eso tengo de Mandamás a mi
amigo, el Señor de Milvillas, que sabe tela de eso).”
“Así que ya lo saben: salgan de sus escondrijos, madrigueras y seudónimos,
dejen de dar hostias por la espalda, que pican casi tanto como las porras de mis

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guardias, y vengan aquí, que les espero con los brazos abiertos. Hijos míos.”

Algunos nobles no vieron con buenos ojos estos propósitos aperturistas,


añorantes como eran de los métodos de antaño. Eran los partidarios del “garrotazo y
tentetieso”. Y llegaron a calificarlos de “traición a la patria” y otras lindezas semejantes.
Incluso amenazaron con desobedecer y azuzar a los guerreros del reino para que
impidieran lo que ellos consideraban “una traición a las buenas costumbres implantadas
por la bondad del abuelo”.
Entre otros, destacó la figura de Manolo Tirantes, quien hizo mutis por el foro,
tras acusar el Jefe de comunitario, enano, izquierdoso y peligrosamente moderno, y a
sus normas de extranjerizantes y colaboracionistas. Le llamó endeble por su actitud -en
su opinión- poco firme. En realidad, lo que hacía Manolo Tirantes, personaje poco
querido por la plebe, era ratificar ante esta los supuestos conciliadores y democráticos
del nuevo Jefe. Con su oposición -aparente- conseguía que los otros opositores, los de
verdad, creyeran en las normas anunciadas por el Jefe; su sola crítica digamos que
legitimaba los supuestos conciliadores y aperturistas del nuevo mandamás. Y éste,
seguro de sí mismo y del respaldo con que contaba, no hizo caso a los exaltados que
le criticaban su aperturismo.
Blasón Forzudo, el jefe de la nueva fuerza amayorgloriadelabuelo, llegó a
amenazarle con el fuego del averno. Forzudo, que había llorado mucho la pérdida del
abuelo y lamentaba su desaparición más que ninguno otro, estaba convencido de que,
sin un gobierno fuerte, que mantuviera a la gente sumisa, aunque fuera a base de tortas
(pero no de Castilleja de la Cuesta), el país no podría resistir el embite de los
comunitarios y de los países de alrededor, todos descreídos, con lo que sucumbirían
irremisiblemente y se perderían su santidad y su firmeza.
De todos modos, la respuesta no se demoró demasiado. Al principio un poco
tímidos
“- ¿Se puede...? Venía por lo del anuncio.”
“-No, que pasaba por aquí y me dije: vamos a echar una copichuela... ¿Vengo
bien?”
Luego ya, más decididos:
“- Aquí estoy yo. Vamos a ver qué es eso”.
La oposición abandonaba el bosque y empezaba a llegar al palacio principal, no
sin cierta desconfianza. En realidad, todos temían un poco.
“-¿Y si sólo fuera una trampa? Aquí nos tienen a todos”.
El recibimiento, siempre amable, contribuyó a disipar temores:
- ¡Pepe, “el Maltrecho”! -Y tres golpes en el suelo.
- ¡Isidoro, el Bello! -Y otros tres.
- ¡Santiaguito Mejilla! -Y así, sucesivamente
El Jefe no podía ser mejor anfitrión:
- ¿Qué tal? ¿Muy dura la caminata? Precisamente, tenemos en proyecto reparar
todos los caminos reales, locales y comarcales, en un radio de doscientas yardas en
torno a mi Palacio. Es que ahora, ya se sabe... la enfermedad del niño... mi Señora se
encuentra un poco pachucha... Pero, acomódense, por favor. ¿Qué prefieren tomar?
¿Café...? ¿Té...? ¿Copa...? Tenemos hidromiel, zarzaparrilla, néctar de ambrosía, leche
de cabra... uvas machacadas con extracto de guindilla... ¿Les ha gustado el palacio?
Sí, lo estamos amueblando lo mejor que podemos; no nos sobra el dinero, ya se sabe,
pero procuramos hacerlo con gusto. Los tapices de esta sala, son un regalo de mi tío
de Aquitania. El oro es un recuerdo de nuestro último viaje a la India misteriosa ¿Te
acuerdas, vida?

5
La dama sonrió feliz
- Bien, caballeros -El Jefe se puso grave; carraspeó ligeramente- Vean ustedes
el proyecto de la Ley que les presento, y que debemos aprobar capítulo por capítulo.
Sírvanse, sírvanse. Siéntanse en su casa.
En aquel momento, un emisario irrumpió en la estancia, sin pedir permiso,
acalorado, desabrochado y sucio. El Jefe, visiblemente contrariado, se dirigió a él en
tono imperativo
- ¡Como te atreves! ¿no ves que estoy reunido con estos señores? -gritó al
incorporarse y avanzar brevemente hacia el recién llegado. El emisario se arrodilló ante
él- Te haré azotar. -Entonces miró a los invitados, procuró cambiar el tono y dulcificar
el semblante. Sonrió levemente- ¡Este servicio...! ¿Qué quieres? ¿Por qué has entrado
así, sin el debido respeto a estos señores?
El criado, cansado por la carrera, hablaba con dificultad
- Señor... ¡Soy un correo!
- ¡Ah! Entonces tienes bula -replicó, comprensivo, el Jefe. Y continuó- Bien,
traerás buenas nuevas ¿es cierto?
- Señor... No, Señor... ya me gustaría... pero... -el emisario bajó la cabeza- El...
El Duque... El Excmo... señor Duque de las Cumbres... de las Altas Cumbres...
Nevadas..., ha...
- No. -Interrumpió el Jefe, alterado, sin poderse contener- Mi amigo Lucas
“Lucas, el de la peluca”. ¿Qué le ha pasado? ¿Un accidente de cuádrigas? ¿Le ha
caído encima un menhir? ¿Le ha mordido una bicha? ¿O una araña? -Agarró al criado,
nervioso perdido (bueno, en realidad más nervioso que perdido). Continuó, en tono
autoritario- ¡Vamos, habla, maldito! ¡Levántate!
- No, Señor... -el emisario se levantó trabajosamente- Peor aún. Lo han... -Se
notaba el trabajo que le costaba decir la palabra. Al fin, hizo un esfuerzo- lo han
secuestrado.
Se dejó caer en un asiento, abatido. Más abatido aún, el Jefe ni siquiera le riñó
por sentarse sin su permiso y delante de sus invitados. Unas palabras solamente pudo
articular su garganta:
- ¿Qué? ¿Cómo? -El Jefe parecía anonadado, como si el menhir en la cabeza
le hubiera caído a él.
- Sí, Señor. -Repuso el emisario, ya calmado. Volvió a incorporarse para dirigirse
al Jefe- Un comando de... no sé, Señor, un grupo... -Se limpió la frente con el dorso de
la mano- Mientras acariciaba un gato: ¡zas! Lo trincaron.
- ¡Ah, no, no puede ser, son malos! -Mientras hablaba, el Jefe daba vueltas,
desconsolado, casi lloroso. Los invitados se miraron unos a otros, cariacontecidos,
preocupados. Alguno sintió deseos de salir corriendo, pero comprendía que era peor-
No están contentos con nada. Dioses, dioses... ¿por qué me pasan a mí estas cosas?
(Su dichosa pasión por los gatos)... Hago cuanto puedo. Precisamente ahora, que,
vosotros dioses, sois testigos, he demostrado mi buena voluntad... -Se dirigió, más
calmado, a los presentes- Vean, señores, ¿qué hacer? No, no crean, que yo no voy a
dar marcha atrás. Y ¡menos mal que el ejército me juró fidelidad ayer mismo, que si
no... ¡no quiero ni pensarlo! Ayer les dije: “Si vais a hacerme algo, hacédmelo ahora”.
Yo, muy en mi sitio. ¡Y me dieron un ole!” Pero ¿y si se cabrean? que todo hay que
pensarlo ¿no creen ustedes?... No quiero, no quiero ni imaginármelo. No puedo
imaginarme lo que pasaría si se cabrearan.
De entre los invitados se levantó un murmullo, desaprobando la acción y
condenando a aquel grupo desalmado, que había salido, precisamente ahora, para
joder la marrana.

6
- No hay derecho
- Vaya leches
- Si yo los cogiera...
- Eso está muy feo”.
Eran algunos de los comentarios. Pepe “el Maltrecho”, empezó a contar a los
presentes, con los dedos. Comentó:
- Pero si aquí estamos todos ¿de dónde coño ha salido ese grupo?
Santiago Mejilla, que no perdía puntada, sentenció:
- Es preciso hacer un bando, condenando este hecho salvaje y anti patriótico, y
publicarlo adecuadamente, para que llegue a todos los lugares y rincones de nuestro
sacrosanto e inimitable reino.
Se pusieron manos a la obra y, al cabo de unas cuantas horas de arduo trabajo,
lo tenían redactado. Con algunas tachaduras y rectificaciones se lo dieron al escriba
oficial del Palacio para que lo repasara, le hiciera reproducciones y fuera colocado,
como ya era habitual, en esquinas, torres, torreones, puertas, narices, barrigas y
espaldas.
- Bien, caballeros -el Jefe tomó la palabra, con una de las copias del bando ya
terminado- gracias a todos por su ayuda. Efectivamente, se han portado todos ustedes
como auténticos y dignos caballeros, merecedores de vivir y convivir en este lugar, bajo
mi gobierno. (¡Ay, dioses, los guerreros... no me llega la ropa al cuerpo!). Bien, si lo
desean, pueden retirarse a sus aposentos, a leer y meditar la Ley. Mañana
empezaremos a aprobarla, capítulo tras capítulo.
El Jefe se retiró con un gesto de cortesía, mientras pronunciaba las últimas
palabras.
Antes de comenzar la sesión, a la mañana siguiente, recibió una bandeja con una
nota. Sonrió satisfecho y comentó:
- ¡Ajajá! No se van a salir con la suya, esos desalmados. Gracias a la habilidad
de mis eficientes guardias, ya han localizado a seiscientos cincuenta y cinco
sospechosos. Y el gato, que nos llevará a la guarida de los malhechores. Por la
seguridad de todos, por la paz y la prosperidad del reino, alegrémonos todos.
Todos sonrieron contentos, en un alegre batir de copas y jocosidad. Ernesto
Dolorsolo, metió la cabeza y miró la lista de los 655 detenidos. Al ver los nombres,
protestó, airadamente:
- Anda... ¡este es de mi banda! Y este... y este... y este...y este... y este... Pero...
¿esto que es? Estos no han sido, ¡esto es un cachondeo!
Los demás se arremolinaron en torno al Jefe, quien aún sostenía la lista con los
nombres de los detenidos y empezaron a señalar cada uno con el dedo a gente sus
respectivas bandas. Todos protestaban, intuyendo un error, en el que estarían pagando
justos por pecadores. El Jefe, molesto y casi asfixiado, se incorporó y exclamó de forma
autoritaria:
- ¡Vais a matarme! ¿Tendré que llamar a los guardias? -Todos se apartaron,
obedientes- Está bien, está bien. Aquí no somos sádicos. Si no han sido ellos, los
soltarán. Sólo se quedarán los auténticos culpables. Pero es preciso descubrirlos ¿no?
Tenemos que dejar a los responsables del orden ¿no? Lo que debéis hacer es
colaborar por el bien del reino. Colaborar, no protestar, ni asfixiarme. Tranquilos, estos
son otros tiempos. Los que no hayan sido, saldrán.
- ¿Con cuantas hostias? -Inquirió, tímidamente, Amalio Apagalaluz.
- Eso depende... -El Jefe hizo una mueca, contrariado- quiero decir, ya no se
pega -Y continuó, decidido- Bien, bien. Volvamos a lo nuestro ¿la aprueban ya, o
prefieren darle una lectura en voz alta?

7
- Hombre, yo... -El Doctor Blando fue el primer en hablar- considero que esto
precisa una mayor maduración dialéctico-homogénea, pues, teniendo en cuenta las
relaciones y concomitancias del anterior sistema y sus posibles imbricaciones socio
ideológicas -a medida que hablaba, el viejo profesor se ponía más grave- y para evitar
que se repitan viejos fallos, así como para encontrar la relación ideal, pura, con el futuro
próspero y orgulloso que todos esperamos, futuro que sólo podemos desear por el bien
de una descendencia rica y destraumatizada, fiel a su pasado y consecuente con su
futuro, y ante la infrautilización de nuestros recursos, pues teniendo en cuenta nuestras
posibilidades, cara a ese futuro, en un somero análisis, concreto, exacto, de las cosas,
las causas y sus resultados, no podemos menos de entender que el tiempo, y nuestra
propia responsabilidad de políticos conscientes, de hombres para el cambio, nos
exige...
Isidoro el Bello, cortó la perorata sin compasión:
- Aquí lo que hace falta son unas hojitas de “hiérbaceus consensus”.
- Eso es lo que yo quería decir, joder -replicó el Doctor Blando- es que no me has
dejado terminar.
- Yo digo -intervino “el Chiqui”- que si cinco y cinco son diez y de cada diez sacos
de trigo, el agricultor ha de entregar cinco, sólo le quedan cinco. Y, si de cada dos
sacos que recolecte el villano, puede comerse dos granos, no va a poder recolectar
muchos sacos. Así que, por el bien de una economía libre, bullanguera y dicharachera,
yo creo que el villano debe poder comerse, al menos, tres granos, y cuatro en caso de
enfermedad. Y el campesino debe entregar sólo cuatro sacos y medio. Menos los de
mi pueblo, a los que correspondería entregar sólo cuatro sacos y podrían comerse cinco
granos. Que para eso somos más altos, más rubios y más guapos.
- Yo creo que su Excelencia lo está haciendo muy bien; muy bien. -decía,
convencido, Santiago Mejilla- Al menos aquí estamos todos, sentados con él, y quien
me invita a su casa no es mi enemigo; y eso merece un voto de confianza. Un voto de
confianza y de respeto y de cariño y de admiración a su salada persona. Y lo mejor que
podemos hacer, es reconcentrarnos todos en el ideal común de gobernar este hermoso
y sacrosanto reino, todos armoniosamente unidos, en amor y compaña. ¡Digo yo!
- Tú lo que estás buscando es que te canonice Gregorio XVIII -protestó, airado,
Isidoro el Bello.
- Pues vaya tú, -Mejilla, sin inmutarse, miró a Isidoro un momento- que lo único
que te hace falta es convocar el V Concilio de Sevilla.
Moisés, el Ermitaño, era un hombre muy bueeeeno, muy bueeeeeno, cosa
extraña en un país como éste, que ni siquiera ha existido nunca. Era hechicero, pero
bueno. Y, como no estaba de acuerdo con que los guardias le endiñaran a la gente,
para protestar había estado sentado muchos días y muchas noches en la puerta del
Palacio Principal, pese a que no tenía sombrero enorme. Decía: -“mientras no dejen de
pegar a la gente, yo no me siento. Nanay de la China”.
Cuando por fin pudieron entrar, que ya tenía marcada la piedra del poyete, por
lo que debían dolerle las asentaderas, decidió quedarse todo el tiempo de pie, en
compensación -pues allí todos estaban sentados- para mantener así su protesta. Al
llegar este momento, se puso muy serio y dijo, llevándose las dos manos unidas por las
palmas, delante del pecho:
- Esto es un cachondeo. No hay derecho. Lo primero que hay que hacer es que
salgan todos los que están en el bosque, sin represalias de ningún tipo. Si no, yo no me
siento. Si el Jefe es el Jefe, bueno, pues que lo sea. Pero que lo disimule un poco,
vamos. Yo creo que todos los habitantes de este reino deben considerarse iguales,
siempre que se reconozca la superioridad de los de mi pueblo y el del Chiqui. Así sea.

8
Manolo Tirantes, callado todo el tiempo, se había limitado a dejar ver su rostro
contrariado y serio; su expresión adusta. Era su forma de dejar claro su desacuerdo con
los cambios anunciados por el Jefe. Sólo había hablado alguna vez, en los descansos,
para comentar que aquello era una faena a la patria y al pasado. Pero, al llegarse a este
punto, no se pudo contener. Se levantó de su asiento y, con los colores del rostro muy
subidos, casi gritó:
- Sois todos unos rojos, unos malos y no queréis que el reino marche. -Dicho
esto se sentó, de nuevo, muy enfadado.
- Ah, sí... conque sí ¿eh? -el Jefe se levantó y dio un puñeterazo en la mesa-
conque esas tenemos ¿no? Con mi amigo secuestrado; con mis generales enfadados;
(que están, muy, pero que muy molestos) con Manolo ahí enfrente, y a pesar de mi
buena voluntad, de mi hospitalidad y de mi vino, todavía os ponéis chulillos ¿no? Os
vais a enterar. Vais a ir al infierno, todos. -Y salió, dando un portazo.
- Claro, es que no puede ser. -Sentención Manolo Tirantes.
- Tu puta madre. -Dijo, sin pestañear, Pepe “el Maltrecho”.
- Lo que no puede ser, es lo que no puede ser -decía Isidoro “el Bello”- Hay que
conseguir rebajar la dosis, de seis hostias diarias por persona, a dos por guardia.
Hombre... a mí no me han dado nunca, pero ¿y si me cogen? ¿Qué?
- ¡Tú estás loco! -Bramaba Manolo Tirantes, echando espumas por la boca, con
los ojos saltados y las venas de la garganta a punto de reventárseles- ¿Qué
quieres?¡eh! ¿matar de inanición a mis guardias? ¿Eh? -Luego del desahogo, más
calmado, repuso- Bueno, el Jefe me ha dicho que os podéis ir a la cama. Mañana
seguiremos.
- ¿Cómo? Que te ha dicho ¿qué? No hemos visto que te hablara...
- Pues sí. ¡Sí, me lo ha dicho! ¿qué pasa? -Las venas se le salían de la cara. Se
quitó la casaca y la parte superior de la armadura, como si fuera a hacer un “strep
tease”, pero no lo hizo, porque este reino era muy decente y él, uno de los más fieles
guardadores de sus sagradas normas morales, pero se remangó el camisón con
violencia- ¡Sí, me lo ha dicho? ¿O es que no me lo puede decir? ¿O es que me tenéis
envidia? O... ¿qué es lo que va a pasar aquí? ¡Todo el mundo a la cama, venga, que
hay que descansar, para que mañana podamos madrugar!
- Corta, chaval. -Respondió Ildefonso Batallas. Y se fue a la cama, abriendo
camino a los demás.

Manolo comentaba con el Jefe, en sus aposentos, una vez que todos los
invitados se habían retirado a los suyos, y se habían apagado todas las velas y
hachones de los pasillos:
- ¿No crees que nos hemos echado unos socios listos, para esto de las
reformas?
- ¡Ay! -se quejaba amargamente el Jefe- Sí, Manolito, demasiado listos. Dáme
una solución, tú, que eres mi brazo derecho.
- Podemos buscarnos una Bella Excusa.
- ¿Cómo cual? -La curiosidad había devuelto interés a su voz.
- Por ejemplo... ¡otro secuestro!
- ¿Otro...? -El Jefe dudaba- ¿antes de que aparezca el Duque? -De pronto, sintió
que el cielo iluminaba su inteligencia- ¡Claro! ¡Es verdad! Los generales no lo resistirían
(vamos, eso temerá esta gente). Y, para hacerlo redondo, esta vez será un general.
Decidido. Vamos a por “Operación Bella Escusa”. -Se irguió, orgullosamente. Se frotó
ligeramente las manos y las acercó a la estufa que languidecía- Y tú, sigue haciéndote

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el duro ¿eh? Sigue antipático. Si no ¿cómo me van a creer a mí?
- No te preocupes. Eso es fácil para mí -Contestó Tirantes, pleno de satisfacción.

Al día siguiente, el aspecto alegre, desenfadado, los comentarios jocosos de los


invitados, se tornaron en preocupación, y un silencio frío inundó la estancia, cuando
vieron entrar el Jefe, aún sin afeitar, y con el rostro cansado, como de no haber
dormido, o de haber estado toda la noche trabajando. Su aspecto general era de una
honda preocupación. Comenzó carraspeando, para expresarse en tono grave:
- Bien, señores... esto no puede continuar. No sé cómo va a reaccionar el
ejército, pero, desde luego, cuenten con mi entereza. -Los reunidos se miraron unos a
otros, atónitos, deseosos de saber a dónde podía conducir aquella presentación. El Jefe
continuó- ¡El mismo grupo (al parecer) ha secuestrado, nada menos, que al general
Bella... digo, al General del Ala Derecha de mi ejército! ¡Esto es demasiado...! No sé a
dónde vamos a llegar. Ya la gente empieza a decir: “esto con el abuelo no pasaba...”
Ustedes deben conocerles. Y, naturalmente, deben ayudarnos.
Se tomó un breve descanso, en el que nadie se movió, para continuar de nuevo:
- Afortunadamente, los demás generales han vuelto a ofrecerme su lealtad. Y me
han dicho que la mejor respuesta a estos desaprensivos, la mejor forma de acabar con
sus deslealtades, es la conversión automática e inmediata de este régimen que ahora
tenemos, para que se asemeje más a nuestros vecinos. O sea: que prestan todo su
apoyo a la aprobación inmediata, sin titubeos, de esta Democracia Teledirigda por
Entregas, de mi invención. Para que se chinchen los muy malvados.
El Jefe había ido levantando la voz. Tanto, que casi no oyó a Ramón Jabato,
cuando dijo:
- Tú estás loco.
Manolo Tirantes, que se hallaba más cerca del Jabato, le atravesó con los ojos
y con la voz:
- ¡¿Cómo ha dicho?!
- No, que digo yo, que hasta es poco -Contestó el Jabato, resignado, mientras
tragaba saliva.
- Bien, caballeros -El Jefe estaba otra vez sereno- empiecen, pues, a firmar.
- ¡Que hable el Moreno Emigrado! -Gritó una voz.
- Eso, eso, que hable, que es muy poeta. -Decían los demás, a coro, al tiempo
que batían palmas sordas.
- ¡El Atlante!- Corrigió, molesto, el interpelado.
Los que habían pedido que hablara quedaron de pronto cariacontecidos,
preocupados por la excesiva sensibilidad demostrada y, por el contratiempo que ello
pudiera acarrear. Ildefonso Batallas, contento, le insistió de forma amigable:
- Venga, no seas tonto. No han pretendido insultarte. No te hagas rogar.
Los demás, entonces, volvieron a animarse. Las voces le jaleaban de nuevo:
- ¡Vamos, háblanos!
- Que hable, que hable, que es un muy poeta.
- ¡Y que baile algo!
Recuperado, al comprobar que nadie había tenido intención de menospreciarle,
se puso en pie, ceremonioso.
- Caballeros... Señoras y señores...: Queridos amigos todos... -visiblemente
emocionado, carraspeaba sin cesar y miraba a todos los presentes, por turnos- bailar
no; bailar no puedo. Además, no creo que sea este el momento; ni el sitio; ni la ocasión.
Ustedes disculpen, pero la emoción me embarga. (Sólo la emoción, que conste) La

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emoción de verme aquí, en este lugar, representando aquello de dónde salí -murmullos
de aprobación, miradas cómplices se sucedían, entremezcladas con gestos
emocionados y amagos de aplausos, en un deseo reprimido de rendir homenaje a tan
sabias y bien medidas palabras-.Porque soy de aquí, y soy de allí. Pero vengo de allá.
Sin embargo, y por eso mismo, como representante de un grupo tribal abandonado,
dejado, maltratado, olvidado -mientras hablaba, hacía sonar los dedos, marcando el
compás a sus palabras. Todos los asistentes batían palmas siguiendo el son- jodido y
estropeado, sólo puedo decir que soy de dónde estoy y quiero lo que soy. Y amo dónde
voy. Y que mal negocio han hecho dónde ahora no estoy, porque ya no me voy
(aplausos) ¡ea! Y que

El futuro es consecuencia del pasado


y el pasado del presente.
Si no acicalamos este,
no van a venir los hados
a arreglarlo malamente.
¿No comprendéis, so dementes?

Y que ustedes se mantengan sanos, robustos y soleados (cómo me enseñó mi


papá). Nada más.
Un “ooooóole” largo, invadió la estancia, sustituyendo al ritmo llevado hasta aquel
momento por las palabras del conferenciante. Un “OOOLE” salido de las gargantas
embargadas por la emoción (sólo por la emoción, que conste). Al día siguiente, de
narices, espaldas, árboles, torres, etc., como se había hecho preceptivo, pendían
bandos comentando la resalada intervención del Moreno Emigrado (disculpen: del
atlante).
Con el ánimo todavía alegre y erguido, tras tan feliz perorata, el Jefe recibió otra
nota, en otra bandeja de oro:
-Señores -todos los presentes miraron al Jefe, en atento silencio- una buena y
una mala noticia. La buena: han encontrado, al fin, en una genial y dificultosa barrida,
gracias a la eficaz intervención del nuevo general en jefe de mi guardia personal, traída
con esa promoción, directamente desde subnorlandia, al Excmo. Sr. Duque de las Altas
Cumbres Nevadas, sano y salvo, lo cual ha permitido, también, localizar y apresar a
otros mil quinientos miembros más de ese GRUPO desalmado que le mantuvo
secuestrado, durante las catorce últimas horas; junto a dos gallinas, que se iban a
meter entre pecho y espalda los muy lujuriosos. Dos gallinas, naturalmente robadas a
los honrados y sacrificados granjeros, que, por ello, empiezan a estar cansados de este
grupo sin corazón. Esperamos (y debemos esperarlo todos) que igualmente encuentren,
pronto, a mi General. -Suspiró y continuó, compungido- Y ahora la mala: ¡Ay, dioses,
no acabaremos nunca! Han matado a mi cocinero. ¡Con lo bien que hacía las chuletas!
¿verdad Manolito?
Manolo Tirantes asentía, apesadumbrado, mientras pensaba -“Vaya tela. ¡Y eso
que le dije que aquellas setas tenían mala cara...!
- Pero ¿quien coño es ese grupo? -Preguntó, con cierto aire de despiste Pepe
“el Maltrecho”.
- ¡Te voy a dar una hostia...! -Intervino Ildefonso Batallas-. Anda, cállate ya y
vamos a firmar. Si no esta gente nos va a dar la del tigre.
Inmediatamente, firmaron todos y el Jefe les agasajó con un magnífico “lunch”,
en el salón de recepciones importantes. Mientras marchaban, a cierta distancia de los
invitados, comentaba con Manolo Tirantes:

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- Vaya. Ha salido bien la operación ¿eh?
- Y que lo digas -Manolo Tirantes se mostraba ahora alegre y sonriente- Esto se
puede repetir cada vez que haga falta.
- Hombre -repuso el Jefe, levantando un poco los hombros- tampoco es bueno
abusar... pero, vaya...
- Lo que hacemos es cambiar de táctica -replicó Tirantes, volviendo a su tono
acelerado- No quiero decir que lo hagamos todos los días, pero, vamos...
- Exactamente. Justo. -completó el Jefe, seguro de sí mismo- Eso es lo que
quería decir. El próximo será un “dandy” con patillas.
La fiesta constituyó un derroche de cordialidad y simpatía, dónde todos se
prometieron la mayor de las felicidades.
De esta forma, el Jefe Malo, del País que Nunca Existió, dio jaque a todos y se
quedó con todo el personal. Y, colorín colorado... (perdón). Y, azulín, azulado... este
cuento no ha acabado. (Y lo que te rondaré).

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II

LOS SALVADORES

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- ¡Ya están todos callados!
- Pero ¿qué le pasa a este?
La irrupción violenta del recién llegado, pilló a todos por sorpresa. El Jefe lo miró,
con aire de superioridad. Serio, muy serio, el guerrero le hizo ademán de que se
sentara. Acalorado, desabrochado, con una lanza en la mano, se mostraba amenazante
frente al máximo mandatario. Los demás cruzaron miradas, cariacontecidos; pensaban:
“-¿Qué va a pasar ahora?” “-Míralo, tuvo que ocurrir. Si no puede ser”.- Algunos
estaban verdaderamente afligidos.
El Jefe intentó levantarse, oponerse a quien había perturbado la trascendente
reunión, pero el guerrero, de forma irrespetuosa, le empujó violentamente, y le devolvió
a su asiento.
- He dicho que se calle. Ya está bien, ¡coño!
Se veía que el malhumorado recién llegado, estaba molesto por algo. Se dirigió
al Jefe, en tono elevado y amenazador.
- Tú te callas el primero, so joío leche. ¡Ea, se acabó! Ya no vas a mandar más
aquí, más nunca. Desde ahora mando yo. Y ya estáis todos sentaditos y quietecitos.
Pero el Jefe, a quien el insolente recién llegado se había dirigido, le replicó con
sorna:
- Bueno, vas dado... ¡Qué poco informado estás! Yo nada más que he venido
para decir que ya tengo bastan... (estooo...) para decir que ya no quiero ser más Jefe.
Ahora el Jefe va a ser ese... ¡Para que te jorobes!
El señalado, a su vez, sonrió con su característico rictus. Alguno de los
presentes sintió vibraciones en sus extremidades inferiores, que les impedían
sostenerse en pie. Ildefonso Batallas, sin perder su extraña y enigmática sonrisa, se
hundió en su asiento, para mantenerse semioculto tras el respaldo del que tenía
delante. El guerrero bramó con violencia, blandiendo una espada en su mano derecha,
al tiempo que pasaba la lanza a la siniestra.
- Me da igual. Desde ahora mando yo, y nadie más. Así que aquí se acabó el
carbón.
El León Pelado, conocido así por su fiereza y su escasa cabellera, pero llamado
Leo, por los amigos, replicó entonces, visiblemente contrariado. Aquello ya, era más de
lo que estaba dispuesto a soportar:
- ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! El carbón se te ha terminado a ti, figura. Aquí no
manda nadie más que yo, que soy el nuevo Jefe y eso no me lo quitas ni tú ni nadie. Así
que ya se acabó el incordio -levantó ostensiblemente la voz- ¡Guardias!
Aparecieron varios guardias, que se llevaron al violento guerrero, cogido por los
brazos. Al pasar junto al asiento de Ildefonso Batallas, le echó una mirada dura,
recriminatoria, mientras este agachaba prudentemente la cabeza y clavaba su mirada
en el pavimento. Mientras se lo llevaban, en volandas, casi a rastras, el atrevido
gesticulaba, pataleando, casi llorando incluso, convulsionado, como un niño pequeño,

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con el corazón encogido, gritaba:
- Si no puede ser! ¡Este reino sólo podrá volver a ser santo conmigo! ¡Sin mí será
el caos, la ruina! Sois todos unos bichos malos. Unos colorados comunitarios. Y
además, sois todos unos defensores de los Atlantes, los Morenos de la Sierra, que son
una raza inferior. ¡Rojos! ¡Malos! ¡Malos! Si ya me lo decía el Abuelo. Ése sí que era
bueno. Me lo dejó dicho. ¡Qué razón tenía!
Aquello llegó al corazón de los reunidos. Téngase en cuenta que todos eran
personas muy sensibles, como ha quedado demostrado en el primer capítulo, historia
irreal, como la vida misma, y las palabras desesperadas de aquel valiente rebelde, que
se había atrevido a irrumpir el mismísimo Consejo de Ancianos, para advertirle de sus
desvíos, fue objeto de comentarios y meditaciones de todo el Consejo, e incluso de todo
el reino, como se verá más adelante.
Manolo Tirantes fue el primero en reaccionar.
- Es un insolente, porque no se puede entrar de esta guisa en nuestro cubil. Pero
tiene toda la razón. Es verdad; este reino ya no es lo que era. Los dioses enviarán
sobre nosotros todas las plagas y castigos del mundo, pues nos estamos apartando de
nuestro divino cometido, que no es otro que mantener la reserva espiritual de nuestro
entorno. Y, cuidado, que no es que yo no lo diga; por el contrario, lo digo
continuamente. Pero ¡nada!, ni puñetero caso. ¡Igualito, igualito que cuando estuve yo
ahí: -señaló el sillón azul, situado junto al del Jefe-. Lo mismo se me iba a desmadrar
a mí el personal... ¡je!
Lo cierto es que, cuando llevaban al valiente guerrero rebelde, camino de la
prisión, en uno de los cerros cercanos se dice que se le apareció el espíritu del abuelo
y que, muy serio, compungido, le espetó una sola palabra:
- “Chapucero”.
En el Consejo de ancianos, dónde continuaba la trascendente reunión, tomó la
palabra Isidoro “el Bello”, que había alcanzado cierto protagonismo, merced a los
grupos de ancianos que le apoyaban y seguían:
- Hombre, yo creo... -la sonrisa hacía más atractiva su mirada- yo creo que tengo
la solución. La fórmula mágica ¿no? Ya lo he dicho varias veces.
- Y ¿cual es? -Inquirió, grave, Leo, el nuevo Jefe.
- ¿Cual? Pues ¿cual va a ser? Unas hojitas del “hierbaceus consensus”, que
descubrí yo solito.
- Eso es. -Apostilló Santiago Mejilla, con un rictus que pretendía ser sonrisa -Y
así podremos reconcentrarnos todos en el ideal común de servir al gobierno de este
reino sacrosanto y eterno. -Y colocó las dos manos, perpendicularmente, las palmas
juntas, delante del pecho.
- Estáis piraos los dos. Más locos que un revendedor de dólmenes.
El comentario de Pepe “el Maltrecho” quedó casi ahogado por la respuesta del
Varón de Magerit que, aunque monocorde, despertaba la atención de todos los
presentes.
- Naturalmente. Todo eso (y más) podremos hacer -el Varón hablaba con
bondadosa parsimonia y sabiduría- si tenemos en cuenta que la correlación de las
concomitancias a un nivel heráclito-formu-fenomenal, produce una interrelación socio-
profesional, a escala (a escala reducida, se entiende) porque el trabajo de los atlantes
nos es preciso, para elevar cúbicamente nuestra común-producción ecocontinental,
según se mira de abajo arriba; y, sin embargo, su presencia no nos es grata, ni quieran
los dioses que llegue a serlo nunca, porque su situación, a más de protuberante es
exuberante. Y, si llegaran a darse cuenta de su importancia, nuestra economía llegaría
a debilitarse, porque su interés estaría entonces, más en función de ellos mismos, y no

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permitirían que nuestros benef...
- ¡Venga, venga! Que se te entiende todo. -Cortó, tajante, Ildefonso Batallas-.
Hierbáceus, mucho hierbáceus es lo que hace falta, como bien ha demostrado aquí, mi
amigo y admirado compañero, Isidoro.
- Bueno, hombre, -concluyó, serio, el Varón- está visto que nunca me dejáis
finalizar adecuadamente. Pero que quede claro, al menos, que: 2 + 2 = 4 ¿vale?
Todos quedaron cabizbajos ante la contundente demostración de madurez y
sabiduría. Tomó la palabra, entonces, el Doctor Blando, para dirigirse a los contertulios:
- Es muy importante tener en cuenta lo que ha ocurrido aquí, recientemente.
Porque si una persona puede entrar, y no guardar el debido respeto a esta institución,
emanada de la sabia y siempre respetable voluntad popular de la parte del pueblo, más
conocido como populacho, quiere esto decir que nuestra seguridad no está garantizada.
Y, que conste y quede bien claro, por si alguno no ha llegado a comprenderlo en toda
su amplitud, que la seguridad de quienes estamos en este momento en este lugar, es
la seguridad de todo el reino. Porque sólo desde el respeto mutuo seremos capaces de
erradicar la sinrazón y crear un mundo feliz.
Luego, ante los ojos atónitos de todo el auditorio, se dirigió a Ildefonso Batallas:
- Por cierto, Ildefonso, tú ¿no has sentido miedo? Porque hay que ver la que se
podía haber liado.
- ¿Miedo? ¿Miedo yo? ¡Anda, hombre1 ¡Miedo! ¡Vamos! Soy el más valiente, el
más osado, el más bueno. El único que le habla claro al Señor de Milvillas. Lo único que
me ha jodido tela, es que ese energúmeno lo haya estropeado todo; que no haya
respetado mis acuerdos con el Duque Armando Trifulca. Que el muy burro, va, no
espera a nadie y se lanza él solito, ¡querría llevarse todos los laureles! Pero, vamos,
¿miedo yo? A mí, lo único, que no es que me dé miedo, sino que me fastidia
enormemente, son los grupúsculos de atlantes, los morenos esos, que perturban la paz
y la tranquilidad y la armonía en este reino.
- Ildefonso... ¡que tú eres atlante! -Protestó Maite Chumía.
- ¡¿Yo!? ¡¿Yo?! ¿Atlante yo? ¿Qué estás diciendo, por los dioses? ¡Tesquiyá!
Yo estoy civilizado y adaptado a este lugar paradisíaco y fermoso ¿o es que no me se
nota?
- Y ¿cómo lo hacemos, para acabar con esos incordiantes grupúsculos de la
Sierra, sin que los demás se den cuenta, no se vayan a enfadar? -Meditaba en voz alta,
Mosén Páñez, acariciando una moneda de oro.
- Dejadme a mí. Dejadme a mí, que eso es cosa mía. -Intervino el señor de
Milvillas, acercándose al grupo y gesticulando- Es muy fácil. Los culparemos.
- ¿De qué? -Preguntó, vivamente interesado, el “gran” Pepón de la Boya hijo de
Rodrigo Burbuja.
- ¿De qué? -Replicó el señor de Milvillas-. De todo. ¡De todo!
- Claro que sí. Claro que esos tienen la culpa de todo -intervino, decidido, el Tío
Vargas- Estos son culpables de todo: de las subidas de precios, de la altura de las
montañas, de los retrasos de las caravanas, de los atascos, de los accidentes de
cuádrigas, de las sequías, de las riadas... ¡de todo! -Movió los labios, como si se
enjuagara la boca, pero no salió el fruto que, al parecer, mantenía dentro mientras
hablaba- ¡Como que quieren ser igual que nosotros! ¡Habrase visto, semejante descaro!
¡Pues si que estamos buenos! ¿Habrase visto mayor descaro! ¿eh?
Isidoro “el Bello” se dirigió respetuosamente al nuevo Jefe y le dijo:
- Este... verá... ¿Paresceríale oportuno a V.E., que publicáremos (o
publicásemos) un bando, como es norma normal, diciendo que ese muchacho que ha
entrado aquí es muy malo, y que hasta quería quitarle el sitio a V.E., y cepillarnos a los

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demás (o así), y lo colocamos, como de costumbre, en espaldas, panzas, narices,
torres, torreones, etc. etc.? -A medida que hablaba, Isidoro había ido agachando la
cabeza, progresivamente. Al terminar volvió a tomar la verticalidad y se retiró un paso
hacia atrás. El Jefe replicó con suave dulzura, pero recia y firmemente.
- Desde luego, desde luego. Vamos a hacerlo -Leo dobló los labios, encogió la
nariz; todos forzaron sus pituitarias, con el temor de hallar algún olor extraño. Se
miraron preocupados. El Jefe siguió hablando, sin desdibujar el sugerente rictus de su
rostro- Además, lo firmaremos todos los aquí presentes. Que aquí, todos los que
estamos somos buenos.
- Humm... estooo... -Isidoro “el Bello”, se lanzó tras un breve titubeo- y ¿cuando
nos reconcentramos, por el bien de nuestro amado reino?
Llamó la atención la forma autoritaria, enérgica, aunque soporífera, con la que
Leo replicó a los anteriores -especialmente a la última intervención de Isidoro- al tiempo
que se levantaba de su asiento:
- Ah, no. No. Yo me basto sólo. Hagamos ahora mismo ese bando y cada uno
a su cuarto.
Dicho esto, todos muy contentos, formaron un corro dando alegres saltitos y se
colocaron ordenadamente detrás del Jefe. Todos sonreían y, de esta manera,
elaboraron el bando y ordenaron su reparto y colocación en la forma acostumbrada,
para conocimiento de todo el populacho.
A continuación, dieron por terminada la agotadora reunión y se retiraron a
descansar a sus apartamentos. Algunos recurrieron al reparador baño, en el vecino río,
junto a los manzanos. Al día siguiente, ya relajados, se reincorporaron a sus asientos,
para continuar rigiendo -con toda su sabiduría ya reflejada en páginas anteriores- los
destinos del hermoso reino.

* * *

Entre tanto, el vecino país de los gigantes, separado de este tan sólo por el
marquetampocoexistía, continuadamente y sin descanso, estudiaba fórmulas nuevas
para el control mundial. Los gigantes eran una raza superior a todas las demás;
trabajadores y valientes. Tanto, que, al llegar a la tierra que ocupaban y verla poblada
de moradores de color tirando a cobre, más amigos del trabajo que de la belicosidad,
como vestían con plumas, pero no eran comestibles, los exterminaron a todos y
encerraron en pequeñas parcelas a los que pudieron escapar, para darle una lección
al mundo entero. Dijeron: “-Una gente tan buena y pacífica, no debe sufrir. La vida es
muy dura”. Su obsesión e interés era controlar todos los recursos de los demás países,
porque así, con su sabiduría, impedirían que fueran utilizados por los demás con fines
malignos o nocivos.
Desde siempre habían demostrado su interés en mantener una muy estrecha y
amigable relación con el “País que Nunca Existió”, condicionada únicamente por la
inexistencia de dicho país. Pero como el lago, a cuyos respectivos extremos hallábanse
ambos, tampoco existía, no les fue demasiado difícil encontrar la solución. Por ello no
desaprovechaban cualquier oportunidad, por pequeña que fuera, para demostrarles su
amistad y su buena disposición. Así, por ejemplo, en prueba de confianza, almacenaban
los más modernos armamentos en el País..., sin preocuparles que fueran muy
peligrosos. En prueba de bondad, impedían que los guardias fronterizos del País...
atacaran a las tribus del desierto, que destruían todos los barcos de los pescadores,
cuando navegaban por el lago del sur. “-No, sangre, no.”- Decían.
Al País de los Gigantes, gendarme voluntario y desinteresado (faltaría más) de

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todos los demás países, no le había gustado que detuvieran al valiente guerrero que
había irrumpido en el Consejo de Ancianos, porque ellos también eran conscientes de
como se iba desviando éste de su justo camino; de que no estaban actuando con la
absoluta bondad que había caracterizado al Abuelo y que no correspondían a las
múltiples pruebas de amistad y afecto que ellos les deparaban continuamente. Sin
embargo, como una prueba más de buena voluntad, sonrieron también esta vez.
Ansiosos por demostrarles una vez más su buena disposición, por todos los
medios, tomaron una determinación. El Canciller Supremo para los Asuntos de su
Simpática Majestad, Delegado por ésta en el País que Nunca Existió, se dirigió a los
científicos y asesores de su sabio país, destacados junto a él, y les dijo:
- Amigos míos, todos: J.R., M.C., B.K. y todos. Os diré un cosa: estoy enfadado.
Mucho enfadado. Los bichos de éste País, de enterarse no quieren acabar de que
nosotros somos los mejores, los más altos, los más rubios, los más guapos, los más
inteliyentes; que nos deben admiración y obediencia y respeto. De conseguir nosotros
tenemos que se enteren, de una sóla vez y ya para todas; pues por eso somos sus
amigos ¿Oquey? Y... ¡oh, que bueno, que viniste, P.V.P.! -exclamó, extendiendo los
brazos, al ver aparecer al Jefe general de los científicos.
- Lo oí todo. Y te diré algo, D.R.: en todo estoy de acuerdo con tí. Y te diré algo
más aún, D.R.: la solución tengo.
D.R., el Canciller Supremo, le dio unas palmaditas amigables en el hombro a
P.V.P.
- Lo sabía, lo sabía. De tí menos, no podía esperarse. De que lo harías seguro
estaba. Y ¿qué es?
- Pues, precisamente ahora, experimentando estoy con mi gran equipo técnico-
científico, para la calidad del hombre humano mejorar. Un nuevo producto estudiamos,
que revolucionar el mundo puede. Esta el arma más poderosa será, que existido jamás
haya. Y, además, sangrienta no es. Con rociar algo de mis “polvus fríus” en el agua
basta... y ¡ya está!
- ¡Oh! Eres, pero qué grande, ¡oh! -exclamó D.R., elevando los brazos-
Inolvidable regalo podemos a nuestros amigos queridos hacer, P.V.P., gracias a ti. Así
ya nunca de la rectitud desviarán su comportamiento; así nuestra amistad conservarán
siempre y en lo sucesivo más agradecidos serán con nosotros. Les concederemos el
honor de ser los primeros en probar nuestros “polvus frius”. Y nosotros aquí sus efectos
probaremos, en vivo. ¡Oquey!
- Oquey ¡Oquey! -Corearon todos.
El Canciller dispuso lo preciso, para que los “polvus fríus” del doctor P.V.P.,
fueran oportunamente repartidos. En el nacimiento del río de los manzanos esparcieron
varios sacos, a la espera de comprobar los resultados de tan trascendental
descubrimiento. La primera, y por el momento, única consecuencia visible, fue la
temperatura del agua, que pasó a ser mucho más fría, como pudo comprobarse a
simple vista.
Durante algunos días, esperaron impacientes, casi ansiosos, para ver si se
producía algún hecho que pudiera relacionarse con el experimento. Cuando ya
pensaban que la cantidad de monedas gastadas en aquel trabajo, había sido una
pérdida, los comentarios generalizados y los papeles (ilegales, por supuesto) con que
alguna gente pretendía emular los sabios bandos del Consejo de Ancianos, les llevaron
la buena nueva del feliz resultado de la investigación. Al salir a la calle, algunos carros
transportaban cuerpos inertes hasta un quemadero; aquello les confirmó el buen camino
de sus investigaciones.
El Canciller Supremo para los Asuntos de su Simpática Majestad, Delegado por

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Ésta en el País que Nunca Existió, lleno de alborozo tomó el camino del Palacio
Principal, dispuesto a entrevistarse con el Jefe.
Como era habitual, fue recibido con todo el boato y la mayor pompa imaginable.
Tras ser homenajeado en la puerta por dos Jefes de protocolo, vestidos de azul marino,
seis sayones se hicieron cargo de encerrar el coche y dar agua y cebada a los caballos.
Otros seis pajes, también vestidos de azul, tomaron su capa y sacudieron sus botas,
mientras otros seis le acompañaban por pasillos y salones, en dónde las puertas se iban
abriendo a medida que ellos se acercaban, a los toques de cornetas de la banda,
estratégicamente situada. Iluminado por dos hileras de hachones de color azul,
sonriente, pisaba una alfombra azul oscuro, extendida desde la escalinata de entrada
hasta la misma Sala de Recepciones, dónde le esperaba el Jefe, acompañado de la
plana mayor del Consejo de Ancianos, con el semblante visiblemente compungido.
Con una amplia sonrisa, y mientras movía al unísono mofletes y barriga, al
compás de la música interpretada por la Banda de Recepciones Importantes, el
Canciller Supremo Delegado de Su Simpática Majestad, hizo por fin su entrada en el
Salón de Recepciones, todo él pintado de color azul.
Pero aquel día, hasta la música era triste. El Jefe se adelantó ligeramente, para
recibir al Canciller Supremo, que se abalanzó solícito sobre él, estrechando su mano.
Luego que se hubo sentado, se arrellanó, hundiendo la cabeza en el mullido sillón, alzó
una pierna y la cruzó sobre la otra, con lo que dejó a la vista sus pies, cubiertos por
unas gruesas sandalias, sin medias. Empezó a hablar.
- Pero ¿lo que ocurre qué es? ¿Por qué tristes parecéis? ¿Por qué usted tan
serio está hoy? -Al hablar, esbozaba una amable y bondadosa sonrisa, a la que el Jefe
intentaba contestar, forzando otra- Vamos ¡oh! con muy buenas noticias yo he venido,
y con muy mejor deseo de mi sabio país. Verás: te diré algo: ¿viste el efecto de los
“polvus fríus” en el río...?
Por primera vez, y sin que sirva de precedente, el Jefe, nervioso, no le dejó
terminar:
- Pero... ¿qué habéis hecho?
- ¿Cómo? ¿Que nosotros fuimos supisteis? ¡Oh! -Se extrañó el Canciller.
- Pues, claro ¿qué quieres? -replicó, confuso y resignado, el Jefe- Eso ya lo sabe
todo el mundo. Y buena la que habéis liado.
- ¡Ah! ¡Oh! Pero ¿dices qué? -el gesto del Canciller Supremo se hizo más duro
y preocupado. Desapareció su sonrisa. Nunca llegaría a comprender que aquel pueblo
pudiera ser tan desagradecido- ¿Así nuestros desvelos agradecéis? De nuestros
mejores inventos los primeros receptores os hacemos ¿y de esta forma desdeñosa nos
lo pagáis?
- No, no. No es eso -Atajó el Jefe- Es que... se me han muerto quince
campesinos.
- ¡Ah! ¿Grave eso es? Que preocuparse no hay... si campesinos sólo eran.
- Desde luego. Eran plebeyos. - Espetó Manolo Tirantes
- Son, digamos... ¡efectos secundarios! Y necesarios. -Apostilló el Canciller- Es
por la ciencia. Al progreso negarnos no podemos.
- Está muy bien. Todo lo que queráis -Se lamentó el Jefe- Pero eran los que me
trabajaban la tierra.
- ¡Ah, vaya! Lo siento. De veras lo siento. Pero culpar a nosotros, no intentarás
de eso ¿No? Pruebas hemos hecho. Pruebas hay que hacer, comprenderás. Os dimos
preferencia ¿no? Sabemos ser amigos; los primeros os pusimos. Lo demás son
consecuencias. Mala suerte, quizá. Si, eso es: ha sido mala suerte. Lo sentimos. Claro
que lo sentimos. Vuestra mala suerte sentimos.

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- Sí, sí, claro. Ha sido mala suerte. Nos acompañáis en el sentimiento, claro. Lo
que pasa es que tengo que explicárselo a la gente. Ahora, a estas alturas, tal y como
está el patio... Y esta gente no se cree nada. ¡Hay que ver los líos en que me metéis!
- ¡Ah! ¿Eso encima? Pero ¿que, sin nosotros haríais? ¿eh? ¿Qué? Nada
¿sabes? Verás, escucha amigo: te diré algo: ¡nada sin nosotros haríais!
- No, no, claro. Si no intento culparos... de nada... Si no es eso. Sólo que ahora
tengo el problema ¿comprendes? Y, no es por hacerlo... ya sé que os debemos mucho;
que tenéis barcos y armas, y muchos guerreros... Pero, por eso mismo ¿no podíais
echarme una mano?
- Claro que sí, hombre. Claro que sí. Para eso los gigantes somos. Y para eso
los amigos vuestros somos. Verás, dirás esto: dirás que les atacó el frío. Eso es. La
causa fue el frío.
- Claro, el frío -Meditaba el Jefe- El frío (no sé si se lo creerán)
El jefe movió su campanita de plata. Todo el Consejo de Ancianos, que se había
mantenido a sus espaldas, estático, como un coro de ángeles, se puso en movimiento
y cada uno ocupó su asiento alrededor del Jefe y del Canciller Supremo. Tomó la
palabra:
- ¿Habéis oído la sabia sugerencia de, aquí, nuestro amigo, el Canciller Supremo
Delegado de su Simpática Majestad Delotroladodelcharco?
Todos contestaron negativamente. El Jefe continuó, con semblante radiante y
satisfecho.
- Es genial. Verdaderamente genial. Diremos que los campesinos han muerto...
-todos esperaban, impacientes. El Jefe se tomó unos segundos triunfales- ¡de frío!
Resuelto. ¿Qué os parece?
Se miraron unos a otros. Su actitud preocupó seriamente al Jefe. Tanto él, como
el Canciller Supremo, perdieron la sonrisa. Por fin, tras un prolongado y tenso silencio,
Pepe “el Maltrecho”, dio una patada a su silla, mientras exclamaba:
- Ya estamos con las tonterías.
Las miradas se volvieron hacia él; en los ojos se reflejaba preocupación y, por
una vez, nadie le recriminó, como era habitual, ni fue acusado de extremista. El
Consejero para Asuntos Serios, hizo ademán de hablar.
- A ver, habla, habla -le encarecía el jefe, interesado- ¿Acaso no es una idea
genial?
- Sí... esto... sí. Verá... Noo, sí, si buena es... pero...
- Pero... pero ¿qué? -casi lloró el Jefe, mientras miraba preocupado, al no menos
preocupado Canciller.
- Pues que... estooo...que es que... -por fin se embaló- que es que estamos en
agosto.
- ¡Ostias, es verdad! -La exclamación salió de varias gargantas contenidas. El
Jefe por su parte, a punto de romper a llorar, balbuceó:
- Entonces ¿que hacemos?
- Yo mucho trabajo tengo -se excusó el Canciller Supremo- Debo irme. Pero os
diré algo: ¡arregladlo!
Acto seguido se dirigió a la salida. Los pajes, conocedores de su trabajo, le
acompañaron de nuevo. Uno de ellos avisó con una trompeta a los Jefes de protocolo
y a los sayones, para que le despidieran y le prepararan el coche, como correspondía
a su alta alcurnia.
En el interior, discutían acaloradamente los miembros del Consejo de Ancianos.
Buscaban una solución al gran problema. Carmelo Camelo tomó la palabra, decidido:
- Nuestros científicos sabrán hallar la solución. Curaremos la enfermedad, la

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curaremos -miró hacia arriba, recreó su vista en los decorados del techo- y nos
cubriremos de gloria.
-Sí. -Añadió “el Maltrecho”- Vamos a competir con los Gigantes. Los vamos a
dejar enanos, pero ¿quien nos devuelve los muertos? -Salió de la estancia, visiblemente
enojado.
- Siempre igual -Comentó Manolo Tirantes, con su característico lenguaje, entre
dientes- siempre con sus extremismos. Yo, lo malo que le veo a esta enfermedad, es
que no la podemos poner en las guías turísticas. Vamos, que no es típica.
- Pues mejor aún. Más gloria y lucimiento para nosotros, que vamos a descubrir
y eliminar una enfermedad desconocida y extraña. -Contestó con satisfacción, Isidoro
“el Bello”.
- Y roja. Es una enfermedad roja. -Terció Blasón Forzudo, en un arrebato de
patriotismo.
- ¡Qué farde, con mi amigo Güili! -Remató Isidoro, ante la mirada satisfecha de
Ildefonso.
- Bueno -decía el Consejero Mayor, altamente preocupado- pero tendremos que
explicar qué la provoca ¿no?
- ¡Claro! -intervino el Segundo Consejero- eso viene de dormir con los animales.
Está claro.
- Sí, lo que tú digas. Y los segadores, que no duermen con animales ¿qué? ¡so
listo!
El Jefe intervino, contemporizador.
- Tranquilos, hijos míos. Sosegaos. Lo que falta es que discutamos entre
nosotros. Dejad eso para el populacho. Y para esos... -Se contuvo. Dedicó una fugaz
mirada a algunos ancianos y al asiento vacío de Pepe “el Maltrecho”- algunos, que
parecen interesados en crearnos conflictos.
En ese momento, Pepe entraba en el Salón. Sin detenerse, camino de su
asiento, replicó a las últimas palabras del Jefe.
- Lo que faltaba. Ahora la culpa de lo que esa gente haya echado en el río, la
tengo yo.
- Reprímase, caballero. -Le espetó, decidido, el Alto Secretario para Asuntos
Legales- Nadie está autorizado a acusar, y menos de un hecho tan reprobable, como
haber contaminado el río con productos tóxicos, si no tiene pruebas.
- ¡Ah! -exclamó el Maltrecho con una satisfacción casi diabólica- ¿ha sido un
producto tóxico? Gracias por la información..
- Vamos, venga -el Jefe intentaba retomar el control, en evitación de nuevas
discusiones- Dejemos ahora nuestras diferencias. Lo que nos interesa es encontrar la
forma de remediar lo que aún tenga remedio.
Jorge Empujao quiso acabar con el bizantinismo en que estaba cayendo la
disquisición, e intervino, enérgico:
- ¡No puede ser! Y lo que no puede, pues no puede ser. Lo vengo diciendo desde
hace rato ¿eh? La culpa de todo es de los atlantes. Esa gente de la Sierra tiene la culpa
de todo. ¡De todo! Porque, además de creerse autosuficientes, lo son. Y tienen unos
árboles que dan unos frutos muy gordos. Y nuestros amigos de los países vecinos,
como no los tienen tan gordos, que les pasa como a nosotros, o peor aún, pues, eso:
que no nos quieren por culpa de ellos. Porque con ellos se sienten empequeñecidos.
Y mientras no acabemos con ese abuso incomprensible, no van a jugar nunca al
parchís con nosotros. ¿eh? pero que nunca, nunca. Pero es que nunca, vamos.
- Pues esta es la ocasión -El Chiqui intervino, con los ojos muy abiertos, en
apoyo del Empujao, y apoyándose en él- Yo, como tengo los ojos azules y soy rubio,

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y alto, y muy guapo, me siento más a gusto jugando al parchís con nuestros civilizados
y modernos vecinos, que no con esos salvajes Morenos, de raza inferior. Y, si se trata
de comer, después de todo, igual me da comer unos frutos un poco más pequeños;
pero que sean sabrosos... ¡total...!
- Hombre... esto... -se expresaba nuevamente la indiscutible sabiduría del doctor
Blando, con la parsimonia y buen decir que le caracterizaba, y que electrizaba a los
presentes-. Téngase en cuenta que, al fin y a la postre, quienes nos trabajan son,
precisamente, los atlantes. Y que, por al menos un mínimo de socio-situ-colocación-
progresivo-punzante, y para que no se diga, conviene más aparecer como protectores,
que no como atacantes, que después todo se sabe y además, para nosotros es mucho
mejor y resulta como más elegante, simular que somos los buenos defensores del buen
comer y que en eso no olvidamos a nadie, porque conviene que se crean iguales, para
que no planteen reclamaciones, con lo difícil y engorroso que sería explicarles de qué
va la cosa, después de que se dieran cuenta de la realidad de nuestros planteamientos,
porque la aceptación de la constatación de su verdadera situación y/o utilización,
equivaldría a descubrirnos y que se nos viera el culo, y que se sintieran autorizados
para regirse ellos solitos, sin contar con nadie más, lo que resultaría grave para nuestra
economía. Y, además, después de todo, un respeto, aunque sea mínimo, porque así,
mis amigos...
Toda la intervención del viejo profesor había sido seguida con el mayor interés
y un sólo parpadeo, tan falto de vigor como el propio discurso. Pero al llegar a este
punto, en que dirigió su mirada hacia dónde se hallaban sentados Isidoro “el Bello”,
Ildefonso Batallas, Mosén Páñez, El Chiqui, Pepón de la Boya, el hijo de Rodrigo
Burbuja y otros compadres, el primero saltó como una exhalación, interrumpiendo, una
vez más, la sabia perorata del profesor.
- Pero ¿qué dices, hombre? ¿A dónde querías llegar? ¿Me estás llamando
moreno? Pero ¿no has visto como hablo yo, ya? -Más sosegado, continuó- ¡Vamos,
vamos! Que nosotros nos hemos adaptado. Ahora somos ya de aquí. Afortunadamente,
porque esto es lo que amamos desde siempre. En lo que sí tiene razón, el Doctor
Blando, -miró a sus compañeros- es en que hay que hacerlo con mucha precaución,
pues, de lo contrario, esos rebeldes atlantes dejarían de confiar en nosotros. Así que
ténganlo presente todos: nosotros somos necesarios, porque la gente confía en
nosotros. Nosotros somos la garantía de fidelidad de esa gente a este Consejo, no se
olvide. Por eso hay que utilizar “consensus”. Mucho hiércaceus consensus, es lo que
ahí hace falta.
- Y reconcentrarnos –Completó, desde detrás de su asiento, Santiago Mejillas.
El Jefe, que se había mantenido expectante entre tanto, recuperó por fin la
palabra:
- Bueno, vamos a ver. Tenemos a los culpables. Ya estamos salvados -Miró a
Isidoro- No. Olvidaos de la reconcentración -Isidoro y Mejilla torcieron el gesto- Bien,
como decía: estamos salvados. Quedamos bien. Ayudamos al Tío Vargas, al Empujao,
al Chiqui. Vosotros quedáis bien -al decirlo, dedicó una sonrisa a Isidoro. Este no le
correspondió- Hacemos más amigos a nuestros amigos fronterizos y a nuestros mejores
amigos, los Gigantes. Y nos libramos de más Morenos. Pero ¿C-cómo? O sea: ¿cómo
lo han hecho?
Se miraron una vez más; la duda se reflejaba en sus rostros, dónde el cansancio
dejaba sus huellas. El Consejero Mayor, intervino de nuevo, para contestar, ágilmente:
- Muy fácil.
- Muy fácil. ¡Muy fácil! -le remedaba el Jefe- Tú, todo lo ves muy fácil. A ver,
explícate.

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- Eso, eso. Explícate. -Corearon todos
- Muy fácil -Replicó aquel, iluminado. Parecía querer mantenerles en la duda;
todos esperaban. Él se tomó unos segundos de gloria y continuó- Digo que es muy fácil:
el acebuche. -Atónitos, se miraron unos a otros, alternativamente, sorprendidos. El
Consejero, consciente del efecto de sus palabras, continuó- Sí, sí. El acebuche. Ellos
tienen mucho. Una vez, recuerdo que un vecino le dio a mi niño el mayor un varaso...
y dolía... ¡vaya como pica eso!
- Sí. -Replicó Manuel Gabacho, dando vueltas a una rueda de molino- Pero eso
¿qué tiene que ver? Quiero decir ¿cómo se explica la relación del acebuche, que pica
si te dan con él, con la muerte de los campesinos?
- Hombre, ¡por los dioses! -redondeó el Consejero Mayor- ¿Quien nos dice que
esa gente, esos malos bichos, con lo salvajes y mala gente que son, no se han
dedicado a dar varazos a diestro y siniestro ¿eh? Es que ustedes no saben bien lo que
eso pica, que si no...
Los comentarios aprobatorios no se hicieron esperar. Los “claro”, “es verdad”,
“que tío”, “como discurre” “que acierto”, “tiene razón”, etc., junto a palmaditas en la
espalda, apretones de manos y sonrisas, ocuparon los minutos restantes, hasta que el
Jefe dijo:
- Señores... -todos recobraron la seriedad- Esto es necesario darlo a conocer,
también. Habrá que hacer un bando.
Y de nuevo lo hicieron, moviéndose a saltitos, y ordenaron su colocación, como
ya era norma. Santiago Mejilla, concluyó:
- Esto es lo mejor que he visto. ¡Tú te callas! -Exclamó, dirigiéndose a Paco
Tirillas, que se había movido- Ahora mismo doy orden a todas mis comparsas, para que
se pongan a confiscar todo el acebuche que puedan. -Todos se miraron satisfechos.
Mejilla continuó, resuelto, y se dirigió a Melinda Pelirroja- Tú te haces cargo ¿eh
Melinda? Pon atención en que Isidoro quede bien ¿eh? -la interpelada asintió,
encantada- Y ahora, sí que podremos reconcentrarnos todos, para mejor servir y
santificar este Reino Imperecedero. Amén.
- Hombre... conveniente sería, desde luego -Isidoro el Bello tomó la palabra,
dirigiéndose al Jefe- la mayor reconcentración de la gobernancia entre V.E. y yo, con
lo que entrambos podríamos ser jefes al unísono, o al alimón, que también dícese.
Dado que cada uno tenemos nuestra gracia ¿verdad? Y que cada uno tenemos amigos
fuera, en los reinos vecinos que, a su vez, son amigos ellos entre sí, y que no les gusta
que discutamos ni que andemos a la greña entre nosotros, ni que nos tiremos los
trastos a la cabeza, ni cosas de esas. En cambio, esa reconcentración podría sernos
altamente beneficiosa a entrambos. Y, lógicamente, podríamos favorecer nuestra
compenetración idiosincrática, polifacética y controlar mejor a los grupúsculos
incordiantes. Y, más aún, después de las voces y de ese intento reciente que ha
habido, de cepillarnos a todos.
- Isidoro, te estás pareciendo peligrosamente al profesor Blando -protestó
Ildefonso Batallas.
- Nada, nada. -Replicó Leo, con su ya clásica mueca- Ya he dicho que yo me
basto sólo.
- Nada -Contestó Isidoro, resignado.
- No te preocupes, Isidoro -le consolaba Ildefonso, tomándolo de la mano- La
próxima vez le ganamos, y fuera. Ea.
- Eso lo veremos, so chulo. -Concluyó el Jefe.
- ¿Chulo yo? ¿Chulo yo? -Isidoro se llevó ambas manos abiertas, una a cada
lado de la cintura; balanceaba los hombros, con los dedos separados y los brazos

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arqueados, doblados por los codos- ¿Chulo yo? Eso lo serás tú, so carroza.
- ¿Carroza? ¿Carroza has dicho? -El Jefe protestaba con voz grave- ¡Chulo!
¡Chulo y barato; chulo barriobajero! Que no tienes más que labios y te crees muy
guapo. ¡Tirachaquetas!
Isidoro continuaba balanceándose, erguido, muy enfadado, con las manos en la
cintura. El pelo le corría de un lado a otro, cubriendo alternativamente partes de su
rostro. Adelantó la cabeza, bruscamente.
- ¿A que te endiño?
Ildefonso Batallas, muy preocupado, con el semblante descompuesto, intervino,
intentando contemporizar.
- Vamos, vamos, por favor. No os peleéis. Ya nos tocará, tú Isidoro. ¿No ves que
pelear entre nosotros está muy feo? Además, se enfadarán el Canciller Supremo,
Delegado de su Simpátíca Majestad y nuestro amigo el Güili, hombre. Tenedlos en
cuenta.
Al final, sonrientes, Isidoro y el Jefe se estrecharon la mano efusivamente. El
Jefe dijo:
- Vamos a comer. Yo invito.
La enorme y hermosa mesa, quedó rodeada de alegría, a medida que los
servidores llegaban con fuentes repletas de perdices, guisadas de distintas y variadas
maneras.

24
III

¡ECONOMICEN!

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El amplio salón estaba casi vacío. Los probos defensores de la pulcritud,
descansaban tras una agotadora jornada. Ensimismados, como absorbidos por su
función, reposaban a duermevela, separados por el vacío general, esparcidos en el
amplio salón principal, del Palacio Principal, los miembros del Concejo Concejil del
Consejo de Ancianos, Jaime Añoviejo, Erizo Según, Fernando Orduño y Sancho
Seguro. El Jefe, como correspondía a su categoría de trabajador mayor del reino,
dormía plácidamente. Entre ellos, los restos de la comida descansaban en sus cestas,
o colgaban de ellas. Algunos de los que habían quedado en el pavimento, eran
devorados con fruición por los numerosos perros del Palacio.
El sol se encontraba en su punto más alto; su calor fue operando la
transformación en los esforzados bienhechores. Poco a poco se fueron desperezando.
Jaime Añoviejo, el más madrugador, sentado en el suelo, rodeado por montañas de
restos de comida de la noche anterior, asía fuertemente, uno tras otro, cada dedo de
la mano izquierda con su mano derecha semi doblada:
- ¡Señor, Señor! ¡Dioses todos! ¿Qué hacer? Esta gente cada vez quiere vivir
mejor; no se conforman con un pan cada día, como toda la vida fue, que es una comida
digna para un plebeyo. Nada. Los muy borricos no paran. Piden más, y cuanto más se
les da, más piden. Luego, los burros y los caballos tienen que comer su cebada. Y la
cebada está cada vez más escasa. Y las calzadas destrozadas, de tanta cuádriga
dominguera... Y encima ¡protestan! y quieren que se las reparemos, en vez de usar las
potentes, veloces y ágiles caravanas del Consejo de Ancianos, que pasan cada dos
lunas...
Se detuvo un momento. Zarandeó a Fernando Orduño, para preguntarle:
- Fernando -el interpelado abrió los ojos, intentando reconocer el lugar dónde se
encontraba- Fernando, oye, ¿cada cuanto tiempo pasa la caravana del Consejo.
- ¿Caravana? ¿Qué Caravana?
- Vamos, despierta, hombre, que es muy importante.
Orduño se incorporó. Se sacudió ligeramente y se restregó los ojos con el dorso
de las manos.
- ¡Yo que sé de caravanas! Yo tengo la mía ¿no ves que mi trabajo está en ir a
hablar con los jefes de los reinos vecinos?
- Es verdad. -Repuso, para sí, Añoviejo.
Armando Comunicando se incorporó, levemente:
- Pasan cada dos lunas... -Se levantó y echó a andar en dirección al exterior- Si
hay cebada suficiente, si las postas están bien, si a nadie le duele el vientre, -estiró los
brazos por encima de los hombros, separando las manos del cuerpo- y si yo me
encuentro de buen humor.
- Bien. Vale. -replicó Añoviejo, que seguía ensimismado en su disquisición- Pues

26
a ver cómo arreglamos esto... Porque esta gente no se enteran... no se enteran de que
tenemos que ahorrar; que la cosa no puede seguir así. Algo tendremos que hacer... a
ver, a ver... ¡qué difícil, dioses! ¡qué difícil y problemático es mi trabajo! Y nadie me lo
reconoce. Bueno, vale: cumplamos con nuestro deber, por complejo que sea.
Tendremos que hacer algo... a ver... cobrar ¿qué?... Cobrar... hummm, ¡ya está!
Pondremos un impuesto por cambiar las ruedas a las cuádrigas, carros y demás
elementos rodantes... Tal como están las calzadas, vamos a sacar una pasta gansa...
Tras tan trascendente y acertada decisión, Jaime Añoviejo se levantó también,
y se puso dar paseos por la Sala, sorteando a los perros y los montones de sobras y
de bebidas, muy ufano.
Erizo Según se levantó, desperezándose ruidosamente.
- ¡Qué vida la nuestra! -comentó- Siempre trabajando. Es que no paramos nunca
¿eh? Si la gente supiera... no habría tantos queriendo llegar aquí.
- Es que son todos unos desagradecidos. -Jaime se volvió hacia el Según. Luego
le habló a Orduño, quien ya estaba de pie, tras haber sido importunado por el zarandeo
anterior- ¿Tú que dices, Fernando? ¿Tengo razón, o no tengo razón?
- Yo no tengo ganas de nada, la verdad. -Comentó Fernando, con gesto
cansado, al tiempo que mordía un gran trozo de queso curado.
El ruido acabó despabilando a todos los que dormitaban. El Jefe ya se había
incorporado completamente.
- A mí me pasa lo mismo -Eructó el Jefe- ¡Uf! La carne de anoche, que pesada
es...
- Es que esto le quita a uno las ganas de todo, la verdad -Se quejaba Añoviejo,
con gesto resignado- Yo, ya me veis. Aquí estoy, cansado de hacer números y más
números, y ¡nada! no encuentro la forma de conseguir beneficios.
- Pues algo habrá que hacer. Si no, vaya cabreo que van a coger los nueve
duques. -Apostilló, angustiado, Erizo Según.
- Bueno... y ¿has pensado algo? -Inquirió el Jefe, con los labios doblados- Los
petardos no pueden esperar.
- Verás. Esto... creo que si cobramos un algo por cambiar las ruedas a las
cuádrigas...
- ¡Hombre, no está mal! No. ¡Es muy buena idea! -El Jefe se mostraba
satisfecho- ¿Esta gente no quiere comodidades? ¿No quieren aparentar y compararse
con nosotros? Pues ¡que las paguen!
- Exacto. ¡Uy! Qué malito estoy -Intervino Fernando Orduño, tragando un muslito
de jabalí. -Y ¿por qué no subimos el precio de la cebada?
- ¡Claro, es verdad! -Replicó, muy contento, Añoviejo.
- ¡Vamos a llamar ahora mismo a nuestros bienhechores! -El Jefe, muy contento,
tocó una campanita celeste, a cuyo sonido apareció, solícito, un lacayo con uniforme
azul turquesa, quien hizo una reverencia, silencioso. Parecía cohibido, encogía su
pituitaria, como si le molestara el agradable olor de las sobras de comida de la noche
anterior. El Jefe, le conminó, imperioso- Ve y avisa urgentemente a los magnates. Y no
vuelvas a equivocarte ¿te enteras? -El lacayo asintió con un leve movimiento de
cabeza- He dicho magnates ¡m-a-g-n-a-t-e-s! -Tras una reverencia más prolongada, el
lacayo desapareció. El Jefe comentó, sonriente: -Somos geniales! Continuaremos aquí
mucho tiempo, porque actuamos con sabiduría y amor y equidad y magnanimidad y
pulcritud.
- Así es. -Concluyó Añoviejo- Arguijo el Armoricano, está satisfecho de mis
servicios.
El Jefe tomó en su mano entonces otra campanita, algo mayor que la anterior.

27
A su sonido aparecieron varios criados, vestidos de color marrón.
- ¡Vamos, vamos! -Les gritó de forma autoritaria- Llevaos todo esto, limpiadlo
todo y traed un servicio completo. Vamos, vamos, venga. ¡Más rápido!
Los criados empezaron a cumplir su misión, a la carrera. Los perros saltaban
entre ellos y les siguieron hasta el exterior. Tras la retirada de los desperdicios, otro
grupo empezó a colocar nuevas viandas sobre las mesas. El Jefe les conminó:
- ¡De todo, traed de todo! Carne, vino, pan... Mucha carne. -alguno de los criados
había tomado los platos sobrantes de la noche anterior, con la intención de llevárselos-
No, esos no. Los que estén llenos no. Esos dejadlos aquí. Y traed más: vino, licores,
frutas, pastas, higos, frutos secos... De todo. ¡Vamos, de todo! ¡Traed de todo!
Todavía estaban colocando las últimas fuentes, cuando empezaron a llegar los
Nueve Grandes Duques, que fueron entrando ordenadamente, según correspondía a
su superior alcurnia. Primero llegó José Petardos del Río Rojo. Tras él, Iknamhstupf
Van Heston; seguido de Foncho Pescádez; Arguijo el Armoricano; Lope Katiusco, Iñaki
Herrero, Sancho Asín, la condesa Fermosa -conocida en todo el reino por su
hermosura- y Luis Mazurko Barero. Por último, apareció en el dintel de la puerta Mateo
Rumoroso. Todos se volvieron y lo miraron, entre asombrados y molestos.
- ¡Hay que ver! -Comentó, escuetamente, Van Heston.
Con los colores de la cara muy subidos, Mazurco se volvió y colocó su mano
abierta sobre la nariz del recién llegado -y, al parecer, molesto personaje-. Le empujó
con suavidad.
- Vaya tela. Pesado éste; siempre pisándome los talones.
Cerró la puerta tras de sí. El Rumoroso quedó sentado en el suelo. Con las
manos abiertas sobre el pavimento, a ambos lados del cuerpo, miraba la puerta
cerrada.
Los Grandes Duques se sentaron en mullidos sillones, de grandes cabezales.
Frente a ellos, en un banco bajito, se instalaron los anfitriones.
- Bueno, a ver ¿para qué nos habéis llamado? -Empezó Pepe Petardos del Río
Rojo.
- Acomodáos, acomodáos bien, je, je. -Hablaba el Jefe, satisfecho, y señalaba
las viandas colocadas sobre las mesas- ¿No queréis tomar nada?
- ¿Sólo hay éste caviar? -preguntó, inquisitorial, Lope Katiusko, con los brazos
abiertos alrededor de una fuente.
- Aquí venimos a trabajar duro, Lope. -Replicó Sancho Asín, entre dientes,
porque mordía un muslo de pavo.
- Bueno, yo... es que no puedo comer cualquier cosa ¿comprendéis? Tengo que
conservar la belleza ¡que es mi signo de identidad! -La Condesa Fermosa miró
delicadamente a todas las mesas. Tomó una cabeza de jabalí adulto. Todos asentían
con la mirada, pues las manos estaban ocupadas en acercar material comestible a las
dentaduras.
- En fin, veréis... Es que se nos ocurrió llamaros así, sobre la marcha... porque
estábamos hablando aquí, resolviendo problemas, esforzándonos en mejorar las
condiciones de vida de nuestro amado pueblo -A las palabras del Jefe, los magnates
respondían con miradas cómplices, de aprobación- ¿Falta algo? ¿Alguien quiere alguna
otra cosa? ¿Algún alimento de régimen? -Todos siguieron masticando. El Jefe dio dos
palmadas. Entraron dos docenas de portadores, que dejaron más viandas encima de
las mesas y en lugares habilitados para tal fin. Luego continuó- Pues, eso, que tenemos
que contaron buenas noticias, y someterlas a vuestra aprobación.
- ¡Qué amarga es la vida! -Exclamó Pescádez, mordiendo una pechuga de faisán
al horno, con salsa vinagreta.

28
- Hay que ver, que estos plebeyos no paran de comer ¿eh? -Comentó Arguijo.
Y arrastró hacia sí una mesa.
- Así están. -Continuó Pescádez- Siempre enfermos.
- Pero... pero ¿tú te has creído que se ponen enfermos de verdad? Anda,
hombre. -Decía Van Hestom, tirando con las dos manos de un trozo de venado, que
sostenía entre los dientes- Esa gente dice que está enferma, para ir al curandero y no
dar golpe.
- Desde luego, es que son una gente, capaces de morirse, con tal de fastidiar.
-Aseguró Katiusko.
- Yo, con poco me conformo. -Comentaba la Condesa Fermosa, partiendo con
los dientes una pechuga de avestruz.
- Les hemos hecho venir por la cuestión del ahorro. -Añoviejo terciaba, sonriente.
Se le veía pletórico.
- Sabia medida. -El Herrero miró a Añoviejo, arrojó un trozo de pan al suelo.
Luego se puso a jugar, con varios filetes de ternera, con los perros guardianes.
- Pues que tenemos una solución morrocotuda -Se lanzó el Jefe, temeroso de
que Jaime le quitara el protagonismo- Hemos encontrado la fórmula para solucionar
todos los problemas de dinero. Para empezar, vamos a cobrar un cánon, por cambiar
las ruedas de las cuádrigas. Fijáos...
Todos se miraron. “-No está mal”.- Comentaron. Jaime Añoviejo interrumpió al
Jefe, nervioso:
- Y vamos a subir el precio de la paja de cebada...
Arguijo se levantó, malhumorado. Rodeó la oreja izquierda de Añoviejo, con su
mano derecha. Apretó fuertemente, le dio varias vueltas, despacio. Jaime levantaba la
cabeza y encogía el rostro, dolorido, sin atreverse a emitir más que un leve bufido, con
los labios encogidos.
- ¡Jaime! ¡Jaimitooooo! -Jaime puso su mano izquierda sobre la de Arguijo, -
aunque se cuidó de no rozarla- como si así pudiera disminuir la presión que éste hacía
sobre su oreja- ¡¡¡Jaimitooooo!!! ¿Tú sabes cuantos mulos tengo yo? Desde ahora uno
menos: ¡Burro! Y ¿sabes cuantos tiene Katiusko, y Van Hestom, y Petardos, y todos?
¿Lo sabes? ¿Qué queréis? ¿sacarnos más pasta? No se os ocurra. -Apretó más la
oreja. Jaime se retorció, dolorido- ¡¡No se os ocurra!! Mirad los campesinos, siempre
quejándose, todos los días visitando al hechicero, inventando enfermedades para no
trabajar. Ellos son los culpables de todo. ¡Sacádselo a ellos!
El Armoricano soltó la oreja de Jaime. Se sentó resoplando, bufando molesto.
Añoviejo acarició el espacio dolorido y dobló la cara con los labios torcidos. El Jefe, con
gesto preocupado, tomó la palabra:
- Jaime, Jaime ¿por qué tienes que adelantarte, siempre? Este muchacho, tan
mañoso, con sus nervios lo estropea todo. Es que no ha terminado de explicarse.
Vamos a subir la cebada, pero hemos puesto unos cupos, para labores de interés
general, a cuyos beneficiarios les costará menos que ahora...
- Y esos cupos serán...
Foncho Pescádez, sonriente, fue interrumpido por Añoviejo, quien aún sostenía
su manos sobre la oreja.
- ¡Pues claro...! ¡A ver! ¿Creéis que aquí no pensamos?
El Jefe extendió los brazos hace delante, y mostró las palmas de las manos, al
tiempo que encogía ligeramente los hombros. Petardos volvió a tomar parte en la
conversación:
- ¡Oye...! También se podría obligar que todo el mundo lleve una docena de
herraduras de repuesto.

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- Sí, vale. Pero ¿para qué? ¿Para qué quieren tantas herraduras? -Preguntó el
Jefe, con su característico gesto.
- ¿Para qué? ¡Para qué va a ser, hombre de los dioses! ¿Has olvidado que el
hierro es una mis especialidades?
- ¡Ah, claro! Tienes razón. Hay que cuidar por la seguridad de nuestros
amadísimos súbditos.
Los demás, asintieron con la cabeza, convencidos.
- Lo que es verdaderamente importante para la seguridad, es el catalejo lejo-lejo,
de mi fabricación. Se va hasta... -Sancho Asín extendió el brazo, señalando a la lejanía,
en el horizonte.
- Es cierto. -Completó Fernando Orduño.
- Pues nada. -El Jefe terminó de tragar y tomó otro muslo- Se ordena que todos
los carros, carromatos, cuádrigas, sillas y otros elementos rodantes, de menos de diez
mil monedas de plata -los presentes aprobaron, satisfechos- lleven una docena de
herraduras de repuesto y un para de catalejos lejo-lejo. Así lo ordenamos y lo sellamos,
para asegurar la seguridad de los hijos de este reino. Para algo nuestra obligación es
cuidar y proteger a este santo reino y a sus afortunados moradores.
Pescádez se levantó, arrogante. Introdujo los dedos pulgares de ambas manos
bajo la armadura, por encima de la cintura. Muy derecho, estirado, con la cabeza
erguida, sin preocuparle que la panza llegara antes que él, caminaba de un extremo a
otro, en paseos cortos y repetidos.
- ¿Veis lo que os dije? ¿Veis como tan mal no lo hacen? Hay que darles un
mínimo de confianza, si no... -Se detuvo. Parecía haber recordado algo muy importante-
Por cierto... yo he visto en el lago del sur, unos peces muy ricos. Además, allí hay
perlas, cobre, plata y otras menudencias parecidas. Sabéis que mi debilidad es ayudar
al desvaído ¡y no me gustaría que hubiera bronca entre la gente de baja alcurnia, por
apropiarse tonterías así! He pensado que, como mis estados no llegan hasta allí, se me
otorgue licencia oficial para explotar aquellos lugares y, si hace falta, construir minas
para la extracción del material.
- Para eso ya estamos nosotros -Observó Petardos del Río Rojo.
- Pero vosotros no os habíais dado cuenta ¡listo! -Protestó Pescádez
- Bueno, bueno, señores, no se enfaden ustedes. (Que habrá para todos) Aquí
habíamos acordado que cada cosa sería para el primero que la pidiera ¿no? Es lo justo.
Petardos se acercó, amenazador a Jaime, quien, instintivamente, se protegió la
oreja con la mano.
- ¿Como no has visto eso antes, inútil? -añoviejo se encogió- Te has caído con
todo el equipo.
El Jefe firmó un pergamino y se lo entregó a Pescádez, ante la general
complacencia.
- ¡Qué rabia, no haberme dado cuenta yo! -Comento Van Hestom, entre dientes.
Y continuó en voz alta- Está bien. Como yo no tengo excesivas apetencias industriales,
no soy tan avaricioso, nada. Me parece muy bien. Lo que no me parece justo es que en
la Sierra haya gente que guarde el dinero. Eso es un levitismo exagerado, que se nos
tiene encomendado a quienes hemos superado pruebas de abnegación y cordura.
Estamos aquí para evitar problemas, para impedir maldades. Y, por lo tanto, la guarda
de los cuartos se nos debe reservar a rectas moralidades defensoras del bien, como
nosotros. Como yo. Con eso hay que acabar.
- Sin lugar a dudas. Desde luego. -Apostilló el Jefe- Llevas toda la razón. Así lo
hará la corporación dineraria, para que los ahorros vayan a tus oficinas.
- Y, además, -continuó Van Hestom- esa gente recoge mucha cal y hacen

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muchos ladrillos. ¡Eso perjudica a mi corporación! Porque, no sólo no dejan a mis
muchachos recoger la cal de su tierra, sino que incluso ¡me hacen la competencia!
Naturalmente, una competencia absolutamente desleal. No se nos olvide que yo soy un
elegido de los dioses, y estoy refrendado por este Consejo.
- Eso es. Eso es verdad. A mí me pasa lo mismo. -Añadió Arguijo
- Y a mí también. -Completaron otros.
- Sí, sí, todo lo que queráis. Pero a mí, más -protestó Van Hestom- Por algo soy
el primer Duque de este reino...
- ¡De eso nada, monada! Un respeto, rico -intervito Petardos- El primer Duque
soy yo, y nadie más que yo. Eso no me lo discute nadie.
- No peleéis, por favor -rogó el Jefe.
- Está bien. No peleemos. Tú eres en lo tuyo, y yo en lo mío. Ya sabes que no
tengo excesivas apetencias industriales. -Petardos refunfuñó: “-Porque no puedes”- Van
Hestom continuó, impertérrito,- Tengo otra misión, más sagrada: la de guardar los
cuartos de mis vecinos. Y de eso, sé más que nadie. Y, desde luego, soy el más
perjudicado con lo de la cal y los ladrillos, pues ese acaparamiento que egoístamente
hacen los atlantes, perjudica gravemente a mis protegidos de Palmerandia.
- En eso lleva razón. -Intervino, mediador, Foncho Pescádez, con movimientos
rítmicos de cabeza.
- Bueno, vale. -Admitió Petardos.
- Está bien. Como ya hay acuerdo -el Jefe terció, bondadoso, aunque el
movimiento de sus labios, llevaba a los demás, instintivamente, a buscar la procedencia
del supuesto olor- tomaremos una resolución ecuánime. -Tragó. Cogió una fuente de
pescado, tomó varios trozos. Luego continuó- Para tí, Iknamhstupf, serán todas las
tierras calizas de la Sierra.
- ¡Un momento! -Cortó enérgico, Arguijo el Armoricano.
- ¿Qué pasa ahora? -Volvió la cabeza el Jefe, contrariado.
- Pues que no le puedes dar las tierras que tanto sudor me costó a mí ganar.
¡Que tuve que ir a las Casitérides, para conseguirlas! ¿Cómo se las vas a dar ahora a
él?
- Ni las mías. Estaría bueno -Exclamaron otras voces.
- No, hombre, no, por los dioses -sonreía el Jefe, divertido- No, hombre. Me
refiero a las demás. A las que todavía están en manos de los Morenos.
- ¡Ah! -Exclamaron a coro, respirando y dirigiéndose miradas comunes. El Jefe
continuó:
- Para tí, Pescádez, son todas las tierras junto al río Mayor, esas que tienen unas
piedrecitas blancas brillantes, que tanto te gustan -Petardos se movió nervioso. El Jefe
lo tranquilizó- No, hombre, el Río Rojo es todo tuyo.
Con alegría desbordante, reflejada en sus rostros, Pescádez, el Jefe, Arguijo y
Petardos, se abalanzaron sobre distintas mesas y tomaron, cuidadosamente, el
contenido de varias fuentes y bandejas, con ambas manos. Los demás les siguieron
con la sonrisa en los labios.
- Caballeros -todos se volvieron, complacientes, hacia la Condesa Fermosa, que
se había mantenido en silencio, con las manos y la boca llenas- creo no digo mal, si
digo que el mejor jabón del mundo es el jabón fermoso (del mundo decente, se
entiende) -Los presentes asintieron- Y que la mejor tierra es la arcilla fermosa. -Se
miraron. También asintieron. Van Hestom replicó:
- Bueno, sí. Pero me coge muy lejos. Y además, ¡ya la tienes tú! Aquí hemos
acordado no pelearnos por nuestras cosas. No vamos a reñir entre nosotros.
- ¡No, por los dioses! -exclamó el Jefe, y puso su mano, con un gran trozo de

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carne, en el hombro de Añoviejo, quien soltó la que tenía y se limpió la cara con un
mantel.
- Por supuesto, por supuesto -continuaba la Condesa- Sólo quería decir, que si
todo el mundo se lavara (la cara y las manos, desde luego, que la desnudez es
impúdica, no propia de este reino honesto) la limpieza y pulcritud y la belleza y tersa
suavidad de las pieles de esta gente sería completa. ¡Como la mía! -Apostilló.
- ¡Naturalmente! -Fue una respuesta unánime.
- Sin lugar a dudas. -Completó el Jefe- Lo incluimos, también, entre las normas
de obligado cumplimiento. Bien ¿algo más?
- No sé, no sé... -meditaba Arguijo, mientras tiraba de una pierna de cordero, con
los dientes por una parte y por la otra con las dos manos- No sé... ¡Los sacrificios que
tenemos que hacer, le quita a uno las ganas de todo...! ¿Ya os habéis bebido todo el
vino? ¡Jodér!
- Toma -Añoviejo le acercó una vasija y un cazo.
- Estooo... -Pescádez volvió a dar vueltas, con los pulgares bajo la armadura-
Vosotros sabéis que mi única preocupación es mejorar el nivel, la comodidad de este
reino... ¡Es un vicio, no lo puedo remediar! Y que este reino está falto de calzadas...
- Efectivamente. -Contestó, tajante, Fernando Orduño- Las calzadas y caminos
están en un estado fatal.
- Bien. Pues yo he pensado -continuó Pescádez- que podríamos realizar una
gran obra. Una obra perecedera, con la que además, estaríamos al nivel de nuestros
vecinos. Oídme bien. -Todos se aprestaron a escucharle. Los miembros del Concejo
Concejil, los primeros- El río Pequeño, como ustedes saben, tiene setenta y ocho
estadios, desde su nacimiento, hasta el río Mayor. Sin embargo, desde su nacimiento
al mar, sólo hay cinco. ¿Me siguen? -Los presentes asintieron- Pues bien: lo cogemos
y lo desviamos, directamente al mar -extendió los dos brazos en paralelo, en una misma
dirección- y, sobre el lecho actual, previamente cegado, construimos una calzada
ancha, ancha, preciosa -acompañaba sus palabras de un gesto con los brazos abiertos
en cruz, que aumentaba la fuerza de su discurso- y sembramos arbolitos a los lados.
¿Qué? Buena idea ¿no?
Todos quedaron maravillados. Se miraron, perplejos. Erizo Según, levantó
exageradamente los párpados. Las cejas casi se le unían al escaso y vertical pelo de
su cabeza. Preguntó, inocentemente sorprendido:
- Pero... eso... es una obra de gigantes...
- Claro -continuó Sancho Seguro- habrá que hacer un túnel, porque no podemos
bombear el agua sobre las montañas.
- Además, los campesinos usan ese agua para regar sus tierras... qqué... qué
harían entonces? -Se interesó Fernando Orduño.
- Vamos a ver, vamos a ver -Foncho Pescádez, muy serio, abría las manos, con
las palmas al frente- Uno a uno, hombre. Uno a uno. ¿Queremos progreso, sí o no?
¿Queremos tener buenas calzadas, sí o no? ¿eh?
- Pero, es que la gente quiere las calzadas para andar por ellas, y esta... -
Recalcó el Jefe.
- Ya salió el listo de turno. Ponte gracioso, verás lo que vas a durar. -Pescádez
se volvió hacia él, visiblemente molesto- Pues sí, si hay que hacer un túnel, mejor que
mejor. Y si hay que hacer cinco estadios de canal, mejor todavía. Más trabajo le damos
a los obreros. ¿no quieren trabajo? Pues aquí hay trabajo. Por eso mismo, si se entuba
el río, por debajo de las montañas, ¡ideal! Y la calzada ¿qué? ¡Una calzada al nivel de
nuestros vecinos!... con muchos carriles, con separadores intermedios... ¡con
arbolitos...! ¿qué más quieren? Ya no podrán decir que no tenemos tan buenos caminos

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como ellos...
Sin poder remediarlo, le interrumpió, presuroso, Erizo Según:
- Pero... ¡por ahí no va a pasar nadie! No hay ningún pueblo, no va a ninguna
parte...
- Tú, apunta a este -Pescádez se dirigió al Jefe, que asintió, apesadumbrado-
Pues, por eso mismo, no se va a estropear ¡listo! Así nunca podrán protestar, ni
reclamar reparaciones, capullo -Los demás comían en silencio, asintiendo con la
cabeza- Si los campesinos quieren agua, que se compren un cubo. Pero, si quieren
trabajar, tanto como dicen, ¡aquí te quiero ver!: ¡aquí tienen trabajo! No van a poder
decir que no nos preocupamos de ellos. Mi departamento de agujeros y construcciones
va a tener trabajo, durante por lo menos quince años, gracias a esta obra magnífica y
modélica. -Se metió los dedos bajo la armadura y caminó, ufano- el hombre cambia la
geografía. El hombre: la mayor fuerza del universo.
Una ovación cerrada completó las palabras de Pescádez. No hablaron, porque
su esmerada educación les impedía hablar con la boca llena, pero todos asintieron
complacidos. El Jefe no lo dudó:
- De acuerdo. Esto es para tí. El desvío del río y la calzada. La gran “Macro
Obra” que recordarán los siglos venideros. Tendremos la mejor calzada, que no se
estropeará nunca. Y los atlantes no se podrán quejar, para que no digan luego que no
pensamos en ellos. -De pronto quedó pensativo- Bbueno y... ¿qué ganará con eso tu
departamento de agujeros y construcciones...?
- ¿Qué? ¿Cómo? ¿Piensas que quiero hacer eso para ganar dinero? ¿Cómo
puedes pensar semejante atrocidad?
El Jefe, cohibido, como un niño cogido en un desliz, replicó suavemente:
- No, ya. Lo que quiero decir es que... eso os va a costar mucho dinero...
- ¿Costar? ¿Dinero? -Pescádez hablaba serio, molesto con la extraña salida del
mandatario, ante la mirada disgustada de los demás magnates a quienes, obviamente,
tampoco les había gustado tan extemporánea observación- Eso tendréis que financiarlo
vosotros, naturalmente ¿qué pensabas? Yo pongo el trabajo, tú pones la pasta, que
para eso nos sacas tus buenos impuestos. ¡Joder! Yo no quiero ganar nada.
Simplemente, que mi organización siga existiendo... ¡para el bien de la sociedad de este
reino, claro!
Todos los presentes quedaron gratamente impresionados, como correspondía
a su elevada espiritualidad. El Jefe, ensimismado en su alto sentido de la
responsabilidad, miraba con el rabillo del ojo cómo Añoviejo hacía números con los
dedos y una y otra vez volvía a comenzar, con gestos de desaliento.
- ¡Uy! -Decía la Condesa Fermosa- Estas frutas son buenísimas para conservar
la línea ¿me podrían traer diez fuentes más?
- Tú vas a conservar la Línea, Algeciras, Tarifa y Los Barrios -comentó, en voz
queda, Pepe El Maltrecho, al retirar las fuentes llenas de restos. Nadie le escuchó. La
Condesa continuó:
- Ay, Apolo. Apolo bendito ¡qué vida más dura la nuestra!
- Desde luego. Llevas razón. Ya se han acabado las uvas -Lamentó Mazurko
Barero.
Erizo Según le alargó un gran racimo de uvas goteantes, al tiempo que
comentaba:
- Pero nosotros, por lo menos, no nos quejamos, como esos plebeyos, siempre
protestando, siempre lloriqueando.
- Es evidente. Son insoportables. -Apostilló Iñaki Herrero.
Jaime Añoviejo, cada vez que tomaba un bocado, miraba largamente a Arguijo.

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Ahora, ya sereno, después de dirigirle una nueva mirada interrogativa, tomó en sus
manos una fuente llena de guindas rojas, brillantes y, tras comerlas a puñados, volvió
a intervenir.
- Pues no saben que van a tener que prescindir de lujos superfluos.
- Efectivamente. Tendrán que ahorrar. No podemos seguir a este ritmo. -Seguro
daba cuenta de un gran plato de higos chumbos.
- Y ¿qué habéis pensado, para obligar al populacho a ahorrar? -Preguntó
interesado y con aire de incredulidad, Foncho Pescádez, mientras combinaba los
movimientos para retirar una mesa llena de huesos, con una pierna y con la otra
acercarse otra con dulces de varios tipos y tamaños- Hay que reconocer que estos
morenos son los mejores haciendo dulces ¿eh? La verdad.
- Sí. Pero no se lo digas, que son capaces de querer cobrárnoslos. -Le contestó
Katiusko.
- Claro -repuso Van Hestom- Hacen dulces propios de nosotros, de nuestros
paladares elegidos. Es la misión que les han encomendado los dioses y tienen que
atenerse a ella. Como todos. Nosotros también nos conformamos con nuestro destino.
Por eso no podemos permitir que la plebe los coma. Para ellos están los que producen
mis fábricas.
- Bueno... ¡humm, están buenísimos! -La Condesa Fermosa tomó uno cilíndrico,
relleno de nata- vamos a ver que han pensado para acabar con tanto derroche plebeyo
-la nata le caía por los brazos al apretar el dulce con ambas manos. Se sacudió y se
limpió en un mantel.
- Pues esto... veréis... ¡Dílo tú, Jaime. -El Jefe meditó su decisión. Repuso- Pero
con cuidado ¿eh? Explícalo bien. -Se dirigió a los magnates- Escuchadlo hasta el final,
veréis. Es muy interesante.
- Veréis, veréis. -Añoviejo carraspeó- Hemos previsto lo siguiente: primero,
elevamos los impuestos a quienes no posean castillos, y ponemos uno nuevo, por el
cual, aquellos que trabajen en las tierras o en el servicio, si ganan más de una moneda
de plata, deberán entregarnos la diferencia. Segundo, a todos los plebeyos, campesinos
y siervos, les cobramos: a) una moneda de bronce por andar; b) una por rascarse; c)
otra por circular por los caminos empedrados, y d) otra moneda por dar de comer a los
caballos. Tercero, subimos el precio de la cebada, excepto a quienes tienen el privilegio
de entrar en este Palacio, a los que entregaremos unos vales, para que les salga gratis.
Cuarto, para beneficiar, aún más a la plebe, hacemos elevar las soldadas de los
campesinos y de los siervos, en una décima parte de lo que se le sube a la cebada
(seamos ecuánimes) -Los presentes aprobaban -“sabia medida”- comentaban- Quinto:
instauramos las normas de obligado cumplimiento que antes se han dicho. Y... y ¡ya no
me quedan más dedos...!
De pronto, sonó una voz atronadora:
- ¡Yo que tú, no lo haría, Morgan.
De inmediato se formó un gran revuelo. Todos se movieron nerviosamente, en
todas direcciones. La condesa Fermosa casi se desvaneció, aunque no cayó al suelo,
porque la sujetó Lope Katiusko con sus fuertes brazos, curtidos en la lucha contra el
infiel. Sonó una carcajada. Una carcajada casi diabólica, naturalmente. Todos miraron
hacia arriba, al punto más alto de la cúpula, dónde sonaba la risa. En dos ventanas
contiguas, aparecieron, blandiendo sus espadas flameantes, con antifaces rojos, Nico
Circular y Marcel el Macho. Todos echaron manos a sus espadas.
- Es inútil. Estáis rodeados -Gritó Marcel.
- ¡Ah! ¡!Aaaahhhh! -gritaba, presa de pánico, la Condesa- ¡Socorro! ¡Guardias!
¡Ay, que me desmayo!

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- Venga mujer, si no llevas mallas... -el Jefe rió su propia gracia sin que los
demás llegaran a apreciarla- Venga ya, mujer. Si están de broma -El Jefe intentaba
tranquilizarla. Luego se dirigió a los enmascarados todavía subidos en el alféizar de las
ventanas- ¿Qué queréis? ¿No tenéis otra forma de entrar?
- Nanay de la China. -Gritó Nico, tajante. Los dos se arrojaron al suelo, en un
salto atlético, sin red y sin doble- Venimos, pero que muy en serio -Se detuvo un
momento. Miró a Macho, que asintió, con el rostro tenso- Nos lo reclaman nuestras
bases. -Se volvieron a mirar ambos, y encogieron los hombros, como pidiéndose
comprensión.
- Bases ¿no? Bases. Está bien: ¡¡Guardias!!
- Es inútil -Marcel reía, triunfal- No podrán entrar; las puertas están cerradas y
el castillo está rodeado. Os lo hemos advertido.
Van Hestom se dirigió a la puerta del Gran Salón. Comprobó que, efectivamente,
estaba cerrada por fuera.
- Es cierto. Está cerrado.
El Jefe, desconcertado, se acercó a los recién llegados.
- Pero bueno... ¿os queréis explicar? Y quitaos ya los antifaces, aquí no os
hacen falta.
Ambos dejaron caer los antifaces al suelo. El Jefe continuó:
- ¿A qué viene todo esto? ¿No os dimos ayer el castillo de “lopasadoyapasó”?
-Los magnates cruzaron miradas de contrariedad. El Jefe intentó contemporizar- Sí,
esto... ssse lo dimos porque... bbbueno... en algún sitio tendrán que reunirse los
muchachos ¿no? Hay que tener en cuenta que un tío abuelo del Nico residió seis días
en uno de los dormitorios del castillo... Además, si no fuera por ellos ¿quien contentaría
al populacho?
- Ya, ya lo estamos viendo. -Protestó, airado, Van Hestom- Son buenos y se
portan bien. Con las puertas cerradas y el castillo rodeado. Nos tienen cercados,
secuestrados. Esto es una insurrección en toda regla. -Se acercó a una ventana- Venid,
mirad aquí.
Los demás se acercaron a las ventanas bajas y no pudieron reprimir una
exclamación de asombro colectivo que hizo vibrar las lámparas. Grupos de campesinos,
armados con hoces, martillos y otras herramientas peligrosísimas, rodeaban el Palacio,
defendido en aquel momento por tan sólo doce mil guardias.
- ¿Qué significa esto? ¡Así no hablaremos! -Protestó el Jefe, enérgico.
Nico dió un silbido, a cuyo sonido se retiraron varios grupos de campesinos.
Marcel silbó también y se retiró el resto.
- ¡Ah, bueno! -Dijo el Jefe- Y ahora, explicadnos ¿se puede saber qué queréis?
- No podemos soportar lo que hemos oído...
La Condesa Fermosa interrumpió a Nico:
-¡Uy! ¡Maleducados! Estaban escuchando tras las ventanas...
- No, Señora. -Replicó Marcel, muy digno- Pasábamos por aquí, casualmente.
Y haga el favor. Sigue, Nico.
- Pues, como decía. No podemos soportar lo que acabamos de oír. Aquí, los
únicos que van a pagar van a ser los campesinos, los siervos, los artesanos. Y,
mientras, mendas -señaló a los presentes- ¡nada de nada! ¡No hay derecho! ¡No es
justo!
- ¡Sabrán ustedes qué es justo! Eso lo deciden los dioses. Esto, lo que tenemos
aquí, lo han decidido ellos. Ellos tienen el poder. Nosotros somos sus instrumentos.
Cada cual es lo que es. Y debe aceptar su destino.
El discurso de Sancho Asín, fue seguido por el Jefe, más pragmático.

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- Pero bueno, ayer ¿en qué quedamos?
Los nueve Duques, saltaron como traspuestos.
- ¡Ah! Lo sentimos mucho, monadas -Repuso Circular.
- Nos debemos a nuestras bases -Continuó el Macho.
- No podemos permitir que se nos enfaden -Redondeó Nico.
- Pero ¿por qué iban a enfadarse? ¿Por qué? -Decía, dando vueltas, Añoviejo.
- Eso, ¿por qué? - Apostilló Sancho Seguro, acompañando a Jaime en sus
vueltas.
- Pues ¿por qué va a ser? -Nico y Marcel se volvieron, cada uno se colocó a un
lado, y acariciaba los puños de sus espadas- ¡Por qué va a ser! ¡Porque se enfadan!
Porque los pobres, no paran. Hay que reconocerlo.
- Tampoco paramos nosotros -Gritó, Mazurko. Enfadado, dio una patada a una
fuente repleta de platos y fuentes, huesos y envoltorios de dulces - Eso es. Y aquí
estamos. ¿O es que nuestro trabajo no cuenta? Pues ¿qué sería del reino sin nosotros?
¿Eh? ¿Qué sería del reino sin nuestros servicios? ¿Quien defenderá al reino, si
nosotros no lo defendemos? A ver.
- Y ¿qué sería del reino sin ellos? ¿Qué sería si ellos no trabajaran, como
trabajan, mientras hay luz de día? -Gritó, a su vez, Marcel, con las piernas separadas
y la mano derecha sobre el puño de la espada.
- No, por favor. Violencia aquí, no. -Intervino el Jefe, intentando apaciguar- La
espada, guardadita ¿eh?
- Toda la culpa la tienes tú -Exclamó Van Hestom, recriminando al Jefe, quien
agachó la cabeza- Bueno, nosotros -rectificó- Antes sí que estábamos bien. Antes no
pasaba esto. Tendremos que destituirte y nombrar otro Jefe, como más razonable. -
Luego se dirigió a Nico y Marcel- Pero, vamos a ver ¿no quedásteis ayer de acuerdo
con mi mayordomo, Hierro Salado?
- Sí... bueno, es que... esteee.... Vamos, ¡Vale! Pero no puede ser -Contestó,
tajante, Nico.
- ¿Qué es lo que no puede ser? -Intervino de nuevo el Jefe, enérgico.
- Pues... lo que no puede ser... es ¡es lo que no puede ser! -Nico sonrió. Miró a
Marcel, que sonreía también y asentía con la cabeza.
- ¡Ah, bueno! -El Jefe, más calmado, continuó- Entonces ¿hay acuerdo, o no hay
acuerdo?
- Pues, no. -Nico se cogió las manos detrás del cuerpo y elevó la cabeza.
- Pero... pero ¿se puede saber que os pasa ahora?
- ¿Qué va a pasar? -Marcel levantó la mano derecha, con el codo doblado- que
no os reconcentráis... y así no se puede.
- Y, y ¿qué tiene que ver eso ahora, hombre? -Exclamó el Jefe, alzando
súbitamente la cabeza.
- Vamos, es la que cosa... ¡tiene guasa! -Protestó Sancho Seguro- Ayer estaban
tan contentos, con Hierro Salado y conmigo. Y ahora, de pronto... ¡No lo entiendo! No
hay quien os pueda entender.
- ¡Claro! -Replicó Marcel- Ayer no nos dijísteis que ibais a subir tantos impuestos
y cambiar tantas cosas.
- Pues ¿qué queréis que hagamos? ¿eh? -Añoviejo volvía a dar vueltas- Si no
¿de qué vivimos? ¿Cómo va a vivir este reino? ¿Como va a mantener su santidad?
¿Cómo podremos parecernos, si no, a nuestros amigos? ¿eh? ¿No se os subió a
vosotros la asignación, también? Pues entonces, graciosos ¿de dónde creéis que va
a salir eso?
Los dos quedaron muy quietos. Callados y serios, con los brazos caídos a los

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costados. Al fin, habló Nico Circular.
- Es que... No, si nosotros comprendemos. Pero los campesinos...
- No es les puede estar pinchando continuamente. Hay que comprenderlo. -
Completó Marcel El Macho.
- Y ¿quien les pincha? -Inquirió el Herrero.
- No, verás. Lo que queremos decir -continuó Nico, bajo la mirada de Marcel- es
que son gente muy difícil. Ya se sabe, no son elegidos, como vosotros. Y la gente así,
pues... ¡en fin! Lo quieren todo. Ellos, incluso, quisiera comer estas cosas -señaló las
mesas.
- Incluso menos. Hasta se conformarían con un diez por ciento... -replicó el
Macho.
- Pero... ¡están ciegos! ¿No se dan cuenta de que nosotros aquí, cumplimos una
difícil y abnegada misión, que nos han encomendado los dioses? -Respondió, molesto,
Lope Katiusko.
- No, no. Si no es que nosotros pensemos que deban equipararse... -Continuó
Marcel- Hombre, algo mejor que ahora, sí que hay que buscar la forma... -Las miradas
de los Duques y los miembros del Concejo concejil, se tornaron ásperas. Marcel intentó
suavizar el tono de su voz- bueno, pero poco a poco; poco a poco... Pero, aunque sea
poco a poco, hay que tender a mejorar ¿no? Que se vayan notando cambios. Pero, en
fin, de todas maneras, no es eso. Comprendemos que cada cual tiene unos deberes;
comprendemos que ellos no han sido elegidos, sino que nacemos predestinados por los
dioses.
- En fin, vosotros ¿tenéis autoridad con los campesinos, o es que ya la habéis
perdido?
La pregunta desafiante del Jefe, tuvo el efecto demoledor con que había sido
lanzada. Ambos, Marcel y Nico, estiraron sus cuerpos, deseosos de recuperar la fuerza
moral puesta en duda por aquellas palabras.
- ¡Claro que la tenemos! -Respondieron al unísono. Se miraron y continuó Nico-
Pero, ni podemos mantenerlos inactivos, porque creerían que nos hemos vestido de
azul, ni estamos de acuerdo con tantas cargas. No podemos estarlo. Habría que hacer
algo, también, a favor de ellos.
- Se les ha subido la soldada -Protestó, airado, Van Hestom.
- Sí, pero muy poco -los nueve Duques se miraron contrariados- ¡la décima parte
de lo que se sube a la cebada! ¡Fíjate!
- Está bien, está bien. Para que veáis que somos buenos. -El Jefe llamó a
Añoviejo- ¡Jaime! ¿podemos doblar la subida?
- Todo sea por el bien, la paz y la prosperidad de mi amado reino. -Contestó
Jaime, sin mirar al Armoricano.
- Ea: resuelto. -Concluyó el Jefe- ¿Veis? Se les sube el doble. Se les sube la
quinta parte de lo que sube la cebada. Ya no podrán quejarse ¿no? -Los duques, por
un lado y los dos amigos por otro, desviaron sus miradas, con un bufido que denotaba
una aceptación forzada, que no dejaba a nadie satisfecho- De acuerdo entonces. Y, en
cuanto a vuestro trabajo, ya sabemos que es difícil, duro, complejo... pero ¡fijáos en
nosotros! ¿Acaso el nuestro es fácil? ¿Desfallecemos...? ¿Culpamos a nadie? Ved la
forma de irlos entreteniendo.
- Eso es. -Intervino Pescádez- Dejad que se rebelen, muy poquito a poco, los
campesinos que trabajen campos pequeñitos -Bajó la voz, guiñó un ojo mirando a
Arguijo- Así, luego, los compramos nosotros. También podéis ir contentando a los
artesanos de Isidro Naval Invierno ¿no? Los demás duques, asintieron.
- Bueno, en esa misma y acertada línea, podéis ir entreteniendo, de vez en

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cuando, a todas las criadas de los curanderos. Y esas, no importa que se enfaden
mucho. Así no podrán decir que frenamos las protestas -Razonó, concluyente, Pepe
Petardos. Y terminó:- Aquí tenéis con qué justificaros ante ellos. Ya os podéis ir
tranquilos.
- ¿Qué más queréis? -sonrió el Jefe- Os estamos buscando soluciones. Todas
las soluciones. No os podréis quejar.
- Está bien -sonrieron los dos, al unísono- vamos a ir de inmediato, a explicarles
nuestras conquistas.
Ante el asombro de los presentes, ambos tomaron carrera con la intención de
volver a saltar por las mismas ventanas por dónde habían entrado. Tras fracasar su
primer intento, el Jefe se interpuso ante ellos, sonriente- Salid por la puerta. Ya se han
ido ¿no os acordáis?
Nico y Marcel salieron, muy ufanos, por la puerta que daba al pasillo, abierta a
tal efecto por dos pajes vestidos de azul oscuro, para, desde allí, encaminarse al
exterior, dónde llevarían a sus correligionarios las noticias de sus conquistas. Una vez
hubieron salido, los demás, sonrientes y felices, se acomodaron en sus sillones.
Algunos se tendieron entre cojines. A una orden del Jefe, varios criados retiraron las
mesas, dónde estuvieron las viandas, y acercaron vasijas con refrescos y licores. Todos
se desabrocharon. Estratégicamente repartidos, doce eunucos les abanicaban.
- ¿Qué? -comenzó a hablar, al fin, el Jefe- No estaréis tan descontentos de
nosotros ¿no?
- ¿Habéis visto como sabemos resolver cualquier situación, por muy compleja
que sea? -Apostilló Jaime Añoviejo.
Todos sonrieron. Los nueve Grandes Duques, tuvieron gestos aprobatorios, que
los miembros del Concejo Concejil agradecieron. Van Hestom exclamó:
- Desde luego, a esta gente hay que meterla en cintura.
- Desde luego. No podemos permitir que se nos siga desmadrando el personal.
-Recalcó, Foncho Pescádez.
Los demás asintieron con el gesto, tan sabias conclusiones. Todavía, Jaime
Añoviejo añadiría:
- No, que tienen que enterarse, que hay que apretarse el cinturón.
Sucesivamente, se fueron aflojando tirantes, cintos, armaduras, fajas, medias,
refajos, casacas, y fueron vaciando las vasijas en sus sufridos estómagos.

38
IV

TODOS IGUALES

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- ¡Lo hemos conseguido! ¡Hemos descubierto la piedra filosofal! Por fin vamos
a ser todos iguales... ¡Y sin que nadie se puede enfadar, que es lo mejor!
El ritmo de sus palabras se acompañaba de un lánguido movimiento de manos
y una mueca suave, un rictus mecánico, que hacía a los presentes mover sus
pituitarias, a la búsqueda del motivo; un seguimiento mecánico al movimiento reflejo del
Jefe, quien daba la impresión de rechazar un tan extraño como inexistente olor.
Pero lo que más se movía era la enorme lámpara del gran salón. Ni brujos ni
druidas; no hacían falta. Al Jefe no le crecía la nariz. A ninguno de los componentes del
Consejo de Ancianos les crecía la nariz; ni siquiera se sonrojaban. Hablaban con la
mayor naturalidad que tenían aprendida del tiempo. Pero la enorme lámpara que pendía
en el centro del Gran Salón de Sesiones, sí que respondía, balanceándose de un lado
a otro, al son de semejantes afirmaciones, a modo de nuevo ejemplar arquetipo
“geppetiano”.
- ¡Lo hemos conseguido!
- ¡Lo hemos conseguido!
Los ancianos del Consejo se felicitaban y saludaban entre sí, con efusivos
apretones de manos, mientras la lámpara se balanceaba trepidante, al son de sus
palabras. Cada felicitación era coreada por la lámpara, movida no se sabe por qué
resorte mágico, con un movimiento pendular, cada vez más brusco.
Sólo media docena de ancianos del Consejo, procedentes de la denostada tribu
de los atlantes, no participaba de la algarabía general.
- Esto no es una piedra filosofal -Decían entre sí- ¡Esto es una piedra de molino!
- Y nos la van a hacer tragar.
El escudero de Ildefonso Batallas, preguntó, preocupado:
- ¿Qué les pasa a esos?
- Son unos rojazos -Sentenció, Santiago Mejilla.
- Y no son patriotas -Añadió, convencido, Pepón de la Boya.
- Lo único que les pasa -aseveraba Mosén Páñez, hablando, como era su
costumbre, con la lengua pegada al paladar, con lo que daba la impresión de hacerlo
con la boca llena- es que quieren ser más que nadie. ¡Eso es lo que pasa! Y, ¡claro!
aquí, nosotros, ya hemos cedido lo nuestro, oyes, tú. ¡Vamos... que a quien se le
diga...! Que hemos pasado por todo, oyes. -Mosén Páñez colocaba su índice derecho
sobre cada dedo de la mano izquierda, oprimiendo las yemas- Tienen fábricas: como
nosotros. Utilizan una parte de su algodón, con lo que queda menos para nosotros; se
lo arreglan ellos mismos y todavía nos dejan menos; y, encima, hacen aceite y cultivan
arroz y otras cosas... Y, para colmo, desafían la cólera de los dioses; porque, después
que se les permite tener un jefe de tribu, igualito que lo tenemos nosotros, ¡encima
quieren que tenga los mismos poderes que el nuestro! ¡Porque quieren tener la misma

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fuerza que nosotros. Y eso, ya, tú, ¡es demasiado! -Mosén Páñez abrió los brazos y
dejó caer las manos sobre sus caderas, con un leve ruido sordo- Y es que no puede
ser, tú. Cuanto más se les da, más quieren. Fíjate, tú, ahora nos quieren vender sus
cosas. Y es que son unos insolidarios de tomo y lomo, oyes.
- No, no. Evidentemente, son unos egoístas. No hay derecho. Son unos
descarados, incapaces de aceptar su destino -Manolo Tirantes se dirigió a Pepón de
la Boya- ¡Pues ¿no querían que la fábrica general de cuádrigas se instalara en su
tribu?! (Vamos, en la vuestra) Menos mal que hemos conseguido amañarnos, para que
no sea así. ¿Es justo o no es justo, Pepón?
- Claro, claro. Así es como debe ser. Es lo que han decidido los dioses y
¿quienes somos nosotros, débiles mortales, para oponernos a sus designios? -Pepón
apoyó la mejilla en su mano , con el dedo índice de palanca- Cada cual debe aceptar
su destino. Es lógico que debemos ser iguales, dentro de nuestras diferencias, si no,
estoy sería muy aburrido. Eso es lo que nos hace ser un reino santamente variopinto,
único y atractivo. Si los dioses, que son harto sabios, nos hacen variopintos y variados
¿quienes somos nosotros, humildes mortales, para intentar desviar sus sagrados
designios? Hay que aceptar que la igualdad está en conservar cada uno sus
peculiaridades, no en querer repetir todo lo que haga el otro.
- ¡Tú eres un atlante razonable! -Sonreía Herr Músico, aprobando las palabras
de pepón de la Boya. -Hasta podrías ser de aquí, fíjate.
- Nosotros somos razonables -intervino Isidoro el Bello, sonriente ante Tirantes
y de la Boya- Y somos de aquí -señaló, enérgicamente, al suelo- ¿acaso lo dudas?
Manolo Tirantes golpeó con suavidad el hombro de Isidoro. Colocó sobre él su
mano abierta, e hizo ademán de hablar, pero quedó cortado por una voz que procedía
del grupo de ancianos del rincón.
- ¡Vosotros sois unos traidores!
Todos se volvieron y observaron a Eulalio Rubito, visiblemente enojado, rodeado
por su compañeros.
- Lo que tiene que aguantar esta gente -Ildefonso Batallas contenía su disgusto,
apretando los dientes.
- No lo sabes tú muy bien -Completó su escudero.
Desde el rincón del que había surgido la voz, se adelantó Marco Redondo,
seguido de su buen amigo Ángelo Redondel, más tarde venido a menos. Se acercó a
los reunidos y, serenamente, habló con voz vigorosa:
- ¡Parece mentira, Ildefonso!. De siempre hemos sabido tú y yo, que vosotros
habéis nacido en la Sierra por pura casualidad. Y que os molesta el color de vuestra
piel. Sólo habláis del tema, cuando queréis que los atlantes os sigan. Pero, si te crees
que vais a tenerlos engañados mucho tiempo -levantó la mano derecha, con el dedo
casi recto, verticalmente, y los otros cuatro doblados- ¡vais dados! Aquí, mis amigos y
yo, estamos ganando cada vez más gente. Y vamos a ganar más ¿tenteras? Y muy
pronto veréis más ancianos de mi banda, aquí, en este Palacio. Y entonces, ¡os vais
a enterar!
- Lo que hay que oír -comentó, lacónico, el escudero de Ildefonso Batallas.
- Pero... ppero.. ¡vosotros no sabéis lo que es defender a nadie, chalaos! -Gritó
Pepón de la Boya, agitando los brazos- ¡Nosotros! ¡Nosotros sí que sabemos de eso!
De eso y más. Vosotros, lo que sois es unos irresponsables, que estáis vendidos al
Jefe.
- Eso es. Eso. Estáis vendidos al Jefe -Apostilló Ildefonso Batallas- Y ahora, nada
más que por eso, los de mi banda vamos a hacer un bando y lo vamos a distribuir por
toda la Sierra. Encárgate tú, Pepón. ¡Vosotros sí que os vais a enterar! ¡No os va a

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querer nadie! Pero vamos, nadie. ¡Lo que se dice nadie!
- ¿Puedo ayudarle? -Preguntó, solícito, el escudero, mirando a Ildefonso de
soslayo.
- Bueno, vale. Pero no te acostumbres. -Contestó Ildefonso, condescendiente.
- Oidme. -Melinda Pelirroja se dirigió a Ildefonso Batallas- Yo puedo ordenar a
mis comparsas que repartan el bando... si me dais un sitio en vuestra banda.
- Vale. Vénte con nosotros. -Pepón tomó a Melinda de la cintura y replicó a los
ancianos del fondo, con gesto de feliz satisfacción- Vais a verlo. ¡Nadie! No os va a
querer nadie.
- Lo veremos -Sentenció Redondo, sin perder su sonrisa sarcástica.
El grupo salió de la Sala. Los criados cerraron tras ellos el pesado portón.
- No les hagáis caso. ¿No veis que se siguen comportando igual de enanos que
antes? -Manolo Tirantes pasó sus brazos sobre los hombros de Ildefonso e Isidoro y,
con ellos, empujó al grupo suavemente. -Vamos, dejadlos ahí, que se pudran ahí solos.
Menos mal que se han ido. A ver si se van para siempre. Nosotros, a lo nuestro.
En el centro, rodeado de un grupo de ancianos del Consejo, al que se unieron
los demás, llevados por Tirantes, se encontraba el Jefe, en actitud seria. Se le veía
preocupado.
- Esto es grave. Nuestra situación es grave -Decía, cabizbajo, dubitativo,
mientras su rictus provocaba en los demás la tensión mecánica que forzaba las
pituitarias.
- Cuente su Serenísima e Ilustre persona con nuestro más decidido y ferviente
apoyo, y admiración, y respeto y cariño
Peón de la Boya había hablado serio, vivamente emocionado, mientras miraba
a sus compañeros que asentían sonrientes, especialmente Ildefonso Batallas, quien
repuso:
- Por supuesto; por supuesto. De nosotros puede esperar la mayor fidelidad. No
tenga duda.
- Sería mejor reconcentrados, pero, en fin... dejemos eso ahora -Añadió Isidoro
“el Bello”.
- Y digo que la situación es grave ... -El Jefe parecía no haber escuchado a
nadie, absorto en sus propios problemas. Dibujó de nuevo su característico rictus en
su rostro. Todos los presentes, invariablemente, en actitud de fidelidad o movimiento
reflejo, movieron sus pituitarias. El Jefe continuaba impasible, con su estilo tan continuo
como falto de vigor. -porque es grave para todos, para nosotros, los aquí presentes, y
para quienes no están, y para nuestro hermoso y sacrosanto y eterno reino, porque lo
es para nuestros bien amados Nueve Grandes Duques; pues es grave, digo, que
después de nuestros desvelos, de nuestro trabajo, de nuestros esfuerzos y de partirnos
la cara cada día, buscando lo mejor en defensa de nuestro amado pueblo, buscando
lo más ventajoso para nuestro amado pueblo, y, cuando hemos hallado ¡por fin! la
fórmula mágica, la luz del “todos iguales” y nos agarramos a ella como una loapa -el
Jefe no perdía su tono monocorde, su ritmo suave, casi lacónico, en contraste con la
lámpara del Salón, que se movía pendularmente, a un ritmo cada vez más rápido-
lleguen esos atlantes de tres al cuarto y nos lo quieran chafar todo. Y nos amenacen
con soliviantar a la Sierra, que tan calladita y modosita estaba, tan resignada.
- Ya le advertí a su respetada persona, que esos no eran buena gente -aseveró,
grave, Isidoro el Bello.
- ¿Por qué creen ustedes que nosotros no los tragamos? -Recalcó Ildefonso
Batallas.
- Está claro que hay que maniobrar. Aquí es necesario que cada cual ocupe su

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puesto y nos pongamos en marcha, porque si no, esa gente nos lo puede chafar todo.
-Afirmó Manolo Tirantes.
- ¡Como que quieren tener todo lo que tenemos nosotros! -Se quejó Jorge
Empujao.
- Pues sí. Quieren ser igual que nosotros -Lamentó El Chiqui.
- Hasta querían la fábrica general de cuádrigas para la Sierra. ¡Ya ves! -Añadió
Hierro Salado, el mayordomo de Van Hestom.
- Menos mal que conseguimos convencer a nuestros amigos y protectores, los
Gigantes, para que fueran mañosos y la colocaran dónde santamente debe estar. -
Completó el Jefe.
- Insisto en que hay que tomar serias y severas medidas, para contener a esta
gente -Gesticulaba Manolo Tirantes.
- Bueno, bueno. Atended todos, hijitos -el Jefe miró a Isidoro el Bello que, como
todo su grupo, se había vuelto hacia él y miraba atentamente- No. De
reconcentramientos por ahora, nada. ¡Nada de nada! -Isidoro bajó los ojos- Lo mejor
será que nos documentemos bien y recurramos a los expertos, para darle a este
problema una solución correcta. Ya sabéis que no me gustan las situaciones violentas
-miró a Manolo Tirantes, que escuchaba tenso- Además, la experiencia nos demuestra
que es mucho más efectivo y duradero una fórmula de convencimiento.
- ¡Convencimiento! ¡Convencimiento! -Blasón Forzudo no pudo ocultar su
malestar. Todos se miraron, sobrecogidos en silencio- Eso no pasaba con el Abuelo.
¡Garrotazo y tentetieso! Eso es lo que hace falta.
Ildefonso hizo como si no hubiera escuchado las sabias recomendaciones de D.
Blasón y tomó la palabra, desde el centro de la estancia:
- Miren ustedes todos. Aquí, los únicos que podemos controlar a esta gente,
somos los mendas. Nosotros. Isidoro, yo y nuestros ayudantes. Nosotros sí que somos
forzudos. -Isidoro, Pepón, el Escudero, el Chiqui, mostraban su semblante satisfecho-
Y podemos controlarlos, porque ellos confían en nosotros. -Se metió los pulgares bajo
la casaca, ufano. Luego levantó un dedo, verticalmente, como llamando la atención-
Pero tenemos que hacerlo con inteligencia. Es decir, la mejor manera de convencerles,
de dominarlos, es que sigan confiando. ¡En nosotros, claro! Si pierden la confianza...
¡se acabó! Para eso, hay que aparentar que les damos algo; y que ese algo lo tienen
gracias a nosotros.
Se levantó un murmullo de desaprobación. Algunos comentarios hirieron
notoriamente la probada sensibilidad del conferenciante.
- Sí, eso. Ahora tú te pones bien. Y el marrón para los demás.
- Sí, vamos. Ustedes los buenos, nosotros los malos.
Y otros comentarios semejantes. Ildefonso tragó saliva, Isidoro hizo ademán de
tomar la palabra, pero el primero le pidió calma con el gesto. Continuó:
- Estáis equivocados si creéis que buscamos protagonismo. ¡Buscamos que esos
tozudos elementos, continúen sirviendo al interés general y dejen de pensar en
aprovechar su situación preponderante para sí mismos! ¡Buscamos el bien, defendemos
el interés del reino! ¿Cuantas veces habrá que repetir, que nos interesa el reino en sí
y su estructura, antes que esos desaprensivos, incapaces de comprender los designios
divinos. -Todos escucharon atentos. Isidoro, más calmado, continuó:- Si confían en
nosotros, podremos utilizarlos en beneficio de los intereses superiores de este Consejo.
Si no, los del Marco podrían llegar a tener más credibilidad entre ellos, y nosotros
perderemos toda la autoridad que los dioses nos han conferido.
- Credibilidad. Convencimiento. ¡Paparruchas! ¡¡Garrotazo que te crió!! -
Exclamaba Blasón Forzudo, moviéndose nerviosamente en su asiento.

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- Está bien. -Concluyó el Jefe, enérgico- ¡Que venga Pepe Luis Huelabarro!
- Es que esa gente no tiene arreglo ¿eh? -Decía el Chiqui, convencido- Hay que
ponerse serios con ellos. Ahora dicen que no, que los Morenos deben ser Morenos y
nada más. Y que sus artistas son suyos, y sus dineros suyos, y sus aceites suyos, y su
grano, suyo... y... vamos, y así todo...
- Son unos egoístas. -Exclamó Isidoro, contrariado.
- Pues no sé que vamos a hacer si se les deja...
La sapiente reflexión de Saulo del Castillo, quedó cortada por la intervención de
pepe “el Maltrecho”, que había entrado de golpe, sin avisar.
- Os tomáis por c...
El Jefe, a su vez, cortó a Pepe:
- Y tú ¿qué haces aquí?
De nuevo una intervención se superpuso a la anterior, lo que impidió oír la
respuesta del Maltrecho. Blasón Forzudo se encaró al Jefe:
- ¿Huelabarro? ¿Qué pinta aquí ese musiquero?
El Jefe se volvió, dándole la espalda. Hizo una señal a los guardias, quienes se
llevaron a Pepe “el Maltrecho” a la fuerza. Al otro lado, los próceres mantenían la
conversación dónde la había dejado un momento antes. Tony Tardanza razonaba muy
enfadado:
- Son unos falsarios, unos ignorantes, unos energúmenos, vamos. Lo que
quieren es comerse ellos solitos sus frutos, su arroz, sus patatas... todo. Y los demás,
si queremos algo: ¡que lo paguemos! A ver ¿cómo podemos permitir eso?
- Yo digo -Jorge Empujao hablaba casi ininteligiblemente, con la lengua pegada
al paladar, daba la impresión de hablar con la boca llena- que la situación es muy
simple. Esa gente quiere fastidiarnos a todos. Y aquí no hay más que una solución: Que
a nosotros se nos dé el cincuenta por ciento de todo lo que produzca este Reino, como
nos merecemos por nuestra representatividad, ya que somos los únicos capaces de
representarlo ante las naciones vecinas. Y, en segundo lugar, que se nos entregue toda
la producción de la Sierra, porque somos los únicos capacitados para administrarla
adecuadamente.
- Toda la culpa la tienen los del Marco, que continúan siendo unos enanos. Lo
que hay que hacer es acabar con ellos. -Manifestó, casi gritó, Ildefonso Batallas.
Isidoro apostilló, de inmediato:
- Tienes razón. Los dos tenéis razón. Yo apoyo, totalmente, las peticiones de
aquí nuestro amigo Jorge. Y él, que nos ayude a eliminar a los atlantes. Aunque, en
realidad, nos deberíais ayudar todos, porque a todos beneficiamos.
- Isidoro tiene toda la razón -gritó, autoritario, el Señor de Milvillas-. Una vez más,
estamos de acuerdo, aquí, entre nosotros. Pero, además, también sabéis todos que los
guillotinos no nos quieren. Y eso ¿de quien es la culpa? ¿De quien? ¿Pues ¿de quien
puede ser? ¿De quien puede ser? Pues ¡de los morenos!
- Bueno... -el escudero de Ildefonso Batallas hablaba tímidamente, sin desviar
la vista de si jefe- ¿No exagera usted un poco?
- ¡Tú te callas! -le gritó Ildefonso, muy contrariado.
- ¿Cómo que exagero? -Continuó el de Milvillas, en tono enérgico- De eso, nada.
Esa gente, como ya han dicho aquí nuestros bienamados amigos, que coinciden
felizmente, tienen mucho campo y cultivan muchas cosas. Sus lámparas de aceite son
las que más duran. Y, casi siempre, cogen y guardan sus cosechas, para que no las
puedan recoger nuestros recaudadores, ni los de los Grandes Duques. A pesar de que
somos nosotros quienes hemos sido encargados por los dioses para tan abnegado y
meritorio proceder. Y los guillotinos están muy enfadados, porque no consiguen unos

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frutos tan gordos como los suyos. Y, claro, tenemos que pagar justos por pecadores.
¡Tenemos que pagar nosotros, las culpas de unos desaprensivos! En cambio, si los
tuviéramos bien controlados, podríamos negociar con los guillotinos, y seríamos
nosotros quienes venderíamos esos productos, como corresponde. Porque ellos han
sido creados por los dioses para trabajar. Sólo para trabajar. Nada más. La negociación,
la administración, eso es cosa nuestra. Por eso pido aquí, y ahora, que se dicte una
orden, para controlar todos esos productos y se les quiten las lámparas de aceite y se
traigan todas aquí, a la Corte.
- Lo que tenemos que hacer es arrancarles todos los árboles -Bramó Blasón
Forzudo.
- Hombre, por los dioses, no seas bruto. -Isidoro abrió los brazos, inclinando el
cuerpo ligeramente hacia atrás- Y ¿en qué lugar nos dejas a nosotros, entonces? ¿En
qué lugar me dejas a mí? ¿Qué dirían entonces de mí y de los míos... de Ildefonso, del
Escudero, de Pepón, de Manolo Netol...? ¿Cómo íbamos a controlarlos?
- Lo que os pasa es que, en el fondo, sois todos iguales. -Protestó Forzudo-
Mano dura. Mucha mano dura, eso es lo que hace falta.
Manolo Netol tocó suavemente el hombro de Isidoro. Este se volvió, para
escucharle:
- Isidoro, arrancar los árboles, tal vez no. Pero no sembrar más.. sí que es una
buena idea.
- Haya paz, señores. Haya paz. -Ignacio Mambo terció en la conversación-
Isidoro, nos consta que tú y los tuyos no sois como los Morenos, aunque seáis
Morenos. -Isidoro no pudo reprimir un gesto de contrariedad, aunque no le dio tiempo
a replicar, porque Mambo continuó hablando sin interrumpirse- Ya sé que no ejercéis,
bien. Eso está muy bien. Pero hay que reconocer que la idea de Blasón no es tan
disparatada -Netol dedicó a Ignacio Mambo una mirada de agradecimiento. Forzudo
sonrió satisfecho y los demás atendieron con interés- Debidamente realizada, resultará
incluso beneficiosa. Especialmente, para mi amigo, el Conde de las Torres Ostentosas,
que nos lo agradecerá mucho a todos. Fijáos, es muy simple: arrancamos todos los
árboles, y luego replantamos, con lo cual no pueden decir que hemos destruido sus
bosques, porque la tala será para labores de utilidad pública, como hacer fuertes, para
controlarlos. Además, se los repoblamos. Pero, en vez de plantar los mismos árboles
(que, para eso, no hay que quitarlos y crecen muy despacio) plantamos el “rectilínuus
australianus”, que crece mucho más rápido; y que le sirve al Señor de las Torres para
fabricar la pasta y los pergaminos que producen sus fábricas.
- Pues está bien. Está muy bien pensado -El Jefe apretó los labios, mientras
Blasón mostraba sus mofletes, satisfecho y Netol asentía con continuos movimientos
de cabeza.
- Así pues -continuó Ignacio Mambo- consecuentemente, a esto lo llamaremos
“Repoblamiento Arbóreo”.
- De acuerdo. Lo aprobamos. -El Jefe miró con atención a los reunidos. Todos
asintieron- De su ejecución se encargará el grupo de Inventos Comunes Organizados
Neuro Arbóreos.
Mientras el Jefe firmaba el pergamino, dónde ordenaba la ejecución del acuerdo
anterior, las trompetas anunciaban la llegada de Pepe Luis Huelabarro.
- Te hemos hecho venir -le explicaba- para que puedas prestar un nuevo e
inestimable servicio a nuestro bien amado pueblo. Porque sabemos que tú también lo
amas.
- Con todas mis fuerzas. -Contestó Huelabarro, apretandose el pecho con las
manos y elevando la mirada- Pídeme lo que quieras.

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Jaime Añoviejo se acercó con su pizarra y el punzón de grabar.
- ¿Cuanto nos va a costar tu invento, Pepe Luí?
- ¡Bah! No tiene importancia. Os resuelvo cualquier problema por cien mil
monedas de oro. Ya sabes que no soy ambicioso.
Añoviejo anotó la cantidad y se volvió a su sitio, haciendo cálculos que escribía
en la misma pizarra. Huelabarro aseguró, jactancioso:
- Estoy y estaré siempre al servicio de vuestras Serenísimas Inteligencias.
- ¡Garrotazo y tentetieso! -exclamó, incontenible, Blasón Forzudo.
- Esos Morenos de la Sierra son unos egoístas y unos pedantes -Añadió Ángel
Lavamásblanco
- Eso es. Y unos energúmenos. -Completó El Chiqui.
- Ellos son los culpables de todo, de todo. -Decía, dando vueltas el Señor de
Milvillas, al compás de los vaivenes de la lámpara del Salón- Son unos bestias.
- Y unos incultos. -Continuó Lola Ternera- Sólo piensan en tonterías y bobadas:
que si la pintura, que si escribir, que si el arte... ¡paparruchas!
El Jefe miraba a unos y a otros. Por fin, se decidió a retomar la iniciativa.
- Basta, por favor. Huelabarro necesita saber para qué ha venido.
- Muy bien. Lo que sea, pero con autoridad. -Espetó Manolo Tirantes,
abrochándose la armadura enérgicamente.
- Si se me permite -se impuso el recién llegado- creo tener información suficiente.
Y puedo decir que tengo la fórmula para meter en cintura a los Morenos. -Todos se
miraron, interesados. Éste continuó decidido, mientras los demás seguían sus palabras
con curiosidad- Esa gente tiene muchas cosas ¿no? Y les gusta mucho el arte ¿no? (O,
por lo menos, eso es lo que dicen, je, je) Y tienen muchos poetas y muchos escritores
y muchos y muy buenos cantantes y bailarines y pintores y... bueno, de todo. Pues, ya
está. Con mis amigos Pepe Madejas, Fernando Soloburro y la ayuda de los magnates
de los papeles, lo tenemos todo resuelto en un periquete. Sólo me hace falta su
colaboración, la colaboración de ustedes. Y carta blanca.
- Nada, nada. Lo que quieras. -Afirmó el Jefe, solícito y complaciente- Explícate.
Explícanoslo. Como lo piensas hacer.
- Es muy fácil. Veréis: Montamos un festival en nuestro bienamado reino. A
nosotros nos representan los Morenos.
- ¡Eso ¿como va a ser?! -Protestó Forzudo, airado- ¿Estás loco?
- Es cierto. Eso es inadmisible. -Añadieron varias voces.
El Jefe intervino, para poner orden.
- Vamos a esperar. Esperemos un poco, a ver que ha pensado. No seáis tan
apasionados.
Huelabarro se esforzó en ser oído. Continuó:
- No protestéis, hay que ser prácticos. Se trata de que esa genta se sienta
nuestra y no incordien ¿no? Les vamos a dar el caramelito, para que no digan que los
despreciamos. Nunca podrán decir eso. Oídme un poco más, por favor. El plan es el
siguiente: Ellos pondrán los intérpretes, pero los números los impondremos nosotros.
De esa manera, para empezar, les haremos creer que ese arte que tienen nos lo deben
a nosotros -El tono cambiaba. Los comentarios se fueron haciendo más favorables.- Lo
mejor está por venir. Atentos: compiten con los guillotinos... y... ¡son vencidos por ellos!
¿qué? ¿No es buena mi idea?
- Formidable; magnífica, genial. -Entre plácemes y felicitaciones, parabienes y
paramejores, abrazos, apretones de manos, golpes en los hombros, todos los miembros
del Consejo de Ancianos allí presentes, fueron manifestando su satisfacción al sonriente
y triunfante Pepe Luis Huelabarro.

46
- Es realmente genial, único, divino. -El Señor de Milvillas gozaba como jamás
hubiera podido soñar- Así matamos dos pájaros de un sólo flechazo. ¡No, tres!
Mantenemos fieles a los morenos, porque nos lo deben todo. Pierden y les bajamos los
humos. Y nos ganamos a los guillotinos. ¡Divino!
- Muy justo que así sea, pues que son ellos los culpables de todos nuestros
males. -Comentó Mosén Páñez.
- Y muy ecuánime, porque ayudamos a mi Señor, el Conde de las Torres
Ostentosas. -Añadió Ignacio Mambo.
- No se puede negar que la idea es buena... pero no la puedo aprobar. Porque
va contra natura, el que esos descreídos representen a un pueblo sagrado como el
nuestro. A los dioses no les va a gustar. Lástima que ellos no puedan materializarse,
porque con ellos, tendría yo la mayoría y tumbaría este acuerdo. Este y todos los
acuerdos. -Se lamentaba, amargamente, Blasón Forzudo.
- Adelante -Sin hacer caso a los comentarios del Forzudo, el Jefe e Isidoro
hablaban casi al unísono, el primero a todo el auditorio y el segundo a los de su banda-
Adelante. Disponedlo todo. Y hacedlo con sumo cuidado y esmero, que está en
vuestras manos el porvenir del reino.
- Lo haremos bien, veránlo vuesas mercedes -Contestó Huelabarro,
despidiéndose cortés, entre saludos.
- No, no te vayas. Vamos a celebrarlo. -El Jefe dio una orden- Que traigan
muchas fuentes con perdices. Tenemos que festejar el haber hallado la justa medida.
Todos sonreían, satisfechos, mientras la enorme lámpara del Gran Salón de
Sesiones, se balanceaba vigorosa, de un lado a otro.
Y, azulín, azulado...
(De verdad, de verdad, de la buena: todavía no se sabe como acabará este
cuento. Palabra)

47
V

PAPELES

48
En una ocasión, rubias cabelleras nórdicas, decidieron cumplir el sagrado
compromiso en que Odín les había metido y, deseosos de ganarse el eterno chollo en
el “Walhalla”, decidieron invadir El País que Nunca Existió. Difícil reto, Odín les habría
ahorrado disgustos, si les hubiera advertido que el dicho País no existía. Pero, en fin,
esa es otra cuestión.
Su fiereza hizo que se adueñaran de buena parte del País, en especial la costa
sur, dónde sus bellas mujeres, con su atrevida presencia y su casi desnudez,
sembraron el pánico en la recta moralidad de la población del inexistente país; tanto,
que llegaron a poner en peligro el propio bienestar del Reino, pues, de no ser porque
consiguieron expulsarlos, podría haber llegado a perder su santidad.
Reinaba aún el Abuelo; el Gran Benefactor del espíritu. Y la heroica reacción no
se hizo esperar. El espíritu altivo e independiente, unió a los habitantes del prodigioso
lugar en torno a su Consejo de Ancianos y de la nobleza quienes, al ver peligrar sus
posesiones, arengaron a la gente para llevarlas a la defensa de sus intereses.
-“¿Permitiréis que esos descreídos os manden? ¿Aceptaréis depender de unos
extranjeros, que no tienen la bendición de los dioses? ¿Dejaréis que os esclavicen unos
salvajes, que se quieren apropiar vuestros campos y el fruto de vuestro trabajo?
¿Dónde está vuestro orgullo patrio? ¿Dónde? Tenéis que defender vuestra tierra.”
- La defenderíamos, si fuera nuestra. ¿Qué más da, que nos roben ellos o
vosotros? -Exclamó Pepe el Maltrecho, ante uno de los carteles colgados a la puerta
de su casa por los emisarios de los Grandes Duques.
- Es un vikinguizado. ¡Detenedle!
Los guardias que acompañaban a los emisarios, se llevaron a Pepe, simplemente
para impedir que pudiera facilitar a los invasores alguna información de importancia
estratégica.
Los Señores feudales, los hechiceros y druídas y el Consejo de Ancianos,
consiguieron aglutinar así a la fiereza local, que logró expulsar a los invasores. Poco
después, el Maltrecho salía también de las mazmorras dónde le habían mantenido
encerrado. Sólo había perdido algunos kilos... y un ojo.
No obstante la expulsión, algo de aquellos extranjeros había quedado en la tierra
que se vieron obligados a abandonar precipitadamente. Ante la extrañeza de la
mayoría, algunos desaprensivos, de los que nunca estaban contentos con los designios
materializados por la nobleza, los hechiceros y druidas y el Consejo de Ancianos,
habían contemporizado con los nórdicos y sus rubias acompañantes, contraviniendo así
el deseo divino. Desde entonces, empezó a verse mozas, que ya no eran siempre
rubias, tostarse al sol, junto al mar, con menos ropa de lo que la decencia aconsejaba.
Pero, con todo, aún hubo algo peor: muchos habían llegado a aprender a fabricar unas
hojas de pergamino, desconocido hasta entonces, que tenían el maléfico poder de

49
permitir una escritura rápida y con las que se podía, incluso, propagar ideas entre la
gente.
Se trataba de un artilugio peligroso, pues las sensibles mentes de los naturales
del país -excepción hecha de los atlantes, que ya no tenían remedio- eran muy
vulnerables a la manipulación. Por eso, aquellas hojas en manos de los desaprensivos
opositores que todavía se mantenían escondidos en el bosque, constituían un riesgo
demasiado alto, que el Consejo de Ancianos estaba obligado a contrarrestar.
Las autoridades comprendieron que los invasores habían dejado allí su semilla
maléfica, para corroer el ánima de los más confiados, empujados por los más
descreídos y crueles manipuladores de la inocencia humana. Se veían impotentes para
deshacer los grupos que, por todas las esquinas del reino, se dedicaban a fabricar
aquellas láminas, de suave tacto, color claro y muy flexibles, conseguidas a base de
machacar pequeñas partículas de madera, mezcladas con agua, en las que el escribir
era sumamente fácil y más fácil aún eran su almacenamiento y distribución.
El nombre oficial de pasta nórdica, fue sustituido por otro, mucho más lógico y
ajustado a su naturaleza: el de “pasta pecaminosa”. De la contracción de las dos
primeras sílabas de ambas palabras, el populacho terminó denominándola “papé”,
nombre con el que pasaría a la posteridad. Como es de suponer, el uso de aquel
pergamino tan especial, fue prohibido en tan venturoso país, por venir, como venía, de
un lugar dónde las mujeres no tenían reparos en desafiar las miradas de los hombres
y provocar su lujuria.
- Lo nuestro es lo nuestro -Diría el Jefe- Y es sagrado.
- Y que lo digas. ¿Para qué queremos nosotros esos adelantos? Que con su pan
se lo coman. -Añadió Manolo Tirantes.
- Si no existiéramos nosotros ¿quien mantendría la moral en el mundo? -
Meditaba Blasón Forzudo.
- La hay gracias a nuestro tesón. -Sentenció el Jefe.
- Bueno -terció de nuevo, Manolo Tirantes- hemos de impedir que los enanos
consigan fabricar más pasta pecaminosa, porque llenarían el país de panfletos, y
llegarían a las aldeas con su propaganda, antes que nuestros reales emisarios.
Sin embargo, los grupos de enanos, amparados en la seguridad del bosque y
aprovechándose de la abundancia de madera, se pusieron a fabricar pasta. Los
guardias les perseguían, pero sus esfuerzos resultaban inútiles, por lo intrincado de los
caminos. Los enanos, escondidos como estaban, burlaban hábilmente las sagradas
leyes.
Pepe “el Maltrecho”, aunque había dejado de ser enano, se dedicó también a
fabricar “papé”. Y, lo que es peor ¡escribía en aquellas hojas y luego las pasaba para
que pudieran ser conocidas por el populacho, las cosas que se hacían en el Palacio
Principal y otras muchas cosas que ocurrían en el País y que nunca, hasta entonces,
habían trascendido!
Los enanos, en la misma línea, utilizaban la pasta que fabricaban para sus
tramas, ardides y malas artes. Para desacreditar el recto proceder del Consejo de
Ancianos y del Jefe. Para informar a la gente de lo que la gente no quería saber. De
mentes calenturientas y enfermizas, no podía esperarse otra cosa. Así, usaban la pasta
pecaminosa o papé, para emponzoñar los corazones de los campesinos y
predisponerles en contra del Jefe y de su sabia gobernancia, aconsejándoles que no
entregaran sus cosechas a los nobles ni a los hechiceros ni a los druidas.
La degradación fue tal, que llegó a afectar a los propios cimientos de la
civilización más moralizante y honesta del universo universal. De una parte, los enanos
y proscritos habían conseguido una gran rapidez en la difusión de sus enrevesadas y

50
malignas ideas y consignas, porque la pasta, como todo lo malo, tenía la ventaja de ser
más resistente y duradera que los bandos reales y más eficaz, por su ligereza, con lo
que les aventajaba, pese al cuidado que ponía la guardia, en perseguir toda
propaganda clandestina.
Por otro lado, las torres, torreones, puertas etc., respondían y aguantaban, en
función de su nobleza. Pero las narices, estómagos y espaldas, aunque fueran de
bebedores, hambrientos y respondones, asidos a su manía de protestar por todo, se
quejaban cada vez que les clavaban un bando.
De nada servían las arengas de Blasón Forzudo, que agitaba las manos
desesperadamente, pidiendo cordura y respeto a la tradición -“El pergamino es lo
nuestro. Nos lo exigen los dioses-“ Más aún, porque algunos habían visto lo ventajoso
que podía ser para ellos fabricar la pasta y así quitarles la ventaja a los proscritos.
Manolo Tirantes había sufrido como nadie con los engaños que los proscritos y
los enanos transmitían a través del pa-pé, por ser él el encargado del reparto y
colocación de todos los bandos reales. Ahora, el Jefe le había encomendado también
el control y la eliminación de toda aquella propaganda subversiva. La más difícil tarea
que alguien pudiera asumir. Aunque, justo es reconocerlo, también la más merecedora
y, para él, la más grata, por cuanto le permitía prestar el mejor servicio a la patria
puesta en peligro por sus enemigos naturales. En aquel momento crucial, como siempre
que el destino histórico de salvaguarda de la moral se lo pedía, Manolo Tirantes tuvo
una idea genial:
- ¡La pasta es mía! -Exclamó
- ¿Qué? -El Jefe se levantó, sobresaltado.
- Tenemos la solución. -Replicó, eufórico.
- ¿La solución? ¿Qué solución tenemos? ¿La solución a qué? -El Jefe parecía
cada vez más desorientado.
- La solución. La única. La auténtica. La efectiva. ¡La solución es mía! - Manolo
Tirantes daba saltos, alborozado, ante la mirada atónita del Jefe y demás miembros del
Consejo de Ancianos.
- ¿Te quieres explicar de una vez? -Le exigió el Jefe.
- Nosotros fabricaremos la pasta. -Manolo Tirantes hablaba exultante.
- ¿Quieres decir -Blasón Forzudo titubeaba, ante el estupor generalizado de los
demás- que este Consejo de Ancianos va a cometer pecado? ¡Pecado mortal! ¡Iremos
todos al averno! ¡nos ganaremos el fuego eterno, sin remisión! No puedo, desapruebo
tamaña vileza -se dirigió a los demás, presa de los nervios- ¿consentiréis esto? ¿Vamos
a permitir este nuevo ataque a nuestra integridad física y moral?
Blasón se movía, inquieto, estiraba los brazos y se volvía, de un lado a otro del
amplio salón de sesiones, como si quisiera abarcar a la totalidad de los allí instalados.
Manolo Tirantes, contestó, convencido:
- La solución es la solución. No podemos seguir jugando en desventaja, hay que
darse cuenta. Es necesario adaptarse a los nuevos tiempos y luchar con las mismas
armas con que nos ataca el enemigo. O, mejor, con armas todavía más contundentes,
si no, nos derrotarán ellos a nosotros. Tengámoslo en cuenta. Valorad, valoren ustedes,
camaradas, lo que estoy diciendo: este es un día histórico. Más nos vale controlar las
actividades del enemigo que dejarnos avasallar por ellos. ¡Y nosotros no pecamos! -alzó
un poco la voz, mirando al lugar dónde Forzudo todavía gesticulaba- Esta es la voluntad
de los dioses, pues por algo somos sus elegidos. Nuestro Jefe, está aquí, para ejemplo
de todos nosotros, en beneficio de nuestro bienamado pueblo, por la voluntad expresa
de Zeus y Odín. ¡Y ni Zeus ni Odín, ni Rá, ni Thor, van a castigar a sus hijos
predilectos! ¡No van a castigar a sus elegidos! Por el contrario, lo que les interesa a los

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dioses es que seamos eficaces en nuestra lucha por combatir el mal, que para eso nos
han colocado aquí. -se tomó un respiro. Todos esperaban, sobrecogidos por las sabias
palabras, aunque Blasón Forzudo aún negaba con la cabeza- Si nosotros utilizamos la
pasta, el “papé” ese, a) dejará de ser considerada pecaminosa, porque utilizada por
nosotros no será para el mal, como lo es ahora, sino para el bien; b) podremos controlar
su producción y uso; c) tendremos facilidad de comunicación con la plebe y podremos
desarmar a los enanos; d) crearemos riqueza, porque serán amigos nuestros quienes
la fabriquen, y porque podremos cobrar impuestos por su fabricación -aquí, los
miembros del Consejo sonrieron satisfechos. Blasón Forzudo cambió
momentáneamente el gesto, a uno más agradable. Tirantes se miró las manos, casi
desconcertado- y e) ¡no tengo más dedos!
Un aplauso cerrado, emocionado, contestó a la alocución. Tan cerrado y
prolongado, que nadie oyó el rechinar de dientes ni el comentario desabrido de Blasón
Forzudo:
- ¡No estoy de acuerdo! ¡Y no, y no!. No lo apoyaré. ¡Me niego!
- Hay que ponerse en movimiento! -Ordenó el Jefe.
- Eso es -Recalcó Manolo Tirantes- vamos a poner en marcha la información del
movimiento. Vamos a movernos.
Y todos se quedaron dónde estaban. Desde allí, el Jefe repartió varias órdenes,
para que se pusiera en práctica el plan de Manolo Tirantes, a quien dejó encargado de
su ejecución, como responsable de la cosa informativa.
Desde aquel momento, se fueron sustituyendo los bandos por la nueva pasta,
que permitía agrupar varios pergaminos. Y, además de los “Papeles del Consejo”, que
editaba el propio Consejo de Ancianos, muchos amigos suyos se dedicaron a la
fabricación y venta de papé y a la impresión de varias hojas cosidas con alambre, que
se vendían por las esquinas. Con ellas se ayudaba a difundir las consignas del sabio
y abnegado Jefe, para lo cual eran becados por el Consejo, siempre que cumplieran las
normas dictadas. Del cumplimiento de esas normas se ocupaba personalmente Manolo
Tirantes, cuidando muy bien que nadie se desmadrara lo más mínimo. Así, consiguieron
contrarrestar la propaganda nociva y ponzoñosas de los enanos.
Pero, un día, algún tiempo después, el buen Jefe se marchó lejos, muy lejos, se
fue al Walhalla, andando cansinamente, lo que dejó a todo el reino compungidamente
lloroso. Pero antes de irse nombró a su nietecito, al que convirtió en el más joven,
apuesto, bello, hermoso y engolado Jefe del Consejo, que jamás haya visto país alguno.
Y, con él, llegó el tan conocido como eficacísimo “plan de Democracia
Teledirigida por Entregas”, del que ya se ha dado cuenta en páginas anteriores, con el
que intentaba satisfacer a todo el mundo, sin contentar a nadie, pero con la
colaboración de muchos, que fueron sus socios listos, los mejores socios, y los más
listos.
Y lo que había comenzado siendo un justo y sabio intento de mantener la
santidad utilizando las mismas armas con las que sus enemigos les combatían, pasado
el tiempo se les escapaba de las manos. Pese a los denodados esfuerzos de Manolo
Tirantes y las protestas de Blasón Forzudo y sus amigos, quienes luchaban con tesón
para que todo volviera a ser como antes.
De nada sirvió que los seguidores del Forzudo hincharan varios ojos a algunos
de los que vendían aquellas hojas impresas con la ponzoña y maldad que son capaces
de aglutinar cuantos se oponen a las sabias directrices del Consejo. A pesar de los ojos
hinchados, de los moratones en la cara y en otra partes del cuerpo, de los golpes que
necesitaban vendas y tratamientos de curanderos, los descreídos continuaban haciendo
su sucio trabajo, dando a la gente una información que no era favorable a la labor del

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Jefe, la del Consejo ni la de los Grandes Duques, a quienes llegaban a poner en
entredicho.
Pero el nuevo Jefe, en un ataque de locura -hay que suponer- pese al denodado
esfuerzo de Manolo Tirantes, que defendía con tesón la vuelta a la situación anterior,
-o quizás por él, quien sabe- le desnombró. O sea: le destituyó de sus cargos. Parece
ser que la presencia de Manolo Tirantes hacía increíble su intención de hacer creer que
aquello había cambiado, a enanos, comunitarios y catecúmenos rebeldes. Lo cierto es
que cometió lo que algunos llegaron a considerar una impiedad -pese a ser el Jefe- de
destituir a Manolo Tirantes.
Había, sin embargo, una razón. Y es que, la nueva situación, creada tras la
muerte de el Abuelo -como cariñosamente se le conocía, no sin desagrado de Blasón
Forzudo- había provocado que los Papeles del Consejo quedaran relegados y perdieran
eficacia, pues no eran tenidos en cuenta por el populacho.
Fue entonces cuando el Jefe recurrió a algunos de los magnates que habían
producido otros papeles por su cuenta, y les planteó la situación. Con voz engolada,
gutural, estirado, reunió a Tony Ascendío, Tomás de Cuartos, El Conde Gordo, Jesús
Palanca, José Mari Vocerío y otros.
- Comprenderéis -empezó diciendo el Jefe- que quiero volver a ser elegido Jefe
otra vez, y todas cuantas veces pueda. (Que aquí se está muy bien) -todos asintieron.
El Jefe continuó- Además, habéis visto que mis intenciones democráta-populares son
auténticas; no he venido a hacer teatro, ni a escribir versos, aunque se hace camino al
andar. Quiero decir con esto, que confío en que colaboréis conmigo, porque, si lo
hacéis, estaréis colaborando con la democracia que yo he traído -los asistentes oían,
en silencio- Necesito, por una parte, que se reconozca mi labor abnegada y magnífica,
para sacar a este país de una situación insostenible y llevarlo al concierto de las
naciones, en una posición privilegiada. Por otra parte, me molestan mucho los Morenos
de la Sierra. Y no sólo porque mi principal opositor sea Moreno, ya que no practica, sino
porque la gente de allí le quiere como si lo fuera auténticamente. Y, además, no paran
de ser incordios, que quieren ser como los demás.
Los presentes, que habían estado silenciosos durante la intervención del Jefe,
se mantuvieron inmóviles unos instantes más. El Palanca fue el primero en intervenir.
- Conmigo no cuentes -dijo- Yo sólo ayudo a Isidoro.
- Yo no te puedo perdonar que hayas defenestrado a Manolo Tirantes -Replicó
Lucas Casón.
- Pues de mí tendrás toda la ayuda que necesites. -Repuso, solícito, Vocerío- en
especial si me vendes, a buen precio, algunos de los papeles que vais a dejar de
publicar.
- Conmigo, cuenta. Para lo que quieras -Tomás de Cuartos movía el dedo,
señalando a todas partes- Para una cosa y para la otra. Además me caen fatal los
morenos, así que te ayudaré a darles leña.
- Yo me lo tengo que pensar. No digo ni que sí ni que no, sino todo lo contrario.
Ya veremos. Ya veremos como queda la cosa y luego hablaremos -Tony Ascendío se
puso en pie, para que todos pudieran valorar su elegancia- En cuanto a desprestigiar
a los Morenos, a mí no me va a ganar nadie. Puedes estar tranquilo, que yo seré el
primero. ¡Y el mejor!, como en todo lo que hago. -Se acercó ligeramente al Jefe, para
añadir- Con esto confío me des lo que te pedí, pues, de lo contrario, no esperes nada
de mí. Pero, que nada, nada.
Así, uno tras otro, los magnates de los papeles, que habían destacado gracias
a la manera como aprovecharon la “pasta pecaminosa”, se fueron definiendo ante el
Jefe, quien se conformó con los apoyos recibidos, las condiciones de otros y las

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negativas de alguno. -“De todo tiene que haber en la vida”- Pensó. Acto seguido, fue
preparando la liquidación de los grupos de Papeles del Consejo.

p p p

Muy cerca del Palacio del Jefe, dos prohombres bien conocidos, dos auténticos
salvadores de la patria y de su verdad eterna, conversaban rodeados de sus
incondicionales.
- El Jefe va a vender los Papeles del Consejo ¿Lo sabíais? -Ildefonso Batallas
hablaba muy serio, ligeramente inclinado del lado derecho, dónde se hallaba , atento,
Isidoro El Bello.
- Y eso ¿qué importancia tiene para nosotros? -Isidoro se encogió de hombros.
- Yo creo que mucha. Bastante. -Continuó Ildefonso- Porque, además, ha pedido
ayuda a los magnates del “papé”
- Eso quiere decir -sonreía Isidoro- que ya no va a publicar más Papeles. Y a
nosotros nos apoyan Jesús Palanca, Tomás de Cuartos, Tony Ascen...
Ildefonso cortó la relación
- No corras tanto. Jesús nos apoyará mientras hagamos lo que él mande. Y los
otros dos... El de Cuartos no está muy claro por dónde respira... nada claro. Y el
Ascendío, en cuanto le den lo que pide, se nos pierde.
- Entonces... -balbuceó Isidoro, compungido- ¿con qué contamos? -Mantuvo el
silencio unos segundos, ante la consternación general de sus acompañantes. Luego
terminó con una pregunta:- ¿Tú crees?
- Creo y afirmo. -Sentenció Ildefonso, muy seguro de sí mismo- El único seguro
es el Palanca, pues para algo estamos a sus órdenes. Ahora bien -Ildefonso se frotó las
manos, entusiasmado. Isidoro le miraba, incrédulo- Podemos asegurarnos un buen
apoyo para siempre. ¿Sabes qué debemos hacer?
- ¿Qué? -Isidoro sacó el cuello cuanto podía.
- ¡Comprar los Papeles del Consejo! -Espetó Ildefonso, de una sola tacada.
Adelantó el cuerpo un poco, luego se dejó caer de nuevo a la posición que tenía con
anterioridad a su trascendental sentencia.
- ¿C-comprar... los Papeles....? - Isidoro, pensativo, daba vueltas a la extraña
proposición.
- ¡Claro -Ildefonso continuó, decidido- lo compraremos nosotros, o gente nuestra
que nosotros apoyaremos. Ya veremos. Así tendremos una colección de apoyos como
nadie ha podido soñar nunca. No tendrán más remedio que hablar bien de nosotros.
Seremos populares, seremos bien vistos, la gente nos querrá (aún más que ahora).
El Chiqui se acercó a Ildefonso, de forma respetuosa, como él solía hacer
siempre.
- Perdona, Ildefonso. Ya sabes que yo siempre te apoyo, que para eso ambos
pensamos igual en, prácticamente, todos los avatares de la vida. Pero eso es mucho
dinero. Bien: supongamos que conseguimos el dinero para comprarlos, pero. ¿y si luego
no podemos mantenerlos?
- No habrá problema -El Chiqui y los demás, relajaron sus nervios y sus
facciones ante el aplomo de Ildefonso-. Una vez los papeles en nuestro poder, todo el
mundo hablará bien de nosotros. Quitaremos al Jefe, nos pondremos en su lugar y,
cuando el poder sea nuestro, los magnates nos deberán favores. Podremos
vendérselos luego, sin dificultad.
Todos respiraron, relajados. Al poco, empezaron a sonreír satisfechos, hasta que
la satisfacción se convirtió en una carcajada generalizada, motivada por la felicidad que

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les provocaba la iniciativa, movida por la fértil imaginación de Ildefonso.
De esta manera, la banda de Isidoro el bello, consiguió una posición privilegiada,
cuando llegó el momento del “Change-Exchange-Weschel, que se cuenta un poco más
adelante. Habían conseguido, con su habitual habilidad, lo que ni el abuelo, ni su
nietecito, hubieran sido capaces de soñar siquiera.
Y, rosín, rosita, rosado... este cuento (tampoco) se ha acabado.

55
VI

LOS ASPIRANTES

56
Un País tan justo, ecuánime y santo, como el País que Nunca Existió, (lástima
que no haya existido), necesariamente tenía que estar habitado por mucha gente
buena, sabia, justa, santa y ecuánime. Y se reunían, a menudo, para mantener viva la
llama de su verdad. Una especie de ensayo de su grandeza, para que nunca decayera.
Porque eran la auténtica luz que vence a la tinieblas. La verdadera vida, frente a la
desgraciada podredumbre desmadrada de una mayoría infame, que sólo sabía pedir
pan para comer, y que ni siquiera sabían contentarse con la mágica formulación del
“pan pa hoy y hambre pa mañana”. Nada. Lo querían todo.
El grupo de aspirantes se hallaba reunido, como cada mañana, cada tarde y
cada noche, emulando a pastorcitos buenos. Y, de esa forma, pastorilmente, ensayaban
cada día sus genialidades, puestas al servicio del mayor loor y ventura del País al que
tanto amaban (y por el que todo lo daban).
Cuando todos estaban preparados para comenzar la representación, distrajo su
atención un barullo a la entrada. El ruido metálico indicaba que los guardias estaban
trabajando duro contra alguna alteración del orden público establecido que, por lo tanto,
sería inadmisible.
Uno de los ordenanzas salió, para volver con una explicación capaz de satisfacer
la curiosidad de los presentes y, con ello, tranquilizar su estado de ansiedad.
- Era Pepe el Maltrecho y varios de los suyos, que querían entrar para distraer
nuestra atención, sin duda, y así reventar nuestro meritorio aprendizaje.
El nerviosismo recorrió las filas abigarradas de esforzados aspirantes. La
preocupación asomaba a sus rostros. El ordenanza les tranquilizó:
- No hay que preocuparse. Los guardias se los han llevado a todos.
Los presentes respiraron, aliviados. La situación volvió a calmarse, después del
mal rato.
Manolo Ventanilla, sentado en una cómoda butaca y convencido de su heroico
y difícil papel, tomó un tablero, previamente preparado con unos salientes para que no
perdiera la verticalidad, y una abertura en el centro, bajo la cual había una pequeña
repisa. El agujero escasamente permitía ver su rostro. Sin preocuparse de asomarlo a
través, dijo seriamente:
- Poneos todos en fila e id preguntándome. -Acto seguido empezó a revisar unos
papeles que llevaba el que había ocupado el primer puesto- A ver, a ver... te faltan dos
pólizas grosellas y un sello de caucho con la esfinge de Gizé a tamaño natural.
El Jefe de la Banda (todas las bandas de música tienen un director ¿no?),
intervino, vivamente emocionado, en un altísimo tono de voz.
- ¡No, no! ¡¡No!! Esto hay que hacerlo mucho más serio, más indiferente. Le falta
dureza. Tiene que poner más energía... Esto que lo aprendan todos: si no tienen
energía, no conseguirán nada. La vida es una Jungla, sólo perviven los más fuertes ¿no

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lo sabíais? ¡Hay que imponerse! Bien; sigamos.
Ventanilla repitió dos veces más su papel, hasta que obtuvo el beneplácito del
director. Entonces, continuó:
- Veamos... ¡humm!... falta la copia rosa... no viene visado por mi señora... ¡Qué
desastre! ¡Qué país...! Uy, uy... mis niños no pueden hacer aviones con esto, es
demasiado rígido...
- Perdone... es que no oigo bien... ¿cómo ha dicho? -preguntó, en tono más bien
bajito, el atrevido peticionario, inclinándose un poco.
- ¡Ah, encima chulo! ¿no? ¡Grosero! Venga usted mañana con los papeles en
orden, hombre.
- Esto... ¿me los podría devolver? Es para poder traerlos mañana...
- ¡Uy, que descaro! ¡Esto es el colmo! ¿Se quiere ir ya, que mire la cola que
tengo ahí, esperando por su culpa de usted?
- Bueno, es que... perdone... Verá, yo... Si al menos no le importara indicarme
como lo debo hacer... qué papeles tengo que traer...
- ¡Vamos! ¡Esto es demasiado! -Ventanilla incorporó violentamente el cuerpo y
alzó la cabeza- ¿No me va a permitir que desarrolle correctamente mi trabajo? ¿Quiere
que llame a los guardias? -Y, sin pensarlo, gritó- ¡Guardias!
Los presentes prorrumpieron, alegres, en un cerrado y prolongado aplauso,
sonoro, al que Ventanilla correspondió incorporando el cuerpo, primero, e inclinándolo
luego levemente, al tiempo que movía la cabeza de arriba abajo con suavidad, varias
veces, de pie, con las manos pegadas a los costados, mientras se cruzaban amplias
y satisfactorias sonrisas.
Todos se fueron sentando nuevamente, y Ventanilla se retiró a su sitio, entre las
felicitaciones, los parabienes y los paramejores que se le transmitían a través de los
dedos, efusivos.
En silencio, ocupó el centro de atención Felipe Quitapolvo, quien comenzó
colocando un gran montón de libros de pergamino rallado a su izquierda; a continuación
colocó otro montón de libros de pergamino liso, junto al anterior. Y sucesivamente, así
fue colocando montones de libros de diversos colores y rallados, hasta formar una
muralla alrededor suyo. Entonces tomó una pluma de avestruz y, bajando la cabeza
hasta ocultarla tras la muralla de libros, cogió varias tablas pitagóricas y la pluma y se
puso a dibujar hermosas crucecitas, líneas, rombos, triángulos, cuadriláteros, todos
ellos irregulares e imperfectos, naturalmente, para no aburrirse con la corrección. Cada
vez que terminaba de rellenar un pergamino, hacía con él una pajarita y la dejaba caer
a sus pies. Pronto estuvo cubierto de pajaritas hasta la cintura, mientras los montones
de libros colocados cuando llegó, habían disminuido sensiblemente su altura. Entonces,
entró en trance. Mientras desarrollaba, inspiradamente, su arte sin igual, conversaba
a media voz.
- No puede ser. ¿De qué nos quejamos? Estamos mejor que queremos.
Tenemos de todo. De todo; no nos falta nada. El sabio Consejo de Ancianos cuida de
nosotros, más allá de nuestros propios merecimientos... Y, sin embargo, ¡aún hay quien
se queja! ¡Bráse visto! Y es que no nos merecemos el pan que nos comemos.¡Vamos!
No se lo merecen.
Ahondó la mano entre las pajaritas, hasta sus pies. Extrajo una bolsa, toda
cubierta de triángulos isósceles, verdes y negros, pintados sobre ella. Sacó de la bolsa
pan, queso y una botella de vino. Tomó un trago y un bocado grande de cada elemento.
Eructó y continuó hablando entrecortado, entre dientes, con la lengua pesada por la
boca llena.
- ¿Habéis visto a Pepe, el de la Vía Julieta? ¡Je! Su hijo, el mayor, con seis años

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que tiene ya ¡le ha salido rana! Un venasso tiene... ¡Cosa fina! Y el otro, el pequeño,
¡que golfo! -Agachó ligeramente la cabeza, encogiendo un poco el cuello. Eructó otra
vez, seguramente por el esfuerzo, y continuó:- ¡Ha violado ya a siete ancianas! ¿Y la
niña...? ¡Jesús! Parecía una mosquita muerta ¿no? ¡Je, je! ¡Menuda mosca! ¡No es
nadie! Siempre paseando por la calle, como una cualquiera, con el pretexto de que
viene del colegio, o de que va al colegio. Y él ¿para qué hablar? Es un bebedor de
aúpa. Es capaz de cepillarse una botella como esta, cada dos lunas. -tomó la botella,
aprovechó, ya que la tenía en su mano- y descargó casi la mitad en su esófago. Al
devolverla a la mesa, un saludable eructo hizo volar varios libros- Pues no veas el de
la Vía Rábana... ese viejo pellejo, que ya no ve tres en un burro... no trabaja ni aunque
le peguen. Ahora... -bajó ligeramente la voz, miró a ambos lados, como si buscara
complicidad en los presentes; tragó queso, tomó un trago de vino y agachó la cabeza
de nuevo, un poco bajo los libros que quedaban sobre la mesa- los peores están aquí,
en la oficina. -Al decirlo, afirmaba con la cabeza ligeramente encogida, por debajo de
los hombros y disparaba sobre la mesa con el dedo índice perpendicularmente recto-
Sí señor. -El índice iba asiéndose fuertemente a cada dedo de la otra mano- El
administrador, no da golpe. Todo el día haciendo tonterías, pintando cuadritos y
gastando plumas de faisán, que son las más caras. Y tengo las pruebas -sacó varios
papeles con organigramas, sellos y otros dibujos- . El botones, siempre mirando por las
ventanas, a ver si pasan mozas macizas. Las mecanógrafas, cada vez más ineptas.
Sólo saben bajarse el velo de la cara, con las excusas más vanales: que si una lágrima,
que si el calor, que si el polvo... que si una mota en el ojo... Y enseñar la cara ¡claro! El
contable... ¡que desastre! Es un lío con los libros. El almacenista, todo el día comiendo.
Ahora, que el peor de todos, el peor, es el conductor de la cuádriga del gerente: ¡no
para de criticar!
Los asistentes se movieron sonrientes, mientras cruzaban miradas de
satisfacción. Nuestro héroe continuó:
- Aquí sólo funcionamos usted y yo, señor Director. Sobre todo usted ¡claro!
Bebió el último trago, se secó los labios con el dorso de la mano, exhaló un
suspiro y un eructo que le salió de lo más profundo e inundó todo de su aliento. Tiró la
botella al suelo, apartó con el pie la bolsa de triángulos, y miró seriamente al Jefe de la
Banda. Se levantó y se acercó a él. Se inclinó, arqueándose desde la cintura y sacó un
pañuelo del bolsillo.
- ¡Uy! Pero si tiene una motita de polvo... ¡ajajá! -Le sacudió ligeramente el
hombro- no se preocupe usted, no se moleste amado Jefe. Me tiene usted a mí. ¡el más
abnegado, fiel y esforzado colaborador que haya encontrado y que jamás pueda
encontrar. -Levantó la cabeza, sin perder la inclinación del cuerpo- ¿Se le apetece al
señor Director un aguamiel? ¿Una zarzaparrillita...? ¿Quiere el dignísimo señor Director
que le lleve algún trabajo a alguno de esos empleaduchos, (que ya es hora de que
aprovechen el tiempo y se dejen de cotillear y de holgazanear)? -Se puso las manos en
la cintura, miró al techo. Volvió a inclinarse y continuó- Esto... está bueno el día
¿verdad? ¿Un cigarrito...? Humm, Usted... Su Excelencia decía que iba a necesitar un
secretario ¿no? este... yo... ya sabe que siempre le he sido fiel y lo seré por siempre
jamás de los jamases.
Aplausos, sonrisas, vítores. Miradas de satisfacción y complicidad. Los gritos de
“¡Ascenso!, ¡Ascenso!” se sucedían sin cesar. El delirio había prendido en los presentes
como fiel reconocimiento a la representación y por la sana envidia que tan abnegado
proceder despertaba en todos. La alegría desbordante llevaba a Quitapolvo en volandas
hasta su asiento, entre abrazos y emociones.
Todavía en el caldeado ambiente aprobatorio a Felipe Quitapolvo, un extraño

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ruido vino a entorpecer tan ardua y fatigosa labor. Un barullo en la puerta. El director
estiró el cuello, como si pudiera alcanzarla. Quitapolvo se puso de pie, en un vano
intento de ver lo que ocurría. Con similar afán, los espectadores se volvieron.
Uno de los conserjes llegó hasta el escenario:
- Está aquí Adán Cascote.
- Pues que se espere, que estamos ocupados ¿no lo ves? -Repuso el Jefe,
incómodo por la interrupción.
- Es que le persiguen.
- ¿Quien? -Preguntó, curioso, Felipe Quitapolvo.
- Varios reinos vecinos. Dicen que se ha llevado arcos, flechas, catapultas y se
las ha vendido a grupos de disconformes, de esos que hay por todas partes.
- ¡Uyyyy, que maaaalooo! Échalo. -Ordenó el Jefe, decidido, ante la aprobación
de los presentes.
- Es que trae mucha pasta. Mucha, mucha. -Observó el conserje.
- ¿Mucha... mucha...? -Repetía el Jefe, incrédulo. Quitapolvo movía la cabeza
de arriba abajo.
- Tela. Muchíííísima. -Terminó el conserje.
- Bueeeeno. No podemos ser malos con la gente. Estamos aquí para redimirlos.
Siéntalo en un buen sitio.
Un aplauso cerrado y sonoro refrendó tan sabia decisión. Tras él, se acercó
Fernando Bombilla. Enseguida atrajo sobre sí todas las miradas, aún encendidas por
la anterior actuación. Con el cuerpo recto, levantó la mano derecha y empezó a hablar:
- ¿Qué sabrán esos ignorantes aprovechados? ¡Claro! Me roban todas mis ideas.
¡Todas!... Así, cualquiera. Lo que pasa es que no tienen ni mi capacidad ni mi entrega.
No me llegan -el tono despectivo en que dijo las tres últimas palabras, arrancó un
sonoro aplauso- Lo que sí tienen es dinero, ¡maldita sea! Eso es lo que tienen. Lo único.
Pero son... -Se volvió, decidido, hacia el público. Adelantó la cabeza- Ahora quieren
cruzar caballos y burros, para sacar un animal nuevo, duro y corpulento -Bajó la voz-
(Eso tampoco se me había ocurrido a mí, vaya por Dios). -Continuó- ¿Serán burros?
Ellos sí que son burros. El caballo, el más noble animal, vituperado, degradado, al
cruzarlo con un vulgar asno, para sacar de él una raza híbrida y carente de categoría...
Es inconcebible. ¡Utilizar un ser tan puro, para cruzarlo con otros de inferior categoría!
Miró sobre las cabezas de los presentes, hasta que su vista se posó en uno de
ellos.
- ¡Pepe Portes! -Llamó.
- Díme. -El interpelado se levantó y fue acercándose.
- ¡Pepe, amigo mío! ¿qué tal? -Estrechó las manos del recién llegado y lo apartó
ligeramente- Tú tienes unas cuádrigas veloces ¿verdad que sí?
- Efectivamente. -Pepe Portes levantó las dos manos al cielo- Mis cuádrigas son
las más veloces del reino. Y las mejores. Y las más hermosas. Y mis caballos los más
valientes y los más resistentes.
- Está bien, está bien. Lo sabía. Y ¿tú crees que podrían ser tiradas por burros?
- ¿¡Por burros!? -Se extrañó Pepe Portes- ¡Venga ya! ¡No seas burro, hombre!
¿Como voy a poner a tirar de mis hermosas y veloces cuádrigas, a ese animal pequeño,
orejón, lento y cansino? Los burros pueden ser buenos para tirar de los carros, para
llevar mercancías, o el correo. Para mover los molinos... para cosas así.
- Bien, bien, bien. -Bombilla se frotó las manos. Señaló con el índice- Y ¿qué me
dirías, si hubiera un animal con las propiedades de ambos? ¿eh? Un cuadrúpedo fuerte,
resistente, tenaz, como un burro, pero rápido, elegante, alto y esbelto, como un caballo?
Y rápido, muy rápido. ¿eh? ¿Qué me dirías?

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- Hombre... si eso fuera posible -Dudó Portes- ¡Pero eso no existe!
- Exactamente. Tú lo has dicho. No existe. Mejor dicho: no existía. Ahora ya, por
fin, es posible. Es posible para mí, claro. Gracias a mi esfuerzo, mi inteligencia y a mi
dedicación a los demás, Pepe, ya contamos con esa maravilla de la naturaleza. -Abrió
los brazos, miró al cielo- ¿Hay algo imposible para mí, querido Pepe? ¿Hay algo que
yo me proponga hacer, y no lo consiga? Díme: ¿hay algo? Es una cosa única,
sensacional. Una verdadera innovación. Una revolución. Genial; definitivo. Algo digno
de mí, Pepe.
- Bueno... y ¿qué es?
Pepe Portes preguntaba, vivamente interesado. Todo el auditorio seguía la
conversación con sus cinco sentidos, temiendo perderse una sola sílaba. Imaginaban,
y deseaban, un inesperado final feliz. Fernando Bombilla se acercó a Pepe. Se agachó,
ligeramente, en forma sugerente. Bajó el tono de su voz, más sugerente todavía. Todos
quedaron en silencio, ensimismados, suspendidos en el silencio reinante, casi
mantenían la respiración. Se podía oír el aire.
- Imagínatelo, Pepe. Trata de verlo. Es algo verdaderamente definitivo. Piensa
en tus caballos, Pepe. Procura verlos ¿los ves? Mira ese caballo, hermoso, suave,
obediente, ligero y elegante como él sólo. Fíjate ahora en ese asno, trabajador
incansable, constante, que tira de la carreta, mueve la noria, riega el huerto -con los
ojos muy abiertos, Pepe Portes miraba hacia dónde indicaba el dedo de Bombilla,
buscando afanoso el caballo, el burro, el huerto, la carreta y la noria- ¿lo ves también?
Pues ahora, cierra los ojos -Pepe obedeció. De pronto, con los ojos cerrados, se sintió
inseguro. Los abrió de nuevo- Mira como se funden los dos, la fuerza del uno y la
ligereza, la elegancia, el poder del otro... Lo tenemos, Pepe. Tenemos el animal ideal.
- Pero ¿dónde...? -exclamó Pepe Portes, confundido mientras miraba a todas
partes.
Fernando Bombilla se apartó bruscamente. Unió los brazos. Luego los separó
de golpe, echó el cuerpo hacia atrás, irguiéndose.
- ¡Ah, soy genial!. ¡Genial! Lo he conseguido. Tengo el animal perfecto -Pepe
continuaba, mirando a todas partes, incrédulo, asombrado- Te interesa, ¿verdad Pepe?
Te interesa, claro. Pues que conste que lo hago sólo por ti ¿eh? Sólo por ti. Por
vosotros, los que vivís del transporte. Y para facilitar las comunicaciones a mi amado
pueblo. -Se inclinó levemente hacia delante, con las manos pegadas al pecho- Yo, para
mí, no quiero nada. Sólo quiero vuestra felicidad; a mí me basta con vivir, con poder
vivir, para seguir inventando métodos que faciliten la vida a los demás. Con eso tengo
bastante.
Tomó la mano de Pepe y la acarició suavemente. Luego añadió:
- Por sólo cinco millones de monedas de oro, tienes el animal perfecto. Te doy
el método para que lo produzcas tú mismo, Pepe. Así no tienes que depender de nadie
¿Hecho? -Pepe continuó en silencio, mirando dubitativo- Vale, de acuerdo. ¡Hecho! Así
hablan los hombres. Me basta una carta de pago tuya. Tú tienes crédito. Vamos,
dámela ahora mismo, que mañana te explico mi secreto.
Él mismo sacó la carta del bolsillo de Pepe. La rellenó y le puso en la mano una
pluma de pavo real y le indicó dónde debía firmar. Andando alegremente, se separó de
allí y dio una vuelta por la estancia, seguido por todos los ojos, incapaces las manos de
aplaudir, entumecidas por la emoción que embargaba todos los corazones. La emoción
subía de tono, con las siguientes palabras de Fernando:
- Pepe, hermano. Tú eres un auténtico hermano, querido primo. No como ese
Santoinvento, que me roba todas mis ideas ¡todas! incluso antes de que se me ocurran.
El muy malo, (que es un rojazo auténtico) también quería quitarme mi idea de andar por

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la calle. ¡Ah! Pero lo que nunca se atreverá a robarme, porque es que lo rajo de arriba
abajo, en canal, es mi genial invento para pisar la tierra con los pies. ¿Qué se habrá
creído? Además, le gustan los tíos cantidad.
De pronto, se detuvo. Frente a él vio al joven Bellomozus. Se acercó a él; le
pellizcó con suavidad el rostro.
- Pero qué guapo estás hoy, ¡que guapo!
Dejó caer su mano sobre el hombro y la deslizó por su brazo, hasta pararla en
una suave y prolongada caricia de los dedos. Lo miró fijamente un rato, manteniendo
su mano en la del otro, moviendo los labios y pasando la lengua por ellos. Luego siguió
andando, sin apartar la mirada de tan feliz encuentro.
Ensimismado en tan altas deducciones filosófico-poético-industriales, no se dio
cuenta de la presencia de Paquito Dalalata, quien, colocado en su camino, le cortaba
el paso.
- Espabila, hombre. - Le espetó Dalalata.
- ¿Eh? ¡Ah! ¿qué pasa, hermano? ¿Tú por aquí? -lo abrazó efusivamente,
mientras repetía- Que alegría. Que alegría. Precisamente venía acordándome de tí.
- ¿Sí? -Se ilusionó Dalalata- y ¿cual es el motivo?
- Algo que te va a interesar. Sabes que siempre me acuerdo de los buenos
amigos en los buenos momentos. -Se separó un poco- Tengo un cargamento de
cebada, a un precio bajísimo. Lo he conseguido en una verdadera oportunidad, a unos
campesinos que querían sacarlo por la frontera clandestinamente. Hubo que sacar toda
la cebada del agua... -sonrió suavemente- ¡lo que nos costó!
- ¡Psé! Podría ser -contestó Dalalata, no demasiado ilusionado. Y añadió- Por
cierto ¿conoces a un druida que ha inventado una pócima que engorda a los caballos,
y sin comer?
- ¡Bah! ¡Bah! Hombre, por los dioses... -sonrió forzado- ¿Vas a hacerle caso a
esos pseudo-renovadores, que quieren acabar con nuestra tradiciones? ¿Cómo va a
ser lo mismo, alimentar a los caballos con cebada auténtica, que con una pócima?
- Hombre.. Auténtica... ¡me has dicho que la tuviste que sacar del agua?
- ¿Y qué? El agua la moja, pero no le cambia sus propiedades. La pone un poco
más húmeda ¡y ya está! Además, por esa pequeña tontería, te haré un buen descuento.
Al menos un diez por ciento.
- Pero... -Paquito continuaba su defensa. Fernando empezó a irritarse- bueno,
dicen que los caballos siguen comiendo, pero comen menos. ¡El druida trajo al suyo por
toda la vía Justa, alimentándolo sólo con su poción y luego lo tuvo media luna en la
Posada de la Luz, a la vista de todo el mundo.
- ¡Bah, bah, bah! -Bombilla movía enérgicamente las manos- Pero ¿tú sabes
luego la cantidad de agua que beben? Anda, olvídalo. No merece la pena. -Le echó la
mano por encima del hombro y le sacudió ligera y repetidamente el cuerpo, atrayéndolo
hacia sí. Vamos, te ofrezco una cebada en perfecto estado sanitario (yo mismo le he
hecho una revisión ocular) a un magnífico precio. Mira: para que veas que te aprecio,
te voy a hacer un favor. Un gran favor: te la dejo con un descuento del doce por ciento,
si te la llevas toda y me la pagas aquí mismo. Toma: firma aquí.
Firmado el acuerdo, Fernando Bombilla se despidió de su circunstancial
acompañante y continuó hablando. Los asistentes contenían el aplauso, a punto de
estallar, ante tan continuada como interesante intervención.
- Tengo una idea. Otra. Otra más. Una idea maravillosa, genial. Y esta no me la
va a quitar nadie, porque la voy a poner en práctica ahora mismo. Sabrán quien es el
mejor. Voy a proponer al Consejo de Ancianos, que nuestros valientes soldados luchen
con espadas. Y me cubriré de gloria. Salvaré a mi amado reino de conjuras extranjeras.

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Extranjeras e internas, que ya sabemos... Recuperaremos, de esta forma, la mayor
gloria del mundo.
Emilio Malmirado se acercó a Fernando y, con el mayor sigilo, después de llamar
su atención con suaves golpecitos en el hombro, le dijo al oído, con la mano arqueada,
junto a la boca:
- Pssst, Fernando: que nuestros solados combaten con espadas desde hace
tropecientos y pico de años...
- ¡¿Cómo?! - Fernando se volvió, sorprendido e indignado. Gritó:- ¿Te atreves
a robarme mi idea?
El público asistente, tanto rato reprimido, estalló en una atronadora salva de
aplausos. El arranque, espontáneo, fue tan inmediato que cortó la última sílaba
pronunciada por el conferenciante. Algunos comentaban, manteniendo así el caldeado
y animado ambiente:
- ¡Es único!
- ¡Es genial!
- ¡Es increíble!
De pronto, sonó una voz tras las bambalinas. Una voz conocida; conocida, pero
imposible,
- ¡Eres un farsante! ¡No inventas nada!
¿Imposible? ¡No! Allí estaba él. Cómo había conseguido escapar de los guardias
nadie podía explicarse. Pero allí estaba de nuevo, incordiante, como era su norma,
Pepe “el Maltrecho”, al que los celadores, celosamente guardianes de la situación, se
tuvieron que llevar nuevamente en volandas.
Poco a poco, entre bufidos de insatisfacción, por la forma como un desaprensivo
había deshecho, en un momento, la magia tan trabajosamente creada en aquel lugar,
la gente se fue acomodando de nuevo. Las conversaciones y los murmullos se fueron
apagando, hasta desaparecer al cabo de un rato, cuando de nuevo se hizo la penumbra
y una luz huidiza anunciaba la siguiente intervención.
De nuevo en silencio, las miradas se condujeron unas a otra hacia un punto
común. En el centro de atención, Juan Decente, en silencio, miraba al cielo con los
brazos cruzados sobre el pecho. Había llegado allí silencioso, aunque no misterioso, sin
hacer ruido mientras todavía coleaban los comentarios por la desgraciada intervención
del Maltrecho. A medida que avanzaban los segundos, la tensión subía. El silencio se
hacía más denso, hasta que el propio Decente lo rompió con un suspiro. Un suspiro
hondo, sentido. Todos se relajaron. Entonces, Juan, bajando la cabeza, comenzó a
declamar.
- ¡Dioses! ¡¡Dioses! ¡Qué juventud! Ya no se respeta nada... -cada frase,
acompañada de movimientos laterales y elevaciones de cabeza, atraía gestos y miradas
aprobatorias de los presentes. Juan Decente continuó, animado- No hay derecho. Esta
mañana me cruzo con un niño y no me dejó la acera. No, no. Tal y como lo digo. Por
allí pasan las cuádrigas a toda velocidad y ¡nada! Tuve que ser yo el que me bajara...
Luego le ordené a otro que me trajera un pergamino. Y ¿saben qué me dijo? ¡No se lo
van a creer! Yo, todavía, alucino... Me dijo ¡que fuera yo a por él! ¡Que fuera yo! ¡Que
descaro, por todos los dioses! No sé adonde iremos a parar. Desde luego, esto no
pasaba con el abuelo. ¡Ni de coña, vamos! -los presentes cruzaron miradas de
complicidad- Si es que no puede ser. Y es que es para no contarlo. Un poco más tarde
(que día llevo hoy) me cruzo con una niña de doce o trece años, más o menos. Cruza
por allí un niño, un chaval, montado en un pony. Y... ¡lo miró! Sí, sí. Tal como suena.
¡Lo miró! ¿No es increíble?¿Puede verse mayor descaro, mayor relajación en las
costumbres? Pues, nada. Esto es lo que hay. -Descansó unos segundos. Miró a su

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alrededor- Es cierto. Bueno ¿y las ropas que usan ahora? ¡Es tremendo! Por cierto...
-se fue directamente a Mariola Delantera- aquí tenemos una clara muestra. No hay que
ir muy lejos.
Juan Decente rozó con el dorso de la mano desde la barbilla hasta el pecho de
Mariola y tiró del vestido hacia fuera, mirando por detrás de su mano, y continuó
enardecido:
- Se le ve todo. ¡Todo! El corsé, la ropa interior... todo. Claro, y luego querrán
casarse y formar una hogar (decente) y ser felices y todo eso que nos está reservado
a quienes guardamos fielmente la moral. -Dejó la ropa otra vez en su sitio, soltándola
suavemente y deslizó los dedos de nuevo por la piel de Mariola, que reflejaba en el
color rojo de su rostro las miradas desaprobatorias de todo el auditorio- Qué misión tan
difícil la mía, dioses. Tener que vigilar; tener que ver lo que no deben ver ojos
humanos... -se tendió en el suelo, boca arriba, con la cabeza entre los pies de Mariola.
Se colocó los dedos separados perpendicularmente a ambos lados de la cabeza y
comentó, indignado:- ¡Qué barbaridad! ¡Qué barbaridad! ¡Qué descaro! Se le ven los
tobillos.
Uno de los presentes, tan idignado como el ponente, se levantó airado:
- Es que no puede ser. Esta juventud no es como la de antes.
A aquella voz siguieron otras:
- Desde luego. Son todos unos desvergonzados. Yo, a mi padre, le hablaba de
usted.
En aquella sana algarabía, intervino un espectador para romper el criterio y
corromper así tan buen entendimiento:
- ¡Pues que no mire! -Gritó.
Ante tamaño descaro, el público se arremolinó. Entre manoteos, los cuerpos
levantados, las voces exigían la expulsión del sacrílego:
- ¡Sinvergüenzas!
- ¡Contestones!
- ¡Energúmeno!
- ¡Rojo!
- ¡Renegado!
- No hay que preocuparse. Hay gente así, pero no hay que preocuparse. No
llegarán. No serán nada.
Alguno de los presentes intentaba quitarle importancia al conflicto planteado por
un inoportuno contestatario permanente, por una de esas personas que no está de
acuerdo con nada, pero parecía imposible, en un ambiente tan caldeado y tan celoso
de sus verdades. Una señora gritó:
- ¡Vamos a echarles de aquí! Liberémonos de tanto indeseable.
Entre carreras y gritos de “-fuera, fuera”, escaparon los dos jóvenes, mientras los
presentes, plenos de santa indignación, mostraban su descontento.
- Claro, es que no puede ser -comentaban, entre otras cosas.
Fernando Bombilla se dirigió a ellos, nuevamente.
- Estos, esta gente así y otros como ellos, son los que me roban a mí mis ideas,
que siempre estoy pariendo por el bien de mi pueblo.
- Las reclamaciones en el mostrador del ático -dijo, sin moverse de su asiento,
Manolo Ventanilla- ¡Ah! Y traigan un cromo para mi niño.
- Mi Jefe es el mejor
Repetía, dando saltitos, Manolo Quitapolvo, mientras Juan Decente, repartiendo
incienso con las manos, gritaba:
- ¡Decoro! ¡Pulcritud! ¡Sed buenos y pensad bien! ¡Amaos, pero no os miréis!

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¡Sed castos! ¡Creed en lo que digo, pero no en lo que hago!
- ¡Ay, dioses! ¡Ay, dioses todos! -Federico Malapata clamaba, mirando al cielo-
¡qué mala suerte tengo. ¡Qué mala! He perdido el cable, y las clavijas. Y ahora ¿qué
hago? ¿qué puedo hacer? No soy nada. Ya no seré nada. Nunca. Nunca seré nada sin
ellos.
Y así, todos los presentes fueron entrando en éxtasis, al debatirse en
disquisiciones filosóficas como esta pequeña muestra:
- Te vendo esta silla.
- ¡Pero si es mía!
- Tanto mejor. Más a mi favor.
- Comer ese pan es muy malo. Probad el mío.
- ¡Que te calles!
- Niño, bájate de la acera, que voy yo.
- ¡Al ladrón, al ladrón! Que me roba sus caballos.
Y así, sucesivamente.
En tan importante trance se hallaba el numeroso y abnegado grupo de los
aspirantes, cuando se levantó de su asiento Rolando Entresuelo. Abrió las manos, las
ahuecó, extendió los brazos a ambos lados, horizontalmente y dijo:
- Hermanos... -al principio no todos le oyeron, enfrascados como estaban en tan
trascendentes asuntos, todos buscando la manera de prepararse para mejorar y así
obtener mejores puestos y más altas dignidades, no para sí mismos (faltaría más) sino
para santificar la vida de su amado reino. Entresuelo continuó, sacrificadamente,
alzando la voz cada vez más- ¡¡Hermanos!! -seguían sin oírle. Abrió los brazos, alzó
aún más la voz- ¡¡¡¡HERMANOOOS!!!! -Los comentarios se apagaron; todos miraron
interesados al nuevo orador- ¡Ah! Hermanos... -hablaba sosegado, recuperaba el tono
idóneo para dirigirse a su adorable auditorio- Yo, para mí, no quiero nada. Eso lo saben
bien los dioses. Todo lo quiero para mi pueblo. -Se llevó las manos ahuecadas al
pecho- Para mi pueblo, todo. Mi pueblo se lo merece todo. ¡Todo! Yo no quiero nada.
No quiero cargos, no quiero honores, no quiero dinero.. ¡nada! ¡Todo para mi amado
pueblo!
Emilio Vederecho se le acercó y le dijo:
- Entresuelo: podríamos organizar unas reuniones, para que todos los atlantes
sepan leer y escribir y hacer cuentas (que todavía muchos tienen que hacerlas con los
dedos), para que no les sigan engañando los que les compran sus productos ¿te parece
buena idea?
- ¡Excelente idea, hermano! Has elegido el camino perfecto. Este es un auténtico
hermano. El mejor. El único, el verdadero hermano. Capaz de ayudarnos a levantar
nuestro pueblo amado y querido y respetado. El dinero que haga falta para eso, está
aquí -se dio una palmada en el pecho-. No hay que pararse en gastos. Todo sea por
nuestra gente -Se detuvo un momento, meditó. Quedó pensativo, con los ojos
semicerrados, encogidos y los labios apretados- por cierto ¿cuanto voy a ganar yo con
eso?
- ¿Ganar? -Se extrañó Vederecho- Esto no es un negocio, hijo. Lo será si lo es,
pero de momento es una aventura. Un servicio. Un servicio a nuestro pueblo.
- ¿Servicio? Ah, sí, claro. Un servicio. Claro, un servicio. Sí es evidente -empezó
a mover la cabeza a izquierda y derecha, al tiempo que encogía los ojos y la boca- No,
no, no. Eso no sirve de nada. Eso requiere interés ¿comprendes? Y la gente no tiene
interés; no quieren aprender ¿comprendes? Si la gente quisiera saber más, algo.. Pero,
no; no quieren ¿sabes? Hay que hacer cosas contundentes, cosas que lleguen al
corazón de nuestra gente, que la gente comprenda ¿tú me entiendes? Nosotros

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tenemos que prestar un servicio ¿no? Pues vamos a prestarlo. ¿Qué mejor servicio que
la tierra que pisamos y que tanto amamos? Tomaremos recipientes pequeñitos, los
llenaremos de esta hermosa y amada tierra y los venderemos. -Entusiasmado, dibujaba
corazones en el aire, con las manos ahuecadas, doblando los dedos- ¡Eso sí que es un
servicio! Porque la gente va a aprender a amar su tierra; tendrá su tierra en su casa, en
la ventana, en la azotea, en la terraza, en la alcoba, en... ¡en todas partes!
- ¿Seguro? -Inquirió, indeciso, Eulalio Vederecho.
- ¿Cómo que seguro? ¡Segurísimo! Seguro, no ¡¡segurísimo!! Superseguro. Eso
es amar la tierra y divulgarla. La tierra nos da la vida, Ella lo es todo para nosotros, los
humanos. La tierra es lo mejor; la tierra nos basta. Lo mejor que puede hacer el ser
humano es aprender a valorar y amar su tierra. ¡Vamos! Ve preparando las macetitas,
que mira cuanta tierra buena tenemos aquí.
Eulalio salió. Al rato volvió con varios carros cargados de macetas de varios
tamaños, llenas de tierra roja. Entresuelo sonrió:
- Eres un buen chico ¿qué haría yo sin tí? Ahora, dime una cosa: ¿tú no eres
miembro destacado del Clan de la Sierra?
- No, no. Que va.
- ¿No ¿Como es eso? ¿Pero, no lo eras?
- Lo era. Pero ya no lo soy. Me cansé de intrigas y enfrentamientos inútiles.
- Pues deberías continuar. Ahí tienes un buen sitio, si un día te hace falta...
Además, yo, que soy tu amigo ... ¡yo no quiero cargos! -se interrumpió- Pero me
sacrificaría por tí, porque soy tu amigo. Y -marcó con las manos ahuecadas un inmenso
corazón en el aire- por mi amado pueblo... si me dieran un puesto destacado.
- Pues no. -Afirmó Eulalio- Lo he dejado y no pienso volver.
- Bueno, tú allá. Tú te lo pierdes. Anda, ahora dibújame un pergamino, para
hacer propaganda de nuestros recipientes terreros.
Una vez Eulalio le hizo entrega del pergamino, Rolando Entresuelo lo tomó en
su mano derecha, cerró los ojos. Los abrió de nuevo. Separó sus manos, extendiendo
los brazos; miraba los dibujos impresos en el pergamino con los ojos entreabiertos y los
labios apretados. Movió varias veces el pergamino, dando medias vueltas a la muñeca.
Al fin, exclamó:
- No, no, no. Esto no sirve. No tiene fuerza, hermano. Hay que dibujar como
nuestros hermanos, los Gigantes. Ellos son los maestros. Son maestros en todo. Eso
es estilo. ¡Eso es categoría! Ellos saben mucho de esto.
Arrugó el pergamino, se sentó y pintó en otro varios cuadritos de distintos
tamaños. Escribió al pie: “Un auténtico servicio por amor a nuestra tierra”. Luego
exclamó, pletórico:
- Esto está bien ahora, eso es. Te diré algo: está esto bien -se puso en pie.
Concluyó:- Bien, ahora descarga las macetas.
- Hay que pagar el porte -Respondió Eulalio.
- ¿Pagar? ¿Te atreves a pedir dinero? ¿Dónde está tu amor por tu tierra?
¿Dónde está tu entrega? ¡Eres un vil materialista! -Entresuelo gritaba, enfurecido- Pero
¿qué te has creído? ¿Crees que mi dinero está para tirarlo? ¿Para gastarlo en lo que
tú quieras, desalmado? ¡Quisiste gastar una moneda en hacer un papel para enseñar
a escribir a la gente, a esos descreídos... y ahora... A ti lo que te pasa es que eres un
masocomunitario, que quieres quitarme el puesto. Pero te has equivocado conmigo.
Antes de que te hagas más importante que yo, te rajo. De arriba abajo, como un melón.
¡Te rajo! Vale, si quieres pagar el porte, ya puedes ir soltando la pasta, que tú lo has
traído ¡estaría bueno! Y lárgate de aquí cuanto antes ¡malvado!
- Anda tío, estás como una cabra

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Eulalio se sentó en su lugar, tranquilo. Rolando Entresuelo continuó su perorata,
se dirigía al numeroso público, ensimismado en su elocuencia, abriendo los brazos y
llevando las manos ahuecadas al pecho:
- Todos veis mi trabajo, mi esfuerzo. Todo lo veis: abnegado, sacrificado,
desinteresado... -Dibujaba corazones en el aire, moviendo las manos- Todo por mi
pueblo. Pero hay gente que se quiere aprovechar de mi bondad. Que se quiere
aprovechar de los trenes baratos. Y algunos, como ese Eulalio del averno, se permite
incluso el lujo de dibujar mejor que yo, y de tener mejores ideas que las mías ¡porque
me las quita el muy bribón! Incluso las que no tengo. Después de los favores que me
debe. Y es que así no llegaremos a ninguna parte. Con lo hermoso que es -dibujó con
las manos un corazón grande, grande- trabajar sólo por prestar un servicio a nuestro
pueblo. Y es que no paro; no paro de pensar, discurrir, parir ideas, por el bien de mi
pueblo. Como debe ser.
Mientras hablaba, daba vueltas por el espacio reservado. Llegó hasta dónde
estaba el Jefe de la Banda. Se dirigió a él:
- Estoo... Señoría... Excelencia... Verá... Usted ha visto mi trabajo y mi entrega
y mi capacidad. Ya estoy algo cansado, porque me siento un poco carrozoncillo, pero,
eso sí, siempre dispuesto a todo por mi pueblo. ¿No habría un puestecito para mí, en
el Consejo de Ancianos? Ya ha visto que todo el mundo me aprueba -señaló en
dirección a los presentes- todos me quieren. Y, si no, a ver si alguien me ha
reprochado... Todos me aman, porque todos ven mi esfuerzo, mi tesón, mi sacrificio
denodado, mi disposición, desde que me levanto a las once de la mañana, hasta que
me voy a mi campito a las dos de la tarde. Si me dieran un lugar, un puesto destacado
(no cualquier cosa, claro está) y un buen sueldo, aceptaría el sacrificio, con tal de servir
mejor a mi pueblo ¿Es posible? ¿Usted cree que será posible? Todo sea por el servicio
eficaz a nuestra bienamado patria.
- Veremos qué se puede hacer... -contestó el director- Es que, claro, tú no eres
muy amigo de Ildefonso Batallas.
- Es que ese Batallas es un malo. Un perverso. Sólo busca los intereses del
Empujao y del Caracorchea y lo malo para la Sierra. Es un malo y no lo quiero. -Se
volvió, ante el sonido de un nuevo visitante. Miró a su lado- ¡Hola, hermano! -Abrazó
y besó al recién llegado; le pellizcó la cara, le apretó el hombro y le tomó del brazo.
Anduvo un rato a su lado- ¿Qué tal? ¿Cómo te va?
- Ya puedes ver que bien -contestó, complacido, su nuevo acompañante- Somos
los mejores, los únicos capaces de traer paz y prosperidad a esta tierra, porque
estamos, como bien sabes, verdaderamente preocupados por su bienestar.
- Pero ¿ya no estás en la banda de la Sierra?
- ¿Con esos advenedizos, que no tienen ni historia ni solera? Que va. Yo, como
todas las personas inteligentes, estoy con Isidoro. Con Pepón de la Boya. Con Pepe
Netol. Con quienes cuidan de verdad su bols... -rectificó, prudente- los intereses de este
paradisíaco lugar.
- Desde luego, desde luego, me consta -Repuso Rolando Entresuelo, más
prudente aún que el anterior- No cabe duda.
- Precisamente -continuó el recién llegado- estamos interesados en alguien que
conozca bien la Sierra, este lugar paradisíaco, que la ame desde hace poco tiempo,
pero que haya dicho tres o cuatro veces, por la mañana “¡viva mi tierra!”. Buscamos
alguien que haya hablado de esto antes que nosotros, porque, ya sabes, somos nuevos
en este asunto... ¡novatillos! Nunca nos hemos preocupado de cosas secundarias,
claro. Pero ahora empieza a hacer falta, si no, esta gente no nos sigue ¿comprendes?
No hemos visto forzados, para no perder el puesto -Hubo un corto silencio, ligeramente

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embarazoso, que rompió el desconocido visitante- Por cierto, el otro día, me habló de
ti mi amigo y Jefe, Ildefonso. Te estima mucho. Me estuvo hablando de tu capacidad,
de tu valía, de tu atlantismo, de tu entrega... También me dijo que el Consejo de
Ancianos va a nombrar delegados y que aquí, en la sierra, va a ser uno de nuestra
tribu... ya sabes como nos ayuda el Güili.
Con el rostro iluminado, encendido de felicidad, Entresuelos preguntó:
- Oye ¿cuanto se gana?
- De asesor del Delegado, cien monedas de oro. Y cuádriga del Consejo, con la
cebada pagada. Y vivienda propia, en los jardines del Palacio.
- Sois unos elementos magníficos. Siempre lo he dicho y lo tendré que decir
siempre. Ildefonsito es un encanto. Yo no sé qué haría nuestro buen pueblo sin él, que
siempre está partiéndose la cara en su defensa. Cuando lo veas, le dices que me
acuerdo mucho de él, y que lo quiero mucho. Que lo admiro más aún, y que tengo
muchas ganas de verlo y de tomarme un vino con él.
- Así lo haré, puedes estar seguro -decía el otro, mientras se despedía de él con
un abrazo- así se lo haré saber.
- Y, díme -Entresuelos seguía hablando hablando, mientras frenaba la
despedida, tomando a su interlocutor por los dedos- ¿qué hay que hacer para entrar en
vuestra tribu?
Algunos se levantaron con un comentario: -“Se ha pasado”. Y salieron.
- No llegarán. No serán nada -Comentó el Director de la Banda sonriente,
mientras miraba a los que se iban.
Entresuelo, entre tanto, satisfecho, pletórico de entusiasmo, continuó hablando,
esta vez de nuevo con el Director:
- Si quiere su Señoría, muevo un poco el barro de mi campito y nos vamos los
dos, a revolcarnos en él, a quitarnos esta calima.
Uno de los que se marchaba, se volvió y, desde la puerta, le espetó:
- Entresuelos ¿a usted por qué le dicen cerdo?
- ¿A mí? -Se extrañó, sinceramente- No sé. No lo sé. Yo vivo en la ciudad, como
la gente civilizada, pero tengo mi campito con su barrito y todo, para descansar de vez
en cuando. ¡Que también me lo merezco! -Miró a los presentes, que continuaban
sentados, quienes asintieron- Voy de un sitio a otro con facilidad, cruzando las
hermosas calzadas que pone a nuestra disposición el sabio Consejo de Ancianos,
porque tengo dos cuádrigas y un carro... ¡oink! ¡oink!
Un aplauso cerrado, intenso, felicitaciones, parabienes y paramejores, cerraron
la función.
Y, azulín, azulado... (continúa)

68
VII

LA CITY

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Después de derrochar sabiduría durante más de quinientas lunas en el gobierno
de “El País que Nunca Existió”, el Jefe había subido al cielo para desconsuelo y
desconcierto y desazón de sus súbditos que le añoraban. Y lo peor es que, entonces,
el País quedó en manos de pusilánimes, más preocupados por lo que dijeran los
enanos escondidos en el bosque, y por jugar al parchís con los reyes y reyezuelos de
los países vecinos, que por la grandeza imperial del reino, como reiteradamente
recordaba Blasón Forzudo, su único guardián verdadero, sin que nadie le hiciera ni
puñetero caso.
Tan grande fue el desmadre, que las bandas de desalmados enanos,
comunitarios y catecúmenos, salieron del bosque y fueron tomando los pueblos, con el
beneplácito de sus moradores, creídos -engañados, más bien- que ello mejoraría su
forma de vida y les traería libertad. Un concepto nuevo, extranjerizante, que les había
sido extraño durante aquellas quinientas fructíferas lunas y que ahora,
inexplicablemente, todos añoraban, a pesar de los esfuerzos de Blasón Forzudo, de
Manolo Tirantes y algunos otros compinches suyos.
En vista de la situación, el Jefe convocó a su consejeros a una reunión.
- Hijos míos, amados -Comenzó a hablar grave, aunque seguro- Os he traído
aquí para pediros vuestra sabia opinión. Hoy nos es necesaria para el buen
gobernamiento de este reino amado, pero en peligro. Y debemos ver la forma de
organizarnos frente a esos facinerosos que están engañando a nuestro buen pueblo,
falto de malicia como está, y ausente de sus desmanes y del complot masolevítico, por
el que quieren usurpar nuestro puesto, ignorando así la naturaleza divina.
Paquito Metelapata, concluyó:
- ¡Claro! Eso a nosotros antes nos convenía. Pero ahora que mandamos...
- ¡Tú te callas! -Ordenó, iracundo, el Consejero Mayor.
- Hombre, yo creo que si nos...
El Consejero Mayor volvió a intervenir, para interrumpir al Segundo Consejero.
- ¿Cuando te he dado permiso para creer? ¿Eh? ¿Cuando?
- No, pero si iba a comentar lo que estuvimos hablando ayer -titubeó- quiero
decir, tu magnífica idea.
- Eso me corresponde a mí decirlo. -Quedó en silencio un momento. Los demás
se miraron- Hemos pensado (naturalmente, yo el primero) que nosotros podemos
organizarnos a la forma y manera y usanza de los enanos. Además, inclusive les
llevaremos gran ventaja, porque nosotros no somos enanos. Por el contrario, somos
elegantes y buenos. Y siempre buscamos lo mejor. Y, sobre todo, manejamos todos los
papeles que se reparten en este reino y todas las cajas tontas y tontísimas.
- Y nadie sabe que somos los mismos de antes -Exclamó, pletórico de alegría
y felicidad, el Jefe.

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- Pero ¿cómo vamos a hacer nosotros esas cosas? ¿Y nuestra santidad? -
intervino nuevamente Paquito Metelapata, tras un silencio tenso.
- ¿Tú quieres ver que te hecho. -Dijo el Consejero mayor, muy enfadado.
- Paquito tiene toda la razón. Y lo digo yo, y lo mantengo, y me opongo, con toda
la razón que me da el tener la mayoría absoluta, junto con los dioses que me iluminan.
-Dijo Blasón Forzudo.
- Ya veo que tú también estás sobrando. Ya llevas aquí demasiado tiempo, y
pese a todo no te enteras. -Replicó el Consejero Mayor.
El Jefe terció de nuevo. Su voz gutural, mecánica, convincente, se dejó oír:
- A mí la idea me parece muy buena. Lo importante es el fin.
- Además -continuó, sereno y decidido, el Consejero Mayor- Si vos mismo os
ponéis al frente de esta organización benéfica, aunque sea bajo la forma de una banda
de enanos, aglutinaréis a mayor número de personas, personalidades y personillas. A
vos os creen, Señor.
Y así fue, efectivamente. En todas las ciudades y pueblos y villas y villorrios y
aldeas y demás núcleos de población, se fueron uniendo personas de buena fe, que
miraban temerosos el perjuicio que las bandas de enanos pudieran acarrear a las
ciudades, y al reino en general. Incluso algunos que, cogidos en su buena fe, habían
tenido la posibilidad de hablar alguna vez con los enanos, e incluso pedir perdón para
estos, se unieron al colectivo en torno al Jefe, para contrarrestar, organizadamente, tan
nociva influencia.
En todas las ciudades, pueblos, aldeas y castillos y caseríos, la nueva
salvaguarda de la paz y el orden empezó a cobrar adeptos. Todos los nobles, señores,
alcaides, jefes de ligas benefactoras y los más fieles sirvientes y guardianes, todas las
personas de vida recta, honesta y santificante, se unían en derredor del común ideal de
una mayor justicia y un mejor repartimiento de los beneficios entre ellos, a cuyo fin
contaban con fruición los cargos que sería preciso ocupar.
Sin embargo, como cuando el hombre es débil, tardío en sus reacciones para
combatir el pecado, lento en maltratar a la injusticia, los dioses suelen volverle la
espalda para castigar su perjudicial falta de decisión y de fe, en algunas ciudades y
pueblos y villas y aldeas, los enanos se hicieron fuertes, y se ganaron las simpatías del
inocente y descreído populacho. No obstante, los defensores de la paz y el bien, como
Blasón Forzudo y sus tres seguidores, los que nunca se habían doblegado ante la
perfidia de enanos, comuneros, catecúmenos y proscritos, (quienes, ignorando el
cometido divino y diferencial del reino, pretendían cierta igualdad o acercamiento entre
humanos, olvidando conscientemente que las personas nacen distintas por expreso
designio de los dioses), se supieron mantener firmes, combatientes por la moral y el
buen hacer; y, seguros de su no lejano triunfo, decíanse: “-Osiris y yo, somos mayoría”;
“-Ra y yo, somos mayoría”; “Zeus y yo, somos mayoría”. Y así, sucesivamente.
En aquellos lugares donde se contenía mayor cantidad de reserva espiritual que
de ponzoña de enanos, el sabio pueblo no se dejó engañar por estos, mostrando sus
simpatías por el Jefe y los suyos. Allí, la gobernabilidad fue fácil, siempre regida de
acuerdo con el Comité Director del Consejo de Ancianos. Pero hubo otras ciudades,
pueblos, villas y aldeas (especialmente en Atlantis, apodada despectivamente “lasierra”,
por los sabios defensores del bien y el orden, en que los malos enanos y los comuneros
habían obtenido mayores simpatías y apoyos. Tanto, que llegaron a permitirles, e
incluso a facilitarles, que ocuparan los puestos sagrados del Consejo Local, haciendo
caballeros a quienes, hasta poco tiempo atrás, no eran más que malvados proscritos,
con lo que desafiaron abiertamente la ira de los dioses, como es de suponer. En estos
lugares, la gobernancia se hacía difícil, dura. El Comité Director del Consejo de

71
Ancianos decidió no prestar ninguna ayuda a aquellos lugares, en justo castigo a su
maldad y escarmiento a su desvío, para que el populacho indigno quedara
desengañado y supiera a qué atenerse y para evitar que la ira de los dioses se cebara
en ellos mismos.
Dentro de estos lugares, hubo algunos que fueron verdaderamente
concentración de maldad. Algunos que aún resultaron más malos, más graves. Tanto,
que la perversidad de sus moradores, movida por su alejamiento de los dioses y su
acercamiento a los falsos profetas, les llevó, no ya a simpatizar con los enanos en
general, sino con los peores enanos. Con aquellos que nunca podrían llegar a crecer;
aquellos que, en su corazón, querían ser, de por vida, Morenos de la Sierra. Nada más.
No admitían redención.
Tan malos eran aquellos enanos, que estaban contra todos. Y así, los recién
salidos del bosque decían de ellos: “-Esta gente son submarinos del Jefe y su banda”.
Y la gente de bien, los de toda la vida, decían de ellos: “Esta gente son submarinos de
los enanos del bosque, y ni siquiera llegan a la categoría de enanos. Son enanitos.
Enanísimos.” Tal era la confusión a que llevaba su perversión.
Los enanos siempre dijeron a estos enanitos de tres al cuarto:
- ¿Queréis ser enanos de verdad y tener lo que tienen los enanos? Pues
apoyadnos.
- Apoyadnos vosotros a nosotros, mejor. -Contestaban aquellos.
- Pero ¿cómo? -contestaron los de la tribu de Isidoro y los de Santiago Mejilla,
muy enfadados- ¿Cómo va a ser eso? Tenéis mucha cara vosotros. Si nosotros
tenemos “pedigrée” y vosotros no, so graciosos. La gente nos admira; tenemos amigos
en el Consejo de Ancianos; tenemos amigos fuera; amigos que son amigos de los
Gigantes, no como los vuestros. Y queréis que os apoyemos -les sacaron la lengua,
burlonamente- ¡ah, no! Si no nos apoyáis, le diremos a todo el mundo que sois de la
banda del Jefe.
- Pues vais dados -Contestaron los Atlantes- Nos haremos fuertes en las villas
y ciudades dónde somos los elegidos.
Los otros se quedaron pensativos. Por fin, dedujeron: -“Tendremos que
plegarnos y apoyarlos allí dónde ya tienen apoyos. De esta manera quedaremos bien.
Y, a cambio, les exigiremos buenos puestos en los Consejos Locales.
Y así fue. Y consiguieron esos buenos puestos. Aunque la solución resultó peor
que el problema. En esos lugares, la gobernancia era doblemente problemática; porque,
los del Jefe, los de siempre, se sentían capidisminuídos tratando con enanos, por
mucho que hubieran crecido últimamente. Y, por otra parte, no era ni fácil, ni cómodo,
ni agradable a los ojos de los dioses, que unos enanos que ya habían dejado de serlo
porque se habían emparentado con el Jefe, pudieran llegar a entenderse con unos
enanitos de tres al cuarto, que querían seguir siendo serranos.
Pepe Palanqueta, Paco Patoso y Tony Frontón, fueron a ver al Jefe:
- Pues, nada. Que esos enanos son unos joíos. Ahora se han arrejuntado todos
y no nos dejan mandar nada. Pero que nada de nada ¿eh Jefe? ¡Nada! -Decía Pepe
Palanqueta, en tono quejumbroso.
- Y nosotros, sin mando, no somos nada, Jefe. ¡Nada! ¿Qué somos nosotros sin
vara de mando? -Añadía, con su vocecita infantiloide y atiplada, manoteando, Tony
Frontón.
- Nada -contestó el Jefe, decidido, en su habitual estilo, gutural y serio- No hacéis
nada. Ni debéis hacerlo. Hacéis bien en no mezclaros con esos descreídos, porque
podríais mancillaros con ellos. Vuestra misión es una misión difícil, por santificante;
porque es eterna, divina -alzó los brazos- lo mejor que se me ocurre es que no os

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mezcléis con ellos. Que todo lo malo se pega. Os quedáis quietecitos, serios, para que
todo el mundo vea que no participáis de sus errores. Y, cada vez que se os presente
una oportunidad, ¡aprovechadla! Hacéis ver al populacho lo malo que es simpatizar con
ellos.
Los tres se fueron, altamente reconfortados por la sabiduría que derrochaba el
Jefe, con la moral muy alta y preparados para afrontar el difícil cometido que les había
deparado su abnegada condición.
A su regreso, hallaron a todos los miembros del Consejo Local seriamente
preocupados, trabajando afanosamente, esforzados en discurrir si hay ángeles o
ángelas. Viendo tan angelical situación, quedaron como traspuestos, lo que facilitó
enormemente el encargo que les había dado el Jefe y que latía en su mente: “-Os
quedaréis quietecitos”. “No os mezcléis en sus conversaciones”.
Luis Risueño, a la sazón Jefe del Consejo Local, dijo muy seriamente serio, al
tiempo que golpeaba la mesa y atraía sobre sí todas las miradas:
- Bueno, Paquito -Paquito Regordete movió los mofletes contrariado- Tú tienes
razón. Manolín Floreros tiene razón. Herculano, también tiene razón. Todos la tienen;
todos la tenéis. Y lo bueno es que todos la tenemos. Lo que ocurre, es que vosotros no
os dais cuenta que aquí, mi buen amigo e hijo predilecto Pepín Novato... ¡Bueno! Es
que su reino, no es de este mundo.
- Pues le digo una cosa, Jefe Luis: -replicó con sorna Manolín Floreros- si allí,
en el otro mundo, gasta tanto como aquí, ya lo hubieran echado.
- Pero, hombre... -se levantó el Novato. La panza le caía sobre la mesa que tenía
delante, y las barbas casi le cubrían la cara- parece mentira, que os moleste tanto
gastar unas monedillas en enseñar y divertir a la gente.
- Divertir, vale, pero ¡enseñar! Vamos ¿dónde aprendiste tú? -Le recriminó
Manolo Multatodo.
- ¡En un colegio mucaro! -Contestó Novato, enérgico.
- Sí. Tu en colegios caros. -replicó de nuevo Multatodo- Y yo, aquí, loco retirando
cuádrigas de las calzadas, para obtener algún dinerillo, para que tú te lo gastes en
francachelas con los amigotes...
- Lo que pasa es que...
Juan Pequeño, respirando con dificultad, cortó las últimas palabras del Novato:
- Oye... ¿te importaría retirar tu barriga de mi cabeza?
Rodrigo del Castillo aprovechó, para comentar airado:
- Pero, muchacho, tú estás equivocado. ¡Muy equivocado! Tú ¿qué te has creído,
que todo el monte es orégano? Tú has confundido la velocidad con el tocino, chaval.
Tú te crees que enseñar a la gente es estar todo el día de juerga, cachondeo y regodeo
¡y de eso nada! ¿eh? Pero ¡nada, vamos! Que aprender es algo muy serio.
- ¿Por eso intentáis que nadie sepa nada? -Inquirió, socarronamente, Paco
Yucas.
- Claro -continuó Novato- a vosotros no os interesa enseñar a nadie, para que
luego no os reclamen. ¡No tenéis cara!
- ¿Vas a empezar con los insultos? -Intervino Melina Pelirroja, con voz
aguardientosa.
Tony Frontón decidió intervenir, porque pensó que echar más luz sobre la que
allí ya había, no iría en menoscabo de su sagrada misión. Con su dulce vocecita
atiplada, gritó:
- ¡Tiene razón! Pepín gasta muchas monedas de oro y de plata y de cobre, y eso
no puede ser. Y lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible. ¿Para qué
quiere el populacho saber tanto? Si, como sepa mucho, no nos elegirán nunca. Pero,

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ni a nosotros, ni a él; -señaló con el dedo, casi los traspasó, al grupo de Pepín Novato-
ni a ellos. Por esta vez que pase... pero ya está bien. Que lo está bien está bien, y
bueno está. -Los presentes le miraban, cariacontecidos. Tony continuó, animado-
Ahora, no creáis que por reñir al Novato, estoy a favor del Guti. -Giró la cabeza a
ambos lados- No. ¡Ni hablar! Los del Guti también son malos. Muy malos. Más malos
todavía que los del Sonrisa, que yo lo he visto. Así no podremos ser amigos nunca.
¡Nunca!
Rodrigo del Castillo, muy enfadado, replicó:
- Desde luego, así, nunca. Si tú, si vosotros, en vez de agradecer la ayuda que
le prestan nuestros jefes al Consejo de Ancianos, vas y ayudas a esos morenos
incordiantes, y os enfadáis con nosotros, -aspiró hondo, sacó pecho- ¡que somos como
vosotros, fíjate! nunca podremos ser nada ninguno en esta city. Ni nosotros, ni vosotros.
De eso podéis estar seguros.
Tony Frontón quedó muy preocupado por las últimas palabras de Rodrigo, como
es lógico esperar de su acendrada sensibilidad. Pepe Palanca dejó entrever su fuerte
carácter:
-Mira éste... Después que fuiste tú el primero en ayudarles.
- Hombre, claro -repuso del Castillo, sin pensar- no te íbamos a dejar a tí ese
puesto...
Juan Pequeño interrumpió tan trascendental debate, sin reparar en la importancia
de lo que se estaba tratando.
- A mí me la refanfinfla... Yo no quiero discutir tonterías, no quiero peloteras. Lo
que quiero son pistas para peloteros. ¿Qué? ¿Hay pasta para eso, o no?
- Pues, no. -Contestaron, a un tiempo, del Castillo y el Guti.
- ¡Uy! ¡Qué geta! -se quejaba Tony Frontón, apesadumbrado- Pasta, pasta dice...
Pero tú ¿que te has creído? -se movía nervioso, al son de su voz atiplada- juega en
medio del campo ¡bráse visto!
- Eso, eso. Es verdad. ¡Juega en medio del campo! -Apostilló Fermín Hijodalgo.
Juan se dirigió al grupo formado por Herculano, Baldosa y otros tres bien
avenidos correligionarios, democráticamente centrados.
- Oye, Baldosa ¿tú que dices a esto? Que las pistas que yo quiero van a jugar
muchos amigos tuyos...
- Pues ¿qué quieres que te diga? Yo no quiero ser responsable de algo que no
puedo controlar, para que después me quieran responsabilizar de lo que no soy
responsable ¿me explico? -sus compañeros asentían, convencidísimos. Pepín Novato
le miraba con sorna, sin contener una risita burlona. Juan Pequeño llevó el dedo índice
a la sien, mientras dudaba de si estaba escuchando lo que escuchaba.-¿Dices que los
peloteros son amigos míos? No lo sé, no son muy amigo de ese juego venido de Albión,
pero puedes hacerles pelotas de trapo, por ejemplo.
- Es verdad -repuso, impertérrito, Gonzalo del Puente- sobre todo aquí, que tanto
trapo hay. Pues ¿sabes lo que te digo, Castillo (de arena) que si quieres eunucos que
te abaniquen, vas dado. Porque aquí, o hay aire para todos, o no hay aire para nadie
¿estamos?
- Mira este... ¿Será desgraciadooo? Pero ¿quien mantiene estas instalaciones,
chalado? Si no fuera por nosotros, por mis compañeros Hijodalgo, Multatodo y Floreros
¿cómo estaría esto de sucio? ¿Cómo le pagaría el Luigi a la esclava de la limpieza, y
a los esclavos portadores, y al conductor de su cuádriga, y a las chavalas que llevan
los pergaminos, y al secretario que escribe en ellos ¿eh? ¿Cómo? Además, para que
te chinches: yo tengo un copto, regalo de mi papá, que me echa aire con un abanico de
plumas de flamenco... ¡tres veces al día! ¡¡Rabia, rabiña! Rodrigo del Castillo terminó

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golpeándose la palma de la mano izquierda con el puño derecho.
- Tú lo que eres es un aprovechado, que te gastas lo tuyo y lo mío. Y un día te
voy a endiñar, pero bien. -Intervino Paco Yucas, sin poder disimular su cabreo- Y... y
no me sujetéis, que me embalo.
- Bueno, yo lo que quiero saber, es cuantas pistas has hecho ya, Juan, sin mi
permiso. -Preguntó, cariñosamente, Tony Frontón, con su vocecita aterciopelada.
Juan Pequeño no llegó a contestar, porque tan interesante debate quedó
interrumpido por la voz agradable y sonora de Luis Sonrisa.
- Ya está bien ¿vale? Habíamos quedado en ser buenos todos, así que vamos
a llevarnos bien. Vamos a descansar un ratito.
Satisfechos por el reconfortante receso, después de tan agotador trabajo, todos
salieron. Por los pasillos, formando pequeños grupos, los nuevos caballeros
conversaban amigablemente. Pepín Novato se sujetaba la barriga con la mano,
mientras con la otra se acercaba a la nariz pequeños cilindros humeantes, hechos con
ramitas pequeñas y secas, que aspiraba profundamente.
- Esto me relaja. -Decía.
- Paquito Regordete daba paseos cortos, con pasos muy cortitos, al tiempo que
levantaba los codos y se golpeaba suave y rítmicamente los costados. De vez en
cuando resoplaba. Mientras tanto, Tony Frontón andaba despacio y erguido, levantando
alternativamente ambas manos, con los brazos doblados desde los codos, y los dedos
índice muy rectos. Manolín Floreros hacía números en un pergamino larguíiiisimo, con
una pluma de gallina
-Hay que ahorrar- Justificaba.
Paco Patoso, con una pluma de faisán, dibujaba en una losa, grande, grande,
grande, muchas y hermosas casitas pequeñas, otras más grandes y otras muy grandes,
con muchas puertas y muchíííísimas, muchíííííísimas ventanitas, toda colocadas en fila.
Todos los edificios los dibujaba muy juntos, pegados unos a otros. A veces, colocaba
unos encima de otros. Luego dibujaba al pie una margarita y se quedaba largo rato
recreándose en su obra.
- Yo paso de tó esto. -Comentaba Juan Pequeño.
Rodrigo del Castillo y Guti Multatodo, que hablaban en una esquina, llamaron a
Paquito Regordete. Hablaron un momento y éste movió, repetidamente, la cabeza de
arriba abajo, afirmando con energía. Se fueron a ver a Paco Patoso y a Tony Frontón.
El segundo se quedó inmóvil. Bajó los brazos y los miró, sin decir nada. Patoso les
enseñó la enorme losa, llena de casitas.
- ¿Os gusta? ¿No es hermoso? Lo he hecho yo, solito! Con esto -levantó la
pluma de faisán en su mano.
- ¡Hermoso! ¡Precioso! ¡ Divino! -Respondieron los tres, al mismo tiempo. Se
miraron un momento en silencio y continuó hablando Rodrigo:
- ¿Qué...? ¿Habéis visto lo malos que son esos enanos?
- Y vosotros ¿qué? - Replicó, contundente, Frontón, mientras Patoso, sin hablar,
seguía dibujando casitas, encima de las anteriores.
- ¡Hombre, nosotros...! ¿Nosotros? ¿Todavía no os habéis percatado? Nosotros
somos más buenos que el pan ¿es que no lo veis? ¡Pues no os echamos nada más que
una mano en el Consejo de Ancianos, en el Principal, en el bueno. Que esto no es más
que... ¡pecata minuta! Lo importante está allí. Y allí ¡a ver quien os ayuda más que mis
jefes! -Se volvió, desconsolado- No os dais cuenta de nada. No consideráis nuestro
desvelo.
- A mí el Jefe me ha dicho que no hable con vosotros -Al decirlo, Frontón movía
su cuerpo, grácilmente, en breves movimientos circulares, con las manos asidas a la

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espalda.
- Ah, sí ¿verdad? Conque eso os ha dicho el Jefe ¿no? O sea: que vais a ayudar
a esos enanitos, y así seréis como ellos. Y os portaréis como ellos, como enanitos
incordiantes, y vais a faltar a vuestro sagrado designio, que no es otro sino el de velar
por el cumplimiento de los designios de los dioses para nuestro amado reino. ¿y
vosotros amáis este reino? No me lo creo. Es increíble. Pues... que os quede bien claro:
si no nos ayudáis a nosotros, les estaréis ayudando a ellos -señaló al grupo de Sonrisa
con un enérgico estiramiento de brazo- ¿Eso es lo que os ha ordenado el Jefe? Pues
vosotros sabréis.
Patoso y Frontón quedaron muy serios, compungidos, vivamente emocionados.
El primero hechó la pluma en el tintero y miró a Frontón, que dijo, todavía moviendo los
hombros:
- No. Eso no me lo ha dicho.
- ¡No es posible comprenderlo! Vosotros, encargados de mantener la santidad
del reino, ayudando a esos energúmenos -añadió Guti-. Vosotros, que sois la paz y la
alegría y la verdad de este reino ¿como podéis hacer eso?
Sus interlocutores se miraron, nuevamente preocupados. Les había
impresionado la sabia declaración de quienes estaban resultando ser más amigos de
lo que ellos mismos habían valorado hasta entonces. Del Castillo concluyó:
- Juntos, nosotros, que somos de la banda del gran Isidoro, y vosotros, de la
banda del Jefe, podemos hacer muchas cosas, como ya las vienen haciendo nuestros
mayores en el Consejo de Ancianos. Podemos ponernos de acuerdo. Podemos
repartirnos... -se interrumpió brevemente. Continuó- el trabajo. Porque ambos somos
buenos y civilizados. Y ambos tenemos amigos civilizados en otros reinos y países y
estados. A vosotros os ayudan los gigantes. Pues muy bien. A nosotros el Güili, que no
es malo, y además son amigos entre ellos ¿como van a permitir que nos peleemos los
amigos de ambos? ¿eh? Pero esa gente, no. Esa gente no tienen amigos en ningún
sitio. Si acaso, alguno de las tribus del Lago ¡que son más brutos...! Debemos unirnos,
y así combatiremos la maldad.
- ¿Sí, de veras? -Frontón continuaba moviendo los hombros en pequeños giros
rápidos- A ver, dí conmigo: “Los Gigantes son los mejores”
- Es que... -del Castillo tosió- No sé si Ildefonso... no sé si le gustará...
- ¿Lo ves? -Tony Frontón adelantó la mano derecha- No puede ser.
- Venga, hombre, dílo. ¿Qué vas a perder? -Le animaba Hijodalgo.
- Venga, a ver -repitió Tony- dí conmigo: Los Gigantes son los mejores.
- Bbbbb... -Rodrigo del Castillo titubeó ligeramente. Tragó saliva, cerró los ojos
y se lanzó a la carrera- El Güili es el mejor... ¡bb! -se tapó la cara con las manos- ¡Uy!
Se me ha escapado.
- ¿Ves? ¿Ves como no puede ser? Nada. No puede ser. -Tony se movía
circunspecto.
Paquito Regordete intervino, en un último intento de apaciguar los ánimos y
retomar la situación.
- Pero, vamos a ver ¿qué más da? No nos centremos en una palabra. Ya lo ha
dicho antes Rodrigo: el Güili y los Gigantes son amigos ¿qué problema hay en que lo
seamos nosotros?
- Nada, nada. Yo atiendo al Jefe. Y no me fío de vosotros, ¡ni esto!
Al decirlo, Tony llevó el dedo gordo al índice, y casi rozó ambas uñas.
- No se puede ser tan extremista, Tony. Yo entiendo que tú eres un espíritu puro.
Que vosotros sois espíritus puros. Por eso tiene más razón el hecho inalienable de que
debemos acercar posturas. A ambos nos interesa acabar con los morenos estos. Y lo

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único que tenemos que hacer es ponernos de acuerdo para echar para atrás todas sus
propuestas. Cada vez que digan algo: ¡bomba! Todos en contra. Así no podrán hacer
nada, esta city no avanzará y la gente terminará por echarlos ¿no os dais cuenta, de
que todos salimos ganando?
Paquito Regordete insistió:
- Lo que importa es lo que importa. Nosotros ya os hemos dado buenas pruebas
de nuestra sinceridad, de nuestra buena voluntad. ¿Por qué estamos aquí, hablando?
¡Por vosotros! Lo hacemos por vosotros, por partida doble: porque nos duele veros así,
sin nada que hacer, y porque vemos que esta gente estropea todos vuestros proyectos
(y, sobre todo, los nuestros -comentó en voz baja-). Pensadlo. No os queremos
atosigar, pero tened en cuenta que nosotros somos vuestros amigos. Los únicos
verdaderos amigos que tenéis aquí, en este lugar.
Tony Frontón y Paco Patoso miraron a sus acompañantes en silencio, como si
intentaran descubrir en ellos un haz de luz interior. Sin decir palabra, se retiraron y se
fueron a parlamentar con el resto de los miembros de su grupo, que hablaban
animadamente no muy lejos de allí.
- ¡Anda hijo, que estás más atontolinado! -Le espetó el Guti a Castillo, en cuanto
se quedaron solos.
- Vale. No discutamos ahora, si los tenemos en el bote. -Medió Regordete.
- ¿Qué...? -Se extrañaron, a un tiempo, Hijodalgo y Floreros, que acababan de
unirse al grupo.
- ¡Se van a enterar esos enanitos colorados! -Contestó Regordete- Ya tenemos
a Manolo Delbache en el sillón de Risueño. -Al decirlo se frotaba las manos con fruición
y energía-
- ¡Madre mía, que salto! ¡El sillón de Manolo para mí...! -Exclamó Miguelito
Abeto, cruzando los dedos de ambas manos delante del pecho- Todo sea por el bien
de esta city.
- ¿Qué haremos? -Preguntó, en tono grave, Fermín Hijodalgo.
- Lo primero, impedir que los de la banda del Risueño puedan hacer algo.
Tenemos que oponernos a todo y conseguir que los demás también se opongan. Sobre
todo los del Palanqueta. Además, si lo hacemos todo al revés, las culpas van a recaer
en él, que para eso es el que figura. ¡Por figurón! -el Guti soltó una carcajada.
- Casi nada. -Intervino Rodrigo del Castillo- Así demostraremos al populacho que
no saben hacer bien las cosas.
- Pero... pero seremos nosotros quienes no les dejaremos -Inquirió Hijodalgo,
temeroso.
- ¡No seas tonto! -Le corrigió el Guti- Pero eso el populacho no lo va a saber. La
gente no se dará cuenta de eso. No te preocupes, confían en nosotros.
Mientras este trascendental asunto se debatía entre los esforzados cuidadores
de la moral pública, en otro corro, en otro lugar del patio, Luis Sonrisa decía:
- Y ahora ¿qué? Esta gente está dispuesta a hacernos la vida imposible.
- Es verdad. A mí no me dejan que haga pistas para peloteros. -Protestó Juan
Pequeño.
- Anda, calla ya, alma en pena. Como si eso fuera lo más importante. -Le
recriminó Gonzalo del Puente.
- Lo mío sí que es grave, -lamentó Pepín Novato- que no me dejan justificación
para ir con mis amigos a tomar unas copichuelas.
- Los cogemos a todos y los corremos a ladrillazos. -Terminó, tajante, Paco
Yucas.
- No seas bruto, hombre. -Corrigió Apagayvámonos.

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- No hace falta llegar a esos extremos tan extremosos. -Intervino de nuevo del
Puente- Hay que usar la cabeza. Nosotros les hacemos creer que estamos con los
otros, y a los otros que estamos con los unos. Los liamos y los echamos a pelear.
- ¿Y si eso sale mal? ¿Qué hacemos? -Pepe Distritos no estaba muy seguro del
plan.
- A mí me dejáis -gritó, desde un rincón, Pepín Novato- Yo lo que quiero es que
no venga más Campos de Otoño.
- ¡Vaya éste! Ni yo. Yo, menos. -Replicó, contrariado, Gonzalo del Puente-.
Ahora hablaremos de eso -repuso-. Sigamos con mi plan: cogemos ahora a Frontón,
o a Lago de Gansos. Y les decimos que somos sus amigos. Y conseguimos que nos
aprueben esto. Luego cogemos a del Castillo y le decimos que ellos no pueden estar
siempre ayudando al Jefe. Eso les duele mucho, no quieren que la gente se entere,
porque se les ve el plumero. Y conseguimos sacar otra cosa. Todo esto, sin enfadarnos
con Baldosa, ni con Herculano, ni con ninguno, para que no hagan nada malo y sigan
tirando de la gente de Delbache, y así los del Patoso no se junten con ellos.
- Pues nos pueden llover las hostias. -Repuso, muy serio, Pepe Distritos.
- Bueno ¿y qué? ¡No te jode éste, tú? Habrá que exponerse ¿no? -Argumentaba
Apagayvámonos.
- Claro que sí. -Sonrisa fue conciso y concluyente.
- Bueno, muy bien todo. Pero del Campos ¿qué? -Clamó Pepín desde su rincón.
- Se lo ofrecemos en sacrificio a Del Castillo. -Resolvió Gonzalo del Puente,
siempre resolutivo.
- Muy interesante -Pepín Novato soltó las pajitas- Y ¿en qué consiste el
sacrificio?
- ¡Ah! Eso es cosa de ellos. -Repuso del Puente
- Lo que quiero saber es cómo se lo regalamos -Volvió a inquirir el Novato.
- Muy sencillo: decimos que, como del Castillo no lo quiere, pues nosotros
tampoco lo queremos. Y santas pascuas. Así nos libramos de él.
- Pero es que del Castillo nunca ha dicho eso -Se extrañó Paco Yucas.
- (No es tonto este) -comentó del Puente en voz queda.
- Ya salió el gracioso -protestó Pepín- Pero ¿no te das cuenta, gili? Nos quitamos
al Campos de Otoño de enmedio y decimos que lo hacemos por ellos. Le estamos
dando algo ¿no? -Se dirigió a del Puente- ¿Es esa la idea?
- Perfectamente. Lo has comprendido perfectísimamente. Librarse de un fulano
que piensa sólo, sin esperar a que nosotros le digamos lo que debe pensar, es algo
primordial.
Gonzalo del Puente compartía con Pepín Novato la alegría de ser los más
avispados. Juan Pequeño, como si no hubiera comprendido la grandeza de aquel
planteamiento, se levantó, malhumorado.
- ¡Un momento! Yo no quiero peloteras. Yo lo que quiero son pistas de peloteros.
Y si me quitáis a Campos de Otoño, no voy a encontrar a nadie que sea capaz de
hacerlas como él las hace: sin gastar ni una moneda. Así que de ofrecérselo a los
isidorianos por la cara ¡nada de nada!
- ¡Tú tendrás que hacer lo que aquí se acuerde por la mayoría ¿o es que ya no
eres demócrata? -Replicó Pepín Novato, muy convencido.
- Pero ¿es que no comprendes la trascendencia de este asunto? Si no se
pueden hacer pistas, no se hacen. Pero quitarnos a ese energúmeno es fundamental.
Es primordial. Es importantísimo Ese tío no nos interesa. Y si no nos interesa, no nos
interesa. Y punto. Un tío que se atreve a pensar por sí sólo... ¿dónde se ha visto eso?
Pues lo quitamos, nos libramos de él. Y ahora, esa gente nos lo pone al huevo. Y

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encima, vas a protestar.
Sonrisa intervino, mediador, para poner fin a la acalorada discusión.
- Tranquilos, tranquilos. Si a Gonzalo y a Pepín no les gusta, tampoco me gusta
a mí. Ea. ¿Veis que fácil es? Asunto resuelto.
A continuación hizo sonar un gong, a cuyo sonido todos volvieron a ocupar los
mismos puestos dónde se encontraban antes del descanso. Sonrisa empezó a hablar,
como correspondía a su alta alcurnia:
- Bien, hijitos: queda reanudada la sesión. Reanudemos, pues, nuestros
denodados y útiles esfuerzos y meritorio, abnegado y fructífero trabajo en pie del probo
pueblo. Aquí mi...
- ¿De quien es esa cuádriga? ¡Guardias! -Le interrumpió, furibundo, Multatodo.
- Mía. -Contesto Luis, resignado.
- Dos monedas menos al saco -comentó Manolo Floreros a media voz, mientras
el Guti bajaba la cabeza, triste y lleno de melancolía y desesperanza.
- ¿Cuando echamos a este? -Preguntó Delbache, señalando a Sonrisa.
- Eso, eso ¿cuando? -Añadió Abeto, sonriente.
- Os fastidiáis. -Contestó Sonrisa, adelantando la cabeza bruscamente.
- Mirad, mirad, la he hecho yo solito. Con esto. -Patoso gritaba, pataleando, al
tiempo que aireaba en su mano la pluma de faisán, ya muy gastada.
- ¡Uy! -Herculano se acercó un cristal de aumento a los ojos- ¡Uy!, -repitió,
encogiéndose extrañado- Pero qué feo. Pero... ahí ¿por dónde se entra? -Patoso miró
su dibujo, contrariado, mientras Herculano seguía criticándolo despiadadamente- ¡Si no
tiene ni un sólo arbolito -Patoso miraba la margarita que había incluido en el plano, con
los ojos ya rojos, a punto de arrancar a llorar desconsoladamente- ¡Qué cosa más
hortera! ¡Qué churro más enorme! ¿Tú que dices, Javi?
- Desde luego, no puede ser. -Javi Elalto, continuó ensañándose con la obra que
tan cuidadosamente había venido haciendo Frontón, sin que ni siquiera frenaran su celo
crítico las lágrimas que ya asomaban por su ojos- Eso no puede ser. Las cosas, y las
casas, deben ser lisas pero redondas; con cristalitos, pero redondas. Altas, pero
redondas.
- De mármol, pero redondas. -Redondeó Herculano.
- Ya, ya. Malos. ¡Más que malos! Luego querréis que os ayudemos... Se quejó
Tony Frontón, con la voz sobrecogida por la emoción.
Entre tanto Patoso, veía con dolor como sus propias lágrimas empezaban a
emborronar la obra que tanta dedicación y esmero le había costado. Todavía, aunque
emitía pequeños jipíos, motivados por la desazón que le había llevado a derramar
dolorosas lágrimas, tuvo capacidad para preguntar:
- ¿Tú que dices, Apagayvámonos?
- Hombre, yo, como técnico especializado, debo decir que ellos tienen razón.
Vamos, que...
- ¡Ah! ¡Tú también! O sea, que estáis todos en contra mía ¿verdad? Pues
¿sabéis lo que os digo? ¿Eh? Pues, que tres contra uno... pues eso.
- Lo que quiere decir -terció Sonrisa, amable- es que tienen razón en que se te
han olvidado algunas puertas. Pero un despiste lo tiene cualquiera. No es para tanto,
hombre. No llores más, que estás borrando esa maravillosa obra de arte. Anda, siéntate
aquí, a mi lado, para que veas que lo que hago es bueno para vosotros. Si es preciosa,
hombre. No le hagas caso a esos descreídos.
Frontón y Patoso sonrieron satisfechos. -“Después de todo, no son tan malos”-
Pensaron.
- ¡Eso no vale nada! -Gritó Herculano.

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- Nada de nada. -Continuó Javi Elalto.
- Oye... -Paquito Regordete se acercó a Rodrigo del Castillo y le habló en voz
baja, con la mano junto a la boca, al lado mismo de la oreja- ¿Ildefonso nos ha dado
permiso para decir que eso es malo?
- Creo que sí.
- ¡Ah! -Repuso aliviado.
- ¡Valiente...! -la amargura volvía al ánimo de Patoso-. Mientras os dejéis llevar
por esos elementos enfermizos, que paran el trabajo que tanto amo y deseo y añoro,
no seréis nada. ¡Pero que nada! Nada ni nadie, vaya. ¡Os odio!
- No te preocupes -medió Fulgencio Muselina- Nos bastamos solos con estos
buenos chicos. -Y señaló a Sonrisa.
- Si, pero ¿no te jode? Es que aquella gente, hace un ratito, querían ser amigos
nuestros -Protestó, Sancho Lago de Gansos.
- Evidentemente, y sin ningún lugar a dudas -sentenció, doctoralmente con su
dulce vocecita, mientras movía los brazos, Tony Frontón- les estropea totalmente eso
de unirse tanto con los euromejilla. Pero... ¡a ver! Ya caerán. Caerán por su propio
peso.
Mientras estos se debatían en su filosófica entrega, Luigi Sonrisa se dirigió a del
Castillo.
- La próxima vez os toca a vosotros.
- Bueno ¿qué? -pareció como si resucitara, Pepín Novato- Tengo pastita para
que puedan actuar mis cómicos, ¿sí o no?
Hjodalgo se acercó a Rodrigo del Castillo y le habló al oido:
- ¿Qué órdenes tenemos de nuestros superiores de la villa corta?
- Que no. Que nada de nada.
- Ah, pues no. -Dijo Hijodalgo, de forma que pudiera ser bien oído por todos.
- A ver, ¿qué decís a la propuesta de Pepín? -Como si no le hubiera escuchado,
Sonrisa fue preguntando al resto de los miembros del grupo.
- Que no. Que nada de nada.
- Estos dicen que no... pues nosotros decimos ¡que no! -Respondieron, también
a coro, Baldosa, Herculano y el resto de los de su banda.
- Pues nosotros, sí, ea. Nada más que por eso. Yastá. -Replicó Patoso, muy
decidido, seguido de los demás miembros de su banda.
- Y nosotros, decimos que sí. -Recalcó Sonrisas ante la satisfacción de Pepín-
Por lo tanto, es que sí.
- Y yo ¿qué? Hay pistas para peloteros, o no hay pistas para peloteros? -Juan
Pequeño no sabía si sonreír o llorar a moco tendido.
- Hombre, claro. -Repuso Sonrisa, mirando a Frontón- Aquí tenemos unas
personas conscientes, consecuentes, que quieren que la City marche ¿no es así?
Patoso se sintió comprometido. Con un suspiro profundo, afirmó:
- Bueeeeno. Por esta vez, que pase. Nos habéis cogido bien el cuerpo.
Los demás -“Blbbzzzzbbblllzzzzz” -les sacaron la lengua. Del Castillo, amenazó:
- Os vais a acordar de esto.
- Pero ¿por qué? ¿Que os ocurre ahora? Ha habido mayoría ¿no? Eso es todo.
-Medió Luigi Sonrisas.
- Sí, pero ¿qué mayoría? -Protestó Manolo Delbache, enérgico y malhumorado-
Os habéis aliado con esta gente, ¡con los miembros de la tribu del Jefe! ¿Sabéis lo que
habéis hecho? ¡Habéis deshonrado mis canas! No sois buenos, no sois ni morenos de
verdad, habéis traicionado a los mismos que os eligieron, al aliaros con nuestros
mayores enemigos. Os queréis emparentar con los dioses, con los elegidos, con los que

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mandan en el Consejo de Ancianos. Y eso os costará caro. Porque se lo diremos a todo
el mundo y no os lo perdonará nadie. ¡Nadie!
Luigi no hizo caso a las amenazas y continuó en su estilo contemporizador:
- Bueno, bueno, bueno. No hay que enfadarse. Ya os llegará vuestro turno. A
ver, Hijdalgo, ¿tú no querías un carro para recoger desperdicios, pues mira: aquí
colaboraremos todos. Ahí dos monedas mías. A ver ¿quien suelta algo?
Ante la desinteresada acción de Sonrisas, todos, enternecidos, fueron echando
monedas en el mismo cestillo dónde las había depositado el primero. Hijodalgo recogió
las monedas, muy contento, dispuesto a comprarse el carro. Todos estaban tan
sonrientes y satisfechos, que no veían a Juan Pequeño gesticular, pidiendo la palabra,
por lo que el caballero se colocó de pie, primero y luego se subió encima de la silla, para
ser visto. Fue entonces cuando consiguió su propósito y ser atendido en su difícil y
meritoria petición de ser oído.
- A ver qué querrá éste ahora, que ya nos vamos -Comentaron del Castillo y
Pepe Ciudad.
- Bueno, que yo quiero un ayudante. Que estoy más sólo que la una y no doy
abasto.
- Eso, y yo quiero otro, que tampoco tengo a nadie. -Añadió Pepín Novato
- Ya podíais haber sacado eso otro día, Pepín, hijo. -Comentó Gonzalo del
Puente, contrariado- ¿No ves que éste ahora -señaló a Juan- va a pedir a Campos de
Otoño? ¿No te das cuenta?
- Pues le decimos que no, y santas pascuas. -Replicó Pepín, convencido.
Rodrigo del Castillo intervino, para arrojar más luz en tan lúcida discusión:
- ¡Venga ya!. Todos queremos un ayudante. Yo también quiero uno.
- Y yo
- Y yo
- Y yo
- Y yo
Y así, las voces se repitieron hasta la totalidad de los presentes. Paquito
Regordete añadió:
- Pues claro. Todos queremos ayudantes. A todos nos hace falta.
Paco Yucas se encaró con él.
- Pero ¡si vosotros tenéis veintitantos...! ¿Todavía queréis más?
- Pues claro que sí. ¿Por qué vamos a ser menos? - Replicó Multatotodo
- Lo que tenéis es una cara inmensa. -Les espetó Novato.
- ¡Cara vosotros! -protestó el Guti- O sea, que ustedes tenéis derecho y los
demás no ¿no? ¡Que rostro!
- Pero... si nosotros no tenemos a nadie... -Contestó Novato, ya nervioso.
- Pues os fastidiáis. -Redondeó Regordete.
- ¡Eh! Que nosotros también queremos uno para cada uno -Aclaró, Paco Patoso.
- Y ¿para qué? ¿Se puede saber para qué? -Replicó Fermín Hijodalgo,
poniéndose de pie, como para imponer más autoridad- Si no tenéis ningún trabajo que
hacer.
-¿Que no? ¿Que no tenemos trabajo? Y ¿esto que es? Poco trabajo es
aguantaros a vosotros...
- Si vas a empezar lo dices -Contestó el Guti, puesto en pie, con un pie avanzado
y remangándose las mangas de la camisa.
- Pero ¿qué pasa? -Patoso se mantenía firme- ¿también nos queréis discriminar
en esto? ¡Ah! Está visto que sois unos malvados. Iréis al averno por malos.
- Pues, que quede clara una cosa -Tony Frontó también estaba de pie; elevó la

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mano derecha, con el índice extendido, hablaba con su vocecita atiplada, pero
firmemente, con energía- o aquí hay ayudantes para todos, o no los hay para nadie.
¡Vamos...! Si no, desde ahora nos oponemos a todo, todo. Está visto que el complot
masolevítico funciona cuando se trata de ir en contra nuestra.
- Pues vuestro ayudante no va a hacer nada en todo el día -Ironizó Gonzalo del
Puente.
- Bueno, está bien pensado -Rodrigo del Castillo quiso ganarse a los de Patoso,
quedar bien con ellos- tiene razón: o ayudantes para todos, o para nadie. Estaría bueno.
-A continuación, comentó al oído de Hijodalgo- No va a haber dinero para tantos y estos
dos se quedan solos. Así no podrán hacer tantas cosas.
- Eso es -añadió Pepe Ciudad- desde ahora, todos iguales.
- ¿Y los que tenéis? -Inquirió, airado, Paco Yucas.
- ¡Ah!, ¡Ah!, Santa Rita, Santa Rita... Respondió Manolín Abeto, coreado por un
movimiento afirmativo de cabezas.
- Bueno, vale. Ya está claro ¿no? Nosotros ya tenemos decididos nuestros
ayudantes. A ver quienes queréis vosotros, que no se os puede dejar solos. Sois
capaces de traernos al primer indeseable que os encontréis en cualquier esquina.
- No te preocupes. -Afirmó Gonzalo del Puente, categórico- que Campos de
Otoño no va a venir por aquí más.
- Ah, pues ese no nos importa que vuelva -Replicó Guti Multatodo.
- Bueno, pues nada. Que no te preocupes. No lo traemos. Resuelto.
- Pero... pero ¡si ellos no lo rechazan! -gritaba Juan Pequeño- Yo necesito a
Campos de Otoño.
- ¿Tú eres tonto, o qué? Eso ya lo hemos hablado antes. Se acabó. No le hagáis
caso, que está loco. Pepín ¿tú a quien quieres?
- Pero ¿por qué no? -Repitió Juan Pequeño.
- Porque se permite el lujo de pensar solo. -Razonó, paternalmente, Luigi
Sonrisa.
- Y eso ya es demasiado en este reino. ¿No estáis de acuerdo? -Concluyó Pepín.
- Pero ¡es que me hace falta? -Insistía Juan.
- Verás como al final te quedas sin ninguno. Como te pongas pesado, te quedas
sólo. -Le amenazó Gonzalo del Puente.
- Pero... ¿es que nosotros vamos a ser igual que los de antes? -Insistía Juan
Pequeño, sin miedo a las amenazas.
- ¡Ah, no! Eso sí que no. -Cortó Sonrisas- Porque nosotros, fíjate que lo que
hacemos es pensar por los demás. ¡Fíjate que diferencia con los de antes!
Juan les miraba a todos, extrañado. Gonzalo del Puente continuó:
- Pues no vamos a permitir que nadie piense como nosotros, o mejor. Eso sería
terrible, porque entonces ¿qué haríamos nosotros?
Del Castillo, Delbache, Ciudad, Herculano, Regordete, Multatodo, Frontón, Lago
de Gansos, Muselina, Abeto, todos observaban divertidos y complacidos, la
conversación. Se miraron satisfechos. Todos asintieron, cuando Rodrigo del Castillo
comentó:
- A ésta gente no le hace falta nadie para derribarlos. Se bastan ellos solos.
Y ya está.
(Bueno, en realidad, no. Todavía no está)

82
VIII

EL WECHSEL

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- ¡Vamos a cambiar ezstto! -Isidoro aparecía eufórico, seguido por un Batallas
sonriente y feliz- ¡Vamos a cambiar ezstto!
- No mire, señor, no tengo calderilla. -El pobre hombre se encogía ligeramente.
- ¡No, hombre, por los dioses! -Exclamó Isidoro, sin perder la compostura. Miró
al tendero entre misericordioso y contrariado, mientras sujetaba a su seguidor que, de
haber tenido rayos en los ojos o en la lengua, habría fulminado al sorprendido mozo,
dado el osado atrevimiento de no comprender el mensaje de su jefe, tan bien elaborado
por él, con la ayuda de los emisarios enviados por El Güili- No, hombre, no -Continuaba
Isidoro- No hemos venido a cambiar monedas. Venimos a decirle que vamos a cambiar
este país.
- Ah, bueno -Suspiró el de detrás del mostrador.
- Venimos a decirle, le estados diciendo ya, a todo el mundo...
- ¡A todos y a todas...!
Interrumpió Manolo Netol, elevando sus mofletes. Isidoro le miró, iracundo; luego
forzó una sonrisa y continuó:
- ... a todos y a todas, que somos los únicos...
- ¡Los únicos y las únicas!
La segunda interrupción venía de Pepe “el remendón”. Isidoro lo atravesó con
la mirada, pero continuó, resignado:
... con capacidad y con medios para imprimir a este santo Reino el cambio que
se merece, necesita, precisa, requiere y demanda. -Isidoro, ora abría los brazos, ora
levantaba los hombros o bajaba la voz o la elevaba, afirmando con las manos y
provocando murmullos de aprobación en los concentrados, cada vez más numerosos-
Díselo tú, Ildefonso.
Ildefonso Batallas eructó ruidosamente y añadió:
- Todos y todas los y las -Ildefonso dedicó una mirada sonriente a Netol y al
remendón, quienes se la devolvieron, agradecidos- que no estén de acuerdo conmigo
y con mi amigo y jefe máximo y único, Isidoro, son hijos de mujeres que no duermen por
las noches. -Levantó los dos puños, luego dio un rebuzno y sonrió. Varios de los
ayudantes que les acompañaban le vitorearon y exclamaron, en voz alta, de manera
que todos los congregados pudieran oírles claramente:
- ¡Que claro es! ¡Qué valiente es hablando!
- Vale, vale -Isidoro le hizo ademán de que se sentara y siguió hablando- Que ya
es el momento; ya ha llegado. Es necesario dar un giro a este país nuestro, para que
avance y se coloque a la cabeza del progreso. Y, por eso, vamos a darle trabajo a todo
el mundo (a todo el mundo que nos defienda, está claro). Y vamos a poner en práctica
nuestro nuevo estilo, porque somos los mejores y los más honestos y los que nunca nos
quedamos con lo que no podemos. Y que vais a ver como prosperamos y ganamos y

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estamos más mejor y más bien.
Isidoro, Ildefonso y toda su banda, asesorados y acompañados por emisarios de
la banda de El Güili, fueron recorriendo todas las villas y pueblos y aldeas y ciudades
y pedanías y caseríos, para ganarse adeptos a su justa causa. Porque ya era hora de
que ellos ocuparan el lugar preponderante que, hasta aquel momento, ocupaba la
banda del Jefe y sacaran siguiera unos ahorrillos, para cuando fueran mayores.
El Jefe había decidido retirarse y había dejado que el populacho decidiera quien
sería Jefe a partir de entonces. Todas las bandas y clanes desplegaron medios y
personal, durante varios días, para intentar convencer a la gente de que debían
elegirlos a ellos. Todo el país, como una gran feria, se llenó de carteles, emisarios,
reuniones, charlas, fiestas, festivales, con que todos los contendientes y sus
respectivas bandas, vendían sus excelencias a los hasta poco antes ignorantes y
silenciosos súbditos.
En aquel cúmulo de actos, denominado “campaña” -nombre cuyo significado no
acertamos a describir- ya se empezó a modernizar al país, para ver si era posible que
alguna vez existiera. Pero, a pesar del esfuerzo desarrollado, incluso por las parejas de
los grandes hombres, una de las cuales modernizó el lenguaje, al saludar eufórica a sus
seguidores:
- ¡Jóvenes y Jóvenas!
Pues incluso a pesar de tan denodado y supremo esfuerzo, no se consiguió, y
el país continúa sin existir todavía. (Menos mal).
- Ildefonsito, ¿tú crees que ganaremos? -Isidoro se mostraba preocupado en la
posada, después del ajetreo diario.
- Y yo ¿qué se? -Respondió Ildefonso, como si quisiera sacudirse una gran
responsabilidad.
- Por lo menos tenemos ochocientos o mil, a los que hay que buscarle un cargo
¿no? -Apuntó Isidoro.
- Así es. -Ildefonso separaba las manos, acercando los codos al cuerpo- como
no lo consigamos, se nos van a otra banda.
- ¿A cual? -Intervino, curioso, Mike Panecillo.
Isidoro no hizo caso a la curiosidad del recién llegado, quien, como de
costumbre, buscaba el sitio dónde señalarse para cobrar protagonismo. Se dirigió de
nuevo a Ildefonso, en tono de reproche.
- Hijo, y tú ¡eres tan brusco...! No te puedo dejar solo.
- ¡Que va, que va! -Sacudía las manos Ildefonso, parecía que espantara los
fantasmas atraídos por Isidoro- Estás muy, pero que muy equivocado, Isidoro. Mientras
más bruto parezca yo, más fuerte será el impacto sobre una gran parte de la gente,
pues llevan muchos años callados y les alegra oír lo que nunca les dejaron decir. Ese
es el secreto. Aunque ya no tenga mérito, porque ya no te cogen los guardias ni te
corren a hostias por las mazmorras ¿comprendes?, lo cierto es que la gente considera
valiente a quien dice esas cosas que no estaban permitidas ¿comprendes? Además,
hay otra cosa muy importante, que no puedes olvidar: Si yo hago de malo, quedará
clarísimo y visiblemente visible lo bueno buenazo que eres tú ¿Te das cuenta?
Isidoro se levantó, erguido y satisfecho. Dio varias palmaditas en el hombro a
Ildefonso. Panecillo se retiró dolido por la falta de interés demostrada hacia su persona.
- Tienes toda la razón. ¡Eres único!
- Hombre, lo tengo todo estudiado -Se justificó Ildefonso, sonriente.
- Fue un acierto elegirte de segundo -Sentenció Isidoro.
- Fue un acierto colocarte de primero -Remató Ildefonso.
En tan filosófica y consustancial disquisición, chirrió la puerta de la habitación.

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En el dintel apareció un viejo conocido, que mejor parecía una aparición. Agosto
Horroroso reflejaba un evidente malestar en su semblante. Panecillo volvió a entrar tras
él, aunque sólo se fue acercando muy despacio.
- Buenas noches. -El recién llegado se acercó a Isidoro e Ildefonso.
- ¿Qué hay...? -Ildefonso le miró fijamente- ¿Pasa algo...? ¿algo malo...?
- Nada -Agosto dejó unos papeles sobre la mesa- No tenemos ni una sola
moneda... Y los asesores de Cara's & Cara's Co. Inc., quieren pasta gansa, ¡ya!
- ¿Nada...? ¿No tenemos... nada?
Isidoro abrió los ojos, como queriendo ver mejor lo que estaba viendo
perfectamente. Panecillo se fue acercando, aunque sin pronunciar palabra. Lo que
estaba escuchando le hacía olvidar su anterior enfado.
- Nada. -Contestó secamente horroroso.
- Pero... ¿nada? -Insistía, incrédulo, Ildefonso, estirando el cuello.
- ¡Nada de nada! ¡Absolutamente nada! -Casi molesto, Horroroso bajaba los
brazos al suelo, al tiempo que levantaba los hombros.
- Y... ¿y lo que nos mandó el Güili? -Se estiró, brevemente, Ildefonso.
- Pues... ¡No hemos sacado nada de ahí! -Justificó Agosto, tajante. Contaba, y
aún le faltaban dedos.
- ¿Y lo que nos mandó el vikingo?
- Lo mismo -pensó unos instantes. Concluyó: -Nos quedan tres reales.
- Habrá que ir por más pasta -Batallas hablaba resuelto- No hay más problemas.
Ya veréis que poco tiempo tardan. Además, vamos a ver a nuestros amigos los
magnates: Sancho Asín, Arguijo, Pescádez... Nos van a sobrar dineros.
- También le podemos pedir a Mateo Rumoroso ¿no Ildefonso?
Mike Panecillo, que había ido acercándose hasta introducir la cabeza en medio
de los tres dialogantes, cortó la pregunta de Isidoro, de forma tajante:
- De ese no te puedes fiar, Isidoro. No lo intentes siquiera. Porque es un
descreído, que va por el mundo dándoselas de alguien. A mí, hasta ha llegado a
negarme que entre en sus castillos... ¡a mí!
Ajeno al razonamiento panezillesco, Agosto Horroroso se dirigió de nuevo a
Ildefonso Batallas:
- Pero esa gente ¿nos pedirá algo a cambio... no? -El Feo miraba a sus
compañeros.
- Pues se lo daremos. -Isidoro no vaciló- Lo que pidan.
- También el Güili nos ha pedido mucho, y se lo vamos a dar. Lo importante es
ganar. -Dijo Ildefonso.
- Y que tengamos trabajo todos nosotros -Isidoro trazó un amplio círculo con su
mano derecha- y tanta gente de nuestra banda, que buena falta les hace, pobrecicos.
- Es que... -Horroroso dudó un momento. Sacudía la cabeza con fuerza de
izquierda a derecha- Asín quiere todos los castillos de Vam Hestom.
- Pues se los damos también. ¿Que problemas hay? -Isidoro encogió los
músculos de la cara y alargó una mano.
- Lo que debemos hacer -Panecillo se puso muy serio- es quitarle al Rumoroso
todos sus castillos y campos y aldeas, y sus carros y sus caballos y sus cuádrigas
¡todo! y repartirlos entre los nobles que nos ayuden ahora. Porque es una raspa en un
ojo ¡A mí, no me deja entrar en sus castillos! -Irguió el cuerpo, alzó la cabeza y se
golpeó entre el pecho y el vientre con la mano abierta- ¡¡A mí!!
- En su momento. Todo llegará. -Isidoro sacudía el antebrazo de Mike- Cada
cosa a su tiempo.

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* * *

Sancho Asín, como todos los magnates que visitaron a continuación, les recibió
amablemente. Les agasajó con alborozo.
- ¿Todo bien? -Los visitantes asentían- Ya veo que la campaña discurre de
maravilla. La gente está muy contenta. Y es que ya hacía falta un cambio ¿eh? Eso se
ve. El País lo demanda. -Se detuvo unos instantes. Todos mantuvieron la respiración,
en espera de escuchar las sabias hipótesis y los esclarecedores análisis del sapiente
magnate- Y, si no ganáis, no ganamos... Quiero decir... si no ganáis, al menos vais a
tener al nuevo Jefe muy controlado, muy condicionado. No va a poder hacer nada sin
vosotros.
- De eso se trata, de ganar -Isidoro golpeaba a Ildefonso con el pie, cada vez que
intentaba hablar- porque ya es hora de este País progrese, e ingrese en el Club de los
países avanzados.
- Y que yo pueda hacer mis negocios limpiamente. -Agregó Asín.
- Y que las personas como Usía, honradas, honestas y cabales, tengan los
vericuetos adecuados para satisfacer sus deseos y sus necesidades económicas. Eso
es lo más importante. -Se relajó un poco- Mejor tú, que eres amigo nuestro, que nos
conoces, que conoces nuestros esfuerzos y compartes nuestras inquietudes, y por eso
nos ayudas, siempre que estamos necesitados. Porque nos ayudarás ¿verdad?
- Cuando os hace falta?
- ¡Bah!, minucias. Menudencia... -Isidoro movía las manos como si espantara los
miles de moscas que provocaban un zumbido adormecedor- Lo que nosotros queremos
es hacer una campaña tal, que no deje lugar a dudas de que somos los mejores, y los
únicos capaces de salvar este país, y los intereses de, quienes como tú, se preocupan
por el bienestar general.
- Está bien. Muy bien. -Asín afirmaba, categórico- Yo quiero ser el mejor
magnate... el más fuerte. Pero lo hago por vosotros, por el engrandecimiento de mi
País, por la gente, por los demás. ¡Tú lo sabes!
- ¿Te cabe alguna duda, de que lo que nosotros queremos es lo que tú quieres?
Lo conseguiremos unidos. Nosotros daremos la cara. Tú, seguirás en la sombra. Mejor
asín. Y así serás el más fuerte y el más poderoso y el más bueno y el más alto y el más
guapo. Ten en cuenta que es de bien nacidos ser agradecidos. Y somos personas
conscientes de que el progreso sólo puede venir de la mano de personas que crean en
él. Personas modernas y eficaces y honradas. Como nosotros. Como tú. Que, además,
somos amigos.
Sancho Asín movió un cuadro de grandes dimensiones y abrió una puerta
disimulada tras él. Hizo una señal a sus visitantes. Todos entraron por aquella puerta,
que daba directamente a una abertura en la roca. Tan sencillas personas, no pudieron
evitar una exclamación de asombro. Allí se amontonaban cofres, vasijas y otros
recipientes, repletos de tesoros. Las monedas se amontonaban, como en un cuento de
Alí Babá, aunque el del turbante no hubiera visitado aquello nunca.
- ¿Tenéis bastante?
La visita se repitió a otros magnates, en parecidos términos y con similares
resultados.
El día en que los habitantes del País que Nunca Existió, tomaron la decisión de
elegir al Jefe de una de aquellas bandas, Isidoro, Ildefonso, su Escudero, Panecillo,
Horroroso, Pepón de la Boya, El Chiqui y todos los miembros, saltaban de gozo. La
sorpresa dio paso a una alegría desbordante. Habían ganado con tanta ventaja, que no
serviría de nada que otros clanes o bandas estuvieran en desacuerdo con ellos. Ellos

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podrían hacer lo que les viniera en gana, sin tener en cuenta a nadie, pues para eso
habían conseguido una mayoría aplastante, porque el populacho -que ya empezaba a
llamarse pueblo- había depositado en ellos su confianza.
- ¿Habéis visto, os habéis fijado? -Los demás asentían, satisfechos. Ildefonso
continuó:- Mi procedimiento de ir hundiendo bandas y luego simular que somos ellos
mismos (y, cuando no podemos hundirlas, comprarlas) ha dado buen resultado ¿eh?
-La sonrisa de Batallas le ocupaba toda la cara (que ya es decir)- Ahora tenemos que
duplicar el importe del premio a los que se cambien a nuestra banda.
- Bueno... pero eso... ¿y la coherencia? -Intervino Pepe “El Maltrecho”, medio
confundido.
- ¿Qué coherencia ni que niño muerto? -Protestó enérgico Ildefonso- ¿No vas
a aprender nunca? Aquí lo que hace falta es poder. El mundo sólo se puede cambiar
con poder. Todavía no lo has entendido.
Santiago Mejilla acudió presuroso a felicitar a los ganadores. Les abrazaba,
eufórico, llorando por la emoción.
- Que contennnto ettoy. ¡Estoy emocionado! ¡Estoy embargado!
- ¿Y no tienes para pagar? -Preguntó Mike Panecillo, boquiabierto.
- ¡No, hombre, por los dioses! Estoy embargado por la emoción. Por la alegría.
Porque, que hayáis ganado vosotros, es igual que si hubiera ganado yo. ¡No! ¡Que vá!
¡Mejor! Estoy pletórico de entusiasmo porque habéis ganado vosotros, mis mejores
amigos de toda la vida.
- Amigos... ¿nosotros?
Panecillo señaló con el dedo a Mejilla y se señaló a sí mismo. “El Maltrecho”,
cada vez más confuso, se tocaba la sien.
- Bueno, pues ahora lo somos. ¿Qué pasa? -Intervino Isidoro, impetuoso.
- Os quiero mucho, mucho, mucho. Y ahora -Mejilla unió las palmas de ambas
manos, perpendicularmente sobre el pecho, como de costumbre- podremos
reconcentrarnos amorosamente ¿a que sí?
- ¡Venga ya! -Batallas le empujó con absoluta desconsideración- tú estás
chocheando.
- Pues os quiero, a pesar de todo. Algún día admitiréis a mi gente en vuestra
banda. Ya lo verás. -Y Mejillas se fue llorando alegremente.
Ildefonso Batallas salió al balcón, a saludar a la muchedumbre que aclamaba a
Isidoro el Bello. Miró a su alrededor -“Mañana cambiaremos de balcón”- Pensó
responsablemente. Abrió las manos y se dirigió a la multitud:
- Hermanos -la gente aclamaba- un momento, por favor. Sólo quiero deciros una
cosa: gracias. Y otra cosa: felicidades. Porque hemos ganado... y habéis ganado.
Todos. Ya lo veréis. Porque ha llegado... -el silencio, entonces, se hizo espeso. Se
podía medir. Todo el mundo quedó como suspendido en el amplio altozano que se abría
frente al balcón abierto. Las luces se movieron y una mueca suave fue adueñándose
de los oídos, progresivamente, hasta convertirse en un repiqueteo casi ensordecedor,
para acabar bruscamente. Los ojos, los oídos, los espíritus aguardaban, como si sonara
el repiqueteo de un tambor. Los brazos de Batallas se abrieron- ...el... ¡¡WECHSELL!!
Un largo aplauso cerró la oración, con luces y -entonce sí- repicar de tambores.

* * *

Al día siguiente se instalaron en el Palacio Principal y empezaron a recibir visitas.


- Nico, gracias por tu ayuda. Ha sido vital.
- Era mi obligación, -Circular se estiraba- Ahora el cambio ¿no?

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- Mira -Isidoro se reía, retorciendo el gesto y tocándose los bolsillos- Ahora
mismo no tengo calderilla.
Todos rieron el recuerdo del tendero.
- Vamos... -Nico también se reía para seguir la corriente, aunque, extrañado,
miraba a todos, inseguro- hablo en serio. Sabéis que hay muchas cosas, muchas
personas esperando.
- Mira -Isidoro recuperó la seriedad- lo primero es terminar de destruir a todas las
bandas, menos la de Manolo Tirantes. Y, sobre todo, a los clanes de la Sierra, para
poder seguir mandando eternamente. Sieeempre, sieeempree -movía una mano como
si amasara- sieeemmpre jamás.
- Pero... pero hay que hacer algo... para que tanta gente pueda trabajar ¿no? -
Nico se movía, mirando uno a uno a los demás- Eso es lo que les has dicho...
- ¡Ah! ¿queda alguien sin cargo? -Isidoro llevó su vista, inquieto, a todos y a
todas partes. Los gestos de sus acompañantes le tranquilizaron.
Al mismo tiempo, en la puerta se había juntado un grupo ruidoso. Isidoro no se
preocupó, pero uno de los criados entró, rápido. Se le notaba cierta tensión nerviosa.
- ¿Qué ocurre? -Se adelantó Isidoro.
- Los... -el criado se trabucó ligeramente- El... Pepe “el Maltrecho”, que viene con
un grupo de seguidores... están protestando...
En aquel momento, se escucharon unos gritos procedentes del exterior:
- ¡Trabajo! ¡Queremos trabajar!
- ¡Fuera! ¡Fuera esa gente! -Gritó Ildefonso, más alto que ellos.
- Pero ¡si ya están fuera! -Exclamó el confundido criado.
Ildefonso le atravesó con la mirada. Isidoro, sin perder la sonrisa ni la
compostura, cerró el coloquio:
- Llamad a los guardias. Que se lleven al Maltrecho y ya veremos como los
demás se disuelven. ¡Habráse visto...!
Y continuó con su abnegada misión, impertérrito, como si no hubiera ocurrido
nada. Porque nada podría destruir la ilusión de su victoria. Estaba pletórico,
entusiasmado, derrochaba energía. Atendía las visitas, ordenaba los muebles,
organizaba a su gente, emitía órdenes aquí, allá y acullá, para poner a cada cual en su
sitio.
- Tú, Pepón -Pepón de la Boya miraba inquieto- ¿Qué hago con el Escudero de
Ildefonso?
- No te preocupes -respondió Pepón, más tranquilo- Ildefonso se encargará de
él. Fíjate: se ha permitido decir que quiere ser un buen serrano... Además, ya ha
ganado bastante. Ahora que nos deje un poco a los demás.
- Bien, bien. Veo que has aprendido. -Repuso Isidoro muy satisfecho- Y díme:
¿qué debo hacer?
- Es muy fácil. -Pepón ahora estaba contento. Se sentía útil- haz muchas
promesas, como hago yo. Procura tener contentos a los que tienes alrededor, que es
lo que cuenta, para que no se te rebelen. Al que no te sirva bien, lo hechas, sin
contemplaciones, como vienes haciendo. Y házle ver a la gente que deben esperar
mucho de mí (que esperen). Por cierto, vas a contar con una ayuda muy buena de
Perico Aparecío. El Aparecío te criticará algunas veces, pero sólo es un truco para
controlar a los descontentos. En realidad, él se va a dedicar a dividir a los serranos,
porque como los serranos se unan... ¡buf! no hacemos nada, tú. Ya conoces el refrán
¿no? Divide y vencerás.
De los muchos, muchísimos, que acudieron a felicitar a Isidoro, alguno tuvo un
ligero desliz, como el que le preguntó:

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- Muy bien ¿cuales van a ser tus cambios?
- Hélos aquí. -Isidoro señalaba la mesa que tenía delante, los presentes miraban
la mesa y cruzaban sus miradas, volvían a mirar la mesa: estaba vacía.
- Vamos a ver; verás: -continuó el primero que había hablado- es que yo estoy
un poco sordo. Por ejemplo: ¿qué va a pasar con los guardias? ¿Se van a acabar las
sesiones diarias de hostias?
- Hombre -Isidoro carraspeó- estaría bueno. Les vamos a sumar las huestes de
Del Bache, para reforzarles.
- Pero, te pregunto -insistía el otro- ¿Vas a cambiar sus procedimientos?
- Sí -Isidoro respondió enérgico- les vamos a cambiar los uniformes.
Marcel y Nico se removían inquietos. Marcel habló al oído de Nico:
- Oye, que hay que pedir el cambio... ¡nos lo reclaman nuestras bases!
Circular, movido por el mensaje, exclamó en voz alta:
- Todo eso está muy bien, Isidoro. Pero el cambio ¿cuando?
- Gili, ya hemos cambiado -Isidoro señaló con un movimiento circular de las
manos, al grupo presente- Ahora estamos nosotros aquí. ¿Te parece poco cambio?
¿Qué más cambios quieres? ¿A quien queréis poner?
- Bueno, pero... entonces... -Nico titubeó- los sueldos... el trabajo...
Isidoro le interrumpió:
- Mira: ya estamos aquí. Estamos gracias a los amigos, a quienes nos debemos
por deber de gratitud. Y de amistad. Lo primero es lo primero. -Miró a Ildefonso- ¿Qué
es lo primero?
- Asín, Asín de bueno es nuestro amigo -Respondió Ildefonso, extendiendo
ambos brazos.

Nota del autor:

De la película “La diligencia” de John Ford, que vi en un cine de verano, antes


de llegar a la pubertad, sólo recuerdo una frase. Dice así:
“Lo que es bueno para los bancos, es bueno para el pueblo de los Estados
Unidos”.

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IX

¡QUE
MOELNOS SEMOS!

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Señores leedores:

Estamos llegando al cénit. Si no lo hubiera dicho antes Groucho, diríamos que


saliendo de la nada, hemos alcanzado la más alta cota de la estupidez jamás
imaginada. Por algo hubo tanto “grouchomarxista” en este País de nuestros desvelos
que, menos mal, nunca existió.
El País Que Nunca Existió, irreal, como su vida misma, está saliendo de la noche
boreal y abrazando el meridiano de la ascensión general, con los indicadores socio-
económicos y culturales, boca abajo.
Y, los más sofisticados sones de la contemporaneidad, aposentan sus reales en
nuestro inexistente suelo. Se trata de ponerse a la altura de otros reinos y estados, sin
los que no puede entenderse el futuro. El entusiasmo por asimilar nuevas fórmulas,
florece por doquier. Y la adaptación se lleva a cabo más fácilmente de lo que podía
hacer suponer la secular indiferencia que mantenían los unos y el otro.
¡Ya somos parte del mundo exterior! ¡Ele! ¡Ya semos mundo!
* El condenado sigue prefiriendo demonio nacional a extranjero
* Hasta la música hay que importarla
* No se lee ni en vacaciones. La fiebre derrochista no ha llegado a la
cultura.
* Los cuatro más vivos luchan por alcanzar el número quinientos en el
ránking mundial
* El Consejo de Ancianos se pelea con los industriales y los artesanos;
éstos la pagan con sus trabajadores. Y los obreros no desean
cualificación. La chapuza sigue siendo la dueña.
La relación se podría eternizar. Pero hay que ponerse serios.
Porque no importa: ¡Ya semos mundo!
¡Olé la grasia!

Señores leedores:

Van a desfilar por aquestas nuestras páginas, en este secular relato, tan sólo
once preclaros personajes, fascedores de la aquesta vida actual del nuestro País Que
Nunca Existió. Son aquestos que se mencionan, por inriguroso orden analfabético:
1.- Alfredo Alguisar
2.- Alfredo Visillo
3.- Lady Vulvavista
4.- Mike Panecillo

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5.- Isa Porcelana China
6.- Julio Delaflor Mora
7.- Mateo Rumoroso
8.- Pepe Aguancasa
9.- Arturo Ándese Concuidado
10.- Manos Sobremasa
ONCE Mike Buenavista

z z z

Comienza la sesión:

- Lo compro. Lo compro. También lo compro. Y esto también. ¡Pa mí! -Mateo


Rumoroso señalaba con la mano todo aquello que le parecía conveniente. Desde una
cabaña en estado ruinoso, hasta una factoría en la costa, dónde se recibían especias
orientales, elefantes africanos y otras menudencias, y se enviaban cobre, artesanía y
otros productos propios del País- Yo, todo lo que compro lo compro para mejorarlo.
Gracias a mí, este País produce más y mejor que nunca y la gente trabaja más
contenta. El Consejo de Ancianos me lo deberá agradecer alguna vez.
Detrás de Mateo Rumoroso, dos viejos amigos paseaban alegremente:
- Lo compro.
- Lo compro.
- También lo compro. -Mike Buenavista señalaba con su bastón los lugares a que
se estaba refiriendo: desde una cabaña en buen estado, hasta una factoría desde la
que se exportaban e importaban productos, con los que se enriquecían los
intermediarios- Y esto también. ¡Para mí!
- ¡Como lo vas a comprar tú, si lo compré yo esta mañana! -Replicó Julio
Delaflor.
- ¡Cuidado, Mike!
La voz había sonado muy cerca. Alfredo Visillo y Alfredo Alguisar acababan de
llegar, y se unían al grupo con su habitual alegría.
- Julio, has estado a punto de dejarme caer -se quejó Buenavista, al tiempo que
se apoyaba en su bastón.
- Por cierto, hablando de comprar -Alguisar se colocó entre los dos amigos-
¿Sabéis qué podemos quedarnos, si nos llevamos bien?
- ¿Qué? -Preguntaron a coro los interrogados.
- ¿Os acordáis de Pescádez? -Continuó Visillo.
- Pues puede ser nuestro -Terminó Alguisar.
- Naturalmente -terció Visillo de nuevo- no Pescádez en sí, sino sus posesiones;
que es lo que a nosotros nos interesa.
- Entre los tres (aunque somos cuatro) podemos ser los amos de todos sus
castillos y palacios y pensiones y tierras y torres y torreones y territorios y fábricas y
salazones y sus siervos y sus siervas. -Concluyó Alguisar, agotado por el esfuerzo.
- Me apunto -Contestó Delaflor, de inmediato.
- ¡Vaya! Y yo, ¡faltaría más! -Dijo Buenavista- No hay nadie con más vista para
los negocios que yo.
- Pero Mike... -Delaflor se volvió ligeramente, desasiéndose de la mano de
Alguisar- El dinero que tú tienes no es tuyo, que te lo facilita el Consejo de Ancianos.
- Bueno ¿y qué? -Protestó Buenavista- Pero es mío, porque me lo dan a mí y no

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a tí ¿estamos? Me lo gano yo y es mío ¡digo! Que, ya sabes, Santa Rita, Santa Rita...
¿O es que no quieres que participe en el grupo? ¿eh? Pues no hables, que tu dinero
no es ni tuyo, sino que es de los Caballeros del Desierto.
- Vale, vale... -Delaflor movía las manos con nerviosismo- pero es mío, ¡es mío!
Bueno, es como si fuera mío. Ellos confían en mí ¿vale? Yo tengo su confianza y soy
su administrador en este Santo reino que nos ha visto nacer.
- Está bien. Pero entre nosotros no debemos discutir. Que todos los dineros sean
bienvenidos. -Intervino Alfredo Visillo.
- Lo mejor es que compremos cuanto antes, entre los tres, y mejor para todos
-Concluyó Alguisar.
- Vamos a ser únicos comprando
Comentaba ufano Visillo, que fue interrumpido por su compañero y amigo,
Alguisar.
- Vamos a comprar más que el tontaina del Rumoroso ese.
- A mí ese ya no me gana -Comentó, orgulloso, Delaflor Mora- Este País está
avanzando a pasos de gigante, gracias a quienes, como nosotros, sabemos hacer
negocios; y compramos y vendemos en el momento oportuno.
- Y no como el tonto de Rumoroso -Alguisar volvió sobre la marcha- que nada
más quiere comprar factorías, centros de producción ¡hala!
- Mike Buenavista intervino para apostillar las palabras de Alfredo Alguisar:
- O los tíos vainas esos que se creen que lo bueno es crear cosas nuevas.
- Cuando todos sabemos que lo bueno es comprar, comprar, en especial cosas
rentables. -Apostilló Delaflor.
- Porque así no se exponen los dineros -Remató Buenavista.
- Eso es, eso es. Así se habla.
Tras las palabras de Alguisar, todos volvieron la vista. Mateo Rumoroso, que se
había ido acercando sin hacerse notar, dado el altísimo interés de la conversación, no
supo reprimir su réplica:
- ¡Yo compro lo que me da la real gana! Y lo que no está bien, lo pongo bien yo.
Y lo que no funciona lo hago funcionar. Y lo que es negativo, lo hago positivo. Y lo
que...
Mike Panecillo hizo su triunfal entrada en escena, lo que cortó la perorata de
Rumoroso:
- A ti te voy a entender yo. A ti, sí. Voy a repartir todos tus castillos entre la gente
de bien. -Luego se dirigió a los cuatro amigos- Hay que ver, que no me dejó entrar en
sus castillos ¡a mí!
- Realmente, no es justo. -Exclamaron los cuatro a coro.
- Amorrrr...
La bella Lady Vulvavista había llegado, sin que su presencia hubiera sido
advertida con anterioridad por ninguno de los presentes, enfrascados como estaban en
tan importantes y trascendentes asuntos. Se acercó a Alfredo Visillo, quien,
enternecido, la rodeó con sus poderosos brazos y la estrechó firme y suavemente, ante
la mirada emocionada y atenta de los demás.
- No se extrañen -comentó Visillo, al comprobar la extrañeza de los presentes-
Les anuncio mi compromiso con la bella Lady, con quien me casaré en pocas semanas.
Nos hemos jurado fidelidad y amor eterno.
- Mientras haya pasta. -Completó Vulvavista.
- ¿Amor eterno...? ¿Mientras haya pasta...? Parece que esta gente sigue mis
pasos -Panecillo pensaba preocupado, aunque dedujo:- bueno, no importa.
- Amor eterno, amor. -Insistió Alfredo Visillo.

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- ¿Por mí dejarás a la Mazizovitch, cariño?
- Claro, mi vida -Aseguró Visillo- Ilusia se tendrá que conformar. Por tí lo haré
todo. ¡Todo por tí!
- Y podré intervenir en tus negocios... y me comprarás hermosos abrigos de piel
de mamut... y tendré a mi disposición coches de muchos caballos... y...
- Y todo lo que quieras, mi amor. Todo. -Insistía Visillo, embelesado. Se veía que
el fuego del amor le estaba consumiendo- Por ti, todo.
- Yo no tengo nada que ver en esto ¿eh? -intervino Alguisar- Ahora bien:
reconozco que estoy en todo con mi tocayo, Alfredo. Por cierto, Alfredo... ¡nos
desheredarán!
- Algo caerá. Sabremos defendernos. -Replicó Visillo.
- Yo os defenderé -Mike Panecillo había salido decidido, como un cromo de El
Guerrero del Antifaz- Sabéis muy bien que tengo influencias... Os defenderé, porque
sé que sois buenos amigos míos, y que estáis dispuestos a darme un lugar en vuestras
empresas.
- Lo tendrás, lo tendrás. -Alfredo Visillo, visiblemente emocionado, se dirigió a
Mike Buenavista- Y tú ¿me ayudarás? Tienes buenos papeles ¿Contaré con la ayuda
de los Mikes?
- Por supuesto, hombre. No te preocupes. ¿Acaso tienes dudas? Para eso
estamos los amigos -Afirmó Buenavista moviendo el bastón.
- En tan romántico momento -Panecillo hablaba muy serio y se estiraba, como
si quisiera ratificar con ello sus palabras- me parece ideal continuar la conversación que
traíais, porque creo haber oído hablar de negocios. ¡Y ya sabéis! Soy un lince para los
negocios. Fijáos, que hasta el Gran Isidoro confía en mí ¿se puede pedir más? Y ocurre
-bajó ligeramente el tono, en rififí de segunda- no os habíais enterado ¿a que no? que
Pepe Petardos está de capa caída... y nos podríamos quedar, también...
Alfredo Visillo replicó, sin importarle la desazón que su acción pudiera provocar:
- Por supuesto que lo sabíamos.
Menos mal que Alfredo Alguisar, al redondear la frase, devolvió la esperanza al
buen Panecillo:
- Lo sabíamos. Y hemos pensado que, si nuestros socios lo ven bien, te puedas
encargar tú de la nueva empresa que estamos creando, para adquirir retales de las
otras. Ya sabes: para centrar y engordar la cartera.
- Pues sí que lo veo interesante -Contestó Panecillo.
- Puedes irte para prepararlo todo
Panecillo salió, al tiempo que hacía su entrada la más bella de todas, la
hermosísima Isa Porcelana China. La tomó por la cintura y, en el más alegre de los
gozos, salió, mientras su mente daba vueltas.
- Ya voy a ganar para hacerte la casita que querías.
- Para hacer la del perro, rico.
- Como habrás podido comprobar, todos confían en mí: Todas las personas
importantes, la gente de bien: Isidoro, estos nuevos magnates, que son los que saben
llevar bien el País... Los que saben valorar la auténtica valía y las influencias de tu
maridito. Me acaban de dar un trabajo, con el que voy a centrar la cartera bien. Y a
llenarla, no te quepa duda.
- ¡Oh, dulce corazón mío! -exclamaba Isa, gozosa. Acercó su cabeza al hombro
de su amado y continuó- Por fin vas a acercarte un poco a mi alta categoría. Ya vas a
ganar casi tanto como yo.
- Nos haremos un palacio que va a ser la envidia de todos -Exclamó Panecillo.
- Desde luego. Yo lo quiero con más torreones que los demás. Para que se

95
diferencie de ellos. Y con un torreón, sólo para el perro. Con veinticinco nubios, que nos
abaniquen en verano y enciendan las chimeneas en invierno.
- Será como tu quieras. -Panecillo, emocionado, la apretó de la cintura.
- Que para eso soy yo quien lo gana -Completó la dulce Porcelana.
Lady Vulvavista estuvo pendiente de ellos, hasta que desaparecieron. Intuía la
conversación. Apretó los glúteos sobre su amado Visillo, y comentó:
- Siempre quise ser como ella.
- Ya lo eres, mi vida. -Visillo la besó, emocionado- Eres incluso más que ella,
fíjate.
- Al menos, para ti. Ya lo sé.
Delaflor, no por enternecido menos pragmático, preguntó, imperativo:
- Bueno, eso está muy bien. Pero ¿qué pasa con los negocios?
- Mira que eres nervioso hijo -le espetó Mike Buenavista- ¿No has visto qué
negocio estamos haciendo? Mike Panecillo, que tiene tan buena mano en el Consejo,
nos va a buscar la manera de quedarnos con las posesiones del Pescádez ¿Quieres
más? Pues también nos ofrece las de Petardos del Río Rojo.
- Sí, muy bien. -Delaflor insistía, quería realidades- Pero eso ¿cómo lo vamos a
hacer?
- Pues lo mismo que has hecho tú para quedarte con las Torres Ostentosas.
Hacemos un acuerdo de compra, con la venia del Consejo y le pagamos con el dinero
que produzca lo que compramos ¿no estás harto ya de hacerlo?
- Está bien, está bien. Yo sólo quería conocer la solución. En fin...
- Además, tú le puedes pedir más a los Caballeros ¿no? -Inquirió Alfredo Visillo,
observador.
- Desde luego, desde luego. Pero lo que consiga es mío ¿eh? No vayamos a
empezar con las tonterías.
- Vale, vale. Aquí todos vamos a poner igual. -Le tranquilizó Buenavista.
- Porque todos queremos centrar igual la cartera -Terminó Alguisar.
Sellado el negocio del siglo, los cuatro próceres y la bella Lady observaron un
momento el camino por el que había desaparecido la feliz pareja. En aquel preciso
momento, volvía Mateo Rumoroso, visiblemente enojado. Hablaba con otro amigo de
los presentes, Arturo Ándese Concuidado.
- Ppero... usted no puede hacer eso... Eso son cosas internas, íntimas... Usted
no puede ir a chivarse al Consejo de nada de eso...
Sordo a las protestas, Arturo Ándese Concuidado no replicó a su acompañante,
en cambio, con la cara vuelta, musitó a media voz:
- Buena recompensa me va a dar Isidoro... ¡je, je!, por descubrirle algunas
cosillas. Si fueran de otro, vale, pasarían. Pero son de éste... je, je. No sabe la que le
va a caer. Y lo contento que se va a poner Mike Panecillo... ¡el pobre!
Rumoroso, también llamado “finooído” no pudo contener su rabia:
- ¡Oiga, oiga! ¡Que lo he oído todo! Que usted está aquí para decirme como debo
hacerlo, no para ir a chivarse al Consejo de Ancianos.
- ¡Usted se calla! -Replicó Arturo, autoritario- Yo estoy aquí para lo que me
conviene. Y el Consejo me pag... estooo... me interesa más ¿vale? No me estoy
chivando de nada, maleducado. Sólo cumplo con mi deber.
Al verles llegar, Alfredo Visillo y Alfredo Alguisar se acercaron a ellos, de
inmediato, algo nerviosos. Con aire preocupado y mucho sigilo, Visillo se dirigió a
Arturo, respetuoso:
- Oye, tú, Arturo, de nosotros no dirás nada ¿no?
- Tú ¿no eres amigo de Isidoro? -Preguntó Ándese, sonriente. Su amabilidad

96
llevó tranquilidad a los Alfredos. Alguisar contestó:
- Nos debe más favores que a nadie.
- Entre otros, le libramos del conde de Van Hestom. -Redondeó Visillo.
- Que no es poco -Añadió Alguisar.
- Sois amigos de Isidoro -recapacitaba Arturo- Eso está bien. Está muy bien. ¿Y
de Mike Panecillo?
- ¿Mike? ¿Nuestro Mike? -Intervino Delaflor Mora. Visillo aprobaba, con los
brazos extendidos- si le acabamos de dar un gran puesto en nuestra organización.
- Fíjate si somos sus amigos -Sacudió el brazo Alguisar.
- Entonces no tenéis nada que temer. -Ándese afirmaba con el gesto, con la
mirada, con las manos, con todo su cuerpo- los únicos que le deben tener miedo a la
cólera de los dioses, no a mí, que sólo soy un pobre buscador de la verdad, un
asesorador; a los dioses, los únicos, son quienes desafían su poder. Quienes quieren
ser más que Mike o que Ildefonsito (más que Isidoro, ya se sabe que nadie lo osaría).
Sólo deben temer quienes no les hacen favores. Pero los limpios de corazón, los
hombres íntegros, los súbditos de buena fe, no tenéis nada que temer. Nada de nada.
Nada.
- Ah, bien. Eso está bien. -Dijo Alguisar.
- Podemos irnos tranquilos -Comentó Visillo, al tiempo que empujaba
suavemente los glúteos de Lady Vulvavista.
Los cinco salieron. Mateo Rumoroso se había ido por otro lado, consternado
como estaba por lo visto y oído. Arturo Ándese Concuidado, quedó sólo por unos
momentos. Pletórico de satisfacción, hablaba en voz alta:
- ¡Qué contennnto esttoy! Gracias a mí, el Consejo de Ancianos está bien
informado y los nuevos magnates satisfechos. Me lo agradecerán por siempre. Soy el
mejor asesorador de este País.
- ¿No cuentas conmigo? - Manos Sobremasa apareció sonriente a unos cuantos
pasos.
- Hombre, Daniel, que alegría.
- Lo mismo digo. Hablabas de tus cualidades...
- Bueno. Hablaba conmigo ¿sabes? Nadie duda de las tuyas -se excusó,
condescendiente- pero está claro que, aunque iguales, somos distintos. Y, por lo tanto,
somos compatibles.
- Bueno, de eso no cabe duda. Por eso nos llevamos bien ¿Cierto? -admitió
Sobremasa- Tú ayudas al Consejo de una forma, y yo de otra. Es la forma de que
podamos subsistir todos ¿no?
Manos Sobremasa echó el brazo sobre los hombros de Ándese. Anduvieron
unos pasos y se sentaron sobre una roca, al lado del camino. Continuó hablando:
- Por cierto, hay que ver la trabajera: cada vez que llega el momento de elegir
Jefe, tengo que inventarme quien es el preferido de la gente, a ver si se lo tragan y
gana el que yo he dicho.
- Está muy bien. Pero ya te has equivocado más de una vez.
- ¡Claro, hombre! ¿Te crees que soy adivino?
- Llevas razón. -Ándese disparó sobre el suelo con la mano cerrada y los dedos
índice y pulgar unidos- Da igual que nos equivoquemos, porque eso es de humanos.
Pero al populacho no se le puede dejar que decida por sí mismo. Al populacho hay que
guiarle, si no, sólo los dioses saben cuantas tonterías podrían hacer.
- Y, si se salen de madre, no es que nos equivoquemos; son ellos, quienes se
equivocan, al no elegir la opción adecuada.
- Exacto.

97
Ambos se volvieron hacia el lugar de dónde había salido la voz. Pepe Aguancasa
les miraba sonriente.
- Vamos, siéntate. Que tú también eres parte interesada en todo esto. -Le invitó
Ándese.
- Por supuesto. Los tres tenemos mucho en común -Añadió, Sobremasa-
- Y tanto que tenemos. Pues los tres nos desvivimos por mejor servir a nuestro
Consejo y a los magnates, los únicos capaces de mantener este País. -Apostilló Pepe
Aguancasa.
- Así es. A los tres nos guía el mismo afán: coadyuvar a que este sacrosanto
País, alcance el mayor ridíc... - Sobremasa se interrumpió bruscamente- se sitúe en un
primer puesto mundial.
- Por cierto -preguntó Arturo Ándese al recién llegado- ¿como resolviste lo de
aquel potentado?
- Como siempre -repuso éste con suficiencia- Le demostré que, si quería vivir
mejor, tenía que vender su factoría a algún magnate de un reino vecino. Es lo mejor
¿verdad? Cuanto mayores sean las factorías, cuanto menos dueños hayan, mejor que
mejor ¿o no?
- Por supuesto, por supuesto. -Afirmaba Ándese- por algo hemos aprendido de
nuestros amigos los Gigantes, a quienes debemos servir con absoluta e inequívoca
fidelidad.
- Y para hacerlo -Sobremasa sonreía malicioso- no podemos aplicar aquí los
mismos métodos de allí. Sino la parte que a ellos les interesa.
- Eso lo sabes hacer tú muy bien, Manos -le dijo Aguancasa- que hay que ver
cuando te pones a buscar personal...
- Claro ¿qué quieres que haga? No me voy a poner a mirar o a ver quien lo
puede hacer mejor. ¿Qué quieres, que luego remonten la factoría y no la puedan
comprar los gigantes, ni los guillotinos, ni los imperiales...? No, hijo. Yo no me voy a
enfrentar a mi cliente. Me fijo en sus aficiones, miro por si me son simpáticos o no... en
fin, cubro el expediente. Mientras me paguen...
- Es muy razonable. -Razonó Arturo, elevando la cabeza.
- Y muy justo. -Añadió Aguancasa- Eso es lo que quieren los magnates de aquí
¿no? Pues, eso. ¿Por qué hay que contradecirles? Al contrario. Mientras menos sepan,
mejor. No estamos aquí para enseñar a nadie. Quien quiera aprender, que vaya a la
escuela.
- Pero si no hay escuelas. -Sonrió Ándese.
- Pues por eso -Aguancasa le siguió la corriente.
- Está claro -Intervino de nuevo, Manos Sobremasa- Estamos aquí para vivir
mejor. Y el momento lo permite, luego, vamos a aprovecharlo, que la vida es breve. Y
vamos a servir a nuestros maestros y amos: lo importante es que este País nunca
pueda competir con sus vecinos. Que la misión encomendada por los dioses es otra;
otra, mucho más meritoria y excelsa: nada menos que servir de ejemplo de decoro y
honestidad. Las cuestiones industriales, ya sabemos que son pecaminosas.
- Así es -sentenció Aguancasa, con una mano levantada y el índice extendido-
para que este reino se integre en el concierto general, para que forme parte del mundo,
hace falta que el mundo entre en él ¿no es cierto? -sus acompañantes asintieron- Lo
natural es que los talleres y las factorías y los establecimientos, sean propiedad de
magnates de otros países y reinos. De esa manera el mundo será todo uno.
- Todo esto es tan cierto, como que es la principal preocupación de Isidoro, que
es el mejor Jefe que jamás haya tenido este santo País. (Por lo menos para nosotros,
lo es. Sin duda) -Sobremasa se cruzó de brazos.

98
- Nosotros debemos continuar nuestro trabajo en bien de todos (nuestros
amigos) que eso es lo que conviene a nuestro interés. -Sentenció Ándese.
- Desde luego, tienes razón. Tienes toda la razón. Así lo haremos sin miedo al
esfuerzo, ni a los problemas, ni a las zancadillas, ni a las críticas. Todo sea por la pasta.
- Todo por la pasta -Apostillaron los demás.
Y los tres esforzados amigos se cogieron amigablemente de las manos. Al
momento aparecieron de nuevo los dos Alfredos, Lady, Mike Buenavista, Isa Porcelana,
Julio Delaflor, Mike Panecillo. Todos se asieron de las manos y se marcharon, bailando
alegremente.

99
X

PODERES TAURINOS

O la asombrosa y ejemplar historia de cómo el Imperio supo atraer


hacía sí la mayor preponderancia tauromaquil, y consiguió el masivo
acatamiento de sus súbditos, en beneficio y loor de la voluntad suprema de
los dioses, que le guiaban e iluminaban.

Amén.

100
Pastaban serenos a lo largo del camino. En las rutas de la sierra, de la campiña.
Entre casas que se defendían del sol con su blancura encalada, entre los verdes del
campo. Cruzaban su mirada tranquila con la del campesino, el orfebre, el artesano, el
Atlante. Entre Ceret y Portus Albus. Entre Gades y Spalis.
Gerión cuidaba sus toros. Y un día, todos los días festivos, jóvenes atlantes
pacíficos, entrenados en el amor, la música y las letras, el arte y la justicia, el deporte
y el ocio sano, componían un espectáculo artístico y estético, cuando, formando
círculos concéntricos, se enfrentaban a los astados, sólo con sus manos; sin palos
hirientes; sin lanzas punzantes, sin espadas. Con sus manos, nada más. Sin telas de
colores; tan sólo con sus manos. Bajo ellos el albero brillante de Los Alcores. Tras ellos,
junto a ellos, alrededor de ellos, tan sólo el verde de los campos y el blanco de la cal
que protege del sol.
Hasta que llegó Melkart. El malvado Melkart llegó disfrazado de héroe
legendario, de honrado mercader. Comerciante fenicio, quiso robar los toros de Gerión.
Y frente a manos desnudas, su arco dañino acabó con la existencia del buen rey. Luego
se disfrazó de enviado divino obligado a cumplir siete pruebas.
Melkart mató a Gerión y los toros de Gerión quedaron sin cuidador. Y, cuando
los jóvenes atlantes, que formaban círculos concéntricos para enfrentarse noblemente
a los toros, quisieron vengar a su rey, Melkart pidió ayuda a sus amigos. Y llegó
Aníbal.C.
C.Aníbal acabó con los toros y con los jóvenes que luchaban limpiamente,
cuerpo a cuerpo, sin dardos, sin espadas, sin lanzas ni telas de colores. Sólo con el
albero de Los Alcores a sus pies, con el verde de los campos y el blanco de la cal que
combate al sol, a su alrededor.
C.aníbal ya no se marchó nunca. Él y su ejército invasor, permanecieron
siempre. Su raza guerrera se mantuvo ya para siempre, adueñados del país de los
Atlantes, dónde Gerión había cuidado sus toros, a los que se enfrentaban, con las
manos limpias, los jóvenes atlantes.

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Tras Caníbal -e igual que él- se instaló su sucesor Atanagolfo I, que a su vez se
consideraba sucesor y heredero de Melkart, lo cual le comprometía a actuar de la forma
más acorde al estilo depredador de aquel. Atanagolfo I y algunos sucesores suyos,
ampliaron grandemente sus conquistas y sumaron todo el país de los atlantes a su
dilatado imperio, formado por otras zonas en otros lugares de la amplia estepa situada
al norte y otros territorios. Sus límites alcanzaban el mar por todos lados. Un día se
sintió iluminado. Como Melkart cuando recibía encargos divinos, y dijo: “los toros son

101
míos”.
Comprendió, en su afilado alcance guerrero, que la cultura que se hacen los
pueblos, les une. Y decidió, con suprema sabiduría, pues para eso estaba asistido por
los dioses y era descendiente legítimo de Melkart y de Caníbal, que sólo si se apropiaba
de su cultura podría ganarse a los atlantes. Comprendió que el mejor camino hubiera
sido asumirla, pero se reconoció incapaz de asimilarla. Por otra parte, él no estaba
interesado en aprender. Sólo precisaba dominar a quienes habían soportado el paso
de sus caballos, la masacre de sus espadas y sus torturas, el peso de sus ejércitos y,
por encima de la represión y la desolación de sus campos, mantenían su talante, sus
normas, sus costumbres y su unidad. Y eso era lo más molesto.
Consecuente con sus principios, dictó un bando por el que se disponía que la
tauromaquia sería, a partir de entonces, deporte imperial, y recibiría tratamiento de
Señora (Dominus, en el argot de su tiempo). Y ordenó como se celebraría: “Se
aplaudirá a rabiar, cuando el toreador mueva su capa a menos de dos pies de la
cornamenta, bajando el brazo para que el toro muerda-el-polvo-forastero, y se gritará
enfurecido cuando así no sea”. Esto, más horarios y otros detalles, compusieron las
imperiales ordenanzas. Para que nada faltara, y nadie pusiera en duda su alta
preparación e interés tauromaquil, estipuló, incluso, el número de cuernos que debería
llevar cada animal. Pero luego, inexplicablemente, borraron este artículo del reglamento.
Algunos Atanagolfos posteriores, ampliaron y mejoraron estas ordenanzas,
siempre iluminados y guiados por los dioses.

z z z

Melkart volvía a nacer otra vez. Se disfrazaba de enviado cumplidor de misiones


divinas, para expoliar a un pueblo. No había columnas, ni amazonas, ni perros de
muchas cabezas; sólo había un Gerión pacífico y paciente, que levantaba su voz contra
una especie nueva, desconocida en su país hasta entonces; unas personas que se
apropiaban de las cosas, allí dónde las cosas nunca antes tuvieron propietario, para
que pudieran ser de todos. Sólo había un Gerión, celoso de sus deberes, guardián de
los derechos de su pueblo, contra quien el banquero Melkart disparaba, primero, los
dardos venenosos de sus guerreros, y después las venenosas mentiras de sus
historias.

z z z

Atanagolfo V, decidió que la importancia debía recaer en él, pues para eso
representaba a sus antepasados y a los dioses. Y se puso a estudiar la forma, modo
o manera de que la mayor preponderancia tauromaquil recayera en la villa que él mismo
habitaba, centro y bastión desde dónde dominaba su imperio.
Atanagolfo VIII dedujo, en un lapsus incontenible, que dominarían mejor a los
atlantes si los hacían culturalmente dependientes. La mayor papeleta se le presentaba
cuando comprobaba que la cultura existente era la de los atlantes. Pero Atanagolfo no
se arredraba. Con la idea fija en su mente, reunió a todos los sabios de su imperio y
algunos prestados por sus aliados, y les ordenó que hallaran una solución, para
hacerlos culturalmente dependientes... con su propia cultura, ya que no había otra.
Atanagolfo XXII, quería meter en cintura a su díscolo pueblo. Y, para mejor
controlar tan deshilvanados territorios, formados, además de por los atlantes, por
Khoras, marcas, reinos, órdenes monacales y otras circunscripciones, decidió imponer
la circunscripción única, a imagen y semejanza de su primo carnal Fraciscolus XXXIV,

102
de Francolandia. La circunscripción única, rasurante e igualitaria, agrupó zonas
desiguales y dividió lugares comunes. Todo, con tal de borrar vestigios anteriores y de
dominar mejor cada rincón del reino. Atanafolfo, como antes Franciscolus, había hecho
suyo el lema “divide y vencerás”. Al crear los nuevos departamentos, imponía un centro
para cada uno de ellos. Él sabía que, antes o después, los responsables de muchos de
esos departamentos sacarían a la calle rencillas personales y supuestos agravios con
otros. Y ese enfrentamiento era beneficioso para mantener más cómodamente su poder
central. Por eso, se dijo a sí mismo, si nadie se decide a buscar enfrentamientos
tendremos que azuzarlos desde aquí.
Al frente de cada una de las nuevas demarcaciones, puso a un Emisario imperial.
Les dio cuerda y los dejó allí, con órdenes muy concretas:
- Cuidado con esta gente. No os fiéis de nadie; no escuchéis al populacho.
Dividid y venceréis, como hemos hecho aquí.
Con mayor efectividad que si hubieran sido creados por el mismísimo Dr.
Infierno, pronto se vieron los frutos de su mandato. Atanagolfo XXII estaba satisfecho
de dirigir directamente todos los rincones de su imperio, esquivando la molesta
presencia de alcaides, duques, abades, senadores, y de todos los gobernadores que
el populacho se elegía para representarles, gracias a la labor de sus emisarios
imperiales, que él mismo cambiaba o rotaba, a medida que se les iba acabando la
cuerda.
El sistema dio tan magnífico resultado, que se impuso definitivamente, siendo
aceptado, con todos los plácemes, en la posteridad.
Varios Atanagolfos posteriores siguieron estudiando y consultando con sus
sabios y expertos, la forma o manera o modo de conseguir que la mayor
preponderancia tauromaquil recayera en la fermosa villa dónde ellos habitaban y a la
que ennoblecían con su presencia, pues para eso ellos vivían allí. Además, con eso
confiaban en dominar a los atlantes para siempre, cosa muy precisa y beneficiosa para
el bienestar del imperio, pues seguían siendo díscolos, muy creídos de sí mismos y
autosuficientes.
Y eso era insoportable para el imperio.
Atanagolfo XXXVIII, reunido consigo mismo, en cuclillas, enmedio de los
“Campus Gothorum”, con los codos flexionados sobre las rodillas, forzando los
músculos de su cara o “jeta” y presionando todo su cuerpo sobre sí, exclamó, mientras
en el cuello le sobresalían las venas:
- Faremos de la capital de este imperio, la sede mundial taurina. ¡Esta será la
villa más entendida en toros!
Dicho esto, lo selló. Se levantó, se ajustó el leotardo y el cinturón. Y se quedó
muy descansado.
Había hallado ¡al fin! la fórmula mágica tanto tiempo deseada.
Acto seguido, lanzó un bando, dónde se ordenaba que aquella fuera la villa más
entendida en toros.
- Sí, pero eso no basta.
El comentario venía de Tomás de Cuartos, su consejero personal. Atanagolfo le
miró, sorprendido. Tomás continuó:
- Es preciso, además de eso, hacer que la gente se lo crea. Y se lo tome en
serio. -Se volvió; irguió su índice derecho- Y ten en cuenta que esos atlantes son tan
descreídos y autosuficientes, que ni siquiera atienden los mandatos que, por expreso
designio divino, dicta tu sabiduría imperial.
- Hombre ¡no hay manera de hacerles patalear en los cosos! -Respondió
Atanagolfo, con las manos asidas tras su cuerpo.

103
- Son unos descarados -Completó el Señor de Cuartos.
- Qué podemos hacer? -Inquirió Atanagolfo, conmovido.
- Pienso que... -Tomás dudó un instante- Lo primero debe ser desprestigiar a los
atlantes y a sus toreadores más queridos. Eso es fácil, contamos con todos los medios.
- ¿Cuales? -Volvió a preguntar Atanagolfo, muy interesado, mientras cerraba y
abría vivamente los ojos.
- Facilísimo -se explicó el de Cuartos- María de Lesbos y sus “televísion Girls”.
- Magnífico -saltaba gozoso Atanagolfo- Y... -cerraba y abría los ojos
alternativamente- ¿será eso suficiente?
- Por supuesto -afirmaba el consejero- Pero, además, contará con la ayuda de
mis dieciséis comandos, dirigidos por Peter J.R. Y, por cierto, situaré uno en Spalis,
para que vaya parejo con María. Mientras nosotros hacemos ver que los atlantes “nada
de nada”, las Televísion Girls convencerán a todo el mundo de que esta villa es el lugar
más entendido en toros.
Las “televísion girls” eran unas lindas azafatas, rubias ellas, de lindas trenzas y
ojos azules ellas, vestidas con trajes a rayas horizontales -exactamente tenían
seiscientas veinticuatro líneas- que recorrían la corta villa repitiendo: “-Éste es el lugar
dónde más se entiende de toros”. “La gente de aquí son las más entendidas en toros”,
“Aquí es dónde reside la mayor cultura tauromaquil”. Y así.
El decreto de Atanagolfo resultaba amable a los dioses, como la estrecha
colaboración y magnífico servicio, prestado por los dieciséis servidores de Tomás de
Cuartos, dirigidos por Peter J.R.. Y la propia María de Lesbos, que llevaba el peso
fundamental, con sus “Televísion Girls”.
Naturalmente, todo ello dio el resultado apetecido. Todos los habitantes de la
corta villa quedaron impuestos de su sagrada misión. La gente, alborozada, sentía en
sí mismas el orgullo justo de ver reconocida la valía que les otorgaba el decreto. Y,
convencidos del acierto, salían a la calle gritando ilusionados:
- Somos quienes más entendemos de toros.
El coso de la villa que los Atanagolfo habitaban y ennoblecían con su presencia,
sería desde aquel momento el primer Coliseo del mundo -Oriente incluido- único digno
descendiente del auténtico Coliseum cartaginés. El albero, los toros y los toreadores
vendrían desde Atlantis, ya que sólo allí los había de calidad y en cantidad suficientes
para tan altos merecimientos.
Luego decidió ampliar aquella villa, para ampliar, también con ello, sus altos
merecimientos. Y la convirtió, de Magerit, en Madrit (bien pronunciado, sin exagerar: no
es preciso cortarse la lengua con los dientes) y forzaron su repoblación con gentes
venidas de casi todos los lugares del imperio.
Atanagolfo XLVII contó con la inestimable ayuda de la Intercontinental Industries
Multinacional Co. Inc., con sede en Manhattan (N.Y.-USA) que organizó la migración.
En todas las entradas, los dieciséis servidores de Tomás de Cuartos entregaban lindos
folletos de colores a todos los recién llegados, dónde se les explicaba que ellos tenían
la fortuna de ser los elegidos, al instalarse en la villa corta. Y, desde aquel momento,
pasaban a ser los más cultos, los más buenos, los más guapos y los más entendidos
en cuestiones tauromaquiles.
Por su parte, las “Televísion Girls” susurraban musicalmente a sus oídos las
consignas de María de Lesbos, al son de fermosas melodías modernas y con vistosos
desfiles coreográficos. Mientras tanto, el comando situado en Spalis, parejo a María de
Lesbos, contaba y cantaba las excelencias de los acontecimientos que se desarrollaban
en la villa corta, para dejar claro a los atlantes que, sin ninguna duda, aquel era el lugar
más bello, fermoso, culto, bueno, y sus habitantes los más altos, rubios, guapos y más

104
entendidos, tauromaquilmente hablando.
Con todo ello, los nuevos habitantes de la villa corta quedaban sobradamente
satisfechos y pletóricos de orgullo, por la repentina subida de categoría que acababan
de experimentar, gracias a los decretos de los Atanagolfos..
Así fue pasando el tiempo felizmente, hasta que por fin llegó el día señalado,
esperado y deseado por todos los buenos hacedores de la patria atanagolfa: el día
equis. El día en que los buenos patriotas podrían distinguirse del resto. El noble pueblo
habitante de Madrit (bien pronunciado, sin exagerar: no es preciso cortarse la lengua
con los dientes) llenó el coso, el nuevo Coliseo, único legítimo heredero del auténtico
Coliseum cartaginés; primera plaza del mundo -Oriente incluido- por expreso imperial
decreto de Atanagolfo XXXVIII, celosamente mantenido por sus descendientes,
seguidores y demás favorecidos.
Reinaba imperialmente Atanagolfo XCIII
El pueblo -populacho ya sólo era el de provincias- exquisitamente culto en el
taurómaco menester, por imperial decreto y convicción expresa de Tomás de Cuartos,
María de Lesbos y otros propagandistas que se les fueron uniendo, recibía en sus
exquisitos oídos la susurrante música de las “Televísion Girls”, al tiempo que los
dieciséis servidores repartían sus lindos folletos -labor a la que se sumaron los demás
propagandistas referidos, en bien y loor de mayor gloria propia- entre las miradas y el
incienso de Tomás y María.
A medida que salían los toros, traídos desde Hasta, Carmo, Carmelis, Arunda
o Spalis, miraban con cierto desprecio superior, para vociferar luego, aplaudir,
bronquear o tirar objetos diversos al ruedo, según resonaran en sus mentes las
halagadoras frases musicadas de las lindas jovencitas de rubias trenzas, y trajes de
rayas horizontales.
Apareció el toreador, llegado desde Spalis, en el albero traído desde Hiénipa.
Sobre el círculo de piedras, miles de ojos repasaban la figura elegante y absorta.
- ¡Tú no eres mi amigo! -Recriminó el toreador al astado, extendiendo el brazo
derecho y mostrándole la palma de la mano.
- Tiene sus días -comentó alguno.
- P-pero... ¡que p-pocos ddíasss! -Respondieron muchos.
- Nno vvale ppa nná! -escupió uno, al tiempo que torcía un poco los labios.
- Hombre, cuando sale bien tiene arte... -justificó otro- lo que ocurre...
- L-lo qque occurre; esz qque nno vval-le ppa nná! -recalcó otro que también
torcía los labios y arrastraba las palabras en su conversación.
- Y ¿ppa qqué qquer-remoss ezso aqquí? -gritaban otros, acalorados- aqquí, l-lo
qque qquer-remmos ezs vval-lor.
- ¡Ezso, ezso, vvalor! -Coreaba la mayoría de los espectadores.
- Esccuc-cha... Ssi nno ttiennes vval-lor, ¡vétte a ttu Sppal-lis! -Remataron
muchos.
Acto seguido, se dedicaron a arrojar al toreador cuantos objetos hallaron a su
alrededor: piedras, lanzas, quijadas de asnos, restos de puertas, asientos de piedra y
otras menudencias.
El Emisario imperial de la villa corta, sintió como el buen Melkart le iluminaba. Su
corazón saltaba de gozo, al llegarle la noticia de aquel incidente. Provocado por el
toreador, ¡naturalmente!, si no ¿quien? El toreador, con su mal hacer, había provocado
a los pacientes y pacíficos sapientes habitantes de la villa corta, quienes jamás se
equivocaban, ni se equivocarían, ni podrían equivocarse nunca, pues para eso habían
sido seleccionados por los atanagolfos y sabiamente instruidos por Tomás, María y
demás propagandistas.

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Atanagolfo imperator lo había dejado muy claro: -¡Los toros son míos! Si los
atlantes quieren practicarlo, será como yo digo. Porque tienen que haberlo aprendido
de aquí, de nosotros. Y, cuando se enteren y lo acepten, todo lo demás también será
mío: la música, el cante, el baile... ¡todo! Ellos no tienen nada. No deben tener nada.
Todo lo habrán aprendido de aquí, de mí, de nosotros. O nunca nos obedecerán.
Nuestro deber de enviado divino es domeñar a los descreídos.
El Emisario Imperial agradeció a los dioses, de todo corazón, que le hubieran
elegido a él para tan alta, sagrada y abnegada misión. Después de tanto tiempo,
después de tantos, tantísimos ciclos temporales, ¡por fin! le había tocado a él. Suyo
sería el mérito. Suya sería la gloria. La iluminación recibida de los dioses, le permitió ver
incrementado su crédito ante el Emperador, como rematador de la obra comenzada
tantos ciclos atrás.
Había llegado el momento de dar la lección definitiva a aquel y a todos los
descreídos atlantes de Spalis, que seguían considerándose cuna de la tauromaquia,
con lo cual despreciaban el decreto que, por pura inspiración divina, habían ordenado
y mantenido los Atanagolfos. Sintió que su corazón se ensanchaba. Notó en él el justo
goce de ver cómo podría darles una lección que nunca olvidarían.
Castigar a aquel spalense, era castigar a todos los spalenses y a su supino
malhacer taurómaco. Castigar a aquel pueblo bárbaro del sur, que parecía dispuesto
a terminar con la fiesta imperial que tan cuidadosamente habían creado y elaborado los
legítimos herederos y descendientes del gran Melkart y representantes de los dioses,
desoyendo e incumpliendo la sabia máxima de que había que seguir el estilo de Madrit
-sin exagerar, no es preciso cortarse la lengua con los dientes- era darles una lección
que merecían... Una lección que serviría de pauta. Si los atanagolfos eran los dueños
del taurómaco mundo ¿quienes eran unos pobres mortales para oponérseles? Al
contrario. Ellos disponían del poder para hacer suyo cuánto quisieran. Esa y cualquier
otra costumbre, otra forma de arte, de cultura, sería aprendida de los atanagolfos, sus
únicos propietarios, en el momento que su Imperial genio lo decidiera.
El castigo sería una lección a tan soberbios elementos. Y la forma de asegurarse
el ascenso.
Porque sería atroz. Ejemplar. Único. Fulminante. Disuasor. Definitivo. Un castigo
digno de ser impuesto por un iluminado.

FIN

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