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El día que Favaloro me tomó como ejemplo.

La formación médica de postgrado es condición sine-qua-non para el ejercicio de la profesión. Es bien


sabido que la facultad sólo enseña un idioma, pletórico de tecnicismos, que habilita para la compresión
de futuros libros. En mi caso, ese idioma estaba compuesto de muy pocas palabras, pero jamás la tuve la
tremenda presión que sufre el médico joven por acceder a una residencia. Esto último debido a varias
circunstancias; nunca fui médico joven ya que me recibí a los 42 años, y excedía en más de una década
el tope de edad requerida para ingresar. Para entonces, yo dudaba del axioma “ la maestría se adquiere
con los años”, y debo reconocer que haber perdido continuidad en el estudio, en ocasiones me jugó en
contra. Me encontré recursando materias que había aprobado anteriormente, porque me sonaban
desconocidas al momento de la inscripción; hasta llegué a agendarme la dirección de la facultad, porque
durante un año, asistí por error a la facultad de Farmacia, y aprobé materias que después no me sirvieron.
Pero en otras ocasiones me resultó favorable, y merced a eso ostento el record, hasta hoy no igualado, de
haber jugado en el equipo de fútbol de veteranos, siendo estudiante. Sin embargo, la Providencia está del
lado de los justos, y no fue casualidad lo que finalmente ocurrió. Cuando me faltaban 7 materias, entre
ellas Farmacología, e ingresaba en el vigésimo quinto año de ininterrumpido estudio, recibo una carta del
decano que me informa la aprobación y aplicación del Plan de Erradicación Nacional de Estudiantes
( PENE ), que contempla la baja automática de todos aquellos alumnos que hubiesen cumplido las bodas
de plata en la Universidad, extensivo a todas las Universidades del país. Previo a la baja, se realizaría un
sorteo entre todos los estudiantes crónicos, y al agraciado se le concedería el título al cual aspiraba.
Había un requisito, terrible, y era que el aspirante no debiera más de 5 materias. Puse manos a la obra y
reapareció la garra característica de mi personalidad. Aprobé Toxicología sin problemas, en el repechaje,
y Salud Pública se la hice rendir a un amigo muy parecido, el “opa” Funes, que la aprobó con 6, la nota
más alta de mi carrera. A la semana, me citaron al sorteo, que se realizaría en el rectorado, más
precisamente en el estacionamiento, según decían por un tema de seguridad. Allí estábamos los 9
postulantes, el escribano Prato Murphy, y el ordenanza, en representación del rector. Había además un
nutrido grupo de alumnos, bullicioso, que estimo eran de la facultad de Veterinaria porque gritaban :
¡¡¡Estudien animales!!! Ya conocen lo que sigue. El sorteo fue muy reñido, y salió favorecido el
correntino Ledesma. Para sorpresa, al menos mía, al momento de recibir el diploma, y en un fervoroso
alegato, rechaza el galardón por sentirlo indigno, dice algo del PENE, que se lo metan no sé donde,
arroja el diploma y huye del lugar, junto con otros 7 aspirantes. Veo el diploma, tirado sobre un pequeño
charco de agua, lo sacudo y se lo devuelvo al negro Ordóñez, el ordenanza.
- Quédeselo, Padilla, me dice. Lo miro, lo abrazo, y se me escapa una lágrima fría, única, glacial, que
sintetiza los muchos años de búsqueda plasmados en un simbólico instante. Levanto la vista y sondeo el
lugar con la necesidad de compartir con mi familia el esforzado logro. Nadie. El saludo del escribano me
devuelve a la realidad.
- Guárdelo muy bien – fueron sus misteriosas palabras, las que comprendí cabalmente al leer el diploma
en mi domicilio. Estaba al portador.
Retomo la idea primigenia del relato. En un breve lapso de tiempo, pasé de ser un alumno avanzado, a
ser un desocupado y sin experiencia en el oficio. La residencia no era posible y por un corto tiempo me
planteé la posibilidad de estudiar una carrera corta con rápida salida laboral. Empero, desistí por lo
relativo de la palabra corta. Fue entonces que decidí anotarme en todos los cursos y congresos posibles,
deseoso de juntar muchos papeles y algún conocimiento. Así conocí al tano Laborde, valija del
laboratorio Domínguez, que me apoyó con creces en esta etapa. Fue el tano quien me llevó una tarde, al
geriátrico donde hacía una concurrencia, una beca para un congreso internacional en cardiología. Incluía
todo; la inscripción, un ventajoso descuento en un hotel, en el barrio de Lugano y pasaje en tren en
segunda clase. Cambié las guardias, pedí un reemplazo en el gabinete donde me hacía la mano tomando
la presión a los ancianos, y a pesar de la negativa de la enfermera que no quiso acompañarme, a la
semana me encontraba en el alojamiento de Lugano. Muy cómodo. Compartía el baño con 5 familias,
todas muy correctas; hasta me habían dado una hora, a la madrugada, para que lo usara tranquilo y
evitando, así, conflictos innecesarios.
A la mañana, temprano, me tomo un micro de línea hacia la zona de Retiro, sede del simposio. Venía casi
vacío, y me siento, por cábala, en los asientos traseros. Tres paradas después sube una rubia
deslumbrante, con esmeralda en los ojos y unos labios del más intenso bermejo. Se acerca y su mirada es
una saeta en mi corazón. Le hago un elocuente gesto, con el cual la invito a tomar asiento junto a mí.
Accede con una sonrisa exultante, que reboza picardía. Conversamos, y en 5 minutos estábamos
convencidos de ser el uno para el otro. Me acaricia, me abraza, se acurruca en mí, y de improviso, sin
mediar nada, se levanta, garabatea una dirección, me la entrega y se marcha. Sigo desde el colectivo, su
andar de gacela tímida y veo como su cuerpo es devorado por una esquina. Sólo me queda su perfume,
su recuerdo y el papel, que no atino a abrir. Al intentar guardar el recado, tocándome todos los bolsillos
al mismo tiempo, advierto que me había robado la billetera.
Llego al Marriot, en un estado de aturdimiento y me detiene el portero, indicándome que la puerta de
proveedores es a la vuelta del hotel. Le aclaro que concurro al congreso médico, me dedica una mueca de
desconfianza y me deja pasar después de 15 minutos, cuando contesto, finalmente sin errores, 3 causas
de taquicardia ventricular. Me dirijo a la recepción, y una señorita muy amable me señala que debo
abonar el importe del congreso: 120 dólares. Sonrío, y sin decir palabra, busco en mi billetera la
inscripción. Sólo encuentro el bendito papel, lo abro y leo: Los documentos están en el hotel.
Lentamente comienza a recorrerme un sudor helado, desde el cuello, que, descendiendo por la espalda,
se detiene en las nalgas, y allí se cambia en ardoroso dolor y desciende finalmente hasta esconderse en el
primer orificio disponible. Siento como ese ímpetu, indeciso, se esconde y emerge a un ritmo frenético,
paralizándome por unos momentos. Trato de recuperarme, y la explico a la gentil damisela mi reciente
desventura. Me comprende perfectamente, y en pocas palabras, con una asombrosa claridad, me
bosqueja mi situación.
-Pague o se va. Le comunico que también se habían llevado mi dinero, aunque miento al decir la cifra.
Se mantiene en su rígida postura. Le cuento mi historia, el sacrificio, tantos años. Nada.
Después de un tiempo de fragorosa insistencia, faltando 10 minutos para finalizar la última conferencia,
accede de mala gana a dejarme pasar. Sin demoras ingreso al salón principal. Un silencio mortal,
interrumpido apenas por la tarima que derribo en la entrada que contenía un hermoso jarrón de vidrio.
Todos me miran. Saludo con la mano en alto, con sonrisa insinuada y recorro el recinto en busca de un
lugar donde sentarme. Encuentro una única butaca en primera fila, pegado al proyector de diapositivas.
Me dispongo a escuchar. Un doctor de cabeza cuadrada, de pelo renegrido, y bastante orejón, un tal
Favaloro, si mal no recuerdo, habla de puentes. La conferencia era tediosa, y en algún momento hasta
imaginé que no se trataba de algo médico. El haberme relajado, la fatiga previa, la poca comprensión del
tema en cuestión, la quietud y el silencio forzado, operaron en mí como una poderosa droga de efecto
narcótico y caí en un profundo sueño. Caí en todo el sentido de la palabra, porque al despertarme, me
encuentro tendido en el piso, con la cara mojada en saliva y presto atención a las últimas palabras de la
disertación.
- ...la técnica que acabo de presentar, permitirá salvar vidas en el futuro, y muchos de los aquí presentes,
a pesar del lógico escepticismo que adivino en algunos, se beneficiarán con ella. Sin ir más lejos, a este
idiota, de haberse caído por presentar una muerte súbita y no por haberse dormido...
Las risas no me permitieron seguir escuchando. Me levanté y me retiré. Favaloro me había tomado como
ejemplo.

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