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mecedora, sobre su falda un frasco de confitura de zarzamora y una cucharita.
Probó un poco, luego extendió su mano y la cucharita encontró la boca mustia
de Nieva y tropezó con sus dientes. Ella no lo miraba, observaba las franjas de
sombras que caían hacia el último surco sembrado de lirios amarillos. Recordó
cuando comenzaron los besos prolongados, las caricias en la oscuridad después
que Salvador entraba en la casa con el torso de centauro descubierto, sudoroso
y sediento para atender ese capricho de Nieva de prolongar el jardín invadiendo
el potrero vecino.
Delfi, ahora me cubren los juncos y los lirios de agua, me hacen sombra, me
rodean. ¿Recuerdas esa tarde allá en la cocina cuando puse sobre la mesa lirios
amarillos? flores de pantano dijo él, estatua sedente, desde la puerta gritaba que
seguro había otro porque tenías ganas de todo menos de él, ¿Recuerdas que se
le encharcaron los ojos? Él sospechaba, y seguía vociferando, maldiciendo. Fue
un desafío cada mes, cada año, yo escuchándote decir: ¿él?, no importa, y
seguías a su lado. Así que no digas que no puedes sacarme de tu vida. No
quieres. Me culpas de todo, pero la culpa la tiene él, que ni siquiera puede darte
la espalda, después de moverse dentro de ti con ritmo de salmodia y te quedas
descubriéndome entre las paredes oscurecidas de tus tantas maldiciones y yo
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tengo que desviar la mirada hacia las piedras que me sirven de techo, con el eco
de tus palabras: lo que pasa entre él y yo, es cosa mía. Y como dices que me
aparecí, te corrijo: me invocabas cada día porque sabes que es verdad, cada
semana a su lado aún es pararte frente a un precipicio. No lamento no haber
vivido lo que anhelabas, ese hijo, una familia.
La otra noche calurosa le acariciaste el pecho, le apretaste con furor sus pezones
y esas manos de cultivador de flores de pantano se fueron deslizando debajo de
su cintura, yo lo sentí, ibas retocándola en cada pliegue, en cada poro. Ella tenía
los ojos cerrados, y ese gesto agónico de quien padece un suplicio; supe que no
era a mí a quien extrañaba, estoy seguro de que nunca supo diferenciar mi
presencia de mi ausencia. Tendido a su lado, sin aprender todavía a odiarla, yo
la observaba con aire torvo, había dejado el libro tirado en piso; con esfuerzo
me acerqué a la brasa de su cuerpo e intenté sacarla del temblor, le pregunté en
voz baja si tenía fiebre o si se trataba de una pesadilla, pero con la certeza de
que se enfrentaba en su delirio a esa fuerza onírica y brutal que eras. Giró y me
dio la espalda.
Todo era penumbra sobre el jardín. Fíjate Delfina, dijo Nieva, mientras
saboreaba el dulce, aquí en esta casa, todo para mí se reduce a estar contigo,
solo contigo… ¿Qué pasa? ¿por qué lloras?
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tocaba y luego se disculpaba como si hubiera sido una equivocación. Tantas
veces te vi salir de mí y regresar a tu mundo de silencio y libros de flores que
comencé a sentirme como si no existiera y una vez lo gritaste, tu no existes, y
era verdad, no existía porque no podías nombrarme. Nieva me miraba con
recelo, por llorar cuando debía reír, por decir esto cuando quería decir aquello,
también cree que hablo sola. De todos modos, como ahora, le devuelvo una
sonrisa de niña; me observa mientras se pasa su lengua por los labios, a veces
le muestro una mirada desafiante, para no mostrarle mi odio. A veces, escucho
tu voz en susurros, también los gritos y revivo aquella noche.
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gustaba, curvar tus labios hacia abajo; te veías casi humano hablándome con
delicadeza. No solo fue un oscuro presentimiento, entre zarzamoras y lirios,
besándote arrodillada, desvanecida de gusto después de lamerte uno a uno los
dedos de los pies como si fueran algodones de azúcar, de pronto en tu boca se
resbaló otro nombre. El zig zag de una serpiente cruzó mi cuerpo, te sonreí y
disimulé. Te levantaste, limpiaste la tierra de tu ropa, a zancadas te vi ir hacia
la noche.
Vivo los días tediosos, te escucho cantar entre los libros que dejo todas las
noches al otro extremo de la cama. Me levanto, cuelo café y solo por un
momento dejo de sentir el tormento de una espina atravesada en mi garganta.
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Vuelvo a la cama, contengo las ganas de llorar, pienso que él cree que no lo voy
a soportar más, su mal olor, sus huesos anclados a la silla, sé que le importo
poco, que no me oye, ni más ni menos. A mi me duele todo, él repite ¿Qué pasa?
Yo le respondo nada y sonrío. Aún guarda en su mirada vidriosa el poder
infinito de conmoverme.
Ella me sonríe con pasmo, en balde me mira, y sin palabras me dice que le duele
que a mí aún me duela. La manoseo con los ojos, quiero escupirle la lengua, su
dulce espinoso, la puteo porque no la puedo besar y aquí sigue a mi lado, como
bendición.
LA MUÑECA
hombre. Con acento antioqueño, pidió una latica de sardinas de la más chiquita,
galletas de soda, una Pony Malta y media de Pielroja. Sus pechos morenos,
una apretada camiseta de tiras, el resto de su figura era enjuta para los 1.65 de
estatura. La falda que parecía una chalina traslucía sus nalgas de igual tamaño
que los senos; levantada por el viento, la falda dejaba ver, mucho más arriba de
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Se giró y caminó con la lata de sardinas y las galletas. Vaciló, se sentó a mi lado
y liberó sus pies de las sandalias plásticas. Comió usando una galleta a manera
sus labios protuberantes, rojos como sus uñas. Olía a orín y a sangre. Tenía
La zorra
Pony Malta. Me contó que comenzó a trabajar a los quince años, en Buga.
14, entre calles 14 y 16. A menos de cinco cuadras siguen allí la galería satélite
y la iglesia del Divino Niño. Sobre las seis de la tarde los locales cerraban, pero
se abrían las casas, sin letreros ni bombillos rojos. A donde La Zorra iban
bancos y hasta algunos ricos. Los quinces y los treintas de cada mes la fila de
taxis era larga. La más visitada era la casa N° 14-23, a su dueña todos le
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decíamos La Zorra. Era una mierda, nos obligaba a trabajar todos los días,
los clientes, no nos dejaba ni ir al sanitario dizque que para que ellos no se
nalgas y en las puchecas. No creas que fui a cualquier pulguero: fui a Ciudad
tratamiento era sencillo como los otros, dijeron. Me eché la bendición y pensé:
ponen full equipo las muchachas… con más veras, yo. La clientela volvió y en
dos meses gané setecientos cincuenta mil pesos, pagué una manda al Negrito de
Buga, y el saldo del tratamiento. Al principio todo bien, pero después comenzó
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ni con vinagre ni con agua de yerbas. Volví a la clínica y la habían cerrado; pero
En este negocio hay que estar dispuesta a lo que sea. La tarifa era de veinte mil
pesos media hora, de allí la Zorra descontaba siete mil que costaba la pieza, y
aguardiente; por eso me preferían. En esa época no había tanta policía. Ahora
es peor: hay que engallarse” -Se muerde los labios, y enciende un Pielrroja -“¡Si
no trabajo, no como! y no salgo hace tres meses. Los clientes le piden de todo
orinar” - Le pedí que me explicara que era “de todo” pero hubiera sido mejor
¡allá abajo, cuando estamos bebiendo, manda usted papito, aquí arriba mando
yo!”
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Volvió a reír y tamborileó la mesa con las uñas. “Este es un trabajo como
un vecino me dejó allá. Me vine hace veinticinco años para Cali, pero no ha
La única joyita
Por primera vez desde que la conocí hace un mes, noté su mirada opaca. No
cerrarle una fístula vesicovaginal –“Ayer me retiraron otra vez la sonda. Voy a
pagar por cuotas, porque sin trabajar… y con el gastico de los pañales… Curvó
los labios hacia abajo. Tocó empeñar la única joyita un anillo de oro con una
hombrecito que me hubiera querido sacar a sufrir juiciosa. Confío que pueda
salir en unos días, aunque he perdido toda sensación en esa parte” Hizo un guiño
Recuerdo que le dije que se cuidara y puse sobre la mesa treinta mil pesos. Su
mirada fue pura agresividad, tiró los billetes, caminó cojeando hacia la salida.
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