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Mirtha Legrand en 1968 y Beatriz Sarlo en una conferencia de 2016. ORSAI.

PERFIL DE PERSONAJE

El eterno retorno de Mirtha Legrand


«Necesito éxito», le escuchó decir un amigo, cuando Mirtha
Legrand ya era una consagrada. Como los deportistas de alta
competición, sabe que no puede repetirse a medida que
envejece.

Escribe
Beatriz Sarlo

Ilustra
Dante Ginevra
H
asta los setenta y cinco años Mirtha Legrand manejó su
 coche. Después de la muerte de Daniel Tinayre, una tarde 
la reciente viuda salió a dar una vuelta. Como muchas
cosas menores en la vida de una estrella, hizo lo de
siempre: subirse y arrancar. A las pocas cuadras comprobó que el tanque
estaba vacío y fue a la estación de servicio de Libertador y Salguero.
Concluido el trámite, encendió el motor y avanzó. La detuvieron,
gentilmente, porque no había pagado. Quienes han conocido presidentes o
altos dignatarios siempre repiten lo mismo: nunca llevan plata en los
bolsillos. Esto se dijo siempre de Carlos Menem, pero no era un rasgo que
solo él poseía. Como una reina, Mirtha Legrand tampoco tocaba billetes
con sus manos. Pero esa no era la razón por la que se había ido sin pagar:
sus costumbres se habían desorganizado por la muerte del hombre que fue
su marido durante décadas, una muerte que lloró ante las cámaras, sin
exagerar ni especular.

En su última noche, en octubre de 1994, Tinayre había pronunciado un


mandato. Le había dicho a Carlos Rottemberg, refiriéndose a Mirtha:
«Cuidála». Rottemberg, un empresario de éxito, un hombre reflexivo e
inteligente, un porteño de origen popular, un self-made man que cultiva
una forma extrema de la amistad, cumplió.

Rottemberg era amigo de Daniel Tinayre desde principios de los ochenta,


diez años antes de conocer a Mirtha Legrand. A lo largo de todo ese tiempo,
cada noche, Tinayre y Rottemberg hablaron por teléfono. «Al lado de
Mirtha parecíamos la dama y el vagabundo», me dice, creo que con cierto
placer. Por eso, Tinayre (un hombre elegante) llevó a Rottemberg (un
hombre de acción) a su sastre de la avenida Montes de Oca. Tinayre era un
perfeccionista. El detallismo de Mirtha Legrand puede ser innato o
adquirido en una infancia de competencia difícil para ascender en el cine.
Pero Tinayre lo acentuó y, al mismo tiempo, no tuvo otro remedio que
enamorarse: la belleza es el complemento de esa fuerza voluntarista.

En el verano de 1990, Rottemberg conoció a Mirtha Legrand. Para ese


entonces, Mirtha ya había trabajado en treinta y cinco películas, conducía
un programa en televisión y había hecho diez obras de teatro. El encuentro
se dio tres días antes de que empezaran los ensayos de Potiche, la pieza
—dirigida por Tinayre y producida por Rottemberg— con la que Mirtha
dejaría las tablas. Ella apareció completamente vestida, peinada y

maquillada, como siempre, y se dio el diálogo siguiente. 

«Encantado de conocerte», dijo él.

Rápida y cortante, Mirtha le avisó: «A mí nadie del equipo me tutea».

Rottemberg, una figura decisiva en el teatro, quedó de cara a un dilema:


dejaba las cosas en claro desde el comienzo, o sucumbía al imperio de la
celebridad y nunca volvía a levantar cabeza frente a la dama. «Yo no soy
equipo. Yo soy el patroncito», respondió. A partir de entonces, y durante
dos décadas, fue el productor de los programas en televisión.
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Una familia mira «Almorzando con Mirtha Legrand» en la década del sesenta. DANTE GINEVRA / ORSAI.

Mirtha Legrand llegó a la televisión en 1958 con una serie (M ama a M) y


desde ese momento pasó por varios formatos en los que hacía entrevistas,
en general —según el ciclo—, con una mesa servida de por medio. Hubo
 solo período en el que no estuvo al aire. Incansablemente, durante tres
un 
décadas, Mirtha Legrand ha repetido que Raúl Alfonsín la censuró, cuando
el director de Canal 13, gestionado entonces por el Estado, decidió no
firmar contrato para un programa que la hubiera tenido como estrella.
Pero Tinayre, me informan tres fuentes distintas, nunca creyó que Mirtha
Legrand hubiera sido censurada. Todos los testimonios van en contra de
esa idea que ella ha repetido, pero que no sostienen grandes amigos como
Rottemberg, ni sostuvo su esposo.

Eduardo Metzger, entonces director del Canal 13, recuerda: «En 1988
nosotros queríamos tenerla a Mirtha haciendo no un almuerzo sino una
especie de unitario. Avanzamos en las conversaciones y llegamos a un
principio de acuerdo. Ellos (Tinayre) querían hacer una especie de
coproducción y compartir lo producido por publicidad. Accedimos. Eso
sucedió un viernes y el domingo anunciamos la llegada de Mirtha, sin
nombrarla, solo mostrando un gran sobre con un moño rosado, en el final
de Andrés Percivale. El lunes, Tinayre pidió un seguro en dinero por si la
publicidad no cubría la cifra que ellos querían alcanzar. Ahí se terminó la
negociación».

Doce años después de este episodio, ya en 1990 y con Rottemberg


iniciándose como productor de los almuerzos, Mirtha invitó a Alfonsín al
canal. El expresidente fue, acompañado por Metzger. Ya en el aire, Mirtha
le dijo: «Doctor, pensar que usted me prohibió». Alfonsín no podía dejar
pasar esa falsedad, que era una afrenta: «Usted está equivocada. Detrás de
cámara está Metzger, que intentó contratarla y ustedes cortaron la
negociación cuando ya estaba todo casi arreglado». La señora, con audaz
frescura, suspiró: «Ay, nunca me decían toda la verdad». Quince años más
tarde, sin embargo, todavía mantenía el mismo relato. Luis Brandoni
confirma la historia. En 2005, Mirtha Legrand lo visitó en su camarín y
volvió a lo de la censura. Brandoni, un poco harto, dice ahora: «Tinayre fue
con exigencias extravagantes sobre el reparto de la publicidad».

En la fantasía de la anfitriona de los almuerzos, la discusión por dinero se


había convertido en el oro de una corona de perseguida. Como la supuesta
censura habría sucedido durante el gobierno de Alfonsín, cuyas
credenciales democráticas eran sólidas, una fantasía colocaba a la estrella
de los almuerzos en un lugar equivalente al de los censurados y
perseguidos durante la dictadura militar. Y le daba a Mirtha Legrand una
dignidad republicana para la que, hasta el momento, no se le conocían

credenciales. 

De todos modos, no era la «censura» sino el muro de sentimiento


reaccionario lo que separaba a Alfonsín de la señora Legrand. En 1997, ella
lo provocó: «Hay quien dice que los radicales no saben gobernar», dijo, y
segundos después siguió con «Muchos de los avances de Chile dicen que se
los deben a Pinochet». Pero Alfonsín era lo suficientemente inteligente
como para pasar por alto un par de frases desafiantes; por otra parte, no
iba a dar una clase de política chilena durante un almuerzo televisivo. Y
además…

Además, Alfonsín había estado enamorado de la actriz adolescente a quien


veía en los cines de Chascomús. Y esa fantasía leve pero constante, que se
siente a los quince años por las imposibles y estelares imágenes del cine,
los había hecho cómplices de algo. Tal vez de una época. Entre ellos nunca
hubo el misterio de la edad: los dos nacieron en 1927. Marga Ronco,
asistente de Alfonsín, me recuerda que cada vez que iba al programa
bromeaban sobre quién era el mayor de los dos, ya que los separaba solo
un mes. Alfonsín chicaneaba: «No olvide que usted es mayor que yo,
Mirtha». Y Mirtha siempre respondió con amabilidad. Incluso llegó a
mandarle un relojito de regalo a María Lorenza Barreneche, la esposa de
Alfonsín, tan fanática de aquellas películas como había estado enamorado
su marido de sus estrellas.

Pero Mirtha Legrand no hizo campaña por Alfonsín, como más de treinta
años después haría por Macri, de quien hoy no la separa sino la coyuntura
en la que ella representa al votante macrista impaciente o desilusionado.
Por el contrario, de Alfonsín la separaba un mundo de valores e ideas.
Mirtha Legrand es sólidamente conservadora, aunque sus preguntas
puedan, algunas pocas veces, indicar que se ha ido sensibilizando. Alguien
que la conoció muy bien —militante de ultraizquierda de los setenta— me
cuenta la siguiente anécdota:

«Ella y Tinayre estaban en mi casa justamente el día que yo salí de la


cárcel. No se mostraron en lo más mínimo interesados por ese pormenor
de mi biografía. Incluso Tinayre pronunció una frase desagradable, de esas
que muchos pronunciaron durante la dictadura y después».
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Una familia mira «Almorzando con Mirtha Legrand» en la década del ochenta. DANTE GINEVRA / ORSAI.
¿Por qué estaban en esa casa Tinayre y su esposa? Eran muy amigos de la

anfitriona, Annemarie Heinrich, la genial fotógrafa por cuyo estudio 
pasaron todas las actrices durante varias décadas.

Alicia Sanguinetti, que sigue trabajando en el estudio de Annemarie, su


madre, me muestra las copias maravillosas de las fotos de Mirtha Legrand.
Allí están las imágenes fijas de todos sus personajes, con encuadres que
favorecían las diagonales, iluminados con un estilo más expresionista,
más contrastado que la gama de grises que caracterizaba al cine nacional
en los años cuarenta. Las fotos que Annemarie tomaba para los afiches y la
publicidad no se hacían en el set ni durante la filmación. La perfección
surgía del trabajo en estudio. Primero en el de la calle Santa Fe al 1200,
luego en el de la avenida Callao.

Mirtha Legrand llegaba con maquilladora, peinadora, y acompañantes que


transportaban piezas de la escenografía y del vestuario correspondiente.
No había ninguna improvisación. La actriz, una máquina de trabajo, volvía
a vestirse como el personaje que había representado en el film, volvía a
apoyarse en la columnita rematada por un jarrón, y volvía a envolverse en
gasas y flores para la foto de promoción de La de los ojos color del tiempo,
una maravilla de estético sentimentalismo.

«Era extraordinariamente fotogénica», me dice Alicia, que estuvo allí


desde muy joven, observando esa cara que su madre fotografiaba. En
verdad lo era. Las gemelas Chiqui y Goldi parecen idénticas, pero la
fotogenia de Mirtha es su aura. Pregunto sobre el maquillaje y Alicia dice
que, en aquellos años cuarenta, las actrices llevaban básicamente rímel en
los ojos y rouge en los labios: «Siempre se usaba un poco de retoque (lo que
hoy se diría photoshop), pero la piel de esas chicas era verdaderamente
excepcional». Le pregunto a Alicia qué actrices de Hollywood recuerda.
Doy nombres: Marion Davis, Margaret Sullivan, Mirna Loy, Carole
Lombard. Alicia no contesta. Después, como terminando una larga
revisión, dice: «No tiene buenas piernas. Mirtha es una cara, una cara
perfecta».

Una foto la muestra de cuerpo entero, vestida de negro, apoyada en


diagonal sobre un reloj de su misma altura. Alicia me habla mientras
sostengo la foto de la que no puedo apartarme: «Tiene caderas anchas y
Tinayre la sometía a un régimen constante. Pero ella sabía perfectamente
cómo era su cara y su cuerpo; se estudiaba los gestos, sabía qué ropa usar;
una vez, precisamente en una quinta donde todos estaban más o menos
distendidos, ella, de punta en blanco, declaró que jamás se pondría un

jean». 

Cuando escucho esta historia,recuerdo algo que me dijo Rottemberg: «Le


gusta la pizza con cerveza; un día la llevé a Los Inmortales. Eran las siete
de la tarde y no había nadie».Es una paradoja que la que triunfa hasta hoy
por ofrecer una mesa tendida a sus invitados haya vivido a régimen. Alicia
está convencida, porque vio al matrimonio estelar en quintas, vacaciones y
comidas, que Tinayre era, también en ese aspecto, de una exigencia
tiránica. «Como Delia Garcés con Alberto de Zavalía, son mujeres hechas
por los maridos», dice. Tinayre era duro, implacable, perfeccionista: «Ella
es pura voluntad —agrega—, cuando la conocí trabajaba hasta matarse;
quería, desde siempre, ser la primera».

Todos coinciden. José Miguel Onaindia, ex director del Instituto de Cine y


cinéfilo constante, me escribe: «Tiene una profesionalidad única, tiene
conciencia de quién es y del lugar que quiere ocupar en cada etapa de su
vida. Se toma todo el trabajo para lograrlo. Fue una de las actrices más
populares del cine argentino. Pero tuvo la habilidad de evitar el ocaso,
aunque filmó su última película a los treinta y siete años y la industria del
cine en que nació como actriz había desaparecido».

¿Qué hubo en el comienzo? Chas de Cruz, periodista y crítico de cine de


mediados del siglo XX, llevó a las gemelas al estudio de Annemarie
Heinrich antes de su primer film, supongo que después de que aparecieran
como extras en Hay que educar a Niní, estrenada en 1940. Chas de Cruz,
cronista, comentador, hombre del ambiente, conocía a fondo la técnica de
promoción del cine norteamericano y sabía que en Hollywood se hacía
scouting para descubrir «promesas». Los yanquis, acostumbraba decir
Chas de Cruz, «más que magos del cine son expertos en publicidad de
películas». Por eso, llevar a las hermanitas de trece o catorce años a la
fotógrafa de las grandes estrellas era una movida de estilo hollywoodense.
En ese momento, el estudio de Heinrich les quedaba grande, pero era una
forma de que no les siguiera quedando grande en el futuro.

Las imagino a las chicas que todavía eran Martínez Suárez, y casi
enseguida serían Legrand, entrando en la fábrica de estrellas. Los estudios
de cine fueron su escuela. Los directores Carlos Schlieper, Carlos Hugo
Christensen y finalmente Tinayre, fueron los verdaderos maestros,
incomparables con los vagos profesores de declamación que enseñaban en
conservatorios no muy reconocidos. En los estudios de Lumiton o Sono
 se aprendía a hablar, se aprendían los modales remilgados, la caída
Film 
de ojos y las muequitas simpáticas. Hasta hoy, Mirtha Legrand conserva y
repite la mirada al sesgo de sus películas de adolescencia. Baja los ojos y
vuelve a abrirlos, como si en ese instante transcurriera el acto de pensar.
Es la mirada pícara, la de los mohines. Aunque también tiene otra: la
mirada seria, dura y fija, sin caída de ojos. Son gestos aprendidos antes de
los veinte años, que sobreviven porque se convirtieron en rasgos de un
estilo. Esto se dice fácilmente, pero no lo es.

El hermano de Mirtha, José Martínez Suárez, describe los aprendizajes de


las mellizas Legrand: «Mis hermanas estudiaron arte dramático», cuenta
en una entrevista de Néstor Montenegro publicada en el libro Cuarenta
años y una vida en televisión. «En Rosario —a dos horas de distancia de
Villa Cañás, el pueblo santafesino donde nacieron las hermanas— había
una Universidad Popular que dirigía un hombre muy combativo, digo
combativo por el esfuerzo que hacía… Se llamaba Ernesto de Larrechea…
Había clases de declamación, danza, folclore, recitación… Y mamá nos
llevaba como un divertimento». En Buenos Aires, adonde se mudaron en
1939, siguió la recorrida: «Había academias familiares, populares,
barriales. Una de ellas se llamaba Gaeta… Ahí mis hermanas se conocieron
con Lolita Torres. Aprendían bailes españoles porque mamá era ferviente
admiradora del estilo español».

Academias de barrio a fines de la década del treinta: allí estaba el mundo de


capas medias de origen inmigratorio, gente en ascenso, con aspiraciones,
y probablemente con una cultura temblorosa, adquirida en la radio y las
revistas. En esas academias no estaban los grandes maestros, sino los que
daban clases a aficionados, sobre todo a las jóvenes que soñaban con ser
actrices o recitadoras como Berta y Paulina Singerman. Unas pocas darían
el salto milagroso, entre ellas las Legrand. Comenzaron a filmar antes de
los catorce años. Los grandes estudios fueron su verdadera academia. Allí
se inventó un tipo de elegancia que no estaba en ninguna otra parte. Ni en
la clase alta (a la que imitaban con un efecto a veces caricaturesco y a veces
remilgado); ni en las capas medias acomodadas que todavía estaban
buscando modista, peluquero, decorador y modelo de auto. Mirtha
Legrand aprendió todo a medida que se lo enseñaban a ella en el set. Sus
maestros fueron directores hábiles, que conocían bien la comedia de
Hollywood. Y, en la cima de esos directores, el más culto y mejor artesano,
su marido Daniel Tinayre. De él vale la pena volver a ver La patota, la mejor
película en la que participó la estrella ingenua, reconvertida a mujer

dramática. 

Una familia mira «Almorzando con Mirtha Legrand» a principios del siglo XXI. DANTE GINEVRA / ORSAI.
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El cine fue el campo de entrenamiento de Mirtha Legrand. Allí aprendió su
disciplina y su implacable sentido de las jerarquías (del director para abajo,
de la diva respecto del resto del equipo). Y de allí viene su sentido de la
imagen, no lo que sabe su cerebro, sino lo que sabe su cuerpo: pararse,
moverse, hablar, mirar o no mirar a la cámara. No habría pasado la prueba
del teatro antes de consagrarse en el cine, ni habría pasado la prueba de la
radio, porque no era Niní Marshall, una actriz de inteligencia notable y
original.

Mirtha Legrand, nacida y criada en los decorados de películas, surge de


una decena de imágenes en blanco y negro. Su gusto por lo «fino» lo ganó
en esos decorados: muebles estilo francés, floreros sobre mesitas, centros
de mesa, porcelana y cristal. Allí aprendió un lujo aspiracional de clase
media, una fantasía democrática que luego pudo transferirse a la
televisión. Esos decorados exigen cierto vestuario que Mirtha empezó a
llevar antes de los veinte años. El atuendo que ha usado durante décadas en
la televisión se adaptó, según la moda, a un estilo que es el del cine
argentino de los cuarenta, la década en que el tailleur se convirtió en la
pieza de resistencia de un vestuario elegante, lugar privilegiado que
conservó desde entonces. Para entrevistar a Macri, por ejemplo, usó un
tailleur blanco de Elsa Serrano, una modista estrella durante el gobierno de
Menem, que vistió a Zulemita. Los gustos, a veces, son transpolíticos.

Como una rutina de gimnasio transcurren los pasos de este aprendizaje,


que Mirtha Legrand realiza en menos de una década y perfecciona cuando
su entrenador es Daniel Tinayre. Ha llegado a gobernar su cuerpo como lo
gobiernan las bailarinas o los mejores tenistas. Nadie la vio levantarse de
una mesa o interrumpir una conversación para ir al baño («al toilette»,
seguramente diría ella). Domina o, mejor dicho, olvida su cuerpo.

En julio de 2014 se fracturó la tibia y el peroné. Fue operada de noche, de


urgencia, mientras transcurría la final del Mundial de Fútbol. En su
habitación del Mater Dei estuvieron Goldi y José Martínez Suárez, sus
hermanos. También esperó la salida de la anestesia el gran amigo Carlos
Rottemberg. Cuando Mirtha despertó, se comportó como si nada hubiera
pasado. Habló y habló. Los hermanos, más cansados que la operada, se
fueron. Ya era tarde.
Mirtha empezó largas conversaciones por teléfono con medio mundo.

Después de un rato, llamó al celular de un médico de su confianza, 
profesor y eminencia en su disciplina, y le contó, ya a medianoche, un
problema que concernía a la mujer de Rottemberg. Quería persuadir a
Rottemberg de que consultara al especialista. Imparable, le pidió hora para
la semana siguiente. Agotado, Rottemberg se recostó en la cama del
acompañante. Mirtha seguía hablando, y él fingió dormir. Imposible.
Mirtha encendió la televisión y le dio volumen. «Es incansable», me dice
Rottemberg con una cara que todavía recuerda ese monólogo de hace años.
«Nos gana a todos, porque es hiperkinética». Nos quedamos en silencio.
Me parece sentir el cansancio de esa madrugada, donde Rottemberg
cumplía con el doble mandato de la amistad: el de Tinayre —ya muerto—,
y el que surgía de la admiración que siente por estos rasgos de Mirtha
(insoportables, diría otro que la quisiera menos). ¿Ahí, sobre la cama,
estaba la estrella que siempre se vuelca hacia afuera, que necesita el afuera
como su mar? ¿O estaba la niña que no podía ser caprichosa porque tenía
que obedecer y trabajar duramente, y ahora se cobraba lo que le debían?

Su aprendizaje fue el de una atleta de alto rendimiento: disciplina,


repetición, orden, régimen de comidas, confianza en su director técnico,
apoyo de su equipo. Y, sobre todo, voluntad. Un atleta debe ser duro,
unilateral, obsesivo, implacable consigo mismo. Y Mirtha Legrand lo fue.
Sabe, como un atleta, que el éxito de un movimiento se prepara mucho
antes de realizarlo y que la perfección de un acto físico depende de las
veces que ha sido repetido, porque, en el momento preciso, ni siquiera hay
que pestañear. Un atleta no puede olvidar lo que va aprendiendo; su
memoria debe ser total; lo que aprende cada día debe sumarse a lo que ya
sabe. Un atleta que aspire al medallero debe reiterarse hasta el
agotamiento.

Por eso mismo, no es extraño que Mirtha Legrand pueda repetir sus mesas
por décadas: fue entrenada para eso y para ir mejorando en las
repeticiones. No puede esperar un momento especial, sino una serie
infinita de buenos momentos. Que un atleta sea genial no depende
exclusivamente de su entrenamiento, porque la genialidad es un don. Pero
que un atleta sea bueno depende de lo que se ha esforzado. De ese acto de la
voluntad que es condición de todos los logros pero que, al mismo tiempo,
les da a esos logros una suerte de mecanicidad, de ciega serie de actos
iguales, de insensibilidad. Ese es el precio que pagan los atletas.
Devenir atleta exige obedecer a una causa. La de Mirtha Legrand consiste
hacer preguntas que, a lo largo de los años, fueron mejorando en
en 
información, precisión y oportunidad. Su secreto es la repetición. Leer
todos los días las noticias; repasar las biografías de sus entrevistados;
decidir los vestidos y las joyas; hacer personalmente la lista de invitados;
negociar los PNT con los que es implacable y que le encajó, hace pocas
semanas, al mismo presidente de la república, Mauricio Macri. Así, una y
otra vez, todas las semanas desde hace cuatro décadas. La repetición puede
enloquecer a quien no tenga la fuerza de soportarla, pero no es el caso de
Mirtha Legrand. Su causa es también durar en el circuito atlético hasta que
su performance sea considerada un récord, esa marca que todo atleta
persigue. Cuando se refieren a ella, todos repiten la palabra voluntad.

Un deportista de alta competición es precisamente esa mixtura de


voluntad y aptitudes adquiridas muy temprano. Todos se esfuerzan, pero
solo algunos tienen esa suma de esfuerzo y gracia que llega de no se sabe
dónde. Estos deportistas son también perfeccionistas y competitivos. Para
ser medallista olímpico o varias veces campeón de grandes torneos es
necesario ser concentrado como una piedra; implacable; monotemático:
en el límite, inhumano. Mirtha Legrand tiene esos rasgos y, por eso, es
estrella de la tele, un deporte de alta competición. Rottemberg está seguro
de que tiene un decálogo, pero no me dice cuáles son sus mandamientos.
Supongo que no están lejos del siguiente Decálogo de la Estrella:

01. Siempre «entra en escena» y nunca espera a nadie, salvo


cuando trabaja de anfitriona.

02. Se sienta a la cabecera de cualquier mesa.

03. Dirige la conversación con invitados, amigos o quienes sean


los interlocutores.

04. Nunca parece insegura ni vacilante, incluso en temas que


desconoce.

05. No demuestra necesidades físicas vulgares.

06. No conoce la fatiga.

07. Cambia de vestuario varias veces por día.


08. Lo mismo con las joyas.
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09. Nunca se deja ver «al natural», sin vestuario, peinado y
maquillaje.

10. Maneja sus ingresos, porque una estrella no debe ser


dominada en ningún aspecto.

Como el deportista de competición, Mirtha Legrand no puede permitirse el


aburrimiento. Si se aburriera, flaquearía porque la preparación atlética se
convertiría en una carga pesadísima. Debe gustarle intensamente todo lo
que hace. Incluso los anuncios de PNT. Se sabe que sus «publicidades no
tradicionales», a veces, las acompaña con presentaciones. En una ciudad
de provincia, el público la esperaba en un teatro donde se prolongaba, en
vivo, la publicidad de algún producto. Detrás del escenario, los
organizadores le ofrecieron una joya que Mirtha Legrand seleccionó de
una bandejita, donde había otras que se rifarían entre los espectadores.
Cuando los organizadores iban a conducirla a escena, ella los interrumpió:
«Ahora me voy a elegir otra joyita», dijo. Desconcierto. Ya sobre el
escenario, Mirtha se adelantó para decirle a su público: «Yo voy a donar
otra joya, para que la rifa tenga más ganadoras». La gente respondió con
aplausos enloquecidos, mientras ella depositaba la joya que, entre
bastidores, había tomado como su «segunda joyita». Quien la ganara (esa
era la fantasía) poseería la joya de Mirtha Legrand. Los deportistas
populares también suelen hacer estos gestos rituales con camisetas,
muñequeras, toallas y vinchas. Son las joyas que los acompañaron a la
victoria.
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Una familia mira «Almorzando con Mirtha Legrand» en la actualidad. DANTE GINEVRA / ORSAI.

«Necesito éxito», le escuchó decir un amigo, cuando Mirtha Legrand ya


era una consagrada. Como los deportistas de alta competición, sabe que no
puede repetirse a medida que envejece: se cambian algunas cosas para
 en el podio. Por eso, imperceptiblemente en el día a día, pero con
seguir 
resultados visibles en una década, fue variando su estilo. Antes preguntaba
a sus invitados. Ahora los interroga de modo que no puedan escapar. Lo
hace cuando vale la pena: el reportaje a Macri es el último ejemplo. Mirtha
le preguntó todo lo que preocupa a quienes lo votaron. Fue un programa
para su gran familia. Conoce a esa familia porque ella está sólidamente
arraigada en ese suelo y en esa cultura, con sus mismos límites ideológicos
e intelectuales.

Mirtha es la clase media nacional. Su celebridad es local, sin proyecciones


internacionales. Se dice que, cuando viaja por las grandes ciudades y visita
sus tiendas, añora el trato cortesano y el revuelo que suscita en la
Argentina. Extraña el remolino de la fama. Pero también se dice que, en
alguna calle de alguna ciudad europea, una vez le preguntaron a su
acompañante si esa señora era «alguien muy conocido en su país». La
celebridad puede ser un producto de exportación. No en este caso. Mirtha
Legrand reina en un parnaso criollo.

El 19 de marzo, envié un mensaje de texto a Nacho Viale, nieto y productor


de Mirtha Legrand, que decía así: «Hola Nacho: regresaron los almuerzos y
estar en el backstage es lo único que me falta para mi ensayo-nota sobre
ML. ¿Te parece que podré estar en el próximo?». Enseguida y muy
amablemente, Nacho Viale me contestó que lo hablaba con ella y me
confirmaba. Insistí el 21 y el 22 de marzo. Me disculpé ante Nacho por ser
«una plomiza solicitante». No hubo respuesta inmediata. Mientras
hablaba sobre Mirtha Legrand con quienes la conocen bien, todos
coincidieron en un punto: «Tiene una memoria infalible». Cuando escuché
esa frase varias veces repetida, imaginé que, pese a la cortesía de Nacho
Viale, yo no iba a estar presente en el backstage porque me negué a
sentarme a su mesa en 1994. Esta vez, la memoria de Mirtha Legrand me
iba a jugar una mala pasada.

O al menos eso creí hasta hace unos días, cuando recibí un nuevo mensaje
de Nacho Viale en el que me autorizaba a presenciar el programa y también
me invitaba a sumarme a la mesa. Decliné ambas cosas, porque ya estaba
convencida de que ese backstage, que había esperado ansiosamente, no era
tan necesario. Pero me quedé pensando que la astucia de la señora Legrand
es tan grande como su memoria.
O, quizá, que ya ha trasmitido ambas cualidades a quienes la secundan.
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Debí recordar que, un día del invierno de 1968, un amigo mío llegó a casa
de las tías que visitaba de tanto en tanto y ellas apagaron el televisor,
chico, de imagen indecisa, al que estaban pegadas. Le explicaron:

—Sacamos el programa, porque seguro que no te va a gustar.

—¿Qué no me va a gustar?

—Mirtha Legrand, los almuerzos.

Mi amigo no supo de qué le estaban hablando. Las tías, para obtener la


simpatía de su sobrino, el complicado de la familia, agregaron:

—Es una mujer muy preparada, no te vayas a creer.

Pocos meses después, la ignorancia del sobrino sería imposible o fingida.


Mi amigo no se puso a discutir con sus tías, que tendrían unos veinte años
más que Mirtha, ya que habían nacido en la primera década del siglo XX.
Hizo bien en no hacerlo porque, además de la pedantería, quizá ya sabía
que el carisma no se discute. Si Mirtha Legrand había convencido a sus tías
de que era una señora muy preparada, no se trataba de que el sobrino
inventara un ridículo test cultural. Se dio cuenta, sin embargo, de que
Mirtha Legrand les ofrecía a esas dos mujeres de casi setenta años un
programa fácil de ver, porque, a diferencia de las series norteamericanas,
no les planteaba intrigas complicadas, sino una secuencia de preguntas,
respuestas, sonrisas, picardías y confesiones. Alejandro Romay conocía el
público al que quería llegar por Canal 9 y sabía que ese público habitaba
diferentes regiones culturales de un mismo país, y tenía edades diferentes.

Mirtha Legrand encontraba el suelo inconmovible de sus seguidores, la


roca madre donde apoyar sus zapatos impecables, en quienes habían sido
su público desde que debutó a los catorce años: las capas medias. Siempre
fue el fiel de la balanza entre la cursilería y el desenfado. Mantuvo durante
décadas ese equilibrio que fue producto de una elección de estilo. Nunca se
separó de lo que, dicho sin ironía, es el sentido común, aquello con que su
público desea identificarse. La de Mirtha Legrand es una voz donde se
mezclan los prejuicios y las ideas recibidas que se creen propias. No es fácil
lograr que esa mezcla se vuelva convincente: en cuanto se exagera alguno
de sus ingredientes puede transformarse en vulgaridad. Y ese fantasma
acecha, noche y día.
Es el espíritu mismo de la televisión en el momento en que Mirtha debutó
 sus almuerzos: la aventura de barrer la pantalla para alcanzar a un
con 
«todos» tan ideal como inaccesible. Pero, si alguien alcanzó el corazón de
esas capas medias y de allí irradió hacia arriba y hacia abajo fue la señora
Legrand.

Hay varias razones. La primera es su disciplina de imagen. En sus


comienzos, actrices como ella formaban en la fila de las «ingenuas» de un
cine argentino conservador pero diestro formalmente. Son adolescentes o
mujeres jóvenes «lindas» (pero no grandes rostros con carácter),
revoltosas sin ser desordenadas, pícaras que conservan su inocencia.
Mirtha representa a la chica que puede atrapar a un marido, no a la que
corre detrás de los hombres sin ton ni son. Representa lo aceptable. Y en
última instancia lo que toda muchacha casadera merece si el mundo
respondiera a los arreglos de los guionistas.

Tenía el physique du rôle: es decir la cara adecuada para ser, en esos años
cuarenta, una estrellita primero y una estrella después. Lo contrario de lo
que le sucedía a Eva Duarte, cuya cara, que hoy llamaríamos interesante y
fuerte, no tuvo nunca el destello ni la frescura juveniles que eran condición
del éxito. Eva fue bella a medida en que su cara fue madurando, hasta la
belleza de sus últimas fotografías, las de su enfermedad, la de su cadáver.
No daba para damita joven. Tampoco Zully Moreno, cuyo físico, mirada y
sensualidad eran la de la mujer fatal. Los tipos cinematográficos estaban
cuidadosamente delineados. Y las gemelas Legrand ocuparon el de damita
joven y allí comenzaron su ascenso.
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Una familia mira «Almorzando con Mirtha Legrand» en el futuro. DANTE GINEVRA / ORSAI.

Respetable, traviesa y, finalmente, conformista. No me atrevo a decir que


esto lo aprendió en el cine o antes de ser una figura juvenil. Pero lo que es
seguro es que lo aprendió. Las ideas sobre elegancia, modales, buena

comida, maneras en la mesa son una guía para quienes deseen ser tan 
elegantes como quien las imparte en El libro de oro de Mirtha Legrand.
Cómo vivir con elegancia y recibir con distinción (1997). Un programa de
consejos y recetas para televidentes que no provienen de la elite y que por
tanto no han aprendido esas cosas con naturalidad. La televisión, de la
mano de Mirtha Legrand, era un aula. Y su estrella era la Docente
Argentina. Solo una cita de su libro que indica una rara vocación
pedagógica: «Lo cierto es que, al menos en alguna medida, la distinción y
la elegancia se pueden aprender. Si bien «la elegancia y la distinción» son
dones de la naturaleza, cuando no son totalmente perfectos con esfuerzo y
tesón se pueden mejorar».

No hay ironía en la cita. Más bien el reconocimiento de lo que ha sucedido


varias veces a lo largo del siglo XX, donde figuran primero los folletines de
la literatura sentimental; después los libros baratos; y más tarde la moral
edificante de las pasiones que trasmitió el radioteatro y el cine de comedia
blanca. En estos espacios, a lo largo de un siglo se formó un público en el
que predominaban las mujeres. A ellas se les ofreció también motivos de
ensoñación. Mirtha se vistió de largo y de fiesta; se envolvió en gasas,
drapeó su cuerpo con sedas brillantes; no se priva de una llamativa
abundancia de anillos. En más que medio siglo, esos trajes de noche
pasaron de los bailes representados en los estudios de cine al overdressing
de la conductora televisiva y las «galas» del Teatro Colón, o de esa faz del
Colón que se ofrece, con el agregado de algunas óperas y ballets, a los
acontecimientos mundanos.

Los diarios porteños publicaron una foto en junio de 2010 que muestra a
Mirtha Legrand, toda de largo y con transparencias sobre gasas, en el
Salón Dorado del Colón. Una grandilocuencia de la que también formaban
parte Macri, entonces jefe de gobierno de Buenos Aires, un ministro y el
director del Teatro. Comieron sushi. Y ella enunció su deseo: «Que el
Teatro Colón abra sus puertas a una villa cada tanto, una vez por mes
cuanto menos. No se informan los comentarios de los funcionarios que la
escuchan. Solo nos queda por saber qué PNT pasó Mirtha desde el Salón
Dorado. No se priva de hacerlo en todas las circunstancias y se dice que
controla personalmente el cobro de la publicidad no tradicional de sus
programas. Imitando a Dalí, podría adoptar como divisa las dos palabras
con las que el poeta surrealista Breton lo insultó: «avida dollars».

Si la adoptó Dalí, no hay ofensa. 


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