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Antes de comenzar mencionaré que esta es la cuarta ocasión que visitó el lugar,
donde me fue difícil tomar apuntes mientras realizaba la observación etnográfica, razón
por la que opté dividirla en dos partes: por un lado, un recorrido que hice por los espacios
de trabajo de la Fundación, que ya conocía pero superficialmente, lo que me permitió
consultar con otras personas de la casa sobre esto; del otro, un ejercicio de mirada atenta
y escucha activa en el espacio de la tertulia, donde combiné la participación con el registro
de algunos apuntes. Por ahora, este texto se concentra en lo primero como preámbulo
para presentar el ejercicio en dos partes.
La primera cosa que sucede al visitar la Fundación es que no parecer ser un lugar
más allá de una casa, puesto que no hay mayores indicaciones que señalen que se trate de
una organización. En principio, se trata de una vivienda de ladrillo y grandes ventanales
construida a mediados del siglo pasado, la cual fue empleada por décadas como
residencia familiar, pero que hoy día cuenta con dos entradas, la primera de la tienda “Las
revoltosas” y la segunda, un portón oxidado que da acceso a las oficinas y demás espacios
de la Fundación. Así mismo, ambos lugares parecen tener una existencia separada pero
están mutuamente relacionados, como se mostrará más adelante.
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De este modo, siendo mediodía tocó el timbre de la puerta y al abrirse soy
conducido a una sala donde están organizados un par de sofás, sillas y un escritorio con un
computador. Es temprano y la concurrencia a la tertulia es escasa, apenas tres estudiantes
conversando entre sí, motivo para aprovechar y conocer la casa.
En mis primeras visitas el espacio no me dio otra impresión que la de ser una
oficina común y corriente en una construcción antigua y de aspecto corroído. En el primer
piso, aparte de la oficina descrita, en la parte de atrás se encuentran escritorios antes de
pasar al fondo: una cocina, una habitación, un baño y un patio. El segundo piso cuenta con
tres habitaciones habilitadas como lugar de trabajo. Sin embargo, una observación más
atenta me fue revelando la dinámica del lugar y sus integrantes, en especial, cuando se
conoce más acerca del propósito de la Fundación.
En el año 1987, dos años después del Holocausto del Palacio de Justicia y cuatro
antes de la Constitución, el país estaba inmerso en un conflicto entre el Estado
colombiano y la guerrilla del M-19. Fue en ese contexto donde un 30 de agosto, Nydia
Erika Bautista, socióloga egresada de la Universidad Nacional, madre de un niño y
militante del M-19, fue vista por última vez a la salida de la primera comunión de una
sobrina en el barrio Casablanca, en el sur de Bogotá. En las primeras horas de la noche,
algunos transeúntes y familiares fueron testigos de cómo tres hombres obligaron a Nydia
Erika a subirse a un campero. Desde ese momento, su familia no volvió a tener
comunicación alguna con ella.
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De no haber escuchado esta historia en palabras de los integrantes de la
Fundación, no habría entendido por qué cuando uno se sienta en la sala, encuentra en las
paredes, así como a lo largo y ancho de toda la casa, fotografías impresas en gran tamaño,
que dan cuenta en buena medida del trabajo que se realiza en este espacio.
Por ejemplo, al atravesar de la cocina al patio, se topa uno con una biblioteca, que
al examinar de cerca, en su mayoría es en Derechos Humanos, donde hay material de
Colombia (por ejemplo, de otras fundaciones y del Centro de Memoria Histórica); y de
otros países referentes en la lucha contra este flagelo, como Chile, Argentina (hay una
copia del informe “Nunca más” publicado por una comisión en cabeza de Ernesto Sábato)
y Guatemala (como los cuatro tomos publicados por la Comisión para el Esclarecimiento
Histórico de Guatemala). También se encuentran los libros de poesía de Chico Bauti,
seudónimo de Erik Arellana, cuyos poemas suelen ser homenajes a Nydia Erika y son
leídos en jornadas y conmemoraciones donde participa la Fundación.
Justo al lado de estas, hay una imagen en gran tamaño de Nuestra Señora de
Guadalupe, con su manto azul, sus manos persignadas, ojos cerrados en actitud
compasiva, media luna símbolo de la asunción de la virgen y un halo de santidad que
recuerda en otros términos, la figura de una vagina. También hay una serie de telas
blancas con pinturas y dibujos, que según nos comentó a misma persona corresponde a
un taller que se llevó en el pasado con víctimas en el departamento del Putumayo, en su
mayoría indígenas.
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La primera es el retrato de Nydia Erika. Se trata de una fotografía de color sepia
tomada en la década de los ochenta, que presenta una mujer de unos 27 años, pelo corto,
cejas finas y delineadas, ojos redondos y labios cerrados. La mujer mira fijamente a la
cámara y su expresión da a entender ternura y dureza al mismo tiempo. Esta fotografía
pudo pertenecer originalmente a Nydia de forma personal, o ser un recuerdo
perteneciente a un álbum familiar. Sin embargo, sacada de su contexto original, ha sido un
símbolo para sus familiares, que suelen rodearla de pétalos y flores, cuando se lleva a
marchas o eventos en contra de la desaparición forzada. De igual forma, esta imagen ha
sido transformada en dos ocasiones: la primera, convirtiendo sus rasgos en trazos a lápiz,
fue diseñada para ser una estampilla, que conmemora el Día Internacional de la
Desaparición Forzada, el 30 de agosto, fecha que coincide con la desaparición de Nydia
Erika; la segunda, en un diseño que muestra una carta que simula pertenecer a una
baraja, con la frase Los sueños y la lucha son nuestras cartas. Duplicado su rostro, rodeado
de corazones y mariposas.
La tercera y última, es una fotografía en blanco y negro que se halla detrás del
escritorio que ocupa la sala. Se trata de una imagen tomada en la mitad de la Plaza de
Bolívar de Bogotá: un conjunto de palomas negras caminan por la plaza, un pedestal con
un Simón Bolívar de bronce con su espada pegada al suelo, el Capitolio con sus columnas
griegas apuntando al cielo y en primer plano un hombre de perfil, gabán y pantalón claro,
avanzada edad, barba y pelo encanecidos, no mira ni al fotógrafo ni a la plaza, sus ojos
están cerrados y de pie su cabeza se inclina hacia abajo, en una expresión de tristeza. En
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sus manos sostiene una fotografía, que al contemplar en detalle, devela una escena que
transcurre décadas atrás en la misma Plaza de Bolívar: un padre y su hija con rostros
sonrientes, donde éste en traje de paño sostiene a la niña en sus hombros, como si
espontáneamente y sin saberlo, se estuviera captando la felicidad. Al preguntar por el
hombre que salía en la foto –y en la foto dentro de la foto- se me dijo que era el padre de
Nydia Erika Bautista hace un par de años.
Me toma por sorpresa y respiro largamente para dar un suspiro. Las voces crecen y
ya no son murmullos, una persona me toca el hombro y mi mirada se dirige hacia la sala,
donde ya están sentados la mayor parte de los asistentes a la tertulia. Se saludan entre sí,
conversan y sacan bolígrafos y cuadernos. Se hace un silencio, trato de pasar de la mirada
atenta para pasar a la escucha activa, pero lo que siento en mi interior es que la
exploración sobre la Fundación apenas comienza…