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El día que pegué un diagnóstico.

Cuando me preguntan por qué elegí medicina, respondo que fue la carrera quien me
eligió. Como buen determinista, pienso que las cualidades de mi razonamiento me
fueron estructurando y terminaron decidiendo por mí, apenas influido por la
premonición de mis padres, quienes me inscribieron en la facultad sin saber cual era
mi deseo. Ya desde niño mostré extraordinarias capacidades, análisis crítico y sólidos
poderes inductivos – deductivos. En especial mis maestros destacaban mi poder de
observación, ya que en todos mis exámenes aparecía la palabra observado. El estigma
de la genialidad es muy difícil de sobrellevar aún para el genio. Rápidamente el vulgo
iguala para abajo, y de pronto pretende convertir el don en debilidad. Así fue como me
apodaron “plantilla”, porque, según el decir de mis amigos, estaba por debajo de la
media. Jamás me enojé, porque durante muchos años entendí que decían “Padilla”, que
es mi apellido, y entonces no había razón para el enojo. Cuando me explicaron el error
me mantuve incólume: seguía sin entender las razones del mote. Esta capacidad a la
que hago referencia se hacía máxima a la hora de los problemas. Presentía el
problema, buscaba el problema, generaba el problema, y a veces, solía además
resolverlo. “Siempre fuiste un niño problemático”, son las palabras que resumen la
idea, y las recuerdo tal cual las decía mamá.
Estas pinceladas de mi intelecto, cimentadas en un yo que busca, que interroga, que es
curioso y disconforme, justifican acabadamente la decisión. Es el ejercicio mismo del
pensamiento policial que tanto desarrollé y que aprendí con profundidad en mis visitas
a la comisaría del barrio, en las ocasiones que caí arrestado por contravenciones e
ilícitos menores.
- ¿ Por qué médico y no policía? - me interrogó un reo con el que compartía una
celda común, cierta noche, en la víspera de nuestra salida. – No me gusta la sangre – le
contesté -. Él puso cara de no entender. Temo que el lector tampoco entienda. A fuerza
de sinceridad, y obedeciendo al rigor de verdad que me propuse, confieso que siempre
quise ser policía. Pero aquella noche era muy oscura, el hombre era muy feo, quizás
malo, y no me atreví a contarle la realidad. Por lo demás todo era correcto, excepto
que la pregunta no fue formulada en el orden para el cual fue pensada la respuesta.
Este pequeño incidente, paradigmático, torció mi destino. No es necesario para
comprender lo que sigue, pero tenía ganas de relatarlo, ahora que mis padres han
muerto y que el reo de aquella noche está condenado a cadena perpetua.
Era el año 1979. Había conseguido trabajo ad- honoren en una sala de primeros
auxilios de barrio, haciendo alta consulta. Me habían confiado la atención médica de
un plantel de básquet, incluido masajista, director técnico y preparador físico. Estaba
feliz porque después de una racha adversa el equipo había ganado, aunque mantenía
cómodamente el último puesto, y los directivos me habían hecho la propuesta de pasar
a trabajador remunerado, en caso de salir campeones. Más tranquilo, de regreso a casa,
medité acerca del ofrecimiento, y si bien era matemáticamente imposible que el equipo
fuera campeón, aunque ganase todos los partidos, el gesto me llenó de regocijo.
Redoblé mis esfuerzos, puse más horas de consultorio y participé del mismo a
familiares directos de los jugadores. Esto fue al principio. Luego comencé a atender
también a socios, y luego lo hice extensivo a cualquier hincha del club, o simpatizante
del básquet, aunque no fuese precisamente del club. Dupliqué la cantidad de consultas
diarias, y hubo días que llegué a atender tres personas, gracias a esta estrategia de
apertura.
Cierto día me visita una señora muy mayor en la sala, y me cuenta un cuadro clínico
muy complejo. Me dice que sufre dolor lumbar, fiebre alta predominantemente
vespertina, cefalea, que expectoró sangre, y que orinó con sangre. Se queda callada.
Nos quedamos callados. Trato de reponerme rápidamente del malestar que me provoca
la palabra en cuestión, repetida con tanta vehemencia. Me aclara, anticipándose a mi
pregunta, que no había comido remolacha. Para darle tiempo a mis ideas, le pregunto
si estaba segura de no haber comido remolacha, si no había alguna posibilidad de
haberla comido, inadvertidamente en un restaurante o en casa de sus hijos. Me
contesta que no tiene hijos, ni come fuera de su casa. En ese momento barajo cuatro
posibilidades distintas, y no me decido: a) si debo derivarla al traumatólogo, b) al
neumonólogo, c) al nefrólogo, d) todas son correctas. Pero recuerdo al instante que el
presidente del club me había prohibido las derivaciones, ya que los primeros meses,
me había acostumbrado a no resolver nada; todos los pacientes salían con una amable
carta de recomendación destinada a otro colega, hasta que un día por error, confundí a
la chica de la limpieza con una paciente, y la derivé a un médico, que por desgracia,
era de la comisión directiva. Hábilmente evité el escándalo, al módico precio de tener
que mantener la limpieza del consultorio, vender entradas en boletería y pasear las
mascotas de todos los directivos del club, los sábados, domingos y feriados. Protesté
airadamente, y como resultante, me anexaron los jueves.
La anciana llenaba mis silencios aportando nuevos datos, lo cual me generaba más
confusión. Fue entonces que decido tranquilizarme. Me quito el abrigo, suelto la mano
del picaporte y regreso a mi silla, con andar firme, gesto adusto y poniendo cara de
preocupación. Nunca había oído un caso similar, tan proteiforme, y pienso de inmediato
que debería tratarse de una enfermedad rara, de esas que tienen doble apellido difícil de
pronunciar.
- Bien, veamos... usted padece una enfermedad llamada lupus eritemato-escamoso
sistemático.
- ¿Qué?
- Sí, oyó bien. No es una afección muy común que digamos, pero hay que tenerla
presente...
Hago una pausa larga e impostada para que la desahuciada mujer se recupere.
- ¿Tiene cura?
- No sé...
Toso, me aclaro la voz, y luego continúo:
...sabe a ciencia cierta cual es el pronóstico hasta tanto no se hagan análisis para
identificar el virus y dar el antibiótico adecuado. Hay pacientes que evolucionan bien y
otros que no tanto. Se describen casos mortales- ...A esta altura de la entrevista soy
dueño absoluto de la situación, y me esfuerzo por recordar todo lo que sé, y estoy
dispuesto también a completar la información con un toque de imaginación. Me siento un
libro abierto, al cual, sin embargo, le faltan varias páginas. Le prescribo un antiséptico
urinario, kinesioterapia y nebulizaciones, le indico que evite el consumo de remolacha y
la comprometo a una segunda consulta el lunes de la semana siguiente.
La paciente estaba fascinada con la atención recibida, hacía un permanente ademán en
señal de asentimiento. Entonces, me pide que le repitiera el nombre de su mal. Utilizo
nuevamente una estratagema absolutamente eficaz, a la que había recurrido en similares
situaciones. La fragilidad de mi memoria en lo concerniente a nombres propios, o
palabras mayores de seis letras, me permitió idear una airosa solución: dejar por escrito
el diagnóstico y evitar repeticiones innecesarias que llevan inexorablemente al error.
Apunto con letra clara y en imprenta el nombre de mentas y satisfago su solicitud. En
ese instante reparo en sus manos, las cuales se encuentran tumefactas, con dedos en
salchicha y que, luego de varios intentos fallidos por recoger el papel ofrecido, se
muestran incapaces para asir objetos. Improviso un plan. Solicito su cartera y con toda
naturalidad y haciendo alarde de practicidad, adhiero el papel con cola vinílica a la cara
posterior de la misma. La paciente sonríe y se retira.
Jamás regresó a la consulta. Supe por boca de terceros, varios meses después, que la
paciente falleció esa misma noche. Fue encontrada en su cama, aún en ropa de calle,
abrazada a su cartera. La misma que, horas antes, me había servido para pegar un
diagnóstico.

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