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ALGODONES DE AZUCAR

Te recordaré muerto de miedo dijo para sí Nieva, mirando hacia el jardín. La


tarde caía dejando ver abanicos amoratados y regueros de luz. Esta silla es mi
trono, Delfina y yo envejecemos, aunque todo dentro de ella se retuerza y se
corte, aquí sigue la vida arropándonos.

Delfina miró como se empozaba el café en el colador de tela. La luna de enero


se asomaba por entre las nubes gordas como ovejas. El aroma le trajo una
barahúnda de recuerdos. Las luces titilaban en el camino hacia la casa de Julia,
ella sabía de yerbas y otras cosas. Vestida de uniforme a cuadros, las medias
hasta las rodillas, menguaba el destemple de su alma con un café, cavilaba entre
sorbo y sorbo aquella decisión que creía la haría libre de Salvador, que iba a
saber que volvería para encarcelarla de por vida. Volvió a sentir el olor a sangre
y alcohol, los rezos de Julia. Delfina sintió que sus vellos en la nuca se erizaron
y gritó como si la rabia que le dolía fuera un disparo. Cuando se casó con Nieva
se lo contó todo y su silencio fue un océano. El café se convirtió en un charco
oscuro sobre la mesa. Cogió un vaso de cristal para tomar agua y el cristal
resbaló de su mano. Se arrodilló a recoger los vidrios, cuando levantó la cabeza,
ahí estaba Salvador. Sin pedirle permiso, igual que la primera vez, se le echó
encima.

¡Maldito seas Salvador! Ardo, tiemblo y no te puedo sacar de mi vida, murmuró


Delfina mientras escuchaba sus propios sollozos, sentada a lado de Nieva, su
mirada puesta en el pájaro que gorjeó en una rama. Detuvo el vaivén de la

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mecedora, sobre su falda un frasco de confitura de zarzamora y una cucharita.
Probó un poco, luego extendió su mano y la cucharita encontró la boca mustia
de Nieva y tropezó con sus dientes. Ella no lo miraba, observaba las franjas de
sombras que caían hacia el último surco sembrado de lirios amarillos. Recordó
cuando comenzaron los besos prolongados, las caricias en la oscuridad después
que Salvador entraba en la casa con el torso de centauro descubierto, sudoroso
y sediento para atender ese capricho de Nieva de prolongar el jardín invadiendo
el potrero vecino.

Al principio no te lo niego, me odié solo de pensarlo, de imaginar que podía


enamorarme de mi verdugo, pero te sentía regado por mi cuerpo y cada día de
este agosto cuando ya la edad, dicen, es tranquila, aún aspiro tu olor pegajoso
entre mis poros ¿te imaginas? Comencé a vivir los días y sus noches como
persona de otra vida ante las miradas de Nieva, como perro asustado la seguían
por todas partes, miradas pacientes para descifrar mis íntimas batallas, ojos que
parecían llorar siempre, con el poder infinito de conmoverme.

Delfi, ahora me cubren los juncos y los lirios de agua, me hacen sombra, me
rodean. ¿Recuerdas esa tarde allá en la cocina cuando puse sobre la mesa lirios
amarillos? flores de pantano dijo él, estatua sedente, desde la puerta gritaba que
seguro había otro porque tenías ganas de todo menos de él, ¿Recuerdas que se
le encharcaron los ojos? Él sospechaba, y seguía vociferando, maldiciendo. Fue
un desafío cada mes, cada año, yo escuchándote decir: ¿él?, no importa, y
seguías a su lado. Así que no digas que no puedes sacarme de tu vida. No
quieres. Me culpas de todo, pero la culpa la tiene él, que ni siquiera puede darte
la espalda, después de moverse dentro de ti con ritmo de salmodia y te quedas
descubriéndome entre las paredes oscurecidas de tus tantas maldiciones y yo

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tengo que desviar la mirada hacia las piedras que me sirven de techo, con el eco
de tus palabras: lo que pasa entre él y yo, es cosa mía. Y como dices que me
aparecí, te corrijo: me invocabas cada día porque sabes que es verdad, cada
semana a su lado aún es pararte frente a un precipicio. No lamento no haber
vivido lo que anhelabas, ese hijo, una familia.

La otra noche calurosa le acariciaste el pecho, le apretaste con furor sus pezones
y esas manos de cultivador de flores de pantano se fueron deslizando debajo de
su cintura, yo lo sentí, ibas retocándola en cada pliegue, en cada poro. Ella tenía
los ojos cerrados, y ese gesto agónico de quien padece un suplicio; supe que no
era a mí a quien extrañaba, estoy seguro de que nunca supo diferenciar mi
presencia de mi ausencia. Tendido a su lado, sin aprender todavía a odiarla, yo
la observaba con aire torvo, había dejado el libro tirado en piso; con esfuerzo
me acerqué a la brasa de su cuerpo e intenté sacarla del temblor, le pregunté en
voz baja si tenía fiebre o si se trataba de una pesadilla, pero con la certeza de
que se enfrentaba en su delirio a esa fuerza onírica y brutal que eras. Giró y me
dio la espalda.

Todo era penumbra sobre el jardín. Fíjate Delfina, dijo Nieva, mientras
saboreaba el dulce, aquí en esta casa, todo para mí se reduce a estar contigo,
solo contigo… ¿Qué pasa? ¿por qué lloras?

Mi vida se fue oscureciendo más entre tus arrebatos de indiferencia. Me hacías


esperar horas y horas, tan solo para responderme con uno que otro sí y muchos
no. Sé que lo sabías, sabías me hacías crecer una angustia infinita en mitad el
pecho. Era tan fuerte que espantaba las palomas. A veces te sentía rugir, cuando
Nieva fingía que su silla de ruedas se tropezaba conmigo, con disimulo me

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tocaba y luego se disculpaba como si hubiera sido una equivocación. Tantas
veces te vi salir de mí y regresar a tu mundo de silencio y libros de flores que
comencé a sentirme como si no existiera y una vez lo gritaste, tu no existes, y
era verdad, no existía porque no podías nombrarme. Nieva me miraba con
recelo, por llorar cuando debía reír, por decir esto cuando quería decir aquello,
también cree que hablo sola. De todos modos, como ahora, le devuelvo una
sonrisa de niña; me observa mientras se pasa su lengua por los labios, a veces
le muestro una mirada desafiante, para no mostrarle mi odio. A veces, escucho
tu voz en susurros, también los gritos y revivo aquella noche.

Desayunamos. Delfina agachó la mirada mientras ponía mermelada sobre el


pan. Ese día sea como sea, fue hermoso. Creías que yo no pensaba que contabas
las horas de tus noches vacías, anhelando su olor, su sabor; que guardabas con
miedo la obstinación de sus palabras y que no solo querías ir y venir, ir y venir
sobre ella. Lo que sí pensabas y sabías es que tus palabras eran autopistas que
la alejaban de mí, y tus sacudidas estacas que no la dejaban trastabillar,
resbalarse por ahí, en alguna cuneta de sus mentiras. Yo notaba que después en
sus ojos oscuros brillaba por instantes una profunda luz que le infundía a su
rostro de camafeo una esperanza vana. De tanto andar entre sueños conocías sus
secretos, yo también el tuyo. Desde el primer día supe que la acechabas
codicioso; durante todos estos años de atolondrado mutismo, cuando aislado
sentí el abandono de la humillación, esperé una noche como aquella. Es que las
cosas llegan si crees en ellas.

¿Recuerdas? Me hablaste con lentitud, como siempre cuando querías hablar de


algo importante. ¿Qué quieres decirme, amor? Nada respondiste, no dijiste
nada, pero lo habías dicho todo. Agachaste la mirada, hiciste ese mohín que me

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gustaba, curvar tus labios hacia abajo; te veías casi humano hablándome con
delicadeza. No solo fue un oscuro presentimiento, entre zarzamoras y lirios,
besándote arrodillada, desvanecida de gusto después de lamerte uno a uno los
dedos de los pies como si fueran algodones de azúcar, de pronto en tu boca se
resbaló otro nombre. El zig zag de una serpiente cruzó mi cuerpo, te sonreí y
disimulé. Te levantaste, limpiaste la tierra de tu ropa, a zancadas te vi ir hacia
la noche.

De miedo de no quedarme en el recuerdo de tus noches, te seguí; ahora ya sabes


que no solo estábamos la luna y el maullido de los gatos. Te vi meter los pies
en el agua empozada, en mi nariz cosquilleó el olor a tierra húmeda, escucho,
como si fuera hoy, el chapotear de tus pies, las ramas que se quiebran bajo tu
mano, el eco de mi voz que te ruega, Salvador mírame, regresa, yo entiendo,
ella no importa, yo soy capaz de vivir entre tus silencios, estoy decidida, no
huyas, espérame. No vi tu rostro, solo tu silueta, tu mano levantarse en un adiós
al igual que los pájaros nocturnos se levantaron por entre las zarzas.
¿Recuerdas? te burlabas de su postración pero supe que su abatimiento lo había
transformado en un dios levítico. “No puedes hacer que se quede” gritó él, giré
y me encontré su mirada salvaje clavada en la mía. Por unos instantes de dulce
extrañamiento nuestras miradas se hicieron cómplices sus manos también,
aunque temblaban. Me erizó el frío del cañón niquelado, sus manos tenazas
sobre las mías, pero no tuve miedo. Tus hombros se echaron hacia adelante, vi
tu cuerpo doblarse, caer de rodillas yo anhelaba que dieras la vuelta, que me
miraras, que me dijeras, aunque fuera una mentira. Pero todo fue silencio.

Vivo los días tediosos, te escucho cantar entre los libros que dejo todas las
noches al otro extremo de la cama. Me levanto, cuelo café y solo por un
momento dejo de sentir el tormento de una espina atravesada en mi garganta.

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Vuelvo a la cama, contengo las ganas de llorar, pienso que él cree que no lo voy
a soportar más, su mal olor, sus huesos anclados a la silla, sé que le importo
poco, que no me oye, ni más ni menos. A mi me duele todo, él repite ¿Qué pasa?
Yo le respondo nada y sonrío. Aún guarda en su mirada vidriosa el poder
infinito de conmoverme.

Ella me sonríe con pasmo, en balde me mira, y sin palabras me dice que le duele
que a mí aún me duela. La manoseo con los ojos, quiero escupirle la lengua, su
dulce espinoso, la puteo porque no la puedo besar y aquí sigue a mi lado, como
bendición.

LA MUÑECA

¡Regaláme esas candongas!

A media tarde me adormilaba en la tienda El Pastuso. El local estaba como la

plaza de toros en mayo, cuando su voz de soprano irrumpió cantando Amor de

hombre. Con acento antioqueño, pidió una latica de sardinas de la más chiquita,

galletas de soda, una Pony Malta y media de Pielroja. Sus pechos morenos,

opulentos e impertinentes, tatuados con diminutas medallas negras, brotaban de

una apretada camiseta de tiras, el resto de su figura era enjuta para los 1.65 de

estatura. La falda que parecía una chalina traslucía sus nalgas de igual tamaño

que los senos; levantada por el viento, la falda dejaba ver, mucho más arriba de

las rodillas, una incontenible celulitis y un pañal.

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Se giró y caminó con la lata de sardinas y las galletas. Vaciló, se sentó a mi lado

y liberó sus pies de las sandalias plásticas. Comió usando una galleta a manera

de cuchara. Observándome, con la boca llena dijo: Tenés cara de moscamuerta,

¡Regaláme esas candongas! Me asusté. Limpió los rastros de comida y estiró

sus labios protuberantes, rojos como sus uñas. Olía a orín y a sangre. Tenía

cincuenta y seis años, le decían La Muñeca.

La zorra

Nos volvimos a encontrar a la misma hora. La Muñeca pidió salchichón, pan y

Pony Malta. Me contó que comenzó a trabajar a los quince años, en Buga.

Hablaba con nostalgia: “Hace cuarenta años, caminando por la carrera 14 en

Buga, vos te encontrabas cafeterías, graneros, prenderías, y más o menos unas

veinticinco casas de fachadas viejas. Las mujeres que no eran de la vida,

caminaban rápido con los niños de la mano. La zona se ubicaba en la carrera

14, entre calles 14 y 16. A menos de cinco cuadras siguen allí la galería satélite

y la iglesia del Divino Niño. Sobre las seis de la tarde los locales cerraban, pero

se abrían las casas, sin letreros ni bombillos rojos. A donde La Zorra iban

vendedores ambulantes, choferes y coteros, pero también empleados de los

bancos y hasta algunos ricos. Los quinces y los treintas de cada mes la fila de

taxis era larga. La más visitada era la casa N° 14-23, a su dueña todos le

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decíamos La Zorra. Era una mierda, nos obligaba a trabajar todos los días,

comíamos paradas y a la carrera; y si estábamos bebiendo en el primer piso con

los clientes, no nos dejaba ni ir al sanitario dizque que para que ellos no se

fueran… Yo era la única que le daba regalo el día de su cumpleaños.

El principio del fin

Como si adivinara mi pensamiento dijo: “¿Vos lo que querés es saber que me

pasó?” Pidió un aguardiente y lo sorbió. “En marzo se puso flojo el trabajo,

entonces, me decidí por las inyecciones. Tenía un ahorrito. Primero en las

nalgas y en las puchecas. No creas que fui a cualquier pulguero: fui a Ciudad

Jardín. En el primer piso funcionaba una peluquería, me atendieron en el

segundo. Era un combo de trescientos cincuenta mil pesos para blanqueamiento

y estirarme las arrugas de aquí abajo, o de la zona V como dicen en la tele. El

tratamiento era sencillo como los otros, dijeron. Me eché la bendición y pensé:

quien quiere marrones, aguanta tirones; me acosté en la camilla y dije: si se

ponen full equipo las muchachas… con más veras, yo. La clientela volvió y en

dos meses gané setecientos cincuenta mil pesos, pagué una manda al Negrito de

Buga, y el saldo del tratamiento. Al principio todo bien, pero después comenzó

la hemorragia y abajo se puso todo renegrido, el olor fétido no me lo pude quitar

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ni con vinagre ni con agua de yerbas. Volví a la clínica y la habían cerrado; pero

no hablemos de eso, hablemos de Buga”. (Silencio).

Un trabajo como cualquiera

4.“Nunca tuve miedo de que me metieran una puñalada o me llevaran a la cárcel.

En este negocio hay que estar dispuesta a lo que sea. La tarifa era de veinte mil

pesos media hora, de allí la Zorra descontaba siete mil que costaba la pieza, y

el resto era para mí. No había gastos en peluquería, ni en uñas, tampoco

“engallándose” como ahora. Yo me mantenía adelantada con media de

aguardiente; por eso me preferían. En esa época no había tanta policía. Ahora

es peor: hay que engallarse” -Se muerde los labios, y enciende un Pielrroja -“¡Si

no trabajo, no como! y no salgo hace tres meses. Los clientes le piden de todo

a una y ya no soportaba el dolor ni el ardor. Tampoco podía caminar bien ni

orinar” - Le pedí que me explicara que era “de todo” pero hubiera sido mejor

no preguntar. Soltó una carajada como si lo que me acabara de contar fuera un

chiste y continuó: “A veces me tocaba atender viejos sucios, borrachos.

Recuerdo al mochito ¡pobre! Lo bajé de la silla de ruedas, pero cuando lo

desvestí y lo limpié le dije que no. Se emberracó, empuñé la navaja y le grité:

¡allá abajo, cuando estamos bebiendo, manda usted papito, aquí arriba mando

yo!”

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Volvió a reír y tamborileó la mesa con las uñas. “Este es un trabajo como

cualquiera. Donde La Zorra me gustaba el ambiente. A los quince metí la pata,

un vecino me dejó allá. Me vine hace veinticinco años para Cali, pero no ha

sido buena plaza, y siquiera no dejo cola”.

La única joyita

Por primera vez desde que la conocí hace un mes, noté su mirada opaca. No

sonrió. Me mostró la fórmula del servicio de urgencias del Hospital

Universitario, seis ingresos en dos meses. Esperaba turno de cirugía para

cerrarle una fístula vesicovaginal –“Ayer me retiraron otra vez la sonda. Voy a

pagar por cuotas, porque sin trabajar… y con el gastico de los pañales… Curvó

los labios hacia abajo. Tocó empeñar la única joyita un anillo de oro con una

aguamarina, la tenía desde los tiempos de Buga. Me lo había regalado un

hombrecito que me hubiera querido sacar a sufrir juiciosa. Confío que pueda

salir en unos días, aunque he perdido toda sensación en esa parte” Hizo un guiño

que marcó su rostro con las huellas de los años y de la calle.

Recuerdo que le dije que se cuidara y puse sobre la mesa treinta mil pesos. Su

mirada fue pura agresividad, tiró los billetes, caminó cojeando hacia la salida.

No se despidió, y yo tampoco. Jamás volvimos a vernos.


Wvelny Ríos Toro. Letralia 2019.

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